el maestro ignorante como ejercicio de emancipaciÓn

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9 JUAN PABLO SÁNCHEZ ROJAS EL MAESTRO IGNORANTE COMO EJERCICIO DE EMANCIPACIÓN INTELECTUAL UN ESTUDIO SOBRE LAS LECCIONES DE JACQUES RANCIÈRE PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA Facultad de Filosofía Bogotá, 04 de mayo de 2011

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9

JUAN PABLO SÁNCHEZ ROJAS

EL MAESTRO IGNORANTE COMO EJERCICIO DE

EMANCIPACIÓN INTELECTUAL UN ESTUDIO SOBRE LAS LECCIONES DE JACQUES RANCIÈRE

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA

Facultad de Filosofía

Bogotá, 04 de mayo de 2011

10

EL MAESTRO IGNORANTE COMO EJERCICIO DE

EMANCIPACIÓN INTELECTUAL UN ESTUDIO SOBRE LAS LECCIONES DE JACQUES RANCIÈRE

Trabajo de grado presentado por Juan Pablo Sánchez Rojas, bajo la dirección de la

Profesora María Cristina Conforti Rojas,

como requisito parcial para optar al título de Licenciado en Filosofía

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA

Facultad de Filosofía

Bogotá, 04 de mayo de 2011

11

A mi hija Victoria Elena

12

No se trata de crear sabios. Se trata de levantar el ánimo de aquellos

que se creen inferiores en inteligencia, de sacarlos del pantano

donde se estacan: no el de la ignorancia, sino el del menosprecio en

sí de la criatura razonable. Se trata de hacer hombres emancipados y

emancipadores.

Jacques Rancière, El maestro ignorante

Es necesario anunciarlo a todos. En primer lugar a los pobres, sin

duda: no tienen otro medio de instruirse si no pueden pagar a los

explicadores asalariados o pasar largos años en los bancos de la

escuela. Y sobre todo, es sobre ellos sobre los que pesa masivamente

el prejuicio de la desigualdad de las inteligencias. Es a ellos a

quienes hay que liberar de su posición humillada. La enseñanza

universal es el método de los pobres. Pero no es un método de

pobres. Es un método de hombres, es decir, de inventores. Quien lo

emplee, cualquiera que sea su ciencia y su rango, multiplicará sus

poderes intelectuales.

Jacques Rancière, El maestro ignorante

13

ÍNDICE

Carta del director 16

Agradecimientos 17

INTRODUCCIÓN 18

1. LA LECCIÓN COMO EJERCICIO DE ESCRITURA 28

1.1. ¿Cómo leer El maestro ignorante? 28

1.2. La situación de los textos 34

1.3. La lectio en la universidad del siglo XIII 37

1.4. Mayo del 68: el problema de la transmisión de la experiencia 43

1.5. Las lecciones de Jacques Rancière 52

2. LECCIÓN DE PEDAGOGÍA: LA LECCIÓN DEL IGNORANTE 59

2.1. El encuentro polémico entre la filosofía y la pedagogía: cuestión de sentido 59

2.2. ¿En qué sentido El maestro ignorante puede ser formativo? 62

2.2.1. La lógica explicadora y la emancipación intelectual 64

2.2.2. ¿Qué tipo de subjetivación se opera en la lectura? 69

2.2.3. “Maestro” y “lecciones” 72

2.3. Conclusiones de la lección 77

3. LECCIÓN DE FILOSOFÍA: LA LECCIÓN DE LOS POETAS 80

3.1. La experiencia de Jacotot: poética y filosofía panecástica 82

14

3.1.1. La potencia de la traducción 82

3.1.2. Emancipación: atención y veracidad 85

3.1.3. La virtud poética 88

3.1.4. La lección del poeta 90

3.2. La filosofía en desplazamiento: una política de la escritura 92

3.2.1. Una redistribución de lo sensible 94

3.2.2. Política de la escritura 100

3.3.3. La filosofía en desplazamiento 104

3.3. Conclusiones de la lección 112

4. LECCIÓN POLÍTICA: LA LECCIÓN PESIMISTA 115

4.1. La sociedad pedagogizada 115

4.2. El nudo conflictivo de la igualdad y la desigualdad 122

4.3. Política, policía, democracia 129

4.4. La lección del razonable desrazonante 135

4.5. Conclusiones de la lección 140

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 143

ANEXOS 146

Traducciones al español de algunas entrevistas y un texto de Jacques Rancière

« La Philosophie en déplacement » 148

« Et tant pis pour les gens fatigués ! », entrevista con Edmond El Maleh 167

« Politique de l‟écriture », entrevista con Monica Costa Netto 174

15

« Le Maître ignorant », entrevista con Mathieu Potte-Bonneville e Isabelle Saint-Saëns 188

17

AGRADECIMIENTOS

Agradezco a la profesora Cristina Conforti por creer en este ejercicio emancipador de

lectura, retirar su inteligencia del juego y, no obstante, presionar constantemente mi

voluntad para lograr las metas propuestas. Asimismo, agradezco al profesor Diego Pineda

por permitirme experimentar la filosofía en desplazamiento, en diversas escenas de

encuentro entre la vida y el pensamiento. Finalmente, a mis amigos y familiares, pues con

ellos pude poner a prueba, corregir y afinar mis lecturas, mis ideas y mis compromisos en

escenarios específicos de discusión.

18

INTRODUCCIÓN

Cambiar la vida. Cambiar, por lo menos, una vida. Pocos libros

tienen ese efecto. Eso es, sin embargo, lo que escribió a Pierre

Hadot un joven americano, historiador y de ningún modo filósofo,

después de haber leído la traducción inglesa de ¿Qué es la filosofía

antigua?: «You changed my life».

[Hadot, 2009, p. 11]

Este trabajo surgió a partir de una vivencia de ruptura y recomposición de la propia

experiencia, producida por la lectura de un libro: El maestro ignorante de Jacques

Rancière. En este sentido, el presente estudio es una problematización de mi experiencia de

lectura, desde los conceptos mismos de la obra en cuestión. Para emplear las palabras de

Rancière, se trata del relato de mi aventura intelectual como lector de esta obra

desconcertante y subversiva.

De igual modo que el libro de Hadot, al que nos referimos en el epígrafe, El maestro

ignorante puede entenderse como una obra que transforma la vida del lector. En este

trabajo sostendremos que el libro de Rancière puede generar un efecto de perturbación con

respecto al orden establecido que configura la propia experiencia y, a la vez, un efecto de

vitalización, de despliegue de la propia capacidad intelectual. Algunos lectores de esta obra

han constatado tal experiencia subversiva; por ejemplo, Kristin Ross, que, en un texto sobre

el tiempo en Rancière1, describe su lectura como una encantadora sacudida (delighted

shock); o como lo propone Carlos Skliar en su homenaje al libro que nos compete2: una

lectura diferente que nos invita a ser otros en la lectura y en la escritura. Siguiendo la

sugerencia de este autor, nuestra apuesta es que ese otro que se ha devenido en, y por, la

1 “It is in this context that Rancière‟s preoccupation with, or recurrent staging of, equality and its verification

could be called untimely, or that my own experience reading a book like The Ignorant Schoolmaster could be

one of delighted shock –only initially really graspable for me, teaching in central California, as a kind of echo

of certain Latin American utopian pedagogical experiments of the 1960‟s”. (Ross, 2009, p. 16). 2 “Y aunque resuene como una contradicción en relación al texto con el cual pretendo conversar ‒pues nada o

muy poco de la diferencia parece respirar en sus páginas‒ tenemos aquí la oportunidad de leer un texto

diferente y de ser diferentes al leer el texto. Ser otros en la lectura y otros en la escritura. Y, sólo si fuera el

caso, sólo si hubiese extrema necesidad, sólo si existe alguna urgencia desmedida, ser inclusive otros en la

pedagogía” (Skliar, 2003, p. 72).

19

lectura es un sujeto más animado y dinámico, al mismo tiempo invadido por una

incertidumbre y un desconcierto irresolubles. El propósito de animar al lector, que aquí

sugerimos, es advertido también por los traductores de Lengua materna al español en sus

Componendas para la presente edición: “a pesar de la dificultosa traducción de una lengua

distante –aunque igual–, hemos disfrutado como nunca la composición de este libro. Es un

libro que seguramente va a dar ánimo a muchos, ya que es una invitación a animarse”

(Jacotot, 2008, p. 9).

La decisión de problematizar una experiencia de lectura justifica, en buena medida, el

hecho de concentrarme en un texto de un autor, en vez de empezar por plantear un

problema filosófico y tratarlo de resolver apoyándome en un conjunto de textos. En todo

caso, ¿cómo la experiencia de lectura señalada justifica y determina el presente estudio

académico?

En un principio, la lectura de El maestro ignorante resulta desconcertante, difícil de situar

en cualquier esquema previo de interpretación. Lo que precisamente genera este libro es un

resquebrajamiento de los esquemas preestablecidos y un desplazamiento de las fronteras

disciplinares. ¿Se trata de una reflexión filosófica sobre la pedagogía o, más precisamente,

sobre los métodos de enseñanza? ¿Se trata de una filosofía de la educación? ¿Es acaso la

simple historia de un extravagante maestro del siglo XIX que trae al presente una discusión

pedagógica con dos siglos de caducidad? ¿Cuál es la relación del texto con los autores y las

tendencias filosóficas más conocidas dentro de la tradición de nuestra disciplina? O, como

pregunta Walter Kohan, si se trata de una fábula, un cuento o una experiencia particular,

“¿qué lugar podrá tener esta historia en el marco de tradiciones rigurosas de enseñanza, con

métodos más o menos consolidados de transmisión del saber?” (2003, p. 56).

En un segundo momento, cuando nos adentramos en el relato de la aventura intelectual de

Joseph Jacotot, nos encontramos con afirmaciones polémicas, de difícil aceptación: “todas

las inteligencias son iguales”, “todo está en todo”, “las explicaciones atontan”, “los

lenguajes son arbitrarios”, “la verdad se siente pero no se dice”, etc., que se entremezclan

en argumentaciones filosóficas, políticas, pedagógicas y la narración misma de una

aventura singular. Por un lado, aserciones filosóficas altamente problemáticas, atadas unas

20

a otras en un continuo de afirmaciones chocantes. Por el otro lado, una historia, un caso, la

descripción de una experiencia. ¿Qué sentido tiene este modo de escribir, de desarrollar

cuestiones filosóficas? ¿Es sólo un bonito relato adornado con proposiciones metafísicas o

buenas intenciones políticas?

En un tercer momento, aparece la sensación de que Rancière, en un tono provocador, está

promoviendo novedosas prácticas pedagógicas o movimientos políticos de reforma o

revolución educativa. ¿Cuál es entonces la propuesta, el programa? ¿Cuál es el

procedimiento por seguir? Finalmente, un pesimismo explícito del autor termina por

hacernos desistir de consolidar o institucionalizar cualquier intento por aplicar la

emancipación intelectual al conjunto social, como programa o proyecto político (sea éste

oficial o alternativo).

¿Qué queda entonces? Una historia extravagante que es preciso olvidar para seguir

edificando escuelas, programas y pedagogías. Pero también algo más: una aventura de

emancipación intelectual para los individuos, que se realiza en un ejercicio de lectura y que

deja a su paso una reconfiguración de la propia experiencia sensible y de las relaciones con

los otros. En este estudio buscaremos comprender y problematizar esta experiencia como

un recorrido incierto por un libro que no pretende otra cosa que generar un efecto de

choque al pensamiento, sacudir la concepción desigualitaria sobre la cual sentimos y

actuamos a diario, polemizar con las evidencias ciegas sobre las que descansa nuestra

sociedad pedagogizada.

Lo que en un principio parece desconcierto, después incertidumbre y más adelante

pesimismo, poco a poco se torna en ánimo y revitalización. El choque, la ruptura, la

renuncia a lo establecido no se queda como una postura utópica ni como una destrucción

mordaz, sino como una alternativa individual que abre el campo de percepción y

experimentación, que invita a vivir todo tipo de aventuras en el país del conocimiento.

Comprendemos, finalmente, que las lecciones de Rancière tienden hacia un solo fin, “hacia

una insurrección inédita destinada a derrocar la más radical de las tiranías que se ejercen

sobre los humanos: la que los declara incapaces de servirse de su propia capacidad de

pensar y de conocer” (Rancière, 2008, p. 12). Participar en esta insurrección no tiene

21

ningún requisito burocrático o institucional; basta con leer atentamente y tomar una

decisión radical: escuchar el llamado de Joseph Jacotot a reconocer la propia capacidad

intelectual como una capacidad igual a la de los demás seres humanos, reconocer en cada

manifestación humana la misma potencia intelectual. “Pues, antes de la tiranía declarada,

evidente, que prohíbe a los individuos la libre expresión de los pensamientos, existe la

tiranía mucho más radical que les impide concebirse enteramente como seres pensantes.

Esta tiranía no necesita de ningún aparato represivo ya que se identifica con un orden de

cosas que ella hace reconocer como evidente por aquellos mismos a los que oprime”

(Rancière, 2008, p. 12). Basta, pues, con hacer un reconocimiento: el que subvierte este

orden sensible de cosas que constituye la dominación más difícil de derrocar.

He allí el sentido de apropiarme de las palabras de Pierre Hadot para hablar de El maestro

ignorante como un ejercicio espiritual, con unos efectos sobre el lector y la primacía de la

decisión por un modo de vivir sobre los sistemas o análisis académicos. No se trata de

buscar demostraciones a una teoría política o pedagógica. Es cuestión de decidirse por la

opinión de la igualdad de las inteligencias y de olvidar las razones de la desigualdad, de

disponer la inteligencia para ver la igualdad en diversas escenas de encuentro entre la vida

y el pensamiento. Sin duda, esto significa una ruptura con “la normalidad” y la instauración

de un panorama más amplio de acción, esto es, la activación de una actitud experimental,

más atenta y exigente. De esta manera se propicia la resonancia de una potencia de acción y

pensamiento mayor que la establecida, una misma potencia intelectual para cualquier ser

humano en cualquier lugar y en cualquier momento de su vida, independientemente de su

lugar o función en el orden social.

Desde nuestra perspectiva, El maestro ignorante es, pues, una invitación a todos a

experimentar la aventura del pensamiento, sin importar el lugar o la posición social que

ocupemos. A los estudiosos de la filosofía nos dice que esta aventura no nos corresponde

con exclusividad y que las jerarquías, divisiones y posiciones académicas no nos limitan a

expandir las posibilidades para experimentar múltiples encuentros con lo considerado como

no-filosófico.

22

El esfuerzo dedicado al estudio de una sola obra de un solo autor se explica, entonces, por

el interés en sustraer del texto la mayor cantidad de información que verifique que

realmente es viable considerar a El maestro ignorante como un ejercicio de emancipación

intelectual que se efectúa en la relación entre dos voluntades: la del escritor y la del lector.

Esto determina que la sospecha fundamental del estudio sea la posible relación entre el

trabajo de escritura-lectura y el de emancipación intelectual. Por esta razón, he decido

plantear el problema del trabajo de grado en los siguientes términos: ¿desde los

planteamientos de Rancière, qué está en juego en la lectura, y en su contracara la escritura?

¿Qué relación existe entre la lectura (y la escritura) y la emancipación intelectual?

Otra de las razones que justifican el presente trabajo es la aún incipiente literatura

secundaria sobre el libro en cuestión. Especialmente en español, todavía no existen textos

que busquen dar cuenta, de una forma completa, de los planteamientos de El maestro

ignorante. Siendo Rancière un autor vivo, que continúa publicando en la actualidad, este

trabajo de grado constituye un aporte a las lecturas posteriores que, de seguro, este autor va

a suscitar en el mundo académico. En este sentido, el presente estudio puede ser un punto

de referencia útil para posteriores lecturas tanto de El maestro ignorante como de otros

textos del autor; pero, sobre todo, para confrontar las formas de leerlo y para generar

discusión sobre la importancia y la actualidad de aquel libro de 1987. Por esta vía, cada

relato de cada aventura intelectual suscitada por la experiencia de Jacotot es una forma de

volver a actualizar sus planteamientos y sus vivencias, de hacerlas vida en el presente. Que

sea ésta una ocasión para aquello.

Dada la mencionada situación bibliográfica, lo mejor ha sido decidirse por buscar en los

textos del mismo autor algunas pistas de interpretación. Por eso me vi en la necesidad de

traducir algunos escritos del francés, una lengua completamente desconocida para mí. Vi en

esta circunstancia, además, la perfecta oportunidad para poner a prueba la enseñanza

universal de Jacotot y lanzarme a traducir sin más recursos que la voluntad de comprender

lo que un igual me quería decir. Tras aquel ejercicio lleno de tropiezos, autocorrecciones,

miedos e incertidumbres, con ayuda de un diccionario, de mi propia intuición y de la

confianza para vencer la pasión del menosprecio, logré sustraer de los textos traducidos

23

algunos conceptos con los que logré formular una argumentación que, según creo, sustenta

la hipótesis: en El maestro ignorante está en juego más que una teoría; una lectura atenta de

la obra pone en escena (en acción) los planteamientos mismos del autor sobre la

emancipación y la igualdad.

La hipótesis aludida nos sitúa en un cierto tipo de lectura. Ya hemos dicho que buscaremos

dar sentido a la experiencia de lectura del libro a través de los conceptos y las palabras

mismas de su autor. En esa medida, nos situaremos desde la decisión por una lectura atenta.

Hacer una lectura atenta de la obra tiene un significado distinto al que puede tener otro tipo

de lectura. Esto, por una razón primordial: porque la atención prestada por el lector en el

ejercicio de lectura introduce una perspectiva diferente en el abordaje de la obra,

precisamente la perspectiva de hacer el ejercicio para verificar el poder que contiene. El

lector atento puede definirse, en términos del mismo Rancière, como un hombre de

progreso:

Oímos a hombres de progreso en sentido literal del término: hombres que avanzan, que no

se ocupan del rango social de quien afirmó tal o cual cosa sino que van a ver por ellos

mismos si la cosa es verdadera; viajeros que recorren Europa en busca de todos los

procedimientos, métodos o instituciones dignos de ser imitados; quienes cuando han oído

hablar de alguna experiencia nueva, aquí o allí, se desplazan, van a ver los hechos, intentan

reproducir las experiencias; quienes no ven porqué habría que tardar seis años en aprender

una cosa, si han comprobado que se la puede aprender en dos; quienes piensan, sobre todo,

que saber no es nada en sí mismo y que hacer es todo, que las ciencias no están hechas para

ser explicadas sino para producir nuevos descubrimientos e invenciones útiles; quienes,

cuando oyen hablar de invenciones ventajosas, no se contentan con alabarlas o comentarlas,

sino que ofrecen, si puede ser, su fábrica o su tierra, sus capitales o su dedicación, para

hacer el ensayo (Rancière, 2003, p. 141).

El lector atento es, entonces, quien decide no sólo explicar lo leído, comentarlo o alabarlo;

es quien decide desplazarse, es decir, ver por sí mismo y hacer el ensayo. En este caso,

hacer el ensayo implica asumir la opinión de la igualdad de las inteligencias, comprobarla

en el ejercicio de lectura y hacer la traducción de este ejercicio en un trabajo de escritura.

Coincidimos en este punto con Carlos Skliar, quien en su texto La futilidad de la

24

explicación, la lección del poeta y los laberintos de una pedagogía pesimista (2003, p. 71)

pretende “utilizar un lenguaje apropiado a la naturaleza del texto en cuestión; un lenguaje

cuya tendencia no sea la de explicar en demasía, no la de excederse en vanos aunque

efectivos adjetivos, no la de pretender ir más allá de su propio e impreciso punto final”.

Llegué a la formulación de la hipótesis central principalmente a raíz de la lectura del tercer

capítulo de la obra, llamado La razón de los iguales. Pero también intuí esta tesis de lectura

cuando estudiaba dos fuentes: el prólogo de Lengua materna. Enseñanza universal escrito

por el mismo Joseph Jacotot y La filosofía como forma de vida de Pierre Hadot. Me

sorprendió ver cómo, en principio, encontraba coincidencias entre algunas cosas que decía

Hadot en sus entrevistas y la intuición que empezaba a estructurar a partir de las lecturas

que hacía de Rancière y de Jacotot.

En La razón de los iguales Rancière afirma que la igualdad de las inteligencias, principio

que dirige la Enseñanza universal, es una opinión. Pero una opinión no es “un sentimiento

que nos formamos sobre hechos que hemos observado superficialmente” (Rancière, 2003,

p. 63), sino un supuesto que puede dar razón sobre una serie de hechos observados y cuya

solidez se puede comprobar a partir de experiencias que cualquiera puede hacer. La función

de la opinión es, pues, doble: explicar unos hechos ya observados y servir como hipótesis

por verificar. Según la Real Academia de la Lengua Española, verificar tiene tres

significados:

Comprobar o examinar la verdad de algo.

Realizar, efectuar.

Salir cierto y verdadero lo que se dijo o pronosticó.

Teniendo en cuenta estas acepciones, la igualdad de las inteligencias se puede entender

como un principio que se hace verdadero, que se realiza y se comprueba en el ejercicio de

su despliegue. Tal como lo dice Rancière en El maestro ignorante, “nunca podremos decir:

todas las inteligencias son iguales. Es verdad. Pero nuestro problema no consiste en probar

que todas las inteligencias son iguales. Nuestro problema consiste en ver lo que se puede

hacer bajo esta suposición” (p. 64).

25

Por otra parte, en el prólogo a Lengua materna, Joseph Jacotot sostiene que la afirmación

“todas las inteligencias son iguales” es una opinión que orienta en la sucesión de ejercicios

que componen su método de Enseñanza universal, antes que una teoría que se busca

defender. Este método consiste en una serie de experiencias para adquirir conocimientos

cuya eficacia se prueba por los resultados: “no busco demostrar una teoría, se trata de un

hecho que voy a contar; es una experiencia que tenemos que hacer, es un resultado que es

preciso alcanzar” (p. 26). Las lecciones de Jacotot son experiencias que se narran y, a la

vez, invitaciones a que cada uno, por sí mismo, realice estas experiencias para comprobar

su efectividad, con base en el principio de la igualdad de las inteligencias.

Finalmente, en una de las entrevistas a Pierre Hadot recogidas en La filosofía como forma

de vida, se sugiere que las filosofías antiguas, entendidas como formas de vida, y los textos

de la antigüedad, entendidos como ejercicios espirituales situados en el marco de una

relación maestro-discípulo, tienen cosas para enseñar al hombre moderno, tienen un sentido

para él y pueden ayudarlo a dirigir su conducta. En este sentido, Pierre Hadot actualiza

significativamente esas posibles enseñanzas de los antiguos, lo cual es viable porque

considera a las filosofías antiguas como laboratorios de experimentación en los que, hasta

cierto punto, el hombre moderno puede participar. Pero, ¿por qué este rodeo? ¿Por qué ir a

los antiguos para pensar y vivir en el presente? Hadot responde:

Diría que, por mi parte, se trata de lo que Kierkegaard llamaba el método de comunicación

indirecta. Si decimos directamente: haz así o haz asá, dictamos una conducta con un tono de

falsa certeza. Pero, gracias a la descripción de la experiencia espiritual vivida por otro,

podemos dejar entrever y sugerir una actitud espiritual, dejamos escuchar una llamada, que

el lector tiene la libertad de aceptar o rechazar. Él es quien ha de decidir. Es libre de creer o

no creer, de actuar o no actuar (Hadot, 2009, 218).

Este abordaje de los antiguos, a partir de la lectura de los textos filosóficos como ejercicios

destinados a tener un efecto formativo en el lector, y el papel decisorio del lector, puede ser

comparado con las indicaciones tanto de Rancière como de Jacotot de hacer o verificar la

experiencia espiritual que están relatando. Esta comparación es punto de partida para

sugerir un abordaje a El maestro ignorante desde la perspectiva de la producción de un

26

efecto formativo o transformador en el lector, siempre y cuando éste decida acoger el

llamado sugerido indirectamente por Rancière.

Si bien El maestro ignorante pone en cuestión los fundamentos mismos de la pedagogía,

podemos sugerir que está enmarcado en una situación similar a la planteada por Hadot con

respecto a los textos de la filosofía antigua, esto es, la relación de un maestro y un discípulo

en un ejercicio de transformación espiritual.

Para desplegar la mencionada sugerencia, en primer lugar, nos enfocaremos en el concepto

de lección, en su historia y en cómo Rancière desplaza su significado para dejar ver una

relación, diferente a la tradicional, entre maestro y discípulo. Veremos cómo la lección de

Rancière no impone: “haz esto”, “ésta es la verdad” o “esto es lo bueno”; por el contrario,

poetiza, traduce una aventura intelectual, gira verazmente de frases en frases, de hechos en

hechos, para relatar dicha aventura. La lección es un ejercicio de verificación, tanto en el

sentido de hacer verdadero o realizar lo que se dice en la praxis misma del ejercicio de

escritura-lectura, como en el sentido de comprobar la atención del lector.

En segundo lugar, en la Lección de pedagogía, nos adentraremos en lo que Rancière llama

la “lógica explicadora” y en cómo la experiencia de Jacotot contraría esta lógica,

implementando unas relaciones diferentes a las habituales entre maestro, discípulo y

contenido de aprendizaje.

En tercer lugar, en la Lección de filosofía, exploraremos los conceptos de poética y de

filosofía panecástica, y su relación con la concepción acerca de la filosofía expresada por

Rancière en algunos de sus textos y entrevistas.

Finalmente, en la Lección de política, abordaremos la idea de política del autor, su relación

con el concepto de democracia, la lección pesimista que éstas implican y la alternativa

“animadora” de esta lección.

Cada lección implica una lectura en tres niveles:

1. La experiencia de Jacotot y la apropiación que él hace de ésta en su propia escritura.

27

2. La recepción de Jacotot por parte de Rancière y la apropiación que hace el segundo de la

experiencia del primero en el ejercicio de escritura.

3. La recepción de El maestro ignorante por parte del lector y la experiencia suscitada por

la obra en él.

Cada lección, leída desde la perspectiva del lector atento, será una verificación de la tesis

central: el aporte desde el tercer nivel, es decir, la sugerencia de una lectura emancipadora

de la obra.

28

1. LA LECCIÓN COMO EJERCICIO DE ESCRITURA

1.1. ¿Cómo leer El maestro ignorante?

Abordaremos el estudio de El maestro ignorante desde una apuesta: la lectura de esta obra

puede configurarse como un trabajo de emancipación, es decir, en la obra está en juego un

ejercicio emancipador de lectura. Esta apuesta trae consigo la cuestión sobre la perspectiva

desde la que se aborda el texto. Como se podrá sospechar, no partimos de la perspectiva de

la mera explicación de conceptos, redes de conceptos, tesis, demostraciones y argumentos

de la obra. Nos situamos en una experiencia: la experiencia de lectura atenta, que, pese a

ser una lectura universal (posible para cualquiera), no deja de remitir a la singularidad de un

trabajo que cada individuo tiene que realizar por sí mismo y sobre sí mismo.

No buscamos prescribir un camino a los posibles lectores de la obra, una sola comprensión.

Buscamos describir y problematizar una experiencia de lectura que cualquiera puede

verificar si atiende a los indicios que se le van presentando en su propio camino de

comprensión. Tratamos de poner por escrito, con base en la exégesis del libro que nos

convoca, la experiencia singular de emancipación contenida potencialmente en la obra, en

términos de los planteamientos del mismo Rancière.

Aunque reflexionar en abstracto sobre las tesis y argumentos de Rancière puede ser un

aporte valioso para el trabajo académico, quedarnos solamente en este tipo de reflexión

sería desatender a un enfoque que consideramos vitalmente más interesante: el que supone

que El maestro ignorante contiene un ejercicio emancipatorio de lectura y no sólo aporta

tesis y reflexiones sobre la emancipación al trabajo disciplinario.

En este punto coincidimos, en alguna medida, con el artículo de Walter Kohan (2003, p.

56), en el que afirma que lo más interesante de la apuesta de Rancière en El maestro

ignorante no reside en las tesis sustantivas que sostiene (el principio de la igualdad de las

inteligencias, “existo, ergo pienso”, la relación entre voluntad e inteligencia, etc.), sino en

la potencia para provocar desacuerdos, en el efecto de choque al pensamiento con respecto

a lo que consideramos como natural y obvio en nuestras prácticas cotidianas (en particular,

29

las del maestro, las de los que tienen por oficio enseñar un saber). Para Kohan, “la fuerza de

la narrativa no está en la originalidad de las tesis que propone, sino en la radicalidad de la

experiencia que provoca” (2003, p. 57). En el presente estudio nos situamos en dicha

experiencia de disenso y de choque para abordar la lectura de El maestro ignorante.

Esta experiencia, siguiendo a Kohan, puede configurarse como experiencia formativa,

“sobre todo para aquellos que ya tienen o están en busca del oficio de enseñar” (2003, p.

56). No obstante, la experiencia de formación de la que aquí se habla, como veremos a lo

largo de este capítulo y del siguiente, no es una instrucción hacia un saber preestablecido

ni, propiamente hablando, la conducción hacia una “forma” determinada. Tampoco tiene

que ver con la legitimación de formas institucionales de enseñanza o con los aportes que

Rancière hace a determinadas ramas disciplinarias, en específico, a la pedagogía, a la

filosofía de la educación o a la filosofía política. Kohan también apuesta por esto cuando

dice que la lectura de El maestro ignorante no se limita a un aspecto disciplinar consistente

en qué tanto aportan las tesis o la experiencia pedagógica contenidas en el libro a la

filosofía de la educación; aunque no es del todo claro en este punto, dado su interés por

tematizar esa rama particular del árbol-filosofía (la filosofía de la educación), para usar la

metáfora de Descartes3.

En suma, nuestra apuesta se sitúa en la pregunta por la lectura misma. ¿Cómo leer El

maestro ignorante? ¿Qué implicaciones tiene la forma de lectura que decidamos realizar?

¿Qué estaría en juego en esa lectura? Nuestro enfoque en la experiencia de lectura no

implica, empero, que olvidemos por completo las tesis o planteamientos teóricos de

Rancière. Se trata, por el contrario, de lograr el encuentro entre esas tesis y la experiencia

de lectura. Con todo, ¿qué son las tesis de Rancière o de Jacotot por fuera de su contexto de

enunciación, abstraídas por completo de su situación y organizadas dentro de un sistema

teórico de proposiciones y demostraciones? ¿Qué se juega en ese ejercicio de

contextualización y descontextualización? ¿Cuál es, entonces, la situación del texto?

3 Esta metáfora es usada irónicamente por Rancière en su libro El desacuerdo: política y filosofía para

cuestionar la existencia de una filosofía política como división natural de la filosofía, entendida ésta como

disciplina plenamente constituida y diferenciada en dominios propios de legislación o reflexión (Rancière,

1996, pp. 6-7).

30

Para responder a estas preguntas es preciso que encontremos un punto de partida. Jacotot

nos enseña que, en cuestiones de aprendizaje, no hay puntos de partida fijos y absolutos. En

este sentido, no tiene él una metodología para proponer, si por metodología se entiende un

orden progresivo de explicaciones, de lo más simple a lo más complejo4. El principio de la

Enseñanza universal es otro: “aprender alguna cosa y relacionar con ella todo el resto según

este principio: todos los hombres tienen una inteligencia igual” (Rancière, 2003, p. 29). Se

trata de aprender algo, de partir de un saber de algo, sin importar lo que ello sea. Jacotot

decía: “sepan un libro y relacionen a él todos los otros: ese es mi método. Por lo demás,

varíen los ejercicios de los que hablaré, cambien su orden: poco importa. Si aprenden el

libro y si relacionan todos los otros con él, seguirán el método de la Enseñanza universal”

(Jacotot, 2008, p. 27). Esto es algo comprensible si se sabe que quien pronuncia estas

palabras sostiene que todo está en todo. La Enseñanza universal se basa en que para

comprender y apropiar los signos de una lengua no es necesario (ni a la larga eficiente)

comenzar por el principio de las pedagogías que funcionan con un orden explicativo: las

letras y sílabas, “b-a/ba”, sino por frases y libros completos, palabras y discursos que nos

quieren decir algo, que nos quieren significar una aventura intelectual: “Calipso no podía

consolarse por la partida de Ulises”.

Con base en lo anterior, nuestra entrada en las aventuras narradas por Rancière, la

comprensión y apropiación de sus metáforas en torno a los hechos descubiertos por Jacotot,

será una entrada aleatoria. Podríamos empezar por el principio, en el orden explicador: por

la biografía de Rancière, por su contexto histórico-ideológico, por su propio prólogo, por el

concepto mismo de explicación o de emancipación. Podríamos, por otro lado, empezar por

aprender la primera frase del libro: “En 1818, Joseph Jacotot, lector de literatura francesa

en la Universidad de Lovaina, tuvo una aventura intelectual” (Rancière, 2003, p. 9). Pero

nuestra lección comenzará unas páginas antes, claro está, sin pretender un punto de partida

4 Confróntese el Discurso del método de Descartes, en el que plantea que si bien el buen sentido es la cosa

mejor repartida en el mundo, no todos hacen un uso adecuado de él, por no encontrar un método apropiado

para la conducción de su entendimiento. Sin duda, esta reflexión es un correlato constante para Rancière,

sobre todo en la primera parte de El maestro ignorante. Para ver la relación explícita que el autor establece

entre Jacotot y Descartes, ver « L‟actualité du Maître ignorant », entrevista con Andrea Benvenuto, Laurence

Cornu y Patrice Vermeren (Rancière, 2009b, pp. 412 y 413).

31

absoluto. Empezaremos nuestra lección por el título: Le maître ignorant. Cinq leçons sur

l’émancipation intellectuelle.

Si seguimos a Jacotot y afirmamos que todo está en todo, afirmaremos también que todo

estará contenido en este título. En primer lugar, la totalidad del libro. En segundo lugar, la

totalidad de una obra: la relación de este libro con los demás textos de Rancière.

Finalmente, las relaciones que se pueden establecer entre la obra de Rancière y las

innumerables producciones de la inteligencia humana expresadas en diversos medios y

formas de discurso. Virtualmente, toda la inteligencia humana está contenida en este título,

razón por la cual el presente estudio y su punto de partida no pueden ser otra cosa que una

experimentación singular de esa potencia común. Nosotros tendremos que limitarnos,

empero, a la relación entre el título y el libro, sin desconocer posibles relaciones con otros

libros del autor y textos de otros autores (por ejemplo, Pierre Hadot, Dominique Grisoni o

Alain Badiou).

Aunque, desde Jacotot, el punto de partida para el despliegue del pensamiento puede ser

cualquiera, el punto de partida que seleccionamos no deja de suscitar ciertas sospechas. Al

inicio de su texto La lengua de la emancipación, prólogo de la traducción al español de

Lengua materna (Rancière, 2008, p. 11-21), Rancière afirma que “es preciso desconfiar de

los títulos”. Su moción de desconfianza puede entenderse en el marco de la creación de un

écart (brecha, fisura, intervalo, distancia, desvío), que es una de sus prácticas filosóficas

habituales: una estrategia que utiliza para “desviar a su lector de cualquier tipo de lectura

doctrinal de los materiales” (Ross, 2009, p. 23). En este caso, el material es Lengua

materna y la lectura doctrinal o, más bien, obvia, sería pensar que se trataba de un texto que

exponía un método pedagógico para los maestros de escuela. Por el contrario, la recepción

que hace Rancière de este material, concomitante con su moción de desconfianza filosófica,

apunta a encontrar en la obra “una potencia de subversión cuyo eco resuena todavía en el

corazón de nuestro presente” (Jacotot, 2009, p. 11). Rancière ve en Lengua materna y en la

Enseñanza universal un concepto aparentemente ajeno a lo contenido en un texto que

expone “la marcha que es preciso seguir para adquirir conocimientos sin mucho esfuerzo y

con economía de tiempo” (Jacotot, 2009, p. 25). Nos referimos aquí al concepto de

32

emancipación intelectual. Este ejercicio de una filosofía que desplaza las cuestiones de su

lugar “natural” para situarlas en preocupaciones presentes y polemizar con el ambiente

intelectual e ideológico actual es una forma de “erigir un nuevo mundo sensible en el

mundo sensible dado” (Rancière, 2009a, p. 280), una forma de establecer un punto de fuga

y reconfigurar un sentido común dado, es decir, de realizar un ejercicio de subversión.

¿Podemos aplicar esta misma desconfianza al título que dio Rancière a su texto sobre

Jacotot? ¿Qué significaría entonces ese título desconcertante? La palabra que sobresale

más, a primera vista, es quizás la palabra „maestro‟. Muchos podríamos pensar, en un

principio, que la pretensión del autor es hablarnos sobre temas relacionados con el oficio de

la enseñanza. Siendo Rancière un filósofo reconocido internacionalmente en el mundo

académico, podríamos suponer que en su libro trata el tema de la enseñanza desde una

perspectiva filosófica. Sólo hay un paso de ahí a decir que la rama disciplinaria concordante

con el libro es la filosofía de la educación, tal y como parece hacer Walter Kohan (2003).

Pero quizás ése sea un paso en falso, un salto abrupto. En el título de la obra nos

encontramos también con la palabra „emancipación‟, lo que nos podría llevar, si tenemos

algunas nociones sobre este concepto, a ubicar el discurso de Rancière en el campo de la

filosofía política.

¿Cómo situar entonces el texto? Una pregunta similar se hace Kohan cuando reconoce la

dificultad de ubicar el libro: “al fin, se trata apenas de una historia, dirán los profesionales.

Una fábula, un cuento, una experiencia. ¿Qué lugar podrá tener esta historia –cuestionarán

los eruditos– en el marco de tradiciones rigurosas de enseñanza, con métodos más o menos

consolidados de transmisión del saber?” (2003, p. 55, 56). ¿Teniendo en cuenta los

planteamientos del mismo Rancière, será apropiado buscar un lugar a El maestro ignorante

dentro de las divisiones disciplinarias o académicas actuales? El encuentro de un académico

o de un estudiante universitario de filosofía con una historia, un cuento, una experiencia o

una fábula como ésta no deja de generarle un cierto desconcierto. ¿Hasta qué punto esta

narración se puede clasificar y abordar desde las categorías y formas académicas a las que

estamos acostumbrados?

33

No nos interesa ubicar El maestro ignorante en el contexto actual de la división académica

en disciplinas y sub-disciplinas. De acuerdo con Rancière, las preguntas, las historias, las

ideas, las obras, no son propiedad exclusiva de ningún territorio del saber. La potencia

intelectual, enseña el autor francés, es común a todos los seres humanos y cualquiera puede

reconocer en sí mismo este poder, apropiárselo, y desplegar las consecuencias de ese

reconocimiento. Por su parte, las disciplinas no son tanto territorios de objetos definidos y

definitivos, como momentos de pacificación en la “guerra de las disciplinas”, como la

llama Rancière, esto es, el conflicto entre formas de discurso y de saber en torno a la

relación de la vida con el pensamiento5. Es aquí donde se hace necesario prestar atención a

las palabras del título que acompañan polémicamente a las que ya señalamos: maestro

ignorante, lecciones sobre la emancipación intelectual.

“Maestro” y “lecciones”. Es preciso desconfiar de los títulos. No se trata de una cuestión de

filosofía de la educación ni de filosofía política. Rancière produce un desvío con respecto a

las lecturas evidentes, doctrinarias, y nos lleva hacia el terreno de un encuentro polémico

entre la filosofía y la pedagogía, entre la filosofía y la política. El maestro es ignorante; sus

lecciones tienen por objeto la emancipación intelectual. Podemos adivinarlo, a la manera de

la enseñanza universal: la experiencia del maestro ignorante no es una peculiar historia que

sólo se debe recordar como curiosidad, o bien olvidarse; por el contrario, es una experiencia

que deja a su paso unas lecciones, lecciones que encarnan y actualizan una potencia de

subversión: la de la emancipación intelectual.

Decíamos que Rancière produce un desvío y nos lleva hacia un encuentro polémico. De la

misma forma que Lengua materna no es un simple libro de recetas pedagógicas, El maestro

ignorante y sus lecciones no son reflexiones filosóficas sobre la educación en general ni

prescripciones acerca de la mejor manera de enseñar. El maestro ignorante consiste en

lecciones. Pero el efecto polémico se da precisamente aquí: ¿qué quiere decir que este

escrito conste de lecciones? ¿Qué son estas lecciones? ¿Cuál es la situación de estas

lecciones? ¿Cómo leer estas lecciones?

5 Este punto se profundizará en la Lección de filosofía.

34

1.2. La situación de los textos

Pierre Hadot sostiene que los textos de los filósofos antiguos son radicalmente distintos de

los textos de la filosofía moderna. “La primera de las diferencias es que los textos de la

filosofía antigua siempre se relacionan con la expresión oral, con el estilo oral” (Hadot,

2009, p. 89). Ejemplos de esto son los diálogos de Platón, que estaban escritos para ser

leídos en público, o las notas de clase de Aristóteles, que hoy conocemos como sus obras

“sistemáticas”. Para Hadot, “la civilización antigua, e incluso la de la Edad Media,

estuvieron dominadas por la expresión oral” (2009, p. 90). De allí se desprenden, por lo

menos, tres características de los textos antiguos.

En primer lugar, los textos de la filosofía antigua estaban destinados a un público

restringido: “a diferencia del libro moderno, que puede ser leído en todo el mundo, en

cualquier momento y por quien sea, en millares de ejemplares, los textos antiguos tenían

destinatarios muy precisos, ya fuera el grupo de alumnos, ya un discípulo particular al que

se escribía” (Hadot, 2009, p. 90).

En segundo lugar, los textos antiguos estaban enmarcados en circunstancias particulares,

precisas: “sea porque ponían por escrito las lecciones que se habían dado, sea porque se

escribiera a un corresponsal que hubiera planteado una pregunta” (Hadot, 2009, p. 90).

Podemos decir, entonces, que dichos textos estaban enmarcados en las prácticas de

enseñanza e investigación de las comunidades filosóficas. Por esta razón, los discursos

tenían, y pueden seguir teniendo para nosotros, un carácter formativo y buscaban ejercer un

efecto en el lector. La relación en la que se situaba el texto antiguo era, por lo general, la

relación entre un maestro y un discípulo.

Tomemos como ejemplo para ilustrar lo anterior la Carta a Meneceo de Epicuro, en donde

es clara la relación maestro-discípulo. El texto contiene fórmulas, sugerencias, mandatos

del tipo “acostúmbrate a pensar…”, dirigidos al discípulo para que se ejercitara en la

práctica de los dogmas fundamentales de la escuela. Textos como la Carta a Meneceo

estaban (a la manera de la enseñanza oral) dirigidos a un receptor específico y los debemos

leer, según Hadot, como ejercicios espirituales destinados a operar una actitud específica o

35

a suscitar una decisión por una forma de vida. De acuerdo con el autor, después de la

imprenta, la enseñanza y los discursos filosóficos se convirtieron en palabras dirigidas a

todos y, por eso mismo, a nadie en particular. La escritura filosófica parece no tener en la

actualidad destinatarios específicos (discípulos en relación con una forma de vida en

comunidad) ni buscar producir un efecto formativo en el lector. Hoy la filosofía parece

reducirse a un conjunto de sistemas que pretenden explicar teóricamente la realidad, de los

cuales pueden desprenderse consecuencias prácticas (éticas y políticas), pero que no parten

de la asunción de una actitud, de la transformación de la percepción sobre el mundo y el

Yo, o de la decisión por un modo de vida (Hadot, 1998, pp. 11-17).

La tercera característica está muy ligada a las anteriores. Se trata de que los escritos

filosóficos de la Antigüedad consistían, por lo general, en un juego de preguntas y

respuestas, “porque la enseñanza de la filosofía, durante casi tres siglos, es decir, desde

Sócrates hasta el siglo primero antes de Jesucristo, se presentaba, casi siempre, según el

esquema pregunta-respuesta” (Hadot, 2009, p. 90). En este sentido, la situación de los

escritos filosóficos estaba siempre estrechamente ligada a la enseñanza, de manera que la

didáctica de preguntas y respuestas se daba en función de las necesidades de los auditores.

Los discursos filosóficos de la Antigüedad eran, pues, circunstanciales y estaban

particularizados; no eran una exposición de carácter universal, válida para todos los

tiempos y lugares.

Hadot atribuye a razones históricas e institucionales la pérdida del significado personal y

comunitario de la filosofía, en el sentido de formas de vida concretas enseñadas y

practicadas en el seno de una comunidad. En concreto, él relaciona estas razones con el

decurso histórico de la organización y el funcionamiento de la filosofía en las

universidades. Para él, “desde la estrecha perspectiva de las universidades, como se trata de

preparar a los alumnos para el estudio de un programa escolar que les permitirá obtener un

título de funcionarios y les abrirá una carrera, la relación personal y comunitaria desaparece

necesariamente para dar lugar a una enseñanza que se dirige a todos, es decir, a nadie”

(Hadot, 2009, p. 95).

36

En síntesis, Hadot nos propone una lectura situada de los escritos filosóficos de la

Antigüedad. Desde su punto de vista, las dinámicas de enseñanza e investigación de las

comunidades filosóficas están estrechamente vinculadas a sus textos y a la forma misma de

comprender la filosofía como un ejercicio destinado a transformar el yo (en alma y cuerpo)

y su estar en el mundo. En nuestro estudio, tomaremos prestada a Hadot esta sugerencia,

teniendo en cuenta las diferencias con respecto a los planteamientos de Rancière, sobre

todo en lo concerniente a las concepciones sobre la filosofía misma. Buscaremos una

lectura situada de El maestro ignorante en relación con el carácter de las prácticas de

enseñanza que están contenidas en la experiencia de Jacotot.

Rancière, profesor de filosofía y escritor en la era de Internet (más abierta aun que la

publicación impresa), escribe unas lecciones; unas lecciones, no un sistema, un tratado o un

paper académico sobre la emancipación intelectual. Sin duda, Rancière no es quien

inaugura este género de escritura filosófica. Basta con recordar las Lecciones sobre la

estética de Hegel, las Lecciones sobre metafísica de lo bello de Schopenhauer o las

Lecciones sobre la filosofía de la religión de Kant. Si algo tienen en común estos textos es

que responden a un contexto de enseñanza, de enseñanza universitaria. Este tipo de escritos

se relacionan con las lecciones que estos profesores daban en sus cátedras universitarias y

todos ellos tienen en común que versan sobre un terreno de objetos definido o por definir.

Rancière nos presenta unas lecciones sobre la emancipación intelectual, a partir de una

experiencia pedagógica que se componía, así mismo, de lecciones. Nosotros buscaremos la

consonancia entre las lecciones de Jacotot y las de Rancière.

Consideremos, no obstante, que el „sur‟ de las leçons sur l’émancipation intellectuel puede

denotar no sólo el objeto de las lecciones. En francés, esta expresión también puede

significar “hacia” o “en”. Si atendemos a estos significados, tendríamos no sólo unas

lecciones acerca de la emancipación intelectual, sino también unas lecciones de

emancipación intelectual, en ejercicio, o hacia la emancipación intelectual. Desde estas

acepciones, podríamos decir que el objeto de las lecciones se convierte en una apuesta, un

horizonte de sentido y a la vez un ejercicio con el lector.

37

Ahora bien, recordemos que la lección universitaria tiene una larga historia que se remonta

a la fundación de las universidades en el siglo XIII. Vale la pena recoger el concepto de

lección en su origen, pues nos arrojará pistas para entender la forma de escritura en la que

Rancière decidió transmitir la experiencia de Joseph Jacotot.

1.3. La lectio en la universidad del siglo XIII

Abordaremos la indagación por el origen del concepto de „lección‟ a partir de un supuesto:

las formas de organización de la enseñanza y la institucionalización del saber influyen en la

producción y las prácticas de transmisión del conocimiento. En este sentido, supondremos

que la universitas y la lectio surgen como formas de legitimación y de autorización del

gremio social de los que tienen por oficio el cultivo de las letras, en vista de un orden social

fundado en separaciones y jerarquías.

Según Alfonso Borrero, el término latino universitas viene de la conjunción de unus, la

unidad, y de verto, que conlleva el sentido de volver. “Conjugados estos elementos

semánticos, universitas significó la unidad de cosas diversas o unidad en la diversidad, y

también la unidad de personas congregadas, por ejemplo, en un gremio social” (Borrero,

2008, p. 35).

Sabemos que, en un principio, el término universitas no significó un lugar físico donde se

impartía y se producía el saber, sino el conjunto de personas, maestros y discípulos, que

participaban en la enseñanza que se daba en una ciudad. La universitas medieval no es

ajena, entonces, a la forma de organización social de aquella época: los gremios. De hecho,

la expresión que antecedió a la palabra universitas, el studium generale, hace alusión al

gremio intelectual de los siglos XII y XIII. Studium se refería, en principio, al conjunto de

personas dedicadas al estudio de las letras. Pero “el carácter institucional de studium

generale fue primero reconocido, en Bolonia, a las asociaciones de estudiantes y después,

en París, al conjunto de profesores y escolares. Este reconocimiento facultaba para

conceder el ius ubique docendi o derecho de enseñar en todas partes” (Borrero, 2008, p.

38). Más adelante, en 1229, se empezó a usar la expresión universitas magistrorum et

scholarium para referirse a este conjunto social específico.

38

El término „universidad‟ se usa, en un principio, como modo de distinción de un grupo

social determinado: aquellos que se unen en torno al oficio del saber. La palabra

universitas, más próxima al sentido moderno institucional como hoy se la usa, tiene su

origen, al parecer, en 1225, con la expresión universitas Oxoniensis. Y “la primera

universitas que se convirtió en un cuerpo organizado regularmente y en una entidad

colectiva análoga a nuestras Universidades es la de Bolonia” (Gilson, 2007, p. 381). Sin

embargo, la universidad que, para algunos historiadores, tiene una mayor importancia por

su significado cultural y político es la universidad de París, centro de producción intelectual

de la época.

Para Gilson (2007, p. 382), el desarrollo y sostenimiento de la universidad de París

interesaba tanto a los Reyes como a los Papas; aunque más a estos últimos. De hecho, el

historiador afirma que Inocencio III, quien la había concebido como maestra de la verdad

para la Iglesia entera, fue su verdadero fundador. Así, la universidad de París, dado el

número creciente de maestros y alumnos que llegaban allí de todas partes del mundo

cristiano para instruirse, se convirtió en “la fuente del error o de la verdad teológicos para

toda la Cristiandad” (Gilson, 2007, p. 383). En este sentido, la universitas (por lo menos la

de París) tiene su origen en el deseo de establecer el saber teológico en relación con la

institucionalidad del cristianismo en la iglesia católica.

