Download - BOGOTÁ CUENTA LAS ARTES: VOL. III
ALCALDÍA MAYOR DE BOGOTÁAlcalde Mayor de BogotáGustavo Petro Urrego
SECRETARIA DE CULTURA, RECREACIÓN Y DEPORTEClarisa Ruiz Correal
INSTITUTO DISTRITAL DE LAS ARTES - IDARTESDirector GeneralSantiago Trujillo Escobar
Subdirectora de las ArtesBertha Quintero Medina
Gerencia de Arte DramáticoNathalia Contreras ÁlvarezGerencia de Artes Plásticas y VisualesMaría Catalina Rodríguez ArizaGerencia de AudiovisualesJulián David Correa RestrepoGerencia de DanzaLina María Gaviria HurtadoGerencia de LiteraturaHumberto Valentín Ortiz DíazGerencia de MúsicaAlba Yaneth Reyes Suárez
Alcaldía Mayor de Bogotá 2015Instituto Distrital de las Artes 2015Portafolio Distrital de Estímulos 2014Productos periodísticos ganadores de la Beca de Periodismo y Crítica para las Artes 2014
Agencia de
CEPERMediaLAB
periodismo
© Bogotá cuenta las artes VOL. IIIPrimera edición: abril de 2015
cerosetenta.uniandes.edu.co/bogota-cuenta-las-artes-vol-iiiISBN 978-958-8898-08-7
Coordinación editorialCentro de Estudios en Periodismo
CEPER
Diseño y diagramaciónAgencia de Periodismo CEPER
El contenido de este texto es responsabilidad exclusiva de los autores y no necesariamente representa el pensamiento del Instituto Distrital de las Artes ni del Centro de Estudios en periodismo CEPER.
Esta publicación no puede ser reproducida, almacenada en sistema recuperable o transmitida en medio magnético, electromagnético, mecánico, fotocopia, grabación u otros sin previo permiso de los editores.
ganadoresCristobalina, Juan Carlos Pérez, Ana María
Gómez, Diego Andrés Guerrero, Julián Andrés Llanos, Ana María Trujillo
Conferencistas invitadosJuan Mejía, Raul Parra, Sofía Helena Sánchez, Gilberto Bello, Pedro Adrían Zuluaga, Diego Garzón, Alberto Salcedo Ramos, Daniel Riera, Daniel Samper Ospina, Ricardo Silva Romero, Juan Miguel Álvarez, Alejandro Gómez Dugand, Jimena Zuluaga, Roberto Herrscher, Omar Rincón, Lucas Ospina, Catalina Rodríguez, Juan David Correa
.índiceCuando se ha olvidado todo: Periodismo de las Artes en Bogotá
pág. 9María Paula Martínez
El hombre de la gran marcha
pág. 17Cristobalina
Cuando los ancestros se pronuncian
pág. 26Juan Carlos Pérez
Yo soy sapo de este pantano
pág. 44Diego Andrés Guerrero
La memoria tiene los suyos
pág. 54Julián Andrés Llanos
pág. 35Ana María Gómez
Boga BogotáAna María Trujillo
El mito de Bodhrán
pág. 63
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En septiembre de 2014 la revista
cultural “El Malpensante” lanzó un
grito de auxilio para no desaparecer.
Una noticia vieja para lectores y no
lectores que reconocen que hacer
periodismo narrativo y cultural
es cada vez más difícil. Su fundador, Andrés
Hoyos, envió una carta a todos los suscriptores
sobre la crisis de la publicación: “les diré que a
estas alturas padecemos de una fuerte soledad
puesto que las demás publicaciones culturales
del país han ido desapareciendo una tras otra (…)
La mencionada soledad nos ha convertido en una
institución, porque quienes no reciben una vez al
mes El Malpensante se pierden de un cuadrante
del mundo que entre nosotros no figura en ningún
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otro medio. Cualquiera diría que la cultura y las
artes, en especial la literatura, van en retroceso
en Colombia”.
Pareciera que mientras unos temas ganan
espacio en la nueva era digital, el periodismo
cultural los pierde. El periodismo deportivo
es más fuerte, el económico tiene nuevas
posibilidades, el político mantiene su liderazgo y
esto se hace evidente en la creación de portales
web como La Silla Vacia, Las dos orillas, Kienyke,
Futbolred, entre muchos otros. En la cultura,
en cambio, no hay producciones digitales que
valgan la pena, y además, una de las revistas
impresas más emblemáticas podría desaparecer.
En 2014 se cumplen, además, 20 años de la
llegada del internet a Colombia y en el campo de
los medios de comunicación empiezan a notarse
los cambios que al principio parecían sutiles
y que ahora hacen visible su profundidad y
complejidad. No es solo un cambio en la manera
de escribir, de titular, ni en las dinámicas de
producción. Eso son efectos colaterales de la
tecnología. Los cambios que merecen atención
están en las audiencias y el surgimiento de
nuevas ciudadanías y comunidades que se
relacionan distinto y consumen y producen
información desde otras lógicas.
Lo anterior es importante para el periodismo
cultural en la medida que lo obliga a re-pensarse
como un oficio de investigación, de profundidad,
de puntos de vistas –en fin: de diálogo.
Características que en el caso colombiano habían
quedado opacadas por las lógicas comerciales y el
mal trabajo del periodista que limitó el quehacer
al terreno exclusivo de la opinión y de las reseñas
tipo publicidad de los eventos que pasaban cada
año por las tarimas, librerías y cinemas del país.
Hoy abundan las páginas de publicidad sobre las
novedades editoriales, de música o audiovisuales.
Los blogs culturales son muy fuertes y en algunos
lugares como Nueva York o París, hay portales
exclusivos de notas informativas culturales que
no son hechos por periodistas sino por artistas,
cinéfilos, escritores. Como es el casodel portal
norteamericano rottentomatoes.com, en el que
la audiencia califica y hace crítica de las películas
en taquilla o la aplicación web mexicana
eventario.mx que agrega y georeferencia todos
los eventos culturales de la ciudad.
¿Y el periodista cultural que hace entonces? En
el peor de los casos ha desaparecido de la escena.
Perdió la lucha que mantuvo por varias décadas
en las salas de redacción contra las historias
de la guerra, la política y la economía y quedó
enfrascado en nuevas secciones como “buen
vivir”, “bienestar” y “entretenimiento”. Cómo
dice Nicolás Morales a propósito del caso de “El
Malpensante”, la cultura es menos sexy que la
pobreza: “En un país pobre la cultura no la tiene
tan fácil como en el primer mundo: un comedor
comunitario o un centro de atención a neonatos
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siempre lucirá mejor que una publicación
cultural a punto de quebrar. Y probablemente
eso sea razonable. Sin embargo, un país también
es pobre sin revistas. Y muy pobre”.
Hoy, cuando los medios de comunicación son
escenarios de representación social y fuente
desde la que evaluamos nuestras experiencias
sociales, hay que preguntarse cómo está
quedando depositada la cultura y de qué manera
los periodistas estamos construyendo un
imaginario colectivo sobre las costumbres y las
nuevas formas de ser y estar en el mundo. Pero
más que eso -que es una tarea clásica, tradicional
y en parte mal lograda- las nuevos ciudadanos
no tienen como único rol hacer evidenciar lo
excluyente que son las agendas y que solo una
pequeña parte de Bogotá pasa por los medios
tradicionales. Además, tienen la posibilidad
de crear historias diversas y participar de
espacios colectivos de construcción de relatos
que den cuenta de todos los matices de la capital
del país. Una Bogotá que tal vez nunca se gane
la etiqueta de la ciudad más innovadora del
país, ni tenga ningún festival que merezca ser
nombrado patrimonio de la humanidad por la
Unesco, pero que reúne las contradicciones de
un lugar histórico, político, precario, moderno,
tecnológico, masivo, desordenado, único.
***
Así, alentados por las tantas historias que hay
por contar de las artes en una ciudad como
Bogotá, inauguramos en abril la tercera versión
del Concurso de Periodismo y Crítica para las
Artes 2014, un proyecto conjunto del Instituto
Distrital para las Artes IDARTES, el Centro de
Estudios en Periodismo CEPER - Uniandes y la
Fundación Arteria.
Hace dos, años cuando inició esta iniciativa,
temíamos que el tema no fuera atractivo y que
pocos bogotanos llegaran motivados a hacer
periodismo de las artes en una ciudad cuyo
alcalde estaba preso, la corrupción había plagado
de ruinas cada esquina de sus barrios y donde la
discusión política protagonizaba la agenda de los
medios. Para nuestra sorpresa, fueron muchas
las personas que estaban motivadas a reportar
su ciudad desde otro crisol. Con esta tercera
edición, celebrada este año, ya son cerca de 120
personas que han estado en todas las fases de
este concurso.
A diferencia de las dos versiones anteriores,
esta edición contó con la participación de
invitados internacionales que enriquecieron las
discusiones con las experiencias artísticas de
sus países. En el tema de música, por ejemplo,
tuvimos tres módulos muy diversos. El primero
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estuvo a cargo de la guitarrista y compositora
Sofía Helena Sánchez, y estuvo enfocado en
paisajes sonoros. Un segundo módulo contó con
la participación de Alberto Salcedo Ramos, Daniel
Samper Ospina y el cronista argentino Daniel
Riera, quienes dialogaron sobre la producción
de crónicas acerca de grupos musicales y la
investigación cultural en el campo del deporte
y el rock. Finalmente, el tercer módulo estuvo
a cargo de Roberto Herscheer, periodista
argentino, director de la Maestría en Periodismo
de la Universidad de Barcelona, y experto en
Ópera, quien hizo una reflexión sobre las nuevas
narrativas para abordar la música clásica.
Fueron en total cuatro charlas magistrales y
catorce talleres de formación. Las primeras
estuvieron a cargo del periodista y director de
la revista Arcadia Juan David Correa, el artista
Lucas Ospina, director del departamento de Arte
de la Universidad de los Andes y los gestores y
líderes de este programa: Catalina Rodriguez,
gerente de artes plásticas de Idartes y Omar
Rincón, director del Centro de Estudios en
Periodismo Ceper.
Los talleres contaron con la participación de
Juan Mejia (artes plásticas), Raúl Parra Gaitán
(danza), Sofía Helena Sánchez (música), Gilberto
Bello (teatro), Ricardo Silva Romero (literatura),
Pedro Adrián Zuluaga (artes visuales) y un grupo
de periodistas como Alberto Salcedo Ramos
(crónica), Alejandro Gómez Dugand (géneros
periodísticos), Diego Garzón (periodismo y arte),
Roberto Herscheer (periodismo y música clsica),
Jimena Zuluaga (edición periodística), Juan
Miguel Álvarez (reportaje), Juan Camilo Chávez
(gestión y producción) y María Paula Martínez
(coordinación).
Los becarios participantes conformaron un
grupo de treinta y cuatro personas provenientes
de diferentes disciplinas: artes, humanidades,
ciencias, estudiantes y profesionales que se
reunieron durante 10 semanas en la Universidad
de los Andes para reflexionar y aprender sobre
cómo hacer periodismo de las artes en clave
local y descubrir juntos nuevas formas, espacios
y miradas para hablar sobre esto que nos hace
sentir en comunidad, aquello que es inasible,
intangible y que nos da significado. Eso que
se llama la cultura y que según el político y
académico francés Edouard Herriot “es lo que
queda cuando se ha olvidado todo”.
María Paula Martínez
Bogotá, noviembre 14 de 2014.
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Con los ojos clavados en sus manos
y con las manos puestas sobre
un pequeño busto de arcilla
polimérica de color gris, Víctor
Laignelet modelaba la primera
escultura de la Gran Marcha, obra
gestada durante más de siete años y que solo hasta
ahora, según su exigente criterio, lograba llevar a
su madurez.
Había destinado un espacio en una esquina de
la mesa, en un lugar desde el cual era posible
aprovechar la luz natural que entraba por la
ventana hacia su taller, una cúpula luminosa de
treinta metros cuadrados ubicada en el último
piso del edificio en donde vive en un bosque sobre
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la falda de una montaña bogotana. Adentro
destellan aromas de madera, óleo, trementina,
tintas y metales que vienen y van sobre un leve y
constante olor a papel y palo santo. Los aromas, la
temperatura y los tonos son el líquido amniótico
dentro del cual se incuba (como en una fábrica
de íconos) la noción de multitud e historias
anacrónicas de La Gran Marcha. La obra pone
en tensión temporalidades distintas, geografías
diversas y opuestos culturales: La Gran Marcha,
en delicados dibujos, pinturitas, textos y
esculturas, presenta la lucha iconográfica a la
luz de articular singularidades con arquetipos.
Allí están, traídos al terreno, la fragilidad
del campesino colombiano y el gesto sutíl y
silencioso de la respiración frente al poder, las
imágenes sobre las que Colombia se debate entre
una izquierda o derecha icono-lógica, y en todo
caso, se pliegan con la astucia del hombre de La Gran Marcha cuando se tropiezan con raíces en
lugares extranjeros, quizá porque en él mismo
se entraña la llegada de un Cristo redentor en
Canadá, una transvanguardia neoyorkina,
el arrondissement 16 de París, la catedral de
Chartres, la mezquita de Córdova en España, la
contemplación del conocimiento occidental y en
la tradición tántrica de oriente en la India.
Por ser el día de Saturno vestía de negro. Ese
sábado en su taller sonaba el Kronos Quartet, y
mientras esperaba a que el disco llegara al final
para poder escuchar el cover que habían hecho
de Jimi Hendrix, mantenía una inquebrantable
concentración sobre el pequeño busto de arcilla
polimérica. Con un cuchillo le quitó pedazos a la
espalda hasta ajustar el tamaño, con la gubia la
rayó, luego la hizo aún más angosta y le volvió
a rayar la espalda con líneas horizontales que
partían del centro y se abrían hacia los costados
como si fueran los músculos. Sus ojos inmersos
en el envés del busto no salieron del embrujo
sino hasta el momento en que reflexionó sobre
lo que estaba haciendo: “Llevo toda la mañana
trabajando en la espalda del busto y ni siquiera se
va a ver”. Mientras tanto, al sostener la escultura
desde el rostro para trabajar en la parte de
atrás, éste aguantaba la presión de sus huellas
causándole un desgaste inofensivo en la expresión,
que pese a estar apenas insinuada ya emitía quejas
de existencia; como si la boca estuviera medio
abierta, como si los ojos estuvieran tristes, como si
el entrecejo recibiera la luz por primera vez.
