Download - LA ANCIANA PELIRROJA
L A A N C I A N A P E L I R R O J A.
NOVELA CORTA
FÉLIX OTEIZA
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© Felix Oteiza, Santiago, Chile.Contrato Auto-publicacion bajo sello BUBOK. Version 15 abril 2008.Esta obra ha sido publicada por su autor mediante el sistema deautopublicacion de BUBOK PUBLISHING S.L. para su distribucion y puesta a disposicion del publico bajo el sello editorial BUBOK en la plataforma on-line de esta editorial. BUBOK PUBLISHING, S.L.no se responsabiliza de los contenidos de esta OBRA ni de su distribución fuera de su plataforma on-line.
La noche estaba fria y en los charcos de agua que habia dejado la lluvia
reciente sobre el pavimento se reflejaba una miriada de estrellas titilantes; sus
billones de miradas curiosas suspendidas sobre la urbe empapada y su pobre
utileria de calles desiertas, abandonadas de la presencia humana. El aire frio
anunciaba, en su aliento glacial, una intensa helada para esa madrugada y los
pocos transeúntes que aún circulaban por el centro se apuraban en volver a sus
hogares, en donde seguramente les estaría esperando una reconfortante estufa a
gas, una sopa caliente, o al menos algo de tibio....
El hombre cruzó la calle, levantando el cuello de su raida chaqueta y tiró la
colilla del cigarrillo en un charco antes de entrar al café. Caminaba con prisa, con
esa extraña prisa de los que no van a ninguna parte y los que sin embargo,
parecen sentir la urgencia de llegar allá lo antes posible. El café comenzaba a ver
disminuida también su concurrencia, como todo el centro de la ciudad; no más
de cuatro parroquianos solitarios se encontraban despedigados entre las mesas,
sucias y mal mantenidas, bebiéndose cada uno de su propia soledad.
Se sentó en la barra. Un sujeto de aspecto desagradable--el que, por un
momento, pensó, habia estado asaltando a los verdaderos dueños del local, en la
trastienda, cuando se habia hecho presente la clientela—vino y le sirvió un café
tan amargo como la noche misma, advirtiéndole con su silencio, con torva
mirada, que no demorara en consumir el brevaje. Al parecer, estaba apurado por
cerrar el cuchitril.
''Y qué, pensó con sarcasmo, ¿es que acaso tienes cita con la Shakira?''.
Bebió de a poco, tratando de aparentar indiferencia.
Un reloj dió las siete campanadas.
Pagó el consumo, con las ultimas monedas que le quedaban el bolsillo, y
salió otra vez a la calle. Tenía hambre, mucha hambre. El estómago le sonaba
como una bolsa con agua a la que sacuden con violencia y lo propio hacían las
tripas, reclamando su natural tributo. Pero qué le iba a hacer; no tenia plata, no
tenia ni un misero centavo. Y mala cosa es la necesidad cuando no se tiene cómo
satisfacerla.
Caminó lentamente, saboreando cada uno de sus pasos, a falta de otra cosa
para saborear. Ahora iba como si temiendo llegar al lugar al que con tanta prisa
se parecia ir dirigiendo hacía sólo una docena de minutos antes.
Se sentó en un banco, en una plaza vacía, y allí permaneció un buen rato;
inmóvil, como parte del paisaje. Hacia frio en ese islote agreste en medio de la
ciudad, tanto asi que apenas un par de minutos más tarde yá estaba totalmente
entumido. Pero qué le iba a hacer, el único lugar al cual podia ir a recogerse en
estos momentos era el que menos deseaba ver. La verdad era que se le hacia
pesado volver a su miserable habitación, al tugurio de pensión en donde cada
noche depositaba sus huesos y en donde también le iba a estar esperando la
detestable propietaria para reconvenierle y amenazarle con todas las penas del
infierno si no le pagaba la renta atrasada. Todas las noches hacia lo mismo y no
veía razón por la cual en ésta no lo iba a hacer. Yá lo tenia aburrido con la misma
cantingala. Hastiado. Cualquier día la iba a matar....y esa pieza oscura y fria, vacía
de calor. Ufff....en ese momento su vista tropezó con un papel que alguien habia
dejado, olvidado seguramente, sobre el escaño. Su corazón dió un vuelco. Quizá
era un billete, uno de cincuenta pesos...o mejor aún, de cien. Temblando de
emoción lo cogió y lo observó con gran atención. Nó, no era un billete. En todo
caso, por simple curiosidad y por mantener la mente ocupada, así no fuera más
que por un par de minutos, lo desdobló cuidadosamente, con dedos helados y yá
tiesos. Se trataba de una invitación para un programa de televisión. El Super
Show se llamaba el programa. Alguna vez lo habia oído mencionar. Se realizaba
en el estudio de un canal de televisión, con audiencia presente, y consistia en
una serie de concursos, alternados con entrevistas a todo tipo de personajes y
con la presentación de artistas diversos. En cuanto a los concursos, el animador
seleccionaba a alguien, de entre los presentes en la platea, y le daba dinero si él,
ella, lograba hacer lo que les pedia que hicieran. Durante un lapso de tiempo
permaneció inmóvil, contemplando el papel en sus manos. Súbitamente se
levantó y emprendió la marcha. Iría a concursar. Tenía tiempo para llegar. El
programa era a las ocho y recién eran las siete y treinta.
—¡Éste es nuestro programa, señor, señora, “su” programa!
Anunció un animador de vistoza tenida, exhuberante y simpático, dueño sí,
de un carisma bastante practicado y perfeccionado, mientras sostenia en la
diestra un micrófono descomunal.
—¡Y éste es su animador, el de todos ustedes, Gino Tonino!
Un cerrado aplauso recibió sus últimas palabras. El auditorio, alrededor
de doscientas personas, seguía con evidente deleite las evoluciones y gestos del
hombre sobre el escenario. Encontrábanse todos en un set de televisión,
intensamente iluminado por decenas de reflectores. Varias cámaras filmadoras se
desplazaban de un lado a otro del recinto, dirigidas y guiadas en cada uno de sus
paso por sus técnicos y supervisores. Otros empleados por su parte se
atareaban, ayudando al animador, mostrándole cartas con signos herméticos y
códigos secretos; o hacían gestos incomprensibles con sus manos, sus puños
cerrados, los que agitaban a veces en todas direcciones, como si amenazando a
todo el universo o sólo a una legión de fantasmas invisibles que hubieran de
subito invadido el set. A Gino le hacian signos, le decian cosas en silencio, con
un puro movimiento de labios. A la gente la instruian para que aplaudiera, para
que se riera; para que se quedara callada o simplemente vigilaban ellos que no se
entremezclaran los cables que cubrían el estudio en toda su superficie. En
verdad, resultaba casi más entretenido contemplar todo ese afiebrado ir y venir
de técnicos con audifonos y cartones, con signos en las manos, que al objeto
central de toda aquella atención, el hombre de terno satinado en el escenario.
El hambriento entró al set, confundido en medio de la multitud. Se instaló
entonces en uno de los asientos de la última fila, inmediato a la salida del local,
como presto a la huída. Se sentía incómodo; de buena gana habria emprendido la
retirada y no cesaba de preguntarse a si mismo qué diablos era lo que venia a
hacer alli. Como para reforzarle en estas aprehensiones, sus ropas gastadas y
desteñidas contrastaban penosamente con el esplendor pequeño burgués a su
alrededor. Un esplendor urbano que le sumergia, le sofocaba, le ahogaba en toda
su insolencia: chaquetas de invierno del más fino casimir inglés, tenidas de
tweed impecables....relucientes calvas lustradas. Pero en fin, qué le iba a hacer:
aquí daban plata...
—Y ahora—anunció el animador, luego que se hubieran presentado varios
concursantes, de los cuales sólo uno o dos obtuvieron premio alguno, en tanto
los demás sólo hacian una demostración lamentable de su falta de talento y tal
vez, también de su pudor—nuestro plato fuerte...¡Tráiganos Usted la Cosa!
El auditorio se agitó, ansioso:
—¿Y qué es La Cosa que pedimos esta noche, mis amigos?—preguntó el
hombre del microfono a todos alli y a nadie en particular, aumentando con ello la
expectativa en la platea—Ahh, pero antes...
Hizo todavía una pausa, para aumentar el suspenso.
—Pero antes...¿quién se atreverá a concursar...?
Nadie hizo signo o dijo cosa alguna. Esto le pareció de mal augurio al
hambriento y desistió por el momento de ofrecerse. En ese momento cruzó una
idea curiosa por su imaginación, tal vez aguijoneada ésta por el hambre; una
aprehensión más bien fuera de lugar en su caso: ¿qué podia pasar si un dia de
éstos nadie se ofrecía para concursar y el hombre del micrófono debia dedicar
todo el tiempo de su programa a pedir, suplicar, implorar por participantes...?
—Aqui en este bolsillo—dijo entonces Gino, haciendo un gesto sugestivo
con su diestra, aparentando introducirla en el bolsillo de su chaqueta, pero sin
llegar a hacerlo—tengo la hermosa suma de cien mil pesos. Cien mil pesos que
irán a incorporarse a la fortuna de aquél o aquella que se presente aquí en este
escenario y nos traiga La Cosa.
En esos tiempos con cien mil pesos uno se podia comprar un automóvil
de segunda mano, o un amoblado completo; o un equipo stéreo de aquellos de
los más sofisticados. Sin embargo, nadie se movió en el estudio.
Pero, al fin y al cabo, cien mil pesos son cien mil pesos y tal vez por eso
fué que segundos más tarde se encontró el hambriento trepado en el escenario
codo a codo con el animador, sin saber él mismo cómo era que habia ido a dar
hasta alli. Como si una mano invisible lo hubiese impelido en esa dirección, sin
darle opción y sin que para ello se le hubiera dado la menor advertencia.
—Buenas noches tenga usted, amigo mio--le saludó calurosamente Gino,
dándole amistosos golpecitos en las espaldas—y dígame ¿cuál es su gracia?
—Perico P....
—Bueno don Perico, usted ha sido el valiente que se ha atrevido en esta
ocasión a lanzarse a la aventura. Le deseo, honestamente, mucha suerte en su
participación. Usted no puede imaginarse cómo me es que están quemando en el
bolsillo de la chaqueta estos cien mil pesos—dirigió entonces hacia la platea una
mirada cómplice, socarrona, a la vez que soltaba una breve risa—y dígame usted
¿cuál es su profesión o actividad?
A esta pregunta el hambriento se sintió extremadamente abochornado y
renació entonces en él una angustia que se habia llegado a calmar un poco sin
embargo con la cálida bienvenida que le habia brindado el animador. Se puso tan
nervioso a esto que le vinieron ganas de preguntarle con qué derecho se metia él
en su vida privada. Pero antes de que pudiera hacerlo, su estómago le recordó
que era aquél el derecho de quién le iba a pasar presumiblemente el dinero con el
que subsistiria durante los próximos días.
—Empleado fiscal—se oyó responder al fin, oyendo sus propias palabras
como si hubieran sido las de otro; le pareció entonces que Gino y el resto de la
audiencia, incluidos técnicos y tramoyistas, iban a estallar en una estruendosa
carcajada. Pero nadie de los presentes hizo gesto ni produjo sonido alguno y
Gino prosiguió con la presentación, el interrogatorio de su concursante:
—¿Casado?
—Soltero.
—¡Pero con ganas...!—replicó a esto el animador, riendo con estruendo de
su propia chuscada, la que centenares de veces quizá yá la habria hecho en su
programa y que todavia le provocaba la misma hilaridad de un comienzo—Bien—
continuó una vez calmado—vamos entonces al grano.
Sacó un sobre de su bolsillo y lo abrió, con dedos ágiles y huesudos. Se
lo puso luego frente a sus propios ojos, ostentosamente, para que todo el mundo
viera lo que estaba leyendo, e hizo entonces el gesto de quién reprime la risa ante
algo demasiado hilarante que ha visto, leído:
—Para ganar los cien mil pesos usted debe traernos...debe traernos...
Se habria podido oir una mosca suspirar, en ese set de televisión.
—¡Una anciana pelirroja!
El auditoria estalló en una violenta carcajada, haciendo coro con Gino y
con los técnicos y auxiliares, los que se habian unido a la celebración, y el
hambriento se sintió además cohibido, pues le parecíó que era de él que todos se
estaban ahora riendo.
—Una anciana de pelo rojos es lo que usted debe traernos al programa—
continuó Gino, una vez que todos se hubieran calmado, incluido él mismo—y
esto en un plazo que no podrá pasar de dos horas y media; es decir que usted
deberá regresar aquí con ella antes de la conclusión de este show, a las diez y
media. En caso de no volver aqui con ella--aún cuando sí regrese--o en caso de
llegar con ella, pero con retardo, pierde su oportunidad. ¿Entendido?
A todo esto el hambriento habia adoptado un aire pensativo. Como él
persistiera en esta pose, luego de largo un momento, y no pareciera reaccionar
de manera alguna a sus indicaciones, Gino le preguntó si tenía algo que decir:
—Una anciana, dice usted....¿y anciana cuánto?; digamos, ¿de qué edad
estamos hablando...?--replicó, como despertando de un sueño.
Una carcajada general acogió la pregunta del concursante. Él se dió cuenta
ahora que no era tan fácil ser uno de ellos; que, al parecer, el hacer reir a toda esa
gente formaba también parte de su participación. Pero tal idea, que se le vino en
ese momento a la cabeza, antes que desalentarlo o molestarlo, de dió de alguna
manera ánimos para continuar. Pues como lo estaba haciendo hasta el momento
a este respecto, Gino no tenia gran cosa de qué quejarse ni tampoco el
respetable que colmaba las aposentadurias.
Pero antes de responder a su pregunta, una legítima sin duda alguna, Gino
dirigió a su público una de esas miradas familiares a los aficionados a los films
cómicos; las que ellos han visto en muchos, cuando el personaje foco de la
atención dirige sus ojos hacia la cámara, como tratando de hacerla también a ella
cómplice y participe de la broma, comentario, que viene a continuación:
—¿Y cuál sería la edad a la que usted comenzaría a llamar anciana a una
anciana...?—le preguntó a su vez, socarrón, volviendo a él su atención.
Evidentemente habia todavia risas por hacer brotar del público, usando a
semejante concursante, habia estimado Gino. Y ahora no lo iba a dejar partir con
tanta facilidad, cuando podia todavia llenar por lo menos cinco minutos de
programa con tan despistado y gracioso ganapán. Y eso que el hambriento aún
no habia ganado el primer centavo de los prometidos cien mil pesos....
—Yo diría...—aventuró éste, tratando de ignorar el ridiculo de toda esa
situación—yo diria que pasados los ochenta...
—¡Nó! ¡Nó!—se alzaron algunas voces en el público; voces variadas, en
tonos diversos, tanto de hombres como de mujeres—¡Setenta!
—¡Setenta y cinco!
—¡Setenta y nueve!
—¡Sesenta y cinco!
Todo esto matizado de risas, chascarros y exclamaciones, las que al menos
le daban un cierto aire de normalidad al asunto, pues de no haber sido por el
jolgorio y la algarabia que acompañaba a las sugestiones, el hambriento se
habria podido creer en medio de una subasta bastante surrealista. Gino, por su
parte, no podia contener la satisfacción que le procuraba el giro que tomaba la
situación.
—Hagamos una cosa—intervino él al fin, levantando ambas manos, en el
gesto de quién trata de ponerle fin a una discusión, confrontación, que yá le ha
divertido lo suficiente—y lo que será lo más justo y equitable que podriamos
hacer en la ocasión.
A sus palabras se hizo un silencio total en el set, esperando todos con
ansiosa expectativa oir cuál sería la solución que iba a proponer; el hambriento
no menos que el resto de los presentes.