Por su parte, Borrero (2008, p. 42) se propone relacionar la etimología de universitas y la

referencia actual del término: “hoy la palabra universidad puede significarnos otra forma de

unidad en la diversidad o de la diversidad. La unidad es de la universidad. La diversidad

sería de las ciencias y las disciplinas convergentes en la unidad del saber”. Él mismo trata

de mostrar cómo la diversidad de disciplinas tiene también su origen en la visión clásica del

saber que dio paso al trivium y al quadrivium de las artes liberales. En realidad, el concepto

de disciplina surge en razón de una oposición entre lo necesario y lo opinable, que podría

originarse, a su vez, de la distinción clásica entre episteme y doxa: “con el término epi-

istemi los griegos significaron el triunfo humano, cuando superando los mitos o ficciones

en torno a las cosas y los fenómenos, la inteligencia penetró, mediante la observación y el

pensamiento filosófico, en la naturaleza de las cosas” (Borrero, 2008, p. 43). En cuanto al

39

concepto de disciplina, según Isidoro de Sevilla, “versa sobre aquellas cosas que no pueden

ser de otra manera […]; cuando se trata de algo opinable y sólo verosímil, se llama arte”

(Borrero, 2008, p. 43).

El mismo concepto de „arte‟ está compuesto de una oposición, también clásica, entre artes

liberales y serviles. Cada una de ellas se relaciona con tipos de oficios: el del hombre libre

y el del esclavo. Al siervo o al esclavo se le asignan las artes manuales, mientras que al

hombre libre se le asigna la tarea de la actividad intelectual y teorética. Este modo de vida

dedicado al saber, a las letras y al arte de la palabra, en oposición a las técnicas manuales,

se afianzó aun más, como vemos, con el surgimiento de una organización jerárquica del

saber y la enseñanza en la universidad, entendida ésta como el gremio establecido de los

que se dedican a enseñar y a aprender.

En síntesis, la universitas necesitaba organizarse para dar soporte al saber teológico

institucional; ello conllevaba actualizar las oposiciones clásicas entre doxa y episteme, artes

liberales y artes serviles, disciplina y arte. A fin de que pudiera conservarse y prosperar el

studium, “era necesario asegurar la tranquilidad de los estudios y, consiguientemente, la

integridad corporal y la independencia espiritual de sus miembros; en una palabra, era

preciso organizarlo” (Gilson, 2007, p. 381). Esta organización proporciona una legitimidad

del saber, a manera de verdad institucional, y otorga el derecho de enseñar a aquellos que se

suscriben al gremio de los que estudian y logran ascender en la jerarquía del conocimiento.

Nuestra universidad, la que describe Borrero como unidad en la diversidad de las

disciplinas, tiene origen en la oposición fundamental entre los que se dedican al saber y

tienen título para enseñar y los que se dedican a trabajar con sus manos, los que han

superado a través de la disciplina los mitos y quienes sólo poseen una opinión parcial de las

cosas. Aun hoy, la universidad es una institución social que determina quiénes saben

legítimamente y, por lo tanto, quiénes tienen título para enseñar, y cuándo, bajo qué

divisiones y progresos en el tiempo. Ya en la universidad medieval se estipulaban títulos y

posiciones en razón de las divisiones y progresos temporales:

40

Según los estatutos promulgados por Roberto de Gourçon en 1215, era necesario, por lo

menos, haber estudiado durante seis años y tener veintiuno de edad para enseñar las Artes

Liberales, y se precisaban ocho años de estudio y treinta y cuatro de edad para enseñar

Teología. Un estudiante de Artes cursaba primeramente el bachillerato, después la

licenciatura, y a continuación daba su primera lección y recibía el título de Maestro en

Artes. Si luego deseaba hacerse teólogo, tenía que pasar tres bachilleratos (bachiller bíblico,

sentenciario y formado), posteriormente la licenciatura y ya podía llegar así a Maestro y

Doctor en Teología (Gilson, 2007, p 387).

Es en este contexto de jerarquías temporalizadas y autorizaciones del saber que tiene lugar

la lectio como técnica o método pedagógico en la universidad medieval. Sabemos que,

además de la lección, los profesores del siglo XIII practicaban también la discusión o

disputatio. En general, estos dos métodos de enseñanza, y sus diferentes variaciones o

complementos, estaban centrados en la comunicación oral6, “situación comprensible si se

toma en cuenta la onerosa e insuficiente producción de libros caligrafiados” (Borrero, 2008,

p. 288).

La lectio consistía, como su nombre lo indica, en la lectura de un cierto texto a un grupo de

estudiantes: una obra de Aristóteles por los Maestros en Artes, la Biblia o las Sentencias de

Pedro Lombardo para la enseñanza de la teología. En palabras de Borrero (2008, p. 287),

“la lectio es la presentación o lectura del lector, profesor o estudiante, desde la cathedra o

rostrum para exponer los textos escogidos, darlos a conocer y explicar sus contenidos”. En

la lección, el lector solía ir comentando y explicando lo que iba leyendo. Por esta razón, se

dice que la lectio no sólo era un método de transmisión del saber contenido en los textos,

sino también, a su manera, un modo de producción del conocimiento. De esta idea viene la

expresión Magister dixit que se refiere a lo dicho por el maestro, pero con comentarios y

conclusiones del lector, que incrementaban el saber y abrían nuevos rumbos de indagación.

Podemos extraer de la práctica pedagógica de la lectio algunas consecuencias interesantes

para nuestro estudio:

6 Éste sería un argumento a favor de la tesis de Pierre Hadot, señalada al inicio de este capítulo, acerca de la

primacía del estilo oral en los textos antiguos y medievales.

41

En primer lugar, la lectio se da dentro de una relación maestro-discípulo, en el marco de

una organización jerárquica, dividida en tiempos, disciplinas, autoridades y títulos. En este

marco, “el lector o maestro era quien atesoró informes, escritos y opiniones sobre el punto

tratado, y no un desconocedor de la historia y desarrollo de los conocimientos” (Borrero,

2008, p. 289). Para ejercer su oficio, el maestro debe cumplir con la condición de dominar

el saber enseñado, dominio autorizado y validado por el recorrido temporal en la jerarquía

universitaria. En tanto que saber del lector, este saber es el conocimiento y la comprensión

de los textos seleccionados y autorizados institucionalmente. Tres son, entonces, los

elementos de una lección: el maestro conocedor de la materia, el discípulo que va a

aprender y el texto autorizado.

En segundo lugar, la relación de estos elementos se da por una transmisión de los

contenidos del texto, del maestro hacia el discípulo. Como habíamos dicho antes, esto no

implica que el maestro se limitara a repetir al pie de la letra, una y otra vez, lo leído. Para

dicha transmisión, además de la lectura literal, el maestro comenta y explica la lectura. En

realidad, en la didáctica de la lectio encontramos tres momentos: littera, sensus y sententia.

Estos momentos determinan, incluso hoy, las características de una buena explicación: la

que no sólo se atiene a una simple lectura literal, sino que expone la etimología de las

palabras, su origen, su uso, las circunstancias históricas de la obra, la interpretación de las

posibles intenciones del autor y, en cuanto a la sentencia, un juicio acerca de los

contenidos.

En tercer lugar, existe una estrecha relación entre la explicación oral y la producción de

textos. “De la lección así entendida han salido los innumerables comentarios de toda clase

que nos ha dejado la Edad Media, en los que un pensamiento, con frecuencia original,

quedaba disimulado bajo la apariencia de una simple explicación de textos” (Gilson, 2007,

p. 387). La lectio y la disputatio, las dos didácticas centrales de la universidad del siglo

XIII, producen géneros de escritura, como las Quaestiones disputate o los comentarios.

No hay ni una sola de las grandes obras de Santo Tomás de Aquino –exceptuando, quizá, la

Suma contra los Gentiles–, que no proceda directamente de su enseñanza o que no haya

sido concebida con vistas a la enseñanza. Las obras capitales de San Buenaventura, de Duns

42

Escoto y de Guillermo de Ockam son los comentarios de dichos autores al Libro de las

Sentencias de Pedro Lombardo (Gilson, 2007, p. 388).

En este sentido, acercándonos nuevamente a las tesis de Pierre Hadot, las formas de

escritura en la producción del conocimiento y las formas pedagógicas, relacionadas con una

forma de organizar el saber y su enseñanza, están estrechamente ligadas.

El último aspecto que nos interesa de este recorrido por el siglo XIII tiene que ver con lo

que Gilson llama “el destierro de la literatura”, entendido como factor decisivo para el

surgimiento de la llamada Escolástica. “A medida que las obras de Aristóteles son

traducidas al latín y los maestros de lógica las introducen en su enseñanza, el tiempo que se

consagra a ellas crece en tal proporción que ya no queda ninguno para la grammatica y los

estudios clásicos” (Gilson, 2007, p. 389). Nuevamente, nos encontramos con una cuestión

de tiempo en relación con una manera de valorar determinados saberes. El estudio de la

lógica y la filosofía de Aristóteles se toman el tiempo antes dedicado al estudio de los

clásicos de la literatura. La técnica misma de la teología se comienza a inspirar en esta

lógica y esta filosofía.

Es precisamente en el contexto escolar de la Universidad de París que este acontecimiento,

remarcado por Gilson, adquiere todo su sentido. En el esquema temporal de estudios de esta

universidad, “una vez aprendida la gramática latina, era preciso leer algunos textos, pero se

tenía la Biblia y el latín de la liturgia; si aún se leían los autores clásicos, los programas

universitarios no influían en ello” (Gilson, 2007, p. 391).

Lo que en realidad nos interesa de este hecho es ver cómo “el destierro de la literatura”

implica una transformación en la manera como se concebía y practicaba la enseñanza

basada en la palabra. La gramática, dada la preponderancia de la lógica, se convirtió

gradualmente en una ciencia especulativa. “En lugar de resolver los puntos dudosos

estudiando los ejemplos de los mejores autores latinos, los gramáticos prefirieron hacerlo

sirviéndose de las reglas de la lógica” (Gilson, 2007, p. 392). El destierro de la literatura de

las prácticas de enseñanza y la institucionalización del saber, adviene junto con una

43

primacía de la explicación a priori del funcionamiento del lenguaje y las lenguas, tanto en

la enseñanza como en la producción del saber7.

1.4. Mayo del 68: el problema de la transmisión de la experiencia

Partimos de la inquietud por el concepto de „lección‟ en razón de la pregunta por el modo

de abordar la lectura de El maestro ignorante y la situación de este texto en el marco de la

enseñanza, tal y como sugiere metodológicamente Pierre Hadot con la cuestión acerca de

cómo leer un texto filosófico. Hasta el momento hemos encontrado una situación histórica

precisa que da origen al método pedagógico de la lectio y sus consecuencias, en clave de lo

que diremos más adelante acerca de Rancière. Esta situación histórica da cuenta también de

unos géneros de escritura que surgen en concordancia con las prácticas de enseñanza: los

comentarios, a los que se pueden hacer remontar los actuales comentarios académicos o las

lecciones de Kant, Hegel o Heidegger, grandes profesores de la universidad europea,

institución que tiene origen, a su vez, en la universitas del siglo XIII.

Vimos cómo en la fundación de las universidades se empieza a configurar la canonización

de ciertos textos, la regularización de ciertos códigos para transmitirlos y complementarlos,

y la organización en la que esta transmisión se da, orden que se establece a partir de una

división y jerarquización del saber y los tiempos requeridos para incorporarlo8. Ahora

haremos un salto abrupto en la línea del tiempo para situarnos en un momento en el que

precisamente entra en cuestión la relación entre el saber y la autoridad: la revuelta obrera y

estudiantil de Mayo del 68, que se convirtió en el referente obligado para muchos filósofos

universitarios contemporáneos, incluido Jacques Rancière.

Antes que abordar Mayo del 68 como hecho histórico (los hechos, las causas y las

consecuencias), lo abordaremos como punto de referencia filosófico, que abre

cuestionamientos que han alimentado la reflexión filosófica hasta nuestros días.

7 Confróntese, más adelante en la Lección de filosofía, la escandalosa tesis de la arbitrariedad de las lenguas

formulada por Jacotot.

8 Confróntese, más adelante en la Lección de pedagogía, el concepto de pedagogía como ciencia del tiempo.

44

Una síntesis interesante del significado de Mayo para la filosofía la hace Dominique

Grisoni, compiladora de Políticas de la filosofía, un compendio de los años setenta en el

que escribían algunos de los “hijos” de Mayo (Châtelet, Derrida, Serres, Lyotard,

Foucault). Dice Grisoni, en su Obertura a esta obra:

No cabe duda. Un día, hace mucho tiempo, en el mes de mayo del 68, algo sucedió.

Nostalgia de los tiempos pasados, se dirá. Pero no. Mayo fue una ruptura, y es así como

debemos contemplarlo. Por primera vez quizá desde hace lustros, la filosofía despegaba de

su natal tierra nutricia: la Institución; quizá por vez primera el pensamiento trataba de

nomadizarse, de abandonar sus códigos establecidos (sistemas, dialéctica y demás códigos

de enunciación) para expresarse sin presentar sus títulos de paso; por vez primera quizá la

calle unía efectivamente la filosofía con la política (Grisoni, 1982, p. 9).

Precisamente, el título “Políticas de la filosofía” apunta a sugerir la ruptura que significó

Mayo para la filosofía institucional, sedentarizada desde el siglo XIII en la universidad. Se

trata de vislumbrar la acción política de la que se apropia la filosofía, las prácticas múltiples

que surgen del desmoronamiento de la Filosofía una e indivisible, la filosofía con „F‟

mayúscula. “Estas políticas no se suman hasta formar un perfil de la Política, ni tampoco

encajan unas en otras, ni tampoco convergen. Están en obra. Se desprenden prácticas

múltiples, que son otras tantas prácticas minoritarias con las cuales uno no puede portarse

como un gran congregador, es decir como un centralizador” (Grisoni, 1982, p. 15). Mayo es

el marco que permite localizar algunas transformaciones experimentadas, a manera de

sacudida, dentro de la institución misma y la centralización del saber.

Los filósofos universitarios franceses no quedaron por fuera de esa experiencia de

desplazamiento y des-marcación con respecto a los códigos establecidos para el

pensamiento. Ante todo, la experiencia llevó a los intelectuales a plantear el problema de la

relación entre la Institución, máquina sedentaria y de sedentarización (como la caracteriza

Grisoni, p. 18), y su “Margen”, máquina nómada y de nomadización. Pero, ¿a qué se debe

esta sacudida para la filosofía hasta el momento cómoda en su “lugar natural”?

Mayo del 68 no fue un acontecimiento estudiantil aislado, como bien lo muestra Borrero en

el capítulo dedicado a éste en su historia de la universidad (2008, vol. 4, pp. 100-125).

45

Simultanea y sucesivamente se daban revueltas estudiantiles y obreras en varias partes del

mundo (Berkeley, Alemania, Italia, etc.). De hecho, en la misma Francia de los sesenta, la

revuelta estudiantil puede ligarse, de alguna forma, a la revuelta obrera. Alain Badiou

(2009, p. 32) relaciona las revueltas obreras de 1967 con el mes de Mayo de 1968. Estas

revueltas, según Badiou, eran cualitativamente nuevas y parecían inspiradas por el mismo

ánimo que se desplegó en las revueltas estudiantiles del 68: “al ser organizadas por

trabajadores jóvenes no sindicalizados, estas revueltas pretendían deponer la jerarquía

interna de la fábrica, con acciones que constituyeron una forma particular” (Badiou, 2009,

p. 32). Las características de esta praxis obrera revitalizada estaban en franca oposición a la

estrategia de la unión sindical.

Una expresión de estas acciones y su sentido político se muestra en la película Tout va bien

de Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin (1972), “que podríamos considerar como un

documento artístico del modo en el que la consciencia fue formada por la experiencia del

trastorno entre conocimiento y poder” (Badiou, 2009, p. 33). En esta película, en palabras

del mismo Godard, se cuestiona el lugar del intelectual frente a la revuelta obrera: una

pareja de intelectuales, una periodista y un cineasta, se ven atrapados por casualidad en una

fábrica, junto con el jefe de la misma, con motivo de una

huelga de los trabajadores. En Tout va bien los trabajadores no sólo se toman la fábrica.

Godard y Gorin muestran cómo se toman la palabra, no para hacer consciencia de la

explotación a la que son sometidos. Por el contrario, en contra de las narraciones y formas

de discurso de los sindicalistas y las uniones obreras, se apropian de la palabra para contar

lo sucedido a partir de la huelga, lo nuevo en la fábrica. En voz de uno de los personajes:

Qué raro, todos estamos en contra de los de la C.G.T, y me parece que estamos hablando

como ellos… Si Stacquet les enseñara la fábrica diría un poco lo mismo aquí, ahora.

Enseñaría las instalaciones y diría: “lo ve, es horrible. ¿Se da cuenta de lo horrible que es?”.

Y les daría un papelito de la U.D… Pero habría que hablar de lo de ayer, es algo nuevo en

la fábrica: tener al director encerrado, la bronca con los sindicalistas… Son cosas que

parecen tontas, pero son importantes (Tout va bien, 1972).

46

El escenario de la fábrica, tomada por los trabajadores, quienes pasan al lugar de quien

detenta el poder, se convierte así en un escenario extraño e inesperado, donde ocurren cosas

que antes no se esperaba que ocurrieran9, y donde se trastorna la jerarquía de poder y

conocimiento. La figura misma de los intelectuales encerrados en la oficina con el director

ya es muy diciente respecto del cuestionamiento de la relación conocimiento-poder y su

derrocamiento transitorio a través de la revuelta. Posteriormente, la vida de los intelectuales

en la que “todo va bien”, muestra cómo ese cuestionamiento, en principio transitorio, es en

realidad una consciencia histórica que transtorna la mirada sobre la vida del trabajo y que

se constituye como “disfuncional” con respecto a lo establecido. El mismo personaje

cuestiona el lugar del intelectual ante la revuelta: “cuando un periodista habla de una

fábrica da muchos detalles poco interesantes, como si no supiera que existen estas cosas.

Entonces le da lástima, casi llora, pero no cuenta la lucha y cómo las cosas cambian… Los

obreros siempre parecen tristes…” (Tout va bien, 1972).

Tras el despeje policial de la revuelta, la periodista y el cineasta vuelven a sus trabajos

habituales, como asalariados al servicio de la publicidad y el marketing capitalista. Pero

algo de la huelga deja huella en la relación de la pareja. Su presencia accidental en la toma

de la fábrica los desubica por completo y marca su “regreso” a la rutina del trabajo, que ya

no se percibirá con los mismos ojos. Al respecto, dice el personaje del cineasta: “la verdad

es que no sabía qué cara poner, como si me hubieran dado un papel y no recordara el texto.

¡No estaba en mi sitio! (Tout va bien, 1972). Y más adelante:

En aquella fábrica, unas diez personas hacían cosas nuevas y estaban muy contentas de

hacerlas. Y lo que hacían era producto de Mayo del 68. Nos debimos cruzar el 13, yendo

hacia Denfert o el 24 en la Gare de Lyon, o a principios de junio en Flins. Creíamos que era

el final, cuando en realidad era el principio de algo… Mayo de 1972. Sólo ahora, cuatro

años después, lo veo todo muy claro… En el 68, muchos problemas cambiaron de enfoque

pero solamente ahora puedo empezar a medir la relatividad de este cambio… Mi trabajo es

hacer películas, hallar nuevas formas para un contenido nuevo (Tout va bien, 1972).

9 Godard y Gorin muestran a los trabajadores jugando con un balón dentro de la fábrica, a un ama de casa que

llama a su marido para decirle que no irá esa noche a hacer la cena, a los trabajadores controlando

cronométricamente el tiempo del patrón para ir al baño, entre otras cosas.

47

Desde esta perspectiva, el intelectual (sea cineasta, filósofo o humanista) se sitúa como

“narrador” o “historiador” del acontecimiento, como inventor o experimentador de las

nuevas formas de narración para ese contenido nuevo. Y este contenido tiene que ver con

aquella voluntad de cambio y de lucha de los jóvenes y los trabajadores, materializado en la

experiencia de la novedad experimentada en el espacio-tiempo de la fábrica, la universidad

y la calle. Sin duda, Mayo significó un momento concreto en la historia que plasmó un

deseo de cambiar la vida.

Para la filosofía, en particular, Mayo significó una sacudida relacionada con la potencia de

este acontecimiento que marcó la apertura a la experimentación de nuevas formas de

narración, de escritura, y que puso en cuestión los códigos de enunciación establecidos. La

sacudida más violenta y más decisiva para la filosofía, referente a Mayo, es la que trastornó

la relación entre el lógos y el dominio y función de la disciplina. Dice Grisoni: “desde hace

varios siglos, la filosofía occidental, al participar de la Institución, tenía por función

racionalizar (es decir codificar según el modo-de-pensar dominante) los discursos

producidos en los diversos campos de lo social” (Grisoni, 1982, p. 18). La filosofía tenía

por tarea establecer coherencia o armonizar los diferentes discursos, otorgarles su

legitimidad de enunciación decretando los límites de lo comprensible, lo audible, o en

general las reglas de inteligibilidad y veracidad y otorgarle a cada campo sus fundamentos.

En Mayo, tal y como lo muestran Godard y Gorin en su película10

, los trabajadores y los

huelguistas en general se apropian del ejercicio de la palabra. Lo mismo es expresado por

Grisoni:

La palabra se “liberó”, porque cada quien se apoderó del derecho al discurso,

espontáneamente. Gesto ejemplar que cobrará una dimensión cacofónica, donde los

discursos se entrechocan, donde la palabra se vuelve imagen, metáfora, actitud, sueño,

lema, ruido, color… cualquier cosa. Donde todo se vuelve palabra. Mayo, el lenguaje se

reinventaba sin cesar, sin reglas de uso o de comprensión, sin gramática o sintaxis, sin

códigos y sin valores. Desorden sublime de la comunicación, durante algunos días las redes

10

Buena parte de la película está construida a partir de los testimonios mismos de los obreros que hacían la

revuelta. Godard expresa en una entrevista que esta forma de narración es deliberada, así como también lo es

el poner en un escenario compartido a trabajadores, intelectuales y jefes.

48

del poder quedaron interferidas: ya nada pasaba nítidamente, los flujos de la regulación

social, flujos de transmisión, se perdían, se modificaban, se invertían, era subvertidos,

nunca llegaban intactos a su destino. Por ende, el Logos murió como poder: lo cual no podía

dejar de producir efectos inmediatos en la filosofía (Grisoni, 1982, p. 18).

Ésta es la misma idea que plasman Godard y Gorin en el discurso del trabajador

entrevistado por la periodista. Por supuesto, la agencia de noticias (flujo de regulación

social) no permite a la entrevistadora publicar los nuevos hechos ocurridos en la fábrica

durante la huelga, revestidos además de una forma de narración diferente a los reportes de

los acostumbrados “detalles poco importantes”. La forma de transmitir la experiencia no

era algo accesorio, pues la atención estaba puesta en lo que antes no era considerado;

definía una política en la narración. La atención de este nuevo tipo de historiador o

“publicitador” a lo inesperado, a lo inaudito, a lo que era considerado como una revuelta sin

sentido, mero ruido, desmarca al intelectual de su función de legislador o de maestro para

convertirlo en experimentador del discurso, enunciando lo que era in-enunciable, pensando

lo que se consideraba impensable.

Por otra parte, la gramática especulativa, la ciencia del lenguaje que legisla a priori,

descubierta y afianzada tras “el destierro de la literatura” en el siglo XIII, también queda en

entre-dicho. En adelante, por lo menos para la filosofía, vuelve a tomar fuerza la idea de

una lengua que pertenece a todos, sin condiciones, que se vuelve plástica y posibilita la

enunciación de la consigna, de la revuelta, de la imagen, del lema. La filosofía institucional

no es propietaria exclusiva del lógos; de ahora en adelante, el lógos se desplaza a la calle, a

la fábrica, al campo. Y esto sucede, no porque el filósofo salga a la calle, sino porque la

Institución es desmantelada y los que no tenían lugar en el reparto del lógos toman lo que

les pertenece de suyo por ser hombres; y el filósofo va al encuentro de esos escenarios

inesperados de aparición del lógos y anuncia a todos el acontecimiento, a través de nuevas

formas de narración.

En el caso de Rancière, este contexto explica, en buena medida, su estilo filosófico. En

primer lugar, la presencia constante en sus textos de casos, experiencias, narraciones de

obreros, artesanos, campesinos, en una palabra, de hombres de pueblo. En segundo lugar,

49

las formas mismas de narración, de las que es muestra El maestro ignorante, en donde hay

una narración casi literaria de la aventura de Jacotot y apartados retóricos y poéticos: tesis

polémicas, consignas, casi que lemas políticos; aserciones difíciles de aceptar en un

principio, por lo menos desde los esquemas comunes de lectura; por ejemplo, “todas las

inteligencias son iguales”, “todo está en todo”, etc. En tercer lugar, lo que Badiou llama su

“lucha a dos frentes” (2009, p. 41): desmarcándose de posiciones extremas en una

discusión; por ejemplo, izquierdistas y derechistas, sociólogos y republicanos, Brecht y

Artaud11

. Badiou relaciona este estilo filosófico con una situación paradójica que puso

sobre la mesa el problema central para algunos filósofos franceses contemporáneos.

Evidentemente, estamos en el terreno de la pregunta que compartieron muchos de los

filósofos “hijos” de Mayo y que es la puerta de entrada para Badiou al problema que lo une

y a la vez lo distancia de Ranciére. Nos referimos al problema de la relación entre

conocimiento y poder, desarrollado por Badiou en su texto The Lessons of Jacques

Ranciére: Knowledge and Power after the Storm (2009, pp. 30-54).

Precisamente, Badiou retorna al contexto de los años sesenta para comprender este punto de

partida. Para el filósofo francés el contexto era paradójico: configuró un choque de dos

fuerzas, “una posición científica que fetichizaba los conceptos y una posición pragmática

que fetichizaba la acción y las ideas inmediatas de sus agentes” (Badiou, 2009, p. 31).

Sinteticemos esta paradoja.

La trayectoria de Ranciére como escritor empieza con un libro titulado La lección de

Althusser. Para nosotros es de suma importancia este título, pues en él también

encontramos la palabra “lección”. De hecho, en una entrevista acerca de El maestro

ignorante, Ranciére (2009b, p. 118)12

dice que el punto de partida para comprender cómo

adviene a sus investigaciones la cuestión del papel político del intelectual es Althusser.

11

La disputa sociólogos y republicanos con respecto a la instrucción del pueblo es traída a colación a

propósito de El maestro ignorante. La disputa Brecht y Artaud con respecto al lugar del espectador ante la

obra es traída a colación a propósito de la dualidad acción-pasión en El espectador emancipado 12

Las citas de las entrevistas a Jaques Rancière referidas en este estudio, compiladas en el libro Et tant pis

pour les gens fatigués. Entretiens (2009b), son tomadas de la traducción realizada personalmente (ver Anexo

B).

50

En la crítica a la fracción de marxismo que representaba Althusser, tras Mayo del 68,

Rancière se encuentra, por primera vez, y de manera decisiva, con la cuestión de la

igualdad intelectual. El interés del autor en la crítica a la oposición marxista entre ciencia e

ideología13

se desvió pronto hacia un cuestionamiento particular de la postura, más general,

que asigna un cuerpo a un cierto tipo de enunciación, un discurso “propio” al nombre que

se le da a un conjunto de cuerpos; por ejemplo, el discurso sobre la explotación al nombre

“proletario”. En palabras de Rancière, “se trataba de plantear que todos somos intelectuales,

en el sentido de que cada uno hace uso de su cabeza; en el sentido también de que no hay

diferentes maneras de hacer uso de la cabeza que correspondan a las posiciones, los tipos de

discurso, las ciencias, las disciplinas, etc.” (2009b, p. 119). Para el filósofo francés, Mayo,

y el balance crítico del marxismo que conlleva, se convierte en un punto de partida para

pensar los supuestos y las consecuencias del, llamado por Grisoni, derrocamiento de la

omnipotencia del lógos, o la relación entre la Institución y la vida (su margen), a partir del

planteamiento radical de la igualdad como principio por verificar.

De ahí el interés de Rancière por investigar en los archivos obreros del siglo XIX. En

principio, este interés era de tipo arqueológico o genealógico: “yo quería apropiarme en su

origen de las contradicciones que nuestro presente había heredado”, pero, “al hacer camino,

este interés se desplazó” (Rancière, 2009b, p. 40). Rancière se percató de que las palabras

en los escritos de los obreros no eran una expresión concordante con cuerpos y funciones

específicas establecidas, las del trabajador en la fábrica o el tugurio. Los materiales mismos

empezaron a decirle que había que olvidar, por el contrario, esas asociaciones entre cuerpos

y tipos de discurso, para reconstituir la experiencia de emancipación intelectual que se

operaba en esos escritos, para mostrar cómo los obreros, a diferencia del mito platónico del

reparto de metales en las almas de los ciudadanos14

, nunca cesaron de comportarse como

hombres sin ocupación específica, con tiempo para la experiencia estética o la

contemplación filosófica: “ellos envidian a los burgueses no por la positividad de sus

riquezas, sino por la negatividad de sus “tiempos muertos”, de su ocio, de su noche”

(Rancière, 2009b, p. 38).

13

Esta crítica será profundizada en la Lección de filosofía del presente estudio. 14

Este punto se profundizará en la Lección de filosofía.

51

La lección de Althusser se sitúa, al igual que la película de Godard y Gorin, en la Francia de

1970, posterior a Mayo, en donde se piensa la lucha y el cambio, y las condiciones para la

influencia y continuidad de este cambio. Precisamente éste es el significado de la „lección‟:

enseñanzas de los hechos, de cómo éstos transforman las vidas de quienes los experimentan

y sientan un precedente histórico. Para Rancière, la lección que deja Mayo constituyó una

tensión entre la escuela filosófica y lo vivido en el seno de la protesta: “el marxismo que

habíamos aprendido en la escuela althusseriana era una filosofía del orden, cuyos

principios, en su totalidad, nos separaban del movimiento de rebeldía que estremeció al

orden burgués” (Rancière, 1975, p. 9).

Este problema expresado por Rancière en La lección de Althusser es planteado por Badiou

(2009, p. 33) en términos de una paradoja entre la filosofía prevaleciente, que sostenía el

carácter absoluto del conocimiento científico, y una serie de fenómenos político-

ideológicos que, por el contrario, reforzaba la convicción de que la conexión entre

conocimiento y autoridad es una construcción políticamente opresiva y debe ser

desarticulada por los medios que sean necesarios. Badiou presenta como un punto común

entre su filosofía y la de Rancière la pregunta por los modos de desarticulación o

“deconstrucción” de la relación entre conocimiento y poder, que tiene su origen en el

contexto de revuelta y contestación obrera y estudiantil. Para este autor, la pregunta se

desarrolló en una forma más compleja, como sigue:

¿si es necesario deponer la autoridad del conocimiento, instituido como una función

reaccionaria en las figuras opresivas en las que el conocimiento es monopolizado, cómo,

entonces, se transmitirá la experiencia? […] ¿Si no es el concepto, sino más bien las

experiencias prácticas y actuales, lo que conforma las verdaderas fuentes de emancipación,

cómo se transmite esta experiencia? En primer lugar, para ser claros, estamos hablando de

la experiencia revolucionaria misma. ¿Cuál es el nuevo protocolo de su transmisión? ¿Qué

emerge una vez hemos desarticulado, desatado y desmontado la autoridad canónica de

poder y conocimiento que ha servido institucionalmente como el espacio de su transmisión?

¿Qué es una transmisión que no es una imposición?

52

La pregunta central planteada a los filósofos a partir del acontecimiento de Mayo era la de

la posibilidad de una transmisión de la experiencia de emancipación, teniendo en cuenta la

ruptura institucional del lógos y su desplazamiento a la calle, la fábrica o el campo. Tras la

lección de los hechos ocurridos en Mayo, ¿seguiría vigente la enseñanza, la lección

tradicional, el maestro, la educación?

Veamos cómo responde Rancière a estas preguntas a través de la figura del maestro

ignorante y relacionémoslas con el recorrido hecho hasta el momento.

1.5. Las lecciones de Jacques Rancière

La lectio de la universidad del siglo XIII consistía en la lectura por parte de un maestro de

un texto determinado. El maestro, para poder ser avalado como tal, tenía una formación

previa que era autorizada institucionalmente, es decir, cumplía con una progresión en los

niveles de saber que iba a la par con una serie de titulaciones (licenciado, maestro, doctor).

El texto no podía ser cualquiera, se trataba de un texto canónico, también avalado

institucionalmente. Finalmente, la lectura no sólo era al pie de la letra, sino que era

comentada y explicada por el maestro. La lectio era, entonces, la relación interna de una

triada: libro, maestro, alumno. El alumno tiene acceso al saber contenido en el libro por

medio de la lectura comentada del maestro. Se trata de una transmisión de saber a partir del

lugar mediador del maestro.

Veamos ahora cómo este sentido de la lección es desviado por Jacques Rancière y cuál es

su papel en relación con los planteamientos de El maestro ignorante.

Lo primero que dice Rancière en su libro es que Jacotot es un lector de literatura francesa

de la Universidad de Lovaina. Esto nos sitúa ya en un contexto determinado: el contexto de

la lección dentro del marco institucional de una universidad europea. Lo que se esperaría de

Jacotot es que hiciera la lección a sus alumnos para transmitirles su saber. Eso era lo que él

mismo esperaba: cumplir con su función de transmitir conocimientos y formar los espíritus

de sus alumnos. Sin embargo, las circunstancias lo pusieron en una posición de ignorancia

con respecto a sus alumnos. Los hechos lo condujeron a una situación trasgresora del

funcionamiento pedagógico normal. El hecho era que la lectio no era posible porque el

53

maestro desconocía la lengua de los alumnos y los alumnos la del maestro. La transmisión

de conocimiento no se podía dar porque, al parecer, no había puente comunicativo alguno.

Aquí habría podido acabar la historia, si no fuera porque las voluntades de los alumnos y la

de Jacotot estaban sujetas en un mutuo deseo: unos querían aprender y el otro quería

enseñarles, unos exigían y el otro respondía a esa exigencia. Fueron las voluntades, pues,

las que llevaron a que la situación se transformara en una transgresión del orden

pedagógico “normal”. Jacotot se encontró por azar con una solución afortunada: una

versión bilingüe del Telémaco, y mandó a sus alumnos a leerla, memorizar el primer libro,

comparar las dos traducciones y elaborar razonamientos propios a partir de las frases

aprendidas de memoria. Esto trajo consigo una revolución interior en el lector de literatura

francesa, es decir, un cambio abrupto en su manera de concebir su propia labor, su ser y su

hacer en el orden social. Lo que el azar puso en su camino, se dinamizó por el ejercicio de

su voluntad y terminó convirtiendose en un acontecimiento, en una disonancia que no deja

de resonar en nuestro presente, en una voz intempestiva que viene a desajustar cualquier

armonía institucional que se pretenda absoluta o necesaria.

La lectio continuó. Podemos decir que seguían existiendo unas relaciones internas en la

triada. Seguía habiendo un libro, unos alumnos y un maestro. Pero todos estos conceptos,

por la situación misma y sin ser planeado así deliberadamente, sufrieron desplazamientos.

Lo importante es observar de cerca, como lo hace Rancière, cuáles son estos

desplazamientos y cuáles son las consecuencias que esto tiene para el pensamiento.

El alumno se convertía en lector, se enfrentaba directamente con el libro. El maestro ya no

mediaba, ya no comentaba, ya no explicaba. El alumno le hacía la lección al maestro, es

decir, el lector (quien se enfrentaba directamente al libro) contaba ahora al antiguo lector

(ahora en una posición de ignorancia) sus búsquedas, sus aprendizajes, el camino que había

seguido para salir del círculo en el que el maestro lo había encerrado. El maestro sólo

comprobaba que la búsqueda se hubiera hecho con atención.

Esto nos pone ante una nueva forma de entender al maestro, al alumno, al libro, a la lectura

y a las relaciones entre éstos. Maestro no es ya quien explica su saber, quien comenta el

54

texto, sino quien comprueba que la búsqueda del alumno sea atenta, es decir, que el alumno

aplique con rigor su inteligencia en el acto de comprensión de la palabra recibida del texto.

Jacotot había sido maestro “por la orden que había encerrado a sus alumnos en el círculo de

dónde podían salir por sí mismos, retirando su inteligencia del juego para dejar que sus

inteligencias se enfrentasen con la del libro” (Rancière, 2003, p. 22). El maestro

(emancipador) es aquel que fuerza al alumno a mantener su atención, tanto en el trabajo

realizado como en su propia capacidad de lograrlo. El maestro ignorante, por su misma

posición, no comprobará lo que el alumno ha encontrado, sino que juzgará si ha actuado

como buscador, si ha empleado con suficiente atención su inteligencia (Rancière, 2003, p.

45). Esto es posible en la medida en que hay un puente, un vínculo común entre él y el

alumno: el libro. El libro es una cosa material, un campo de experiencia sensible común

que dos inteligencias pueden observar, analizar, recomponer, apropiar. El libro no es, como

en la lección del explicador, el baúl que oculta al alumno los secretos que sólo puede

descubrir por la mediación del maestro. Por el contrario, es el referente material común en

el que dos inteligencias se comprueban mutuamente su igualdad.

La clave de este nuevo concepto de lección está en la igualdad. Un ignorante puede ser para

otro ignorante causa de saber si cree que aquél es capaz y lo obliga a reconocerse como

igualmente capaz a los demás. El alumno recibirá esa conciencia de su capacidad y se

lanzará a comprobar que es capaz, en el acto mismo de esta verificación. Esto es lo que el

autor llama una “lección de igualdad”: una actualización singular de la potencia igualitaria

de la inteligencia humana, que es una presuposición que hay que verificar. El maestro es

ahora el que transfiere este estado de ánimo al alumno; es la voz que manifiesta una

voluntad que se hace presente cuando la voluntad del alumno (el reconocimiento del propio

poder de actuar como ser inteligente) flaquea, se distrae, se aminora, se desvanece. “El

hombre –y el niño en particular– puede necesitar un maestro cuando su voluntad no es lo

bastante fuerte para ponerlo y mantenerlo en su trayecto. Pero esta sujeción es puramente

de voluntad a voluntad. Y se vuelve atontadora cuando vincula una inteligencia con otra

inteligencia” (Rancière, 2003, p. 23). Esta relación de fuerzas constituye un tipo de

transmisión diferente a la transmisión y producción de conocimientos de la lectio

tradicional.

55

Desde la experiencia de Jacotot, ya no se transmite una comprensión sobre el texto, una

representación del texto que el alumno deberá, a su vez, reproducir. El maestro transmite

esta “fuerza de voluntad”, que es una voluntad de reconocimiento de sí en tanto que ser

igualmente capaz a cualquier otro ser parlante. La relación de transmisión del presupuesto

de la igualdad entre maestro y alumno (de voluntad a voluntad) pone en relación la

inteligencia del alumno directamente con la inteligencia plasmada en el libro. El alumno

lector ahora tratará de adivinar lo que el escritor (un igual) le está comunicando.

El maestro, entonces, no necesita pasar por el orden progresivo de una formación previa

para acceder a un título que le dé derecho a la enseñanza. El saber y la labor de la

enseñanza quedan disociados. El saber ya no establece una relación de poder, de dominio;

se convierte en un punto de partida y en un camino abierto para el ignorante, un camino que

puede transitar por él mismo. Además, el derecho a enseñar se le entrega a todo el mundo, a

cualquiera que domine su lengua materna. Desde la perspectiva del nuevo concepto de

lección, el saber ya no está mediado institucionalmente y sólo exige el esfuerzo y la

atención constante de los individuos para apoderarse de él.

La experiencia de Jacotot nos muestra que él nunca planeó deliberadamente subvertir el

orden pedagógico normal. Él no quería contribuir a la igualdad social mediante la

educación del pueblo. Su experiencia ocurrió por azar, pero fue reconocida como una

experiencia revolucionaria, que transformaba de manera radical las relaciones dentro de la

lección al introducir en la maquinaria el grano de arena de la igualdad. A partir de allí ya no

podría concebirse la lógica de la institucionalidad pedagógica, que funciona desde siglos en

las universidades y escuelas (y en la sociedad como un todo), como una armonía sin fisuras,

sin tropiezos. El lector de literatura francesa de la universidad de Lovaina, nunca dejó de

ser lector, pero nunca volvió a concebir el sentido de su oficio con los mismos ojos. He allí

uno de los sentidos de la lección como ejercicio de escritura: se trata de atender, mediante

la escritura, a aquellos eventos que, por su carácter aleatorio, inesperado, imposible de

programar o establecer, ocurren por azar; pero que pueden mantenerse y transformar las

vidas cuando son reconocidos, acogidos y anunciados, y las voluntades de los individuos

trabajan constantemente en este triple ejercicio.

56

De parte del libro podemos decir que se trataba de una obra clásica de literatura francesa.

Los alumnos aprendieron, no por un libro de texto que explicaba los elementos y las formas

básicas de la lengua, ni por una gramática especulativa o una filosofía del lenguaje, sino por

su atención, mediante la comparación de traducciones, al uso que un escritor hacía de su

lengua materna para relatar las aventuras de un conjunto de personajes. La literatura,

desterrada del trabajo escolástico, volvía para instalarse en el corazón mismo de la escuela.

La falta de tiempo de la escuela se veía interrumpida por la práctica de un loco que

afirmaba que todo estaba en el Telémaco y que se puede aprender sin maestro explicador si

se aprende este libro, o cualquier otro, y se relaciona con ello todo el resto. Un ignorante no

necesitaba convertirse en licenciado, maestro y doctor para aprender y enseñar, esto es, no

necesitaba pasar por el orden pedagógico progresivo para ingresar al gremio de los que se

dedican al saber. Éste ya no era más un gremio, sino una posibilidad abierta a cualquiera

capaz de reconocerse como participante igual en la potencia común de la inteligencia. La

lectura del libro de literatura permitía este reconocimiento, en la medida en que invitaba a

cada quien a crear, a vivir y a contar sus propias aventuras intelectuales, sin imponer una

única visión de mundo o comprensión de los hechos.

Ahora bien, desde esta perspectiva, ¿qué podrían ser las lecciones sobre la emancipación

intelectual de Jacques Rancière? La hipótesis que desplegaremos a lo largo de este estudio

es que las lecciones de Rancière son la puesta en escena del nuevo concepto de lección

descubierto empíricamente por Joseph Jacotot. En El maestro ignorante, Rancière no sería

un maestro explicador, el que comenta las lecciones de Jacotot, sería un maestro

emancipador que nos obligaría a mantenernos en nuestro propio rumbo. Rancière estaría

replicando con nosotros, sus lectores, el ejercicio emancipatorio que se da entre Jacotot y

sus alumnos en relación con el Telémaco. Respecto de sus lectores, Rancière es, entonces,

dos cosas: por una parte, un escritor que nos habla como iguales, un hombre que poetiza las

aventuras intelectuales de otro hombre y deja escuchar, por medio del relato, su llamado de

igualdad intelectual. Por otra parte, es un maestro, que a través de su escritura nos transmite

la voluntad de igualdad, nos fuerza a reconocernos como seres intelectuales igualmente

capaces a los demás y nos invita a experimentar con esa voluntad, con esa opinión.

57

En este sentido, la emancipación intelectual no es sólo el objeto de indagación de El

maestro ignorante, sino un ejercicio realizado en la escritura y comprobado por el lector

atento. Apostamos, pues, por unas lecciones de, en y hacia la emancipación intelectual, y

no sólo acerca de ésta. La historia, el cuento, la fábula de Jacotot no es sólo una curiosidad

pedagógica, sino una puesta en escena de aquella potencia de subversión contenida en dicha

experiencia pedagógica. Esta puesta en escena es una reconfiguración de las relaciones de

poder y conocimiento, que genera un efecto polémico, en primer lugar, con respecto a las

divisiones y funciones de la universidad y sus disciplinas; y, en segundo lugar, con las

divisiones y repartos de funciones, puestos y poderes en la sociedad como conjunto.

En cuanto a la lección como forma de escritura en relación con la situación del texto,

podemos decir que Rancière se distancia de las formas “normales” de la situación particular

de la relación maestro-discípulo. El maestro ignorante no es el Sócrates que pregunta para

demostrar al interlocutor los vacíos de su discurso. Rancière no está preocupado por

transmitir un arte de vivir, pero su ejercicio tampoco es la transcripción escrita de una

cátedra oral. Si bien podríamos considerar que El maestro ignorante constituye un ejercicio

dirigido a tener un efecto en el lector y, en cierto sentido, a transformar su visión de mundo,

el texto, a diferencia de lo plateado por Hadot con respecto a las filosofías antiguas, no está

dirigido a un destinatario específico, sino precisamente al lector “cualquiera”, aquel que

posiblemente reconozca en sí mismo, en tanto que individuo, la potencia universal del

pensamiento. En cierto sentido, las lecciones podrían ser ejercicios de una filosofía

entendida como una práctica y relacionada con un modo de vida, pero no exactamente en el

mismo sentido expresado por Hadot. La hipótesis de trabajo en este punto es que si bien la

“filosofía panecástica”, que analizaremos en detalle más adelante, es una práctica de

experimentación con la igualdad de las inteligencias, la filosofía, de acuerdo con los

planteamientos de Rancière, no ayuda a nadie, no enseña a nadie cómo vivir. Esto no

implica que la filosofía no tenga relación con la vida y se reduzca a ser un conjunto de

estudios universitarios, pero esta relación con la vida no es la de un metadiscurso o

reflexión que permita al filósofo enseñar a otros cómo vivir mejor15

.

15

Este punto se profundizará en la Lección de filosofía.

58

El maestro ignorante está escrito a manera de lecciones, en el sentido de enseñanzas de los

hechos experimentados por el maestro emancipador y cómo ellos transforman, y pueden

seguirlo haciendo, algunas vidas. Las lecciones no son el resultado o la reproducción escrita

de las clases de un profesor de filosofía que se apropia de los objetos de las otras disciplinas

y se pone a comentar los archivos obreros del siglo XIX. Las lecciones son el resultado de

un trabajo poético del autor, que al traducir a las preocupaciones presentes la experiencia de

Jacotot, genera un efecto de conmoción, incertidumbre y a la vez vitalidad en el lector,

pruebas subjetivas de que en la lectura se está realizando un ejercicio de emancipación

intelectual.

Esta hipótesis de trabajo será verificada a lo largo de este estudio desde tres puntos de vista:

la perspectiva pedagógica, la filosófica y la política. No es nuestra intención separar

disciplinariamente las lecciones de Rancière. No creemos que estas lecciones sean

enseñanzas diversas del autor para epistemes distintas. No obstante, cada enfoque permite

una organización de las cinco lecciones en tres cuestiones que son explícitamente

enunciadas por Rancière y desarrolladas como relatos que, sin duda, polemizan con cada

una de estas disciplinas.

59

2. LECCIÓN DE PEDAGOGÍA: LA LECCIÓN DEL IGNORANTE

2.1. El encuentro polémico entre la filosofía y la pedagogía: una cuestión de sentido

Partimos de la siguiente hipótesis: la lectura de El maestro ignorante puede configurarse

como una experiencia formativa, que incumbe a todos, pero especialmente a aquellos que

ya ejercen o están en busca del oficio de enseñar. Por medio de esta hipótesis no buscamos

otorgar ningún privilegio al quehacer del maestro ni a la perspectiva pedagógica en el

abordaje del texto. Nada más alejado de los planteamientos de El maestro ignorante que la

preeminencia de un saber o un oficio sobre los otros. Nuestro interés no es disciplinario en

absoluto; no buscamos asignar un lugar a cada disciplina dentro de un orden jerárquico, que

da a cada una “lo que le es propio”, que reparte objetos y modos de discurso a cada

combatiente en un tiempo de pacificación en la guerra de discursos16

. No buscamos

concertar pactos o acuerdos sobre el lugar que corresponde a cada saber, a cada disciplina o

a cada episteme, dentro del establecimiento de órdenes intelectuales. Jacotot enseñaba que

no existen diversos órdenes de inteligencia:

la misma inteligencia crea los nombres y crea los signos de las matemáticas. La misma

inteligencia crea los signos y crea los razonamientos. No existen dos tipos de espíritu.

Existen distintas manifestaciones de la inteligencia, según sea mayor o menor la energía que

la voluntad comunique a la inteligencia para descubrir y combinar relaciones nuevas, pero

no existen jerarquías en la capacidad intelectual (Rancière, 2003, p. 41).

Si las disciplinas son, tal como afirma Rancière, modos de pacificación, es decir, maneras

de “reducir una manifestación disensual de la relación de la vida con el pensamiento”

(2004, p. 24)17

, nos interesa atravesar las fronteras acordadas entre las disciplinas para

buscar el encuentro polémico de la filosofía con la pedagogía, que es aquello en lo que

consiste El maestro ignorante. Este encuentro no es más que una instancia en la que se

pone en escena una configuración de las relaciones de lo sensible y de lo pensable,

constante dramaturgia en los textos de Rancière. La filosofía se desplaza para ir al

16

La idea de “guerra de discursos” se profundiza en la Lección de filosofía. 17

Las citas del texto La philosophie en deplacement (2004, pp. 11-36) son tomadas de la traducción realizada

personalmente (ver Anexo A).

60

encuentro con la pedagogía y, así, mostrar que ninguna disciplina, ningún oficio ni ninguna

función social en particular puede arrogarse como privilegio el derecho de experimentar la

aventura del pensamiento.

Con esta apuesta de lectura nos acercamos a la interpretación de Walter Kohan, quien

afirma que la experiencia formativa aludida no puede limitarse a un aspecto disciplinar. En

palabras de Kohan: “me importa explorar en qué sentido la lectura de El maestro ignorante

puede constituir una experiencia formativa interesante, sobre todo para aquellos que ya

tienen o están en busca del oficio de enseñar” (Kohan, 2003, p. 56). Podemos interpretar

este abordaje como descubrimiento o manifestación de una relación singular entre dos

disciplinas, que quebrantan sus fronteras al encontrarse en torno a un objeto común. Este

encuentro tiene un carácter polémico, pues se trata de cómo se concibe la apuesta por la

igualdad en el acto de enseñanza. Afirma Kohan (2003, p. 56): “lo que está en juego al leer

El maestro ignorante es el sentido con el que ejercemos el pensamiento aquellos que

trabajamos en educación”. Expliquemos este carácter polémico, en relación con la

interpretación de Kohan.