–Pero es importante trabajar en la espalda de las
cosas. Así no se vaya a ver, de alguna manera la
espalda estará reflejada en el rostro.
Quienes conocen a Víctor saben que la serenidad
es su estado dogmático y habrían adivinado
también, que ese sábado mientras trabajaba
en la primera escultura de la Gran Marcha, tal
serenidad padecía de cierta entonación de dicha.
–¡Qué placer trabajar en algo que uno desconoce!–,
dijo.
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Y es que ninguno de sus estudiantes hubiera
podido sospechar que aquel rostro sereno era el
resultado de unas cuantas cinceladas sobre su
espalda.
El piadoso observador de lo humano, del contexto
como síntoma espiritual y de las traslúcidas
relaciones del arte con la vida, había sido para
muchos un pintor prófugo, pero la realidad era
que cansado del juego de vanidades y en una
saturación por el sinsentido del mundo del arte,
había hecho lo que un artista jamás pensaría: en
la Bogotá de 1997, y con el premio de artes más
importante de Colombia en sus manos (el Luís
Caballero), Víctor decidió retirarse. Atravesó una
década oscura no solo por su ocultamiento sino
por las coyunturas económicas y se sumergió sin
ninguna clase de titubeo en el profundo deseo,
quizá algo inocente o quizá algo ambicioso, de
lubricar la bisagra hacia tiempos más vívidos
para él y para la concepción de las artes en Bogotá
y Colombia.
Ese tipo de decisiones toman sentido con el tiempo
y quizá han repercutido en que hoy en día un grupo
de artistas acudan a él para aprender un poco
más de lo que el contexto universitario permite
enseñar. A menudo lo visitan, y cuando van por
la ruta usual, toman Transmilenio para luego
caminar hacia el oriente, pasar por más de 150
escaleras separadas por tramos ascendentes hasta
llegar al bosque. Una vez dentro del edificio, suben
35 escalones en espiral para llegar al último
piso. Llegan exhaustos, pero van con el mismo
ánimo con el que el pintor prófugo alguna vez
buscó respuestas por su propia cuenta. Saben,
tal vez, que el estar exhaustos es un precio justo
para evitar bajo la guía de su experiencia una
búsqueda solitaria, sobre todo cuando siempre
son recibidos en el comedor con té.
Víctor sirve el té en tazas de colores vivos y al lado
de la taza siempre pone un pequeño recipiente
en forma de crisol. Tiene una fuerte fijación con
el sentido de la justicia, con el equilibrio y con
el punto medio, por eso siempre en el pequeño
recipiente en forma de crisol deposita la bolsa
de té antes de que llegue a destilar en el agua
demasiado amargor. Como pintor, presta especial
atención al color de la comida y a los platos de
fondo, pero en ocasiones especiales prefiere
servir el té en una tetera y tazas pequeñas de
color negro.
–Un buen pintor, es un buen cocinero– dice con
frecuencia, y en su ánimo congénito por practicar
la docencia, nunca desaprovecha oportunidad
para dar una lección.
“Aquella noche era época de tesis”, recordaba un
joven artista que había conocido a Víctor como
profesor de artes de la Universidad Nacional y
lo visitaba para recibir dirección en su tesis de
pregrado. “En esos tiempos me intimidaba la
presencia de Víctor. Estábamos conversando,
seguramente de mi tesis, y dijo ‘¿quieres una
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arepa?’ Fue y puso las arepas en un fuego
críticamente alto. Me seguía hablando pero yo no
podía escucharlo porque las arepas quemándose
se convirtieron en una idea fija en mi mente.
Luego dijo: ‘¡Ay, las arepas!’. Fue, apagó el fuego y
las sirvió en sus platos negros de borde rojo. Luego
trajo los cubiertos y para mi sorpresa el mío era
un hermoso tridente de plata y me dijo: ‘Debemos
retirar los bordes negros’. Yo lo intenté pero por
la timidez fallaba, entonces me dijo: ‘mira, córtala
así’, y al cortar los bordes quemados las arepas
quedaron con curiosas formas geométricas. Yo
siempre al lado de Víctor he sentido que, ocultas
en su despiste, titilan grandes lecciones”.
Cuando Víctor, el artista de éxito, vivía en París,
una persona dedicada a la moda le había arrendado
un taller muy oscuro en el arrondissement 16.
Allí, en alguna ocasión, lo había visitado Gabriel
García Márquez para hablar sobre los asuntos
de la paz en Colombia y como una suerte de
preludio para sus radicales cambios futuros,
en ese mismo taller tuvo una clara aprensión:
pensó que estaba ciego y que en frente a él había
un muro y detrás del muro había una oscuridad
aterradora de la cual no entendía nada. Sabía que
lo que estaba detrás tenía que ver con el arte, pero
que eso no se enseñaba ni en las universidades,
ni en institución que él hubiera conocido. Tuvo
entonces la sensación de que algo fuera del orden
estético se había perdido en la cultura humana
y que el arte era poseedor de ello. De repente se
sintió mal por no entender, por sentir que lo que
había hecho hasta entonces como artista no tenía
ningún valor, y la aprensión de esa experiencia
fue de tal contundencia, que en ese momento se
determinó a encontrar lo que era… ¡O se debía
retirar! Pensó que de pronto alguien más sabía
sobre eso que él desconocía y con una sensación
de absoluta ceguera, quiso salir del arte para
encontrar lo que se hallaba oculto en él. Pero entró
en crisis cuando los coleteos de su mente racional
hicieron efecto sobre su deseo de ignorar. Víctor,
partido en dos, guardó tal aprensión en la mesa de
noche para seguir su vida común y corriente.
Y sin embargo estuvo atento. Dos años pasaron
y un día fue en busca de un hombre de la India
que visitaba París y que sabía tocar con su voz y
una tambura, instrumento de cuerdas indio, el
corazón de los hombres atentos. El hombre de la
India que cantaba y tocaba la tambura, intuyó
Víctor, de pronto sabía sobre el sustrato que
tanto estaba buscando, porque cantaba y tocaba
la tambura pero no se hacía llamar músico, solo
lo hacía porque era su deber, cantar y tocar la
tambura no eran para ese hombre de la India un
acto separado de la vida.
Para su regreso a Bogotá, a principios de
los noventa, Víctor empezó una paulatina
recomposición de su sistema de creencias. Como
hombre de naturaleza escéptica debía buscar
la historia no oficial de la religión, de la política y
del arte, para saldar deudas con sus experiencias
en París. Al principio sentía incomodidad con sus
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propias prácticas al tratar de ajustarse a otra visión
que empezaba a descubrir. Buscó antecedentes
de toda índole encontrando identificación con
artistas como Joseph Beuys, Marcel Duchamp,
John Cage, Bill Viola, quienes astutamente habían
logrado hacer arte mostrando lo que el mundo del
arte no quiere ver.
Algo que el Víctor sereno de la Gran Marcha había
entendido, era que su deber actual era el de traer a
los terrenos de una Bogotá ávida de conocimiento,
los tesoros que había encontrado fuera de ella. La
primera vez que el grupo de exhaustos artistas
bogotanos que lo visitaban conocieron al hombre de
la India, fue en el auditorio Fabio Lozano de la Jorge
Tadeo Lozano.
El hombre de la India de más de 70 años, alto, canoso
y con unos ojos oscuros iguales a los de un venado,
caminó hacia el centro del auditorio, se quedó allí
parado uniendo sus largas manos por abajo de su
mentón y con la sonrisa, apenas insinuada, saludó
en silencio a la multitud. Después se sentó en
posición de loto en un cojín del centro de escenario
tomándose un tiempo considerable para quitarse
el reloj, arremangarse el traje plateado y afinar la
tambura. Entonces, empezó a cantar y a tocar.
Víctor estaba sentado en una escalera del
auditorio, más de 600 personas habían querido
ir al concierto y las boletas no habían sido
suficientes. Era agosto del 2013, habían pasado
más de 20 años desde que lo conoció en una
París remota a sus treinta años y ahora, como
una alegoría a los anacronismos y geografías
superpuestas de La Gran Marcha, el hombre de
la India estaba en Bogotá. Al final del concierto,
el hombre de la India agradeció a todos aquellos
quienes habían hecho posible su presencia en
Bogotá, y con ambas manos apoyadas en su
pecho, pidió un aplauso para Víctor Laignelet.
***
Entretenido en el busto de arcilla polimérica,
apenas entradas las cuatro de la tarde de ese
sábado, Víctor dejó de trabajar para ir a almorzar.
Preparó unas verduras al wok y las sirvió con
vino. Entonces apareció su asistente con un
computador portátil. Le dio la vuelta y le mostró
los avances de una animación que se proyectaría
a principios de octubre en el marco de un evento
en el que Víctor y un pensador del arte llamado
Javier Gil presentarían una pequeña revolución.
Víctor y Javier se habían conocido cuando
pequeños en el colegio y tenían una herencia
en común: el pensamiento poético que el uno
heredaba de un padre escultor y el otro de un
padre autor de La Historia Del Arte Colombiano
de Salvat. Pero fue ya de adultos, para el momento
en que el pintor prófugo deseaba romper con
los paradigmas del arte, que se reencontraron
y decidieron trabajar juntos en una propuesta
“Necesito la oscuridad, con un mínimo de luz, para poder entender los contrastes”
Foto: Cristobalina
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para llenar los vacíos institucionales a los que la
pedagogía del arte estaba sometido. Así fue como
concurrieron los años ocultos del pintor prófugo
junto a su colega, trabajando en una investigación
que intentó ascender a niveles de escuela, de
secretarías, de Ministerio de Cultura y Educación
y que en repetidas ocasiones fue rechazado.
Pero como todas las cosas sembradas, Clarisa
Ruiz, actual secretaria de cultura, encontró el
entrañable documento en los archivos empolvados
del Ministerio de Cultura y propició su emergencia
a la luz.
Ahora, quien fue un artista de éxito y luego un
pintor prófugo, vuelve distinto a su Gran Marcha,
con el reflejo en su rostro de una espalda que no
carga el temor ante la destrucción de la identidad
de artista. Una espalda que por años oscuros
levantó una pequeña revolución, una espalda con
cinceladas que le han enseñado que su único deber,
es el de descubrir el sustrato velado por los gruesos
mantos de la futilidad, y aunque sabe que la vida
es muy corta para semejante empresa, también
sabe que todo lo que haga en esa dirección es
sumamente valioso. El hombre de la gran marcha
sabe y enseña a sus estudiantes que ese sustrato es
uno sólo y se manifiesta con infinitas formas, y que
las artes plásticas, la literatura, la música, la danza,
el teatro y las artes en general tienen el poder de
señalarlo.
Por la noche Víctor volvió a entrar a su taller,
merodeó un poco hasta prender una lámpara
de luz incandescente que a cualquiera le hubiera
causado estupor, pero él ya estaba acostumbrado.
Luego fue por un juego de lámparas doble más
pequeño que arrojaban una luz muy tenue y
las ubicó frente al pequeño busto de plastilina
poliéster. En esos momentos hizo un breve apunte
sobre los problemas de luz de su taller, luego volvió
hacia la lámpara incandescente y la apagó. La luz
escasa de la otra lámpara resaltaba las texturas del
busto, los rasgos, las hendiduras de los ojos y los
tornos del rostro y de la espalda.
–Esta hora es clave- dijo– necesito la oscuridad,
con un mínimo de luz, para poder entender los
contrastes.
Y en ese rincón que se había abierto en la mesa
de su taller, y con los ojos que le resaltaban de lo
amarillos que se le veían a causa de la mínima luz
en el trasfondo negro, y a días de hacer pública la
revolución que germinó en el interludio oscuro
de su vida, el profesor de artes, al que un grupo de
exhaustos artistas considera su Maestro, se veía
dichoso trabajando en la primera escultura de la
Gran Marcha.
–¡Mira!– sorprendió Víctor a quien le ayudaba a
hacer los moldes para replicar su escultura de
arcilla polimérica y le entregó un pequeño libro
titulado Who am I? Y luego le dijo: –Eso es todo
lo que necesitas saber.
Cuando los ancestros se pronuncianpor Juan Carlos Pérez Álvarez
Foto: Mandy @ Flickr vía Creative Commons
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A primera vista parece la plaza
central de cualquier pueblo
boyacense: su alcaldía de
balcones de madera, la iglesia
y su campanario pintados con
cal blanca, su estación de policía
con trincheras de arena en sacos verdes, sus niños
jugando bajo la sombra de unos árboles viejos y sus
campesinos de botas de caucho, sombrero y ruana.
Pero de golpe, el paso de un bus alimentador de
Transmilenio traiciona esta escena bucólica y la
vuelve indiscutiblemente bogotana. El pueblo de
Usme forma parte del distrito capital desde 1972,
pero su historia se remonta más allá del pasado
colonial.
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Fundado oficialmente en 1650 sobre el valle del
río Tunjuelo, Usme está rodeado hoy por bloques
de apartamentos de seis y siete pisos. En días
soleados, el color del ladrillo quemado resalta
contra el verde resplandeciente de las montañas y
los cultivos. La presión urbana sobre los recursos
y el espacio rural siempre han existido, pero en
2003, con la puesta en marcha de Nuevo Usme,
el proyecto de expansión urbana más ambicioso
que se haya lanzado en Bogotá y que pretendía
la construcción de 53 mil viviendas en un plazo
de veinte años, estas presiones aumentaron y
generaron nuevos conflictos entre campesinos,
pobladores urbanos e instituciones.
En el 2007, cuando se iniciaban los trabajos
de construcción en una hacienda llamada
El Carmen, se descubrió lo que resultó ser la
necrópolis muisca más grande que se conozca.
