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Terry Southern

El cristiano mágico

Título original: The Magic Christian

Primera edición en Impedimenta: marzo de 2012

Copyright © 1959 by Terry Southern

Copyright de la traducción © Enrique Gil-Delgado, 2012

Copyright de la presente edición © EditorialImpedimenta, 2012

ISBN: 978-84-15130-39-0

Depósito Legal: .M. 7680-2012

Para Henry y Dig

«El pequeño siempre vencerá sobre el grandesi le asiste la razón y la hace prevaler.»

Lema de los Rangers de Texas

Si bien este libro tomó forma principalmente araíz de ciertos acontecimientos y a causa de

determinados valores surgidos a lo largo de losaños más recientes, esta no pretende ser, de

ningún modo, una novela histórica; además, lospersonajes que contiene no han de ser

identificados con cualesquiera personas, ya esténvivas o muertas.

I

Cuando Guy Grand[1] no estaba al frente dealguno de sus grandes negocios en Nueva York,normalmente andaba, como a él le gustaba decir,«en la brecha». Se dedicaba a viajar en tren portodo el país: de Nueva York a Miami, de Miami aSeattle... Recorridos de ese estilo, y siempre entrenes lentos, de los que paran con muchafrecuencia.

El alojamiento en dichos trenes era hasta ciertopunto limitado, y, aunque él siempre procurasereservarse para sí lo mejor de lo mejor, GuyGrand tenía que conformarse a menudo conpequeños compartimentos apenas equipados conalgo más que las comodidades esenciales. A pesarde ello, aceptaba la situación alegremente; y conese talante fue como, aquella tarde de verano,exactamente a las 14.05, abordó con pasooptimista (considerando lo abultado de su porte,ya que, a sus cincuenta y tres años, estaba bastante

rollizo) el primer coche cama del PortlandPlougher[2]. Una vez instalado en sucompartimento, se embarcó en la placentera rutinade prepararse para el largo y despacioso periploque lo llevaría hasta Nueva York. Como tenía porcostumbre, llamó al mozo de inmediato y le pidióuna botella grande de Campari y otra de aguamineral helada. A continuación, se sentó ante suescritorio para despachar la correspondenciacomercial.

Era bien sabido por todos que Grand eraproclive a recompensar con generosas propinas atodos aquellos que le prestaban cualquier serviciopersonal, y por eso era común ver siempre a tres ocuatro mozos revoloteando holgazanamente en elpasillo contiguo a su compartimento, atentos a laportezuela, por si a Grand se le antojaba cualquiercosa. En cuanto el tren abandonaba la estación,escrutaban sus idas y venidas allá en el interior, yescuchaban cómo tarareaba por lo bajinis mientrasremovía los papeles de su mesa. De todos modos,antes de que el tren efectuase su primera parada,

los mozos debían tener mucho cuidado enesfumarse, pues Grand había dado órdenesestrictas de que no quería toparse con nadiecuando saliese de su compartimento, cosa quehacía en todas y cada una de las escalas.

Durante la primera de estas paradas, que no sedemoró demasiado, Grand saltó rápidamente alvagón de asientos contiguo y se apostó junto a laventana. Le gustaba aquella atalaya porque desdeallí podía observar la actividad que sedesarrollaba en el andén sin que nadie loimportunase. Su complaciente cara roja le dabauna cierta apariencia de honesto granjero, y eso ledotaba de cierta ventaja, puesto que así no llamabademasiado la atención.

Desde la ventanilla del tren, tras la estación ymás allá, podía apreciar el perfil de la pequeñapoblación de Nueva Inglaterra en la que se habíandetenido (inerte en la tarde estival, como unmausoleo de juguete) mientras que todo lo queparecía estar vivo en la ciudad se apretujaba de

sopetón en los pasos subterráneos, para emergerde nuevo precipitadamente, como por la boca deun embudo, hacia el andén de la estación, en la quealguien descargaba pequeños paquetes cuadradosdesde uno de los vagones centrales del tren.

Sin embargo, entre la confusión y las prisas delandén, Grand localizó una figura reconocible: eraun tipo que vendía perritos calientes de un cajónque transportaba con una cinta alrededor delcuello.

—¡Están calentitos! —voceaba repetidamente,caminando arriba y abajo, en paralelo al tren y aescasa distancia de los vagones; tras un minuto oasí de observación general, Grand concentró todasu atención en él; y fue entonces, exactamente unminuto antes de que el tren partiera de nuevo,cuando Grand decidió poner en marcha todo elasunto.

—¡Calentitos! —vociferaba.

Cuando el tipo llegó a la altura de su ventana,Grand le echó de soslayo una mirada perspicaz,apenas de un segundo. Quizás estaba valorando sucarácter. Entonces le preguntó con labiosapretados:

—¿Cuánto?

—Son veinte centavos —dijo el vendedor unpoco acelerado, pues el tren se disponía ya a partir—. ¡Con mostaza y salsa y todo! ¡Calentito!

—¡Hecho! —dijo Grand acompañando suafirmación con un sobrio asentimiento. El treniniciaba ya la marcha, así que el vendedorcomenzó a caminar rápidamente para mantenersejunto a la ventana. Guy Grand se inclinó haciafuera y le alargó un billete de quinientos dólares—. ¿Tiene cambio? —preguntó lacónico.

El tipo, tratando de aprovechar el tiempo quequedaba, le pasó el perrito caliente a Grandmientras buscaba cambio en el bolsillo, sin

reparar aún en el valor del billete, así que paracuando se dio cuenta de lo que el otro trataba deendilgarle, ya casi estaba trotando a plena marcha,haciendo extrañas muecas y sacudiendo la cabeza,mientras intentaba devolver el billete con unamano y recuperar el perrito con la otra. Durante elúltimo instante que estuvieron cerca, con el tipohaciendo un sobrecogedor esfuerzo final paraalcanzar su mano estirada, Grand echó mano a unbolsillo interior de su chaqueta del que sacó unade esas caretas de animal hechas de plástico —esedía tocaba una-de cerdo—, se la colocó conpresteza, y empezó a deglutir el perrito caliente através de la boca de la máscara, mientras hacíafrenéticos intentos de alcanzar el billete, si bien dealgún modo se las iba apañando para mantenerlojusto a una pulgada de las yemas de sus dedos. Ycontinuó así mientras la distancia entre ambos seiba ampliando, desesperadamente, hasta que, porfin, el vendedor se detuvo exhausto en el extremodel andén, todavía sujetando los quinientos dólaresy con la mirada fija en el tren que se perdía en ladistancia.

Solo cuando se hubo retirado de la ventana,

pudo Grand desembarazarse de la máscara decerdo. Al otro lado del pasillo, medio girada en suasiento, se encontró cara a cara con una mujer demediana edad que observaba a Grand con unacuriosidad tan intensa que el instante mismo en quesus miradas se cruzaron pareció no transcurrir.

Entonces ella tosió y dirigió su mirada haciaotra parte, si bien no pudo resistirse a volver amirar a Guy Grand cuando este se levantó, todosonrisas, para abandonar el vagón de pasajeros,mientras dirigía a la mujer un guiño de afectocómplice.

—Solo me estaba echando unas risas con esevendedor de salchichas —explicó—. Le aseguroque nadie ha salido damnificado.

Entonces regresó a su compartimento, cerró lapuerta y se sentó a sorber su Campari (una bebidadel color de las frambuesas y amarga como la hiel)

y a especular sobre las posibles reacciones delhombre de los perritos calientes.

Desde fuera del compartimento, incluso desdeel extremo más alejado del pasillo, los mozosholgazanes podían escuchar su extraña risitamientras se removía en el interior.

Para cuando el tren llegó a Nueva York, GuyGrand había perpetrado cuatro o cinco veces mássu pequeña «actuación». Un tipo curioso, esteGrand.

II

Por encima de la ciénaga color gris granito deWall Street se alza un singular edificio semejante auna especie de garza de fuego que remontara elvuelo en una desbandada de blanco y azul.Concretamente estamos en el número 18, uncegador cohete de cristal y cobre llamado elCentro de Inversiones Grand; tal vez la estructurade oficinas más moderna jamás edificada ennuestro país, conocida en los círculos de las altasfinanzas simplemente como El Grande de Grand.

Las oficinas de El Grande de Grand estánocupadas por compañías que negocian con fondosmutualistas; corporaciones de proporcionesgigantescas cuyas políticas definen la forma mismade los países.

El propio August Guy Grand eramultimillonario. Poseía depósitos en efectivo porvalor de 180 millones de dólares en diversos

bancos neoyorquinos, capital que no suponía másque una pequeñísima parte de su inmensoconglomerado de negocios.

Al principio, los socios de Grand —todos ellosindividuos de posición acomodada— pensabanque era un tipo que no tenía nada deextraordinario: parecía un hombre reservado y degustos sencillos; un hombre que había heredado lamayor parte de su dinero y que se había dedicadoa presentarlo mediante inversiones seguras enacero, caucho y petróleo.

Lo que sus socios percibían de Grand erageneralmente un reflejo de su propia monotonía: unsimple miembro de tu club, o el invitado a unbanquete, una mera posibilidad, una veladaamenaza... Un hombre cuyas posesionesrepresentaban a un tiempo una perspectiva /lenegocio y un peligro. Aunque esto tenía más quever con cierta faceta de su vida privada que podríaconsiderarse atípica: Grand no solamente era unode los últimos grandes despilfarradores, sino que

practicaba una actitud ciertamente inusual respectoa la gente que le rodeaba; de hecho, llegaba agastar hasta diez millones de dólares cada año —tal y como él lo expresaba— en «calentar alpersonal».

* * *

A sus cincuenta y tres años, Grand tenía un torsorechoncho y una cabeza calva levementeapepinada; su cara era bastante rosa, por lo quebajo ciertas luces imprecisas ofrecía el aspecto deun grueso hombre-rábano. Aunque tal fachada nollegaba a resultar desagradable, puesto quesiempre vestía trajes bien cortados y solía lucir, ala altura del cuello, un diamante del tamaño de unamoneda de cinco centavos... Un diamante quecapturaba el tardío sol del crepúsculo en un suaveespejeo de llamaradas de color, mientras Guyatravesaba las silenciosas puertas de El Grande

de Grand y se internaba en la neblina azul de lacalle semidesierta. A su vera, un enorme porteroque se llevaba los dedos a la gorra en una rápida ysencilla reverencia.

—¿Taxi, señor Grand?

—No, gracias, Jason —respondió Guy—. Hoytengo el coche.

Y, con una complaciente sonrisa, giróhábilmente sobre sus tacones y enfiló hacia WorthStreet, en dirección norte.

Guy Grand tenía unos andares verdaderamenteenérgicos; pasos cortos y elegantes que seelevaban sobre la punta de sus pies. Era elcaminar de un hombre que parecía estarchasqueando los dedos mientras paseaba.

Alcanzó su vehículo media manzana másadelante, aunque tuvo alguna dificultadmomentánea para reconocerlo. Bajo la escobilla

del limpiaparabrisas había una multa deaparcamiento que Grand retiró lentamente,mirándola con curiosidad. Entonces escuchó unavoz a sus espaldas.

—¡Parece que te ha tocado la papeleta, colega!

Por el rabillo del ojo, Grand distinguió a unhombre vestido con un traje oscuro de verano, quese apoyaba indolentemente en la pared.

Había algo lacónico y engreído en el tono deaquel comentario, entre nasal y resabiado.

—Sí. Eso parece —musitó Grand sin levantarsiquiera la vista, mientras continuaba estudiando elticket en su mano—. ¿Cuánto quiere porcomérsela? —preguntó entonces, lanzando al tipouna sonrisa penetrante.

—¿A qué se refiere, señor? —preguntó este congesto ceñudo, mientras se incorporabaligeramente.

Grand carraspeó y sacó lentamente su billetera,

una cartera fina y alargada de tan buen cuero quehabría sido flexible como la seda de no ser porquese hallaba atiborrada de un impresionante fajo debilletes.

—Le he preguntado que cuánto quiere porcomérsela. Ya sabe... —Con los ojos muy abiertosse puso la multa junto a la boca y simuló masticarostensiblemente.

El hombre, sin perder detalle, hizo ademán deadelantarse.

—¡Digamos que no le capto, señor!

—Bueno —respondió Grand alargando laspalabras. Sofocó una risita mientras comenzaba arebuscar en su gruesa billetera—, en realidad esmuy sencillo. —Extrajo de la cartera unos cuantosmiles de dólares—. Supongo que se habrá dadocuenta usted de que me han puesto esta multa de

aquí. Solamente me preguntaba si no le importaríacomérsela por... digamos... —De un rápido vistazocalculó cuánto dinero había sacado de la cartera—. ¿Seis mil dólares?

—¿A qué se refiere usted con comérmela? —inquirió el del traje oscuro con una especie degruñido—. ¿Acaso se cree uno de esos tiposlistillos, colega?

—Llámeme como guste: tipo listillo, grantipo... ¡Pero no me venga con que es tarde para elpapeo! ¿Eh? Ja, ja! —Grand redondeó el asuntocon una risilla jovial, para añadir rápidamente ysin sonreír—: ¿Qué le parece, amiguete? ¿Leapetece ganarse unas cuantas lechugas aquímismo?

El tipo, que ahora parecía estar realmenteenfadado, avanzó otro paso.

—Escuche, señor... —comenzó en tonoamenazador, cerrando los puños.

—Me veo en la obligación de advertirle —

repuso Grand tranquilamente, llevándose la manohacia la pechera— de que voy armado.

—¿Cómo dice? —El hombre se quedómomentáneamente mudo de asombro. Entonces fijósu vista con ira apagada en los seis billetes queGrand sostenía. Se recuperó parcialmente y,ladeando la cabeza, taladró a Grand con la miradaen un simulacro de escepticismo perspicaz, si bienligeramente aderezado con cierta indignación.

—¿Pero quién se cree usted que es, señor? ¿Sepuede saber a qué juega?

—Grand me llamo y la pasta es el reclamo —respondió Guy con un guiño—. Entonces, ¿qué?¿Jugamos? —Deslizó su pulgar bruscamente por elcanto de los seis billetes nuevecitos y estoscrujieron con un sonido quebradizo y convincente.

—Escuche... —murmuró el tipo entre dientes,

con los labios apretados. Tenía los dedosflexionados y exhalaba sin parar en unaexasperación airada—. ¿Está usted sugiriendo...está usted tratando de decirme que me dará seismil dólares... por COMERME esa... —señaló conrigidez el papel que seguía en la mano de Grand—... por comerme esa MULTA?

—De eso se trata, en líneas generales —dijoGrand echando un vistazo a su reloj—. Aunque eslo que puede llamarse una oferta por tiempolimitado. De hecho, expira en... digamos... unminuto.

—Eh, oiga, señor —dijo el hombre mientrasapretaba los dientes—, si se trata de alguna clasede broma, no respondo de mí... —Y asintió con lacabeza para demostrar que iba en serio.

—Sin amenazas —le advirtió Grand—, o levolaré los sesos... Bueno, ¿qué dice? Le quedancuarenta y ocho segundos.

—¡Veamos antes ese condenado dinero! —exclamó el tipo, que se había acercado aún más,echando mano a los billetes.

Grand le permitió examinarlos, pero sin dejarde mirar su reloj.

—Treinta y nueve segundos —anunció consolemnidad—. ¿Debo empezar ya la gran cuentaatrás?

Y, sin esperar a que su interlocutor tuvierasiquiera tiempo de responder, dio un paso haciaatrás y, colocando las manos alrededor de su bocacomo un megáfono, comenzó a entonar condramatismo:

—Veintiocho... veintisiete... veintiséis...

El hombre empezó a gesticular alocadamentemientras mascullaba incoherencias antes deagarrar el ticket, desgarrar un pedazo con losdientes y comenzar a masticarlo con ojos

centelleantes.

—Así me gusta. ¡Buen muchacho! —exclamóGrand con calidez, interrumpiendo la cuenta atráspara aproximarse y darle al tipo una cordialpalmadita en el hombro, a la vez que le alargabalos seis mil.

—En realidad no hace falta que se lo coma todo—explicó—. Tan solo quería comprobar cuál erasu precio. —Guiñó un ojo y soltó una risita decondescendencia—. Supongo que casi todos lotenemos, ¿no cree? ¡Ja, ja!

Y, con un amplio gesto de su mano, se metió enel coche y salió disparado, dejando en la acera alhombre del traje de verano oscuro, que le mirabafijamente, sumido en la más absoluta perplejidad.

III

Grand condujo ociosamente por el East RiverDrive. Se detuvo junto a una casa grande y lujosa,situada en la Calle Sesenta, donde vivía con susdos tías de avanzada edad, Agnes y EstherEdwards.

Cuando llegó se las encontró a las dos en elsalón.

—¡Oh, ya estás aquí, Guy! —dijo AgnesEdwards haciendo gala de un cariño algo agriado.Tenía ochenta y seis años, uno más que Esther, yera de las dos la que llevaba la voz cantante en lamayoría de los asuntos.

—¡Guy, Guy, Guy...! —exclamó Estherfelizmente cuando le llegó su turno, dedicándoleuna preciosa sonrisa color rosa; desgraciadamente,insistía en mantener en vilo su taza de té, con loque lo único que se veía de ella era su frente,

suavemente ensombrecida, como siempre, por unaespecie de maternal preocupación hacia elmuchacho. Ambas mujeres se hallaban terrible ycrónicamente atribuladas por el hecho de que Guy,a sus cincuenta y tres años, no se hubiese casadotodavía; aunque, tal vez, caso de que se diera taleventualidad, cada una, a su manera, habríaencontrado el modo de oponerse a ella.

Guy les sonrió desde la entrada y cruzó la salapara darles un beso antes de dirigirse a la granbutaca, junto a la ventana, en la que siempre sesentaba.

—Justo estábamos tomando el té, querido.¡Únete a nosotras! —insistió su tía Agnes contemblorosa emoción. Hizo tintinear elegantementesu pequeña campanilla de plata para llamar alservicio, y alzó su rostro medio ladeado en esperadel beso. Guy pudo notar que lo recibía de formamecánica, si bien con los párpados cerrados ytemblorosos. Y del mismo modo percibió unamano muy delgada que, casi por reflejo, se

elevaba para rozar su cara indecisa, apretada yblanca como los encajes del puño de la anciana.

—Guy, Guy, Guy —volvió a exclamar Esther,exagerando su propia alegría mientras posaba lataza con presteza, aunque con delatora cautela, enla pequeña mesita.

—Tomarás el té con nosotras, ¿no es así,querido? —dijo Agnes. Con una mirada transmitióla orden a la sirvienta, que acababa de aparecerpor la puerta.

—Nada me gustaría más —respondió Guy,ofreciendo a sus tías una sonrisa cargada de unbrillo fanático que hizo que ambas se azoraranlevemente.

Se encontraba con buen ánimo tras su periplo,aunque no tardaría, como pudieron comprobar sustías, en esconderse tras las enormes páginas grisesdel Financial Times y del Wall Street Journal:para distraerse, quisieron pensar ellas; sin decir

palabra, desde luego. Respondía, sí, de vez encuando, pero en un tono raro y distante, sinemoción alguna.

* * *

—Guy... —titubeó la tía Agnes Edwards. Dabavueltas a su taza, en uno de esos cálidos ysobreactuados gestos de preocupación que hace lagente extremadamente rica para dotar a lasituación de un cierto grado de seriedad.

—¿Si, tía Agnes? —respondió Guy en tonoretórico, casi jovial, incorporándose levemente ensu butaca. No daba vueltas a su taza, aunquetamborileaba en ella con los dedos, educadamentenervioso.

—Guy... Ya sabes lo del joven amigo deClemence... En fin, por lo que sé, planean contraer

matrimonio próximamente... y... ¡oh! Vaya... Mepreguntaba si nosotros podríamos serles de ayudaen algún sentido. Naturalmente, no me hepermitido comentar nada de esto con ella. Desdeluego, sería incapaz... Pero ¿a ti qué te parece,Guy? Seguro que hay algo que podemos hacer alrespecto, ¿no crees?

Guy Grand no tenía ni la más remota idea de quéle estaba hablando su tía, aunque intuía que setrataba de una cuestión de dinero. Así que seexpresó de una manera lo bastante imprecisa comopara sugerir que sopesaba con cuidado suspalabras.

—Bien... yo diría que sí.

Agnes Edwards le respondió con una sonrisaradiante y levantó su taza en un gesto a la veztímido y engreído; entonces ambas mujeresintercambiaron miradas, sonriendo con elegancia,como si así disiparan las preocupaciones de sucabeza. Fuera como fuese, todos salían ganando.

* * *

La idea que el propio Grand tenía sobre lo de«calentar a la gente» había sido concebida sinmás, literalmente y casi en plan de ocurrencia, unamañana temprano, en el verano de 1938, justo porla época en que la Guerra Civil española tocaba asu fin. Había volado a Chicago y,aproximadamente una hora después de aterrizar,había adquirido una propiedad en una de lasesquinas más concurridas del Loop. Hizo que esemismo día un equipo de cincuenta hombres conmaquinaria pesada derribasen el moderno edificiode dos plantas que allí se alzaba y despejasen losescombros. Entonces dirigió los trabajos de seiscarpinteros que aguardaban a pie de obra desdeprimera hora de la mañana y que, tras levantar unaempalizada junto a la acera, construyeron unaestructura en madera sobre la que colocaron un

depósito cuadrado de hormigón con las siguientesproporciones: cuatro metros de lado por un metroy medio de profundidad. Construirlo les llevó entotal una hora y media. Parecía que el trabajohabía concluido y solo quedaba verter el cemento(de hecho, los carpinteros ya se habían puesto suropa de calle y estaban listos para marcharse)cuando, tras reflexionar un instante, Grand lesreunió de nuevo y, con buen tono, les ordenódesmantelar la estructura entera y reconstruirlasobre una tarima de medio metro de altura, demodo que —como explicó al capataz de la obra—dejase espacio suficiente para instalar debajo unaparato calorífico.

—Eso hará que se calienten... —dijo, aunqueen esos momentos ya no se estaba dirigiendorealmente al capataz ni, aparentemente, a nadiemás.

Era ya mediodía, y en la marea de la calleatestada fueron distinguiéndose grupúsculos deespectadores que colgaban como racimos de la

robusta empalizada; congregaciones quecambiaban constantemente de forma, fascinadaspor el modo en que aquel hombretón del este,vestido con ropas caras, repartía órdenes con lospuños de la camisa remangados.

