el libro de los principios
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La historia sin final que comienza cuando Arcadio Arellano, cansado de fracasar y de ver llover, se pega un tiro en la cabezaTRANSCRIPT
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EL LIBRO DE LOS PRINCIPIOS o la historia sin final que empieza
cuando Arcadio Arellano,
cansado de fracasar y de ver llover,
se pega un tiro en la cabeza.
Jose Garzón
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LA LLAVE MIL TREINTA Y SIETE. ESCRITORES
SUICIDAS. ONCE PRINCIPIOS. CRIMEN EN EL
PARQUE DE LOS HERMANOS CASTRO. CIUDAD
CIEGA. UNA PISTOLA EN LA COCINA. LAS CINCO
FOTOGRAFÍAS. ARMAS DE BURDEL. EL MEJOR
ESCRITOR DEL PRIMER PÁRRAFO DEL MUNDO.
LOS ÚLTIMOS DÍAS DEL INVIERNO. CIUDAD DE
ÁRBOLES. DONDE LOS RESTOS SE PERDERÍAN.
CALLES LLENAS DE ELECTRICIDAD. AHÍ
AFUERA EN LA CIUDAD. TRES BALAS.
INTRÉPIDO MAR. LOS MUERTOS DEL NORTE.
CINCO CRUCES. LA PRIMAVERA DE LOS
SUICIDAS
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A Yolanda,
dormida en un avión que aterrizó en Bangkok.
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No me paro a pensar un segundo. Me dejo llevar por el viento.
Los perros ladran a mi paso. Cada hora que transcurre me acerca al
lugar y al momento elegidos. No escucho a los profetas ni a las
gitanas que quieren leerme la palma de la mano. Llevo días sin
comer, pero no tengo hambre. Llevo noches sin dormir. En su lugar
canto canciones que, desde que las escuché por vez primera, ya
nunca he podido olvidar. Ahora que los relojes se han puesto en
marcha, el mañana no me parece tan complicado como cuando lo
imaginaba. Puede que empiece a llover o que cojan velocidad las
balas. Pero, hasta entonces, creo, estaré a salvo.
Arcadio Arellano, Desde las ventanas abiertas nos gritaban pusilánimes.
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Primer Principio: Principio de Cinemática.
Declarado hace años por la crítica el mejor escritor
del primer párrafo del mundo, Arcadio se suicidó una
mañana de mayo cuando, después de diez minutos
mirando por la ventana como la lluvia no cesaba,
supo que no vería nunca más el sol.
Rosaura, que observaba en silencio el cadáver del
escritor, sentado en la silla con la cabeza echada
hacia atrás y un agujero negro en la frente, miró a
través del cristal de la misma ventana frente a la que
Arcadio había decidido quitarse la vida y, después
de contemplar el vaivén de un mar embravecido,
comentó: qué día tan extraño. A primera hora
parecía que no iba a dejar de llover en semanas y
ahora el cielo es más azul que los ojos de mi hija
pequeña. De las manos crispadas del muerto
rescató el arma presuntamente suicida, extrajo el
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cargador de la culata y comprobó que estaba vacío.
A continuación se agachó para recoger el casquillo
que mansamente aguardaba entre los pies de
Arcadio, lo observó durante unos segundos, preso
entre el pulgar y el índice de su mano izquierda, y lo
guardó en el bolsillo de la americana. Apostaría la
mitad del sueldo a que es un nueve corto, dijo para
nadie.
Arcadio Arellano, hombre pesimista, estrábico
cuando estaba nervioso y atormentado varios días al
mes por los dolores de una cefalea en racimos que
un teniente sabiondo le diagnosticó cuando estaba
haciendo el servicio militar, dejó escritas diez
novelas que se iniciaban de un modo magistral y
después se descomponían, como un día de
septiembre lo hicieran los dos edificios más altos de
la isla de Manhattan, tras el primer punto y aparte. El
escritor sin fin, dijo de él la crítica en ocasiones, el
eyaculador precoz de tinta china, la eterna promesa
de las letras hispanoamericanas, Carl Lewis metido
a marathonman. Arcadio leía con resignación todos
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los adjetivos que le describían, a él y a su
efervescente obra, y archivaba las críticas en
carpetas de cartón azul ordenadas cronológicamente
en las estanterías que, como adolescentes
castigados de cara a la pared, pensaría después
Rosaura al verlas, vestían las paredes de su casa.
Trece de abril. Miércoles. Nublado. Inicio.
12.30. Trayecto desde la pensión hasta la puerta del
banco: 12.34.
San Bernardo-Plaza del Instituto. 3:30.
NOTA: tras el atraco, regresar a la pensión por un
itinerario diferente.
La sucursal tiene doble puerta de entrada.
En el espacio entre la primera y la segunda hay una
cámara de seguridad que vigila la entrada y el cajero
automático.
Dos mesas a la izquierda.
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Mostrador de la caja. No tiene cristal de seguridad. Dos
puestos de cajera.
A la derecha del mostrador, una mesa más.
Al fondo, dos despachos con las paredes de cristal.
Director e interventor.
Una cámara de seguridad en cada esquina y, creo, dos
más dentro de la caja.
Me informo sobre los documentos necesarios para abrir
una cuenta. Hablo con Matilde Fernández, mediana
edad, agradable pero seca, apenas sonríe. No lleva
alianza. La otra cajera se llama Isabel Clavijo. Joven.
Maquillada en exceso. Sonriente. No lleva alianza.
Matilde, opción A para seguimiento si se confirma
puesto habitual.
Isabel, opción B (menos probabilidades de tener
familia).
NOTA: quemar este cuaderno antes del intento de
atraco.
Descubro nubes de formas y colores hasta ahora
desconocidos para mí.
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Segundo Principio: Principio de Dinámica Clásica.
Todas las mañanas, Adán Mesa se levantaba a las
seis y media, desayunaba un café con leche y el
zumo de un limón con una cucharada de azúcar no
totalmente disuelta, y caminaba, con el andar
truncado que la poliomielitis le había marcado, hasta
la estación de tren que gobernaba las afueras de la
ciudad. Una vez allí, en el quiosco que levantaron en
el mismo centro del edificio, bajo una claraboya que
convertía la luz del sol en un haz tamizado de color
verde por el que Adán imaginaba, como imaginaba
siempre escenas inverosímiles en lugares que, de
tan reales, se convertían en anodinos, que
descenderían, deslizándose por cabos de seis
metros, las tropas de élite cuando los rebeldes
liberaran la ciudad, compraba el periódico del día
anterior, es más barato y, aunque no lo parezca, el
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mundo no va tan rápido, decía, se sentaba en uno
de los bancos vacíos que ocupaban el andén
número cinco y aguardaba paciente la salida del tren
que se dirigía al mar. Cuando perdía de vista en el
horizonte la parte trasera del último vagón, doblaba
el periódico por la mitad y lo posaba en el banco, se
ponía en pie y, renqueante, quizás como esas viejas
cremalleras a las que le faltan dientes, regresaba a
casa. Verlo empequeñecer al alejarse, mientras la
ciudad a su alrededor se encendía, era una canción
de Los Enemigos. La otra orilla.
Algunas mañanas llegaba al andén número cinco y
el periódico de antes de ayer permanecía en el
mismo lugar donde lo había dejado.
Cuatro de mayo. Miércoles. Nublado. Seguimiento 1.
Cuarta vez que acudo al banco. Las tres primeras lo
hice antes de las 10.00. Hoy eran la 13.30.
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Sin cambios en el personal trabajador. La cajera opción
A, Matilde, ocupa el mismo puesto que en ocasiones
anteriores. Parece cansada. A su lado, el puesto de la
cajera opción B, Isabel, está vacío.
Domicilio el pago mensual de un curso a distancia.
Aguardo una cola de tres personas.
A la salida, sin haberlo planeado previamente, decido
aguardar la hora de cierre e iniciar el seguimiento de la
cajera opción A Matilde. Me siento en uno de los bancos
de la plaza, frente a la puerta de la sucursal. A las
14.57, Matilde, en adelante M, abre la puerta, sale a la
calle, cierra con llave, aunque aún quedan trabajadores
en el interior, y camina en dirección oeste hasta la
esquina. Abandona la plaza por la calle Menéndez
Valdés y pierdo contacto visual. Fin de seguimiento.
Regreso a la pensión.
NOTA: atraco a partir de las 13.00h. M se encontrará
más cansada, con la guardia más baja.
Desde la habitación se huele el mar. Si el viento llega
del norte, a ratos intensamente.
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Tercer Principio: Principio de Inercia.
Un amanecer de marzo, en las sombras de un
garaje comunal, húmedo y frío, el sueño de Tobías
Piedehierro de llegar a ser un asesino a sueldo se
desvaneció por completo. Ocurrió cuando su primera
víctima imploraba de rodillas que le perdonara la
vida. Si te dieron dinero por matarme, yo te doy el
doble por dejarme con vida. No me mates, cabrón,
no me mates decía con la voz a punto de
desmoronarse e inundada de lágrimas. Pero Tobías
no le escuchaba. No podía. Acababa de mearse
encima. Qué mejor evidencia que esa sonrojante
humedad en la entrepierna para comprobar que no
había nacido para andar matando por ahí a gente
desconocida a cambio de dinero.
Regresó a casa, se cambió de pantalones, metió
en una bolsa de viaje la pistola, una Jericho
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semiautomática de nueve milímetros de calibre, dos
camisetas negras, una sudadera gris y un pantalón
vaquero. Derramó un bote de colonia sobre el sofá
del salón y le prendió fuego con una cerilla. Cuando
vio que el mueble comenzaba a arder, colocó en la
cadena de música un compacto de Oasis, subió el
volumen hasta el máximo, eligió Whatever y salió
corriendo.
Devolvió la mitad del dinero pactado en el buzón
donde debía recoger la segunda mitad, una vez la
bala estuviera alojada en el cuerpo adecuado y se
dirigió a la estación para coger un tren que le llevaría
a una ciudad levantada a ochocientos kilómetros de
la que le había visto nacer y mearse encima con una
pistola en la mano derecha.
La sirena del camión de los bomberos se
escuchaba en la calle a un volumen cada vez más
alto. Las llamas alcanzaban las ventanas.
Sentado en el asiento veinticinco be, Tobías fingía
leer para ocultarse, como había visto hacer en las
películas, un periódico que encontró abandonado en
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uno de los bancos del andén. Cerró los ojos. El
convoy inició la marcha lentamente.
Cinco de mayo. Jueves. Llueve. Seguimiento 2.
Por causas meteorológicas me es imposible realizar
seguimiento. No ha parado de llover en toda la mañana.
Imposible aguardar la salida de M en la plaza desierta
sin levantar sospechas.
Aunque no es mi intención convertir este cuaderno en
un diario de experiencias, he pasado toda la tarde en la
habitación de la pensión. Durmiendo. He intentado releer
el libro “Desde las ventanas abiertas nos gritaban
pusilánimes”, de Arellano. Lo he dejado en la página 6.
No tenía ganas. Después de la cena, me he acostado con
César, el chico que está en la recepción por las noches.
Hacía tres años que no mantenía relaciones sexuales. No
lo volveré a hacer antes del robo.
Placer y frío. Placer y frío. Placer y frío después.
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Primero fue la detonación y después fue el
silencio.
Arcadio acercó lentamente la boca del cañón a la
piel de la frente, hasta sentir el frío ya conocido del
acero. Colocó el pulgar derecho en el gatillo,
aguardó a que finalizara la canción que había
elegido como epitafio, el mediotiempo machacón que
es Things Have Changed, de Bob Dylan, y, un
segundo después, una mano de sangre, pintada en
la pared a su espalda, albergaba en la palma el
proyectil deformado. Una bandada de palomas
emprendió el vuelo sobre los tejados, abandonando
libres las antenas a merced del nordeste. Los brazos
inertes de Arcadio permanecieron en una posición
de súplica hasta la llegada de la rigidez.
El vecino del segundo, militar olvidado en la
reserva, avisó a la policía. Fuerteviejo cinco, tercer
piso. Estoy seguro de que lo que acabo de escuchar
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es un disparo. Si no me cree, aténgase a las
consecuencias, concluyó, hastiado de las preguntas
incrédulas de la operadora.
Diez minutos más tarde, dos policías y dos
bomberos, acompañados por el militar, llamaban con
insistencia a la puerta del piso de Arcadio. La
ausencia de respuesta les obligó a tirarla abajo.
Tendrá que disculpar que le moleste en domingo,
comisario. Se trata de un varón de mediada edad.
Está sentado en una silla. Tiene un disparo en la
frente y una pistola, una Jericho semiautomática, si
no me equivoco, entre las manos. Parece un
suicidio. No creo que se trate de un asesinato. La
casa está intacta. No hay señales de violencia o de
robo. La puerta de la calle no ha sido forzada.