—Considerando que lo que nos importa realmente no es tanto la edad de la
mujer—quiero decir la de la anciana—sino que su apariencia fisica, todo lo que le
diré, Don Perico, es que ella deberá tener la apariencia verdadera de una anciana,
ella deberá parecer una anciana asi no pase su edad de los cincuenta.
—Es decir...—balbuceó el hambriento, pues no habia comprendido bien la
indicación que le habia dado el animador.
—¡Que se vea vieja, hombre! ¡que se vea anciana!--le gritó un chusco,
desde la última fila de asientos.
—¡Que se vea toda arrugada; así de arrugada!—intervino otro cómico, en
la segunda, entrecerrando los ojos como si fuera él miope y apretándose las
mejillas con las palmas de las manos; lo cual le dió, hay que decirlo, un cierto
aire de anciano.
—Pero que sea colorina de todas formas—observó una voz calma, la voz
de la cordura en medio de la platea—es decir que tenga ella el pelo rojo.
—Pero—observó el hambriento, que habia estado escuchando todo lo
anterior con un aire pensativo; quizá el único entre los centenares de personas
presentes que reflexionaba seriamente sobre el asunto: ¿adónde voy a hallar yó
una anciana pelirroja; y a esta hora más encima...?
Esta preguna inocente provocó otro estallido de hilaridad en el estudio;
otra carcajada generalizada. Definitivamente, esta parte de la emisión se estaba
mostrando una vez más a la altura de su fama dentro de la audiencia televisiva. Y
las constantes interrupciones del público, sus chascarros, no constituían de
manera alguna un inconveniente o irritante para el programa a seguir, sino que
muy por el contrario era lo que le daba su sabor tan particular al espectáculo, era
lo que pensaban sus productores. Aún más, añadíase en esta oportunidad un
elemento nuevo, con el que no en todas las ocasiones se podia contar: el que el
concursante de la noche no tuviera idea de la situación en que se habia metido. O
tal vez era sólo que él estaba jugando su propio show, presentando su propio
espectáculo--el del despistado que vá a dar alli por distracción, casi por
sonambulismo. Y si ése habia sido el caso, podria haberlo estado haciendo
mejor, al punto que a más de alguien podria hacerle hecho evocar, su brillante
actuación, algunas de las escenas selectas de los clásicos de humoristas del
absurdo tales como Jerry Lewis, Peter Sellers, o aún de los Tres Chiflados.
—Ahh, ése es su problema—le hizo Gino un gesto, con el que le indicó
que él se lavaba las manos al respecto—Después de todo--agregó--el esfuerzo
será bastante bien recompensado, si usted lo concluye exitosamente.
—¡Y que no sea teñida ni que tenga peluca!—gritó un chusco, otra vez en
la última hilera de asientos, al parecer uno que yá habia intervenido varias veces.
—Ah, nó, nó—se alzó un coro de protestas en el resto de la audiencia.
Algunos se volvieron hacia el que habia hablado y le expresaron vivamente su
desacuerdo.
Gino siguió con atención esta nueva discusión pública en medio de la
asistencia, haciendo gran alarde de estar oyendo las opiniones que brotaban
desde todos confines. Al fin, cuando tuvo él su veredicto final, volvió a alzar las
manos:
—El consenso parece ser aquí que no iremos a indagar de más cerca, si
la anciana que nos traerá don Perico tiene una melena roja natural; o si anda ella
con un pelo teñido o con una peluca colorina. Baste que nos traiga a esa anciana
de cabellos rojo; que se le pueda ver, que la veamos todos con una melena
colorina, y no nos ocuparemos del resto. De dónde sacó ella ese pelo rojo, su
origen, su consistencia, es algo no nos interesa. ¿Está claro?
Esta última pregunta habia ido obviamente dirigida al más interesado,
de todos alli, en el asunto. Pero como el hambriento se haya quedado todavia
parado, impávido, mirándoles a todos, a Gino y a los demás, Gino le preguntó:
—¿Hay algo todavia que no esté claro?
—Nó—le respondió distraídamente el hambriento, señalando hacia algún
lugar impreciso, con el índice, en la audiencia, en el tono de quién viene de ser
sacado súbitamente de un estado de profunda concentración mental, o que es
arrebatado a una ocupación más importante—yo estaba solamente mirando si
habia una anciana pelirroja aquí en la platea.
Las risas que esta salida provocó frisaron en muchos casos la histeria.
Hubo gente alli a la que le llegaron a saltar las lágrimas de los ojos, les rodaron
ellas por las mejillas y la cara se les puso roja, al punto que parecía que les iba a
dar un ataque de apoplejía.
Finalmente, el respetable público saludó con sonoros aplausos y vivas el
mutis del concursante, gratificándole de esta manera por el momento de gran
diversion que les habia brindido él. Y hasta quizá en esa platea nadie se llegó a
dar cuenta de que su aflicción y su bochorno era auténticos y no una comedia
que habia ido a jugar alli para provocar risas o para dárselas de humorista.
* * *
—Una anciana pelirroja....una anciana pelirroja...¿y en dónde diablos
encuentro yó una anciana pelirroja?
Se preguntaba con ansias, momentos más tarde, mientras deambulaba
por las calles vacías y solitarias del centro.
—Y a esta hora....
—¡Oiga, caballero!
Con un enorme sobresalto sintió que una mano le tocaba sutilmente del
brazo y que una voz susurrante se dirigia a él en tales términos; como si quien
ahora lo estaba abordando de esa callada manera temiera justamente producir
ese resultado y como si además no quisiera ser oido de terceros, aún en esas
calles vacias.
“Oh, nó—pensó aterrado, su imaginación poblada de los más sombrios
presentimientos—justamente lo que estaba faltando. Ahora me van a cogotear,
para terminar la velada en forma”. De todas formas se volvió, presto a encarar
estoicamente lo que su destino le tuviese preparado.
—Caballero--repitió todavia el hombre que le habia tocado del brazo, con la
misma voz susurrante, al darse vuelta él y encararle. Se trataba en verdad de un
hombrecito de aspecto humilde, el que le observaba con algo de ansiedad y
timidez. Dificilmente alguien que intentara asaltarlo, era evidente. Eso le trajo algo
de confort en la situación, nó porque en una eventualidad asi le hubieran podido
robar los centavos que yá no tenia, sino que porque, la última cosa que él habría
querido hallar en esa situación era a un asaltante armado, frustrado y amargado,
por haber salido al paso de alguien sin un cinco para quitarle.
Como él lo mirara al hombrecillo sin decir palabra, éste se animó al fin:
—Caballero, yo sé en donde puede encontrar usted a su anciana pelirroja.
Curiosamente, la primera idea que le vino a la cabeza, al oír esto, fué la de
preguntarse cómo era posible que hayan dejado entrar a un individuo tan
desastrado y tan patibulario a ese estudio tan elegante de televisión; un sitio, mal
que mal, habituado a la gente en tweed y casimir inglés. Cómo era posible que no
habian detenido en la puerta de entrada a alguien tan mal vestido como el tipo
que ahora le dirigia la palabra. Por un breve instante lo miró hasta con desprecio,
casi con asco. Pero rápidamente su mente asimiló lo que el otro le estaba
diciendo y su naciente asco se transformó bruscamente en curiosidad.
—¿Estaba usted también en el programa?—le preguntó ahora, en un tono
familiar, casi cómplice, el que le sonó de todas formas hipócrita a sus propios
oidos, pues se habia retenido apenas antes de preguntarle cómo era que se las
habia arreglado para poder entrar al local sin que lo sacaran a empujones..
—Sí, sí—replicó el hombrecillo, pero esta vez en un tono apresurado, el
que indicaba que no era de eso que queria hablar, que no queria explayarse en el
tema. Una vez disipada la alarma, el hambriento se sintió, súbitamente, como si
viviendo una experiencia surrealista, un sueño oscuro y enigmático; como si en
éste se viera él en un callejón oscuro y solitario, en una dimensión a la que sólo
su imaginación afiebrada, azuzada por el hambre, la fatiga, podia alcanzar y alli,
en flotando en medio de vahos fantasmales se viera negociando con un truhán
contrabandista la compra de un articulo de primera necesidad del cual no tenia la
menor idea lo que podia ser, pero que de todas formas necesitaba con urgencia--
lo que yó queria decirle a usted--agregó el recién llegado--que se vé tan inquieto,
porque teme que no vá a poder encontrar su anciana pelirroja, es que yó le puedo
obtener una.
—¿Cómo....?—por un momento creyó que no habia oído bien.
—Muy fácil—respondió el hombrecillo, hasta pavoneándose—mi suegra.
—¿Su suegra....?
—Claro—el sujeto se sentia, de momento a momento, más confortable en la
conversación—la vieja yá debe tener como ochenta años. Claro que ella dice que
está sólo en la sesentena—hizo una pausa—¡Como si alguien se lo fuera a creer,
cuando todavia guarda los cuadernos con los que iba a la escuela, con las
dedicatorias de amor que le escribia Matusalem!
—Y...—el hambriento no hallaba en verdad qué replicar o comentar a todo
esto. Apenas una media hora antes no habría imaginado que se iba a hallar en
una situacíón asi de insólita, discutiendo con un hombrecillo mal arreglado, en
medio de una calle vacia, en una fria noche invernal, si la suegra de éste último
era lo suficientemente vieja como para ir a mostrarla en la televisión.
—Y...usted piensa que ella podria estar de acuerdo—dijo lo primero que se
le vino a la cabeza.
El hombrecito se encogió simplemente de hombros.
—Ella no tiene alternativa. Soy yó el hombre de la casa allí, el que las dá
comer a todos, a ella y a su preciosa hijita.
El hambriento se encogió también de hombros, como única respuesta
posible a esta honesta razón. Después de todo, la situación de esa suegra era la
misma que la suya propia y el pasar por una vergüenza como ésa le podia
significar también a ella el tener algo que llevarse a la boca en los próximos dias.
Porque podia yá adivinar que este sujeto no le iba a hacer un servicio de la suerte
sólo por ganarse su buena voluntad.
—Pero nos vamos miti--miti en esto—puntualizó el hombrecito, casi con
dureza, como si hubiera estado leyendo sus pensamientos—cincuenta mil para
usted y cincuenta mil para mí.
—Me parece bien—respondió él simplemente, rascándose la cabeza—pero
primero debemos asegurarnos de que vamos a cumplir las condiciones.
—Por supuesto—replicó el hombrecillo—vamos entonces de inmediato a
mi casa a buscarla y la traemos en un santiámen a la estación.
Lo cogió entonces bruscamente del brazo a él, el sujeto, y yá parecía
dispuesto a saltar y salir corriendo en alguna dirección imprecisa, por lo que el
hambriento creyó bueno volver a insistir sobre la médula del asunto:
—Un momento. Usted oyó bien de lo que se trata ¿nó? Es una anciana
pelirroja lo que debemos traer....o de otra manera no habrá premio.
El otro no hizo más que encogerse de hombros.
—No se preocupe, patrón, que en todo eso yá he pensado. Lo tengo todo
planeado. Usted oyó lo que dijo el Gino; que no importa si es una vieja con
peluca o si es con el pelo teñido.
“Patrón” le decia ahora, cuando apenas hacia un par de minutos atrás lo
habia tratado de “Caballero”--pensó, con algo de recelo. Si la empresa iba a
terminar bien para ambos, lo mejor era que acabaran lo antes posible pues si la
actual tendencia se mantenia, y si demoraban un tanto más de lo conveniente en
el trabajo, arriesgaba a que la familiaridad impertinente del otro se hubiera
acrecentado para entonces al punto de que no dudase en tratarlo de Compadre o
aún que se atreviese a tutearle, como lo habria hecho con alguien que habia
conocido desde la infancia.
—Mi mujer fué bataclana en sus años más jóvenes—explicaba ahora el
hombrecillo, sin percatarse de las ideas hostiles que cruzaban su mente—ella era
una de esas artistas de cabaret que andan llenas de plumas en la cabeza y que
bailan y muestran las piernas y todas esas cosas, usted sabe. Claro que entonces
ella tenia algo que mostrar, porque lo que es ahora, ¡Tsss!...Y todavia las guarda,
sus pelucas, la tonta, como si le vinieran. Y una de esas pelucas es la que le
vamos a poner a la vieja de su madre, pues las tiene de todos colores.
—Una peluca roja, obviamente—recalcó el hambriento, para estar bien
seguro de que toda la molestia que se iban a dar no sería en vano.
El hombrecito miró entonces en todas direcciones, en la calle vacia,
evidentemente en busca de algo.
—No hay ningún taxi por estos lados—le comunicó el obvio resultado
de la inspección visual--mejor vamos hasta la Costanera. Allá hay siempre más
trafico, aún en una noche como ésta.
El hambriento no tuvo nada que replicar a esto y partieron caminando
entonces en la dirección de la vía más importante en las proximidades.
—Como hay que hacer las cosas rápidamente para no perder tiempo—le
explicó el hombrecito en el camino--vamos a tener que irnos en taxi, de aquí a mi
casa y de allá a la estación. Porque si esperamos el bus o nos vamos a pié nos
tomaría una media hora sólo en llegar a la casa.
“De acuerdo--aprobó el hambriento en silencio--mientras sea usted el
que lo vá a pagar; porque lo que soy yó...”
Cinco minutos más tarde, yá en la Costanera, el hombrecillo hacía
parar un taxi y le invitaba a subir al tiempo que le preguntaba, o más bien hacia la
afirmación, sólo para que el la confirmara:
—Usted tiene plata para pagar la carrera...
El interpelado se tanteó entonces aparatosamente en los bolsillos del
pantalón, con las manos, como si no hubiera sabido lo vacios que estaban.
—Ah, qué lata. Se me quedó la billetera en la casa....
El hombrecito se quedó parado, paralizado en su gesto, con la puerta
del auto en la mano, y por un momento lo escrutó con gran desconfianza. Pero se
recuperó rápidamente, sin duda alguna al acordarse de la inmensa fortuna que
iba a dejar escapar entre los dedos si empezaba a disputarse ahora con su nuevo
socio en negocios.
—Está bien—dijo al fin—yó pago ahora el taxi, pero después sacamos las
cuentas y sacamos la diferencia de la plata del premio.
“Ningún problema”, respondió él en silencio. Si se llegaban a ganar el
premio lo más probable era de que se iba a olvidar, el sujeto éste, de lo que le
habia costado el taxi. Y si nó, bueno...
Contrariamente a lo que habia esperado, la carrera del taxi no los llevó
muy lejos, lo cual fué evidente del momento en que el otro le dió su dirección al
conductor. Apenas a diez cuadras de allí, también en el centro de la ciudad, pero
un barrio más bien venido a menos, pasado por alto de los remodeladores
urbanos municipales y por las empresas más prósperas de la ciudad. Poblado
sobre todo de edificios viejos y mal tenidos, cruzado en todas direcciones de un
sinnúmero de callejuelas estrechas y sombrias; una especie de getto en el que se
apiñaban pensiones y hoteles baratos y locales comerciales en los que penaban
las ánimas y que ni siquiera se sabia si seguian aún abiertos.
El auto se detuvo frente a un edificio tipico del barrio y el hombrecillo
fué el primero en descender, lo que hizo con un saltito ágil. Cuando el taxista le
indicó el valor de la carrera, él sacó aparatosamente el dinero del bolsillo de su
chaqueta a la vez que repetia la cifra en voz alta, un par de veces, seguramente
para que su socio de ocasión no la olvidara al momento de repartirse ambos la
fortuna. Se fué entonces directamente hacia el edificio más próximo, uno que en
nada se distinguia del resto, sus vecinos, a los cuales se hallaba encolado
directamente, sin transición. Pero en vez de entrar a él por una de las puertas
habituales, de batientes en madera, fué hasta una entrada disimulada a la vista en
una depresión del muro cavada en la parte frontal del edificio en bloques de
piedra. Habia alli una reja de fierro,. Entraron al edificio. Pero en vez de hallarse
entonces al interior de una sala, galpón, corredor, se vió el hambriento parado en
medio de un patio interior empedrado. Esto debió haber sido otra cosa que una
vivienda para humanos en el pasado, concluyó, tal vez un establo o una lecheria.