Este lugar empezó a convertirse en símbolo de la
lucha campesina frente a la expansión urbana,
y desencadenó procesos de resistencia cultural
que se vieron reflejados en el trabajo de algunos
artistas.
Tamos enchichaos
Jorge Ariza ha vivido toda su vida aquí, en la
Localidad Quinta de Usme. Es un teatrero de
corazón que aprendió el oficio viendo desde muy
joven al teatro La Candelaria, midiéndose sobre
las tablas y haciendo trabajos comunitarios.
En los últimos años se ha dedicado a trabajar el
tema del patrimonio local: “Inicié este trabajo
por la inquietud que me generaba Gerardo Santa
Fe. Leí su libro y me di cuenta de que aquí había
una historia que no se aplicaba”. Cuando aun no
se conocía el hallazgo de la necrópolis, un líder
comunal llamado Gerardo Santa Fe escribió el
libro Usme y su Historia. Cuentan que andaba
en su oficina, un antiguo billar del barrio la
Aurora, contándole historias de la localidad a
quien quisiera escucharlo. Es a partir de este
personaje que Jorge empieza una búsqueda
muy personal de la identidad local –que surge
del reconocimiento del patrimonio ancestral, el
trasfondo campesino y la diversidad cultural de
Usme– lo que lo llevó a embarcarse con su grupo
de teatro Trasescena en la creación de la obra
Tamos enchichaos.
Tamos enchichaos es la historia de Petronila
Espernancancion, una muchacha de la vereda
de Chiguaza que trabaja como aseadora en la
alcaldía local de Usme y que es novia de Hugo
Norrea, celador del hallazgo arqueológico.
Una tarde se van de paseo de olla al río, plan
preferido de los usmeños hasta hace unos años,
y se ponen a beber chicha. Las imágenes que el
espectador ve de ahí en adelante navegan entre
el mito y la historia, entre el delirio y la realidad:
el zipa Saguanmachica, la princesa Usminia, el
Virrey Solis y las Marichuelas son símbolos de
una memoria colectiva que se actualiza en el
ensueño, en la imaginación, en el teatro. “‘Tamos
enchichaos’”, asegura Ariza sobre el nombre
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de la obra, “es estar borrachos de chicha, pero
también es estar emputados por todo lo que
hay que decir, por todo lo que hay que gritar,
y el hallazgo es un buen pretexto, porque es
un universo que se nos abrió en la localidad, y
a partir de él podemos crear mucho”. La obra
evidencia cómo ese pasado no está dado sino que
se está construyendo en medio de los conflictos,
los intereses y las luchas del presente.
Eso lo sabe muy bien Virgilio Becerra, profesor
de la Universidad Nacional encargado de la
investigación arqueológica en la necrópolis
de Usme: “Usted no sabe lo duro que ha sido
esto”, me dice mientras tomamos café en un
local de la calle 26, y con cierta desazón en su
voz me habla de funcionarios indolentes, del
ego de algunos antropólogos, de las exigencias
de los neomuiscas (personas que se reivindican
como descendientes directos de los muiscas),
de los intereses particulares de la gente de
la comunidad, de un país sin memoria. Sin
embargo, quizás él más que nadie reconoce la
importancia de este lugar: “En ningún otro lugar
de América existe una necrópolis con más de
tres mil tumbas; ni en Perú, ni en Bolivia, ni en
México”.
Por eso, la necrópolis de Usme es un lugar
privilegiado para entender la relación de
nuestros ancestros prehispánicos con la
muerte como un rito de paso que les permitía
comunicarse con los dioses. Las ceremonias de
este rito incluían la preparación del cadáver, la
apertura de la fosa, la disposición del cuerpo y la
utilización ritual de piedras, cerámicas, collares,
huesos y pinturas rupestres. “Me di cuenta
que había pictografía, lo que me sorprendió”,
me comenta Jorge mientras caminamos por el
barrio la Marichuela. Sobre la quebrada Fucha,
que atraviesa la hacienda El Carmen, entre
eucaliptos y árboles de borrachero, los muiscas
dejaron grabados algunos pictogramas sobre
grandes rocas hoy cubiertas de maleza y musgo.
Mirar esas señales que nos llegan del pasado es
una experiencia mística y parece inevitable
el intento de darle sentido a estas líneas rojas
trazadas sobre la piedra: “Cuando yo me acerco
a esto hay una conexión extraña y es una
cosa que me maneja de manera diferente. Mi
cuerpo cambia y yo cambio, yo intenté hacer un
bosquejo de Saguanmachica, el primer zipa de
Bacatá, y cuando estoy con el personaje y cuando
hago los recorridos ancestrales dejo de ser yo y la
cosa me cambia. Todo es muy diferente, no lo sé
describir.”
Tamos enchichaos ha rodado por el circuito
teatral alternativo bogotano, estuvo en el
Encuentro Distrital de Teatro Comunitario en
2012, en la Invasión Cultural a Bosa, en el Teatro
la Candelaria: “Ha tenido unas 50 funciones,
no ha sido vista localmente, pero tampoco hay
quien la compre. Me duele no poderla presentar,
pero no hay un interés institucional en que las
obras relativas al patrimonio se vean. Hay que
30
esperar a que cada año abran un concursito”.
Jorge habla con una sinceridad que a veces hace
gala de ironía. Sus gestos son amplios, teatrales,
estudiados y sus críticas son incisivas.
El trabajo sobre el patrimonio también le dio para
crear la comparsa Fijiska Muisca, que representó
a Usme en el desfile del cumpleaños de Bogotá
del 2012. Se trataba de Bachué, la diosa madre,
convertida en una serpiente de treinta y cinco
metros y rodeada de bailarines y músicos. Este
trabajo contó con la asesoría plástica de Jenny
Perdomo, otra artista y gestora cultural local. El
profesor Becerra también se había encontrado
con este mito de Bachué, cuando en el 2010
desenterró una hermosa cerámica de arcilla
rojiza finamente decorada que se encontraban
en la tumba de un hombre y que llamó la Copa
de las culebras. Artistas separados por siglos
de distancia pero comunicados a través de la
memoria.
el TerriTorio no esTá en venTa
En febrero del 2011 los campesinos de Usme
bloquearon algunas vías para impedir el
acceso de las máquinas constructoras. María
Buenaventura, una artista graduada en la
Universidad Nacional e inquieta por los temas de
la ruralidad, leyó la noticia y se interesó. Logró
entrevistarse con Jaime Beltrán, líder campesino
que había dado la campanada de alerta cuando
las retroexcavadoras desenterraron restos
humanos en la hacienda El Carmen. “Le dije a
Jaime, lo que yo puedo dar como artista es mi
exposición para que ese problema no esté en la
periferia solamente sino que se exponga en el
centro de Bogotá”, me cuenta María mientras
estamos sentados en un salón de la Galería Santa
Fe, en donde trabaja como coordinadora de
formación.
María entonces se fue a reconocer el territorio,
a hablar con los usmeños y a estudiar los
documentos oficiales que autorizaban la
expansión urbana: “Una primera clave fue
no entender lo que me decían los campesinos
cuando me señalaban: allá en esa montaña es el
límite de la Requilina y el Uval, y yo no veía nada.
Para mí fue muy importante saber que no tenía
una mirada del territorio, y si yo no la tengo,
mucho menos la va a tener el de la constructora”.
Se dio cuenta entonces de que aquí había una
confrontación entre dos formas de entender
el mundo, entre dos lenguajes. Por un lado, un
lenguaje técnico que quiere imponerse sobre
un territorio para arrasarlo, y que habla de
“polígonos”, “upz” y “desarrollo” por el otro, un
lenguaje orgánico que habla de parcelas, ríos y
montañas.
El hecho es que los arrumes de papel de
los documentos oficiales fueron creciendo
31
en su taller, así como crecen los bloques de
apartamentos alrededor de Usme. María tomó
estos arrumes, recortó cuadros en su interior, los
rellenó con tierra negra usmeña, pues le habían
dicho que es una tierra muy fértil y quería
comprobarlo, y sembró semillas de papa, cubios,
alverjas, fresas y otras plantas que se cultivan en
la sabana: “lo primero que sembré fue una papa
y fue muy hermoso ver la papa romper el papel”.
En septiembre del 2011 El territorio no está en venta fue expuesto en la Alianza Francesa.
“Un hombre me dijo que había venido a la
exposición invitado por su hija y que al principio
no había entendido, pero que se había puesto a
leer los decretos y había visto las matas presas
dentro de los decretos y supo que había venido
desde su oficina de estar preso, subiendo por la
Jiménez junto al río preso y la exposición le hizo
ver la realidad”. Eso es lo que busca María con
su trabajo: conectar a la gente con el territorio
que habita, enfrentar esa esquizofrenia en que
vivimos los seres humanos que andamos con
la mente, el cuerpo y el espíritu separados,
divididos, fragmentados.
Esa búsqueda de un lenguaje orgánico, telúrico,
ha sido una constante en el trabajo de esta
artista nacida en Medellín pero criada en Bogotá:
“Toda obra y reflexión hecha es un intento
por arraigarme en esta Sabana”. Es a partir
de esta idea que María se planteó su siguiente
intervención: La biblioteca de Plantas, en donde
establece una relación entre el sembrar y el
escribir.
Después de ser expuesta en la Alianza Francesa,
El territorio no está en venta estuvo en la
biblioteca de la Marichuela en Usme. En agosto
del 2012 estuvo en el Museo de la Memoria de
Rosario, en Argentina; y en octubre del 2013 fue
parte de una exposición de artistas colombianos
en Berlín llamada Campos de Memoria, que
después fue traída a la Fundación Gilberto Álzate.
Es la paradoja globalizadora del artista: por un
lado, el intento de arraigarse en un territorio
concreto, y por el otro, la necesidad de participar
en esa circulación global que incluye espacios
oficiales y alternativos por todo el mundo.
nemcaTacoa, el arTesano
El profesor John Villabón Martínez ha hecho
de la azotea de su casa en el barrio El Virrey su
taller: “Cuando llegamos, esto era una hacienda,
la hacienda del Virrey Solis. Acá había un muro
colonial sobre la Caracas que ya no existe, y había
dos lagunas en donde jugábamos a los indios”, me
cuenta mientras vierte resina liquida sobre unos
moldes de yeso con figuras precolombinas. Son
apliques para un trabajo titulado Intervención Orgánica, un mural de 4x4 metros que está
realizando sobre los muros de la Alcaldía Local
de Tunjuelito dentro del proyecto Circuito Sur.
Aunque inspirado en el patrimonio ancestral,
este trabajo también está influenciado por las
32
teorías del artista vienés Hundertwasser, quien
asume que las líneas rectas son contrarias al ser
humano y propone rescatar los movimientos
ondulados de la tierra, la naturaleza y el cosmos.
Esto me lo cuenta Daniel Jaramillo, quien junto
a Paola Gelvez y Villabón, conforman el grupo
Nemcatacoa, nombre que escogieron en honor a
la deidad muisca de los artesanos. Daniel estudió
en la Escuela de Artes y Oficios y asesora en la
plástica a grupos de teatro como Teatrova. Paola
estudió pedagogía artística, trabaja en el colegio
distrital Gran Yomasa y es ceramista.
John también ha sido docente en varios colegios
y viene trabajando el tema del patrimonio desde
hace unos 20 años: “Un día nos encontramos
con un personaje que se llamaba José Sechagua,
y él nos contó que la iglesia de Usme la iban a
construir ahí en la hacienda El Carmen, pero los
indígenas se opusieron porque ese era un lugar
sagrado para ellos”. Lo cierto es que alrededor
de la hacienda El Carmen circulaban muchas
historias desde antes de que se conociera el
hallazgo. Historias de apariciones, de luces en
la noche, de guacas enterradas. “Antes de que
llegaran los noticieros, nosotros alcanzamos
a sacar algunas cerámicas, una piedra donde
se molía el maíz, y las llevamos a Casa Asdoas,
una fundación sin ánimo de lucro que protege
la memoría y la ecología”. La historia no tiene
nada de extraño si tenemos en cuenta que el
profesor Becerra afirma que tiene cerca de 300
mil fragmentos de cerámica provenientes de
la hacienda El Carmen. “Aquí hay trabajo para
varios siglos”, asegura.
El primer trabajo de Nemcatacoa como grupo
fue un mural sobre tela de unos 15 metros de
largo por dos de ancho que representaba todo el
imaginario muisca de la localidad: la madre tierra
con sus grandes senos, las montañas, y su vientre
fecundo, la laguna de los Tunjos. Los ancestros
resurgiendo entre las cerámicas y las pinturas
rupestres. Los hombres y las mujeres trabajando
en medio de cultivos nutridos por el sol y el
arcoíris de siete colores que marca el encuentro
entre el agua y la luz. Posteriormente, John hizo
un trabajo titulado Hallazgo Arqueológico, obra
en tres dimensiones que representaba una de
las piezas de cerámica encontradas en Usme,
intervenida con fotografías.
Hoy, Jhon dirige una escuela local de formación
en artes plásticas, en donde trabaja con niños
y jóvenes del barrio El Virrey en el rescate del
patrimonio desde la pintura, el carboncillo,
el muralismo, la cerámica, la escultura y la
fotografía. Pero hay un material al que le ha
prestado mucha atención: el material reciclado.
Y es que él afirma que la construcción del relleno
sanitario de Doña Juana significó la destrucción
de una riqueza natural y cultural que va a ser
muy difícil de rescatar. De ahí que vea ligado el
reciclaje y el patrimonio.
