el gusto por las ediciones de lujo en francia
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El gusto por las
ediciones de lujo en
Francia
Su imitación en Buenos Aires: Colombo
"Poco después de la primera guerra europea, en 1920, se inicia en Francia –mejor dicho
en París– un vigoroso movimiento editorial especializado en obras de lujo: textos en
gran papel, con amplios márgenes, caracteres exclusivamente diseñados, tintas de
calidad en dos o más colores e ilustraciones originales a cargo de artistas de notoria
reputación".
"En este aspecto, recordemos que el editor Eduardo Pelletan (1854-1912), publicó entre
los años 1896 y el de su muerte, alrededor de setenta libros, verdaderas joyas, que se
singularizan no solo por sus hermosos grabados en madera, sino, también por la
correspondencia y armonía de los mismos con el fondo o contenido de las obras. Un
artista y maestro tipógrafo –Ambrosio Vollard– siguió su ejemplo, en otro plano, y editó
entre la segunda década del siglo y la guerra mundial de 1939, una colección de libros
preciosos en pequeñas tiradas, con ilustraciones de los mejores pintores de su tiempo.
La moda de libro de lujo –una verdadera pasión contagiosa– se difunde
extraordinariamente y la demanda es cada vez más activa entre los coleccionistas. Los
editores se multiplican de manera tal, que sólo en el año 1924 se publican en París
alrededor de 400 obras de este tipo y se registran más de ochenta editores
especializados. Al propio tiempo, es dable advertir en la plaza comercial, un fenómeno
irregular, que se traduce en un clima de rivalidad y porfiada especulación en torno a los
impresos suntuarios, muchos de los cuales se agotan artificialmente, antes de sus
lanzamiento para la venta, debido a maniobras ilícitas de los mismos editores, a los fines
de alcanzar altos precios.
Después de 1930, a raíz de la crisis económica, adquieren un auge inusitado las
denominadas ediciones de demi-luxe, volúmenes ilustrados en colores, con
reproducciones fotomecánicas, a precios populares. Los editores que más contribuyeron
al progreso artístico del libro durante el período que nos ocupa, fueron, entre otros,
Georges Crés, fundador de la serie Maitres du Livre, y Mornay, quien en 1919, inauguró
la colección Les Beaux Livres. Un esfuerzo similar continuaría, en 1922, el editor Henri
Jonquieres con la creación de una nueva biblioteca que llamó Les Beaux Romans. Otros
editores notables, dignos de mención, son: Blaizot, Carteret, Conard, Kieffer, Kra,
Lapina, etc.
Naturalmente –no podía ser menos, por razones obvias– la preocupación por el libro de
arte encontró adeptos, admiradores y cultores entre nosotros. El interés por este género
de publicaciones –que algunos han querido ver como un entretenimiento vanidoso y
elegante y otros como una de las formas menos agresivas del esnobismo porteño– ha
servido, no sólo para formar un ambiente artístico en el país, sino, también, par plasmar
en nuestros incipientes impresores una nueva conciencia estética tendiente a obtener
ese codiciado sellos de austeridad y belleza, ideal distintivo de las grandes obras
maestras de la tipografía europea y norteamericana.
El gusto y la preferencia por el libro de bibliófilo –repetimos– venía de París allí no fue,
desde luego, el resultado de la improvisación o de la fantasía arbitraria y caprichosa del
momento. Por el contrario, este quehacer contaba con la experiencia de una larga
tradición de cultura y la solvencia profesional de una escuela de artistas avezados de la
imprenta y de la ilustración del libro, dos aspectos diferentes y complementarios de la
misma artesanía.
Diversos factores y estímulos determinaron en Buenos Aires, durante la década de 1920
–período de intensa efervescencia literaria, según tenemos dicho en otra parte– el
despertar de esta vocación bibliofilica que se traduce en la necesidad para el para el
público de leer buenas ediciones. Se comprende, por fin, que el libro, además de su
valor práctico o funcional –perfecta máquina de lectura, de acuerdo a una definición ya
clásica– es, igualmente, un objeto de arte, una categoría estética. “El libro es
arquitectura del espíritu –ha expresado un fino conocedor de sus secretos– desde que
llega a ser la morada del pensamiento”.