De acuerdo con los propósitos de Lengua materna, expresados por el mismo Jacotot, no se

trata de exponer una teoría pedagógica, ni de la prescripción de los mejores métodos

pedagógicos, sino de un “método”, es decir, una manera de marchar18

. Y “a cada paso, es el

sentido de la marcha lo que cuenta. Existe en efecto una elección inicial e irreversible entre

dos modos de marchar: se va de lo que se ignora a lo que el maestro sabe, o se va de lo que

ya se sabe a un nuevo conocimiento; se verifican incapacidades o se verifican capacidades”

(Rancière, 2008, p. 17). Lo que está en juego en El maestro ignorante es ese sentido de la

marcha, es decir, los presupuestos implicados en el acto de enseñanza y sus respectivas

consecuencias. Se puede partir de la igualdad como un presupuesto por verificar o se puede

buscar la igualdad como fin a alcanzar. Es en el cuestionamiento de este sentido que la

filosofía puede decir algo a la pedagogía y que la pedagogía puede prestar sus historias o

18

“Me propongo exponerles la marcha que es preciso seguir para adquirir conocimientos sin mucho esfuerzo

y con economía de tiempo” (Jacotot, 2008, p. 25).

61

casos a la filosofía para que se produzca, fruto de este encuentro, una escena de disenso con

respecto al poder de pensar.

La filosofía y la pedagogía encuentran un espacio común en la medida en que trazan una

línea específica entre sus modos de discurso, es decir, entre estas dos manifestaciones

diversas de la potencia intelectual común. Pero este encuentro no es el de un consenso

sobre un objeto común, que definiría “los datos mismos de la discusión y las posturas

posibles dentro de esa discusión” (Rancière, 2009b, p. 123), por ejemplo, la postura

esperada de la filosofía como metadiscurso reflexivo o legislador respecto de la pedagogía.

Por el contrario, éste es un escenario común entre disciplinas cuyas determinaciones se

encuentran en entredicho, se muestran inciertas. En este escenario no hay acuerdo acerca de

los datos sensibles del caso pedagógico, en el que el relato filosófico trasgrede la forma

“normal” de concebir y practicar el acto pedagógico.

Rancière está interesado en un encuentro con la pedagogía (así como con la historia, la

sociología, el estudio literario o el cine) porque ese encuentro pone en juego un “conflicto

de vidas”, esto es, una manera polémica, con respecto a los presupuestos de las pedagogías,

de separar las existencias de su destinación; una manera por la cual el pensamiento se

prueba susceptible de apoderarse de cualquier cuerpo, en cualquier lugar, en cualquier

tiempo (Rancière, 2004, p. 25). Este conflicto de vidas, como lo llama Rancière, tiene lugar

con respecto a la pedagogía porque ésta es, junto con la historia, la disciplina que se

encarga del tiempo: “que hace del tiempo un principio de adecuación entre lo sensible y lo

pensable, entre el desarrollo del niño y del pueblo-niño y su aptitud de albergar el

pensamiento y el saber” (Rancière, 2004, pp. 25 y 26). El acercamiento de Rancière a la

pedagogía, como lo mostraremos también en la Lección de filosofía, no consiste en

proponer una reforma pedagógica o una crítica a los métodos tradicionales, en favor de una

pedagogía activa, sino en confrontar un sentido de la marcha pedagógica a otro: la

afirmación de la capacidad del alumno a la presuposición de su incapacidad.

En suma, el sentido de narrar la experiencia igualitaria de Jacotot está en producir una

reconfiguración de lo sensible, dirigida a la forma en la que la lógica desigualitaria de las

pedagogías opera (así éstas sean activas): reproduciendo la brecha entre las inteligencias

62

por el mismo acto que pretende reducirla. Esta reconfiguración es el escenario común y a la

vez polémico de las disciplinas, del que hablábamos antes; el escenario en el que el empleo

del tiempo del pedagogo encuentra el mito platónico del reparto de metales en las almas de

los ciudadanos, y el relato ranceriano de los obreros emancipados por la Enseñanza

universal, y, así, se desmarca de las formas comunes de encuentro entre la filosofía y las

demás disciplinas. En una palabra, éste es el escenario en el que la filosofía halla su línea

de escape y se desplaza, des-identificándose de los destinos establecidos para ella.

2.2. ¿En qué sentido El maestro ignorante puede ser formativo?

Teniendo lo anterior en cuenta, ¿en qué nos basamos para afirmar que la lectura de El

maestro ignorante puede configurarse como una experiencia formativa? ¿No es este texto,

precisamente, un cuestionamiento de todos los métodos de formación o, más radicalmente,

de la idea misma de formación?

Si bien, como afirma Kohan (2003, p. 56), el libro “nos fuerza a poner en cuestión el modo

y el sentido con que enseñamos, las fuerzas que nos mueven a hacerlo, las políticas que,

sepámoslo o no, afirmamos en nuestra práctica”, esto no significa que promueva una

reforma a los sistemas de enseñanza. No es cuestión de oponer un sistema a otro, un orden

de procedimientos a otro.

No se trata, claro, de “transformar” el modo en que pensamos el enseñar y el aprender.

Tampoco es cuestión de dejar de hacer lo que hacemos para hacer lo opuesto. Se trata, al

contrario, de pensar por qué esta forma de educación emancipadora se encuentra en las

antípodas de lo que se tornó evidente en nuestras teorías y nuestras prácticas (Kohan, 2003,

57).

El libro en cuestión no es formativo en el sentido de que incite o indique nuevas formas de

enseñar y aprender. Rancière no se cansa de decir que el método de Jacotot es, en realidad,

el más viejo y el más universal; que no es una forma de enseñanza entre otras porque, de

hecho, es el método del alumno, la marcha universal de la inteligencia cuando la voluntad

se ve en la necesidad de activar el ejercicio autónomo de aquella potencia, dado el apremio

o la urgencia de las circunstancias. De acuerdo con la experiencia de Jacotot, lo esencial no

63

es el orden en los procedimientos, éste es indiferente a la hora de emancipar. Lo esencial es

el principio del que parte la enseñanza: la igualdad o la desigualdad.

El maestro ignorante no es una explicación abstracta sobre los fines y los medios de la

educación, pero tampoco es una prescripción pragmática. En este sentido, no instruye, no

forma a los maestros; no es un libro para que los maestros formen mejor a sus alumnos,

mejoren sus prácticas pedagógicas. Ya lo dijimos, es un libro polémico, un ejercicio

filosófico que cuestiona las “evidencias ciegas” sobre las que reposa toda una lógica, toda

una manera de concebir el mundo y de proceder en él. El maestro ignorante es un relato

filosófico de una experiencia pedagógica revolucionaria, es decir, pone en escena una

historia de vida y desarrolla sus consecuencias filosófico-políticas. En últimas, este texto

apela a hechos, gira en torno a ellos, los describe y los interpreta de acuerdo con una

hipótesis igualitaria. Rancière explicita el carácter formativo de esta historia pedagógica

(con „h‟ minúscula), que resulta intempestiva: “la historia de la pedagogía ciertamente tiene

sus extravagancias. Y éstas, en tanto que se deben a la propia extrañeza de la relación

pedagógica, fueron frecuentemente más instructivas que las proposiciones más racionales”

(Rancière, 2002, p. 9). La escucha de la voz intempestiva de Jacotot, que constituye el

ejercicio filosófico que aquí estudiamos, tiene un sentido formativo dirigido a que “el acto

de enseñar jamás pierda enteramente la conciencia de las paradojas que le dan sentido”

(Rancière, 2002, p. 9).

En efecto, si el acto de enseñanza pone en relación dos capacidades intelectuales en el

ejercicio de la palabra, El maestro ignorante es un ejercicio en el que está en juego la

escucha, la escucha de la voz inaudita y disonante de Jacotot, tanto por parte de Rancière,

que la contratraduce y la traduce de nuevo en su ejercicio de escritura, como por parte de

nosotros, que la contratraducimos y la traducimos por medio de la escucha del relato de

Rancière. Es en este ejercicio de escucha donde radica la experiencia formativa por la que

apostamos. La escucha de una historia, de unos hechos interpretados mediante un relato, de

unos hechos sobre los que se producen unos razonamientos, deja a su paso una conciencia

sobre el acto de enseñar. Pero esta conciencia, lejos de armonizar con la institucionalidad

pedagógica, polemiza con las evidencias que normalmente guían el acto pedagógico.

64

Rancière afirma que Jacotot, en el siglo XIX, seguía siendo un hombre del siglo pasado, y

que su experiencia era, “a pequeña escala, una experiencia filosófica al estilo de las que se

apreciaban en el siglo de la Ilustración” (Rancière, 2003, p. 10). Esto convierte a Jacotot en

un personaje intempestivo en su propia época, pero incluso también para nuestro presente.

Como decíamos, Rancière escenifica una historia, trae un hecho polémico del pasado para

litigar en nuestro presente. Esta historia tiene actualidad en la medida en que no es una

simple curiosidad, sino que contiene una potencia de subversión que, hoy más que nunca,

nos es significativa, pues se trata del ejercicio de escucha de la palabra del otro, como una

verificación de la igualdad. Esto es lo que, más adelante en la Lección de filosofía,

llamamos un método de igualdad o una filosofía panecástica.

Recojamos lo dicho hasta el momento: el relato de vida de Jacotot es formativo para el

lector en el presente, en la medida en que produce una toma de conciencia, que tiene un

carácter polémico. Pero, ¿en qué consiste este carácter?

2.2.1. La lógica explicadora y la emancipación intelectual

La toma de conciencia aludida tiene que ver con las paradojas que constituyen el acto de

enseñanza. Una paradoja es una evidencia que resulta contrariada por otra evidencia, antes

insospechada o no explicitada. Las paradojas de las que habla Rancière tienen que ver con

un hecho que contraría unas formas de razonar en torno a la enseñanza, lo que el autor

llama una „lógica‟. En este caso, se trata de la lógica de la explicación, “esa evidencia ciega

de cualquier sistema de enseñanza: la necesidad de explicaciones” (Rancière, 2003, p. 12).

Pasamos a explicar esa lógica y el modo en que la experiencia de Jacotot la contraría.

La experiencia inicial de Jacotot muestra que él no impartió ninguna explicación a sus

alumnos sobre los principios elementales de la lengua francesa y, aun así, ellos aprendieron

a usar el francés para comprender lo que Fenelón comunicaba en Telémaco, hacer

improvisaciones y relatar sus propias aventuras con las palabras de otros, que

memorizaban. “Entonces, ¿eran superfluas las explicaciones del maestro? O, si no lo eran,

¿a quiénes y para qué eran entonces útiles esas explicaciones?” (Rancière, 2003, p. 12). La,

así llamada, lógica de la explicación, consiste en afirmar que la explicación del maestro es

65

necesaria para el aprendizaje del alumno. El argumento se puede sintetizar de la siguiente

manera:

Aprender es conocer una materia. Nadie conoce realmente más que lo que ha comprendido.

Entonces, para aprender es necesario comprender la materia estudiada. La tarea principal

del maestro es transmitir sus conocimientos al alumno para que éste conozca la materia que

el maestro enseña. Pero, para comprender, es necesario que se haya dado una explicación,

“que la palabra del maestro haya roto el mutismo de la materia enseñada” (Rancière, 2003,

p. 12). El maestro, entonces, tendrá como función elevar gradualmente y de manera

organizada al alumno hacia su propio saber, que es lo que llama Rancière un orden

progresivo.

Ésta era la conciencia inicial de Jacotot, antes de su revolución interior: “enseñar era, al

mismo tiempo, transmitir conocimientos y formar los espíritus, conduciéndolos, según un

orden progresivo, de lo más simple a lo más complejo” (Rancière, 2003, p. 11). La

evidencia ciega, de la que hablamos aquí, es que la función del maestro es explicar.

Explicar no es una simple indicación, una simple orden o instrucción. Explicar no es

cualquier acto de palabra; es, en el contexto específico de la experiencia de Jacotot, un acto

de habla por el cual un maestro, que sabe una materia, elabora para un alumno, que no la

sabe, un conjunto de razonamientos destinados a hacer comprender al alumno dicha

materia. La explicación es un desdoblamiento del discurso contenido, por ejemplo, en un

texto, o en cualquier otra obra del arte humano (una pintura, una película, un performance);

es un metadiscurso impartido a otros desde la posición de autoridad-saber sobre un

discurso, no necesariamente destinado a hacer comprender una cosa al receptor de ese

discurso. Pero explicar también implica una presuposición, generalmente no explicitada: la

presuposición de que el explicado no tiene los elementos suficientes para comprender por sí

mismo la materia o la obra explicada, de que necesita al maestro explicador.

Muchas veces este argumento se pretende basar en razones de tiempo y eficacia: la

necesidad de la explicación radica en que se necesita aprender en poco tiempo y de manera

eficaz un contenido que de otra forma sería demasiado demorado de aprender y demasiado

incierto en tanto que resultado de aprendizaje. La necesidad de explicación se basa, desde

66

este argumento, en la seguridad que supuestamente proporciona un orden o un sistema

progresivo de enseñanza. En el fondo, la pedagogía explicadora tiene como propósito un

progreso en el saber, la reproducción de conocimientos para que las nuevas generaciones

aumenten el saber rápida y seguramente. Un ataque a esta lógica significa un ataque a esas

aparentes seguridades y velocidades.

Por otra parte, la necesidad de explicaciones parte de un argumento relacionado con

complejidades en una historia concebida progresivamente. Los avances en los

conocimientos y el arte humanos han llegado a tal grado de complejidad que es bastante

difícil (o imposible) que los individuos solos y por sí mismos, sobre todo si son niños,

campesinos u hombres de pueblo, lleguen a apropiarse de estos conocimientos o artes. De

hecho, los niños, los campesinos y los hombres de pueblo tienen en común que, por el

transcurso de las circunstancias, no han podido recibir una “educación de calidad”, es decir,

no han podido pasar “profundamente” por el orden progresivo exhaustivo del sistema de

educación institucional. Esta condición, tantas veces naturalizada (por diversas razones y en

diversas aplicaciones, como las razones de género, las dotes genéticas o raciales, etc.), los

excluye del país del conocimiento, de la intelectualidad o la cultura, es decir, del avance y

la actualidad, confinándolos a un mundo de sombras y prejuicios. En este sentido, la

explicación en una “educación de calidad” consiste en “poner en evidencia los elementos

simples de los conocimientos y hacer concordar su simplicidad de principio con la

simplicidad de hecho que caracteriza a los espíritus jóvenes e ignorantes” (Rancière, 2003,

p. 11). Esta educación tiene como resultado un orden en el que se va de lo simple a lo

complejo, permitiendo dividir el sistema en “clases” según el grado de avance, donde en lo

más alto se encuentran los “primeros de la clase”, los mejores, y las autoridades

establecidas por su posición con respecto a la complejidad y el tiempo de formación

requeridos para el conocimiento. Esto quiere decir que, combinando las dos funciones

asignadas al maestro, la explicación no sólo transmite conocimientos, sino que forma los

espíritus, los dispone para la comprensión.

Generalmente, esta lógica explicadora reposa sobre una teoría del sujeto (por ejemplo, el

sujeto psico-cognitivo). Desde Kant, e incluso antes, se concibe al sujeto humano como un

67

conjunto de facultades, cada una con una función específica: entendimiento, sensibilidad,

imaginación, gusto, juicio, etc. Aunque desde esta perspectiva se concibe al sujeto como

una unidad, se lo divide en dominios estructurados. Aplicadas a la pedagogía, estas teorías

del sujeto conciben una sucesión en el desarrollo del niño por estadios de logro cognitivo.

En el terreno de la educación formal esta concepción hace analogía: se establecen

divisiones por facultades, cada una con una forma disciplinaria y un saber específico, pero

estructuradas en una unidad, que, sobre todo últimamente, se ha querido hacer funcionar

como interdisciplinariedad.

Rancière cuestiona estas concepciones del sujeto cuando se combinan con la acción

explicadora del maestro. Una de las críticas hechas por los partidarios del Viejo, como lo

llama Rancière, a la Enseñanza universal es que su principio “aprender alguna cosa” denota

sólo un ejercicio de memoria, por ejemplo, en el ejercicio de repetición de frases ya hechas

en el Telémaco. A este ejercicio de memoria aquéllos oponen los métodos que forman

integralmente al sujeto de aprendizaje: forman el gusto, la imaginación, el entendimiento,

el juicio, de manera metódica, evitando el azar en los aprendizajes. Estos métodos

formativos suponen un tipo de sujeto al cual se quiere llegar y buscan los medios más

eficaces para alcanzar ese propósito. El alumno pasa, entonces, por una serie de lecciones

destinadas a que él alcance esa forma esperada con la guía y la supervisión constante del

maestro. Para quienes trabajamos en educación esta forma de proceder que parte de

establecer objetivos, resultados de aprendizaje, para determinar estrategias, metodologías y

didácticas de enseñanza, nos resulta del todo familiar; es la forma procedimental más

común y más aceptada de las pedagogías.

Rancière se distancia, en su obra dedicada a la pedagogía, de estos procedimientos y estas

concepciones pedagógicas. Jacotot descubre el modo en el que opera el sujeto humano

cuando se ve en la necesidad de apropiarse de su poder intelectual y aprender algo por sí

mismo, el mismo poder usado por el niño pequeño cuando se ve en la necesidad de entrar

en el mundo social de los adultos y aprender su lengua materna. Esta marcha es en cierta

medida azarosa: no procede por un orden progresivo de razones guiado por unas facultades

“superiores”, sino por retención, atención, memoria, repetición, corrección, comparación,

68

en una palabra, por ensayo y error. Los alumnos de Jacotot se enfrentaban con frases y

libros completos, que un hombre había escrito para otros hombres sin ningún otro propósito

que contar a sus semejantes sus aventuras intelectuales. Ninguna palabra mediadora o

metadiscurso del maestro se interponía entre los alumnos y el libro. Éstos estaban obligados

a adivinar lo que el autor quería comunicarles, a comprender sus signos, a hacerse una idea

de lo que el autor quería decir (contratraducir). Para ello, pusieron en juego los mismos

recursos y procedimientos que utiliza el niño pequeño, mas no consultaron una gramática

que les explicara las estructuras y elementos de una lengua desconocida para ellos.

Los resultados de la experiencia de Jacotot se presentan como una revelación: “es necesario

invertir la lógica del sistema explicador” (Rancière, 2003, p. 15). Rancière pregunta a quién

y para qué sirven las explicaciones. Desde el punto de vista del hecho descubierto por

Jacotot, las explicaciones no sirven al alumno para remediar su incapacidad de

comprensión. El maestro explicador no es necesario para el alumno, sino que es el alumno

el que es necesario para el maestro explicador. “El explicador es el que necesita del incapaz

y no al revés, es él el que constituye al incapaz como tal. Explicarle alguna cosa a alguien,

es primero demostrarle que no puede comprenderla por sí mismo” (Rancière, 2003, p. 15).

La „lógica‟ que resumíamos en el argumento de la necesidad de explicaciones es descrita

por Rancière como una concepción de mundo. En esta concepción explicadora del mundo

la incapacidad es una ficción estructuradora: “antes de ser el acto del pedagogo, la

explicación es el mito de la pedagogía, la parábola de un mundo dividido en espíritus sabios

y espíritus ignorantes, espíritus maduros e inmaduros, capaces e incapaces, inteligentes y

estúpidos” (Ranciére, 2003, p. 15). Esta parábola divide la inteligencia en dos, una inferior,

que procede al azar, por repetición, memoria, atención, ensayo y error, y otra superior, que

procede metódicamente, de lo simple a lo complejo.

La experiencia de Jacotot llevaba a una ruptura con esta lógica (este argumento), con este

mito (cierta concepción de mundo), su estrategia predilecta (la división) y su ficción

estructurante (la incapacidad). Las pedagogías parten del principio de que educar es

transmitir conocimientos del maestro sabio al alumno ignorante. A partir de allí debaten

sobre los mejores métodos para lograr esa transmisión: pedagogía activa, pedagogía

69

tradicional, constructivismo etc. El sentido de la marcha de la Enseñanza universal no le

permite entrar en esa comparación con respecto a la eficacia en el aprendizaje. El sentido es

otro, no se trata de la transmisión del saber del maestro, sino del ejercicio de la libertad:

La confrontación de los métodos supone un acuerdo mínimo sobre los fines del acto

pedagógico: transmitir los conocimientos del maestro al alumno. Ahora bien Jacotot no

había transmitido nada. No había utilizado ningún método. El método era puramente el del

alumno. Y aprender más o menos rápido el francés es, en sí mismo, una cosa de poca

trascendencia. La comparación no se establecía ya entre métodos sino entre dos usos de la

inteligencia y entre dos concepciones del orden intelectual. La vía rápida no era la de una

pedagogía mejor. Era otra vía, la de la libertad (Ranciére, 2003, p. 23).

2.2.2. ¿Qué tipo de subjetivación se opera en la lectura?

Es aquí donde adquiere sentido la afirmación que hacíamos sobre el carácter polémico de la

toma de conciencia implicada en el relato filosófico de Rancière. El maestro ignorante

constituye una experiencia formativa no porque conduzca a los maestros desde su

ignorancia o estado de prejuicio hacia un saber pedagógico crítico o una metodología

mejor, al saber pedagógico de Jacotot, sino porque confronta una concepción de mundo con

su contraria, con una versión de mundo configurada desde el principio de la igualdad, la

afirmación de la capacidad de todos. La conciencia inicial del lector atento de El maestro

ignorante es la de la concepción explicadora del mundo. La escucha atenta de la voz de

Jacotot es una toma de conciencia de esa otra vía, la vía de la emancipación.

En el caso del oficio del maestro, se trata de la toma de conciencia sobre el acto de enseñar,

comprendido desde la contrariedad desplegada por la experiencia de Jacotot. Esta

conciencia se torna paradójica. Jacotot no sólo contrapone argumentos a los argumentos del

Viejo, antes bien, contrapone un hecho al que subyace una opinión, una “ficción” diferente

a la ficción explicadora. En la Enseñanza universal, el alumno se constituye como capaz, es

forzado a reconocerse como tal. La evidencia de la necesidad de explicaciones queda

cuestionada por un hecho que implementa una marcha diferente: se parte de la capacidad en

acto del alumno (de un saber previo) y se verifica que es capaz de comprender por sí mismo

70

lo que aún no conoce. Esta evidencia contrariada por otra evidencia, hasta el momento

insospechada o desatendida, resalta las paradojas que constituyen el acto de enseñar.

Primero está la paradoja que establece un privilegio de la palabra hablada del maestro

explicador sobre la palabra escrita del libro. Se pensaría que las palabras escritas,

materialmente más estables, facilitarían más el aprendizaje del alumno, por estar

disponibles de manera más duradera para él. Sin embargo, la lógica explicadora determina

que la palabra hablada del maestro, menos perdurable, es necesaria para el aprendizaje de

los razonamientos escritos. Esta paradoja se encuentra con una segunda: se pensaría que lo

que mejor se aprende es lo que explica el maestro, pero en realidad un hecho desmiente esta

creencia. El hecho es que las palabras que el niño aprende mejor son las que aprende con

anterioridad a cualquier maestro explicador, las que se apropia en el aprendizaje de la

lengua materna. Este aprendizaje, que se da a través del uso irremediable de la propia

capacidad intelectual, es una experiencia de igualdad universal. Una vez se aprende la

lengua materna, ocurre un olvido de esta experiencia y el niño se acostumbra a ver a través

de los ojos del adulto, del maestro, de los ojos de otros. La emancipación intelectual es el

re-conocimiento de esta experiencia originaria, y la Enseñanza universal es la atención a los

modos del pensamiento que se reactualizan por azar, por necesidad o por urgencia, y que se

repiten en el tiempo y se pueden seguir repitiendo en el presente. Ésta es la razón por la

cual el principio de enseñanza universal es la capacidad en acto del ignorante, es decir, un

saber que es una realización de la capacidad intelectual, una realidad que contiene a la

inteligencia humana virtualmente. Basta hacer ese reconocimiento y re-activar este poder,

alguna vez actualizado.

El azar pone a Jacotot en frente de un hecho. Este hecho es reconocido por Jacotot y

repetido a voluntad en diferentes ocasiones. Este hecho se contrapone a toda una forma de

razonar y de ver el mundo. La potencia que atraviesa esta experiencia es la emancipación

intelectual, en la que el niño, el ignorante, el pobre, se reconocen como sujetos pensantes

igualmente capaces a los demás seres humanos. Esta toma de conciencia, lejos de suponer

una forma subjetiva sólida o fija, se constituye como un ejercicio de desidentificación. El

reconocimiento de sí mismo que realiza el emancipado abre su vida a la experimentación de

71

la libertad: a la aventura intelectual que le da posibilidades de experimentar su

intelectualidad en diferentes campos del saber, sin necesidad de mediaciones sociales,

económicas o burocráticas. Allí radica el carácter polémico de la experiencia formativa: la

evidencia sensible dada, la interpretación del mundo a partir de la ficción desigualitaria, se

ve contrariada por otra interpretación de ese mundo sensible. El ignorante se conoce a sí

mismo de nuevo, reconoce en su saber actual el saber posible, se revela para él la potencia

intelectual universal. Un zapatero, por ejemplo, reconoce en el arte de hacer zapatos una

misma inteligencia que la del escritor. El zapatero emancipado reconoce en su obra un

lógos, una huella humana, una potencia intelectual igual que la de cualquier otra obra

humana.

Podemos hablar, entonces, de un ejercicio de subjetivación en El maestro ignorante, en el

cual, si bien hay un conocimiento de sí en tanto que sujeto pensante, una conciencia o

atención a sí mismo como criatura razonable, esta conciencia permanece en litigio con una

forma de subjetivación establecida en un orden social jerárquico. Esto es lo que Rancière

llama un desvío, un écart, con respecto al sentido común dado. La “evidencia” que asigna

al ignorante a ser explicado se desvía por un hecho cuyo principio, opinión o ficción es la

igualdad, en lugar de la desigualdad. El ignorante hace una apropiación de sí mismo, en

tanto que se apropia de su capacidad de producir obras con un lenguaje (zapatos, cuentos,

poemas, artefactos o teorías), pero al mismo tiempo esta apropiación implica una des-

identificación con respecto a la estructura subjetiva dada: la del zapatero incapaz, la de la

instancia inferior de la inteligencia en la división jerárquica de ésta.

Nuevamente decimos que este acto de apropiación ocurre en el ejercicio de escucha y de

comunicación. En la escritura se efectúa un ejercicio de desbalance con respecto a una

configuración dada de conocimiento e ignorancia. El alumno lector del Telémaco opera en

su lectura un olvido de la lógica desigualitaria que lo mantiene atado a “su” lugar dentro del

orden social y adquiere, así, un conocimiento de una lógica diferente: la de una creencia en

su propia capacidad y en la de los demás, que se le revela en la atención a su acto, en tanto

que acto de lógos. El maestro es el que transmite, no su saber mediante las explicaciones,

sino esa voluntad de olvido y de atención implicada en la opinión de la igualdad de las

72

inteligencias. “¿Qué es un maestro ignorante? Es un maestro que no transmite su saber y

que no es más el guía que conduce al alumno por el camino, que es puramente la voluntad,

que dice a la voluntad quién está a punto de encontrar su camino y, por ello, de ejercer por

sí mismo su inteligencia para hallar dicho camino” (Rancière, 2009b, p. 412).

Este acto paradójico de subjetivación, en tanto que apropiación y a la vez des-

identificación, conlleva un desvío o desplazamiento del concepto de „maestro‟ en relación

con el concepto de „lección‟19

.

2.2.3. “Maestro” y “lecciones”

Rancière afirma que el método de Jacotot no es comparable con otros métodos pedagógicos

por no participar en el acuerdo de que el fin del acto pedagógico es la transmisión de

conocimientos. “Jacotot no había transmitido nada. No había utilizado ningún método. El

método era puramente el del alumno” (Rancière, 2003, p. 23). Sin embargo, la figura del

maestro no desaparece de la escena. Ésta es una instancia manifestación de lo que Rancière

llama “desacuerdo”20

. Sigue habiendo maestro y enseñanza, y en cierto sentido transmisión,

pero estas palabras no denotan lo mismo que se entiende comúnmente en el acto

pedagógico. “Los alumnos aprendieron sin maestro explicador, pero no por ello sin

maestro. Antes no sabían, y ahora sabían. Luego Jacotot les enseñó algo. Sin embargo, no

les comunicó nada de su ciencia. Por lo tanto no era la ciencia del maestro lo que el alumno

aprendía” (Rancière, 2003, p. 22).

Recordemos que la relación pedagógica involucra dos inteligencias y dos voluntades. La

explicación une las inteligencias, es decir, subyuga una a la otra. Esto quiere decir que las

comprensiones que ha logrado la inteligencia del maestro, por ejemplo sobre un libro, se

quieren imponer a las comprensiones posibles del alumno. Explicar, en tanto que producir

razonamientos que buscan hacer comprender otros razonamientos, es disminuir una

capacidad intelectual con respecto a prevalencia de la otra, hacer coincidir las capacidades

de interpretación en la confluencia de una sola comprensión, hacer sucumbir al espíritu a

19

Cf. el primer capítulo de este trabajo. 20

Esta idea se profundiza en la Lección de filosofía.

73

las leyes de gravitación de la materia. Rancière usa una metáfora astronómica como imagen

del acto explicativo. Cada inteligencia permanece en su propia órbita, en su rumbo, siempre

y cuando sea fiel a sí misma, permanezca atenta, sea veraz, gire en torno a la verdad. Habrá

desviación y, por tanto, distracción, si la inteligencia sucumbe a la imposición de otra, si es

atraída por otra, es decir, cuando hay reunión de partículas intelectuales en torno a un

centro, a una verdad, a un consenso.

En la experiencia de Jacotot la función de sabio y de maestro, unidas en el acto explicativo,

se disocian. La inteligencia del maestro se retira del juego y lo único que queda de la

relación pedagógica es una sujeción de voluntades: unos alumnos que quieren aprender y

un maestro que quiere responder a los deseos de sus alumnos. Jacotot “había sido maestro

por la orden que había encerrado a sus alumnos en el círculo de dónde podían salir por sí

mismos, retirando su inteligencia del juego para dejar que sus inteligencias se enfrentasen

con la del libro” (Rancière, 2003, p. 22). Lo que transmite el maestro ignorante a sus

alumnos es, en primer lugar, una orden: “es tu asunto, he aquí el libro, he aquí la plegaria,

he aquí el calendario, he aquí lo que has de hacer, mira los dibujos sobre esta página, dime

lo que reconoces allí” (Rancière, 2009b, p. 416). A pesar de lo que se cree, la orden del

maestro es un primer vínculo igualitario. Por un lado, no sujeta la inteligencia de quien

recibe la orden, sólo su voluntad. Quien recibe la orden puede no estar de acuerdo con ella,

puede pensar lo que quiera de ella y ninguna orden puede garantizar en ella misma que se

crea o se interiorice. Por otro lado, dar una orden es verificar un mínimo de igualdad, pues

quien da la orden debe suponer que quien la recibe es capaz de entenderla y ejecutarla, es

decir, que hay una inteligencia común entre ellos.

Sin embargo, no es sólo la orden lo que hace al maestro emancipador. Para que siga

habiendo maestro y enseñanza debe haber algún tipo de transmisión. En el acto

emancipador hay una transmisión de la voluntad del maestro a través de sus órdenes al

alumno. “¿Qué quiere decir el hecho de “transmitir una voluntad”? Transmitir una voluntad

es algo así como transmitir una opinión. La voluntad puede transmitirse también como

opinión: la opinión de la igualdad o de la desigualdad de las inteligencias” (Rancière,

2009b, p. 416). Las órdenes específicas dadas por Jacotot al alumno estaban encaminadas a

74

que éste recorriera por sí mismo el camino del esfuerzo por comprender las palabras de otro

y del descubrimiento de su propia potencia intelectual en ese recorrido. En últimas lo que

contiene esta transmisión es una opinión: la potencia intelectual de quien escribe el libro es

la misma de quien lo lee.

Precisemos dos conceptos: „opinión‟ y „voluntad‟. Para Rancière la voluntad no es tanto

una instancia de elección como una potencia de movimiento (2003, p. 74). La voluntad es

un esfuerzo de cada uno sobre sí mismo, una autodeterminación del espíritu como actividad

razonable. Para el autor, la voluntad está en relación con la potencia del espíritu humano:

“lo que a nosotros nos interesa es la exploración de los poderes de todo hombre cuando se

juzga igual que todos los otros y juzga a todos los otros como iguales a él. Por voluntad

entendemos esta vuelta sobre sí del ser racional que se conoce actuando” (Rancière, 2003,

p. 77). La voluntad es, pues, una especie de fuerza o impulso, un ánimo que dispara la

potencia intelectual. Es, en resumidas cuentas, lo que posibilita el ejercicio de atención.

Por su parte, la opinión no es, como dicen los explicadores, “un sentimiento que nos

formamos sobre hechos que hemos observado superficialmente” (Rancière, 2003, p. 63). La

opinión no es lo contrario a la ciencia, no son prejuicios o sombras de las verdades.

Rancière acepta que las opiniones no son verdades: “les concedemos que una opinión no es

una verdad. Pero es eso lo que nos interesa: quien no conoce la verdad la busca, y hay

muchos encuentros que se pueden hacer en este viaje” (Rancière, 2003, p. 63). La opinión

es equivalente al principio o a la hipótesis del científico, es decir, algo que puede explicar

algunos hechos pero que es preciso comprobar, verificar experimentalmente, hacer

verdadero. La opinión, empero, nunca se impone como verdad, permanece como hipótesis,

siempre en comprobación. Para decir, por ejemplo, “todas las inteligencias son iguales”

sería necesario disponer de todas las inteligencias posibles y medir sus capacidades. Esto es

imposible, pero la opinión contraria también es imposible de demostrar. La plausibilidad de

la opinión de la igualdad de las inteligencias, no obstante, permite hacer algo, nos lanza a la

experimentación de los poderes de nuestra inteligencia.

Nunca podremos decir: todas las inteligencias son iguales. Es verdad. Pero nuestro

problema no consiste en probar que todas las inteligencias son iguales. Nuestro problema

75

consiste en ver lo que se puede hacer bajo esta suposición. Y para eso nos basta que esta

opinión sea posible, es decir, que ninguna verdad opuesta se demuestre (Rancière, 2003, p.

64).

Se trata, entonces, de disparar esta actitud experimental en nosotros mismos, que nuestra

voluntad disponga la vuelta sobre nosotros mismos como seres razonables, que trabaje en el

sostenimiento de nuestra atención a nuestra potencia intelectual.

El ejercicio de transmisión de la opinión operado por el maestro emancipador es un

ejercicio de ánimo y a la vez de tenacidad, de trabajo sobre nosotros mismos, de vencernos

a nosotros mismos. “Es necesario que yo decida que las inteligencias son iguales. Ahora

bien, decidirlo efectivamente no es simplemente una operación intelectual, es también una

operación de la voluntad, en el sentido de que es una operación que reestructura las

relaciones entre los hombres” (Rancière, 2009b, p. 416). Decidirse por la opinión de la

igualdad de las inteligencias es, a la vez, prestarse a su comprobación, buscar en cada

instancia particular las formas de su verificación; es volvernos discípulos del loco,

panecásticos.

Desde esta perspectiva, la relación maestro-discípulo es completamente trastocada. Jacotot,

nuestro maestro, no es un modelo de sabio a seguir, no es nuestro guía liberador que nos

imparte unos dogmas o un saber. Es un maestro ignorante que nos obliga a reconocernos

como igualmente capaces a los demás. Un maestro es aquel que mantiene al que busca en

su rumbo, es decir, no quien enseña una verdad, quien atrae hacia sí las inteligencias de sus

discípulos, sino quien no deja de comprobar la atención del alumno, para que la voluntad de

éste se mantenga firme en su propia órbita con respecto a la verdad.

He aquí la gran diferencia del maestro ignorante y Sócrates, quien simulaba su ignorancia.

El ignorante se libera no siendo consciente de su ignorancia, sino de su saber,

contrariamente a la lógica pedagógica de Sócrates, que hace consciente al ignorante de sus

falencias para supuestamente liberarlo. Demostrar la incapacidad es ahondar en ella. Por el

contrario, partir de la capacidad del discípulo es demostrarle, en el acto de abandonarlo a sí

mismo, que es capaz y que puede reconocer esta capacidad a cada momento, si acoge y

76

sostiene la opinión de la igualdad de las inteligencias como principio de acción. Este

reconocimiento, la emancipación, significa liberar los poderes de la razón: el poder del

ignorante, contenido en las actualizaciones de su capacidad que ha hecho hasta el momento.

La ficción de la incapacidad se reemplaza, así, por la de la capacidad. El maestro ya no

hace al alumno, sino que “es el discípulo el que hace al maestro” (Rancière, 2003, p. 32).

Ésa es la lección del ignorante. El discípulo hace la lección para el maestro. El maestro no

lee más para el discípulo, no llena de comentarios el texto. El discípulo lee directamente el

texto y hace la lectura para el maestro, quien comprueba si la lectura es atenta o no lo es. El

maestro aparece como una figura intratable:

el padre emancipador no es un pedagogo bonachón, es un maestro intratable. El mandato

emancipador no conoce tratados. Ordena completamente a un sujeto al que supone capaz de

ordenarse a él mismo. El hijo verificará en el libro la igualdad de las inteligencias al mismo

tiempo que el padre o la madre verificará la radicalidad de su búsqueda (Rancière, 2003, p.

55).

El alumno verifica la igualdad con respecto al escritor y al maestro, pues los reconoce como

capaces de comprobar su atención. El maestro es constituido como capaz de hacer la

comprobación de la búsqueda del alumno. En este sentido, dos ignorantes se reconocen

como capaces y hacen la verificación mutua de sus inteligencias.

La lectura directa por parte del ignorante lo libera, lo emancipa. La lectura, antes que

transmitir mensajes, dispara pasiones, provoca un desbalance entre ignorancia y

conocimiento21

. El que se creía incapaz, ignorante, se re-conoce ahora como capaz en su

saber actual, por ejemplo, el dominio de la lengua materna y, así, opera un olvido de la

lógica del incapaz, de la lógica del explicador. El condenado a la explicación, a la sujeción

a otro, se libera de ésta y se apropia de su poder intelectual. A su vez, el maestro explicador

queda anulado por su propia ignorancia, pero es obligado a reconocerse como capaz desde

su ignorancia, como capaz de comprobar la atención del alumno aun desconociendo los

temas de estudio.

21

Este punto y los aspectos relacionados con él se profundizarán en la Lección de filosofía.

77

La lectura directa del ignorante supera la condena platónica de la escritura y des-localiza a

aquellos que se supone que sólo debían hacer “lo que les es propio” en la comunidad justa.

El artesano lee, se reconoce como sujeto pensante, porque el maestro ignorante transmite su

voluntad de olvido de las razones de la desigualdad: un trabajo sobre sí mismo, vencerse a

sí mismo, su menosprecio. Maestro es el que fuerza este trabajo, el que obliga al

reconocimiento, pero también el que invita al lector a invertir su inteligencia no en

mantener las razones de la desigualdad, el menosprecio bajo la consigna “no puedo”, sino

en verificar en cualquier momento y en cualquier parte la consigna “yo puedo, tú puedes,

todos podemos porque somos iguales”.

La condena de la democracia del libro por parte de Platón es una aplicación de su

inteligencia en sostener la ficción desigualitaria: de asignar siempre un padre al discurso, un

guía que explique a los destinatarios específicos las formas de comprensión adecuadas, un

Sócrates que demuestre al esclavo que no podría salir de su esclavitud sino por su trabajo

mayéutico. En este sentido, no podría ser más clara la distancia entre Rancière y Hadot, en

cuanto a la valoración de la oralidad en relación con la escritura y el hecho de que los

discursos tengan destinatarios específicos. El maestro ignorante se dirige a todos, a

cualquiera, pero no deja de producir un efecto en el lector, de propiciar en él una

experiencia formativa. Formativa, no en el sentido de que el maestro presuponga una forma

a alcanzar para el alumno, un estado subjetivo ideal, y delibere sobre las formas más

adecuadas para alcanzar ese fin. Formativa, en el sentido de que suscita una toma de

conciencia en el lector que trastoca la manera en la que interpreta su experiencia sensible,

que provoca desacuerdos y produce un efecto de pensamiento en él, a la vez dejado en

incertidumbre con respecto a lo que consideraba como necesario, y animado, incitado a

dinamizarse, a vivir todo tipo de aventuras en el país del conocimiento.

2.3. Conclusiones de la lección

Con respecto a la hipótesis central de este estudio, que consiste en sugerir que la lectura de

El maestro ignorante puede configurarse como un ejercicio de emancipación, podemos

decir que esta lección aporta los siguientes elementos:

78

1. El ejercicio de toma de conciencia implicado en El maestro ignorante pone al lector en

un estado de incertidumbre con respecto a lo que consideraba como seguro y necesario: la

lógica explicadora que lleva siglos operando en las vidas humanas, en diferentes tiempos y

lugares, culturas y épocas. Asimismo, la experiencia de Jacotot es universal, en la medida

en que pone en jaque esa lógica con un hecho que se anuncia a todos, en cualquier parte y

en cualquier época. Esto significa que queda al lector reconocer las repeticiones de esta

lección de igualdad en momentos o instancias aleatorias y anunciar la buena nueva, como

un filósofo panecástico.

2. El maestro ignorante no es una experiencia formativa por presuponer una forma

determinada como propósito de formación para el sujeto y disponer unas lecciones como

medios para alcanzar esos propósitos con respecto al lector, sino por dirigirse a despertar

una actitud experimental en el lector, análoga al empirismo desesperado de Jacotot. Esto le

abre el panorama de su experiencia actual, en la medida en que enriquece la interpretación

dada de su mundo, y de su experiencia posible, en la medida en que se concibe a sí mismo

como igualmente capaz a los demás seres humanos existentes y posibles.

3. Nosotros, en tanto que lectores atentos, operamos en nuestra lectura un olvido de la

lógica desigualitaria que nos mantiene atados a “nuestro” lugar dentro del orden social y

adquirimos, así, un conocimiento de una lógica diferente: la de una creencia en nuestra

propia capacidad y en la de los demás que se nos revela en la atención a nuestro actos, en

tanto que actos de lógos.

4. En El maestro ignorante Rancière actúa como un maestro emancipador, en la medida en

que, por un lado, fuerza al reconocimiento de nuestra capacidad intelectual mediante la

puesta en acción de la opinión de la igualdad de las inteligencias. Al fin y al cabo este

comentario no es una explicación de Jacotot, sino un relato en el que Rancière poetiza la

aventura intelectual de otro y deja oír un llamado, que el lector decidirá escuchar u olvidar.

Este ejercicio de traducción nos da luces para creer, por otro lado, que Rancière nos dirige

la palabra como iguales y espera que hagamos nuestra propia contratraducción y nuestro

propio relato de las aventuras intelectuales.

79

5. Las lecciones de Rancière no son explicaciones de un maestro sabio. El lector está en

capacidad de constituir a Rancière y a Jacotot como maestros, en el mutuo reconocimiento

de la potencia intelectual común. Leer El maestro ignorante sin duda nos aleja de las

lecturas habituales en las academias de filosofía, nos deja en un estado de incertidumbre

con respecto a las lecturas tradicionales. De ahí lo difícil que resulta ubicar o situar la

lectura. La situación de enseñanza articulada con el texto, a diferencia de lo que dice Hadot,

es en este caso un acto de recepción de la palabra de Rancière en tanto que maestro, una

recepción que presupone un trabajo de atención a nosotros mismos en tanto que

participantes de la potencia intelectual común a todos los seres humanos.

80

3. LECCIÓN DE FILOSOFÍA: LA LECCIÓN DE LOS POETAS

¿Qué sentido puede tener para el lector de este inicio del tercer milenio la historia de Joseph

Jacotot, si, en apariencia, no es más que la historia de un extravagante pedagogo francés de

inicios del siglo XIX?22

Rancière insiste en que El maestro ignorante “se trata de filosofía y

de humanidad, no de recetas de pedagogía infantil” (Rancière, 2003, p. 58). En el prólogo a

la edición argentina de Lengua materna, Rancière afirma que los escritos de Joseph Jacotot

“no se dirigen simplemente a los docentes y a los especialistas en pedagogía” y que “su fin

no es enseñarnos las buenas maneras de enseñar” (Rancière, 2008, p. 21). Se trata de una

historia, de la narración que un filósofo hace de una experiencia pedagógica singular. Antes

que ser discursos teóricos o explicaciones sistemáticas sobre pedagogía o política, las Cinco

lecciones sobre la emancipación intelectual tienen que ver con hechos, experiencias que un

maestro cuenta e invita a hacer a sus lectores, vivencias del siglo XIX de las que un filósofo

francés contemporáneo se apropia para examinar preocupaciones del presente.

Prueba de lo anterior son las palabras del mismo Jacotot en el Prólogo a la primera edición

de su libro Lengua materna: “no busco demostrar una teoría, se trata de un hecho que voy a

contar; es una experiencia que tenemos que hacer, es un resultado que es preciso alcanzar”

(Jacotot, 2008, p. 26). Por su parte, Rancière, en su Prefacio a la edición brasileña de El

maestro ignorante, parte de la pregunta por la actualidad de estas lecciones para concluir

que traer la experiencia de Jacotot al presente es polemizar con los ideales, prácticas e

instituciones políticas que todavía nos gobiernan (Rancière, 2002, p. 9).

Rancière no pretende, entonces, exponer un debate con dos siglos de antigüedad sobre

cuáles son los mejores métodos de enseñanza. Uno de los posibles sentidos de El maestro

ignorante para el lector actual es que trata una cuestión filosófica: “no se trata de una

cuestión de método, en el sentido de formas particulares de aprendizaje; se trata de una

cuestión propiamente filosófica: saber si el acto mismo de recibir la palabra del maestro –la

palabra del otro– es un testimonio de igualdad o desigualdad” (Rancière, 2002, p. 11). ¿Qué

22

Paráfrasis de la primera frase del Prefácio à edição brasileira de El maestro ignorante (Rancière, 2002, p.

9).

81

quiere decir que El maestro ignorante trate una cuestión filosófica? ¿En qué consiste esta

cuestión?

No olvidemos la moción de desconfianza expresada por Rancière al inicio del prólogo a

Lengua materna. Esta moción nos dará luces sobre cómo concibe el filósofo francés el

sentido de la cuestión filosófica y su objeto. Volvamos a esas palabras preliminares:

Es preciso desconfiar de los títulos. El lector que, en la Bélgica o en la Francia de los años

1820, tomaba en sus manos un libro intitulado “Lengua materna” podía fácilmente caer en

el error: en apariencia sólo se trataba de un método para uso de los maestros de escuela,

enseñando cómo había que iniciar a los niños en la escritura, luego en la lengua y en fin en

todo lo que constituía en esa época la enseñanza de los colegios [...] Y sin embargo esta

obra de apariencia inofensiva o anticuada contenía una potencia de subversión cuyo eco

resuena todavía en el corazón de nuestro presente. Esta potencia se sostiene en dos palabras:

emancipación intelectual. En esto residen la apuesta del libro y la potencia que lo anima. La

obediente progresión de los ejercicios propuesta a los maestros tendía hacia un solo fin,

hacia una insurrección inédita destinada a derrocar la más radical de las tiranías que se

ejercen sobre los humanos: la que los declara incapaces de servirse de su propia capacidad

de pensar y de conocer (Jacotot, 2008, pp. 11 y 12).

La cuestión filosófica acerca del significado de recibir la palabra del maestro o del otro es

precisamente la pregunta por la emancipación intelectual. Esto quiere decir que para

Rancière la emancipación intelectual es una cuestión relacionada con una situación de

habla, con la relación entre alguien que da una palabra y alguien que la recibe. Dicha

situación será una verificación de la igualdad si ésta se toma como presupuesto del acto

comunicativo. Sólo así, suponiéndola como opinión por verificar, la igualdad tendrá un

efecto y desarrollará sus consecuencias: la potencia de subversión se desplegará y arrojará

incertidumbre sobre el orden tiránico establecido, lo devolverá de su aparente necesidad a

la contingencia de las decisiones individuales.

Esta cuestión filosófica puede leerse desde tres registros: en primer lugar, desde la

experiencia de Jacotot; en segundo lugar, desde la práctica filosófica de Rancière en la

82

narración de esta experiencia; en tercer lugar, desde las implicaciones de lo que se dice en

estos dos registros para el abordaje del lector como ejercicio de emancipación.

3.1. La experiencia de Jacotot: poética y filosofía panecástica

3.1.1. La potencia de la traducción

La narración que hace Jacotot de su “método” nos muestra cómo la emancipación

intelectual se juega en la lectura y en la escritura, o, en general, en la apropiación de un

lenguaje. De hecho, el primer conjunto de lecciones de Lengua materna se titula: De la

lectura y la escritura. En la primera lección, Jacotot (2008, pp. 29-30) nos ordena poner

bajo los ojos del alumno el primer libro de Telémaco y leerle la primera palabra, después la

primera y la segunda, y así hasta completar la lectura de la primera frase. El alumno repite

y escribe la frase con total cuidado de escribirla correctamente, letra por letra. El maestro

verifica la atención prestada por el alumno en la lectura, verificando si la escritura de las

palabras es correcta.

Jacotot nos sugiere que la lección no estará terminada hasta que no le leamos y le hagamos

repetir y escribir al alumno la frase completa. Lo mismo ocurre en las lecciones siguientes,

en las que se completa el libro primero del Telémaco. Señalar esto es importante porque

precisamente allí radica la revolución interior que causó esta experiencia en Jacotot. Los

alumnos de la Enseñanza universal leen frases completas, cada una de las cuales figura un

hecho, significa algo, se relaciona con algo que el autor quiere decir. El alumno lector se

esfuerza por comprender algo que un semejante le significa. Las lecciones de Jacotot ponen

en relación dos voluntades en un ejercicio de comunicación: un individuo que quiere decir

algo a un semejante y un individuo que quiere entender lo que su semejante le quiere decir.

Pero eso no es todo. Al hacer una recepción de la palabra del otro, el alumno se apropia de

las frases de éste. En últimas, el alumno se apropia del uso que hace el autor de su lengua

materna.