Cuando el trabajo estuvo bien encauzado, Grandpasó revista a la multitud desde su atalaya enmedio de aquella barahúnda, y finalmente sedirigió a los curiosos haciendo bocina con lasmanos como si se dispusiese a gritar, aunque estosestaban a escasos metros de distancia.

—Mañana... —exclamó—. ¡Vuelvan ustedesmañana! ¡Ahora... aún estamos... dejándolo listo!

Si algún sabihondo ocasional le llamaba laatención e intentaba bromear sobre lo que sucedíaal otro lado de la valla, Guy Grand sonreíacansinamente y le reprendía con el dedo.

—Ahora... —gritaba lentamente ante la burladel listillo— estamos... poniéndolo todo... a

punto —o algo igual de irrelevante. Pero nadie seofendía ante sus comentarios, bien porque no loscomprendían realmente o tal vez a causa de ladignidad y el porte que derrochaba aquel hombre,con ese enorme diamante colgado al cuello.

A las dos en punto llegaron otro contratista, tresoperarios y un camión con grava, arena y seissacos de cemento rápido, pero tuvieron queesperar a que se terminase de elevar la nuevaestructura. Después, colocaron una plancha demetal bajo el depósito y vertieron el cemento enlos moldes. Todo se llevaba a cabo tanvelozmente, bajo las enérgicas órdenes de Grand,que el trabajo estuvo acabado antes incluso de queempezara a atardecer. Bajo la estructura habíancolocado un gran quemador de gas con forma deestrella, dotado de miles de espitas y que parecíaun calamar gigante vuelto del revés. Al retirar losentablados de los moldes, el conjunto semejabauna especie de pileta de baño sustentada porcuatro columnas, con un aparato calentador debajoy pequeñas rampas laterales que conducían al

depósito.

Antes de la hora de cenar, Guy Grand habíadado por finalizados los preparativos que habíainiciado aquel mismo día en los mataderos deChicago. Había dispuesto que le enviaran un metrocúbico de estiércol, cuatrocientos litros de orina ydoscientos litros de sangre a una dirección de lasafueras. Grand hizo que todo aquel desechoapestoso fuese transferido a un camión volqueteque había comprado esa mañana. Hay que decirque todos estos arreglos le supusieron un buendesembolso de dinero puesto que los mataderos notienen por costumbre conservar o vender la orina,que hubo de ser especialmente recolectada para laocasión.

Tras asegurar bien la cubierta del camión,Grand trepó a la cabina, condujo de vuelta hacialos mataderos y lo aparcó allí cerca, donde elhedor que desprendía se notaría menos.

Luego tomó un taxi a la ciudad, hacia el cercano

North Side, y cenó tranquilamente en el Drake.[3]

A las nueve en punto, mientras aún había algo de

luz diurna, regresó a la obra, donde aún habíaalgunos obreros, y supervisó la retirada de losmoldes y de la valla. Inspeccionó el depósito ycomprobó que el quemador que había debajoestaba en buen estado de funcionamiento. Acontinuación despidió a la cuadrilla de trabajo yregresó a su hotel.

Se sentó en su escritorio a escribir cartas denegocios hasta que su fino reloj de oro marcó lastres de la madrugada. Exactamente entonces dejósu correspondencia, se refrescó un poco en el bañoy, justo antes de salir, se detuvo junto a la puerta yagarró un gran maletín de cuero, una máscara degas, una pala de madera, un cubo de pintura negray una vieja brocha. Bajó las escaleras y tomó untaxi hasta donde había dejado aparcado el camión.Abandonó el taxi, se metió en el camión y locondujo hasta la obra. Una vez allí, subiócuidadosamente marcha atrás por una de las

rampas y vació toda la porquería del volquete enel depósito. La pestilencia se iba haciendo más ymás insoportable por momentos y, en cuanto huboaparcado el camión y salido de él, Grand secolocó la máscara de gas que había llevadoconsigo.

Trepando por una de las rampas, se agachósobre el parapeto del depósito y abrió el maletín.De él empezó a extraer a puñados diez mil billetesde cien dólares que arrojó a la pileta pararemoverlos después, lentamente con su pala demadera.

En estas se hallaba, en cuclillas, inclinado juntoal depósito, con la máscara cubriéndole la cara,removiendo febrilmente con la pala y dejando caerbilletes en la asquerosa mezcolanza, cuando uncoche patrulla qué pasaba por allí, alertado poraquel pestífero olor, se acercó para investigar quéestaba sucediendo. Pero antes de que los oficialespudiesen darse cuenta de nada, Grand habíacerrado ya el maletín, se había quitado la máscara,

le había endilgado a cada uno cinco mil dólares yles había exigido que le llevasen de inmediato antesu capitán. Los agentes intercambiaron unas brevespalabras en voz baja, se encogieron de hombros yestuvieron de acuerdo en acompañarle.

En la comisaría, Grand departió en privado conel capitán, y, tras mostrarle diversas tarjetas devisita, le explicó que todo formaba parte de uninofensivo truco publicitario destinado allanzamiento de un nuevo producto.

—Naturalmente, mi empresa está deseosa decooperar con las autoridades —dijo, mientras leentregaba al capitán veinticinco mil dólares.

Finalmente se acordó que Grand podía volver ala obra y proseguir con su actividad, siempre queaquello no implicase ningún acto criminal. Porotra parte, a pesar de que el capitán no podíaprometerle nada definitivo, se mostró bastanteinteresado en la propuesta qué Grand le hizo de«donar» al cuerpo otros cincuenta mil dólares,

siempre y cuando la policía se mantuviese alejadade la zona durante unas cuantas horas la mañanasiguiente.

—Piénselo usted —dijo Grand con su voz másamable—. Consúltelo con la almohada, ¿quiere?

De nuevo en la obra, Guy volvió a colocarse lamáscara y dejó caer lo que restaba del contenidodel maletín en el depósito. Entonces descendió apie de calle, abrió el bote de pintura, lo removióbien con la brocha y, finalmente, utilizando sumano izquierda para simular la caligrafía de unniño o de alguien semianalfabeto, pintarrajeó engrandes letras negras en el lado del depósito quedaba a la calle: DINERO GRATIS AQUÍ. Acontinuación volvió a subir por la escalera paraechar un último vistazo a su labor. Mezclados enmedio del estiércol, podían verse las esquinas, losbordes y los números faciales de unos quinientosbilletes. Tras contemplar su trabajo durante unbuen rato, descendió otra vez, se introdujo medio agatas bajo el depósito, se quitó la máscara e

inspeccionó los quemadores. Realizó una escuetacuenta atrás y abrió la válvula hasta el tope;entonces quitó el mando para que no pudiese sermanipulado fácilmente. En cuanto prendió lacerilla brotaron miles de llamitas que loiluminaron todo de azul, plegándose ante elcontacto con la placa de metal y el hormigónfresco, que adquirió el color de la arena bajo laluna veraniega. Aquel era uno de aquellosinstantes memorables que a uno le retrotraen a lasnieblas de la infancia: un reflejo de lugareshúmedos, de cemento subterráneo, de lugaresenterrados bajo la frescura del suelo... Instantesdespués la peste se volvió realmente insoportable;se levantó y se puso rápidamente la máscara.Cruzó la calle, se alejó a una distancia prudencialy se detuvo en la esquina para observar elconjunto. Bajo la pálida luz del amanecer que yadespuntaba, la primitiva pintada que rezabaDINERO GRATIS AQUÍ se distinguía de modobastante contundente mientras, debajo de toda laestructura, miles de llamas blanquiazules pujabancon una extraña urgencia para esas horas de la

madrugada en una esquina del centro de Chicago.

—Digamos que... —musitó Grand, aunque losuficientemente alto como para oírse a sí mismo—¡esto hará que se calienten!

Y de un salto se introdujo en el camión y locondujo raudo como el viento de vuelta a su hotel.En cuanto amaneció del todo cogió el avión aNueva York.

Unas horas después, en aquella bulliciosaesquina del Loop en el centro de Chicago, reinabatodavía la conmoción. Ese fue el primero y, encierto sentido, el más deliberadamente literal deaquellos proyectos que de cuando en cuando seasociaban al nombre de «Guy Grand». Un GuyGrand acostumbrado a provocar las iras de laprensa, que comenzaba sus crónicas etiquetándolede «excéntrico» y terminaba por considerarledirectamente un «chiflado».

IV

—¿Es Clemence una persona? —preguntó Guy,«cogiendo un trocito de galleta y echándosela a laboca.

La tía Esther alzó su mano para disimular unavergonzosa vocecilla nerviosa, y la tía Agnesfingió impaciencia.

—¡Guy! ¡Serás bobo! —dijo Agnes—. ¡Enserio, cómo eres! —Aunque, pasado un instante,suavizó el tono para continuar—: ¡Clemence es lanueva doncella! Es católica, Guy, y además muybuena chica, si se me permite decirlo. Va a casarsecon ese muchacho judío, Sol... Desde luego, no sécómo van a arreglárselas... Hablé con ambos, lesdije que nosotros somos protestantes, que siemprehabíamos sido protestantes y que siempre loseremos. ¡Pero no es eso lo que me importa enrealidad! ¡Ni hablar! «Libertad de credo y deculto», les dije. Ese ha sido siempre el principio

básico de mi religión. ¡Una religión ni por asomotan apremiante y prepotente como otras que yo mesé y que podría mencionar! Por supuesto que no selo dije así, pero eso es lo que hay...

»Bueno, ella quiere ir de luna de miel a Italia yde paso visitar al Papa, lo que me parece de lomás tierno... Y él quiere ir a ese sitio en Oriente adonde van ellos.].. Israel, ¿no es así? ¡Oh! No lodigo con mala intención. Son muy buenos los dos,Guy... Tan amables y educados como cualquierapudiera desear, y... En fin, tienen suficiente dineropara hacer uno de los dos viajes, ya ves, pero nopara ambos. ¡Ojalá pudiésemos ayudarles, Guy!Creo que sería bonito que pudiesen ir a los dossitios, ¿no te parece? Acuérdate de lo mucho queyo disfruté visitando la silla de Calvino enGinebra. Claro que no es lo mismo, pero seríaprecioso. ¿Qué opinas, Guy?

—¡Pero si Guy siempre ha estado encantado deayudar en estos asuntos! —interrumpióefusivamente Esther.

—Gracias, tía Esther —repuso Guy con

humildad—. Me gusta pensar que mi fama meprecede.

* * *

Durante un tiempo, Guy Grand fue dueño de unperiódico; uno de los más conocidos de Boston,cuya tirada diaria era de 900.000 ejemplares. Alprincipio, cuando asumió el control, decidió nointroducir cambios en su formato ni interferir ensus aparentemente altos principios periodísticos.Grand se quedó en Nueva York, en la periferia delárea operativa del periódico, en donde, como dijo,permanecería hasta que «consiguiera pillarle elrollo al asunto».

Sin embargo, pasados un par de meses, secomprobó que en algunas noticias publicadas por

el periódico, sobre todo en las que tenían ciertointerés local, comenzaron a aparecerinopinadamente palabras en francés:

Boston, 27 Mar. (AP) - Howard Jones,ving-huit ans, condenado en tres condadospor cargos de hurto, fue sentenciado estamañana a entre 20 y 26 meses de reclusión enla Prisión Estatal de Folsom, tal y comoanunció aujord’hui el juez Grath de la 17a

Instancia de la Corte de Apelaciones.

Maniobrando a través de toda una sucesión deeditores, correctores y operadores de linotipia,Grand fue imponiendo gradualmente una políticadestinada a escribir de modo erróneo el nombre deciertas ciudades, islas, así como los nombrespropios en general, cuando no a hacerlos aparecerdirectamente en idiomas extranjeros:

Los Yankees triunfan en Parigi

Refriega en los Pipirineos

Durante la guerra, Cuando las referenciasgeográficas tenían una relevancia diaria en lostitulares, estas distorsiones servían para situar allector como antagonista y para oscurecer loshechos.

La tirada del periódico cayó hasta nivelesdramáticos y, pasados tres meses, las ventasdescendieron a una vigésima parte de lascontabilizadas cuando Grand empezó a dirigirlo.

Llegados a este punto, se anunció un importantecambio de política editorial. En lo sucesivo, eldiario no publicaría viñetas, artículos editoriales ode fondo, críticas artísticas ni publicidad, ysolamente presentaría los hechos «noticiables» de

una manera directa.

Bautizaron el nuevo periódico como LosHechos, y Grand se pulió el equivalente al rescateque se exigiría tras el secuestro de una docena dereinas en lograr plasmar en él los «hechos» crudos—o al menos una gran cantidad de ellos—, queresumió en frases simples. Los ejemplares de losdos primeros días, más o menos, gozaron debuenas ventas, pero los contenidos resultaban tanincreíbles o bien tan irrelevantes que, para el finalde la primera semana, la demanda era más bajaque en ninguna fase anterior de la historia delperiódico. En la tercera semana no se podía hablarya de ventas siquiera, y el periódico simplementese regalaba; o bien, rechazado por losdistribuidores, se apilaba por montones en lasesquinas de las calles cada mañana: la tirada, dosmillones de ejemplares diarios. Al principio lagente parecía divertirse ante tanto periódico sinleer rondando por ahí, pero, cuando la dinámicacontinuó en la misma tónica, el público comenzó asentirse molesto. Algo raro estaba sucediendo

delante de sus propias narices... ¿Comunista?¿Ateo?¿Homosexual?¿Católico? ¿Monopolio?¿Corrupción? ¿Protestante? ¿Loco? ¿Negro?’¿Judío? ¿Puertorriqueño? ¿POESIA?

La ciudad estaba asquerosa con tanto ejemplar.Era habitual que la gente hablase de Los Hechosen términos como «basura» o «desperdicios». Elperiódico contenía cierto discurso, incluía letrasde molde, y, sin embargo, la publicación era vagae imprecisa. El editor de Los Hechos recibía sacasenteras de cartas llenas de insultos e improperios.Grand se quedó de brazos cruzados durante unasemana o así, y entonces se consagró a publicarexclusivamente dichas cartas, y volvió a cambiarel nombre del periódico, al que ahora bautizócomo Opiniones.

Aquellas cartas, una vez impresas, reflejaban taldivergencia airada de pensamientos y de creenciasentre los lectores que sirvieron para sembrar unaaguda disensión por toda la ciudad. La virulenciadel antagonismo grupal subió como la espuma. El

periódico, a aquellas alturas, gozaba de nuevo deuna amplia difusión, y empezaron a producirseincidentes violentos. Algo se agitaba en elsubsuelo, y no era nada bueno.

* * *

Alrededor de las dos de la tarde del 7 de junioempezaron a congregarse multitudes en LexingtonSquare, muy cerca del centro. Los grupos Judío,Ateo, Negro, Obrero, Homosexual e Intelectualestaban de un lado; del otro estaban losProtestantes y La Legión Americana. La balanzadel poder, o eso parecía, quedaba depositada en elvaleroso grupo Católico.

Era un día agradable en Boston. No corría niuna pizca de aire. Mientras los grupos y subgruposiban tomando posiciones y se abroncaban en elcentro de la plaza, Guy Grand llevó a cabo su

particular tour de forcé. Planeando sobre suscabezas, en un helicóptero equipado con radio,dirigía las maniobras de un escuadrón de seisaeroplanos especialistas en escribir en los cielos yque, a enorme altura, empezaron a deletrear conhumo las palabras: «QUE OS JO**N», lo cual fueinmediatamente seguido de un sinfín de epítetosdisparatados a la manera de insultos nivel delgrupo Gestalt: «Los protestantes son unoscapullos»... «Los judíos no dicen más quegilipolleces»... «Los católicos son unosmierdas»... Y así ad nauseam.

La multitud, tras leer los mensajes, estaba queechaba chispas. El gran Guy Grand bajó a unaaltura de treinta metros, inclinó la nave hacia lasmasas y abrió la portezuela para asomarse yobservar. La turba, asociando aquel helicópteroque volaba tan bajo con las ultrajantes pintadasque se delineaban en lo alto del cielo, empezó agritar obscenidades y a agitar los puños.

—¡Eh, tú, blanco canalla!

—¡Judío apestoso!

—¡Tú, negrata bastardo!

Así es como empezó la refriega.

Durante lo que luego se conoció como los

Disturbios de Lexington Square, Grand hizodescender el aparato hasta planear a una altura deunos ocho metros y, asomándose por la puerta, conexpresión neutra, se dedicó a gritar en voz alta ycon lenta entonación:

—¿QUÉ... PASA? ¿QUÉ... PASA?

***

Para las cuatro de la tarde la plaza estaba enruinas y todo Boston se hallaba al borde del

colapso y la revolución. Hubo que llamar a laGuardia Nacional y se decretó la Ley Marcial.Pasaron treinta y seis horas antes de que el ordense restableciera completamente.

La prensa sacó el asunto de quicio. Se iniciaronlas pesquisas. Guy Grand había untado a algunospeces gordos para llevar a cabo su proyecto, perono habían contado con que aquello lessobrepasara.

De vuelta en Nueva York, tuvo que sobornar alas autoridades con dos millones de dólares paraque no lo empapelaran.

V

—Sí, ya veo —dijo Guy aclarándose la gargantay mirando con cara de interés el pedacito degalleta que sostenía en la mano—. Desde luego.¿Por qué no...? Bueno, ya sabéis, averiguáis cuántonecesitan, les extendéis un cheque y...

La tía Esther disimuló otra vez una vocecillanerviosa. Le observó con sus ojitos brillantes porencima de la blanquísima mano que ocultaba suboca, mientras que Agnes apartó bruscamente lamirada evidenciando una cierta exasperaciónburlona hacia el muchacho.

—¡No se trata de darles dinero, Guy, querido!—exclamó Agnes—. No querrían ni oír hablar deello, por supuesto... Ese joven... Sol,particularmente. Seguramente ya sabes loorgullosos que son esas personas... Supongo quees un mecanismo de defensa que tienen ellos; peroincluso así... ¡No, de ninguna manera, no lo

podemos permitir! Lo que yo tenía en mente eradecirles que comprasen unas cuantas acciones,¿sabes?

—Vale —repuso Guy con sequedad—. Entoncespodrían hacer uno de esos dos viajes más adelante.Esa es la idea, ¿no? Aunque, espera... Si se gastantodo su dinero en uno de los viajes... ¿cómopodrán comprar las acciones en cuestión?

—¡Guy...! —dijo su tía. Su voz denotaba unamezcla de frialdad y dolor.

—Me temo que no os sigo —respondió Grandcon candor.

La tía Esther buscó refugio tras su pañuelito,sumida en una risilla que no cesaba.

—¡Me refiero a que podemos hacerlas subir ybajar!—soltó Agnes con enfado—. O más bienhacerlas bajar primero, para que suban después.

Le miró fijamente a los ojos un instante, con su

delgadez estirándose hacia delante como un cisneairado, sospechando que tal vez él estaba siendodeliberadamente obtuso.

—¡Igualito que un crío! —dijo ella—. ¡No sécómo te las arreglas en la mesa de juntas! ¡Laverdad es que no me lo puedo ni imaginar!

—Lo siento —dijo Grand sin sonreír. Seencorvó con gesto juvenil hacia su té para darle unsorbo.

Por supuesto, los tres estaban haciendo teatro.

—Nombra un buen paquete de acciones del queposeas diez mil —dijo Agnes severamente.

—Un buen paquete... —repitió Guy Grand,mientras su ancha frente se ensombrecía.

—Uno que empiece por «A» —intervino tíaEsther.

—¿Que empiece por «A»? —preguntó Guy con

aire incrédulo, si bien haciendo gala de su naturaldisposición infantil hacia el juego.

—¡Esther! —gritó Agnes.

—Bueno, ¿quieres decir exactamente diez mil opor lo menos diez mil? —inquirió Guy.

—Por lo menos diez mil —respondió Agnes—.¡Y no hacía falta —añadió lanzando una miradafuribunda a su hermana— decir que empiece por«A»!

—Hmm. Vale, ¿qué tal «Abercrombie &Adams»? —dijo Grand como probando—. Pareceque suena de lo más adecuado. ..

—Bien —dijo tía Agnes—, supón quevendieses todas tus acciones, ¿qué ocurriría con elprecio?

—Se desplomaría —contestó Grand con ungesto de desagrado ante la idea—, y de pasoprovocaría alguna que otra ruina.

—¡Ahí lo tienes! —exclamó Agnes—. Si el

prometido de Clemence comprara... cuando elprecio esté bajo... si comprara, ¿entiendes?...Entonces al día siguiente tú volverías a comprarlo que habías vendido. Y si tú vuelves a compraresas acciones, seguro que subirán de nuevo, ¿no esasí?

—Puede que sí y puede que no —dijo Grandcon un punto de frialdad.

—Está bien —dijo Agnes con marcada altivez—. ¡Pues podrías seguir comprando hasta quesubieran! —Luego continuó con un tono más suavepara demostrar su razonamiento final—: Seguroque puedes hacerlo, Guy, querido. En tal caso, yaverás como Clemence y ese joven te siguen yvenden las suyas.

—Sí —dijo Grand con cierta dignidad calmada—. Pero, ya sabes. Puede que la Comisión Federalde Seguridad no vea con buenos ojos ese tipo de

operaciones.

Los labios de Agnes estaban tan prietos que enese momento parecía una tortuga.

—Puede que no lo vea —repitió en falsete,abriendo mucho los ojos como si hubieselevantado una piedra en el desierto para ver quéocultaba debajo—. Bien —dijo con una serenidaddesconcertante, tomando un sorbo de té parareconfortarse, y volviéndose hacia su hermana,como recurriendo a ella, con una mirada de oscurosignificado—, si lo que en realidad te importa esguardar las apariencias... entonces, tal vez,después de todo no seas la persona que yo creíaque eras.

Se sirvió otra taza de té y puso cara de pasmo.

Acababa de retomar su discurso cuandoapareció la doncella tras la puerta para anunciar lallegada de miss Ginger Horton (una mujerextremadamente gruesa), que hizo su entrada en la

habitación vistiendo un inmenso conjuntoveraniego de forma trapezoidal y portando enbrazos a su pequinés.

—¡Guy! —exclamó extendiéndole la mano altiempo que él se levantaba—. ¡Qué inmensísimaalegría verte! ¡Saluda a Guy, Bitsy querido! —ledijo en un chillido alegre al perrito, señalandohacia Guy y el resto de la concurrencia—. ¡Di holaa todos! También están Esther y Agnes, ¿lo ves,Bitsy?

El perro dio un pequeño ladrido comoenfadado, y un moco le chorreó por la nariz.

