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EL MUSEO DE VOCABLOS

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EL MUSEO DE VOCABLOS

ANTOLOGÍA DE CUENTOS

_______________________________

Juan Marcos Tripolone

2019

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Tripolone, Juan Marcos

El museo de vocablos: antología de cuentos.

110 páginas. 1a ed. revisada. San Juan. 2020.

Libro digital, PDF.

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-86-5242-9

1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. 3. Antología de Cuentos. I. Título.

CDD A863

Copyright © 2019 Juan Marcos Tripolone

Todos los derechos reservados. Este libro o cualquier parte del mismo no

puede ser reproducido o utilizado de ninguna manera sin el permiso expreso

por escrito del autor, excepto por el uso de citas breves en una reseña de un li-

bro o revista académica.

Hecho el depósito que prevé la ley 11.723

República Argentina

© 2019 Juan Marcos Tripolone

e-mail: [email protected]

Propiedad intelectual: EX-2019-111912586- -APN-DNDA#MJ

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ÍNDICE

El museo de vocablos .................................................................. 9

Crónicas en autobús ................................................................... 19

El gemelo y el filósofo .............................................................. 37

Relato de una autohipnosis ....................................................... 41

La abuela de cerámica ................................................................. 57

La habitación central ................................................................... 69

El doliente espectro de una niña pedigüeña ................................ 77

El pavo real ................................................................................. 89

Gran Logia Anathoth ................................................................... 99

Los angelitos nunca duermen .................................................... 107

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El museo de vocablos

El taciturno octogenario había cultivado las artes de coleccio-

nar durante toda su vida. Pero su colección, acaso su única valiosa

posesión, no era cosa cualquiera. El geronte colectaba vocablos.

Guardaba sus palabras en cofres de su ático. Centenares de baúles

entreabiertos y dispuestos en interminables repisas de gabinetes,

contenían cada ejemplar que el anciano había podido adquirir, irre-

petibles e impolutas todas, como preservadas piezas de museo.

El Museo de las Palabras era algo inédito, pero comparable

(no sin flagrante imprecisión) a una hibridación entre biblioteca y

colección filatélica. Por su estado de conservación y catalogación,

saltaba evidente que el viejo había sido minucioso en sus exámenes

y en aplicar diligentemente los métodos más sofisticados y ances-

trales de preservación de tesoros. La colección estaba reservada

para su jubileo. Eran las riquezas con las que podría ingresar al fin

de sus tiempos. Aunque nunca supo (ni tampoco se preguntó) de

qué modo lograr aquel cometido final, no claudicó en proseguir ex

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profeso hacia la acumulación total del Gran Diccionario Universal.

Semejante a un botín de piratas o al tesoro de alguna enigmá-

tica banca de ultramar, esta valiosa colección era candente, reful-

gente y bruñida. Su fulgor era tan rutilante que tenía el potencial de

cegar a cualquier espectador. Aunque claro, no existía en vida nin-

gún otro sujeto consciente de estas riquezas, por lo que no había a

quien cegar. Es que era demasiada la ostentación verbal para almas

que se congracian (y a menudo corren a su búsqueda) con la sínte-

sis, con la simplificación.

El tesoro se renovaba y centrifugaba, pero siempre crecía in-

declinablemente. ¡Oh! ¡Cuánto entusiasmo lo embriagaba cuando

un nuevo verbum cosechaba! Al costado derecho del altillo, visto

desde la puerta, había un palabradero; un invernadero de palabras.

Este criadero dejaba ver sus inquietas larvas, aquellos neologismos,

señales de nuestros tiempos, que vívidamente ansiaban saltar de su

pecera, revestidas de la suficiente osadía e ímpetu para lograr en

vuelo fugaz aterrizar en alguna de las casetas de las Palabras Ma-

yores. Al fin y al cabo, ser pieza de museo gozaba de un prestigio

mayestático que la niñez vocabular no detentaba. Valía la pena la

aventura, aunque no todas habían podido llegar a buen puerto. Al

caer, se escurrían por el sumidero y pronto se convertían en Pala-

bras en Desuso, con derrota final en el sótano.

Existía en el viejo la amenaza interior de que este tesoro fuera

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recibido como heredad por algún sucesor insensato. En tal caso, la

dilapidación y el despilfarro del bribón serían insondablemente

atroces. Quedaba trémulo ante la idea de que se devaluaran las pa-

labras. Es que estaba enfermo y lleno de días, y podía sentir en su

cuerpo cómo los años se le habían venido encima.

A pesar de ello, el coleccionista no lograba comprender del

todo la magnitud semántica trascendental y la opulencia verborrá-

gica que había acumulado. En las manos adecuadas, la colección

tenía el potencial de cimentar de un plumazo (o quizá deba decir,

palabrazo) a Verbalia, la ciudad de los verbos que imaginó Màrius

Serra, o de abastecer ilimitadamente del insumo esencial a la Bi-

blioteca borgiana de Babel, dejando así eternamente sin asidero las

frecuentes quemas del censor. O quizá con más dedicación, recons-

truir con los vocablos al Aleph en el que el maestro Borges pudo

trasladarse a una suerte de universo pre-big bang, siendo capaz de

contemplar el todo en un punto, y cada punto en el todo.

Este potencial, no obstante, sí era comprendido por el colec-

cionista, que en el fondo abrigaba esperanzas de contemplar la epi-

fanía de las palabras levitando entre sus creaciones, antes de su

hora final. Por momentos se desmotivaba el viejo reflexionando en

que estos pensamientos eran tan solo vacilaciones erráticas de la

edad. Pero al menos estas ideas le reafirmaban en su interior una

tajante determinación testamentaria: si no lograba él semejante di-

cha, entonces el sucesor debía ser digno de recibir esta mina de oro

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repleta de riqueza y creaciones potenciales, aunque aún desconoci-

das. Redactó, tomando palabras de sus estanterías, un minucioso

artículo con la requisitoria precisa que tal heredero debiera cumplir.

***

Desde el zaguán podía contemplarse la puerta del ático. Cada

vez que el portal se abría, un esplendoroso resplandor emanaba de

aquel recinto que falsamente daba sombrías apariencias. Por esta

notoriedad, el anciano no aceptaba asiduamente invitados a su casa.

Había pagado el precio de la soledad en aras de preservar su patri-

monio literario. Su conocimiento implicaba la compañía del saber

y la desolación carnal en simultáneo.

Si bien el coleccionista ingresaba a menudo y colocaba en es-

tanterías -aunque ordenadamente catalogadas, aisladas e inconexas

entre sí-, cada caja con un nuevo espécimen, insertándolo como un

cartucho desde el anverso de los gabinetes en las respectivas cajo-

neras, hacía décadas que no se animaba a abrir el escotillón delan-

tero, que se encontraba justo por delante de los gabinetes de pala-

bras, y que, al abrirlo, desnuda simultáneamente todas las cajas. Un

poco en honor a la preservación que un museo de esta índole ame-

rita, cubriendo sus piezas del sol y el herrumbre, y otro tanto por el

enigmático temor que le acuciaba acerca de lo que podía acaecer,

encontrándose él sólo y como único habitante de la vieja casona.

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Había enviudado hacía tiempo, sus nietos no eran sus asiduos

visitantes, y el secreto de su tesoro, con testamento hereditario in-

cluido, se encontraba bajo siete llaves, a la espera de ser revelado

en su lecho de muerte. Las palabras allí detrás de su escotillón se

conservaban en formol: intactas, por un lado, pero frías e inamovi-

bles por el otro; semejante a una fuente de energía potencial no

explotada. Sentía curiosidad por todos estos enigmas, pero siempre

su temor le ganaba.

La última vez que había abierto el escotillón, fue en los albores

de su acopio: la escasez de piezas acumuladas hasta entonces im-

pedía la retroalimentación energética entre ellas. La magia nunca

hubiera podido ocurrir en aquellos tiempos remotos. A su vez, esos

intersticios temporales de antaño resultaban anacrónicos para se-

mejante revelación. Pero abrir ahora ese supercúmulo de poder

creador, propiciaría una inaudita conexidad entre cada palabra, sus-

citando así una nueva gran explosión fundamental.

***

Una mañana despertó con su salud harto lábil. Temía que su

tiempo hubiese llegado, y que, al mal cálculo, no hubiese podido

inducir a alguno de sus sucesores acerca de su gran secreto.

Sin embargo, no era ya capaz de pensar con claridad en estos

menesteres. De hecho, en un primer momento no hubo en su ser

más intenciones que continuar en la cama y dejarse fenecer. Pero

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transcurridas las horas y declinando el alba, su ánima comenzó a

ser poseída por una incontrolable fijación hacia su bóveda. Sentía

que ese escotillón era tan molesto, que necesitaba con premura

abrirlo, o incluso removerlo; o destituirlo. Sus confusos pensa-

mientos asociaban a ese escotillón con una verdadera profanación

del tesoro que durante tanto tiempo pudo construir, palabra por pa-

labra.

Sintió un fuerte dolor, cual navaja penetrando su cabeza. Sus

brazos se volvieron cansinos, e incapaces de vencer la gravedad.

En sus manos percibía una hormigueante plejía. Aunque notó el

rocío de una infinita paz sobre sí, su rostro se paralizó, y no pudo

esbozar la sonrisa del goce que emanaba de su alma. Entonces, con

una respiración estertórea, aunque profunda, logró juntar su último

influjo de fortaleza, y con toda vehemencia, pudo ponerse de pie.

Pronto se percató de que, aunque se percibía a sí mismo en bipe-

destación, no sentía peso alguno en sus ancas. Viró hacia atrás, y

por un momento quedó pavoroso.

Su cuerpo, en un estado de máxima decrepitud, continuaba su-

pino en el lecho, pero él podía contemplar su habitación como si

estuviera en pie. Se permitió ensayar el elevarse, y comprobó lo

que borrosamente intuía: su alma se había desprendido de su

cuerpo, y en el comienzo de un inminente viaje astral (experiencia

jamás vivida por él), era capaz de levitar libremente por su habita-

ción. Entonces comprendió el irreversible deceso de su cuerpo

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mortal, y que esta interfaz de levitación astral no duraría por mucho

tiempo antes de su partida al más allá. Su estado ahora, a diferencia

de minutos atrás, era de plena consciencia, aunque su cuerpo había

exhalado ya su espíritu.

Supo que aquellas ensoñaciones no eran tan erráticas como

premonitorias. Intempestivamente, juntando todo el coraje que po-

día retener luego del estupor que la experiencia sobrenatural le ha-

bía propinado, el anciano tuvo la osadía de emprender vuelo hacia

su colección, y abrir su escotillón.

Y entonces por fin pudo comprender en plenitud qué era lo que

había estado acumulando allí desde tiempos remotos. Por primera

vez, como si hasta ahora hubiese sido ciego, realmente pudo ver la

luz. Aquel proyecto del que no era plenamente consciente, pero sí

un fiel constructor de antaño. Había adosado durante años cada la-

drillo de la majestuosa máquina de crear, pero como humilde es-

clavo que monta una pirámide, no había sido capaz de dilucidar la

trascendencia de la obra.

Entendió por qué había emprendido su viaje de revelación en

un cuerpo astral, inmune a los insultos, fascinación y espanto que

ahora su colección podía enseñarle. Ahora ninguna amenaza poten-

cial tendría la capacidad de darle muerte. Ésta había perdido en él

su capacidad de dañar.

El anciano abrió el escotillón.

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Las palabras emanaron indómitas de sus cajuelas ni bien fue-

ron liberadas por el escotillón, y brillaron en el aire, levitando, y

enseñándole al anciano que ahora él era de su misma condición. Se

soltaron de sus jaulas, fueron libres. Y las palabras se hicieron can-

ción y tragedia, y magnánimos versos, y se volvieron lente y calei-

doscopio. Se tornaron catalejo, y como cuando Adán comió del ár-

bol de la sabiduría y de la ciencia del bien y el mal, ya nada pudo

el viejo ignorar. Ahora él era el más indecible de todos los vocablos.

Sus hermanas las palabras habían dotado al otrora anciano, letra a

letra, de una suerte de ojo de Anubis, y ahora él como un vocablo

vivo, aunque inasible, había recibido el don de la clarividencia.

Una palabra que observaba a todas las palabras, que no eran más

que las células madre que prodigaron el constructo de sus días vi-

vidos, días ahora resignificados por la irremediable dinámica de los

tiempos.

Todo se limitaba a sus vivencias; pero desde la infinidad de

miradas, esta vida en apariencia mediocre se convertía en una en-

seña universal. Eran ilimitadas las ópticas desde las que podía con-

templarse: podía entenderse a él y empatizar con todo ser que lo

rodeó en vida, y todo aquel al que él hubiera perturbado, o todo

quien hubiera sido afectado por éste. Desde cada ángulo de visión,

pudo entender la plenitud; a La Visión que se consuma de todas las

visiones. Su mente era una gran cámara Gesell, un panóptico fo-

coultiano; y era el verbum que emerge de la conjunción de todo

vocablo. La metamorfosis de coleccionista a exégeta se consumó.

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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Y así vio al niño y su felicidad rozagante,

el cual, omitiendo su languidez,

corría siempre tras su pelota.

Y contempló luego su tórpido crecer.

También vio al tumulto de las masas,

y a la deidad con su incensario.

Cada garúa con su crepitar,

cada vehemencia y su fatiga.

Cada premonición que abriga esperanzas,

y cada abyección con su lamento.

Al combatiente impertérrito,

al clérigo y al estoico.

Al transeúnte inadvertido.

Y luego vio al geronte y su desolación,

al sollozo en soledad,

a la agonía y su estertor.

A la sórdida apatía de los avatares del destino.

Al eterno desvelo con su tormento.

El anciano lloró. Pasaron siglos en los que contempló este con-

cierto universal de tragedias y alegrías, de quebrantos y victorias.

Palabras y más palabras, todos los conjuntos posibles de palabras

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que creaban realidades en constante cambio, que él podía observar

en la plenitud de su transe, de su eterno éxtasis, desde el alba hasta

el crepúsculo vital.

Se sintió dichoso de haber abandonado en edades pasadas

aquel lejano y ahora pútrido cuerpo mortal, para no padecer de ese

desvelo que noche a noche pudo revivir en sempiterna revelación.

Intuyó entonces que ya no quedaría en pie de carne heredero directo

alguno que recordara su nombre, y supo pues que a él y a toda su

simpleza; sólo a él, se le había otorgado el don de la revelación

infinita póstuma.

Comprendió que sus días habían tenido este objetivo. Que

cada una de sus acciones conscientes o inconscientes, sus discor-

dias, sus derrotas, sus rebeldías, sus desavenencias, le habían per-

mitido conseguir una nueva palabra; que es como ese grano de

arena adicional que luego enarbola un gran desierto y su correspon-

diente oasis. Para cada batalla vencida o abatida, su vocablo. Una

infinitud de palabras combinándose y creando por los siglos de los

siglos, alimentando in eternum al inconsciente colectivo de la hu-

manidad, y permitiéndole a ésta avanzar a suerte de su propio ti-

món: hacia su progreso ilimitado; hacia su irremediable destruc-

ción. El tesoro abierto era como aquel big-bang: lo liberaba, pero

no le correspondía. Fue ese tesoro a partir de entonces y ad infini-

tum, el arsenal de las futuras generaciones.

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Crónicas en autobús

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Fueron poco menos de 30 minutos que se asemejaron a una

eternidad. Ese recorrido de prácticamente media hora que me toma

desplazarme desde Alameda Principal hasta La Milagrosa para

desempeñar mis diarias labores. La línea 7 de autobuses malague-

ños con destino a Carlinda carga siempre con su cotidiano trajín,

aunque esta vez fue diferente. Yo lo tomé, como es habitual, en

Córdoba y me bajé en alcalde José Luis Estrada.

Pero fue un verdadero suplicio. El ánimo se percibía más cal-

deado en los pasajeros, el ambiente un poco más viciado de lo ha-

bitual. Son esos días en que pareciera que el promedio de la gente

se ha levantado con el pie izquierdo, por alguna razón desconocida.

Semejante a la Argentina las mañanas en que River o Boca pierden

alguna final. O peor aún, cuando fruto de las pedradas de los “hin-

chas”, si acaso les cabe el término a estos lúmpenes, suspenden di-

cha final. Acontece tan a menudo, que es casi parte de la cotidia-

neidad.

El obrero peruano que iba atrás de mí había ingresado al micro

subrepticiamente por la puerta trasera, y en evidente estado de

ebriedad.

Un gallego frente a mí no paraba de contemplar con lasciva e

intimidante fijación a la muchacha de contextura esbelta que estaba

delante de él. Para distraerse, la chica se concentraba en colorear

su mandala, pasatiempo habitual por estos días para sobrevivir a

las horas de tránsito. Los mandalas son casi la versión bidimensio-

nal de una matrioshka: a menudo su geometría fractal nos imbuye

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en un mundo que, por profundo que resulte, repite indefinidamente

sus patrones.

El semblante del gallego me generaba inquietante exaspera-

ción. Reconocí su acento oriundo de Galicia fácilmente, ya que en

ningún momento dejó de enviar audios estridentemente desde su

teléfono. Cuando no… otro pesado y baboso más. Nada nuevo bajo

el sol.

