efecto transilvania isuu

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En una Sevilla que todos conocemos, pero nadie reconocería, un par de adolescentes se adentran en un mundo que a la mayor parte nos es ajeno. Peña y Eme se sumergen en las tinieblas de la mente, en esas zonas oscuras que todos poseemos, pero raramente exploramos. Juan Ramón Biedma, atrapa al lector en una trama que, cual tela de araña, te inmoviliza cuanto más te resistes. De esta manera, el lector es arrastrado al abismo que todo ser humano circunda y suscribe. Una novela que muestra la adolescencia como aquel infierno del que casi todos conseguimos salir. Una historia tanto para jóvenes como para adultos que no han querido dejar de entender el difícil funcionamiento de la mente.

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Todos los derechos reservados.Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, excepto excep- ción prevista por la ley.

Colección: LugosiTítulo: Una última cuestiónAutor: Juan Ramón BiedmaDiseño gráfico: Adrián AlonsoDiseño de cubierta: Adrián AlonsoImagen de portada e interiores: Leticia Morgado Rodríguez

ISBN: 9788494335099 Depósito Legal: CA 217-2015

Impreso por ESTRUGRAF Impresores, S. L. Primera edición: Mayo 2015

@ De la presente edición, Cazador de Ratas Editorial Tlf.: 956 050737C/ Clarinete 6 esc. 9, 2o E11500 El Puerto de Santa María www.cazadorderatas.com

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Debo este libro, y todo lo demás, a mi madre; es para ella. Y para mi hijo, Arte, Parte y Perte.

I.A catorce años del fin del

mundo

Cuando despertamos, todas las plantas y los animales habían muerto. Nadie hizo

ningún caso.

La orden de la buhonería

Aquello fue un gran embuste. Como si alguien te pidiera un vaso de agua, y al llegar a la cocina, te encontraras en un país distinto, sin pasaporte para vivir allí y sin ninguna posibilidad de retorno.

Todo el mundo ha oído hablar de los peligros que nos esperan en el interior de las iglesias. Y de que no hay abrigo que nos quite el frío de su oscuridad. Aunque no me negaba a acompañar a mi abuela de vez en cuando; era una de las pocas oportunidades

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que tenía de corresponderle por habernos acogido en su casa después del accidente de mi padre.

Ahora, cuando recuerdo todo lo que pasó esos días, después de tantos años, sigo escuchando la música sin música de aquella nave. Llevábamos poco tiempo allí, arrodillados en el reclinatorio, creo que invisibles, al fondo. Mi abuela, rezando, y yo imaginándome la estatua de san Pedro con un fusil de asalto o una guitarra eléctrica.

La tragedia se presentía en el aire. Como siempre.

Al final de nuestra fila, había una mujer de la edad de mi abuela y un chico de unos trece o catorce, como yo; los dos de rodillas también; si no fuera por sus rasgos latinoamericanos y porque eran más morenos que nosotros, cualquiera nos confundiría. Apenas había nadie más, solo algunos ancianos hundidos en los bancos, y el cura, que trajinaba en las zonas secretas del templo, y que salía y entraba del confesionario o por una puerta del lateral.

Daba igual que la parroquia de San Pedro fuera moderna y fea, a mí todas las iglesias me parecen el interior de un castillo medieval; esa era otra de las razones por las que no me resistía a venir, no todos los días puede uno visitar el escenario de una película de terror.

Mi abuela terminó su oración y empezó a levantarse para ir a confesar, pero el chico

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del final de la fila se le adelantó. Era más bajo que yo, tenía cara de buena persona. Vi perfectamente como abría la puerta de la cabina de madera al tenebroso vacío y la cerraba detrás de él.

Los tres nos sorprendimos cuando, a los pocos segundos, vimos surgir al cura para continuar con el arreglo del altar, pero por la puerta de la sacristía; todo el tiempo había- mos pensado que estaba en el interior del compartimento, junto al niño. Su abuela volvió la cabeza buscando alguien que no se extrañara de su extrañeza, cruzó una mirada con nosotros, se levantó y se dirigió al confesionario, que no estaba más allá de tres metros.

