el barrio de las iguanas (3)

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Ideas Libres y Diversas “EL BARRIO DE LAS IGUANAS” Rafael Puello Babilonia Novela //

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Ideas Libres y Diversas

“EL BARRIO DE LAS IGUANAS”Rafael Puello Babilonia

Novela//

2

a Nicole Cage Florentiny

“Ojalá alguna semana heroica

Podamos corregir las vergüenzas de los días”.

a la seño maye,

ella sabe por qué…

2

Han caído en la trampa de encerrar lo imposible...

2Manuel Vásquez Portal

2PREFACIO

He aprendido que las dedicatorias son el resumen más completo que se puede

tener de un libro, de mí y de mis creaciones se podrán decir muchas cosas, a

propósito de esto, quisiera decir que cada expresión va relacionada con mis

vivencias. Así que señor lector si alguna vez se llega a encontrar por casualidad

conmigo, tenga en cuenta que como lo dijo el maestro Héctor Rojas Herazo (Todo

esto fue el esplendor, la ternura y la desgracia de mi voluntad) y que solo yo soy el

culpable de que las historias que se cuentan o se omiten de los personajes sea un

vil reflejo cíclico de mi instancia, de mi largo trasegar por calles, andenes, parques

y cementerios de este pueblo detenido en el vacío de la historia, por esto pido

perdón a muchos amigos porque en resumidas cuentas son ellos los que con su

diario vivir seguirán aportando un vuelo de pájaros desprendidos de la noche, una

urgencia del cuerpo y el tiempo a ese mundo en el cual me mantengo, firmemente

aislado y envuelto en una fantasía absoluta, adormecida por la caricia única de los

sueños, si por esto han de condenarme mis más cercanos amigos, sea esta la

razón única para decirle a ellos y a los demás: en sus manos encomiendo mi

palabra.

Aunque a veces les pregunte a amigos y vecinos si la buena literatura tiene que

parecerse a una bacinilla llena de orín, ya que por muchas razones que conozco,

he objetado la labor del escritor como un golpe seco al estómago, como una

2cachetada o una trompada dada a alguna persona que a sido tomada como

instrumento negociable de su tiempo y de su espacio. Toda gran hazaña necesita

del cuidado de la materia que la posee y la calcula, de lo contrario no se realiza la

obra sino la antítesis de la obra.

Algo me detiene en el camino que he decidido andar, algo me desespera,

contradice y me bloquea, para decirme que en ocasiones he logrado acercarme a

una ventana para persuadirme de manera brusca y dirigir los pasos hacia el cuarto

y allí encerrarme para acariciar con ternura la alegría remota de mi estancia,

reconociendo (cada objeto, cada fastidio, cada gota de saliva que deposito en mi

garganta y trago) que en ese tramo de la vida, la gloria y el honor acumulan en el

silencio de su escala. Lentamente van cayendo mis ojos rendidos ante la fantasía

de una vela casi apagada y unas cuantas líneas ante el rigor de la ocurrencia. No

volveré a sacrificarme, a pronunciarme contra nadie, pues solo soy un hombre

solo, que piensa, actúa, prevalece y escribe sin la protección de un chaleco

antibalas, no tengo el tedio de la costumbre ni el forcejeo del intelectual, escribo

casi con la misma frecuencia con que como, cago, vomito o sudo, para mi escribir

es como respirar, abres la nariz y hueles y acaricias el mundo con la presencia del

olfato. Más tarde dirán que fui cobarde y que esa cobardía era la evidencia de mis

obsesiones abiertas y en pleno vuelo, en plena necesidad de dominio, como un

montón de moscas que se acumulan en un plato sucio a través de los años.

2Por eso hoy me siento culpable de tantas cosas, siento por ejemplo que es hora

de liberar del encarcelamiento a los días que se fueron sin dejarme cruzar al otro

lado del camino, tal vez para sentirme más liviano que nunca por la desnudez que

representa mostrarme desde adentro, debo ser sincero y mencionar que no todo

está dicho. Dejo algo para mí, y para el recoveco de los secretos que por obliga-

ción cada mortal debe guardar para sí. Esos son míos, los otros los liberé y segu-

ramente desfilarán en forma de imagen y palabras a lo largo de este escrito.

Comenzaré hablando del amor, muchos se preguntaran por qué, es que desde ni-

ño he pensado y sigo pensando que el amor es el filo de la navaja por la que todos

andamos y la forma de querer entender lo que hacemos cuando estamos enamo-

rados, cosas tan estúpidas que todos cometemos, el mostrarle la pareja a la fami-

lia, es algo ilógico pero fascinante, algo que uno espera siempre que ocurra, como

las raíces, el barrio, esos efímeros detalles de esos primeros años que empezaron

a verme y mostrarme a la vida aquí en Turbaco. También me han servido para es-

cribir, los testimonios de gente que me conoció y me conoce, pero sin comprome-

ter a nadie. Si estuve de acuerdo en desnudarme en este escrito, no tenía por qué

desnudar a otros. Mirar hacia atrás no me resulta fácil. Hay mucho dolor, miseria

más que todo, incluso tristezas y muertes. El fallecimiento de mi abuela es y sigue

siendo un dolor muy intenso, una catarsis de la cual todavía no me recupero. Pero

le escribí ese texto por mi voluntad que casi se me ha olvidado, para que sirva

como una manera de devolverle el cariño enorme que me brindó por muchos años

2y tal vez para tenerla un poco más cerca a pesar de la distancia. Por ejemplo, del

colegio extrañó a ese tipo irresponsable que un día se le olvidó ir a una clase de

matemáticas, mi vida nunca han sido los números sino las letras, la miseria trans-

formada en vida. Es doloroso, pero es una manera de reconciliarme. Encontrarme

con el ayer fue fantástico, aunque duele. Casi me envidio al verme en esas imáge-

nes de colegio, en esos recuerdos empañados por los años y el tiempo. Extraño la

frescura con la que hacía las cosas y lo que me divertía con mis amigos de recreo

que no recuerdo mucho, esa fue una época muy importante para mí. También

añoro andar de a pie, de la casa al colegio y del colegio a la casa, en una rutina

trágica y a la vez divina, sin la fama a cuestas, cuando en cada esquina encontra-

ba inspiración para un nuevo texto. No quiero ni querré nunca sentarme en una si-

lla y decir: bueno, yo nací en un pueblito..., sino vamos al pueblo y a la casa donde

nací, siento la necesidad inconsciente de revelar algunas cosas, ya que es un

asunto muy poco planificado.

Sobre mi oficio de escritor, puedo decir que los políticos viven de las mentiras, los

curas viven de ofrecernos un mundo mejor en la otra vida para que todos estemos

aquí perdidos mientras llega la otra, los doctores viven de cuidar nuestras enfer-

medades, los profetas viven del futuro y los escritores como los locos no- demen-

tes viven de meternos en el pellejo de otra gente, por lo menos ese es mi caso.

Volviendo al tema de las mujeres opino que son el asunto más irresistible, incom-

prensible, absurdo y, al mismo tiempo, el más maravilloso de todos los elementos

2que existen en este planeta, es a su vez una pesadilla, una costumbre momentá-

nea. Siempre nos esta jodiendo una, o cuando menos lo esperas regresa a ti con

una inocencia encantadora sumisa y fantástica, a mi me ha pasado, quizás por

eso mismo no he sido feliz.

Tuve una niñez infeliz, mi madre era y sigue siendo una mujer muy estricta, pero

buena, ahora me deja escribir, aprendió que contra lo imposible no se lucha, yo

hasta ahora estoy aprendiendo eso. Con mi padre me la pase la mayor parte del

tiempo, él y yo éramos locos de remate y contraproducentes en ciertos casos, él

nunca estuvo de acuerdo con que yo escribiera, pero yo quería cambiar el mundo.

Nací en un septiembre falso, entre fandangos y cajas de cervezas, en una de esas

raras convulsiones creo, nací. Soy maestro de oficios básicos. Maestro de vivir las

desgracias, las vergüenzas, las bombas de rabia y llanto, soledad y miedo, mi

adolescencia la viví en medio de un potrero y un estadio, el llavero de la escuela

que golpeaba mi cabeza... La profesora o el profesor, la soledad y el cansancio

como una especie de fastidio y las temibles matemáticas y compuestos químicos

que me asediaban las tripas y el pellejo como una convulsión cósmica. La primera

vez que comprendí que mi vida iba a ser dura fue cuando sufrí la primera derrota

por una mujer, eso fue a los 11 años. Tengo que confesar una verdad, siempre ha-

bía estado muy cómodo con mi soledad, pero me encuentro en un conflicto actual,

puedo decir que en este momento no tengo una buena relación con la soledad, y

cuando eso pasa, no se puede elegir bien a una pareja, porque se hace por des-

2esperación mas que por amor. Extraño realmente sentirme bien con mi soledad,

prefiero guardarme esa parte en el libro que sólo yo sé, es mi verdad, que yo ten-

go y que no voy a compartir con nadie. Porque los asuntos de un amor son cosas

que se arreglan entre dos y punto.

Hablar de la vida para mi es algo serio y fascinante, es casi lo único que vale, su

frescura y naturalidad en mi son constantes. Por eso la poesía sigue siendo una

pasión que no puedo olvidar por más que lo intente, es como el beso que llega y

se te clava en los labios y te deja una huella, o una lagrima eternamente por den-

tro. Yo no disfruto los domingos porque me parecen los días más vacíos de todos,

disfruto más bien los martes o viernes por tradición y buscando una cultura com-

plementaria diría yo. La vida es poder decir con la frente en alto y bien arriba estoy

caminando porque se que caminando contemplo el mundo y el mundo me contem-

pla a mi. Soy feliz de haber sido pobre, de jactarme sin doblegar mi orgullo. La

razón que me mueve a escribir es constante y única como la pasión que siento

por Sara, Kelly o N, es algo inconcluso que nunca se termina. Si el corazón, claro

está, no es el tercer huevo como Márquez, por otro lado existo porque me despier-

to y me levanto. Porque como, camino, hablo. Porque así lo prueba un acta de la

registraduría de Turbaco, y los archivos del colegio Crisanto Luque donde cursé mi

bachillerato. Existo por el número de mi cedula. Por mis padres y su maravilloso

descuido. Jamás hice nada por existir. No llené solicitud, ni pedí permiso. Simple-

mente aparecí. Siempre pensé que la existencia empieza en el momento de nacer

2y que a veces la vida tarda tanto en llegar que no llega nunca. Gasté tanto tiempo

en tratar de entender qué era la vida construyendo hipótesis sin sentido.

Hoy sé que la felicidad, el amor, la amistad son utopías que generan angustias si

las pretendemos completas. Que el asunto es buscarlas y devorar sus momentos

picos como abastecimientos para los tiempos en veda. Hoy creo que la vida es un

buen vino, la canción que te gusta, esa sensación después de amar que te hace

sentir supremo. Un buen postre, un gran atardecer, un partido de fútbol. Todo lo

demás es un rosario de pesadillas que hay que padecer para poder encontrarte de

manera esporádica con esos pequeños detalles y sentirte por instantes... Vivo. Po-

cas veces se puede atrapar la vida por un tiempo continuo de dos horas. Aquella

noche sucedió. Y este trabajo lo resume. Así soy yo y así he vivido siempre.

El autor

2

I

-Mi madre ya no es virgen pero sigue siendo terca- lleva semanas sin

limpiar el sanitario y sin atender a mi padre, solo los lunes va a misa, a medio día

después que han pasado los vendavales y el hambre se pierde en la distancia de

las calles ella no tiene definición alguna y escasamente comenta algo, yo le ofrecí

un gallo y ella a cambio me dejó todos los gastos acumulados de la casa y entre

cejas el grito afanoso de payaso que invento.