La señora de atrás mío, de blusa azul, no paraba de quejarse

por las dilaciones del viaje. El trajeado ejecutivo sentado en el peor

asiento, esto es, el de encima de la rueda, miraba su Rolex a cada

instante. Longilíneo, parecía que, si bajaba un poco más su barbilla,

podría hacer contacto con las rodillas. Tenía toda la pinta de ser el

gerente de alguna sucursal bancaria. La chica de babuchas del ter-

cer asiento nunca se despegó del celular.

El colectivo se detuvo abruptamente. El chofer se arrimó al

peruano y le reclamó que abone su boleto. La señora de blusa sus-

piró evidenciando ofuscación. El ejecutivo del Rolex se golpeó las

piernas de impaciencia, pero la chica de babuchas permaneció in-

cólume posando para su cámara. Alimentaba, como no podía ser de

otra forma, su red social. Aquella que en su propio nombre pregona

la instantaneidad. Una nueva y rutinaria foto con rostro y escote

sugerente, cejas enarcadas y piquito prominente, porque si no, la

existencia pareciera desvanecerse. Una vuelta más, una vacua pu-

blicación más. Diferencia no hay con la anterior, pues ambas care-

cen en lo absoluto de todo contenido. Tan solo retrata otra jornada

laboral, idéntica a la anterior. Pero el valor de la diferencia

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pareciera no primar hoy, sino más bien el de la estandarización. De

todos modos, para matizar, intercalará a menudo sus autorretratos

con una fotografía de sus glúteos en alguna playa o piscina cual-

quiera, epigrafiada con una frase de superación personal.

El peruano, timorato y sorprendido por haber sido descubierto

en su subterfugio, le pidió al chofer una tregua para buscar algunas

monedas entreveradas en su herramental. Consciente de la impa-

ciencia colectiva, el conductor se resignó a asentir con un gruñido

y volver a conducir. Que, al fin y al cabo, le pagan por manejar y

no por ser el contralor ni el recaudador.

El niño de gorrita no paraba de corretear por el pasillo. Su be-

lla madre ya se encontraba exangüe de aquietarlo y apenas comen-

zaba el día.

Cuando de repente, reparo en una jovencita que posó fugaz-

mente su mirada sobre mí, pero con ojos lo suficientemente pene-

trantes como para que tal gesto no pasase desapercibido. A mí no

me llamó tanto la atención ella en su aspecto, pero sí esa mirada

furtiva. Rápidamente volví a quedar sumido en mis meditaciones

profundas y pasé por alto este efímero acontecimiento. Que dentro

de un rato voy a tener que zambullirme en la burocracia asidua del

oficinista, y ya no podré pensar por las próximas 8 horas.

Empero, un rato más tarde, y casi por accidente, mi mirada

pasó por su figura y pude vislumbrar con claridad: ¡pero si esa mu-

jer era mi madre, cuando tenía 24 años, la edad en que me parió!

Su rostro, y el de una foto familiar eran perfectamente idénticos.

Claro, evidentemente no era ella, dado que ya casi alcanza los 60,

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y vive en mi patria nativa y austral. Pero me resultó imposible no

enarbolar un parangón con aquella visita punitiva que la tatarabuela

de Edgar Allan Poe le propina sorpresivamente al escritor en su

relato de los anteojos, caracterizado en este cuento con el apellido

Simpson. Era otra “mi madre”, lo que suponía que, en algún lugar

de esta gran Málaga aún no completamente explorada por mí, debía

residir mi otro yo. Salvo, claro, que haya decidido viajar a la Ar-

gentina en busca de un mejor pasar. Pero no lo creo, puesto que mi

otro yo debe tener apenas meses de vida.

Son efímeras ensoñaciones epigenéticas de nuestro transgene-

racional, que precisamente procuran colocarnos aquella lente con

la cual nuestro árbol familiar construye su cosmovisión. Y traen

consigo el espejo de otro tiempo, de aquella persona que supimos

ser y que, otrora agazapada en los intersticios más recónditos de

nuestra bitácora personal, pretende emerger de esas memorias leja-

nas intempestivamente y apoderarse de nuestro consciente. A me-

nudo intentan constituirse por nuestro titiritero, y dar curso por

asalto a un porvenir supeditado por los terrores de la infancia. Y en

esos hórridos recuerdos, repetir destinos otra vez.

En la próxima parada, descendió el gorrita con mamá bella. El

gallego les sucedió, y pude percibir el suspiro aliviante de mandala,

al no tener más un par de ojos codiciosos vaporizándole la nuca. El

Rolex bajó en la siguiente. ¡Interesante! Por un instante percibí que

el recambio de personas había generado un nuevo paisaje, con nue-

vos protagonistas. Entre esas personas, crucé miradas casi sin

darme cuenta con la pretendiente de un amigo. Sus ojos brillaban

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de amor por él, pero ya no abrigaba esperanzas. Se trata de una

chica un tanto timorata, temperamento quizá atribuible a su proce-

dencia. Es oriunda de Zahara de los Atunes, una pequeña localidad

situada al sur de la provincia de Cádiz, al pie de la Sierra del Retín,

con algo más de 1000 habitantes; tierra final de camino para La

Ilustre Fregona de Miguel Cervantes Saavedra. Sentí conmisera-

ción por ella y percibí que necesitaba volver a creer. En la película

Interiors de Woody Allen, yo hubiera tomado el papel de las hijas

que intentan hacerle creer a la madre que la separación con su ma-

rido es tan solo temporal, que basta con esperar. A mí me gusta

construir amor en donde no hay, como para salir de la monotonía

circular. Pero cuando tomo algún papel de Woody Allen en aras de

huir de la repitencia, olvido que sus 50 películas tratan de lo mismo;

de una misma historia.

Ella se acercó a saludarme, esquivando personas y con la difi-

cultad del vehículo en movimiento. Una conversación al respecto

se suscitó.

—Qué bueno encontrarte. ¿Vos sos amiga de Pablito, cierto?

—Amiga no. Lo conozco porque es amigo de un amigo. Ano-

che estuve con vos y Lisandro, ¿lo recuerdas?

—Naturalmente. Jamás olvido algo.

—Genial. ¿Fueron al after al final?

—No daba. Te escapaste.

—No me escapé. Pero no había lugar con ustedes, y mi amiga

se me estaba yendo. Al final, no encontré a mi amiga, y me terminé

yendo en taxi.

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—Sencillamente, no es cierto que no había lugar en el auto,

puesto que insistimos con vehemencia en que la ubicación poste-

rior en el vehículo de mi amigo estaba de diez para mí. Aun así,

huiste precipitadamente.

—No daba. Si entre ustedes cuchicheaban de que ibas a tener

que ir en el piso. No conozco en qué auto se mueve Lisandro. Sólo

lo vi en una moto una vez.

—Lisandro me llevó a casa, y eso es a pocas cuadras de la

tuya. No hubieras gastado dinero, ni corrido peligro. En adición,

habrías bebido café moka y escuchado jazz de Chet Baker con no-

sotros, y a la postre, habrías paseado con Lisandro de regreso a tu

residencia. Por cierto, el vehículo motor de Lisandro es un auto de

culto, ideal para propiciar romances intensos e inescrupulosos. Se

trata de un Mehari. Nosotros le llamamos Meharón, y se asemeja a

un carro de golfista.

—Pero Lisandro no es un inadaptado, ¿o sí?

—Temo que ese vocablo le quede chico. Y esto último es ideal

para las pulsiones eróticas.

—Ya basta. Y no sé qué es un Mehari.

En respuesta, le enseñé una foto en mi celular.

—Ahora entiendo por qué decían que le faltaba asiento atrás,

concluyó meditabunda.

—Claro. Es una rápida metamorfosis que lo muta a camione-

tita. Y él lo emplea de este modo en aras de satisfacer sus meneste-

res profesionales. Y, sin embargo, dado que oficia de carpa móvil,

puedes ver lo fácil que es satisfacer también allí las pasiones

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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venéreas, habida cuenta de lo espaciosa que es la parte trasera, en

cuyo piso se me había invitado a disponerme anoche, cosa que

acepté sin oponer contrapuntos.

—No me parecía adecuado que tuvieses que ir en la parte tra-

sera. Yo podía irme con mi amiga, que de hecho se me perdió, y me

fui con un amigo en taxi porque íbamos para el mismo lado, por lo

cual tampoco me salió caro.

—Bueno. No insistiré en este particular. Pero hablemos ahora

de Lisandro. ¿Cómo van las cosas?

—¿Qué cosas?

—Vuestro romance en ciernes, naturalmente.

—Él es lindo. Igual, no lo conozco. Nos hemos visto tres veces

contando anoche.

—Genial, pero ¿qué te parece? Es decir, ¿te apetece? Bueno,

en fin, yo te lo recomiendo. A la salida del trabajo nos iremos juntos

al camping, ¿por qué no te prendés?

—Me apetece. Yo también quiero ir al club esta tarde, pero no

sé a cuál.

—Bueno, seguí haciéndole a Lisandro, vas bien.

—¿Sos el cupido de Lisandro?

—En efecto, soy su mánager y coach emocional. Yo le manejo

los prospectos. Y te digo que anoche realmente te portaste mal. Te

falseaste y bailoteaste toda la noche con un gomía.

—Yo no me falseé, si no quedamos en nada. Aparte, a Lisan-

dro no lo vi en toda la noche.

—Hummm. No sé, no sé. Has restado porotos con Lico.

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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—Pero si él nunca me buscó tampoco. Aparte cuando me lo

crucé, iba con una chica.

—Entiende que él no desea ser pesado contigo. Y respecto a

la chica, entiende que tiene amigas y amigos con quienes socializa,

dado que, aunque es salvaje, es un ser social.

—¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Y yo también tengo amigos. Y eso no es un

obstáculo para que él se acerque. Cuando me lo crucé a Pablo, me

informó que Lisandro se encontraba allí, y que le iba a decir que

me vio para que viniera donde estaba bailando con mi “gomía”,

como vos le decís.

—No dá, y vos sabés que no dá. ¿Acercarse a vos estando con

el gomía? ¡De ninguna manera! Te sugeriría, a modo de resolución

del diferendo y con objeto de que recuperes los porotos perdidos,

que lo invites a cenar. Y allí, todo ha de componerse, entre pasta,

salsa y caricias.

—Pero él también estaba con una amiga. Y no sé qué es lo

malo de que yo esté con un amigo.

—Nada… nada de malo. Insisto en mi propuesta. Te servirá.

—Puede ser. Igual no veo mucho interés en él tampoco, así

que no sé...

—Todo se conversa hoy en día, gracias a Dios, ¿no te parece?

—Sí, por eso intenté contactarlo después por mensajes, pero

fue medio cortante.

—Quizá se ofendió, o se sintió despechado...

—¡Buena! ¡Ja!, ¡ja, ¡ja! Tampoco es para tanto...

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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—Metéle para adelante con esa cenita, haceme caso, no te

arrepentirás.

—No cocino yo, ese es el gran problema.

—Invitálo pero que él cocine. Te comento también, que existe

algo que se llama delivery. Cuando no hay voluntad, no hay volun-

tad.

—No es así. Invitarlo a tomar algo afuera también cuenta, ¿o

no?

—Por supuesto. Hazlo. Como dice A.N.I.M.A.L.,

suele ser un comienzo,

una piedra rodando,

para hacerse avalancha

arrasando al paso.

—Bueno, vos lo decís porque sos su amigo. Pero tengo razón

en que él tampoco me buscó, y en que cuando me lo encontré, iba

con una chica de la mano. Estamos en igualdad de condiciones.

—¡Ja!, ¡ja, ¡ja! Sólo lo hizo por hacerte celar. Y por lo visto lo

consiguió, ¡con todo éxito!

—No mientas. Si él no sabía qué me iba a encontrar. Fue ca-

sualidad.

—Estaba todo fríamente calculado, hermana mía. Nuestra in-

formación de inteligencia nos indicaba que ése sería tu paradero.

—¡Ja!, ¡ja, ¡ja! No lo creo.

—Y bueno, tu escepticismo rayano al cinismo no te permite

soñar. La realidad no tiene importancia para nadie. Sólo lo que tú

creas de ella vale.

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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—Él iba saliendo con una chica y nunca se animó a cru-

zarme—, insistió. —Igual, todo bien—.

—Lo que él nunca imaginó fue tu desdén. Entonces en su tris-

teza, fue despechado a encontrar consuelo en otra mujer. Es una

respuesta edípica convencional en los hombres.

—Él ya venía con ella.

—¡Pero si él te encontró antes, bailando con el gomía! Y poco

entusiasta ante su presencia. En suma, aquí lo que realmente im-

porta es prodigar una buena reconciliación romántica, que son

siempre estupendas. Así que invitále una copa. Explora esa vía, que

te usufructuará dividendos.

—¿Y por qué yo?

—Porque él ya realizó suficientes movimientos en tu direc-

ción. Es tiempo de que arriesgues tu jugada.

—Sos su amigo, nunca vas a ser parcial.

—Otra vez tu escepticismo… Asúmeme como un mediador.

Pondera mi arbitrio. Lo hago por ti. Soy la voz de tu conciencia.

—¡Ja!, ¡ja, ¡ja! De todas maneras, Lisandro es raro. Un poco

secote. El día que me quedé con ustedes, fue porque yo le puse

onda, y porque hablaba con vos. Pero él nada.

—Sin embargo, te gusta así.

—Hasta cierto punto.

—Las mujeres detestan a los gorditos simpaticones, atentos y

locuaces. Por el contrario, escogen a los misteriosos, enigmáticos

e interesantes.

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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—No creo que sea así. En fin. El caso es que Lisandro iba

saliendo del boliche con una chica de la mano y ustedes detrás.

Todo bien, él es libre. Pero por esto, no creo que tenga yo que in-

vitarlo a cenar para redimirme.

—¡Ja! Entonces, ¿dejarás pasar a este prospecto?

—Que sea lo que tenga que ser.

—Amén, hermana. Pero él está esperando por ti.

—Mentira.

—Pobrecita. ¡Pruébalo! Esta noche vamos al mismo bar. Haz

tu trabajo y se te dará, seguramente de un modo fogoso, toda vez

que se han contenido pasiones por mucho tiempo.

—Insisto, ¿por qué lo tengo que hacer yo? Lichi se viene ha-

ciendo rogar mucho.

—¡Porque vos no estás haciendo ostensible nada! ¡Hace tu

parte, loca!, que nadie la hará por vos.

—Yo lo invité a que hiciéramos algo, pero nunca puede.

—¡Hoy harán de todo!

—¿Cómo? Siempre lo encuentro con alguna chica.

—No. Sos vos la que andás siempre con tu gomía. Pórtate

bien, y será tuyo.

—Siempre me porto bien.

—Pero si estabas con tu gomía, luego huiste, y por si esto fuera

poco, nunca hiciste tu trabajo de campo. Así no puedo coachearte.

Si no ponés de vos...

—Igual, no sé si salga hoy. Ya salí anoche.

—¡Uh! la cagaste… insisto, no hay voluntad.

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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—Entonces él tampoco tiene voluntad. A todo esto, ¿por qué

hablar por él?

—No lo sé. Por mi parte, para ganarle la batalla al aburri-

miento. ¿Qué te atrae de Lico?

—Él es lindo. Es ingenioso. Cuando lo conocí, me hizo reír.

Después cenamos, y me pareció interesante. Pero no sé. No lo veo

muy convencido. Así que, la mejor...

—Qué pena.

—Sí, ya fue.

—Te entiendo...

—Y sí. No hay que forzar nada. Lo que tiene que ser, es. Y lo

que no, no.

—Opino lo mismo—, le repliqué, y haciendo una sonrisa re-

verente, retiré mi mirada de su semblante, como para despedirme,

ante la imposibilidad de desplazamiento que proponen los intersti-

cios apelmazados del bus.

Pero yo podía percibir con claridad que una nueva historia vol-

vía a comenzar. Una nueva mutua seducción en ciernes, que ya ha-

bía sido con anterioridad, porque siempre es lo mismo, pero dife-

rente, en un infinito ciclar. Un amorío fútil e inconducente tras otro,

que parecieran distintos, pero no llevan a ningún lugar. Sin em-

bargo, yo no había podido evitar cumplir mi papel; el de casamen-

tero. Es difícil despegarse del libreto que se nos propina, y que a la

perfección interpretamos una y otra vez.

Mientras tanto incurría en este sinnúmero de cavilaciones, el

ómnibus continuaba su curso en ese eterno, monótono y mecánico

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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rugir. Circulaba a través de los paraderos, vuelta tras vuelta de sus

ruedas, revolución tras revolución de su motor, situado en una in-

mensa esfera rototrasladándose a 107.208 km/h, orbitando siempre

en derredor del mismo astro.