—¡Oh! ¿Está mi Bitsy-witsy pachuchito? —Miss Horton arrulló al chucho mientras hacíapucheros y permitía que Guy la acompañase a unasilla situada junto a las tías, maniobrándola através de la sala como una gabarra por un río—.Hmm. ¿Está malitito Bitsy?

—Espero que no sea nada serio —dijo Grand

con gesto de solícita preocupación.

—Serán los nervios, espero —contestó missHorton ahora en tono altanero y algo enojado—.Este tiempo es tan... realmente abominable... Contoda esa gentuza mugrienta pululando por ahí...Pero bueno, aquí tienes a Esther y a Agnes, Bitsy.

—Cómo nos alegramos de verte, querida —corearon ambas ancianas, posando cada una susdedillos sobre la inmensa manaza de la reciénllegada—. ¡Pero qué vestido de verano más ideal!Ha sido muy amable por tu parte traer a Bitsy,¿verdad, Guy?

—Extremadamente amable —musitó Guy conuna sonrisa radiante, mientras se retiraba hacia subutacón junto a la ventana.

* * *

De hecho, Guy Grand había utilizado a sus

abogados recientemente para hacerse con diversosintereses estratégicos en los tres principalesclubes de cría canina de la costa Este. De esemodo había conseguido virtualmente el dominio yla responsabilidad de la Exhibición Canina deaquel año en el Madison Square Garden.

Su gérant número uno, su «hombre-fachada»para esta operación, era un tal señor HernándezGonzález, un descomunal mexicano sobradamenteconocido desde hacía tiempo en los círculos deaficionados caninos como criador de chihuahuasde «Lazo Azul». En cualquier caso, con el apoyode Grand y en un tiempo récord de seis meses,González se había convertido en el celebradopropietario de uno de los mejores criaderos delmundo, famoso no solo por sus chihuahuas, sinotambién por los pequineses, los pomeranias y otrosanimales de razas raras y extrañas, procedentes ensu mayoría de Oriente.

Se hacía evidente que la exhibición de esatemporada sería especial: se habían creado nuevascategorías y trofeos; los premios en metálicohabían aumentado sustancialmente y el concurso sepresentaba más competitivo que nunca. Brillanteshombres jóvenes y acaudaladas viudas noblesllegaron procedentes de los rincones más remotospara presentar sus mejores pedigríes. El propioGonzález había prometido presentar fuera deconcurso un espécimen de una excelente y antiguaraza.

Una revista de fotografía de tirada nacionaldedicó su portada al evento y publicó unprolongado editorial en el que elogiaba el espírituamericano del amor por los animales, «... en unbrillante y elocuente contraste —afirmaba eleditorial— con ciertas barbaridades naïve, comopor ejemplo las corridas de toros españolas».

Por consiguiente, cuando llegó el día, todoestaba preparado como correspondía. La pista delCarden, alegremente engalanada; los espectadores,

en actitud de solemnidad festiva; las luces,candentes; las grandes cámaras, en plenaactividad; y los participantes, vestidos como sifueran a asistir a una audiencia papal (aunque conun ánimo ligeramente ambivalente que fluctuabaentre la fobia a despeinarse o llenarse de pelos ylos deseos irrefrenables de mimar y hacerarrumacos a sus animales).

Salvo por la reseñable ausencia del señorGonzález, las cosas fueron como la seda hasta quedio comienzo la competición final, que enfrentabaa «Lo Mejor de Cada Raza» por el codiciadotítulo de «Lo Mejor de la Exhibición».

Fue justo entonces cuando apareció González,quien se unió al tropel de propietarios y bestiascuadrúpedas que se arremolinaban en el centromismo del Garden, Pronto se hizo evidente que suspromesas no iban descaminadas... Al otro extremode la correa, el hombretón arrastraba un perrazoextraordinario. Era negro azabache, casi deltamaño de un gran danés adulto, y lucía el más

asombroso pelaje y porte que se hubieran visto enla muestra de aquel año.

La cabeza la llevaba adornada a la manera de uncaniche peinado para el circo, aunque con alardesmucho más exagerados, por lo que el animalpresentaba la mitad de la cara cubierta de rizos ytirabuzones.

González se unió a la multitud exhibiendo unasonrisa desenvuelta y un gesto victorioso enabsoluto inapropiado para alguien tan eminentecomo él. No había transcurrido ni un minutocuando tanto el dueño como el perro fuerondetectados por Mrs. Winthrop-Garde y su pequeñoe irritable Spitz.

La buena señora se adelantó entonces —de unmodo nada apropiado para alguien de su caché—con un agresivo paso vacilante que inmediatamentefue imitado por otras tantas mujeres de igual rango,junto con sus pequineses, pomeranias y diversoschuchos en miniatura, todos de previsible

temperamento enfermizo.

González repartió reverencias con una graciatan triunfal como pasada de moda, y acarició una auna las manos de las damas.

—¡Es todo un encanto! —chilló Mrs. Winthrop-Garde a propósito del animal que sujetabaGonzález, y a continuación estampó su nariz en lade su mascota—. ¿Verdad, cariñín? ¿Hmm?¿Hmm? ¿Acaso no es precioso, tesorito mío?¿Cuál podrá ser su nombre? —le gritó a Gonzálezcuando comprobó qué su propio animal norespondía sino que se limitaba a soltar un irritadoladridito.

—Se llama... Colmillo —respondió Gonzálezpor lo bajinis. Había en su voz un deje de suavedramatismo que debió de escapársele a Mrs.Winthrop-Garde, ya que se acercó un paso más alseñor González, haciendo gala de una peligrosadespreocupación.

—/Golfillo, qué nombre más bonito!¡Demasiado delicioso... totalmente adorable!¡Saluda a Golfillo, Angélica! ¡Dile hola a Golfillo,mi flor de pelusilla!

Mientras arrimaba al pequeño spitz enfurruñadoy este lanzaba mordisquitos y bufaba y moqueaba,sucedió algo extraordinario: de alguna manera,Grand y González se las habían apañado (porrazones que la prensa nunca llegó a desentrañar)para introducir en la exhibición del Carden unanimal disfrazado que no era un perro en absoluto;más bien se trataba de una especie de terriblepantera negra o de jaguar teñido (que ademásestaba hambriento y rabioso como una guindilla).Así pues, antes de que la jornada tocase a su fin, lafiera no solo había desbaratado toda laprogramación, sino que además había eliminadoaproximadamente a la mitad de «Lo Mejor deCada Raza».

Durante la primera hora o así, habida cuenta desu reputación en los círculos caninos, González

quedó libre de todo reproche. El incidente fueconsiderado por completo accidental, además de,por supuesto, extremadamente desafortunado.

—Es que tiene un carácter muy fuerte —explicaba con gesto apesadumbrado, meneando lacabeza; y mientras él y la fiera merodeabanparsimoniosamente por el mismo centro delbarullo, se dedicaba a reprender al hambrientofelino—: Estás agotado por el viaje, ¿no,muchacho? ¿Eh? ¿Eh?

Por encima de los ladridos y los lloriqueos delos perros, la multitud podía escuchar ocasionales¡fiiuu! y ¡zas! a medida que González y sufantástica bestia avanzaban, llevándose por delantea sus competidores, que acababan convertidos endespojos (casi literalmente).

Finalmente, una mujer recién llegada al círculoy que, por tanto, no sabía de la importancia deGonzález apareció con una pistola automática eintentó disparar al felino. Pero estaba tan fuera de

sí, y tan furiosa, que erró el tiro y fueinmediatamente arrestada.

González, que no era ningún tonto, tardó poco encomprender aquello como una señal de que sutarea había concluido. Así que «Lo Mejor de laExhibición» fue elegido al fin de entre aquellosejemplares que no habían resultado «eliminados».

Más tarde, Grand escribió una serie demordaces artículos sobre el asunto: «¡Oprobio enla exhibición canina!». «¿Cómo puede ocurrir algoasí en nuestro país?» «¿Se trata de alguna clase debroma?», etc, etc.

Los propietarios prematuramente despojados desus mascotas eran personas adineradas einfluyentes, más que dispuestas exigir unainvestigación sin importar quién cayese. De todasformas, según iban apareciendo los testigos, todoseran sobornados por Grand o sus representantes,así que al final nada salió a la luz. Aunque esseguro que a Grand le costó un buen pellizco

impedir que su nombre se viera salpicado por elescándalo.

VI

—¡Qué tal te fue en tu viaje, Guy? —preguntóGinger Horton, husmeando lo justo para parecereducada.

Guy se encogió de hombros.

—¡Oh! El mismo seis-y-siete de siempre,Ginger querida —respondió.

—¿Cómo has dicho, Guy? —intervino de prontosu tía Agnes.

Esther sonrió, estableciendo cierta complicidadcon el único hijo de su hermana favorita, tiempo hafallecida.

—Significa no demasiado bien, Agnes querida—apuntó, enfatizando las palabras—. Es unaexpresión que se utiliza en los dados: se «sale»con un seis (¿no es así, Guy?), entonces puntúas, y

a continuación arrojas un siete, que quiere decir:mala suerte, tú pierdes. —Miró a su muchacho—.¿No es así, querido?

—¡Ah! Es algún tipo de jerga de timba —anunció Agnes Edwards con una dosis deentretenida complacencia, aunque levantó su tazacon cierta premura. Esther, por su parte, seconformó con sonreír a Guy.

—Entonces tu viaje no fue... demasiado bien,¿no es eso? —preguntó Ginger Horton conseriedad, depositando al momento su propia tazaen la mesita y presionando brevemente laservilleta en sus labios.

Esther comenzó a responder, pero seinterrumpió y se limitó a mirar a Guy.

—¡Oh! Solo es una forma de hablar —reaccionóGuy con soltura—. Lo que realmente da lugar a laexpresión es que «seis» es, por lo general, unapuntuación fácil de conseguir, ¿veis? Y bueno... El

hecho es que en realidad, resulta que... Eh... Laeconomía nacional, por así decirlo, no pasa porsu mejor momento. Falta demanda en losmercados. La realidad es que la tendencia es unpelín a la baja. —Sofocó una risita mirando haciael pequinés.

Ginger Horton aprovechó la ocasión paradirigirse al perrillo.

—Bueno, también nosotros estamos a la baja,¿verdad Bitsy? ¿No estás tú de acuerdo Bitsy-witsy? ¿Eh?

—A la baja... —repitió Esther.

—Creo que todos sabemos qué es lo que esosignifica, Esther —interpuso Agnes secamente,llevándose una mano a la garganta con una miradaque centelleaba no menos que los enormesdiamantes que la adornaban, y a los queinstintivamente se había aferrado.

***

Era evidente que, en ocasiones, a Guy le gustabainterpretar el papel de campechano ingenuo. Encualquier caso, había decidido comprarse un cinede tamaño grande en Filadelfia. El negocio habíaestado perdiendo dinero desde hacía seis meses,por lo que era normal que tanto el director como elresto del personal, que desconocían absolutamentelos antecedentes de Grand, se mostrasenaprensivos ante una más que probablereestructuración.

El director era un tipo astuto y competente, conmuchos años de experiencia en la dirección derecintos de exhibición cinematográfica. Un hombrecuya posición era el fruto de toda una vida detrabajo. Decidió que su mejor opción estaba en ira ver a Grand y, desenfadadamente, recomendar unrecorte general de los salarios.

En todo caso, durante su primera reunión, fue

Grand quien, en calidad de nuevo propietario,llevó la iniciativa en todo momento.

A modo de preliminar, y mientras el director sehallaba sentado en actitud alerta en el borde de unagran butaca de cuero, Grand comenzó a dar vueltaspor la oficina con las manos enlazadas a laespalda y un ligero gesto de preocupación en elrostro. Finalmente se detuvo en el centro de lahabitación y se dirigió al gerente:

—Los chinos tienen un dicho, señor... señordirector. Me parece que se menciona en el famosolibro del I Ching. «Pon tu casa en orden», dicenlos chinos. «Ese es el primer paso para todo.»

El rubor inundó el rostro del director, que seremovió en su asiento.

—Mi padre —continuó Grand, esta vez consolemnidad— se abrió camino aquí mismo en... en

1920. Por aquel entonces había pocas fronterasabiertas para él. ¡Pero incluso en su época habíamás fronteras abiertas que hoy en día!

Se plantó ante el director dispuesto a dejarlehablar. Es más, mirándole directamente a la caraparecía que le estuviese invitando a hacerlo, peroel hombre solo acertó a asentir con sensatoreconocimiento.

—Si queda algún territorio inexplorado —prosiguió Grand, que a esas alturas ya se habíaembalado—, algún vestigio de bosque virgen eneste mundo nuestro de hombres... ¡es el negociodel cine! Mi padre —Papá Grand— fue todo uncampeón de golf. Tal vez esa sea la razón de que...en fin, se trata solo de conjeturas... Pero puede quefuera por eso por lo que siempre hizo honor a lamáxima «Si quieres que jueguen a tu juego ¡nopongas piedras en el green!».

Grand hizo en su discurso una pausa deaproximadamente un minuto de duración. La ancha

frente arrugada, los labios apretados, el gestofrenéticamente pensativo. Miró con fijeza loslustrosos zapatos del gerente. Entonces lanzó unapregunta:

—¿Conoce usted la historia del Teatro Majesticde Kansas City?[4]

El gerente, un tipo con treinta años de

experiencia en el ramo y que se sabía al dedillo lahistoria de todos y cada uno de los teatros delpaís, no había oído hablar en su vida de esa sala.

—Corría el mes de agosto de 1939, y ladirección del K. C. Majestic había cambiado demanos y también de trayectoria. Se instalaronasientos de platea, diez centímetros más anchos delo normal, y los precios de las entradas seredujeron a la mitad... si bien los asientos debíanser ocupados por dos personas. El nuevo director,Jason Frank, quien ese mismo año moriría de unahemorragia cerebral, había adelantado a laAgencia Wyler de publicidad novecientos dólares

por el eslogan «Mitad de Precio pero el Doble deVicio», que recibió una amplia difusión privada.—Grand interrumpió su narración para echar unindagador vistazo al gerente. Solo entoncescontinuó—: ¡Pero su treta no funcionó, señor mío!Aquello no funcionó... Y le diré por qué: era algopropio de un lunático. Algo tan disparatado comolo de las piedras en el green. Le costó al buenFrank su licencia, su salud y, en este caso, tal vezhasta su propia vida.

Hizo una pausa para ver si su golpe causabaefecto, y entonces fue hasta su mesa, agarró unlegajo de papelotes y los blandió agitándolosdelante de las narices del director. Cada hojaestaba plagada de números.

—Según mis cifras —dijo lacónico—, estenegocio plegará en nueve meses a menos quedecretemos una subida de al menos el ocho porciento en los precios. —En ese punto la seriedadse dibujó en su cara aunque poco después la dejóir; ensayó una sonrisa forzada, movió nervioso los

brazos una o dos veces y, en un tono mucho máscalmado, dijo—: Desde luego, existe unconsiderable número de posibilidades paranosotros... He trazado ciertos planes... que son,por descontado, provisionales. Tengo algopreparado. He metido las espadas en la fragua, sies que me permite la expresión... Pero puedodecirle algo: voy a mantenerles a usted y a supersonal. No vamos a pasar el arado por dondecrece la hierba, ¿me sigue? Vale. Ya he tomadouna decisión favorable en relación a los aumentosde sueldo que usted iba a proponerme: un diez porciento. No diré que es un incremento sustancial.Simplemente diré: un diez por ciento... Lo cualsignifica, claro está, que todas... todas estascifras... —sacudió el manojo de papeles en ungesto de desesperación y a continuación lo dejócaer en el interior de una papelera— ¡tendrán queser revisadas! ¡Más tiempo perdido antes de saberqué terreno pisamos! Es cierto, no puede evitarse.Se trata de un movimiento, lo afirmo, es unmovimiento... ¡en la dirección correcta!

Siguió y siguió hablando durante una hora omás, perorando en voz alta, captando lassensaciones inherentes al negocio, guardándose lajugada. Entonces le ordenó al director que setomase tres meses de vacaciones con los gastospagados.

La sala de cine de Grand era de las mayores dela ciudad y ostentaba derechos preferentes sobrelas películas más publicitadas. En ausencia delgerente, las cosas procedieron con normalidaddurante algún tiempo; hasta que una noche la salase llenó hasta los topes para el estreno de la nuevay elegante comedia musical U.S.A., Calle Mayor.

La película empezó con media hora de retrasopara dar tiempo a que se vendieran las localidadesque daban derecho a ocupar uno de los taburetesde camping que Grand había situadoconvenientemente en los pasillos. Entonces,cuando las luces de la sala finalmente hicieron unfundido a negro y la audiencia se arrellanó paradisfrutar del musical, Grand les ofreció algo que ni

en sus peores sueños podrían haber esperado: unabazofia de película extranjera.

En el momento en que la proyección arrancó, alsospechar lo que se les venía encima, unos cuantosespectadores se levantaron con la idea demarcharse. Sin embargo, en la oscuridad, conasientos en filas de a dos obstruyendo los pasillos,muchos tuvieron que regresar a sus localidades.Entretanto, nadie interrumpió la proyección, y lapelícula continuó un cuarto de hora más, y luegootro cuarto, y cada minuto se tornaba agonizante.Grand estaba encerrado arriba, en la sala deproyección, dando traspiés de un lado a otro ypartiéndose de risa.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, la películase interrumpió por fin y se anunció al público porla megafonía, a un volumen nunca antes utilizadoen ninguna otra sala de cine, que se había cometidoun error y que aquello que acababan de presenciar,evidentemente, no era el nuevo musical tanesperado.

Se escucharon gritos de: «¡Y que lo digas!»,

«¡Cómo es posible!» y «¡No hace falta que lojures, por todos los santos!».

Entonces se produjo otro nuevo retraso pararebobinar, tras el cual las luces se volvieron aapagar. Y en la pantalla apareció la misma malapelícula extranjera de antes, solo que esta vezproyectada al revés.

Hacia las diez y media de la noche la salaestalló en un furor iracundo. Se produjeronauténticas escenas de pánico. Grand dio la ordende reembolsar el dinero de su entrada a cualquieraque lo exigiese en las taquillas. En la puerta, a lasonce en punto, había una fila que se extendía a lolargo de dos manzanas.

Desde su despacho del segundo piso, Grandpersistía en retrasar el trabajo de los taquilleras.Les llamaba cada pocos minutos para que subierany le contaran cómo marchaba la cosa.

Al día siguiente había un aviso en el tablón

central de la cartelera: «¡Piedras en el green!¡Mucho ojito!».

Era el preludio a otro peaje sustancioso quehabría de ser satisfecho.

En algunas películas, tales como La señoraMiniver, Grand realizó excéntricos insertos.

En cierta escena de dicha película, WalterPidgeon está sentado de noche junto a la chimeneaescribiendo su diario. Justamente aquella mismatarde había entablado conversación con Mrs.Miniver, y sin duda pensaba en ella mientras seinterrumpía en sus quehaceres y miraba pensativohacia el fuego. La versión original de dicho filmele muestra cogiendo un pequeño cortaplumas de uncajón de su escritorio, con el que afilameditabundo el lápiz con el que había estadoescribiendo. A lo largo de esta escena, la cámarase centra en su cara, plena de reflexión tranquila y

modesta esperanza, por lo que la marcadaintencionalidad de la escena queda a todas lucesbastante clara: Walter Pidgeon se consagra a susgentiles y melancólicamente ambiciosospensamientos sobre Mrs. Miniver.

Los cambios que Grand introdujo en estapelícula, al igual que otros muchos que fueincluyendo en posteriores filmes, fueron insertadoscon toda profesionalidad y resultaron técnicamenteindistinguibles. Este, que fue incluido justo en elmomento en que Pidgeon está abriendo elcortaplumas, consistía en un primerísimo plano detres segundos de duración sobre el destello delfuego en la cuchilla.

Esta sencilla imagen anulaba el énfasis de laescena. El reflejo del centelleo en la navajaparecía augurar un funesto mal y, apareciendo talcomo lo hacía, al principio de la historia,directamente echaba a perder la película.

Grand rondaba por el vestíbulo después de la

proyección esperando «cazar» algún comentariode los espectadores que salían de la sala. Confrecuencia se les unía:

—¿Y qué me dicen de esa parte del cuchillo? —preguntaba quejumbroso, caminando airado de unlado a otro y golpeando el puño cerrado contra lapalma de la otra mano—. El tipo tenía unanavaja... ¡Le juro que creí que iba a matarla!¡Cielos, no lo entiendo!

En ocasiones, Grand no tenía más remedio quedisponer de dos copias de la película, puesto quesus alteraciones eran tan flagrantes que noconsideraba sensato proyectar la copia alteradados veces seguidas. Ese fue el caso del conocidofilme titulado Los mejores años de nuestra vida.Esta película narraba, en un extraño alarde derealismo, la peripecia de un joven mutilado,veterano de guerra, que tenía garfios en lugar demanos. Era una historia desarrollada con bastantesolvencia, y su sentido dramático dependía en granmedida de cierta descarnada identificación con la

situación y la actitud del tullido. La aportación deGrand tenía lugar en mitad de la escena principal.La toma original consistía en una panorámica desiete segundos de los dos personajesprotagonistas: el chico mutilado y su guapaprometida, ambos oriundos del mismo pueblo, sehan sentado en el columpio del porche de la casafamiliar una tarde de verano. El héroe la corteja asu manera silenciosa (esto es, con una sonrisavaliente con la que parece querer disculparse portener ganchos de metal en vez de manos), mientraslos ojos de la muchachita brillan de comprensión ytolerancia... Escena que se ve interrumpidaabruptamente por el inserto de Grand: un cortehacia la cintura de la chica muestra los garfiosdeslizarse un instante para desaparecerinmediatamente por debajo de su falda. Laduración de este corte no sobrepasaba apenas elmedio segundo, pero podía ser claramentepercibido por cualquiera que no estuviese a puntode quedarse dormido.

Al ver aquello, parte de la audiencia se

incorporó súbitamente, presos de una extrañarigidez. A otros, menos atentos, la escena lesafectó como una especie de doble-toma, y soloreaccionaron minutos después. El resto, es decir,aproximadamente una tercera parte del público, nose dio cuenta de nada y la película continuó. Lamayoría, no obstante, no podía dar crédito a lo quesucedía; aquellos que estaban convencidos dehaber captado algo extraño en medio de unaescena aparentemente realista volvieron a ver lapelícula de nuevo a fin de asegurarse (aunque, porsupuesto, la versión alterada nunca se proyectabados veces consecutivas) de que lo habíanimaginado todo. Pero la práctica totalidad de losque lo habían percibido estaban tan obsesionadoscon lo que habían visto (o con lo que imaginabanhaber visto), que no pudieron seguir por mástiempo el hilo argumental, aunque a partir de aquelpunto no hubiera más incongruencias ni mássorpresas.