O quizá una caballeriza; hasta le pareció oir un relincho o un mugido fantasmal
en medio de la oscuridad, dejado escapar sin duda por la sombra de uno de los
los incontables animales que habían morado en el lugar. En tanto, el hombrecillo
parecia estar, por su parte, demasiado apurado como para andar explicándole a
él la historia del lugar, pues se dirigió de inmediato hacia una puerta que habia en
uno de los muros, a un costado del patio. El patio mismo aparecia a los ojos del
visitante rodeado de muros, quiza las divisiones con las propiedades vecinas, o
tan sólo las paredes de habitaciones contiguas a él, todo eso era dificil de saberlo
en medio de esa oscuridad densa, casi total, la que parecia pegársele a la piel.
El hombrecito llegó hasta una puerta de madera, la que golpeó con los
nudillos, a la vez que decia en voz alta, hacia adentro:
---Soy yó, Marga--Marga, y vengo con un amigo.
Esto le dió mala espina al hambriento, sin que supiera por qué. Tal vez
porque parecia ser ésa una consigna secreta; o tal vez se trataba simplemente de
una advertencia que le daba el otro a la mujer, para que no comenzara ella a
hacerle una escena apenas lo sintiera llegar; por el bien de la imagen pública de
la pareja por asi decir. En todo caso, no fué para que le abrieran esta puerta que
él sujeto habia golpeado en ella pues, luego de golpear, él mismo la cogió de una
empuñadura que habia a su media altura y la abrió.
Se encontraron entonces ambos al interior de una habitacion a tono con el
aspecto del resto del vecindario. Habia alli una pobreza ordinaria, banal, la que se
veia acrecentada aún más en la atmósfera sórdida que impregnaba todo el lugar,
al punto que no se veia en ninguno de los rincones de aquella pieza el menor
vestigio de que sus ocupantes hayan tratado de hacer de la morada un sitio más
acogedor, menos feo o inhóspito, que lo que debió haber sido en un comienzo:
una caballeriza o un establo. Hasta le pareció a él que en cualquier momento iba a
ver aparecer una vaca, viniendo desde la habitación contigua a aquella en la que
se encontraron ahora, a través del vano de puerta sin puerta que unias las dos, el
que no estaba cubierto más que por una cortina grisácea, la que retraia a los ojos
la visión, seguramente aún más deprimente, del medio interior. Nada de flores,
de manteles de hule de vivos colores, de estatuillas de yeso; ningún indicio de
todas esos adornos baratos que se pueden comprar en los mercados persas, los
aderezos simples con los que los pobres convierten sus moradas en algo más o
menos acogedor, al fin y al cabo.
Apenas habian entrado a la pieza primera, una voz de mujer se dejó oir,
irritada y sin traza alguna de hospitalidad:
—¿Y en que te habiai demorado tanto, saco de peras?
Sin detenerse en su marcha apresurada hacia el otro cuarto, de donde
provenia la voz de la mujer, el hombrecito se volvió por un momento hacia su
acompañante de ocasión, al que le hizo un breve gesto con la mano, con el que le
instaba a quedarse alli, a esperar en esa antesala. Y sobre la misma, por una
razón que el hambriento no pudo atrapar por el momento, le hizo un signo con el
indice sobre sus propios labios, con el que en toda apariencia le instruia de
guardar silencio. Pasó entonces hacia la otra pieza, apartando la cortina:
—En donde andabai, inútil—la voz irritada de la mujer le llegó otra vez
desde la pieza adyacente. Esto no se anunciaba bien. Adivinó que lo que debia
venir a continuación era algún tipo de discusión, negociación o disputa. Pero
curiosamente, todo lo que oyó entonces proveniente de aquella pieza fué un
silencio total, lo que le hizo suponer que el sujeto estaria ahora explicándole la
situación a la mujer, en voz muy baja, como si se tratara de un secreto que nadie
debia llegar a saber. Luego, por un lapso de un par minutos, se oyó un cuchicheo
intenso, casi un hormigueo, y después otra vez la calma, el silencio. Como nada
tenia el visitante como para sacar conclusiones, dedujo que quizá yá le habia
sido todo explicado a la mujer y que ella se habia resignado a ser parte de la
aventura o que al menos la aprobaria. Dedujo él que el hombrecito y su consorte
estarian discutiendo ahora seriamente acerca del asunto. Y no se equivocaba en
esto, al menos en lo concerniente al intercambio de ideas, pues súbitamente, sin
aviso, oyó alta la voz de Marga--Marga, ahora una más airada que la vez anterior,
como si en ese intercambio hubiera salido a colación algo desagradable
inaceptable para ella.
—¿Y qué es lo que queris hacer con mi mamá, animal...?
Esta vez sí pudo al fin oir la voz del hombre, aunque no pudo distinguir qué
era lo que él estaba diciendo; pero por su tono le pareció obvio que estaba
tratando de aplacar a la mujer. El hambriento tuvo la impresión de que estas
escenas eran cosas regular en esa morada, tal vez cosa de cada dia, lo que por
otro lado le dió la tranquilizadora idea de que el hombre no podia ser algún tipo
de estafador o ladrón, si lo primero que hacía era el llevar a su domicilio a sus
supuestas victimas de ocasión. Después de otro largo silencio, durante el cual se
devanó los sesos tratando de deducir qué podia estar pasando del otro lado de la
sucia cortina, se oyó nuevamente la voz del hombrecito:
—¿No tenis unas pinzas por alli? Tal vez quedaria más presentable si le
arrancamos unos pocos bigotes...
Al fin se explicaban, al parecer, esas largas pausas silenciosas y la
ausencia de los ruidos sonidos que acompañan el arribo cotidiano del hombre
de la casa al hogar: el individuo habia hecho irrupción en el cuarto y habia ido
directamente a inspeccionar a su suegra, a estudiarla, a examinarla, imaginarla yá
ante las cámaras de la televisión. Pero todo ese cuidado no habia sido de utilidad
alguna, al fin y al cabo, pues lo que se oyó luego de su comentario fué un plato
que se estrellaba con estrépito contra algo, tal vez un muro. Fué ahora evidente,
para el visitante, que la diligencia llegaba a un punto muerto. Luego del plato que
se hacia trizas contra la pared, se volvió a oir la voz de la mujer, iracunda. Pero en
vez de lanzarle ella, ahora, un insulto aislado a su consorte, como fué antes el
caso, lo que hizó fué el abrir vastas las compuertas de su indignación. Se puso
entonces a escupirle juramentos y obcenidades, lo que permitia suponer que el
plato que se habia yá estrellado no seria el último. Era evidente que el comentario
del hombre habia logrado sacarla de sus casillas y con ello acabado con toda
posibilidad de una resolución feliz de la aventura.
El hambriento concluyó asi de que era mejor olvidarse del hombrecito y
de su conflictivo hogar, los que sólo podrian provocarle más problemas aún de
los que yá tenia, con su pobreza y su hambre....eso, su hambre Ahora se daba
cuenta que hasta se habia olvidado de su hambre con toda esta agitación y estas
carreras que no llevaban a parte alguna. Diciéndole entonces Adios a este lugar
ingrato, retrocedió sobre sus pasos y abrió con suavidad la puerta—para no ser
oido por la pareja, asi pareciera una precaución un tanto superflua en medio de
esa disputa--dispuesto a dejar atrás esa triste morada. Pero no iba a despedirse
de ella tan fácilmente como pensaba. Yá emprendia sus primeros pasos en el
patio empedrado, en dirección de la reja de fierro, cuando oyó que, en medio de
sus insultos e injurias, la mujer le decia algo al hombrecito que le hizo a él dar un
salto, pues algo que de alguna manera le concernia:
--¡Y apuesto que otra vez llegai a la casa sin un cinco, flojo infeliz; o tal vez
te lo tomaste todo o te lo gastaste en putas!
—Oh, nó—murmuró entre dientes el hambriento ahora, contrariado, pues
adivinaba perfectamente lo que vendria a continuación. Y no se equivocaba en su
premonición. Peor aún: otras puertas hasta ahora invisibles se abrieron en los
muros que daban al patio y de alli asomaron sus cabezas al exterior otros
moradores del lugar. Otros individuos de aspecto tan miserable como el de su ex-
socio. Las luces macilentas provenientes del interior de esas habitaciones les
daban a ellos un aspecto aún más lúgubre, al pegarles en las espaldas y destacar
sus siluetas oscuras, privándole asi de una identidad que debia ser la suya: el
aire de sombras fantasmales,de muertos vivos, zombies escapados de sus
sepulturas. Pero aún asi, a pesar de esta similitud suya con lo cadavérico y lo
inanimado, aparecian esas sombras, ante sus ojos, tan llenas de peligros y de
amenazas como podia aparecerle lo más fisico, lo tangible.
Apenas un momento más tarde, oyó la exclamación del hombrecito, la que
habia estado temiendo y esperando; esta vez no podria decir si furioso o si
alarmado, pero de todas formas reaccionando el tipo como si recién se hubiera
percatado de una estafa de la que habia sido objeto.
—¡La plata del taxi!
Algo le dijo entonces, al hambriento, que lo mejor era que se olvidara de las
formalidades y le pusiera alas a sus pies, pues el retardarse en ese paraje, el que
de un momento a otro se habia puesto asi de hostil, sólo le iba a causar
problemas. Y en eso no se equivocaba. Adivinando, por el rumor del interior de la
vivienda, que el otro se habia precipitado a la pieza exterior en procura suya—con
toda seguridad para cobrarle la carrera de taxi, ahora que el proyecto suyo se
habia venido al suelo—se apresuró cada vez más en su itinerario hacia la puerta
de fierro. Pero una visión aún más amenazante le hizo convertir esta semicarrera
en franca cabalgata. Los otros habitantes del edificio habian salido yá
completamente al patio, aquellos que eran visibles al menos, para indigar de qué
se trataba todo revuelo, y parecian a este punto haber sacado sus propias
conclusiones sobre lo que habia estado ocurriendo en esa morada. Pues ellos lo
miraban ahora con gran hostilidad. Comenzaron entonces a aproximársele;
amenazantes, apurando su marcha hacia él y hacia la puerta de fierro, algunos
con los puños cerrados o, adivinó él en las siluetas, con algún objeto en las
manos con el que no se disponian a hacer caricias, eso estaba claro. Para peor
de males, en ese momento apareció el hombrecito en la puerta de su propia
morada y al verle alli, desertando de sus deberes—a su parecer—dió un grito que
no dejó lugar a dudas acerca de lo que el hambriento debia hacer a continuación:
—¡Al ladrón!
No necesitaba más para que le crecieran alli mismo alas en los piés, como si
se hubiera convertido de repente en un Mercurio de pacotilla--aunque tal vez la
imagen no es inexacta después de todo, siendo éste el dios de comerciantes y
ladrones. Se largó a correr entonces, el hambriento, a todo lo que le daban las
piernas, salvando la salida del edificio casi en los aires y dándose al pasar un
golpe de torso contra el muro lateral--pero bendiciendo a la vez en su fuero
interior la circunstancia de que esa puerta de fierro no fuera mantenida con llave
por los miserables.
Corrió entonces, transportado más que nada en su pavor, olvidándose otra
vez de su hambre; salvó las distancias casi en los aires, en esas calles vacias y
sombrias, con una ralea de pobres infelices andrajosos a sus talones, los que no
le iban a hacer favores si le llegaban a poner las manos encima. Porque si tal
cosa llegaba a ocurrir, lo más probable era que lo iban a masacrar a golpes y
luego iban a ir a tirar su cuerpo a las aguas de rio M..., cuyo curso oscuro y
turbulento corria apenas a algunas cuadras de alli.
Curiosamente, como si hubiera sido eso precisamente lo que queria que
hicieran con él, para allá fué que dirigió su carrera desesperada, hacia el rio. Tal
vez lo hizo a causa de la Costanera, que se extendia al costado del lecho de
aguas, por la que habia por lo general una cantidad decente de tráfico y con ello
una mayor posibilidad de ser auxiliado en su angustioso predicamento por algún
ciudadano honesto. O quizá arrancó en esa dirección porque allá habian espacios
abiertos y también posibilidades menores de que sus perseguidores lo fueran a
acorralar en una ratonera, en un callejón sin salida, como bien podia ser el caso
en esta barriada miserable.
Aunque en su carrera no volvió una sola vez la vista atrás, pudo darse
cuenta que no le perdian pisada, asi fuera aún a una respetable distancia, pues
los gritos y los insultos le llegaban nitidos, en medio de la noche glacial. Podia
oir aún al hombrecito, el que con voz chillona, fuera él de aliento, iba relatando a
los demás en la murga su propia versión de los sucesos. Les decia él que, al
regresar a su hogar esta noche, habia sorprendido a ese tipo tratando de entrar
subrepticiamente a su vivienda, con el fin ostensible—deducia—de robarle sus
valores y de violar a su mujercita adorada. Estaba claro de todas formas que la
chusma aquella no le iba a dar la ocasión de presentar su propia versión de los
hechos, asi que ni siquiera valia la pena que diera ahora vuelta la cabeza para
darles a ella, asi fuera a la carrera, a la distancia, su propia deposición. En todo
caso, aún en medio de su aflicción, aún en la ausencia del auxilio de otros—la
Costanera se hallaba ahora tan vacia como lo estaba el centro—no podia dejar de
advertir en un par de factores que hasta aquí al menos jugaban en su favor en esa
fuga desenfrenada para escapar de una muerte estúpida. Primero, como no
debian hallarse, esos infelices, mucho mejor alimentados que él mismo, la carrera
estaba jugando tanto a su favor como en su contra; pues yá podia oir, yá podia
sentirles sin aliento, jadeantes, como que en cualquier momento iban todos a
dejar las cosas alli e iban a volver a sus sucios tugurios, a reparar sus fisicos
desnutridos, a componer sus huesos fragilizados por el hambre. Y seria sólo la
convicción, o más bien la esperanza, de que su presa se hallaria en peores
condiciónes fisica que ellos mismos lo que seguramente los mantenia en la
carrera,. La otra cosa positiva era de que, en el caso improbable de llegar a
asomar por esos lados un furgón de la policia, lo más probable era de que de
inmediato los perseguidores se convirtieran ellos mismos en fugitivos, pues no
habria forma de que iban a poder convencer a los agentes del orden de que no
estaban en realidad tratando de asaltar a un ciudadano y que no era asi el suyo
un acto de delincuencia sino que de justicia. Pero en un momento dado, tan
alentadores pensamientos fueron interrumpidos por un violento golpe que recibió
en los lomos.
--¡Auch!
Le estaban tirando con algo. Un ruido como de cascos de caballos sobre el
pavimento a su alrededor le hizo darse cuenta de lo que pasaba. ¡Le estaban
tirando piedras! ¿Y de dónde habian sacado piedras estos miserables? Pero no
era el momento éste para ponerse a averiguar ni para acosarles a preguntas para
que se lo revelaran. Uno de esos camotes sobre la mollera--pensó, tal vez con
buena razón--y seria hombre muerto. A ese punto su carrera desenfrenada le
habia llevado hasta la Costanera misma y, como ella le habia venido a cortar su
ruta de escape, no le quedó más que seguir bordeando las aguas. No sabia cuál
era la distancia que conservaba aún de sus verdugos potenciales, pero si bien
ella era suficientemente grande como para que apenas oyera sus voces jadeantes
en medio de la noche, no era suficiente, por otro lado, como para...
—¡Auch!