Almorcé temprano y salí de casa en medio de un tumulto de gente amanecida y

ropa sucia, tomé la vía que siempre había tomado y que a la salida del mercado

conduce a la Cruz, al lado mío caminaban dos niños, uno era alto, de cara

redonda y cabello castaño, el otro iba unas cuadras adelante silbando, se hacía

natural en él la presencia de la soledad acumulada en la economía de los pasos,

mientras pateaba una lata de cerveza se levantaba la camisa y se rascaba

afanosamente la barriga con tal ímpetu que parecía que el pellejo le fastidiara por

completo y desesperadamente trataba de arrancárselo, el urgido morral pendía del

hombro cubriéndole la mitad de la espalda, cada semana caminaba los

alrededores tratando de sostenerse la costumbre ansiosa en la que lo habían

2educado barrio abajo, no sin antes advertir la ingenuidad de su condición que le

hacía ser efímero e inadaptable en una sociedad de mierda. Más tarde acosado

por la fatiga evidencié el terrible remordimiento de un mundo donde la parafernalia

del día a llegado a los límites de una ignorancia adelantada a tal extremo, que el

único pretexto para soportar tal condición era la urgencia de amarrarme los

cordones, de usar shampoo y desodorante entre semanas como me lo advertía la

difunta Chencha Martínez, para luego entregarme a la insuficiencia del que se

niega a morir.

A esta conclusión había llegado después de recordar que a los diecisiete años la

incapacidad de esa rutina me transformaba cada semana obligándome a llevar

una vida casi digna y tormentosa, mientras hacía esto me las arreglaba para

escribir y salir adelante.

Cabizbajo miré las puertas y ventanas de la casa cural, eran enormes y sus

paredes formaban una especie de sepulcro que terminaba en una de las esquinas

de la iglesia, donde por varios días observamos que el sacerdote se almorzaba las

hostias después del fallecimiento de alguien, esa era su rutina o su cábala traída

desde Sabanalarga. Al borde de la plaza los rostros de siempre, las mismas cosas

repentinas y pasajeras, el fastidio acumulándose alrededor de las sillas vacías y el

enjambre de palmas majestuosas en los rincones donde pasan los transeúntes,

los pasillos aún guardan impresiones de huellas que dejaron aquellas personas

que cruzaron a través de ellos y que aún hoy permanecen para salvar el tiempo

2que innecesario avanza y se bifurca hasta formar el paisaje que me delata y

reconozco en esta rutina. Amanece y el pueblo despierta con una acumulación de

resentimiento, impuesto por la multitud que desde la iglesia marca el paso del día

y la confusión que a ratos me persigue. Es fácil vivir cuando el sol se acumula en

nuestro interior y deja escapar a veces el nudo que a diario nos ata.

Turbaco era por aquel entonces un caserío de bahareques y cercado de madera

comprimida envuelta en alambre de púas, que ocultaban los tamarindos y jobos en

los límites de los patios, donde los niños jugaban entre las risas y los llantos nego-

ciados de los adultos. Era abrumador escuchar los insultos de los mayores por los

mandados no hechos y el canto de los pavos en los huacales, a la vez se hacía

necesario el ladrido de los perros y el rebuznar de los burros en los amarraderos

de la vieja cantera -Nos contaba Jairo meciéndose agitadamente en la hamaca

que cuelga del guayabo que el viejo Baltasar Domínguez muerto hace unas sema-

nas atrás, tuvo en los años ochenta, tres hijas en este pueblo, una era puta y se

repartía entre las fiestas de corralejas y bares del pueblo, la otra era agónica y

mansa, y estaba Justa, que como su madre era de tamaño irregular y moraba en-

tre nosotros como el pan y la champeta. Juntas vinieron al mundo cuando la lluvia

arreciaba y los vendavales eran cosa diaria, así que por aquellos días de octubre

no escampaba y recurríamos a cualquier acto para secarnos, como cuando rezá-

bamos con las tripas porque así dios nos escuchaba.

2Don Rogelio Morales, medico del pueblo se acostaba con las tres cada madruga-

da de octubre y la voluntad de dios hizo que todas parieran a la misma hora el día

de su muerte, era terrible escuchar el llanto de los recién nacidos que se confun-

dían en la distancia con los lamentos de la gente, que iban y venían por los pasi-

llos de la enorme casona donde Rogelio era velado como un santo, hasta allí lle-

garon sus votos de macho, el pobre quedó tieso y pálido como un cucallo amane-

cido y rancio que el sol de las doce ha pegado al caldero; hoy las hijas de Baltasar

se han casado en innumerables ocasiones y de sus hijos que por lo bajo suman

dieciséis no se ha vuelto a saber nada, y en el pueblo se rumora que todos fueron

enterrados vivos por ellas tres días antes de que murieran, en una escena teatral,

cada una al lado de la otra, formando un circulo único y tormentoso, parecía que

aquellos cuerpos inertes danzarán al ritmo vacio de las radiolas y guitarras que a

esa hora parecían contarle al pueblo lo sucedido, bajo la inmensa bonga que de-

marcaba los limites de la casa cural. De aquella tragedia no se ha vuelto a saber

en el pueblo y hoy todos alcanzan a recordar que cuando el viejo Baltasar pasaba

por las calles del vecindario un viento seco le amargaba la mirada, como si le re-

ventara el pasado en la cara después de afeitarse con el filo del machete a las sie-

te de la mañana.

El pueblo se dividía en tres calles cuyo final solo se notaba por el cansancio que

quedaban en los pies después de caminarlas, eran tan largas las calles de ese ve-

cindario que nadie lograba atravesarlas en días de hambre. Pero la vida era buena

2y prometedora, abundaban las cosechas, el ajonjolí, el casabe, las palanganas

con porciones de yuca y cerdo que desde las cinco de la mañana adornaban los

negocios en las instalaciones de la vieja piladora, donde el viejo Miguel se rebus-

caba en un oficio de tradición familiar y desde donde mi abuelo Nicolás veía el

desfile de marranos que alborotaban a Poza de Manga a esa hora de la mañana.

Mi bisabuela por tradición se acostumbró a las fiestas y parrandas, donde el valle-

nato y el porro, desfilaban tarde y noche mientras el fogón era avivado con tragos

de chicha fermentada y ron compuesto, todo esto iba ocurriendo mientras crecían

mis padres a la par de las tradiciones de sus familias, que ya llegaban cada una a

más de setenta integrantes e iban poblando el caserío y los barrios vecinos, de la

familia de mi padre conozco poco y mi abuela paterna lo sabe, ahora me acuerdo

de un mayo intolerable que veníamos de la iglesia y hacía tanta hambre que mi

hermano me dio un pedazo de hostia que extrajo de su boca a prueba de mila-

gros, todavía crezco con las imágenes de mi infancia, el colegio que extraño tanto,

donde Sara colocaba encima de mi pupitre su culo grande y redondo para que yo

escribiera con más ahínco, todavía no se si funcionaba, pero me gustaba tenerla

cerca, sentirla a mi lado como una extremidad más de mi cuerpo y poder olerla

toda como cuando sorbía todo el humo de las comidas recién hechas de las casas

vecinas al colegio. Sara hoy día vive en la capital y yo sigo escribiéndole a su culo

tanto como odio las matemáticas.

2Los días de colegio me mostraron que el sol pega tan duro de frente como de es-

paldas, en el colegio aprendí a soportarlo todo, desde los fragmentos de literatura

que escribía detrás de los exámenes de física, hasta los extraños comportamien-

tos de compañeras de clases que me sobaban la picha cuando les daba un escrito

de enorme valor para sus sexos confundidos, el profesor de química quien era el

único que disfrutaba de las descripciones diarias que le hacía de su persona en el

tablero y las enredadas clases de matemáticas del profesor Ángel, donde ni con el

cuaderno abierto podía imitar a Albert Einstein, allí comprendí que el dinero sería

mi enemigo y me refugié en la literatura, en un montón de cuadernos que llevaba

conmigo a todos lados como algo sagrado y único, Marcial y yo éramos los únicos

cuerdos del colegio y los demás se burlaban de nosotros, entonces se les hizo difí-

cil ofendernos y la vida nos llevó por un camino como si estuviera calcado en una

hoja, donde nos hablaban del futuro y de lo importante de nuestra formación y yo

solo escribía, obedeciendo a la rutina y al desamor.

Tal vez nunca fui el mejor estudiante, pero soñé como nadie, forniqué y enloquecí

como loco, tomé coca cola con Sara, Fernando, Ulfran, Fede y otros, fue entonces

cuando comprendí que mi vida solo era una simple motivación para que ellos cre-

cieran. Tiempo después hubo un vacío, un fragmento que la historia y los recuer-

dos borraron de mi mente, el tiempo en que dormí en el aeropuerto de Bogotá con

veinte mil pesos en el bolsillo, dos maletas y un papel arrugado donde había un

número telefónico que decía: -llámame, Eduardo Gómez- un hombre que nunca

conocí y que bauticé imaginariamente como -recado- la literatura siempre estuvo

2conmigo, Bogotá con sus ruidos, sus avenidas y grandes almacenes daba miedo,

pero asustado y todo agarré mis maletas y eché a andar, caminando vi los par-

ques, el estrés de la gente, compartí la mendicidad de muchos, la tragedia de

otros y una vez más la literatura se apareció ante mi envuelta en la devoción taci-

turna de la imagen de un santo niño que colgaba de los grandes edificios y plazas

de mercado. Entonces extrañé el mar, la majestuosidad de la popa, el cementerio

de Turbaco, las reuniones con los intelectuales de la ciudad, donde solía visitar

junto a Martin a Raúl y a los hijos del tiempo. Ahora camino por la avenida pastra-

na llena de hojas secas que vuelan con el sonido de la brisa, Carlos va a mi lado,

y estamos solos, por este camino no hay nadie, solos.

Hace días que tenemos la misma rutina, las mismas frases, las mismas hojas que

caen y son arrastradas por la brisa limpiando nuestras pisadas. Reíamos mientras

nos acostumbrábamos a los instantes de tedio y a las formas amarillas en que se

nos aparecía el barrio. Teníamos miedo, y yo rogaba encontrarme a alguien que

nos dijera algo que nuestras memorias recordaran. Sin embargo, en esa soledad

siempre cantaba, era una forma de sentir que nada había cambiado, Carlos se

asustaba por todo; por los huecos que el tiempo iba dejando a lo largo del camino,

por el sonido de los árboles a lado y lado de nosotros, y en particular por esa for-

ma de encontrarnos entre N y A como algo anormal y único. Marchábamos sin

comprender que alguien más allá de nosotros abría un libro y nos soñaba, nos

convertía en una confusa realidad donde éramos seres fantásticos, imaginados

2por momentos y nos desplazábamos bajo ese ritual de extraña belleza que nos

acompañaba, por eso cuando vuelvo a casa con el equilibrio de pensar puedo es-

cribir permanentemente, ya que las vivencias se presentan ante mí como símbolos

de una desolación. Las calles nos rodeaban con todos sus significados posibles,

el afán de encontrarme surgía y terminaba de imponerse ante ellas, como la ima-

gen ingenua de una silla donde un anciano se sienta y de a poco cierra los ojos;

sometiéndose a los riesgos de la literatura.

Al llegar a casa me recosté por un rato y el miedo de aislarme era terrible, las ho-

ras pasaban como autos veloces marcando el orden de la rutina mientras las pare-

des del cuarto deformaban mi sombra que reflejaba por instantes la cárcel que las

contenía. Allí acostado en la cama tomé el lápiz y poco a poco lo empapé de

mundo, pude ver que el silencio es escaso a las doce y media de la noche, lenta-

mente escribo mientras los insectos tratan de chupar mi sangre. Estoy sin celular,

sin tiempo y sin recuerdos, asomado a una ventana que no había abierto desde

hacía tiempos…Llueve desde las dos de la tarde y aún no escampa, N se ha vuel-

to un objeto, un personaje más de mi novela con su tragedia como una piedra cla-

vada en la espalda de un santo para recordarle que se equivocó de camino, de

rumbo y puso los pies en el descuido de mis pasos que ya no toleraban los suyos.

A esta hora las imágenes deformadas de mis amigos se reflejan en las paredes

del cuarto, uno por uno van pasando como un desfile novembrino, algunos no tie-

nen cara, quizás porque sus rostros los he ido olvidando poco a poco como cuan-

2do cierro un libro después de leer el último capitulo y me esfuerzo para recordar

cada instante leído a punta de rutina y milagros.