Grand se metió en muchos problemas por culpade sus alteraciones de determinadas películas, y

hasta fue demandado por varios de los grandesestudios cinematográficos.

No les quepa la menor duda de que pagó unabuena suma por salir indemne.

VII

—Hoy han llegado mis libros de lord Russell[5]

—dijo Ginger Horton bajando la voz al nivel de unsusurro, habida cuenta de que el perrillo parecíahaberse dormido en su regazo.

—¿Perdón? —exclamó Grand casi gritando.

Mrs. Horton, dramáticamente exoftálmica, sellevó el índice a los labios.

—Creo que Bitsy se ha dormido —gorjeósuavemente, y miró con ternura al animal—. ¿Noes una cucada? —dijo, dirigiéndose al resto de laconcurrencia con una sonrisa angelical.

—Sí, es monísimo —corroboraron Agnes yEsther, alargando sus cuellos para mirar comovejestorios estirándose en la arena.

—Guy —siseó Agnes—, ¡ven a verlo!

—Es mejor que no —respondió Guy con

sensatez—, podría despertarlo.

—Guy tiene razón —dijo Ginger Hortoncomprimiendo secamente los labios y apartandopor precaución a las dos mujeres—. No sabéis loenfadado que se pondría Bitsy. Eres un encanto,Guy —añadió lanzándole una sonrisa penetrante.Sin embargo, antes de que él pudieraagradecérselo correspondiéndola, su cara volvió aadoptar un gesto de cuidado maternal—-. Comoiba diciendo, mis libros de lord Russell llegaronhoy.

—¿Lord Russell? —inquirió Guy afablemente.

—Laird K. Russell —murmuró Esthertotalmente embelesada, igual que lo hacía cada vezque un querido nombre olvidado surgía paramaravillarla suavemente desde algún lugar muy,muy lejano.

—¡Bertrand Russell! —exclamó Agnesbruscamente—. ¡El filósofo! ¡Santo Cielo, Esther,por lo que más quieras!

—No es Bertrand Russell —gritó GingerHorton—, sino lord Russell, de Liverpool. ¡Yasabes, el que escribe esos libros tan atroces!

—Dios bendito... —dijo Agnes.

—Pues bien, ¿sabéis lo que hicimos? —preguntó Ginger Horton—. Bitsy y yo nossentamos y nos imaginamos queese...este...este...Thorndike había sido capturado yllevado ante la justicia y... ¡que todas esasatrocidades se las hicieron a él! Bueno, a él y atoda la desagradable gentuza que se nos pudopasar por la cabeza en ese momento.

—¡Válgame Dios...! —exclamó Agnes.

—¿No sería Bill Thorndike? —dijo Grandincorporándose de su butaca e intentando mostrar

algún interés.

—¡Oh! ¡Ese tipo está absolutamente loco deremate!—dijo Ginger Horton—. No quisiera tenerque hablar de ello. Desde luego no delante de miBitsy...

—¿El perro? —dijo Grand—. Pero estádormido, ¿no es así?

—Por supuesto que Bitsy está al tanto del tema—dijo miss Horton de forma enigmática—¡Inclusodemasiado al tanto!

—Ginger, querida —intervino Agnes—, ¿cómopuedes estar tan segura de eso?

—¡Ah! Una tiene miles y miles de maneras desaberlo —respondió Ginger Horton.

—¿Recuerdas a aquel joven Mr. Laird K.Russell? —preguntó Esther a Agnes en la pausaque siguió—. Vino al baile de verano queorganizamos en Westport para la pequeña Nancy.

—¡Ángeles del cielo, Esther! ¡Eso fue hace más

de sesenta años! ¡No sabes lo que estás diciendo!

Esther asintió, con los ojos nublados por unailusión distante. Había una pálida sonrisa en suslabios.

—¡Esther, en serio!

Ginger Horton resopló sin complejos paraocultar que le molestaba aquel cambio de tema,mientras Agnes trataba de retomar el hilo.

—Toma algo más de té, Ginger... Y, por favor,cuéntanos de dónde sacaste ese adorableconjuntito. ¡Es tan práctico!

—Eres un encanto, Agnes —dijo Ginger unpoco más animada, si bien insinuando unmomentáneo reproche hacia Esther y Guy antes dedirigir de nuevo su atención hacia la gran tienda decampaña rosa que llevaba a guisa de vestido—.Sí, creo que es muy divertido, ¿verdad? Por

supuesto, fue Charles quien lo confeccionó paramí...

—¡Es simplemente adorable! —dijo Agnes—.¿No crees, Guy?

—Extremadamente atractivo —dijo Guy conuna voz de lo más persuasiva y masculina. Lasdamas se sonrieron radiantes.

* * *

Una de las sentencias preferidas de Guy Grandcuando presidía cualquier consejo deadministración era la siguiente:

—Muéstrenme al hombre que desprecie lasmigajas... ¡y yo les mostraré a un idiota!

Quizás se debiera a esa idea suya el hecho de

que el propio Grand fuera tan aficionado a echarmano a cuanto pastel se le pusiera por delante.

En 1950 se hizo con Vanity Cosmetics, elpróspero emporio perfumero de la Quinta Avenida.Sorprendió al personal cuando se presentó con supropio equipo de investigación química,proveniente de otros campos afines. Sin embargo,los ejecutivos en plantilla, todos ellossobradamente veteranos, lo único que esperabande él era un voto de confianza; aun así, no pasaríamucho tiempo antes de que Grand empezase ahablar en términos de sangre fresca, de nuevoshorizontes y de pensar a lo grande.

—Este es un juego de hombres, y hay que mirarhacia el futuro —insistió en declarar en su primerareunión—, ¡o, de lo contrario, sin comerlo nibeberlo puedes acabar hasta arriba de mierda!

Admitamos que se expresó con dureza, pero ensu descargo cabe decir que había en su tono unaconvicción desenvuelta y una pericia demoledora.

—Está en lo cierto —dijo uno de los empleados

tras aquella sesión—. Este tipo dice lo que piensay ¡se queda tan pancho!

—Sí, estoy con él —convino otro rápidamente—. Me refiero a... ¡qué diantres! Todos estamos enesto por la pasta, ¿no es así, Joe?

Los empleados fijos dejaron de tener contactocon el laboratorio pues, tal y como Grand habíaexplicado, «prefería llevarlo él por su cuenta unatemporada».

—Simplemente se trata de comprobar cómo seasienta el terreno —dijo. *

Trabajó incansablemente con su nuevo equipode químicos, él mismo enfundado en una batablanca. Se movía afanoso por el laboratorio,siguiendo los progresos de este y aquel ensayo, yde los correspondientes resultados.

—¡Al tajo! —le gustaba decir en las reuniones

(tenía el hábito de asistir a las juntas con la batapuesta, haciendo que el resto se sintiera un pocofuera de lugar, ya que todos los demás iban depunta en blanco, con sus bien cortados trajes detweed gris clerical, mientras que el nuevo manda-más estaba allí sentado, soltando mordacidades ycon el mandil cubierto de manchas dellaboratorio).

—Ustedes los civiles viven entre algodones —les pinchaba Grand ocasionalmente; si bien escierto que era ahora cuando aquellos tiposempezaban a parecer ansiosos por entrar en ellaboratorio.

—Ya sabe, no me importaría echar una mano devez en cuando... —le confió uno de los ejecutivosde mayor edad cuando por fin pudo acercarse aGrand.

—Sí. Apuesto a que así es —le respondióGrand con una sonrisa centelleante—. Aunque,mientras se lo piensa, ¿qué le parecería echarle

mano a un puñado de estos? —Y del bolsilloauxiliar de su enorme bata de laboratorio extrajofugazmente un fajo enrollado que contenía unasdecenas de miles de dólares.

Aunque el ejecutivo habría podido pensar queGrand hablaba en sentido figurado, aquelrequiebro debió de causarle una fuerte impresión,a juzgar por la cara que puso.

—Sí, señor —le respondió del' modo másferviente—. ¡Ya lo creo que me encantaría arrimarel hombro en el laboratorio!

Sin embargo, Grand hizo una mueca extraña y,ejecutando un signo de negación con el dedo ysoltando una carcajada, se marchó volando devuelta a sus matraces y decantadores.

—El viejo es sagaz como un zorro —comentaban ellos—. Me cae bien.

Como resultado de las investigaciones de

Grand, se desarrollaron un par de novedososproductos. El primero fue Downy[6], unacombinación de champú y suavizante, que fueanunciado en una campaña promocional a escalanacional. La fórmula de Downy estabasupuestamente basada en el mismo principio queutilizaran los egipcios para embalsamar a susmuertos (si bien acerca de esto se hizo solamenteuna vaga referencia que actuaría como merotrampolín para el producto al conseguir elrespaldo de expertos en diferentes campos y ganaruna cobertura en prensa más allá de la publicidadcontratada). El énfasis principal de la promociónse centró en el atractivo social y la seguridadabsoluta que parecía prometer el producto.

Según la campaña de lanzamiento, «Downyhará que su cabello ¡quede más suave que el deSU BEBE!».

Y no solo eso, sino que los resultados estabanincondicionalmente garantizados. Llegaron apresentarse algunas pruebas que inducían a pensar

que la fórmula de Downy había sido «el secretomejor guardado de Cleopatra», y que habiendosido ella «en realidad una mujer de belleza másbien vulgar (cosa que uno nunca debe desestimar),había conseguido conquistar*tronos y hombresnotables merced al que hoy puede ser SU PROPIODOWNY».

La campaña de lanzamiento se prolongó durantealgún tiempo antes de que el producto fueraofrecido a los compradores mayoristas, aunqueDowny ya había sido probado con éxito, desdehacía tiempo, por numerosas y bellascelebridades, y había una enormidad detestimonios a tal efecto. Así que cuando finalmentesalió al mercado, las ventas se dispararon.

—Creo que hemos dado con un filón —dijo unavezado Guy Grand ante la junta directiva aquellaprimera mañana, enfundado en su bata llena demanchurrones. Mientras tanto, iban llegando losdatos de ventas—. No soy de los que se ponen acontar los pollos con solo ver los huevos... por

expresarlo de alguna manera, pero yo diría quehemos topado con algo bueno... algo que bienpodríamos denominar «¡un touchdown en elcorazón del Sr. y la Sra. América!».

Los otros estuvieron totalmente de acuerdo,pero Grand se mostró presto a demostrar superspicacia en estas lides añadiendo:

—... Y les he hablado de no contar los pollos.—Y, elevando un admonitorio dedo índice—:¡Pero no dije nada acerca de poner todos loshuevos en la misma cesta!

Mientras insinuaba que ya se estabanempezando a desarrollar investigaciones acerca denuevos y sorprendentes productos, comenzaron allegar numerosos informes adversos a propósito delas propiedades del suavizante.

Porque se daba el caso de que durante losensayos con los nuevos químicos, lo que GuyGrand había inventado era una poción que no solo

no suavizaba el pelo en absoluto, sino que, por elcontrario, lo dejaba tieso y estropajoso.

A medida que arreciaba la avalancha deinformes, acompañados de un torrente de querellasjudiciales, los miembros de la mesa de juntasempezaron a mostrarse inquietos.

—En fin, no siempre se puede ganar —sedisculpó Grand emitiendo una risita de buenperdedor—. La sabiduría zen nos ofrece variadasenseñanzas acerca de esto. —Y así se quedósatisfecho y despachó el fracaso del producto,ansioso como estaba de embarcarse en algo nuevo.

Según se iba haciendo más patente que suinversión millonada se iba a pique, los miembrosdel consejo comenzaron a entrar gradualmente enestado de pánico.

—Lo hacemos lo mejor que podemos —dijoGrand, alzando estoico la cabeza—. Nadie puededecir más de sí mismo.

Uno de los ejecutivos más veteranos, un hombre

que hacía años que había superado la cuarentena yque ya peinaba canas, hizo amago de arrojarse porla ventana.

Grand, quien llevaba la iniciativa en la mayoríade las reuniones, lo condujo con calma de vueltahacia la mesa y lo intentó consolar de este modo:

—Hablar es gratis, caballeros, y dado que nosoy proclive a la retórica fácil les ahorraré lainevitable referencia a la vieja máxima sobre la«leche derramada», pero déjenme decirles algo:muéstrenme al hombre que mire hacia atrás... ¡yyo les enseñaré lo que es un imbécil de primeraclase!

Aquello pareció convencer a la directiva, almenos de momento, y así, bajo la firme tutela deGrand, hicieron caso omiso del ignominiosoanatema y miraron hacia el futuro.

—Nuestro departamento de Estudios deMercado ha llegado a una conclusión —dijoGrand— y, por cierto, para eso les pagamos...Nuestros chicos, como decía, han logrado destilarun par de principios que rigen la mecánica delconsumo, y me gustaría compartirlos aquí conustedes: uno, el insaciable anhelo del público porlo absoluto; y dos, el reciente fracaso delmonoteísmo, es decir, el fracaso de intentar quecualquier noción de lo absoluto puedarepresentarse como una sola cosa separadamente.

Grand hizo una pausa juntando las yemas de susdedos con las palmas abiertas. Comenzó a lanzarcalculadoras miradas directas a los miembros máscercanos de la mesa, antes de continuar:

—Y no les falta razón a estos muchachos, desdeluego. Nosotros en tanto que... en tanto queextremo-occidentales, para lo bueno y para lomalo (justo es reconocerlo), pensamos en términosde dicotomía... Y así lo venimos haciendo desdeel mismo momento en que somos concebidos. ¿La

identidad propia? Nunca ha tenido la más mínimaoportunidad en estas latitudes nuestras. En fin, yoles pregunto, señores, ¿adonde nos lleva esto? Elmonoteísmo hecho pedazos en una mano y en laotra una súplica desesperada por que exista un«algo» absoluto.

»Les adelanto que la solución pende por símisma ante nuestros ojos: concretamente, unabsoluto (dentro de cualquier categoría) ¡debe serpresentado en forma de dicotomía! ¡Eso es! Si unacompañía líder, como nuestra Vanity, pudieseconfrontar al público con una dicotomía en estadopuro, aplicada a cualquier producto, se haríavirtualmente con el monopolio del mismo. ¡Asíque seremos nosotros quienes hagan posible dichadicotomía! ¡Una dualidad que se abrace por losextremos y que se encuentre consigo misma amitad de camino! Afirmo que la gente hará suelección de entre la dicotomía que le presente unaempresa afianzada. Los consumidores no buscaránotras opciones, porque entonces el artículo sevolvería impreciso y las implicaciones de elegir

ya no serían claras ni satisfactorias...satisfactorias en términos de, por así decirlo,«auto-orientación», por lo que, según este últimoanálisis, los compradores adquirirán únicamentenuestro producto. ¿Hay alguna clase de objeción alo aquí expuesto?

Como no hubo ninguna, Grand pudo concluir:

—Así pues, lo que queremos es un producto quepodamos presentar bajo dos formas: bueno y malo,viejo y nuevo, primitivo y civilizado; dos motivosdiseñados para un mismo uso pero presentadoscomo algo completamente antitético, tanto moralcomo filosóficamente (si bien no estéticamente...).En cualquier caso, el envoltorio tendrá que veniren tonos fuertes y en un único modelo. Les ruegoinformen a los departamentos correspondientes...Y ahora, señores ejecutivos y demás personalsubalterno... ¿sabe alguno de ustedes cuál será eseproducto?

Los miembros del consejo, evidentemente, no lo

sabían, pero lo que tampoco sabían es que setrataba de un ardid de Grand. Hacía ya muchotiempo que este había elegido el producto, y lostrabajos para su lanzamiento estaban ya muyavanzados.

Sería un desodorante corporal que, porsupuesto, se presentaría, tal y como él habíasugerido, en dos formatos.

El primero, el tradicional, combinaba lo clínicoy lo erótico ofreciendo «Protección durante losmomentos más íntimos. Corta de raíz el olorcorporal, como un cuchillo». Era técnicamentesuperior a cualquier otro desodorante delmercado, puesto que estaba desarrollado a base de«cristales líquidos e inocuos selladoresplásticos...». Lo llamaron Sigilo.

El segundo desodorante se inspiraba también enotro principio global, la biología. Una antiguasabiduría había resurgido, algo relacionado con laselección natural de los animales en fase de

apareamiento, que, según eminentes y citadasautoridades de la materia, tiene su origen con todacerteza en el mecanismo olfativo de motivación-respuesta por el que los animales detectan y logranentablar relaciones armoniosas y monógamas.

Por tanto, el segundo producto fue diseñado nopara disimular el olor natural del cuerpo, sino, deun modo ciertamente inteligente, para potenciarlo.De acuerdo con los estudios de mercado, unainnegable correspondencia y atracción naturalsurgiría entre aquellas personas que fuesenapropiadamente compatibles. El nuevo productofue denominado Musgo y Sebo.

Como reclamo utilizaron una irritantecancioncilla publicitaria, en sonido estereofónico,basada en el principio de repetición a altavelocidad (varias veces por segundo) de lafórmula «¡Tu efluvio es nuevo — Musgo y Sebo!».

También se decidió que, habida cuenta delfracaso de Downy, sería ventajoso en aquel punto

cambiar el nombre de la compañía madre; seelegiría una nueva denominación que abarcaríaambos aspectos de los postulados propuestos porlos análisis de mercado. Por consiguiente, laempresa pasó a llamarse LADY APHRODITA.

Grand se las arregló para que un considerablenúmero de prominentes biólogos, físicos,filósofos, ministros de diversas iglesias, estrellascinematográficas, mujeres congresistas, maestrasde educación infantil y representantes de otroscolectivos por el estilo se pronunciasen (eso sí,siempre dando la impresión de que nadie habíarequerido sus opiniones) sobre lo práctico delproducto y su adecuación a las reglas de la moral.

Por lo que se refería a la promoción, elconcepto parecía haber cautivado la imaginacióndel público. Los argumentos de Grand en lareunión apelaban a «un magnífico arrebatobohemio que sacudiese a la gran clase media» y«un regreso a los elementos naturales que, comoun gigante dormido, estuviesen latentes en ella».

—Al hacer entrega de estos dos magníficos

productos a los ciudadanos de este gran paísnuestro —dijo al concluir la reunión—, LadyAphrodita ha presentado la dicotomía en estadopuro. Por fin puede hacerse una elecciónverdaderamente satisfactoria, tomar partido, y, ¡esmás!, cada facción gozará de la seguridad (almenos en lo que se refiere al artículo particularque elijan) de operar con un absoluto.Caballeros, auguro que este producto ¡provocaráun auténtico home-run en los corazones del Sr. y laSra. América!

No llegó a tanto, puesto que ambos productos,como se supo después, no eran más quevariaciones de un tipo bastante sofisticado debomba fétida (fabricada con sulfuro de hidrógenoo con algún producto igual de pestilente) cuyoefecto retardado causó hedores y situacionesaltamente bochornosas a un gran número depersonas.

Aparentemente, se trataba de otra de lasfamosas bufonadas de Grand y, comparada con lasanteriores, no precisamente una de buen gusto. Almenos así lo reflejó la prensa (cuando todos sedieron cuenta de lo que sucedía) y los reprochescayeron sobre Grand y sus socios con un pesoproverbial.

Esta vez a Grand la broma le salió por un buenpico.

VIII

—Y dígame, ¿cómo se encuentra nuestra queridaseñorita Sally Hastings? —preguntó Agnes aGinger Horton. Intentó ofrecer su voz más amable,pero a la vez dirigió a Guy una tímida mirada, yaque había tratado de emparejar a su sobrino con lajoven dama.

—¡Pobrecita Sally! —dijo Ginger Hortonadoptando un aire despreocupado—. Me temo queúltimamente se ha vuelto un poco sosa.

—¡Vaya, una pena! —dijo Agnes—. Unamuchachita tan deliciosa... ¿no crees, Guy?

—De lo más encantadora —respondió GuyGrand.

—Aun así, debo añadir que no te percataste deque apenas dijo un par de frases en toda la velada—prosiguió su tía en tono severo—, a pesar de

que, si es que me queda una sola pizca deintuición, juraría que se sentía de lo más atraídapor ti, Guy.

—Nos vimos más tarde. En su casa —explicóGuy.

—¡Guy, no serías capaz...! —exclamó Agnescon verdadero enojo.

—Por supuesto que sí —dijo Guy—. Aunquesolo tuvimos un pequeño tête-a-tête... La cosa nollegó a más.

—Bueno —dijo Agnes tomando un largo sorbode té y frunciendo el ceño antes de dirigirse denuevo a Ginger—. Pues menuda pena, Ginger. Unachica tan inteligente, además. Aunque supongo quedebe de haber unas cuantas como ella... ¿no es así?Me refiero a unas cuantas jovencitas de esa clase.Personalmente, claro, yo antepongo la calidad a lainteligencia, ¿y tú, Guy?

—¡Oh, me parece que huelga mencionarlo! —soltó Guy sin pensárselo dos veces.

* * *

La incursión de Grand en el mundo del boxeo,significativa como de hecho fue, pasócompletamente inadvertida para los enteradillosde la prensa deportiva.

Ellos estaban a su propio rollo: promocionar alCampeón. Decían que el Campeón tenía corazón ybemoles de sobra y que, aunque tal vez no fuese eltipo más brillante del mundo, ¡qué caramba!, noera ningún zoquete, y golpe tras golpe se las habíaarreglado para derribar a los mejores de cadacategoría.

En sus columnas, los enteradillos planteabanhipotéticos combates:

Tal vez se estén preguntando, ¿podría elcampeón haber resistido al primitivoderechazo cruzado de Rocky Marciano? ¿Larespuesta? Podría. ¡Y a fe que habríarepartido leña de sobra! Pero, se preguntaráusted, ¿podría haberse manejado con el golpeque soltó el Bombardero[7] aquel memorabledomingo? ¡Ojo! Nos estamos refiriendo a«ese» capaz de sacudirle a un armario dedos-por-cuatro a una distancia de veinticincocentímetros. Miren, dejen que les cuente algo:si nuestro Campeón no hubiera podidoencajar ese lance, ¿saben qué habría podidohacer? Simplemente ¡se lo habría tomado arisa! «¡Apuesto a que sí!», dirán ustedes,«pero ¿podría el Campeón haber aguantadocon Big John L.[8] cuando llegó el momento dela verdad (huesos-desnudos-nudillos-sangrientos), allá en la stanza de la 108a?»Oiga, amigo, ¿quiere que le responda a eso?