Al otro lado del teléfono, Rosaura escuchaba en
silencio mientras observaba el cuerpo desnudo de
Amparo, a horcajadas sobre su sexo. No toquéis
nada.
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Cuarto Principio: Principio de Gravitación.
Los libros se amontonaban desordenados encima
del sofá que ocupaba el centro del salón. Las
estanterías vacías parecían adolescentes de un
metro y ochenta centímetros de altura castigados de
cara a la pared, como los objetos que, destinados a
un uso distinto para el que han sido creados,
almacenar libros en este caso, pierden su
personalidad y se convierten en otro objeto, en otra
imagen, en otro lugar. Estanterías en adolescentes
castigados, mesas en elefantes, cuadros de trigales
mecidos por el viento en pistas de aterrizaje sin
luces de señalización. En un plato con altavoces
incorporados, que estaba en el suelo, la aguja
mediaba sobre el vinilo El Animal, de Franco
Battiato. Por encima de me roba todo, hasta el café,
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Rosaura escuchó el ruido que la puerta de la calle
hizo al abrirse.
Amparo Sutil, de nombre artístico Laura de Ley,
por aquello de nombres y apellidos cortos, bueno si
empiezan por consonante y mejor si es la misma,
cerró la puerta, se quitó el abrigo de pana blanca y lo
posó en lo alto del montón de libros. Rosaura
observó la escena durante un par de segundos y
pensó que parecía un pastel. El sofá era el bizcocho.
Los libros, las virutas de chocolate. El abrigo, el
azúcar espolvoreado en la cima. Concluyó,
preocupado, que el salón se estaba llenando de
objetos sin personalidad. Amparo vestía un jersey de
lana negra de cuello alto y un pantalón vaquero azul
elástico que abrazaba, como una segunda piel, el
perfil de sus largas piernas. Se arrodilló al lado de
Rosaura y acarició con la yema de los dedos su
nuca.
¿Qué es todo este desorden, miamor?, preguntó
mientras sonreía. Busco un libro que compré hace
años y aprovecho para cambiar de lugar los muebles
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del salón. ¿Va todo bien? Creo que sí; pero necesito
un cambio, contestó Rosaura, con la mente puesta
en el agujero que la bala había abierto en el cráneo
del escritor. Las estanterías vacías parecen soldados
en guardia, continuó Amparo tras ponerse en pie.
Podría ser, dijo Rosaura, sin muchas ganas de
continuar la conversación. Recojo en un momento,
me lavo las manos y estoy contigo. De acuerdo,
miamor, voy a la cocina, que estoy sedienta.
Cuando el tren se detuvo, la ciudad era un cuadro
de Alejandro Quincoces donde la madrugada
mezclaba el color de los edificios y el del cielo hasta
convertirlos en el mismo. A la salida de la estación,
seis taxis aparcados en fila aguardaban, con el
motor apagado y el conductor dormido, la llegada
improbable de un cliente. Tobías se acercó al
primero y, sin tan siquiera decir buenas noches, pidió
que le llevara a algún lugar en el que poder tomar
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una copa. El taxista miró por el espejo retrovisor, se
desperezó fingiendo que alcanzaba el cinturón de
seguridad, chasqueó los dedos de ambas manos y
sonrió en silencio.
Tobías recuerda una larga avenida de cuatro
carriles, un cielo gris en cada esquina más claro, las
luces amarillas de las farolas en ringlera y
minúsculas gotas de lluvia que se mantenían
inalterables en el cristal de la ventanilla a pesar de la
velocidad del vehículo. De pronto, echó de menos
algo. Separó la espalda del asiento para acercarse al
conductor y, aprovechando un semáforo en rojo le
dijo: disculpe, ¿dónde está el mar? El hombre miró
de nuevo por el espejo retrovisor y, al mismo tiempo
que aceleraba liberado por la luz verde, contestó: a
sus espaldas, señor. Tobías no pudo evitar girarse
hacia atrás, aunque sabía que, si bien podía ser
cierto que el mar estuviera allí, él no podría verlo.
Cuando volvió de nuevo la vista al frente, se topó
con la mirada del conductor en el espejo retrovisor.
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Ambos la mantuvieron apenas un par de segundos.
Tobías fue el primero en mirar hacia otro lado.
Diez minutos después, la tenue luz verde de las
bombillas que enmarcaban el letrero de la Sala de
Fiestas Horóscopo iluminaba a duras penas la palma
de la mano donde Tobías contaba las monedas. Si
me dice una hora, paso a recogerlo y le llevo a ver el
mar, escuchó que decía el taxista. No se moleste,
contestó, creo que seré capaz de llegar andando.
Pagó y se bajó del coche. Pateó el suelo para
sacudirse el polvo de los zapatos y, después con las
manos, el de los pantalones.
Diez de mayo. Martes. Soleado. Seguimiento 5.
M realiza el mismo recorrido que los dos días
anteriores. Plaza del Instituto. Menéndez Valdés.
Tránsito del Convento. Marqués de Casa Valdés
(izquierda). Menéndez Pelayo (derecha). Ezcurdia. 98.
Parque de la Fábrica del Gas.
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5 fotografías.
La ciudad vibra. Tiembla.
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Quinto Principio: Principio de Dureza.
Era el único cine de la ciudad que todavía exhibía
películas del oeste y Daniel Quiroga era el único
acomodador que trabajaba en él desde hacía seis
años. En tres meses, el cine cerraría y en la
oscuridad de la sala vacía residiría para siempre, o
al menos hasta que el edificio fuera demolido, el
oficio de acomodador y las películas de indios y
vaqueros proyectadas en pantalla grande.
El mundo de Daniel era un sueldo mínimo
interprofesional, una linterna con pilas de petaca que
corrían a cuenta del trabajador a partir de la tercera
anual, descanso de lunes dos veces al mes, quince
días de vacaciones en navidad, cuando la gente se
cree demasiado buena como para sentirse
identificada con tipos tocados por sombreros de ala
ancha y que, a lomos de caballos, asesinan a sangre
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fía sin preguntar antes el nombre de sus víctimas, y
un manojo de llaves que abrían todas las puertas,
para concederle a Daniel el poder de sentirse Cleant
Eastwwod, John Wayne, Bud Spencer, Lee Van
Cleef o, la mayoría de las veces porque era su actor
preferido desde que vio El árbol del ahorcado, Gary
Cooper. Al terminar la última sesión, Daniel cerraba
la puerta del proyector, la de los baños y, por último,
la de entrada al cine y caminaba, sin prisa, los
quince minutos que le separaban de su apartamento
en Quevedo.
En los pasos de cebra en rojo se detenía, abría un
poco las piernas para sentir el peso de su cuerpo en
las plantas de los pies, acercaba la mano izquierda,
Daniel era diestro pero los pistoleros zurdos eran
más rápidos y certeros, al bolsillo del pantalón,
elegía, mirándole a los ojos, a alguno de los
transeúntes que aguardaban en la acera de enfrente
el verde para cruzar la calle, levantaba el brazo
hasta colocarlo paralelo al suelo, extendía el índice y
el pulgar, apuntaba al corazón de su víctima y una
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bala de aire acababa con la vida de aquel que osó
cruzarse en su camino. Soplaba entonces,
satisfecho, la punta del segundo de los dedos y
devolvía la mano al bolsillo del pantalón para
continuar la marcha.
A la hora de la cena en la cocina, mientras
escuchaba las noticias en la radio, sonreía en
silencio al recordar las caras de sus víctimas, en la
que siempre encontraba una mezcla imprecisa y
variable de temor y de sorpresa. Apuraba después,
de un trago, el vino que quedara en el vaso y
pensaba que, a pesar de haberse mantenido desde
hace tantos años limpio, siempre había un momento
del día en el que echaba de menos un pico y era, a
menudo, el momento de irse a dormir.
Sucedía en ocasiones, sobre todo por las noches,
que los objetos y la ciudad empequeñecían hasta
fundirse en negro y una soledad, nada placentera y
sí inquietante y fría, le rodeaba hasta obligarlo a
cerrar los ojos con fuerza. Permanecía tumbado,
boca abajo, en el suelo frío de la habitación, hasta
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que, pasados unos minutos, rompía a sudar y,
creyendo que los objetos habían recuperado su
tamaño real y que la ciudad estaba de nuevo en
funcionamiento, se tranquilizaba y abría los ojos para
comprobar que no era cierto. Todo a su alrededor
continuaba pintado en negro. La soledad redoblaba
así su poder y él gemía encogido, abrazado a sus
rodillas, prometiéndose que sería la última vez. Una
última vez que, por el momento, no llegaba. Y lo
peor, pensaba, es que él ya lo sabía, ya sabía que
se mentía, que mentía a esa soledad a la que temía,
pero no tanto como a la posibilidad de no volver a
sentirse aliviado. Despertaba, para descubrir que
todo había sido un sueño.
Calentó agua, hasta hervir, para el té que siempre
bebía cuando trabajaba, introdujo en la ranura de la
cadena el compacto de Harvest Moon, de Neil
Young, se sentó en la silla y comenzó a escribir las
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primeras frases de su nueva novela, puesta en pie la
esperanza, aunque con rasguños en las rodillas y
polvo en los pantalones, de que esta vez sí, al fin, el
último párrafo iba a ser mejor que el primero, mucho
mejor. Las palabras están ahí. Las palabras están
ahí y sólo tengo que ser capaz de atraparlas,
pensaba Arcadio.
Pero, ¿qué coño estás haciendo aquí? ¿Cómo has
entrado?
Apretó con fuerza la punta del lápiz para marcar en
el folio en blanco el primer punto y aparte, releyó lo
escrito y comprendió que esta vez, la undécima,
tampoco sería la que llevaba esperando toda la vida
o, al menos, todos los años desde aquel día de
noviembre en el que, tras descubrir que su primera
novia le había sido infiel con el cartero, decidió
mantenerse célibe y convertirse en escritor. Cerró el
cuaderno, apuró el té, se levantó de la mesa y miró
por la ventana. Un coche se perdía de vista en las
dos curvas de la calle. Una mujer desplegaba un
paraguas de color negro a la puerta del ultramarinos.
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La mano de alguien oculto tras unas cortinas grises
levantaba la persiana en la ventana de enfrente. Dio
media vuelta y se dirigió a la cocina, donde se sirvió
una cerveza y una ginebra doble porque alguna vez
leyó que esa mezcla era el recurso recomendado por
Dickens a quienes estaban a punto de suicidarse. Se
sentó y dejó pasar el tiempo para convertir el
impulso en un acto premeditado.
El mar amenazaba con alcanzar la ciudad y
derribar los muros. La lluvia no cesaba.
Doce de mayo. Jueves. Nublado. Seguimiento 7.
M no tuerce en Ezcurdia. Continúa Menéndez Pelayo
por la acera de la izquierda y entra en un supermercado.
Decido entrar para no perder al objetivo. Compro una
bolsa de patatas fritas y una lata de cerveza. Entre M y
yo hay dos personas en la cola de la caja. Después cruza
el parque y llega al portal del que parece ser su domicilio
habitual.
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6 fotografías. Todas de mala calidad, excepto la del
portal.
Una mujer pedía limosna en la puerta del
supermercado. Le entregué la bolsa de patatas fritas.
Nadie debería ser pobre.
El caserón fue construido al costado de la
carretera porque el negocio estaba íntimamente
ligado al tráfico, a las afueras de una ciudad que,
con el tiempo y la fiebre inmobiliaria, lo había
acorralado hasta abandonarlo a su suerte, cercado
en una parcela cubierta de malas hierbas y sin
asfaltar, ajado por la humedad, aunque repintado
una docena de veces, la última en granate, preso de
un futuro tan incierto como el de los cientos de pisos
vacíos desde cuyas ventanas, en madrugadas como
ésta, nadie observaba su ocaso.
Montero, encargado de aplicar el derecho de
admisión, modificó la posición de firmes de su
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cuerpo y le observó de arriba a abajo y de abajo a
arriba en un gesto mecánico y profesional. ¿Qué
llevás en la bolsa?, preguntó. Algo de ropa y una
pistola, contestó Tobías, sin que aún hoy sepa por
qué. El uruguayo comenzó a reír a carcajadas y
continuó haciéndolo mientras abría la puerta.
Tobías entró en el prostíbulo, casi vacío a esas
horas. Tres clientes con aire de habituales bebían en
silencio apoyados los codos en la barra. Un par de
mesas estaban ocupadas en las sombras. En una de
ellas, un tipo joven y sonriente, acompañado de dos
mujeres, llamaba la atención de la camarera con el
tintineo que las piedras de hielo hacían al chocar
contra el cristal del vaso. En el escenario, al ritmo de
la canción Emmanuelle, cantada por Pierre Bachelet,
una muchacha de raza negra bailaba desnuda con
una boa de plumas amarillas enroscada en el cuello.