¿Pero qué significa este ejercicio de apropiación? Significa, ante todo, hacer un uso flexible

de las palabras y frases que se van aprendiendo de la lectura en determinada lengua. En

términos de la experiencia de Jacotot, significa memorizar frases y libros enteros, comparar

83

las frases con los hechos, razonar a partir de esas frases y esos hechos, combinar las frases

para indicar nuevos hechos, reproducir la estructura sintáctica y retórica de las frases con

otras palabras para decir algo diferente de lo que decía inicialmente el libro memorizado. A

esto apuntan los ejercicios de las primeras lecciones de Jacotot: producir o improvisar

discursos a partir de los libros memorizados del Telémaco de Fenelón. Cada estudiante usa

el relato aprendido para contar sus propios pensamientos o percepciones. En términos

generales, diría Rancière, cada estudiante se apropia de la potencia común de la lengua para

hacer un uso singular de ella. Jacotot corrobora esta idea cuando, en su prólogo a Lengua

materna, afirma: “todo hombre es un animal razonable, capaz por consiguiente de captar

relaciones” (Jacotot, 2008, p. 25). Las relaciones que cada estudiante capta en su propio

discurso son relaciones singulares, aunque todos usen las mismas frases memorizadas. El

uso singular de la lengua que cada estudiante hace tiene que ver con la particularidad de las

relaciones que cada quien es capaz de captar individualmente a través de la producción de

nuevos discursos.

Rancière hace énfasis en el hecho de que la apropiación de las palabras de Fenelón por

parte de los alumnos haya sido principalmente por el acto de comparación que ellos hacían

entre un texto y su traducción a otra lengua. También enfatiza en el hecho de que el texto,

esa cosa material común entre los ignorantes, sea una obra de literatura basada en un tema

clásico. El mismo Fenelón hace un ejercicio de traducción en su Telémaco, pues hace

escuchar, “a través de la traducción francesa, el latín de Virgilio y el griego de Homero”

(Rancière, 2003, p. 32). Fenelón traduce las aventuras de Telémaco en su lengua materna.

De la misma manera, cada alumno flamenco contratraduce estas aventuras para narrar las

aventuras intelectuales propias.

Lo que los poetas hacen en sus obras es básicamente un ejercicio de traducción, no

necesariamente de una lengua a otra, en sentido literal, pero sí de un lenguaje a otro23

: se

23

Cabe anotar que ésta no es la primera ni la única vez que Rancière efectúa un desplazamiento en el

significado de los conceptos con respecto a la manera en que se entienden ordinariamente o que se definen

consensualmente. Como se verá más adelante, ésta es una de las características de este autor y uno de los

rasgos que define su filosofía: el uso de conceptos de una forma no habitual o deliberadamente polémica. En

este caso, usa el concepto de “traducción” en un sentido ampliado: no sólo como la traducción de una lengua

84

apropian de las palabras de otros ‒ de las palabras que cualquiera puede usar‒ para decir lo

que piensan, para traducir sus pensamientos y sentimientos en palabras que sus semejantes

pueden escuchar y entender. Dice Rancière respecto de Racine que éste no tiene vergüenza

de ser lo que es: un necesitado, pues aprende los versos de Eurípides y de Virgilio de

memoria, como un loro. “Pretende traducirlos, descompone las expresiones, las recompone

de otra manera. Sabe que ser poeta es traducir dos veces: es traducir en versos franceses el

dolor de una madre, la ira de una reina o la furia de una amante, es también traducir la

traducción que Eurípides o Virgilio hicieron de ello” (2003, p. 92). Rancière compara,

entonces, la experiencia de los alumnos de Jacotot con el ejercicio de traducción de los

poetas y ve allí la potencia revolucionaria que esta experiencia produce:

Quizá ahora se comprenda mejor la razón de los prodigios de la enseñanza universal: los

recursos que pone a trabajar son simplemente los de una situación de comunicación entre

dos seres razonables. La relación de dos ignorantes con el libro que no saben leer solamente

radicaliza este esfuerzo constante por traducir y contratraducir los pensamientos en palabras

y las palabras en pensamientos (Rancière, 2003, p. 86).

Al enfrentarse directamente con el libro, los alumnos, dirigidos de acuerdo con las

lecciones de la Enseñanza universal, se ven obligados a hacer un ejercicio de

contratraducción a partir de la traducción realizada por Fenelón de sus propias aventuras

intelectuales en Telémaco; es decir, se ven en la necesidad de adivinar las experiencias

(pensamientos o sentimientos) que otro quiere comunicar, y de improvisar, con las palabras

del otro, relatos que comunican las propias experiencias. Es en ese ejercicio que se da una

sujeción de dos voluntades, atadas por el vínculo común de quererse comprender, aunque la

inteligencia de una no se sujeta a la inteligencia de la otra.

En este vínculo se juega la posibilidad de emanciparse intelectualmente. La emancipación

se define por los presupuestos en el acto de comunicación: si se presupone que el otro es un

igual, se traducirá y se contratraducirá, se hará un ejercicio poético. Si se presupone que el

específica a otra (del francés al español, por ejemplo), sino como un ejercicio de interpretación en el que se

establecen equivalencias entre un lenguaje y otro.

85

otro no es un igual, que es inferior o que es superior, habrá explicación, se buscará la

sujeción de una inteligencia a la otra, se hará un ejercicio retórico.

3.1.2. Emancipación: atención y veracidad

Cabe recordar uno de los significados atribuidos por Rancière al concepto de emancipación.

La emancipación intelectual, como decíamos, ocurre en una situación de comunicación

entre dos seres hablantes. En esta relación están presentes dos inteligencias y dos

voluntades, las de quien quiere comprender y las de quien quiere ser comprendido. Una

relación emancipadora relaciona las voluntades y separa las inteligencias, liberando a estas

últimas para el uso que decida cada individuo. Lo que une al traductor y al contratraductor

es el deseo de comunicarse, de adivinar lo que el otro está pensando, aunque no se tenga

una certeza completa sobre qué es exactamente aquello que se quiere decir. Un individuo

usa su inteligencia para contar a otro lo que piensa y éste la usa para tratar de adivinar lo

que aquél está pensando. Pero, si la situación es emancipadora, una traducción no se

impondrá a la otra, una inteligencia no se subyugará a la otra.

Tal concepto de la emancipación parte de una concepción del hombre como animal atento,

en palabras de Rancière, o como animal razonable, en palabras de Jacotot. Los ejercicios de

la Enseñanza universal están destinados a comprobar la ausencia o presencia de la atención

en un mayor o menor grado por parte de los alumnos. La atención es la capacidad que

relaciona la voluntad y la inteligencia, los dos aspectos implicados en el acto de

comunicación; es la fuerza que ejerce la voluntad sobre la inteligencia para que ésta haga lo

que le es propio: observar, relacionar las cosas que observa, buscar las causas de lo que ve,

buscar las condiciones para ver de nuevo lo que ya ha visto, buscar las figuras, metáforas o

comparaciones para contar a otros lo que ha visto y ha buscado.

La atención es un concepto central porque es la suposición que permite a Rancière explicar

las diferencias en los resultados o producciones intelectuales. Afirmar “todas las

inteligencias son iguales” no implica afirmar que todas las producciones humanas son

idénticas, sino que es una misma potencia intelectual la que se manifiesta en las diversas

obras humanas. Los hombres pueden reconocer las obras que han hecho otros hombres en

86

tanto que seres razonables, es decir, seres que comunican sus pensamientos y sentimientos

a través de obras de arte (discursos, artefactos, útiles, artesanías, zapatos, dispositivos

científicos, danzas, cuentos, poemas, etc.). La diferencia entre una manifestación de la

potencia intelectual humana y otra es, por una parte, la desigual atención que unas

voluntades activan con respecto a las otras, y, por otra parte, las situaciones y materiales

diversos con los que cuenta la inteligencia para su manifestación. Rancière y Jacotot

aceptan, efectivamente, que hay obras de arte mejores que otras, pero no suponen un genio

o una mayor inteligencia detrás de la obra más virtuosa, sino una desigual fuerza de

voluntad aplicada en el ejercicio de la inteligencia: una mayor o menor atención en la

ejecución de la obra. De otro lado, un zapatero, un costurero y un filósofo, por ejemplo,

divergen en sus producciones intelectuales en la medida en que sus herramientas no son las

mismas, pues uno domina el lenguaje de los zapatos, el otro el de la aguja y el hilo y el otro

el de los conceptos en su mayor generalidad.

En este punto, es preciso explicitar que el concepto de emancipación intelectual señalado

por Rancière supone una cierta idea de la relación entre lenguaje, pensamiento y verdad,

idea que no deja de ser problemática a la luz de algunas investigaciones actuales sobre el

tema. De hecho, Rancière la presenta como un escándalo de Jacotot con respecto al

ambiente intelectual de su época. Para Jacotot, la verdad no se puede decir, pues “ella es

una y el lenguaje divide, ella es necesaria y los lenguajes son arbitrarios. Esta tesis de la

arbitrariedad de las lenguas es, antes incluso de la proclamación de la enseñanza universal,

aquello por lo que a la enseñanza de Jacotot se la señala como objeto de escándalo”

(Rancière, 2003, p. 81). La tesis de la imposibilidad de decir la verdad, se conjuga con una

tesis sobre la anterioridad del pensamiento sobre el lenguaje. Esta conjunción resulta en la

afirmación de que la verdad puede ser “sentida” o percibida, pero nunca puede ser dicha en

su totalidad.

Para Rancière, en consonancia con Jacotot, la verdad existe independientemente de

nosotros, aunque por ello no “nos resulta extranjera y no estamos exiliados de su país. En

primer lugar podemos ver y mostrar las verdades” (Rancière, 2003, p. 80). El ejemplo de

esto es la descripción “he enseñado lo que ignoro”, que es una forma de poner en palabras

87

(de traducir) una serie de hechos o percepciones experimentadas. Ésta es una de las

características de las verdades: se perciben, se vivencian. Pero también pueden

reproducirse. La afirmación “he enseñado lo que ignoro” puede ser escuchada en alguna

lengua por cualquier ser razonable y éste puede buscar las condiciones para repetir la

experiencia significada por tal descripción. Esto le da al trabajo de búsqueda de las

verdades un carácter experimental y abierto, posible para cualquiera que esté dispuesto a

realizar el ejercicio de su comprobación. Explicar la razón del conjunto de hechos

significado por dicha afirmación sólo es posible mediante una opinión, que

quizá permanezca siempre como opinión. No obstante, con esta opinión, podemos girar

alrededor de la verdad, de hechos en hechos, de relaciones en relaciones, de frases en

frases. “Lo esencial es no mentir, no decir que se ha visto cuando se han tenido los ojos

cerrados, no contar otra cosa que lo que se ha visto, no creer que se ha explicado cuando

solamente se ha nombrado” (Rancière, 2003, p. 80). En términos de la ciencia moderna, la

opinión a la que se refiere Rancière (la igualdad de las inteligencias) es una hipótesis que

puede explicar una serie de hechos y que se puede tomar como punto de partida para

comprobarse experimentalmente. Pero, como dice el autor, lo esencial es ser fiel a uno

mismo, al ejercicio de la inteligencia provocado por la voluntad.

La emancipación intelectual tiene también el carácter de una toma de conciencia. En este

caso, la atención también es un concepto central. La atención no sólo tiene que ver con la

conciencia y el cuidado con que se realice el ejercicio específico de producción intelectual,

también tiene que ver con la conciencia y el cuidado de nosotros mismos en tanto que

sujetos razonables e iguales en inteligencia a los demás. Por esta razón, Rancière afirma

que el pecado original del espíritu, a diferencia de lo que creía Descartes, no está en la

precipitación de la voluntad en asentir a lo que el entendimiento no le muestra clara y

distintamente, ni en la ignorancia del bien, sino en la desatención a sí mismo, al olvido de sí

de la criatura razonable. Esta atención a sí mismo del ser razonable sólo se adquiere en el

acto mismo de la inteligencia: “el padre podrá emancipar a sus hijos si empieza por

conocerse a sí mismo, es decir, por examinar los actos intelectuales de los cuales él es el

sujeto, por atender el modo en el que utiliza, en esos actos, su poder de ser pensante”

(Rancière, 2003, p. 52). El sujeto pensante no es una substancia que se auto-conoce

88

abstrayéndose de toda percepción sensible, sino una potencia que se conoce en su

despliegue, en la acción que ejerce sobre la materia.

En lo anterior radica el “principio de veracidad” formulado por el filósofo francés; no sólo

una atención en el acto de la inteligencia en torno a una verdad que se percibe pero que no

se puede decir, sino también una atención a nosotros mismos en tanto que sujetos pensantes

e iguales a los demás en capacidad intelectual. Buscamos la verdad y, al buscarla por medio

de diferentes lenguajes (es decir, de la manipulación de materiales y herramientas para

expresar los pensamientos), podemos apercibirnos de la capacidad que se activa en ese

ejercicio de búsqueda. La experiencia de veracidad es el ejercicio constante de una doble

atención: atención a la obra y atención a nosotros mismos en tanto que sujetos productores

de la obra.

3.1.3. La virtud poética

La inteligencia humana está en capacidad de recibir sensaciones. Sin embargo, estas

sensaciones deben siempre dividirse, compararse, figurarse, en suma, traducirse en palabras

o en elementos de un lenguaje. De acuerdo con la tesis de Jacotot, estas palabras y estos

elementos de significación reposan en convenciones arbitrarias. Para entender mejor esto,

recordemos la advertencia de Nietzsche (1998, pp. 21 y 22):

¿Qué es una palabra? La reproducción en sonidos de un impulso nervioso. Pero inferir

además a partir del impulso nervioso la existencia de una causa fuera de nosotros, es ya el

resultado de un falso e injustificado principio de razón […] ¡cómo podríamos decir

legítimamente: la piedra es dura, como si además captásemos lo “duro” de otra manera y no

solamente como una excitación completamente subjetiva! Dividimos las cosas en géneros,

caracterizamos al árbol como masculino y a la planta como femenino: ¡qué extrapolación

tan arbitraria!

Para Nietzsche, en un sentido muy cercano a Jacotot, las sensaciones o impulsos nerviosos

se extrapolan en imágenes y después estas imágenes se extrapolan en sonidos. Esto sería, en

términos de Rancière, un ejercicio de traducción de pensamientos en palabras, un ejercicio

que gira en torno a verdades “sentidas” (impulsos nerviosos, en términos de Nietzsche)

89

pero en el que nunca se llega decirlas, por causa de la arbitrariedad de los lenguajes, llenos

de metáforas, metonimias y otras figuras. La verdad, para el filósofo alemán, no es más que

una ilusión de la que hemos olvidado que lo es, una moneda cuyo relieve se ha desdibujado

por el uso reiterativo. El pacto social, el acuerdo que limita la guerra de todos contra todos,

nos pide que seamos veraces, es decir, que usemos las metáforas usuales, que mintamos

borreguilmente, según las convenciones aceptadas24

.

La traducción de pensamientos en palabras será posteriormente contratraducida, es decir,

convertida en pensamiento, de nuevo, por otro ser hablante. Este ejercicio será emancipador

en la medida en que cada quien atienda a sí mismo como creador de traducciones y

contratraducciones, a la manera de los poetas, y reconozca en los demás esa misma

capacidad:

Improvisar es, se sabe, uno de los ejercicios canónicos de la enseñanza universal. Pero es,

en primer lugar, el ejercicio de la virtud primera de nuestra inteligencia: la virtud poética.

La imposibilidad de decir la verdad, a pesar de sentirla, nos hace hablar como poetas, narrar

las aventuras de nuestro espíritu y comprobar que son entendidas por otros aventureros,

comunicar nuestro sentimiento y verlo compartido por otros seres que también sienten

(Rancière, 2003, p. 87).

La fidelidad al propio rumbo en ese camino de narración de las propias aventuras

intelectuales es el principio de veracidad. Éste es un principio relacionado con la fortaleza

de la voluntad en el sostenimiento de la atención en los ejercicios intelectuales. En la

experiencia de Jacotot, los alumnos hacen ejercicios de narración de las propias aventuras

intelectuales y el maestro figura como la voz de aquella otra voluntad que ordena y anima a

los alumnos a mantenerse en su camino de búsqueda de la verdad y de expresión de esa

24

Rancière se acerca a este planteamiento de Nietzsche en el capítulo cuarto de El maestro ignorante (2003,

pp. 119-126). Allí el filósofo francés concibe la vida social de los seres humanos como una constante guerra,

sea en el campo de batalla, las asambleas políticas, los tribunales de justicia o las discusiones académicas o

cotidianas. La idea misma de un orden social es la de la constitución de un orden de convenciones que

permita una paz consensuada y deje lugar al ejercicio de la razón. Este punto se profundizará en la Lección de

política.

90

búsqueda, retirando su voz como sabio que explica su saber, que dice al alumno la

“verdadera” interpretación de la obra.

Rancière (2003, p. 87) afirma que “la improvisación es el ejercicio a través del cual el ser

humano se conoce y se confirma en su naturaleza de ser razonable, es decir, de animal „que

crea palabras, figuras, comparaciones, para contar lo que piensa a sus semejantes‟. La

virtud de nuestra inteligencia es menos saber que hacer”. La virtud poética, en tanto que

virtud de los seres razonables, es el despliegue atento de la capacidad para comunicar, pues

el hacer propio de la inteligencia es el acto de expresión de los pensamientos. Podemos ver,

entonces, que el hacer y el decir, generalmente opuestos, se asocian en la virtud poética:

“hablar es la mejor prueba de la capacidad de hacer cualquier cosa” (Rancière, 2003, p.

87).

3.1.4. La lección del poeta

La forma de emancipar, de autoconocerse como ser pensante, consiste en decir lo que se es

y lo que se hace dentro del orden social. El artesano se emancipará si reconoce en su

producción artesanal la misma inteligencia que se manifiesta en el Telémaco. Este acto por

el cual el artesano dice lo que hace en el orden social, a la vez, debe ser reconocido como

un acto igual a su producción artesanal. Las palabras, análogamente a lo que ocurre en la

producción artesanal, son las herramientas para expresar sus pensamientos. “„Cuando el

hombre actúa sobre la materia, las aventuras de este cuerpo se convierten en la historia de

las aventuras de su espíritu‟. Y la emancipación del artesano es, en primer lugar, la

reconquista de esta historia, la conciencia de que su actividad material es de la misma

naturaleza del discurso” (Rancière, 2003, p. 88).

Esto es lo que está en juego con la expresión de Jacotot “todo está en todo”. Toda la

inteligencia humana está en cada una de sus manifestaciones y no hay diversas

inteligencias: una que produce lenguajes matemáticos, otra que produce relatos literarios y

otra que produce códigos sociales. Se trata de la conciencia de que la capacidad de conocer,

de pensar y de enseñar no está determinada por el lugar que cada quien ocupa en el orden

jerárquico dado; que el conocimiento pertenece a todos y que cualquiera está en capacidad

91

de relacionar lo que ignora con lo que sabe. Todo está en „Calipso‟, la primera palabra del

Telémaco, pues la mano que la escribió es instrumento de la misma potencia intelectual que

usó otra mano para elaborar la tinta de la imprenta, que fue inventada por la misma

potencia que se apropia el artesano o el niño que lee el libro.

De allí la lección emancipadora del poeta, “opuesta término a término a la lección

atontadora del profesor: cada uno de nosotros es artista en la medida en que efectúa un

doble planteamiento; no se limita a ser hombre de oficio sino que quiere hacer de todo

trabajo un medio de expresión; no se limita a experimentar sino que busca compartir”

(Rancière, 2003, p. 95). Esta lección es producto de una filosofía panecástica, que hace

suya la expresión “todo está en todo”. Esta filosofía, practicada por Jacotot y sus

seguidores, se encarga de buscar la potencia intelectual común en cada obra singular del

espíritu humano; se ocupa de buscar en cada producción, un discurso y en cada discurso,

una producción; de buscar la virtud poética, la virtud de narrar a los semejantes las propias

aventuras intelectuales, en cada expresión de los seres humanos. “El panecástico es un

aficionado al discurso, como el astuto Sócrates y el ingenuo Fedro. Pero, a diferencia de los

protagonistas de Platón, no conoce jerarquía entre los oradores ni entre los discursos. Lo

que le interesa, por el contrario, es buscar su igualdad” (Rancière, 2003, p. 174). Las

practicas de la filosofía de Jacotot son, pues, ejercicios espirituales destinados a verificar la

opinión de la igualdad de las inteligencias. Decimos “ejercicios espirituales” porque para

Jacotot el espíritu es la potencia intelectual universal actualizada por una voluntad singular

y manifiesta en el acto de comunicación. Los panecásticos buscan los actos de

comunicación en los que este ejercicio de atención se manifiesta.

Podemos decir que la cuestión planteada por Jacotot con su Enseñanza universal es

efectivamente filosófica, antes que ser la formulación de una metodología pedagógica entre

otras. La panecástica, en tanto que búsqueda del arte en toda manifestación humana, no es

un asunto de expertos. Es la única filosofía que el pueblo puede practicar. Las viejas

filosofías decían la verdad y enseñaban cómo vivir bien. “Ellas suponían que era necesario

ser muy sabio para eso. La panecástica, por su parte, no decía la verdad y no predicaba

ninguna moral. Y era tan simple y tan fácil como el relato por cada uno de sus aventuras

92

intelectuales” (Rancière, 2003, p. 175). Los ejercicios espirituales de la panecástica

consistían en la producción poética: la narración que todo ser humano, independientemente

de su condición, lugar o función social, puede hacer de sus aventuras como ser pensante.

Esta producción ejerce la igualdad, la verifica, en el acto mismo de dar y recibir la palabra

del otro considerándolo como un igual. Sin embargo, ésta es, a diferencia de las filosofías

antiguas estudiadas por Pierre Hadot, una filosofía que no gira alrededor de la figura del

sabio y que no se dice amiga de la verdad. Al ser una filosofía que siempre busca la verdad,

pero que nunca la encuentra ni la dice, está abierta a ser practicada por cualquiera, por los

pobres, por los obreros o por los artesanos, en una palabra, por los ignorantes, pues no

conoce jerarquías entre los modos de discurso ni entre la experticia de los oradores o

escritores. La panecástica es una filosofía de ignorantes emancipados y emancipadores, no

de sabios atontados y atontadores.

3.2. La filosofía en desplazamiento: una política de la escritura

La filosofía panecástica es uno de los nombres que Rancière da a su método de igualdad,

“específicamente destinado a detectar y poner de relieve las operaciones de igualdad que

pueden ocurrir en cualquier tiempo y en cualquier lugar” (Rancière, 2009a, pp. 280-281).

Este método está encaminado, según el autor, a atender a las “lecciones de igualdad”, que

son verificaciones de dicho poder común. En este capítulo sostendremos la idea de que el

método de la igualdad es el modo en el que la lección de igualdad se realiza en el ejercicio

mismo de la escritura de Jacques Rancière en El maestro ignorante. Para ello, haremos un

recorrido por la concepción de Rancière acerca de la filosofía, con el fin de responder a las

preguntas planteadas inicialmente acerca del significado de la cuestión filosófica sobre la

emancipación intelectual, fuerza que anima y se despliega en El maestro ignorante.

Partimos de la siguiente pregunta: ¿por qué enfocarse en la historia de Joseph Jacotot y

darle un lugar en la construcción de una cuestión filosófica? ¿Qué sentido tiene que un

filósofo produzca el relato de una experiencia pedagógica singular?

El maestro ignorante no es la única obra de Rancière en la que se pone en escena una

experiencia singular o una historia de vida. En varios de sus textos, este autor trae al

93

presente historias de obreros del siglo XIX, principalmente historias presentadas como

aventuras intelectuales y modos individuales de apropiación del poder de la escritura. De

hecho, en una de sus entrevistas, Rancière dice que se encontró con la figura de Jacotot en

el contexto del estudio que hacía de los archivos obreros del siglo XIX, cuando preparaba

su libro La noche de los proletarios (Rancière, 2009b, p. 409). Este libro es el resultado de

la investigación acerca de la emancipación intelectual como momento esencial de la

emancipación social. El estudio de archivo en torno al pensamiento obrero en el siglo XIX

tiene su origen en una escena a la vez biográfica y filosófica para Rancière: “por profesión,

no soy historiador, sino filósofo. He sido llevado hacia el terreno de la historia por las

dificultades de la gran idea de los años 1968-1970: la unión de la contestación intelectual y

el combate obrero” (Rancière, 2009b, p. 36). El origen del interés del autor por las historias

de vida de los obreros tiene que ver, pues, con Mayo del 68.

Mayo del 68 es, para Rancière, el punto en el que se separa definitivamente del marxismo

de Althusser. Él mismo lo señala como punto de partida de su reflexión sobre el lugar del

intelectual, en una entrevista en torno a El maestro ignorante (Rancière, 2009b, p. 118): “el

punto de partida es Althusser: la oposición de la ciencia y de la ideología, la teoría de un

discurso que pretende decir la verdad sobre lo que practicaban los actores de la política y de

la sociedad, y que ellos mismos no pensaban o no podían pensar”. El filósofo francés se

muestra partidario de la crítica a esta postura. En principio, esta postura implicaba un

reencuentro de la palabra misma de los dominados en tanto que agentes de la política, en

oposición a la palabra de los intelectuales, que sólo teorizan la praxis obrera. Este interés se

desplazó muy pronto hacia otro tipo de abordaje en torno a la vida y la emancipación

obrera, esta vez poniendo en tela de juicio la idea misma de un discurso “propio” que va a

la par con la asignación de un cuerpo a su lugar en determinado orden social. No se trata de

que los obreros tengan un discurso propio que haya que reivindicar, a través del trabajo

filosófico, sino de “examinar la postura misma de la asignación de un cuerpo a un cierto

tipo de enunciación” (Rancière, 2009b, p. 119).

A partir de esa escena de desvío con respecto a lo que el mismo Rancière esperaba

encontrar en los archivos obreros, este autor puso en el centro de su trabajo filosófico el

94

problema de la igualdad intelectual. El encuentro con Jacotot, cuyo resultado es la escritura

de El maestro ignorante, plantea la cuestión central de la filosofía de Rancière: la

demostración en acto de que la potencia intelectual pertenece en igual medida a todos los

seres humanos, a través del relato de historias de personajes singulares a los que se les

negaba la participación en esta potencia común y que manifiestan, con sus actos de palabra,

que su voz es lógos y no mero ruido.

Concentrarse en estas historias de obreros o de padres de familia pobres e ignorantes que

tienen experiencias de emancipación intelectual significa, para Rancière, ocuparse de cierta

idea del trabajo filosófico con respecto a la igualdad. La razón por la cual Rancière se

enfoca en descripciones de la experiencia de un obrero y les da un rol en la elaboración de

una cuestión filosófica es que “lo que está en juego en la “descripción” es la idea del modo

en que los hechos de igualdad y desigualdad están implicados en asuntos de percepción y

creencia” (Rancière, 2009a, p. 274). Entonces, ¿cómo aborda Rancière estas descripciones?

¿Qué concepción de filosofía se practica en estos abordajes?

3.2.1. Una redistribución de lo sensible

Rancière parte del supuesto de que lo que está en juego en estos relatos es más que una

descripción informativa del día a día de un obrero25

. Esas narraciones reinventan el día a

día y producen una reconfiguración de nuestra experiencia individual. En el caso de

Jacotot, su experiencia previa como revolucionario, como maestro o como instructor

militar, es completamente trastornada por una experiencia que el azar puso en su camino y

que él decidió mantener y reproducir. Esta experiencia causa en él una revolución interior,

una transfiguración abrupta en la forma de percibir su oficio y su lugar en el orden social.

Hasta ese momento de ruptura, concebía el quehacer del maestro como el del sabio que

explica su saber a los alumnos. A partir de ahora, su saber quedaría fuera del acto de

enseñanza y el saber de los alumnos sería el punto de partida para el aprendizaje de

25

Como lo señalamos en el capítulo dedicado a Mayo del 68, en la película Tout va bien de Godard uno de los

huelguistas cuestiona a la periodista que lo entrevista acerca de estos reportes informativos sobre las fábricas,

las huelgas y la vida obrera, que se enfocan en mostrar la rutina del trabajo de unos obreros siempre tristes,

mientras que para él la revuelta significaba una nueva forma de experimentar la vida en la fábrica.

95

cualquier cosa. Por su parte, los emancipados se hacen partícipes de dicha revolución

interior y la interpretación de su día a día se ve atravesada por la experiencia de la igualdad

intelectual.

Lo que está en juego en este tipo de experiencias es una nueva forma de entender lo que las

teorías marxistas han entendido por el concepto de „ideología‟. De acuerdo con la visión

marxista de la ideología, el pueblo está siendo explotado y oprimido porque no conoce la

causa que determina su explotación u opresión. El pueblo tiene representaciones erróneas

acerca de lo que es y de por qué está como está. Los trabajadores tienen estas

representaciones erróneas de su estado precisamente porque la posición en la que están no

les permite comprender la estructura que los asigna a ese lugar. La conclusión de este

argumento es que la única forma de que los trabajadores salgan de su estado de explotación

y opresión es que adquieran un conocimiento científico de la estructura social que

determina su situación. Ésta sería la manera de liberarse de la ideología que los engaña y

justifica su asignación al estado de dominados.

Rancière afirma que el esquema de ignorancia y conocimiento que está implicado en esta

concepción, que opone ciencia e ideología, es un esquema que encubre una tautología: “el

pueblo está donde está porque está donde está, porque es incapaz de estar en otro lugar”

(Rancière, 2009a, p. 275). El estado del proletariado depende de su ignorancia, es decir, de

su incapacidad para comprender su estado. Sólo la transmisión de la ciencia los capacitará

para comprender su situación y salir de allí mediante la revolución social. El punto es que

se supone que aquellos que tienen la ocupación de trabajadores están capacitados para esa

ocupación y para las actividades que se relacionan con ésta, pero no para actividades

periféricas tales como mirar a su alrededor e investigar cómo funciona la sociedad como un

todo (Rancière, 2009a, p. 275). La conclusión práctica de este argumento es que tendría que

llegar un maestro, que por su posición social sí ha tenido el tiempo suficiente para

investigar el funcionamiento de la sociedad, que le explique al obrero las verdaderas causas

de la dominación que padece, para liberarlo de ella.

Antes que un error lógico, lo que Rancière pone de relieve en esta tautología es lo que ha

denominado en varios de sus textos un reparto de lo sensible, es decir, “una relación entre

96

ocupaciones y capacidades, entre estar en un tiempo-espacio específico, realizando

actividades específicas, y estar dotado con unas capacidades de ver, decir y hacer que se

ajustan a esas actividades” (Rancière, 2009a, p. 275). El reparto de lo sensible es una

configuración que relaciona una forma de experiencia sensible y una interpretación que le

da sentido: une una ocupación a una presuposición, un estado de cosas sensible y una

opinión26

.

Es desde el concepto de reparto de lo sensible que se puede comprender la concepción

filosófica que se pone en juego en la historia revolucionaria de Joseph Jacotot. A su vez,

esta concepción de filosofía no se puede entender por fuera del marco de una discusión del

filósofo francés con Platón.

Según Rancière, Platón da dos razones para que los artesanos deban estar en su lugar. La

primera razón es muy cercana a la de los marxistas y es un hecho empírico: los trabajadores

no tienen tiempo de ir a otro lugar porque su trabajo no se los permite. Vemos, de nuevo,

cómo se trata de una experiencia sensible: de un tipo de cuerpo comprendido en una

relación de tiempo y espacio. La segunda razón apela a un mito: la divinidad mezcló hierro

en el carácter de los artesanos, mientras que mezcló oro en el carácter de aquellos que están

destinados a cuidar del bien común de la polis. El segundo argumento, a diferencia del

primero, ata una razón basada en un hecho empírico a un mito para dar un fundamento

natural a la figura de la comunidad justa como aquella en la que cada ciudadano hace lo que

le es propio: “da la razón o el lógos que sostiene el estado de cosas empírico identificando

el lugar donde el trabajo no espera con el lugar donde no se espera que el pensamiento

universal esté, el lugar de lo particular” (Rancière, 2009a, p. 276). En este caso, el relato del

reparto de metales en las almas de los hombres proporciona una cierta configuración de lo

sensible, en la que la desigualdad funciona como presupuesto de dicho estado de cosas

empírico. En la comunidad justa de Platón la desigualdad no es arbitraria o convencional,

sino que está sustentada en el “carácter” de los individuos, en la naturaleza de sus almas.

26

Nos referimos a „opinión‟ en el sentido indicado en El maestro ignorante: un principio o un presupuesto

que da razón de una serie de hechos.

97

Rancière denuncia una paradoja en esta argumentación, que para él resulta decisiva. En el

argumento platónico, el hecho empírico de la falta de tiempo del trabajador para el

pensamiento filosófico y la deliberación política está unido a un mito. Esto significa que,

para dar un fundamento natural a la desigualdad, Platón debe hacer uso de una historia, que

es, según Rancière, el modo más igualitario de discurso. La historia, en el sentido de

„relato‟, “hace del filósofo el amigo de los niños que disfrutan las historias y de las mujeres

viejas o los viejos esclavos que les cuentan historias” (Rancière, 2009a, p. 276). Todos

contamos relatos a nuestros semejantes, narramos nuestras vivencias a los demás esperando

poder compartirlas con ellos. Esa confianza en que algo se comparte con el otro para poder

constituir con él algo común es un presupuesto de igualdad.

Se da razón de la desigualdad social con el recurso igualitario del relato. Un relato

destinado a convencer al artesano de su inferioridad intelectual, en primer lugar, presupone

que ese artesano es capaz de entender el relato, es decir, que hay un mínimo de igualdad

entre él y el filósofo, pues ambos comparten la capacidad de traducir las ideas en palabras y

de contratraducir las palabras en ideas. Por supuesto, Platón no exige a los trabajadores que

tengan “la convicción interna de que una divinidad en realidad mezcló hierro en su alma y

oro en el alma de los guardianes. Es suficiente que ellos lo sientan: esto es, que ellos usen

sus brazos, sus ojos y sus mentes como si esto fuera verdad” (Rancière, 2009a, p. 276). Ésta

es la manera en que funciona el orden jerárquico de ocupaciones sociales: al modo de un

como si, que se une a una creencia, la creencia en la desigualdad intelectual. Lo paradójico

es que esta opinión tiene poder de convencimiento sólo a través de una historia, que es la

forma más igualitaria de discurso.

Ahora bien, los relatos de los obreros o los padres de familia pobres e ignorantes, que

aprendían con el método de la Enseñanza universal, subvierten esta puesta en escena de la

desigualdad contenida en el mito platónico. La práctica de la Enseñanza universal

implementa un como si diferente al del relato de Platón, éste es, el que se articula con la

opinión de la igualdad de las inteligencias. Los alumnos de Jacotot leen el Telémaco y

escriben sus propias historias bajo el presupuesto de que lectores y escritores (traductores y

contratraductores) participan por igual en la potencia intelectual común. Poner como

98

presupuesto la creencia en la igualdad, en lugar de la creencia en la desigualdad, trastorna

completamente el orden de lo sensible.

Este ejercicio de emancipación no busca hacer más conscientes de su dominación a los

dominados para que éstos tomen las armas y realicen una revolución social. La experiencia

de emancipación intelectual es una revolución interior. Se trata de una subversión con

respecto al reparto de lo sensible dado, una reconfiguración de las relaciones entre el estado

de un cuerpo asignado a un lugar y un tiempo específico, de acuerdo con su oficio, y la

capacidad de pensar de ese cuerpo. La emancipación intelectual es un juego de asociaciones

y disociaciones en un mismo campo de experiencia sensible. Se asocia lo que antes estaba

disociado y se disocia lo que antes estaba asociado. Se asocia la potencia común del

pensamiento con los cuerpos de los trabajadores y se disocian las palabras y acciones

esperadas de los estados de cuerpos empíricos dados. En El maestro ignorante la función

del maestro y la del sabio se disocian, y se asocian la del ignorante y la del sabio27

. Este

juego de asociaciones y disociaciones permite la emancipación del trabajador o del padre

de familia pobre e ignorante, les permite tomar el poder que les es propio, esto es, el poder

de pensar y de expresar sus pensamientos a través de obras de lenguaje, de obras de arte.

Rancière afirma que la clave del método de Jacotot está en la relación del maestro con el

alumno, cuando ambos se conocen a sí mismos como aventureros del espíritu. El alumno

busca por sí mismo y el maestro comprueba que esta búsqueda se haya hecho con atención.

Pero para ello, es necesario que ambos se reconozcan como buscadores.

Para emancipar a otros hay que estar uno mismo emancipado. Hay que conocerse a uno

mismo como viajero del espíritu, semejante a todos los demás viajeros, como sujeto

intelectual partícipe de la potencia común de los seres intelectuales.

¿Cómo se accede a este autoconocimiento? “Un campesino, un artesano (padre de familia)

se emancipará intelectualmente si piensa en lo que es y en lo que hace en el orden social”.

La cosa le parecerá sencilla, e incluso simplona, a quien desconoce el peso del viejo

27

Un ignorante en realidad sabe muchas cosas: sabe ver, sabe hablar, sabe indicar, sabe comparar. Este

inventario de competencias del ignorante es el inicio de su emancipación intelectual y de la posibilidad de que

sea maestro emancipador.

99

mandamiento que la filosofía, a través de Platón, ha dado como destino al artesano: no

hagas otra cosa que lo que te es propio, que no es pensar sino simplemente hacer eso que

agota la definición de tu ser; si eres zapatero, debes hacer zapatos y niños que se dedicarán

a hacer lo mismo (Rancière, 2003, p. 49).

Un ignorante podrá ser maestro de otro ignorante si, en primer lugar, reconoce su saber, la

potencia intelectual común que alguna vez él actualizó individualmente. Todo hombre sabe

por lo menos una cosa: hablar su lengua materna. La lengua materna ha sido adquirida por

los mismos mecanismos que pone en juego la Enseñanza universal (ver, repetir, comparar,

comprobar, corregir, etc.). Es desde esta potencia que alguna vez fue actualizada que la

emancipación puede desplegarse. Se trata de un ejercicio de repetición, de remembranza de

los modos en los que procede la inteligencia, cuando se ve en la necesidad de aprender algo

por sí misma, y de re-actualización de dichos modos. Por esto, se emancipa cuando se

piensa en lo que se es y se hace en el orden social. Nos emancipamos porque re-conocemos

en lo que hacemos la potencia intelectual que anima cualquier producción humana. Ésta es

la lección de los poetas.

Este reconocimiento borra toda distinción entre una raza de hierro y una de oro, entre los

hombres destinados al trabajo manual y los que están destinados al oficio del pensamiento.

“Toda obra del lenguaje se comprende y se ejecuta de la misma manera. Por eso el

ignorante puede, en cuanto él mismo se haya conocido, verificar la búsqueda de su hijo en

el libro que él no sabe leer: no conoce los temas que trabaja, pero, si su hijo le dice cómo lo

hace, reconocerá si está actuando realmente como un buscador” (Rancière, 2003, p. 54). No

es necesario que el ser pensante conozca los temas de estudio para enseñarlos, basta que

compare el modo en que ha buscado previamente con el modo en que el alumno busca. La

órbita del poeta en torno a la verdad, de quien relata historias a sus semejantes, borra así

mismo la superioridad del modo de discurso del que se dice amigo de la verdad.

La emancipación intelectual describe un círculo, el círculo de la potencia: “el ignorante

aprenderá sólo lo que el maestro ignora si el maestro cree que puede y si le obliga a

actualizar su capacidad” (Rancière, 2003, p. 25). Es la creencia del maestro la que inicia el

acto emancipador, en la medida en que esa creencia se transmite a la manera de una orden

100

(de una voluntad que obliga a otra), orden que se traducirá en la asunción de esa misma

creencia en el ignorante. En este sentido, “el círculo de la potencia sólo tiene efecto a partir

de su publicidad” (Rancière, 2003, p. 25), es decir, a partir de que se comunica en la

relación emancipadora. Pero, en realidad, la Enseñanza universal no es un nuevo método,

es el re-conocimiento de la forma en la que se activa la inteligencia cuando el hombre se ve

en la necesidad de pensar por sí mismo. “Pero ahí está el salto más difícil. Todo el mundo

practica este método si le es preciso pero nadie quiere reconocerlo, nadie quiere enfrentarse

con la revolución intelectual que significa” (Rancière, 2003, p. 27). El ejercicio de la

emancipación intelectual es, entonces, el ejercicio del reconocimiento y la verificación

abierta del poder de este viejo y universal método; y es el reconocimiento de la potencia

intelectual común en cualquier lugar o temporalidad dentro del orden social mismo. No es,

entonces, una revolución social o un escape a un mundo empíricamente diferente. Se trata

del mismo campo empírico, interpretado de otra manera: bajo la presuposición de la

igualdad de las inteligencias. Esto produce una reconfiguración de un “sentido común”

dado. “Un sentido común no significa un consenso sino, por el contrario, un lugar

polémico, una confrontación entre sentidos comunes o modos opuestos de configurar lo que

es común” (Rancière, 2009a, p. 277). La emancipación intelectual significa, así, una

transgresión de las formas comunes de interpretar el espacio de sensibilidad compartido.

3.2.2 Política de la escritura

En este punto, podemos hacer una conexión con la concepción de Rancière acerca del

trabajo filosófico y su relación con la escritura. La cuestión filosófica por la emancipación

tiene la característica central de ser una cuestión polémica, en el sentido de que confronta

dos creencias unidas a dos como si que configuran una experiencia común o compartida. El

maestro ignorante es una instancia de trabajo de esa confrontación constante en la obra de

Rancière.

Lo que está en juego en las experiencias de emancipación intelectual de un obrero,

un padre de familia o un maestro es lo que Rancière ha llamado, en varios de sus textos,

una política de la escritura. La política de la escritura es “la elección de lo que una

escritura decide en cuanto a las relaciones de lo “propio” del pensamiento y de la

101

disposición de cuerpos en comunidad” (Rancière, 2009b, p. 74). Desde este punto de vista,

la escritura es un medio de configuración y reconfiguración de lo sensible común. Un padre

de familia pobre e ignorante que se apropia del poder de la lengua mediante la lectura y la

escritura, en torno al Telémaco, despliega una multiplicidad de operaciones que

reconfiguran su lugar como ignorante (como hombre de pueblo) y su función con respecto a

la educación de sus hijos28

.

No es cuestión de conocer lo que se ignoraba, como en la teoría marxista de la explotación,

sino de todo lo contrario, de “ignorar” u olvidar la lógica de la desigualdad, que asigna al

trabajador a “su” lugar. La desatención a esta lógica es concomitante con la atención a otra

lógica: la que implementa el como si de la igualdad intelectual. El maestro ignorante no

sólo es un maestro que se retira del juego pedagógico y anima al alumno a emanciparse,

pues ignorante significa, fundamentalmente, ignorante de la desigualdad. El maestro

ignorante es quien no quiere saber nada de las razones de la desigualdad. “Toda experiencia

pedagógica normal está estructurada por las razones de la desigualdad. Ahora bien, el

maestro ignorante es aquel que es ignorante de eso y que comunica dicha ignorancia, es

decir, comunica esta voluntad de no saber nada de ello” (Rancière, 2009b, p. 416). Este

trabajo de la voluntad de olvido de las razones de la desigualdad es concomitante con la

voluntad de atención a la razón de los iguales, el uso de la inteligencia para comprobarnos

a nosotros mismos que somos sujetos igualmente razonables a los demás, en el ejercicio de

dar y recibir la palabra; razón que es condición de una reconfiguración del sentido común

dado.

La lectura es el medio por el cual el ignorante emancipado toma para sí el oro del alma de

los guardianes del mito platónico. “La lectura no es sólo una actividad que proporciona

conocimiento o placer. Es la realización de una redistribución de lo sensible que está

28

“Pero la misma naturaleza que abre a todos los espíritus la carrera de las ciencias quiere un orden social

donde las clases estén separadas y donde los individuos se conformen con el estado social que les ha sido

destinado. La solución encontrada para esta paradoja es el equilibrio ordenado de la instrucción y de la

educación, la distribución de los roles atribuidos al maestro de escuela y al padre de familia. Uno ahuyenta, a

través de la claridad de la instrucción, las ideas falsas que el niño tiene de su medio familiar, el otro ahuyenta

a través de la educación las aspiraciones extravagantes que el escolar quisiera extraer de su joven ciencia y lo

conduce de nuevo a la condición de los suyos” (Rancière, 2003, pp. 50-51).

102

implicada en la escritura” (Rancière, 2009a, p. 278). La lectura es, entonces, el despliegue

de la potencia de subversión contenida en la escritura emancipadora.

Esta subversión descansa en un juego de balances y desbalances implicado en los ejercicios

de lectura-escritura. “Lo que se pone a disposición mediante la escritura y la lectura no son

mensajes ni representaciones, sino pasiones” (Rancière, 2009a, p. 278). Para Rancière, que

retoma la concepción de Platón, “una pasión es un cierto balance de placer y dolor, que

resulta de un cierto balance de ignorancia y conocimiento”

(Rancière, 2009a, p. 278). La clave de la enseñanza del maestro emancipador es la

ignorancia por parte de éste de la lógica desigualitaria y el conocimiento por parte del

alumno del dolor que le correspondería ignorar por principio: la desgracia de no tener

ocupación definida, de no estar capacitado para ninguna función social en específico. Este

mismo balance de ignorancia y conocimiento es comunicado al alumno en el ejercicio

emancipador de la palabra. La emancipación intelectual mediante la lectura-escritura es un

desbalance de las correspondencias entre un estado sensible de ciertos cuerpos y su

capacidad de pensamiento. Este desbalance hace al emancipado atender a su capacidad de

ser pensante, independientemente de su ocupación o función social, y desatender a la

opinión que lo mantiene esclavizado a una forma específica de interpretar su corporeidad.

Es en este sentido que Rancière habla de una política de la escritura. La escritura no tiene

un carácter político por informar o explicar a los ignorantes o a los artesanos su esclavitud

(explotación) y los medios para liberarse de ella. La escritura se ejerce políticamente por el

desencadenamiento de pasiones; en particular, por el desbalance o la fractura que una

acción produce con respecto a otra: la veracidad del poeta en contra de la acción pervertida

de la pasión de la desigualdad29

.

En este punto, vale la pena hacer referencia, nuevamente, a la discusión de Rancière con

Platón. Para Platón, la escritura “desdibuja la posición del padre del discurso, la situación

en la que el discurso se ejerce como potencia específica con respecto a un destinatario

29

La desigualdad como pasión y la relación igualdad-desigualdad se trabajará más adelante en la Lección

política.

103

específico” (Rancière, 2009b, p. 71). Según Rancière, el mandamiento platónico es un

gesto de doble prohibición, pues prescribe al artesano no hacer más que lo que le es propio

y a la vez condena la democracia del libro:

El filósofo rey platónico oponía la palabra viva a la letra muerta del libro, pensamiento

convertido en materia a disposición de los hombres de la materia, discurso a la vez mudo y

demasiado hablador, dirigiéndose al azar hacia aquellos cuyo único asunto es pensar. El

privilegio explicativo no es más que la letra pequeña de esta prohibición (Rancière, 2003, p.

54).

Rancière voltea la oposición que da preeminencia al discurso hablado sobre el escrito. En

este sentido, se aleja de Pierre Hadot, historiador de las filosofías antiguas. El discurso

escrito actual no es necesariamente la “muerte” de la filosofía (en tanto que relacionada con

la vida) por volcarse hacia sistemas o teorías abstractas. El libro sigue manteniendo el

poder de transformación vital que tenían las filosofías antiguas. Pero, desde la perspectiva

de Rancière, el escrito no tiene efecto en el lector por “formar” determinado tipo de sujeto

en contra de otro, por “sacar” al ignorante de su ignorancia y conducirlo a la salida de la

caverna para que contemple la Idea y sea, así, sabio. El fin de la Enseñanza universal no es

la sabiduría, sino la emancipación intelectual. El efecto del libro es el ejercicio de la

potencia de subversión de la emancipación intelectual. “El libro es la igualdad de las

inteligencias” (Rancière, 2003, p. 54), libera a las palabras de una relación dada entre

signos y cuerpos. La escritura implica un corto circuito en el cual las palabras son dejadas

“huérfanas”, disponibles a cualquiera, sin que sean guiadas por la voz del maestro

explicador. Así, la lectura emancipadora no presupone un saber que explique al alumno las

relaciones adecuadas entre las palabras y las cosas, y quién tiene título para hacer un uso

apropiado de ellas.

Para Rancière, la filosofía es un trabajo en el que se pone en juego una política de la

escritura, en la medida en que escenifica una relación entre cuerpos y palabras, de acuerdo

con una presuposición acerca de posibilidades de pensamiento. El trabajo filosófico de

Rancière se puede resumir como una política de la escritura que, en contraste con algunos

trabajos de las ciencias sociales, une los discursos y los pensamientos que son su materia

104

prima con los que constituyen su ejercicio propio y separa las palabras de los estados

sociales de los cuerpos. Para explicar esta idea es preciso que recurramos al concepto de

filosofía en desplazamiento, usado por el autor en una conferencia dedicada al tema de la

vocación filosófica (Rancière, 2004).

3.2.3. La filosofía en desplazamiento

„Filosofía en desplazamiento‟ no significa que el filósofo salga a la calle y se vuelva

nómada, en ruptura con la sedentarización universitaria. Dice Rancière: “hemos visto a

muchos perros guardianes fingir el rol de perros callejeros como para conceder algún

crédito a estos autorretratos del pensador como vagabundo intempestivo” (Rancière, 2004,

p. 13). En la oposición de una filosofía viva y entregada a todos, como arte de vivir, y una

filosofía institucional enclaustrada en códigos establecidos de enunciación, Rancière opta,

como es habitual en él, por un “estilo medio” o una “lucha a dos frentes” (Badiou, 2009,

pp. 40-41). La filosofía es, en primer lugar, el nombre de unos estudios universitarios

institucionales, que se presenta como un lujo reservado a aquellos que tengan el tiempo y

las condiciones para dedicarse a la ocupación ociosa. Pero, a la vez, es la entrada “en un

sistema de desvíos efectivos y de desplazamientos posibles” (Rancière, 2004, p. 16). Éste

es el significado de hablar del ejercicio filosófico como ejercicio polémico o de disenso.