El pueblo es ese fastidio que le queda a uno después del mediodía cuando el calor

nos derrite el cuerpo, las tardes cambian el humor de la gente y transforman el

hambre y el olvido de los días que iba viviendo. Salía de casa temprano hacía la

biblioteca municipal, desde el borde de la carretera podía ver la plaza y los árboles

de laureles con un montón de pájaros gritones y feroces que se le tiraban a uno

encima si se les acercaban mucho; hasta allí, todo era un enjambre de adversida-

des, de rumores y parejas que buscaban en la oscuridad la supremacía de sus

sexos. Y yo observaba todo parado en la esquina de la avenida República de Mé-

xico, un nombre distante para una calle estrecha y milagrosa donde han surgido

los matrimonios más grandes del pueblo. De pequeño recuerdo los fandangos, las

danzas y las fiestas de en honor a Santa Catalina de Alejandría, una virgen tan po-

derosa como supermán, pero también estaban las peleas callejeras, las galleras y

el cementerio; porque la realidad no es otra cosa que un pueblo dibujado a escon-

didas. A mi me aburre no leer por eso camino descalzo por estas calles sucias de

dios, donde una vez soñé que todo se venia abajo y mi madre me cubría con sus

faldas. Mis padres se levantaron en medio de las ruinas y el hambre y así nos mol-

dearon a todos, pero yo no entendía por qué en el vecindario todos tenían que co-

mer menos nosotros y pasábamos muchos días a punta de milagros. Mi hermano

el mayor dejó los estudios para colaborar en la casa, solo mi hermana y yo rompi-

2mos con esa tradición, nos graduamos y yo preferí escribir casi que de inmediato,

porque mi necesidad era el mundo. La furia de lo que estaba pasándome me hizo

caer en cuenta que la suerte no existe en este barrio donde cada quien tiene lo

justo y los instantes son perros arrechos por momentos.

He vivido la gloria como un cuento, como una ciudad sin orillas ni tumultos. La

queja es grande cuando el castigo lo amerita. Intento mirar todo aquello que des-

conozco para así darle un sentido al reflejo inconsciente de mis ojos, el billar, las

mesas de fritos que de noche adornan las tazas y palanganas, provocando a los

transeúntes, el viejo de la chaza, el de las arepas y cocteles tan elegidos como mí-

ticos, acostumbrados al rigor de la gente. Se duele mucho por estas calles, políti-

cos anónimos y páginas inverosímiles se pierden por completo en un juego de

años. Ahora pienso en el sur, en la avenida la playa de Medellín, en Zarzal, Julia-

na, Katherine -el cocli y los días lluviosos de Bogotá, donde aprendí lo fantástico

del ruido y las multitudes. Ahora lo soporto todo, ya no me duelen los libros ni el

pecho, cada vez soy más exacto, como un reloj de pulso. La gente que encuentro

a mi paso me preguntan que hago, soy inventor, imagino, así me gano la vida,

imaginando, después que esta fija la imagen la escribo, doblemente para que no

se borre, solo así recuerdo del modo que puedo y escribo con menos dificultad.

Escribir da miedo, crear un personaje, una historia, resulta tan cómico pero a la

vez peligroso. Me asusta la idea de dormirme, todos los días antes de acostarme

pienso escribirlo todo para el día que no despierte. El sueño es un arma que nun-

2ca dejaremos de disparar, porque el ser humano vive de soñarse a diario y eso ya

es una fortuna constructiva.

El amor es una escritura a pulso, tiene uno que esforzarse mucho para poder sos-

tenerlo. Una vez un amigo me preguntó sobre el amor, y sea esta la ocasión para

contestarle, el amor se basa, sobre todo en no amar, en creerse uno el cuento y

sudar mucho con la inteligencia ajena.

En el barrio eran pocos los amigos, lo recorría diariamente de arriba abajo buscan-

do en su interior parte de mi infancia que se desprendía de mi como una insola-

ción madura mientras yo me quedaba mirando cada casa, cada árbol, cada calle,

cada niño desnudo que la atravesaban con los calzoncillos agarrados para que no

se les cayeran, igual que mi vida a punto de reventarse, como el burro muerto de

Julio Prieto que reposaba en el patio desde el sábado pasado con un montón de

moscas y dos gallinazos tratando de sacarle los ojos.

Bajo por el callejón de la avenida república de México que una vez más mostraba

los estragos sufridos en la fiesta de ayer por el cumpleaños del alcalde, vasos

desechables cubiertos de insectos de todo tipo, cucarachas, hongos, mohos y

lagartijas roían los restos de comida, estaban tirados a lo largo de los pasillos,

aquella calle había sido escogida entre todas para la fiesta anual del barrio. La

noche anterior no la recuperaría jamás, me acerqué al alambrado cuando me

2sorprendió Luzma que tenía la paciencia de una manca para hacer las cosas,

estaba tan apegada a mi como a los pikots, llevaba en sus manos varias hojitas de

matarratón y algunas conchas de guácimo que utilizaba diariamente para bañar a

Luchito que desde hacía tres años sufría de un asma atroz e infinita que le

perforaba los recuerdos. El día era amarillo e impactaba por momentos, los

pájaros recogidos en los árboles parecían temerle a los rayos del sol que se

deformaban al tocar la niebla en el mismo sitio donde a la hija de Benilda Moscote

le picó un alacrán cuando recogía la basura bajo las llantas que los niños del

vecindario en ocasiones usaban como carros a remolque, en el dedo se le hizo

una postema que le duró semanas, al mes la vimos sonriente mostrando con

orgullo su mano, pues era la única mujer de su familia y quizás del pueblo que

tenía nueve dedos.

La plaza de mercado estaba vacía, ni los barrenderos se veían por las calles, solo

la sombra improvisada de Emma Alarcón se observaba, sentada bajo la sombra

que le proporcionaba un frondoso almendro, reposando las piernas, con los ojos

casi cerrados y la boca abierta, en espera de algún comprador, cobijada por las

enormes paredes de concreto. Su marido, campesino de San Bernardo, cultivaba

hortalizas y frutas que vendía diariamente en el mercado y que le servía para

apaciguar el hambre que diariamente se vivía en su rancho. Me enteré unas

cuadras más abajo que el mercado no alcanzó a abrir ese día por una protesta de

los campesinos y trabajadores ante el régimen del pueblo.

2-¡Señora Emma!, ¡Señora Emma! ¡Señora Emma! –La llamé impaciente.

Lentamente abrió sus ojos y una sonrisa medio burlona dejó al descubierto la

escasa dentadura maltratada por lo extremo de la fatiga y los años.

Agarró un tabaco, le mordió la punta y se lo llevó a la boca con esa urgencia que

le queda a uno después de almorzar.

-¿Qué quieres mijo?...Tengo pocas cosas.

La miré fijamente, la textura de sus párpados evidenciaba la aparición temprana

de una ceguera tardíamente descubierta, antes que la anciana hiciera cualquier

cosa, le pregunté:

-¿usted por qué no está con los de la huelga?

Ella un poco reducida en su figura y muy ajena por lo regular de los enredos que

representaba la marcha que transitaba a esa hora las rojas y polvorientas calles

de aquel lugar alcanzó a contestar bajo un patetismo absoluto:

- ¿Tu me vas a dar la comida…? -Se escuchó una carcajada-.

- Tiene usted toda la razón –contesté, no vale la pena protestar con el

estómago vacío y el hambre en las corvas.

Nuevamente se sentó, esta vez agarrándose la pollera y el tabaco humeante

enroscado en sus labios, guardé silencio.

- ¿Para que me llamaste, me vas a comprar o a mamar gallo? Sino déjame

dormir, tengo un sueño hijueputa –replicó cerrando sus arrugadas manos.

- Perdón, deme varios plátanos y dos libras de ñame.

2Mientras terminaba de colocarme el pedido escupió salvajemente al piso del

mercado, tal vez así reducía la tentación por los gustos y la cotidiana alegría del

trabajo inmerecido por momentos.

- Bueno, ya está, son dos mil quinientos pesos,

- Nada más llevaré eso, es que voy a hacer una sopa domestica, usted me

entiende –contesté secamente. Su mirada era extraña y un poco atrevida, en tanto

que, en contra de su voluntad y apegándose a su humor campesino no podía

ocultar la malicia de su rostro literalmente fiel a su conducta. Le pagué la

mercancía y seguí por el andén hacía la casa mientras ella se sentaba

nuevamente bajo la luz del medio día.

El cura era flaco y alegre, había llegado de Sabanalarga y sufría de artritis, esa era

la enfermedad de los pobres del mundo, de los desplazados del sur de Bolívar que

se reunían diariamente en la plaza de mercado a exigir unos derechos que le eran

negados. Parecía un carajo a mediodía, una sombra dentro de otra entera y

plástica, huía de la violencia, de la eterna guerra que asolaba la región. Los que lo

2vimos nos sorprendía la dificultad de su rostro unido a la frescura de su cuerpo

fatigado y dulce. Leandra Hueto le señaló la casa de Aminta Polo, el patio lleno de

marranos, achiotes, naranjos y los potreros en los alrededores del vecindario. El

cura abrió un frasquito que guardaba celosamente en uno de sus bolsillos y

esparció agua bendita por los rincones de la casa, rezaba despacio y constante,

tan despacio que Leandra desviando la mirada se santiguó con la mano izquierda,

“porque la derecha estaba destinada para los difuntos” –y dándole la espalda al

curita Diógenes tiró tres salibones al aire que fueron a parar a lo largo de la sotana

del sacerdote. El cura se desvistió al entrar al baño y se acercó al espejo, vio que

el reflejo de su imagen era la de un anciano rustico y sinvergüenza que un día

partió de Bogotá hacía Ballestas y por cosas que el destino trae consigo, terminó

en la parroquia de Sabanalarga con los bolsillos llenos de horror y de gentes,

compartiendo una epidemia de moscas que acababan hasta con la miseria más

absoluta.

Una colonia de palenqueros había poblado por aquel entonces la mitad del

caserío, Evelio Casianis era hijo de doña Alicia Moscote y vivía con Justa Lopera

al lado del curato, todos los días iban a misa pero nunca hicieron las pases con

dios ni con el diablo, a él le sacaron un ojo antes de matarlo y a su hija Conse la

hicieron parir unos mellos de mal aspecto, sucios y con las chacaritas llenas de

orín.

2Se puede decir que aquí cada quien tiene su historia, su porción de tierra, pero

toda historia se hace inconclusa y deforme cuando se cuenta toda. Sin embargo

ese cura nos conoció el cuero y el hambre, era como si nos hubieran arrancado

las creencias y se las tiraran a los perros. Todo pueblo tiene sus hábitos, su

manera de defecar, comer y masturbarse, pero este a diferencia de los otros poco

a poco se acostumbraba, sumido bajo una ignorancia repugnante, humana y

rutinaria. Este fue el último cura que nos trajo la violencia, y nosotros los primeros

que probamos su hostia antes del desayuno, cuando mi hermano Iván se la

sacaba de la boca después de comulgar y nos daba los pedacitos para que Jairo

no lo acusara con Concha Narváez porque un día lo encontramos desnudo en el

monte bajito con la prima Ángela Morales. A él lo casaron temprano, sin gemir ni

apretarse los pantalones, recién cumplía diecinueve y terminaba bachillerato.

Ahora viven ocultos en el barrio, en una casa profunda y breve a las afueras del

pueblo formado por cientos de invasiones, tienen tres niños, dos perros y un gato

que encontraron por los lados del basurero un domingo vestido de cuaresma, Jairo

los visita de vez en cuando, porque hacen parte del recuerdo que se nos mostraba

peligroso ante los años, por mi parte todavía siento la eterna rabia de mi madre

cuando escribo, la golpiza que me daba los miércoles, los jueves y viernes por la

tarde porque mi oficio era escribir y las letras no daban sino hambre.

2A veces no teníamos para comprar el periódico o leche, entonces nos agarraba la

mano y partía a la cocina y nos daba la comida simple y el tinto amargo que a

duras penas tragábamos. Cuando llegaban los domingos Jairo y yo salíamos con

mi padre a buscar leña por la cantera, fueron esos domingos los que nos

mostraron la pobreza en que andábamos, mi padre se ponía al sol durante horas

hasta que llenaba la carretilla de palos secos y el cuero se le deshollejaba, luego

cuando regresábamos a casa era casi una obligación permanecer con el

estomago vacío, andar con un montón de tripas chillando por dentro nos era

entonces natural, de pronto, aparecía de la nada un plato de arroz amanecido y

una olla de sopas y nos embutíamos como locos hasta hartarnos, sufríamos pero

éramos felices y el vecindario se nos mostraba vivo y libre ante el transcurso de

los años.