Otro camotazo, éste en el muslo, mejor dicho en la parte inferior de la
nalga, vino a ilustrar la última reflexión suya. Habria corrido yá, estimaba, unas
diez cuadras, tal vez un par de kilometros, y no veia cómo sus perseguidores
podian seguir todavia a sus talones. O tal vez era mucho menos que eso y sólo
era su pavor, o su estado de semi-inconsciencia hambrienta—y el que le habia
hecho acceder a una dimensión surreal, como le sucede a un yogi, alli donde
todo ocurre de manera diferente, el tiempo se detiene, o se estira, o se acorta—el
que le hacia percibir la realidad de esa manera. Tal vez, después de todo, no
habia corrido en realidad más que tres o cuatro cuadras, mientras le parecia
haber corrido toda una eternidad. Le parecia que esa carrera suya se habia
iniciado el dia mismo en que nació, le parecia que habia venido al mundo yá a la
carrera, corriendo como desaforado, que yá habia estado precalentando para esa
carrera en el vientre mismo de su madre. O tal vez nó, tal vez no era aquello más
que el espejismo que desplegaba ante su mente su imaginación desbocada,
alimentada en el hambre de sus tripas. Pero el hecho real era que todavia seguia
corriendo y que todavia seguia también aquella murga a sus talones, sin querer
cejar en su empeño asesino.
Estaba yá por abandonar la lucha y rendirse a su destino cruel, cuando se
percató que se habia hecho súbitamente la tranquilidad en torno suyo. Yá no oia
más a los guijarros golpeando el pavimento en sus vecindades, ni tampoco vino
el tercero de ellos a hacer una visita a sus costillas. También cesaron los ecos de
las voces de la ralea; sus voces remotas, jadeantes, cesaron como por arte de
magia. Tal vez habian caido todos muertos, habian muerto de hambre o de
infartos cardiacos, era todo lo que podia desearles por el momento. Cuando se
detuvo al fin, convencido yá de que nadie le seguia—de que todo cuanto le
acosaba ahora era el hambre y el frio cortante de la noche glacial, la mirada del
cielo despejado luego de la lluvia, se dejó caer flojamente, como si estuviera
muerto, como un muñeco abandonado. Dejó que sus músculos abandonaran el
esfuerzo. Se extendió asi sobre el pavimento, cuán largo era, sin importarle si
alguien lo veia en esa posición y lo llegaba a tomar por un muerto o por un
borracho caido en la inconsciencia.
Alli permaneció tirado, por un breve rato, recuperando fuerzas, indiferente al
frio de la noche invernal. Entonces le vino a la cabeza una idea que le llegó a
sobresaltar. ¿Es que estaba vivo realmente? ¿Es que verdaderamente habia él
salido vencedor en esa maratón contra la muerte? Porque si, después de todo,
aquellos maleantes le habian llegado a encajar un camotazo en la mollera, alli lo
habrian dejado tirado, tal como estaba ahora. Y lo que le habria quedado de
cerebro, de conciencia, igualmente estaria tratando de hacerle creer de que las
cosas habian ocurrido de otra manera para él, que se habia salvado, tal como
ahora lo creia. En todo caso, como fueran las cosas, muerto o vivo, agonizante o
rebosante de salud, todavia tenia hambre. La sensación de vacio en las tripas
volvia a martillarle el espiritu...
Curiosamente, pensó entonces, no habia llegado a oir la voz de la anciana
causante de todo esta historia. Tampoco habia prueba o manifestación alguna de
parte suya, la que le permitiera concluir que ella si existia en verdad y que
también estuvo también presente en la morada durante los hechos que habian
ocasionado su odisea nocturna. Todo esto le daba la impresión surrealista de que
toda la disputa, toda la agitación, las carreras, los malentendidos, la ralea a sus
talones, no habia sido causado en verdad nada más que por una sombra, por una
anciana que no existia más que en las imaginaciones afiebradas de la pareja, del
hombrecillo aquél y de su Marga—Marga..
* * *
—Aló, Gino, ¿me escucha?
—Sí, cómo nó, Don Torcuato, se le oye bastante bien ¿Y dígame, hace
mucho frio alla afuera?--pero el animador no esperó la respuesta del otro lado de
la linea para continuar—Para aquellos televidentes que se integran sólo en estos
momentos a nuestra amplia audiencia televisiva, se trata en esta ocasión de uno
de nuestros equipos móviles, el que se ha desplazado para seguirle los pasos a
uno de nuestros concursantes. No es algo que acostumbremos hacer, ni algo que
volveremos a hacer de todas formas, pero dado el inmenso interés que ha
despertado en nuestro público presente la participación del competidor en
cuestión, Don Perico--un coro de vitores y aplausos se alzó en la asambla a estas
palabras--a lo que se han sumado las llamadas telefónicas de muchos de Uds.,
hemos decidido hacer una única excepción en este caso y es asi como hemos
enviado a Don Torcuato y a un grupo de sus compinches tras las trazas del
intrépido aventurero...
—Digales lo que él tiene que traer, Gino—interrumpió Torcuato.
—Ah, sí. Lo que Don Perico tiene que traernos a esta emisión, y para lo
cual tiene el tiempo máximo de...una hora y media, ¡es una anciana pelirroja!
Otro coro de risas en la audiencia celebró esta revelación, como si no
hubiera sido aquél un limón al que yá le habian exprimido todo el jugo.
—Pero cuéntenos ahora cómo es que se desenvuelve Don Perico en la
misión que le hemos dado, Torcuato. Ah, olvidaba, estimados televidentes:
hubiéramos deseado enviar todo un equipo con cámaras, pero nos percatamos
que asi iba a ser imposible el mantener el secreto de la operación a los ojos del
concursante, por lo cual nos conformamos al final con enviar sólo a nuestros
espias. Y confiando en la discreción y habilidad con la que mi fiel colaborador se
desenvuelve en este tipo de dificil misión, confio en que aún Don Perico no
abrigará la más minima sospecha de que está siendo seguido y espiado.
—De eso era que yo queria hablarle en primer lugar, Gino. Porque vea
usted: apenas habia salido a la calle el concursante, cuando fué abordado por un
hombrecito, con el que tuvo una breve conversación....
Y fué relatando entonces Torcuato, a toda la audiencia presente, y a
los miles de televidentes en la red, las alternativas de la aventura vivida por el
hambriento, de la cual el lector ha sido informado en todo detalle. Por supuesto
que fué incapaz de describir él lo que habia pasado al interior de la morada del
hombrecito pero eso sólo fué para mejor; pues el hecho de que describiera con
gran fidelidad la disposición cordial, hasta cómplice, con la que ambos habian
entrado al edificio, contrastando con la escena de apenas minutos más tarde,
cuando saliera el hambriento de alli volando en las alas de su pavor, con una
murga pisándole los talones, bastó para que estallara la audiencia presente en
una violenta carcajada y que a algunos hasta les brotaran las lágrimas y que se
aferraran con fuerza el vientre, como si éste se les fuera a escapar. Tuvo que
hacer una pausa de varios minutos el animador, para que la gente se calmara y
recobrara su compostura. Pero al calmarse todos, al continuar Torcuato con la
narración de los hechos, otra vez soltaron todos la carcajada al ir describiendo él,
como mejor no hubiera hecho un relator del fútbol, la desenfrenada carrera del
fugitivo y de la jauria hacia la Costanera, incluyendo los piedrazos que la caian a
éste de todos lados y la deserción final de la murga vengadora.
Definitivamente, concluyó Gino, habia sido una idea genial el enviar a un
grupo de espias a seguirle los pasos al concursante de la noche. Pero, suspiró
entonces, lástima grande: ésa era una broma que sólo servia una vez.
* * *
—¡Ey! ¿que pasa?
Alguien se habia puesto a tantearle el cuerpo. Habia cerrado los ojos por
unos momentos, tratando de sustraerse, al menos en su imaginación, de su
presente situación, su triste predicamento, del frio, del hambre que sentia,
mientras permanecia todavia tirado en la acera, confiado en que la ralea habia
vuelto a sus guaridas, cuando sintió que una mano ligera le palpaba sus ropas.
Abrió los ojos, mientras todo su cuerpo sufria un violento sobresalto, y se le
llenaba de terror el corazón ante la idea de que, en vez de haber desistido en la
persecución, los miserables la hayan seguido los pasos--y lo hayan finalmente
atrapado.
—¡Oh, perdón señor! ¿Es que se siente bien?
Un hombre se inclinaba ahora sobre y él y le contemplaba con una
amable solicitud, como mejor no habria hecho un medico o enfermera con su
paciente predilecto. Era él que lo estaba asi tanteando.
—Oh, nó—se sentó de un salto brusco, y en el mismo impulso se puso
de pié—Nó, nó. No hay problema—se sacudió las ropas con esmero y tratando de
aparentar ante el recién llegado que todo estaba bien; que se habia tomado
simplemente la libertad de tenderse a descansar un momento en la acera. Pero
para su sorpresa, el hombre estaba bastante bien enterado de lo ocurrido:
—Que infelices, ¿nó?—agitó el puño hacia el vacio de la noche, en la
dirección de donde vino antes la ralea, lo que le indicó a su interlocutor que no
valia la pena que siguiera pretendiendo—yo los vi venir a todos y yá pensaba que
lo agarraban--ahora miró con aprehensión a su alrededor por alguna razón, y
luego indicó hacia una calle proxima que venia a dar a la Costanera--yo venia
caminado, de regreso a mi casa, cuando pude verlos a la distancia.
Luego de una breve pausa que se dió, tal vez para que el hambriento
pudiera gratificarse en la escena de si mismo arrancando de la turba, prosiguió el
recién llegado:
—Estaba a punto de ir corriendo a buscar a la policia, cuando vi que
habian dejado de seguirlo y que se volvian hacia sus casas...
Mientras hablaba, el hambriento habia dejado de escucharle pues,
además de no necesitar que eso le fuera revelado, él se preguntaba ahora con
qué objeto era que este sujeto se habia puesto a tantearle el cuerpo, las ropas. El
otro pareció inmediatamente darse cuenta de esto pues, adelantándose a la
lógica conclusión que el hambriento iba a sacar, se apresuró a explicar:
—Como lo vi tirado alli, sin moverse, pensé que le habian dado con una
piedra, que tal vez lo habian alcanzado después de todo con un camote, y que lo
habian dejado inconsciente; que estaba aturdido y que tal vez necesitaria ir a un
hospital. Por eso me acerqué a usted, para verlo si estaba bien.
El sujeto de veia tan solicito y tan sincero, que era dificil ahora para el
hambriento creer que hubiera tenido él otras razones para lo que habia hecho que
aquellas que ahora le daba. De todas formas, se encogió de hombros, no valia la
pena darle más vueltas al asunto. Se aprestó a despedirse del sujeto y yá
esbozaba un gesto de adios cuando hizo le detuvo con otro gesto:
—Espere un momento, amigo--hizo una pausa—Déjeme decirle algo. O
mejor dicho, déjeme hacerle una invitación.
Como el hambriento no respondiera nada a esto y sólo se quedara
mirándole, intrigado, agregó el hombre a manera de explicación:
—Mire, la verdad es que no me iba ahora directamente a mi casa—hizo
otra pausa como abochornado de la confesión que iba a hacer a continuación —
vea usted amigo, lo que pasa conmigo es que mi esposa no es muy buena
cocinera, por decir lo menos, y yó, bueno....a mi me gusta la buena cocina, la
buena mesa. Y por eso, como yo me lo puedo pagar, gracias a lo que dá como
beneficios mi local comercial en el centro, el que vengo justamente de cerrar—
indicó entonces, con un gesto vago de su mano, hacia el centro de la ciudad—
acostumbro pasar a comer a algún restaurante de las cercanias.
Como el hambriento no dijera nada a esto, siguió el hombre:
—A lo que quiero invitarlo a usted es a que venga conmigo. Lo invito a
comer en un restorante—adelantándose a una posible respuesta negativa de su
parte, la que yá se esbozaba, el hombre agitó vivamente la diestra—Nó, nó; no se
preocupe usted. Es una verdadera invitación la que le estoy haciendo, una de
hombre a hombre. Yo lo invito a usted a cenar conmigo y usted no me debe nada,
absolutamente nada. Es por gratificarle de alguna manera por el mal momento
que ha pasado, para que no vaya tal vez a perder la confianza en la clase humana.
Para que no olvide que de todo hay en la viña del Señor ¿nó?
A esto, el hambriento sólo se encogió de hombros. La solicitud del
tipo, su aspecto de pequeño burgués relativamente bien vestido y bien nutrido
parecia constituir el mejor aval a sus palabras. Y si él queria invitarlo a comer a
un restaurante, bien podria darse esa fantasia. Y fantasia que fuera ello, era de
todas formas algo más real y más tangible que la quimérica empresa en la que
ahora se hallaba él enfrascado, la búsqueda de aquella mitica anciana pelirroja.
Fué asi como le hizo un gesto silencioso al hombre, con el que le mostraba que le
aceptaba la invitación.
Partió entonces con el desconocido, de regreso hacia el centro, hacia
donde éste le conducia, presumiblemente hacia algún restaurante. Y el Gino se
podia ir al diablo con su vieja colorina, era lo que iba pensando en el camino.
Habian yá caminado un par de cuadras en silencio, cuando el otro le extendió
súbitamente su diestra:
—Ah, perdóneme, que no me habia presentado. Juan Carlos P..., es mi
gracia, comerciante en textiles.
El hambriento tendió la mano para corresponder al saludo, pero en ese
momento el otro la esquivó, para indicarle algo a pocos pasos de alli:
—Mire, alli hay un restaurant abierto. No es uno de los que acostumbro
frecuentar, pero qué le vamos a hacer. Es el que está más a la mano, asi que no
está de más el ensayarlo.
Y hacia allá dirigió directamente sus pasos, Juan Carlos P..., sin
ocuparse de verificar siquiera si su invitado de la ocasión le seguia los pasos. El
hambriento tuvo que apurar los suyos, para que se les viera entrar juntos al local
y no se le tomara—temió—por un mendigo que lo venia molestando, al
comerciante en textiles. En el breve camino hacia allá le pidió, mejor dicho, le
imploró, falto de aliento, que no mencionara a nadie en el local lo que recién
venia de pasarle a él, a lo que Juan Carlos sólo respondió con un gesto vago, el
que él tomó por uno de aprobación.
Entraron al local, el que era en verdad una cocineria tan sucia y tan
mal mantenida como aquél local en el que hacia pocas horas antes se sirviera un
café con la últimas monedas que le quedaran. La única diferencia era que este
local estaba vacio de clientes y, además, el tipo en el mesón parecia de mejor
humor que el primero, aunque se veia igualmente sucio y desarreglado.
Juan Carlos P... entró al local como si lo hubiera hecho a su propia
casa, dando un profundo suspiro de satisfacción. El se fué directamente al
mesón, haciendo un leve gesto de saludo al sujeto tras éste, a la vez que cogia de
él un menú. Ambos él y su invitado se sentaron alli, éste último guardando una
discreción propia de aquél que vá a recibir algo gratuito y por lo que no tendria
forma alguna de pagar, de todas maneras. El comerciante en textiles dió apenas
una mirada ligera al menú y lo dejó luego sobre el mesón, haciendo a la vez un
gesto amplio:
—Sirvanos el mejor par de chuletas de chancho que tenga, maestro, y
no se preocupe por lo que va a costar—a esto dió una mirada cómplice a su
compañero, como si compartieran un sabroso secreto—Y con eso, claro, traiga el
mejor vinito de la casa.
El mesonero se distrajo por un momento de su actual ocupación, el
cortar unas hojas de lechuga, para responder, mirándoles a ambos de reojo:
—No tengo chuletas de chanco. Pero me quedan algunos bistecs.