En las Palabras preliminares de El desacuerdo. Política y filosofía, Jacques Rancière nos

sugiere una idea de la filosofía como trabajo polémico, de disenso. En este texto, Rancière

se pregunta por la posibilidad de una filosofía política. Su tesis es que la filosofía política,

antes que ser una ramificación natural del árbol-filosofía, es posible en la medida en que la

filosofía deviene política cuando acoge la aporía propia de ésta: la cuestión de la igualdad.

Esto se puede aplicar no sólo a la política, sino a las otras disciplinas o saberes sociales. El

que algo se convierta en un objeto para la filosofía no depende de que ese algo sea

inherentemente propio de ella como disciplina firmemente constituida, sino de que la

filosofía despoje a las actividades intelectuales humanas de sus materiales y

procedimientos. Pero la postura de la filosofía con respecto a los objetos que sustrae a estas

actividades no es la de un metadiscurso que explica al practicante de la política, la ciencia o

el arte el motivo de su aprieto. La filosofía ni dobla el discurso político con su reflexión ni

105

le da legitimidad con su fundamentación. Rancière se separa, en igual medida, tanto de la

idea de una filosofía como disciplina legisladora o madre de todas las ciencias como de una

filosofía que sale de la universidad y ayuda a otros:

la filosofía no socorre a nadie y nadie le pide auxilio, aun cuando las reglas de la

conveniencia de la demanda social hayan instituido la costumbre de que políticos, juristas,

médicos o cualquier otra corporación, cuando se reúnen para reflexionar, invitan al filósofo

como especialista de la reflexión en general. Para que la invitación produzca algún efecto

de pensamiento, es preciso que el encuentro halle su punto de desacuerdo (Rancière, 1996,

p. 8).

El desacuerdo no es, para Rancière, la mera confrontación entre dos posturas antagónicas

en torno a un mismo punto de discusión. Por „desacuerdo‟ Rancière entiende un tipo

determinado de situación de habla en la que uno de los interlocutores entiende y a la vez no

entiende lo que dice el otro. “El desacuerdo no es el conflicto entre quien dice blanco y

quien dice negro. Es el existente entre quien dice blanco y quien dice blanco pero no

entiende lo mismo o no entiende que el otro dice lo mismo con el nombre de la blancura”

(Rancière, 1996, p. 8). Desacuerdo es, entonces, una situación de comunicación en la cual

lo que está en litigio es la definición misma de los objetos de discusión y la calidad de los

hablantes. Desde este punto de vista, para que haya desacuerdo es preciso algo común, un

entendimiento mínimo; por ejemplo, una misma palabra o un mismo argumento. Pero que

haya desacuerdo implica que uno de los interlocutores vea en eso común algo diferente; por

ejemplo, un significado distinto en el mismo significante o una razón diferente en el mismo

argumento. El autor diferencia el desacuerdo del malentendido, relacionado con la

imprecisión de las palabras, y del desconocimiento de lo que el otro está diciendo. El

desacuerdo no se suprime con una medicina del lenguaje que elimine los equívocos o que

explique a los interlocutores los motivos de su conflicto. El desacuerdo es un conflicto

permanente entre dos formas de interpretar un espacio de sensibilidad común.

La filosofía no interviene en las paradojas, aprietos o aporías del pensamiento humano para

explicar las razones de esas paradojas y curarlas con una terapia del lenguaje. Ella no posee

un saber reservado que le permita enseñar qué quiere decir hablar. “Los casos de

106

desacuerdo son aquellos en los que la discusión sobre lo que quiere decir hablar constituye

la racionalidad misma de la situación de habla” (Rancière, 1996, p. 9). No hay forma de

establecer, mediante los lenguajes humanos, la claridad absoluta de las palabras. Pero esto

no implica que no haya comunicación ni que la comunicación sea irracional. Existen dos

posibilidades: o bien se llega a un consenso sobre los significados, o bien se sostiene un

desacuerdo. En esta situación de habla específica está en juego la capacidad de cada

interlocutor de decir lo que piensa a través de palabras, sonidos o gráficos, que el otro usa

para decir algo distinto. La racionalidad del desacuerdo es esta puesta en escena del habla

como capacidad de traducción y contratraducción.

Teniendo en cuenta este concepto de „desacuerdo‟, podemos decir que la filosofía misma

manifiesta internamente un disenso: un bello nombre, asociado normalmente a unas

prácticas pedagógicas institucionales, es atravesado por unos códigos que no le son propios.

La vocación filosófica es ya un terreno dibujado por un desvío: “el desvío entre el brillo

unitario del nombre y la diversidad de las formas de discurso y de los dispositivos en los

que se distribuye” (Rancière, 2004, p. 15). Cuando la filosofía trata de determinar sus

fronteras en el establecimiento de su lugar u oficio propio, lo hace de manera impropia. De

nuevo, esta idea de Rancière se puede entender en razón de su discusión con Platón: cuando

el filósofo (Platón) se asigna un lugar en la polis como gobernante, a la vez excluye del

ejercicio del pensamiento a los artesanos, sofistas y poetas, cuyos modos de discurso son

asignados a un lugar específico, que no es, en todo caso, el de los asuntos políticos. El

reparto entre modos de discurso se une con la cuestión política de la asignación de cuerpos

en lugares y funciones. Sin embargo, para hacer esta distribución de modos de discurso y

funciones sociales, Platón apela al mito, la forma más igualitaria de discurso, la que

precisamente borra las fronteras entre los modos de discurso y devuelve a todos la potencia

común de la lengua. La filosofía es, desde este punto de vista, paradójica en ella misma,

pues en el mismo acto en el que establece su “lugar propio” se ejerce en formas de discurso

que no le son propias.

Para Rancière la filosofía se ocupa, entonces, de dos cosas: por una parte, de la pregunta

por sí misma, traducida en un interés constante por trazar las fronteras entre las disciplinas.

107

Por otra parte, “hay una filosofía en general allí donde se encuentra expuesta la idea de una

potencia común del pensamiento, allí donde esa potencia común es pensada a partir de lo

mismo del pensamiento y del ser30

, formulado por Parménides” (Rancière, 2009b, p. 62).

Las dos ocupaciones de la filosofía están unidas en la cuestión de la participación en la

potencia común del pensamiento. ¿Quiénes pueden participar legítimamente en el ejercicio

de la potencia del pensamiento? Desde Platón, poetas, sofistas y artesanos son excluidos de

ésta y, por tanto, excluidos del ejercicio político, por requerir éste del proceso de formación

matemático y dialéctico que le permita a los gobernantes aplicar sus competencias y

tomarse el tiempo necesario para la comprensión y decisión con respecto a los asuntos de la

comunidad política.

Teniendo en cuenta que la filosofía no es un metadiscurso legislador, se puede plantear que

el encuentro de ésta con las otras disciplinas en el trazado de sus propias fronteras es

siempre polémico. En particular, el ejercicio filosófico de Rancière es un encuentro

constante, y siempre singular, con las ciencias sociales: “si se sigue la opinión recibida que

define una disciplina por un dominio de objetos específicos, se puede decir que no he

dejado de pasearme como profano a través de disciplinas heterogéneas: la historia, la

sociología, la pedagogía, la literatura, la estética, la política” (Rancière, 2004, pp. 23 y 24).

Sin embargo, para el autor las disciplinas, antes que ser un dominio de objetos definidos,

son maneras de definir “una idea de lo pensable, de construir una relación del pensamiento

con la vida” (Rancière, 2004, p. 24). Al ser esta relación del pensamiento con la vida objeto

de trabajo para la filosofía, ésta permanece en guerra con las ciencias humanas, una guerra

de discursos que es a la vez una guerra de vidas. De ahí la definición ranceriana de la

filosofía como un combatiente igual en esa guerra de discursos.

La idea de la guerra es la idea de la confrontación en torno a territorios y fronteras. Esto

implica un cierto dominio común de las disciplinas y las vidas, identificado por Rancière en

30

Entiendo la relación pensamiento-ser en Rancière asimilándola a otras expresiones como pensamiento-vida

o pensamiento-estado sensible de los cuerpos. El filósofo francés no parece estar interesado en la cuestión del

ser en sí misma y usa indistintamente estas equivalencias, por lo menos en su entrevista Política de la

escritura y en su conferencia La filosofía en desplazamiento.

108

la relación pensamiento-vida31

. Sociología, historia, pedagogía o crítica literaria tienen un

interés para Rancière en la medida en que, a través de sus discursos, de la manera en que se

escriben y se practican, ponen en escena un acuerdo entre cuerpos, palabras y una potencia

común del pensamiento.

En particular, la pedagogía interesa a este autor porque es una disciplina que se ocupa del

tiempo, “que hace del tiempo un principio de adecuación entre lo sensible y lo pensable,

entre el desarrollo del pueblo-niño y su aptitud de albergar el pensamiento y el saber”

(Rancière, 2004, pp. 25 y 26). El encuentro polémico de la filosofía con la pedagogía, en El

maestro ignorante, radica en una reconfiguración de la experiencia sensible común, a partir

de la experiencia singular y radical de Joseph Jacotot. Esta reconfiguración descansa en una

forma que opone la igualdad y la desigualdad en un terreno de litigio común (se emancipa

pensando en lo que se es y se hace en el orden social mismo): “poner en escena una “vida”

y una guerra de las vidas es, en suma, poner cada vez en escena una configuración de las

relaciones de lo sensible y de lo pensable” (Rancière, 2004, p. 27). El maestro ignorante

relata una vida, pero a la vez pone en práctica un ejercicio filosófico de asociaciones y

disociaciones políticas: asocia los discursos y los pensamientos que son su materia prima

con los que constituyen su ejercicio propio y disocia las palabras de los estados sociales de

los cuerpos. Esto tiene que ver con el arte de la escritura que dice ejercer Rancière en la

puesta en escena de las vidas de Jacotot y sus alumnos en El maestro ignorante:

es claro que todo mi trabajo teórico ha ensayado hablar a través de las palabras de otros,

hacer hablar de otra forma las palabras de los otros rehaciendo las frases y volviéndolas a

poner en escena. Entonces, el interés de este libro está en un cierto arte, en el rehacer las

frases, que hace que yo haya proyectado, en el debate intelectual de Francia de la década

del ochenta, todo un léxico y una retórica completamente “fechadas” y que, a la inversa,

haya prestado a Jacotot, como si ellas estuvieran en la base de su reflexión, razones que

31

Para Rancière la vida no es ni la biografía de un individuo en particular ni la “potencia ontológica de lo

Uno”, sino una “articulación de principio de lo sensible y de lo pensable” (Rancière, 2004, p. 17). Como se

ve, este concepto de „vida‟ está íntimamente relacionado, si no es que se identifica del todo, con el concepto

de „reparto de lo sensible‟ antes expuesto.

109

sustentaban el análisis de la situación del pensamiento de la igualdad en la Francia de la

década del ochenta (Rancière, 2009b, p. 410).

La filosofía, tal y como se afirma en El desacuerdo32

, toma prestadas las palabras de otros

para decir algo completamente diferente. Estos “otros” pueden ser tanto obreros, maestros o

padres de familia, como los modos de discurso de otras disciplinas. En realidad, hay una

doble relación con esas otras disciplinas: la filosofía le roba sus materiales (los archivos

obreros, las historias de vida) y sus modos de discurso (el poema, el relato, el orden

matemático, el diálogo, la argumentación retórica).

Para Kristin Ross (2009), esta forma de proceder se puede caracterizar como una escritura

intempestiva. Para explicar esto, la autora parte del concepto de „acontecimiento‟, que en

Rancière emerge siempre en relación con el habla. Los acontecimientos de palabra pueden

definirse como momentos de subjetivación en los que un hablante se apropia de un

lenguaje. La comentarista tiene la precaución de decir que la subjetivación, en los textos de

Rancière, nunca llega a tomar la consistencia de una teoría del sujeto, un sujeto aislado, fijo

o coherente. Por el contrario, la instancia de apropiación del lenguaje es una instancia de

desidentificación, “la creación de un écart o fisura en lo que sea que hubiera previamente

de identidad segura” (Ross, 2009, p. 239). Dicha estrategia de écart o desvío es usada por

Rancière en su escritura de diversas maneras. Ya habíamos dicho que para él es inherente a

la filosofía misma una serie de desvíos o desplazamientos en cuanto a sus materiales y sus

modos de discurso, que al ser apropiados “desidentifican” la unidad de la disciplina

académica. De otra parte, la desviación (écartement) en la escritura de Rancière, según

Ross,

es un modo de usar imágenes o temas en la escritura, cambiándolos de sitio de manera que

otras figuras se hagan visibles o se retiren de la vista. Es una estrategia que él despliega para

32

“Allí donde la filosofía coincide con la poesía, la política y la prudencia de los comerciantes honrados, le

resulta preciso tomar las palabras de los demás para decir que dice una cosa completamente distinta. Es en

ello donde hay desacuerdo y no únicamente malentendido, que depende de una simple explicación de lo que

dice la frase del otro y el otro no sabe” (Rancière, 1996, p. 10).

110

posicionar su escritura con respecto al ambiente intelectual en curso (lo que he llamado su

intempestividad), por un lado, y para desviar a su lector de lecturas doctrinales de los

materiales, por el otro (Ross, 2009, p. 239).

Rancière acepta la interpretación de su filosofía como intempestiva, pero anota que su

interés no es únicamente polemizar en el eje del tiempo, sino también en el del espacio. Si

bien personajes como Jacotot son voces del pasado que polemizan con las preocupaciones y

los debates políticos e intelectuales presentes, no sólo se trata de una cuestión de preferir el

tiempo sobre el espacio. La lucha de la filosofía se libra en contra del pensamiento

disciplinario que usa el tiempo como principio de espacialización: “hace del tiempo un

lugar que encierra y define a aquellos que están en él. Vuelve a jugar, como principio

metodológico, la afirmación platónica de que “el trabajo no espera”, que equivale a

encerrar a los trabajadores en el espacio de su ausencia de tiempo” (Rancière, 2009a, p.

282). La experiencia intempestiva de emancipación sitúa otro tiempo (el del pensamiento

filosófico, la expresión literaria o la contemplación estética) en el tiempo del trabajo, que

no espera, sitúa otro espacio en el espacio de la fábrica o el lugar de trabajo.

En el libro de Rancière, las palabras de Jacotot, y las historias de los ignorantes

emancipados por su método, resuenan en su espacio-tiempo concreto de enunciación, en

lugar de las generalizaciones de una Historia de la pedagogía. Sin embargo, también

resuenan en el presente, en la medida en que constituyen una línea de escape a la mera

situación histórica concreta; en la medida en que son instancias de un principio de

universalización. Los casos de emancipación intelectual son instancias que verifican una

potencia común al género humano, que es susceptible de realizarse en cualquier momento y

en cualquier lugar. “Hay lecciones de igualdad que ocurren en cualquier parte en varias

formas. Ésta es la razón por la cual esas lecciones no pueden ser fácilmente encapsuladas

dentro de esquemas programáticos u órdenes de instrucción tales como el arte “politizado”,

por ejemplo” (Rancière, 2009a, 283).

Para Rancière, la filosofía es un ejercicio de atención constante a las lecciones de igualdad,

a aquellos acontecimientos de la palabra en los que determinados cuerpos hablantes son

tomados por palabras que los arrancan de su lugar y, así, arrojan incertidumbre sobre el

111

orden que establecía las posiciones de los cuerpos de acuerdo con ciertos tipos de palabras

y competencias intelectuales. Esto es lo que Rancière llama un “método de igualdad”,

destinado a detectar y poner de relieve los acontecimientos singulares de verificación de la

igualdad dentro del funcionamiento mismo del orden desigualitario.

El maestro ignorante es una instancia de práctica de la filosofía entendida como poética,

panecástica o guerrilla. En efecto, en este libro la filosofía atraviesa las fronteras

disciplinares para ir al encuentro conflictivo con el caso del pedagogo y mostrar allí un

ejercicio de verificación de la igualdad. El relato del caso pedagógico pone en escena una

lógica diferente a la esperada por el pedagogo explicador y destaca los momentos y las

implicaciones teóricas de las experiencias de emancipación intelectual de los obreros

recogidas por Jacotot. Esta “filosofía poética”, retomando lo dicho sobre la lección de los

poetas y la panecástica de Jacotot, es a la vez una filosofía en desplazamiento y una

filosofía entendida como guerrilla. En primer lugar, concebir a filosofía en desplazamiento

es mostrar que la filosofía no es un territorio de objetos definidos, “a los que

corresponderían métodos y formas de lenguaje específicos, que no es más un arte de vivir.

La filosofía es una práctica de puesta en escena de la vida, en el sentido en que yo lo

entiendo aquí, de puesta en escena del nudo de lo sensible y lo pensable” (Rancière, 2004,

p. 32). Esa puesta en escena implica que se hable a través de las voces “ajenas” a la

filosofía, para decir que esas voces corresponden a capacidades iguales a las del escritor o

el intelectual, que la filosofía no tiene un lugar propio establecido como gobernante de la

polis y que no es dueña del tiempo de ocio propio del pensamiento.

En segundo lugar, la filosofía es como una guerrilla, “en la que el filósofo no estaría jamás

allí donde se lo espera” (Rancière, 2004, p. 33). En la guerra de discursos, el filósofo

sustrae sus materiales y modos de discurso a las otras disciplinas y crea escenas de disenso,

de conflicto, en las que afirma la potencia igualitaria del pensamiento en oposición a la

lógica desigualitaria del orden social que expresan y justifican esas disciplinas. El reparto

consensual de lugares y funciones para cada uno de los modos de discurso de las disciplinas

es transgredido por el filósofo guerrillero, quien construye escenas de disenso, que

constituyen un trabajo poético, es decir, una reconfiguración de los territorios, volver a

112

poner en escena los datos considerados como necesarios; “lo que significa siempre, al

mismo tiempo, volver a poner en juego las distribuciones de competencias (es decir, el

reparto de la vida y del pensamiento) que esas configuraciones de datos presuponen”

(Rancière, 2004, p. 34). La filosofía de Rancière es un trabajo dramatúrgico que, mediante

sus puestas en escena de la vida y el pensamiento, redistribuye el poder de pensar, lo afirma

como poder igualmente repartido en los seres humanos. “Lo que me ha interesado, aquello

por lo cual me he esforzado en inventar diversas formas de dramaturgia, es esta potencia de

la igualdad” (Rancière, 2004, p. 35).

3.3. Conclusiones de la lección

Hasta el momento hemos hecho un recorrido por las ideas de poética, filosofía panecástica,

filosofía como trabajo polémico o de desacuerdo y filosofía en desplazamiento,

persiguiendo el sentido de la cuestión filosófica de la emancipación intelectual, que es el

centro de indagación de Rancière en El maestro ignorante. Este recorrido nos ha arrojado

una prueba de la coherencia entre lo que dice Rancière acerca de la emancipación en la

experiencia de Jacotot y su idea de filosofía como puesta en escena polémica de la relación

entre el pensamiento y la vida; de la consonancia entre la filosofía panecástica de Jacotot y

la filosofía como ejercicio de desacuerdo en Rancière. Ahora bien, ¿qué nos aporta este

recorrido en cuanto a la tesis central del presente estudio? ¿Cómo la lección filosófica

aporta a la sugerencia de abordar la lectura de El maestro ignorante como ejercicio de

emancipación intelectual?

1. La cuestión filosófica que indaga por lo que está en juego en el ejercicio de dar y recibir

la palabra no es una cuestión ajena al ejercicio mismo de escritura de Rancière en El

maestro ignorante. El ejercicio de escritura de Rancière es, a la vez, una recepción de la

palabra de Jacotot y una puesta en escena de la experiencia de emancipación. Rancière no

se limita a explicar el pensamiento de Jacotot ni tampoco a describir “objetivamente” un

extravagante caso pedagógico. Escribir la historia del maestro ignorante es efectuar lo que

esta misma experiencia contiene, es decir, la potencia subversiva de la emancipación

intelectual.

113

2. El ejercicio de lectura que sugerimos en este estudio se basa en la idea de que Rancière,

en El maestro ignorante, implementa una cierta política de la escritura, bajo la premisa de

que lo que se juega en la escritura y la lectura no son mensajes o representaciones, sino

pasiones. A través de la aventura intelectual vivida por otro, y mediante la apropiación de

sus palabras y prácticas, Rancière busca poner a resonar una voz inaudita, un llamado

disonante: la igualdad de las inteligencias. La igualdad es una opinión que se busca

verificar, un presupuesto que permite experimentar todo tipo de aventuras en el país del

conocimiento. Esta opinión abre posibilidades de nuevas experiencias bajo el re-

conocimiento de nosotros mismos como sujetos intelectuales. Pero la forma de transmitir

ese llamado a la experimentación con la opinión de la igualdad no es una explicación, sino

una poética: el relato de la aventura intelectual de Jacotot, el trazo de un círculo en torno a

la verdad que él descubrió (“se puede enseñar lo que se ignora”), la traducción de su

experiencia en sus propias palabras para producir un efecto de desacuerdo frente a toda

posible lectura de la obra como método, prescripción o teoría pedagógica.

3. La lectura atenta de El maestro ignorante es una realización de una redistribución de lo

sensible que está implicada en la escritura de Rancière. Puesto que Rancière implementa el

como si de la igualdad en el relato de la experiencia revolucionaria de Jacotot, este como si

se puede activar también en el lector atento del relato. La lectura atenta es una recepción de

la opinión de la igualdad de las inteligencias, la voluntad de olvido de la lógica de la

desigualdad y la atención a la igualdad en cualquier situación de expresión de

pensamientos. Así como los alumnos de Jacotot hablaban a sus semejantes apropiándose

del lenguaje escrito a través de la narración de sus propias aventuras intelectuales, Rancière

nos habla como a iguales, nos relata su propia experiencia en torno a las aventuras de

Jacotot. El lector puede tomar su experiencia de lectura como una verificación de la

igualdad, pero también, por el contrario, como la sujeción a una inteligencia superior.

Nuestra apuesta es que, pese a nuestra costumbre de tratar a los pensadores como grandes

sabios de los que estamos demasiado distantes, podemos decidirnos por las aventuras que

se siguen de la decisión por la igualdad, desde el momento mismo de leer El maestro

ignorante. Nuestra apuesta es reconocernos en la lectura de esta obra, es decir, reconocer

nuestra capacidad como sujetos pensantes y reconocer que “del otro lado” está un sujeto

114

pensante tan capaz como nosotros. Nuestra apuesta es, en suma, reconocer al escritor como

un ser hablante igual en inteligencia a nosotros, lectores atentos.

4. La anterior apuesta nos convierte en panecásticos, dispuestos a buscar situaciones de

igualdad en todo momento y lugar. De acuerdo con sus mismas afirmaciones, Rancière se

convierte en discípulo del loco en el momento en que decide anunciar la buena nueva de la

emancipación intelectual a todos, mediante su libro. Su libro libera a las palabras de sí

mismo, en tanto que padre del discurso, en tanto que explicador, y permite a cualquiera

apropiárselas y vivir con ellas la experiencia de emancipación intelectual. A la vez,

nosotros nos hacemos partícipes en el anuncio de la buena nueva, primero como aquellos

“cualquiera” que nos encontramos distraídos a causa de la pasión de la desigualdad en la

sociedad del menosprecio y somos animados por la opinión verificada en el ejercicio de

lectura de El maestro ignorante. Después, como panecásticos verificadores de esta opinión

y como anunciadores de la buena nueva.

115

4. LECCIÓN DE POLÍTICA: LA LECCIÓN PESIMISTA

En el prólogo a la traducción al portugués de El maestro ignorante, Rancière afirma que,

además de una cuestión filosófica33

, este libro se trata de una cuestión política: “saber si el

sistema de enseñanza tiene por presupuesto una desigualdad que debe ser “reducida” o una

igualdad que deber ser verificada” (Rancière, 2002, p. 11). En esta afirmación el autor

relaciona un problema educativo y un asunto político, los presupuestos del sistema de

enseñanza y su relación con la igualdad y la desigualdad. Entonces, ¿qué relación podemos

establecer, desde los planteamientos de El maestro ignorante, entre educación y política?

¿Cómo entender esta cuestión política? ¿Qué es lo político en El maestro ignorante?

Finalmente, ¿qué aporta la lección política contenida en el libro a la hipótesis de lectura por

la que apostamos en este estudio?

Para abordar estas preguntas, buscaremos la relación entre la cuestión política que se

plantea en El maestro ignorante y la cuestión política formulada por Rancière en una de sus

entrevistas [Politique de l’écriture] (Rancière, 2009b, pp. 61-74). La cuestión política es

formulada en esta entrevista en términos la relación entre la potencia común de la

comunidad y la distribución de cuerpos en lugares y en funciones: “la cuestión política, tal

como la democracia impone los términos, es ésta: ¿qué es lo que se incorpora de potencia

común en la palabra de aquel cuya ocupación social se define por el ejercicio de tal o tal

téchnè?” (p. 62).

4.1. La sociedad pedagogizada

El uso que hace Rancière de la historia de Jacotot y sus discípulos implementa, a la vez,

“un principio de historización y un principio de intempestividad, un principio de

contextualización y un principio de des-contextualización” (Rancière, 2009, p. 282). Esta

historia relaciona varios tiempos, pone en resonancia una voz del pasado en debates del

presente. El mismo Jacotot, según Rancière, seguía siendo en el siglo XIX un hombre del

33

¿Qué significa recibir la palabra del otro? El problema de la escucha y sus implicaciones con respecto al

lenguaje, la verdad, la escritura, la emancipación y la concepción de filosofía en Rancière, analizado en la

tercera parte de este estudio.

116

siglo XVIII. Jacotot es una voz intempestiva incluso en su propio tiempo, pero Rancière la

pone a resonar también con respecto al debate de los años ochenta entre la visión

republicana y la sociológica de la educación del pueblo en Francia. Aun cuando la

experiencia de Jacotot entra a polemizar en el debate post-revolucionario del siglo XIX,

sigue siendo vigente y puede ser reactualizada, incluso en debates de origen no educativo.

Un ejemplo de este tipo de reactualización es El espectador emancipado (Rancière, 2010),

en donde Rancière retoma la figura del maestro ignorante para intervenir en un debate

estético acerca de la relación entre la obra de arte, su recepción y la participación del

espectador en ella. Esta reactualización es posible porque la implementación del doble

principio, de historización e intempestividad, constituye la acción del método de igualdad:

la atención a los casos particulares en los que la igualdad universal se manifiesta y tiene

efecto en la reconfiguración de la experiencia de los individuos. La figura del maestro

emancipador puede ser reactualizada en cualquier momento y en cualquier parte porque se

trata de una instancia o una reiteración de la igualdad universal, de una manifestación

singular de la potencia intelectual común.

La experiencia de Jacotot causó estragos en su momento, pero permaneció olvidada hasta la

reactualización que hizo Rancière de ella porque cuando el maestro ignorante tomó la

palabra se instalaba una lógica que buscaba

acabar la revolución, en el doble sentido de la palabra: poner término a sus desórdenes,

realizando la necesaria transformación de las instituciones y mentalidades de las que fue la

encarnación anticipada y fantasmagórica; pasar de la fase de las fiebres igualitarias y de los

desórdenes revolucionarios a la constitución de un nuevo orden de sociedades y gobiernos

que conciliase el progreso, sin el cual las sociedades pierden el impulso, y el orden, sin el

cual ellas se precipitan de crisis en crisis (Rancière, 2002, p. 9).

Rancière ve en este paso, de la revolución a la institucionalización de las ideas y propósitos

de ésta, la instauración de un progreso social. Para el autor, „progreso‟, en su sentido literal,

se refiere a los individuos y significa que éstos avanzan, van a ver por sí mismos,

experimentan, cambian sus prácticas, prueban su saber. En este sentido, que un hombre

haga progresos significa que actualiza su capacidad humana de comprender y de hacer

117

(Rancière, 2003, pp. 151-153). Por otra parte, „progreso‟ se refiere al conjunto social y

significa una explicación que se erige como opinión dominante en el orden social. Conciliar

el progreso con el orden es realizar una nueva distribución de rangos, pues “quien dice

orden dice distribución de rangos. La puesta en rangos supone explicación, ficción

distribuidora y justificadora de una desigualdad que no tiene otra razón que su ser”

(Rancière, 2003, p. 151). La explicación no es sólo la ficción que hace que el maestro

constituya al incapaz como tal, sino el funcionamiento mismo de lo social. La explicación

es la función mediante la cual se institucionaliza un orden progresivo, en el cual los

inferiores no son más que “atrasados” que hay que promover de grado. Ellos sólo podrán

avanzar con la ayuda de autoridades que están a la vanguardia, que están en posesión de

comprensiones “profundas”, “complejas” o, en últimas, válidas del conocimiento, y que

median sobre la distancia entre la complejidad de la materia de estudio y la simplicidad de

las mentes de los “atrasados”. De esta manera, la sociedad progresaría como un todo.

En este punto adquiere sentido la distinción denunciada por Rancière entre instrucción y

educación como las funciones respectivas de la escuela y la familia en el orden progresivo.

Recordemos, nuevamente, el “mandamiento” de Platón para el artesano: “no hagas otra

cosa que lo que te es propio, que no es pensar sino simplemente hacer eso que agota la

definición de tu ser; si eres zapatero, debes hacer zapatos y niños que se dedicarán a hacer

lo mismo” (Rancière, 2003, p. 49). En el orden progresivo, según el filósofo francés, se

trastorna la rigidez del viejo mandamiento. La era moderna del progreso reconoce que

todos somos ciudadanos libres e iguales, que todo actor social es un ser pensante. Desde

esta perspectiva, todo ciudadano tiene nociones de las ciencias, intuiciones del

funcionamiento de la lengua, la moral o la naturaleza.

Y aquí está el primer problema; mientras los artesanos y los campesinos formen estos

conceptos de moral, de cálculo o de física según la rutina de su entorno o el azar de sus

encuentros, la evolución razonada del progreso estará doblemente contrariada: retrasada por

los rutinarios y los supersticiosos, o perturbada por el apresuramiento de los violentos

(Rancière, 2003, p. 50).

118

Éste es el sentido de “acabar la revolución”, no permitir el retraso social por causa del

atraso de los campesinos y artesanos con respecto al avance científico y atajar el desorden

causado por los violentos.

Conciliar orden y progreso implica, pues, instruir al pueblo, sacarlo de su obscuridad,

originada por su condición y su falta de tiempo para los asuntos del conocimiento. Ésta es

la función social atribuida a la escuela. Los hijos del campesino o el pobre son extraídos de

su medio “natural” para recibir instrucción, es decir, para hacerlos partícipes del progreso

social, del avance o la actualidad del conocimiento, para que, así, no perturben el avance

ordenado y racional de la sociedad como conjunto. Recordemos la distinción instaurada por

la ficción pedagógica: existen dos tipos de inteligencia, la que procede al azar y la que

busca con método, de lo simple a lo complejo. Esta distinción es la instauración de un

mundo dividido en dos: los que tienen una mente simple y los que han adquirido unas

competencias más complejas, los que saben y los ignorantes, los capaces y los incapaces,

los superiores y los inferiores. En el orden progresivo se pretende que la institución

pedagógica acorte las brechas entre unos y otros, pero en realidad reproduce y conserva la

organización establecida, es decir, mantiene la autoridad de los que saben sobre los que no

saben.

Esto es lo que llama Rancière una regresión ad infinitum de las explicaciones. La

explicación pretende remediar una incapacidad de comprensión, pero no se entiende por

qué los razonamientos del profesor han de ser comprendidos mejor por el alumno que los

razonamientos de los libros. Quizás habría que explicar también las explicaciones del

profesor, y explicar estas explicaciones, así hasta el infinito. En realidad, lo que muestra el

hecho descubierto por Jacotot es que la explicación no remedia una incapacidad de

comprensión, sino que instaura esta incapacidad y la reproduce sin cesar. La superioridad

de la palabra del maestro sobre la palabra escrita del libro es arbitraria, el único que decide

cuándo una explicación está suficientemente explicada es el mismo maestro. Así, cada

explicado alcanza un nivel en la jerarquía de explicaciones, esto es, en un orden de clases y

grados que recorre cada uno paso a paso. Este nivel alcanzado lo autorizará para convertirse

en explicador para alguien más. En este sentido, la explicación tiene como función

119

conservar y reproducir el orden establecido sobre una distancia constitutiva: la brecha entre

los que saben más y los que saben menos. El alumno nunca alcanzará al maestro, pero a

cambio podrá ser maestro para alguien más, este alguien hará lo mismo, y así hasta el

infinito.

En términos más generales, la lógica explicadores-explicados es la lógica de la dominación

en las sociedades humanas. Así como es el maestro explicador el que necesita al alumno

explicado, en la medida en que lo constituye como incapaz, es el dominador el que depende

del dominado. El dominador sólo puede serlo en la medida en que constituye al dominado

como inferior, y para ello necesita echar mano de una opinión que naturalice su condición

de dominador: la opinión de la desigualdad natural de los hombres. Por su parte, el

dominado permite su dominación con la condición de constituir a alguien más como

dominado. Esto es lo que Rancière llama la lógica de los inferiores-superiores, que es la

lógica de una falsa modestia. Alguien reconoce su inferioridad en algo para erigir su

superioridad en otro campo, con respecto a otros. Dentro de esta lógica siempre habrá

dominadores y dominados. En cualquier lugar que nos ubiquemos siempre habrá allí

alguien por encima y alguien por debajo:

qué es lo que permite al pensador despreciar la inteligencia del obrero sino el menosprecio

del obrero hacia el campesino, del campesino hacia su mujer, de su mujer hacia la mujer del

vecino, y así hasta el infinito. La sinrazón social encuentra su fórmula recogida en lo que se

podría llamar la paradoja de los inferiores superiores: cada uno está sometido a aquel al que

se representa como inferior, sometido a la ley de la masa por su misma pretensión de

distinguirse (Rancière, 2003, p. 114).

La instrucción del pueblo se complementa con la educación impartida al niño en el núcleo

familiar. Esta armonía entre la escuela y la familia es, según Rancière, la conciliación de un

doble atontamiento. “La misma naturaleza que abre a todos los espíritus la carrera de las

ciencias quiere un orden social donde las clases estén separadas y donde los individuos se

conformen con el estado social que les ha sido destinado” (Rancière, 2003, p. 50). Para

conciliar progreso y orden la familia se encarga de devolver al niño a su condición

“natural”, al destino que le ha sido dado. Mientras el maestro saca de la cabeza del niño,

120

mediante las explicaciones, las opiniones superficiales que se ha formado de su medio

circundante, el padre de familia reconduce hacia la condición de los suyos las aspiraciones

extravagantes que su hijo haya podido obtener de esta instrucción. “Este doble carácter se

traduce por una doble limitación de la conciencia que el artesano tiene de sí mismo: la

conciencia de que lo que hace proviene de una ciencia que no es la suya, la conciencia de

que lo que es le conduce a no hacer nada más que lo que le es propio” (Rancière, 2003, p.

51). La instrucción escolar ingresa al niño en la lógica de los explicados explicadores,

mientras la educación familiar lo conduce a la lógica del menosprecio, menosprecio de

otros para la sobreestima de sí mismo y, a la vez, sobreestima de otros para el menosprecio

de sí mismo.

En última instancia, a la educación, entendida como una función social en la que armonizan

la escuela y la familia, se le reparte la tarea, dentro del consenso general post-

revolucionario de la época de Jacotot, de “reducir tanto como sea posible la desigualdad

social, reduciendo la distancia entre los ignorantes y el saber” (Rancière, 2002, p. 10). Un

orden moderno racional pone en el centro de su interés a la educación, pues el gobierno de

las instituciones que lo constituyen debe fundarse en las competencias de los gobernantes.

La educación permite a la sociedad transmitir los conocimientos de una generación a otra,

es decir, legar la competencia para el gobierno. El gobierno de la sociedad se entrega, como

manda el orden de las cosas, a los ciudadanos educados, a los sabios. Pero la educación

también desarrolla formas pedagógicas que permiten proporcionar a los hombres del pueblo

conocimientos necesarios y suficientes para que puedan, a su ritmo, superar la distancia que

impide que se integren pacíficamente en el orden de las sociedades fundadas sobre las luces

de la ciencia y del buen gobierno (Rancière, 2002, p. 10). El orden progresivo es, pues, un

orden fundado en la distancia que separa a los que saben de los ignorantes y en la autoridad

de los primeros sobre los segundos.

Es aquí donde adquiere importancia explicitar el concepto de sociedad pedagogizada. El

término „sociedad pedagogizada‟ significa que la escuela y la sociedad se simbolizan

mutuamente. La escuela no es sólo la institución encargada de realizar la igualdad y

contribuir al progreso social, sino que es la simbolización del funcionamiento mismo del

121

orden social. Asimismo, la sociedad se representa “como una vasta escuela que tiene sus

salvajes que debe civilizar y sus alumnos con dificultades, a quienes debe recuperar”

(Rancière, 2002, p. 13). La sociedad pedagogizada funciona a partir de la lógica del orden

progresivo que definimos antes como la lógica de los inferiores superiores. Esto es lo que

permite a Rancière extender el concepto de explicación al ámbito social. La escuela explica

a la sociedad, es decir, la representa y, en esa representación, busca que sus actores

encarnen la lógica social del atontamiento. El orden social no sólo busca ser respetado,

busca ser querido y creído, esto es, explicado. “Toda institución es una explicación en acto

de la sociedad, una puesta en escena de la desigualdad” (Rancière, 2003, p. 136). Una

explicación no es solamente una herramienta pedagógica, es, más fundamentalmente, una

representación que pone en escena el funcionamiento desigualitario de la sociedad.

La pregunta política acerca de los presupuestos del sistema de enseñanza es respondida por

Rancière de manera contundente: “la distancia que la escuela y la sociedad pedagogizada

pretenden reducir es aquella de la que viven y que no cesan de reproducir. Quien establece

la igualdad como el objetivo que debe ser alcanzado, a partir de la situación de desigualdad,

de hecho la posterga hasta el infinito” (Rancière, 2002, p. 10). El sistema de enseñanza no

hace otra cosa que reproducir indefinidamente la desigualdad en el mismo acto que

pretende reducirla o suprimirla. Si se pretende una sociedad igual, se parte de las

desigualdades entre los hombres, es decir, esta pretensión queda postergada eternamente.

Si, en cambio, se parte de que los hombres son iguales, este presupuesto se puede verificar,

aunque la sociedad permanezca siendo desigual. Todo depende del punto de partida. Por

esta razón, la igualdad no es un ideal o una utopía que se realizaría en una sociedad por

venir, sino un principio que se opone a otro principio, el de la desigualdad.

Rancière identifica la cuestión política de la que hablábamos con la razón por la cual el

discurso de Jacotot es lo más actual posible. Para el autor, rescatar una voz del siglo XIX

significa poner esta voz a resonar en el presente y, más fundamentalmente, ponerla en

disonancia con respecto a las ideas e instituciones que aún nos gobiernan: con respecto a la

sociedad pedagogizada. Pero, fundamentalmente, la puesta en escena de la voz de Jacotot y

su método de emancipación obrera es una forma de actualización de la igualdad, de operar

122

su publicidad, un ejercicio de explicitación de la lógica igualitaria que se repite en el caso

particular, una forma de reconstruir el caso pedagógico para demostrar allí el efecto

igualitario posible en cualquier parte y en cualquier tiempo. La actualidad de la voz de

Jacotot tiene que ver con que encarna una forma política que se actualiza y se re-actualiza

cada vez que la igualdad se hace relevante en los debates del presente. Y nuestro presente

social reafirma constantemente la inquietud por la igualdad en relación con el

funcionamiento social, hoy llamado “democrático”.

La actualidad de la lección política de Jacotot tiene que ver con el carácter mismo de la

igualdad y su relación con la desigualdad, y con cómo esta relación determina una cierta

idea de la democracia para Rancière.

4.2. El nudo conflictivo de la igualdad y la desigualdad

La igualdad y su contrario anudan en una mutua dependencia, pero a la vez en un constante

conflicto: “la igualdad nunca viene sola. Ni tampoco la desigualdad. Ésta es la razón por la

cual hay lecciones de igualdad –lecciones del disenso sobre la igualdad, del nudo

conflictivo de la igualdad y la desigualdad– en todas partes. Ésta también es la razón por la

cual el método de la igualdad es un método intempestivo” (Rancière, 2009a, p. 282). La

verificación de la igualdad es siempre un trabajo polémico con respecto a la desigualdad; en

este sentido, depende de ella. Pero, nos dice Rancière, la desigualdad no tiene otra causa

que la igualdad. La igualdad se manifiesta como disenso, es decir, como una

reconfiguración polémica de datos con respecto a una interpretación que da sentido a un

campo de experiencia sensible. Es en este sentido que el método destinado a identificar y

poner de relieve los acontecimientos de igualdad es intempestivo: localiza un tiempo

diferente en el espacio-tiempo dado, es decir, el tiempo de la igualdad sobre el espacio-

tiempo de la desigualdad.

Para explicar lo anterior, nos remitiremos a una metáfora que consideramos central: el

círculo de la potencia. El círculo de la potencia es planteado, en el primer capítulo de El

maestro ignorante (Rancière, 2003, pp. 25-29), como homólogo al círculo de la impotencia.

123

Esta homología es clave para comprender la manera como la igualdad y la desigualdad

permanecen en una relación conflictiva y paradójica.

Como vimos antes, el círculo de la impotencia une al explicador y al explicado mediante

una ficción, que constituye al incapaz como tal. Se trata de un círculo porque mantiene la

lógica de la incapacidad en la reproducción de explicaciones. El explicado puede

constituirse en explicador después de un tiempo de explicaciones, es decir, constituir a

alguien más como explicado, como incapaz. Para reproducir la lógica de los inferiores

superiores es suficiente con creer que el alumno es incapaz y confirmar en cada nivel

explicativo esta incapacidad, nunca acabada, siempre prolongada. Esto significa, a la vez,

transmitir al alumno este sentimiento de incapacidad. La misma característica de la opinión

de la igualdad de las inteligencias puede atribuirse a la de la desigualdad: ser un principio

que se confirma en su despliegue. La desigualdad es una pasión, es decir, en términos de

Rancière, un cierto balance entre dos fuerzas (placer y dolor, conocimiento e ignorancia,

olvido y memoria). El concepto de desigualdad entendido como pasión y como opinión

implica que establezcamos una relación con el concepto de voluntad dentro del “esquema

antropológico” de Jacotot: el hombre es una voluntad servida por una inteligencia.

Como decíamos, la lógica de dominación de los inferiores-superiores arraiga en una

ficción. Rancière dice que en este punto el relato de Hobbes es más atento que el de

Rousseau, pues en aquel relato se afirma que el mal social no proviene del primero al que

se le ocurrió decir “esto es mío”, sino del primero que dijo “tú no eres mi igual”. Esto

implica poner a la desigualdad no como consecuencia de la propiedad privada, ni de

ninguna otra condición social, sino como condición, como principio. “No es el amor a la

riqueza ni a ningún bien lo que pervierte la voluntad, es la necesidad de pensar bajo el signo

de la desigualdad” (Rancière, 2003, p. 106). Antes que ser una condición natural o una

necesidad social, la desigualdad arraiga en una “perversión” de la voluntad, en un desvío de

ésta respecto de su propio rumbo.

La desigualdad no tiene efecto en los individuos por ser una condición establecida en la

estructura social. Es la relación entre individuos cuyas voluntades están desviadas la que

produce el funcionamiento desigualitario de lo social. Este desvío de las voluntades es

124

concebido por Rancière como una pasión: la pasión del menosprecio. Dicha pasión no es

sólo una ausencia de razón, sino un deseo efectivo de la voluntad. Se trata de una voluntad

queriendo la inferioridad del otro, en vez del relato de las aventuras intelectuales en la

verificación de la igualdad entre los individuos. Por eso se caracteriza como desvío, una

caída en las leyes de atracción de la materia, una agregación al conjunto social, una pérdida

de la individualidad con respecto al ejercicio propio de la inteligencia.

La pasión del menosprecio es, entonces, dos cosas: ausencia y afirmación. Cuando la

atención se ausenta, es decir, cuando el espíritu humano se distrae, la inteligencia es presa

de la pereza, de la inercia, de la precipitación estúpida hacia un centro gravitacional. El

ejercicio de la inteligencia implica una constante atención, una cierta disciplina, un

sostenimiento de la energía en el acto propio de la inteligencia: la observación y la

repetición. Pero la repetición aburre y la atención se dispersa, cae en el letargo de sucumbir

a la inercia. Ésta es la experiencia del niño pequeño, que ha necesitado de una atención

sostenida tenazmente para aprender la lengua materna y apropiarse de su capacidad

intelectual. Pronto la urgencia disminuye y la atención se dispersa, y el niño se acostumbra

a ver a través de los ojos de los demás. Ahora bien, la pasión del menosprecio no sólo es la

ausencia de la atención y la consecuente agregación de una inteligencia a otra, sino también

una afirmación efectiva. La desigualdad no sólo es ausencia de igualdad, sino deseo de

superioridad. Pero, como vimos, toda superioridad implica una inferioridad, y viceversa. Se

trata de un juego de afirmaciones y negaciones: se niega una capacidad para afirmar otra.

Ésta es la razón por la cual el funcionamiento social reposa, en últimas, en una decisión

individual, en la decisión por la superioridad-inferioridad. Afirmo mi inferioridad con

respecto a alguien para negarla con respecto a otro. Este juego de afirmaciones y

negaciones es lo que identificábamos con el concepto ranceriano de pasión. La pasión de la

desigualdad es un olvido de la capacidad igualitaria del hombre y una disposición hacia la

observación y justificación de la desigualdad. Pero el olvido, como la opinión, son asunto

de la voluntad. La pasión del menosprecio es la decisión de usar la inteligencia para buscar

razones a la desigualdad elegida, usar la inteligencia para atontar y para justificar el

atontamiento.

125

La voluntad pervertida no deja de emplear la inteligencia, pero sobre la base de una

distracción fundamental. Acostumbra a la inteligencia a ver sólo lo que contribuye a la

preponderancia, lo que sirve para anular a las otras inteligencias. El universo de la sinrazón

social está compuesto por voluntades servidas por inteligencias. Pero cada una de estas

voluntades se da como trabajo destruir otra voluntad impidiendo a otra inteligencia ver

(Rancière, 2003, p. 109).

Este trabajo de dominación es lo que Rancière llama una retórica, el uso del lenguaje, por

parte de una inteligencia distraída del camino de la igualdad, para precipitar la agregación

de los espíritus, el pliegue de una inteligencia a otra, la conglomeración de espíritus en

torno a una verdad o un consenso.

A este círculo de la impotencia, que funciona de acuerdo con la ficción desigualitaria, se

homologa el círculo de la potencia. En éste se implementa la creencia opuesta a la

desigualdad. Aquí el maestro cree capaz al alumno y lo fuerza a reconocer su capacidad en

sus actos intelectuales. Para ello, debe estar él mismo emancipado. Éste es un círculo, ya no

de explicados y explicadores, sino de emancipados y emancipadores, y su lógica es

precisamente la opuesta a la de los inferiores superiores. Para emancipar, el maestro

emancipador debe reconocerse como sujeto pensante igual a los demás y aplicar este

mismo reconocimiento en la relación con su alumno. Así, no impondrá una verdad, no

precipitará la agregación de la inteligencia del alumno a la suya propia, a su saber, sino que

comprobará su atención para forzarlo a que se sostenga en el ejercicio poético de dar y

recibir la palabra con el otro sin pretensiones de decir la verdad, a pesar de sentirla y

buscarla.

Así como la desigualdad, la igualdad es una creencia u opinión que está a la base de la

estructura relacional entre individuos humanos. Podemos decir que la igualdad también

tiene que ver con las pasiones, pues se trata del desbalance del equilibrio formado por la

pasión del menosprecio. Decíamos al inicio de este apartado que la igualdad estaba siempre

unida a la desigualdad, en un conflicto permanente con ella. Desde esta perspectiva, la

igualdad es la reconducción de la voluntad desviada o distraída; es la atención a la lógica de

la capacidad y una cierta dosis de olvido de las razones de la desigualdad. El individuo es

126

quien decide creer en su capacidad, igual que la de los demás, y prestarse a la verificación

de esta potencia, y quien puede transmitir a otro individuo esta creencia.

Rancière explicita una paradoja en la comparación entre los dos círculos. El círculo de la

impotencia está ya siempre ahí, está dado, “es el movimiento mismo del mundo social el

que se disimula en la diferencia evidente entre la ignorancia y la ciencia” (Rancière, 2003,

p. 25). Como mostrábamos antes, este círculo es lo que el autor denomina la “sociedad

pedagogizada”, la representación de la sociedad como una escuela en la que los que saben

ejercen autoridad sobre los ignorantes y buscan acortar esta distancia, reproduciéndola

infinitamente. La desigualdad social es, pues, un hecho, una experiencia común

constantemente evidenciada y, por esto mismo, obviada. Ella ha existido siempre y se

manifiesta en diversas culturas o civilizaciones. El círculo de la potencia, por el contrario,

“solamente puede tener efecto a partir de su publicidad […] en resumen, el círculo de la

emancipación debe comenzarse” (Rancière , 2003, pp. 25-26).

La paradoja radica en que, pese a que debe comenzarse, haciéndose público, el método de

la igualdad “es el más viejo de todos y no deja de verificarse todos los días, en todas las

circunstancias en las cuales un individuo tiene necesidad de apropiarse de un conocimiento

que no puede hacérselo explicar” (Rancière, 2003, p. 26). Esto quiere decir que, al igual

que el círculo de la impotencia, también está allí, como hecho que se puede evidenciar.

Entonces, ¿qué es más fundamental? ¿Cuál de los dos círculos es primero?

He aquí la relación conflictiva y paradójica de la igualdad y la desigualdad. La desigualdad

es una evidencia que percibimos día a día, es un hecho. Sin embargo, Rancière afirma que

la sociedad es una ficción, es un ser de la imaginación, pues no tiene voluntad ni

inteligencia. No existe inteligencia en los agrupamientos sociales, pues ésta sólo pertenece

a los individuos, sólo es manifestada por ellos en tanto que potencia común. La ficción

social está basada en la pasión del menosprecio, en la constitución de la incapacidad a

través de un deseo de dominación. La única razón de la desigualdad es entonces la

igualdad: “la desigualdad social sólo es pensable, posible, sobre la base de la igualdad

primera de las inteligencias. La desigualdad no puede pensarse en ella misma” (Rancière,

2003, p. 115).