El gorrita apenas se había cansado un poco de corretear teme-

rariamente por el exiguo pasillo. “Pero, ¿cómo?”, me azoré. “¿No

había descendido ya?” En fin, desestimé semejante perplejidad en

virtud de que el cansancio de gorrita al fin le trajo un poco de des-

canso y alivio a mis ojos, y de seguido, la paz devino en aburri-

miento. De soslayo, no pude evitar ver el libro que estaba leyendo

el geronte sentado adelante y a la izquierda mía, como si necesitara

volver a enfocar mis ojos en algún nuevo estímulo distractor. Co-

menzaba un relato titulado “Crónicas en autobús” mientras me-

neaba la cabeza con fastidio. Casi pude leer su mente: “otro relato

más cuyo título empieza con el vocablo ‘crónicas’. ¡Qué escasez

de originalidad tienen los escritores de hoy! ¿Pero es que acaso

todo ha de repetirse? ¿Es todo cíclico, siempre circular?” “Quizá

estoy exagerando un poco”, recapacité, y me distraje rápidamente

en unas líneas de su página, que daban cuenta de un anciano le-

yendo en el micrómnibus un cuento cualquiera, con un nombre vul-

gar.

La blusa también leía un libro de cuentos. Se trataba de aquella

leyenda del brujo que les enseña a los enamorados y prometidos

acerca del amor eterno, un relato indígena breve, con una metáfora

de dos aves de alto vuelo, pero atadas. De este modo, tal atadura

les impedía volar libremente, y entonces el sabio brujo redargüía a

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los tórtolos en la abstención de pergeñar ataduras que limiten al

prójimo, y los persuadía a obrar siempre buscando el más alto desa-

rrollo de su cónyuge.

Yo no sé por qué, pero no podía evitar leer estas narraciones.

No podía quitar la mirada del libro, y esto me generaba apuro. Me

atemorizaba parecerme al gallego en cuanto a su actitud. Y me ate-

rraba que, al sucumbir en esta lectura tentadora, me olvidara de

descender en la parada adecuada, como ya me había ocurrido. Pero

no podía evitarlo, porque percibía a estas lecturas como textos au-

tobiográficos.

El chofer volvió a detener el micro y se dirigió al peruano. Le

advirtió que, si no abonaba, debería descender inmediatamente. El

peruano no tenía argumentos, pero con notable angustia intentaba

postergar lo impostergable, y hurgaba sin sentido su bolso, como

quien sabiendo que no podrá cambiar su destino, igual lo intenta,

quizá por tomar una actitud socialmente aceptada, pero tozuda a la

vez. Yo ya estaba harto fastidioso, y con un prolongado suspiro se-

guido de revoleo de ojos, me dirigí al susodicho: “¿Tenés para para

pagar el pasaje, o no?”. El peruano detuvo su búsqueda, y con ti-

midez casi actoral, meneó compungidamente su cabeza gacha y sus

ojos tristes.

Al instante, babuchas le dijo al chofer, hastiada de tanto melo-

drama: “Señor, yo le pago el pasaje”. Milagro: por vez primera qui-

taba su mirada de la pantalla. Sin embargo, reculó cuando el con-

ductor le advirtió que se trataba del recorrido completo, y por ende

el pasaje más oneroso posible. Instantáneamente, otro obrero que

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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acompañaba al peruano nos advirtió: “¡Sí tiene dinero, no le pa-

guen!”.

El colectivero, mitad airado y mitad exhausto, retomó sus fun-

ciones, está vez con notable violencia al conducir. Me pareció ob-

vio que, como ya había acontecido, esta escena volvería a repetirse.

El colectivero descargaba su impotencia al volante.

El ómnibus comenzaba a asemejarse al metro según lo descri-

biera Johnny, el saxofonista de pensamiento volátil ideado por Cor-

tázar. Era una rueda infinita, que, en su recorrido circular, enjua-

gaba, licuaba y centrifugaba a la historia universal. Eran todas las

narraciones juntas, convergiendo sobre esas ruedas, tomando

asiento acá y luego fluyendo más allá. Pero siempre repitiendo des-

tinos, girando como agujas de reloj, para llegar a ningún lugar. Y

fue cada culminación del recorrido una hora, cada giro de las rue-

das un minuto, cada revolución del motor un segundo.

Babuchas siguió subiendo una tras otra sus selfies a la red so-

cial. Eran tan idénticas, que se diferenciaban. Ocurre que el correr

de los años incondicionalmente surcó gradualmente su frente, y

como patética animación de cuadernillo, cada fotograma era seme-

jante al anterior, más repiqueteaban en él leves arrugas que comen-

zaban a avizorarse con timidez, pero de manera irremediable. De-

cayeron progresiva e inexorablemente sus nalgas, y poco a poco

comenzaron a escasear las fotos epigrafiadas de la playa. Me diver-

tía imaginando la elevada dificultad que significaría jugar a encon-

trar las 7 diferencias entre una nueva fotografía y la del día anterior.

Pero aparentemente, esto aterraba a babuchas.

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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Los nativos contrajeron matrimonio con la venia del brujo, en

una ceremonia por él dirigida, como lo venía ya haciendo desde

décadas remotas. La blusa bajó en la siguiente parada, aún con no-

table exasperación. Johnny siguió consumiendo marihuana con la

misma intensidad de siempre, tan obstinado con la cuestión del

tiempo, y del disco del reloj. Simpson, el personaje de Poe, nunca

pudo cumplir la promesa para con su tatarabuela, y siguió evitando

emplear sus anteojos para no perjudicar su aspecto. Babuchas subió

una y otra foto a su perfil social. Geronte feneció.

Mi madre siguió su ineludible destino en la Argentina, y mi

madre prosiguió hacia su trabajo en Málaga como cada día. Bella

mamá, sin descanso, mantuvo sus ojos atentos a gorrita hasta su

adolescencia, y más allá. Un tipo con acento de Galicia nunca paró

de mirarla, casi edípicamente. Ella lo vio y notó en sus rasgos un

sonoro parecido con gorrita. El gallego siguió mirando a mandala

concupiscentemente, y mandala siguió coloreado su mandala.

Mi doble conjetural siguió creciendo hasta convertirse en el

gorrita. Gorrita jugó, como dicta la constitución, hasta que le llegó

la hora de estudiar, de adolecer, de colarse subrepticiamente por la

puerta trasera del autobús, de mirar mujeres en el autobús con ojos

codiciosos, de noviar, de trabajar, de hastiarse de su rutina cada día

en el autobús, de narrar una crónica acerca de lo que observaba en

tránsito hacia el trabajo y justo encontrar en medio de sus observa-

ciones a su madre joven en el autobús, de ser gerente, de ser ge-

ronte, de leer un cuento en el autobús acerca del autobús, de fene-

cer.

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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Yo nunca dejé de ser yo.

Babuchas se bajó en la parada siguiente. Mi madre tras ella.

El ómnibus asomó su trompa por alcalde José Luis Estrada. Llegué

a la estación final, a partir de la cual me quedaban 6 cuadras que

recorrería con premura, con el objeto de emprender un día más de

la infinita rutina, aquella de la que somos siervos, si acaso desea-

mos establecernos y sentirnos socialmente integrados.

Sin embargo, me daba flaca bajar. La energía del autobús me

resultaba en demasía absorbente, me dificultaba egresar. Me envol-

vía, me asfixiaba. Como si, anquilosado y entrado en carnes, siem-

pre hubiera pertenecido al autobús, y el salir al exterior me produ-

jera incomodidad. Suponía volver a afrontar el tedio, el agobio, el

hastío, el sopor.

Esta vez llegaba un poco tarde por las diatribas entre chofer y

peruano. Siempre lamentando salir tan jugado de casa, especulando

y calculando hasta el último minuto en la cama, evadiendo cada día

el karma del despertar. Nunca contemplando cualquier contingen-

cia que pudiera acaecer. Pero si no pasa nada... nunca pasa nada en

esta letanía sempiterna. Un nuevo día por delante. Todo estaba ape-

nas comenzando. Una vuelta más.

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El gemelo y el filósofo

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Hacía tiempo ya que el gemelo maldito no había poseído la

mente del filósofo. El encuentro con aquel fétido cuerpo a su ima-

gen y semejanza que, atropellado por su madre, yacía sin vida bajo

el automóvil, no había sido grato. En efecto, no había hallado en

dicho cónclave las respuestas buscadas. Probablemente, porque no

tuvo el tino de efectuar las preguntas correctas.

Aquel frío rostro de indescifrable esperpento, dejaba fluir una

espesa sangre azulina de su boca. Sus ojos no enfocaban en ningún

punto fijo. Tampoco parecía notar el hecho de haber sido embestido

de un costado.

Aunque su cuerpo putrefacto era disfuncional e incapaz de

realizar movimiento de captura alguno, de lo que sí era capaz el

gemelo era de trasladar telepáticamente al filósofo a sitios recóndi-

tos a través de sueños desafiantes. Como aquel en el que el erudito

fue teletransportado a una tertulia griega de pantagruélicas tautolo-

gías, cavilaciones epistemológicas y ostentosos silogismos. Pero

no encontró allí a los peripatéticos en sus soliloquios, o a Diógenes

el Cínico, tampoco al ascético Antístenes, o tal vez a Heráclito, el

oscuro de Éfeso. En su defecto, halló a un amenazante león ham-

briento, que había conocido antes en uno de sus profundos periplos

por el subconsciente. Fue en aquella ensoñación en la que proacti-

vamente intentó demostrar la lógica del lenguaje desafiando al

león.

Contendía el filósofo con aquel león espectral, argumentando:

—Tú puedes deglutirme o no deglutirme, mas no pueden ocurrir

ambas a la vez. —Pero reiteradamente el león le proponía

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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demostrarle que el sueño era terreno del universo de lo imposible.

No obstante, el filósofo no quiso arriesgar. No podía asegurar a

ciencia cierta estar dormido o en un trance telepático. No recordaba

bien qué lo había traído hasta dicho desafío semántico.

El filósofo sabía que el ensayo propuesto por el león debía te-

ner lugar para que la demostración por el absurdo llegara a buen

puerto. Semejante a aquel colega suyo de la Grecia ancestral, que,

frente a un dilema lógico, y ante la incapacidad dialéctica de de-

mostrar su condición de mortal, decidió suicidarse públicamente.

Pero él no tenía el valor. Por momentos quería transformarse en

demostración, pero al rato optaba por conservar el beneficio de la

duda. No sabía si soñaba despierto o si había despertado en un

sueño.

No obstante, una noche el león le ofreció un reaseguro:

—Allá arriba, entrando por aquella puerta, se encuentra la

llave para birlar a la lógica —le explicó—. Si tu alcanzas esa

puerta, habrás alcanzado la posibilidad de experimentar la vivencia

de que te digiera sin comerte.

Sin embargo, aquella puerta se encontraba demasiado lejos.

Inalcanzable como para empeñar fuerzas en emprender un derro-

tero sin garantía alguna hacia ella. No valía el mérito.

Pero el gemelo maldito insistía en vivir. Buscaba en él un

cuerpo donde morar. Satisfacer sus más perversos anhelos no era

cosa posible en el mundo inmaterial.

El filósofo mientras tanto, procuraba reinterpretar en su estilo

de vida a Diógenes. Pronto comprobó que cuanto más ordinaria era

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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su vida, más infrecuentemente era tomada por el gemelo. Necesi-

taba un cuerpo dócil, un alma sencilla de mancillar, para que su

toma fuera definitiva.

Su entreno en el complejo arte de abandonarse a una vida re-

traída y frugal requería de un incesante y discernioso esmero.

Mientras no sucumbiera de lleno al sueño del eterno y epicúreo

placer, el gemelo no encontraría en él completa cabida. La absti-

nencia diogeniana era virtud.

Sin embargo, en aquella fría noche otoñal, el filósofo aceptó

finalmente el desafío del león, agotado de sus humillantes diatribas:

le concedió sus carnes devorar. Le complacía y gratificaba sobre-

manera hacerse la idea de la gloria postrera a la victoria. La angu-

rria del felino no se hizo esperar: hacía tiempo anhelaba que este

momento llegase. El filósofo contempló trémulo la pronunciada

apertura de las fauces del felino.

Mientras su cuerpo se descoyuntaba y disolvía, el ánima lábil

del filósofo enarboló una ucronía: recordó la puerta sugerida por el

león. Pensó tardíamente en la oportunidad que su pereza dejó pasar.

Finalmente, mientras daba sus últimos estertores, pudo percibir a

lo lejos la borrosa figura del gemelo maldito, que se aproximaba

sin pausa ni prisa: al fin y al cabo, tendría toda una eternidad para

gozar de un cuerpo nuevo. Aquel pútrido cadáver emergió de entre

las ruedas del vehículo de su progenitora, y se alzó rápidamente

para capturarlo y poseerlo hasta el fin de los tiempos. Y entonces

comprendió, justo antes de desvanecerse y casi de manera póstuma,

que ningún cuerpo puede servir a dos voluntades.

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Relato de una autohipnosis

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El ermitaño llevaba varias noches sin dormir. Nada le resul-

taba, aunque intentó con infusiones, mitos de vieja y demás reme-

dios caseros. La opción de los somníferos le resultaba inviable: no

contaba con suficiente dinero para obtener una receta, ni detentaba

la membresía en una obra social.

Aunque devenido en miserable, este hombre taciturno osten-

taba un pasado nada frugal, bastante tupido en aventuras y relacio-

nes sociales. Pero las desgracias de su economía personal y sus ne-

gocios, le habían asestado un golpe fatal a sus finanzas.

Ahora en su rostro cadavérico sólo podía contemplarse un re-

sabio de lo que fue. El semblante del sujeto exhibía en estos tiem-

pos un rictus espectral. Conservaba su lenguaje sucinto, aunque

pretencioso, y una cándida sonrisa que, por contraste con su fisio-

nomía enjuta, le otorgaba ese aire enigmático y glacial.

Pero el insomnio no le daba tregua, y la trasnoche insufrible

se evidenciaba en su rostro. Una tarde llena de las ensoñaciones

confusas que emergen de la mente de un insomne, paseaba por los

pasillos de una gran librería sin un objetivo fijo. La lectura a veces

le ayudaba a conciliar el sueño, pero ya había agotado sus volúme-

nes. La depresión que le provocaba la falta de sueño lo privaba de

toda motivación para encarar nuevas lecturas, pero lo juzgaba im-

prescindible si no quería enloquecer. De repente, y como anillo al

dedo, su mirada se posó casi accidentalmente en un libro que le

cautivó sobremanera. Se trataba de un viejo y misterioso volumen

sobre autohipnosis.

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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El prólogo del viejo libro recopilaba hallazgos sorprendentes

en materia de autoinducción al sueño a través de las meditaciones

hipnoides. Aunque esta práctica se juzgaba como de efectos médi-

camente comprobables, el tono del libro proponía una narrativa ra-

yana en el esoterismo.

Pero la desesperación de este hombre tan racional, no ha-

biendo podido encontrar sus respuestas ni en la ciencia ni en la fe,

lo condujo a comprar el volumen con el poco dinero que portaba

en sus bolsillos. El libro venía con un vinilo que contenía sinfonías

y en el fondo, mensajes subliminales para inducir la mente al sueño

profundo. Había que confiar. Nadie sabía el verdadero contenido

de los mensajes, salvo su autor, un ignoto y difunto místico.

Aquella noche preparó los elementos. Devoró el prólogo y la

introducción del libro. Los dos primeros capítulos eran una inmer-

sión a la técnica, y a partir del tercero, proponía diferentes ejerci-

cios. Las manecillas del reloj indicaban las tres a.m. cuando el

aprendiz consideró que ya era suficiente inducción, y que se dis-

pondría en el acto a su primer sesión. Y hubo velas tenues en

círculo sobre la manta que tendió en el piso, y su sinfonía favorita

de Vivaldi en el tocadiscos. Este detalle del vinilo incluido con el

volumen le causó satisfacción por su buen gusto. Su rápida displi-

cencia le permitió relajarse, y al escuchar una melodía deseable,

confiar en el tratamiento.

Finalmente, el sujeto abandonó el temor y se decidió por re-

costarse en la manta, fijó su mirada en las manecillas del reloj y en

su péndulo, percibiendo con atención el sonido de las agujas,

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mientras Vivaldi lo trasladaba hacia cavilaciones y suspensos inde-

cibles. Se dejó seducir por la melodía y se entregó a las órdenes del

comendador subliminal. De la música emergió suavemente una voz

cavernosa, pero innegablemente extática, que lo conducía en su

respiración y en la relajación de su ser. Al cabo de unos diez minu-

tos, su cuerpo se encontraba tan débil y suavemente relajado, que

primeramente dejó de sentir el piso. Supuso que se encontraba

adormilado, pero le extrañaba conservar una plena conciencia. Un

pensamiento extraño cruzó por su cabeza: presintió que, por mucho

esfuerzo que empeñara, no conseguiría ya mover sus extremidades.

Sin embargo, era tan plácida la sensación de apagar el cerebro, y le

resultaba tan lejana la última vez que había podido lograr ese es-

tado, que sintió complacencia en el efecto que le estaba sobrevi-

niendo. Se dejó llevar.

La voz le conducía, y lo trasladó sin que él pudiera evitarlo,

pero sin intentar impedirlo, hacia un plácido vergel. El agua corría

por cascadas deliciosas, y ninfas de extrema hermosura revolotea-

ban sobre él con una dulce, pero a la vez lasciva y sugerente son-

risa. La hierba en la que ahora se hallaba recostado era deliciosa,

harto diferente al duro suelo en el que se había recostado. Sin em-

bargo, su escepticismo cientista y racional lo invadió por un se-

gundo, y no pudo dar crédito del plácido éxtasis que lo había en-

vuelto. Dio vuelta su cabeza para mirar, acto que le costó infernal-

mente. Y pudo ver su cuarto, y las velas, y el tocadiscos, y su reloj.