Una mujer, de unos cuarenta años de edad, con el
pelo corto teñido de rojo y vestida con un sujetador
blanco, una minifalda negra, medias de rejilla y botas
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altas de tacón fino le encaró, mimosa: ¿me invitas a
una copa, cariño?. Prefiero beber solo.
Tobías se convirtió en el cuarto, pidió una cerveza
y pagó a la camarera con un billete de cinco euros.
Puedes quedarte con la vuelta. La camarera le miró
a los ojos y supo que no era hombre habituado a
serrallos ni a madrugadas. Gracias, generoso. Pero
son cinco cincuenta. Perdón, farfulló Tobías mientras
agachaba la cabeza avergonzado y buscaba en el
bolsillo del pantalón una moneda de dos euros que
colocó sobre la barra, al lado de la botella, sin
atreverse a mirar a la los ojos de la chica. Esto está
mejor, miel, le oyó decir.
Dejó que pasara el tiempo hasta que por las
rendijas de las venecianas se coló la luz plomiza de
un amanecer de primavera. Bebió de un trago la
cerveza tibia, posó la botella vacía y temblante en la
barra y siguió la flecha hasta el baño.
Comprobó uno por uno que estaban vacíos todos
los cubículos. Hediondos, parecían desconocer
hacía semanas la purificación de la lejía. Entró en el
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último y cerró el pestillo. De la bolsa de viaje sacó la
pistola, se subió a la taza del váter y abandonó el
arma en el borde de la cisterna. Bajó despacio y
comprobó que desde esa posición el arma no era
visible. Orinó después de levantar la tapa con el pie
derecho y tiró de la cadena.
En el local ya no quedaba ningún cliente. Las
paredes cubiertas de espejos agrandaban la
estancia y atrapaban la misma imagen, repetida
hasta el infinito. La camarera, detrás de la barra, con
los ojos cansados, el pelo sucio y la espalda
excesivamente recta como para pensar que
conseguía mantener esa postura sin esfuerzo,
contaba billetes. Cada cincuenta, bebía un trago de
cerveza. En el escenario donde antes bailaba la
muchacha negra, ahora la mujer de pelo corto que le
recibió al entrar estaba haciéndole una felación a
Montero, mientras Charles Aznavour cantaba La
Boheme.
Sin detenerse, se despidió de la camarera
mostrándole la palma de su mano derecha. Ella le
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sonrió ausente. Salió a la calle, donde una lluvia
leve, suspendida en el viento, humedeció su rostro.
Hacía frío. Los coches abandonaban la ciudad, como
si ardiera, en dirección al sur. Levantó las solapas
del abrigo y comenzó a caminar sin rumbo. Pensó
que, tal vez, había llegado el momento de intentar
ser lo que siempre quiso en la vida: ladrón de
bancos.
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Sexto Principio: Principio de Masa y Peso.
Le siguen. Está seguro.
Camina por las calles de la ciudad y cada cien
metros o tres escaparates da media vuelta. Al doblar
la esquina se detiene y, apoyada la espalda contra la
pared, aguarda el instante en que su perseguidor
aparezca sudoroso e inquieto. Un puñetazo certero
en el estómago y un empujón decidido contra la
pared le esperan. Un rodillazo en los testículos y, por
último, un par de preguntas.
Cada mañana lleva a su hijo al colegio por una ruta
diferente. Comprueba que están limpios los bajos del
coche. Nunca usa el teléfono fijo. Estudia con
minuciosidad obsesiva que no hayan sido abiertas
con anterioridad las cartas que llegan al buzón. Mira
con desconfianza a los ojos del cartero. Cambia
cada siete días las contraseñas del ordenador.
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Los domingos por la tarde se disfraza con un
sombrero y unas enormes gafas de sol y, sentado en
la terraza de algún bar en el centro de la ciudad,
entre las palomas y los mendigos, el periódico y un
café solo, escruta la calle intentando descubrir a
quienes le acechan.
Regresa a casa, ya de noche. Matilde y Javier le
observan en silencio. Hace meses ya que no
entienden nada. Todo empezó el día que aquel tipo
le apuntó con la mano en el paso de cebra. Y de eso
hace ya más de tres meses.
Amparo tenía treinta y siete años, las manos
delgadas, las uñas limpias y el cabello largo y teñido
de rubio. Su cuerpo era un mapa gastado de tanto
posar el índice en busca de calles, plazas y
esquinas, pero bello aún. Hacía seis meses había
dejado, por hastío, el trabajo que dio de comer
durante diez años a ese mapa gastado y a un gato
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rayado de ojos negros y amarillos que aparecía y
desaparecía de la habitación de la pensión donde
vivía, con frecuencias precisas de tres o cuatro
noches, y al que nunca bautizó. Por más que le
pregunto, jamás quiere decirme su nombre, decía
seria entre risas.
Fue modelo de fotografías pornográficas para una
revista española de esas que se denominan de
adultos. Cómo si el resto no lo fueran, protestaba
enfadada de veras. Eufemismos. Potencia
incontrolable de algunas palabras: caricia,
aeropuerto, tristeza, atardecer. Tú no sabes lo difícil
que era eso, miamor, le contó a Rosaura tantas
veces que él olvidó el lugar de la memoria donde las
almacenaba. Cada palabra que salía de sus labios
era más triste que la anterior. Lo más difícil del
mundo. Había que mantener la postura, en
ocasiones, durante minutos interminables. Esos
miembros enormes en la boca, en la flor, en el
trasero, que eran las fotografías que mejor se
pagaban. Y aguantar el dolor de los músculos de la
47
cara entumecidos, los calambres en la entrepierna,
sentir como la fuerza del garañón se desvanecía
lentamente e intentar, con contracciones
imperceptibles, que durara un segundo más, un
segundo más, un segundo más.
Había nacido en un pueblo en ninguna parte, a
más de cien kilómetros de una ciudad con cines;
pero, desde los tiempos en que soñó con ser actriz y
renació con el nombre de Laura de Ley, se las daba
de sudamericana exuberante e imitaba expresiones
y acentos cuando le venía en gana, que solía ser
cuando estaba contenta. Enfadada, su forma de
hablar se asemejaba más a la de un estibador de
puerto de mar con un ataque de hemorroides.
En ocasiones, se paraba seria frente a los espejos,
mudaba la mirada y recitaba, engolando la voz:
vuelvo, porque siempre se vuelve por sendas
conocidas a los lugares de lo que fuimos, a los
recuerdos que arden como fuego del que sólo
sabemos que nos quemará. Y ese dolor de sobra
conocido no es suficiente para echarnos atrás.
48
Aunque después, zaheridos por el vitriolo de un
tiempo que ya jamás volverá a ser nuestro, digamos
por qué, por qué si ya sabía yo que el fuego de los
recuerdos se alimenta de este dolor. Cerraba los
ojos y sollozaba. Siempre conseguía que un par de
lágrimas brotaran en sus ojos y se deslizaran por las
mejillas.
¿Cómo lo haces?, le preguntaba Rosaura, ¿cómo
consigues llorar? Tendrás que torturarme, miamor.
Si no, nada te diré.
Dieciséis de mayo. Lunes. Soleado. Seguimiento 9.
M se detiene en un puesto de flores en Menéndez
Pelayo. Debo continuar la marcha y no detenerme, para
no levantar sospechas. En la esquina siguiente doy
media vuelta y recupero el contacto visual. 15.10. 15.13
M reanuda la ruta conocida hasta llegar al portal de su
casa. Sentado en un banco del parque, hago 2
fotografías. Fin de seguimiento.
49
Ayer, en esta ciudad, un escritor bravo decidió citarse
con la muerte.
Desde que llegó a la ciudad en tren y se deshizo
del pasado en forma de pistola, Tobías inició el plan
meticuloso que le llevaría en una mañana lluviosa de
finales de primavera a intentar el atraco a un banco.
Restañado el orgullo de saberse incapaz de matar a
cambio de dinero, dedicó toda su energía a trabajar
como camarero en turno de noche en una de las
sidrerías de la calle Rosario y a radiografiar la rutina
de vida de una de las cajeras del banco por las
mañanas.
Alquiló la habitación más barata en una pensión
que ocupaba el tercer piso de un inmueble
construido a principios del siglo XX, según las modas
arquitectónicas que triunfaban en las grandes
capitales europeas, en el número treinta de la calle
San Bernardo. Un edificio erguido frente a un mar al
50
que fue capaz de hacer frente durante más de
noventa años y al que no temía, a pesar de que en
las noches de marea alta el agua amenazaba con
saltar el muro de la playa y anegar las calles.
Eligió la sucursal más cercana a la pensión, a tres
minutos andando, para, una vez perpetrado el robo,
permanecer en la calle el menor tiempo posible y
esconderse en la habitación durante unos días,
hasta que el revuelo que el atraco provocaría en la
ciudad se hubiera calmado.
Compró una cámara de fotografías digitales de
segunda mano, una Olympus te diez de color negro,
un cuaderno de hojas rayadas y un bolígrafo de tinta
roja. Durante el primer mes, acudió a la sucursal
cada tres o cuatro días para realizar las gestiones
típicas de quien llega a una ciudad: abrir una cuenta,
solicitar una tarjeta de crédito, domiciliar un pago.
Así pudo comprobar que una de las cajeras, la de
mayor edad, trabajaba en el banco de forma
continuada.
51
Un día, sentado en uno de los bancos de la plaza
donde estaba la sucursal, aguardó la hora de cierre.
A distancia prudente, siguió los pasos de la cajera
hasta la que parecía ser su casa, entre diez y doce
minutos al sudeste de la plaza, como comprobó
después en un mapa de la ciudad que había pedido
en una oficina de turismo. Repitió el recorrido detrás
de la cajera diez días más, para cerciorarse de que
era su domicilio habitual.
En una ocasión, la mujer cambió la ruta para entrar
en un supermercado y en otra se detuvo a charlar
durante unos minutos con un vendedor de flores.
Tobías apuntó todo: horas, personas, lugares,
calles, e hizo numerosas fotografías.
52
Séptimo Principio: Principio de Ductilidad.
Te pediría que te fueras de casa, si alguna vez
estuvieras dentro. Como nunca es así, al menos
nunca cuando las niñas y yo estamos despiertas,
tengo que decírtelo por teléfono. Voy a pedir el
divorcio, Andrés. Esto ya no tiene ningún sentido.
No por esperado fue menos doloroso. Rosaura
cerró los ojos y se mordió el labio superior. Pasados
unos segundos, rompió el silencio que Teresa se
empeñaba en mantener al otro lado del teléfono.
Está bien, como quieras. Por mi parte, no tendrás
ningún problema. De acuerdo, contestó ella.
Las palabras quebradas, la voz sorda, el lugar
inhabitado al que hubo un tiempo en que pensaron
jamás llegarían, ellos dos no, tal vez los otros que no
se aman como nosotros lo hacemos. El lugar
inhabitado que ahora era de los dos, el más común,
53
en el que se sentían resignados y, de tan
resignados, ya cómodos. Lo único que realmente,
desde hacía ya mucho tiempo, compartían. ¿Desde
cuándo?, pensó.
Escuchó un sollozo que su mujer intentó ocultar
hablando de nuevo. Una cosa más, Andrés. Las
niñas se quedan conmigo y en este punto no admito
discusión. Si quieres ir por las bravas, prepárate
para dejarte el sueldo en abogados. Podrás verlas
cuando ellas quieran. Rosaura, manso, no contestó.
No tengo prisa, prosiguió Teresa, pero estaría bien
que, dentro de dos semanas, tus cosas ya no estén
en casa.
Rosaura pensó en las niñas, de once y siete años,
en sus hijas, a pesar de lo extraño que se sentía en
ocasiones cuando le llamaban papá, de lo lejos que
estaban a menudo, de lo difícil que le resultó
siempre acercarse a ellas, aprender a mostrarse,
domeñar ese amor que sabía sentía por ambas y
que, en demasiadas ocasiones, desde el nacimiento
de la mayor, era un sentimiento doloroso, feroz,
54
como un miedo invencible, él, que conocía
probablemente lo más oscuro y venenoso de los
hombres y sus vidas, a que algo terrible les pudiera
suceder.
Te dejo. Tengo guardia. Rosaura, rendido y sin
palabras, colgó.
Una semana después de la conversación
telefónica, aprovechó los dos días de ausencia de
las tres, que le brindó una excursión a la montaña,
para borrar todo aquello que le nombraba en la casa
de Santa Doradía, el piso que compraron dos años
después de casarse, empujados y ayudados por los
padres de Teresa, que anhelaban un futuro cerca de
su hija y de la nieta que crecía en su vientre y a las
que querían proteger, en parte, de un marido y de un
padre demasiado tiempo ausente acechando a los
malos, como decía el padre de Teresa con el poso
del desprecio sordo con el que siempre trató a
Rosaura.