33
Nos encontramos entonces con artistas que,
desde contextos e historias diferentes, confluyen
en la búsqueda de un lenguaje orgánico que
pretende hallar en la tierra, en las piedras, en
el agua, en los movimientos de la naturaleza,
las fuentes de creación y recreación de nuevos
mundos; que se insertan dentro de una tradición
cultural milenaria adoptando formas, símbolos
y mitos ancestrales; que ven su creación artística
como parte de un proceso de transformación
social y cultural más amplio y que retoman el
patrimonio cultural de la localidad de Usme y lo
actualizan, tendiendo puentes entre el pasado, el
presente y el futuro.
la declaraToria
El pasado 8 de junio el Instituto Colombiano de
Antropología e Historia declaró a la necrópolis
de Usme como la primera área arqueológica
protegida en Bogotá, en lo que fue considerado
como un triunfo por los campesinos, las
organizaciones sociales, la academia y la
comunidad de Usme. El evento, que contó con
la presencia del alcalde Gustavo Petro, mostró
como alrededor del hallazgo se han articulado
una serie de reclamos que tienen que ver no
solo con el pasado, sino también con el presente
y el futuro: hospitales, universidades, vías,
parques y museos son algunos de los pedidos
que hizo la gente. La cuestión es que el
proyecto de manejo de esta área arqueológica,
que incluiría la construcción de un museo de
sitio, requerirá de la inversión de unos 30 mil
millones de pesos en los próximos años.
“Yo creo que ese proceso debe ser con la
comunidad, decidir qué se va a hacer con el
hallazgo arqueológico, diseñar lo que se va a
construir”. Esa es la propuesta del profesor John,
quien sueña con un espacio de malocas y bohíos
en donde los niños puedan reconocer el pasado
prehispánico de todas las culturas aborígenes de
nuestro país. “Me gustaría trabajar la escultura,
hacer una de Saguanmachica, de Usminia, de
las Marichuelas, y seguir educando”. Para Jorge,
también se trata de una cuestión política: “Esta
declaratoria abrió el camino, pero somos nosotros
los que tenemos que seguir apropiándonos del
territorio. Y hay que hacerlo pronto, antes de que
nos avasallen con la ruralidad, cambien el POT
de Gustavo Petro y retomen otros planes”.
Lo cierto es que la necrópolis de Usme seguirá
siendo ese lugar de comunicación entre los vivos
y los muertos, entre los hombres y los dioses,
entre los habitantes de esta urbe de diez millones
de habitantes y sus ancestros: “Nuestros
ancestros florecieron de la tierra a decirnos: un
momento, ustedes están invadiendo el territorio,
ellos mismos se pronuncian: este territorio no
está en venta, es de todos”.
36
Al igual que la historia de los
antiguos celtas, la historia
de Bodhrán se pierde entre el
mito y la realidad. “Según nos
cuenta la leyenda urbana”,
escribió Javier Montsalvad en
su artículo “La historia de la música celta en
Bogotá”, “todo comenzó con una agrupación
llamada Bodhrán, a finales de los años ochenta,
liderada al parecer por un arpista irlandés
que vivió una temporada en la ciudad y supo
reclutar a un grupo de músicos formados en
la academia. Se dice que grabaron un disco e
hicieron algunos conciertos en auditorios y
plazas. Sin embargo, no existen registros en la
37
prensa musical de entonces y el disco, si es que
existió, se constituye en toda una rareza, por no
decir un tesoro”.
El periodista Bernardo Vasco, actualmente jefe
de prensa en el Archivo de Bogotá y melómano
aficionado, recuerda de manera nítida la noche
del 30 de Agosto de 1984. Eran las 11:30 de la
noche y Bernardo llegaba como practicante de
periodismo a la Emisora Nuevo Mundo Caracol,
ubicada exactamente en la calle 19 No.8-48ª. Ese
día en las oficinas de la emisora vio a un joven
extranjero alto, ojos azules y cabello color castaño
sentado a mano izquierda en las escaleras con
un LP apretado entre los brazos. El joven le dijo
a Bernardo que quería que lo entrevistaran en el
programa “Hablemos de Música”, que empezaba
a las 12:15 p.m. y terminaba a las 4 a.m. Ante el
empeño valiente –“incluso temerario”– de este
joven largo y alto con su LP abrazado, subieron al
cuarto piso de la emisora. Allí se encontraron al
jefe de Bernardo. Este chico europeo le mostró su
LP: “Este LP es de música celta grabada en Bogotá
y quisiera que habláramos de él”. Ese día, después
del programa anterior,“Salsa con Estilo”, que
transcurrió de 9 p.m. a 12 de la noche, la emisora
presentó el disco “Bodhrán” a las 12 p.m. y se
transmitió por primera vez en Colombia esta
composición de música celta grabada en Bogotá.
Hoy es imposible conseguir esta entrevista: las
cintas del magnétofono de bobina abierta de esa
época solo se conservaban seis meses antes de
reutilizarlas y volver a grabar sobre ellas.
Hoy, Bernardo Vasco llega con el LP de Bodhrán
a nuestro encuentro soleado por el ParkWay de
la Soledad con la firma de aquel joven quien se lo
regaló firmado hace 30 años, el 30 de Agosto de
1984. Descubrimos en conjunto que este disco
fue grabado en abril 1984 en el Estudio de Hermes
Niño, un estudio de grabación de 16 canales
muy famoso en la época. Este original conserva
el sonido cálido que se pierde en un formato
de compresión como el digital que elimina “el
encantador sonido que le da la punta de diamante
o zafiro sobre el vinilo”, recalca Bernardo. Para
él, este LP tiene magia y hasta cierto sentimiento
esnobista: “Como no éramos tan cosmopolitas,
tener algo valioso o único daba prestigio”. A lo largo
de los años Bernardo se encargó de distribuir el LP
de Bodhrán: alguien iba a su casa, él lo mostraba
orgulloso y hacia copias en cassette. Fue así como
también circuló el rock argentino en la Bogotá de
los ochenta, de cassette en cassette, de mano en
mano. “Me acuerdo de habérselo dado a Efraín
Bahamón, director de cine, y a César Badillo, actor
del teatro de La Candelaria, a amigos periodistas
y melómanos. Mi ex novia Victoria Grossi, quién
viajó a Australia, tiene también una copia allá y
las personas les gustaba mucho”.
TreinTa años después
En febrero de 2014, Johannes Reicher escribió un
mensaje en la página de la agrupación Perceval
Música Clásica: “Muy apreciados colegas, por
casualidad me encontré con su página de internet.
38
Quiero constatar que su afirmación no es cierta:
‘Perceval ha realizado un gran número de
conciertos públicos siendo la primera agrupación
en publicar un trabajo de música celta en Bogotá
en 2008’. El primer disco publicado de música
celta en Colombia”, escribió Reicher “fue el
LP ‘Bodhran’ del Grupo Bodhrán, grabado y
presentado en Bogotá-Colombia en el 1984. Con
cordiales saludos, Johannes Reichert.”
A las 10:45 de la mañana del 4 de febrero apareció
la respuesta de Javier Pinzón, integrante de
Perceval: “Hola Johannes. En hora buena...!!!
Se ha confirmado el mito.... Es increíble!!!! Por
cielo y tierra buscamos información sobre ese
disco y el grupo Bodhrán... Pensamos que era
un mito urbano, algunas habladurías aquí y allá
pero ninguna evidencia. Ya que es cierto, sería
fabuloso conocer ese trabajo! Hay manera de
conseguir una copia???.... En breve corregiremos
nuestro escrito. Perceval Música Celta”.
Treinta años después de la grabación del
primer álbum de música celta en Colombia, los
mitos y leyendas empezaron a esclarecerse.
Descubrimos que el arpista irlandés del que
escribía Monsalvad era en realidad un arpista
colombiano de descendencia italiana, Mauricio
Nasi, quien además se encargaba del teclado en
la agrupación con el nombre de un instrumento
de percusión irlandés: Bodhrán. Quien en
realidad se encargó de crear la agrupación fue
el alemán Johannes Reichert, flautista a cargo
del violín popular irlandés llamado fiddle junto
a su colega Nestor D´Allemand, colombiano de
descendencia francesa. Este último se encargaba
del instrumento alemán del grupo conocido
como citara del bosque (o la Waldzither).
el eslabón perdido de la música celTa
Cuando Bogotá recibió el nombramiento de la Unesco como “Capital Creativa de la Música” en 2012, muchos colombianos vimos por televisión a la agrupación The Shamrock Wings con la interpretación de gaita escocesa de Andrés MacBride en el programa de concurso “Colombia tiene talento”. Bodhrán era el eslabón perdido de una constante actividad de música celta que hoy palpita en el corazón de la Ciudad Creativa de la Música. En los Pubs irlandeses de la ciudad, Andrés Salamanca (Andrés Filsoleil) participa con la banda Espíritu Fluido, que hoy se llama Espíritu Celta. Andrés, además, organiza fiestas temáticas dedicadas a las celebraciones estacionales de los antiguos celtas, como la de Samhain, y campamentos fuera de la Bogotá que recrean torneos de antiguos juegos escoceses con canciones irlandesas de los siglos XVIII, XIX y XX. “El Retorno al Bosque Infinito” (2008) nos permitió reconocer a la agrupación bogotana Perceval. El disco trasmitido por la emisora española
39
[Integrantes de Grupo: Nestor D´Allemand, Johannes Reichert y Mauricio Nasi. Foto perteneciente al archivo de baúl de grupo (1982-1985)]
Foto: Archivo Personal
40
online Aires Celtas era un referente de música celta hecha en Colombia con un acordeón irlandés que interpreta Diana F. Rueda, una bombarda interpretada por Marion Caignard, nativa de Bretaña radicada en Bogotá, el tambor irlandés o Bodhrán a cargo de Javier Pinzón y el contraste del sonido eléctrico de una guitarra a cargo de Giovanni Espinosa y otra de afinación abierta a cargo de Jorge Galiki. Javier Pinzón, uno de los pulsos de este reportaje, fue el iniciador del primer programa radial dedicado a la música y la cultura celta en Colombia: La Mágica Música Celta, donde comentó que Bodhrán había sido
un mito y una leyenda urbana que antecedió a
todos estos grupos en Bogotá.
recorTes de la leyenda
Nos reunimos en una larga velada. Los dos
iniciadores de Bodhrán, Johannes y Nestor
D’Allemand, llegaron muy puntuales con la
alegría de encontrarse nuevamente, esta vez,
alrededor de su archivo de baúl: con los recortes
de prensa, las fotografías, cartas y las notas de
prensa de El Espectador, El Tiempo y la revista
Semana (1983-84) que no había encontrado
Montsalvad para su artículo de la “Historia de la
música celta en Bogotá”. Recordaron la Bogotá de
los años ochenta como una ciudad que vivieron
entre bares alternativos y escenarios de música
erudita. Ambos recuerdan cuando tocaron en
la Plaza de Bolívar, donde dos años después
entrarían los tanques para la toma de Palacio
Justicia. Recordaron las épocas en la que tocaban
en templos de música erudita –“casi de manera
concertante”– como el Auditorio León de Greiff,
la Alianza Francesa, el British Council, el Fondo
Cultural Cafetero (ubicado en la Carrera 8 con
calle 8), en las salas de música de la Universidad
de los Andes y la Javeriana y, sobre todo, en el
reconocido consorcio del Banco de Colombia y el
Grupo Grancolombiano o Salón XX de Unicentro.
Tocar en estos escenarios, aseguran, era muy
diferente a lo que pasaba en Europa donde la
música celta se tocaba principalmente en clubes
nocturnos. Nunca olvidaron los bares que ya
son leyenda en Bogotá: La Tejacorrida, el ya
desaparecido Toronjil en la Macarena y el Centro
Hippismo Intelectual en las legendarias Torres del
Parque.
El descenso del Rock en Bogotá fue la época
dorada de Bodhrán (1982-84). El periodista
Eduardo Arias ha escrito que, en la segunda
mitad de los setenta y principios de los ochenta,
las agrupaciones de Rock estaban en declive en la
ciudad después de que Los Speakers y los Flippers
tocaron en los conciertos de James Brown,
Santana, Chambers Brothers y Canned Heat en
el Coliseo El Campín. Ello permitió el ingreso de
nuevas sonoridades: era la época de los grupos de
proyección folclórica o músicos interesados por
el folclor desde las ciudades. El Grupo Ekué que
se presentaba con Bodhrán en el León de Greiff
hacia música autóctona de la Costa Atlántica,
El Grupo América Latina lo acompañó con tiples,
41
quenas, zampoñas, zencas de caña (flautas grandes)
tanto en bares alternativos como en los domingos
en la Parroquia de San Miguel, una iglesia católica
alemana ubicada en la Carrera 45 con 28. En la
escena capitalina se encontraban el Grupo Nueva
Cultura, hoy fundadores de la Academia Superior de
Artes de Bogota ASAB. El antropólogo Jorge López,
fundador de Yaki Kandrú, grabó con Hans-
Jorg Maucksch y Lilienthal el albúm de
p r o t e s t a “ C o l o m b i a Paloma
Herida”, del sello Fonoson en
1984. En América Latina, esta
ola de sonidos con raíces
folclóricas coincide con
Violeta Parra en Chile
y más tarde, con Silvio
Rodriguez y Pablo
Milanés en Cuba.
La sonoridad que
asociamos a la isla
occidental de Gran Bretaña
y que mi generación escuchó
a acompañada del galope de
varios caballos relinchando sobre
hermosas montañas en la película
Braveheart de Mel Gibson de 1995, es muy
distinta a la que Bodhrán hacía en 1984. Las
diez composiciones del LP (cinco canciones
tradicionales irlandesas y cinco del grupo)
inician con la ensoñación de un órgano tubular
de iglesia que pertenecía al Divino Salvador en
la calle 57 con 19. Progresivamente, lo celeste se
abandona con un trenzado que remite a las tres
evocaciones musicales que se le encargaban a
un trovador medieval: el llamado al amor y la
alegría (Geantraighe), la incitación al valor y
las lágrimas (Goltraighe) y la disposición hacia
la ensoñación y el reposo (Suantraighe). Ese era
Bodhrán con sus arcos en el fiddle, sus manos en
el arpa y su boca en la citara del bosque desde su
primera canción: Kesh Jig, variaciones a seis manos, es una composición
que representa otro trenzado
de Bodhrán (y de Nestor
D’Allemand, en particular)
de “música celta no
celta”: es música de base
modal influenciada
por la música andina
que adopta la escala
pentatónica del Imperio
Inca. En ella hay elementos
impresionistas que s on
sis tema s armónico s
donde s e experimenta con
el timbre de la flauta traversa
y que escuchamos en la obra de
compositores clásicos como Claude Debussy
y Maurice Ravel. En la velada, Johannes y Nestor
D’Allemand confiesan que incorporaron elementos
de Jazz y Samba Brasilera con lo que se acercaron al
ideal del músico alternativo latinoamericano que
había señalado Alejo Carpentier en la literatura,
pero que hoy se piensa desde el “poli-estilismo” en
la música contemporánea.