Los contempló, los reconoció de inmediato, pero esto aconteció

desde un ángulo en el que nunca él había contemplado su hogar: no

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había ni el mínimo atisbo de dudas; inmediatamente cayó en la

cuenta de que se encontraba levitando. Su alma se había despren-

dido de su cuerpo, puesto que éste último yacía en la manta entre

las velas. Pero fue horrible reconocer que su cuerpo no tenía la ima-

gen que el espejo habitualmente le arrojaba. En efecto, las expre-

siones de decrepitud y tristeza fruto del insomnio, se habían agu-

zado hasta el extremo, como si en ese fragmento de hora le hubie-

ran pasado décadas. Pero sabía bien que las bolsas bajo sus ojos, y

el progresivo deterioro que su cuerpo acusaba de consuno, eran el

fruto de meses y años de insomnio. Pronto comenzó a sospechar -

aunque no pudiera precisar el motivo- que este giro de su cabeza y

el reenfoque de su mirada en su cuarto, estaban inducidos por la

voz cavernosa que ahora parecía controlarlo en cuerpo y alma.

No obstante, su distracción, y el contraste de aquel vergel de

ninfas respecto a la visión que recibió al virar su cabeza hacia la

hierba -descubriendo no ya el pasto sino su propia recámara-, en

ningún momento la voz que le comandaba y que le condujo a aquel

vergel cesó en sus órdenes. En los últimos minutos, no había pres-

tado atención a dicha voz de ultratumba que lo llenaba de paz y

regocijo. Quedó trémulo al ser plenamente consciente de que, aun-

que sin saber qué le había comandado, su mente subconsciente ha-

bía recibido y obedecido toda orden que él no podía recordar. Estas

órdenes desconocidas le causaban un gran escozor, y a su intuición

le resultaban hórridas.

Su inquietud fue tan profunda, que, aunque ya no sentía su

cuerpo, pudo percibir a su corazón latir con una fuerza

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sobrenatural. Y pudo volver a escuchar aquella voz con claridad. Y

su mensaje era: “Y ahora adórame, yo soy tu rey, yo soy Bapho-

met”. De repente, aquella voz se volvió visión, y vio a una horrible

figura antropomórfica con cabeza de macho cabrío y rostro inani-

mado, pero de la que indudablemente emanaban esos comandos

infernales. Sus abominables cuernos eran las antenas que ejercían

en su mente un control telepático total. Y de sus senos femeninos

brotaba una desenfrenada pasión que lo llenaba de lujuria mezclada

con el peor de sus espantos. Un hombre que buscó toda su vida la

racionalidad, no podía dar crédito de aquella extraña visión, y del

pavoroso horror que había activado al colocar el viejo vinilo de au-

tohipnosis subliminal.

A esta visión le sucedió un profundo e involuntario sueño. Al

menos en este último sentido, la controvertida terapia había surtido

efecto. Y tuvo revelaciones proféticas en dicho sueño, en las que

pudo entender que aquel disco era en realidad una lámpara que al-

bergaba antiguos genios, y que al colocarlo en el tocadiscos y se-

guir los ritos del manuscrito místico de antaño, había liberado a

demonios poderosos que fueron encerrados allí en un ritual acon-

tecido en el Templo Masónico de Palma en 1955.

Cuando despertó al amanecer, su perturbación era absoluta.

Estaba seguro de que ya no era el mismo hombre. En el espejo su

semblante se percibía diferente. Sintió la punzante necesidad de

buscar ayuda profesional. Pero supo que no podría encontrar esta

ayuda en el ámbito de la ciencia sin ser acusado de demente. Por

tal motivo, acudió a un mentalista, y luego de testimoniarle los

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acontecimientos recientes con un profundo nerviosismo y temblor

en sus labios, el mentalista le sugirió una nueva terapia hipnosis

por él guiada, en aras de borrar el trauma. El solo oír de esta palabra

le prodigó un estremecimiento atroz. Un frío aterrador corrió por

sus entrañas, erizándole toda la piel.

Sin embargo, pronto comprendió que no tenía otra alternativa,

y aceptó el tratamiento. La sesión comenzó de inmediato con las

inducciones a la relajación de rigor, y pronto fue trasladado a un

sueño profundo en el cual todas las imágenes placenteras de la ma-

drugada anterior reaparecieron en su mente. Aunque en los prime-

ros instantes volver a dicho sitio paradisiaco le resultó muy placen-

tero, pronto su memoria le trajo a la mente los estremecedores re-

cuerdos de lo que siguió. Y como en una pesadilla de aquellas en

las que uno sabe lo que acontecerá en el instante siguiente, y, sin

embargo, lejos de evitar que tal cosa ocurra, la vive con mayor in-

tensidad, prácticamente su mente reconstruyó sin que pueda evi-

tarlo la figura de Baphomet frente a él. Comprendió que le había

entregado el alma, y que ya no tenía control de sus alabanzas.

Cuando se despertó de la sesión, era el mentalista el que lo

reanimaba, pero el rostro de este último estaba ensombrecido.

Nuestro personaje egresó del mentalista con la sensación de un pro-

gresivo e inevitable deterioro. Por algún motivo, percibía que su

mente ya no le pertenecía, y como un borracho consciente de su

embriaguez, pero incapaz de controlar su dicción, cayó en la cuenta

de que empezaba a tener lo que él interpretó como terribles delirios.

No obstante, el mentalista le había dicho que, gracias a esta sesión,

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en la cual fenómenos sobrenaturales se le habían suscitado, había

emergido del paciente su personalidad prístina. “Esta personalidad

jamás volverá a adormilarse”, había añadido el sombrío terapeuta

con una sonrisa siniestra en su comisura.

Aquella noche el solitario sujeto intentó otra vieja técnica. No

quería saber de nada con cualquier cosa que incluyera el vocablo

‘hipnosis’, y decidió relajarse mirando una película. Se tumbó en

su cama y comenzó a hacer zapping con su control remoto. Quería

dispersar la mente para borrar las imágenes que en todo momento

le aparecían. En uno de los canales se proyectaba una película os-

cura, y aunque el padeciente no quería mirar nada que se relacio-

nase con el misterio, el terror o el suspenso, no pudo cambiar ya el

canal. Algo en lo que le quedaba de su mente consciente le hizo

recordar que el mentalista no había finalizado la terapia de hipnosis

según el protocolo del libro que había adquirido el día anterior,

puesto que tan sólo lo había abofeteado abruptamente para desper-

tarlo de sus pavorosas ensoñaciones. Concluyó, pues, que se en-

contraba en un estado hipnoide, y que cualquier señal que perci-

biera su mente de acuerdo a la programación mental que le había

propinado el mentalista, sería considerada por esta como suficiente

para ingresar a un trance profundo.

La película de terror basaba su argumento en un aquelarre que

realizaba alabanzas al demonio a cambio de favores. Le entregaban

sus críos en una ofrenda abominable, y el espectador contemplaba

horrorizado esta práctica sin poder detener su proyección apagando

el televisor. De pronto, los brujos que participaban en semejante

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misa negra convocaron a su dios: Baphomet se presentó ante ellos,

pero extendió su brazo caprino y señaló hacia la pantalla. Los ho-

rrendos adoradores viraron su mirada también, obedeciendo la in-

dicación de la entelequia. No cabía el mínimo atisbo de duda para

él: el aquelarre de consuno lo miraba con atención desde el otro

lado de la pantalla. Perplejo, no pudo más que esperar su suerte:

obedeciendo la silenciosa orden de su deidad, los clérigos negros

emergieron del televisor y se presentaron en su habitación, ro-

deando su lecho y provocándole gran espanto con sus miradas de

cínica maldad que se posaban penetrantes en los ojos del desven-

turado.

Afuera, una fuerte tormenta que convertía a la noche en más

tenebrosa aún, le jugó finalmente una buena pasada: prodigó un

corte de luz que despertó al sujeto de su trance. Pero los estigmas

del horror en su rostro habían quedado impregnados en su piel. Sus

facciones se habían deteriorado.

Sin embargo, el desdichado protagonista veía cumplido su de-

seo primigenio, aunque no lo quisiera de ese modo: era tal su can-

sancio fruto de semejante experiencia horrorosa, que cayó en un

sueño profundo e involuntario. Él no quería dormir, porque temía

soñar terribles pesadillas. Pero sus párpados le pesaban sobre sus

ojos que le ardían, y no pudo más que dejarse vencer. Durmió y

descansó en un sueño reparador, y al día siguiente decidió salir la

ciudad y dirigirse al campo para respirar un aire distinto. Era do-

mingo, y el sujeto consideraba que su locura era producto de un

ensimismamiento en el que había sucumbido hacía ya varios años.

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Juzgó conveniente inhalar aire puro y refrescar sus ideas entre pe-

ripatéticos soliloquios campestres.

Pero cuando regresó a la ciudad a la noche, la notó totalmente

cambiada. Le costó reconocer sus veredas, le fue muy difícil llegar

a su casa. Las calles ni siquiera se llamaban igual. Su desquiciada

angustia aumentaba sin pausa: “¿Será que en mi locura he olvidado

el nombre de las calles? ¿Fueron adulterados mis recuerdos sobre

esta ciudad? ¿Es la ciudad la que cambió, o mi mente atormentada?

¿Estoy en el sitio correcto, o he equivocado el camino?”, pensaba

estupefacto.

Al llegar a su casa y recostarse completamente turbado, ocu-

rrió aquello que temía sobremanera: una hipnosis telepática. El

mentalista le había cautivado la mente a la distancia. Confirmó que

efectivamente no había sido deshipnotizado, tal como lo sospe-

chaba, y el mentalista controlaba su cerebro por completo.

Esta vez en su trance fue llevado directamente al aquelarre.

Pero éste acontecía en el templo masónico que le había sido reve-

lado dos días atrás en sueños. Pronto descubrió que él era parte de

esa misa negra, pero de un modo peculiar: él era la ofrenda de ex-

piación para Baphomet. Atado a una pica, a punto de ser empalado,

pudo ver de soslayo las facciones del rostro del sacerdote, vestido

de capuchino. Debajo de las mantas que ocultaban su fisionomía,

el brillo de los siniestros ojos de aquel desalmado ser se dejó entre-

ver. Su semblante se enfocó en el cordero expiatorio con despre-

ciable sorna. Ya no cabía duda, aquel sacerdote era el mentalista.

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Sin embargo, al despertar al otro día de este horrible viaje as-

tral, fue furioso a buscar de inmediato al místico para pedir expli-

caciones. Aunque no cabía dudas de que se trataba de un ser ma-

ligno y deleznable, sabía bien que era la única llave de salida a su

locura. Mas cuando llegó a su consultorio, pudo ver a este terapeuta

con sus vestiduras rotas, gateando como una horrible fiera sobre su

camilla, y babeando espuma por su boca. Cuando el paciente abrió

la puerta, esta bestia humana enfocó su desvariada mirada sobre él,

y gruñidos angurrientos emanaron de su interior. Eran millares de

gruñidos juntos, como de una legión. No eran producidos por su

garganta, sino que emergían desde sus entrañas.

El mentalista, a juzgar por su paciente, había quedado com-

pletamente enloquecido y parecía que nunca más volvería a la nor-

malidad. Lucía evidente que terribles delirios y posesiones demo-

níacas lo azotarían por el resto de sus días. Su sacerdocio lo había

entregado a dicha servidumbre. El sujeto, aunque pasmado de pa-

vor, reaccionó a tiempo, dio un portazo al estudio del terapeuta y

huyó de inmediato en procura de preservar su integridad física.

Algo de este esperpento le había aliviado: “Al menos en semejante

estado, este brujo no podrá seguir atormentándome”.

Divagó durante horas por las calles de su ahora desconocida

ciudad. Se dejó perder, puesto que no tenía la más mínima inten-

ción de entrar a su embrujada casa, otrora único refugio para su

soledad. Cuando ya no supo dónde ir, y su cuerpo dejó de respon-

derle, emprendió el regreso a casa.

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Aquellos días fueron de extravío y paranoia para él. Pero en

sus meditaciones dos fenómenos le resultaban especialmente ex-

traños y estremecedores. Por un lado, que, aunque no lo quisiera,

llegadas las tinieblas de la noche le sobrevenía un sueño absoluta-

mente abrasador que lo obligaba a volver a casa. No podía evitarlo,

y si intentaba mantenerse de pie, sentía que el sueño lo vencería y

se desmayaría, con el riesgo de accidentarse. Pero no quería dormir,

porque no soportaba las pesadillas recurrentes que se le suscitaban

en los últimos días. Y en conexidad con esto último, había un se-

gundo fenómeno que lo tenía absorto. El control de su cerebro al

caer en el trance hipnótico del ensueño, parecía continuar provi-

niendo de ese monje negro que había visitado para curar sus terro-

res, pero que había resultado oficiar de médium para llevarlo a sue-

ños horribles. No podía entender cómo un brujo completamente

enloquecido podría aún tomar control de su mente, salvo que se

tratara de un fenómeno eminentemente espiritual.

Y en uno de estos sueños pudo ver en una brumosa noche el

castigo de un violador en el más allá, que luego de morir fue vio-

lado todo el día por demonios de falo métrico y punzante, y este

tormento se le propinó por toda la eternidad. Al despertar, los es-

tigmas de dicha violación estaban en todo su cuerpo. Presentaba

horribles daños en sus partes pudendas. Sin embargo, luego de exa-

minarse, procuró ponerse de pie en el estupor que estas imágenes

le provocaban, y no pudo hacerlo. Estaba completamente inmóvil

y paralizado, semejante a cuando uno cree haberse despertado, pero

no puede aún mover sus brazos. En su impotencia entendió que se

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encontraba aún en un trance hipnoide, y comenzó a sentir voces

que telepáticamente le transmitían que ese violador era un ancestro

suyo, y que, por tanto, él tenía que cumplir conscientemente su

pena también. El sujeto fue provisto de estas revelaciones exóticas

desde el mismo día que reprodujo el vinilo, y dicho don no lo aban-

donó hasta su final.

En los siguientes días ensayó abandonar su cuarto, para evitar

dormir en donde había practicado su primera sesión de autohipno-

sis. No obstante, el ambiente de dicha habitación había quedado

completamente viciado, y fenómenos paranormales que incluían

voces hórridas, ráfagas de luces y ruidos extraños le hicieron com-

prender que la habitación toda se encontraba infestada.

A la mañana siguiente, intentó entonces su último recurso: re-

currir a su familia, a la cual evitaba en su ostracismo. Se dirigió a

su casa natal. Pero al arribar, descubrió con desagrado que el cas-

tigo de este violador había caído como plaga sobre todos sus pa-

rientes. Comprendió que este horrible personaje era su abuelo, a

juzgar por las voces que vagamente podían interpretarse entre los

sonidos guturales de sus familiares, a los cuales descubrió vagando

bestialmente por los corredores de la casa, dando aullidos y espu-

marajos. Invocaban a su nombre y prorrumpían en alaridos deses-

perados y ahogados.

A pesar de su tormento interior, comprendió que la pista sobre

su abuelo era reveladora, y supo dónde ir a encontrar respuestas.

Su abuelo había sido el alcalde de su ciudad, y el fundador de la

logia. No cabían dudas de que tenía que ir a conocer más de su vida,

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la cual siempre fue un misterio familiar, y el lugar indicado eran

los archivos de la biblioteca. Más allá de su abandono en materia

de relaciones familiares, encontrar a sus seres queridos en este es-

tado lo consternó en demasía, y cerrando la puerta de calle, se en-

caminó hacia la biblioteca de la sociedad secreta.

Allí encontró, luego de una intensa búsqueda, un polvoriento

y ajado manuscrito amarillento escrito latín. Consiguió un diccio-

nario entre las herrumbradas estanterías de la biblioteca, y supo en-

tonces que el volumen se titulaba “La herencia maldita y los here-

deros tristes”. El autor era su abuelo. Cuando lo abrió, su mente fue

iluminada intempestivamente: comprendió que el volumen sobre

autohipnosis que había adquirido en la librería había sido escrito

por su abuelo con un seudónimo, y constituía su legado de sangre.

No tuvo duda: era su abuelo quien había grabado el disco sublimi-

nal que abrió la compuerta a esta plaga infernal y terminó de arrui-

nar su alicaída vida. Una extraña maquinación le sobrevino: su

abuelo habría cometido esa vejación a su víctima como ofrenda al

demonio, para luego grabar el vinilo en aras de propalar la pesti-

lencia hacia nuevos sitios en donde dicha infestación pudiese habi-

tar, disimulando su miserable treta con el libro de autohipnosis

como estratagema.

Pero era hora de terminar. Había llegado muy lejos. Sus miem-

bros temblaban al abrir el libro. Trémulo, ojeó sus páginas y encon-

tró el conjuro para volver a encerrar la peste que había desatado el

vinilo. En la mitad del volumen se hallaba un conjuro escrito ro-

deando a un pentagrama, en cuyo centro se representaba en

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proporción geométrica el ícono de la cabeza del macho cabrío. De-

cía la leyenda: “Bis Baphometus salvari nequeat. Non debere ad

novam domum suam”.

