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1. Los datos biográficos de este autor aparecen en la página 56. El cuarto de la pesadilla Arthur Conan Doyle 1 El saloncito de los Mason era un aposento realmente singular, amueblado con considerable lujo. Los mullidos sofás, los sillones bajos y cómodos, las voluptuosas estatuillas y los ricos cortinajes que pendían de anchas galerías de metal ornamentado constituían un marco adecuado para la mujer encantadora que era la dueña de la casa. Mason, un hombre de negocios joven, pero rico, no había escatimado esfuerzos ni dinero en satisfacer todos los deseos y caprichos de su hermosa mujer. Era lógico que así lo hiciera, ella siendo la bailarina más famosa de Francia y la heroína de una docena de extraordinarias aventuras amorosas, había renunciado a su vida de brillantes placeres para compartir la suerte del joven norteamericano. 18 Lectura 114

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1. Los datos biográficos de este autoraparecen en la página 56.

El cuartode la pesadillaArthur Conan Doyle 1

El saloncito de los Mason era un aposento realmente singular, amueblado con considerable lujo. Los mullidos sofás, los sillones bajos y cómodos, las voluptuosas estatuillas y los ricos cortinajes que pendían de anchas galerías de metal ornamentado constituían un marco adecuado para la mujer encantadora que era la dueña de la casa. Mason, un hombre de negocios joven, pero rico, no había escatimado esfuerzos ni dinero en satisfacer todos los deseos y caprichos de su hermosa mujer. Era lógico que así lo hiciera, ella siendo la bailarina más famosa de Francia y la heroína de una docena de extraordinarias aventuras amorosas, había renunciado a su vida de brillantes placeres para compartir la suerte del joven norteamericano.

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Él trataba de compensar lo que ella había perdido proporcionándole todo cuanto la riqueza era capaz de conseguir. Su conducta era la de un marido que no ha dejado ni por un instante de ser un amante. Ni siquiera la presencia de extraños impedía exhibiciones públicas de su arrollador afecto. Pero el cuarto en cuestión era extraordinario. Al principio parecía cosa normal; sin embargo, una más larga observación permitía comprender sus siniestras peculiaridades. Era silencioso… muy silencioso. No podía oírse ni una pisada en aquellas ricas alfombras. Ni siquiera una lucha, ni siquiera la caída de un cuerpo al suelo, hubiera producido el menor ruido. Era también extrañamente descolorido, bajo una luz que siempre parecía amortiguada. El saloncito era lujo por el lado que daba a la calle. Por el otro lado era desnudo, espartano, y reflejaba el gusto de un hombre sumamente ascético. Quizá fuera por esa razón que ella no permanecía allí más que unas pocas horas al día, pero mientras estaba allí vivía intensamente, y, en aquel cuarto de pesadilla, Lucila Mason era una mujer muy distinta y también más peligrosa que en cualquier otra parte. Peligrosa. Ésa era la palabra. Nadie que viera su delicada figura tendida sobre la gran piel de oso que cubría el sofá podría dudarlo. Se apoyaba sobre el codo derecho, con su mentón delicado pero enérgico, apoyado en la palma de la mano, mientras sus ojos, lánguidos adorables pero inexorables, miraban hacia delante con una fija intensidad que tenía un no sé qué vagamente terrible. Era el suyo un rostro encantador, y, sin embargo, había en él cierta expresión indefinible que decía que un diablo acechaba por dentro. Se había observado que los perros huían de ella, y que los niños chillaban y se apartaban apresuradamente ante sus caricias. Aquella tarde, algo la había impresionado vivamente. Tenía una carta, que leía una y otra vez con una contracción de sus delicadas cejas, y un duro fruncimiento de sus deliciosos labios.

Súbitamente tuvo un sobresalto, y una sombra de miedo suavizó la amenaza felina de sus facciones. Escuchaba intensamente, a la espera de oír algo que temía. Luego, con aire de terror, se metió la carta en el escote. Apenas lo hubo hecho, se abrió la puerta, y un hombre joven entró. Era Archie Mason, su marido… el hombre que ella había amado, el hombre por el que había sacrificado su celebridad europea, el hombre al que ahora consideraba un obstáculo para una experiencia nueva y maravillosa.