42
Su versión de la canción tradicional Mrs. Mc Dermortt incluye instrumentos que muy
inusualmente aparecen en conjunto: flauta
dulce, flauta traversa y clavecín, un estilo de corte
barroco. Si bien para Johannes entra en la música
celta, esta versión representaba la liberación
frente la música clásica cuando comenzó a
tocar violín y a conocer escena “Woodstock”
de los festivales de música celta en Inglaterra y
Alemania. Para Nestor implicaba lo contrario,
una continuidad de esa música pero a través
de la música antigua. “En Inglaterra”, explicó,
“fueron los anticuarios los que se interesaron
desempolvar del atrio de su casa y de los museos
los instrumentos antiguos (anteriores al siglo
XVIII-XIX) que luego los musicólogos estudiaron
con las partituras y métodos de interpretación
durante medio siglo. En los sesenta, los músicos
clásicos pasaban del violín clásico a estudiar el
violín barroco, del piano al clavicémbalo, y de
la guitarra al Laúd. Teniendo en cuenta que la
música es el arte temporal por excelencia y la
partitura solo es un boceto de lo que realmente
suena, la investigación con textos y archivos
de música antigua se volvió el pretexto para
lograr un laboratorio de experimentación con
sonoridades nuevas, así como la música celta se
convirtió en el pretexto que unió a Bodhrán.
Johannes reconoce que le debe a Colombia el
encuentro con la música clásica. El primer
flautista de la filarmónica de los años ochenta,
Jaime Moreno, lo adoptó en sus clases de flauta
traversa. Luego partiría s Alemania para
estudiar en el conservatorio de Würzburg
donde encontró finalmente su instrumento: la
voz. Hoy es contratenor, trabaja en la Opera y
en la dirección de montajes contemporáneos de
música y teatro en Alemania, Francia, Italia y
Colombia. Nestor partió con rumbo a Ginebra,
donde estudió composición electro acústica
y se convirtió en compositor. Actualmente
dirige la Orquesta Sinfónica de Estudiantes
de la Universidad de Ibagué, con la que tuvo
la oportunidad de volver a la legendaria sala
Alberto Castilla del conservatorio de la ciudad,
un escenario que ya había conocido con Bodhrán.
Para los protagonistas de esta historia, la atribución
de leyenda les llevó por sorpresa. Johannes
Reicher comentó en una entrevista radial del 27
de Febrero 2014: “No sabíamos que nos habíamos
vuelto mito. Hace dos años regresé a Colombia y
fui a Usaquén y escuché música folk. Conversé con
los muchachos que estaban en el Pub y en la calle
tocando música celta. Les pregunté si acá en Bogotá
existían muchos grupos de música irlandesa y
ellos respondieron, ‘hay varios, sí, ¡muchos!’. Pero
cuando me preguntaron sobre mi interés les dije
que había tenido también mi grupo en Bogotá que
se había llamado Bodhrán. De repente se pararon
los tres muchachos y gritaron: ‘¡Pero es que ustedes
son leyenda!’ Ahí quedé flotando”.
45
Antonio Caro ve pasar a su lado
la buseta verde mugre por una
avenida del sur de Bogotá y cómo
se detiene en un semáforo cerca
de la transitada Avenida de los
Comuneros, en un tramo que
atraviesa la localidad de Los Mártires.
–Cojamos este bus –dice– y se lanza con un paso
ligero hacia la trompa del vehículo, mientras con
una mano hace señas al conductor y con la otra
sostiene contra su cuerpo la mochila tejida que no
lo abandona.
46
Caro se acerca a distancia de miope al panorámico
de la buseta y comprueba el destino en la tabla de
ruta del automotor.
–Vamos para la de los músicos –dice, al tiempo
que bus se sacude y él se prende sin esfuerzo de
uno de los tubos del techo.
La figura delgada del artista de sesenta y tres años
cabe cómodamente en uno de los dos puestos
disponibles en la banca de atrás. En el mundo
de las artes plásticas y visuales colombiana
decir hoy que Antonio Caro es uno de sus más
connotados creadores es tan obvio como contar
que en Bogotá llueve y hace frío.
Desde que hizo sus primeras piezas, cuando
rondaba los veinte años, sacudió del letargo del
arte nacional –por entonces aún en el sopor del
arte moderno- y lo inyectó –sin anestesia– de
un aire renovador que muchos consideraron
contaminante y hasta tóxico.
Para ser exactos, la verdad que ni en esa época ni
ahora Caro ha hecho casi nada con sus propias
manos. Todo pasa de su cerebro, que capta una
idea de quién sabe dónde, la procesa, y la pone –
en ocasiones– en un dibujo, para que alguien más
materialice lo que él pensó. Un procedimiento
típico del arte contemporáneo pero que en
la Bogotá que adoraba a la generación de Los
Maestros, en los años setenta, era visto como una
locura.
“Yo fui el primero que exhibió una obra de
Caro en la galería Belarca –asegura el curador
Eduardo Serrano–. Y todo el mundo me decía
que eso no era arte, que ese tipo estaba loco y
que estaba más loco yo, que cómo se me ocurría
mostrar eso. ¡Pero es que eso era en los setenta !
Era otro país…”.
Uno que Caro controvertía con su sola presencia,
que ha mantenido hasta hoy. “Es que Caro… yo no
sé cómo ha hecho. Uno lo veía y parecía que tenía
ocho años con la misma camiseta, un bluyín roto
y zapatos rotos también... Ahora se ha mejorado”,
dice Serrano, y se ríe con regocijo al pensar en
esa figura quijotesca –por su pensamiento y su
facha– que deambulaba por la helada Bogotá
entre las pocas galerías y museos que existían
hace cuarenta años.
Ciertamente, el cambio no ha sido mucho, salvo
que su pelo relativamente desgreñado, que
parece siempre como si se acabara de bajar de una
moto sin haber usado casco, ahora deja ver largos
hilos canos. También, hay que reconocerlo, ya no
usa los zapatos con hoyos que escandalizaban a
la generalmente encopetada concurrencia de
las exposiciones setentera. Eso sí, sus botas de
obrero Grulla, están tan ajadas que su color es
indefinible y tienen una comba pronunciada en
el talón que delata sus correrías interminables
por el asfalto bogotano. Si el fabricante las viera,
las podría utilizar como prueba de que sus
48
productos son, prácticamente, eternos. Por lo
demás, los bluyines siempre están desteñidos y
sus camisas… “desjetadas”.
Así es la figura del genio que ha creado obras
tan claves y reconocidas como Colombia Coca-
Cola, en los años setenta, en la que las letras de la
gaseosa le sirvieron para escribir el nombre del
país, o tan contundentes como Malparidos, más
reciente y que, a falta de ser exhibida en galerías,
ha estado “expuesta”, como el mismo Caro dice,
en manifestaciones de mujeres que cuestionan
las leyes que rigen el aborto en Colombia.
Eso sí, más de cuarenta años después de obras
como Colombia Marlboro –que no fue aceptado
en un Salón Nacional- sus propuestas siguen
generando las mismas reacciones. Para la
prueba, su premio obtenido hace un mes en
la convocatoria que la Fundación Gabriel
García Márquez, para el Nuevo Periodismo
Iberoamericano hizo para la escultura que
entregará en sus premios anuales.
Caro presentó ’Gabriel’, un bronce de un teclado
de computador basado en los de la marca Apple,
con la secuencia en dígitos que se usa para
escribir el nombre de García Márquez.
“¿Eso es arte?”, “Es un adefesio”, se han quejado algunos al
ver la propuesta de la pieza, mientras que para los jurados
–entre ellos un hijo del fallecido Nobel– fue una genialidad.
Claro, Caro está acostumbrado a eso desde “chiquito”.
–¿Por qué estudiaste arte, Caro?
–Yo iba a exposiciones desde que tenía como 15
años –responde Caro entre los bamboleos de la
buseta– y entré a la Nacional. Pero era muy malo.
–¿Por qué?
–Bueno, era miope, no veía, y además allá era
mucha cosa de dibujo técnico. Solo me iba bien
en una materia que era como un taller abierto y
las calificaciones las pasaban a otra.
–¿Y por qué seguías? Porque yo me “codiaba”
muy bien –dice y se ríe–. Yo iba a todas las
exposiciones y conocía gente. Es que los
estudiantes creían que el círculo social y de arte
era el de la universidad y eso se acababa muy
rápido. Yo era amigo de Ana Mercede Hoyos, de
Carlos Rojas, de Bernardo Salcedo… Bueno en
realidad yo era como su mascota…
–Entonces ¿ya sabías que eras bueno?
–Uno no a esa edad no sabía lo que hacía. Ahora,
con el paso del tiempo, ya hay lenguaje para decir
esas cosas, que apropiación, pero esas son puras
bobadas. Bajémonos aquí, que por aquí queda el
restaurante que le dije, el de las pastas. ¿A usted
le gusta el aguacate?
–Sí. ¿Pero entonces cómo hacías?
49
–Pues que un día estaba tirado en la universidad
en un pradito y me puse a pensar: yo que hago
aquí si yo sé más que todos mis profesores.
–¿Y sí sabía?
–Claro. No ve que a mí me habían aceptado en la
Bienal de Coltejer, en Medellín y a ninguno de
mis profesores los habían aceptado. De pronto a
uno. Y me fui. Lo que pasa es que uno de menos
de 20 años también puede muchas cosas. Yo era
un niño genio –dice en serio, y sin rubor.
A buen paso, Caro se baja en la avenida 19 y
pone rumbo a su casa, a media cuadra de la
Universidad Jorge Tadeo Lozano. Camina por
los puentes peatonales vacíos y calles solitarias
con la tranquilidad del que sabe que es mínima la
probabilidad de ser escogido para un asalto.
Al fin y al cabo, su facha, a la que hay que agregar la
ausencia de los dos incisivos, ha sido motivo para
que bien vestidos celadores y guardaespaldas le
impidan la entrada a varias exposiciones.
“El siempre andando así, con esas camisas y
esas dos mochilas a toda hora… los porteros
creen que es un loco o que se va a colar”, dice
Nelly Peñaranda, directora de la Fundación
Arteria, que trabaja por el arte en Colombia y
quién, precisamente, lo conoció en una de esas
situaciones: “Yo trabajaba en la galería El Museo
y vi que al maestro –es al único que le digo así– los
señores de la vigilancia no lo iban a dejar a entrar
a una exposición. Entonces yo les dije que no, que
él era un artista y él me agradeció. Yo no sé si él
se acuerda de eso, pero desde eso ha sido muy
formal y bueno conmigo”.
Lo dice una mujer que –confiesa– le tenía miedo:
“Es qué él tenía fama de peleador. Como yo hacía
trabajos con el Ministerio de Cultura, yo sabía
que él mandaba cartas y que siempre estaba
defendiendo a los artistas en las reuniones de
cultura del Distrito, porque uno se lo encontraba
allá y era lo que decía. Entonces a uno le daba
miedo”.
Pensándolo bien, por lo menos aparentemente,
sí había razones para temer, pues Caro reconoce
que ha tenido peleas con por lo menos cuatro
personas con peso en el mundo del arte: Gloria
Zea, directora del Museo de Arte Moderno de
Bogotá; Germán Rubiano, a quién le propinó
una cachetada en plena inauguración de un
Salón Nacional de Artistas debido a que el crítico
rechazó su obra, y a los artistas Álvaro Barrios
y Miguel Ángel Rojas, ambos también pesos
pesados del arte nacional.
Pero lo que parece obra de un desaforado es, por el
contario, la actitud de un hombre con principios,
que defiende su arte. Esa es la explicación de
la bofetada al jurado (acto seguido abrió una
exposición en la galería Belarca con una obra que
decía “Defienda su arte”) y por eso, por defender
50
el arte, argumenta, tiene prohibido que cuelguen
obras suyas en el Museo de Arte Moderno.
Lo curioso es que ese hombre con fama de
extremo en su comportamiento es blanco de los
saludos constantes de los vecinos:
–¿Maestro, cómo está? –dice un copropietario
del edificio donde vive Caro, que verifica una
reparación.
–Muy bien, señor. Ojalá les haga bonito día para
que no se les dañe el trabajo –responde Caro.
–Maestro… –Le saluda, más adelante, una joven
que pasa a su lado con un perro.
–Señorita…–responde, solícito, Caro, como en un
ritual del siglo pasado.
Él, con pinta de gamín de los sententa, al hablar
parece un cachaco de los treinta.
–Siga, voy por los aguacates, son muy buenos
para el colesterol –dice mientras abre la puerta de
un apartamento amplio como los de los sesenta.
Pero, al parecer, no hay tamaño que valga para
Caro, pues en vez de muebles hay cajas y, sobre las
cajas, más cajas, huellas de un trasteo reciente.
De hecho, en su habitación apenas hay espacio
para una cama pequeña y revolcada rodeada
por… más cajas de cartón.
A la salida, más saludos mientras zigzaguea por
las calles hacia el sector de La Macarena. Hasta un
coleccionista lo detiene para invitarlo a su casa
mostrarle una obra suya que está vendiendo.
–En qué material es, maestro –dice, mientras
muestra un Colombia Coca Cola rojo en fondo
blanco
–Uy, usted tiene esto. ¿Dónde lo consiguió?, dice
luego de verlo detenidamente.
El coleccionista da el nombre a lo que Caro dice:
–Yo se lo di a ella, cuando éramos amigos.
–¿y qué pasó por qué pelearon?
–Reserva del sumario –contesta.
Caro sigue caminando. Ha caminado toda la
mañana desde temprano para organizar su
trasteo, ir a una imprenta donde hacen un
trabajo, y ahora sigue bajando por La Macarena.