La iluminación había llegado a sus ojos: entendió que sólo po-

día librarse de la maldición trasplantando a todas estas huestes de

maldad a otra familia, puesto que no tenía el poder suficiente para

almacenar a la legión en el disco de vinilo. Entonces esa noche se

le presentó Baphomet en sueño, y le atestiguó todo lo que le había

acaecido, y le dijo al trastornado: “Profeta mío: escribe, y libre se-

rás”. Y su alma atormentada escribió sin vacilar -ni tampoco poder

controlarlo- este relato, tal cual le fue dictado por el demonio. En

tercera persona omnisciente lo escribió, y en él detalló todo lo que

le había acontecido, y asentó en estas líneas el poder del dios que

lo dominó durante su infierno, y profirió finalmente la siguiente

maldición: “Qui haec legit omnia verba Accipite ignari scelerum

tantorum manuscript, anima mea, et fratres mei, et rid de omni

malo”. Y el mal lo liberó a él y a su familia, y tomó posesión del

alma del lector de este manuscrito, y de toda su parentela.

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La abuela de cerámica

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Defino a mi persona como un tipo ajeno a las supersticiones.

Aunque creo en una fuerza superior que todo lo comanda, soy ateo

y no tengo credo ni religión. No creo en ángeles, espíritus, fantas-

mas ni demonios.

No obstante, intentaré desahogar en estas líneas mi infinita

consternación, puesto que los acontecimientos recientemente acae-

cidos en mi vida no me han permitido abandonar la perturbación.

La semana pasada conseguimos por fin comprador para la an-

tigua casona que, según mi memoria, habitaron toda su vida mis

abuelos. Yo los quise harto. Fueron mis segundos padres. Aún

añoro las veladas familiares, cada una de las cuales era una opor-

tunidad para que ambos bailaran alguna antigua pieza musical.

En el camino a la otrora residencia de mis abuelos, morada a

la que iba a embarrarme, o tal vez revolcarme jugando a ser sol-

dado; aquella en la que se me otorgaron todas las licencias de con-

sumo de dulces por las que tanto milité, todos estos recuerdos pa-

seaban por mi cabeza. Mi abuelo no sólo era un bailarín ocasional

de eventos familiares. Era un bailarín de la vida. Amó y acompañó

tanto a mi abuela, como nadie pudiera. De profesión artista, con

buena mano para la escultura, sentía yo algo de encono por la falta

de un homenaje contundente a un personaje ilustre de la comunidad

local por parte de las autoridades, que no pierden tiempo ni vacilan

en otorgar a una calle o plaza el nombre de algún padrino político

recientemente fenecido.

Me reconfortó, no obstante, el recuerdo de algo que no fue: a

menudo pensar en qué habría opinado mi abuelo en mi situación,

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me servía de orientación. Y me detuve escuchar (o tal vez sólo ima-

ginar), a mi abuelo con displicencia decir que a él los monolitos le

tienen sin cuidado. Menuda paradoja para aquel que esculpió unos

cuantos en mi ciudad.

Llegué a la casona deshabitada, disperso ya aquel enfado en

mi mente, y me propuse pues a deshacerme de los cacharros que

por ahí quedaban. Entonces resonaron en mi mente las enigmáticas

palabras de mi padre, artista también de profesión. “Hijo, todo lo

que quedaba de valor ya ha sido removido. Tira todo lo que en-

cuentres. Aún si encuentras esculturas hechas por la mano de tu

abuelo, pero sin terminar, despójate de ellas. Sé que será una tarea

difícil, pero toda escultura conlleva la energía de su artista. Y la

escultura inconclusa, el insaciable deseo de consumación”.

Aquella frase me pareció un tanto mística, y aunque no la pon-

deré en demasía, por alguna ironía del destino se apoderó de mi

mente justo al ingresar por la crujiente y ruidosa puerta de la ca-

sona.

Contra todos mis pronósticos, aquel viejo inmueble conser-

vaba intacto su aroma a hogar. La calidez de esa sensación me en-

volvió, al punto tal que el frío de una casa de techos altos y ya con

muy pocos muebles en sus haberes lucía casi imperceptible, o en

todo caso me resultó indiferente. Ni bien ingresé a la casa, un poco

por recuerdos y un poco por pragmatismo, la recorrí por completo.

De este modo podía relevar la tarea a realizar.

Es trillado decir, más debo hacerlo, que todas las vivencias re-

nacieron en mi mente. Las nostalgias de mis juegos de infante, o

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tal vez los desvelos en conversaciones adolescentes con mis abue-

los, por cierto, también mis confesores de antaño.

Para mi alma, esa casa aún estaba llena. Pero la incredulidad

de mi consciente, propulsada en la imposición de mercado de des-

hacerse de una propiedad que más temprano que tarde pasaría la

factura de la vejez, pudo conmigo y emprendí mi diligencia.

Pasaron horas, o tal vez siglos, en los que mí inmersión a la

noble tarea de darle disposición final a trastos y cacharros de va-

riada especie, me distrajo por momentos entre risas y llantos de las

preocupaciones cotidianas.

Empero, intempestivamente, justo cuando esa casona me co-

menzaba a enseñar su desnudez, apareció esa imagen de cuya per-

turbación no he podido librarme aún.

Ocurrió no bien ingresaba al pasillo que daba salida hacia el

patio, prolongada habitación de infame prontuario de acumulación

de cachivaches, enseres artísticos en desuso y demás. Pero esto que

ví no era ni remotamente un cachivache. Erguida frente a mi cual

Esfinge ante Edipo, se alzaba incólume y con mirada penetrante mi

abuela. Bueno, en realidad no era mi abuela, si no una estatua de

cerámica. Pero era ella. Astuto el viejo, al ver gravitar el crepúsculo

de sus días, y que no llegaría a darle la mano final de retoques,

escondió esta imagen, de modo que no pudiera ser fácilmente ha-

llada. Al fin y al cabo, cualquiera sabe que todo artista se revaloriza

post mortem. Y por supuesto que mi abuelo no había sido la excep-

ción a la regla. Su mejor legado fueron todas esas obras en que

tanto esmero empeñó para darnos una herencia de la que, como

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podrá usted suponer, nos ha sido muy difícil sentimentalmente des-

pojarnos.

Pero esta escultura no tuvo tal derrotero. Por alguna razón, él

escondió la imagen de la vieja. Lucía espléndida. Transmitía el

mismo candor y la impronta de cariño que mi abuela generosa-

mente me propinaba. Su rostro era esplendoroso, bello y vívido, y

nada podía soslayar esa candidez entreverada con ternura. Ni si-

quiera aquellas manos y retoques finales que sólo un quisquilloso

artista descubre como faltantes.

Los recuerdos volvieron a brotar a borbotones en mi cabeza.

Casi volví a digerir cada empanada con la que mi abuela me mi-

maba, y cada cuento con el que me hizo dormir.

Sin embargo, su mirada penetrante (refiérome a la escultura),

no hacía más que otorgarme una extraña sensación de vigilia ajena.

Cual si se le hubiese encomendado continuar cuidando de mí.

Pero... ¡qué idiota soy!, pensé. Ya me estoy asemejando a mi padre

de tanta superstición. Y hablando de mi padre, de repente sus enig-

máticas palabras retumbaron en mi mente. Casi como premonito-

rias, como si hubieran tenido nombre y apellido.

Sabía que, tarde o temprano, debería darle disposición final a

mi abuela, o mejor dicho a su imagen, pero decidí procrastinar.

Comprendí que me costaría hacerlo, me conozco. Así que continué

por lo liviano y despojado de sentimientos, y dejé para más tarde

el tragarme el sapo.

Continué pasillo adelante hacia el cuarto del fondo. Se utilizó

en algún momento como cuarto de visitas, para luego adaptarse

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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como lavadero, pieza de aseo y de planchado.

Cuando llegué, concluí inmediatamente en que debía al menos

superficialmente limpiar de polvo y telarañas cualquier superficie

si quería extraer algo de allí. Tomé el viejo plumero disponible en

el dispensario de limpieza de la habitación, y mientras quitaba el

polvo divagaba en mi mente en pensamientos profundos, recuerdos

inamovibles. El reflejo de mi rostro en el espejo parecía rejuvene-

cer en la medida en que yo viajaba en el tiempo y exploraba algún

recuerdo más lejano de mi niñez felizmente compartida con mis

abuelos.

De pronto una visión horrenda irrumpió mis recuerdos. Yo te-

nía en mi imagen mental a mi abuela a mis espaldas acomodando

mi mochila para ir al colegio y terminando de peinarme frente al

espejo, dibujando una sonrisa. Esta imagen era tan real que pude

ver a mi abuela tras de mí en el reflejo de ella en la ventana. Me

dejé llevar por ese grato recuerdo, pues había comprendido que la

presencia de mi abuela allí no era más que un fiel memoria de mi

grato sentir hacia ella, por ende, un mero constructo de mi imagi-

nación.

Pero bruscamente la figura mental de mi abuela se desfiguró

ante mí en el reflejo de la ventana: más bien fue su rostro el que se

petrificó. Instantáneamente apareció en mi mente la estremecedora

y pétrea imagen de esa misteriosa escultura. Resultó obvio para mí:

al fin y al cabo, era una imagen difícil de olvidar. Intenté borrar de

mi mente ese recuerdo, tomé algunas cajas cuyo polvo acababa de

remover y viré hacia atrás para salir de la habitación con los objetos

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a desalojar. Pero no pude hacerlo. Quedé completamente tieso ante

la figura de esa escultura: no era un reflejo. Estaba ante mí la ima-

gen de cerámica. Por un momento fui más bien yo quien quedé

petrificado. Fue tal el pánico, que yo me percibía más duro y helado

que la propia escultura.

Inmediatamente me invadió ese raciocinio que siempre me

permitió sobrevivir y seguir adelante en este mundo incierto: “la

estatua siempre estuvo aquí, es obvio que mi abuelo la ha guardado

acá. Yo la debo haber visto en mi recorrido general que realicé ni

bien arribé”. Todo lo demás habría sido fruto de mi excesivamente

estimulada imaginación producto de volver al pasado en mis pen-

samientos.

Aún abrumado, puesto que esa escultura era tan real y a la vez

la fijación de su mirada en la mía era tan penetrante, meneando mi

cabeza proseguí con mi labor, tomando provecho del recurso de la

negación lógica que aporta la razón.

Me aleje con las cajas de la escultura, casi mirándola con te-

mor reverencial. A contraluz, ciertos rasgos de su figura reflejaban

sombras lúgubres.

Continué despejando otras habitaciones. Como la pareja de

ancianos vivía sola hacía tiempo, y sólo recibía visitas esporádicas

de sus nietos, dejé para el final la habitación de ellos, que sería la

más cargada de recuerdos y de objetos. Después de todo, mi abuela

falleció varios años luego del deceso de mi abuelo, por lo que la

mayoría de la casa se encontraba en desuso hacía tiempo ya. Se me

venía a mi mente la escultura de mi abuela: sabía que, si debía

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obedecer a mi padre, debería destruirla tarde o temprano. Pero algo

en mi interior me lo hacía extremadamente difícil.

Cuando ingresé a la habitación de ellos, el ambiente se perci-

bía tan viciado que era como si esa misma noche alguien hubiera

dormido allí, y se hubiese despertado recientemente. O quizá ni si-

quiera hubiera salido de esa habitación. Comencé a recoger objetos

de un mueble enmohecido y sin valor, y ya abiertas sus puertas cru-

jientes, sus espejos herrumbrados se dejaron ver. Esta vez no tuve

suficiente confianza para enfocar mi mirada en ellos. Me concentré

en mi trabajo y evité cualquier memoria lejana. El ambiente lo ame-

ritaba.

Pero la tentación me atrapaba y una macabra curiosidad se ha-

bía apoderado de mí: necesitaba validar que mi lógica era correcta;

que el espejo reflejaría una fiel imagen de mí y de mi entorno.

Hubiera deseado decir que así fue. Hubiera querido que mi ló-

gica y la razón ganarán esta batalla como siempre lo habían hecho

en mi vida. Pero lamentablemente no puedo afirmarlo. La primer

mirada al espejo derecho no reflejó nada extraño. Era mi rostro su-

cio por el polvo y algún cacharro viejo en el fondo. Me confié y

confirmé por unos segundos que todo había sido un engaño de mi

mente sugestionada; era obvio. Por eso pasé de largo el espejo iz-

quierdo, no ya enfocándome en él, sino en el quehacer a continuar.

Pero algo como en un flash engañó mi visión. Un ruido visual había

aparecido en ese espejo tras de mí.

El temor volvió a recorrer mis venas y paralizarme. No quería

volver a fijar mi mirada en el espejo ni tampoco dar vuelta y mirar

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a mis espaldas.

Estuve congelado por un tiempo, que yo percibí como eterni-

dad. Miles de pensamientos confusos invadieron mi mente. No sa-

bía cuál era el movimiento correcto siguiente, pero cuanto más gri-

taba en mi interior que todo esto era tan sólo sugestión, más pavor

me invadía. Finalmente opté por ignorar lo que había percibido y

apostar por última vez a mi intuición lógica. Proseguí, pero mi la-

bor fue rápidamente interrumpida: ni bien di la vuelta intentando

salir de la habitación, la imagen de mi abuela hecha cerámica se

presentó frente a mí. No quitaba su fijación de mis ojos. Me invadió

el terror, la angustia, la desesperación y un poco de ira. Grité pri-

mero: —¿Quién anda allí? Hermano, prima... ¿son ustedes? A na-

die engañan. Es obvio que vinieron a perder el tiempo molestán-

dome, pues sabían que vendría a hacer este trabajo. ¡¡¡Salgan ya!!!

¡Muéstrense! —pero nadie respondió.

Fue allí donde comprendí las palabras de mi padre. Tomé una

madera que había formado parte de la cama de mis abuelos, y lleno

de enojo y terror, al grito de “¡Basta ya! ¡Abuela, suéltame ya y

déjame en paz!”, le di un golpe seco a la figura, con lo que le volé

su cabeza por el aire. Estaba estupefacto: por muy de cerámica que

fuera, había bateado la cabeza de mi abuela.

Decidí no dar más vuelta de rosca al asunto, y finalmente me

tomó una hora más terminar el trabajo. Perplejo y con la mente en

blanco me esforcé a finalizar, para no tener que volver jamás.

Nunca hubo buena señal móvil en esa gran casona, pero al sa-

lir, verifiqué mi celular y tenía 3 llamadas perdidas del cementerio.

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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Por temas tributarios, mis padres habían puesto a mi nombre los

nichos. Devolví la llamada. Era de noche ya, y el celador me aten-

dió con su voz cavernosa, y en tono sombrío me solicitó que me

apersone con premura al cementerio.

Sentí de pronto que todo mi cuerpo se ponía gélido. Yo ya ha-

bía tenido suficientes sensaciones paranormales por el día y estaba

ya exhausto de tanto trabajo doméstico en la casa abandonada, pero

algo me decía que tenía que revelar este misterio, y que la llamada

del celador me arrojaría algo de luz en el asunto. No sabía por qué,

pero intuía que ambos eventos eran conexos.

Fue un pensamiento absurdo: quizá el llamado era por cues-

tiones administrativas (lo que, viniendo del cementerio, es muy

poco frecuente, y mucho menos en ese horario), o podía ser un

asunto relativo a cualquiera de mis otros 4 parientes enterrados allí.

Al llegar, reparé rápidamente en que el celador que me había

llamado era un reemplazante: el titular del turno estaba completa-

mente estupefacto, con sus ojos desorbitados, intentando dar una

declaración al comisario, quien también se encontraba notoria-

mente anonadado. Se respiraba un olor fétido en el denso ambiente.

El efectivo policial a su vez me dijo que lamentaba informarme que

aparentemente alguna secta habría realizado una misa negra, para

lo cual profanaron un cadáver, con tan mala coincidencia que se

trataba del de mi pariente: su nombre era el de mi abuela. Me acer-

qué trémulo al nicho, algo que nunca hubiera hecho si no fuera por

lo que había vivido más temprano. Y efectivamente, había ocurrido

exactamente lo que yo suplicaba en mi interior que no: hallé el

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pútrido cuerpo de mi abuela. Sólo pude reconocerlo porque guar-

daba intacta en mi retina la vestimenta con que la velamos. En

efecto, le faltaba la cabeza.

Aunque esta horrenda imagen y su hedor no debían tener nexo

racional con ningún acto que yo hubiera realizado, no pude enten-

der por qué me había invadido un sentimiento funesto e irremedia-

ble de culpa.

Luego de confirmar tembloroso mi parentesco y la titularidad

del nicho ante el oficial de la ley, me acerqué al sombrío y taciturno

celador de reemplazo y le pregunté quién podría haber cometido

semejante atrocidad.

—Para estas fechas el robo de cadáveres es moneda corriente,

por los ritos de los aquelarres. Pudo haber sido cualquiera —con-

testó tajante y siniestro, con su garganta de lata y un rictus glacial

en su rostro enjuto.

Le pregunté si podía ver la cinta de video de la cámara de vi-

gilancia. Impertérrito, el ermitaño me comentó que ya lo había he-

cho, sin hallar nada relevante, pero que no había prestado atención

al sonido de la grabación por no considerarlo relevante.