—¡Pues póngase con esos bistecs, maestro! ¡Y no se preocupe usted
por lo que valen, porque aquí con el amigo estamos celebrando un gran golpe de
fortuna que se viene de dar! ¡Y esas cosas hay que celebrarlas en grande!--a tal
punto iba llegando su efusividad a ese punto, que se paró en ese momento y se
fué en dirección de la puertecilla al interior del mesón, a la vez que le decia al
patrón—¿y dónde tiene usted de ese vinito? Mire que yá estamos listos para los
brindis.
Sin decir palabra a esto, y tal vez para evitar de tenerlo junto a si, de
su lado del mesón, el patrón extrajo, en un rápido movimiento, como un mago
habria sacado un conejo de un sombrero, una botella de vino y la puso sobre la
cubierta de aquél; con una cierta reciedad, sin que se supiera si de molestia por
la actitud de Juan Carlos P... o por su premura para responder a su pedido.
Volvió a su asiento, el comerciante textil y cogiendo la botella le dió a
ella un beso sonoro.
—¡Ahhh! ¡Viña Concha y Toro! ¡Ahh, nada mejor para comenzar con
una celebración como ésta! ¿Y dónde están esos vasitos, maestro?
En verdad, el dicho comerciante textil se habia puesto tan efusivo, yá
ante la sola vista del vino que el hambriento se llegó a preguntar cómo seria su
comportamiento una vez que hubiera echado al vientre un botella completa. Tal
vez hasta podria sacar provecho de esa exhuberancia—pensó—y comer a costa
suya hasta saciarse, hasta vaciar el refrigerador de esta cocineria.
Mientras hacian su primer brindis, con los vasos que acababa de
poner el patrón sobre el mesón, éste sacó de su refrigerador un par de bistecs,
los que exhibió a la vista de ambos comensales, como si se hubiera tratado de
patos que venia él mismo de cazar.
—¡Guuaauuu!—exclamó Juan Carlos P... de admiración, alzando su
vaso, bebiéndoselo de un envión, y el hambriento le imitó espontáneamente. El
cocinero aprestó un fuego en su hornilo y fué a sacar algo más del refrigerador
pero el comerciante lo detuvo en el acto, con otra exclamación—Ah, nada de
manteca, maestro. Nada de manteca. Esos bistecs los vamos a tener en aceite,
fritos en aceite—luego de un momento de pausa--Nada menos que lo mejor de lo
mejor para mi amigo aqui presente. Nada menos que un bistec frito en aceite es
lo que se merece alguien que se viene de dar un golpe de suerte como él se lo
acaba de darse hoy en dia.
El mesonero esbozó un gesto de contrariedad, pero de todas formas hizo
lo que el otro le indicaba. Luego de depositar el aceite y los bistecs en una
enorme sartén, se dispuso a preparar una ensalada, a la vez que Juan Carlos le
iba dictando los componentes que le debia poner:
—Una gran ensalada de tomates y cebolla, digna de un gran tipo como lo
es el amigo aqui. Y póngale pimentón, cilantro, hojitas de lechuga, orégano...
—Orégano no tengo.
—No importa. Póngale todo lo que tenga para las ensaladas. Lo que les
pone siempre.
—Tengo una lata de porotos en conserva y una de arvejas.
—Pues agrégelas al conjunto, que de este lugar no vamos a salir hasta no
habernos dado un banquetazo digno de reyes.
Pocos minutos después chisporroteaba alegremente el aceite en la
sartén, los bistecs se oscurecian, perdian el rojo y la sangre, y un aroma dulce,
embriagador, comenzaba a invadir las fosas nasales del hambriento; uno que
parecia yá olvidado para él y que casi lo lanza de espaldas. Su compañero en
tanto habia hecho yá varios brindis, siguiendo con regocijo las evoluciones del
patrón, preparando la ensalada, cortando la cebolla, el tomate, el pimentón, las
lechugas, pero él apenas habia tomado un sorbo de vino, pues temia el efecto
que tendria el brevaje sobre su estómago vacio, sobre todo en un momento
cuando se preparaba a todo un banquete.
En un momento dado, cuando era evidente de que tomaria sólo unos
minutos para que la cena estuviera lista, y estando yá la botella vacia, se paró
Juan Carlos de su asiento, estiró los miembros y le dijo al patrón, de manera lo
más casual posible:
—Creo que voy a vaciar las cañerias, para dejarle espacio suficiente a
todo lo que se viene a continuación. ¿Dónde está el baño, maestro?
El patrón le hizo un gesto rápido con el pulgar, siquiera sin distraerse
en su labor. El comerciante textil partió en la dirección indicada; pero antes de
hacerlo fué hasta donde estaba el patrón, a través del mesón, se inclinó por sobre
éste, y le hizo signo de que a su vez se inclinara hacia él, en la actitud de quien
quiere compartir un secreto, una confidencia. El otro le obedeció aunque con
cara de intrigado, y Juan Carlos le susurró entonces algo al oido. Partió luego
raudo al baño, no sin que antes el patrón le hubiera dado una mirada de reojo al
hambriento, como sorprendido o admirado de algo:
Alli quedó éste, solo, en el mesón, contemplando como el cocinero
preparaba la ensalada, sintiendo con urgencia que quizá debia decir algo, para
mantener el ambiente de exhuberancia y cordialidad que el comerciante textil
habia instaurado en el lugar, pero sin saber qué podia ser lo más adecuado, a
manera de comentario. Nada le venia a la cabeza, excepto el que el aroma de
aquellos bistecs friéndose en la sartén lo comenzaba a volver loco. Y más le
complicaba aún las cosas, por el lado de la sociabilización con el cocinero, el que
no tenia idea qué era lo que el otro le habia susurrado al oido antes de irse al
baño. Tal vez lo mejor era mantener la boca cerrada, después de todo, como
medida de precaución. Tal vez Juan Carlos le habia dicho simplemente la verdad,
al cocinero, de que se trataba de un pobre diablo muerto de hambre al que habia
recogido en la calle y al cual iba a darle de comer esta noche, sólo por hacer algo
por su prójimo, para irse esta noche a dormir sintiéndose bien, un alma caritativa,
un ángel de Dios. Perdido estaba en estas elucubraciones cuando al fin fué el
patrón quién rompió el silencio, ya fuese porque él mismo se sintiera incómodo
en esa atmosfera de total silencio o porque le naciera de manera espontánea el
hacer un comentario, para sazonar sus preparaciones:
—Fué un dia muy azarozo el que tuvo hoy, ¿nó?
—Sí, si....—musitó, hesitante, preguntándose por qué el empresario le
habia revelado al patrón algo que él mismo le habia advertido antes, no fuera a
decirle a nadie—Bueno—suspiró, filosófico—son cosas que pasan....
—Y cosas que traen muy grandes emociones, se comprende—agregó el
mesonero filosófico, comprensivo, en tanto cortaba una cebolla en cubitos —
Bueno, usted yá lo pasó y tal vez no le vuelva a ocurrir más, asi es que...
—Espero que no vuelva a ocurrirme más, eso es claro—interrumpió el
hambriento, de manera clara, enfática—porque ese tipo de emociones fuertes
sólo puedo pasarlas una vez. Porque si me pasa de nuevo algo asi....Ahhh!
—Ahh, nunca se sabe, amigo—respondió el mesonero, aún filosófico: se
detuvo entonces en lo que estaba haciendo y le indicó con un gesto de su mano
la ensalada que preparaba, a la vez que le preguntaba—Y digame, ¿cómo la
encuentra?
''Vaya que pregunta''—pensó a esto el hambriento. Por alguna razón le
era dificil entender que el cocinero le preguntara a él qué era lo que opinaba de la
ensalada. De todas formas respondió:
—La ensalada me parece bien, aunque la verdad es que la encuentro
un poco cargada a la cebollita.
—¡Por supuesto que está cargada a la cebolla!—replicó el mesonero,
como si haciendo hincapié en algo obvio y claro para todo el mundo—la estoy
preparando especialmente asi, pues fué su amigo quien me dijo que le pusiera
cebolla en abundancia. El dijo que a usted le encanta la cebolla en su ensalada de
tomates, que es loco por ella, y que le pusiera todo lo que tenia en la suya.
—¿El le dijo eso...?
Su extrañeza fué tanta y tan evidente, que el patrón no pudo dejar
de percatarse. El lo miró a su vez extrañado, como si la réplica del hambriento lo
hubiera sorprendido sobremanera. Por un momento un sombra de sospecha
apareció en sus pupilas, y el instinto de conservación del otro, agudizado al
máximo luego de su desesperada carrera en la Costanera, le advirtió que era
mejor conservar los piés de plomo, cuidar mucho lo que iba a hacer o decir. Su
experiencia pasada le habia enseñado sobre todo que, en el medio en donde se
habia metido, el menor traspié podia pagarse muy caro. Y lo peor era ahora, en
este caso, que este cocinero no tenia nada en común con la murga hambrienta
con la que habia tenido que competir para salver su pellejo hacia un rato atrás.
No solamente se veia él bien nutrido--seguramente se zampaba cada dia un par
de esos mismos bistecs que ahora estaba friendo—en muy buena forma fisica,
sino que además no eran puras piedras lo que iba a tener a sus disposición, en
caso de posibles desacuerdos o pendencias con alguno de sus clientes, sino que
cuchillos de carnicero bien afilados. De todas formas, sus mecanismos de alerta
y defensa, los del concursante de la tele, yá se habian echado a andar, y al breve
relajamiento anterior habia vuelto a reemplazar otra vez un estado de alerta y de
inseguridad bastante molesto, pero tal vez vital.
—Quiero decir—respondió al fin, sintiendo todavia la mirada inquisitiva
del patrón--...no tenia idea de que el fuera capaz de recordar algo asi.
El patrón relajó entonces su actitud alerta; él se encogió levemente de
hombros y siguió otra vez tranquilamente en su labor, como si todo estuviera
nuevamente en orden para él. Dijo a continuación, casi con un suspiro:
—Ahh, usted no tiene idea de las cosas que los amigos, y los que se
dicen los amigos de uno—dió una mirada, breve pero bastante significativa, en la
dirección del baño—son capaces de recordar, una vez que se ha ganado uno un
premio en la Loteria.
El corazón del hambriento dió un violento brinco en su pecho y con
certeza habria él dejado escapar una exclamación de estupor, de no haberse
puesto a andar yá el mecanismo que le hacia inhibir sus reacciones naturales; o
que al menos le hacia retardarlas, hasta que pudiera elaborar a su propósito las
respuestas más adecuadas. Apenas pudo contener un suspiro profundo, al darse
cuenta de la enormidad del lio en el que ahora se habia metido: ¡Con que de eso
se trataba! ¡Era eso lo que habia estado pasando todo este rato! Aquél tipo, Juan
Carlos P..., no era más que otro truhán, otro sinverguenza descarado que estaba
tratando de aprovecharse de él....¡como si él hubiera tenido algo, alguna riqueza,
privilegio, don, como para que pudiera alguien aprovecharse! ¡Cómo aparecia
claro todo ahora! ¡El tipo éste habia planeado todo esa historia del buen
samaritano que lo invita a cenar a un restaurante....para darse en vez un banquete
a costa suya! Y cómo era de lógico, cómo podia verlo claro: era cierto entonces
que habia tratado de desvalijarlo, de quitarle la billetera cuando lo habia visto
tirado en la Costanera pues lo que pensó entonces fué que, si los miserables
aquellos lo perseguian, era para asaltarlo, para quitarle la plata, la billetera, pues
habian visto que andaba “cargado”. Y como lo habia visto caer o tirarse al suelo,
o quedarse dormido en la acera, habia ido a robarle, cuando yá no tenia que
temer a la competencia. Pero al mismo tiempo, considerando la posibilidad de
que, en verdad su victima potencial sólo estuviera descansando, recuperando
fuerzas, habia tenido la precaución de tener lista la comedia del Buen Samaritano,
por si se encontraba con que éste era justamente el caso. ¡Y todo ese trato
cordial, amable hacia él, no habia sido más que una comedia, una farsa, cuando
desde el momento que lo vió, desde un primer momento, su sola idea fué la de
darse un banquete a costa suya!
Un sentimiento de horror le cogió cuando todo esto apareció claro,
coherente, en su espiritu. ¡En qué lio se habia metido otra vez y esta vez no era
con una murga de vagos esqueléticos que tendria que vérselas, sino que con un
recio, robusto patrón de restaurante armado de cuchillos carniceros! Por un
momento permaneció paralogizado de espanto, sin siquiera ser capaz de tragar
saliva; fué una suerte, pensó, de que el patrón no le haya vuelto a dirigir la
palabra, concentrado como estaba en acabar la ensalada. Mientras tanto, su
mente trabajaba febrilmente, tratando él de hallarle una salida al problema en el
que se habia metido. Una cosa le parecia clara: del momento que Juan Carlos
volviera del baño, las cosas se iban a complicar enormemente para él. Debia
escapar de alli antes de que ello ocurriera. ¿Y cómo, cómo...? ¿Cómo podia
largarse del lugar sin despertar sospechas, sin que partiera tras él el carnicero,
blandiendo uno de sus cuchillos, dispuesto a dejarle convertido en bistec?
Pero a propósito del Juan Carlos, que debia ser tan comerciante de
textiles como era Juan Carlos, ¿qué podia haber ido a hacer al baño? Porque era
evidente que el rufián habia ido allá como parte de su plan y no por simple antojo
fisiológico. ¿Y cómo podia ser aquello? Nó sabia, pero no podia haber sido por
otra cosa sino....no podia ser sino...¡Eso era! ¡Yá lo comprendia! Era todo parte
del engaño del cual habia sido el objeto! ¿Cómo podia haber sido tan ingenuo?
Era claro: el tipo lo habia engatusado con la historia de que seria él, él
sinverguenza, quién pagaria la comida en tanto que al mesonero le habria
contado un cuento diferente: que seria su victima la que cancelaria la cuenta. Asi
entonces, la única forma como su estafa podia funcionar era si él mismo, Juan
Carlos, podia escapar del restaurante antes de que el patrón le presentara la
factura al tonto de ocasión, él en la presente. Y la razón por la que ahora habia
ido al baño era para preparar su propia huida luego de haberse llenado el vientre
con la comilona. Habia ido al baño a dejar la ventana abierta para que estuviera
ella presta para cuando le llegara el momento de arrancar o para ver si la salida
trasera de la cocineria estaba accesible.
A pesar de que el horror de su descubrimiento lo habia dejado casi sin
aliento, con palpitaciones en el pecho,se dió cuenta que debia hallar una salida
urgente, inmediata, al problema. ¿Y cómo hacerlo, cómo podia hacerlo, Dios...?
¡Eso...! ¡Eso era lo que iba a hacer! ¡Lo que iba a hacer seria hacer enredarse al
sinverguenza en su propia red de intrigas! Aprovecharia de la propia historia
suya para convertirlo a él, en vez, en victima de su propia maquinación.
Fué entonces que, tratando de que la voz, le resultara lo más entera
posible, le dijo al mesonero, como si se tratara de algo casual, indiferente:
—Y sabe usted, amigo, en confianza, creo que a veces el Juan Carlos
se pasa un poco en sus celebraciones. Como que hay que estarlo vigilando.
Esto lo dijo de manera lo más sugestiva posible, para despertar la
curiosidad del mesonero; cosa que en efecto ocurrió pues éste interrumpió por
un momento su labor y le fijó la mirada:
—Quiero decir, yá hemos pasado como por tres o cuatro restaurantes
esta noche, celebrando el premio, y véalo usted, todavia comiendo y tomando.
Hasta se le dió vuelta la vianda en una de esas paradas, de tanto que yá habia
comido y tomado--dió entonces vuelta la cabeza y clavó la mirada en dirección
del baño, con lo que logró al fin que el patrón lo siguiera en su acto, con gran
atención—me pregunto qué le estará pasando ahora....