Todo eso con una papaya en el estómago y un té.
Bueno, en realidad seis.
–Con eso tengo para hidratarme. Son
reutilizables, así que cada uno se puede usar dos
veces.
Eso explica por qué cuando compra uno en una
tienda lo hace llenar dos veces de agua.
51
–¿y qué hay en la mochila?
–Otra mochila
No es chiste. Él siempre lleva dos y en el medio
se especula en broma qué puede llevar adentro.
Pero María Angélica Medina, artista amiga suya,
a donde va a tomar el té, comenta que nada del
otro mundo: “Un suéter y un paraguas. Él es muy
prevenido. Como camina tanto y ya estamos
entrando en años…”. También guarda las gafas
que no lleva puesta y que cambia dependiendo
del uso que deba
darles.
¿Un asceta? Más o
menos. Pues tampoco
tiene televisión ni
radio ni, mucho
menos, celular. Él es
dueño de su mundo y
de su tiempo. Y para él
no hay valor más grande. Para ubicarlo hay que
ponerle un correo y, eso sí, contesta al otro día
sin falta.
–Yo me doy el lujo –es un lujito, no es muy grande,
pero no muchos se lo dan– de levantarme tarde y
de estar en la mañana haciendo mis cosas.
Pensándolo bien, lucir como uno quiere lucir,
levantarse a la hora que le convenga y hacer lo
que más pueda por su vida, sin jefe, es un lujo que
pocos gerentes se pueden dar. Entonces uno se
pregunta cómo ese hombre que baja sin prisa por
las más caóticas calles bogotanas, tan delgado que
parece que un día remontará los cielos por culpa
de un viento sabanero, tan sencillo que no admite
duda ha sido capaz de vivir la vida a su manera,
defendiendo lo suyo y discutiendo con tantos,
con una “pobreza” digna, en un medio como el
artístico en el que el poder y las relaciones son tan
importantes.
“Es que a Caro no le ha interesado vender su obra.
Le ha interesado hacer
su arte. Hay artistas
que dicen lo que otros
dicen. Él ha dicho lo
que ha querido decir.
La gente, realmente,
no sé si lo entiende o
no, porque la gente
piensa que el arte es un
objeto comercial que se
cuelga en la pared o en un módulo y Antonio no
está de acuerdo en decorar paredes”, dice María
Angélica Medina.
Eduardo Serrano piensa de manera similar:
“La gente ‘se la monta’ por feo, por pobre. Y es
pobre por que le da la gana. Porque, si quisiera,
vendería hasta la camisa (de hecho las expone),
pero ha sido muy decente. Podría haber hecho
treinta ediciones de Colombia Coca Cola, un
múltiple de Cabeza de sal (realmente, una cabeza
“¿Eso es arte? Es un adefesio”
52
del expresidente Lleras, que derritió en un Salón
Nacional de Artistas, por lo que se inundó el
Museo Nacional). Hubiera hecho lo que le diera
la gana para ganar plata y la gente se lo hubiera
comprado. Porque él, en los noventas, se volvió
una estrella. Él vive así porque es un tipo de
una honestidad absoluta como artista. A toda
prueba”.
–Caro: siempre te han rechazado las obras desde
alguna parte ¿cómo ves eso?
–El arte es una construcción social. La gente tiene
su cultura y evalúa una obra de arte de acuerdo
a su cultura. Por eso a veces nos es muy difícil
evaluar correctamente las obras de arte de una
cultura que no es la suya. La persona que rechaza
mis obras vive en una cultura diferente a la mía
en épocas culturales diferentes. De ahí viene la
crítica porque hay una incapacidad de ver otra
cultura. Aunque seamos colombianos estamos
en momentos culturales diferentes. Yo sí creo
que alguna gente sí considera en sus parámetros
que lo mío tiene valor y es importante para ellos
como arte, y es mi público, y para ellos es que
debo trabajar.
–¿Nunca pensaste en llamar a Barrios o a Miguel
Ángel Rojas?
–Pero para qué. Mi vida privada está muy lejos
de la vida privada de ellos.
–¿Por qué le diste esa cachetada a Rubiano?
–Fue para defenderme. Me había rechazado –
Colombia Marlboro– y, por extensión, hay que
defender el talento.
–¿No fue muy extremo?
No. Fue más bien simbólico fue casi que una
caricia. Un toque de plumas o algo así. Él fue
muy prudente. No dijo nada.
–¿Y no hablas con él ahora?
Después de eso, sería el colmo.
–¿Tenés fama de peleador?
Sí, claro, y eso de seguro que lo fui. Ahoritica me
encantaría ser intransigente.
–¿Como antes?
–Como siempre. Sí, claro.
–¿Qué tiene de bueno?
No tiene mucho, pero ayudaría a que este país
progresara, realmente. Digamos, una actitud
intransigente puede ayudar a iluminar la
mediocridad, para mí un problema grave.
53
¿Somos mediocres?
Totalmente.
¿Y eso por qué?
Analizándolo desde algún lado, es que el Estado
no tiene autoridad moral. Si comparamos a
Colombia con Esparta, la cosa es muy diferentica.
El Estado en Esparta era fuerte y recto. Entonces
o usted marchaba o no marchaba… ja, ja.
-Y aquí ¿ni lo uno ni lo otro?
-Digamos…
–¿Cómo ha sido posible vivir cómo vives?
–Se dice que todo el mundo tiene su precio y
eso, en algún sentido, es verdad. De pronto ese
genérico que es la sociedad no me ha ofrecido
lo que yo quiero. Es una cosa extraña. No
creo que sea una cuestión de dinero. Uno
necesita comer, pero creo que, esencialmente,
una comida de diez mil pesos cumple la
misma función de una de cien mil pesos,
esencialmente, entonces mejor la comida
de diez mil pesos porque esa no lo obliga a
uno a trabajar tanto a la sociedad. Eso en
mi situación, porque hay gente que trabaja
mucho para una comida de diez mil pesos.
-Pero sí querías ser famoso…
Sí, claro, yo sí quería ser famoso, pero no
lo relacionaba con la riqueza. Totalmente
famoso.
–Y lo lograste?
–Eso espero.
Caro camina hacia las Torres del Parque,
bajo un día extrañamente soleado en Bogotá,
aunque los vientos del oriente peinan la
calle. Lo veo con su camiseta negra, casi
transparente, estampada con una máscara de
un luchador y no resisto preguntarle, por qué
no usa suéter.
–A veces da un poquito de frío, pero de día
me deprime usar saco. Yo soy sapo de este
pantano –dice.
Luego sonríe y se va caminando por la carrera
Quinta.
55
Giordano Bruno fue fraile, aunque
su vida no tuvo propiamente la
tranquilidad que podría esperarse de
quienes se entregan a la oración y la
meditación. Animado por el espíritu
científico del Renacimiento, se adentró
en la filosofía, las matemáticas y la astrología, e incluso
escribió poesía. Sin embargo, todo ese conocimiento
lo llevó a preguntarse y cuestionar los dogmas del
catolicismo, algo arriesgado en su época. Cuando se leen
sus biografías, el periodo comprendido entre su año de
nacimiento (1548) y el de su muerte, da para pensar que
no falleció a una edad muy avanzada. No fue víctima de
una enfermedad letal sino de otra realidad igualmente
implacable: la Inquisición lo encontró culpable de herejía
y murió en la hoguera en 1600.
56
Guillermo Marconi tiene algo en común con
Giordano Bruno: también es italiano. Pero a
diferencia del incomprendido pensador, su paso
por este mundo fue quizá más complaciente.
Vivió entre 1874 y 1937, cuando la ciencia no
era una osadía pagana y, por el contrario, se
había consagrado como una verdad. Nunca
fue perseguido por el clero a causa de sus
hallazgos, de hecho, fue el fundador de la radio
Vaticana, la emisora internacional de la Santa
Sede inaugurada por el Papa Pío XI en 1931. No
solo su trabajo en la radio sino también en la
telegrafía inalámbrica lo hicieron merecedor
del premio Nobel de Física, distinción a la que se
sumó su dignificación de “Marqués”. Pudo hasta
darse el lujo de acondicionar su yate privado
como laboratorio y llevar a cabo allí varios
experimentos.
En la Bogotá del siglo XXI, estos dos italianos viven
realidades distintas a lo que fueron sus vidas. Se
les homenajeó con esculturas, pero en el caso de
Marconi difícilmente se percibe algún indicio
de ese tributo. En la calle 70 con carrera 11 una
especie de mole sirve de soporte a una diversidad
de carteles. Entre estos se descubren las antípodas
de la música: el anuncio del recital de un grupo
boliviano, que por medio del canto y la danza
ritual busca la “desestigmatización de la planta
sagrada de la coca”, aparece junto al del concierto
de “Jose Andrea, Saurom y Gillman, los tres más
grandes del metal”. Una habitación “Hamoblada
o sin Hamoblar” (aquí el adverbio ‘Sic’ no es solo
una aclaración sino una inexcusable obligación)
es ofrecida en arriendo. El “conocimiento de sí
mismo” invita a conferencias gratuitas destinadas
a responder los trascendentales enigmas de la
humanidad: “¿De dónde vengo?”, “¿Hacia donde
voy?”, “¿Cuál es la razón de mi existencia? Y por
toda la superficie firmas, tal vez indescifrables
para sus propios autores.
Dos jóvenes se acercan y con inconfundible
acento caribeño –la capital es multicultural– se
interesan por uno de los carteles:
–Mira Chepe, alquiler de Video Beam a veinte mil
barras la hora, anota el celular para cuando no
nos presten el de la U.
– 321… ajá… 98. ¿Qué dice acá abajito?
– Casi ni se ve… como que… Guillermo Maaar…
con… ¡Mariconi!
– ¡No joda! Tú siempre pensando en maricadas.
El busto del ingeniero, empresario e inventor ya
no está más en su pedestal. Solo su nombre, casi
ilegible, intenta desahogarse en la pared frontal
de la base. Según el libro Bogotá, un museo a cielo
abierto, la obra fue donada por la colonia italiana
en Colombia y conformó un monumento diseñado
por Vicente Nasi, un arquitecto compatriota de
Marconi que desarrolló su obra especialmente
en la capital, donde falleció en 1992. Se inauguró
el primero de diciembre de 1938 en el jardín
oriental de la Biblioteca Nacional, pero de allí fue
trasladado al parque del barrio Quinta Camacho,
lugar de su desgracia. En vano, el Frente de
Seguridad de la Calle setenta denunció a la Policía
57
el hurto, ocurrido en una noche de 2006 o 2007,
pues el año del delito se tornó tan confuso como
desconocido el destino de la efigie. El nombre
de una universidad cercana podría servir para
sintetizar en una frase esta pérdida: ni “Ideas” del
paradero.
A pocos pasos de allí, en la carrera novena con calle
sesenta y nueve, Giordano Bruno, de dramática
existencia, vive otro destino. Su escultura
en bronce de cuerpo entero, encomendada al
escultor Miguel Urrutia, lo deja ver vestido en
su túnica, la mirada rígida y serena, sosteniendo
en sus manos una esfera, quizá el universo que
siempre consideró infinito. O tal vez sea el huevo
cósmico, ese principio mitológico y cosmogónico
recurrente en los mitos de creación de numerosas
civilizaciones, símbolo del comienzo de todo.
¿Otro recuerdo de la memoria local? El parque
donde se levanta la estatua era apodado “el
huevo” en los años setenta, debido a su forma.
Pero tras su remodelación fue rebautizado con
el nombre del “Filósofo y Humanista – Mártir
del Renacimiento”, según se lee en una de las
placas que con claridad identifican al personaje.
Su inauguración fue amenizada por la Banda
Sinfónica de Bogotá, en una ceremonia celebrada
el 29 de julio de 1990.
Un cuarto de siglo después, Bruno sigue oteando
desde la altura de su contundente pedestal esa
porción urbana de la sabana perteneciente
al planeta que al condenarlo, le confirió la
inmortalidad y lo fundió con la creación,
insondable para él. El parque y la obra hicieron
parte de un proyecto de recuperación del espacio
público liderado por la Alcaldía Mayor, si bien
fue Nueva Acrópolis la principal promotora del
homenaje. A lo largo de los años, esta organización
internacional de carácter filosófico y cultural ha
sido una guardiana del monumento y ha propiciado
que sea visto como un bien del sector. Por eso,
además del recuerdo de un hombre, también se
ha convertido en una pieza cuya estética ayuda
a conferirle un aire de exclusividad al lugar. No
está mutilada, ni rayada, ni sucia. A su alrededor,
restaurantes de “gastronomía gourmet”, tiendas
de ropa, algunas casas tradicionales de Quinta
Camacho, con sus chimeneas, dos pisos y paredes
de ladrillo. Clientes de los establecimientos
comerciales o quienes transitan por el parque
suelen detenerse para leer las leyendas y saber de
quién se trata. Muchos aprovechan la particular
ausencia del ruido de los motores, de los pitos y
frenazos dominantes en las avenidas cercanas y
se sientan en alguna de las plataformas circulares
del pedestal o en las bancas próximas. Descansan,
conversan, revisan sus mensajes. Incluso Lina,
estudiante de Arquitectura, saca su cuaderno de
gran formato y dibuja al sacrificado en su cúspide:
“Me parece el mejor modelo para el ejercicio de mi
clase de bocetación”.
Las suertes opuestas de las representaciones
de estos dos italianos ejemplifican la situación
del arte público escultórico y monumental en la
58
ciudad. Por una parte, hay algunos programas de
preservación y recuperación de monumentos. El
15 de agosto de 2014, el parque Guernica, localizado
en la transversal 16 con calle 47, dio la bienvenida
una vez más a uno de sus habituales pero
maltratados residentes. El busto al ayudante de
campo de Simón Bolívar, General Daniel Florence
O’ Leary, elaborado en 1917 por Ugo Luisi (otro
escultor con la misma nacionalidad de Marconi,
Bruno y Nasi), fue presentado con su imagen
restaurada. Con motivo de la ocasión, el alcalde
local de Teusaquillo, Iván Marcel Fresneda, destacó
este como un logro del programa “Intervención de
territorios culturalmente significativos”, pues la
obra, declarada bien de interés cultural nacional,
volvía a estar en condiciones adecuadas.