El norteamericano se quedó cerca de la puerta, mirando intensamente a su mujer, con un rostro que hubiera podido pasar por una hermosa máscara bronceada de no ser por aquellos ojos vivos. Ella tenía la mirada fija en él. Había algo terrible en aquel diálogo silencioso. Cada cual interrogaba al otro, y cada cual transmitía la idea de que era vital la respuesta que se diera a su interrogación. Finalmente, él avanzó, se sentó al lado de la mujer sobre la piel de oso, y, tomándole la delicada oreja entre los dedos, le volvió el rostro hacia él. —Lucila —dijo—, ¿verdad que me estás envenenando? Ella se liberó de su contacto con rostro horrorizado y protestas en sus labios. Estaba demasiado impresionada para hablar, y su sorpresa y su ira se manifestaban sobre todo en el movimiento de sus manos y en sus facciones convulsionadas. Trató de levantarse, pero él le asió la muñeca en su puño. De nuevo hizo una pregunta, pero esta vez se había ahondado su terrible significado. —Lucila, ¿por qué me estás envenenando? —¡Estás loco, Archie, estás loco! —dijo ella, entrecortadamente. La respuesta del hombre heló a Lucila la sangre en las venas. Mientras él se sacaba una botellita del bolsillo y la sostenía delante de sus ojos. —¡Esto sale de tu joyero! —gritó. En dos ocasiones, ella trató de hablar, hasta

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que las palabras acudieron, lentamente, a sus labios contorsionados. —Pero nunca llegué a usarlo. De nuevo la mano del hombre buscó algo en el bolsillo. Sacó de él una hoja de papel, que desplegó y sostuvo ante ella: —Es el certificado del doctor Angus. Establece la presencia de doce granos de antimonio. Tengo también el dictamen de Du Val, el químico que vendió eso. El rostro de la mujer era terrible de ver. —¿Y bien? —preguntó él. No hubo otra respuesta que un movimiento de desesperación y súplica. —¿Por qué? —preguntó el hombre—. Necesito saber por qué. Mientras hablaba, descubrió el borde de la carta que ella se había metido en el escote. En un instante se apoderó de ella. Con un grito de desesperación, ella trató de recuperarla, pero él la contuvo con una mano mientras recorría la carta con la mirada. —¡Campbell! ¡Es de Campbell! Ella había vuelto a encontrar su valor. No había ya nada que ocultar. Su rostro adquirió una expresión dura y firme. —Sí, es de Campbell —gritó. Mason se puso en pie, y caminó con pasos vivos por el cuarto. Campbell, un hombre cuya vida había sido una larga historia de abnegación, de valor, de todas las cualidades que señalan al hombre elegido. Y, sin embargo, también él había caído víctima de esa sirena, y se había rebajado al nivel de traicionar, si no con hechos, sí en intención. Cada una de las palabras de Campbell demostraba que, ni se le había pasado por la mente la idea de la muerte de Mason, muerte que habría allanado todas las dificultades. Aquella solución diabólica era producto del cerebro tortuoso y maligno que cavilaba en aquel cuarto maravilloso.

Mason era un filósofo, un pensador que sentía por los demás una vigorosa y tierna simpatía. Por el momento, su alma estaba

sumida en amargura. Durante aquel breve rato, hubiera podido dar muerte a su mujer y a Campbell, y luego darse la muerte a sí mismo con el ánimo sereno de un hombre que ha cumplido con un deber evidente. Sin embargo, ¿cómo podía censurar a Campbell? Él mismo conocía el hechizo irresistible de aquella mujer. Poseía un poder único para aparentar interesarse por un hombre, para penetrar en aquellas zonas de su carácter que son demasiado sagradas para el mundo exterior. Era precisamente ahí donde se manifestaba la mortal inteligencia de sus redes. Mason recordaba cómo habían sucedido las cosas en su caso. ¿Por qué, entonces, había de sentir tanta amargura hacia su infortunado amigo? Fueron la lástima y la simpatía las que le embargaron al pensar en Campbell. ¿Y ella? Ahí estaba, tendida en el sofá, su conspiración descubierta, con su futuro oscuro y peligroso. Incluso ante ella, ante la envenenadora, se enterneció su corazón. Él sabía algo de la historia de la mujer. Sabía que había sido una niña mimada desde su llegada al mundo. No sabía lo que era un obstáculo. Y ahora un obstáculo se levantaba en su camino, y había tratado de apartarlo de un modo demente y malvado. Se le ablandaba el corazón ante ella como ante una niña envuelta en un problema desesperado. Con un movimiento repentino, se sentó junto a ella y le tomó una mano fría e inerte. La lucha interna había sido terrible, pero él se había dominado, y dijo. —Querida, tú misma vas a elegir entre nosotros. Si realmente estás segura, segura, ¿entiendes?, de que Campbell es capaz de hacerte feliz como marido, yo no seré un obstáculo. —¡Te divorciarías! —le dijo ella. La mano de Mason se cerró sobre la botella de veneno. —Llámalo divorcio, si así te parece. Una nueva y extraña luz brillaba en los ojos de Lucila al mirarle. Ése era un hombre que le