Una mañana mientras el pueblo se preparaba para la misa acostumbrada

encontramos a Diógenes tirado a un lado de la cama, nos quedamos mirando para

ver si se levantaba como era su costumbre, pero se hizo de noche y no despertó…

al rato el espejo clavado en la pared empezó a reflejar la soledad de una mosca

parada en el rosario que le colgaba del pecho.

Se adelantaron las lluvias y Jairo

seguía sentado en el inodoro pujando con suavidad, esta era una tarea demasiado

fácil o casi imposible pero que requería de un estímulo apropiado y menos

2doloroso. Desenvolvió el papel higiénico, partió un pedazo y se lo llevó entre las

nalgas, cuando hubo terminado se colocó el bóxer y se subió los pantalones, Por

fin –dijo despaciosamente. Amelia seguía en la cocina con un pocillo de tinto en

una mano y una arepa recién calentada en la otra. Sus miradas se cruzaron, Jairo

llegó hasta el pasillo.

- Mira que el pelao otra vez se cagó en el piso - dijo de manera terca y

agresiva.

Amelia Santa María levantó al niño empapado de mierda y orín y lo limpió

cuidadosamente, sin embargo gracias a su ingenuidad la mierda le chorreaba el

traje ensuciándole el cuerpo, el niño ante el fastidio provocado por el caer del agua

y el malestar de la madre lloriqueaba a menudo.

- ¡Ay Dios mío!, Hasta cuando tendré que soportar tanta desgracia –decía

Amelia mientras se sacaba el sostén por la manga de la blusa y lo tiraba enojada

en la pila de ropa sucia que sobresalía de la porcelana.

Anita entró al cuarto contiguo con aparente seriedad, llevaba en sus manos toda la

infancia ajustada a la complejidad de su frágil cuerpo.

- Nena, mira las arepas que no se quemen –replicó Amelia.

La niña apagó la grabadora y atravesó el corredor rápidamente, al llegar a la

cocina tomó el chuzo y volteó la arepa. “Esta arepa está más manchada que las

nalgas de mi prima Cristina” –alcanzó a decir en medio del olor pedante a mierda y

manteca de cerdo.

2- ¿Las fritaste todas? –Preguntó Amelia desde el baño.

Anita sin voltearse bajó el caldero y se pasó las manos por la cara quitándose el

sudor grasoso que la agredía bruscamente –sí, ya terminé Ame.

- Anda, apúrate, atiéndeme a Omar mientras me enjuago toda esta porquería

y sirvo el desayuno - Ordenó Amelia-.

- Ya voy, nada más espera un tanto que me estoy meando. –Respondió

Anita que corría al baño.

- ¡Y que es lo que está pasando en esta casa que a todos les dio la maldita

meadera y cagadera!, si seguimos así terminaremos viviendo en un excusado –

gritó Amelia Santa María en medio de un desconcierto absoluto.

Miguel se apareció a mediodía, tenía la costumbre de llegar antes del almuerzo,

eso resultaba para él más beneficioso en cierto sentido, por fortuna la vieja Emma

le fió las mazorcas y el mafufo biche para el sancocho. En el patio Susana

Jiménez meneaba la olla mientras tosía en repetidas ocasiones a consecuencia

2del humo que salía del fogón mezclado con las cenizas y el calor sofocante del

mediodía.

- Julio, trae la pata de cerdo que hay en el mesón, apresúrate, gritó doña

Susana con los ojos bañados en lágrimas mientras trataba de avivar el fuego.

Por la cerca Irina Machacón alcanzaba a asomar su alargado cuello de jirafa,

silbaba a medida que levantaba y golpeaba una y otra vez la olla sucia de tizne.

- ¡Susana!, ¡Susana! ¡Susana!- vociferaba con especial dramatismo.

- Carajo y cual es la bulla no joda, yo no estoy sorda, se me van a explotar

los oídos, no me ve aquí pelando papas, - ¿qué quieres Irina? – exclamó

repentinamente Susana Escobar-.

- Regálame un poco de caldo para Calisto que tiene hambre, ese condenao

no se jacta de comer, parece un cerdo –añadía Irina empinándose por la cerca

hecha de matarratón y alambre púas.

- Bueno, pero todavía no está, espera que se cocine el hueso y la yuca que

Juan De Dios me la dio bofa y está que es puro palo –contestó la vieja Susana.

- ¿Y como sigue el viejo Jacinto, todavía le sirve el garrote?, agregó Susana

irónicamente.

- Que va, si ahora esta peor, nada mas ve por un ojo y la picha se le

acalambra al pobre y aquí me tiene arrecha todos los días, el condenado nada

más vive para dormir, culiar y jactar, está que no pela bagre, replicó Irina

Machacón retirándose de la cerca.

2Un poco lejos de allí Emma Alarcón terminaba las cuentas del día, se tomó la

cintura adolorida, buscó en su bolsa un recipiente, al abrirlo varios patacones

adornados con un trozo de morcilla salieron a la vista, comió como pudo y partió

rumbo a la casa de Arcelia Paredes, al llegar:

- ¿Qué más Estebana y donde está Arcelia?

- Por ahí anda dizque haciendo un interminable guarapo –contestó Estebana.

- ¿Y el niño Benito? –volvió a preguntar Emma.

- Hace rato que salió a comprar unos panes y todavía no llega.

- ¿Y el viejo Elías como va?

- ¡Ah! Está allá, un día parece que se va a morir y al otro que se levanta y allí

se encuentra, tirado en esa cama que no sirve para nada, –inquirió Estebana sin

pararse de la mecedora.

- ¿Entonces el viejo está grave?

- Así parece, está en el último cuarto, pero si vas a entrar te ruego que

cierres la bendita puerta porque ese cuarto apesta.

La habitación de Don Elías era pequeña, no había más de una silla vieja y una

bacinilla con deposiciones anteriores, era verdad el cuarto olía a diablo, por todo el

lugar se levantaba la muerte a montones disfrazada de ropa sucia, de humedad,

de hastío y de hambre, a un lado se hallaba en una hamaca Don Elías, reducido y

aislado, tratando de no hundirse en tan equivocado olvido, verlo allí medio

2desnudo y tembloroso era una tarea extremadamente compleja “parecía en verdad

un muerto”.

- ¿Quién está allí, eres tú Estebana? –Alcanzó a preguntar el viejo. Emma

permaneció en silencio.

- Carajo, ¿qué quien está ahí?, no me jodan tanto hijueputas, ¡Arcelia!,

¡Arcelia!, esa maldita mujer donde estará que no viene.

- Don Elías, soy yo Don Elías, la negra, la negra Emma.

- ¿La negra? –Preguntó el viejo.

- Si, Emma Alarcón –contestó la desdentada.

- Y ese milagro –alcanzó a decir un poco perturbado por la tos.

Estaba a medio lado mirando hacía los rincones ahumados del cuarto, estiró una

mano, con extrema ansiedad trató de alcanzar un tabaco, pero debido al temblor

de su cuerpo el tabaco cayó al suelo.

- Cógeme ahí, sirve de algo mujer, no ves que no puedo ni echar un polvo –

murmuró Elías Cifuentes.

Emma Alarcón le prendió el tabaco y lo puso en la mano.

- Aquí tiene.

- ¿Lo encendiste? –Preguntó nuevamente el viejo.

- Si, cuidado se quema –afirmó la vieja.

Elías lo llevó a su boca mientras tosía nuevamente.

Al poco rato apareció Arcelia Paredes, traía una caja sobre los hombros.

2- Mamá... por allí la busca la negra.

- ¿La negra?

- Si, está allá en el cuarto del viejo –replicó Estebana.

Arcelia caminó por el patio atravesando los cuartos llenos de enseres en desuso,

cuando se acercaba al corredor se encontró con Emma.

- Aja negra y ese milagraso –alcanzó a decir con tal ironía que tuvo que

sostener la pena ante el sonrojo de su rostro.

Se abrazaron y Arcelia posó sus gruesos labios en el cachete sofocado de su

amiga. Después del saludo:

- ¿Y donde estabas? –Preguntó Arcelia Paredes.

- Por allí, recorriendo la casa, hace poco pasé por el cuarto del viejo, en

verdad está que estira la pata.

- No sabes lo mal que me pone y yo sin poder hacer nada, a veces creo que

es mejor que se muera para que no sufra más, porque así con ese tedio y a su

edad, creo ya que va siendo tiempo de que Dios lo recoja y le alivie las penas en

su deficiencia de sentido.

- A propósito, ¿cuántos años tiene Elías? –Preguntó Emma sin apartar la

mirada del rostro espantado de su amiga.

- El viejo tiene noventa y dos años de joderse el cuero, respondió Arcelia

Paredes sin titubear, y tres de amargarnos a todos los que decentemente vivimos

en esta casa.

2- ¿Te comes un mango? –refiriéndose a Emma.

- Si, dijo la negra y ambas se encaminaron hacía el patio con el entusiasmo

acostumbrado.

Hablaban suavemente, apenas se les veía mover los labios y reían de vez en

cuando, en la sala Estebana se arremangaba la falda y se ajustaba el apretado

calzón mientras el niño Benito contemplaba en la calle una pelea de perros que a

esa hora alborotaba la presencia viva y elevada de los transeúntes que cada vez

más se hundían en la encrucijada de la tarde.

Jairo al salir de la gallera se metió la mano en el bolsillo y sacó unas monedas,

treinta mil trescientos pesos – contó, en la esquina, Marce al verlo venir se soltó el

cabello y se acomodó los senos.

- ¿Estas lista? –Preguntó Jairo un tanto pensativo.

- Sí, aunque un poco nerviosa.

- Eso es normal –advirtió Jairo.

- ¿Adónde iremos?

- Por aquí mismo, ¿qué te parece? –Sugirió Jairo con extrema ansiedad.

2- Por mí, lo único que quiero es llegar pronto - dijo Marce un poco nerviosa.

Bueno, vamos –resolvieron.

En la pensión ambos se miraron, tal vez el uno buscaba algún indicio de

arrepentimiento en el otro.

- Aquí estamos y ahora entremos - volvió a sugirió Jairo. Dentro, un señor de

baja estatura, poco cabello y apoyado en un bastón los recibió obstinadamente.

- Cuesta trece mil pesos por ser sábado –Contestó el hombre.

- Está bien, aquí tiene – intervino Jairo, sacándose unas monedas de la

camisa y completándolas con unos billetes arrugados que extrajo del bolsillo

trasero de su jeans.

El hombre le entregó las llaves –Ambos caminaron hacía el interior del cuarto, este

era de estrechas dimensiones, sin luz y el colchón tenía una que otra hendidura en

los extremos, Marce se asomó a la ventana urgida por una imperturbable

secuencia de optimismo.

- ¡Que inmensa es la urbe! –Exclamó.

- Y eso que no has visto nada, mira, aquel es el Paraíso, por acá está San

Roque, allá la plaza y ese punto cortado a tiempo es el Rosario, ¡ah!, Me olvidaba

de Media tapa donde se dice que la magia viene por rachas, no sabes nada de

este pedazo de tierra, aún te falta por conocer Marce –Repitió Jairo variando el

tono de la voz mientras la apretaba junto al marco de la ventana tomándole con la

mano uno de los senos. A medida que pasaban los minutos ambos continuaban la

2expedición manual en sus cuerpos, atormentados por el calor creado en parte por

la excitación de verse el uno al otro desnudos en un cuarto de pensión sin otro

compromiso que el sexo. Marce se apartó de Jairo sin bajarse de la cama, su

cuerpo permanecía oculto entre las sábanas y la mañana continuaba bajo la

distracción de una entrega absoluta, por eso sería justo no entorpecer la voluntad

radical de una asimilación física, así como una completa comprensión en la

estructura de las cosas que la originaban.

Jairo bostezó, paralizado, suspendido, tratando de acentuar un gesto de abandono

en sus tercas manos, todo estaba en calma y unido a la necesidad de ambos en la

abertura del espíritu.