Lo hizo de un modo automático, inerte, aséptico.
No se paró un segundo, ni a pensar ni a descansar,
55
ayudado por las cervezas y por la marihuana que
decidió beber y fumar antes de enfrentarse a un
presente que se convertiría en pasado demasiado
rápido.
Si ahora lo intenta, le resulta difícil recordar con
claridad esos dos días. Y no lo intenta.
Regresó a la ciudad en el diez y, después de
bajarse en el Humedal, caminó por la Avenida de la
Costa hasta la Plaza de Europa, atravesó el parque,
dejó atrás el mercado del Sur y cruzó en diagonal la
plaza del Seis de agosto para llegar a la central de
Correos. Pensó que la estatua de Jovellanos le
observaba a su paso y sonrió al comprender que ese
pensamiento podía ser una idea literaria.
Subió primero las escaleras de piedra, después las
de mármol del vestíbulo. Las puertas de cristal se
abrieron de par en par activadas por su presencia y
Arcadio dudó un instante, preso aún, en parte, por la
56
incapacidad de literaturizar todo lo que le estaba
sucediendo.
Entró en la sala en cuyas paredes se apilaban los
buzones de los apartados de correos y buscó el
número mil treinta y siete. Introdujo la llave en la
cerradura, giró la muñeca a la derecha y sintió alivio
al comprobar que la puerta se abría fácilmente. En el
interior aguardaban la pistola, una Jericho
semiautomática de nueve milímetros con el cargador
desmontado y la recámara abierta, una bala con la
punta de plomo y un sobre de color marrón que
estaba vacío.
Sé discreto, le había dicho Montero. Cogés la
pistola, el peine y la bala, metés todo en el sobre,
cerrás la portezuela y, al salir, arrojás la llave en la
papelera que está a la izquierda, bajo el árbol. Vos y
yo no nos conocemos. Si no querés tener
problemas, nene, y le miró fijamente a los ojos
mientras presionaba su pecho con el dedo índice de
la mano derecha, vos no me has visto jamás.
57
Deambuló por las calles durante horas hasta que
se supo perdido. La pistola, sujeta con el cinturón en
la zona lumbar, rozaba su piel al andar y el frío del
acero, a través de la tela de la camisa, le quemaba
por desconocido y por nuevo y le permitía disfrutar la
sensación única de transitar la tarde en las calles
ocultando un arma de fuego en su espalda. Le hacía
sentirse superior. Poderoso.
Con el anochecer, recobró las señales familiares
de la ciudad y regresó a los paisajes que conocía.
Comenzó a llover. El mar golpeaba el dique de
Santa Catalina en oleadas rítmicas. Subió al barrio
por el Tránsito de las ballenas, cruzó Artillería y, por
primera vez en su vida, tuvo que pararse a
descansar en el rellano de las escaleras de Castro
Romano. La aventura de comprar una pistola le
había agotado.
Alcanzó las sombras de su calle y subió
caminando, a pesar del cansancio, hasta el tercer
piso.
58
Abrió la puerta de casa y, como le gustaba hacer
con algunos objetos domésticos, a los que otorgaba
descanso en lugares que no estaban destinados a
ello, guardó la pistola en uno de los armarios de la
cocina, encima de una sartén pequeña que estaba al
lado de una vieja maquinilla de afeitar que no había
usado en años.
Diecinueve de mayo. Jueves. Soleado. Vigilancia pasiva
1.
7.36. Sentado en un banco del parque. Visión
diagonal del portal. Semioculto por una farola.
8.12. M sale del portal. Sola. Ezcurdia. Menéndez
Pelayo. 3 fotografías.
Los pájaros del parque se sacuden el rocío de las
plumas. Después vuelan.
59
El siguiente paso le obligaba a madrugar, algo que
Tobías odiaba con todas sus fuerzas. Tres veces se
quedó dormido. Retrasó sus planes y le concedió
una tregua a la casualidad.
En una franja horaria de diez minutos, la cajera
salía del portal en dirección al banco. Siempre
seguía el mismo itinerario. Durante nueve días, la
mujer apareció sola en el portal. Tobías comenzó a
preocuparse. Revisó nervioso las notas escritas en
el cuaderno hasta encontrar lo que buscaba: la
cajera no llevaba alianza. Si no tenía familia, el plan
se iba al garete y tendría que empezar de cero.
El décimo día sucedió: la cajera apareció en el
portal acompañada por un niño de unos seis años al
que guiaba de la mano un hombre mucho más alto
que ella. En puntas de pie, besó al hombre en los
labios, un beso lento, como demorándose, como no
queriendo que acabara, un beso más propio de un
encuentro después de mucho tiempo sin verse que
de una despedida cotidiana antes de ir al trabajo.
Tobías pensó con tristeza que a él nunca nadie le
60
había besado así. Después, la cajera se agachó
para besar al niño en la mejilla y se dirigió rumbo al
banco. Tobías dejó que la imagen del beso se
diluyera en su mente y sonrió satisfecho. El plan
seguía en marcha.
Olvidó a la mujer y se dispuso a seguir al hombre y
al niño que llevaba de la mano. Encendió la cámara
y los enfocó. Doblaron la esquina y se acercaron a
un coche gris que estaba aparcado bajo un plátano.
El hombre abrió la puerta derecha del vehículo y el
niño se sentó en el asiento trasero mientras el adulto
rodeaba el vehículo, se agachaba a mirar los bajos,
abría la puerta del conductor, se sentaba, la cerraba,
comprobaba el espejo retrovisor interior, encendía el
motor y, acelerando despacio, se incorporaba al
tráfico de la ciudad que se dirige al trabajo. Tobías
descubrió entonces uno de los puntos débiles del
plan de robo: si los vigilados tenían coche, él no
podría seguirlos. Tendría que limitarse a
fotografiarlos en el trayecto del portal al coche.
Peligroso porque tendría que exponerse más, a
61
riesgo de ser visto. Pero no quedaba otra opción. Lo
memorizó todo para poder después escribirlo con
calma.
Cuando perdió de vista el coche, apuntó la
matrícula y dio media vuelta en dirección al portal.
Pulsó en el interfono el botón de un piso al azar y
esperó respuesta. Tras mirar a derecha e izquierda y
comprobar que no había nadie detrás de él, pidió por
favor a la voz de mujer que contestó, que le abriera
la puerta para dejar en los buzones unos folletos de
publicidad. Sólo la cuarta voz, también de mujer,
abrió. Entró en el portal y, frente a los buzones,
buscó Matilde Fernández, el nombre que
descansaba en la solapa de la cajera para que
cualquier cliente atrevido del banco, si lo deseaba,
se dirigiese a ella con familiaridad y ciertas dosis de
intrusismo. Lo encontró en el segundo be junto al de
José María. Bien. Y en el quinto ce junto al de
Carlos. Mierda.
Tobías se sintió cansado, agotada su reserva de
adrenalina tras el descubrimiento y breve
62
seguimiento a la familia de una de las dos Matildes
que vivían en el edificio. Decidió dejarlo, descansar
durante el fin de semana y continuar el lunes. Nadie
dijo que atracar un banco fuese sencillo. Ni que él
hubiera nacido para eso.
Apuntó el número y letra de los pisos en el
cuaderno, hizo una fotografía a los dos buzones y
regresó a la pensión.
Sírvete lo que quieras, ya sabes donde están las
cosas. ¿Qué libro buscas?, gritó Amparo, con la
boca llena de pan, desde la cocina. Uno de un tipo
que se pegó un tiro en la cabeza. Juraría que hace
años compré una de sus novelas, contestó Rosaura
apoyado en el quicio de la puerta de la cocina.
Miamor, te pareces al gato de tan sigiloso. Creí que
seguías en el salón. Voy a cambiarme. No te bebas
toda la botella, sólo queda esa. ¿Quién era? Arcadio
Arellano. Amparo fingió pensar un instante antes de
63
decir: no me suena. ¿Qué ocurrió? Rosaura, que ya
había abandonado el umbral, asomó de nuevo la
cabeza. Tendrás que torturarme. Si no, nada te diré.
Y guiñó el ojo izquierdo. ¿Puedo pegarme una
ducha, miamor? Dependerá de lo que tardes,
contestó Rosaura desde el dormitorio.
Ayer, de manera incomprensible si se cree cierta la
infalibilidad de los pistoleros zurdos, Daniel erró el
disparo por vez primera. La bala de aire ni tan
siquiera rozó al forajido con quien se batía en duelo.
El semáforo tornó en verde y Rosaura se acercó a
Daniel sin dejar un instante de mirarle a los ojos. El
puñetazo fracturó los huesos propios emitiendo un
ruido similar al de la madera al astillarse y Daniel
cayó inconsciente al suelo, perpendicular a las líneas
blancas del paso de cebra.
Despertó en una cama del hospital de Jove con la
nariz entablillada, una aguja clavada en la flexura del
64
codo de su hasta ayer infalible brazo izquierdo y un
terrible dolor de cabeza.
Se abrió la puerta y Teresa Solar, delgada,
menuda pero fuerte, el pelo negro recogido en una
coleta baja, una mueca de severidad en los labios
delgados y una mirada ocre y dulce, vestida con un
uniforme blanco, un fonendoscopio colgado del
cuello y una carpeta azul entre las manos, le
preguntó: ¿cómo te encuentras? Bien, contestó
Daniel, aturdido. Se parecía tanto a la actriz que se
acostaba con Billy el Niño en la última escena de la
película que dirigió Sam Peckinpah, que podría ser
ella. Y, preso en brazos del opioide después de
tantos años, creyó enamorarse perdidamente y para
siempre, del modo en que lo había soñado tantas
veces.
65
Veinticuatro de mayo. Martes. Nublado. Lluvia.
Vigilancia pasiva 3.
7.45
8.10. Sola.
Durante la vigilancia he retomado “Desde las ventanas
abiertas...”. Parece como si la muerte de Arellano hubiera
marchitado las palabras hasta hacerles perder su
significado, hasta borrarse. Lo dejo en la página 10.
NOTA: quemar el libro junto con el cuaderno antes del
atraco.
Pensar en César me pone de mala ostia.
66
Octavo Principio: Principio de Energía y Trabajo.
Cuando Cecilia murió, Cosme Peralta comprendió
que era el último de una estirpe. Que nadie en el
mundo le esperaba, le pensaba, le tendría en
cuenta, le invitaría a cenar en Navidad o le visitaría
en el hospital cuando cayera enfermo. Y eso
significaba que podía hacer, desde ese momento, lo
que le viniera en gana. Cumplía ese día setenta y
tres años.
67
Tardó ocho semanas en vender la casa donde
Cecilia y él vivieron los últimos veintitrés años y trece
el Renault Laguna de cambio automático y motor
diesel que ella condujo durante los últimos doce.
Cosme nunca fue capaz de aprobar el examen
práctico del carné de conducir. En verdad, Cosme
nunca fue capaz de hacer nada si alguien, que no
fuera Cecilia, le estaba mirando. Soy preso de un
implacable miedo escénico, decía siempre.
Siete semanas más tarde pudo retirar del banco en
metálico el dinero del fondo de pensiones. Pidió que
le entregaran todos sus ahorros en billetes de veinte
y de cincuenta y los introdujo en una bolsa de
deporte de la marca Puma que permaneció,
arrugada y polvorienta desde que abandonara las
clases de natación, en lo más alto de la más alta de
las estanterías que, como adolescentes de metro
ochenta castigados contra la pared, ocupaban las
paredes del trastero de su ya antigua casa, a la
espera de volver a ser útil. Tras pedir los billetes,
introducirlos en la bolsa, cerrar con dificultad la
68
cremallera herrumbrosa y caminar hacia la salida, se
sintió un atracador. Imaginó que de la bolsa sacaba
una pistola y apuntaba a la cabeza del director o del
guardia de seguridad y gritaba esto es un atraco, las
manos en alto, no se muevan, denme lo que les pido
y nadie resultará herido.
Sonrió en silencio, a sabiendas de que, si Cecilia
estuviera a su lado, se lo contaría divertido y ella le
diría, anda, calla, ya estás tú con tus historias y con
tu fantasía. Si en tu vida has sido capaz de matar
una mosca.
Tobías abrió la puerta del banco y, con una
ademán hosco, le invitó a salir. Cosme, al pasar,
dijo: gracias. Tobías asintió y agachó la cabeza.
Ya en la calle, Cosme levantó la mano hasta que
paró un taxi. Se montó en el asiento de atrás y pidió
al conductor que le llevara al aeropuerto. La bolsa de
deporte permaneció en su regazo durante todo el
trayecto. El taxista, que furtivamente le observaba
por el espejo retrovisor, comprendió que algo valioso
guardaba en su interior.