El mesonero cambió súbitamente su actitud, pues se puso irritado,
algo que malamente trató de disimular. El se limpió las manos en su delantal y
fué sin pensarlo un momento más en la dirección en la que habia partido Juan
Carlos, con toda seguridad tratando de determinar en el camino cuál seria la
conducta apropiada frente a aquél cliente que, por otro lado, yá le habia hecho
usar buena parte de sus reservas en el refrigerador.
A este punto, el hambriento se puso igualmente alerta, esperando el
mejor momento para emprender las de Villadiego, pues sabia bien que era eso
algo que debia hacer en el momento justo, propicio, ni un segundo antes ni un
segundo después. Se trataba, para él, de una verdadera operación comando y el
precio que deberia pagar si fallaba en ella no diferia mucho, a decir verdad, del
que habria tenido que pagar si fracasaba en una verdadera, de ésas que se ven
en los films de acción. Porque cuando volvieran ambos el cocinero y el tal Juan
Carlos, yá deberia estar lejos de alli. Mientras veia las espaldas recias y fornidas
del mesonero desaparecer al fondo del local, tras una puertucha sucia de retrete,
otro dilema horrible habia venido a atormentarlo de súbito : ¿debia poner los pies
en polvorosa con las manos vacias o debia aprovechar más bien la ocasión para
hacerse de al menos uno de aquellos jugosos bistecs que despedian tan buen
aroma, que lucian tan sabrosos y que parecian estarle gritando que se atreviera a
cogerlos? Quizá hasta podia tomar también algunos trozos de pan, para que el
bistec no se fuera a sentir tan solo...En este conflicto moral y mental estaba,
apenas momentos después, cuando una agitación un tanto súbita, y hasta al
parecer violenta, proveniente del baño le indicó que no debia perder más tiempo,
ni un segundo, pues al parecer la farsa habia sido yá puesta en evidencia. Saltó
entonces del taburete y se dirigió corriendo hacia la puerta de entrada, sin dudar
que el cocinero no tardaria en darse cuenta que no era a un solo truhán el que
deberia atrapar, sino que a los dos, y que a ese punto regresaria en toda prisa al
mesón. Pero al momento de llegar a ella, a la salida, y listo para salir a la calle, se
detuvo bruscamente. Ah nó, esta vez no iba a salir de la misma manera
vergonzosa como lo hizo en la primera ocasión. Esta vez haria uso de un poco
más de dignidad. Saldria escapando, sí, de este lugar, al que un rufián lo habia
conducido otra vez a una trampa. Pero esta no iba a salir corriendo; esta vez
saldria caminando, como una persona decente, fué lo que concluyó. Saldria
caminando, pero rápido. La carrera la guardaria para después, para cuando
hubiera doblado la esquina más cercana. Y eso fué lo que hizo a fin de cuentas.
Yá en la calle, se fué caminando hacia esa esquina más próxima a la manera de
esos atletas que participan en las Olimpiadas y que parece que apenas tocan el
suelo con la punta de los piés. Al fin se halló, para su enorme alivio, tras el
refugio de la primera calle lateral.
¡Uffff! Otra escapada más. La segunda esta noche. Habia podido escapar, si,
pero esta vez habia tenido que pagar un alto precio por su propio rescate. Habia
tenido que dejar atrás los bistecs en la sartén. Lástima, olian tan bien....
En ese momento sintió, en medio del silencio total de esa plaza, de una
noche glacial, de cielo claro y estrellado luego de una lluvia copiosa, el ruido del
motor de un vehiculo que se aproximaba, por una de las calles adyacentes. Puso
oido atento, antes por hacer algo que le hiciera olvidar por el momento el frio y su
hambre antes que por curiosidad, y un momento más tarde pudo deducir que se
trataba de un auto. En efecto, segundo más tarde aparecia en una de las esquinas
un taxi—identificable por su color amarillo-negro—el que en toda evidencia venia
siendo conducido de la manera más torpe o inexperta. Avanzaba lentamente, el
motor apenas ronroneando, como si con temor, a la vez que zigzageando de una
manera horrible. Se dió vuelta en esa dirección, movido de por la curiosidad ante
tal escena, preguntándose a qué se podia deber tal cosa y no demoró en conocer
la razón, pues el vehiculo traia una de las ventanillas abiertas asi que desde aquí
el podia alcanzar a captar los sonidos de su interior. Unas voces embriagadas le
dieron prontamente al respuesta al misterio: ellas venian cantando a coro, de una
manera totalmente desafinada, tratando de unirse en un coro uniforme, una vieja
cantinela; una que él habia oido con frecuencia durante su primera infancia y que
estaba compuesta de un solo verso o frase que se repetia ad nauseum, en todas
las escalas posibles, mientras se tuviera ganas o paciencia de cantarlo:
Los veremos triste y amargados,
los veremos tristes y amargados,
los veremos tristes y amargados...
Asi continuba la interpretación de las voces seriamente intoxicadas en el
auto. Ya satisfecha su curiosidad, el hambriento habia dado otra vez las espaldas
al espectáculo, cuando de súbito un ruido estruendoso, como el de un bombazo,
lo hizo saltar de su asiento. Dió vuelta la cabeza otra vez y vió ahora que al fin el
auto habia hecho un zig zag más pronunciado que lo que era prudente, se habia
trepado a la vereda y alli se habia ido a estrellar contra un poste del alumbrado
publico. El vehiculo estaba ahora inmovilizado, el capot levantado y abollado y de
su interior salia una nube de vapor y el coro de voces anterior se habia tornado
ahora en uno de lamentos y de quejidos. Luego de un momento de vacilación,
como examinando si la gravedad de la situación era tan grande como para llegar
a justificar su presencia en en lugar de los hechos, se levanto pesadamente de su
banco, y se fué caminando con lentos pasos en esa dirección, como esperando
que en cualquier momento ocurriera algo, oyera una voz, que le indicara que su
presencia no era requerida en el sitio del accidente. Pero no tendria él tal suerte;
por el contrario, las voces le llegaban más quejumbrosas y afligidas. Al fin llegó
junto al vehiculo y asomó con cautela la cabeza hacia el interior, tratando de no
ser vencido por el fuerte vaho a borrachera que le golpeó el olfato yá a un par de
metros del accidente. Se pudo dar cuenta, o pudo deducir, que quien se hallaba
en el peor estado de todos allí era el chofer, pues éste le pareció inconsciente, su
cabeza apoyada sobre el volante, en tanto que dos pares de ojos le miraron con
recelo y temor--los de otro hombre en el asiento adyacente y los de una mujer. en
el de atrás—a la vez que sus voces unánimes le preguntaban, con aprehensión.
—¿Es que nos vá a cogotear, caballero?
……………………………………………………………………………………………………
—Una anciana pelirroja....una anciana pelirroja...¿y en donde encuentro yó
una anciana pelirroja?
Se preguntaba todavia el hambriento, caminando por esas calles vacias.
—Y a esta hora todavía....
Se sentó en la verja de una mansión vetusta y alli permaneció durante
varios minutos, en tanto sentia que su ansiedad iba en aumento, al acordarse otra
vez de todo el tiempo yá transcurrido, perdido vanamente en diligencias que no lo
habian conducido a ninguna parte. Qué otra cosa podia hacer a estas alturas,
sino que el recorrer las calles y buscar, buscar, hasta que encontrara alguna
anciana—y con un golpe de suerte enorme, una que fuera colorina. Tal vez, pensó
ahora, podria obtener algo del premio si llegaba a la estación de TV con parte de
lo pedido, al menos con la anciana, asi no tuviera ella los cabellos rojos. Parecia
algo tan simple en si, él no veia problema alguno en la solución ésta; de hecho, si
él se hubiera hallado ahora en el lugar de Gino, eso es lo que habria hecho. Le
habria dicho al concursante, por ejemplo, ''tráigame la vieja y le daré la mitad del
premio''. Ahh--hizo un gesto mental de fastidio--pero nó; él no era el Gino ni el
Gino real iba a hacer algo de la suerte. Al Gino le importaba un cuezco que
tuviera él o nó algo que echarse a la boca. Le importaba un pito, un pito.
¡Diantres! y esta tan noche glacial, que seguramente habia enviado a la cama más
temprano que de costumbre a todas las abuelas de la ciudad. Pero, claro, este
tipo de reflexiones no le iba a ayudar en nada en su predicamento. Debia seguir
buscando, buscando, olvidándose del resto...¿pero qué anciana iba a andar por
las calles del centro con ese frio, a esa hora de la noche?
Quizá, pensándolo bien, la intención verdadera de toda aquella puesta en
escena habia sido sólo el reirse de él; ni siquiera el instarle a que ubicara a la
anciana y que la llevara al programa. Quizá él podria, en toda tranquilidad de
conciencia, irse ahora a dormir a la casa de pensión y olvidarse del asunto, sin
que por ello Gino o algún otro en el estudio de TV se lo fuera a reprochar. Todo lo
que habian querido de él—o mejor dicho, del inocente de la ocasión—yá lo
habian logrado: el reirse a mandibula batiente a costa suya, del pobre infeliz. De
todas formas, volviera o nó al estudio, estaba cierto de que el animador no dejaria
de estarlo mencionando a cada momento a él, a su absurda misión, en el curso
de su programa; haciendo bromas y alusiones acerca de las ancianas pelirrojas y
de los inocentes que las andan buscando por las calles vacias, en las noches de
invierno, divirtiendo a su publico con este tema.
Al darle tanta vuelta a todas estas agrias ideas en su cabeza, no pudo
dejar de sentir que su sangre hirviera de la indignación. Porque aunque dejase
ahora todo el asunto en nada, iba a ser de todas formas el hazmerreir de toda esa
gente, y eso por el resto del programa. Y eso sin contar con los otros miles que
estarian en sus casas, bien alimentados y tibios, mirando el programa en sus
receptores. Le dieron entonces súbitas ganas de regresar corriendo a la estación,
de entrar al estudio, coger al Gino por las solapas de la chaqueta; o mejor darle
de puñetazos, apostrofándole: '¿Por qué?¿Por qué?'. Se dió cuenta que
comenzaba a sudar; pero no era éste un sudor frio, sino que uno ardiente, un
sudor que le quemaba la piel. Hacia frio y sin embargo se sofocaba de calor. Se
tocó la frente. Le ardia. Pero no sentia fiebre ni otro sintoma cualquiera de un
posible resfrio. Era sólo su ira que ardia y que lo hacia arder con ella.
Dejó durante algunos minutos que su espiritu recuperase la calma, o al
menos fué lo que intentó, y recordó entonces, de repente. que estaba sentado en
la verja de una mansión. Miró con recelo hacia atrás, a sus espaldas, hacia las
ventanas de ésta temiendo cruzarse alli con ojos que lo estuviesen mirando con
recelo y desconfianza, estudiándolo tras los visillos.
—No vayan a pensar de que pretendo entrar a robar o a asaltar la casa—
pensó, con un sobresalto.
Pero no era así. Aunque las ventanas dejaban pasar al exterior el reflejo de
luces interiores no advirtió figura alguna asomada en ellas, mirando hacia el
exterior. Igualmente, movido por un impulso momentáneo se separó de la verja y
se puso a caminar con ambas manos metidas en los bolsillos y con al vista
clavada en el suelo mientras una sola idea le martilleaba en la cabeza:
“...una anciana pelirroja....una anciana colorina....¿por qué diablos tenía
que andar buscando en las calles vacias, una noche maldita de invierno, una
anciana pelirroja, para poder tener algo que comer....? Algo se rebelaba dentro de
sí. El tenia su amor propio; él no era uno de aquellos infelices que aceptan una
suerte miserable con bendita resignación, con pasividad de beato ¡Nó! ¡De
ninguna manera! Rebeldia, resentimiento, rabia profunda era lo que le producia
su actual situación. Pero cesante como estaba ahora, sin amigos, sin amores, lo
único que tenia de sobra era tiempo para arrastar los pies por las calles de la
ciudad. El conocia gente que estaba bien colocada—aprovechadores muchos de
ellos—gente en buenos trabajos, con muchos amigos, relaciones; con todo lo
que necesitaban para vivir bien; con mujeres que no les faltaban....y los que no
eran más brillantes ni mejores que él. Quizá, si, más oportunistas y también más
hipócritas...pero nó, no podia ser eso. Si es por eso todos los oportunistas del
mundo estarian bien colocados, en grandes puestos, y los tipos honestos y
sanos andarian vagando miserablemente por la via publica buscando ancianas
pelirrojas y otra quimeras de la suerte, Algo pasaba, algo habia pasado con él que
lo habia separado del resto de la manada; algo que no habia ocurrido con los
demás. Porque veamos; habia venido pasando todo como en las carreras, en las
maratones. El y la gente que él conocia habian comenzado de la misma linea de
partida, una partida que habia sido igual para todos: semejante nivel de estudios,
extracción social similar, relaciones comunes, etc. Habia pasado luego el tiempo
y los demás comenzaron a casarse, a tener hijos, a comprar autos y otras cosas y
a entrar a clubes y asociaciones de padres, apoderados y vecinos. Pero él, como
seguia solo, no encontraba cabida en la mayor parte de las actividades a las que
se entregaban los otros. Asi, con el pasar del tiempo dejaron de hacerle tomar
parte en sus vidas, dejaron de invitarle a sus casas y, finalmente, dejaron de
saludarle cuando lo cruzaban en la calle. Con todo eso su propio circulo social se
fué haciendo cada vez más estrecho, hasta que un dia cualquiera de ésos se dió
cuenta que se habia quedado totalmente solo. Se habia quedado solo, sin un
amigo, sin relaciones, sin nadie a su alrededor.”
Sus pasos lo llevaron ahora nuevamente hastaa la plaza en la cual habia
encontrado el billetete para el programa. Se sentó en un banco, probablemente el
mismo de antes, y reposó en él por un momento, volviendo la cara hacia el cielo:
—Limpio—musitó. La negrura perfecta de la noche, el cielo acribillado de
estrellas suspendido sobre el mundo y los humanos. Como habia estado él desde
el comienzo de los tiempos. La Via Láctea parecia girar en las alturas.
Volvió ahora a sus reflexiones. Ellas no eran yá tan amargas como en un
comienzo, ya que la burla habia pasado, en su instrospección, a un plano
secundario.
—“Pero ni la soledad ni la ausencia de amigos explican la miseria moral,
fisica o mental. El tenia ún un trabajo, que no era como para vivir a lo rico pero
que le daba por lo menos para subsitir decentemente. Pero un dia lo llamaron a la
oficina del gerente: que usted sabe, le dijeron, que la situación económica del
pais, que la situación precaria de la compañía, que el exceso de personal, que un
soltero se las puede arreglar mejor que un casado; que le deseamos buena
suerte, que...qué porqueria. Asi, adiós al apartamento en el centro, adiós al cine
los fines de semana, adiós a los libros para matar el ocio o para soñar, para
escapar de su mundo.....y vino entonces la casa de pensión.
—“Sí, sí, por supuesto que estoy trabajando—le habia asegurado, con
voz tranquilizadora, a la ama de llaves cuando habia golpeado a esas puertas por
la primera vez respondiendo al aviso puesto en la puerta: Pieza se arrienda para
persona sola. En verdad pareciera que lo peor de las piezas es siempre para las
personas solas, como si la dignidad humana necesitase de al menos dos para
que se la comienze a tomar en serio, para que se la considere como algo también
importante. Una cama—un colchón sucio cubierto de sábanas tan grises como un
dia invernal—la que crujia penosamente cada vez que alguien se posaba sobre
ella, como protestando agriamente por un acuerdo en el cual no habia tomado
parte. Como amoblado una mesa y una silla en un rincón, una cómoda de madera
con un espejo descomunal—quién sabe con qué objeto—y un armario de ropas
de apenas un metro cuadrado de superficie. Las paredes cubiertas de un papel
impreso con flores y ángeles, imagenes discordantes en medio de aquel
ambiente de abandono y pobreza; un papel desteñido de todas formas, con
manchas de diferentes colores y origenes por aquí y por allá. Y, si uno se
aproximaba lo suficiente, lo que aparecia a su vista eran incontables, millones de
diminutos puntos negros, testimonio de la presencia de todas las moscas que
habian sentado alli sus reales en épocas remotas. Y junto con eso, varias fotos
amarillentas, antiquisimas, en los muros, las que parecian haber perdurado de
una época anterior a la invención de la fotografia, En esas fotos, como por un
acuerdo tácito, nadie sonreia, nadie se veia siquiera satisfecho de la vida. Era
como si la gente aquella hubiera querido dejar testimonio unánime, a través de
los años, de que todo el tiempo pasado no fué mejor. Una ventana pequeña, a una
altura bastante reducida en el muro, permitia el paso al interior de la luz del dia,
con bastantes reservas, pues sus vidrios habian entrado en alguna suerte de
descomposicón quimica y yá no conservaban nada de la que debió ser su
transparencia inicial.