El amor por derecho propio es un aferrarse a algo, una multitud hurgando

atropelladamente y sin estruendo, otorgando la pasividad de un mundo construido

a la altura de las circunstancias. Hacerlo es lo más parecido a tirar al piso un

gemido de sobra o como decía Ángel Durante, moverse distraído, alargando la

supremacía de un rostro en plena necesidad de dominio, como si

momentáneamente acabaran de perforar un recuerdo, un indicio en el sublime

breviario de una locura frenética y esculpida en la oscuridad.

En las paredes del cuarto que limitaban al patio colgaban espejos de distintos

tamaños, cada uno detalladamente acomodado en la extrema urgencia del día.

2Del otro lado la sombra improvisada de Marce se deformaba reflejada en la cortina

que dividía el baño, sus muslos maltratados por los quehaceres de la vida diaria

dejaban la sensación de contribuir con la lucha bajo todas sus formas, allí estaba

ella orillando su figura ante toda conformación de orden, como si algo más allá del

placer rompiera todo el frenesí y la osamenta de los sueños, mientras Jairo trataba

de erguirse, chocando abruptamente contra sus propios límites.

Por otro lado la mañana pasaba sucesivamente, no había prisa, tal vez ella lo

reconocía de esa manera, por eso agotaba sus ansias en una cama desajustada y

sucia. Detrás de ellos se escuchaban voces distantes que llegaban a sus oídos,

una mujer de baja estatura discutía en el corredor con un hombre, resultaba difícil

creer en algo paradójicamente perceptivo, esto hacía parte de una transferencia

de prolongaciones que ayudaban a deducir que desde una habitación alejada de

todo pretexto puede un hombre apoderarse al cabo de un rato de todo el placer

humano.

Puedo decir que mi abuelo era grande, enfermo y manso, desde su infancia

aprendió a tener a dios agarrado por el cuello y se ufanaba por ello, al amanecer

lo veíamos ensillar el mulo que le vendieron en Lorica los hermanos Cañate,

solitariamente se las arreglaba para llegar a la cantera empotrado en el animal.

Desde niño pensé ver morir al animal más no a mi abuelo, pues la ingenuidad que

2tenía por ese entonces solo alcanzaba para sujetarme los cordones de los zapatos

que me regalo el portero de aquel colegio semi-decente e injusto y con lo poco

que tenía transformaba día a día esa realidad a punta de milagros. Nicolás

Navarro no cultivó el arte, ni dominó el español, nunca fue al colegio y se casó una

vez, dicen que ese no fue un casamiento sino una enorme cabalgata, preparada

por vecinos y conocidos de la familia mientras que los allegados se ocupaban de

la fermentación de la caña, de los fandangos y de las dos palomas que salieron

volando de Maracaibo, a los recién casados se les hacía desfilar desde la entrada

del barrio hasta los linderos de Poza de Manga que terminaban en Ospina Pérez,

a esa generación la he llamado vulgarmente –los transeúntes- porque siempre se

nos está yendo uno. Algunas veces me sonrojo al recordar pero las cosas solo

pasan y con el tiempo se convierten en enigmas, en desolaciones de un pasado al

que muchos le restan importancia.

Mi infancia siempre fue la lectura, un empalme entre la realidad y la fantasía que

ahora conozco y ando.

Cuando llovía y el vendaval parecía acabar hasta con mis miedos más grandes

era católico, cuando no había que comer – dos semanas antes de la quincena-

pasaba a ser evangélico y casi que de inmediato ayunaba varios días, los que han

estado en esas dicen que el hambre se pasa rezando y yo siempre pensaba que

dios no le tocaba ayuno ya que tenía suficiente pan para jactarse, en otras

ocasiones era mormón y me iba a visitar los barrios de la gente acomodada y me

duraba hasta las seis o siete de la noche después de la comida.

2

La burra frenó en seco por la loma del Páez acosada por la inesperada presencia

de los niños. Benito la amarró al árbol de totumo mientras Ignacio el mayor de los

hermanos Escobar tomó la rula y limpió el matojo, acostumbrado a desmontar las

largas filas de plátano y yuca en los sembradíos de su padre, fue entonces cuando

José María Chuco se bajó los pantalones y de manera perceptible se acercó al

animal.

- Yo voy primero –comentó mirando a los compañeros.

Luego de levantarle la cola a la burra y escupirle el culo esta trató de irse, al sentir

la espesa saliva recorriéndole a todas sus anchas la crica, pero Benito lo impidió

halándole la cabuya de manera brusca, el animal sometido retrocedía y resbalaba

por el camino después de sentir el fuerte apretón del bozal.

- Ahí está bien, déjala ahí, apártate –declaró José Chuco luego de escuchar

el rebuzno del asno amarrado al árbol. Benito se espantaba los mosquitos,

agitando las manos de un lugar a otro mientras Alberto y Jaime Marrugo vigilaban

desde las ramas altas de un palo de matarratón a que no viniera el viejo Baltasar

Domínguez con la temida varita de chupa chupa. Por otra parte, José Chuco

seguía afanosamente penetrando la crica de la burra como un cachorro pegado a

la teta de una perra que lo ama. -Si, eso es –vociferaba Chuco con una emoción

casi delirante. Cuando acabó tomó varias hojitas de matarratón y se limpió la picha

2como si este acto insólito terminara de resumir todo el desespero y la angustia

venida a menos desde el extremo opuesto de la carretera. Me toca –dijo Benito

ansiosamente, casi que con la misma desesperación con la que jugaba fútbol, la

burra pareció inquietarse, pero a pesar de su resabio y su notable forcejeo dejó

que penetraran su crica, Benito gemía a medida que se esforzaba, moviéndose

cada vez con mayor rapidez, toda la lujuria, el gusto por satisfacer la curiosidad y

el deseo propio de lo prohibido se mezclaban en un instante dorado de fango y

orín, dejando a un lado el fanatismo de los padres para dar paso a una nueva e

interminable forma de estimulación intima e inverosímil surgida de toda conducta

humana. Así fueron pasando uno por uno, se les veía desfilar como soldados que

marchan erguidos hacía una batalla, no supe ni advertí cuantos eran, pero sus

ojos titilaban disimulados por la maleza. Después de un rato dejaron libre al animal

que trotaba y rebuznaba alrededor del lugar imponente de llevar en su interior

varios centímetros de una estentórea ofrenda.

Amelia está sola, la casa inmensa por momentos le teme y piensa por ella, un

enjambre de pájaros a ratos parece domesticarla, alimentando aún más las

acostumbradas pisadas. En esa casa se acostumbró a su forma, a su estatura, a

las dimensiones de los pasillos y enseres, ahora cada vez que puede la recorre,

quizás buscando algo de ironía en los rincones como la huella dejada por un pie

en el barro que se forma en las charcas de las calles viejas del vecindario. Ella

2reía al abrir la puerta, aunque algunas veces yo ignoraba que ese instante llegaba

a mí como un recuerdo de infancia matando todo a su paso.

El calor del medio día aumentaba y gastábamos el tiempo al contemplarlo entre el

ruido de los carros que nos pitaban de cerca, al pie de los estancos y las avenidas

nos tomábamos los primeros tragos a escondidas de mi madre, luego nos íbamos

al bando. La cabalgata salía a las cuatro de la tarde, los caballos, la gracia y la

bulla nos aguardaban como marionetas de circo. Y Jairo se apuraba para llegar al

barrio porque cada vez le gustaban menos las fiestas y lloraba a menudo porque

entre más trataba de ausentarse a muchas más personas les importaba un carajo

lo que hacía y a menudo se odiaba a si mismo, porque la única fortuna que tenía

por aquel entonces era la dificultad de entenderse a diario.

Bajaron los galones vacíos de la carretilla. El dueño del pozo alzó la cabeza, se

había recostado desde las ocho de la mañana en la hamaca vencido por un sueño

insoportable, desde la puerta de madera de aquella casa apareció repentinamente

un perro flaco y tras él, un niño descalzo y en calzoncillos. El hombre se bajó de la

hamaca, tomó un palo de la cerca y se lo arrojó al animal que lo logró esquivar

metiéndose bajo la vieja carretilla. Jairo abrió los galones, tomó el balde y lo arrojó

al pozo mientras Anita iba por el embudo al otro extremo de la alberca. En el

centro del patio había un árbol de limón, más allá, en la cerca hecha de tártaras y

2pedazos de zinc se levantaba el baño, un pequeño retrete fabricado con retazos

de bolsas plásticas y varas de caña brava unidas entre sí, era este patio como

todos los patios del vecindario, con el inodoro cerca del respiradero de la poza

séptica y varias piedras apiladas dando la forma del piso, Anita se llenó los

bolsillos con algunos limones antes de traer el embudo, era la primera vez que

entraba en aquella casa desde que años atrás encontraron a Inocencia Moscote

colgando de las ramas del ciruelo con los pies rencorosamente extendidos, la

lengua morada y el cuello casi partido en su extensión.

Cuando terminaron de subir los galones llenos de agua a la carretilla, una mujer

enorme además de gorda que vestía falda negra y saquito blanco se acercó a

nosotros en su silla de ruedas –tenía la nariz proporcionalmente abierta y

abultada, los ojos pequeños y salpicados, trataban de no dejar de mirar a la niña

sentada en la carretilla encima de los galones, tenía la piel despigmentada y una

arruga enorme recogida en su mejilla, tal vez así podía soportar el sol inclemente

del mediodía. Oí su voz en medio del apuro de la niña, vi también sus piernas

hinchadas y sus chancletas pendiendo de un solo amarre, olvidé por un instante

su rostro redondo y claro, los años que había pasado atada a esa silla sin

apreciarse enteramente, era como si la tragedia unida al odio del mundo la

aspiraran, se agarró la cintura con una decisión inesperada mientras el brillo de

sus ojos terminaba por asustarnos, a medida que avanzábamos el aletear asiduo

2de los pájaros nos borraba la vista, cuando entraba al callejón se atoró en el barro,

luego de una larga espera, se sintió capaz de incorporarse a medias, Anita la

ayudo a salir.

- Menos mal que estabas tu mijita, de lo contrario me hubiese quedado

atrapada, con esta enorme silla convertida en una extremidad más de mí

maltratado cuerpo, dijo la mujer casi exasperada.

Anita le pasó la mano por su cabellera canosa y abundante.

- ¿Se les acabó el agua? Dijo graciosamente, en la radio anunciaron que

viene la semana entrante, están arreglando por los lados de Mahates. –Ojalá sea

cierto, concluyó la mujer-.

Al pisar, la niña pudo sentir el vidrio traspasándole la andalia y perforándole la

planta del pie, su gemido no se tardó en oír mientras la mujer partía un limón y lo

exprimía en la herida aún sangrante.

- ¡Jairo!, ¡Jairo!, ¡me corté!, ¡apúrate!

Jairo atravesó el callejón como alma que se lleva el diablo, esquivando unos sacos

repletos de cachivaches, parecía un espanto. Flaco y pálido como un verdadero

espanto.

Por la mañana Anita se asomó a la puerta del cuarto alegre de palparse, de

sentirse viva. Un ruido de rastrillos, palas y picos alborotaba el callejón vecino

2donde vivía la paralítica, oyó la voz confundida de Justo Lora en medio de la

algarabía, entonces la niña empinando un poco su pie izquierdo vio a Amelia

calentando el arroz que había quedado de ayer y alcanzó a oír su nombre

nuevamente al final del comedor mientras terminaba de enjuagarse el rostro.

Amelia desde el patio terminaba de raspar el caldero entre platos llenos de

moscas, desperdicios y cucharas sucias, luego cruzó el tendal, esta vez pareció

detenerse recostada en una de las barandas que sostenían la casa mientras Jairo

trepado en el muro que bordeaba la paredilla miraba los alrededores del caserío

como si hubiese prolongado las ansias de comer en sus entrañas.

Las gallinas escarbaban en el patio, al fondo, Jairo arreglaba la empalizada que

destrozó el aguacero de ayer, más allá, frente a la ventana, se apreciaba la tímida

sombra de Amelia barriendo como loca las puertas de su casa, mientras

avanzaba, la brisa que agitaba los olivos arrastraba el montoncito de basura que la

mujer había apilado trabajosamente, las largas trenzas le tapaban la vista y la

brisa como un gran suspiro le levantaba bruscamente el traje y ella forzosamente

soltaba la escoba y trataba de sujetarlo.