En cualquier otro caso me hubiese marchado, pero supe que

mi mente no me permitiría conciliar el sueño aquella noche si no

iba hasta el meollo del asunto, por lo que le rogué con vehemencia

al espectral sujeto que lo reproduzca nuevamente y active el alta-

voz. A pesar de mi pavor, precisaba esclarecer lo acontecido.

Se oían ruidos difusos y un tanto escalofriantes, pero cuando

el celador aplicó los filtros adecuados y pudo ecualizar

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correctamente el sonido de la grabación, lo que escuché fue abso-

lutamente aterrador. Era la voz de mi abuela la que me hablaba.

“Nieto mío, por fin me hallaste. Tantos años estuve esperando

este momento. Esta escultura es el amuleto que tu abuelo y yo te

legamos para poder estar siempre contigo. No, ¡no te asustes! Soy

yo, puedes creer. ¡Tranquilo!”

“Nietito, no quise asustarte, te pido disculpas. Sé que es difícil

todo esto para ti. Por eso decidí seguirte hasta acá para que puedas

comprender que estoy aquí para acompañarte y protegerte. Des-

cuida y confía en mí.”

“¿Qué haces? No, hijo, tranquilo. Suelta ese palo, mi nietito,

soy yo. ¡Pronto saldremos de aquí! ¡Nietito! ¡¡¡¡No!!!!”

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La habitación central

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La turba iracunda que estaba en la puerta de mi casa me había

exasperado. Me cansan un poco estas revueltas, estos jardines de

gente sin cabeza que, mimetizados y sin razón, se agolpan en algún

sitio con intenciones de saquearlo.

Abrí la puerta de calle y salí, pero permanecí atrás de la verja.

No tenía intenciones de que me avasallaran e ingresaran a la casa.

Eran cientos. Pude darme cuenta rápidamente cuál era el cabecilla,

el mandamás. Era un demonio grande, de entre 30 y 40 años, alto

y corpulento, pelado. Inhumano. Ni vivo, ni muerto: era un pro-

grama. Es sencillo detectar a estos demonios si uno observa con

atención. Los encontrás en algunas manifestaciones destructivas.

Los hay entre los ejércitos de mercenarios, entre las huestes de ti-

ranos, y en el séquito de adláteres y represores de los que cualquier

dictador de una republiqueta bananera se rodea.

Lo confronté y le acusé su condición de daemon. Mi sem-

blante lo hizo acercarse, y nos miramos fijamente, separados sólo

por los barrotes.

—Evidentemente no sabés quién soy. No te das cuenta de que

en el segundo cielo yo te domino a vos.

En respuesta, el demonio enardecido entendió la consigna

como una orden para manifestar su intersticial condición. Como un

procedimiento habitual, el mercenario decoloró sus ojos, que se

volvieron de un tono gris oscuro pero opaco, cuasi violáceo, y la

imagen interior me estremeció: era un ángel guerrero, jerarca de

legiones, apoderado de inconmensurables milicias. Era poderoso,

y por unos segundos su sonrisa vacía de expresión o sentimiento

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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me propició escalofríos.

Devolví gentilezas, y le presenté mis credenciales oculares,

cuando todavía con su sarcasmo asintomático me confrontaba, y

me hacía notar que podía torcer la barrera metálica que nos sepa-

raba tan solo con sus dedos si así lo deseara. Pero esa sonrisa se

desdibujó rápidamente cuando me pudo identificar, y se echó atrás

con espantoso terror, aunque todavía incrédulo, sin comprender ni

ser capaz de dar crédito a su visión.

—En efecto, sos un gran jerarca bélico. Pero yo tengo trono

entre las potestades celestes, y mi gobierno es por sobre los jerarcas

de batalla —insistí.

Volví mis espaldas e ingresé nuevamente a la casa.

No había estado tranquilo los últimos días. Mi abuela recien-

temente fallecida no nos dejaba en paz con su presencia controla-

dora y paranoica por sobre todas las cosas. Delirando como siem-

pre, sin poder apagar su obsesa y neurótica cabeza, iba de un lado

al otro de la casa, dando aullidos y acusando latrocinios y desapa-

riciones de objetos. A mí me espantaba darme cuenta que tal pre-

sencia me estaba contagiando en mis parámetros conductuales.

Entonces me dijo mi mujer: “Es al pedo, vas a tener que invo-

carla. Tenés que llamarla para que se calme, porque su presencia

está en todos lados”. De manera que me puse a buscarla por do-

quier, y conjuraba en cada habitación, insistiendo con vehemencia:

“Abuela, ¿estás acá? Presentáte en este momento, ¡manifestate en

cuerpo presente!”.

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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***

En el living de mi casa, y sobre el mediodía, mi abuela se me

presentó. Estaba tan ocupada en sus menesteres, iba y venía, que

casi le costó darse cuenta de que la estaba saludando. De hecho,

para ella no había mucho más cambio, a excepción de sentirse des-

nudada al ser exteriorizado su espíritu ante mi orden, dejando al

descubierto sus trabajos, estratagemas y elucubraciones detrás del

telón de la casa. Ahora se podían entrever sus apetencias de control.

Lucía avejentada, blancuzca y con su habitual sudoración fría en el

rostro.

Sonrió, un poco con cínica falsedad, y otro poco con la alegría

del reencuentro. Con rostro evasivo, pretendió continuar sus enfer-

mizos labores, buscando las cosas que se habían perdido, que ha-

bían robado.

Pero caí en la cuenta de que no iba a ser posible detener el

poder de su intención. Inexorablemente seguiría buscando las co-

sas, los objetos. Decidí entonces distraerla con conversación.

—¿Y Dios, nona? ¿Qué pasó? ¿Por qué no estás con Él?

—¡Ah! Ni me hables de ese… no quiero saber de nada.

Esta respuesta me estremeció sobremanera, porque la había

escuchado predicar toda su vida.

—Pero entonces, vos andás merodeando por acá, sin una dis-

posición final… no estás ni en el cielo ni en el infierno, y nos tenés

en vilo a nosotros, asustándonos y molestándonos con tu presencia,

¡no te jubilás más, abuela!

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Pero no. No había caso. No me escuchaba, absolutamente

nada. Seguía en la suya, dando vueltas por todos lados en la casa,

vertiendo su sudor, sin descanso. Yo sabía que, si insistía un poco

más, sólo lograría incitarla a incoar con sus diatribas, a vomitarme

su bocanada de quejas y reclamos. Tomé determinación y me decidí

a mirarla, a identificarme.

—Abuela, me parece útil que sepas quién soy.

Y le mostré mis credenciales. La miré fijo, mis ojos se torna-

ron grises y opacos. Los de ella, purpúreos y opacos, y cuando vio

dentro de mis ojos, su boca se abrió y se retorció con un pavor fun-

damental, semejante al que suscita el percatarse de un punto de no

retorno. Sus huesos crujieron, sus músculos se agarrotaron, en un

fenómeno parecido a un ataque de epilepsia. Es extraño: los muer-

tos suelen descansar de ella. Un gemido mortuorio y agónico emer-

gió estertóreo de ella.

Mi abuela colapsó.

Le implotó la cabeza, y se dejó ver el monitor interior, una

pantalla a tubo de rayos catódicos, muy vieja. Humeaba. La situa-

ción lucía irreversible. Qué horror. Me embargó la angustia. De re-

pente, quería repararla, ¡quería resucitar a mi abuela! Tanto me ha-

bía molestado, pero no quería que terminara así. Le di unos golpes

en la cabeza, esto es, en el monitor. De costado le di los golpes.

Inclusive, empalmé algunos cables que habían cortocircuitado, y

aún quemaban. Pero no me quedó otra que hacerme a la idea de

que la avería del robot de mi abuela era irrecuperable.

Toqué dos cables entre sí, otrora unidos, y una señal tecnicolor

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emergió en el monitor de rayos catódicos. Y pude ver en él al espí-

ritu de mi abuela. Estaba en un centro de datos; se encontraba en

una habitación de la casa que yo reconocía, que me sonaba familiar,

pero a la cual no sabía cómo llegar. Una cámara hermética, seme-

jante a la habitación del pánico. Estaba llena de archiveros, cachi-

vaches, información, tecnología obsoleta, material de comunica-

ción. Me pareció ver una cama allí. Era la cama de mi madre, la

hija de mi abuela. Tenía sobre ella dispositivos electrónicos, cacha-

rros viejos, equipos de radio y telefonía.

Estaba cerca, la habitación estaba cerca, pero ¿dónde? Mi

abuela seguía merodeando por allí, pero malherida, desesperada,

encerrada y buscando la salida para volver a ser libre. La salida de

una habitación sin puertas. Aquella tarde descubrí mi potencia en

materia de encerrar espíritus, como el rey Salomón en tiempos re-

motos encerrara genios en sus lámparas. Era una competencia in-

consciente hasta entonces.

***

La casa que años después se transformó en un centro educativo

en donde yo trabajé varios años, tenía una historia singular: la

dueña me dijo que, durante una remodelación, derribaron una pared

y descubrieron una habitación que estaba cerrada, que no existía en

el plano catastral. Se transformó en la oficina administrativa de la

empresa. Al tiempo, cerraron.

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***

Me pasé toda la vida deconstruyendo en mi mente la casa, mi-

rándola con mi imaginación desde arriba, intentando buscar la ubi-

cación exacta. Pero nunca pude encontrarla. Nunca encontré la ha-

bitación central.

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El doliente espectro de una niña pedigüeña

Yo vivía en la elevada torre de un lejano castillo situado en un

promontorio, lúgubre y enmohecida herencia familiar. Mis ances-

tros que habitaron estas instalaciones habían sido inhumados en las

catacumbas soterradas bajo el castillo. Esta cripta abrigaba los res-

tos de la familia de mis tatarabuelos, los constructores y únicos ha-

bitantes hasta hoy, pues fenecieron aquí dentro fruto de una horro-

rífico devenir, que terminó una a una con las vidas del matrimonio,

sus dos hijos adolescentes, y su pequeña hija de 10 años. Fue mi

padre quien se animó cierta vez a revelarme este secreto de tragedia

familiar. Sobrevivió sólo el hijo mayor, mi bisabuelo, que, por su

edad, justamente había sido reclutado como combatiente para dicha

contienda y que, por aquellas paradojas del destino, retornó con

vida, y se encontró con un dantesco esperpento. Tal fue su trauma,

que el deudo inhumó en la cripta a su familia completa con celeri-

dad y sin vacilaciones, y se marchó de allí inmediatamente, para

nunca más volver, con las únicas provisiones de supervivencia que

disponía en su bolso militar. Todo el mobiliario, las obras de arte y

los utensilios, quedaron intactos durante décadas, sólo padeciendo

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el paulatino deterioro del herrumbre, la bruma y el enmoheci-

miento.

Según cuenta la sórdida historia que trascendió escrupulosa a

través de las siguientes generaciones (cuando este asunto dejó de

ser tabú), la ciudad y sus al rededores habían sido asoladas por

aquella gran guerra, y en medio de trincheras, quedó la familia en-

trampada en el castillo. Cada noche escuchaban los gritos y a la

postre, el fétido aroma sepulcral de los decesos, semejante a san-

grienta carne triturada y descompuesta a la vez. Soldados acudían

desesperados a los dinteles del castillo, y los niños eran movidos a

misericordia por abrir y contener a estos desolados. Pero el padre,

compungido y con la voz entrecortada, les prohibía hacerlo, por el

riesgo de que todos esos combatientes acabasen las provisiones de

sus lagares.

Sin embargo, no fue ésta la porción más traumática de su

trunca infancia. Sino que, como premonición, el pronóstico del pa-

dre tarde o temprano acaeció. Fueron agotándose las provisiones

día a día. La guerra se dilató mucho más de lo esperable. Mis tata-

rabuelos postergaban su alimentación en pos de sus hijos. Los ha-

cían jugar y reír para aligerar los largos ratos de hastío, y disimula-

ban una sonrisa. Pero la raquítica escualidez de sus cuerpos no en-

gañaba a los chicos, que, al contemplarla, decaían en tristeza ines-

crutable. Murió la madre primero, débil y enferma, con la niña en

sus brazos, y una débil lágrima desprendida de sus ojos. Y al poco

tiempo el padre, que ya no comía para que los niños pudieran ha-

cerlo. Los hijos soportaron por un tiempo su orfandad. Aprendieron

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a sobrevivir y valérselas por sí mismos contra el inmenso y gélido

castillo, con la acuciante amenaza de la guerra externa, y con el

tormento y desasosiego de convivir con los decrépitos cadáveres

de sus padres adentro, siendo aún niños. Naturalmente, pronto una

tórpida delgadez en ellos comenzó también a volverse ostensible,

puesto que las provisiones se agotaron por completo. Cada her-

mano vio morir a los demás, hasta que cayó la niña, cuyo alimento

fue el prioritario siempre. Fue paradojal esta protección familiar,

en la que todos se postergaron por alimentar a la hija, que terminó

por contemplar pavorosamente el deceso uno por uno de sus padres

y luego de sus hermanos, todos tras languidecer largamente, fene-

ciendo en hambruna frente a sus ojos, y a la postre, comprender

que ni siquiera disponía ya de fuerzas para trasladar los cadáveres

y darles sepelio, fruto de su macabra escualidez y su corta edad.

Aconteció, pues, que cuando mi bisabuelo logró forzar las

puertas, en su desesperación por el beligerante espectáculo en de-

rredor del castillo, encontró cada cuerpo en una habitación dife-

rente, con la excepción de los padres, que habían sido cargados

hasta las catacumbas con horror y pesar por sus hijos de consuno.

Pero a la postre, semejante a los canes que intuyen su muerte pronta

y entonces se retiran con pudor, los hijos decidieron morir cada uno

alejado de los otros, como aliciente ante el trauma. Es que la debi-

lidad les impedía llegar muy lejos, y sabían que su hedor post-mor-

tem resultaría tétrico y repugnante para sus congéneres. El horror

más recalcitrante de mi bisabuelo al encontrar a su familia en des-

composición, fue el notar que parte de sus cuerpos presentaban

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notorias laceraciones en sus muslos. Por estas flagelaciones con-

cluyó estupefacto que los niños habían profanado los cadáveres,

comenzado a comer la carne de sus hermanos muertos ante la de-

sesperación de la hambruna.

No había otra cosa que la más horrenda palidez en sus rostros,

pero en su estupor pudo contemplar un halo de alivio en ellos, como

si cierta satisfacción les sobreviniera al percibir su hora final seme-

jante al culmen de su pavorosa y prolongada pesadilla.

Las pétreas y férreas instalaciones le permitieron al castillo

sobrevivir tras las siguientes generaciones, a pesar del horripilante

destino de sus habitantes. Pero nunca más fue hogar de nadie, fruto

del estigma de aquel hórrido recuerdo. Empero, yo ya era quinta

generación, y la propiedad se había revalorizado, a la vez que la

historia se había diluido en hermetismo entre mis sucesivos ante-

cesores. El escepticismo que conlleva este tiempo moderno, me

permitió llegar, no a descreer de la tragedia familiar, pero sí del

detallado morbo y holocausto que he descrito. Sé bien que las anéc-

dotas se engrosan con los años, salpimentándose a través de las ge-

neraciones.

***

Como mi bisabuelo tuvo que comenzar de cero, lejos y trau-

mado por este suceso espantoso, mis ancestros no poseían una dote

económica ni un entusiasmo suficiente para reacondicionar este pa-

lacio que involucionaba hacia las ruinas. Pero el cúmulo de la

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herencia que recibí como hijo único, en añadidura a una buena po-

sición económica personal que mi profesión me había prodigado,

me motivaron a reparar la antigua casona. Pensé que las remodela-

ciones le volcarían un aire fresco que la librase de su lúgubre his-

torial.

Un año transcurrió hasta que el castillo familiar se encontró

listo para ser utilizado. Lucía rutilante, esplendoroso. Yo soy un

hombre potentado, aunque solitario y frugal, y pronto percibí que

el gran castillo sería demasiado para mí. Me instalé, pues, en una

de sus torres frontales, en donde contaba con todo lo que me era

menester: una biblioteca, un vestidor, mi recámara y el sanitario.

El ser un sujeto taciturno y ermitaño me llevó pronto a sentirme a

gusto viviendo más cerca del bosque de pinos que de la urbe, a la

que concurría sólo para mis labores. De todos modos, recorría a

menudo el castillo completo, y sentía una especial fijación por las

habitaciones de mis ancestros, y una fascinante atracción hacia la

espeluznante cripta que se hallaba bajo la penumbra del sótano.

Las provisiones llegaban semanalmente a mi palacio en hora-

rio vespertino, con lo cual mis salidas de la edificación, más allá de

las laborales, se limitaban a mis largas caminatas por el bosque.

Sin embargo, el no tener control de la totalidad del castillo me

generaba escozor. A menudo sentía extraños ruidos lejanos a mí,

pero internos a la construcción, que yo atribuía al crujir de la vieja

madera, o al soplo del viento por los ventanales. Aunque por mo-

mentos esto me atemorizaba, rápidamente volvía mi calma y cabal

apaciguamiento. Al fin y al cabo, me encontraba disfrutando de mi

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soledad dentro del opulento legado familiar, respirando la fresca

brisa del bosque y dejando ingresar la luz de la luna por las cortinas.