El constituye y representa una forma objetivada de la cultura y encierra en su
materialidad, valores y vivencias tan sutiles, tan complejos y fascinantes, como aquellos
que pueden contener y expresar un cuadro, una estampa, un grabado, una porcelana,
una talla o cualquier pieza de orfebrería, productos todos, de la inteligencia creadora del
hombre.
Nuestro país, desde principios del siglo, registra, en términos generales, una producción
libreril estimable por la calidad de las ediciones, aunque eran raros y esporádicos los
libros propiamente de lujo. A partir de 1920, podemos decir que coexisten, en
proporciones desiguales, claro está, una pujante industria del libro, productora en serie
y en grandes tiradas de unidades tipo estándar para el común de la gente, con la
artesanía del mismo, esto es, con la manufactura de ejemplares primorosos, creación de
artistas de la imprenta, destinados a un público restringido.
En el arte del libro se destacan, con personalidad propia, dos exponentes
representativos con talleres distintos e independientes, pero unidos fervorosamente
por el fuego de un mismo ideal. Ellos son: Francisco A. Colombo, el autodidacta intuitivo
y espontáneo, sin formación académica, logrado en un amplio y perseverante esfuerzo
de superación continua, y Ghino Fogli, el artesano de vocación y profesión, el técnico de
rica experiencia y ciencia, el discípulo fiel a las severas enseñanzas de ese magnífico
instituto de artes gráfica que se llama Escuela del Libro de Milán.
Francisco A. Colombo es, sin duda alguna, el más admirable arquitecto del libro
argentino y le corresponde el privilegio de haber iniciado, entre nosotros, las ediciones
auténticas de bibliófilo. En este finísimo artista gráfico parece revivir el fervor de lo
impresores renacentistas, cuando el noble oficio de la imprenta era un verdadero culto y
sus devotos apasionados se llamaban Aldo Manucio, en Venecia; Esteban Dolet, en
París, y Frobenio en Basilea.
Colombo ha dado a luz notables ediciones en las que, a la primorosa tipografía, realizada
a mano, se une la elegante destreza de la puesta en página, el perfecto interlineado y la
armoniosa distribución de blancos y negros. “De sus moldes han salido, quizás –ha dicho
Ricardo E. Molinari– lo más hermosos libros que se hayan impreso en la Argentina”. En
efecto, en los tipos de letras escogidos, en las iniciales de capítulos, en el espaciado
justo, en la intensidad uniforme de las tintas, hasta en la misma calidad del papel y en
mil detalles, adviértese, indudablemente, junto a la acendrada preocupación por la
belleza de cada libro, un domino seguro e impecable del tecnicismo gráfico. En su obra
hay sacrificio, fe, verdad, desinterés y amor, requisitos y atributos in los cuales no se
concibe la obra de arte.
Otro poeta y bibliófilo –juez irrecusable en la material}– agrega: “Fue un artista
exquisito. Y tuvo esa recatada distinción de los verdaderos; mostrar su obra poco a
poco, como saliendo desde una cordial penumbra; pero sin desmayo, con tesón, con
naturalidad, amablemente”. Le debemos a Ricardo Guiraldes –a cuyo nombre habría de
quedar ligado el de Colombo imperecederamente– el “descubrimiento” de este
artesano excepcional. En 1922 editó el primer libro de lujo –Rosaura– en una tirada de
200 ejemplares en papel hilo con un dibujo de Alberto Guiraldes, al cual se agregarían,
enseguida, Xaimaca, 1923, y Don Segundo Sombra, 1926, 30 ejemplares en papel Milano
de Fabriano. Don Segundo Sombra fue el espaldarazo consagratorio para el editor y uno
de los más ruidosos éxitos de librería, pues la primera edición de la famosa novela,
salida el 1° de julio del referido año 1926, compuesta de 2000 ejemplares, se agotó en
menos de 30 días. A la segunda, de 5000 ejemplares, hecha en octubre del mismo año,
le siguieron, en igual cantidad, las de los años 1928 y 1930.