127

Puesto que la igualdad es una opinión que debe ser verificada, no una verdad que se

demuestra, basta con que sea posible para experimentar las consecuencias que se siguen de

afirmarla. “Todas las inteligencias son iguales” es, sin duda, una generalización imposible

de demostrar por ningún medio empírico. Pero tampoco es un ideal que algún día se

alcanzará en una sociedad posible: no hay sociedad posible, solamente existe la que es

(Rancière, 2003, p. 99). La enseñanza de Jacotot es que cuando se plantea la igualdad como

objetivo por alcanzar en realidad se posterga su realización hasta el infinito. “La igualdad

jamás viene después, como el resultado a ser alcanzado; ella debe siempre ser puesta antes”

(Rancière, 2002, p. 10). La posibilidad de este presupuesto experimental radica en que

ninguna verdad opuesta se demuestre. Por esto, en los capítulos tercero y cuarto de El

maestro ignorante, Rancière lucha con los argumentos que pretenden demostrar la verdad

de la desigualdad como fundamento natural34

. Esta lucha despeja la opinión de la igualdad

de dudas sobre su imposibilidad o su contrafacticidad, y alimenta el ánimo del lector para

que se sostenga en su atención a este principio y sus consecuencias experimentales.

La tesis de que la sociedad es una ficción arbitraria tiene que ver con esta ausencia de

razones para dar fundamentos naturales a la desigualdad. “No se puede esperar ninguna

razón del conjunto social. Existe porque existe, eso es todo. Y sólo puede ser arbitrario.

Aunque hay, lo sabemos, un caso en el que hubiera podido estar fundado en naturaleza: el

de la desigualdad de las inteligencias” (Rancière, 2003, p. 103). Si la desigualdad fuera

constitutiva, natural, no harían falta explicadores, ni leyes ni gobiernos, pues el dominio de

los superiores se ejercería sin trabas, como el hombre domina al animal. Al explicar a otro

su inferioridad, al edificar leyes, gobiernos e instituciones en las que se ejerce el dominio

de unos sobre otros, se parte de un presupuesto igualitario. No habría ningún puente

comunicativo entre inferiores y superiores, y por lo tanto ninguna explicación posible, si no

se presupusiera un mínimo de igualdad. Paradójicamente, explicar a otro su inferioridad o

su superioridad es tender un puente igualitario con él.

34

Véase, por ejemplo, la polémica expuesta en el capítulo tercero, en De los cerebros y de las hojas

(Rancière, 2003, pp. 64-68), contra los argumentos supuestamente empíricos a favor de la desigualdad de las

inteligencias.

128

Otro de los argumentos formulados por Rancière en contra de la naturalización de la

desigualdad es una especie de reducción al absurdo: “los que justifican la dominación por la

superioridad caen en la vieja aporía: el superior deja de serlo cuando deja de dominar”

(Rancière, 2003, p. 116). El autor no ve, y nosotros, lectores atentos, tampoco,

las razones que justifiquen la desigualdad social por la superioridad o inferioridad

intelectual de algunos seres humanos. El escritor y los lectores atentos sólo comprendemos

la desigualdad social como una ficción, producto de una perversión de la voluntad, de una

distracción u olvido con respecto a la lógica igualitaria, que siempre ha estado presente y no

deja de actualizarse cada vez que un hombre necesita hacer uso de su capacidad intelectual

y aprender algo por cuenta propia, sin maestro explicador. “La desigualdad no es la

consecuencia de nada, es una pasión primitiva; o, más exactamente, no tiene otra causa que

la igualdad” (Rancière, 2003, p. 106).

El círculo de la potencia es más fundamental, aunque el de la impotencia parece estar

siempre allí, naturalizado. “No existe hombre alguno sobre la tierra que no haya aprendido

alguna cosa por sí mismo y sin maestro explicador” (Rancière, 2003, p. 26). La enseñanza

universal primera, común a todos los hombres sin importar género, raza, condición social o

cultura, es el aprendizaje de la lengua materna. Éste es el hecho primordial para la

inteligencia. Después de ello, la inteligencia sucumbe a la pereza, y empiezan las

explicaciones atontadoras, la introducción del niño en la escuela, en el orden progresivo, en

la sociedad pedagogizada. La experiencia de emancipación es un re-conocimiento del modo

de proceder de la inteligencia cuando se aprende la lengua materna o cualquier otra cosa,

sin maestro explicador. Estos modos de la inteligencia, que procede sin método progresivo,

al azar, se repiten en todas partes y épocas; pero la repetición aburre y la inteligencia se

olvida de ellos. La emancipación intelectual es el reconocimiento y la atención sostenida a

éstos, que reconfigura la experiencia sensible común. El círculo de la emancipación debe

comenzarse desde tres puntos de vista:

1. Debe reconocerse, es decir, se debe atender a las capacidades en acto, a las repeticiones o

instancias de manifestación de la potencia intelectual que, por azar o por necesidad, se

presentan a la inteligencia para que ésta las rememore, las retenga.

129

2. Debe anunciarse, es decir, debe ser hecho público, debe contarse a todos, como una

buena nueva.

3. Debe hacerse una verificación abierta de su poder, es decir, debe estarse dispuesto a

comprobar experimentalmente el presupuesto de la igualdad en cualquier parte y en

cualquier época. Debemos estar dispuestos a enfrentarnos con la revolución intelectual que

significa.

Es en este sentido que podemos hablar de una política en El maestro ignorante, entendida

como una puesta en escena de estas tres condiciones que conforman el comienzo del círculo

de la potencia y que hacen posible una confrontación o una subversión del círculo de la

impotencia. Pasemos a precisar el concepto de política y su relación con la democracia para

complementar nuestra respuesta a las preguntas planteadas al inicio de la lección y apuntar

a la relación entre educación y política, y entre la cuestión política de El maestro ignorante

y la cuestión política de la entrevista Politique de l’écriture.

4.3. Política, policía, democracia

La lección política del maestro ignorante no es una teoría o una propuesta de reforma

política, de revolución social o de instauración de un nuevo orden constitucional o

educativo. Por el contrario, la lección pesimista de Jacotot es que “el axioma igualitario no

tiene efectos sobre el orden social” (Rancière, 2002, p. 13). La igualdad sólo se puede

actualizar individualmente, en la emancipación intelectual, que no se puede consolidar,

institucionalizar. Esta lección no es una proposición metafísica; de hecho, Jacotot hizo el

intento por pedido de las autoridades belgas, con resultados no muy alentadores (Rancière,

2003, pp. 132-158). Entonces, ¿qué es la política para Jacques Rancière y cómo se ve

reflejado este concepto en El maestro ignorante?

Para entender el concepto ranceriano de política es preciso que nos refiramos al concepto

de policía. Rancière amplía el significado común de „policía‟ para referirse con este término

al “orden de distribución de los cuerpos en comunidad” (Rancière, 1995, p. 26). La policía

no sólo sería una entidad estatal encargada de la tarea de reprimir, controlar o vigilar.

Quizás de una forma similar a lo dicho sobre la escuela, Rancière simboliza la sociedad en

130

su conjunto mediante el referente de la policía. De hecho, como nota Foucault, este

concepto era utilizado por los autores de los siglos XVII y XVIII para referirse a todo lo

concerniente al hombre y a su felicidad: “la baja policía no es más que una forma particular

de un orden más general que dispone lo sensible en lo cual los cuerpos se distribuyen en

comunidad” (Rancière, 1996, p. 43).

La policía sería, así, una forma de ser-juntos que pone los cuerpos en su lugar y en su

función de acuerdo con sus “propiedades”. “El principio de este ser-juntos es sencillo: da a

cada uno la parte que le corresponde según la evidencia de lo que es. En él, las maneras de

ser, las maneras de hacer y las maneras de decir –o de no decir– remiten exactamente unas

a otras” (Rancière, 1996, p. 42). Es aquí, entonces, que podemos tender un puente entre la

cuestión política de los presupuestos del sistema de enseñanza y la cuestión política del

reparto de cuerpos en funciones y lugares dentro de la comunidad. La política, antes que ser

la organización de cuerpos o la gestión de puestos, poderes y funciones, es, precisamente, la

interrupción del buen funcionamiento de este orden de distribuciones.

La política y la policía, así como la igualdad y la desigualdad, anudan en una relación

conflictiva. La política sólo tiene efecto en relación con la policía, precisamente porque su

acción está encaminada a producir una fractura en el organismo social. Más precisamente, a

Rancière le interesa analizar las instancias de subjetivación política, por las cuales se puede

hablar de un concepto de democracia diferente al de los órdenes constitucionales,

parlamentarios, la vida social o la lucha contra el terrorismo.

Habíamos hablado ya, en capítulos anteriores, de la subjetivación en términos de una

apropiación de la lengua y una desidentificación de los sujetos con respecto a los destinos

esperados para ellos, dentro de un orden de distribución de funciones para determinados

tipos de cuerpos. En su texto Democracia y post-democracia (1995, pp. 26-27), Rancière

define la subjetivación política como un dispositivo ternario. Hay política cuando se dan

tres condiciones:

1. Se constituye un espacio de manifestación o aparición de un sujeto, cuya palabra no era

tenida en cuenta dentro de un cuerpo político determinado. Contra la oposición de

131

democracia real-democracia formal (o desigualdad real-igualdad formal), que identifica

„forma‟ con „apariencia‟ en el sentido de „mentira‟,

Rancière habla de un escenario de aparición, en el que el sujeto „pueblo‟ aparece, emerge,

se manifiesta, y verifica en esa aparición su participación en la potencia común de la

comunidad, en la cuenta de la palabra.

2. El pueblo aparece como un sujeto singular, que no puede identificarse con, o asimilarse

a, las partes establecidas en el orden de la policía. En esta forma de des-identificación, los

sujetos no coinciden con las partes del Estado o de la sociedad, lo que hace que su cuenta

sea incierta. Así, se reconfiguran las posiciones determinadas, la palabra de este sujeto

singular se desmarca de las formas de discurso, o de simple ruido, que le han sido

destinadas.

3. El escenario de apariencia del sujeto „pueblo‟ es el lugar de la conducción de un litigio.

El litigio no es la confrontación entre dos posturas antagónicas en un escenario de discusión

donde cada posición está bien determinada y clasificada. El litigio es desacuerdo, en el

sentido ranceriano del término: un escenario donde el recuento de las partes en disputa es

incierto porque hay una reconfiguración de los datos sensibles. El lugar de litigio es el

enfrentamiento de dos lógicas, que se anudan la una a la otra sin poder nunca reconciliarse:

la lógica de la igualdad entre seres hablantes cualquiera y la lógica del orden que distribuye

funciones, puestos y poderes, asignando los cuerpos a sus lugares.

La política no es una práctica polémica por confrontar una apariencia con una realidad. La

desigualdad no es la realidad tras la declaración igualitaria “formal”. En realidad, Rancière

rechaza la oposición radical entre apariencia y realidad. La igualdad, tanto como la

desigualdad, son apariencias, modos de dar sentido a un campo de experiencia común; son

opiniones que están a la base de dos “lógicas”, la del reparto de cuerpos en funciones y

puestos, y la de la potencia del pensamiento de no importa qué ser parlante. La práctica

política es polémica porque confronta una apariencia con otra apariencia: la dualidad del

obrero, o el ignorante, destinado como ciudadano a una función particular, pero que a la vez

se manifiesta como hombre, como ser de palabra. La política tiene que ver, entonces, con el

terreno de lo visible, de lo que se ve y de lo que se puede ver, y con lo pensable, con lo que

132

se piensa y lo que se puede pensar. La práctica política es una ampliación de lo visible y de

lo pensable, pues pone en relación lo sin-relación, da lugar al no-lugar y, así, expande las

posibilidades para la percepción y el pensamiento.

El maestro ignorante lleva a un escenario educativo este litigio, posible en diversos

escenarios dentro de la policía. Los ignorantes, identificados como incapaces de darse

instrucción a sí mismos y a sus hijos, tienen en la experiencia de Jacotot un escenario en el

que aparecen como maestros y como sabios, como lectores y escritores, como poetas y

filósofos. Este desvío respecto de sus destinaciones sociales, como obreros o artesanos que

sólo hacen pero no piensan, pone en litigio dos lógicas: la del círculo de la potencia y la del

círculo de la impotencia.

El sistema de enseñanza es de suyo una explicación de la sociedad, una encarnación de su

orden progresivo. Por esta razón, la emancipación intelectual no puede, sin estropearse,

entrar en un funcionamiento institucional (sea oficial o no oficial). En términos de lo que

hemos dicho hasta aquí, el sistema de enseñanza está condenado a reproducir la

desigualdad, pues su función es adaptar a los niños a las condiciones sociales, que exigen

puestos, funciones y jerarquías. La escuela y la sociedad se simbolizan mutuamente, es

decir, funcionan en tanto que distribuyen los cuerpos a sus lugares.

Si bien ésta es una lección pesimista con respecto a las esperanzas en el orden social, es una

lección que anima a los individuos, que los dinamiza o revitaliza, pues les recuerda que la

igualdad y la emancipación son posibles aquí y ahora, que no es necesario esperar un

determinado régimen, estado social o revolución institucional para que cada uno tome

posesión de lo que le es propio, no un lugar digno en la sociedad, sino la participación

igualitaria en la potencia común del pensamiento. La igualdad, en tanto que puesta antes,

no se posterga, no es un ideal opuesto a la realidad desigualitaria, es actual y es siempre

posible; está allí desde el inicio de los tiempos al lado de todos los métodos explicativos;

basta reconocerla, anunciarla y verificarla.

Lo anterior nos da luces para deducir la relación entre política y educación, desde Jacques

Rancière, y para determinar qué es lo político en El maestro ignorante. Como lo dice

133

Badiou, la educación ni es una condición para la lucha o la reforma política, ni es

indiferente a la política. “La educación es un fragmento de la política, un fragmento igual a

cualquier otro fragmento” (Badiou, 2009, p. 49). El militante o el subversivo, desde el

concepto ranceriano de política, no tiene un lugar específico o fijo de lucha, pues su trabajo

tiene que ver con la trasgresión de las formas en que se relaciona una evidencia sensible

con una presuposición que organiza esta evidencia en relación con la distribución de

cuerpos en comunidad. Este trabajo no se realiza en un espacio determinado ni con unas

armas preestablecidas, sino que puede ocurrir en cualquier punto espacio-temporal del

orden policial. Pero esta trasgresión no tiene como condición una transmisión institucional,

ni tampoco anti-institucional, de la experiencia revolucionaria. Las prácticas, concepciones

e instituciones educativas son una instancia específica en el orden policial donde la acción

política puede tener efecto. No obstante, como lo vimos en el primer capítulo de este

trabajo, esta acción política está condicionada por una nueva forma de configurar la

relación entre conocimiento y poder bajo un nuevo concepto de transmisión de la

experiencia revolucionaria.

El maestro ignorante trae a la instancia del caso pedagógico el nudo conflictivo de la

igualdad y la desigualdad, la política y la policía. Así como en el caso pedagógico, Rancière

está construyendo todo el tiempo en su obra casos de manifestación de la política, en los

que se redefinen los límites establecidos, se realizan conexiones improbables o inesperadas.

Por ejemplo, la parábola de Aventino, la experiencia literaria de Gauny o el litigio jurídico

de Blanqui35

, son historias de cómo los plebeyos, los artesanos u obreros reconfiguran el

campo de experiencia común y el recuento de la palabra. En estos casos, junto con el de

Jacotot, se presenta la inesperada conexión entre intelectuales y trabajadores, como una

relación subversiva, que interrumpe el normal funcionamiento de la policía.

En el caso de Aventino36

, Rancière trae a colación dos maneras de configurar los datos

sensibles en torno al mismo hecho. Simon Ballanche, escritor francés del siglo XIX,

35

Estos casos se presentan en El maestro ignorante (2009, pp. 126-129), La noche de los proletarios (Cf.

Rancière, 2009, p. 274) y El desacuerdo (1996, p. 54), respectivamente. 36

Así lo resume la traductora al español de El maestro ignorante: “Un día en el 494 a J.C., la plebe, excluida

del consulado, amenazó con una secesión y se retiró a la colina del Aventino (una de las siete colinas de

134

reprocha a Tito Livio, historiador latino, “su incapacidad para pensar el acontecimiento de

otra manera que como una revuelta, un levantamiento de la miseria y la ira que instaura una

relación de fuerzas carente de sentido” (Rancière, 1996, p. 37). Ballanche sitúa la fábula,

por el contrario, en el contexto de una disputa sobre la cuestión de la palabra misma. Él

centra su relato en las acciones verbales de senadores y plebeyos y produce, así, una nueva

puesta en escena del conflicto, escena en la cual lo que está en juego es la existencia o no

existencia de un escenario común de debate posible entre plebeyos y patricios.

Los patricios no encuentran motivos para discutir, pues no creen que los plebeyos hablen.

“Y no hablan porque son seres sin nombre, privados de logos, es decir de inscripción

simbólica en la ciudad […] Entre el lenguaje de quienes tienen un nombre y el mugido de

los seres sin nombre, no hay situación de intercambio lingüístico que pueda constituirse, y

tampoco reglas ni código para la discusión” (Rancière, 1996, p. 38). La referencia a la

ausencia de nombre de los plebeyos tiene que ver con que éstos no tengan parte en la

cuenta del orden social. Esta posición no expresa solamente una ceguera o empecinamiento

ideológico de los dominadores, sino el “orden de lo sensible que organiza su dominación,

que es esta dominación misma” (Rancière, 1996, p. 38). Ante esto, en Aventino los

plebeyos instituyen otro orden de lo sensible, un reparto en el cual se manifiestan como

seres parlantes que comparten las mismas propiedades con aquellos que se las niegan. Ellos

hablan, actúan, como si fueran seres con nombre. “Se descubren, en la modalidad de la

transgresión, como seres parlantes, dotados de una palabra que no expresa meramente la

necesidad, el sufrimiento y el furor, sino que manifiesta la inteligencia” (Rancière, 1996, p.

39).

Esta trasgresión es lo que hemos llamado aquí „política‟. La política es el conflicto en torno

a la existencia de un escenario común de discusión, en el que están en juego la visibilidad

de quienes están presentes en él y en calidad de qué están presentes allí. En este escenario,

una de las posiciones no ve a la otra, pues ésta se hace visible en el acto de trasgresión

mismo. La política es la instauración de una comunidad, entendida como puesta en común

de la trasgresión, no como la fraternidad pacífica en la que, por consenso, cada parte está en Roma), situada fuera del pomerium (recinto sagrado de la ciudad). Después de esta secesión, los plebeyos

obtuvieron el derecho a elegir tribunos (Rancière, 2003, p. 115).

135

“su” lugar. La trasgresión instaura comunidad en la medida en que los que no son contados

como seres parlantes ponen en común “la contradicción de dos mundos alojados en uno

solo: el mundo en que son y aquel en que no son, el mundo donde hay algo “entre” ellos y

quienes no los conocen como seres parlantes y contabilizables y el mundo donde no hay

nada” (Rancière, 1996, p. 42).

La política tiene el carácter de una ruptura: la fractura con respecto a la configuración

sensible donde se definen y se distribuyen las partes de la comunidad, mediante la aparición

de una parte heterogénea, la de quienes no tenían parte. La actividad política desplaza a un

cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; “hace ver lo que no

tenía razón para ser visto, hace escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar,

hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido” (Rancière,

1996, p. 45). La actividad política confronta al orden sensible de la policía y manifiesta su

pura contingencia, el hecho de que la dominación se ejerza no en razón de los puestos y

funciones asignados a cada quien por la naturaleza, sino en razón de convenciones entre

seres iguales. Como veíamos antes, la política anuda la igualdad y la desigualdad en un

conflicto, en el sentido de que la igualdad sólo se actualiza en forma de casos que

suscriben, en la forma del litigio, la verificación de la igualdad en el corazón del orden

policial.

El maestro ignorante es uno de esos casos de igualdad en ruptura con el orden policial. Por

eso decíamos que es un fragmento, igual que cualquier otro, de la política. La lección

pesimista de Jacotot es que si se quiere que la igualdad tenga efecto, es preciso aprender a

separar las razones. La verificación de la igualdad, en la emancipación intelectual, es

siempre singular, es la reiteración, en el caso particular, de la lógica de la capacidad. “Esta

prueba siempre singular de la igualdad no puede consistir en ninguna forma de vínculo

social. La igualdad se transforma en su contrario a partir del momento en que quiere

inscribirse en un lugar de la organización social y estatal” (Rancière, 1996, p. 50). Por esta

razón, la lógica de la igualdad y la de la desigualdad deben mantenerse separadas, aunque

la acción política las ponga en un espacio común de litigio.

4.4. La lección del razonable desrazonante

136

El pensamiento de Jacotot se dirige a los individuos, no a los colectivos. La emancipación

intelectual es individual precisamente porque la inteligencia no es una propiedad que se

encuentre en un colectivo en tanto que colectivo. Éste es un razonamiento que pone en

juego el viejo principio de que las propiedades de la parte no pueden aplicarse sin más al

conjunto. Si bien todos los individuos de un conjunto pueden ser razonables, aun así el

conjunto no sería razonable. Todo depende de la voluntad de cada individuo, que puede

decidir en determinados momentos el despliegue de la inteligencia en su actividad propia

(la virtud poética). Por eso es posible una sociedad desigual de individuos iguales, mas no

una sociedad igual de individuos desiguales. Recordemos, la igualdad se posterga al infinito

cuando se la pone como objetivo o ideal (social).

Dos son los discursos que pretenden una sociedad ideal “al fin razonable”. Estos discursos

son sintetizados por Rancière en El maestro ignorante en las figuras del rey filósofo y el

pueblo soberano (2003, pp. 117-119). Éstas son las dos pretensiones de racionalizar un

orden social (no existente). Para Rancière, sólo la igualdad puede explicar la sinrazón

social, entendiéndola como arbitraria y convencional. Pero, a pesar de que se pueda

explicar, se debe reconocer como insuperable; es decir, la explicación de la sinrazón social

no implica su superación: “el hombre razonable conoce la razón de la sinrazón ciudadana.

Pero, al mismo tiempo, la conoce como insuperable. Él es el único que conoce el círculo de

la desigualdad. Pero él mismo está, como ciudadano, encerrado en ese círculo” (Rancière,

2003, p. 117). La condición insuperable del hombre razonable es ser, al mismo tiempo,

ciudadano, es decir, haber sometido su razón a la sinrazón social.

Lo anterior no implica el completo desanimo o la desesperanza para el hombre razonable.

A la manera de Spinoza, para Jacotot la felicidad está en entender el orden social, no en lo

que se pueda esperar de ese orden social. Según el lector de literatura francesa, un hombre

no nació para una posición determinada en el orden social, sino para ser feliz en sí mismo.

Este reconocimiento del individuo en una dualidad permanente es también la fuerza que lo

anima: “yo puedo, sin importar mi posición social”. En tanto que ciudadano está forzado a

tomar parte de la sinrazón social, pero en tanto que individuo puede participar en la

potencia intelectual común a todos los hombres.

137

El individuo actúa, pues, como si viviera en un mundo dual. Y esta condición es la

posibilidad de la virtud para el individuo, dentro de lo que Rancière llama desrazonar

razonablemente. Esta expresión se refiere a la posibilidad que tiene el hombre razonable de

someterse a la sinrazón social esforzándose en encontrar un refugio para el ejercicio de su

razón. El hombre razonable sabe que no puede esperar nada del orden social, a excepción

de la prevalencia del orden sobre el desorden, prevalencia que le permite a la razón

encontrar ese refugio en donde puede ejercerse libremente.

Entonces, el hombre razonable no abdicará su condición de ciudadano, en la medida en que

sabe que esa condición le permite una supervivencia en el orden social. El hombre

razonable respetará el orden social; pero eso es lo único que le concederá. Podrá adoptar

sus razones, empuñar sus palabras y alquilar los comportamientos que le pide, sin por ello

entregar completamente su razón, sabiendo que su virtud no está allí.

Como ciudadano se someterá a lo que la sinrazón de los gobernadores pide, preocupándose

tan sólo en adoptar las razones que ella da. No abdicará no obstante su razón. La remitirá a

su primer principio. La voluntad razonable, lo vimos, es en primer lugar el arte de vencerse

a uno mismo. La razón se conservará fiel controlando su propio sacrificio. El hombre

razonable será virtuoso. Alienará parcialmente su razón respecto al orden de la sinrazón

para mantener este hogar de racionalidad que es la capacidad de vencerse uno mismo. Así la

razón se guardará siempre un reducto inconquistable en el seno de la sinrazón (Rancière,

2003, p. 121).

La acción loable o meritoria del individuo no consiste en pretenderse superior o distinto del

orden social y propender por una nueva sociedad. A diferencia del filósofo platónico,

liberado de la penumbra de la caverna y preocupado por el estado lamentable de sus

conciudadanos, o del Sócrates que prefiere dar su vida antes de alienar su razón en la guerra

discursiva, el virtuoso jacotista no vuelve a educar a sus conciudadanos, a indicarles el

camino a la verdad, sino que aprende el lenguaje de la guerra para triunfar en ella,

conservar su vida y, aun así, saber que puede poetizar, encontrar el camino de vuelta al

refugio de la razón. El panecástico es capaz de ver incluso en la retórica, en la Tribuna o en

la guerra la inteligencia humana en acción. Si bien la retórica no tiene nada que ver con la

138

razón, la razón sí tiene algo que ver con la retórica. La retórica es un lenguaje que cualquier

ser humano puede aprender y dominar. Además, es vergonzoso abandonar la victoria en el

tribunal. Aquí es donde la lección del razonable desrazonante se une con la del maestro

ignorante: hay que comprobar el poder de la razón incluso en la extrema sinrazón, en la

guerra. El filósofo panecástico, a diferencia de Sócrates, puede vencer a sus acusadores en

el tribunal porque sabe que puede aprender el lenguaje de la retórica y sabe que incluso allí

se ejerce la razón.

En el ámbito cerrado de las pasiones –las prácticas de la voluntad distraída–, es necesario

poner de manifiesto que la voluntad atenta siempre puede –y aun más allá– lo que ellas

pueden. La reina de las pasiones puede hacer mejor lo que hacen sus esclavas […] Esto no

es una lección sobre trampas sino sobre constancia. El que sabe seguir siendo fiel a sí

mismo en medio de la sinrazón ejercerá sobre las pasiones de los otros el mismo imperio

que ejerce sobre las suyas (Rancière, 2003, pp. 124-125).

Nuevamente hacemos referencia a las pasiones. En últimas, la lección pesimista del

maestro ignorante nos remite a un aspecto animador o dinamizador: está en manos del

individuo la posibilidad de desrazonar razonablemente, de ser virtuoso y mantener la

constancia en el ejercicio de la razón, aun cuando tenga que aceptar su condición de

ciudadano. Éste es un ejercicio de la voluntad, un ejercicio que la voluntad realiza en

relación con las pasiones. Se trata de vencernos a nosotros mismos, en el sentido de vencer

la pasión del menosprecio en la que habitamos en el orden social. Esto es posible porque

esta pasión remite a la voluntad distraída, pervertida, que se puede reencaminar a partir de

una decisión y un sostenimiento de esa decisión en todas las circunstancias de la vida,

incluso en la extrema sin razón. Esta decisión, recordémoslo, se da en el ejercicio de dar y

recibir la palabra, es decir, en el acto mismo que pone en relación dos voluntades y dos

inteligencias.

Esta condición para la emancipación podría suscitar una inquietud: la emancipación

intelectual parece darse siempre en el marco de una relación entre dos personas (un maestro

ignorante y un alumno). Si llamamos a esta relación “social”, ¿cómo es posible pensar la

igualdad de las inteligencias en las relaciones sociales?

139

Rancière no llama a la relación entre el maestro ignorante y el alumno una “relación

social”. En una de sus entrevistas (2009b, 409-425) concibe esta relación como una

relación individual, es decir, como una relación entre individuos. La diferencia está en que

las relaciones individuales interrumpen alguna forma de lógica social, es decir, de

aplicación del funcionamiento de las inteligencias. “Normalmente, las inteligencias se

dedican a probarse a sí mismas su inferioridad y su superioridad. Hay un cierto tipo de

relaciones, que llamo individuales, que concierne a todos los individuos y que instaura una

relación igualitaria” (Rancière, 2009b, p. 422). Por lo general, las relaciones entre los

individuos, en tanto que ciudadanos, reproducen indefinidamente las lógicas sociales

dominantes. Para que la igualdad tenga algún efecto, es necesario que un evento, un

dispositivo, una relación, un individuo, mediante el trabajo con su voluntad, se ponga en

disfuncionamiento con respecto a ese funcionamiento normal de la lógica social. La

voluntad juega el papel central aquí porque es el mecanismo mediante el cual es posible

cualquier interrupción de la lógica social dominante.

Es en este sentido que la emancipación no es un programa de reforma social o pedagógica.

La idea de la emancipación intelectual no puede ser la ley de funcionamiento de una

institución, sea ésta una institución oficial o una institución paralela. “No es nunca un

método institucional. Es una filosofía, una axiomática de la igualdad, que no enseña la

manera de llevar bien la institución, sino que enseña a separar las razones” (Rancière,

2009b, p. 426). Emancipar es posible en cualquier época o en cualquier lugar, pero es

necesario separar la emancipación de una función social, como la del maestro o la del

gobernante o, incluso, la más general del buen ciudadano. El profesor, por ejemplo, puede

transmitir a sus alumnos el “sentimiento” de su capacidad, la opinión de la igualdad, pero

esa transmisión no se identifica con su función social en la lógica institucional del sistema

de enseñanza dominante. “Se puede ser a la vez profesor, ciudadano y emancipador, pero

no es posible serlo en una lógica única” (Rancière, 2009b, p. 426).

Este ejercicio de separación de razones tiene que ver con el mismo trabajo de atención y

olvido que agencia la voluntad a través de la emancipación en la escritura y en la lectura.

Retomamos, de nuevo, el concepto de “política de la escritura”, para decir, en este punto,

140

que lo político en El maestro ignorante no es un programa o una propuesta de reforma

pedagógica social o pedagógica institucional, sea ella oficial o paralela. Lo político es que,

a través de la construcción del caso pedagógico, Rancière pone en escena el ejercicio de

olvido de la lógica social y la atención a unas relaciones individuales que interrumpen y se

ponen en disonancia con respecto a esa lógica. Esta puesta en escena no es sólo una

manifestación de las condiciones de posibilidad de esta práctica política, sino la puesta en

acción en la escritura y en la lectura del trabajo de la voluntad sobre las pasiones, del

trabajo de constancia y fidelidad a nosotros mismos en tanto que hombres, a pesar de

someternos a la lógica social en tanto que ciudadanos. La lección del razonable

desrazonante no es sólo una indicación de las consecuencias de una teoría de la

emancipación, sino un ejercicio que dispone al lector hacia la práctica de esa lección.

4.5. Conclusiones de la lección

1. El maestro ignorante es una invitación al lector a animarse. Esto significa que, al

escenificar un trastorno de las funciones asignadas al maestro y al padre de familia, en

relación con una reconfiguración de las relaciones entre conocimiento e ignorancia, el libro

pone al lector frente a la decisión de romper con la lógica de los inferiores superiores que lo

mantiene atado a un lugar específico. El lector puede decidirse, entonces, por no

conformarse con el estado social que le ha sido destinado. Esto no significa que el lector

sea invitado a una revolución social, pues esto sería cambiar un orden por otro, sino a tomar

una nueva conciencia de sí mismo: lo que hace es un modo de pensamiento igual a los

demás, lo que es no lo condena a ser incapaz de hacer otra cosa. La invitación constituye un

efecto de choque pero sólo como revolución interior, individual. El trastorno emancipatorio

tiene efecto sólo sobre la vitalidad de los individuos, para que éstos se apoderen de su

propia capacidad y se aventuren en la experiencia del pensamiento, reinterpretando así su

experiencia individual.

2. Rancière lucha con los argumentos que pretenden demostrar la verdad de la desigualdad

como fundamento natural. Esta lucha despeja la opinión de la igualdad de dudas sobre su

imposibilidad o su contrafacticidad, y alimenta el ánimo del lector para sostenerse en su

atención a este principio y sus consecuencias experimentales. En este sentido, el trabajo

141

argumentativo de Rancière en El maestro ignorante está dirigido a sostener la atención del

lector y animarlo a continuar con la experimentación. Pero dicho trabajo también consiste

en reencaminar la voluntad del lector, embebida en la pasión del menosprecio, para insertar

cierta dosis de olvido con respecto a las razones de la desigualdad y para que empiece a

emplear la inteligencia en ver la posibilidad de la igualdad y verificarla en diversas

instancias. El autor no ve, y nosotros, lectores atentos, tampoco, las razones que justifiquen

la desigualdad social por la superioridad o inferioridad intelectual de algunos seres

humanos. El escritor y los lectores atentos sólo comprendemos la desigualdad social como

una ficción, producto de una perversión de la voluntad, de una distracción u olvido con

respecto a la lógica igualitaria, que siempre ha estado presente y no deja de actualizarse

cada vez que un hombre necesita usar su capacidad intelectual y aprender algo por cuenta

propia, sin explicaciones.

3. El maestro ignorante es una puesta en práctica de la triple condición que comienza el

círculo de la emancipación. En primer lugar, nos lleva al reconocimiento de nosotros

mismos en tanto que sujetos pensantes, iguales a los demás. En segundo lugar, anuncia,

hace pública la buena nueva, nos anima, a nosotros los pobres, a salir del estancamiento y

la inercia a la que nos somete la pasión de la desigualdad, es decir, nos revitaliza. En tercer

lugar, nos invita a la verificación abierta de su poder, a la experimentación, a la aventura

revolucionaria que significa.

4. La activación del círculo de la potencia en El maestro ignorante se da en el marco de una

práctica de la escritura que Rancière denomina „política de la escritura‟. La política de la

escritura implementada en esta obra decide una relación entre cuerpos distribuidos en

lugares y en funciones y la potencia común de la inteligencia. El correlato de esta escritura,

la lectura atenta, produce un efecto sobre la voluntad, que en adelante realizará un trabajo

sobre sus pasiones. La política de la escritura, en relación con la aventura poética de

Rancière en torno a los hechos experimentados por Jacotot y sus discípulos, ejerce un

desbalance entre conocimiento e ignorancia y nos lleva a un olvido de las razones de la

desigualdad. En la lectura atenta nos reconocemos capaces, igualmente capaces al escritor y

a los demás hombres, al activarse la opinión de la igualdad de las inteligencias. Nos

142

emancipamos, decidimos creernos igualmente capaces, y esto nos produce una sensación de

desarraigo con respecto al orden policial, que nos libera y nos dibuja un paisaje diferente,

nos abre el panorama para la experimentación de todo tipo de aventuras en el país del

conocimiento.

5. El maestro ignorante nos enseña que la emancipación intelectual nos concierne sólo en

tanto que individuos y que debemos separar a cada instante las razones. Somos, antes

durante y después de leer la obra, ciudadanos que se han entregado, en tanto que

ciudadanos, a la sinrazón social. Pero también podemos ser, en tanto que seres razonables

(que poetizan), emancipados emancipadores. A través de la voz de Jacotot, Rancière no está

invitándonos a abdicar de nuestra condición de ciudadanos ni a construir una ciudadanía o

un orden social al fin racionales, sino a guardar a nuestra razón el refugio en el que pueda

ejercerse con libertad, respetando el orden social, pero sabiendo no esperar nada de él más

allá de la garantía del orden sobre el desorden. En este sentido, con la lección política

Rancière nos transmite un cierto pesimismo respecto del orden policial, pero sin duda

también un ánimo, algo así como una esperanza de que siempre es posible una interrupción

de ese orden desde las relaciones individuales.

143

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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146

ANEXOS

Las traducciones que componen estos “Anexos” han sido incluidas en este trabajo por tres

razones. En primer lugar, porque representan una parte importante del proceso de

investigación realizado con motivo de este trabajo de grado. En segundo lugar, porque

considero que son aportes significativos al estudio de Jacques Rancière en la lengua

española. En tercer lugar, porque constituyen un ejercicio de experimentación y

comprobación personal de los planteamientos de El maestro ignorante y la Enseñanza

universal de Jacotot.

En un momento crucial de la investigación, sentí la urgencia de comprender qué nos quería

decir Rancière en algunas de sus entrevistas y textos escritos en francés. Este deseo de

comprender, sumado a la voluntad de experimentación con la opinión de la igualdad de las

inteligencias, dio como resultado una fuerza que me animó a enfrentarme directamente, y

sin mediaciones, a una lengua desconocida para mí. En todo momento supe que, pese a las

dificultades, sería capaz de entender lo que un igual quería comunicarme, si lo relacionaba

con lo que ya sabía, si lograba retener, poco a poco, las equivalencias con mi lengua

materna, los ordenamientos de palabras que se repetían, las etimologías que ya conocía; si

lograba, además, adivinar el sentido de las frases, de los párrafos, las ideas, los conceptos,

que, en un principio, eran completamente obscuros y que empezaron a aclararse, a medida

que los relacionaba con lo que ya había indagado acerca del pensamiento de Rancière.

Finalmente, corrección tras corrección, venciendo la desesperación que causaba la

incertidumbre, el miedo de buscar a tientas, el deseo de buscar un maestro explicador (en

forma de texto, gramática o profesor pago) y mi propio menosprecio, obtuve como

resultado estas traducciones, que más que ser objetos de orgullo y exigencias de

reconocimiento son pruebas materiales de que El maestro ignorante puede configurar un

ejercicio de emancipación intelectual, que nos abre a todo tipo de aventuras en el país del

conocimiento y que multiplica nuestro poder intelectual al hacernos reconocer que lo que

puede un ignorante una vez lo puede cualquier ignorante siempre.

A continuación presento las traducciones de los siguientes textos:

147

A. Rancière, J. (2004), « La Philosophie en déplacement », en Axelos, K. et al., La

Vocation philosophique, Paris, Bayard, pp. 11-36.

B. Rancière J. (2009), Et tant pis pour les gens fatigués. Entretiens, Paris, Éditions

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(1981), « Et tant pis pour les gens fatigués ! », entrevista con Edmond El Maleh pp.

35-41.

(1994), « Politique de l‟écriture », entrevista con Monica Costa Netto, pp.61-74.

(1999), « Le Maître ignorant », entrevista con Mathieu Potte-Bonneville e Isabelle

Saint-Saëns, pp. 118-128.

148

La filosofía en desplazamiento

Jacques Rancière

He titulado mi intervención: la filosofía en desplazamiento. Sin embargo, no pretendo

proponer, en el marco de este ciclo consagrado a la suscripción de lo filosófico en lo

biográfico, un autorretrato de filósofo nómada. Y esto por dos razones. En primer lugar,

porque mi gratitud hacia los anfitriones de esta tarde no llega hasta hacerme transgredir el

principio enunciado tanto por Gustave Flaubert como por Michel Foucault: nunca hablar de

uno mismo, escribir para no tener rostro37

. En segundo lugar, porque hemos visto a muchos

perros de guardia fingir el rol de perros callejeros como para conceder todavía algún crédito

a estos autorretratos del pensador como vagabundo intempestivo.

Pero quizás estos retratos autocomplacientes contienen precisamente un presupuesto al cual

el tema de este ciclo invita a enfrentarnos: el presupuesto de que la vocación filosófica es

una elección de vida, que la entrada en la filosofía es un gesto de ruptura, la apuesta por una

vida en contra de otra. Al retrato del vagabundo maestro socrático corresponde

frecuentemente el del individuo –joven ateniense rico o hábil artesano– capturado de paso

por la revelación de que la vida que él creía real no era más que una sombra de la

verdadera.

Sin duda, no hay filosofía sin que intervenga en un momento u otro este conflicto de

mundos. Pero es preciso desligar dicho conflicto de los modelos religiosos del espíritu

encarnado y de la trascendencia encontrada, que éste reproduce obstinadamente, al precio

de mezclarle a veces alguna imagen de sabiduría antigua reivindicada. El encuentro del

pensamiento con lo existente, tanto como la división del mundo en dos, se dicen de varias

maneras en diversos tipos de escenas. Y es en este escenario ampliado que el relato

filosófico del encuentro del pensamiento y de la oposición de las vidas adquiere sentido. De

otro modo, el tema de la conversión filosófica no hace más que servir, sea al honor de la

institución, sea, a la inversa, al eslogan publicitario de una filosofía viviente y ofrecida a

todos, opuesta a la letra muerta o al lenguaje oscuro de los profesores.

37

Michel Foucault, L’archéologie du savoir, Gallimard, 1969, p. 26.

149

Esta oposición es ella misma un reparto de roles cómplice de que cada campo reivindique

el lado de la “verdadera filosofía” –pretendiendo encarnar, una la seriedad de su distancia,

la otra la plenitud de su proximidad–, a riesgo de que, dada la ocasión, el guardián del

templo y el vendedor de felicidad se confunden en una sola y misma persona. Esta

distribución de las posiciones es enteramente homogénea al juego consensual en el que los

gobernantes se hacen de rogar para salir de su distancia y entrar en relación de proximidad

con la manera en que a cada uno de nosotros se le ruega simétricamente investirse en el

éxito de su vida. Para salir de este juego bien reglamentado de sociedad, hay que comenzar

por poner en entredicho la imagen demasiado simple de la necesidad de filosofía, para

descubrir allí un nudo más complejo de la proximidad y de la distancia, de la vida y del

pensamiento.

Es verdad que nuestra relación con la filosofía no se escapa al destino común que rige la

mayoría de nuestras necesidades, el de dirigirse a ofertas preexistentes. Antes que ser la

necesidad de tal o cual cosa, la filosofía es una oferta que se nos presenta, un mundo

existente en forma de textos, de instituciones, de profesión. La encontramos masivamente

primero como disciplina de educación media, programa de examen y carrera docente. Pero

no hay lugar, sin embargo, para complacerse en la oposición entre la sublimidad de los

grandes ideales de la vida entregada a su lugar y la mezquindad de la pequeña máquina

institucional. Contrariamente a lo que creen los expertos de la desmitificación, las

realidades no refutan jamás a los nombres. Ellas distribuyen y dispersan la promesa. La

decepción misma hace parte de esa distribución. El polvo promete a menudo algún brillo

oculto o determina la vocación de ser esto o aquello que abrirá las ventanas y dejará entrar

el aire fresco.

Dicho de otro modo y un poco brutalmente: la filosofía no es la respuesta a una necesidad

de filosofía que sería conducida por los problemas de la existencia. Si ésta no fuera más que

la respuesta a una tal necesidad, haríamos poco más o menos el caso que actualmente

hacemos de todas esas recetas higiénicas, dietéticas o sexológicas que llenan las páginas de

las revistas del buen vivir. La filosofía no ayuda a vivir a quienes empiezan por ayudarse a

sí mismos. Ella se presenta y se hace desear primero como un lujo, como la promesa de lujo

150

llevada por el brillo de un nombre. Así que en lugar de oponer los pequeños asuntos de la

profesión a las grandes palabras de la vocación, conviene desplazar la idea de la vocación

filosófica hacia el terreno efectivamente dibujado por un desvío (écart): el desvío trazado

entre el brillo unitario del nombre y la diversidad de las formas de discurso y de los

dispositivos en los que se distribuye.

Un alumno de finales de la década de 1950 podía, por ejemplo, experimentar este desvío

trazado entre el brillo de las fórmulas de las piezas de Sartre y de los ensayos de Camus que

nos hablaban de la existencia, de su sentido o de su absurdo, o, más aun, de la libertad y del

compromiso, y, de otra parte, el tono gris de los cursos y manuales que enlistaban las

teorías de la atención, de la percepción o de la inducción; o incluso entre el universo de

preguntas fascinantes e inactuales entreabierto por las extrañas palabras de los grandes

textos tratadas en la tradición filosófica y los enigmas de la palabra poética que un profesor

de la Sorbona, Jean Wahl, comentaba en un curso público retransmitido en la radio. Más

que el encuentro conmovedor de la Idea, la filosofía era un teatro extraño donde la leyenda

del Gran Inquisidor comentada por Camus se encontraba con la teoría de Ribot sobre la

atención, los enigmas cartesianos de la diferencia entre distinción formal y distinción real o

los de la “apertura” de Rilke. Hasta que otros hagan entrar allí los enfermos del Hospital

general, los Nambikwara, el caballo del pequeño Juan o el gato de Alicia.

La entrada en la filosofía es entonces dos cosas: la entrada en unos estudios universitarios

institucionales y la entrada en un sistema de desvíos (écarts) efectivos y de

desplazamientos posibles. De un lado, pues, diría que no entré en la filosofía por una

elección existencial. Simplemente entré en ella porque la institución a la cual pertenecía me

hizo saber que tenía finalmente que decidirme por una sola oposición a cátedra. Como

sucede con frecuencia en casos como ese, dejé a circunstancias exteriores la

responsabilidad de decidir por mí. Del otro, diría que escogí con la filosofía la disciplina

cuyo nombre era el más bello y el territorio que menos claramente circunscribe, el más

propio para acoger las novedades que se elaboraban entonces en los intersticios que

separaban las disciplinas y para abrigar la promesa de nuevas relaciones entre el saber

universitario y la vida.

151

Por “la vida” precisamente no entiendo la vida de tal o cual individuo ni la vida como

potencia ontológica de lo Uno. Entiendo ese punto ideal al cual en última instancia se dirige

siempre el pensamiento: esta articulación de principio de lo sensible y de lo pensable que se

presenta siempre, a la vez, como su objeto, como la energía que lo sostiene y como el

término en el cual debe sobrepasarse o abolirse en su identidad con lo otro.

Esta “vida” podía ser, para aquella época, la vida de la filosofía realizada como proletariado

y revolución de la que hablaban los textos resplandecientes del joven Marx; la vida

concreta, el mundo vivido o la carne de las cosas que el pensamiento fenomenológico

proponía a la vez como superación de la tradición idealista y como corrección del devenir

dogmático y estatal del marxismo; la vida cotidiana que, en la época de las Mitológicas de

Roland Barthes, se descubría como territorio totalmente legible de los signos; o incluso la

vida salvaje y reprimida de la que nos hablaba la Historia de la locura –esta vida que venía

a proyectar sus sombras trágicas sobre la racionalidad dialéctica, pero también a aportar la

promesa de que el territorio entero de lo cotidiano insignificante, tanto como el de lo

insensato rebelde, pertenecería pronto al dominio de lo pensable, que la caverna, como lo

dice Jean-Claude Milner38

, podía ser a partir de ahora el mismo lugar de la Idea.

Con el título de la vocación filosófica hay que entender, pues, menos la implicación de la

filosofía en la existencia de tal o cual persona, que las fuerzas de atracción definidas a tal o

cual momento por el sistema de desvíos (écarts) en los que se distribuye el nombre de la

filosofía y por la intrincación de las “vidas”, es decir, de las configuraciones de lo sensible

pensable sobre las que se abre.

Hablar de mi vocación filosófica sería, entonces, hablar de un momento singular de la

relación entre el nombre de filosofía y lo posible que él acoge, un momento singular de

puesta en tensión de la relación entre esas “vidas” que definen a la vez el desafío llevado al

pensamiento, la promesa que le es hecha y la amenaza que pesa sobre ella.

Este conflicto de las vidas quisiera circunscribirlo a partir del desvío trazado por tres

escenas de discurso, que son tres escenas de relación entre el pensamiento y la vida, tres

38

Jean-Claude Milner, Le périple structural, Le Seuil, 2002.

152

puestas en escena de su proximidad o de su distancia: la primera, que fue también mi

primera presentación como alumno de filosofía etiquetado como tal, es una intervención

hecha en 1961 en el seminario de Louis Althusser sobre el texto del joven Marx que

comentaba la ley prusiana sobre el robo de madera. La segunda, una reunión informal de la

primavera de 1968 en una fábrica ocupada donde la primera cuestión planteada por un

joven huelguista fue ésta: ¿acaso en la sociedad socialista todavía podríamos hacer actos de

caridad? La tercera, la primera frase de mi tesis, sostenida doce años más tarde, una frase

entre comillas que podría dirigir como respuesta irónica a la cuestión que me es planteada

esta tarde: “¿Me preguntas cuál es mi vida ahora? He aquí como siempre: me parece que no

estoy en mi vocación martillando el hierro”, frase que evidentemente no era mía sino que la

tomé prestada a un cerrajero de ficción inventado por un escritor obrero de la década de

184039

.

Estas escenas “biográficas” no son momentos de revelación existencial, sino episodios,

entre otros, que he escogido esta tarde para hallar encuentros significativos entre el

pensamiento y la vida. Partamos de la primera: esta Ley sobre el robo de madera, artículo

de un joven hombre de 1842 propuesto a un joven hombre de 1961, no sólo como un texto

para explicar, sino también como una trampa en la que había que aprender a no caer, la

trampa precisamente en la que caen las personas jóvenes, en la que se espera por lo menos

que ellos caigan: la de un pensamiento que tiene su realidad al cabo de su enunciación; un

pensamiento puesto en palabras que discretamente piden el auxilio de la argumentación

sobre los conceptos de las sensaciones familiares de paseos forestales y de los recuerdos de

novelas de infancia; un pensamiento tan bien tendido hacia el mundo de la acción que

necesita lograr que las palabras imiten por ellas mismas el paso al otro lado.

Este rol de las palabras de paso, este pasaje imitado de la frase del lado de la vida, es lo que

desde entonces no he dejado de analizar bajo diversas encarnaciones. Lo he analizado

primero como la anfibología de algunas palabras –hombre, objeto, producción– en los

textos del joven Marx y en los de su antiguo maestro, Feuerbach. Más tarde lo he

encontrado en los textos del sociólogo –Pierre Bourdieu–, cuando nos habla de la

39

J. Rancière, La nuit des prolétaires, Hachette/Pluriel, 1997, p. 15.

153

“proliferación del proletario que se reproduce tal cual y en gran número”40

, frase que, por

ella misma, transforma en desvío de lo uno a lo múltiple la diferencia estadística de un niño

promedio entre familias burguesas y familias obreras. Lo he vuelto a encontrar en el texto

del historiador –Lucien Febvre– que construye, por el artificio sintáctico de frases

nominales aglomeradas, un siglo XVI de tal forma marcado por las campanas, las acciones

de gracia y las procesiones, que no se tenía el tiempo de ser incrédulo41

. Este procedimiento

del historiador universitario lo he encontrado completamente semejante al del poeta, Blaise

Cendrars, que reduce la frase a la palabra y transforma un texto en choque de palabras,

colisionadas para identificar la potencia del poema con la intensidad de la nueva vida, en

los tiempos de la gran embriaguez eléctrica y maquinaria, cuando las palabras y las

pinceladas de pintura debían vibrar en común con los letreros de neón, las chispas de los

tranvías, los zumbidos de los motores de los carros o del avión y la ráfaga de las

metralletas42

. Irónicamente también he encontrado la misma diligencia sospechosa de las

palabras hacia la vida en el texto del filósofo –Louis Althusser– que me había enseñado a

desconfiar de la carne imaginaria de las palabras, pero que cubría él mismo sus propias

escrituras de iniciales, de comillas o de cursivas que las inclinaban imperiosamente hacia su

sentido43

.