Otra iniciativa es “Adopta un Monumento”,
desarrollada en 2014 por el Instituto Distrital
de Patrimonio Cultural. En este caso se han
buscado dolientes solidarios, fundamentalmente
empresas privadas o asociaciones que, como
explica María Eugenia Martínez, directora de la
entidad, ejecuten sus planes de responsabilidad
social al financiar la recuperación de piezas
en el espacio público. El apadrinamiento se ha
concentrado en el monumento a Cristóbal Colón
e Isabel la Católica de la Avenida El Dorado, como
también en las ocho esculturas de gran formato
ubicadas a lo largo de este eje, entre el aeropuerto
internacional y la carrera cincuenta, integrantes
del “Museo Vial de la Calle 26”. Este museo al
aire libre fue promovido por Ana Milena Muñoz
e inaugurado en 1994 durante la presidencia de su
esposo, César Gaviria. Desde entonces, las piezas
han sufrido los embates no solo del tiempo y de los
agentes climáticos, sino también del vandalismo.
Por eso, para la funcionaria, el programa es
una forma de recuperar la memoria urbana de
la importante vía y fortalecer la apropiación
social del patrimonio capitalino mediante
su reconocimiento y posicionamiento como
elemento de la construcción de ciudad.
Pero también está la otra cara de la moneda.
Bogotá, un museo a cielo abierto da cuenta
de diecinueve monumentos desaparecidos,
además de Marconi. Muchos más, aún en pie,
ven palidecer sus glorias y méritos plásticos. Así
sucede con Américo Vespucio −para seguir con los
italianos− situado en la carrera séptima con calle
noventa y siete: su globo terráqueo ha sido robado,
reincorporado y vuelto a robar, en tanto su cabeza
y sus brazos han sufrido incontables averías.
Las esculturas urbanas, salvo la extraordinaria
excepción de Bruno, padecen denominadores
comunes: rayones, grafitis, suciedad, su uso
como orinales, o el hecho de quedar descolocadas,
desubicadas ante nuevas obras de infraestructura.
Esta es una realidad inocultable, correspondiente
con lo dicho por el curador brasileño Gaudencio
Fidelis al analizar las complejidades del arte
público: “tendrá inevitablemente que confrontar
e incluso competir con el mundo de los objetos
establecidos por la cultura como ‘no artísticos’,
derivados de las más amplias categorías de
59
definiciones, de funciones en el espacio público,
tales como mercancía, elementos decorativos,
paisaje e incluso peor, el actual individuo”.
los días del arTe ciudadano
La memoria en la ciudad nunca está ausente. Las
opciones artísticas para representar esa memoria
son inacabadas. Lenguajes emergentes desplazan
a sus predecesores, o bien los adoptan para
generar nuevas propuestas. La historiadora del
arte Carolina Vanegas ha estudiado la evolución
de las creaciones artísticas en las áreas colectivas
de la capital. Los cambios −cuenta la coordinadora
adjunta del Grupo de Estudio de Arte Público en
Latinoamérica− corresponden con procesos que
han otorgado nuevos conceptos a la escultura,
al espacio de las urbes y al papel del artista
en la sociedad actual. Cuando en el siglo XX la
producción escultórica se alejó de la alegoría
conmemorativa, dio paso a obras modernas con
un lenguaje autónomo que sustituyeron a la
estatuaria pública en su función ornamental.
Pero este modelo también fue cuestionado, en
particular por su carácter permanente y su escasa
vinculación con el entorno. Aparecieron entonces
−puntualiza la investigadora− intervenciones
efímeras, distanciadas de lo escultórico y más
asociadas con acciones plásticas y performances.
En esta dirección se realizan los Citizen Art Days.
María Linares se graduó como Maestra de Artes
Plásticas y Filósofa en Bogotá, aunque fueron sus
estudios de Arte en Espacio Público realizados
en la Academia de Artes de Núremberg la puerta
para adentrarse en este terreno. En Alemania
conoció a dos arquitectos, Kerstin Polzin y Stefan
Krüskemper, con quienes conformó Parallele
Welten. Los propósitos de este grupo corresponden
con su nombre en español: buscan potenciar
prácticas artísticas contemporáneas que
pongan en diálogo distintas memorias, “Mundos
Paralelos”. Así, esperan acercar a su público a
procesos artísticos asociados con situaciones
locales pero que en definitiva cuestionan aspectos
sociopolíticos del mundo global, como son la
sostenibilidad, el consumismo y las problemáticas
de la economía. ¿Y el monumento? ¿Y la escultura
urbana? Para María es claro. Siguen siendo
elementos importantes de las ciudades, pero ella y
su colectivo, si bien se ocupan del espacio público,
buscan un arte participativo, impulsador de
dinámicas de intercambio que activen el diálogo
y las iniciativas civiles. Es un arte gestado con y
entre todos, a diferencia del esquema en que un
artista pone algo para ser visto.
Parallele Welten tiene su base en Berlín
y allí ocurren la mayoría de sus acciones,
principalmente los Días del Arte Ciudadano. Pero
en 2014 estuvo en Bogotá. Primero, en el marco de
la exposición “Campos de Memoria”, efectuada
entre enero y febrero en la Fundación Gilberto
Alzate Avendaño, realizó el taller “Memoria
Cooperativa” en el Centro de Memoria, Paz y
60
Reconciliación. Stefan cuenta: “En este proceso
de una semana se dieron muchas acciones para
volver el Centro un sitio vivo de la memoria
colectiva. Fue un campo donde los ciudadanos
podían presentar iniciativas para analizar lo que
tiene que ver con la economía de mercado y la
gestión ambiental y participar en un workshop
que se llevó a cabo un fin de semana”. En esa
jornada final, niños, artistas y líderes convirtieron
botellas plásticas recicladas en materas que
fueron pintadas y nombradas con los nombres de
tantos caídos (Carlos Pizarro, Bernardo Jaramillo,
Jaime Pardo Leal…, otro Jaime, Garzón, más
recordado). Retoños de plantas se cultivaron
en los recipientes y estos se colgaron en el muro
sur del centro, donde todavía son visibles las
sombras de las antiguas bóvedas de sepultura,
pues el espacio hoy dedicado al recuerdo y el
entendimiento está situado en terrenos que
pertenecieron al Cementerio Central. Con la
acción artística de este huerto vertical, la vida
germinó sobre la muerte.
Después, Parallele Welten se fue al norte de Bogotá
y el 14 de septiembre, durante el Festival Europeo,
realizó un Art performance, como se leía en el
anunció portado por uno de los acompañantes del
grupo. En realidad, fue una “Excursión urbana
en la creativa y sostenible Berlín”, un recorrido
guiado por diferentes sitios del Parque de la 93, los
cuales se asociaron con lugares –y sus realidades
inherentes– de la capital alemana. Se trató de “una
invitación a descubrir varios puntos de Berlín en
puntos que se encuentran en el Parque, haciendo
uso de la capacidad imaginativa”, comenta María.
Ciertamente, la memoria de dos ciudades distantes
geográficamente fue convocada mediante una
acción coordinada por artistas, quienes recurrieron
a elementos del espacio público. Pero una vez más
la duda recurrente: ¿esto es arte? Stefan zanja el
asunto: “No se qué es arte, lo indefinido es lo que
une el arte con el ser humano. No sabemos qué es el
hombre menos vamos a saber qué es el arte. El arte
es todo lo que nos compete alrededor, es inherente
a nosotros. Como artistas, tenemos que ser capaces
de comunicar, de intercambiar ideas. Con estas
prácticas actuamos como mediadores”.
En su caminata, los veinte excursionistas se detienen
frente al restaurante Estancia Chica, una de las ocho
estaciones. María traduce la explicación en alemán
de Stefan e incorpora sus propios comentarios:
no solo en el supermercado o en los restaurantes
se consigue comida. Luego de la Segunda Guerra
Mundial, Berlín debía reconstruirse, entonces
comenzaron a llegar miles de trabajadores de
otros países, especialmente de Turquía, quienes
se establecieron en el barrio Kreuzberg. Como bien
sabemos, la ciudad fue dividida por un muro desde
1961 pero cuando este cayó en 1989, se hicieron
rediseños urbanos que dejaron lotes baldíos. Uno de
ellos fue limpiado por los vecinos de Kreuzberg y se
convirtió en una huerta que les sigue brindando
alimentos. Además, los excedentes se reinvierten
en la comunidad.
61
Al final del recorrido, el grupo pasa frente a un
busto de reciente instalación. Todavía es un N.N.,
pues no se le ha puesto la placa con su reseña. La
remodelación del Parque de la 93 fue entregada
en mayo de 2014 y aún hay detalles por concluir.
Viajeros y artistas participativos observan con
fugacidad la obra: no es su mayor interés, pero
merece una mirada. Por un instante, el espacio
público de la ciudad plasma una vez más distintos
modos de llegar a la memoria mediante el arte.
Así, la memoria en la ciudad nunca está ausente.
Relatos épicos camuflados en medio del frenesí
diario, nombres prominentes, gestas decisivas para
la construcción de naciones, para la humanidad
misma, emergen de repente y se confunden con el
vertiginoso ritmo urbano. Testimonios del pasado
están allí, con la pretensión de inmortalidad que
les ha otorgado la mano y el ingenio de un escultor,
implantados en medio de avenidas y edificios,
alternando con las desventuras y los logros de
quienes a diario escriben sus propias historias.
También para estas otras realidades, las de los no
héroes, aquellas que no siempre quedan registradas
en los libros oficiales, las carentes de panegíricos
escritos por expertos en hacer de la palabra un
manjar, hay expresiones. La memoria nunca está
ausente, es un componente tan propio de la ciudad
como lo son su infraestructura, sus discursos
contradictorios, y por supuesto, sus habitantes.
Desde siempre, el arte ha recreado y contado la
memoria humana, como lo es aquella impresa en
las ciudades. Tal vez no sea su función esencial
pero lo ha hecho, empleando para ello una
diversidad de formatos que pueden plasmar
y referenciar mucho de cuanto sucede y ha
sucedido en un lugar. Con las creaciones artísticas
cuyo campo para evocar la memoria es el espacio
público, se dan contrastes. Esculturas públicas
y monumentos se debaten entre condiciones
opuestas: deterioro y preservación; iniciativas
de restauración y abandono crónico. Mientras
algunas obras sostienen su estructura física y sus
mensajes, otras apenas sobreviven, mutiladas,
ocultas.
Simultáneamente, han surgido otras
expresiones, aquellas que también van a la calle
e invocan la memoria, pero se distancian del
formato escultórico y monumental. Su interés
no es recurrir a una de las “artes mayores” −así
era catalogada la escultura− para dejar marcas
permanentes y recalcar lecciones de historia
(“homenaje al prohombre…, comandante de
las huestes inmarcesibles garantes de vuestra
libertad”). Su principal propósito es explorar la
urbe como un gran libro del que pueden extraerse
las claves para propiciar el encuentro entre las
personas y llevarlas a reflexionar sobre sí mismas,
sobre sus experiencias y el significado de estas.
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Es jueves y una llovizna casi
imperceptible se revela ante las
luces de los carros que entran a la
Candelaria por la carrera cuarta. Cae
la tarde; los andenes y las calles son
prácticamente intransitables. Es una
noche cualquiera en el centro de Bogotá hasta que,
entre el sonsonete abrumador de bocinas y motores,
las puertas abiertas de un bar dejan escapar un
sonido apacible y cadencioso. Al asomarse, el
curioso espectador encontrará en el escenario una
marimba, acompañada por cununos, bombos y
guasás. Es noche de currulaos en Holofónica.
A eso de las diez y media, la veintena de espectadores
recibe a los músicos con entusiasmo. La protagonista
65
de la noche es la maestra Inés Granja, una
cantaora y compositora oriunda de Timbiquí,
en la costa caucana del Pacífico sur colombiano.
Inés se para en la mitad del escenario con su largo
vestido blanco y su amplia sonrisa. Quien la ve
por primera vez no puede sino notar el contraste
entre ella y los músicos que la acompañan, que
se evidencia no sólo en las edades, sino en los
rostros y la vestimenta. No se trata de un grupo
tradicional, en el sentido estricto del término.
Tocando la marimba está Juan David Castaño, a
quien cualquier musicólogo o espectador atento
de la escena bogotana identificaría como uno de
los fundadores de La Distritofónica, e integrante
de Comadre Araña, Primero mi tía y La Revuelta;
el bombo lo toca Leonel Merchán, y en el
cununo y el guasá están las hermanas Gabriela
y Juanita Sossa, todos integrantes del grupo la
Phonoclórica.
Aunque me saquen del campo
yo no lo voy a olvidar
Nosotros los campesinos
allá tenemos hogar
Recuerda que sangramos por nuestra libertad
Ahora somos libres
venimos a gozar
Inés Granja canta al río, al mar, a la memoria de
su pueblo. En el público, una rueda de rolos en
Dr. Martens bailan currulao en Bogotá.
Hablar de la influencia del folclor en la música
que se hace y se escucha en la capital ya no es
nada nuevo; de hecho es un tema ampliamente
documentado y reconocido entre músicos,
públicos y medios. Bogotá es un escenario
consolidado de ese proceso de experimentación e
integración de ritmos e influencias tradicionales
y foráneas.
Aunque se suele marcar a Curupira como grupo
pionero, su director, Juan Sebastián Monsalve,
traza los orígenes en los años 80, con las familias
Sossa y Lambuley en Nueva Cultura y la papayera
del grupo de teatro La Papaya Partida. En esa misma
década, Los Gaiteros de San Jacinto comenzaron a
presentarse en el bar La Teja Corrida, inspirando a
quienes, años después, impulsarían el fenómeno
que hoy llamamos “Nuevas músicas colombianas”.