69
Buenos días, señorita. Quiero un asiento al lado de
la ventana en el próximo avión que vuele a Nueva
Orleans. ¿Me permite su documentación, si es tan
amable? Cosme le entregó el pasaporte y aguardó
paciente. ¿Cuántas maletas facturará? Ninguna.
Sólo llevo esta bolsa de mano. Muy bien, como
usted diga, le contestó extrañada la azafata.
Entonces, listo: Terminal uno, puerta ge, vuelo equis
cero cuarenta y cinco, asiento veintitrés a. La hora
prevista de embarque son las diecinueve y cuarenta
minutos. Con escalas en Madrid y Atlanta. Muchas
gracias. ¿Pago en metálico o con tarjeta de crédito?
En metálico.
Faltaban cinco horas para viajar. Cosme eligió un
lugar frente a los cristales desde el que poder ver el
aterrizaje y el despegue de los aviones, colocó de
nuevo la bolsa sobre sus rodillas y se sentó a
esperar. Pensó entonces en Cecilia y en lo orgullosa
que se sentiría de él, si pudiera verle en ese
momento. Por la megafonía anunciaban la llegada
del avión procedente de Lisboa. Lo hacía con
70
retraso. Sintió ganas de orinar. Se levantó y buscó
un baño.
Veinticinco de mayo. Miércoles. Soleado. Vigilancia
pasiva 4.
7.45
8.10. Sola.
En el banco de al lado, una madre le da el biberón a su
cría. ¿Qué futuro aguarda a los niños que nacen hoy?
Cambió el turno de noche en el trabajo por el de
mañana, con la excusa de cuidar a una madre
enferma que Tobías no había conocido. Necesitaba
libres las noches para poder continuar con el plan de
robo.
El buen tiempo en los primeros días de junio le
echó una mano. Al anochecer se sentaba en uno de
71
los bancos del parque que había enfrente del edificio
donde vivía Matilde. Allí permanecía oculto en las
sombras y podía vigilar, sin ser visto, las luces de las
ventanas del segundo y del quinto piso. Nada apuntó
en el cuaderno durante las siete primeras noches
porque nada sucedió. A eso de las doce o la una de
la madrugada, cerraba el cuaderno, apagaba la
cámara y después de estirar los músculos
entumecidos, regresaba caminando a la pensión.
La octava noche se apagó la luz de una de las
ventanas del segundo piso. La única que estaba
encendida. Tobías apuntó la hora. Eran las diez y
cinco. Tres minutos más tarde, apareció Matilde en
el portal, acompañada por el hombre. Les siguió con
la vista hasta que desaparecieron tras doblar una
esquina. Tobías apuntó la hora y abrió una bolsa de
patatas fritas sin sal. La espera, tal vez, sería larga.
El corazón comenzó a latir con fuerza. El
presentimiento de estar cerca del objetivo le
mantuvo despierto.
72
A las doce y cincuenta y cuatro, Matilde abrió la
puerta y ella y el hombre se perdieron en la
oscuridad del portal. Tres minutos después, se
encendió de nuevo la luz en la ventana que Tobías
vigilaba. Sonrió orgulloso y, de nuevo y ya con
seguridad, apuntó el piso donde vivían Matilde
Fernández Álvarez, José María Blanco Lois y el niño.
Segundo be. Cerró el cuaderno, apagó la cámara de
fotos y regresó a casa.
Tumbado boca arriba en la cama cayó en la cuenta
de que, tal vez, hubiera sido más sencillo provocar
un encuentro casual con Matilde, entrar en el edificio
y subir juntos en el ascensor. De ese modo habría
descubierto con facilidad el piso en el que vivía. La
sombra del fracaso nubló un instante su mente al
comprobar, una vez más, la dificultad de la empresa,
la falta, en ocasiones, de ideas acertadas, el miedo
intenso a un nuevo fracaso. Consiguió liberarse de
todos estos pensamientos después de beber un par
de vasos de güisqui. Lo importante es que ya sabía
donde vivía Matilde.
73
Apenas pudo conciliar el sueño.
A la mañana siguiente, se despidió del trabajo.
Sacó el dinero del banco y canceló la cuenta. No
quería dejar ningún rastro.
Tres días después, sentado en el mismo banco
desde el que realizó la vigilancia nocturna, leía en el
periódico una entrevista con el mejor tirador
parapléjico del país, días antes de participar en el
campeonato del mundo de esgrima, cuando observó,
como se observa una sucesión de actos conocidos y
repetidos hasta convertirse en rutina, como Matilde
se despedía del hombre y del niño y los tres
emprendían caminos distintos.
Dobló el periódico por la mitad y lo abandonó en el
banco. Probó suerte frente al interfono y la encontró
a la primera. Subió las escaleras de dos en dos y,
tras comprobar que nadie le veía, hizo dos
fotografías a la puerta de entrada del piso de
Matilde. Descubrió entonces el segundo punto débil
de su plan de robo: no sabía abrir puertas blindadas.
Consiguió una vez más ahuyentar el miedo al
74
fracaso con rapidez y decidió continuar adelante. Las
fotografías de la puerta tendrían que ser suficientes.
No iba a arriesgarse. Descendió por las escaleras,
salió del portal y regresó a la habitación de la
pensión. Sentado en la cama, observó durante unos
minutos el calendario que había colgado al lado del
espejo el día que llegó a la ciudad. Un cachorro de
perro, metido en una maceta, le miraba con ojos
tristes.
El atraco sería cinco días después. Martes.
Uno de los problemas de conducta más grave que
padecía Arcadio era la literaturización de su vida.
Desde que despertaba por la mañana hasta que, ya
de madrugada, le vencía el sueño e, incluso, durante
el mismo, todo lo que Arcadio hacía, decía,
observaba, escuchaba o callaba, aspiraba a
convertirlo en parte de sus historias. Por eso se
sentía tan extraño y sorprendido mientras aguardaba
75
en la puerta trasera del más nombrado de los
burdeles de Gijón la llegada de un tipo del que sólo
conocía, escritos en un pedazo de papel arrugado, el
nombre y el número de su teléfono. Por primera vez
en su vida, era incapaz de literaturizar.
Su editor le dijo que alguien conocía a alguien que
una vez oyó hablar a alguien que el tipo que
respondía al nombre y al número escritos en el papel
le vendería una pistola. Preguntas por él, dices que
te dio el número Claudio y que quieres comprar una
pistola.
Buenos días, ¿Montero? ¿Quién habla? Me dijeron
que usted vende una pistola.
Cuando escuchó el tono sostenido de línea,
Arcadio comprendió que se había equivocado en la
presentación y marcó de nuevo. Buenas días,
¿Montero? ¿Quién carajo sos? Claudio me dio su
número. Quiero comprar una pistola. Al otro lado del
teléfono, el silencio se mantuvo más tiempo del
necesario. Esta vez fue Arcadio quien estuvo a punto
de colgar. De pronto, escuchó: te va a costar
76
cuatrocientos euros. De acuerdo. ¿Sabés dónde
está el Horóscopo? Arcadio construyó en su mente
el viejo prostíbulo de las afueras. Sí. Pasado
mañana a las cinco de la tarde en la puerta de atrás,
la que da a la gasolinera. Si te retrasás cinco
minutos, no estaré. Si venís acompañado, no estaré.
Si no traés los cuatrocientos en efectivo, mejor no
vengas. ¿Entendido? Entendido.
Y allí estaba él, esperando donde le dijeron por
teléfono que esperara. Inquieto y asustado. Incapaz
de literaturizar el momento. Incapaz de encontrar la
manera o el lugar donde ensamblar todo lo que le
estaba ocurriendo en una de sus historias ya escritas
o en uno de sus primeros párrafos aún por escribir.
77
¿Para qué querés una pistola?, dijo, a modo de
saludo, Fabio Montero, montevideano alto, uno
noventa, de hombros anchos y abdomen
prominente, la cabeza rapada, dueño de uno de
esos cuerpos que durante años se esculpieron en
los gimnasios para después dejarse llevar por la
desidia y los excesos, sobre todo desde que llegó a
la ciudad, pronto haría un lustro, uno más en la corte
de amigos que acompañaba a un futbolista uruguayo
que no fue capaz de fichar por ninguno de los
equipos de la ciudad. Arcadio sintió que le
temblaban las piernas e intentó que no se le notara.
Soy escritor, contestó. Y no puedo escribir sobre lo
que no conozco. Planeo una novela sobre un
asesino a sueldo y necesito una pistola para
convertirla en su pistola y describir el arma y lo que
se siente al llevarla escondida bajo la ropa, al tenerla
entre las manos, al apuntar a alguien, al disparar, de
la forma más certera posible. Lo que escribo debe
ser cierto, debe ser posible. Aunque la historia no
sea real, aunque sea una invención mía. ¿Me
78
entiende? Montero negó con la cabeza. ¿Y por qué
no te sacás la licencia y te comprás una pistola
legal? ¿Haría eso un asesino a sueldo? Montero se
quedó pensativo, desarmado por la pregunta con la
que Arcadio le había respondido, y apenas un par de
segundos después decidió que había llegado el
momento de concluir la conversación. ¿Tenés la
guita? Esta vez fue Arcadio el que miraba sin ver. El
dinero, boludo. Sí. Claro. Cuatrocientos, como me
dijo por teléfono. Entregámela. Arcadio sacó el sobre
de uno de los bolsillos interiores del abrigo y Montero
se lo arrancó de las manos. Demoró un tiempo que a
Arcadio se le hizo interminable, aunque las piernas
ya no le temblaban, en contar los billetes. Cuando
terminó, dobló el sobre por la mitad y se lo metió en
la bragueta. Arcadio le observaba incrédulo. Tomá.
Sacó una llave del bolsillo del pantalón y se la
entregó. Arcadio observaba el artilugio de metal en
la palma de su mano derecha y no entendía nada.
Uno cero tres siete. ¿Cómo? Uno cero tres siete.
Sos boludo de veras, vos, ¿eh? Es el número del
79
apartado de correos donde está la pistola. Sin
munición, obvio. Las balas corren de tu cuenta.
Nueve milímetros. Corto o parabellum. Como
prefieras. Y ésta es la llave que abre la puerta.
Arcadio nunca supo por qué pero se llenó de valor.
¿Cómo sé que no me está engañando? ¿Cómo sé
que en el apartado está la pistola o que esta llave es
la que abre la puerta? No lo sabés. Tendrás que
fiarte de mí. Uno cero tres siete, no te olvidés.
Oficina principal. Montero dio media vuelta y, antes
de que Arcadio pudiera encajar las piezas que
explicaran lo sucedido, desapareció tras la puerta,
que se cerró lentamente.
Treinta de mayo. Lunes. Soleado. Vigilancia pasiva 6.
7.39
8.08. M sale del portal. Sola. 1 fotografía. 1 puta
fotografía.
80
Escuché una canción que decía: necesito entrar en los
sueños de alguien.
Se conocieron en uno de esos bares de la zona de
Fomento en los que, a partir de ciertas horas de la
madrugada, los hombres y las mujeres buscan una
segunda oportunidad que, si no llega, el alcohol se
encargará de hacer olvidar. Andrés Rosaura,
Comisario Jefe de la Policía Nacional en Gijón desde
hacía cuatro años, evoca, a menudo y con nitidez, el
momento en el que abrió la puerta del cuarto de
baño y Amparo estaba subiéndose los pantalones.
Hola, miamor, es que el toilet de las damas estaba
ocupado y andaba urgente. No te importa, ¿verdad?
La observó de arriba a abajo, con desinhibición
alcohólica y con esa forma de mirar que tienen los
hombres cuando fingen no mirar a las mujeres que
fingen no darse cuenta. Uy, miamor, qué mirada tan
triste. Tipo duro ¿eh? Apuesto a que eres policía.
81
Rosaura todavía no había abierto la boca y ya
estaba vencido. Te invito a una copa, miamor.
Derrotado.
Tres citas después, sin saber muy bien por qué,
pero seguro de no equivocarse, le entregó las llaves
del apartamento de la calle Cienfuegos cuyo alquiler
podía pagar con el dinero que le quedaba después
de restar a su sueldo la manutención de las niñas.
Mantenían una relación basada en la camaradería y
en el sexo. Ya estamos mayores para amores,
decía Amparo que decía su abuela. Ella era lo
suficientemente libre y honesta como para reírse de
Rosaura sin miedos ni coacciones del futuro y éste lo
suficientemente astuto como para comprender que
sin preguntas, sin obligaciones, sin fechas y sin más
palabras que las necesarias, la relación que
mantenían y en la que ambos se sentían cómodos
ocupando huecos y actuando en papeles distintos a
los que habían tenido que interpretar en las
relaciones del pasado, podía perdurar en el tiempo
inalterable, incluso, y esa era la diferencia respecto a
82
otras relaciones que había intentado iniciar tras el
divorcio, cuando llegaran al lugar inhabitado donde
el peso de los días se hace insoportable.