Está bien, le diré algo. Estaba yo con elCampeón y su Mami la canosa un sábado porla tarde en la esquina de Darrow con Lex,cuando una especie de rufián matón se acerca¡y se pone a abofetear a la Mami delCampeón!

—¡Vieja puta asquerosa! —aullaba,

mientras seguía dándole de tortas.

¡La Mami del Campeón! ¿Se lo imaginan?Bueno, pues si alguien se piensa que esteAmericano Campeón del Mundo de los PesosPesados se quedó de brazos cruzadosmientras un pedazo de escoria canalla comoese daba una tunda a su Mami... ¡a esealguien le recomendaría que dejase de pensary se dedicase a otra cosa, señor mío! ¡Más levale a usted ponerse su «gorra de pensar»,señor mío! La respuesta es ENE—O,deletreado: ¡NO!

«Vale», dirán, «hasta ahí, bien por mí,

divino a más no poder, pero... ¿podría elCampeón haber noqueado a Demetrius, elGladiador, cuando Deme se dedicaba amenear la vieja red y a empuñar el tridente, siel Campeón hubiera estado atado de pies ymanos como un gorrino?»

¿Cómo? ¿Espera que le responda a eso,

amigo? De acuerdo, pues escuche. Si elCampeón...

El Campeón era un auténtico héroe nacional. Sehabía convertido en toda una personalidad de latelevisión, y su mayor baza consistía en suconmovedora y casi increíble ignorancia. Teníabuen fondo, el tipo; afable y estúpido... aunque(¡muchacho-oh-muchacho!) ¡era un tipo duro deverdad!

El caso es que Grand consiguió de algún modoentrar en comunicación con él, y una vez se ganó

su confianza plantó sus argumentos sobre la mesa.El Campeón recibiría dos millones, libres deimpuestos, a cambio de un arreglo en virtud delcual pelearía su próximo combate al estilo gay (oafeminado). Pero el acuerdo no se quedaba ahí,sino que, de hecho, el Campeón tendría quecomportarse así durante todo el tiempo que durarasu contrato; en la televisión, encima del ring,cuando saliera a pasear; mariposearía por ahí,haría muecas raras y se estremecería cada vez queasestara un golpe a su contrincante.

El próximo combate, por tanto, se desarrollaríaen términos bastante diferentes a los habituales. Elaspirante en esta ocasión era un veterano del ringde treinta y tres años llamado Texas Powell. Texcontaba con un impresionante récord: 40 victorias(25 de ellas por K.O.), 7 derrotas y 3 empates.Llevaba en el oficio el suficiente tiempo comopara que el público y la prensa lo tildaran de«sujeto inquebrantable» y de «hueso duro deroer».

«Tex tiene gancho», decían los plumillas. «Lagran incógnita es: ¿podrá atizar al Campeón? ¿Semantendrá consciente el tiempo suficiente paralograr sacar una buena mano? ¡He ahí la cuestiónprimordial del combate de esta noche!»

El apaño de Grand también incluía a Tex, claro(no para que simplemente pelease sino para que lohiciera de la forma más extravagante y homosexualposible). Por último, Grand había tenido laprecaución de organizar otro arreglo (ochanchullo, como le decían entonces) con laComisión (precaución que se demostró acertada,habida cuenta de cómo transcurrieron losacontecimientos, ya que lo que sucedió aquellanoche sobre el ring fue tan «cómico», que bienpodrían haber suspendido el enfrentamiento nadamás hacer sonar el gong inicial).

Afortunadamente, aquello no duró demasiado.El Campeón y el aspirante se dedicaron a brincardesde sus respectivos rincones con pasoamanerado y provocativo, y durante el primer

intercambio de tanteo (en el que no se esforzaronmás que una niñita que tratara de espantar a unaavispa con su mano izquierda) se limitaron aemitir unos cuantos grititos de sorpresa y desdén.Entonces Texas Powell acosó al Campeón, loacorraló en plan avasallador y se embarcó en unainsufrible retahíla de molinetes que hicieron que elCampeón se cubriese desesperadamente y acabasechillando: «¡No lo soportooo!» antes de sucumbirbajo la despiadada ráfaga percutora, para caerdramáticamente sobre la lona en medio de unberrinche sollozante. (Resultó peor perdedor de loque uno podía figurarse.)

Tex sacudió la cabeza con felino y engreídodesprecio, y permitió que le levantasen el brazo enseñal de victoria (al contacto con al mano delárbitro, le hizo ojitos de manera sospechosa).

Al parecer, algunos espectadores encontraron elespectáculo tan aborrecible que incluso llegaron adesmayarse.

IX

—Ginger... —preguntó tímidamente Agnes—,¿cuándo empezaste a notar que Sally Hastings eratal vez... bueno, un poquito vulgar?

—Fue Bitsy quien lo supo primero —exclamóGinger Horton con perfecto candor.

—¿El perro? —preguntó Grand.

—¿A qué te refieres, Ginger? —quiso saberAgnes, también ella algo dubitativa aunque leestuviera echando a su sobrino una mirada fugaz ycortante para dejar claro de qué lado estaba.

—Ella no quería a nuestro Bitsy —dijo Gingerpor resumir—. Aunque, desde luego, a Bitsy nopodrían importarle menos esos desaires, ¡te loaseguro!

* * *

El accidentado paso de Grand por el mundo delcine y la edición de películas no pareciódisuadirlo de su pasión por el drama, y en especial(quizás debido a su ascendente cultural) por elmelodrama televisivo. De hecho, se encontraba delo más dispuesto a llevar el concepto (según suspropias palabras) «de vuelta a las tablas».

—No hay negocio como el negocio delespectáculo —bromeaba con los otros comparsas—. Oh, no negaré que tenemos nuestros altibajos,¡qué puñetas! Pero ¡no cambiaría el tufillo apintura fresca en una noche de estreno por todoslos condenados cháteaux de la maldita Francia!

Con ese propósito, se introdujo de cabeza en elgremio. No le interesaba figurar en los créditossino implicarse en la acción misma. En aquellaépoca, los domingos por la noche echaban un

programa que había logrado alcanzar cierto éxito.Se titulaba «El teatro del barrio» y pretendía estardedicado al teatro serio o, al menos, así era comose lo vendían a los televidentes; aunque, para sersinceros, si se contemplaba a la luz de cualquierpunto de vista mínimamente civilizado, aquello erala farsa más desastrosa, hipócrita e inconsistenteque uno pudiera imaginarse. Así que Grand se lasapañó para intervenir.

Su llegada fue de lo más propicia, puescoincidió con las pruebas de vestuario de una obratitulada Todos nuestros ayeres, un drama que,según juraban los patrocinadores, aspiraba aaportar al público ciertas emociones y argumentosmás o menos definitivos.

Empezando por esta producción en concreto,Grand se empeñó en contactar (bien por sí mismoo bien mediante representantes) con el héroe o laheroína de cada historia, a fin de intentar alcanzaralguna clase de entendimiento en lo que se referíaa la obra final. Con un millón le bastaría.

El arreglo al que llegó Grand con la actriz

principal de Todos nuestros ayeres constituyó elejemplo mismo de la sencillez. Durante larepresentación final (es decir, durante lamismísima función que se emitía en directo paratodo el país ese domingo por la noche), en elmomento cumbre de su gran escena colofón-del-segundo-acto, la heroína se separó sutilmente delos otros actores y, dirigiéndose a lostelespectadores, hizo un aparte:

—¡Cualquiera que consienta que le endilguen untostón sensiblero y pretencioso como este, sinduda demuestra tener menos gusto que las bestiasdel campo!

Y, acto seguido, abandonó la escenapavoneándose.

La mitad de los actores que la acompañaban enel escenario la siguieron impávidos con la mirada;mientras que los demás permanecieron sentados,

congelados en un postrero gesto. Procedente de lasbambalinas se escuchó un frenesí de cuchicheosvelados.

—¡¡Qué diablos!!

—¡Sigan...! ¡Sigan...!

—¡Corten! ¡Por Cristo bendito, corten de unavez!

Se produjo una cierta conmoción hasta quefinalmente la emisión se interrumpió; uno de losactores secundarios, versado en el método ruso,pensó que podía improvisar el resto de la función(quedaban como unos doce minutos), pero solotuvo tiempo de decir un par de frases absurdasantes de que la transmisión fuese precipitadamenteinterrumpida.

En su lugar, para tratar de arreglar el desajustehorario, se emitió un documental sobre la pescadel jurel.

La única explicación que se les ocurrió fue que

la protagonista se había visto aquejada por unsúbito e inoportuno acceso de locura, pero, contodo y con eso, en los despachos los ánimosestaban más que caldeados.

Al siguiente domingo, la producción Las lucesdel mañana tomó un giro inesperado, también enla escena culmen. El protagonista masculino (unmaduro y afable cirujano) se inclinaba sobre lamesa de operaciones en plena intervención deurgencia, con el ceño fruncido por la ansiedad y locomprometido de la situación. Una jovenenfermera trataba de escrutar alguna señal en surostro, por mínima que fuera.

—Doctor Lawrence —dijo ella—, ¿creeusted...? ¿Cree que podrá salvar al hijo del doctorChester?

Sin relajar la expresión, el doctor sonriódesalentado, para, a continuación, dirigir sus ojos

castaños hacia ella diciendo:

—Me temo que no es una cuestión de salvar suvida, enfermera. ¡Ojalá lo fuese! Lo que enrealidad me fastidia es que a este paso voy a llegartarde a la cena.

La enfermera dejó translucir una miradainterrogativa tras la que se disimulaba ciertopánico (¡se había equivocado en el diálogo!).Dejando de lado su instrumental, el doctorprosiguió su discurso:

—Mire usted, en verdad creo que si tengo quepronunciar una sola frase más de esta pantomima,acabaré perdiéndome la cena, y eso no me gustaríani un pelo. —Agachó la cabeza hacia la mesa deoperaciones—. Y, lo que es peor, acabarévomitando dentro de esta incisión que acabo dehacer. —Se quitó parsimoniosamente los guantesde látex mientras miraba a la estupefactaenfermera con moderada indignación—. Tal vezesta sea su idea de una agradable tarde de

domingo, señorita —dijo en tono de reproche—.¡Pues lo siento, pero para mí no lo es! —-Y, dandoun brusco giro sobre sus talones, abandonó elescenario.

Para la tercera vez que sucedió algo semejante,tanto el productor como el patrocinador estaban yafuera de sus casillas. Por descontado, sospechabanque alguna compañía rival estaba saboteando susproducciones, sobornando a los actores yllevándoles a la ruina.

Se adoptaron estrictas medidas de seguridad.Despidieron directores a diestro y siniestro. Losensayos se celebraban a puerta cerrada y hubohasta un intento de mantener a los actoresconfinados durante toda la semana, pero... Grandsiempre se las arreglaba para colarse por losresquicios. Y, ya se sabe, poderoso caballero...

Como consecuencia, algunos actores llegaron apagar compensaciones de hasta veinticinco mildólares por violación de contrato; otros alegaron

locura transitoria, y hubo hasta quien decidióadoptar una pose filosófica, proclamando que sehabía visto superado por las náuseas ante laenorme estupidez que debía representar, y que erademasiado sensible como para pasar por el aro asícomo así; que estaba sobrado de integridad, defibra moral y bla, bla, bla...

Con un millón en el bolsillo, a ninguno de ellosle faltó una buena defensa. La mayoría de los quefueron expulsados del sindicato se hicierondirectamente productores.

Entretanto, el programa continuó en antena. Lagente empezó a sintonizarlo por el morbo de saberpor dónde afloraría el escándalo; incluso parecíaque en el asunto había un cierto e inaprensiblecomponente de reclamo cómico. El programa, consus inesperadas cagadas, se convirtió en lacomidilla de la profesión; los niveles de audienciahabían remontado un tanto pero, de algún modo,aquello no pintaba nada bien. Finalmente, elproductor y el patrocinador tuvieron que rendir

cuentas ante el Sr. Harían, el muy alto ydistinguido director de la cadena.

—Escuche —le soltó Harían al patrocinadormientras daba vueltas por su despacho—,apreciamos su apoyo financiero, no memalinterprete... Pero si ustedes no puedencontrolar lo que ocurre en ese programa... en fin,¡que me aspen! ¿Se puede saber qué está pasando?—Se volvió entonces hacia el productor, con quienle unía una amistad personal—: ¡Por Dios santo,Max! ¿Es que no puedes producir un espectáculo yemitirlo sin sobresaltos y como es debido?... ¡Nopodemos permitir que continúen sucediendo estaclase de cosas! Así que ya lo sabes, Max.Simplemente no consentiremos...

—Mira, Al —respondió el productor, un tipobajito y rechoncho que rebotaba sobre las puntasde los pies y sonreía al hablar—. Tenemos losíndices más altos de la historia.

—¡Al cuerno con eso! Tengo a la Comisión

Federal de Comunicaciones al acecho, dispuesta asaltarme al cuello... No podéis volver a programarun espacio como ese; siempre sucede algodisparatado y acabáis rellenándolo con cualquiercosa... Diablos, os doy uno o dos programas comomucho, por Cristo bendito.

—Tenemos los mayores índices de la historia,Al...

—Hay cosas que van en contra de la ley, Max, ytodo ese rollo de la semana pasada, de «me danpena los pringados cuyas vidas están tan vacíascomo para tragarse esto» y toda esa mierda, ¡esono puede emitirse! ¿Es que no lo comprendes? Nosoy yo, Max, tú lo sabes. Me importa un bledo sisacas a... Si sacas a una muía plantando una boñigahumeante en medio del escenario. ¡Me encantaría,joder! Pero está la cuestión de los procedimientoslegales y...

—¿Por qué no aducimos que se trata de una«saludable sátira de los medios», Al?

—¿Cómo dices?

—Estamos pulverizando las audiencias, Al.

—Aguarda ahí...

—Los tenemos, Al.

—Espera un momento, Max, estoy pensando.

¡Por los clavos de Cristo! «Saludable sátira de losmedios.» Es una forma de verlo, un punto de vista.Jones se lo tragaría... Jones, el de la Comisión... Sipudiese llegar hasta él antes... Es lo bastanteestúpido como para creérselo. Vale, es un ángulo,Max; es todo cuanto puedo decirte por ahora... Esun ángulo.

La mayor parte de los críticos, después de haberdespellejado los dos primeros programastildándolos de «tremendos coñazos», se mostraronimpávidos a la espera de ver en qué direcciónsoplaba el viento a partir de entonces. Cuando losíndices alcanzaron niveles estratosféricos,

empezaron a sugerir que tal vez el programapodría ser una especie de diamante en bruto.

«Un antídoto contra el sueño», reseñó uno deellos. «¡No se lo pierdan!»

«Nueva comedia», apuntó otro. «Un sofisticadodesmarque de lo sentimental.»

Y otro: «El humor en sus cotas más elevadas».

Casi todos acabaron concluyendo en que setrataba de una saludable sátira de los medios.

Después de haber interferido en seis o sieteprogramas, Grand empezó a impacientarse.

—Me retiro —se dijo a sí mismo—. Puede queesta vez haya logrado hacer una buena inversióndespués de todo...

Ya daba lo mismo, porque, tras darse cuenta decuál era la causa de su vasta audiencia, elproductor y su patrocinador empezaron a elegir y

dar forma conscientemente a cada programa enfunción de ese momento de anomalía que habíahecho famoso el show. De algún modo aquelloacabó por fastidiarlo todo.

En cualquier caso, el programa muy prontovolvió a degenerar hacia la vieja paparruchada deantes, al igual que los índices de audiencia, quetambién volvieron enseguida a sus antiguos niveles(previos a la Era Grand), que no estaban mal peroque no eran, desde luego, para tirar cohetes.

X

—Quieres saber por qué recuerdo de un modotan intenso al joven Laird K. Russell, Agnes? —preguntó Esther.

Ginger Horton resopló como para demostrar unrotundo desinterés, y murmuró algo hacia sudurmiente Bitsy.

—No puedes estar hablando en serio, Esther —respondió Agnes, volviéndose hacia el resto conuna brillante sonrisa—. ¿Alguien quiere más té?

—A mí, desde luego, me encantaría saberlo —intervino Grand, incorporándose levemente en suasiento.

—Bueno —dijo Esther—, es porque se parecíaun montón a mi padre.

—¡Esther, en serio! —aulló Agnes.

—Quería decir nuestro padre, por supuesto —

repuso Esther—. Sí, Agnes. Exactamente comopapi en aquellas fotos de cuando era joven. Sé quealgo me llamó la atención, pero no caí en la cuentaentonces. Así que puede que no sea de Laird K.Russell de quien me acuerde, ya ves, inclusoahora, sino de las fotografías. Tú no le conociste,claro, Guy... Era un hombre verdaderamenteformidable.

—¿Te refieres a Russell o a papi? —preguntóGuy.

—Pues a papi, ¡claro! De todos modos, esimposible que tú llegases a conocer a Laird K.Russell...

—¡Esther, en nombre del cielo! —exclamóAgnes—. ¡Probablemente ya habrá fallecido!¿Cómo puedes seguir dándole vueltas al asunto? Aveces me pregunto si no lo harás deliberadamente,para contrariarme...

* * *

Hablando de contrariar, Grand contrarió, ybien, a una brillante agencia de publicidad deMadison Avenue, Jonathan Reynolds Ltd., alcomprarla en secreto (dicho sea en passant) ycolocar como presidente de su consejo deadministración a un pigmeo.

En aquella época no era habitual que un hombrede su pigmentación o su estatura ostentase un cargotan influyente, y menos en una agencia tan pomposacomo aquella; sobre el papel eran dos desventajasimposibles de superar, aparentemente, aunque talvez, con el tiempo, quizás el tipo lo hubieselogrado de haber podido demostrar que poseía unacantidad razonable de savoir-faire y ciertadestreza en general o, al menos, si hubiera dadosignos de que en un futuro cercano podría llegar a

desarrollarlas.

De todas formas, en aquel caso, Grand se habíapreocupado de untar bien al hombre para que secomportase en todo momento de la forma másexcéntrica posible: por ejemplo, para que fuesepor las oficinas correteando como una ardilla yparloteando de manera estridente en su lenguanativa. Pero resultó que aquello terminóconvirtiéndose en algo bastante más que molesto.

Por ejemplo, podía darse el caso de que unejecutivo de cuentas se encontrara agasajando a unimportante cliente (tal vez incluso al emisario dealguno de los reyes del detergente en polvo) en supropio despacho, en un tête-a-tête en el queempezasen a tratarse ya asuntos serios, y entoncesla puerta se abría de golpe, aparecía el presidenteen persona gateando por toda la habitación, semetía debajo del escritorio, y una vez allí se poníaa chillar como un desesperado en una lenguaignota, para salir a continuación arrastrándosecomo un cangrejo por la alfombra, enseñando los

dientes con ojos centelleantes.

—¡Por todos los santos! ¿Se puede saber qué hasido eso? —preguntaba el cliente, mirandointranquilo a su alrededor, con gesto de seriadesaprobación.

—Ya, pues, en fin. Ese... Ese...

Sin embargo, el ejecutivo no se atrevería acontarlo, por lo menos las primeras veces.Evidentemente, se trataba de una cuestión deorgullo.

Más tarde, este mismo ejecutivo de cuentas seencontró con uno de sus colegas de otra agencia, yse saludaron:

—Dime, he oído que tenéis a un nuevo«número-uno» a cargo de la presidencia en J. R ...En serio, ¿qué tal es el tipo?

—Bueno, Bert, de hecho...

—¿No te estarás refiriendo a que te ha hechoquedar por los suelos, eh, Tommy? ¡Ja, ja! ¿Es esolo que estás diciendo?

—No es eso, Bert, es... Bueno, no lo sé, Bert,simplemente no lo sé.

Estaba claro que se trataba de una cuestión deorgullo.

Para contrarrestar los efectos adversos delnuevo fichaje, distribuyeron paquetes de accionesentre los trabajadores y los salariosexperimentaron un importante impulso ascendente.Así que si a aquellos pulcros ejecutivos se lespasaba por la cabeza cambiar de empresa, sería acosta de perder muchos dólares y centavos.

Muchos de los veteranos (bueno, y también, enrealidad, de los más novatos) tuvieron que echarmano de aquello que hay que tener para seguirpechando con la situación en Jonathan Reynolds.Pero al menos lo hacían por la pasta.

XI

—¡Qué buenos están estos bocaditos! —dijoGinger Horton tomando delicadamente de una granbandeja de plata el que debía de ser algo así comosu noveno buñuelo de hojaldre y nata. Aprovechópara lanzar a Guy una mirada de lo más coqueta.

—Basta probar uno para saberlo —dijo Guy,sonriendo y alejando la mirada.

Esther soltó una ligera risita nerviosa, y Agnesse mostró complacida.

***

Grand provocó una conmoción de aúpa en otoñodel 58, cuando decidió entrar en el negocio delautomóvil. El Black Devil Rockets, con su línea

deportiva, era un descapotable gigantesco. Habíacuatro modelos del Rocket, cada uno de ellos conun nombre más caprichoso que el anterior, si bienlos cuatro coches eran idénticos salvo por el colorde sus tapicerías.

El gran descapotable mantenía las proporcionesde un coche normal, pero estaba realizado a unaescala inmensa. Era, de hecho, más largo y anchoque el mayor autobús en funcionamiento de lacompañía Greyhound.

¡Bajo el capó de esta preciosidad hay Potencia

para dar y tomar!

Ese fue el reclamo publicitario, y constituyótodo un éxito.

Frente al deslumbrante cristal del salpicadero

había dos asientos de «competición» separadospor una distancia de tres metros, y el enormeasiento «ya-estamos-todos» de la parte traserahabría podido acomodar espaciosamente a docefornidos remeros universitarios sentados hombrocon hombro.

«¡Cómprese un coche mastodóntico, amigo!»,rezaban los enormes anuncios. «¡De proa a popaes como un apartamento de trescientos metroscuadrados! ¡Líneas femeninas para un cochesupercachas!»