Desde la otra casa Amira Loaiza permanecía acostada en la cama, llevaba tres

días ardiendo en una fiebre desesperada, en una de sus manos alcanzaba a

sujetar el viejo rosario que le trajo Sabas Otero de la Villa de San Benito Abad,

tenía la cabeza flexionada y casi amarilla sobre sus piernas, el marido se acercó a

ella, por un instante la sostuvo entre sus grandes brazos como descargándole en

2el alma toda la luz que penetraba por la ventana.

Por otra parte, en la sala, Amelia se quedó escuchando el llanto de Anita

recostada en la parte trasera del espejo mientras Jairo cortaba un trozo de madera

con la mirada puesta en el perro que corría por el patio con las patas

asombrosamente levantadas del suelo. Amira levantándose de la cama se sentó

en la silla donde se había tomado el café en la mañana, se agarró la cabeza y –

apretándola fuertemente trató de aliviarse exageradamente el dolor que la

agredía- sintió una punzada en la sien como si le clavaran una aguja en uno de

sus dedos, luego con su mano delineando el borde de los párpados apartó la

mirada hacía la calle, por fin pudo escuchar el ruido del viento entre las acacias y

más allá la algarabía de Inocencio Navarro al momento de abrir la puerta.

Las pilas de yuca sobresalían a la calle, desde la casa de Ángela Domínguez se

veían las carretillas y las palanganas acumuladas en el rincón. Don Alfonso Espitia

sintió el sol quemándole la frente he intentó cobijarse bajo los inmensos árboles de

caucho, por primera vez se ausentaba de sus quehaceres y se dirigía hacia el

mercado –Jesús hace solazo tan hijueputa- dijo, y pasándose nuevamente las

manos por el cuerpo se quitó la soledad que por muchos años lo invadía, luego de

la muerte de Beatriz Arenas en la tragedia del siete de enero cuando el pueblo fue

asolado por un vendaval que se formó en las planicies del sur de Bolívar. Alfonso

Espitia atravesó varios callejones antes de llegar al mercado mientras otro hombre

2desde un edificio en construcción le alzaba la mano y con un suspiro tocaba toda

la mierda del mundo.

Por su lado, Felicita Ocampo despertó esta mañana muy aturdida. Acomodó la

sábana en la almohada y pasándose los dedos por la aureola de los ojos se quitó

varias lagañas, Se miró en el espejo y se sentó en el borde de la cama. Bostezó y

prendió la radio colocada encima de la pequeña repisa que colgaba de la pared.

Suspiró con inocencia y rencor, intentando reconocer las dimensiones de la casa,

impulsada ostensiblemente por un movimiento brusco de su cuerpo intentó mirar

por la ranura que quedaba entre la pared y la cama ladeándose un poco, tenía las

piernas alzadas en el tercer cajón del escaparate y la soledad hundiéndole las

nalgas frenéticamente en el sopor del colchón. Ramón Pérez se chupó los labios

parado frente a la puerta del cuarto observando a Felicita en un instante casi

entorpecido por el aburrimiento y la intriga, después totalmente en pie salió a la

calle protegido por el ruido de los carros, recostándose prematuramente en una de

las improvisadas bancas del parque bajo la eterna soledad de un olivo.

-Otra vez la soledad ha llegado como un relámpago a mi vida, a veces me

pregunto ¿cual va a ser verdaderamente mi camino, mi transito y mi sostén?, aún

no logro entender el laberinto que se me aparece en las pesadillas, desde niño he

venido arropándome con una sábana de tragedias y desconsuelos, muchas veces

he sentido el vacío profundo que produce la soledad y la ignorancia bajo el yugo

2del destino, con todo esto he de combatirme y penetrarme día a día, con todo esto

he de vivir y soñar, y pensar que nací un 21 de septiembre para fortuna de mis

padres, a ellos les debo el nudo de las apariencias, lo único que renace y me

libera es el amor, el enorme poder del amor y la palabra, sobre este montón de

líneas inverosímiles que todavía guardan esa extraña costumbre de volver,

apresurarse y sentir. He moldeado mi vida como una aventura, un tímido pasaje

entre las grandes tragedias que se presentan ante ella, creo que soy fruto de una

necesidad por pensar, yo, Jairo me he dado cuenta cuanto me ha faltado esa

llama, ese regocijo de atreverme a mirar a las nubes y descubrir que pese a todo

sigo estando preparado por la ingratitud de la infancia tan lejana y tan dolorosa, al

final de los días tal vez pase como un fantasma y comprendan a fin de cuentas

que ha espaldas de cada uno fue triunfando en mi el prejuicio de los sueños,

ahora, conmigo está Amelia y al lado suyo reposa este hombre que se ha

esforzado por complacerla. Su cuerpo es cálido y suave, no parece viva, más bien

eterna, ¿cuantas veces sin motivo la injurié?, ¿cuantas penas y lagrimas brotaron

de sus cándidos ojos por mi ridiculez trivial y palpable?, hoy que la tengo aquí a mi

lado, maldigo el día y la hora exacta en que me cansé de vivirla, Nino, la vieja Irina

Machacón y los demás saben que fui indescifrable y sigo siendo terco y que nunca

se me ha agotado esa equivalencia de poder y dominio entre las cosas.

Todo se admite, todo se bifurca pero nada se prohíbe, ahora solo me queda ella y

este pedazo de cuerpo en el cual me han abandonado a mi voluntad por el eterno

2placer y la voluntad humana de lo corrompido.

Un féretro más. Aquí el morir es una rutina. Aquí el respirar es un presagio de una

decisión inmediata. Van seguidamente uno tras otro los ataúdes bajo el ruido de

los carros. -Hay que enterrarlos por la tarde cuando el sol empieza a refugiarse en

los parques-, decía Luís Escorcia, a la multitud que marcha los observadores

desde los balcones de los edificios y las casas le arrojan flores y aplauden, tal vez

se acostumbraron a su rutina, una mujer se detiene a mitad de la calle, vuelve a

caminar y perezosamente saluda con la misma inquietud perpetua, luego frente a

un poste, alguien tose bruscamente a medida que se tapa la boca para escupir,

era ese anciano desencajado familiar de una de las víctimas que seguía aquella

insólita procesión con los ojos espantados y fijos en los féretros, después de

cruzar un autobús el anciano le dijo a Ezequiel Zambrano:

- Pobre flaco y tan buena gente que era, como se consume todo Eze, ayer impedí

su risa y hoy que está en ese ataúd no puedo sostenerle el enrojecimiento de los

ojos, mira nada más, ¡la muerte se lo está llevando! Más tarde cuando los ataúdes

entraban al cementerio un coro de mujeres de todas las estaturas encontradas

lloraba y tendían sus cuerpos sobre el afán del abandono.

Nunca vi tantos féretros reunidos con ese aire apresurado, improvisando en la

distancia el arte de perdurar en la aceleración de los hábitos, al final de la calle –

permanecía un hombre, lo miré de reojo, trataba de mostrarme todas las

2facciones de su rostro degradado y constante, alargando la mirada y entrando en

la vieja casa de palma que ocupaba la esquina, pasé apresuradamente por aquel

lugar mientras el hombre inclinaba los pies hacía el muro y absorto contemplaba la

multitud.

Más tarde, al salir del cementerio, el hombre había desaparecido, con todo su

cansancio y su misterio, pero al lado de aquella casa de palma su sombra

permanecía bajo las acacias y almendros, mientras la multitud me mostraba

nuevamente la enfermedad del insomnio y la rutina.

Anselma Barreto acababa de untarle jabón al overol de su marido que seguía

echando maldiciones, mientras acomodaba el brazo en la extensión de la cerca y

con su pie alcanzaba un límite interminable. Tiraba una a una las ropas en los

alambres y el tendal, luego bajaba la mirada, acercando el rostro al portón que

daba hacia el barrio Ospina Pérez.

-Se pasó las manos por el cuerpo humedecido, se exprimió el traje y lo apretó

contra el horcón que sostenía la cocina-.

En otro extremo del caserío un niño permanece parado al pie de un poste en la

esquina del barrio, tal vez no sabe que desde hace rato lo observo, sin que me

2importe lo que piense, hace minutos recorrió las calles, mientras el viento con una

respiración única me golpeaba, el niño movía una pierna desprendiéndose las

manos de los resecos y delgados hombros, luego se arrastraba rompiendo su

rutina, hace minutos lo vi sonreír afanosamente y el borde de su boca dejó al

descubierto el color de sus dientes, al momento de cruzar el andén un perro le

ladraba, sacudiendo la cola con cínica propiedad como un reloj que ha soportado

atrozmente la degradada pesadilla del tiempo.

Yo oculto tras la ventana suspiraba mientras el animal desaparecía en la lumbre

de la noche. En su lugar, Octavio San Juan, apareció repentinamente, como si

detrás de las inmensas cercas viera de vez en cuando, los ojos de Anselma –y

esta atiborrada de desgracias y sumida bajo una frenética decisión, recordara –las

veces en que atrapada por el alcohol y el hastío meneaba el vientre en las fiestas

patronales en memoria de santa catalina de Alejandría, y la multitud desesperada

por el vaivén de su cuerpo y el ron gritaba mientras el viejo Elías le golpeaba la

espalda con disimulo. Entonces si eran buenos los domingos, el ruido que

solíamos encontrar entre veces en las casas vecinas, la camisa sudada en el

enflaquecimiento de Chucho el zurdo y la algarabía frenética de las muchachas

que en las esquinas se sacudían las blusas.

2Por su parte Blanca luego del baile atravesó la puerta y siguió por el andén hacia

la avenida, a lo lejos dos hombres protegidos por la oscuridad del vecindario

metían marihuana hasta por los codos y se ocultaban tras los escombros de una

vieja pared. Una a una las luces de los postes escapaban del ruido y con ellas la

señora del parque, que permanecía arrinconada en forma de embudo en la parte

más angosta de la banqueta, el pueblo avanzaba, desviando el sudor de aquellos

cuerpos ocultos. Juan del Olmo se sentó pensativo en los bordes del andén, bajo

el árbol de caucho y suspirando rígidamente alcanzó a girar la cabeza vacilante

con un gesto de abandono.

En algunas ocasiones se puede pensar que la vida al borde de la miseria es un

hombre que se esconde de la vejez y ciega el destino con la tragedia de sus

pasos, porque sobre todas las cosas él estaba obligado a esperar los cambios de

un dominio inesperado y absoluto.

Esta noche seguiremos empujando los sueños en los parpados inocultables de la

intolerancia. Anselma llegó a su casa con las chanclas reventadas y el cuerpo

atrofiado, notó que el dolor que la agredía parecía salir de su pubis atravesando

los viejos robles y las anchas paredillas, muy cerca de aquellos hombres que ante

la inmensidad de la puerta aguardan con ansiedad el lado oscuro de su

sufrimiento.

2

Juan al levantarse bostezó inconteniblemente dirigiéndose a la cocina, destapó la

olla casi con la misma frecuencia con que generalmente lo hacía y extrajo de su

interior una bola de arroz seco que tragó con dificultad, más tarde caminó hasta el

patio y arrinconándose en la cerca orinó de manera salvaje, era como si todo el

orín acumulado de la semana brotara de su cuerpo y en un acto de gracia

bendijera la tierra, Juan se sorprendió al ver el color pálido de su Orín, se sacudió

de un golpe la picha, mientras recogía en la otra mano el liquido aún caliente, esta

era la tercera ocasión que se levantaba de la cama que cada vez parecía más

larga y pesada que de costumbre. Apenas ayer, después de una larga espera para

afeitarse y cagar, se detuvo a mitad del pasillo, su hermana Angélica Paredes

atravesó rengueando el baño, con la toalla cubriéndole de manera cínica y jocosa

su enflaquecido cuerpo. El hombre abrió repentinamente la puerta del baño.

-¡Angélica!, ¡Angélica!, ¡Angélica! –llamó insistente al ver el agua esparcida en el

retrete y la bacinilla, la joven con una respiración única alzó la mirada y volvió al

baño, tenia su cuerpo ese aire de curiosidad y de sus muslos una gota de agua

2trataba de abrirse paso en medio de la ondulación de vellos que la justificaban.