83
Disfrutaban ambos de la conversación y de la
noche, de sus cuerpos imperfectos marcados ya por
la edad adulta, de los silencios frente a una ventana
de lluvia, de las ausencias del otro. Rosaura siempre
la avisaba cuando iba a estar fuera unos días. Ella
dejaba la habitación de la pensión que nunca quiso
mostrarle y que él siempre fingió no querer conocer,
y se mudaba al apartamento vacío para disfrutar de
la soledad de un espacio que, si bien no era suyo
porque nunca quiso que lo fuera, le proporcionaba
asideros, como los alfileres que en el corcho de la
nevera sostenían las fotografías que nunca se
hicieron juntos, en los que sentirse segura. Y sabía
que lo era más cuando Rosaura no estaba, como si
la presencia del hombre la desplazara al papel de
invitada, de intrusa consentida, de mujer y de
amante. Amparo, desprovista del disfraz de mujer
exuberante, actriz sin talento ni fortuna y modelo
pornográfica recientemente retirada, conseguía
disfrutar, como nunca lo había hecho en su vida, de
la ausencia de aquel hombre lleno de silencios y de
84
sombras en las que ella jamás buscó cobijo porque,
en lo más profundo, sabía que él jamás se lo hubiera
permitido y la habría separado de su lado para
siempre.
Después Rosaura regresaba y encontraba el
apartamento vacío, pero preñado de pequeños
rastros de mujer, retazos donde Amparo había
dejado su forma de ser o de estar y que él,
investigador avezado, apenas descubría le permitían
echarla de menos de un modo soportable y dulce y,
al igual que a Amparo antes, le ofrecían una soledad
y un espacio en el que sentirse seguro, hasta que
ella abría de nuevo la puerta y sonreía y le llamaba
miamor, y le decía volviste. Y sin preguntarle jamás
qué había hecho o dónde había estado, le hacía ver
con sus gestos, con sus caricias, con sus silencios,
que no preguntaba porque no necesitaba saber
nada. Porque ya lo sabía todo. Y juntos otra vez
durante días o, a veces, apenas unas horas,
disfrutaban el camino hacia ese lugar inhabitado en
el que nunca pensaban.
85
Reveló las fotografías en papel mate y con un
tamaño de trece centímetros de alto por dieciocho
centímetros de largo. Quería que Matilde pudiera
fijarse bien en los detalles. Una del buzón, una de la
puerta de entrada al piso, una de Matilde caminando
por la calle en dirección al banco, una del marido y
del hijo dirigiéndose al coche y una última, de los
dos, ya dentro del vehículo. Tobías decidió que esta
última debía ser la primera que viera Matilde.
Aunque de perfil, se distinguía con claridad la cara
del niño.
Frente al espejo del baño, donde tantas veces
había ensayado, se colocó la barba y el bigote
postizos. Se vistió con un pantalón beige, una
camisa blanca y una cazadora azul. Tobías creía
que una vestimenta que no llamara la atención sería
lo más indicado para no levantar sospechas y para
que las cámaras de seguridad del banco mostraran
86
la imagen de un tipo normal. Quemó en el lavabo el
cuaderno de notas y el libro Desde las ventanas
abiertas nos gritaban pusilánimes, de Arcadio
Arellano. Esperó a que el fuego convirtiera en
pavesas y ceniza cada una de las hojas, en una
especie de ofrenda a la suerte que necesitaba. Abrió
el grifo y, con el agua fría y las manos, limpió los
restos.
Aprovechó la ausencia de la dueña de la pensión,
que estaba en el baño, para salir sin ser visto. Bajó
por las escaleras.
En la calle, el ruido de la ciudad le convenció de
que era cierto. El momento de intentar el atraco a un
banco había llegado. Un gato rayado de ojos negros
y amarillos cruzó delante de él, le miró durante un
segundo y desapareció, tras trepar por el tronco, en
la copa de uno de los plátanos que daban sombra a
las aceras.
87
Amparo cerró el grifo y el ruido del transcurrir del
agua por las tuberías de la casa cesó de repente.
Gritó su nombre. Rosaura abandonó encima de la
mesa el libro, se levantó del sillón y cruzó el pasillo.
Las esquinas estaban llenas de polvo. Atravesó, sin
vacilar, un rayo de sol que desde la ventana de la
cocina se estampaba en la pared a su derecha,
atravesando el espacio del pasillo. Abrió la puerta
del cuarto de baño y observó como la diferencia de
temperatura con el exterior se hacía tangible en las
gotas de humedad que descendían por el espejo.
Amparo asomó la cabeza entre las cortinas de la
ducha. Eran unas cortinas translúcidas de plástico
gris que Rosaura había comprado en un mercado de
invierno hacía un par de años, poco después de
mudarse.
¿Me alcanzas la toalla, miamor? Olvidé acercarla
cuando me metí en la ducha y ahora no llego sin
poner el suelo del toilet perdido de lluvia. Rosaura se
la entregó y regresó al salón y al libro.
88
Amparo apareció minutos después, envuelta en la
toalla. Le besó en los labios y se sentó a su lado.
Lo encontraste. Ajá. ¿Cómo se titula? El libro de
los principios. ¿Y de qué va? De un escritor que
agota su talento en el primer párrafo de cada una de
las diez novelas que escribe y de un tipo que quiere
ser asesino a sueldo pero no tiene valor suficiente
para matar y, entonces, decide atracar un banco.
Interesante, mintió Amparo. ¿Me invitas a comer?
Las historias tristes me dan hambre. Rosaura la miró
por encima del libro y dijo tengo una lubina fresca,
aguardando su suerte en el frigorífico. Déjala
tranquila hasta la noche. Yo me encargaré de la
cena. Me visto en un ya. Antes de desaparecer tras
la puerta del dormitorio, Amparo dejó caer la toalla al
suelo; pero Rosaura había vuelto a las palabras del
libro.
89
Estaba convencido de que iba a funcionar. No
había dejado ningún cabo suelto. Era un plan
sencillo, rápido y eficaz. Además, el hecho de
hacerlo para probarse a sí mismo que podía ser un
buen ladrón de bancos más que por la cantidad de
dinero que pudiera conseguir, facilitaba muchos las
cosas. Sólo necesitaba el dinero que estuviera
guardado en una de las cajas, no pretendía llegar
hasta la cámara interior.
Mentalmente rezó la plegaría que Germán Sanchís
recitaba antes de incendiar el bosque en uno de los
libros de su escritor favorito, Arcadio Arellano, y que
Tobías había memorizado años atrás, convencido de
que en alguna ocasión le sería útil y de que, olvidarla
justo antes de apretar el gatillo, truncó, en parte, su
futuro como asesino a sueldo.
No me paro a pensar un segundo. Me dejo llevar
por el viento. Los perros ladran a mi paso. Cada hora
que transcurre me acerca al lugar y al momento
elegidos. No escucho a los profetas ni a las gitanas
que quieren leerme la palma de la mano. Llevo días
90
sin comer pero no tengo hambre. Llevo noches sin
dormir. En su lugar canto canciones que, desde que
las escuché por vez primera, ya no he podido
olvidar. Ahora que los relojes se han puesto en
marcha, el mañana no me parece tan complicado
como cuando lo imaginaba. Puede que empiece a
llover o que cojan velocidad las balas. Pero, hasta
entonces, creo, estaré a salvo. Descanse en paz,
señor Arellano.
Abrió la puerta del banco. Dejó salir a Cosme, que
le sonrió agradecido. Nervioso, Tobías no pudo
aguantar la mirada. El pegamento de la barba le
provocaba un intenso picor en las mejillas.
Rosaura preparó café y dejó que Amparo
continuara durmiendo. Después de comer había
llegado a casa un poco azumbrada y era mujer de
malas siestas y peores despertares, de esas de ceño
fruncido, voz baja, mueca de fastidio y mano
91
encogida en la boca del estómago. Retomó el libro
donde lo había dejado. Leyó un par de capítulos
mientras esperaba que se enfriara el café en la taza,
a la que el humo revuelto en lo alto otorgaba una
sensación de vida que a Rosaura le inquietó. Se
oían sirenas en la calle. Alguien gritó ¡cojo yo el
teléfono! en el patio interior. La tarde avanzaba
lentamente hasta dejar el mediodía atrás.
Cerró el libro y con sigilo abrió la puerta del
dormitorio. Amparo, en decúbito supino, roncaba con
la boca abierta. Detuvo la mirada un par de
segundos para observar el color de la laca con que
había pintado las uñas de los dedos de los pies.
Blanco. De nuevo, un grito en el patio interior, esta
vez ininteligible. Amparo cesó en sus ronquidos,
entreabrió los ojos, le miró y dio media vuelta.
Rosaura cerró la puerta del dormitorio, bebió un
sorbo del café templado, se puso la americana y
salió de casa. Le apetecía pasear.
Pasaron horas y un par de ambulancias. Rosaura
pensaba en los ojos verdes de su hija mayor que,
92
junto a la pequeña, estaría en casa de la madre. Un
dolor rabioso, como un desgarro sordo en las
entrañas, siguió el rastro de ese pensamiento. Hacía
un par de meses que no las veía. Siempre
encontraban una excusa para no quedarse con él y
la madre siempre las apoyaba. Se paró frente a un
semáforo en rojo y entonces Daniel, apuntándole
con la mano, le devolvió a la realidad.
No sabía quién era y no necesitaba saberlo.
Cuando se puso en verde, avanzó a su encuentro y,
con un puñetazo certero en el rostro, lo derribó. No
se detuvo. Siguió camino a ninguna parte.
Unos metros más allá, sintió un dolor punzante en
los nudillos inflamados. Sintió frío. Sintió duras las
ganas de regresar al apartamento y meterse en la
cama con Amparo.
Matilde Fernández, licenciada en empresariales y
cajera en la sucursal desde hacía más de diez años,
93
observó con atención las cinco fotografías y pensó
en Jose María. Tenía razón. Le seguían. Si se puso
nerviosa o sintió miedo, no dejó que se notara.
Tobías apoyó las manos en el mostrador.
Necesitaba sentirse seguro. No podía temblarle la
voz. Un sudor frío en la espalda le hizo comprender
que, si lo pensaba demasiado, estaba perdido. Miró
a los ojos inexpresivos de la cajera, azules y fríos
como un cielo de invierno y, en voz baja, lentamente,
repitió por última vez las palabras y los gestos que,
día tras día, desde hacía meses, había ensayado
frente al espejo en su habitación. Lea esto. Después
dé la vuelta a la hoja, finja escribir algo y siga las
instrucciones al pie de la letra.
Dos de junio. Jueves. Nublado. Vigilancia pasiva 10.
7.43
8.24. M sale del portal acompañada por un hombre y
un niño. Se despiden. Inicio seguimiento al hombre y al
94
niño. 2 fotografías. Coche gris (7788FKV). Modelo
Renault Laguna. Pierdo contacto visual. 8.33
NOTA: imposibilidad de seguimiento de vehículo ante
ausencia de medios de locomoción. De ahora en adelante,
seguimiento del hombre y del niño en la calle.
¡¡¡CUIDADO!!!
8.40 Consigo entrar en el portal.
2º B Matilde Fernández Álvarez.
5º C Matilde Fernández Ridruejo.
6 fotografías.
Aunque la casualidad es caprichosa, suele pecar de
pereza. No en este caso.
95
Noveno Principio: Principio de Densidad.
Era noche aún cerrada y la marea baja estrechaba
el cauce en la desembocadura del río Piles en el
pedregal de la playa de San Lorenzo. El légamo de
las riberas emergía y abandonaba a su suerte a los
moluscos que dormitaban su último sueño en la
arena húmeda. Las gaviotas aprovechaban entonces
el regalo de la gravedad que la luna ejerce sobre las
aguas para darse un festín. Algunas emprendieron el
vuelo al paso del trío. Otras miraron indiferentes a
los tres humanos y continuaron la pesca.
Roque dijo: a mí no me parece bien lo que
estamos haciendo. Claro. Ahora, contestó Maro.
Antes, bien que te divertías. No parecía que tuvieras
ganas de estar en otra parte cuando te pusiste
encima de ella y culeabas, cada vez más rápido, con
los pantalones por los tobillos y los calzoncillos en
96
las rodillas. Ya lo sé, contestó Roque al borde del
llanto. Pero a santo de qué tuviste que golpearla en
la cabeza. No me jodas, Roque. ¿No ves cómo estoy
sangrando? ¿No ves que me ha arrancado media
oreja, gilipollas? Es culpa tuya. Siempre te empeñas
en besarlas. Calla la boca y no la dejes caer, no
vaya a tener que pegarte una ostia a ti también.
¿Está muerta? Y yo qué sé, Roque. No soy médico,
joder.