Contemplaba las estrellas por la ventana que brillaban al son de los

cánticos de grillos lejanos, y en una meditación profunda, conci-

liaba un gratificante sueño. Al día siguiente de semejante buen des-

canso, me sentía bien despierto, lúcido y listo para encarar una

nueva jornada en mi flamante rutina castelar. Sentía así, que el es-

fuerzo de mis ancestros no era en vano, si yo podía resignificar ta-

maño proyecto inmobiliario.

***

No obstante, toda esta calma chicha quedó sepultada la primer

noche de Halloween en el castillo. Los aldeanos cercanos registra-

ban bien a esta empedrada edificación, y la ponderaban práctica-

mente como un sitio de culto. Emergían de la comarca a borbotones

las tenebrosas fábulas acerca del palacio. Este tupido anecdotario,

suscitó que mientras el palacio se encontraba abandonado, se cons-

tituyese cual sitio asiduo para los rituales infantiles de noche de

brujas. Los niños tomaban provecho del contexto de este castillo

para divertirse ante la fascinación que otorga el miedo, y ¿quién

sabe?, quizá hasta ver accidentalmente algún aquelarre, misa negra

o culto pagano, o bien atestiguar algún fenómeno paranormal.

Esa costumbre de los niños no cambió aquel día, como era de

esperarse. Pero concluyendo a juzgar por las luces, que el castillo

ahora se encontraba habitado, llamaron a la puerta. Yo me enteré

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de todas estas tradiciones barreales in situ, cuando al salir a mi

puerta, me encontré a un grupo dos simpáticos adolescentes y una

bella niña, que me hicieron la pregunta de rigor: “¿dulce o truco?”.

Quedé atónito, porque realmente no contaba con dulces para brin-

darles. Les contesté con honestidad negativamente a los niños, e

inmediatamente decayó su semblante, virando hacia un rictus som-

brío y siniestro. Enigmático, el más grande de ellos, que cargaba en

sus sienes una boina que me impedía divisar su rostro en plenitud,

me respondió a secas: “truco será”.

Yo cerré la puerta un poco turbado por aquella escueta pero

escalofriante declaración. Acaso petrificado durante varios segun-

dos, me encontraba yo aún apoyado en la puerta, inmerso en con-

fusos pensamientos. Pero rápidamente volví en mí, me encogí de

hombros y concluí para mis adentros: “siento lo de los dulces, pero,

al fin y al cabo, tan solo son niños. Ya conseguirán”. Dejé que el

asunto se diluyera en mi mente y continué con mi cena, sin reparar

en lo absorto que por unos instantes quedé ante el cambio brusco

de los niños, desde una simpatía esplendorosa hacia una repentina

animadversión para conmigo.

Cuando yo ya había finalizado mi cena, alguien llamó nueva-

mente a la puerta. Acudí con poca voluntad, luego del desaire pro-

vocado por los infantes anteriores. Esta vez era tan solo una niña,

de entre 9 y 12 años. Extrañamente, su rostro me resultaba familiar.

Me anticipé a disculparme: “Perdóname niña, pero no sabía que

aquí se seguía fielmente esta tradición nórdica. Soy nuevo por estos

lares. El año próximo no les fallaré con los dulces”.

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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“Yo no vengo por dulces”, me replicó. “Yo necesito cenar”.

De pronto pude observar mejor su rostro, pues quedé gélido al re-

cibir semejante respuesta. Su semblante conservaba la bella ternura

que brinda la infancia, pero su anémica palidez y su flacura cada-

vérica rápidamente me estremecieron. Era una niña que, a pesar de

su juventud, se encontraba seca de carnes y lábil de energías.

Me compadecí de ella, y luego de salir de mi estupor le res-

pondí: “Por supuesto que sí, niña. Justo acabo de cenar y tengo un

poco para darte. Aguardáme aquí”. Sentía yo una insoslayable con-

miseración por ella.

Su mirada era fija y estática. Pensé, a juzgar por sus vidriosos

ojos, que su hambre le generaba extravíos. Sentí una inquietante

desesperación. Un desvarío interior me generó un extraño temor:

me embargó la ilógica preocupación de que la niña fuera a desfa-

llecer en mi pórtico. Así que me apresuré a tomar la comida, pero

cuando volví, la niña se había esfumado. No había rastros de ella.

Sólo alcancé a percibir que el ambiente ahora estaba un poco más

denso y viciado. Supuse que esta percepción era tan solo fruto de

mi perturbación. Cerré la puerta un poco exhausto, y ofuscado ya

por estos dos extraños comportamientos infantiles, emprendí por

fin el peregrinar rumbo a mis aposentos. Sin embargo, por unos

segundos me detuve en la escalera producto de una ensoñación re-

pentina y horrible: ¿y si, mientras me encontraba preparando la

cena para la niña, ella ingresó al castillo? La invasora pudo haberse

escondido en cualquier parte, siendo esta casona tan gigantesca, y

tan escaso mi control sobre ella.

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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Pero antes de que pudiera disponerme supino en mi lecho,

sentí nuevamente el toque de puerta. Yo no había contratado aún

personal de maestranza ni mayordomo para el castillo, dado que

vivía sólo y no lo consideraba necesario, habiendo ocupado tan

solo un tercio del predio total. Así que, con un poco de exaspera-

ción entremezclada con fascinante temor, bajé por tercera vez hacia

el pórtico, reconsiderando seriamente lo de contratar al mayor-

domo.

Pero quedé anonadado nuevamente, ante la presencia de la

misma niña de rostro familiar, aunque un tanto más espectral aún.

Acababa de abrir la alta y crujiente hoja de la puerta, cuando la niña

me volvió a pedir algo de comer.

—¡Te marchaste justo cuando venía con tu comida! —le res-

pondí, y agregué— ¡Era una verdadera delicia! Pero mira, ya no

quiero más bromas por esta noche. Sé que estamos en Halloween,

pero yo no estoy para sustos. ¿Tienes hambre de verdad? —a lo que

contestó a secas asintiendo con la cabeza. -Bien, entonces, si esto

no es una broma, asumo que no tendrás problema de acompañarme

hasta la cocina, y si lo deseas, puedes comerlo allí mismo. - Esta

vez meneó la cabeza. Pero ya no hablaba. Parecía como si le hu-

bieran pasado varios meses encima rápidamente, porque su dete-

rioro era mayúsculo y apanicante.

Al abrir la puerta, no se sorprendió como cualquier otro niño

convencionalmente hubiera reaccionado ante la majestuosidad del

otrora fastuoso castillo, con las pinturas de mis ancestros por las

escaleras bastante horadadas, pero aun fácilmente perceptibles por

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cualquier mortal con no poco asombro. Quizá por su debilidad no

se encontraba ella dispuesta a ese tipo de contemplaciones, pero

realmente daba la sensación de que conocía a la perfección el cas-

tillo. Por supuesto, a duras penas podía subir los peldaños. No con-

taba con la agilidad y el entusiasmo del que cualquier niño de su

edad es poseedor. De hecho, tuve que asistirla con mi brazo, y com-

prendí harto conmovido que el hambre de esta niña era apremiante.

Al llegar a la cocina, tomé con presteza nuevamente los ali-

mentos que ya le había apartado, y mientras preparaba su vianda,

ella no hacía más que contemplarme rígidamente, con una fijación

absoluta en mí, y no tanto en la comida que le preparaba. Me pro-

dujo consternación e inquietud mirar su débil pero tenebrosa figura

de soslayo, y me limité a seguir cortando su ración. Era menester

el satisfacer prontamente sus necesidades nutricias. Pero el am-

biente era denso y el pánico comenzaba a apoderarse de mí, por lo

que al final me animé a iniciar una conversación para romper ese

hielo. Los minutos parecían años, y necesitaba con premura disten-

der la situación.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté, con voz trémula.

—María” —respondió ella, a secas e impertérrita.

—¿Cuántos años tienes? —repliqué.

—Diez —me contestó.

Le consulté si era de por aquí, y ella se limitó a asentir nueva-

mente con su cabeza. Su mirada penetraba mis sienes, y mi tensión

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iba en aumento. La historia lucía inverosímil. Los aldeanos eran

humildes, pero no padecían hambre. Generaciones de pastores y

fruticultores habían producido alimentos para la ciudad. Era ex-

traño que, tratándose de la hija de alguna pareja aldeana, estuviera

languideciendo. Mas su figura estoica e inasible no suscitaba ni el

mínimo atisbo de dudas acerca de aquello que testificaba.

Si era una niña de una década de estos pagos y con hambre,

no podía ser otra cosa que… Pero no, no era posible. Se trataba de

un pensamiento ridículo. Al final, ya que la hambrienta niña se

mantuvo incólume a pesar de mi evidente nerviosidad, le hice una

estúpida pregunta, que casi sin poder controlarla, escapó de mis

labios:

—María, ¿eres un fantasma?

En ese momento, el cuerpo de María hizo una rápida meta-

morfosis hacia el de un pútrido pero escuálido cadáver, y su voz

infantil se transmutó en una voz cavernosa y fantasmática:

—¡¡¡¡¡SÍ!!!!! —exclamó desgañitándose en aquella tétrica vo-

ciferación que salía de su debilitado cuerpecillo, pero que no le per-

tenecía, porque era lejana, como proveniente de sus hambrientos

intersticios, y no de sus cuerdas vocales.

Finalmente, emergieron de las sombras intempestivamente

dos niños adolescentes. Eran los que me habían pedido los dulces.

Pero me costó reconocerlos inicialmente: su aspecto era absoluta-

mente abominable y putrefacto, y las carnes de sus muslos

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aparentaban haber sido desgarradas. Mi pánico ante semejante ana-

tema era sórdido, y la sofocación que me embargaba era absoluta.

Pude entender que la niña hambrienta y pedigüeña, era quien los

había acompañado en su visita inicial, y que su desaparición ulte-

rior era el truco con el que fui amenazado.

—Queremos que nos alimentes, sobrino-bisnieto. Nosotros te

llamamos aquí, para darnos de comer. ¡¡¡¡¡Tú carne nos alimentará

hasta el final de los tiempos!!!!! —exclamaron al unísono desde

sus pálidos cuerpos millares de voces de ultratumba, semejantes al

alarido simultáneo de toda una legión infernal.

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El pavo real

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Sí, me he soñado a mí mismo comiendo papel moneda de poco

valor. Yo me comía los billetes porque tenía mucho hambre. Me los

comía en el baño de aquella antigua posada, que pertenecía a un

viejo, situada en un páramo miserable. Después me daba cuenta de

lo sucios y manoseados que estaban, y sentía asco. Pero ya tenía

demasiado lubricados y trillados en la boca los restos del papel mo-

neda con sabor a dedos, y tenía que tragar.

Me soñé también siendo el rey Salomón y conduciendo distin-

tos vehículos que fueron míos pero que yo destruía, porque en la

ruta se me presentaba una visión recurrente; la de una nena en el

medio del camino, y asustado, ordenaba al carro desviarse intem-

pestivamente para evadirla, y este volcaba.

Así mismo, me he visto en abrupta posesión de un Mclaren

F1, un auto violentamente poderoso y veloz. Pero a mí me quedaba

aún en existencia el motor de mi vehículo anterior, que también era

poderoso, aunque no tanto como el del auto nuevo. Yo instalaba

este motor adicional en el baúl del Mclaren, como si lo necesitara,

y lo encendía para algo tan nimio o ridículo como cargar la batería

para alimentar la luz, el estéreo, o tal vez el aire acondicionado. Y

me conducía por la ciudad a gran velocidad, con ambos motores

gigantes encendidos, disfrutando sus bramidos. Llenaba el tanque

a menudo, pero la nafta se gastaba rapidísimo.

Cuando desperté, caí en la cuenta de que me encontraba solo

en casa de mi abuela materna. Como vivía hacía poco tiempo allí,

me costó mucho ubicarme. Me desperté perdido y abrumado. Me

levanté y la exploré. Por primera vez veía cosas en las que no había

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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reparado antes. O quizá la miraba con nuevos ojos, pero franca-

mente lucía diferente.

Entonces descubrí un living subterráneo oculto, era gigante,

era lujoso. Estaba algo solitario y abandónico, pero se encontraba

muy iluminado. ¿Por qué las luces se encontraban encendidas allí?

¿Cuánto tiempo llevaban encendidas? Y esos tesoros y reliquias en

desuso... El living tenía muchos muebles lujosos, una barra de bar

con whisky y licores a la vista, piano y pianola, mucho cristal, una

gran y rutilante araña para iluminar. Era sobrecargado y barroco,

pero atractivo, puesto que predominaban la luz y los cristales.

En ese habitáculo, se me vino una idea a la cabeza de repente,

suerte de inspiración. Me senté y dibujé en una hoja de cuaderno

una plantilla para escribir en ella. La dibujaba y bocetaba en la

mesa. Lo hice ante la presencia de Anouk, presencia de la que no

había reparado hasta entonces. Le enseñé el esbozo. Le sugerí que

yo podría venderla fácilmente. Se trataba de un modelo de papel de

carta. La inspiración a diseñarlo me llegó furtivamente. Pero mien-

tras defendía mi trabajo ante ella, el boceto que le enseñaba en una

hoja de cuaderno se desvaneció, transformándose en un plato gra-

soso de tanto aceite viejo por los fideos que allí se habían comido

tiempo atrás. Yo intentaba limpiarlo, pero estaba rayado y gris. Mi

limpieza no podía ir contra eso.

Entonces recordé que ya había visto ese plato de comida antes,

en casa de mi madre. Yo comía de él, pero de la comida emergían

cucarachas, semejante a las visiones que enloquecían a Cortázar, y

que sanó escribiendo Circe, un una oda a los sistemas familiares.

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Salí de ese recuerdo cuando Anouk me enseñó dos lienzos que ha-

bía pintado inspirada en mi presencia, y que ya estaban exhibidos

en ese extraño living. La imagen era sórdida. Enseñaba un alma

perturbada por otro oscuro ser, que se quema en las llamas de su

propio infierno, que idolatra a una diosa cuyo rostro no puede ver,

pero no por propia determinación de la voluntad, sino por ser go-

bernado por un espíritu siniestro. Se postra ante ella y deja fenecer

su voluntad. La escena es vista por cientos de ojos. Estos testigos

nunca duermen, impedidos de dejar de contemplar el tortuoso pa-

norama. El demonio que con sus tentáculos lo controla por la reta-

guardia, significa para el sujeto una pesada mochila. El corazón del

sufriente está enterrado en la arena y conectado con una sirena, a

la que le aporta vida vegetal, pero que no puede hacer emerger de

las aguas del mar. La señal de esto, es que el cuervo de Edgar Allan

Poe se ha posado sobre la cola de la sirena, del vestigio de lo que

fue, recordando su condición de irrecuperable. "Nunca más", le

dice el cuervo, sin decirle nada.

Sin embargo, en la pintura se muestra la propia mano que

mece toda la escena, la de la artista, la narradora omnisciente de la

historia sin fin. Emerge desde atrás del lienzo y lo controla. Anouk

ha dibujado a una deidad desnuda en el centro. Se trata claramente

de la reina del cielo, y una máscara africana detrás de ella cubriendo

sus espaldas. Esta diosa se encuentra levitando sobre el promonto-

rio central en la escena, al cual con mucha dificultad ha logrado

ascender el alma del musulmán, alma que siempre arde en llamas.

La figura se completa con un cielo rosa, señal de los tiempos de

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reivindicación femenina.

De pronto mi visión hacia el cuadro había cambiado. La san-

gre que devora a la sirena y la ahoga en su propio mar se convierte

primero en un dinosaurio herbívoro, pero luego, al enfocarme nue-

vamente absorto en ella, no me queda ni un atisbo de duda de que

se trata del pavo real, que simboliza a Jezabel. Su accionar primi-

genio es la seducción, para luego enseñar su faceta sombría, devo-

rando a sus somnolientas víctimas.

Cuando salí de mi perplejidad, Anouk había desaparecido. Así

que yo me levanté de la mesa, y en cierto sector de ese living tan

iluminado y lleno de espejos, me encontré a mi difunto abuelo. Ves-

tía de traje, como cuando era político, y conversaba con mi tío

Jorge (que vive muy lejos, en California). Esto resultaba extraño.

De inmediato recordé que cuando mi abuelo se fue de casa, mi tío

se peleó con él y no le habló más, y huyó del drama familiar via-

jando sin rumbo desde la Argentina hacia el norte, hasta que un día

llegó a San Francisco. Luego, ya viviendo en aquel lugar, comenzó

a reconciliarse telefónicamente y por cartas con mi abuelo, por lo

que, llegado el mundial del 78, lo llamó para intentar rehacer la

relación, comprando como gesto reconciliatorio un par de entradas

para algunos de los partidos. Aquel reencuentro nunca ocurrió, por-

que mi abuelo falleció la semana anterior de que comenzara la copa

del mundo. Pero en el living estaban ambos. Discutían sobre qué

hacer con la familia, y mi abuelo no quería bajo ningún concepto

dejar de deliberar, opinar y dar órdenes acerca de la casona que

ahora yo habitaba en soledad, y de la cual no tenía control alguno,

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pero que había logrado absorberme.