Vacío.

Era imposible que el niño hubiera salido sin que lo viésemos.

Al principio, empezó a gritar en voz tan baja que no se le escuchaba.

Fue subiendo el tono y perdiendo los últimos nervios. Se acercaron los parroquianos. Se abrió paso el cura con la sotana terminada en panza, las gafas marrones y el tono ronco y desagradable, más preocupado por evitar el escándalo que por ayudarla. La sujetó del brazo y consiguió que dejara de gritar. Ahora solo interrumpía su llanto para preguntar dónde está mi chibolo.

Alguien propuso avisar a la policía y mi abuela me hizo una seña para que nos marcháramos.

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Salí de la iglesia mirando la entrada negra del confesionario, con la sensación de que aquel chico se había perdido para siempre en los calabozos del Señor.

2 Lo que sí es verdad, de todo lo que comenzó a pasar durante aquellos días, es que debía tener cuidado con lo que contaba y con lo que no.

Un ejemplo fácil, el fin del mundo. Me había pasado toda la mañana dándole vueltas a una entrevista que vi la noche anterior en televisión, donde un hombre decía muy seguro que había logrado interpretar los geoglifos del Perú y que una marea destructiva estaba arrasando el continente europeo; en el año 2008 se acabaría toda forma de vida sobre España. Si se lo contaba a mi amigo Paco Ballesta, se pasaría la tarde largándome trolas intragables sobre el tema. No saqué nada en limpio por mucho que pensé en ello, pero al menos me sirvió para distraerme y no escuchar a los profesores que pasaban por clase; además, estábamos en 1994, teníamos tiempo de sobra para morirnos de asco mucho antes.

—Anoche vi a un científico en la tele que decía que España sufriría una hecatombe en el año 2008 —le dije a mi amigo; no siempre cumplo lo que me propongo.

—Normal —me respondió Paco.—Lo ves normal?—Claro, a los alienígenas les

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encantan las computadoras. El dos, en el lenguaje máquina, significa doble; y cero, cero, es destrucción, destrucción. Será su octavo intento. 2008. Está clarísimo.

Seguimos adelante.

Ballesta es capaz de inventarse cualquier cosa en medio segundo, soltarla, y quedarse tan tranquilo.

Andaba con una mano sobre mi hombro para orientarse, como solía; es ciego de nacimiento, pero creo que es él quien me guía a mí. Y no solo porque conozca el barrio de San Pedro y su gente mucho mejor que yo.

—Hay quien dice que los Reyes Magos fueron los primeros emisarios de los extraterrestres, y que una de sus misiones era anunciar el fin del mundo. Por lo visto... —no debí decirle nada.

Teníamos catorce años y lo conocía desde los cinco o seis, por temporadas, cuando iba de vacaciones a casa de mi abuela; ahora que mi hermano y yo nos habíamos venido a vivir a Sevilla, después de lo de mi padre, pasábamos casi todo el tiempo juntos.

—¿En que número de San Benedicto vive Tona? —lo interrumpí.

—En el seis.—Pues calla que ya casi estamos. Lo estaba acompañando a casa de una compañera de clase para llevarle un estudio sobre cómics fantásticos en versión braille y normal. Yo solo la conocía de

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vista, una repetidora como nosotros, que llevaba los pantalones y los jerséis tan apretados que tenían que dolerle; debía tener quince o dieciséis y pasaba muchísimo de todo, pero no de los tebeos de terror, y de esas no abundaban.

Mientras cruzábamos la plaza, la vi en su portal, con otra que también repetía curso en nuestro colegio, y que me había llamado la atención porque tenía un arete dorado en la nariz, andaba a veces con los del Barrio Hundido y siempre iba muy seria. Las dos hablaban con mucho miste- rio. De pronto se quedaron quietas; Tona mirando a la del aro, y esta mirando fijamente un montón de ropa usada, de la que se deja para que la recojan los de beneficencia, que había en un rincón del portal.

Sería por curiosidad, el caso es que le puse la mano en el pecho a mi amigo para indicarle que íbamos a pararnos.