Pero el disco que marcó un hito apareció en 1995:
con La Tierra del Olvido, Carlos Vives popularizó
el vallenato entre un público masivo apoyándose
en grandes músicos tradicionales como Egidio
Cuadrado y Maité, pero también en las influencias
del rock y el funk, a través de músicos como Teto
Ocampo, Iván Benavides y la producción de Richard
Blair. Del grupo llamado la Provincia surgiría un
año después El Bloque de Búsqueda, otro de los
referentes del movimiento.
Desde entonces los elementos del folclor han sido
retomados y reinterpretados en un sinnúmero de
proyectos musicales, en todos los géneros y con
diversos resultados. Basta con salir una noche
al bar Quiebracanto o a Casa de Citas, o estar
pendiente de la programación de Holofónica, de
Matik- Matik o del bar La Negra para encontrarse
con estos sonidos.
Pero este ejercicio, mercantilizado y popularizado
al extremo, no es solo una cuestión de moda; es un
proceso que habla de migraciones, intercambios
y encuentros entre saberes que tienen impacto
en las regiones y en la ciudad misma.
Normalmente, cuando se habla de “música de
las costas” se tiende a reunir en una misma
categoría dos regiones que, aunque guardan
algunas similitudes, son inmensamente
diferentes en sus tradiciones e idiosincracias.
La costa Atlántica, con Carlos Vives, Totó la
Momposina, Los Gaiteros de San Jacinto y todo
su imaginario caribe, ha sido mucho más visible
en la capital que la costa Pacífica, cuyo boom fue
más reciente.
El “rezago” podría explicarse por varias razones:
la primera y más evidente es geográfica. El
Pacífico colombiano se configura entre los
departamentos de Nariño, Cauca, Valle del Cauca
y Chocó; su accidentada geografía comprende
grandes cadenas montañosas hacia el interior
y un nudo de mar y selva hacia las costas. Eso,
en parte, ha hecho a la región particularmente
densa y de difícil acceso. Por otro lado, es una
de las regiones con menor grado de mestizaje:
el pasado minero le da la mayor concentración
de población afrodescendiente del país, pero
también hay una presencia importante de los
pueblos indígenas Embera, Awa, Waunaan,
Cuna y Paeces. Las tradiciones culturales de cada
grupo poblacional se han mantenido mucho más
circunscritas en el tiempo, teniendo en cuenta
la carga discriminatoria y peyorativa que pesó
sobre ellas largos años.
Cuando se habla de las músicas del Pacífico se
suele decir que de Buenaventura para arriba,
en el Pacífico norte, predomina la música
de Chirimía y en el Pacífico sur la música de
Marimba. Esta es una clasificación muy básica
que esconde otras tantas tradiciones, de menor
visibilidad y circulación en el resto del país. La
música de Marimba es la que se ha destacado, en
gran parte por la particularidad del instrumento,
pero también por ser declarada Patrimonio
Inmaterial de la Humanidad en 2010.
La popularización creciente del imaginario del
Pacífico da pie para analizar, a través de algunos
casos representativos, las articulaciones e
influencias mutuas que Bogotá entabla con las
regiones a través de su música.
río arriba: el nacimienTo
El anzuelo fue la presencia de los maestros
que venían a la capital desde la década de los
ochentas y el interés que despertaron en los
músicos locales: jóvenes que crecieron con la
influencia del rock y el jazz, que se formaron en
academia bajo la tradición europea y occidental
y que, desde ese trasfondo, intuyeron la enorme
riqueza de esas otras tradiciones locales. Inyectar
esas sonoridades a sus exploraciones le daba
un sello distintivo a la música del país. Pero se
podía ir más allá: esas formas que se presentaban
“primitivas”, “libres” y “autóctonas” al músico
citadino cargaban consigo la evidencia de otras
realidades, otros saberes, otras condiciones más
allá de la música.
Bogotá, bajo esta perspectiva, fue el lugar de
reconocimiento y valoración de lo diferente.
Además de ser la capital que todo lo engulle,
la posibilidad de reunir lo aparentemente
remoto era también una invitación para salir a
explorarlo.
“Prácticamente el noventa porciento de las propuestas
musicales están echándole mano a las músicas
regionales del país, pero casi ninguna mantiene una
relación con los músicos. Es una cosa súper utilitaria”,
señalaba Urián Sarmiento hace unos meses en una
entrevista. Él puede enorgullecerse de hacer parte -y
mejor aún, de ser pionero- del diez porciento restante.
Desde 1999, cuando conoció al gaitero Encarnación
Tovar, Urián y algunos de sus compañeros en
Curupira se dedicaron a recorrer varias regiones
investigando, documentando y aprendiendo sobre
sus tradiciones musicales. Lo que comenzó como un
proyecto personal para Urián ha desembocado en un
proyecto formal de trabajo con Lucía Ibáñez. Se llama
Sonidos Enraizados.
En Sonidos Enraizados estàn interesados en
un tipo de músicos, los grupos de músicas
tradicionales que se asumen como tal, que son
conscientes de que guardan una memoria de
algo que está desapareciendo, que también se
dan cuenta de que están en un contacto lejano
o particular con las dinámicas cotidianas
de la modernidad y que generalmente son
marginados precisamente por eso. No es el
bullerengue que suena en la radio -porque lo hay;
es el bullerenguero que toca los ritmos como se
tocaban antes, que es consciente de eso y que no
lo va a cambiar, no lo quiere cambiar.
En Sonidos Enraizados se cristaliza una
concepción muy urbana de la música rural:
música que se valora y debe ser protegida, o
cuanto menos, preservada. Esta conciencia
y apreciación es algo desconcertante para
los mismos pobladores que cohabitan con los
Maestros y no ven en ellos nada fuera de lo
común. Los intereses son otros, la música hace
parte del ambiente y, en definitiva, ser músico
no exime a nadie de sus demás labores y oficios
cotidianos, como la agricultura o la pesca. La
valoración social del músico como artista y del
aprendizaje o el legado es muy distinta. Además,
disponerse a ser pupilo de estos Maestros es, en
palabras de Lucía, cuestión de temple.
Cuando uno se asume como alumno de estas
personas no es lo mismo que ir a una clase de
armonía, tiene otras lógicas. Asumir esa posición
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implica ubicarlo geográficamente, conocer la
casa, la comida, la gente que lo rodea… para
algunos, incluso, tirar azadón… eso hace que se
entienda por qué la música es así.
La experiencia de aprendizaje que personas
como Urián han emprendido ha generado un
proceso de intercambio cultural más amplio.
Esa estrecha relación que tuvo él con Paíto, el
gaitero de las islas del Rosario, es la que tuvo
Juan David Castaño con Gualajo, el máximo
exponente de los marimberos del Pacífico, que
lo llevó después a conocer a Inés Granja, y por el
inicio de este texto ya conocemos el resultado. La
música le abrió el país al espejismo de la ciudad
que cree contenerlo pero en el fondo es tan
profundamente diferente. Entonces se revelaron
no sólo pueblos recónditos, prácticas ancestrales
y costumbres milenarias, sino un país diverso,
desigual y en guerra.
Esos Maestros tan celebrados en Bogotá suelen
vivir en condiciones precarias. Su saber, tan ajeno
a la industria musical que sin embargo alimenta,
no tiene una remuneración equivalente a su
aporte, y sigue siendo un saber en riesgo.
Por eso, además de grabar la música y documentar
festivales, Sonidos Enraizados incluye entre sus
líneas de trabajo la divulgación y la circulación
de estos artistas. Es apenas la retribución
justa del intercambio, porque Bogotá da unas
herramientas y posibilidades que ellos no tienen.
El contacto con la ciudad entraña esa promesa
siempre vigente de las múltiples oportunidades,
y las prácticas culturales pueden acceder al
carácter de oficio.
río abajo: la desembocadura
9:30 de la mañana. Ríos humanos se entrecruzan
en el costado sur de la Avenida Chile, a unos
metros de la estación de Transmilenio. Entre
vendedores ambulantes, peatones afanados
y un par de curiosos, Iber Gómez inclina su
más de metro ochenta de estatura para hacer
sonar su marimba. Enlaza un tema con otro sin
interrupciones; en el tarro que pone en frente
se escucha el tintineo de las monedas que, cada
tanto tiempo, un paseante le ofrece.
“En Cali nos pusimos así, tres, cuatro marimbas,
y el que recogía el dinero, y en un momentico
reunimos bastante. Entonces yo pensé: en
Bogotá hay más gente…” La frase queda como
en suspenso, mientras Iber va dibujando una
sonrisa, con la mirada siempre esquiva.
Iber tiene 29 años y hace 3 vive en Bogotá. Llegó
a la ciudad desde Timbiquí, por unos supuestos
contratos para tocar que al final nunca se
concretaron. Sin embargo decidió quedarse.
Desde entonces reparte su tiempo entre las
grabaciones de su próximo disco y los contratos
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esporádicos para tocar en reuniones familiares,
inauguraciones y eventos de todo tipo. Todos los
días se despierta entre las 4 y las 5 de la mañana
y sale de Patio Bonito a trabajar, porque nunca ha
dejado de tocar en la calle.
“Allá no me dejaban expresar todo lo que sé,
acá me lo piden todo”. Cuenta que, además de
trabajar en su disco Iber y su lluvia de Marimba,
está en conversaciones con algunos músicos
guapireños, tumaqueños y timbiqueños que
conoció acá para grabar otro tipo de músicas,
“una especie de reggaetón”. “La competencia
en los pueblos es muy dura”, me confirma Lucía
Ibáñez unos días después.
Casos como el de Iber son consecuencia de esa
nueva valoración de las músicas regionales,
particularmente de las del Pacífico en los últimos
años. El embrujo de la marimba es impresionante:
son realmente pocas las personas que siguen de
largo cuando se topan con ella. Como se mueve
en diferentes espacios (suele rotar entre Las
Aguas y el Museo del Oro, la Calle 72, la 85 y la
estación de Marly), Iber ya se va haciendo parte
del paisaje urbano, como parte de una afortunada
y refrescante banda sonora. Quizá sean pocos
quienes conozcan su nombre, pero él sigue en lo
suyo, y poco a poco va abriéndose espacio en los
circuitos culturales. El 1 de octubre, por ejemplo,
presentará su disco en la Biblioteca Nacional.
Esto no quiere decir que la migración sea un
fenómeno reciente, pero sí que particularmente
para los músicos la ciudad es cada vez más atractiva
para desarrollar un horizonte profesional.
Los músicos que se integran al formato de fusión
tienen un despliegue mucho mayor. Al analizar la
red de la música en Bogotá, el escenario de fuerte
competencia de los pueblos se desdibuja. En
Bogotá, y en estas “nuevas músicas colombianas”,
las colaboraciones son constantes, los músicos
participan de diferentes proyectos y dan más
solidez al trabajo que se viene haciendo. La
valoración que ahora se tiene de los ritmos
regionales da más garantías y posibilidades de
integración a los músicos que llegan con esos
conocimientos, con esa tradición, con ese flow en
la sangre.
La escena de la fusión acapara gran parte de
la atención, pero los formatos de músicas,
llamémoslas, “puras”, o “tradicionales” también se
van abriendo espacio. El resultado de estos cruces
es una efervescencia que no distingue orígenes
ni destinos, sino un estado de cocción constante.
Bogotá, en todo caso, es el caldero, porque tiene las
estructuras físicas y simbólicas para potenciar los
intercambios y asimilar de manera más fluida lo
nuevo y lo milenario. Son cuestiones de tamaño,
de densidad poblacional, de lógicas urbanas,
de patrones de consumo. Curiosamente, este
epicentro de la mezcla contiene también a los
más puristas: mientras en Guapi, en Timbiquí y
en Tumaco se integra cada vez más la influencia
urbana, en Bogotá se crean pequeños nichos
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dedicados a preservar esas formas más puras.
El público para estos formatos todavía es
relativamente especializado, aunque está en
proceso de crecimiento. Sobre el trabajo de
circulación que adelanta Sonidos Enraizados,
Lucía asegura que es muy difícil, porque
realmente no es lo mismo que mover rock o
pop. La gente cree que estas cosas se pagan
menos. La gente compra un taller de un jazzero
norteamericano en 10 millones de pesos y le paga
todos los viáticos -que vienen a ser otros 8- para
que esté acá un mes dictando un taller, pero las
venidas de alguien de Tumaco son consideradas
de menor valor económico… y traer 8 personas
del Pacífico no es nada barato.
bogoTá: río revuelTo
Larry Ararat es un gran representante
del encuentro entre la tradición y la
experimentación. Sus padres llegaron a Bogotá
de Puerto Tejada, Cauca, y él y sus hermanos
nacieron acá. Larry aprendió desde muy
temprano a tocar marimbas y tambores en la
Fundación de Mujeres Negras en Bogotá a la que
pertenecía su madre, y aunque se siente heredero
de la tradición musical del Pacífico, su interés
no es reproducirla en formatos tradicionales,
sino experimentar con ella, integrarla a nuevas
posibilidades que la ciudad provee y reclama.
Hace 10 años Larry es el percusionista de
Chocquibtown, la banda-hito que movilizó el
imaginario del Pacífico por el mundo, y que,
curiosamente, se conformó en la capital.
Hoy en día en Bogotá, varias universidades
tienen semilleros, ensambles y talleres de
músicas tradicionales; jóvenes de Buenaventura
se suben a Transmilenio a bailar salsa choque y
las marimbas repican en la carrera séptima; hay
innumerables conciertos y festivales, talleres
y seminarios; hay rueda de Bullerengue y
encuentro de marimberos cada dos o tres meses.
En Bogotá el folclor ha trascendido el espectáculo
y la rumba para formar comunidades alrededor
del aprendizaje y la valoración de las herencias
locales.
Si Buenos Aires suena a tango, New Orleans a Big
Band y la Habana a Son, ¿a qué suena Bogotá? A
mass media, a bambuco, a rock, a música llanera,
a jazz, currulao y gaita. Bogotá no tiene un
sonido propio, pero es el lugar donde se puede -se
podría- acceder a todos y crear con ellos marcas
identitarias nuevas, fluidas, inclasificables. La
música es una vía de reconocimiento cultural de
las diferentes regiones, y la invitación constante
a salir del monstruo urbano para encontrarnos
en ellas.