“La pensión....la miseria. Sin trabajo, sin ahorros, no habia tenido otro
medio de sustento que la compensación que le habia entregado la compañía al
echarlo a la calle. Terminada ésta, luego de algunos meses de vana búqueda de
empleo, no habia quedado ninguna otra cosa visible en el futuro para él. Asi se
podia decir con propiedad que habia dejado de tener un futuro. Y asi llegó el dia
en que no tuvo plata para pagar el arriendo; ni siquiera plata para pagarse un
plato de comida. Habia dejado de buscar trabajo hacia yá varias semanas y, ahora
viva, mejor dicho moria, poco a poco. Ahora no hacia más que marchar
lentamente, resignado, abatido, hacia algo que sólo podia ser un fin miserable y
solitario; como el incauto animal que ha caido a las aguas del rio y dejado que la
corriente lo arrastre hacia la catarata sin luchar, sin debatirse.Esperando
solamente ver qué pasaria con él; qué le depararia todavia su mala fortuna. Yá no
tenia ganas de luchar, yá no tenia para qué ni por qué luchar.
Oyó entonces que unos pasos se aproximaban por una de las calles que
venian a dar a la plaza. Ellos lo distrajeron al menos de sus reflexiones. Se puso
atento, con la mirada fija en la intersección, esperando ver aparecer al, o a la
intrusa. “Quizá, pensó con ligera ironia, se trata de una anciana pelirroja”. Pero
entonces el sonido de los pasos disminuyó en volúmen, haciéndose ellos cada
vez más lejanos, hasta perderse otra vez en la distancia, en la noche, tal como
momentos antes habian hecho irrupción.
Se sentia ahora un poco más calmo, más tranquilizado, a pesar de que el
hambre arreciaba otra vez Se hizo entonces una pregunta “Qué es lo que hace la
diferencia entre una vida miserable y una vida normal, realizada, plena; una vida
digna de vivirse?”. Dejó su mente en blanco durante un prolongado lapso de
tiempo, como esperando que la respuesta apareciera como una evidencia en si,
como por generación espontánea.
—“Luchar, es lo que todos dicen, fué la primera respuesta que le vino a la
cabeza; perseguir lo que se desea, hasta obtenerlo”.
Esos pensamientos lo trajeron nuevamente al presente. Y apareció otra
vez la angustia, la indignación, la impotencia. Pero seguia teniendo hambre....y ni
la angustia, ni la cólera le iban a servir para contentar a su estómago vacio. Trató
entonces de olvidar, aunque fuese sólo por un momento, la humillación implicita
en su misión y de poner a trabajar su inteligencia en el logro de una solución para
su problema.
Por un lado, parecia cierto que todo cuanto habian buscado Gino y los
organizadores del programa no era más que un ingenuo, un inocente del cual
reirse y hacer reir al público. Desafortunadamente, él no habia visto jamás el tal
programa—sobre todo porque no tenia televisor--y no podia saber entonces qué
era lo que habia ocurrido con participantes anteriores. Cuántos de ellos habian
logrado éxito en la misión que se les habia impuesto y cuántos habian acabado
con la cola entre las piernas o simplemente--lo más lógico--ni siquiera se habian
molestado en volver al estudio, para hacerlo con las manos vacias.
—“Bueno--se dijo--hay algo que debo tomar en cuenta, antes que nada, y
ello es que tengo hambre. Eso es lo único que debe tener importancia ahora para
mí. Por otro lado, bien pudieron, aquellos desalmados, haber organizado todo
este asunto con el solo objeto de tener alguien de qué reirse y hacer reir a su
audiencia. Ellos, claro, no tienen por qué saber que tengo hambre y que la plata la
necesito. Pueden haber pensado, en verdad, que no soy más que otro burgués
aburrido en busca de diversión...—miró sus ropas viejas, gastadas, y tuvo que
reconocer que no habia sido ésta buena una posibilidad. Continuó en su
cavilación, de todas formas, pero ahora sin gran convicción--...otro burgués
aburrido que quiere sólo divertirse un rato.
La cabeza le dolia al pensar en todo esto, como si las ideas tuvieran que
abrirse paso en ella a través de una masa gelatinosa de amor propio ultrajado Le
costaba enormemente analizar la situación con objetividad, cuando tenia que
luchar, para ver las cosas con claridad, con un sentimiento de gran afrenta e
indignación. Pero....el hambre que sentia ahora...
“El problema es mio y de nadie más. Eso es claro. O consigo algo de
comer o me muero de hambre. Tan simple como eso. No debo hacer caso, no
debo acordarme de todas esas facciones estúpidas, esas caras burlonas, esos
vientres satisfechos, esas barrigas hinchados hasta la groseria, riéndose de mi—
aún le pesaba la última imagen en el estudio de la tele, cuando buscaba él a una
anciana pelirroja en medio de la audiencia.
“La cuestión es, independientemente de lo que aquellos hayan querido
hacer, reirse de mi o nó, lo único que debe importarme es hallar a esa anciana
pelirroja, y eso antes de que acabe el tiempo. Después de eso, si la hallo, con
toda esa plata en el bolsillo, bien pueden reirse todos a mandibula batiente que
no reiré menos, con un plato de frijoles bien caliente delante mio y un café para
acompañarlo”
Estas ideas tuvieron el mérito de levantarle el ánimo, al punto de que de
repente comenzó a imaginar de que no habia en realidad, nada de imposible en la
tarea que le habian dado. Todo se limitaba simplemente a...se acordó otra vez de
las dificultades de su misión.
—¿Pero....donde diablos encuentro yó, y a esta hora de la noche, una
anciana pelirroja?
Habia regresado otra vez al punto de partida en sus cavilaciones.
—A esta hora--exclamó, sintiendo que volvia su profunda indignación
ante la imposibilidad de la tarea impuesta—¡A esta hora no encuentro yó una
anciana pelirroja ni en una casa de putas!
Dejó su mirada vagar, recorriendo árboles, matorrales, escaños, en la
plaza aquella...
—En una casa de pu....—repitió entonces maquinalmente, como si poco a
poco hubiera ido tomando asunto a lo que sus labios habian dejado escapar
recién—..una casa de....un prostibulo...¡un prostibulo!—se le escapó un grito
salvaje, casi animal.
Estalló entonces de risa, una risa hueca y sonora, estremenciéndose y
revolviéndose en el escaño. Dejaba de reir por un momento y volvía a soltar luego
las carcajadas, azotando las manos contra las rodillas, como si acabara de oir un
chiste muy cómico. Ahora si que comprendia la intención de la gente de la
estación—o al menos fué lo que él creyó comprender. Ellos—pensó—no le
habian dado por tarea, en verdad, algo imposible sino que más bien algo que
exigia una gran dosis de valor y desparpajo. Ir hasta un prostibulo y solicitarle a
la primera colorina añosa que alli hallase que le acompañara a un programa de
televisión, para exhibirla a delante de todo el mundo--como una cucaracha en un
insectario--no era una empresa que cualquiera sea capaz de realizar. Más aún si
se trata de una prostituta con orgullo, una de aquellas que se muestran dignas,
altivas aún en pleno cumplimiento de sus labores; o una que haya sido en
tiempos mejores la estrella del local; o la dueña misma del lenocinio quizá, una
madama. Definitivamente, concluyó, se necesitaba de gran audacia para
emprender la tarea o, en su defecto, de una necesidad extrema.
Una vez pasado el primer momento de excitación se puso a pensar con
más calma en el asunto. Entonces le volvió a parecer que lo demandado era algo
imposible de hacer.
—“Pero esos tipos están locos....cómo se les ocurre que voy yo a un
burdel, asi tan freco, a sacar a una vieja colorina de la cama para ir a exhibirla a la
vista de toda la ciudad, de todo el pais”
Una sonajera de tripas le recordó que no tenia muchas opciones.
—Una anciana pelirroja me piden que les lleve--la indignación volvia a
consumirlo—eso es lo que me piden que les traiga a la televisión. Una vieja
prostituta, una puta jubilada....son ellos, ellos los hijos de puta.
Se rascó la cabeza, inquieto, en tanto sentia que un agudo, intenso,
conflicto se habia desencadenado en su espiritu, avivado por los fuegos de su
estómago. Por un lado pensó, nada perdia con intentarlo. Les llevaba a la vieja, si
la conseguia, y tendria el dinero que le habian prometido. Si no la conseguía no
perdia nada. Lo que más arriesgaba era una negativa. Quizá una bofetada o un
par de empujones. Por otro lado, caro le era su orgullo, su amor propio...
¿Y qué hora era a todo esto?. Consultó su reloj pulsera. Era poco antes de
las diez. Le quedaba poco más de media hora, apenas media hora..
Se levantó del banco, repitiéndose para si mismo, con una insistencia
que le daba neuralgia, que aquello no significaba que iria a buscar a la anciana al
burdel. De todas formas, comenzó a caminar con lentos, pesados pasos...... hacia
el barrio pecador de la ciudad, hacia el reino del amor con tarifa.
—Toc, toc.
Los golpes resonaron timidamente en las gruesas y altas puertas de
la vieja casona con la luz rojiza en el frontis. La calle estaba desierta y sólo un
perro vagabundo se desplazaba entre los charcos de agua en el pavimento,
lamiendo por aquí, husmeando por allá, bebiendo en ligeros sorbos por aquí y
por allá. Sintió unos pasos que se acercaban a la entrada, al interior de la casa, y
se frotó la cara con ambas manos, con fuerza, con pavor y angustia de lo que
estaba haciendo.
—¿Si?
Una mujer de edad mediana, de cara muy pintarrajeada, se asomó
entre los batientes de la puerta, dejando apenas espacio para pasar la cabeza, sin
llegar a abrirla totalmente. Una cabellera abundante, la que arrojaba reflejos
brillantes aún a la luz macilenta del farol más cercano, enmarcaba un rostro feo y
huesudo. De adentro le llegó el ruido de la música y de las conversaciones.
También algunas risas desenvueltas. Pero algo que habia atrapado su atención
ahora, más que cualquier otra cosa en el decorado, fué esa cabellera copiosa y
exhuberante. Es que por milagro ¿no podia ser su color...? “Por favor Dios, haz
que el color de este prodigio piloso sea...'' Desgracidamente la luz del farol, a casi
media cuadra de distancia, llegaba demasiado débil como para permitirle
confirmar la sospecha, la esperanza, y se sentia de yá demasiado abochornado
con sólo estar alli, parado frente a esa puerta, como para preguntarle a la mujer
derechamente si lo que afichaba ella en su mollera era una espesura pilosa de
tonos cobrizos. En todo caso, la mujer le ahorró la molestia, pues dándose ella
cuenta del escrutinio del cual era el objeto por parte de aquel desarrapado, tal vez
pensando que, sin siquiera intentarlo se habia ganado en él un enamorado, se
arrancó bruscamente la peluca que llevaba, en un gesto sobre todo dirigido a él.
Se trataba en verdad de un hombre vestido y maquillado como mujer, lo que se
acostumbra llamar un travestista. O tal vez era un gay, o un transexual, todo ello
algo que realmente a él no le interesaba mucho, pues habia quedado subitamente
como hipnotizado, mezmerizado ante la visión de la peluca que el otro asía ahora
en su mano. Como advirtiera también en esto, el gay, aún más irritado, ocultó el
apéndice piloso tras sus espaldas, como si hallándose ahora frente a uno más de
los pervertidos fetichistas con los que debia tratar tal vez a diario en su trabajo.
Pero el hambriento no se dejó intimdar por esto, pues sin dejar distraer su
atención, apuntó con el indice, hacia el invisible apéndice y le preguntó, hasta
con desplante:
—¿Es que es ésa una peluca colorina?
—¿Y eso qué le importa a usted?—replicó el travesti, con despecho,
como si hubiera sido sorprendido él en una indecencia, pero una que no era de
manera alguna algo que concerniera a su denunciante, acusador.
¡Era entonces una peluca colorina! El corazón le saltó en el pecho al
hambriento, a pesar de que aún no habia avanzado aún el primer paso en la
obtención de su proposito.
—¿Es que podria yo....digo, podria yó hablar con la dueña del local?—
preguntó, con voz entrecortada y temblorosa, en un timbre agudo. A esto el otro
lo miraba con gran atención, pero a la vez con gran desconfianza, tratando de
reconocer en sus facciones a alguien conocido o intentando quizá adivinar sus
intenciones.
—¿Y para qué quiere verla usted?--le preguntó ahora, curioso, esta
vez con una voz exageradamente afeminada.
—Pues.....—vaciló, tragando saliva, temiendo que el gay advirtiese su
nerviosismo—...pues...la quiero ver por un asunto personal.
—Espere un momento—dijo el otro, cerrando la puerta otra vez.
Pero al desaparecer el otro de su vista, y de su atención, le sucedió
como si hubiera tomado otra vez contacto con la realidad presente y con ella, con
la enormidad que estaba cometiendo. Un terror pánico le oprimió el pecho y la
boca súbitamente se le secó por completo a la vez que un sudor, esta vez frio, le
recorria todo el cuerpo, bañándosele por entero. Sintió entonces unas ganas
enormes de correr a perderse, de olvidarse de todo, del programa en la televisión,
de la anciana, de su propia hambre, de la humillación...pero yá habia comenzado.
Yá habia emprendido la aventura y ahora debia seguirla hasta el final, hasta
donde ella le llevara...
Unos pasos pesados se aproximaron otra vez al interior del local. Ellos
eran un tanto más sonoros que los anteriores, como si quien los causaba fuera
plantando firmemente las plantas en el suelo. Los batientes de la puerta se
abrieron otra vez, unos pocos centimetros, y asomó una nueva cabeza entre
ellos. El hambriento se le aproximó, tratando de distinguir las facciones, tal vez
no queriendo equivocarse de género al dirigirse a esta persona.
Era una mujer de edad madura--andaria la suya en la sesentena
avanzada. Una que a decir verdad, si bien no enarbolaba sobre su mollera nada
que se pareciera ni de lejos a una cabellera cobriza, poseia el gran mérito, a los
ojos del hambriento, en estos momentos cruciales, de ser justamente la parte
principal, esencial de su búsqueda: la anciana misma ¡Tan cerca que estaba yá de
la solución al problema! ¡Alli yá las tenia a ambas, al alcance de la mano, al punto
que le bastaria con estirarla para tocarlas a ambas, juntarlas; reunirlas en una
sola entidad...y partir corriendo a la estación de TV; tenia la anciana y la cabellera
pelirroja!
—Estimada señora....—se anunció—vengo a pedirle un gran favor...
La mujer lo miró extrañada, como preguntándose con qué pájaro raro
tenia que ver en esta ocasión. Y ella le replicó, secamente:
—No pierda su tiempo, amiguito. Yá sabe lo que vá a encontrar aquí.
Si quiere pasar, pase. Si nó, mejor váyase. Pero no haga perder el tiempo.
—Es que yo...yo...