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era desconocido. Un hombre que podía elevarse a alturas sobrehumanas de virtud desinteresada. Apretó con sus dos manos la mano de Mason que oprimía la botella fatal y gritó: —Archie, ¿serías tú capaz de perdonarme hasta eso? Él la miró y sonrió. —Después de todo, no eres sino una niñita voluntariosa. Ella le había tendido los brazos cuando llamaron a la puerta. Entró la doncella, y había una tarjeta en la bandeja. Ella la miró y dijo: —El capitán Campbell. No le recibiré. Mason se puso en pie de un salto. —Al contrario; llega en buena hora. Hágalo pasar inmediatamente. Pocos minutos más tarde, había entrado en el cuarto un militar joven, bronceado por el sol. Avanzó con una sonrisa en su rostro simpático, pero cuando la puerta se cerró detrás suyo y los rostros recobraron sus expresiones naturales, se detuvo, indeciso, y miró sucesivamente a Mason y a Lucila. —¿Qué pasa? —preguntó. Mason avanzó hacia él y le puso la mano sobre en los hombros, diciendo: —No te guardo rencor. —¿Rencor? —Sí, lo sé todo. Pero yo hubiera obrado igual si las posiciones estuvieran invertidas. Campbell dio un paso atrás y dirigió una mirada a la mujer. Ella asintió con la cabeza y se encogió de hombros. Mason sonrió. —No temas que sea esto una trampa para que confieses. Hemos tenido una conversación sincera sobre el asunto. Mira, Jack, tú siempre has sido buen deportista. Aquí hay una botella. No importa cómo ha llegado aquí. Si uno de nosotros se la bebiera, la situación se despejaría —su modo de actuar era desordenado, casi delirante—. Lucila, ¿cuál de los dos ha de ser? Había estado operando una fuerza en el cuarto de pesadilla. Un tercer hombre estaba allí, aunque ninguno de los tres personajes que vivían la crisis del drama de sus vidas había tenido tiempo para

prestarle atención. En el rincón más alejado del pequeño grupo, ese hombre estaba acurrucado contra la pared. Era una siniestra figura reptílica, silenciosa, que apenas se movía, salvo por un temblor nervioso de su puño derecho fuertemente cerrado. Estaba oculto de las miradas por una caja cuadrada y por un trapo oscuro astutamente echado sobre ella para que le dejara el rostro en la sombra. Asistía, ensimismado y ansioso, a las sucesivas fases del drama. Había llegado casi para él, el momento de intervenir. Pero ninguno de los tres personajes esperaba esa intervención. Absortos en el entrechocar de sus emociones, habían perdido de vista a una fuerza mayor que la de todos ellos… una fuerza que en cualquier momento podía dominar la escena. —¿Dispuesto, Jack? —preguntó Mason. El soldado asintió con la cabeza. —¡No! ¡Eso no, por el amor de Dios! —gritó la mujer. Volviéndose hacia una mesita, sacó una baraja. La baraja estaba al lado de la botella y dijo: —Podemos dejarle a la baraja la responsabilidad. Adelante, Jack a tres cartas. El militar se acercó a la mesa. Tocó las cartas fatales. La mujer, apoyada sobre la mano, inclinó la cabeza hacia delante, y miraba con ojos fascinados.

Entonces, y sólo entonces, estalló el trueno.El extraño se había puesto en pie, pálido y grave.Los tres cobraron súbitamente conciencia de su presencia. Se devolvieron hacia él, con una anhelante interrogación en los ojos. Él los miró fríamente, tristemente, con un aire que tenía algo de dominador. —¿Qué tal? —preguntaron, los tres a un tiempo. —¡Mal! —les contestó—. ¡Un desastre! Mañana volveremos a rodar toda la escena.