Tal era la vocación definida por esta primera escena de discurso: un desvío con relación a

una cierta evidencia y seducción de la vida, una atención a esas palabras de paso que la

entregan muy semejante a su espera. Se necesita defender lo contrario de la lectura

tentadora, que llevaba directamente de los senderos forestales hacia la vía real de una

filosofía devenida mundo. En aquella época, esto quería decir también recuperar un cierto

movimiento hacia “la vida”, el que prometía la fenomenología de Sartre y de Merleau-

Ponty y que apoyaba las aspiraciones políticas de todos aquellos que querían volver a llevar

el dogma revolucionario hacia las singularidades de lo vivido y las novedades del

momento.

40

Pierre Bourdieu, La distinction, Éditions de Minuit, p. 390, y J. Rancière, Le philosophe et ses pauvres,

Fayard, 1983, p. 281. 41

Lucien Fevbre, Le problème de l’incroyance au XVI siècle. La religion de Rabelais, Albin Michel, 1942, y

J. Rancière, « Le concept d‟anachronisme et la vérité de l‟historien », L’Inactuel, No. 6, automme 1996. 42

Blaise Cendrars, « Profond aujourd‟hui », Œuvres complètes, Denoël, t. 4, p. 142-145. 43

J. Rancière, « Althusser et la scène du texte », in La chair des mots, Galilée, 1998.

154

Este contra-movimiento se suele caricaturizar dentro de la oposición entre estructura y

hombre o se caricaturiza él mismo en la oposición entre Ciencia e Ideología. Pero detrás de

estos combates de caballos de plomo, necesita poderse reconocer el desvío de una misma

energía. Ésta era otra manera de atar las promesas del pensamiento a las de la vida: un

movimiento orientado, no tanto por la vida ofrecida por delante de ella misma, sino por esta

vida de atrás de la que nos hablaba la antropología de Lévi-Strauss, el psicoanálisis de

Lacan o la arqueología de los saberes de Foucault. Era aquella vida de atrás que, allí mismo

donde no pensaba ni se pensaba, se ofrecía como el territorio de una idea nueva del

pensamiento y de su efectividad.

Lo que llamamos “estructuralismo”, más que un método común de análisis, era, en primer

lugar, la idea de aquella escena ampliada del pensamiento. Es por esto que, antes que a la

contemplación fija de las estructuras, éste apelaba a un movimiento que separaba la

efectividad del pensamiento de aquella prisa por la cual se proyecta, delante de sí misma,

hacia el mito de su cercana encarnación. Lo “vivido” era, en suma, el malvado nombre de

la eficacia del pensamiento y de su potencia de transformación, aquello que la devolvía a su

propia invocación. Disuadirse de esto era también, en aquella época, cambiar la simple

esperanza de un marxismo rejuvenecido y humanizado por la de una filosofía marxista que

aún no existía, que había que inventar, e inventar como sistematización de todo lo que se

descubría entonces como racionalidad de lo salvaje, de lo insignificante o de lo insensato.

¿Cómo situar en relación con esta escena la segunda escena de discurso, la interpelación de

un joven huelguista de Sud-Aviación, que ponía sobre la mesa las preguntas a Gide y a

Camus sobre el acto de caridad y sobre el sentido de la vida? Esta escena puede verse como

la revancha de lo “vivido” despreciado, como el retorno de una filosofía existencial que dio

un giro, a su vez, a los aprendices constructores de la nueva filosofía, y que sobre todo –lo

que es más grave– les hacía recuperar la potencia misma del colectivo al cual se

encomendaban. Y es así como la experimenté en el momento.

Pero se puede pensar también que allí había algo más. Esta manifestación de lujo del

pensamiento que invoca la gratuidad de la acción, en un lugar y un tiempo –la fábrica, la

lucha– que son tradicionalmente pensados como la refutación viviente de estos lujos, iba

155

más allá de este efecto inverso. Ella marcaba y desplazaba al mismo tiempo lo que estaba

en juego en la búsqueda de las nuevas racionalidades y en el proyecto de la filosofía

marxista por inventar: un movimiento que liberaba el acto del pensamiento de sus actores y

episodios tradicionales para proyectarlo sobre la escena de un pensamiento que está en

todas partes y en todos.

Era como si, por ejemplo, en el trabajo del arqueólogo de los saberes, la conceptualización

rígida de lo que una episteme permitía o prohibía pensar contara menos que la ampliación

que él daba, así, a la cuestión de lo pensable –la ampliación de terreno en la cual el filósofo

trascendental de ayer se preguntaba acerca de lo que podíamos pensar. Como si esta

ampliación condujera finalmente a la nueva cuestión, la cuestión radical que no tiene

sentido para la radicalidad trascendental: no simplemente, ¿qué podemos pensar o cómo

podemos pensar?, sino ¿quién puede pensar?

Pero esta ampliación de la cuestión “¿qué es pensar?” suponía al mismo tiempo la remoción

de la idea de una filosofía que da razón de las nuevas racionalidades, de una filosofía

situada en un dominio en el que podía determinar lo que era científico y lo que no lo era, lo

que pertenecía a lo concreto del pensamiento y lo que sólo pertenecía a la ilusión de lo

vivido. Esta interpelación de “la vida” reenviaba a limbos eternos la famosa filosofía

marxista por nacer. Pero, al mismo tiempo, quizás ella liberaba el movimiento que había

sostenido su proyecto mortinato, esta apertura de la filosofía hacia la multiplicidad de

lugares y formas del pensamiento, apertura que había pasado por el conflicto mismo entre

las promesas de la vida por delante y las razones de la vida por detrás.

Ella confirmaba que las apuestas del pensamiento se jugaban, en primer lugar, allí donde no

se las esperaba, donde no se las convocaba como tal, que la filosofía no se limitaba al

repertorio de cuestiones reconocidas como filosóficas. Ella mostraba que la filosofía podía

hacerse en otro lugar, que ella se hacía también con materiales que no son los suyos, por

ejemplo, los archivos del historiador. Ella sugería que la filosofía puede tener algo más

interesante que hacer que reflexionar sobre los métodos de las ciencias sociales, a saber,

robarles sus materiales, para devolverlos a la igualdad de lo que es pensar por no importa

quién; que su trabajo no es fundar las cosas de la política o despejar la racionalidad de las

156

ciencias sociales. La relación que ella mantiene con las unas y las otras no es una relación

de fundación o de reflexión. Es más bien la relación igualitaria de combatientes en una

guerra de los discursos.

Esta guerra de los discursos puede describirse de igual manera como guerra de las “vidas”.

Y es la puesta en juego de esta guerra a dos nombres lo que ha determinado mi vocación

filosófica, es decir, mi propia manera de circular sobre el territorio de desvíos (écarts) y de

posibles aperturas del nombre „filosofía‟. Es siempre en esta guerra en la que me he

esforzado por pensar las figuras a través de territorios y de objetivos aparentemente

heterogéneos. Si se sigue la opinión recibida que define una disciplina por un dominio de

objetos específicos, se puede decir que no he dejado de pasearme como profano a través de

disciplinas heterogéneas: la historia, la sociología, la pedagogía, la literatura, la estética, la

política. Pero, cualquiera que sea el precio que yo atribuya a este derecho del profano –es

decir, del ser pensante cualquiera– a ignorar las atribuciones de territorios, esa

reivindicación no era mi objeto. Es una sola y misma cuestión la que he buscado aclarar

dentro de estos desplazamientos. Es la misma guerra que he analizado bajo sus diversos

nombres mostrando que estas disciplinas diversas eran, en primer lugar, maneras diversas

de pensarla y de practicarla.

Una disciplina, en efecto, antes que ser el pensamiento de una esfera de objetos definidos,

es una manera de definir una idea de lo pensable, de construir una relación del pensamiento

con la vida. Una manera en contra de otra: una manera de oponerse a la vida –es decir, al

nudo de lo sensible y de lo pensable– que construye otra; pero también una empresa de

pacificación interna, una manera de reducir una manifestación disensual de la relación de la

vida con el pensamiento.

Si, por ejemplo, me he ocupado de sociología, al criticar los análisis de Pierre Bourdieu, es

porque “sociedad”, antes que ser un objeto de pensamiento, es una idea de la relación entre

el pensamiento y la vida. Es lo que enseña Pierre Bourdieu cuando critica el mito platónico

de la libre elección de las vidas que sostienen el tema de la igualdad de oportunidades

escolar. En efecto, es notable que él oponga no un mecanismo objetivo de exclusión sino

otra idea de la eficacia del pensamiento: la idea de que es precisamente el mito de la

157

igualdad el que empuja al niño de las clases desfavorecidas a excluirse, considerándose

como el único responsable de su fracaso; la idea, en suma, de que es la idea filosófica de la

igualdad la que es responsable de la desigualdad.

Es una misma puesta en escena de lo pensable la que está en obra cuando él construye el

dispositivo de frases y de fotografías, que prueba que clases distinguidas y clases populares

adoptan, que lo diga Kant, los gustos que corresponden a su lugar. Ahora bien, esta puesta

en escena de lo pensable continúa a su manera una doble guerra secular cuya sociología es

el nombre: guerra teórica contra la filosofía –esta filosofía en la que Durkheim denunció la

vida demasiado viviente, contraria al equilibrio que produce la salud de los cuerpos

sociales–, guerra política contra la alodoxia de los cuerpos populares, que adoptan los

pensamientos y los gustos que no son de sus lugares.

Si me he aventurado sobre el terreno de los historiadores, es porque la “ciencia de los

hombres en el tiempo”, como la llama Marc Bloch, es primero un pensamiento del tiempo

que la hace jugar el papel de un principio de determinación de la relación de la vida con el

pensamiento. Yo hacía todo el tiempo alusión al ejercicio sintáctico por el cual Lucien

Febvre prueba la imposibilidad de que Rabelais hubiera sido incrédulo. Pero este ejercicio

es él mismo la puesta en práctica de un concepto del tiempo como determinación de lo que

un viviente ordinario puede o no puede pensar en ese tiempo. Y este pensamiento de lo

pensable y de lo impensable es él mismo el reglamento de una guerra: el reglamento de

estas manifestaciones de incredulidad o de herejía por las cuales lo impensable no deja de

advenir; lo impensable, es decir, la potencia de las palabras venidas de otros lados –libertad

o salud, caballería o proletariado– que separan las existencias cualesquiera de su

destinación, y por las cuales el pensamiento se prueba susceptible de apoderarse de no

importa qué cuerpo, no importa dónde, en no importa qué tiempo, para producir allí un

conflicto de las vidas.

Si me he ocupado, con Joseph Jacotot, de pedagogía, no es para proponer otra manera de

organizar la enseñanza. Hay un número suficiente de personas para ocuparse de esto. Es

porque la pedagogía es la otra gran disciplina que se ocupa del tiempo, que hace del tiempo

un principio de adecuación entre lo sensible y lo pensable, entre el desarrollo del niño y del

158

pueblo-niño y su aptitud de albergar el pensamiento y el saber. Es porque este ajuste del

tiempo y de lo pensable es también la demostración de una separación de las inteligencias,

una demostración filosófica y política de la desigualdad de la que hay que estudiar el

impulso intrínseco antes de saber cómo se puede reformar la enseñanza.

Volver, así mismo, sobre los orígenes de la filosofía política era volver a poner en juego –

de espaldas a los relatos asépticos del contrato colectivo– el desdoblamiento del relato

primero que la funda. Este relato primero, este relato antiguo, afirma, en efecto, la común

humanidad, luego la común capacidad política, de los seres dotados de lenguaje. Pero esto

es para separar en seguida esa humanidad, supuestamente común, en dos vidas, una vida

que no puede ocuparse sino de su reproducción y una vida capaz de pensar lo común y de

construirlo por sus actos.

Interrogarse finalmente acerca del nacimiento de la literatura era volver a poner en escena

un conflicto de las vidas y de las temporalidades que se juega entre el poema y la literatura

antes que alimentar las guerras de la sociología, de la historia o de la ciencia política con la

filosofía. El asunto comienza con la oposición aristotélica entre la racionalidad causal de las

acciones que suceden a grandes personajes y la pura sucesión de la vida que se reproduce

automáticamente. Ella vuelve a cobrar actualidad con la inversión igualitaria de esa

jerarquía en la afirmación literaria de la igualdad de los sujetos y de la conveniencia de no

importa qué estilo a no importa qué sujeto. Ella se ramificó y se complejizó con la

pluralidad de maneras en las que esa vida igual se piensa y se encuentra como guerra de las

vidas: vida novelesca acogida por el espejismo quijotesco de las palabras; vida romántica

que lleva su soliloquio insensato a las racionalidades antiguas de la acción y del diálogo,

pero también a las nuevas racionalidades de la historia y de la dialéctica44

.

Poner en escena una “vida” y una guerra de las vidas es, en suma, poner cada vez en escena

una configuración de las relaciones de lo sensible y de lo pensable. Y esta configuración de

44

Resumo aquí, para evitar la multiplicación de notas, las referencias a las que remiten los párrafos

precedentes: para la sociología, Le philosophe et ses pauvres, Fayard, 1983; para la historia, Les noms de

l’histoire, Le Seuil, 1992; para la pedagogía, Le maître ignorant, Fayard, 1987; para la filosofía política, La

mésentente, Galilée, 1995 y Aux bords du politique, La Fabrique, 1998; para la literatura, La parole muette

(Hachette/Littérature, 1998) y La chair des mots (Galilée, 1998).

159

lo pensable es en cada momento una decisión sobre lo que se piensa o lo que se puede

pensar.

Es en el centro de esta guerra donde se instala la tercera escena del discurso, la pequeña

historia del cerrajero que no se consume en su vocación, relato por el cual yo tuve un día la

singular idea de comenzar una tesis de filosofía que continuaba tan mal como había

comenzado, pues no contenía ninguna proposición de orden general, sino solamente

“historias”.

Esta escena de una “historia de vida” representaba, entonces, una desviación (écart)

máxima, tanto con relación a los usos de la filosofía, como con relación al requerimiento

hecho a una vida de explicarse por sí misma. Traer a la filosofía historias de vida se tolera

ordinariamente en un caso: cuando el filósofo habla de su vida, cuando hace de su

experiencia vital el teatro sobre el cual se juegan la necesidad o la potencia de la filosofía.

Ahora bien, no era de mi vida de lo que se trataba, sino de la vida ficticia puesta en escena

por alguien para quien la filosofía no era su profesión, para quien, en términos platónicos,

el pensamiento no era su oficio.

Pero, para mí, el interés del ejercicio no era introducir un cuerpo extranjero en el templo,

como los perturbadores de las aulas que exigían ir a ver lo que pasaba en las fábricas o

como los artistas pop que introducían embases de sopa y tampones fabricados en serie en

los templos del arte. Era, al contrario, revelar que este absoluto “exterior” de la filosofía se

identificaba con su corazón más íntimo. El interés en las historias de vida de aquellos

obreros, acogidas por la filosofía, era precisamente su ausencia total de exotismo con

respecto a los relatos de la filosofía misma. Era la manera en que estas historias escapaban

a las disciplinas a las que pertenecían, la manera en que atravesaban los repartos de lo

sensible y de lo pensable que tales disciplinas operan, para volver a producir la escena de la

conversión filosófica, para entrar directamente en diálogo con los relatos fundadores por los

cuales la filosofía ha pensado su propio lugar en la separación de vidas y en la articulación

de lo pensable y de lo sensible.

Pero el interés era también que esta confrontación tomara ella misma la forma de un desvío

(écart): un desvío entre dos maneras de poner en relación la vida obrera y el pensamiento

160

filosófico. Cuando el carpintero Gauny explica a un corresponsal: “cuando encuentro a

Sócrates en la calle, dejo allí mis útiles y mi trabajo para ir a discutir con él sobre los

verdaderos bienes de la existencia”, él relaciona, entonces, su afirmación del derecho igual

al pensamiento con la imagen tradicional del filósofo en la calle. Pero cuando compone un

relato de la jornada de trabajo, mostrando el tiempo de trabajo como producción de una

vida para la cual el ocio del pensamiento está prohibido, él rompe la identificación

demasiado simple con la silene socrática. Él ya no entra en diálogo con el personaje

Sócrates, sino con Platón, el director de la escena. Él viene a responder al gesto inaugural

de la República platónica que determina, en el libro II, la “vocación obrera” como

exactamente idéntica a la pura y simple ausencia de tiempo.

Asimismo, cuando él compone un relato un poco más ejemplar de su entrada en el mundo

de la escritura por la lectura de los envases de lentejas comprados por su madre, propone un

mito del destino de las almas. Y ese mito responde exactamente a los mitos platónicos de la

separación de los destinos y a la denuncia platónica de esta escritura muda que viene a

hablar a no importa quién y revoca así el reparto entre los filósofos-cigarras ebrios, con

tiempo para el discurso, y las hormigas trabajadoras adormecidas a la hora de la siesta45

.

Responder a los mitos del filósofo no quiere decir invalidarlos en nombre de la realidad

viviente. Quiere decir, a la inversa, mostrar, oponiendo un mito a otro mito, que esa

realidad viviente no es, efectivamente, nada más que la división arbitraria de la vida

consagrada al pensamiento y de la vida consagrada a la supervivencia. Mientras el

historiador mostraba cómo un pensamiento expresa una vida, y el sociólogo quería oponer

la realidad de las obligaciones pesadas de esta vida a las ilusiones filosóficas de la libre

elección, dichos relatos de la vida obrera venían, a la inversa, a confirmar la verdad del

relato filosófico sobre la mentira que separa las vidas consagradas a la producción y las

vidas consagradas al pensamiento. Ésta es, declara Platón, una bella mentira que nos dice

que un dios ha puesto oro en el alma de los unos y hierro en el alma de los otros. Pero esa

bella mentira es también la realidad de la vida del más grande nombre. Esta equivalencia de

la ficción más arbitraria y de la realidad más concretamente “vivida” no es la afirmación de

45

Cf. Gabriel Gauny, Le philosophe plébéien, Presses universitaires de Vincennes, 1985.

161

algún genio maligno antifilosófico de la era postmoderna. Es la filosofía la que,

primeramente, la ha enunciado, y la ha enunciado allí mismo donde ella nos habla del

impulso hacia la vida auténtica.

Tal sería la lección de esta tercera escena de discurso. La determinación de lo pensable es

siempre determinación de un reparto de vidas. Pero este reparto de vidas nunca es simple,

es siempre doble. El reparto de la vida al derecho y la vida al revés se articula siempre en

otro reparto, el de la vida que tiene el pensamiento como destino y el de aquella no lo tiene,

de la vida destinada a su rebasamiento y la vida destinada a su reproducción.

Esta articulación entre dos repartos de vidas es aquel teatro ampliado del que hablaba al

comienzo. Esto es lo que le faltará siempre a los discursos que oponen simplemente lo

concreto de la vida al tono gris de las disciplinas. Pero es también lo que le faltará siempre

a las disciplinas –filosofía u otras– cuando reducen la cuestión a un reparto simple: realidad

e ilusión, universal y particular, ciencia e ideología, condiciones objetivas y

representaciones mentales, etc. Detrás de la oposición de la realidad y de la ilusión, hay un

nudo más profundo de la realidad y de la mentira, de la necesidad vivida y de su radical

contingencia.

A las disciplinas no puede faltarles este nudo al reclamar la especificidad de sus métodos,

es decir, la especificidad de su manera de reducir el nudo de los dos repartos a una sola

oposición. La filosofía no tiene, en todo caso, privilegio en este sentido: el del metadiscurso

que diría la verdad de las otras disciplinas. Sucede, desde luego, que se separa, para hablar

en cierto modo al descubierto de lo que las otras traducen en el lenguaje de sus relatos o de

sus razones: de la única manera o de las diversas maneras en las que el ser se dice; de la

posibilidad o de la imposibilidad de que el no-ser sea; de las relaciones de lo mismo y de lo

otro. Pero esta singularización no es una fundación o una reflexión de los otros discursos,

que diría, en el lenguaje que les conviene, este nudo primero del pensamiento y del ser.

La construcción del lugar propio de la filosofía es siempre una puesta en escena singular de

lo pensable. Y esta puesta en escena se efectúa imitando alguna otra forma discursiva:

poema lírico, orden matemático, libro de sabiduría, diálogo de teatro o argumentación

retórica. La filosofía habla con las mismas palabras y las mismas frases con las que hablan

162

las otras “disciplinas”, las mismas frases y palabras con las que no dejamos de hablar y con

las que no dejamos de vivir: la guerra de los discursos y de las vidas. Lo que la distingue es

quizás la radicalidad con la cual ha sabido algunas veces devolver las razones que

racionalizan tal o cual forma de vida a los relatos que instituyen el reparto de vidas como

doble reparto.

La identidad de la necesidad y de la contingencia, de la realidad y de la mentira, no puede,

en efecto, racionalizarse bajo la forma de un discurso que separa la verdad de la ilusión.

Ella no puede más que contarse, es decir, enunciarse en la forma discursiva que suspende la

distinción y la jerarquía de los discursos. El privilegio de la filosofía, tal como lo he

demostrado, es –a la inversa del mérito o del reproche de abstracción que se hace

generalmente– la franqueza literal de su discurso: la franqueza con la cual ha sabido

enunciar esta condición de identidad primera de las razones y de los relatos que sólo

permite expresar el reparto de vidas.

Es aquí, dice Platón, que hay que decir lo verdadero allí donde se habla de la verdad. Y es

allí también que él recurre al cuento más radical: el de la plena verdad, del acoplamiento

divino y de la caída que transforma a los unos en hombres de plata, a los otros en

gimnastas, artesanos o poetas. Es decir que, tomando las cosas al revés, en el momento en

que él pronuncia de la forma más implacable el reparto de las condiciones, recurre a lo que

niega este reparto de la forma más radical, el poder del cuento y el de la lengua común que

abolen la jerarquía de los discursos y las jerarquías que sostiene.

La relación de lo más interior y de lo más exterior, el encuentro de la ficción del filósofo y

la del obrero, era entonces también la puesta en escena del momento de igualdad entre las

razones de lo común y las razones de lo separado, las razones de la contingencia y las de la

necesidad, las razones de la igualdad y las de la desigualdad.

Tal es la lección común que he tomado prestada al más “celeste”, al más “aristocrático” de

los filósofos guardianes de la verdadera vida, y a la práctica de esos hombres ordinarios que

se han ocupado de romper el reparto de los destinos inventando los contra-relatos de la

relación de la vida y del pensamiento, recomponiendo la escena de la relación entre las

163

vidas nobles destinadas al pensamiento de lo común y las vidas ordinarias destinadas

solamente al servicio de la producción de bienes y la reproducción de las poblaciones.

Es esta doble lección la que siempre he seguido negándome a respetar, la de la distribución

de territorios concedidos a cada disciplina y la repartición de roles que da los relatos a los

poetas y las razones a los filósofos. Hablar de filosofía en desplazamiento es decir que la

filosofía no es un territorio de objetos definidos, a los que corresponderían métodos y

formas de lenguaje específicas, que ella no es más un arte de vivir. La filosofía es una

práctica de puesta en escena de la vida, en el sentido en el que yo lo entiendo aquí, de

puesta en escena del nudo de lo sensible y de lo pensable.

Hay mil maneras de inventar tales nudos, de ponerlos en escena. La que yo he practicado

‒ y que define así retroactivamente mi vocación‒ no se certifica por una vocación

irreprimible al nomadismo, sino más bien por una atención específica a los fenómenos de

frontera: cómo una disciplina, al trazar sus propias fronteras, traza al mismo tiempo la

frontera que separa los discursos y los pensamientos que son su materia prima de los que

constituyen su ejercicio propio; cómo este trazo de frontera es siempre, al mismo tiempo,

una manera específica de franquear otra frontera, la que separa las palabras de la vida que

ellas ponen en escena.

Esto supone, por supuesto, atravesar uno mismo las fronteras de las disciplinas y de los

géneros o niveles de discurso, para crear entre esos diversos tratamientos de la frontera

espacios comunes. Por espacio común no entiendo el espacio propio de un discurso que

diría la generalidad sobre la guerra de los discursos, sino la constitución de un terreno de

operaciones para reorganizar allí tales y tales asocios, apuestas, dispositivos o estrategias.

En la guerra de discursos y de vidas, no hay nada más que operaciones singulares, líneas

específicas trazadas entre tal o cual dispositivo: entre el mito o el argumento del filósofo, el

cuestionario del sociólogo, el empleo del tiempo del pedagogo, la relación del tiempo en la

frase del historiador, la transformación del régimen de significación de la vida operada por

el novelista, la manera en la que el pintor pega las palabras sobre su tela o en la que el poeta

inventa para los suyos las figuras tipográficas, etc.

164

Michel Foucault habló un día de una filosofía que sería un poco como una guerrilla, en la

que el filósofo no estaría nunca allí donde uno esperaría. El interés no es evidentemente

desplazarse para ser inaprensible. No hablar de sí, contar historias de locos o de obreros en

lugar de enunciar tesis sobre el Ser y lo Uno, no es seguramente un modo de asegurar la

identidad consigo mismo del astuto que se esconde de los controles públicos de identidad.

Es consentir a otra forma de esta alteración, de este devenir-otro que afecta tanto al que

habla de sí mismo como al que no lo hace. Cualquiera que sea la vía escogida para pensar,

uno no escapa a esa necesidad enunciada en lenguajes tan diferentes por el novelista –

Flaubert o Proust– y por el filósofo Deleuze, la necesidad de devenir al mismo tiempo

cualquier cosa que no piense.

El interés de desplazamiento no está tanto en el mero placer de montaje que une todo a no

importa qué. A fin de cuentas la separación de las disciplinas tiene siempre por contraparte

la universalidad de la travesía periodística y de la sandez publicitaria. Esta repartición de

roles entre lo común y lo separado es lo ordinario del régimen consensual. Para romper con

esta distribución, se trata siempre de operar desplazamientos restringidos. El interés de la

operación reside entonces en lo que estos desplazamientos restringen y estas construcciones

de escenas específicas permiten operar: una reconfiguración de las distribuciones de poder

existentes; una remisión de las necesidades racionalizadas al espacio de las contingencias.

Dicho trabajo poético de recomposición de la escena del reparto de los discursos responde a

una cierta idea de la política, en la cual esta idea es siempre la aplicación de una cierta

poética: una reconfiguración de territorio, una reconfiguración de los datos considerados

como necesarios, que es siempre al mismo tiempo una recomposición de las distribuciones

de competencias –es decir, del reparto de la vida y del pensamiento– que esas

configuraciones de los datos presuponen.

Es allí donde se sitúa mi interés por la relación entre la filosofía y la vida, en estos puntos

donde los desplazamientos de la filosofía encuentran esas formas de división de la vida,

esas re-escenificaciones de la relación de la vida y del pensamiento que son también

redistribuciones del poder de pensar, escenas disensuales de afirmación de este poder igual.

Lo que me ha interesado, aquello por lo cual me he esforzado en inventar diversas formas

165

de dramaturgia, es esta potencia de la igualdad, esta singularización de la capacidad de no

importa quién siendo manifestada al inventar los conflictos de mundos.

Algunos pueden sospechar en esta poética una dimisión enfrentada a la exigencia propia de

la filosofía que sería la de afirmar una relación de principio del pensamiento y del ser.

Pienso, por ejemplo, en la oposición zanjada por Alain Badiou, en nombre de Platón, entre

una filosofía axiomática, lanzando los dados del pensamiento que deciden sobre lo

indecidible, y una filosofía que se contentaría con la descripción de lo posible46

. Por mi

parte, complicaría de buena gana la escena haciendo entrar allí a otro Platón, el que llama el

axioma relato o incluso mentira y que separa el lanzamiento de dados en dos, poniendo de

un lado el trictrac del que el artesano es incapaz y del otro el sorteo que lo hace rey en el

reino de la opinión. El axioma es siempre al mismo tiempo una descripción de lo que

pertenece a una situación, la decisión de pensamiento siempre un reparto de vidas. Y

recíprocamente la descripción de lo posible es siempre una decisión del pensamiento sobre

lo que „posible‟ quiere decir, sobre la recepción o no de un imposible en el campo de lo

posible.

En ninguna parte la pureza del pensamiento se separa de la descripción de una cierta vida.

En ninguna parte el pensamiento afirma su potencia desplegada sino dentro de la

constitución de tal o cual nudo del pensamiento y de la vida, dentro de la interpretación de

tal o cual modalidad de la guerra de discursos y de vidas. Diría, entonces, que la

constitución de una oposición entre dos filosofías o entre la filosofía y la no-filosofía define

un cierto tipo de operación dentro de esta guerra, que otros tipos de operaciones son

igualmente posibles y deseables para desplegar los repartos que contienen estas oposiciones

duales, para evitar que el gesto parmenideo que enuncia la identidad del ser y del

pensamiento no se acompaña de la imperiosa distribución que dice que éstos son de derecha

y aquéllos de izquierda, que esto es realidad y aquello apariencia, para evitar, en suma, que

el despliegue de lo posible del pensamiento no sea suspendido en un gesto inaugural del

pensamiento que vale siempre como anticipación de un juicio último.

46

Alain Badiou, Court traité d’ontologie transitoire, Le Seuil, 1999.

166

Se puede siempre decretar que tal enunciado es filosófico y que tal otro no lo es. Pero si

esto se puede, es dentro de la mesura misma donde el nombre de filosofía pertenece a todos

y a nadie. En todos estos enunciados, en todo caso, no se trata de otra cosa que de contar no

su vida, sino, para retomar una expresión del incomparable Joseph Jacotot, su aventura

intelectual, la manera singular en la que uno ha utilizado la lengua común y la potencia

igual del pensamiento para trazar un camino entre puntos distantes o ahondar una distancia

entre puntos cercanos. Si hay una vocación igualitaria de la filosofía, ésta no consiste en

comunicar en el más grande nombre las fórmulas de un arte de vivir. Consiste en

reconfigurar el territorio de lo pensable, con el fin de manifestar la potencia del

pensamiento como potencia de todos.

167

¡Y tanto peor para la gente cansada!47

(con Edmond El Maleh)

“Los artesanos de 1840 planteaban la pregunta inaugural de la filosofía: ¿quién tiene

derecho al pensamiento?”

El efecto conjunto de la teoría marxista y de las investigaciones positivas históricas y

sociológicas conduce a pensar que, en adelante, la identidad del proletariado está

definitivamente asegurada. La imagen del proletario, en esta perspectiva, sería fiel, sin

efecto deformador ni reflejo engañoso alguno. Jacques Rancière no comparte este

sentimiento. Sus investigaciones abren la vía a una visión nueva del pensamiento obrero;

trabajo de investigación que pretende reconstituir, “de este lado y más allá de las certezas

dogmáticas sobre el Pueblo, el Estado, la Revolución, la complejidad histórica y los efectos

de espejo de las prácticas y de los discursos de los actores sociales”. Jacques Rancière es

uno de los animadores del colectivo Les Révoltes logiques, que publica los trabajos que

participan de la misma preocupación por oponer las “evidencias carnales” a los “perjuicios

de la ideología”.

§

Sería cómodo para usted situarse entre los historiadores del movimiento obrero. Pero

usted rechaza este calificativo. Usted sueña con un trabajo que apunte a “desclasificar la

mercancía, arrancar las pancartas, deseñalizar las vías”…

Por profesión, yo no soy historiador, sino filósofo. He sido llevado hacia el terreno de la

historia por las dificultades de la gran idea de los años 1968-1970: la unión de la

contestación intelectual y el combate obrero. Para comprender el fracaso o el desvío de los

discursos y las prácticas marxistas, he querido volver justo a esos años 1840-1850, en los

47

« Et tant pis pour les gens fatigués ! », título dado para la presente edición a « Entretien avec Jacques

Rancière », entrevista realizada por Edmond El Maleh para el periódico Le Monde en 1981 y recuperada en

1984 dentro de la selección Entretiens avec « Le Monde ». I Philosophies, introducción de Christian

Delacampagne, Paris, coedición La Découverte-Le Monde, 1984, p. 158-164.

168

cuales la teoría marxista había venido a sumarse a la protesta obrera y a oponer la

conciencia del “movimiento real” a las esperanzas y a los planes de la utopía.

La historia de las mentalidades me servía, a la vez, de modelo y de cincel. A su

predilección por las largas duraciones de la historia “inmóvil”, los hábitos alimentarios o

las actitudes frente a la muerte, yo quería oponer una antropología del combate obrero: las

asociaciones espontáneas a las organizaciones establecidas, los susurros cotidianos a las

grandes palabras de orden, el saber del útil al saber del arma. Pronto me había

desencantado: los folletos y periódicos obreros nos informaban sobre todo acerca de la

imagen que ellos querían dar de ellos mismos. Las prácticas de resistencia o las

asociaciones obreras no nos llegaban más que a través de las descripciones de patrones

acorralados o de filántropos que fantaseaban sobre las promiscuidades de la miseria o las

orgías de cabaret.

Es a partir de este cambio que se precisa su orientación…

Este cambio permitió justamente un cuestionamiento sobre la función crítica conferida a la

historia, sobre el rol presente del historiador en nuestra cultura: es él quien “desmitifica”,

quien reenvía las ilusiones de la subversión izquierdista a las condiciones materiales y a los

comportamientos que ellas autorizan. Pero esta función crítica se recubre de una

producción de evidencia más dogmática en el fondo que las ideologías destruidas. Por un

lado, el historiador tiene la seriedad de la conciencia: él ha tomado del etnólogo el arte de

hacer funcionar sus objetos, de tratar las prácticas como discursos y los discursos como

prácticas. Pero estos objetos no se satisfacen con verificar lo funcional de la ciencia, ellos

lo encarnan con su peso de evidencia carnal. En bellas imágenes, ellos nos muestran que el

orden social es racional y que se refleja adecuadamente ‒ hoy como ayer‒ en las

distribuciones del orden ideológico y político existente. El historiador nos da, a la vez, la

racionalidad del concepto y la evidencia de la imagen: marca del territorio social, del centro

a la periferia.

Extrañamente, es en la historia obrera que esto marcha menos bien. El obrero, sin embargo,

es el héroe mismo de nuestro pensamiento funcionalista: el hombre de la famosa “habilidad

manual” que proporciona la materia adecuada al pensamiento y al fin del objeto; el

169

luchador que resiste a la opresión toma consciencia de la explotación, se organiza para

combatir. Pero, precisamente, hay demasiada ideología allí para que pueda reabsorberse

jamás en la etnología de las asociaciones populares o las prácticas obreras. Hay que dar

siempre una interpretación, ‒ marxista o anarcosindicalista, en términos de cultura o de

estrategia… ‒ que se acepte como tal.

Es allí justamente que reside la posibilidad de “deseñalizar las vías”. El discurso festivo del

poeta o del militante obrero de los años 1840 dice esto: ellos no marchan; ellos no llegan a

encontrar su satisfacción en la “habilidad manual” de la “cultura obrera”, ni su identidad en

el calor del colectivo. Detrás del halago que opone la positividad de su hacer a la habladuría

y a la fantasía pequeño-burguesa, ellos reconocen el mismo estatus que Platón confería

antiguamente al artesano: el de un alma de tercera clase. Ya Platón, para prohibir al

artesano ocuparse de política, debía alabar su superioridad de productor sobre los

fabricantes de simulacros (pintores o sofistas). Precisamente, aquellos que yo había

estudiado habrían querido ser fabricantes de sombras (pintores, poetas, filósofos). Y, sin

embargo, son ellos quienes, finalmente, producen la imagen del noble obrero. Mi objeto es

el recorrido paradójico de esta identificación.

Lo que seduce en su planteamiento es esa travesía por el desierto de las abstracciones

‒ marxistas u otras. Usted llega a trazar figuras concretas de obreros, como la de este

carpintero-poeta sansimoniano. ¿Qué cambio de perspectiva aporta esto?

Figuras concretas, sí, pero hay que entendernos. El positivismo reinante tiene también sus

figuras concretas: “niños de pueblo” o “antihéroes” de los cuales la particularidad verifica

‒ o mejor, encarna‒ las generalidades aproximativas del discurso erudito. Se trata aquí, al

contrario, de figuras dispersas, de caras en el espejo, de obreros que se enfrentan con su

imagen y rechazan su concepto.

Usted hace alusión al carpintero Gauny. Él nos ha dejado manuscritos extraordinarios

‒ correspondencias, artículos, poemas: no las Memorias de un niño de pueblo, sino la

experiencia en el presente de una pregunta propiamente filosófica: ¿cómo se puede ser

obrero?

170

Él nos describe, hora por hora, su jornada de trabajo. Y no es cuestión de una bella obra de

nostalgias, mucho menos de plusvalía, sino de la realidad fundamental del trabajo

proletario: el tiempo robado. Y sentimos que nuestras palabras ‒ explotación, conciencia,

revuelta…‒ están siempre en lugar de la experiencia de esta vida “saqueada”.

Él pretende liberarse: para él y para los otros, porque nuestras oposiciones son irrisorias

también allí: las “cadenas del esclavo” deben ser rotas por los individuos ya liberados. Él

toma un trabajo de instalador de pisos, en el que se libera del amo permaneciendo y

sabiéndose explotado: y nos muestra que nosotros, filósofos, no hemos comprendido en

absoluto las relaciones de la ilusión y del saber, de la libertad y de la necesidad.

Él va al fondo de la paradoja. Se forja una filosofía de la ascesis. Cuando los obreros no

tienen nada que consumir, él rechaza la sociedad de consumo. Inventa una economía de la

libertad en lugar de una economía de las riquezas.

Él nos muestra el nervio de la pasión militante de sus pares: no la “toma de conciencia” de

la explotación (ellos la conocen de antemano), no la solidaridad obrera (los otros son

primero los cómplices del amo), sino el deseo de ver lo que pasa del otro lado, de ser

iniciados en otra vida. Ellos envidian a los burgueses no por la positividad de sus riquezas,

sino por la negatividad de sus “tiempos muertos”, de su ocio, de su noche. En el origen del

discurso de la emancipación obrera se encuentra el deseo de no ser más obrero: no dañar

más sus manos ni su alma, pero también no tener más que demandar trabajo o salario,

defender sus intereses; no más contar el día, ni dormir más por la noche…

Aquél tiene la fuerza de vivir su sueño, su contradicción: ser obrero sin serlo. De este modo

lo hace también su hermana en la utopía: la costurera Désirée Véret. Otros, como la

costurera Reine Guindorff o el tipógrafo Adolphe Boyer, mueren en ella. Algunos, como el

cerrajero Gilland, después de haber soñado con el “harpa de David”, tratan de reducir su

valor absoluto a la medida de los “intereses morales y materiales de los obreros”. Otros van

a perecer de malaria en aquel Texas donde buscan a Ícaro. Finalmente así se enriquecen…

por desesperación.

171

Experiencia única: frente a los teóricos utopistas y a los jóvenes burgueses bien

intencionados, que quieren cuidar de sus miserias y promover el trabajo del porvenir, estos

artesanos vuelven a poner en juego la pregunta inaugural de la filosofía: ¿quién tiene

derecho al pensamiento? ¿Con qué señales distinguimos a los que nacieron para trabajar

con sus manos y a los que nacieron para pensar? Ellos nos toman así de improvisto.

En lugar de encarnar los conceptos de nuestra ciencia, ellos dramatizan nuestra filosofía.

Ya no funcionan, ellos piensan. Y no son solamente nuestras necedades sobre el trabajo, la

conciencia y la revuelta las que son rechazadas. Es el funcionamiento de lo que no tememos

llamar nuestro pensamiento que es cuestionado de nuevo.

Se siente muy presente en su trabajo la experiencia de Mayo del 68. ¿Cómo concuerda esta

experiencia con una investigación sobre el siglo XIX?

La relación es completamente natural: ¿no se habló en 1968 de un regreso al siglo XIX? En

1967, la gente informada nos veía ya en marcha hacia el siglo XXI: los estudiantes no se

ocupaban más que de sus estudios y de sus oportunidades, los obreros se aburguesaban,

vencidos por los deleites de la lavadora. Y después, algunos meses más tarde, nos

volvíamos a encontrar en pleno siglo XIX: las barricadas, la bandera roja. Por supuesto, con

el regreso al orden, la gruesa artillería teórica vino a recordarnos que el serio movimiento

obrero, digno y responsable, finalmente no tenía nada que ver con los accesos de fiebre de

pequeño-burgueses que jugaban a la revolución.

Solamente he ahí: la historia nos muestra que los obreros nunca cesaron de comportarse

como esos “pequeño-burgueses”. Tomemos julio de 1830: dentro del imaginario de una

generación obrera, juega exactamente el mismo papel que Mayo del 68. Es el momento en

el cual se ha decidido que “ya nada sería como antes”. Todo se ajusta a esos tres días de

lucha y de fiesta, de sol, de gloria y de amistad, en los que el pueblo mostró lo que él era.

Sin embargo, ellos muchas veces perdieron: los negocios iban bastante bien, ellos habían

amontonado un pequeño conjunto de bienes, iban quizás a establecerse por su cuenta. Y

después de la revolución, los negocios fracasan, mientras que la represión viene

rápidamente. Un año después, los sansimonianos encuentran obreros antaño a gusto que

aún no habían encontrado trabajo, o bien hacían cualquier trabajo ‒ por otra parte, estos

172

“artesanos”, supuestamente tan comprometidos con su “cualificación”, viven generalmente

la existencia, supuestamente inédita, de nuestros “precarios” y comparten, más de lo que

uno cree, su distancia con respecto a la ideología del trabajo. Estos huérfanos de julio se

agarran a la nueva fe. Ella también se desmorona rápidamente. Pero esto es improductivo:

en el collar de sus esperanzas, las palabras de amor sansimonianas se agarraron a la reliquia

de tres días, fortalecieron, a través de las tentativas y los sueños y los reversos, la decisión

en lo sucesivo ineluctable: no morir idiotas.

Tan pronto como se perfora la corteza del discurso de la representación, y al mismo tiempo

en este discurso, nos fascinamos por un cierto aire familia: un cierto desplazamiento

original, una cierta idea de la vida por cambiar… Es así que éste es el tiempo de la

franqueza: el barniz del halago obrerista no cubre siquiera la desesperación ante la

condición obrera o el desprecio por estos mismos “hermanos” a los que se defiende.

Al principio, mi interés por el siglo XIX era de tipo arqueológico o genealógico: yo quería

apropiarme en su origen de las contradicciones que nuestro presente había heredado. Al

hacer camino, este interés se desplazó: yo había estado cada vez más atento a la similitud

de las relaciones existenciales, a la manera de vivir el tiempo histórico, las grandes fechas,

los ciclos de la esperanza, del desaliento, del retorno a cero, de la esperanza desplazada.

Ésta se convierte un poco en la historia intelectual de una generación: como los obreros

que, en 1830, se habían dicho a sí mismos que no vivirían más como antes y mantuvieron

su compromiso.

¿Devuelto el saber positivo a su ceguera, no queda al cabo del camino sólo la

desesperación o el escepticismo? Sin embargo, quisiera usted “devolver a los rebeldes sus

razones, a los niños amorosos sus cartas y sus estampillas”…

Por supuesto, se podría concluir: todo fue suspendido, el sansimonismo, las asociaciones

obreras, la comunidad icariana. Y la astucia de la razón ha conducido a estos obreros

soñadores hacia los verdaderos caminos del porvenir, aquellas disciplinas ‒ y dictaduras‒

del trabajo rey.

173

Pero la historia se termina de otra manera: por las cartas de amor que una vieja mujer envía

a los teóricos y al amante al día siguiente de julio. Ella ha vivido siempre en el sueño y la

ceguera sólo la obliga, en este fin de vida y de siglo, a “adaptarse” a lo real. Ésta no es la

alegoría de la desesperación, sino al contrario de una invisible firmeza que debe mantener,

en una vida consagrada a las obligaciones de la demanda proletaria y a la suerte de la

represión política, el no-consentimiento inicial; que debe vivir al mismo tiempo la muerte

de la utopía y el rechazo de lo real.

Porque, si la utopía está muerta, esto significa haber querido hacer un mundo positivo con

las razones divididas de los proletarios. No hay un hombre nuevo, hay solamente gente que

ensaya vivir dos vidas. Tampoco se desesperan, ni son desesperantes. Su creencia es

infinitamente más astuta que lo que indican las desesperaciones de cartón piedra de

nuestros huérfanos pudientes. Lección de un rechazo mantenido, de una prudencia más

exigente; decimos, una cierta medida de lo imposible.

Mi proyecto, como el de las Révoltes logiques: transcribir la memoria de estos

enfrentamientos imperceptibles, el trazo de estos caminos, la marca de estas rupturas. Nada

que ver con las colectas “populares” del positivismo histórico o sociológico, ni con la

nostalgia de recuerdos, sino con la insistencia de preguntas, el prolongamiento de una

brecha. También algo diferente a la simple retirada de un pensamiento crítico: los saberes,

los relatos, incluyendo el trabajo de lo negativo (la desclasificación, la deseñalización…);

un orden de discurso que marca la no-conciliación, la diferencia consigo mismos de los

“objetos” sociales. Las cartas, las estampillas… Ninguna fotografía, ninguna radiografía.

Ninguna desesperación allí adentro. Una fuerte tensión. Mucho trabajo en perspectiva para

quien no quiere morir idiota. ¡Y tanto peor para la gente cansada!

174

Política de la escritura48

(con Monica Costa Netto)

En una época en la que se difunden el “nihilismo revisionista” y “el rumor desencantado

del fin de la historia”, Jacques Rancière nos propone una reflexión sobre la historia, a

partir de su escritura, como el lugar de su verdad propia. Justo escribiéndose como

historia, la ciencia histórica se constituyó como un campo de saber que corresponde con

las condiciones de su tiempo. En la tensión entre relato y discurso, sirviéndose de

procedimientos literarios contra la literatura, la historia, de Michelet a Braudel, ha

impuesto frente a las exigencias cientificistas su firma propia de ciencia. Esta reflexión se

inscribe, sin embargo, en un proyecto más amplio, el de una Poética del saber: “estudio

del conjunto de los procedimientos literarios por los cuales un discurso se sustrae a la

literatura, se da un estatuto de ciencia y lo significa. La poética del saber se interesa por

las reglas según las cuales un saber se escribe y se lee, se constituye como un género de

discurso específico. Procura definir el modo de la verdad al cual se consagra, no a darle

normas, a validar o invalidar su pretensión científica”. Invitamos al autor a responder por

escrito a algunas cuestiones suscitadas por su obra.

§

Monica Costa Netto, Philosophie, philosophie: las ciencias humanas, la literatura y la

política anudan, en su perspectiva, en relaciones muy especiales. ¿El interés que usted

tiene allí no define la tarea del filósofo como la de pensar qué pasa en las fronteras de los

territorios del saber? ¿No será más bien que es en las fronteras que la filosofía encuentra

su tiempo, su lugar?

Jacques Rancière: digamos primero claramente que no pienso identificar mi objeto de

trabajo con un destino contemporáneo de la filosofía. No hay ningún destino histórico o

historial que reduciría hoy a la filosofía a acampar en las fronteras. Ella siempre se ocupó

48

« Politique de l‟écriture », titulo dado para la presente edición a la entrevista realizada por Monica Costa

Netto en enero de 1993, publicada en Philosophie, philosophie, la revista de estudiantes de filosofía de París

VIII, 1994, p. 48-54.

175

del reparto y de las fronteras entre los modos de discurso. Hay una filosofía en general allí

donde se encuentra expuesta la idea de una potencia común del pensamiento, allí donde esa

potencia común es pensada a partir de lo mismo del pensamiento y del ser, formulado por

Parménides ‒ y esto, cualesquiera que sean las figuras antagónicas tomadas por lo mismo,

por ejemplo, eidos o devenir. La cuestión de la participación en esta potencia común se

encontró, en el platonismo, intrincada con la de los repartos entre los modos de discurso o,

en los términos de Gilles Deleuze, con el juicio sobre la legitimidad de los pretendientes.

Esto es lo que está en juego en la postura de que los sofistas o los poetas deben estar en su

lugar. Pero también la cuestión filosófica de las fronteras que hay que trazar para definir la

potencia común del pensamiento se encontró intrincada con la cuestión política de la

comunidad, es decir, de la relación entre la potencia común de la comunidad y la

distribución de los cuerpos en lugares y en funciones. La cuestión política, tal como la

democracia impone los términos, es ésta: ¿qué es lo que se incorpora de potencia común en

la palabra de aquel cuya ocupación social se define por el ejercicio de tal o cual téchnè? La

respuesta drástica de Platón consiste en identificar lo Uno de la comunidad con el principio

mismo de la distribución jerárquica de los cuerpos en la comunidad, con la participación

desigual en la potencia común del pensamiento. Esta identificación entre el reparto del

pensamiento y el reparto de los estados se dice en un modo de discurso particular en el que

se abole la diferencia entre los modos de discurso, el mythos. La cuestión del relato no es

introducida en la filosofía contemporánea por alguna influencia nociva de la literatura. El

relato es, en Platón, el modo de discurso en el que se ha operado lo que se podría llamar,

según los términos de Alain Badiou, una sustracción de la filosofía a la política.

Esta sustracción de la cuestión filosófica de lo mismo del pensamiento y del ser a la

repartición política de los cuerpos supuestamente más o menos opacos al pensamiento, ha

venido, en la época moderna, a alojarse preferentemente en un territorio de discurso nuevo,

el de las ciencias humanas y sociales. Desde que nacieron, en parte como respuesta al

desorden democrático de los cuerpos parlantes, estas ciencias funcionaron ampliamente

como filosofías salvajes. Un territorio de las ciencias sociales es también una cierta manera

de configurar la relación entre el pensamiento y los cuerpos, de asir lo “propio” de tal o

cual tipo de cuerpos, la manera en la que su ser se manifiesta en maneras de hacer y de

176

decir. Lo mismo del pensamiento y del ser no dejó de reflejarse, al menor precio, en la

imagen simétrica del cuerpo salvaje o popular definido como identidad de un ser, de un

hacer y de un decir. Frente al historiador de las mentalidades, frente al etnólogo o frente al

sociólogo, este cuerpo configuró el mito del buen objeto de saber, un cuerpo cuya palabra

es la expresión pura de su estado. El historiador de las mentalidades, en conexión con la

singularidad de la palabra del hereje, se instalará en la intimidad del pueblo para conceder a

la palabra errante del hereje el olor del terruño y la evidencia del vínculo de una tierra con

su cielo. El historiador del trabajo, arraigando la palabra obrera en la cultura del oficio, dirá

al mismo tiempo en qué límites y de qué maneras los cuerpos obreros producen

legítimamente una palabra digna de ser tenida en cuenta. Y el sociólogo, en última

instancia, dará a su análisis de las maneras de ser populares un cuerpo para el cual las

encuestas y las estadísticas no bastan, por un cartel de fotos de Doisneau. Así, el

pensamiento como potencia de operar repartos se refleja indefinidamente en su objeto: un

pensamiento que ya no piensa, que es sólo expresividad de un estado de cuerpo.