Era mediodía y la gente continuaba apegada a su rutina en los espacios de la

avenida pastrana y el ruido degradado que hacían los pies descalzos al pisar

bruscamente el andén.

Por otro lado, Juan se asomó al baño recién limpio, que ahora olía a una niñez

patética y suave, se inclinó en el inodoro, recogió las hojas dobladas de un

periódico y apiló el montoncito en un cajón de madera que colgaba frente a él.

Todo a su alrededor se establecía, en el instante en que por cosas del destino

soñábamos con una claridad eterna, todo partía de una necesidad urgente de

pensar, ese gracioso acto de renuncia ante el dominio de los pesares humanos.

Por la mañana volverán a pasar los mismos autos, las mismas gentes y nosotros

seguiremos esperando entre la desgracia y el hambre, el vuelo distraído de un

sangre toro o la libertad de una guarumera a orillas del ciruelo caído más allá de la

casa, y por otra parte la voz de Plinio Jiménez recogida en los tamarindos que

atravesaban el patio y se perdían en las calles polvorientas del caserío, esa voz

inusual y terca como de vaca pariendo decía Felipe Contreras un poco confundido

entre las mesas de guarapos y chicha de arroz fermentada.

Tanto hoy como ayer formamos parte de un sueño, una remota y profunda

obsesión venida a menos desde nuestra infancia, ese camino que tantas veces

2recorrimos ante el mito de los años, de pronto, en este lugar me ha asaltado una

inseguridad extrema, una doble añoranza de ser ignorado más allá del recuerdo,

ahora mientras observo este cuarto, esta habitación llena de enseres, calzoncillos

sucios y dolores de estomago, ahora que trato de buscar dentro de cada

anochecer algo oculto detrás de la puerta, una pequeña sonrisa como un reflejo

demasiado fácil, siento que crece en mi la obligación de sumar el cansancio que,

como un insoportable relámpago matutino me cagó las entrañas obligándome a ir

tras mis pisadas, dispuestas a no dejar cruzar ese abanico de manos en que se

había convertido mi vida, Ya en medio de la multitud como entre una luz lejana y

serena, aparecía Ante la mirada de Plinio Jiménez, Matilde Izquierdo, la bellísima

mujer de la esquina y con ella las inmensas cabalgatas y los fandangos que por la

noche y bajo un golpe ensimismado de gracia dejaban escuchar por momentos la

algarabía de la plaza como una necesidad ostensible, liberada del sudor que se

extendía a lo largo de los cuerpos, entre las luces de unas botellas que en un

pequeño estante permanecían recostadas en la pared del callejón ante la mirada

de las gentes indomables.

Jairo, bajo un enorme aguacero volaban sobre el tejado cientos de mariamulatas,

no escribo esto por la lluvia ni por los pájaros, sino por la eterna complejidad y los

rasgos ocultos del aire. Después que pasó la lluvia quedó algo de tristeza en los

barrios y en algunos hombres que se negaban con menos dificultad que otros a

2permanecer en una ciudad obligada constantemente a ser apropiada, aquí cada

quien tiene que ser algo rígido, algo bueno, para que el horror de la calle y el

placer no sea valor del olvido.

Mira las multitudes, tal vez ellos siguen andando en su justa proporción porque

son consientes de un cambio de oficio oculto a las perversiones del alma. Es

terrible pensar y ofenderse, día a día la ciudad nos regala su rutina pero esta

rutina es un absurdo alojado en el estupor de las avenidas. El hombre se altera

huyendo de la realidad ajena no de su rutina, la verdadera vida se parece a todo

en cualquier instancia, incluso a la vejez más extrema, a la amplitud rebelde y

monótona de la miseria más tranquila, porque el hombre cuando sale a la calle

deja atrás las dimensiones de su casa -la torpeza de levantarse e ir al baño-. En

ese instante forma parte de su ámbito, con personajes que varían de acuerdo a su

forma y mientras camina prolonga su sueño, transformándolo sin descansar

nunca. A mí me gusta salir a pie y caminar al aire libre a mi antojo, por todo lo

largo de un atardecer cubierto de niebla.

Hace solo unas cuantas semanas murió el señor Elías Cifuentes,

me enteré el jueves por la mañana cuando me dirigía al estadio.

2Arcelia Paredes le prendió tres semanas de velorio y de ron antes de enterrarlo,

esa tarde, todos habíamos sido sorprendidos por el echo de que nadie había

venido a dar el pésame e ir al entierro, esta mañana cuando me levantaba y la

calle estropeaba sin titubear el bostezo de la gente, le confesé a Nicolás que los

hombres éramos cada vez más escasos que las mujeres, Nicolás me guiñó el ojo

y siguió sentado en la hamaca entrelazándose los dedos involuntariamente. Abajo

se escuchaba la algarabía de Amelia quien apresurada se dirigía con la bacinilla

repleta de orín al baño, después supe que lloraba a un lado del reloj, gastaba la

muerte al contemplarlo en silencio, mientras yo abría la puerta de la calle y

caminaba despacio aún aturdido por la noticia.

El viejo Elías era un santo que no hacia milagros sino infiernos, a veces se me

aparecía cerca al camino tramposo totalmente erguido y temible, caminaba las

mismas cuadras durante varios días hasta que enfermaba y podía irse a dormir,

esa era la única manera que tenía para llamar la atención.

Ahora después de tanto tiempo, de tantos años de hablar con él, vuelvo a

acercarme a su humilde casa, levantada a punta de harina y arepas de maíz y no

puedo dejar de sentirme odiado, nerviosamente levanto la tapa que cubre su

ataúd, su rostro es menos cálido, más perfecto, a través del hermoso traje que

2lleva puesto tuve el placer de verlo, pero al mismo tiempo no pude ni con una

bofetada cambiar la sonrisa que le inventé a la fuerza.

Lo enterramos cerca a Anselmo y don Eusebio, ¿Dónde estarán ahora?, ¿Qué

pensaran de este acto preparado en la cima de las alturas?, nadie lo sabe. Tal vez

sea ingrato explicar lo sucedido, para referirme a ellos yo quise escribir un libro,

ahora que estoy a medio terminarlo no sé si sea bueno, si sirve de algo, los

últimos momentos que pasaron después del entierro me vi de pronto en una

pierna y con el vientre reventado bajo el sol de la tarde, entre al baño como al

alba, cuando Salí, me sentí limpio nuevamente, con la lucha y la fuerza que

detestaba tanto, la muerte es más grande que un plato de arroz pero más chica

que un huevo frito y no se mastica, hay que tomarla a pico de jarro o escupirla

para durar una vida, yo lo hice y aquí estoy, todavía vivo frente al árbol de totumo,

al lado de los vecinos de siempre, sacándome los restos de comida que desde

hace años hacen dolerme intensamente los dientes y las encías, masturbándome

entre semanas, no me avergüenzo de ser de carne y hueso y olvido, de no ser

bien parecido, de no dormir bien, de medio alimentarme, no cuenta para nada

tirarse a una vieja, aquí de este lado del mundo la vida es un peo, si pero un peo

con todo y culo o como diría Amelia, dos arencas y un mafufo.

2A la mañana siguiente, después del entierro Miguel sacó el gallo giro y le hizo el

corte acostumbrado, le untó alcohol en el pellejo para darle una apariencia cínica y

agria, el cuerpo del animal enrojecía a medida que le untaban el limón bajo las

plumas. Después lo lanzaba al aire para darle resistencia en las patas, le colocó

las espuelas de carey y le echó un trago de ron encima. La majestuosidad del

gallo se confundía con los rezos de Miguel en el orinal de la gallera, desde que era

un pollo le había puesto todo el empeño y las ganas, si ganaba sería rico y

respetado entre los galleros; el otro gallo era un pinto oriundo de San Juan, había

recorrido todas las ferias de la región donde ya era famoso.

En el ruedo ese día hubo silencio… por algunos minutos se escuchaba el canto

fúnebre de los otros gallos que aguardaban su turno, los dos animales saltaron al

redondel, donde el calor de la tarde hacía más desesperada la pelea. Fueron tres

minutos de odio y picotazos, la gente se tomaba la cabeza, otros eufóricos se

mordían los dedos, de pronto uno de los animales cayó de un espuelazo certero

en el lomo. Miguel alzó los brazos y la gente empezó a llenar el redondel,

hablaban desesperados y entre tragos, el gallo fue llevado por los alrededores del

lugar con la fama a cuestas y un par de plumas reventadas.

Jairo observaba aquello frente a las mesas de billar de los hermanos Gutiérrez, en

medio de los galleros y el gentío mezclaba su pasión por los gallos con tragos de

2aguardiente y cervezas, mientras los animales eran llamados con nombres casi

bíblicos e inmortales. El barrio era recochón y vulgar y sus habitantes se

encontraban en la miseria absoluta, solo sobresalía de todo aquello mi amor por N

y las ganas de publicar un libro que contara su historia tan parecida a mi como al

gallo que ensangrentado se tambaleaba de un lado a otro, todavía adolorido por el

espuelazo que lo dejó ciego. Mientras el sol repentino de octubre se escondía

detrás de las casas de palmas que componían el barrio.

Jairo se acercó a la muchedumbre donde continuaban hablando del gallo que

Miguel crió en la boquilla –que pelea- comentaba un hombre que salía del lugar

todavía con los pelos de punta y el corazón desorbitado, nadie se acordaba que

en ese instante, en el centro del redondel yacía ensangrentado y tieso el gallo giro,

con la cabeza reventada y los ojos fijos en el reloj de arena que portaba un

muchachito bajo el brazo.

Tulia Moscote también murió aquella noche esperando el cuerpo de su marido,

murió caliente y arrecha como todas las de su familia, cuentan que mientras

agonizaba recordó el mal parto que tuvo a los 17 años al dar a luz a Jairo y lo

había criado a imagen de su abuelo Nemesio Cabarcas ex alcalde del pueblo en

aquel entonces, por su parte Jairo se acostaba en el lecho con la terquedad de un

jubilado de cuarenta y tantos años. Y yo desde la ventana veo la noche recogida

2en esta calle inútil y fría y me distingo de todos, carros y motos pasan, en el andén

hay un perro que me ladra y suspiro, como si la soledad fuera un premio en esta

noche.

He notado que las palabras ensucian todo a su paso y me obligan a corregir ese

recuerdo que la gente del barrio lleva a cuestas como algo infinito y único. Porque

todo tiene su gracia y su horror como el cristo que pende de la cocina tragándose

así mismo. Mas allá, La noche se esconde tras la sombra de los pasajeros de la

estación, una a una las sillas del autobús van quedando vacías, calles, andenes,

plazas de mercados y cementerios como ríos de sombras desconocidas se me

agrandan, se me anudan y burlan en las paredes de los callejones vacíos del

vecindario y yo escupo, porque la desesperación es solo el vestido que una mujer

lleva puesto a la hora de mirarnos. Se hace tarde, Tulia no bosteza, complementa

el paso de la noche por este pueblo acostumbrado a dormitar bajo el enjambre del

silencio que lo delata, porque la razón pesa cuando el hombre es impuro. Adentro,

Jairo inclinado en el ataúd de su madre no sabe que a veces dios también se

vuelve polvo ocultándose en la tragedia humana.

La vieja Irina se mudo por los lados de Lorica. Se llevó los últimos recuerdos

amontonados en la densidad de los ojos, partió de noche, probablemente nunca

regrese. No alcanzó a recoger ni sus datos personales, dejó el perro que murió de

aburrimiento y claustrofobia, una mesa con varias naranjas y una olla vieja y sucia

2soportando el olvido en la inmensidad del patio, atravesé la calle solitariamente, el

vecindario me pareció grande, casi tan grande como don Calisto, no tengo dinero

pero soy indomable, el típico hombre que se lava la cara con medio vaso de agua

y se trasnocha los lunes.