—¿Qué pasa? —me preguntó.

—Está en el portal con una amiga —le susurré—. Espera, que están... haciendo algo.

No pasaba nadie por la calle.

Las dos parecían muy concentradas, como si esperaran que saliera algo del montón de ropa vieja.

Entonces empezaron a volar.

A levitar, más bien, como los fakires

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sobre su alfombra mágica.

Dos botines zarrapastrosos de los que había en el montón de ropa se estaban levantando en el aire sin que nadie los tocara, despacio, como obedeciendo la mirada de la del aro, que los seguía fijamente.

Continuaban subiendo.

Tona se tapaba la boca con las manos para no gritar. Ya les habían rebasado la altura de la cabeza. Cuando se acercaban al techo, la del aro de oro alzó la mano, riéndose, la hizo girar y los botines también bailaron en el aire. Después los dejó caer con una reverencia a su amiga, que alucinaba. Como yo.

Cogí a Ballesta del brazo y le di la vuelta para irnos de allí antes de que nos descubrieran.

Lo difícil iba a ser contarle lo que había visto.

Mis padres me habían traído de visita a Sevilla un millón de veces, pero vivir aquí era muy diferente; sabía moverme, y había un gran número de lugares que me resultaban fa- miliares, pero también estaba descubriendo otros muy extraños y sombríos. Sobre todo, desde que salí del hospital.

Como todos los meses, mi abuela me había enviado a pagar la cochera donde guardábamos el coche de mi abuelo. Estaba allí desde que se lo compró, en 1955. Mi

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abuelo murió muchos años después sin haberlo conducido ni una sola vez.

La noticia de la ejecución que iba a tener lugar en Sevilla había llegado a uno de los noticarteles que se habían puesto de moda en aquellos días, sucesos destacados que se recogían en vallas gigantescas patrocinados por una firma comercial.

Me quedé un buen rato debajo del cartel.

La Red de Tribunales Europeos aplicaba con más y más frecuencia la pena de muerte, pero debido a las movilizaciones de numerosos grupos opositores, había decidido llevar a cabo los ajusticiamientos cada vez en una ciudad distinta. Ahora le había tocado el turno a Sevilla. El cuatro de abril. La condenada por un delito de asesinato, de origen peruano, tenía catorce años de edad.

El coche de mi abuelo no estaba en un garaje o un parking, sino en una antiquísima cochera del Muro de los Navarros, cerca de la Puerta Osario, que bien pudo ser construida para albergar coches de caballos.

Desde que vivía con ella, mi abuela me enviaba con todos los meses para pagar la plaza de aparcamiento; no tenía que decirle nada al viejo propietario, bastaba con entregarle el sobre; después me daba una vuelta por el interior, me detenía un rato junto al coche de mi abuelo y me marchaba.

El día estaba nublado y el Muro de los Navarros, aún más; siempre me pareció una calle siniestra de la que se ramificaban

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callejuelas que llevaban a lugares horrendos, pero a mí casi todas las calles me parecen que llevan a lugares horrendos.

En una fachada podía verse un gran relieve de piedra representando una intervención quirúrgica que, por las indumentarias y el instrumental, tuvo lugar varios siglos atrás, y por lo tanto, sin anestesia. Los médicos iban vestidos de calle, parecían más torturadores que cirujanos, el enfermo se retorcía, la escena era aterradora.

Un mendigo, hasta el último centímetro de piel cubierto de vendas sucias y rotas, extendía su retorcida mano desde un portal.

Muy poca gente pasaba por aquella acera, pero todos, todos, lo hacían bajo una escalera de mano apoyada en la pared, aunque tenían espacio de sobra para rodearla. Yo también.

En la puerta de la cochera, junto a un contenedor de basura, había un piano de cola reluciente junto a varios muebles destrozados.

El encargado no estaba en su garita, así que entré para buscarlo. Se trataba de una gran superficie de techo muy alto, a esta hora sin más iluminación que la poca claridad natural que aún entraba por la puerta. Los vehículos estaban distribuidos en varias calles; los del fondo, estacionados en la zona en la que el suelo subía hasta formar una rampa muy inclinada.