Desde 1902, Colombo hallábase instalado en San Antonio de Areco, una localidad de la
provincia de Buenos Aires, a 120 km de la Capital Federal, con un modesto taller de
imprenta –hoy escenario histórico– que abandonaría transitoriamente en 1929, a
instancias de Eduardo J. Bullrich –eximio orfebre y catador de libros– para fundar en un
barrio de la ciudad porteña –Hormiguera 552– una nueva casa que llama sucursal y que,
al poco tiempo habría de convertirse, bajo su dirección inmediata, en el establecimiento
modelo que conocemos. Entonces se inicia para el impresor la era feliz de sus grandes
triunfos editoriales, y en su torno se agrupan los amantes más representativos del buen
libro argentino.
Allí compone Martín Fierro, por José Hernández, con grabados en madera de Adolfo
Bellocq, cien ejemplares en papel Perusia, 300 en papel Fabriano fabricado
especialmente y 2000 en papel Tribunita, impreso a tres tintas, 21 por 42 cm, 484
páginas, para la Asociación Amigos del Arte. Esta obra, no obstante ciertos reparos de
que puede ser objeto –tamaño inconveniente, exceso de ilustraciones–, “representa en
algunos aspectos un esfuerzo no superado aún entre nosotros”.
Le siguen, entre otros muchos, Libro de prosa, por Jorge M. Furt, impreso en impecable
tipografía, a tres tintas, en una corta edición de 50 ejemplares en papel Hammermill y
500 en papel Nacional, 1932, y Fausto, por Estanislao del Campo, 100 ejemplares en
papel Perusia y 2000 en papel pluma, con litografías coloreadas a mano, de Héctor
Basaldúa, 1932.
En 1933 Colombo habría de alcanzar otro éxito sin precedentes con Facundo, por
Domingo F. Sarmiento, primer libro editado por la Sociedad de Bibliófilos Argentinos,
modelo admirable, impreso suntuosamente en papel imperial del Japón, 105 ejemplares
con aguafuertes de Alfredo Guido, 312 páginas.
A esta primera época de su labor editorial pertenecen también, los Cuadernos del Plata
–magnífica serie de plaquetas– que dirigieron Alfonso Reyes y Evar Méndez. Ahí vieron
la luz Seis relatos, por Ricardo Guiraldes, Cuaderno de San Martín, por Jorge Luis Borges,
El pez y la manzana, poemas, por Ricardo E. Molinari y Papeles de recienvenido, por
Macedonio Fernández, todos del año 1929.
Para no cansar con esta monótona nomenclatura, citemos, por último, El matadero, por
Esteban Echeverría, libro tercero editado por la Sociedad de Bibliófilos Argentinos en
homenaje a la memoria de Abel Cháneton, bajo cuyo cuidado se procedió a imprimirlo
en 1944, terminándose conforme al plan que él adoptara. W. Melgarejo Muñoz grabó y
coloreó a mano las aguafuertes. En 1967, la chancillería argentina adquirió la colección
Colombo para incorporarla al patrimonio nacional y hacerla conocer ante el mundo, en
sucesivas exposiciones, como un monumento artístico, honra y prez de la tipografía.
Colombo nació en Buenos Aires el 10 de abril de 1878 y falleció en su viejo pago de
Areco, escenario de su hazañoso quehacer inicial, el 16 de julio de 1953. La casa prosigue
incólume el prestigio y la tradición impuesta por el fundador, bajo el celo filial de
Osvaldo Colombo, maestro también de artes gráficas."
Domingo Buonocore. Libreros, editores e impresores de Buenos Aires. Bowker Editores,
Buenos Aires, 1974.