Avancé por la carretera bajo la mirada impecable de Ramón quien empujaba una

carretilla desde hacía rato, a lo lejos se escuchaba el ruido de la huelga perdida en

medio de las casas cercanas a la plaza, Benito elevaba un barrilete bajo el cielo

encaramado del pueblo, como si colocara en la distancia una escalera para trepar

al cielo. Cuando llegué a casa sudaba como loco y un dolor me subía y bajaba por

toda la barriga y me llegaba a la rabadilla, me recosté en la butaca mientras mi

madre me frotó el cuerpo con la bendita pomada uñita de gato.

“doña Susana Escobar a menudo alcanzaba a echarse varios polvos”- decía don

Ausberto Morante empinándose una chochá de café en uno de los rincones de la

casa, en ese instante, un par de hormigas culonas se le subieron por la abarca y

se le prendieron en la espinilla, el viejo, adolorido estiro la mano y se la dejo caer

fuertemente en la pierna roja e hinchada -malparidas hormigas, alcanzó a decir

entre- dientes, cuando Anita se metía la mano en la nariz, sacándose las bolitas

de mocos que introducía en su boca como si esta fuera una maquina para

distribuir panes.

2

Ausberto se dirigió al patio y espantando el gallo fino que escarbaba bajo el catre

se subió los pantalones hasta la rodilla luego se lavó los pies con agua limpia y

jabón de bola mientras se detenía a escuchar el canto de un cucarachero en lo

alto del palo de naranja agria.

Por su parte, Emigdio Ledesma se iba a Arjona para semana santa a comer cola

de mico y casabe de coco, no había año que no pelara, llegaba a la casa de

Demetrio Balbuena y se quedaba hasta la tarde. Un día de esos mientras

esperaba el bus para venirse hacia Turbaco, un montón de niños lo alcanzaron

por Calle del Coco y le gritaron: “pinga morada” y no sé cuantas cosas más

(aunque era un poco maricón era buen amigo). Un día mientras la catapila

desmontaba los terrenos ubicados frente a la carretera que va a Turbana, nos

fuimos con Tobías, Ulfran, Ausberto, Fede y Virgilio a corretear conejos y

cocineras, aunque casi nunca lográbamos atrapar nada, solo algunos pares de

zorras chucha que acorralábamos en los matojos que dejaba a su paso el tractor.

Cada vez que Emigdio armaba pirras, tropezaba con unas matas de pringamoza y

altaguilla por los lados del basurero, ¡ay que rasquiña tan hijueputa que le daba!, -

Parecía una peinilla-, al pobre se le ponía el cuerpo arronchado y nos tocaba

traerlo cargado hasta su casa -. Sigo pensando que Emigdio no es marica, solo

2que a veces se le cruzan los cables y le gusta prender a la antigua, pero a mi no

me importa siempre y cuando me invite a jugar al bate de tapita, al ludo y bailemos

el trompo romo que encontramos al lado del tanque. Ahorita viene a buscar el

saco de maíz que les compré a las hijas de la difunta Mirna y estos bejucos de

contra que me regaló Martín Narváez para el dolor de barriga.

Cada zafrada duraba 20 días, comenzaba a las cuatro de la mañana hasta la

medianoche, regularmente los hombres nos amontonábamos en grupos alrededor

del cañaveral bajo el mandato de Artemio Arrellano. Un día nos levantaron a las

seis después del desayuno, Jairo se lavó la cara a orillas del camino, Matías y los

demás se colaban por los meaderos y se empinaban en los calambucos de chicha

fermentada que a diario recogíamos… Nuestra vida era por aquellos años un

tumulto de gente reunida y clasificadas por paquetes, donde sobresalían los

Marriaga, los Corderos, los Torres, los Cabezas, los izquierdo, los morantes, los

babilonia, los Narváez, los Páez y los que nos habíamos acostumbrado a la tierra

y no teníamos nombres pero diariamente olíamos a overol, a fique y a queso

desintegrado, con lo poco que teníamos aprendimos a trabajar, en ningún mes

nos faltó la comida como tampoco el grajo, se nos arrebataba a mediodía cuando

el sol inclemente nos deshollejaba el cuero con tal dureza que alcanzaba a

calcinar nuestra piel y se nos formaban unas llagas como de espanto.

2Los sembradíos se ubicaban en una planicie de casi cuarenta hectáreas, donde

además de caña de azúcar, se cultivaba algodón, achiote y jobo, que

transportábamos por bultos a una finca ubicada en el barrio el Paraíso. En algunas

ocasiones las mañanas parecían durar semanas, cuando el sol al borde de las

once se modificaba azotándonos con furia, a veces no aguantábamos el ardor y

tocaba bebernos el sudor hasta el cansancio, era una comezón íntima e

imperiosa. Los demás zafradores subían y bajaban los caminos con enormes

bultos que acomodaban en lo ancho de sus espaldas, todos éramos campesinos,

vivíamos en el mismo barrio, comíamos a la ligera y compartíamos las mismas

mujeres, nos gustaba la cosecha, los burros y la escasa paga al final de cada

jornada. Por la tarde bajo el golpeteo de las rulas y los tractores, los armadillos y

las guacharacas se dejaban atrapar con más facilidad, aturdidas revoloteaban de

un lado a otro hasta que entraban en fatiga y caían al suelo. Puedo decir que al

menos la mitad de nosotros le debe la vida a las guacharacas, cuya carne nos

alimentó por varios años. El tiempo ha pasado pero a veces pienso en la zafrada y

con ella en el negro Contreras, el mas viejo y cuerdo de los jornaleros, en las

visiones acumuladas de Luisito Marriaga y el hombre que a media noche veía

recorrer los sembradíos arrastrando un bulto de caña por las guardarrayas de la

cerca, nunca pude saber si era cierto, nunca permanecí en vilo para reafirmar la

visión alrededor de la fogata, donde todos, incluyendo a Leopoldo Cabezas nos

mirábamos extenuados mientras Luisito sonreía con pesadumbre y nos relataba lo

sucedido.

2

Por aquel entonces el trabajo no nos dejaba acercar al barrio, comíamos,

fornicábamos y amanecíamos a la fuerza en una sola casa, abundaban en

nuestras sienes los sueños y la maduración de la caña, los días iban cayendo con

el espanto de nuestros rostros mientras nos deteníamos a recoger los sueldos en

la acumulación infame de los enormes bultos. Encima de las pilas y los

desperdicios que quedaban de la caña abríamos sacos y nos tirábamos bocabajo,

daba gusto ver en la oscuridad de aquel cuarto las colillas de cigarrillos

encendidas a lo largo de los graneros, parecían pequeños insectos titilando en

medio de aquel arrume de hombres recios y cansados que por aquellos tiempos

cortaban y molían caña bajo los inmensos tamarindos que abrazaban la delgadez

de la casa.

Eugenia era la única mujer de la cuadrilla de Artemio, tenia 26 años y un busto

resplandeciente y parado que veíamos de vez en cuando, cuando el sudor de las

doce confusamente le empapaba el traje pegándoselo al cuerpo. Una noche

mientras volvía fatigada y caliente después de un largo día de trabajo, un jornalero

la tomó a sus anchas, le restregó la vida y el hambre como si chupara una caña,

desde aquel encuentro todo fue absurdo para ella.

Hacia la media noche regresábamos extenuados y nos sentamos en la misma

mesa a espaldas de los otros, después de ese año no la volví a ver, dicen que se

2fue a Tierra Bomba al lado del cachaco Ruperto, otros que se casó repetidamente,

yo creo que Eugenia regresó al sur, bajo la inclemencia de un aguacero, regresó a

la abundancia del ñame, del ají picante, con el espíritu de la zafrada y los caminos.

Al tercer día Luisito se encontró al hombre de la zafrada, pasaba delante de él a

mitad del sembradío, tenía el cuerpo liso como un pez al que le han sido

removidas las escamas en el silencio de la noche. Tal vez buscaba la manera de

encaramarse al jobo o al menos volarse el alambre de púas que dividía las

zafradas. Luisito se persignó momentáneamente y cruzó los brazos, mientras

respiraba bajo la aparatosa mirada del aparecido. Alrededor de la casona el rocío

de la noche aumentaba y con ella el olor nauseabundo que se escapaba por la

ventana y ariscamente se dirigía en la distancia hacia el barrio.

Súbitamente deslumbrado fui conservando la sombra, la mojosidad de la tierra, el

olor de la gente, el recuerdo de mi madre que aparecía nuevamente y se deslizaba

entre la niebla de agosto, y me sorprendía jadeante y rígido haciéndome trabajar

con más ahínco.

A veces llovía y sorbíamos el agua que bajaba a chorros de los enormes huecos

que constantemente se hacían en la resequedad de la palma. Utilizábamos los

potreros como meaderos y cagaderos, abríamos huecos en el suelo, a lo largo de

la cerca y nos agachábamos en ellos con las manos arqueadas en la barbilla, al

terminar, los bagazos de la caña nos servían para limpiarnos, aunque ardía

2intensamente frotarlo entre las nalgas, más tarde llenábamos de tierra los huecos

y salíamos por el lado opuesto de la carretera bajo la sumisa mirada de los

trabajadores de la mina, que almorzaban encaramados en las pilas de zahorras a

la vista de los perros.

Uriel Urquijo iba en el mulo, por la orilla del arroyo lo acompañaba su hijo Manuel

quien llevaba una jaula en su mano, dentro, un pájaro aleteaba de un lado a otro

atormentado por el vaivén de la jaula.

El camino era reducido y a su alrededor, la maleza ausentaba aún más los rayos

del sol tenuemente escondidos entre la bruma de la mañana. Salieron temprano,

justo cuando el gallo cocotero en el palo de totumo espantaba con su canto a un

grupo de palomas recogidas en las aberturas del techo. -¿Llevan los bollos? –les

dijo Emma oportunamente mientras terminaba de limpiar un montón de tripas de

cerdo.

Manuel se asomó al saco y de inmediato extrajo del fondo unos bollos, varios

entresijos y una pajarilla aun caliente. –Si, aquí están.

-Le das la más grande a tu padre –advirtió la señora Emma Alarcón con la

seriedad de una mujer que ha vivido bajo un encierro absoluto.

En el rancho no había nada que hacer que no fuera buscar leña y descansar,

Manuel decidió tomar su jaula y dirigirse a un paraje que quedaba entre la maleza

y el rancho.

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Se veía distinto, como si el día le perteneciera por completo, con todo el rigor y la

terquedad de su padre. Don Uriel desensilló el mulo después de llegar, luego

metió su mano en el saco y agarró una enorme tripa que devoró con un ansia

atroz, por otra parte, el muchacho esperaba el sonido de la trampa aún vacía.

Ya en el rancho, Uriel Urquijo lentamente atravesaba la cerca y se recostaba en

uno de los horcones sosteniendo la mirada un poco aturdida. El día, en la

distancia, permanecía cubierto por una hondonada de árboles, Manuel distraído

con el fuerte sonido la trampa, no advirtió el vuelo de una tijereta parada en las

ramas del guácimo, donde sin esperar más, el sol le encendía toda la espalda

como una voz desaforadamente sensible.

Uriel Urquijo se cabeceaba al pie del horcón, se restregaba los ojos continuamente

con una fuerza espantosa, Manuel pasó cerca del rancho, mientras su padre

empezaba a roncar, tenía la ausencia pegada al rostro, pero tan necesitada de

sueño que la alegría de su hijo parecía natural. Después de un rato don Uriel

bostezó perezosamente, era la una de la tarde y aún no había cortado la hierba

para el mulo amarrado en la inclinación de la colina.

Turbaco, septiembre 23 de 1.993

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“Hasta las iguanas tienen algo de nosotros, una semejanza eterna que nos distrae

y ofusca por momentos, como la pobreza y el hambre que a diario nos desvela”…

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* Rafael Puello Babilonia es escritor colombiano, nacido en Turbaco, Bolívar. Ha

participado en eventos nacionales e internacionales, promocionando la cultura y el

arte en general. Fue elegido en el 2002 personaje del año en el área de cultura del

municipio de Turbaco. Poemas y cuentos de su autoría han sido publicados en

revistas y antologías del país y el extranjero. La presente novela corta «El barrio

de las iguanas», fue traducida hace poco al francés y alemán.

Otros libros del autor: inventario publico-cuentos, el pez que fuma- cuentos

infantiles, todas las gaseosas son dietéticas- novela autobiográfica, diario de un

esquizofrénico-relato.

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