Abrió la puerta y supo, de inmediato, que ella no
estaba. Había aprendido en estos meses a
reconocer su ausencia. Entró en la habitación, se
quitó la ropa y se tumbó en la cama deshecha. Al
darse la vuelta, descubrió en las sábanas el aroma
de la mujer y, mecido por el olor, como un bálsamo,
se quedó dormido.
97
Cuenta la leyenda que, durante la pelea que
mantuvo con el lobo para salvar la vida de la
muchacha de la capucha roja, el animal le arrancó la
mano derecha para después devorarla, mientras él
observaba atónito como la muchacha corría entre los
árboles y la nieve hasta desaparecer. Y cuenta la
leyenda también que, después, con la mano
izquierda partió el cuello del animal y abrió su vientre
y recuperó la diestra. Y que caminó durante días,
más débil a cada paso que daba, hasta que una
bruja negra, de las que habitan los pantanos, lo
encontró tendido en la nieve más muerto que vivo, lo
condujo a su cabaña y, ayudada de su magia, negra
y quiromántica, unió la mano de nuevo al brazo y
curó durante días la herida. Pero esa mano ya había
conocido las entrañas del lobo, la oscuridad del mal,
el aliento del diablo y, a pesar de que intentó
oponerse con todas sus fuerzas, la mano se había
convertido en instrumento del infierno y no pudo
evitar ninguno de los trece crímenes cometidos
antes de su primera detención. La cicatriz, una
98
pulsera serpenteante, cárdena y abultada,
permanecía en su muñeca como señal imperecedera
de que la segunda vida otorgada a la mano
arrancada por las fauces del lobo debía pagarse con
sangre. Rosaura escuchó en silencio la historia que
Arcadio le estaba contando y después decidió
adentrarse en el bosque. Tenía que encontrar a la
bruja negra y hablar con ella si quería tener, al
menos, una posibilidad de detener al asesino. Se
puso en camino y, pasado un tiempo que no fue
capaz de determinar, sintió frío. Comenzó a nevar.
Estaba perdido.
El ruido de la calle invadió la habitación por la
ventana abierta y le despertó. Tras el ruido entró la
noche. La manta se había caído a los pies de la
cama. El dolor de la mano permanecía intacto y las
sábanas estaban manchadas de sangre. Miró el reloj
que Amparo había olvidado en la mesilla. Marcaba
las diez y veinte, más de tres horas de siesta.
Estaría a punto de llegar. Había prometido
encargarse de la cena.
99
Decidió levantarse y pegarse una ducha. Metió la
mano en hielo durante diez minutos y después
vendó la herida con un pañuelo blanco. Regresó al
salón, retomó el libro de Arellano que permanecía
inerte, tumbado en horizontal sobre los demás en la
estantería, y comenzó a leer el quinto de los
principios. Antes de zambullirse en la historia pensó
de nuevo en que el salón se había llenado de
objetos sin personalidad o, tal vez, que los libros que
no se leen están muertos, cadáveres literarios que
aguardan las manos que los abran, los dedos que
los resuciten. Era el único cine de la ciudad que
todavía exhibía películas del oeste...
El reloj del salón marcó las dos. Cansado de
esperar cerró el libro, fregó los platos y el vaso de la
cena improvisada, una tortilla de orégano, queso
fresco con nuez y zumo de naranja y una pinta de
cerveza negra, que preparó cuando el hambre pudo
más que la esperanza de su regreso, y se metió de
nuevo en la cama. Tardó un par de horas en
dormirse, pero no le importó. Le gustaba el silencio
100
de la noche. Aguardar al acecho la presencia de
algún ruido e imaginar la historia que pudiera haber
detrás. Después lo hizo sin soñar.
A las siete y media de la mañana sonó el teléfono.
Un jubilado, en su paseo matutino, había encontrado
un cadáver en el parque de los hermanos Castro.
Se levantó, se duchó de nuevo y, mientras
aguardaba el bullir del agua en la cafetera, buscó el
lugar en un mapa de la ciudad. No estaba lejos. Iría
andando.
Seis de junio. Lunes. Noche 2.
20.15
00.00
Aprenderé a ser pausado.
101
Matilde, ahí afuera en la ciudad, un tipo con una
pistola, un mechero y un bidón de gasolina aguarda
una llamada de teléfono. Si dentro de diez minutos
no marco su número, usará el mechero y la gasolina
para prender fuego a tu casa, a estas horas vacía, y
después la pistola para matar a tu hijo y a tu marido.
Mete de nuevo en el sobre las fotografías y mil
doscientos euros en billetes usados de veinte.
Sesenta billetes. Entrégamelo, no abras la boca y
haré esa llamada.
Él no es mi marido, no quiere serlo. Y el niño no es
hijo mío.
Pasaron seis días y nadie reclamó el cuerpo. Ella
nunca le contó que tuviera familiares o amigos
cercanos. Al séptimo, una vez concluido el examen
102
pericial y fingiendo encargarse de la investigación
por violación y asesinato, Rosaura se hizo cargo del
cadáver, pagó los gastos de la incineración y, al
atardecer de un lunes lluvioso y, para él, irreal, dejó
atrás la ciudad en dirección al este, siguiendo la
línea de costa.
Detuvo el coche en el balcón del acantilado y
descendió a pie por la pista de cemento hasta
alcanzar el arenal. El olor de los eucaliptos aferrados
al farallón por sus raíces profundas, el ruido de los
dos brazos de mar que abrazaban el peñón, refugio
de cormoranes durante los meses de invierno, y el
frío claro de la luna llena que se agigantaba en un
cielo que oscurecía, le acompañaban. Depositó las
cenizas en la orilla. No se quedó a ver como las olas
arrastraban el rezago de a poco en cada batida.
Subió las escaleras de madera y después la pista
de asfalto. A su izquierda, el portón verde que daba
acceso a la parcela del restaurante estaba cerrado.
Amparo y él comieron allí en una ocasión. Arroz
negro con una botella de vino blanco y, de postre,
103
tarta de queso casera. Después se sentaron frente a
los cristales y durante horas bebieron café, pacharán
y ginebra. Vieron subir la marea y hacerse noche la
tarde. Quizás el recuerdo de ese día le empujó
inconsciente hasta el lugar donde los restos de
Amparo se perderían.
Abrió la puerta del coche, se sentó, apoyó las dos
manos en el volante, miró a un horizonte de mar que
la bruma del atardecer desdibujaba en la ardentía y
no se permitió llorar. Al unísono escuchó el ruido del
motor y Mercurial Sky, de Jacob Wellington, en el
segundo exacto donde la ausencia de corriente
eléctrica la había parado al aparcar. Cerró la puerta
e inició la maniobra de marcha atrás.
A la mañana siguiente se acercó a la pensión que
figuraba en los archivos de la comisaría como
domicilio habitual de Amparo. Pagó los dos meses
que debía y cuando la dueña le preguntó si no iba a
recoger las cosas de la habitación, Rosaura le
contestó que podía quedarse con lo que quisiera y
quemar el resto. ¿Y el gato? ¿El gato?, y sonrió por
104
vez primera desde que supo que Amparo estaba
muerta, ¿qué sé yo? Dejará de venir. Si ni tan
siquiera tiene un nombre.
Escaleras abajo, estuvo a punto de chocar con
Tobías, que subía corriendo. Reparó en su bragueta
manchada, probablemente de orín, pensó y, al pisar
la calle, olvidó lo que había visto.
Tal vez sí más rápido, pero nunca jamás tan fuerte
había sentido latir su corazón como al cerrar la
puerta de la sucursal y emprender el camino de
regreso. Cruzó la plaza y entró en el edificio del
Antiguo Instituto. Con pasos rápidos y sin levantar la
vista de las losetas de mármol, atravesó el patio
interior acristalado y en el baño de señoras se quitó
la barba y el bigote postizos y también la cazadora.
Introdujo todo en una bolsa de basura que tiró a la
papelera y, de nuevo el Tobías de siempre, salió del
edificio y se dispuso a regresar a la pensión por el
105
itinerario marcado previamente en el mapa, escrito
en el cuaderno y memorizado.
La mano derecha metida en el bolsillo del pantalón
acariciaba el sobre y palpaba los contornos de
sesenta billetes y cinco fotografías. Sonrió levemente
al saber que, de nuevo, formaba parte del vibrar
cotidiano de una ciudad que aún desconocía lo
sucedido en aquel banco.
Aceleró el paso y dejó que la euforia invadiera,
como una riada, el interior de su cuerpo hasta los
pulpejos de los dedos. Supo entonces que había
nacido para ser ladrón de bancos. Nada le importó
mojarse bajo la lluvia ni escuchar como, a su paso,
Roque, que estaba apoyado en una esquina, le dijo
a Maro, entre risas, ¿viste ese tipo? Va meao en los
pantalones.
En el paso de cebra de Domínguez Gil con San
Bernardo, a pocos pasos del portal de la pensión,
Daniel, que aguardaba en la acera de enfrente a que
el semáforo se iluminase en verde, con la nariz aún
entablillada y el recuerdo de Teresa indeleble en la
106
memoria, decidió que había llegado el momento de
reanudar su misión. Levantó la mano izquierda y,
mirando fijamente a Tobías, simuló que le disparaba.
107
Décimo Principio: Principio de Fuerzas.
A Martín Menéndez, bronce en florete en el último
campeonato mundial de esgrima, le sentaron en una
silla de ruedas tres días después de cumplir los
dieciocho años. Una maleta mal colocada en el
asiento trasero del coche le partió el espinazo, tras el
frenazo previo a la colisión contra el árbol que Lucía,
su novia desde hacía dos meses, no pudo esquivar.
Ella murió en el acto. Atravesó el cristal del
parabrisas y el asfalto detuvo su vuelo.
En el lavabo de discapacitados de la terminal uno
del aeropuerto de Ranón, Cosme, que entraba a
orinar, encontró el cadáver de Martín, sentado en la
silla de ruedas donde lo posaron hace cinco años.
Rosaura condujo hasta el aeropuerto, sin poder
olvidar, un instante siquiera, los senos de Amparo,
exangües, pálidos, manchados de tierra y de sangre.
108
A la espera del informe definitivo del forense, había
aceptado encargarse del asesinato de un parapléjico
en los lavabos del aeropuerto, con la frágil
esperanza de encontrar alguna relación entre ambos
crímenes. Pensar que lo hacía para intentar borrar
de su mente el cuerpo semidesnudo, asolado y sucio
de Amparo era absurdo. No podía.
109
Una herida lineal que recorre todo el contorno
anterior y lateral de su cuello revela que, con toda
probabilidad, ha sido estrangulado, bien por un
cordel, bien por un cable que no hemos encontrado
en el escenario del crimen, relató Rosaura sin
atreverse a mirar a los ojos negros y duros de la
madre de Martín, que le miraba fijamente. Iba a
coger un avión a Casablanca, con escala en Madrid,
respondió ella. Y, antes de que me lo pregunte, no,
no tenía enemigos. Un hombre que vive sentado en
una silla de ruedas tiene que procurar no tener
enemigos, sobre todo si éstos pueden caminar.
Casablanca, remarcó Rosaura, como si pensara. En
Casablanca se celebran los campeonatos mundiales
de esgrima. Él quería viajar unos días antes para
entrenar. Se sentía bajo de forma y aspiraba a
conseguir la medalla de bronce, como ya hiciera en
los campeonatos anteriores, o la de plata con un
poco de suerte. Decía que ganar el oro, en su
estado, era absurdo. Un tipo en silla de ruedas con
110
una medalla de oro colgada al cuello. Absurdo.
Menudo triunfo.
Nueve de junio. Jueves. Noche 5.
19:57
01.02
Las luces de la ciudad se encienden a las 20.17.
Mauricio Sandoval Quijano, alias “Maro”, nacido el
23 de marzo de 1989 en Salamanca, 177
centímetros de estatura, pelo rubio, ojos grises,
complexión atlética. Primera condena a los quince
años: tres años de internamiento en reformatorio por
atraco con resultado de lesiones. Dos intentos de
fuga. Condenado por robo con violencia, intento de
violación, desorden público y tráfico de
estupefacientes. En libertad condicional.
111
Pedro Roquetas Martín, alias “Roque”, nacido el 12
de noviembre de 1987 en Gijón, 183 centímetros de
estatura, pelo moreno, ojos marrones, complexión
pícnica. Huérfano de padre y de madre. La tutela
recayó en la abuela materna hasta alcanzar la
mayoría de edad. Primera condena a los dieciséis
años: un año de internamiento en reformatorio por
tráfico de estupefacientes. Buen comportamiento.
Condenado por robo con violencia en dos ocasiones,
tráfico de estupefacientes, asalto a mano armada en
tres ocasiones y homicidio imprudente con resultado
de muerte. Tercer grado en Villabona.