Arthur Conan Doyle, “El cuarto de la pesadilla”, (versión sintética y adaptada), en Cuentos de misterio, Madrid, Suma de letras, 2002, pp. 209-222. (Punto de lectura).

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Las siguientes definiciones corresponden a algunas voces emplea-das en el cuento que acaban de leer. Llenen los recuadros para conocer las palabras a las que éstas se refieren. Para ayudarlos se han escrito algunas letras en los cuadros.

Acción de arrugar las cejas, la frente o los labios.

Movimientos raros del cuerpo o de parte de él, que origina una actitud forzada y a veces grotesca.

Elemento químico, que pulimentado parece plata.

Vencido.

Cierto, claro, indudable.

Concentrados, cautivados, asombrados.

Intratable, indisciplinada, rebelde.

De suma importancia o trascendencia.

C

N

V

B

D

L

V

Recuerden que una palabra puede tener varios significados. Busquen en un diccionario del uso del español, impreso o electrónico, el que corresponda a los siguientes vocablos resaltados de acuerdo con su sentido. Escríbanlo en las líneas proporcionadas. Comparen su trabajo con el de otros compañeros.

Él trataba de compensarla de todo lo que ella había perdido.

No podía oírse ni una pisada en aquellas ricas alfombras.

Había en él cierta seña sutil, cierta expresión indefinible que decía que un diablo acechaba por dentro.

La respuesta del hombre le heló a Lucila la sangre en las venas.

Ella había vuelto a encontrar su valor. No había ya nada que ocultar.

Pocos minutos más tarde había entrado en el cuarto un joven militar tostado por el sol.

Había estado operando una fuerza en el cuarto de la pesadilla.

Lo que dicenlas palabras

qué¿opinas

¿Ytú,

¿De quése trató?

Y tú,¿qué opinas?

Y tú,¿qué opinas?

¿De quése trató?

Jueguen, escriban, hablen, escuchen...

Jueguen, escriban, hablen, escuchen...

Lo que dicenlas palabras

escriban, hablen, escuchen...Jueguen,

R

1.

2.

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Acción de arrugar las cejas, la frente o los labios.

De suma importancia o trascendencia.

Relean el cuento “El cuarto de la pesadilla” para que localicen los siguientes textos. Posteriormente reescríbanlos utilizando sus propias palabras, sinónimos o expresiones afines. Observen el ejemplo:

Los mullidos sofás…

Los blandos divanes

Las voluptuosas estatuillas…

Los ricos cortinajes que pendían…

Anchas galerías de metal ornamentado…

Escatimando esfuerzos…

Comprender sus siniestras peculiaridades.

Una luz que siempre parecía amortiguada.

Mientras sus ojos, grandes y lánguidos…

Adorables pero inexorables, miraban...

3.

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¿Qué sensación les dejó la lectura del relato?

¿Qué los hizo pensar el título del cuento? ¿Por qué “El cuarto de la pesadilla”?

En un principio, ¿cómo se explicaron el aspecto tan contrastante de las dos partes del cuarto?

Una vez terminada la lectura, ¿siguen sosteniendo la misma explicación sobre las diferencias?

Describan física y moralmente a los tres personajes del cuento.

¿Cuál les pareció el momento más dramático del relato, el clímax? Fundamenten su respuesta.

¿Cómo logra el autor mantener el interés y crear un ambiente de tensión?

¿Esperaban ese desenlace? ¿Por cuál lo cambiarían? ¿Qué otro le pondrían?

Trabajen en equipo las siguientes preguntas.

¿De quése trató?

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Una vez que descubrieron que el relato es la escena de una película y que el cuarto de la pesadilla es un escenario, van a reproducir, en una cartulina, el lugar en el que se desarrollaron los hechos. Trabajarán en equipo y se ayudarán de dibujos, ma-teriales recortados de revistas, periódicos, o cualquier otro que les parezca adecuado.

Incluirán la parte del cuarto en que se encuentran los personajes. Buscarán imágenes que puedan personificarlos, las arreglarán, si es necesario, con plumones; o bien, pueden dibujarlas. Analicen todos los elementos que deberán incluir, ¡cuiden los detalles!

En las paredes del salón se expondrán los trabajos de todos los equipos. Como pueden manejar toda clase de materiales y ele-mentos para el trabajo gráfico, la evaluación incluirá el grado de originalidad y creatividad en la presentación, además de que reflejará la realidad del escenario descrito en el relato.

Jueguen, escriban, hablen, escuchen...

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