Normalmente, se obviaban los detalles sobresus prestaciones, pero bastantes vallaspublicitarias en tricromía, y anuncios a doblepágina proclamaban:

«¿Prestaciones? ¡Pregúntele al tipo que está alvolante!», y mostraban, a modo de testimonioauténtico, a uno de los más afamados reyes de lavelocidad de Indianápolis tras el volante de aquelmamut descapotable. Y, a pesar de que era un

hombretón de tamaño mayor a la media, su figurase veía increíblemente empequeñecida por lasenormes dimensiones del coche. Su diminuta cara,apenas asomando por encima del volante, seretorcía en una enfermiza mueca forzada, como enlos anuncios de dentífrico: la risa de un perturbadocongelada en un punto de hilaridad antecedente ala pesadilla. Un rótulo junto a él apostillaba:

«Sentir vibrar entre mis manos esta enormepreciosidad ha sido una experiencia terrorífica,¡pueden creerlo!»

Los cuatro modelos, idénticos entre sí, fueronexpuestos en un concesionario de la QuintaAvenida, y, aunque su precio excedía con mucholos de casi todas las gamas, se vendieron sindificultad. En cualquier caso, el último día de laexposición los sacaron a circular por el centro deManhattan en plena hora punta, a las cinco de latarde.

A pesar de lo espacioso de su interior, de lo

imponente de su porte y de su potencial comotragamillas, los enormes coches demostraron serauténticas nulidades en la ciudad, pues su radio degiro (para un viraje normal de noventa grados) eramayor que la distancia que mediaba entre lasesquinas de los edificios; así que para las cinco ymedia, los cuatro lustrosos Devil Rockets sehallaban varados en las esquinas de diferentesintersecciones en las inmediaciones de ColumbusCircle, constituyendo cada uno de ellos unabarrera que obstaculizaba la vía en sus cuatrosentidos, y causando un embotellamiento tal quetuvieron que traer grúas y remolques desde el EastRiver para conseguir moverlos.

Las autoridades de la ciudad de Nueva Yorkrespondieron rápidamente al aluvión de protestas,y se las arreglaron para obtener en tiempo récordun mandamiento judicial para que se pusiese fin ala producción de coches por la Black DevilRocket Corp.

—Personalmente —anunció un alto cargo

municipal en un comentario extraoficial queapoyaba las medidas dictadas por el juez (lascuales, después de todo, supusieron una violaciónflagrante de los derechos de libre empresa)—...personalmente, pienso con franqueza que es uncoche feo y... pretencioso... Y nada práctico, ajuzgar por la experiencia. Apostaría a que,además, es horriblemente caro de mantener.

Al final, tras desembolsar una buena suma dedinero y mover algunos hilos, Grand pudo seguiradelante peleando por obtener el visto bueno delas autoridades y pasarse a la producción encadena de aquella enorme preciosidad.

XII

—Tienes que quedarte a cenar, Ginger —dijoAgnes—. Y puede que incluso haya por ahí unbuen pedazo de filete para nuestro Bitsy —añadióen tono de complicidad—. ¡Déjame que le diga alcocinero que te quedas!

—Pero, querida mía. No sé si podría... No voyvestida del modo más adecuado —dijo Gingerechando una mirada ruborosa de orgullo infantilhacia su propio, enorme y vaporoso atuendo—. ¿Yqué van a pensar de mí tus negritos?

—¿Quién? ¿El personal de cocina y el servicio?—preguntó Agnes, verdaderamente sorprendida—.¡Desde luego, Ginger...! ¡Hay que ver...! ¿Quéopinas tú al respecto, Guy?

—Disculpad, no entiendo —dijo Guy.

—Bueno, Ginger cree que tal vez nuestros

sirvientes... Puede que...

—Sí, puede que sean incapaces de reprimirse yque se levanten de golpe de sus mecedorasarrebatados por un deseo bestial, ¿no es así? —preguntó Grand lacónico—. Hmmm... Tal vezGinger tenga razón. Siempre he dicho que en estostemas más vale prevenir que tener que lamentardespués.

* * *

A Guy le gustaba hacerse el tonto, es cierto(aunque algunos afirmaran que sus payasadas ibanmás allá de lo que parecía a simple vista).

Sea como fuere, había una cosa que le divertíamás que ninguna otra, y consistía en hacerse pasarpor grand gourmet en los más lujosos restaurantesdel mundo.

En cierta ocasión, Guy llegó a uno de estos

locales ataviado con un impecable atuendo degala. Le asistía un mayordomo con cara de póquerque portaba una silla especial de gourmet y un granmaletín en el que transportaba unos cuantosutensilios adicionales. El asiento de gourmet, cuyorespaldo era especialmente pesado para que nopudiese girarse con facilidad, tenía fijada unalarga correa en la cintura, que el mayordomoajustó fuertemente alrededor de Guy en cuanto estese hubo sentado. Entonces, el asistente sacó de lavalija un enorme babero de goma y se lo ató a Guyen torno al cuello, mientras este inspeccionaba elmenú en ferviente reunión con una bandada deanfitriones: el maître d’, el jefe de sala, elsumiller y al menos un miembro del equipo decocineros.

Guy Grand era el último de los grandesderrochadores y, como tal, cliente predilecto deesta clase de establecimientos. De todos modos,debido a su excéntrico comportamiento, la

dirección siempre tomaba la precaución desituarle en una mesa lo más apartada posible, en unextremo de la terraza, en un reservado suavementeiluminado o, preferiblemente, en una mesatotalmente cubierta por alguna clase de doselcerrado que muchos restaurantes, tras su primeravisita, habían considerado sensato adquirir por sia Guy se le ocurría regresar alguna vez.

Tras discutir un buen rato para determinar elorden en que debían salir los platos, elmayordomo volvió a revisar el cinturón y entoncesGuy echó hacia atrás su silla, mientras se frotabalas manos en una sofisticada anticipación de losmanjares que le esperaban.

Cuando llegó el primer plato, tuvo lugar unespectáculo insólito. Al solo aroma de la comida,Grand, manteniendo una postura bien erguida, algoapartado de la mesa y haciendo gala de una suertede autodominio fanático, empezó a retorcerseextático en la silla, con los ojos dando vueltas ensus órbitas, la cabeza colgando y la saliva

chorreándole por sus colorados mofletes. Llegadoel momento, se puso rígido, la cara teñida de unaurgencia temblorosa, y entonces gritó:

—AU TABLE!

Tras lo cual se acercó arrastrando la silla haciala mesa y, abarcándola con ambos brazos, empezóa echarse a la bocaza bien abierta cuanto encontróa su paso: la comida, los platos, el mantel, todo.No contento con aquel increíble destrozo (que ledejó cubierto de restos de comida desde la cabezahasta la cintura), le pidió al impasible mayordomoque se inclinase para soltarle la correa, y entoncesGuy abandonó la mesa de un salto y, corriendoatropelladamente hacia la cocina, chorreandocomida por las comisuras de los labios, el peloembadurnado, un brazo completamente extendidoen afán de felicitación, empezó a gritar a plenopulmón:

—MES COMPLIMENTS AU CHEF!

Una vez de regreso, volvió a ser «atado» a lasilla, refrescado con una manguera y una pequeñabomba de agua que el mayordomo había extraído átal efecto del maletín, y luego secadocompletamente con una toalla grande. Este mismoproceso se repitió tras todos y cada uno de losplatos.

Los restaurantes que habían decidido instalaruno de aquellos doseles para ocultar a Grand delos otros comensales lo hacían bajo un riesgoconsiderable, pues en el momento en que estefinalizaba cada plato, solía salir zumbando haciala cocina de un modo tan atropellado que, a menosque los camareros estuviesen alerta y fuesen muyhábiles para retirar el dosel a tiempo, Guy solíahacerlo caer sobre su cabeza, y quedaba como unhombre atrapado bajo una tienda de campaña quese hubiera desplomado sobre él. Se agitaba en suinterior, desbaratando la mesa entera y, como paraañadir algo más de caos al desconcierto general,permitía que los pies se le enredaran en el lienzo,y a continuación atravesaba el lujoso restaurante

ciegamente escorado y abalanzándose sobre elresto de los clientes diseminados por la sala.Desde luego, si conseguía llegar a la cocina aúncubierto por la tela, el asunto se convertía en algorealmente calamitoso.

La expresión de incredulidad de los camarerosy de los clientes que asistían como testigos a estasescenas apenas si se veía disminuida por losretazos del anodino diálogo que, accidentalmente,podía escucharse entre el maître (quien tambiénestaba en el ajo) y el mayordomo.

—La salsa bearnesa del chef le ha encantado —apuntaba sobriamente el maître al mayordomo—,eso es seguro.

El mayordomo asentía, juicioso, mientrasobservaba a Grand causando estragos por la sala.

—Hoy se le ve especialmente entusiasmado.

—En la bearnesa —se atrevía a confesar el

maître en un susurro emocionado—, los granos depimienta no han sido molidos, sino ¡simplementeespolvoreados por encima!

Los dos sirvientes intercambiaban sendasmiradas de complicidad ante esta revelación.

Para cuando llegaba el último plato, Grand sehallaba ya tan exhausto que el exquisito postre sele hacía excesivo para sus totalmente abrumadossentidos. Con solo probar un poquito, entraba enuna especie de trance final y después,simplemente, pendía el conocimiento. Siempreacababan retirándole en camilla, dejando a loscamareros y al resto de la clientela con expresiónincrédula, mientras el maître aguardaba respetuosojunto a la puerta de salida, flanqueado por variosmiembros del personal.

—¡Eh, chaval! ¿Has visto qué tipo máschiflado? —soltaba un joven camarero con losojos muy abiertos por la sorpresa, mientras seguíacon la mirada a aquel tropel de personas que se

alejaba. Sin embargo, el maître hacía como que nohabía oído nada.

—¡El último de los grandes gourmets! —suspiraba con cierto deje de nostalgia al retirarsede la puerta—. No, señor, ya no quedan tipos queposean un gusto así.

La connivencia con los maîtres de losestablecimientos era un negocio ciertamentegravoso y dio lugar a relevos en más de unaplantilla veterana. Aun así, los que perdieron susempleos se encontraban por lo general en unasituación lo bastante favorable como para poderabrir sus propios negocios (asumiendo, claro está,que no les importase comprar el restaurante delque acababan de ser despedidos).

XIII

—En literatura, por supuesto —comenzó a decirGinger—, la mejor escritura proviene del corazón,¡y no de la cabeza!

—¡Te compro esa idea! —convino Guy Grand,incorporándose en su gran butaca con receptivointerés. Su voz estaba tensa por la emoción—:Para mi dinero la mejor... la escrituraverdaderamente buena ¡sale de las mismísimasentrañas! ¡Qué demonios! —Y se dio una palmadaen la oronda panza como para reforzar el sentidode su afirmación.

—¡Santo cielo! —exclamó Esther, presa de unataque de risa floja.

—¡Y nada de reescribir! —añadió vehementeGuy—. ¡Directamente desde las tripas alcondenado papel!

—¡Guy! —exclamó Agnes—. ¡Habla en serio!

Era bien sabido que Ginger Horton era autora(de hecho escribía sin freno) de interminablestorrentes de una prosa profundamenteintrospectiva.

—Lo siento —murmuró Grand recostándose ensu butaca—. Supongo que a veces me dejo llevar.

—¡Sentimiento y pasión! —aulló Ginger congesto aprobatorio—. Claro que la mayoría de lagentuza que nos rodea ¡no es capaz de sentir nada!¡Ni un ápice!

—Es interesante que lo hayas mencionado —dijo Grand buscando en su bolsillo y extrayendouna libretita que empezó a hojear mientras hablaba—. Conocí a un tipo en el tren... No mencionaré sunombre si no os importa, porque el asunto aún sehalla en fase de borrador, por así decirlo... Peropuedo deciros esto: es uno de los jefazos dePublishers Row. Así que comenzamos a charlar de

esto y de aquello, y tras un rato me ofreció laposibilidad de incorporarme a un nuevo proyectosuyo. No sé si será algo serio, pero está dispuestoa dejarme participar en los beneficios con unainversión a precio ventajoso, por descontado... —añadió Grand con una afable risotada—. Y de ahíviene lo del viejo seis-y-siete, por cierto. Pero,con todo, eso es lo previsible en el juego de lasinversiones. En fin, su plan (y conste que no setrata más que de un globo sonda) consiste en sacaruna serie de libros de bolsillo del tipo «hágalo-usted-mismo». Ya sabéis, Shakespeare-Hágalo-usted-mismo, D. H. Lawrence-Hágalo-usted-mismo, y en ese plan.

—¿Cómo es posible? —dijo Ginger. Se lanotaba irritada.

—Su idea —continuó Guy—, y no pretendosaber si cuenta o no con una base sólida, consisteen publicar los mismos textos de las obras quetodos tenemos en nuestras bibliotecas y que yahemos leído, solo que con ciertas palabras,

pasajes o retazos de diálogos que vendrían enblanco... Y cuyos espacios, esto... Veréis... Sería ellector quien los rellenase.

—A mí, si quieren saber mi opinión, jamás seme ocurriría. .. —dijo Ginger airada.

—¡Oh, sí, aquí está! —continuó Guy. Acababade dar con lo que buscaba en su cuadernito—. Sí,aquí tengo una copia promocional... En líneasgenerales, os advierto... Veamos, sí. Se trata deKafka, El Proceso-Hágalo-usted-mismo.Escuchad esto:

¡Ahora, usted también puede experimentarel mismo tormento de ambigüedad y elhechizador destello de eterna belleza quedestrozó el alma de este extraño artista y leacechó hasta la misma tumba! Complételo conun selector —opcional— de imaginería, unatabla orientativa de palabras clave y un

bolígrafo especial de escritor. Precio, treintay cinco centavos.

Ginger Horton emitió un borboteante sonido deenfado. Abrió la boca para hablar, pero Guy laatajó añadiendo:

—Aquí tengo la de Vuelve - (Tú mismo) - acasa - ángel:[9]

¡Eh, usted! Sí, usted, lector-escritor... ¿Quéle parecería poder vomitar los higadillosdirectamente sobre una valiosísima alfombrapersa en mitad del salón de otra personamientras todo el mundo le mira? ¿Eh? Puesbien, ¡qué caray! Ya puede hacerlo...

—Como he mencionado, se trata de un

bosquejo, sin más, hay que pulido y acicalarlo,pero ¿qué impresión te causa, Ginger?Sinceramente. Creo que podría tratarse de un buen«aldabonazo» en los corazones del Sr. y la Sra.Porche Delantero.

—¿Qué? En fin. ¡Yo no daría ni un solo centavopor eso! —dijo Ginger enfáticamente.

—Oh, suena fatal, Guy —exclamó tía Agnes—.¡Ni se te ocurra meter la nariz ahí!

—Hmm... Supongo que estáis en lo cierto —dijo Guy—. En realidad, es difícil decidirse.Podría funcionar. O tal vez no... Solo intentabatantear la situación. Siempre es bueno manteneruna mentalidad abierta en esto de los negocios.

* * *

Grand se divirtió de lo lindo cuando contrató aun tipo para que machacase galletitas saladas conun martillo pilón en Times Square.

El individuo en cuestión, extraordinariamenterobusto, llegó con el material (una caja degalletitas saladas y un mazo de treinta kilos)exactamente a las nueve de la mañana. «Montó suchiringuito», según palabras de Grand, «justo a lasalida del metro en la Calle 42, la vía pública másajetreada del mundo a esa hora».

Iba ataviado con un mono de color caqui yllevaba un casco metálico en la cabeza. Entoncesse abrió paso en medio de la avalancha deviajeros que desbordaban la boca del metro, y,para sorpresa de la apiñada muchedumbre, abrióla tartera metálica que llevaba fijada a su cinturón,extrajo una solitaria galletita salada y se agachópara depositarla cuidadosamente sobre la acera.

—¡Tengan ustedes cuidado! —gritó mientras selevantaba, gesticulando impaciente—. ¡Apártense!

¡Cuidado dónde pisan!

Entonces, levantando el mazo a la altura delhombro, lo descargó con todas sus fuerzas sobre lagalletita. Esta quedó reducida literalmente a polvo,pero su mazazo también produjo unas grietasconsiderables en el pavimento.

En pocos minutos el lugar se llenó de mirones.La mayoría tenía que estirar el cuello por encimade la concurrencia para poder echar un vistazo aaquel tipo del casco metálico, que, entretanto, sehabía agachado para examinar los restos casiinvisibles de la galletita.

—Vaya si la he machacado —murmuraba comopara sí, de un modo profesional.

—¿Qué ha dicho? —preguntaban algunas a laspersonas más cercanas a la operación.

—Ha dicho «vaya si la he machacado» —explicó alguien.

—¿Machacado? —soltó otro—. ¡Vaya si lo ha

hecho, chaval!

Guy Grand, que también se hallaba en la escena,atento a los diversos comentarios, se atrevía aterciar de vez en cuando:

—Oiga usted, ¿se puede saber qué hace? —preguntó a bocajarro al hombre del cascometálico.

El hombre sacó otra galletita y la colocó congran cuidado en el mismo sitio que ocupaba laanterior.

—¿Esto? —Se puso en pie y alzó otra vez elmazo—. Oh. Se trata de algo técnico.

—¿Qué ha dicho?

—Dice que es técnico.

—¿Qué?

—¡Técnico!

—Pss... Sí, bueno... ¿Y qué es eso que está

golpeando con el martillo? ¿Qué es? Parece unagalletita.

—¡Bah, no! ¿Está de broma? ¿Para qué iba agolpear una galleta?

—¡Eh, oye! ¡Mira! ¡El mazo está reventando elsuelo! ¡Menudo pedazo de martillo tiene!

En un breve lapso de tiempo la congregaciónhabía alcanzado ya la calzada, interrumpiendo eltráfico. Un correoso poli que patrullaba la 42 seabrió camino a brazadas, y llegó así hasta elmeollo de la multitud.

—¡Está bien! ¡Dispérsense! —exclamaba—.¡Largo!

Cuando se situó en el lugar donde se estaballevando a cabo la operación, se quedó allí

plantado, con la gorra levantada hacia atrás, losbrazos en jarras y una expresión hosca en la cara.Observó al hombre del casco metálico y vio cómotrituraba algunas galletitas más con su mazo pilón.

—¡Eh, tú! ¿Trabajas para la ciudad? —preguntópor fin con voz airada.

—Así es —dijo el tipo del casco sin levantar lavista—. Planificación urbanística. Es algo técnico.

—Ya —dijo el poli—, pues tiene bemoles elsitio que has ido a escoger para hacerlo, por todoslos diablos. —Entonces, ajustándose la gorra,empezó a empujar a la multitud—. ¡Vale, aquí nohay nada que ver, circulen! —gritaba—. ¡Despejenla zona! ¡Vuelvan a sus trabajos! ¡Es un asuntotécnico, muévanse!

Pero la diversión a esas horas se cotiza alto, yno resultó fácil dispersar a la multitud. Fuenecesario traer las mangueras antidisturbios.

Cuando la treta fue descubierta, Grand tuvo quesoltar un buen pastón para taparlo.

XIV

—Tal vez Ginger quiera enfundarse alguno detus modelitos —sugirió Grand.

Esther se cubrió infantilmente la boca con lamano para ahogar una carcajada, y lanzó unamirada malévola a la concurrencia, mientrasAgnes contenía el aliento.

—¡Me temo que no usamos la misma talla, Guy!

Agnes, delgada como un suspiro, utilizaba talvez una treinta y nueve, mientas que el enormetamaño de Ginger sugería alguna talla mayor quela sesenta.

También Ginger negó categóricamente con lacabeza.

—¡A Charles le daría algo si supiese que hellevado un vestido que no es suyo!

—¿Te ha hecho Charles algún blusón? —

inquirió Guy.

—Yo quería que Charles me confeccionasealgunas blusitas de tipo italiano —confesó Ginger—. Creo que tengo la rotundidad que precisan...Bueno, habrían supuesto una renuncia a misadornos femeninos y a los encajes... Desde luego,¡Charles no quiso ni oír hablar de ello! Dijo quesería todo un crimen... Además, hace un trabajotan adorable con los encajes, Guy, quesimplemente... ¡no fui capaz! Pero ¿tú qué opinas,Guy? —preguntó por fin haciendo con la cabeza unademán a lo Carmen de Bizet.

—Puede que Charles tenga razón, claro —dijoGuy tras permitirse un momento de reflexión.

* * *

Grand estuvo en el Congo en una expedición de

caza mayor, y acabó dando algún que otro susto aunos cazadores blancos británicos (así como a unapareja de venerables escritores americanos queandaban de safari por allí) cuando decidió partir yembarcarse en una expedición de caza usandocomo munición obuses de 75 milímetros.

—Estos proyectiles pueden alcanzar unavelocidad de crucero de tres mil seiscientosmetros por segundo —bromeaba Grand—. Soncapaces de pararle los pies a cualquier cosa quese les ponga por delante en este continente.

Utilizado normalmente por el ejército francéscomo artillería de campo, el gran cañón (aunque lequitases todo menos el tambor, la cámara y elmecanismo percutor) pesaba más de setenta ycinco kilos.

—Es capaz de darle matarile a cualquier cosaque se mueva —-decía Guy—. Incluso a una

ballena emergida.

Grand contrató a tres porteadores nativos paraacarrear el arma, y él les precedía muy ufano,protegiéndose la cintura con un dispositivoacolchado, y tocado con un enorme salacot bajo elque ocultaba media cara. Mientras, ilustraba a losotros miembros de la expedición sobre cualquiercosa que tuviera que ver con las armas de fuego yel gran juego de la caza.

—Pues el otro día las pasamos canutas en losmontes de Kenia —contaba—. Uno de esosenormes felinos se cepilló a dos de nuestrosmuchachos. —Entonces propinó al monstruosoartefacto un par de palmaditas afectuosas y añadiócon complicidad—: ¡Pero el puñetero gato debióde cambiar de parecer en cuanto probó un poco dela medicina del viejo setenta y cinco! ¡Sí, señor!¡Esta belleza mete unos zambombazos de cuidado,pueden apostar su vida a que sí!

Cada hora, más o menos, Grand se paraba y

levantaba dramáticamente la mano, haciendo quetodo el safari se detuviese mientras él y uno de losnativos de su confianza (reconocido como «elmejor guía del África Central») husmeaban el airecon los temblorosos ollares ensanchados y unamirada salvaje.

—Hay un felino ahí, entre los arbustos —susurraba Guy secamente. Y, mientras los demásmiembros de la expedición miraban asustados a sualrededor, Grand, con la cara totalmente veladapor el salacot, tomaba en sus brazos el inmensorifle. Tambaleándose bajo su peso, lo apoyabacontra el gran dispositivo acolchado a la altura desu estómago y entonces, a bocajarro, disparabauno de aquellos pepinazos hacia el follaje. Cuandose disipaba el humo de la descarga, se veía un gransurco a través de la hierba crecida, y un par deárboles que habían sido derribados como si fuesentallos de maíz. El retroceso del arma propulsaba aGrand por el aire como unos doce metros haciaatrás, donde aterrizaba aparentementeinconsciente.

