el combate lietrario
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El combate (literario) del siglo
De Cervantes a Roald Dahl o Charlotte Brontë, 2016
llega colmado de esos aniversarios literarios que
proporcionan material y plomo a las páginas culturales
Manuel Rodríguez Rivero 8 ENE 2016 - 17:27 CET
Retratos de Shakespeare y Cervantes, de cuyas muertes se cumplen 400 años en 2016.
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Vaya añito (bisiesto): 2016 llega colmado de esos aniversarios literarios que
proporcionan material y plomo (metonimia) a las páginas culturales. A menudo, la
conmemoración y celebración de los aniversarios cumplen la misma función que,
antaño, realizaban las sucesivas apariciones del monstruo del lago Ness, protagonista de
algunas de mis más recurrentes y tremendas pesadillas infantiles (y hace tiempo
reemplazado por la señora Rahola). Este año los hay para todos los gustos, pero
permítanme citar en primer lugar a dos cumbres de nuestra literatura cuyas obras
pasarán a dominio público: Valle-Inclán (1866-1936) y García Lorca (1898-1936), que,
gracias a los entresijos legales, pierden el copyright 10 años más tarde de los 70 hoy
preceptivos. Del primero se han publicado en 2015 dos biografías desigualmente
“autorizadas”: Ramón del Valle-Inclán, genial, antiguo y moderno, de su nieto (y editor
de su obra) Joaquín del Valle-Inclán, en Espasa (una editorial que, desde los años
cuarenta, ha hecho pasta gansa con su casi virtual monopolio de la obra del gallego), y
La espada y la palabra; vida de Valle-Inclán (Tusquets), de Manuel Alberca, con el
que, por cierto, el autor de la primera ha tenido sus más y sus menos a cuenta de la
investigación biográfica. También pasan este año a dominio público, además de las del
gran Paul Valéry (1871-1945), las obras (nada poéticas) de dos actores principalísimos
de algunos de los desastres del pasado siglo: Hitler y Mussolini, suicidado uno y
apiolado el otro en 1945 (los famosos 70 añitos). Acerca de la obra fundamental del
primero, recomiendo vivamente Mi lucha; la historia del libro que marcó el siglo XX
(Crítica; a la venta el 19 de enero), de Sven Felix Kellerhoff, un libro muy documentado
que supera el meritorio trabajo de Antoine Vitkine Mein Kampf, historia de un libro
(Anagrama), y en cuyo último capítulo queda perfectamente explicada la situación
editorial y jurídica (derechohabientes, prohibiciones y censuras) del que se ha llamado
“el libro más peligroso del mundo”. En cuanto a los centenarios literarios propiamente
dichos, también celebraremos los del nacimiento de Roald Dahl (1916-1990) y
Charlotte Brontë (1816-1855), y el de la muerte de Henry James (1843-1916): de los
tres pueden encontrarse en las buenas librerías sus obras fundamentales. En cualquier
caso, quizás se deba a que yo me encuentre en el ridículo grupo de eternos insatisfechos
que “persiguen la ballena blanca de las letras mundiales”, pero me parece que la palma
de los centenarios que se celebran este año (e, incluso, este siglo) se la llevan los que
conmemorarán urbi et orbi el fallecimiento de los dos autores que más han influido en
la literatura universal desde Homero: Cervantes y Shakespeare, quienes —con un poco
de trampilla en los calendarios gregoriano y juliano— dejaron este mundo el mismo día
(más o menos) de abril de 1616. El sector editorial (de todo el planeta) lo celebra con
multitud de nuevas ediciones, estudios, biografías y ensayos sobre esos dos genios (“dos
océanos” los llamó Victor Hugo) que nunca se conocieron y que tal vez no se leyeron ni
se influyeron (los especialistas no se han puesto de acuerdo en lo que se refiere al
Cardenio atribuido a Shakespeare). Incluso (y vuelvo a lo del lago Ness) hay algunas
publicaciones que ya están celebrando el doble cuatricentenario jaleando un presunto
“combate” —o “choque de titanes”— entre el bardo y el manco, al modo en que, al día
siguiente de un debate de políticos, los medios se empeñan estúpidamente en
explicarnos quién fue el ganador. En todo caso, quizás sea un buen año para que, los
que aún no la hayan leído, se atrevan de una vez con esa (otra) maravilla cervantina que
son Los trabajos de Persiles y Sigismunda, de la que existen (menos de las precisas)
ediciones competentes y asequibles (en Castalia, por ejemplo), aunque todavía no se
haya editado —ay— una “traducida” o facilitada por Andrés Trapiello.
Desgobiernos
Llámenme frívolo, pero en espera de que se produzcan los improbables acuerdos y
coalescencias políticas que permitan formar gobierno, y visto el (más o menos
lamentable) estado de los pretendientes a hacerlo (en general, tan oportunistas y
marrulleros como los 108 que se disputaban a Penélope en ausencia de Ulises), se me
ocurre que, quizás, no sea tan malo pasar una temporadita de desgobierno. O mejor, sin
gobierno: ahí tienen los ejemplos de belgas e italianos, que se las arreglaron sin poder
ejecutivo mientras sus administraciones seguían funcionando razonablemente y la gente
continuaba levantándose cada lunes para ir a trabajar o (los que no) mirar al sol. Tal
como están las cosas, supongo que, si las coalescencias (algunas contra natura) fallan y
nos obligan a nuevas elecciones, el partido ganador podría ser el de la abstención: los
ciudadanos, que han regresado a los libros sobre dietas milagrosas tras el hartazgo
gastronómico navideño, también se cansan de ver que nadie se pone de acuerdo en
medio de tanta presión por parte de medios cuya independencia se pone en entredicho.
Estos días, mientras esperaba a las reinas magas (a las que imaginaba con el físico de
Naomi Watts, Monica Bellucci y Anna Gabriel, tres damas que me inquietan) y su
panoplia de regalos (tienen poca imaginación: siempre me regalan letra impresa), he
leído un libro importante que trata de lo que, en nuestro tiempo, subyace a la
información: Salvar los medios de comunicación (Anagrama), de la economista
francesa Julia Cagé. Su punto de partida es casi un truismo: Internet, el brutal descenso
de la publicidad en los diarios, el “todo gratis” y la desafección del lectorado hacia las
grandes cabeceras, entre otros datos, han provocado la actual y tremenda crisis
globalizada de los medios. Esa crisis y la consiguiente pérdida de rentabilidad de las
inversiones ha propiciado que buena parte de los medios de comunicación hayan
terminado en manos de accionistas millonarios (personas, sociedades, fondos)
dispuestos a “salvarlos” que no tienen por qué ser particularmente desinteresados ni
estar dispuestos a respetar a toda costa la libertad de información y de quienes la hacen.
Ante esta situación, ejemplificada con medios franceses (TF1, Le Figaro, Les Échos,
Libération, etcétera), Cagé propone una serie de modelos de alternativos que permitirían
evitar el control de los diarios por los grandes accionistas, incentivar la financiación
participativa y, de paso, reemplazar los sistemas opacos de ayudas a la prensa por
apoyos neutros y transparentes. Y es que, como afirma Thomas Piketty en el prólogo, es
preciso repensar los modelos alternativos ya existentes, dejando atrás “cierta ilusión
igualitarista que en el pasado minó a muchas sociedades de redactores”, para adaptarlos
plenamente a la era digital. Un libro breve, enjundioso, optimista y sensato con ideas
para combatir democráticamente la concentración en pocas manos de los medios