Hay, a mi juicio, dos actitudes posibles de la filosofía con respecto a estos saberes. Una es

oponer la dignidad del pensamiento puro a saberes sociales incapaces de pensar sus

presupuestos y sus finalidades, y a sus pretensiones de tratar a su manera los objetos de la

filosofía. Esta manera es asegurada por su éxito, pues es perfectamente trivial. La otra

actitud consiste en reconocer que lo “impensado” de las ciencias sociales, su filosofía

salvaje, es también la expresión de un cierto salvajismo de la filosofía allí donde la cuestión

del reparto del pensamiento encuentra la del reparto de los cuerpos en comunidad. Consiste

en acampar sobre esta cuestión de las fronteras, no como lugar propio o último de la

filosofía, sino como lugar donde, queriendo delimitar lo que le es propio, anuda la cuestión

de lo mismo del pensamiento y del ser con las identificaciones del reparto político de los

cuerpos. Interesarse por las fronteras entre los territorios del saber es interesarse por la

manera en que la filosofía inscribe en ella su relación con su parte exterior.

Si la literatura entra en este juego, esto es por dos razones. En primer lugar, la literatura es,

en cierto modo, lo otro del saber social. La literatura es la puesta en indeterminación de lo

que era el universo estructurado de las Bellas Letras: un universo organizado por la división

177

de los géneros poéticos y por los cánones que definían los medios apropiados a la

perfección de cada uno de sus géneros. La literatura, tal como emerge el concepto en el

siglo XIX, es el arte de la palabra sin otro lugar ni norma que la potencia común de la

lengua. En ésta la literatura es homogénea con el desorden de los seres parlantes,

característico de la era democrática. Ella tiene el poder indiferente de dar a, o sustraer de,

los cuerpos la palabra allí donde los saberes sociales tienen la preocupación esencial de

volver a dar cuerpo a los sujetos de la democracia. Ella des-especifica los saberes y sus

positividades por la reinscripción de sus procedimientos mostrativos y demostrativos en el

espacio común de la lengua. En última instancia, les opone su utopía propia: la que

devuelve toda potencia del pensamiento a una potencia de la lengua. El papel jugado por la

literatura y la teoría o la crítica literaria en la filosofía contemporánea puede tomar ciertos

aspectos caricaturescos. Esto no sigue siendo simple efecto de moda, sino que se encuentra

prescrito por la situación de la filosofía en el campo de la política y de los saberes. También

se mantiene por una segunda razón, la manera en la que el discurso filosófico se pone

inicialmente fuera de sí mismo en la definición misma de lo que le es propio: este mythos

con el que debe identificarse el lógos para el trazado de los repartos, este juego de diálogo

que viene a mezclar la separación apenas trazada entre el discurso vivo y la letra muerta.

Podríamos sostener, a título de hipótesis lúdica al menos, que Platón, contra los oradores de

la democracia, inventó la sociología, y, contra los poetas, inventó el género sin género de la

literatura. Y, en suma, la filosofía, en la relación actual con los polos opuestos de la

literatura y del saber social, se encontraría a la vez en sí y por fuera de sí misma,

confrontada a la paradoja de “lo que le es propio”.

La oposición entre retórica y poética juega un papel importante en su libro. ¿Esta

oposición propone una nueva disposición del antiguo reparto de la verdad operado por

Platón entre filósofos, de un lado, y sofistas y poetas, del otro? ¿Y en qué medida se ponen

de acuerdo, en este sentido, filosofía y poema?

Recordemos primero que un reparto entre los modos de discurso es, en primer lugar, una

orientación en el pensamiento. Éste no se realiza sino por hipérbole o subrepción,

asimilándose a un reparto de los cuerpos. No hay criterios objetivos decisivos para separar

178

la refutación socrática de la de los erísticos ni el mito platónico del de Protágoras. Ésta es el

modo en el cual el discurso sostiene la idea de una potencia común del pensamiento y la

referencia a la verdad que produce la diferencia. Desde este punto de vista, la oposición

entre la poesía y la retórica no es pertinente en Platón sino hasta el punto (irónico) del

delirio. La tragedia, como la retórica, se dirigen hacia el aplauso del pueblo y no hacia la

homonoia del pensamiento. Esta posición cambia en la época moderna, bajo las formas, por

lo demás muy diversas, en las que la poesía se emancipa de las artes poéticas y apela a una

relación singular de la lengua con la verdad. En El maestro ignorante, había tomado

prestada la distinción al teórico de la emancipación intelectual, Joseph Jacotot. Él definía

como poética la condición de un sujeto contando a otro su aventura intelectual (su propio

viaje alrededor de una verdad que no se dice jamás en ella misma) bajo el presupuesto de la

igualdad de seres hablantes. Dos criterios se oponen entonces: el poético y el retórico. Uno

habla bajo el presupuesto de una verdad, aun cuando no pretende decirla, el otro concibe el

discurso como aplicación de reglas válidas en relación con sus efectos, de sujeción o de

consenso. Poética es la palabra que identifica la potencia común del pensamiento y la de la

igualdad. Una filosofía que se pronuncia bajo este presupuesto puede ser, en este sentido,

concebida como poética, lo que no quiere decir que se reduce al poema. La oposición

poética/retórica es una oposición dentro de la orientación de la palabra que puede sostener

diversas configuraciones del reparto del pensamiento, incluidas, pero no necesariamente,

las utopías de la poesía como palabra original o armonía de la lengua más acorde con la

verdad que la filosofía. Es decir, yo hice en este libro un uso netamente circunscrito de la

oposición. Quise mostrar que el modo y el estilo de la narración histórica no son las formas

retóricas destinadas a presentar de la manera más eficaz los resultados de la ciencia

histórica, sino las formas poéticas que hacen equivaler relato y ciencia haciendo del relato

el efecto de una verdad de la palabra. Cuando Braudel se presenta en la oficina de Felipe II

o cuando Michelet nos describe los procesos verbales de Fiestas de la Federación de “flores

salvajes apiladas en el seno de las cosechas”, no se trata de argumentar los discursos de la

ciencia histórica para hacerlos entrar mejor dentro del espíritu del lector, se trata de instituir

esta ciencia dando a la palabra un cuerpo de verdad. La poética del saber se propone

estudiar estas posiciones de verdad.

179

Es alrededor de la Revolución francesa que se constituye, según usted, la revolución

historiadora, lidiando con el relato de la muerte del rey y el exceso de palabras, la palabra

desencantada por el disturbio revolucionario. ¿Esto quiere decir que la Revolución en

tanto que acontecimiento marca con su peso toda historia no cronológica?

La Revolución, en la era moderna, es el nombre genérico del acontecimiento de la palabra.

Llamo acontecimiento de la palabra al embargo de cuerpos hablantes por palabras que los

arrancan de su lugar, que vienen a cambiar el orden mismo que ponía los cuerpos en su

lugar instituyendo la concordancia de palabras con estados de cuerpos. El acontecimiento

de la palabra es la lógica del trato igualitario, de la igualdad, en última instancia, de seres

hablantes que vienen a disolver el orden de nominaciones por el cual cada uno está

asignado a su lugar o, en términos platónicos, a su propio oficio. El rey muerto, más allá de

la persona real empírica, es la cumbre de un orden dentro del cual los modos de decir, de

hacer y de ser concuerdan: el rey reina sobre un mundo en el que cada quien hace su propio

oficio, en el que los padres rezan, los guerreros combaten, los artesanos trabajan. El

acontecimiento de la palabra llega cuando los guerreros o los artesanos se apoderan de

palabras que no les son destinadas (las del sermón antiguo o la profecía bíblica), y,

reconfigurando el recuerdo bajo los tratos del tirano o de la prostituta de Babilonia, se

reconfiguran como soldados de Dios o vengadores de la libertad. Por eso ellos hacen algo

más que esta parodia de la antigüedad denunciada por Marx. Ellos inventan un sujeto

nuevo, el sujeto pueblo, el cual, matando al rey, no hará otra cosa que actualizar una

primera muerte, una muerte simbólica que, cambiando su nombre, ha deslegitimizado

también el orden que garantiza el acuerdo entre el orden de nominaciones y de estados.

Esto es lo que pasa en las revoluciones de Inglaterra y de Francia: un trastorno simbólico

dentro de la política que es también un trastorno dentro del saber. En la época de la

Revolución inglesa, Hobbes anuda fuertemente estos dos trastornos: la comunidad política

es puesta por él en peligro con sus palabras flotantes, que son nombres que no corresponden

a ninguna cosa, que, viniendo a atacar el cuerpo de la soberanía, dan cuerpo al fantasma del

pueblo. En la época de la Revolución francesa, Burke actualizará la identificación: la

“metafísica” de los Derechos del Hombre transforma el desorden teórico de palabras sin

referencias en catástrofe criminal de la comunidad política. A partir de ahí, la democracia

180

instaura el desorden sin medida de la proliferación de seres hablantes que hacen

acontecimiento de las abstracciones sin cuerpo (pueblo, libertad, igualdad, etc.).

Es este nudo entre un trastorno político y un trastorno del saber el que atormenta al

historiador. “El historiador, dice Braudel, casi que le tiene pavor a los acontecimientos”. Y

sobre todo, le tiene pavor a este acontecimiento y a esta potencia del acontecimiento que

constituye tales palabras sin referencia que hacen caer las cabezas de los reyes, pero que, de

una manera muy grave, quitan a la ciencia la garantía de encontrar cuerpos bajo las

palabras. En efecto, lo que el historiador de los Annales opone a la historia cronológica de

reyes y de batallas es la larga duración de la vida de las masas. Pero él tiene que distinguir

esta vida del “papeleo” del que habla Braudel, este papeleo de los pobres “ensañados en

escribir, en contar y en hablar de los otros”. Lo que viene entonces ocupar la plaza del

sujeto rey es la identidad de un espacio territorial y de un espacio escrito, el Mediterráneo.

La muerte de Felipe II contada por Braudel, al modo de la metáfora, es entonces la buena

muerte, la muerte científica del rey. Pero ya Michelet se ocupaba ‒ ejemplarmente dentro

de su relato de la Fiesta de la Federación‒ de remediar el desorden revolucionario de las

voces transformando la palabra de los oradores y de los sabios de pueblo en voces de la

naturaleza y de las generaciones, en voces que vienen de la tierra, que tomaban su verdad

de las fuerzas de la vida y de la muerte. La verdadera voz, es decir, la voz muda se

substituye, entonces, por la habladuría de los hablantes democráticos. Y la nueva historia se

impondrá el programa de desciframiento de los “testigos mudos”. El relato romántico

impone, entonces, la condición de posibilidad de una historia científica.

El Romanticismo, que significó el fin del régimen mimético y de la deconstrucción del

antiguo canon de las artes poéticas, adquiere dentro de su argumentación un valor

revolucionario. ¿De dónde procede el papel fundador del relato michelista para la nueva

historia? ¿Acaso en relación con la filosofía el romanticismo habría tenido las mismas

virtudes?

El Romanticismo, en su mayor generalidad, es, de hecho, el fin de los géneros de las artes

poéticas, la instauración del reino de una poética generalizada, coextensiva a la lengua, que

multiplica así los procedimientos singulares por los cuales un discurso puede narrar su

181

propia relación con la realidad. Esto es lo que hace Michelet en su relato: él no nos plantea

el acontecimiento acompañado de su explicación. Nos cuenta directamente la verdad del

acontecimiento como coextensiva al acontecimiento en sí mismo. Él produce un relato-

ciencia en el que el mythos y su lógos devienen indiscernibles.

Se pueden expresar las cosas a partir de la oposición platónica entre mimesis y diegesis. La

revolución romántica es la desvaloralización de la mimesis, el privilegio de la diegesis que,

en la forma novelesca en particular, destrona o absorbe la mimesis. Se sabe que, para

Platón, la diegesis en la que el poeta habla por él mismo o aparece como aquel que hace

hablar un personaje es menos engañosa que la mimesis. Pero la mimesis no es solamente el

modo engañoso de la representación poética, es también el modo “excesivo” de la palabra

democrática, de los hablantes de pueblo que dan voz al pueblo imitando la gran retórica.

Éste es el modo en el cual aquellos entre quienes “no es el asunto” se reapropian la palabra

del otro y hacen acontecimiento de ello. La primacía de la diegesis define, entonces, tanto

una operación política como una poética. La diegesis marca la procedencia de voces, dice

las maneras de ser de los cuerpos, la cartografía de sus lugares. Ella inserta y suprime la

gran mimesis errática del pueblo en la voz de su “verdad”. El relato romántico hace surgir

la voz de “su” cuerpo y el cuerpo de “su” lugar en la obra de Michelet y también en la obra

de Hugo o Zola, por ejemplo; él apacigua la democracia dándole cuerpo y lugar. Él

restablece un reparto ordenado de los cuerpos y de los discursos en un modelo que no es

tanto el de la distribución de funciones, como el de la territorialización de voces, un

acuerdo entre el ser, el hacer y el decir que inserta a cada uno en su lugar. Él inventa la

vuelta etnográfica que juega un papel esencial en la historia de las mentalidades. Como lo

decía más arriba, tal poder literario de dar cuerpo es idéntico al poder de sustraerlo. El

sentido de la primacía “diegética” es, pues, susceptible de retornar y tejerse en la literatura

de nuestro siglo, en nuevos lugares de complicidad con la palabra democrática.

Se puede decir de otra forma: el Romanticismo es la manera en la que la literatura se hace

filosofía. Tampoco puede tener para la filosofía las “mismas virtudes”. Instituye en cambio,

de la una a la otra, relaciones complejas en las que la filosofía a veces delega su tarea a la

literatura, por ejemplo, para hacer y deshacer la racionalidad de las ciencias sociales, en

182

tanto que otras veces denuncia su usurpación. El trastorno de la filosofía frente a la

revolución romántica aparece claramente en la obra de Hegel. Toda la estética puede ser

pensada como una máquina de guerra contra la pretensión romántica de una literatura como

potencia de auto-reflexión y contra este erratismo del humor novelesco que corresponde a

la errancia de la palabra democrática. La sección sobre el arte romántico, en particular,

desactiva el poder explosivo del romanticismo diluyendo su novedad en el devenir de la

subjetividad cristiana. Y, de cara al erratismo novelesco, Hegel privilegia una concepción

de la poesía dominada por el paradigma épico de la inmanencia del decir poético a una

manera de ser y de hacer. El trastorno literario insertado en la filosofía de nuestro tiempo ha

tenido lugar en la provocación que se había esforzado por rechazar.

Una nueva revolución poética sería, según usted, indispensable a la historia para que ella

pueda dar cuenta de eso que usted llama los herejes laicos característicos de nuestra

época. Usted sugiere que la historia, asumiendo su relación esencial con la literatura,

renueva sus paradigmas siguiendo la evolución de la novela. ¿Pero la elección de sus

inspiraciones literarias puede bastar para proporcionar a la historia la lógica de su

sentido?

No se trata evidentemente de reducir la cuestión del discurso histórico a la de la elección de

tal o cual paradigma literario. La “literatura” interviene en la escritura histórica en un punto

preciso: el de la relación entre el estatus del discurso histórico y el estatus en el que él rinde

cuenta: los acontecimientos de la palabra a través de los cuales los sujetos “hacen la

historia”. El relato romántico ha proporcionado para esto a la historia de las mentalidades

con un paradigma mayor: aquel que restablece el acontecimiento de la palabra en la voz de

un cuerpo que es él mismo el genio de un lugar. Desde La Socière de Michelet hasta

Montaillou del Rey Ladurie, este paradigma se muestra maravillosamente apropiado para

tratar la forma religiosa medieval del exceso de la palabra, la herejía. Convierte al hereje en

campesino que expresa una verdad eterna del universo campesino. Se muestra, en cambio,

totalmente inadaptado para tratar las formas aleatorias de la subjetivación democrática

moderna, los actos de estos sujetos (pueblo, obrero, proletario…) que son declarados

separándose de su asignación a un cuerpo de trabajo y de reproducción para afirmarse en su

183

igualdad como seres hablantes. Cuando escribí La noche de los proletarios comprendí que

no podía tratar estas masas extrañas de palabras huérfanas como expresiones de los cuerpos

y lugares específicos, siempre dados, del trabajador de la fábrica o del tugurio. Había que

olvidar, a la inversa, estos cuerpos dados, en adelante, para reconstituir, con sus lagunas

mismas, la red de experiencia que se formula, la comunicación que se opera allí, el futuro

que se proyecta. El relato romántico, haciendo nacer estas palabras de su “lugar” habría

simplemente anulado lo que constituiría su historicidad, a saber, su abstracción misma, su

desincorporación. Había, pues, que tomar como modelo a este retorno de la diegesis del que

yo hablaba hace un rato, aquel que se opera en la obra de un escritor como Proust, Joyce,

Virginia Woolf, en donde ha ocurrido que la voz sale del cuerpo y el cuerpo del lugar; ésta

es la red sensible de palabras que dan a los personajes el poco cuerpo por el cual ellos son

sujetos e instituyen el lugar del acontecimiento. Sólo este retorno da cuenta de tales formas

aleatorias y desincorporadas de la subjetivación democrática, es decir, si se quiere, de la

herejía democrática. La herejía, en su forma más general, es la vida separada de ella misma

por la palabra. Un sujeto de historia, en este sentido, es siempre la efectuación de una

herejía. Escoger entonces un paradigma literario es decidir sobre una historicidad, es

consagrar el relato histórico a tal o cual idea de la verdad y de la relación entre el reparto de

cuerpos y la potencia común del pensamiento.

¿La poética del saber es entonces una hermenéutica crítica? ¿Acaso el sentido y la verdad

de la historia coinciden allí?

La noción de hermenéutica, en tanto que supondría un dominio reservado al sentido, con

sus procedimientos propios de interpretación, es una noción con la cual apenas tengo

alguna afinidad. El dominio del sentido no es para mí un orden separado que requiera, por

ejemplo, como en la tradición de las ciencias del espíritu, la “comprensión” en lugar de la

“explicación”. Es el espacio en el que se juega de manera conflictiva la relación entre la

potencia común del pensamiento y la distribución de cuerpos en comunidad, en el que la

apropiación del ser hablante por la singularidad de un nombre viene a perturbar el orden de

cuerpos. Esto podría ilustrarse por aquel texto Essais de palingénésie sociale de Ballanche

que es como el relato fundador de los pensamientos de la emancipación en el siglo XIX.

184

Éste cuenta la secesión de la plebe romana sobre Aventino como reglamento de una sola

cuestión: ¿acaso los plebeyos hablan? ¿Acaso lo que sale de su boca es el mero ruido de

cuerpos hambrientos y furiosos o el ejercicio de una capacidad para nombrar y prometer?

Los senadores romanos son confrontados allí a este acontecimiento inaudito: los plebeyos

se nombraron y se vincularon con una promesa. Su palabra no es la expresión de un estado

de cuerpos sino el ejercicio de una capacidad de unir lo presente y lo no-presente en el

pensamiento. El sentido se opone al ruido. Éste no es un concepto sustituible o alternativo a

la verdad. La poética de los saberes no propone una teoría de la coincidencia del sentido y

de la verdad. Ella estudia la manera en la que esta relación entre el reparto del discurso y el

reparto de los estados es reconfigurada dentro de los saberes según tal o cual posición de la

verdad. Es esta reconfiguración la que da la forma de una coincidencia entre sentido y

verdad o, más exactamente, entre el mythos del acontecimiento de la palabra y el lógos que

lo justifica.

¿Un “principio poético de indiscernibilidad” podría ser igualmente operatorio para la

escritura filosófica?

Lo que se dice dentro de la lengua común puede siempre ser pensado como poema, es

decir, como aventura intelectual que se cuenta a no importa quién bajo el presupuesto de

que basta con que aquél sea un ser hablante para entender este poema. Y la escritura, como

lo sabría después Platón, borra la posición del padre del discurso, la situación en la que el

discurso se ejerce como potencia específica con respecto a un destinatario específico.

Existe siempre, entonces, la posibilidad de considerar un discurso filosófico como un

poema, es decir, del pensar y del escribir como ejercicio de una potencia común de la

lengua bajo la suposición de una verdad (y no de un simple juego de reglas con respecto a

efectos). Esto no quiere decir que se “reduzca” la filosofía al poema o a la narración, esto

quiere decir que se apropia al punto en el cual la potencia del pensamiento se define dentro

de una articulación en la potencia de la lengua (y también en un reparto de cuerpos, es

decir, en una política). Una tal escritura es apropiada para pensar la filosofía fuera de ella

misma, por ejemplo, precisamente las filosofías salvajes de las ciencias humanas y sociales,

o sus límites, allí donde ella misma se dice, hace equivaler un mythos y un lógos para

185

definir su característica propia como orientación del pensamiento. La paradoja es que es

siempre en lo más íntimo de ella misma que la filosofía es llevada a utilizar el discurso

como indiscernible del mythos. Allí donde se trata, como en el Fedro, de “atreverse a decir

la verdad hablando de la verdad”, hay que recusar a la vez el poema como incapaz de cantar

el himno apropiado al lugar de la verdad y emplear la forma de mythos. Hay que despedir a

la vez la escritura inapropiada para manifestar el discurso viviente y desplegar todas las

formas de su paideia. El diálogo platónico es y no es la dialéctica platónica; es y no es la

filosofía de Platón. No se trata de una paradoja de cuatro céntimos inventada por la

narratología moderna. Se trata de la situación necesariamente paradójica de la característica

propia de la orientación filosófica dentro de la aventura común de la lengua que obliga la

verdad.

¿Cómo situar su elección del género del ensayo dentro de la perspectiva de una poética del

saber y de una política de la escritura? Con esto quisiera plantearle también la cuestión

más general de la escritura de la filosofía y de su firma.

La cuestión de la firma es la cuestión del modo de presencia de un sujeto en “su” discurso,

la cuestión que se plantea en la obra de Platón en el concepto de lexis o en la presencia o la

ausencia de “padre” en el discurso. ¿Quién se ofrece para sostener un conjunto de

enunciados y bajo qué figura? Una firma compromete a un sujeto, su presencia y su

discurso y la calidad de esta presencia. En mi libro, abordo el problema de una manera

circunscrita: mostré cómo los efectos con frecuencia dichos “estilísticos” del historiador no

son los ornamentos de los cuales la ciencia se adornaría, sino propiamente su firma. Ellos

dicen quién escribe y en calidad de qué. Ellos disponen a lo largo del relato la marca de su

identidad como discurso de la ciencia. Estos efectos de firma operan una identificación y

una legitimación. No es x o y el que sostiene tal conjunto de enunciados, sino la ciencia, la

sociología, la historia o la filosofía. El nombre propio es al mismo tiempo un nombre

común, una marca de apariencia.

Podemos decir que, en relación con esto, el ensayo reduce la firma a su nombre propio.

Éste es, en resumen, en la teoría, lo que es la novela con relación a la poética, el género de

lo que está sin género. El ensayo es el discurso que no se sostiene por ninguna posición de

186

legitimidad, por ninguna identificación legítima. Sin embargo, esta ausencia de

especificidad puede tomar ella misma dos figuras antagónicas. De un lado, ella puede darse

como “el estilo que se identifica con el hombre”, el producto de un “temperamento” del

ensayista. El ensayo no es entonces lo mismo que una firma: viene a firmar la figura

arlequinesca del intelectual que, después de la identidad heroica de un pensamiento y un

carácter, domina sobre toda especialidad. Del otro, el ensayo es la aventura intelectual que

atraviesa las fronteras de las especialidades en la verificación singular y azarosa de la

suposición de una potencia común del pensamiento. El ensayo entonces no designa el

objeto de alguna elección específica. En este caso, yo no elegí hacer un ensayo. Este libro

es resultado de un seminario, luego de una forma ordinaria de trabajo universitario. Es el

producto de un trabajo de investigación, no una intervención personalizada sobre el estado

del mundo. Lo que lo hace “ensayo”, en última instancia, son ciertas características

formales: su concisión, la ausencia de notas y de aparato erudito, incluso su formato. Pero

ciertas características formales son también, por supuesto, las elecciones en términos de

política de la escritura. Ellas rechazan las formas clásicas de legitimación e identificación.

Ellas se apropian a sustraer el cuerpo al relato de la ciencia y de la legitimidad de sus

posiciones. Sustraer la legitimidad se puede hacer incluso de dos maneras. Existe la manera

“desmitificante” en la que una cierta sociología se hace especialidad y que consiste en

encontrar bajo las palabras más o menos grandiosas la banalidad de cuerpos y de estados de

cuerpos que los sostienen. Es una sustitución de legitimidad poco interesante. La otra

manera es la que establece entre los saberes el trazo de una travesía singular en la lengua

común, que los reenvía a la condición poética de la igualdad, aquella de un discurso que se

construye frase a frase dentro de una aproximación infinita, en la que la firma de un nombre

propio marca lo que un sujeto se compromete a sostener como suyo en el territorio de la

lengua y del pensamiento común.

Una política de la escritura, la elección de un cuerpo que uno le da a las palabras, de la

firma que compromete a un sujeto en cuanto a su consistencia, es siempre la elección de lo

que una escritura decide en cuanto a las relaciones de lo propio del pensamiento y de la

disposición de cuerpos en comunidad. La posición de la filosofía puede ser paradójica, no

por coyuntura moderna de la catástrofe del discurso, sino por su esencia misma. Lo

187

“propio” de la filosofía, el pensamiento de lo mismo del pensamiento y del ser se declara

siempre de una manera impropia. El gesto que delimita esto propio se anuda siempre a una

decisión en cuanto a un reparto de la lengua y a un reparto de cuerpos. La filosofía no

puede ni reconocer la delimitación de esto propio ni sustraerse a la forma en la que se

introduce fuera de ella misma y remite su exterior a lo interior de ella misma. Hay varias

escrituras y varias firmas de la filosofía por necesidad y no por eclecticismo.

188

El Maestro ignorante49

(con Mathieu Potte-Bonneville e Isabelle Saint-Saëns)

Vacarme: nos gustaría interrogarlo a propósito de una serie de desplazamientos, o, mejor

dicho, de dobles desplazamientos. Por una parte, usted ha desplazado profundamente, en

su obra, los términos de la reflexión política: la crítica que usted ha efectuado del

intelectual en el espacio de las luchas, el análisis que usted propone del sentido y de la

función de los consensos, la distinción que usted establece entre la gestión “policial” de lo

social y la irrupción de movimientos propiamente políticos, transforma nuestros hábitos de

pensamiento. Por otra parte, estos análisis y estas distinciones usted los había producido

dentro de una coyuntura teórica y política precisa; coyuntura que es, después de sus

primeros escritos, aceptablemente transformada. Comenzamos quizás por la cuestión del

papel y de la postura del intelectual, del sabio, del filósofo, con respecto a la política.

¿Cómo esta cuestión se impuso a usted, y qué deviene ella, a la hora en la que el debate

político no parece jugarse más, como fue el caso hace treinta años, en la teoría?

Jacques Rancière: el punto de partida es Althusser: la oposición de la ciencia y de la

ideología, la teoría de un discurso que pretende decir la verdad sobre lo que practicaban los

actores de la política y de la sociedad, y que ellos mismos no pensaban o no podían pensar.

Yo soy partidario de la crítica de esta postura. En el origen, esto podía formularse en

términos ellos mismos clásicos, como si se tratara de reencontrar la verdadera palabra de

los dominados contra el que les presta la teoría, en un enfrentamiento entre el discurso de

los intelectuales o los marxistas de ayer, y los contra-discursos localizados, territoralizados.

Muy rápidamente, esto se desplaza, con el descubrimiento por el cual la idea misma de un

discurso “propio” iba a la par con la asignación de un cierto nombre de cuerpo, de cuerpo

social, en su lugar. Por consiguiente, si uno quería cuestionar la figura del filósofo, del

intelectual o del sabio que sabe la verdad de las prácticas sociales, no se trataba de oponerse

a los contra-pensamientos, o a las contra-ideologías, sino de examinar la postura misma de

la asignación de un cuerpo a un cierto tipo de enunciación. A partir de ahí, el problema de

49

« Le Maître ignorant, entretien avec Jacques Rancière », entrevista realizada por Mathieu Potte-Bonneville

e Isabelle Saint-Saëns, publicada en Vacarme, No. 9, otoño de 1999, p. 4-8.

189

la igualdad intelectual ha sido, para mí, esencial. Por eso El Maestro ignorante, libro que

puede parecer a algunos un poco extravagante, era central. Se trataba de plantear que todo

el mundo es intelectual, en el sentido de que cada uno hace uso de su cabeza, en el sentido

también de que no hay diferentes maneras de hacer uso de la cabeza que correspondan a las

posturas, los tipos de discurso, las ciencias, las disciplinas, etc. La cuestión de mi relación

con el intelectual, el filósofo, se desplaza según este eje.

El Maestro ignorante, no obstante, efectuaba una suerte de retirada con respecto a la

política, dentro de la oposición que trazaba entre una emancipación individual ‒ un

individuo emancipa a otro, y así en lo sucesivo‒ y las instituciones consagradas a

prorrogar la desigualdad de las inteligencias. ¿Cómo llegó usted a obras como En los

bordes de lo político o El Desacuerdo?

La retirada en cuestión es el dilema planteado por la teoría de la emancipación intelectual.

La radicalidad misma que ella da a la igualdad (ésta es un presupuesto a actualizar, no un

objetivo a alcanzarse) impide que ella pueda tomar consistencia dentro del orden colectivo.

Mi problema era, entonces, forzar este impedimento, pensar, a partir de las prácticas de la

emancipación, las formas políticas que puede tomar el presupuesto igualitario. El trabajo

sobre esta pregunta general ha atravesado las solicitudes de la actualidad de la década de

1990: todas esas formas de involución de la práctica política y social que resume el término

„consenso‟. El trabajo sobre la consistencia política de la igualdad está entonces ligado a

una reflexión sobre las manifestaciones contemporáneas de la vida pública, sin definir por

ello la relación de una práctica política con “su” teoría.

Justamente: en su recorrido, son sorprendentes a la vez su reticencia a intervenir y su

atención a lo que podrían ser las formas de intervención política. ¿Cómo se puede decir

que usted se mantiene, también, “en los bordes de lo político”?

En los bordes de lo político no quiere decir “al lado de lo político”, sino sobre las fronteras

en las cuales uno la ve nacer y morir, diferenciarse de lo que no es ella o confundirse de

nuevo. Se trata de preguntarse por qué hay política más bien que nada, o más bien que

simplemente la policía. ¿Acaso hay una consistencia de lo político en tanto que modo

particular de la actividad humana? ¿Cómo pensar sus modos de emergencia o de

190

desaparición en el campo colectivo de la vida pública contemporánea, sin sentirse por ello

obligado a definir, a partir de las formas que debería tomar, la actividad política militante?

Por un lado, pues, yo intento pensar las condiciones mismas que hacen que exista la

política. Bajo este aspecto, los fenómenos contemporáneos me sirven, en primer lugar, de

ilustración. Uno puede asimilar esto a un retiro teórico, ya que, después de mucho tiempo,

se me volvió imposible adherir al discurso, por muy colectivo que sea. Me suele suceder

que me reúno con personas en la calle, en torno a objetos particulares, pero cuando escucho

sus discursos, me siento extranjero. Yo no soy más que alguien que abandona escribir sobre

lo contemporáneo: escribo regularmente una crónica para un gran diario, pero éste es un

gran diario brasilero ‒ los diarios franceses, incluyendo a aquellos que tienen pretensiones

intelectuales, y de izquierda, no me piden nada en particular… Por lo demás, el debate de

ideas, el debate intelectual, tal como funciona hoy en Francia, es un juego de roles

totalmente estereotipados que lo disuade a uno de la idea misma de mezclar su voz allí. Y

además, lo mismo me pasa cuando participo en grupos políticos. Hay una manera de decidir

que las ideas son justas que siempre me ha faltado. Lo que yo puedo aportar a la política es

una cierta reconfiguración de datos y de problemas.

¿Cómo la referencia, insistente en sus textos, a los griegos ‒ a la historia, a la filosofía y al

léxico griego‒ interviene en esta reconfiguración?

Esta referencia no es una fuga personal al pasado, sino una respuesta a los discursos

presentes. Con el fin del soviestismo y el tema del regreso a la democracia que floreció

entonces, hemos tenido una serie de desarrollos fundados en la referencia griega. Hemos

visto regresar con fuerza a Aristóteles, el bien común y la amistad; Léo Strauss, la política

antigua del bien contra el utilitarismo moderno; Hannah Arendt, el buen vivir contra el

vivir, etc. Todos estos helenismos contemporáneos introducen un pensamiento “natal” de la

política al servicio de ideologías oficiales de una democracia llevada a una prudencia

conducida por los asuntos comunes. Frente a esto, era útil despertar un helenismo

polémico: decir, por ejemplo, que démos no era una palabra inventada por las democracias,

sino por los adversarios de los demócratas. Esto causó una distorsión en el sentido original

de la noción ‒ démos es un concepto polémico, litigioso de inmediato. El démos es la gente

191

que no existe, que no es contada y tiene la pretensión de hacer parte, sin embargo, de la

colectividad. Era importante literalizar de nuevo las metáforas de la política: el hombre en

la ciudad, el ciudadano, son dos cosas dentro de las cuales habitamos ‒ ¿pero qué es lo que

esto quiere decir? Si hablamos de democracia, ensayemos apropiarnos de lo que hay de

potencia en esta palabra, de potencia no banal, literalmente extraordinaria, originalmente

escandalosa. Me parece más fecundo hablar de la democracia desde el punto de vista de

Platón, para quien es una monstruosidad, antes que desde el punto de vista de Clinton o

Chirac, para quienes es la sopa diaria.

Regresemos al problema del intelectual. Dos cosas parecen ser producidas, desde el

contexto de los años 1970, que usted evoca todo el tiempo: en primer lugar, un cierto

enfrentamiento de la figura del intelectual en el debate público, en provecho de expertos

para los cuales el discurso es totalmente otro. Enseguida, y como por reacción, los que

tenían un discurso erudito y desmitificador sobre la política (comenzando por Bourdieu)

apelan a la acción política y se instalan en un papel que tiene más de tribuno que de sabio.

¿Qué pensar de un tal desplazamiento?

Mi blanco principal es este pensamiento que llamo metapolítico, según el cual la política

está fundada sobre una verdad profunda de la sociedad que los actores sociales son

incapaces de pensar por ellos mismos. Bourdieu ha sido siempre el campeón de esta verdad,

pero con dos acentuaciones diferentes. En la época de La Reproduction, de La Distinction,

el tema central es el de la ignorancia. La instancia de lo verdadero es pensada como aquello

que los actores no pueden apropiarse, como lo rechazado de sus propias actitudes. El sabio,

en una posición solitaria, es el único que dice la verdad sobre los modos de producción y

reproducción de diferentes formas de capital. En las intervenciones recientes de Bourdieu,

la relación es inversa: el movimiento social es considerado como detentor de una verdad

que es lo impensado por expertos y gestores de la vida pública. Esta bipolaridad estaba ya

en el corazón del pensamiento marxista: la verdad es unas veces la ciencia, que se opone a

la conciencia engañada del proletario, y otras veces el proletariado, en tanto que éste

encarna la verdad de este proceso social que sostiene el edificio político. Es decir, el

planteamiento de una crítica de Bourdieu está hoy desplazado. Uno de los ejes polémicos

192

de mi trabajo a largo plazo fue la crítica de la idea de desengaño: el desengañador parece

llevar al extremo la posición del sabio y firmar la imposibilidad para el engañado de salir

jamás de su engaño. Pero hoy la relación del sabio y del no-sabio no pasa más a través de

esta metáfora privilegiada de la lucidez y de la oscuridad, a través del descubrimiento de lo

oculto y el análisis de la ignorancia. Éste se asimila, más bien, a la oposición clásica entre

lo universal y lo particular. Lo que fue una provocación hace 15 ó 20 años ‒ decir que no

hay nada escondido‒ se ha convertido en una cosa admitida. Este desplazamiento ha

suscitado efectos ideológicos masivos: en la obra de los que se llaman “intelectuales”, esto

se traduce por una re-inyección de filosofía política, de ética, de hermenéutica, etc. Es por

eso que presto mucha atención cuando alguien me llama a verter mis críticas de Bourdieu

en el debate actual, es decir, a reinvertir en provecho de los reformadores “valientes”, a

estar expuesto al retraso de los movimientos sociales. Mis críticas no apuntaban, por cierto,

a celebrar el regreso a yo no sé qué hermenéutica del sentido o praxeología de la política,

situada en alguna parte entre Hans Georg Gadamer y Alain Juppé. Más allá de Bourdieu, lo

que me parece importante actualmente es operar la crítica de la idea misma de “movimiento

social”. Si esto tiene el mérito de designar un poder de intervención de aquellos que no son

calificados para intervenir en el campo de la ciencia, de la experticia, etc., ella tiene

también el defecto de reintroducir el reparto, planteando esta intervención como exterior a

la política, y como la verdad de esta última. Hay que decir, al contrario: lo que llamamos

“movimiento social” es propiamente de la política, y hay que pensarlo como directamente

político.

Vayamos a esas formas de involución de la política, que usted había designado con el

término de “consenso”. En un artículo publicado en Libération (12/07/1993), usted ya

subrayaba hasta qué punto el consenso, por ejemplo, alrededor del “necesario control de

la inmigración, equivalía a negar toda división en el seno de una sociedad, e ir a la par

con la designación pasional de otro (el inmigrante, el clandestino) contra el cual el cuerpo

político apoya su unidad. Ahora bien, después, la crítica del consenso se ha vuelto un tema

de moda, tanto para la izquierda (en la crítica del pensamiento único), como para la

derecha (en la hostilidad anunciada a lo “políticamente correcto”). ¿En qué su crítica se

separa de tal discurso?

193

Para mí, “consenso” no designa ni un acuerdo mayoritario, ni un conjunto de ideas o de

percepciones sobre las cuales los grandes representantes de la derecha y de la izquierda

estarían de acuerdo. El consenso, en sentido estricto, es la idea de que hay una objetividad,

una univocidad de datos sensibles. Para mí hay política, por tanto, cuando uno no está de

acuerdo justamente sobre los datos de la situación. El consenso suprime, pues, la política

llevándola a los problemas de recuento de la población o de las partes de la población, en

una lógica que va de la sociología electoral a la geopolítica. El consenso identifica los

actores de la política con grupos sociales, étnicos, nacionales, etc. entre los cuales habría

que arbitrar. Éste lleva los conflictos políticos a problemas identificables, objetivables,

dependiendo de saberes expertos y de decisiones fundadas sobre estos saberes. El consenso

no es, pues, el acuerdo generalizado, sino una manera de establecer los datos mismos de la

discusión, y las posturas posibles dentro de esta discusión. En Francia, y para el medio

intelectual, es lo que hace una revista como Le Débat: su objeto es definir las alternativas

pensables, los modos de discurso y de saber que pueden integrarse allí. De hecho, cada uno

juega su papel de polemista, pero en el fondo permanece la idea de que los datos son

establecidos y no autorizan las reales alternativas. De golpe, el resentimiento a la

consideración de lo intocable se mezcla con la arrogancia de las posturas en juego. La

opinión intelectual, imitando las oposiciones radicales, declarando la vanidad, decreta,

antes que los representantes oficiales, una imposibilidad de actuar o de escoger, como el

fondo mismo de la “discusión”.

La crítica del “pensamiento único” parece participar de este desespero, retirando, de

golpe, toda posibilidad de actuar contra una lógica aparentemente unitaria e irremediable.

Su concepción de consenso, al contrario, parece reabrir el juego.

Suponer también que el “pensamiento único” nos devuelve al modelo de apreciación global

compartido por los representantes, los gobernantes, los periodistas, etc., no impide que

exista en todas partes lo frágil, lo problemático en tal o cual configuración de datos. Es lo

que se ha visto en diferentes movimientos sociales, desde las huelgas de 1995, hasta los

movimientos de indocumentados, los movimientos contra la ley Débre, etc. Las ocurrencias

de los acontecimientos se presentan como si fueran organizables de maneras diferentes; los

194

mismos datos económicos, financieros, sociales, pueden definir los escenarios de

interpretación, de intervención política, produciendo el objeto de una elección. Desde que

no se identifica el consenso con un cuerpo de ideas o de opiniones, sino con una estructura

más global de establecimiento de datos perceptivos, uno se da cuenta de que se puede

perfectamente oponer al consenso. Desde luego, es difícil resistirse a la lógica “económica”

impuesta por los gobernantes. Pero no hay que hacer del consenso un grueso monstruo

aplastante, unificando con la ley del capital todas las formas de configuraciones

perceptibles, posibles, pensables, que definen las prácticas políticas.

Tratándose de estas prácticas, usted insiste, a la vez, sobre su carácter siempre singular y

local, minoritario en ese sentido, y sobre el horizonte de universalidad del que ellas son

portadoras ‒ horizonte al que usted confiere un carácter propiamente político, y lo

distingue de una simple participación en la gestión de la sociedad. ¿Pero cómo hacer la

partida? Dicho de otra forma, ¿con qué rasgos se reconoce una intervención política?

Uno no puede pensar la situación a través de la oposición entre consenso mayoritario y

disenso minoritario. Una minoría puede ser dos cosas opuestas: un grupo que reclama su

parte dentro del reparto entre grupos, o un sujeto político que rompe con esta lógica de

identificación. Tres puntos me parecen determinantes para definir una subjetivación

política. El primero es la capacidad de construir la articulación de tal o cual problema que

justifica una intervención disensual con las lógicas de conjunto de la dominación. Se trata

de plantear que una pregunta llevada hacia las políticas de inmigración, hacia la salud, la

prisión, la educación, define o acarrea las alternativas en la configuración global del ser

conjunto. El peligro, otra vez, es el “todo es político”. Querer introducir dentro de todo

litigio el todo de la sociedad se vuelve aplastante y paralizante. En segundo lugar, el

carácter político de una intervención se juega en la práctica de la disensualidad misma: en

la afirmación, también a propósito de una cuestión local, de la no-univocidad de datos, en el

trabajo de reconfigurarlos. Es así como se separan una lógica política disensual y una

política de especialidades, o de minorías. Al tratarse de indocumentados, o de la salud, o de

tal o cual forma de institución social, se está sobre la línea del reparto, se corre el riesgo

siempre de reafirmar simplemente la importancia de tal región, de tal grupo, y de caer así

195

sobre una lógica expandida de la policía, en el sentido en el que yo la entiendo, a saber, una

cuenta integral de las partes de la población y de los problemas que ellas encuentran. Las

prácticas asociativas, netamente, se enfrentan al peligro de definir simplemente, por las

reivindicaciones, subsecciones de la sociedad, o del problema social global. Una posición

política del problema exige una fractura del recuento global, en lugar de una simple adición

a este recuento. Es, pues, esencial la manera en la que uno afronta la pregunta del

suplemento del recuento. La política es la acción de sujetos excedentes con relación a toda

cuenta global de partes de la sociedad, no a la toma en acto de actores suplementarios. Hay

una dimensión de universalidad ligada a la constitución de un litigio, a la designación de lo

que está fuera del recuento, sin la cual no hay política. El tercer punto, en fin, lleva a la

afirmación de la igual inteligencia, de la igual capacidad de no importa quién, de todo

colectivo de manifestación y de enunciación, a formular los términos de una cuestión

política.

La crítica que usted hace de la noción de minorías ‒ crítica según la cual una política de

minorías vendría a segmentar un poco más la sociedad‒ recuerda ciertos temas hoy

defendidos por aquellos que reivindican la República…

Yo he debido pasar también por un momento de indistinción con el republicanismo, que

sistematizó a su beneficio el rechazo a menudo resentido por la relación con la idea de

minoría. Los republicanos oponen lo universal republicano a las comunidades. A la idea de

que la comunidad política no sería más que la adición de comunidades diversas, ellos

oponen lo universal jurídico-estatal. Pero su universal es un cierto tipo de modelo

intelectual, del hombre universal europeo, es decir, esencialmente francés. A este título, el

discurso republicano queda groseramente particularista. Para mí la frontera está en otro

lugar: no en la oposición de lo universal y lo particular, sino en las formas de

singularización de lo universal. Lo universal de la política no es lo universal del Estado, de

la razón, del contrato, es el universal de la construcción de casos. Los sujetos universalizan

su acción en la manera en la que ellos construyen los casos. Es a ese nivel que los sujetos

políticos se desmarcan de simples comunidades étnicas, sociales, religiosas, sexuales. La

frontera entre esta idea de lo universal singularizado y lo universal estatal de los

196

republicanos es frágil, pero ella existe y se manifiesta, en la práctica, de la manera más

clara.

En sus obras, usted insiste en el carácter intermitente de lo político, en su irrupción

versátil e imprevisible, dentro de los modos de gestión y de distribución institucionales de

las partes ‒ orden que se ha designado, habitualmente, “político”, y que usted designa, por

su parte, policial. En su lectura, se puede tener la impresión de que estas dos lógicas son

en este punto tan heterogéneas que la primera apunta a retroceder, a eclipsarse en la

segunda. ¿Hay que pensar, entonces, que con respecto a la enseñanza emancipadora

descrita en El maestro ignorante, todas las opciones o reformas pedagógicas son

indiferentes? De otra parte, ¿qué es lo que queda cuando la ola del movimiento político ha

retrocedido?

La oposición policía/política es una oposición de trabajo, una manera de redescribir el

conjunto de fenómenos, de conceptos que se introducen generalmente bajo la autoridad de

la política, de introducir allí las diferencias. Se trata de hacer sentir una especie de

polaridad fundamental entre dos lógicas: una de la completitud, otra de la suplementación y

del litigio. Es decir, la policía y la política no cesan de encontrarse. Lo que llamamos “lo

político” es el espacio institucional de su encuentro. Primeramente, todas las formas de

policía no son equivalentes. En segundo lugar, los problemas mismos de la organización

policial de la sociedad definen constantemente los puntos de enfrentamiento posibles entre

las dos lógicas. En tercer lugar, las intervenciones de la política no son evanescentes, pues

dejan huellas, entran dentro de la configuración misma de la institución del Estado y las

formas de la vida colectiva. La igualdad no es simplemente el axioma que definiría,

abstractamente, la insurrección de la política con relación a la policía. Ella tiene efecto

dentro de todas las formas de vida que surgen de una gestión colectiva. Ella introduce allí

los datos nuevos y las posibilidades nuevas de construcción del caso.

Esto es verdad en particular en el dominio pedagógico. En El maestro ignorante yo había

analizado una lógica radical por la cual, desde la perspectiva de la igualdad intelectual,

todas las estrategias pedagógicas son equivalentes. Eso no quiere decir que la igualdad

intelectual define un principio de indiferencia, sino que la cuestión igualdad/desigualdad se

197

plantea tanto por métodos de tipo autoritario como por métodos de pedagogía activa.

Jacotot oponía brutalmente la igualdad intelectual y todo sistema de instrucción del pueblo.

Nosotros estamos obligados a pensar en relación con este sistema que funciona siempre

como una gran metáfora de la sociedad. Debemos trabajar sobre las formas de

reconocimiento efectivo y de puesta en juego de la igualdad intelectual, en tanto que ellas

definen las capacidades de nuestros alumnos, pero también en tanto que ellas definen la

inscripción misma de una relación entre la lógica del sistema escolar y una lógica social

global. Sabemos muy bien, en efecto, cuando uno enseñamos, que toda una parte de la

lógica escolar y universitaria es una lógica de auto-simbolización de la sociedad, de

posibilidades y elecciones que ella ofrece a los individuos y a los grupos, y de su

responsabilidad en cuanto a lo que ellos hacen.

Hay, pues, dos maneras de plantear la pregunta. La una consiste en preguntarse si es mejor

optar por un modelo “republicano” o por un modelo sociológico de enseñanza; la otra, en

interrogarse sobre la manera en la que uno puede, en tal o cual tipo de pedagogía, promover

la igualdad de inteligencias. Cada uno de esos modelos permite, en efecto, una lectura

igualitaria o desigualitaria, y se pueden deducir los efectos igualitarios o desigualitarios.

Y es con relación a la presuposición de la igualdad de inteligencias (a ponerla en obra) o de

la desigualdad de inteligencias (a “reducir”) que se decide el sentido de los métodos, en

términos de eficacia escolar y en términos de eficacia simbólica global. La impostura está

en suponer que a partir, o de la panoplia de saberes o del enunciado de métodos, se puede

definir el beneficio real de la igualdad que la gente que está “del otro lado” va a sacar.

Ahora bien, de lo que enseñamos, se pueden retener, en conjunto o separadamente, cosas

bien diferentes: los medios de pasar un examen, los fragmentos de inteligibilidad del

mundo, que van a flotar dentro de las cabezas posiblemente por mucho tiempo y que se

ensamblan según los modos y la rapidez imprevisible, o el sentimiento de que uno es

también un ser inteligente, capaz de aprender y de pensar por sí mismo… Toda lógica que

pretende que una panoplia dada de saberes da los instrumentos permitiendo ser formado por

el mundo del trabajo, o proporciona lo que ellos se atreven a llamar sin risa “la formación

del espíritu crítico”, toda lógica de ese género es deshonesta. No solamente ella pretende

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saber lo que ignora, sino que teoriza esta ignorancia con miras al saber y su presunción en

aras de la igualdad. Yo sé, por mi cuenta, que los jóvenes que vienen a escucharme a la

universidad están ahí con diez o quince lógicas diferentes, entre las cuales yo debo navegar,

con la idea de que lo importante son las capacidades que los estudiantes van a poder

descubrir y hacer funcionar por ellos mismos al salir del asunto, y el sentimiento de una

indecisión permanente en cuanto a las maneras en las que esta capacidad puede ser

suscitada.