—Esta belleza tiene un retroceso para hombres

de pelo en pecho —reconocía poco después—.Comparado con ella, el rifle de cerrojoMannlicher no es más que una pistolita para niños.

Debido al estruendo producido por la descargadel cañón, cualquier presa que anduviera rondandopor la zona se encontraría ya a varias millas dedistancia, y no volvería a aparecer mientras el ecode los zambombazos no se extinguiera. Por eso,aquellos safaris comenzaban y acababan sin unsolo disparo de verdad, salvo por las ocasionalesy monumentales detonaciones del setenta y cincode Grand.

Las expediciones de caza en África son unasunto serio y caro, y esta clase de chiquilladas lecostaron a Grand una pasta gansa. Pero al menos leproporcionaban otra entretenida página en suálbum de memorias; y los viejos guías nativostambién parecían disfrutar de lo lindo con laexperiencia.

XV

—Un momento. Aquí hay una noticia interesante—dijo Guy enderezándose de pronto en su granbutaca y sacudiendo elegantemente el periódico.El titular rezaba:

EL PRESIDENTE PIDE A LA NACIÓN QUETENGA FE EN EL AMBICIOSO PROGRAMA

ESPACIAL »

Promete enviar un asno al espacio

Lo leyó en tono pomposo, pero Ginger decidióque aquello era muy gracioso.

—¡Seguro que es uno de esos burros chiquititosmexicanos...! —gritó—. ¡El presidente sí que es unverdadero asno...!

Era notoria su antipatía hacia el gobierno.

—Si yo fuese tú no subestimaría al Tío Zambo

—le advirtió Guy mientras alzaba una miradaarrogante hacia Ginger y sus tías.

—¡Pero si esos burros mexicanos ocupan menosque un botón! —insistió Ginger.

—Ginger tiene razón —repuso Agnes conaspereza, bajándose las gafas para lanzarle unamirada por encima de los lentes, con el rostroenjuto e irritado (lo hacía invariablemente cuandohablaba de política con Guy)—. ¡Tendría muchomás sentido que enviáramos a ese zoquete alespacio! —Ante la sola idea galleó hacia atrás conla cabeza, en una cacareante risa de placer—.¡Bien que empaquetaría yo a toda esa pandilla dezopencos y los enviaría al espacio exterior!

Grand dejó de lado su periódico.

—No me considero una persona intolerante —

dijo con calma, aunque con cierto sentimiento,mientras se ponía en pie— ni tampoco compartoopiniones apresuradas, pero... En momentos comoeste, cuando la mismísima valía de esta naciónestá en la encrucijada, afirmo que esa clase dediscurso ¡no difiere en mucho de la más detestabletraición! —Todavía ceñudo, se marcó un breve ygracioso pasodoble y lo remató con un elegantesaludo—. Por cierto, me temo que no me quedo acenar.

Su afirmación sonó a hecho consumado.

—¡Guy, simplemente no te lo consiento! —gritómuy enfadada Agnes, arrancándose las gafas de lanariz y clavando en su sobrino una miradairacunda—. ¡Claro que te quedas!

—Guy, Guy, Guy... —se lamentó Esther mientrassacudía su adorable cabeza gris—. Siempre en labrecha.

—Nada me gustaría más en el mundo que poder

quedarme —le reconoció Grand con un punto detristeza—. Sin embargo, es preciso avanzar... Hede volver al tajo, a la rutina...

* * *

Fue más bien hacia el final de sus andanzascuando Grand alcanzó (si hablamos en términos deescándalo público) su succés d’estime, comoalgunos dieron en llamarlo. Sucedió en la época enque se embarcó en el enorme navío El CristianoMágico... Buque que más tarde sería conocidomundialmente como «El Terrible Barco Trampadel Capitán Klaus».

En realidad se trataba del Griffin, untrasatlántico de pasajeros que Grand habíacomprado y reconstruido tras desembolsar unoscincuenta millones. El Cristiano, cuyo peso totalera de unas 30.000 toneladas, estaba preparado

para alojar a un millar largo de pasajeros. Grandlo transformó en un barco decíase única, y loacondicionó para que en él pudiesen viajarcómodamente cuatrocientos pasajeros, quedisfrutasen de un confort y de un estilodesconocidos de un confín a otro del mundo,exceptuando, quizás, los principescos dominios deOriente.

Cada camarote del Cristiano era un palacio enminiatura; los muebles eran tan suntuosos y de unafactura tan exquisita que era preferible imaginarlosa describirlos.

Todos los camarotes estaban, por supuesto, porencima del nivel de cubierta y daban al exterior;cada uno tenía un ventanal panorámico de seismetros, y puertas acristaladas por las que seaccedía a una terraza particular desde la que sedominaba una magnífica extensión de mar y decielo.

Había gruesas y caras alfombras por toda la

suite, así como mobiliario antiguo de la mejorclase, bar privado, un diván, una chimeneaauténtica, una inmensa cama de tamaño regio(dosel opcional), una biblioteca incorporada (conla Enciclopaedia Britannica completa y lo mejoren ficción elegante), un magnetófono grabador,sala de tocador, una pequeña terma romana y unacabina de sauna. Las paredes iban recubiertas deante en tonos claros, con paneles de maderas deteca y palisandro.

El comedor del barco era una recreación delrestaurante Maxim’s de París, cuya plantilla habíasido contratada para preparar y servir las comidascon discreta gracilidad. La suave música de fondocorría a cargo del Juilliard String Quartette.

El equilibrio del mobiliario de a bordoobedecía a normas de armoniosa conjunción.Había, por ejemplo, un auténtico teatro«bombonera» con cuatrocientos asientos justos,diseñado como réplica del Casino de Montecarlo;y la versátil compañía teatral, los Old Vic Players,

ofrecía dos funciones diarias.

El doctor del barco, lejos de ser un simplemédico, era además un psiquiatra de altos vuelos,por lo que los pasajeros siempre disponían, acualquier hora, de asesoramiento para susproblemas emocionales.

Tal vez uno de los detalles más cuidadosamentepensados del Cristiano era su sala principal, elSalón Marino. Se trataba de una espaciosaestancia, bajo cubierta, cuyas paredes (queformaban parte del casco de la nave) erantransparentes, a fin de que los pasajeros pudiesensentarse mirando hacia fuera, al auténtico corazóndel mar.

Se creó un efecto fondo-marino que sealimentaba mediante la suelta regular de criaturasde las profundidades (desde un depósitocanalizado junto a la quilla). Si a ello se unía eluso de potentes reflectores de luz, el efectoresultaba sobrecogedor: pulpos gigantes, enormes

rayas irisadas, serpientes marinas, grandes yníveos peces ángel y fantásticos bancos de pecesluminosos revolviéndose en silenciosos ymajestuosos combates a poca distancia delrelajado pasaje.

Aunque El Cristiano Mágico obtuvo su buenadosis de revuelo durante los días previos a suprimer viaje (la revista Life le dedicó un númeroentero con gran despliegue fotográfico y titularesentusiastas), la única publicidad pagada fue unsimple anuncio, que apareció en The Times y enNational Geographic, en el que se adelantaba lafecha en que zarparía el barco.

El anuncio no mencionaba el precio del pasaje(si bien Life apuntaba que quizás rondara los cincomil dólares) y se imprimió en letras pequeñas yanchas, enmarcadas por un grueso reborde negro.Comenzaba dirigiéndose «A los escasosagraciados...» y continuaba con la declaración, enforma de breve y tímida disculpa, de que no todoel mundo sería aceptado. Las solicitudes para

adquirir un pasaje en el Cristiano seríandebidamente contrastadas, y todos aquellos noaceptados no debían ofenderse. «Nuestro criterio»,concluía, «tal vez no sea el suyo».

Las dependencias del barco no serían mostradasa nadie hasta que el solicitante hubiese sidoaceptado, y siempre previa cita.

El navío fue bautizado por la reina de Inglaterra.

Todo aquello hizo que llovieran las solicitudes.Más de uno y más de dos, en realidad, reclamaronun pasaje para el primer gran viaje del Cristiano.Aquellos que acababan de llegar de vacaciones sesorprendían, sin saber muy bien cómo,organizando de nuevo un viaje al extranjero. Y unacantidad considerable de personas interrumpió susvacaciones para volver corriendo a casa yapuntarse. Para muchos, el viaje inaugural de ElCristiano Mágico se convirtió sencillamente en unmust.

Mientras tanto, Guy Grand, que preferíapermanecer en la sombra, se dedicaba a revisarpersonalmente las solicitudes, aplicando en latarea algún oscuro criterio propio. Debió deecharse unas buenas risas. En el caso de lasolicitud, por ejemplo, de una venerable«vástaga» de la alta sociedad romana, élsimplemente escribió encima con un gastado lápizy grandes letras de paleto: «¿Está de broma? ¡Nipor asomo!».

Luego se supo que la mujer, al ver aquello,sufrió una crisis nerviosa y más tarde les demandópor difamación y les pidió un millón de dólares. AGrand le salió por un ojo de la cara arreglarlo.

Por otra parte, Guy aceptó (aunque más biencabría decir contrató) como pasajeros a un grupobastante sórdido de comediantes (a la mayoría delos cuales no se les podía quitar el ojo de encima),además de a una cuadrilla de gitanos. Gente de lafarándula, de apariencia ofensiva y carácterdudoso, que, según quedó establecido, debían

permanecer bajo cubierta durante los primerosdías, aunque, como eran cuarenta individuos entotal, no constituían más que una décima parte delpasaje.

Los otros trescientos sesenta (de esos que no selo pensaron dos veces y empezaron a montar follónen la cubierta cuando el barco zarpó en medio deuna exquisita algarabía en aquella mañana dePascua) eran, sin asomo de duda, personalidadesdel más alto nivel.

Entre las innovaciones más interesantes queofrecía el barco estaba un flamante sistema decomunicación por vídeo que permitía contemplarimágenes no solo del puente, sino también decualquier otro rincón del barco.

Sobre la chimenea de cada uno de los camaroteshabía situada una pequeña pantalla de televisiónque proporcionaba comunicación directa con lacabina de mando del capitán, y que, habida cuentade que ofrecía una vista panorámica del lugar,

permitía presenciar cualquier actividad que allí sedesarrollase. Hay que decir que los aparatospodían apagarse y encenderse a voluntad, pero eldía de la inauguración tuvieron buen cuidado dedejarlos encendidos, para que cuando llegaran lospasajeros se ahorraran el bochorno de preguntarsepara qué canastos servía aquel armatoste.

Así que cuando los viajeros entraron en suscamarotes, lo primero que vieron fue la pantallaencima de la chimenea, y allí, en medio, al capitánmanejando el timón. El mismísimo capitán Klaus.

Para encarnar a este personaje, Guy Grandhabía contratado los servicios de un actorprofesional; un distinguido hombre de cabelloplateado que, con cada gesto, inspiraba la másprofunda confianza. En la oscura pechera de sucasaca lucía una doble fila de menciones por losservicios prestados, y se desenvolvía de un modoa la par autoritario y agradablemente cordial,como pudieron comprobar los pasajeros al verletan pronto se hubieron instalado y todo estuvo bajo

control.

El marino rellenaba parsimoniosamente su pipacuando se volvió hacia la cámara, deteniéndosepara tocarse la gorra en un leve saludo.

—Capitán Klaus —dijo, presentándose conamable informalidad, si bien ciertamente no lesupuso ningún sacrificio dado su distinguido porte—. Encantado de tenerles a bordo.

Tomó, como por casualidad, un puntero y lodirigió hacia un mapa que había colgado en lapared cercana.

—Esta será nuestra ruta —dijo—, rumbo nord-nordeste, cuarenta y siete grados.

Continuó explicando los detalles mecánicos y ladisposición del puente; las condicionesmeteorológicas y de la marea, así como suprevisión del tiempo, utilizando en su discurso unacantidad importante de jerigonza marinera como

para demostrar que sabía de lo que hablaba.Informó, asimismo, de que el piloto automáticosería utilizado de tanto en tanto, si bien él preferíahacerse cargo del timón personalmente, añadiendojovialmente que, en su opinión, «un barco precisade hombres más que de máquinas».

—Tal vez sea una noción anticuada —apuntócon un guiño de sabiduría—, pero, para mí, unbarco es como una mujer.

Finalizó con un saludo de bienvenida, diciendootra vez:

—Encantado de tenerles a bordo.

Y se giró hacia la gran rueda del timón.

Aquel contacto con el paternal capitán pareciósembrar entre los pasajeros un clima de confianzay seguridad. De hecho, las cosas no pudieron irmejor durante las primeras horas de singladura.

Era de madrugada, aproximadamente las tres de

la mañana, cuando acaeció algo inesperado. Casitodo el pasaje, como es lógico, estaba durmiendoen su cama.

Hasta ese momento habían estado viendo alcapitán en la acogedora cabina de mando, en pie,solitario, con la pipa humeando y oteando con susprofundos ojos grises las oscuras aguas frente así... Pero entonces se apagaron las pantallas.

Unas pocas personas habían permanecidolevantadas con sus televisores encendidos y, deestas pocas personas, solo dos o tres estabanmirando la pantalla en aquel preciso instante. En laesquina de la cabina de mando, junto a la puerta,se movió una sombra y a continuación se produjoun extraño movimiento... Y entonces, de repente,en la pantalla asomó una figura de aparienciasiniestra que, deslizándose tras el capitán, empezóa golpearle la cabeza, tras lo cual se hizo con eltimón. En ese preciso momento las pantallas seoscurecieron.

Quienes vieron aquello no pudieron por menosque inquietarse, claro está. De hecho, algunos,presos de una súbita inquietud, empezaron adeambular de acá para allá, y se liaron a despertara la gente, dispuestos a tomar el puente por asalto.

Finalmente lograron reunir a un pequeño grupitoy allá que se encaminaron, para toparse con elmismísimo capitán, que, imperturbable, lesaseguró con rebozo que todo iba bien y que nohabía nada de qué preocuparse; aquello había sidoun incidente menor. Y, claro está, cuando losexpedicionarios volvieron a sus camarotes, allí,encima de sus chimeneas estaba de nuevo elcapitán Klaus, bien alerta, manejando el timón conmano experta.

Los que habían presenciado aquello, hallándoseen franca minoría, fueron tachados al día siguientede borrachos o de lunáticos, y se les invitóamablemente a pasar por la consulta del doctor dea bordo. Por lo demás, se dejó correr el incidentesin causar demasiado alboroto.

Las aguas se recondujeron y todo volvió a ir

como la seda, hasta la siguiente noche. En lasexquisitas salas de juego anexas al Salón Marino,uno de los croupiers de la ruleta fue visto porvarias personas haciendo trampas: lanzandomiradas furtivas a los jugadores, interfiriendo enlas apuestas, guardándose fichas subrepticiamenteen el bolsillo... En fin, esa clase de cosas.

Aquello era tan intolerable que un viejo duquese desplomó muerto allí mismo.

El croupier fue sacado a empellones del salónde juego por el propio capitán Klaus, quiendeploró el suceso profusamente y declaró que lasiguiente docena de vueltas de la ruleta correríapor cuenta de la casa, asegurándose de perdertodas las apuestas en un vano intento de salir biende aquella. Una magnánima recompensa a ojos deuna masa entusiasta, que la aplaudió como tal. Aunasí, el incidente no fue fácil de olvidar.

Además, algo curioso sucedió cuando unascuantas damas fueron, cada una por su cuenta, avisitar al doctor. La mayoría simplementenecesitaba que le recetaran una aspirina, opíldoras contra el mareo, o bien, sencillamente,resultaba que les apetecía tener una amistosacharla con el galeno. Ocurrió, sin embargo, quevarias de estas damas fueron informadas de quetenían pinta de estar un poco trastornadas y se lesrecomendó un examen ulterior.

—Más vale curarse en salud —repetía eldoctor. Invariablemente, durante el reconocimientomédico, parecía descubrir lo que él denominaba«abrasiones latentes» en la cintura, en las caderas,en el costado o en los hombros de las damas, y,aunque tales heridas no podían percibirse a simplevista, el doctor consideraba que se hacíapertinente aplicar unos fomentos.

—Nada serio —explicaba—. Aun así, más valeprevenir...

Y, diciendo esto, aplicaba una inmensacompresa en la zona, una especie de gigantescagasa de unos treinta centímetros de ancho ybastante grosor, con un gran vendaje adhesivo quedaba vueltas a medio cuerpo. El tremendoabultamiento de aquellas vendas era un fastidio,pues causaba grandes protuberancias deformantesen los elegantes vestidos de las damas. Una mujerfue vista corriendo por ahí con algo en la cabezaque parecía una gran pamela blanca y resultó seruna enorme cataplasma.

El primer simulacro de evacuación estabaprogramado para la mañana siguiente. Poco antesde que tuviese lugar, el capitán Klaus apareció enel televisor y, en una charla que sonó bastanteinformal, ofreció una sonriente disculpa por losinconvenientes, incidiendo en la necesidad de talprocedimiento.

—Más vale ser previsor que luego tener quelamentarse —dijo, concluyendo así su pequeñacharla.

Cuando sonó la alarma de evacuación, todos se

pusieron los chalecos salvavidas (que eran loúltimo de lo último, a pesar de que tenían la mismaapariencia que los normales) y entonces,rezongando con buen talante, se dirigieron haciasus puestos en los botes de salvamento.

Sin embargo, sucedió algo: dos minutos despuésde haber empezado la maniobra, los chalecosempezaron a inflarse de forma colosal. Al parecer,cualquier intento de zafarse de ellos accionabaalguna clase de dispositivo que los hinchabadescomunalmente. Los chalecos llegaron a inflarsetanto que ocultaban literalmente a las personas quelos llevaban puestos, sobresaliendo por encima desus cabezas y por debajo de sus pies hastaalcanzar un diámetro aproximado de casi cuatrometros; tanto que si el pasajero estaba en algúnespacio abierto como un camarote, una sala o en lacubierta, sencillamente rodaba por el suelo hastaperderse de vista; mientras que los que transitabanen aquellos momentos por los pasillos quedaron

irremisiblemente atascados allí, apelotonados losunos con los otros.

En cualquier caso, casi nadie escapó a losefectos de los salvavidas defectuosos. Así que,cuando se hubieron deshinchado, todos volvieron asus camarotes, muy enojados, en espera de lasexplicaciones del capitán Klaus acerca de cuálhabía sido la causa del fallo.

Por desgracia, y para remate, la sirenaantiniebla que había sido puesta en funcionamientodurante el simulacro se había atascado, y ahora nohabía modo de apagarla. Por más intentos quehicieron para arreglarla, continuó sonandoenérgicamente durante toda la charla que el capitánofreció a los pasajeros con posterioridad alejercicio de simulación, de tal modo que suaullido impedía escuchar una sola palabra deldiscurso. Era como si alguien estuviese hablandodesde detrás de un cristal blindado. El propiocapitán no parecía ser consciente de que nadie leestaba escuchando, así que siguió allí, charla que

te charla durante un buen rato, puntualizando suscomentarios con algunos pequeños gestos facialespara indicar toda una gama de intensas emociones.

El asunto de la sirena se tornó más serio de loque en un principio podía parecer, y continuóberreando, sin pausa, durante el resto del viaje.

Coincidiendo con el desbarajuste del simulacro,cincuenta miembros de la tripulaciónaprovecharon la ocasión para sustituir alguna patade cada silla, mesa, armario o mueble del barcopor una fina varilla de madera de balsa.

Cuando el capitán concluyó su prolongado ymudo discurso, sonrió, saludó de modo informal yabandonó la cabina de mando. Debió de ser enaquel momento cuando todo el mobiliario empezóa derrumbarse, y media hora después no quedabani un solo mueble en pie a bordo del Cristiano.

Pronto empezaron a aparecer personas extrañasy poco adecuadas por doquier. En las salas de

estar, en las zonas de juego, deambulando por lapiscina... Durante el baile de sobremesa de latarde se vio circular por la pista a una enormemujer barbuda en cueros que se dedicó a molestara las parejas, por lo que el psiquiatra del barcotuvo que retirarla a la fuerza.

El entramado de cañerías también comenzó acolapsarse y, finalmente, una de las inmensaschimeneas del Cristiano se atoró. Gracias a uncomplicado sistema de conducciones, losproductos de la combustión de los motores seenviaron por accidente directamente al comedor,que pronto se vio infestado por un denso humoaceitoso. A partir de aquel momento el viaje seconvirtió en una auténtica pesadilla.

Por todas partes se podían ver grandes cartelesque rezaban:

Campaña de apoyo a la salud mental.

Mantengamos la gonorrea

Lejos de Chappaquiddick, Massachussets.

Así como eslóganes groseros, de tonovagamente político, pintarrajeados en enormesletras descuidadas por muros y cubiertas, del tipo:

¡Muerte a los ricos!

¡Volemos en pedazos los Estados Unidos!

Debido al cariz que estaban tomando losacontecimientos, más de un pasajero buscó solazen el consejero de problemas por excelencia, eldistinguido doctor.

—Doctor, ¡en el nombre de Cristo! ¿Se puede

saber qué está pasando aquí? —le gritaba unpasajero, presa del frenesí.

El doctor respondió con una sonrisa socarrona,enarcando las cejas, suavemente censurador:

—Tenemos buen clima, ¿eh, grumete? —lereprendió con suavidad—. ¡Hm! ¿Enfadado?¿Irritable cuando las cosas no salen a su gusto?Bueno, ¿y cuál es el problema exactamente?

—¿¡Problema!? —exclamaba el escandalizadopasajero—. ¡Por Dios, doctor! Espero que no creausted que mis quejas son... son... ¡injustificadas!

El doctor volvió su mirada soñadora hacia elocéano, apiñó sus finos dedos bajo su barbilla enuna delicada pirámide de contemplación,pensativamente abstraído, y entonces se volvió yse dirigió al paciente con franqueza:

—Los miedos irracionales, los que másenraizados están en nosotros —comenzó a decir

con voz engolada—suelen ser, casi siempre, elorigen de nuestras ansiedades...

El pasajero casi estallaba de impaciencia.

—¡Por lo más sagrado, doctor! No he venidoaquí a que me endilgue una conferencia sobrepsicología... ¡Solo quiero que me diga quédiantres está ocurriendo a bordo de este barco!