Ocurre que la casa está repleta de pasadizos secretos. A mi

abuela le encantaba guardar secretos, esconder cosas. Tan bien las

ocultaba, que desaparecían de su propio recuerdo. Luego, olvidaba

los escondites y acusaba latrocinios. Los hay por todas partes. El

otro día descubrí que atrás del escritorio que se encuentra al lado

del armario de la habitación matrimonial de la planta alta, hay una

puerta escondida que lleva a un pasadizo secreto, el cual a su vez

conduce a la parte trasera del ropero. La primera vez que ingresé,

fue fortuita, y descubrí que el ropero visto desde atrás es mucho

más amplio de lo que uno esperaría. Estaba lleno de objetos útiles,

de trabajo. Había escritorios y muebles de buena calidad deposita-

dos desordenada y polvorientamente allí, pero en perfecto estado.

Cuando los vi, me llené de ansiedad por comenzar a acomodarlos

en distintas habitaciones, y ponerlos en producción. Al llegar al fi-

nal del pasadizo, viré hacia atrás, y encontré a mi empleada lim-

piando y barriendo con naturalidad, como si yo fuera el único que

no había acusado la presencia de esta cámara secreta.

Otro día recuerdo haber salido de la casa en mi bicicleta a mi

trabajo, y allí recién caer en la cuenta de unas puertas a nivel de

vitral arenado que daban a la vereda, totalmente herméticas, prima

facie imposibles de abrir. No había reparado en ellas. Evidente-

mente, pensé, eran las causales de esa luz natural de la que living

soterrado se encontraba dotado, y lucía obvio que sus tragaluces

eran los que le aportaban ese aspecto esplendoroso a la misteriosa

cámara. Quería devolverme e intentar abrirlas. Pasé ansioso la

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tarde más pasmosa de mi vida en el trabajo, porque era viernes, y

yo imaginaba que esas puertas con escaleras hacia el subterráneo

eran la apertura perfecta para inaugurar el bar. Sí, un bar en mi li-

ving, para convidar de licores y bebidas espirituosas a mis gentes.

Todas estas visiones, cavilaciones y recuerdos me aterraron, y

sentí la necesidad de salir de casa, respirar aire puro y bañarme de

luz solar. Así que organicé un día de picnic en algún sitio campestre

con mi amigo Pablo. A poco de llegar al sitio de acampe, cerca de

un terraplén, comenzó una clase de gimnasia de la que debíamos

ser partícipes. Uno de los instructores propuso una especie de juego

y entregaron de golpe muchas gaseosas y golosinas para todos. A

pesar de que hacía calor, el juego incluía chocolates. Todos se aba-

lanzaron hacia el convite, yo llegué tarde y casi no pesqué nada,

tan sólo había restos sobre un escritorio.

Luego de tomar con angurria el botín alimenticio, el contin-

gente se dispuso a precalentar en círculo en un lugar abierto para

empezar la clase, pero yo aún hurgaba en el escritorio para sacar

algo. Había restos de gaseosa de cola, un frasco de vidrio usado

que aún contenía bebida, pero rejuntar todos esos restos no resul-

taba suficiente para completar todo el frasco. Sin embargo, ingresó

un sujeto y le entregué el vaso que yo había conseguido llenar para

mí. Yo intentaba comer algunos restos de chocolate, que estaban

incluso contaminados por la suciedad del lugar. Eran trocitos que

inclusive se encontraban en los cajones del escritorio, entre papeles

sin interés. Quería dejarme algo, aunque me provocaba asco la es-

cena. Pero no quería quedarme sin nada. Mientras tomaba estos

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chocolates poco agradables y comía algunos experimentando su

agrio sabor, escuchaba a una señora recientemente incorporada en

la clase de gimnasia que no paraba de predicar, lucía como una

evangelista recientemente convertida. Nunca se detuvo, dando sus

verdades cristianas dogmáticas a todos y me daba vergüenza ajena

y asco. Había escogido un mal escenario para sus prédicas: tan

luego en esa sociedad repleta de frivolidad. Pero yo comía choco-

late y la veía desde adentro masticando mi asco, y mientras quería

apresurarme a tomar todo lo posible de los vestigios del banquete,

porque la clase ya había empezado y yo aún no me incorporaba.

Cuando ya tuve suficiente de los restos de los demás, calcé en

mis pies dos bidones de agua desmineralizada para comenzar la

clase y me uní al grupo. Pero me faltaba una media, lo que me in-

comodaba correr. Todos los demás lo hacían mejor. Corríamos por

cuevas de grandes montañas, y yo avanzaba con dificultad.

Al terminar la tarde de picnic, fui a la inauguración de una

empresa de venta de artículos tecnológicos a la que había sido in-

vitado. En la inauguración había bastante comida y mucha gente.

Pero al parecer algunos de los ¨invitados¨ (oportunistas de

banquetes, más bien), sustraían objetos (mouses, por ejemplo) de

las cajas de las góndolas que exhibían los productos, y se los roba-

ban. Pude saberlo, porque yo más tarde veía un montón de cajas

vacías, violentadas. Se lo advertí a uno de los dueños, estábamos

casualmente sentados en una mesita ratona que habían puesto los

decoradores para acomodarnos en la inauguración. Entonces él fue

y sacó los productos, dejando solo uno de cada especie en la

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góndola. Yo me extrañé, porque cuando hacía eso, ya no me parecía

que hubieran robado, y me sentí mal de haberlo preocupado y

amargado innecesariamente. Pero hizo lo correcto, porque había

mucha gente que ingresaba sin ningún control.

La situación me asfixió, por lo que egresé del evento, cami-

nando bajo la luz de luna de una cálida noche veraniega. Cantu-

rreaba Cinema Verité de Serú Girán mientras pateaba la basura de

las veredas, manibolsillos.

Presiento que algo va a pasar,

las plumas del pavo real

Oscurecen hasta el sol,

y él se siente rey de la selva.

Reflexioné en la metáfora de las plumas, cuyo colorido es se-

mejante a los matices de la vida, y que oscurecen al final de nuestro

transitar. Y esto es más o menos lo que he podido recordar acerca

de lo vivido y soñado relevante desde la última vez. Como siem-

pre, no me ha conducido a nada. Pero todo esto me resulta tan in-

trincado… ¿Es posible que esa casa me esté enloqueciendo?

—Su hora ha finalizado —me espetó a secas mi terapeuta, ex-

tendiendo su mano para saludar y recibir mis billetes.

Aboné la consulta y emprendí mi viaje de regreso.

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Gran Logia Anathoth

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Crónica situada en las proximidades de la Plaza Mayor de Sie-

rra de Francia.

Anathoth fue una de las ciudades levíticas dadas a los hijos de

Aarón en la tribu de Benjamín. Se situaba a unos 3 kilómetros al

norte de Jerusalén. Hoy se preserva su recuerdo a través del asen-

tamiento israelí de Anatot, conocido también como Almon. Según

Epifanio, los árabes palestinos la identificaban como la aldea de

'Anata. Su nombre proviene de Anat, la diosa cananea.

Entre los anetotitas ilustres se destacan Jeremías, el profeta

llorón; Abiezer, uno de los treinta de David; y Jehú, otro de sus

hombres poderosos. También el sacerdote Abiathar proviene de

Anathoth, considerando que allí fue desterrado por el rey Salomón,

"a sus propios campos".

El profeta mayor fue implacable con su ciudad natal. Entregó

una profecía de tribulación por la espada contra sus residentes,

quienes estaban conspirando contra él. Y en efecto, Anathoth sufrió

enormemente del ejército de Nabucodonosor, y solo 128 hombres

regresaron a él desde el exilio babilónico.

Algunos cristianos, partiendo de indicios que arroja el Evan-

gelio según San Mateo, creen que Jeremías profetizó que un campo

allí sería comprado con dinero por los principales sacerdotes, y que

Judas Iscariote habría regresado de Anathoth después de haber trai-

cionado a Jesús antes de ahorcarse.

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El museo de vocablos. Antología de cuentos

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Y efectivamente, el capítulo 32 de Jeremías muestra al prota-

gonista del libro comprando el campo como una de sus muchas ac-

ciones proféticas, lo que también indicaba que el cautiverio babi-

lónico terminaría y los hebreos regresarían a la tierra de Judá. A la

postre, Jeremías fue arrestado cuando viajó hacia Anathoth. Dicen

que los orígenes nos pesan, y que siempre volvemos a donde ente-

rramos a nuestros muertos.

***

¿Y quién detenta por estos tiempos la posesión real del poder

que tras las sombras sobreviene de esta ciudad? Hay una sociedad

secreta, mitad secta sincrética, mitad logia masónica, que se arroga

este nuevo poder. Creen continuar disponiendo de la energía que

emana de la sangre de Anathoth, de sus profetas, de sus hombres

valientes y de sus sacerdotes. Algunos hechos parecieran darles la

razón.

No obstante, no se encuentra muy cerca de la Anathoth origi-

nal. La logia está situada en un lugar extraño y misterioso que des-

cribiré en las siguientes líneas, sin dar precisiones de locación, pues

aún temo por mi vida. No puedo asegurar porqué motivo, pero per-

cibo con toda certeza que estoy siendo perseguido por una fuerza

superior que no domino ni soy capaz de identificar.

Sólo diré que ese maldito templo está emplazado en un sitio

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oculto a pocas cuadras de la plaza mayor de La Alberca, en Sierra

de Francia, una bella comarca de Salamanca. Allí donde nadie sos-

pecharía que se enarbolasen ciertos entresijos y designios funda-

mentales de la humanidad, doy fe de que atrocidades insondables

acaecían, y éstas han influido en la vida de muchos de nosotros...

Pasaron décadas sin que nada de esto emergiera a la luz, hasta

que un cadáver fue hallado en el templo de la Gran Logia, cuyo

Gran Maestre coincidentemente resultó ser el Ministro de Justicia

de la Nación, detalle notable que hasta entonces no era conocido

por nadie, pero que la investigación policial develó. No fue un su-

ceso conveniente para el ministro, toda vez que por ese entonces

era quien mejor medía en las encuestas de las próximas elecciones

presidenciales, que permitirían al gobierno continuar en el poder.

Fue más bien el típico caso de un cisne negro completamente im-

previsible, que viene a sacudir a los entretelones de los poderosos.

El cadáver enseñaba heridas cortopunzantes, y muestras de ha-

ber sido la reciente expiación de un abominable aquelarre. Los pe-

riódicos estallaron a titulares, y el ministro debió dimitir a su cargo

y renunciar a su campaña presidencial. Aunque negaba toda parti-

cipación en el aquelarre, su carrera política estaba acabada, enfren-

tando serias complicaciones judiciales. La Logia también lo negó,

pero algunos de sus miembros de renombre (senadores y jueces en-

tre ellos), comenzaron una campaña de limpieza de su prestigio con

premura y paranoia, acusando el enquiste de una facción satanista

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dentro de la logia. Como chivo expiatorio, acusaron a este enemigo

interno, aunque abstracto, de ser el artífice de semejante esper-

pento.

Sin embargo, la otra mitad de la logia continuó manteniendo

sus rituales de silencio como toda sociedad secreta, sin traicionar

su pacto de mutua protección. Se hallaban más unidos que nunca,

pagando el precio del desprestigio, aunque comenzaron de todos

modos una ardua investigación interna. Esta unión que emerge de

las cenizas pareció finalmente fortalecer a la en apariencias aca-

bada organización.

El final de la investigación fue bastante revelador y desagra-

dable. Las pistas llevaron a la conclusión de que fueron elementos

de la oposición interna en la logia, compuesta por esos jueces y

senadores que se rasgaron las vestiduras rápidamente (pero aún

conservaban sus apetencias de poder), quienes habían pergeñado

un boicot, robando de una morgue lejana el cadaver nn de un lin-

yera, y dejándolo en medio del templo, profanándolo post-mortem

con heridas y quemaduras fruto del ritual.

***

Sin embargo, la peor parte me llegó a mí, que tuve la desgracia

de enfrentarme con semejante hallazgo, y ya no podía quedarme

callado. Tenía que informarlo, y la pesadilla de mi vida comenzó

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aquel día. Encontré el templo de manera fortuita, luego de una ar-

dua investigación que incluyó comprar información repleta de pis-

tas falsas que muchas veces me llevaron a lugares muy equivoca-

dos. Yo estaba escribiendo una novela basada en los entreveros de

la masonería con el poder, y quería primero develar qué tanto de

este entramado laberíntico era mito y cuánto era realidad.

Llegué casi por accidente al templo. Se escondía dentro de una

casa abandonada, otrora tomada, que no despertaría sospechas de

nadie. Su estado de abandono era lamentable, y nadie podía entrar

allí sin temer al derrumbe de la estructura.

Empero, bajo muebles viejos, escombros y hierros retorcidos,

se encontraba una puerta; la puerta del sótano. Abrirla no fue tan

difícil como retirar estos escombros. Yo los revolvía sin saber bien

qué buscaba entre tanta basura. Pero sin dudas, lo que esperaba en-

contrar era cualquier cosa menos una abertura.

Abrí la crujiente puerta, y allí estaba el templo, impoluto, tal

cual lo había imaginado. Cuando bajé, descubrí aquel cuerpo que

yacía sin vida en el centro del mismo, sobre un pentagrama. En-

tendí que había llegado a un punto de no retorno en mi vida. Había

velas encendidas en derredor, y no pude comprender cuánto tiempo

llevaban así. Pero, aunque el olor era putrefacto, todo parecía re-

ciente, fresco. Sentí una presencia, o quizá varias. Como si alguien

me respirara en la nuca. Tenía tanto pavor, que no quería virar mi

cabeza y encontrar algo horrible detrás mío. El aire pesaba sobre

mí.

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Parecía que figuras espectrales volaban encima mío, y luego

se esfumaban en el horizonte. El pavor y la pesadez surtieron efecto

en mi fisiología, las migrañas aparecieron rápidamente. Tenía que

salir de allí, pero me percibía totalmente encerrado, atrapado sin

salida. Me faltaba el aire y me sobrevino una terrible claustrofobia.

Lo que descubrí allí abajo, era la Babilonia sepultada en sus

propios escombros. Aquella maldición que profirió Jehová, de que

no quedaría piedra sobre piedra; aquel imperio moderno y cosmo-

polita que destruyó el ángel exterminador. Eran los hijos de la ciu-

dad del pecado los que aún rendían sus tributos allí. Y continuaban

aun profetizando, gobernando, y dirigiendo las telas de la gran ciu-

dad. Era el registro de cada abominación, cada anatema, cada pro-

fanación. Era el infierno. Era yo.

Salí ileso, pero a veces preferiría no vivir para contarlo. Cons-

tantemente percibo la sensación de persecución, de espionaje, de

acecho. Esperan por mí. Vienen por mí. En algún momento, en al-

gún lugar... sé que me están esperando. Y vendrán. Hubiera prefe-

rido quedar sepultado allí. He llegado a envidiar la suerte del lin-

yera, que, habiendo su cuerpo entrado en el campo magnético de

estos poderosos, no vivía ya para contarlo o atestiguarlo; no le pe-

saba afrontar cosa semejante.

***

Pasaron ya varios años. Nadie nunca se me presentó para ha-

cerme rendir cuentas de aquella hórrida visión y de su consecuente

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cimbronazo en el poder. El poder continuó devorando poder. La

vida siguió, mis miedos y fantasmas también.

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Los angelitos nunca duermen

No quería imaginar cómo había llegado hasta allí. Pero mi

mente indómita y premonitoria nunca tuvo remedio, especialmente

si de autoboicotear ilusiones se trata. Ya ha pasado cierto tiempo

desde aquella tarde gris en la que recibí un enigmático mensaje de

mi padre que me suscitó mala espina. Yo salía del auditorio cuando

lo leí. Era sucinto: “Tenés que ver 'Los angelitos nunca duermen'.”,

decía simplemente. “¿Está en Netflix?”, le repliqué, y emprendí el

rumbo en mi motocicleta a casa.

Era domingo, por lo que, al llegar, decidí emplear mi tiempo

libre tomando provecho de la recomendación de mi padre. Volví a

revisar el teléfono para chequear si él me había respondido. Sin

embargo, en lugar de eso, el mensaje de mi papá se había esfumado.

La busqué rápidamente en Internet. No existía. No había ningún

filme con ese título.

A la madrugada siguiente, nos enteramos de lo peor: mi her-

mana que vive en Buenos Aires había perdido el embarazo que en

la familia tanto esperábamos. A partir de semejante evento bisagra,

comencé a notar cambios en mi vida. Pude percibir que empezaría

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a vivir más de una vida a través de la mía. Sin decidirlo, tomé la

cruz de ese deceso. De algún modo, el sistema me escogió para

apropiarme de aquella mengua colectiva de una ilusión. Estaba se-

guro: había cargado con la vida que ese niño no pudo tomar.

No obstante, por otra parte, comencé también a sentirme pro-

tegido, acompañado. Inclusive, vigilado. Y era de una manera es-

pecial, diferente a lo esperable. Sobrenatural.

Recordé aquel pasaje bíblico que versa: “El ángel de Jehová

acampa alrededor de los que le temen y los defiende”. En otro sitio,

añade el salmista: “No se dormirá el que guarda a Israel”. Y final-

mente, casi con desesperación, clama en otro versículo: “¿A dónde

huiré de tu presencia?”.

El día que estas palabras emergieron en mi mente, comprendí

el mensaje esfumado de mi padre. Para superar mi tristeza y desa-

zón, tenía que poder verlo: los angelitos nunca duermen.

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