No se veía al dueño por ningún sitio.

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Me dirigí directamente hacia el coche de mi abuelo, un Lancia Aurelia de 1955, negro, brillante. El dueño del garaje tenía instrucciones de mantenerlo limpio. Mi abuela me contó que se lo habían comprado en una época en la que mi abuelo andaba mejorcito, pero que enseguida volvió a recaer. No se veían modelos como aquel más que en los museos. Me encantaba.

Lo habían destrozado.

Palmo a palmo, habían machacado el chasis, las ruedas, los cristales, los asientos, el salpicadero, todo. Un trabajo de destrucción limpio, tranquilo, ni siquiera se veían restos al- rededor.

Escuché un sonido al final de la fila de coches aparcados en desnivel, el tiempo de mirar y un coche empezó a bajar, como si lo hubieran librado del freno, cobró velocidad mientras atravesaba el pasillo y se estampó contra otro de los vehículos. Inmediatamente, otro automóvil se soltó y volvió a ocurrir lo mismo.

No se veía absolutamente a nadie.Otro vehículo más empezó a rodar para estrellarse.Cada vez más cerca de mí.Los coches estaban cayendo en la zona de la entrada, así que comencé a correr en dirección opuesta. Había otra puerta de salida al fondo del local, pero no siempre estaba abierta.

Los golpes de los vehículos al colisionar seguían escuchándose detrás de mí, uno tras otro, lentamente.

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Me pareció que otros pasos a la carrera se unían a los míos, pero no quería mirar hacia atrás y no los escuchaba muy bien entre la sucesión de topetazos.

Mientras corría tuve la seguridad de que lo que le habían hecho al coche de mi abuelo era un aviso, pero no sabía de qué ni de quién.

Los impactos de los automóviles al chocar no dejaban de perseguirme.

Al doblar la última fila, me esperaba el resplandor del final de la tarde que entraba por la puerta abierta de par en par.

Por suerte, en invierno anochece pronto.Ya había leído mis trece páginas diarias de La orden de la buhonería, la mejor novela del mundo, y estaba asomado a la ventana del dormitorio donde dormía, en casa de mi abuela, que en algún momento debería empezar a considerar mi casa y mi dormitorio.

Me había costado mucho tranquilizarme, no quería pensar en el episodio de la cochera.

Estaba dudando sobre salir de nuevo después de cenar o quedarme a no hacer nada. Eso sí, tan aburrido como para ponerme a estudiar no estaba. Lo bueno de repetir es que una parte de la materia te suena lo suficiente para tirar adelante, eso es lo que me decía a mismo a diario; la otra parte no te suena de nada, de ahí la gran cantidad de suspensos que estaba acumulando, y de eso prefería no

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acordarme.

Empezaba a tener frío cuando vi las cometas. Docenas de cometas negras, allá por la zona del río.

Ahora sabía que la chica del aro en la nariz se llamaba Peña, que había entrado este año, como yo, en el colegio, y que solo hablaba con Tona y con los chicos del Barrio Hundido. Mi amigo Paco Ballesta era una estupenda fuente de información, solo había que aprender a diferenciar qué parte de lo que te contaba era mentira, o sea, casi todo. No se había inmutado cuando le conté el episodio de los botines voladores; al momento había armado una historia sobre una secta de adoradores de Satán que estaba penetrando en el colegio, cuya máxima sacerdotisa era la tal Peña. Al menos sirvió para que dejara de hablar sobre el 2008 y el fin del mundo.

Abajo, mi abuela estaba llamando a mi hermano; por suerte allí se cenaba temprano. Después de todo, esperaría una vez más a que se acostaran para dar una vuelta. Era una costumbre que tenía desde que me dieron de alta del hospital; apenas recordaba nada del tiempo que estuve ingresado allí; algunas imágenes que surgían de vez en cuando, un médico joven hablando con otro, de mí, diciendo algo de un brote y del efecto Transilvania cuando pensaba que yo no podía oírle, poco más.