—No venga con remilgos, amiguito. Pase de una vez o lárgese. No
tiene para qué venir a hacerse el delicado. Luego de una pausa—Ahh, y si no
tiene plata para pagar el consumo, pierde su tiempo: no hacemos crédito.
Sentia la lengua traposa, tan seca como el Sahara, en tanto todo el
liquido que ella estaba necesitando ahora le desbordaba por cada uno de sus
poros y descendia, escurriéndose en sus miembros. Trataba de explicar lo que
queria a la mujer, pero no podian sus labios articular palabra alguna. Luego de
examinarlo con hostilidad, con el ceño arrugado, durante un breve lapso de
tiempo, la mujer hizo el ademán de entrar nuevamente y cerrar la puerta en sus
narices.
—Señora, espere...lo que quiero...lo que quiero...es que usted venga
conmigo a un programa en la televisión.
Al fin lo habia dicho. La mujer se detuvo en su gesto y acercó su cara a
la de él, como si no hubiera comprendido bien lo que se le habia dicho; o como
queriendo examinar de más cerca al aquél tipo que venia a proponerle algo tan
insólito.
—Qué es lo que quiere usted, que yo vaya con usted...¿dónde?
—A un programa en la televisión, estimada señora--replicó, tratando de
exhibir ante ella una cortesía un tanto fuera de lugar, en las circunstancias.
Curiosamente, el pánico y el horror se habian esfumado en cosa de segundos,
una vez voceada la propuesta. Todo su preocupación se habia volcado ahora en
el tratar de convencer a la mujer de sus buenos propósitos. Continuó asi con la
exposición de su anhelo—Ellos, los del programa me van a dar bastante dinero si
yo les llevo una anciana pelirroja....una vieja colorina...como usted, si se pone la
peluca del mar...digo, del caballero que me abrió la puerta—con esto habia creido
explicarse mejor y favorecer su causa, pero no logró con ello más que enervar a
la mujer.
—¡Elias! ¡Elias!—gritó ella, dando vuelta la cara hacia adentro.
En un verdadero relámpago mental, se acordó de todas sus ideas y
consideraciones anteriores respecto a los riesgos de una tal empresa. No era
necesario un esfuerzo mental enorme para comprender lo que ello significaba.
Como si únicamente para confirmar su análisis, la puerta se abrió en toda su
amplitud y un hombrón de aspecto repulsivo vino y lo tomó por los hombros
dejándolo, de un solo envión, sentado en medio de un charco en pleno centro de
la calzada.
—¡Vaya con el simpático, a un programa de la televisión queria que lo
fuera a acompañar!—exclamó la mujer, desdeñosa, a manera de despedida,
cerrando la puerta tras de ella y del cancerbero.
Allí quedó el hambriento, dolorido y abochornado, instalado en medio
de un charco que le iba empapando las carnes. El sentido común y su amor
propio le aconsejaban que se alejase del lugar y se olvidase de una vez por todas
de su empeño. Pero el hambre era aún más fuerte que todo aquello y está de más
el orgullo cuando el estómago llora sus penas. Sabía muy bien que, si insistia, se
exponia esta vez a una paliza o a algo peor; por otro lado, a una anciana pelirroja
no la iba a encontrar tan fácilmente. Haciendo fuerzas de flaqueza y de tripas
corazón, se levantó, sacudiendo sus ropas empapadas, y se lanzó nuevamente a
la carga, golpeando en las puertas con ímpetu, dando grandes voces:
—¡Tiene que ayudarme!....por el amor de Dios....hace yá días que no
como una miga....le doy la mitad del premio, ¡pero vaya conmigo!
Se abrió entonces la puerta, pero esta vez solamente para dar paso al
hombrón. Otro empujón y, por segunda vez fueron a dar sus huesos en el charco
al medio de la calle. Allí quedó durante un momento, mientras su mente
comenzaba a trabaja febrilmente:
“No puede ser....no puede terminar todo aquí....debe haber alguna
forma....le diré que...que tengo hambre....que ella también debe haber tenido
hambre alguna vez.... le diré que todos esos hipócritas quisieron reirse de mí
porque soy un necesitado....porque soy un marginal, por eso se burlaron de
mi....ella también es una marginal...somos los dos marginales....debemos hacer
causa común, debemos demostrarle a toda esa canalla de vientres satisfechos
que no les tenemos miedo....que podemos enfrentarles con la frente bien en
alto.... demostrarles al fin que....
* * *
La hilaridad en el público de aquel estudio de televisión alcanzaba
ahora el climax, a medida que iban siendo informados todos, por la descripción
que iba dando Torcuato de las últimas novedades en la odisea del concursante
Perico P..., en su búsqueda de la tan ansiada anciana pelirroja:
—Y dice usted, Torcuato, que fué en un charco de agua que fué a dar
don Perico—repetia Gino, lo que venia de oir de labios de su colaborador.
—Exacto—confirmaba la voz al otro estremo de la linea—alli fué a dar el
pobre don Perico, una vez que lo expulsaron del lenocinio.
—¿Y qué hizo entonces?--preguntó Gino a esto, tan expectante como
su público y como el resto invisible de su audiencia—¿acaso se paró y decidió
olvidarse de todo el asunto?
—¿Y cree usted eso? Por supuesto que nó. Lo que hizo entonces fué el
pararse, sacudirse la ropa y volver a ponerse a golpear en la puerta...
—¡Nó, no se lo puedo creer!
Otra carcajada general rubricó este comentario del animador.
—Tal como se lo cuento, Gino. Allá fué otra vez el concursante de la
noche, a darse contra la puerta, a golpear en ella como un desaforado.
—Y no me diga que otra vez...
—Otra vez le pasó lo mismo. Alli se quedó de nuevo en el charco...
Las risas, aplausos y vitores en aquél público eufórico no parecian
querer llegar a un final. Pero Gino, que habia estado escuchando las narración de
su colaborador con gran atención, pareció haber llegado yá a una decisión:
—Torcuato—le dijo—me parece que yá podemos dar por acabada su
misión en el lugar de los hechos—luego de una pausa—me parece obvio a este
punto que Don Perico será incapaz de traernos aquí lo que le pidiéramos. Y nó
hablemos yá de traer la anciana en el plazo estatuido, cuando le queda menos de
media hora. Véngase entonces para la estación. Buen trabajo, muchacho.
* * *
Se levantó nuevamente del charco de agua, sacudiéndose el agua que
habia empapado sus pantalones, y se dirigió, otra vez más, hacia la puerta del
burdel. Golpeaba en ella por tercera vez cuando apareció por alli un auto de la
policía, atraido el autopatrullas por el escándalo que él estaba haciendo o, más
probablemente, llamado por la mujer mismo o los vecinos.
—Oiga ¿qué es lo que pasa con usted?—uno de los policias se habia
bajado del autopatrullas y le increpaba, con la voz de la autoridad.
Explicó, con voces entrecortadas, su problema al agente, esperando tal
vez hallar en él un poco más de comprensión. Este se limitó a escucharle en
silencio y, luego de acabada su explicación, golpeó a su vez; aparentemente no
habia comprendido cuál era el problema que tenia con la gente de la casa.
Salió otra vez la mujer, ahora iracunda, y se puso a despotricar ella en
contra de los desgraciados que no dejan vivir en paz a la gente decente y
honrada que vá a misa y que paga sus impuestos.
—Además—añadió, yá en el terreno de las cosas prácticas—no puedo
dejar el negocio solo. Poquita plata no perdería yó....¡ah, no sabré yó cómo son
las cosas en este mundo bajo!
A todo esto eran yá las diez y cuarto.
—Por favor—suplicó una vez más, sintiéndose ahora más apoyado, sin
saber por qué, por la compañía del agente policial—todo lo que le pido a usted es
que vaya conmigo a la estación de TV, sólo por un momento. No serán más de
cinco minutos y le daré a usted además la mitad del premio.
—¡Muchas ganas tendré de ir a mezclarme con esa ralea de hipócritas,
sólo para complacer al jovencito ¿nó?—exclamó ella, mirándole con sorna—Oiga
agente—cambió entonces su tono de voz, a uno más moderado—todo lo que pido
es que me dejen manejar mi negocio tranquila. No molesto a nadie, no doy mal
ejemplo ni hago escándalo y no voy a permitir tampoco que un loco infeliz venga
a alborotar en mi propiedad y a causarme problemas.
El policía no dijo nada y sólo miró al hambriento como preguntándole
qué tenía que decir a esto.
—Dígame usted—la mujer habló esta vez dirigiéndose al hambriento, un
poco más calmada, con voz de fastidio y de fatiga antes que de furor—dígame:
¿qué le dió a usted por venir a molestarme y a inquietarme la clientela?
Era cierto. El bullicio adentro habia cesado. Quizá la llegada de la policía
habia provocado una fuga masiva por la parte trasera del burdel, a través de
patios y tejados colindantes. Nó; nó necesariamente. Advertidos seguramente
por la regente de la naturaleza minima del problema, esperarían los clientes, en
silencio y bien a cubierto, que el asunto aquél arribase a feliz término.
—Es que yó....—musitó con voz desfalleciente, al fin, el intruso—yo tengo
hambre.
La mujer lo miró, esta vez con una nueva mirada. Aquellas palabras,
cómo hacian resurgir en la memoria una vieja historia; una historia que parecia
yá olvidada. Algo habia en ellas de un lenguaje yá conocido, de una lengua no
olvidada, de una suerte especial de dialecto....
* * *
El animador, Gino Tonino, festivo y jovial como siempre, deleitaba a la platea
con sus chanzas y sus concursos. Más de una vintena de concursantes habían yá
desfilado ante la audiencia en vivo, algunos no obteniendo por ella nada más que
un apretón cordial de manos y un par de buenos deseos y otros, más afortunados
o más avispados, volvían a sus asientos con un poco más de dinero en sus
bolsillos. Entretener, hacer reír a la gente, era la misión de Gino; y también
hacerla ganar un poco de dinero. Nó mucho, sí, para mantener el suspenso y la
emoción en el público y para no enfriar el entusiasmo de los auspiciadores--que
era, después de todo, quienes financiaban los concursos y el programa mismo.
Por otro lado, cuando todos los concursantes ganan, se termina por perder la
emoción de participar en algo de un desenlace incierto y la gente lo hace al fin
sólo por el dinero. Inversamente, si todo el mundo pierde en los concursos,
nadie más tiene interés en participar. “Todo el truco está en el equilibrio—
confesaba Gino—todo consiste en mantener una couta promedio de
concursantes exitosos y premiados. A esto se añade un poco de circo, de
payaseo y de gimnasia, y yá está preparado el trago”.
Lo que le daba su sabor especial al programa, lo que lo diferenciaba de
todos los demás, era el plato fuerte; hacer que uno de los concursantes fuera en
busca de algo, al comienzo del programa, y que volviera con ello para su
conclusión. Esta parte del programa era la que mayormente atraía la atención de
la platea, sobre todo por lo insólita que era generalmente la petición. Ello podía
ser tanto un tiburón embalsamado, un zapato número 48 o una calavera de Yeti.
Esta noche estaba de oferta, lo que pedia era simple: sólo una anciana pelirroja
era lo que el concursante de la ocasión tendría que traer al estudio. La verdad es
que esta idea, la de imponerle a éste tal demanda, no habia sido el resultado de
un análisis o de una reunión de trabajo de equipo del programa, pues era algo
que, de partida, a nadie se le habria ocurrido justamente porque, antes que
tratarse de algo dificil o imposible de encontrar, era más que nada insólito; el tipo
de cosas en las que ni siquiera se piensa. En verdad, relataba Gino más tarde, la
idea le habia venido a él esa misma mañana, la del programa cuando, habiendo
parado su auto en un semáforo, frente a un kiosko de diarios y revistas, vió en la
portada de una de ellas la foto de una modelo exhuberante, en bikini, con una
larga, esplendorosa cabellera cobriza flameando al viento. Y, continuaba él, esos
pocos segundos en espera de la luz verde le habian dado a él, de todas maneras,
la chance de filosofar acerca de las opulentas modelos, de la belleza de la
juventud y, al fin, de los estragos de la edad, del tributo que todos debemos
pagar al Tiempo, asi se trate de las más bellas y voluptuosas modelos. Y, por
simple relación de ideas, terminaba Gino su historia, era que él habia terminado
su pequeña aventura matinal, al partir otra vez con su auto, al desaparecer la
bella colorina de su campo visual, con la pregunta que le habia lanzado a ella,
como si la joven pudiera haberle oido. Y lo que él decia que le habia preguntado,
en silencio, a la bella era: ¿Dónde quedará toda esa belleza cuando seas una
anciana, es que siquiera tendrás aún tu hermosa cabellera cobriza para
entonces? De alli, dijo, nació su idea de darle al concursante de esta noche la
misión de hallar y traer al estudio de TV una anciana pelirroja, de ese arranque
filosófico suyo. Habia sido entonces en una ansia existencial que se habia
originado la demanda de esta edición del programa, la tal vez la ansia
insconciente de Gino, de que en algún lugar de la ciudad esa bellaza juvenil se
hubiera conservado de alguna manera intacta, asi no fuera más que en el color de
unos cabellos. Y seria el concursante de la noche el encargado de resolver para
él este quiz existencial. Pero, a decir verdad, cuando vieron al fin al pobre hombre
que se había ofrecido para la empresa, un desastrado Don Nadie, no le cupo duda
alguna acerca del desenlace: esta noche no habría conclusión feliz para Tráigame
La Cosa. Sin embargo Gino, haciendo prueba de su experiencia profesional,
nada había dejado revelar de su opinión. El lo había tratado como a cualquier otro
participante, mostrándole ostensiblemente que lo consideraba en serio y hasta le
había dado algunas palmaditas de aliento en las espaldas, cuando se retiraba;
aún cuando estaba pensando, en esos momentos “éste no vuelve más por aquí”
De todas formas había que seguir con el programa, había que continuar
mencionando el asunto y haciendo bromas a su propósito, como siempre lo
había hecho, para distraer al público.
Faltaba un par de minutos para el cierre del programa y llamaba a su
último concursante para un breve juego de preguntas y respuestas cuando,
seguro de que se trataba de algo seguro, fatal, creyó prudente Gino anunciar
oficialmente a su público la deserción del buscador de ancianas pelirrojas. Lo
hacía sin pena, pues desde un comienzo sabía que lo habría de hacer.
—Estamos llegando yá a la hora tope y, desgraciadamente, podemos
concluir ahora que no llegó simplemente nuestro concursante con su anciana
pelirroja.
En ese momento un pequeño revuelo en la platea lo hizo interrumpir su
discurso. La gente se volvía, en sus asientos, comentando todos, con gestos y
exclamaciones ahogadas de asombro y sorpresa; se dirigian las miradas hacia la
parte posterior del estudio, hacia la entrada principal. Gino miró también en esa
dirección; y allí los vió. A los dos.
El concursante, el hambriento, caminando con paso seguro y firme, en
línea recta hacia la escena; con la frente alta y una expresión de dignidad y de
altivez grabada en el rostro, parecía que hasta el corredor al escenario, de tres
metros de ancho, le quedaba estrecho. Pero algo más traia en esas manos que
habian estado vacias en su primera presentación en este estudio de televisión.
Mejor dicho algo traia con él, una porción de un tesoro que desde hacia rato yá
habia andado buscando: una gran tajada de pizza atravesada en el gaznate, la
que iba mordisqueando con desvergozanda sensualidad. Y a su lado, prendida de
su brazo como una amiga o confidente, con los ojos semicerrados, tratando de
habituarlos a la luz intensa de los focos; un poco tensa pero igualmente con ellos
despidiendo destellos de desafio, enarbolando una exhuberante cabellera cobriza
—la peluca de su portero--galoneada ella de joyas verdaderas o falsas, arropada
en un confort invernal de pieles de gatos vagabundos, o de visones sofisticados,
vasta como una Afrodita, marchaba la dueña del burdel.
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