Ante tales estallidos de ira, el doctor selimitaba invariablemente a mantener la calma, amirar al paciente con frialdad escrutadora, y atomar unas breves y cuidadosas notas en su libreta.

—Bien, usted ha mencionado, y citotextualmente, que «su chaleco salvavidas se inflóen demasía», que usted de repente se vio«atrapado en el pasillo» (creo que esa fue laexpresión literal, «atrapado en el pasillo») y queen ese momento sintió usted cierta malaise, por asídecirlo. Déjeme preguntarle algo...

En otras ocasiones, el doctor se comportaba deforma excéntrica, con la cabeza colgando de lado,mirando al paciente de reojo con una taimadasonrisa de loco en los labios, que se movían en unsusurro casi inaudible, como un bisbiseo.

Al final, el paciente, sin poder contenerse más,se levantaba de un salto.

—Bueno, ¡en nombre del cielo, doctor! ¡Lomenos que creo que puede hacer es administrarmealgún tranquilizante!

Sin embargo, el doctor no era de esos queprescriben drogas promiscuamente.

—¿Me está usted diciendo que pretendeevadirse mediante las drogas? —preguntaba,meneando lentamente la cabeza—. ¿Que quieredisimular sus miedos bajo una bruma artificial? —Siempre había un indicio de tristeza en su sonrisa—. No, me temo que el problema radica ennosotros mismos, ¿entiende? —Entonces se

repanchingaba bien en su asiento y ponía cara debuena persona—. Huir de los problemas no ayudaa resolverlos. Creo que me lo agradecerá dentrode unos años. —Por último se inclinaba haciadelante en actitud confidencial—. ¿Le importa si lehago algunas preguntas acerca de su... infanciamás temprana?

Cuando el capitán Klaus reapareció en lapantalla, parecía que se acabara de levantar trashaber dormido en un charco. Estabacompletamente despeinado, con los galonespendiéndole de los hombros en hilachasandrajosas, su desabrochado abrigo aleteando, y lacorbata desanudada colgándole descuidadamentedel cuello de la camisa. También parecíaborracho. Con un gesto grosero expulsó alpersonal del puente y se arrastró dando tumboshacia la pantalla de vídeo hasta que chocó conella. Se quedó tan cerca del objetivo que suimagen aparecía totalmente distorsionada.

—¡Mantendremos a flote este viejo cascarón!

—gritaba a un volumen ensordecedor.

En un momento dado fue atacado por la espaldapor un rufián que sujetaba una enorme agujahipodérmica y que empezó a forcejear con él,previsiblemente para inyectarle algo en el cerebro.Luego aquel bruto agarró el timón y lo zarandeócon violencia antes de que la pantalla se fundieseen negro.

Por entonces, se supo que debido a unimperdonable error de cálculo por parte deloficial a cargo de las provisiones, la única comidaque quedaba en el barco eran patatas.

A pesar de todo, el Cristiano rugía sobre lasolas y avanzaba contra viento y marea.

Guy Grand se encontraba a bordo, por supuesto,como un pasajero más, quejándose amargamente y,de hecho, era de los que organizaban grupitos deasalto en un esfuerzo por enterarse de qué puñetasestaba pasando en el puente, aunque cada vez que

intentaban entrar allí eran conducidos de vueltapor unos cuantos sicarios armados con pistolas ycuchillos que el capitán había apostado junto a laescalerilla de acceso.

—¿Quiénes son esos tíos, por el amor del cielo?—preguntaba Grand mientras se batían enpresurosa retirada por la cubierta—. ¡No me gustaun pelo la pinta que tiene esto!

Ocasionalmente, se encendían las pantallas decomunicación de los camarotes para revelarmomentáneamente lo que estaba aconteciendo en elpuente de mando. La escena resultaba dantesca: lapropia cabina de mando había quedado reducida aun montón de escombros que iban y venían amerced de los cabeceos que daba el barco, y sepodía distinguir al capitán, de forma intermitente,luchando con varios asaltantes y, por fin, con loque parecía ser un enorme orangután.

La bestia, tras forcejear con el capitán un buenrato, acabó reduciéndolo y arrojándolo al mar por

la ventana de la cabina de mando antes de agarrarfuertemente el timón con la intención evidente dearrancarlo de su base. Tras lo cual el barco virócompletamente sobre su eje y se encaminó a todamáquina hacia la bahía de Nueva York, con lasbocinas y silbatos a todo pitar, hasta que seempotró, cuan largo era, contra el gran muelle dela Calle 47.

Afortunadamente, ningún miembro del pasajesalió herido. Pero con todo y con eso, las cosas nose pusieron fáciles para Grand, que ya habíadilapidado una buena fortuna en el proyecto(dejaremos a la imaginación del lector la suma quetuvo que desembolsar para librarse de esta).

XVI

—Ahora, hablando en serio —dijo Guy Grand—. ¿Alguien tiene noticias de Bill Thorndike?Hace siglos que no hablo con él.

Ginger Horton dejó su taza bruscamente.

—¡Ese...! ¡Ese maldito chiflado! —exclamó—.Pues no. ¡Y no podría importarme menos!

—¿Quién? —preguntó Esther.

—El doctor Thorndike —explicó Agnes—.Aquel dentista tan bueno al que fue Ginger... El yGuy eran amigos del colegio, ¿no es así, Guy?

—Sí, éramos muy buenos amigos —dijo Guy—.Pobre muchacho. Por lo que Ginger me contó,sufrió alguna clase de crisis nerviosa. La verdades que llevo muchísimo tiempo sin saber de él. ¿Ycómo estaba entonces, la última vez que le viste,

Ginger?

Grand había hecho aquella pregunta infinidad deveces y restaba importancia al relato que Gingerhacía del incidente, como si no llegara a tragárselodel todo.

—¡La última vez! —exclamó ella—. ¡Pero sisolo le vi una vez! Por supuesto, bajo turecomendación... Y para mí fue más que suficiente.¡Por Dios! ¿No me dirás que lo has olvidado otravez? ¡Pues te diré cómo estaba! ¡Absolutamentefuera de sus cabales! Me soltó: «¡Estos molaresestán flojos, señorita Horton! ¡Me temo quetendremos que someterla inmediatamente a unrégimen de comida blanda!», y entonces, sinmediar palabra y aprovechando que yo estabarecostada hacia atrás con la boca abierta, mevertió un huevo crudo en la boca y salió corriendode la habitación, agitando los brazos y chillando apleno pulmón. ¡Loco de atar!

—Hmmm... No es propio de Bill Thorndike —

dijo Grand—. Solía ser un dentista de primera.Entonces, ¿nunca volviste a su consulta?

—¡Desde luego que no! Me fui derechita a lacomisaría más cercana. ¡Ahí es donde fui! ¡Y lepuse una denuncia!

Grand dejó entrever un gesto de ligeradesaprobación.

—Me temo que eso no habrá sido de muchaayuda precisamente a la hora de mantener a Bill enla Asociación Dental Americana.

—¡Vaya! ¡Espero que no! —dijo Gingerenérgicamente.

—¡Oh, Dios! ¡Cómo le gustaban los huevoscrudos al tío Edgard! —dijo Esther—. ¿Teacuerdas, Agnes?

—No tiene nada que ver, Esther —dijo Agnes.

—Bueno, él los tomaba con alguna clase de

salsa —recordó Esther—. Supongo que era salsaWorcestershire.

—A lo mejor se trataba de algún nuevotratamiento, Ginger —añadió Agnes—. Quierodecir, si tus molares estaban flojos...

Sin embargo, en la cara de Ginger Horton semascaba la exasperación.

—¿Tú qué piensas, Guy?

—Bill siempre estaba a la última —convinoGuy—. Actualizado al minuto. Fue muy precoz enlos asuntos de la escuela (desde luego nadacensurable). En fin, quiero decir que, lejos deestar al tanto de las últimas... técnicasodontológicas. Bueno, estoy totalmente seguro deque Bill...

—¡Me soltó un huevo crudo directamente en laboca! —dijo Ginger en tono histérico—. ¡Yo nisiquiera sabía qué narices me estaba metiendo! ¡Y

por si fuera poco... el instrumental era undespropósito! Tenía una especie de pala demadera...

—¿Una espátula?—apuntó Guy, colaborador.

—¡No! ¡No era una espátula! Más bien parecíaun gran remo de madera, como de un metro ymedio, que tenía allí, apoyado en la silla.

—Espero que no se le ocurriese utilizarlocontigo —apuntó Agnes.

—Pero ¿se puede saber qué hacía aquello allí?¡Me gustaría saberlo! —dijo Ginger.

—Puede que Bill se hubiera aficionado a lasregatas —sugirió Guy, pero luego carraspeóligeramente como para evidenciar la debilidad desu argumento—. Aunque lo cierto es que, por loque recuerdo, nunca le interesaron durante su etapaescolar. El tenis. Ese era el juego de Bill... ¡Y eracondenadamente bueno en la pista! Los dos

últimos años formó parte del equipo de launiversidad.

—Ya veo que no puedo hacerte ver lo chifladoque estaba —dijo Ginger Horton—. Y aún habíaotra cosa más encima de la silla... Parecían unaspinzas para el hielo.

—Alguna clase de abrazadera, supongo... —murmuró Grand.

—«Más vale prevenir que curar, ¿no cree,señorita Horton?», me decía con esa voz demaníaco que tenía, y luego: «¡Ahora quiero que nose trague esto!», y fue entonces cuando me soltó elhuevo crudo en toda la boca. Luego agarró unmontón de aquellos instrumentos y se lió a correrpor toda la habitación, agitándolos sobre sucabeza. ¡Y a continuación salió por la puertachillando a pleno pulmón!

—Tal vez le habían llamado para que atendieraalguna urgencia, ¿no crees? —dijo Grand—. Es

muy frecuente en este gremio, por lo que he visto.

—¿Y qué estaba diciendo cuando se marchó,Ginger? —preguntó Agnes.

—¿Que qué estaba diciendo? No estabadiciendo nada. Solamente chillaba. «¡Aaaaaah,Uaaaah, Uaaaah!», hacía.

—¿Qué es lo que dice que estaba diciendo? —preguntó Esther a Agnes. Era un poco dura deoído.

—«¡Uaaaah! ¡Uaaaah!» —dijo Agnes bajito.

—No es propio de Bill —dijo Guy meneando lacabeza—. Seguro que le llamaron para unaemergencia. Es lo único que se me ocurre.

—Desde luego, la recepcionista podría habertedado alguna explicación, querida —dijo Agnes.

—Allí no había ninguna recepcionista. ¡Como telo cuento! —contestó Ginger airada—. No había

nadie más que él... Y un montón de instrumentosabsurdos. ¡Hasta la silla era extraña! ¡Suerte quesalí con vida de allí!

—¿Y se tragó el huevo? —preguntó Esther a suhermana en voz bajita.

—¡Esther! ¡Por Dios bendito! —reconvinoAgnes.

—¿El qué? —preguntó Grand, que no parecíahaberlo oído.

—Esther quiere saber si Ginger se tragó elhuevo —dijo Agnes.

—¡Claro que no! —respondió Ginger—. Loescupí inmediatamente. Al principio no, porsupuesto; estaba sumida en un completo estado deshock. «¡Ahora quiero que no se trague esto!»,me dijo cuando me lo echó dentro. ¡El muymiserable, el muy maníaco! Así que me quedé allísentada, presa de un auténtico shock, mientras él

daba vueltas y más vueltas por la habitación,¡chillando como un poseso!

—Puede que no fuese un huevo... —sugirióEsther.

—¿Se puede saber a qué diantres te refieres? —preguntó Ginger, muy segura de sí—. ¡Por supuestoque era un huevo...! ¡Un huevo crudo! ¡Lo probé ylo vi, y hasta me cayó algo de yema en el vestido!

—Y fue entonces cuando presentaste una quejaante las autoridades... —dijo Agnes.

—¡Por dios, Agnes, claro que sí! Me fui directaa la policía. Pues bien, ¡no pudieron encontrarle!Desapareció sin dejar rastro. ¡Loco de remate!

—Bill Thorndike no es ningún tarado —dijoGrand con lealtad—. Empeñaría mi palabra eneso.

—Y, entonces, ¿por qué desapareció de esamanera, Guy? —preguntó Agnes.

—Tal vez haya trasladado su consulta a alguna

otra parte de la ciudad, ¿no? —dijo Guy—. Odirectamente se habrá mudado a otro estado. Séque a Bill le encantaba la Costa Oeste, de hecho.¡Nunca se hartaba de California! Se escapaba porallí cada vez que tenía ocasión.

—No, no está en ninguna parte de los EstadosUnidos —dijo Ginger Horton con bastanteautoridad—. Lo cierto es que no queda ni rastrode él.

—¡No estarás insinuando que Bill ha renunciadoa todo! —dijo Grand reflexivo—, que ha echadotodo por la borda y se ha largado a las Bermudas oalgo así. —Se le escapó una suave risita tolerante—. Aunque, conociéndolo, tampoco mesorprendería del todo... Bill era también un granaficionado a la pesca, ahora que lo pienso. Sí, a lapesca y al tenis. Ese era Bill Thorndike.

XVII

—Simplemente, no puedes irte así, Guy —dijoAgnes mostrando una auténtica impaciencia con elmuchacho, ahora que ya se había levantado paramarcharse—. ¡No te dejaré!

—Puedo y debo, queridas mías —explicó Guybesando a ambas—. Flujo, movimiento,crecimiento, cambio... Esos son los grandesprincipios que rigen nuestras vidas. Es mejormantener la marcha mientras podamos.

Se inclinó hacia delante y tomó una de lasrechonchas manos de Ginger entre las suyas.

—Me voy, Ginger —dijo dedicándole unacálida sonrisa, más extrovertido ahora tal vez porla anticipación—. ¡Parto hacia Cabo Cañaveral yLos Alamos!

—¡Cielo santo! —dijo Esther—. ¿Con este

calor? ¡Qué absurdo!

—Siempre en la brecha —ronroneó Esther.

—Lo más sabio es mantenerse al tanto de lo quepasa —dijo Guy con seriedad—. Me dejaré caerpor Cabo Cañaveral para ver qué se cuece en losambientes espaciales.

—El viejo seis-y-siete, ¿no es así, Guy? —bromeó Ginger lanzándole miraditas picaras.

—Bueno... ¿Quién sabe? —admitió Guy confranqueza—. Vivimos tiempos extraños... Tiempos,si se me permite decirlo, capaces de poner aprueba las almas de los hombres. Aunque seguroque cada uno lo hace lo mejor que sabe... ¿Quémás puede decirse?

—Guy —dijo Ginger, estrujándole la mano yechándole unas cuantas miraditas más—. Ha sidodivertidísimo. —Los adioses eran su fuerte.

Guy asintió cortésmente en deferencia (dio esa

impresión) a su belleza, antes de girarse paraenfilar la salida.

—Querida mía —susurró, con una voz roncaque hizo estremecer a las damas—, lo que ha sidoes... inspirador.

* * *

El asunto de El Cristiano Mágico fue el últimoproyecto importante de Grand (al menos fue elúltimo que saltó a los titulares). Después deaquello su ánimo, como quien dice, empezó adecaer.

De todas formas, le gustaba «mantener elcontacto», como él decía, y por ese motivo compróuna tienda de ultramarinos en Nueva York. Erabastante pequeña y más o menos indistinguible deotras muchas del barrio. Grand colocó un pequeño

cartel en el escaparate:

Nuevo propietario—Nueva política

Gran oferta de bienvenida

Cuando la tienda abrió sus puertas la primeratarde, el propio Grand estaba tras el mostrador,ataviado con un batín blanco (no muy diferente deaquella gran bata de laboratorio que usó enVanity).

Su primer cliente fue un tipo que vivía en elportal de al lado. Compró un cartón de botellitasde zumo de uva.

—Son tres centavos —dijo Grand.

—¿Cuánto? —preguntó el hombre.

—Tres centavos.

—¿Tres centavos? ¿Por seis zumos de uva?¿Bromea?

—Es nuestra Oferta de Bienvenida: dos-por-unoen los zumos de uva —dijo Grand—. Nuevapolítica.

—¡Muchacho! ¡Ya lo creo que es nueva! —dijoel tipo—. ¡Y cómo...! ¿Tres centavos? ¡Por mívale, hermano!

Y plantó los tres centavos en el mostrador.

—¡Ahí tiene! —dijo, y aún parecía mássorprendido cuando Grand le deslizó el cartón.

—Vuelva cuando quiera —dijo Grand.

—Esa sí que es una buena política —dijo elhombre mirándole por encima del hombro mientrasse dirigía hacia la puerta. De pronto se detuvo enseco.

—Escuche —dijo—, ¿vende esos zumos... eh...

ya sabe... por cajas?

—Bueno, sí —respondió Grand—. Podríaconseguirle un buen descuento si comprase ustedla caja. No mucho, claro. Trabajamos con unmargen de beneficio muy escaso, como ve, y...

—Oh, sí, me encanta esa política suya del dos-por-uno, ¡Cristo! Solo quería saber si podríaconseguir una caja entera a ese precio.

—Desde luego, ¿quiere usted una caja?

—Bueno, de hecho, podría interesarme más deuna caja...

—¿Cuántas cajas podrían interesarle?

—En fin, estooo... ¿Cuántas... cuántas cajastiene usted?

—Digamos... ¿mil?

—¿Mil? ¿Mil cajas de zumo de uva?

—Sí, yo podría darle... Veamos, el diez por

ciento de descuento por cada mil... Veinticuatrobotellas por caja... Eso harían ciento veintedólares, menos el diez por ciento, serían cientoocho... Lo dejamos en ciento cinco dólares por lasmil cajas, ¿hace?

—No, no. No puedo llevarme mil cajas, ¡Jesús!Quería decir, digamos... diez cajas.

—Eso será un dólar con veinte.

—¡Trato hecho! —dijo el hombre, y plantó eldólar con veinte sobre el mostrador—.¡Muchacho! ¡Menuda política más buena que tieneusted! —añadió.

—Es nuestra Política de Bienvenida —dijoGrand.

—Me va esa política —dijo el tipo—. ¿Tiene

usted alguna otra... oferta especial en estosmomentos? Ya sabe, otro dos-por-uno, o algo así...

—Bueno, de hecho la mayoría de nuestrosartículos tienen precios reducidos gracias anuestra Política de Bienvenida...

El hombre no se había fijado bien, pero cuandolo hizo se dio cuenta de que las etiquetas de losprecios estaban a la vista, y todos los artículoshabían sido drásticamente reducidos: la leche, ados centavos el cuarto de litro; la mantequilla, adiez centavos la libra; una docena de huevos, oncecentavos; y así...

El hombre miró entusiasmado a su alrededor.

—¿Y cigarrillos? ¿Tiene cigarrillos?

—No, hemos decidido no vender cigarrillos.Los han relacionado (de forma bastantecontrastada, de hecho) con el cáncer dé pulmón, yhemos pensado que no sería de buen gusto

venderlos aquí. Quiero decir... Este es un humildecomercio de barrio.

—Eh... Estoo... Vale, escuche. Voy a casa unmomentito para traer un saco o un... Un cajón, talvez un cajón... Vuelvo enseguida...

De alguna forma, la voz se corrió por elvecindario y en dos horas la tienda había quedadolimpia como una patena.

Al día siguiente había un cartel en el escaparatevacío:

NOS HEMOS TRASLADADO

Aquella misma tarde, en otra parte de la ciudad,sucedió exactamente lo mismo... Seguido otra vezde un rápido traslado.

Las personas que experimentaron aquelfenómeno empezaron a pasar muchísimo tiempobuscando cada tarde la ubicación del nuevoestablecimiento. Puede ocurrir, en la actualidad,que en ocasiones dos de esas personas seencuentren (una que estuvo en el gran Descuentode Bienvenida de la Calle 4 Oeste, por ejemplo, yotra en el de la Calle 139) y así puede quesospechen que no solo no se trataba de un sueño,sino que aquello aún podría seguir funcionando.

Otros afirman que, de hecho, aún funciona...Dicen que se nota en la premura rastreadora quepuede verse en los rostros, especialmente en losojos, de las gentes de las ciudades, cada tarde,justo a la hora en que empieza a oscurecer.

[1] Grand Guy, literalmente Gran Tipo. La palabra Grand en inglés

también se utiliza para designar algo magnífico o espléndido ycoloquialmente hace referencia a la cantidad de 1.000 dólares americanos. A

grand: uno de los grandes. (Todas las notas son del traductor.)

[2] El «arador de Portland» es un nombre de ferrocarril (alusión al surco

que deja un arado) inventado por Terry Southern para parodiar lasdenominaciones de los trenes en los Estados Unidos

[3] El Drake es un famoso y lujoso hotel (inaugurado en 1920) que, a la

sazón, fue el primero de Chicago en instalar un sistema de aireacondicionado. No deja de ser paradójico que en aquel caluroso veranoGrand Guy se alojase allí con la idea de «calentar al personal».

[4] Sala de cine ficticia, aunque existe un teatro con tal nombre

perteneciente a la cadena Majestic en Philipsburg (Kansas). Este mismocine inventado fue el principal escenario de la serie televisiva americana delos ochenta The popcorn kid (El vendedor de palomitas), de clarasreferencias «southernianas».

[5] Lord Edward Frederick Langley Russell (1895-1981), segundo barón

Russell de Liverpool. Soldado, letrado e historiador. Fue uno de losconsejeros legales en los juicios (Núremberg y Tokio) que, tras la SegundaGuerra Mundial, persiguieron los crímenes contra la humanidad cometidospor el bando derrotado. Escribió varios libros sobre la atrocidad de los nazisy de los japoneses durante la guerra.

[6] La utilización de un adjetivo como downy (trad. esp. «velludo») no

parece la más comercial para un producto de higiene capilar

[7]

Joe Louis (1914-1981), el «Bombardero de Detroit», es una leyendade la época dorada del boxeo, considerado el mejor peso pesado de todoslos tiempos. Mantuvo el título mundial durante doce años consecutivos(1936-1949) y se despidió del pugilismo tras ser vencido en Nueva York porRocky Marciano.

[8] John L. Sullivan —Big John— (1858-1918), el «Fortachón de

Boston», boxeador pionero. Fue el último campeón mundial de la lucha conmanos desnudas y el primero de la pelea con guantes. Este hecho leconvirtió en el primer deportista célebre de los Estados Unidos.

[9] La referencia es a la novela de Thomas Wolfe (1900-1938) Look

Homeward, Angel (1929), que fue —discutiblemente— traducida como Elángel que nos mira, y en otras adaptaciones más apropiadamente comoVigila nuestro hogar, ángel.

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