Cuando el perro del jubilado, un setter inglés de
once años con capas blanca y negra, descubrió
semienterrado entre los arriates el cuerpo sin vida de
112
Amparo, había en la boca y en los dientes, dentro de
la vagina y del ano y bajo las uñas de las manos
trazos de ADN suficientes como para asegurar, sin
temor a equivocarse, que los dos tipos, cuya ficha
policial estaba leyendo Rosaura, debían tener las
respuestas de lo sucedido. Causa de la muerte:
fractura con hundimiento de hueso parietal izquierdo
y hemorragia cerebral masiva subyacente.
Traumatismo provocado por objeto pesado de
bordes romos.
Rosaura cerró la carpeta, la tiró encima de la
mesa, se arrellanó en la silla y dejó que la tristeza y
la rabia se lo llevaran por delante.
Tobías sintió de pronto un miedo insoportable que
le atenazó los músculos y le impidió moverse. Le
habían descubierto. Estaban a punto de detenerle.
¿Cómo era posible? ¿Qué había fallado?
113
El semáforo tornó en verde y Daniel pasó a su
lado, sonriente. Siguió su camino sin tan siquiera
mirarle. Tobías, extrañado, acertó a girar la cabeza y
observó como se alejaba hasta perderse entre la
gente que transitaba por la acera, a salvo bajo los
paraguas. Escrutó nervioso su alrededor con
movimientos rápidos de cabeza. Nadie parecía
percatarse de su presencia o acecharle.
Espoleado por el instinto, recuperó las fuerzas,
sometió el miedo apenas un segundo y, cruzando en
rojo, corrió hasta alcanzar la oscuridad del portal de
la pensión. Subió las escaleras de dos en dos y se
encerró en su habitación durante cuarenta y ocho
horas, lentas como el fluir de la miel, en las que no
pegó ojo.
Por primera vez en muchos años, Tobías se sintió
solo, además de estarlo, olvidado por el mundo en
una ciudad ciega que le lanzaba zarpazos, golpeado
hasta dejar de sentir dolor por un miedo cerval a ser
detenido, juzgado y condenado por robo. La idea de
tener que pasar unos años en la cárcel le provocó un
114
terrible dolor de cabeza y un temblor constante en el
cuerpo que las mantas y la ventana cerrada no
pudieron mitigar. Con el transcurrir de las horas, la
conclusión que se fraguaba en su mente, terminó por
decantar: no había nacido para ser ladrón de
bancos.
Aguardó tumbado en la cama el momento en que
la policía llamara a la puerta para detenerle.
Pero nada sucedió. Y se quedó dormido.
Al amanecer del tercer día de encierro, muerto ya
más de hambre que de miedo, recogió las pocas
pertenencias que tenía y quemó las cinco fotografías
y el pliego de papel en el lavabo. Esta vez no invocó
una suerte que no esperaba. Cogió tres billetes de
los robados y metió el resto en un sobre donde
escribió para César. Lo posó, junto a la cámara de
fotografías digitales, encima de la cama desecha.
Salió corriendo. No pagó lo que debía. Sin mirar
atrás, Tobías se dirigió a la estación para coger un
tren que le llevaría a una ciudad levantada a
ochocientos kilómetros de la que le había visto
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diseñar y llevar a cabo el plan de atraco a un banco,
mearse encima y, casi, morir de miedo ante la
posibilidad de ir a la cárcel.
Sentado en el asiento diecinueve de, mientras,
seiscientos kilómetros al norte, César descubría que
un huésped generoso y agradecido le había dejado
mil ciento cuarenta euros en billetes de veinte y una
cámara de fotografías digitales, Tobías pensó que,
tal vez, había llegado el momento de ser lo que
siempre quiso en la vida: escritor.
Las pupilas de Maro se dilataron, hasta casi
desaparecer el color gris de sus ojos, cuando
Rosaura le apuntó con la pistola. Joder, ¿qué pasa?,
¿quién eres? ¿Qué quieres? ¿Eres tú Mauricio
Sandoval? Maro no sabía que contestar. Yo soy el
comisario Andrés Rosaura.
Una flor de sangre nació entonces en la garganta
del muchacho y durante un segundo, el que tardó la
116
bala en recorrer el cuello, dejó de sentir, sin más,
como si fuera posible estar vivo y no sentir nada. El
proyectil partió en dos el hioides y, sin apenas
resistencia, perforó primero la tráquea y después el
esófago. Antes de que Maro pudiera ahogarse con la
sangre que brotaba de los tejidos, la bala hizo añicos
el cuerpo de la quinta vértebra cervical, seccionó por
completo la médula espinal y, abriéndose paso a
través de todas las capas de la piel, abandonó el
cuerpo ya sin vida del muchacho para estamparse
contra la pared del dormitorio.
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Rosaura pasó por encima del cadáver, procurando
no mancharse de sangre la suela de los zapatos y,
con ayuda de la punta de una navaja, extrajo la bala
de la pared. Regresó al lugar exacto desde el que
había disparado y encontró, a un par de metros a la
derecha, la camisa de acero de la nueve milímetros
corta que había alojado en la recámara. Apostaría la
mitad del sueldo a que es un nueve corto, recordó y,
como aquella vez, guardó el casquillo en el bolsillo
izquierdo de la americana. Después la pistola en la
cartuchera que ocultaba en su espalda.
Salió de la casa, comprobó que no había nadie en
la calle y abandonó el barrio de pescadores por el
camino del Tate.
Cruzó la ciudad a pie, sin prisa.
Dos horas después, encontró a quien buscaba.
Trece de junio. Lunes. Noche 8.
20.30.
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22.05 Ventana izquierda (desde mi posición de
vigilancia) del 2º B se apaga.
22.08 M y su marido salen del portal.
00.54 M y acompañante entran en el portal.
00.57 Ventana izquierda (desde mi posición de
vigilancia) del 2º B se enciende.
Matilde Fernández Álvarez, cajera de la sucursal, vive
en el 2º B, junto a su marido y su hijo.
Imagino que estuvieron en el cine. ¿Para qué, si yo les
he visto besarse como lo hacen en las películas?
Estoy cerca, estoy cerca, estoy cerca.
Buenas tardes, Pedro. Rosaura posó una mano
firme en el hombro derecho del muchacho que,
asustado, dio media vuelta. Iba a decir algo, pero el
comisario no le dejó hablar. Puso frente a su cara la
placa de identificación al tiempo que le decía ayer
detuvimos a tu amigo Maro y dice que fuiste tú el
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que violó y mató a la mujer que encontramos en el
parque, al lado del Piles, y que, después, le llamaste
asustado para que te ayudara a esconder el
cadáver. Miente, ese hijo de la gran puta, miente. La
violó y, después de que ella le mordiera la oreja
porque quiso besarla, le pegó una ostia en la cabeza
con una piedra enorme que había en el suelo.
Queríamos llevarla a Cabueñes porque no sabíamos
si estaba muerta, pero pesaba tanto que tuvimos que
dejarla allí.
En todos los años de profesión, Rosaura no
recordaba haber obtenido una confesión con tan
poco esfuerzo.
Está bien. Te vas a venir conmigo al parque y así
me cuentas con detalle cómo ocurrió todo. Yo quiero
un abogado, contestó Roque. Claro, hombre, claro.
Muy bien. Primero vamos al parque y después, en la
comisaría, llamamos a un abogado. Tú sigue
colaborando así y verás como todo va a ir bien. Y
Rosaura le palmeó la espalda un par de veces.
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Dieciséis de junio. Jueves. Nublado. Abordaje del
domicilio.
7.50.
8.19 M sale del portal acompañada por el hombre y el
niño.
8.21 accedo al portal y subo por las escaleras hasta el
segundo piso.
NOTA: puerta blindada. Carezco de recursos para
intentar allanamiento. Modifico plan.
2 fotografías de la puerta.
Leí en el periódico “en mi situación, lo más inteligente
es conocer tus límites. Y son muchos”. Igual que yo.
Nervioso. Agitado. Agigantado.
Doce días después y en el mismo lugar donde el
setter encontró el cadáver de Amparo, una pareja de
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adolescentes bajo los influjos del alcohol y de junio,
descubrió el cuerpo sin vida de Roque, tendido boca
abajo y con dos orificios de bala en el cuello, uno de
entrada en la nuca y otro de salida en la región
lateral derecha. El informe policial concluía que no
se había hallado en la escena del crimen ni el arma,
ni el proyectil, ni el casquillo. La línea de
investigación relacionaba la violación y posterior
asesinato de la mujer del parque de los hermanos
Castro con la muerte de los dos chavales. En ese
punto, la línea se quebraba.
Rosaura guardó los papeles en la carpeta y se
levantó de la silla para dirigirse a la ventana.
El perfil de las grúas de los astilleros, sometidas y
oxidadas, recortaba un cielo naranja marcado con
brochazos grises de nubes gruesas. Los coches
cruzaban veloces el puente de Carlos Marx en
dirección a Poniente. En los cristales del edificio de
enfrente se reflejaba el cementerio de las vías
muertas. Hacía meses que los trenes no llegaban a
la ciudad.
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Metió la mano en el bolsillo de la americana donde
permanecían los tres casquillos, un suicida y dos
asesinos. Pensó en el color de los ojos de sus hijas,
pensó en Amparo, pensó, sin saber muy bien por
qué, en el escritor suicida, en la madre de Martín, en
el tipo al que partió la nariz en el paso de cebra y, de
nuevo, pensó en Amparo. La tristeza y la rabia que
lo habían arrasado, más afiladas y precisas ahora,
como instrumentos quirúrgicos donde antes eran
mazos, permanecían en su interior. Pensó que,
después de todo lo sucedido, no se sentía mejor. Y
que, aunque lo sabía, había albergado la esperanza
de equivocarse.
Afuera, la lluvia no cesaba.
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Decimoprimer Principio. Principio Final:
Principio de Maleabilidad.
El viento mece la ropa tendida en el patio. Traerá
lluvia.
Teresa se levanta de la siesta y siente hambre.
Zoé está en el colegio y Eva juega en su habitación.
Se viste con una camiseta, un pantalón vaquero que
le queda grande y unas zapatillas de deporte que
compró hace años en Londres. Mientras se anuda
los cordones evoca el olor de las flores en los
puestos de un mercado del que olvidó el nombre.
¿Es que alguna vez lo supe?, piensa y sonríe.
Las primeras gotas estallan en los cristales. Teresa
cierra la ventana abatida y la canción Creature Fear,
de Bon Iver, que ocupaba el silencio del patio
interior, se detiene.
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Ya en la cocina abre la puerta del frigorífico y elige
una manzana. Lava la pieza de fruta bajo el agua del
grifo y no puede reprimir las ganas de mojarse la
nuca. Siempre necesitó sentir frío para despertarse,
uno de esos placeres que residen en las entrañas
del dolor. Pasado casi un minuto se yergue y deja
que el agua arroye libremente por el cuello y por la
espalda. Hace calor, a pesar del viento y de la lluvia,
y se siente mejor. El verano no tardará en alcanzar
la ciudad.
De repente, escucha su nombre y da media vuelta,
sorprendida de que el dueño de la voz esté en la
cocina. Rosaura la observa y sonríe sin malicia.
Teresa, repuesta del susto, con el pelo y la camiseta
mojados y la manzana en su mano derecha le dice:
pero, ¿qué coño estás haciendo aquí? ¿Cómo has
entrado?
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Plan:
Martes. 21 de junio. A partir de las 13.00
Pantalón, camisa, cazadora, barba y bigote postizos
(comprados).
Elección de fotografías. 5. Sobre. Folio escrito (letras
mayúsculas grandes). Tinta negra.
Ida: San Bernardo (paso de cebra acera izquierda) –
Plaza del Instituto
Vuelta: Cruzar plaza - Antiguo Instituto (lavabos /
enfrente fondo / puerta izquierda) – Jovellanos (derecha)
– Calle de la Merced – Domínguez Gil (izquierda) – San
Bernardo.
Billete de tren (sábado 25 de junio) (comprar).
No me paro a pensar un segundo. No me paro a pensar
un segundo. No me paro a pensar un segundo. No me
paro a pensar un segundo.
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ÍNDICE
Primer Principio: Principio de Cinemática
13
Segundo Principio: Principio de Dinámica Clásica
17
Tercer Principio: Principio de Inercia
21
Cuarto Principio: Principio de Gravitación
27
Quinto Principio: Principio de Dureza
33
Sexto Principio: Principio de Masa y de Peso
45
Séptimo Principio: Principio de Ductilidad
53
Octavo Principio: Principio de Energía y Trabajo
67
Noveno Principio: Principio de Densidad
95
Décimo Principio: Principio de Fuerzas
107
Decimoprimer Principio. Principio Final:
Principio de Maleabilidad
123
129