Las cometas empezaban a confundirse con la noche. En toda mi vida había visto antes

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una cometa negra.

—Parecemos el club de los repetidores —dijo Tona. Durante el recreo, Ballesta y yo nos habíamos acercado a Tona y a su amiga, como quien no quiere la cosa; Peña se había dejado caer hasta sentarse en el suelo, y los demás la habíamos imitado.—Fritz diría que parecemos el club de los pendejos —respondí.

—¿Quién es Fritz? —Tona.

—Un amigo nuestro mexicano. Otro repetidor. Está en Los Moros —así es como se conocía popularmente al colegio público de su barrio—. Vive en Pío XII.

—Fritz y su familia son exiliados —intervino Paco Ballesta—; llegaron en una balsa hace un par de años, después de toda clase de penalidades; tres de sus hermanas y una tía política murieron por el camino; se cree que el resto de la familia tuvo que recurrir al canibalismo para sobrevivir.

—No le echéis cuenta a este. El padre de Fritz es periodista y escritor, vino a España contratado por un periódico.

Siempre tengo que estar al tanto para que Ballesta no nos meta en un lío con sus mentiras. Pero casi nunca pasa nada. Sobre todo con las tías, nunca tiene ningún problema. Yo le digo que su éxito se debe al misterio de las gafas negras, y él se ríe, y se encoge de hombros. Más bien será por eso, porque siempre se encoge de hombros

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y les habla sin ningún reparo, o porque es rubio y parece un actor de cine.

—Ayer me quedé esperándote —le dijo Tona.

—Perdona, tuve que ayudar a Eme, que está terminando la mudanza —señalándome.

Eme, de Emeterio. Sin comentarios.

—Tú eres madrileño, ¿verdad Eme? —Tona.

—Sí, pero ahora vivo aquí —no quería entrar en detalles de la muerte de mi padre, ni del tiempo que estuve en el hospital nada más llegar a Sevilla.

—¿Tienes hermanos?

—Uno. Pero como si no lo tuviera. Tiene cinco años.

—Yo soy hija única, como Peña; vivo sola con mi padre, también como ella.

No le pregunté nada más para que ella no me preguntara. Cambié de conversación señalando la camiseta de Peña.

Tenía que esforzarme para no mirar descaradamente el aro de oro terminado en dos pequeños búhos que llevaba en la nariz.

—¿Qué significa Nazca? —la palabra flotaba sobre un búho de alas abiertas. Otro búho.

—Una zona del sur de América. ¿No habéis oído hablar de los geoglifos? —

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Tona, contestando por su amiga.

—Me suena... —Ballesta se dispuso a iniciar una de sus patrañas, peno la otra no lo dejó seguir.

—Mi padre me ha hablado mucho de ellos —a sus dieciséis años, parecía saber mucho de todo—. Nazca está en el Perú, es una de las zonas donde se han hallado estos geoglifos. Unos dibujos en la tierra hechos hace unos dos mil años. Pero son dibujos inmensos, algunos de varios cientos de me- tros, tan grandes que ¡solo se pueden ver desde un avión! ¿Os hacéis una idea? Eso quiere decir que quienes los hicieron, no pudieron verlos nunca. Hay quien dice que son una pista de aterrizaje para naves extraterrestres, el caso es...

—¡Otra rata y aquí va el tío que las mata!

Era la frase preferida del Bumper, el bedel-vigilante, que nos observó y estuvo a punto de acercarse para decirnos algo, pero siguió su ronda por el patio-prisión mientras los alumnos-reclusos agotábamos los últimos minutos del recreo.

Últimamente habían tenido lugar una serie de robos en el colegio, objetos de todo tipo, y el Bumper había jurado públicamente atrapar y dar un escarmiento al responsable; ni se planteaba que el ladrón no fuera uno de los alumnos.

Los compañeros pasaban a nuestro lado y también se nos quedaban mirando, allí en el suelo. A mí me daba igual, hasta que me

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fijé en el cristal de la ventana de una de las clases que tenía enfrente.

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