el polvo imaginario

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El polvo imaginario Grisélidis Réal Prólogo de Jean-Luc Hennig edicionsbellaterra

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«Aquí están las cartas íntimas que he recibido durante diez años, de una de las mujeres más raras que haya conocido. Estas cartas hablan de su vida de día y de noche, de sus clientes (emigrantes turcos o árabes, la mayoría), de sus ensoñaciones de vejez, de sus amantes imaginarios, de sus arrebatos, de sus imprecaciones contra Dios, de sus copas de Royal Kadir, de sus repetidas enfermedades, de su deterioro. Aunque Grisélidis siga diciendo que está dispuesta a todo por los hombres, dispuesta a todo por amor. Y aunque se ría de todo. Grisélidis quizá tenga la felicidad de la desesperación. Y en cualquier caso, ésa es su dignidad.» J.-L. H.

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Page 1: EL POLVO IMAGINARIO

Elpolvoimaginario

Grisélidis RéalPrólogo de Jean-Luc Hennig

lomo 23,5 mm

www.ed-bellaterra.com

ISBN: 978-84-7290-450-7

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io

«Aquí están las cartas íntimas que he recibido durante diez

años, de una de las mujeres más raras que haya conocido.

Estas cartas hablan de su vida de día y de noche, de sus clien-

tes (emigrantes turcos o árabes, la mayoría), de sus ensoña-

ciones de vejez, de sus amantes imaginarios, de sus arre-

batos, de sus imprecaciones contra Dios, de sus copas de

Royal Kadir, de sus repetidas enfermedades, de su deterio-

ro. Aunque Grisélidis siga diciendo que está dispuesta a

todo por los hombres, dispuesta a todo por amor. Y aunque

se ría de todo. Grisélidis quizá tenga la felicidad de la

desesperación. Y en cualquier caso, ésa es su dignidad.»

J.-L. H.

Obra maestra de Grisélidis Réal, El polvo imaginario es el

fruto de una correspondencia mantenida del verano de 1980

al invierno de 1991 con Jean-Luc Hennig. Este documento

sobre la prostitución cotidiana desvela el panorama secreto

de la miseria sexual masculina con rabia, crueldad y ternu-

ra. Conforme va escribiendo, el autorretrato de esta P…

irrespetuosa saca a la luz las otras mujeres que viven en

ella: la gran viajera, la lectora ecléctica, la enamorada apa-

sionada, la socióloga aficionada, la altruista libertaria y la

refinada epicúrea.

edicionsbellaterra

Nacida en Lausanne en 1929, Grisélidis Réal

pasó su infancia en Egipto y en Grecia, antes

de cursar estudios de artes decorativas en

Zurich. Pronto madre de cuatro hijos, se pros-

tituye en Alemania a principios de los años

sesenta y después se convirtió en la famosa

«furcia revolucionaria» de los movimientos de

prostitutas en la década siguiente y en la

cofundadora de una asociación de ayuda a las

prostitutas (ASPASIA). Grisélidis Réal murió el

31 de mayo de 2005.

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GRISÉLIDIS RÉAL

EL POLVOIMAGINARIO

Prólogo de Jean-Luc Hennig

Edicions Bellaterra

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Page 5: EL POLVO IMAGINARIO

Gracias a Pierre Drachline por haberle insu-

flado una primera vida a este libro.

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Prólogo

Courtisane - ourlet nu, elle satine les courtines.*

MICHEL LEIRIS

He aquí las cartas íntimas que, a lo largo de diez años, he recibido de

una de las mujeres más extrañas que me ha sido dado conocer, que

se llama, como la pequeña campesina del Decamerón, Grisélidis. Hoy

tiene sesenta y dos años, vive en el barrio Pâquis de Ginebra, y des-

pués de ocupar, en 1975, con otras quinientas mujeres, la capilla

Saint-Bernard de Montparnasse, se convirtió, con Margo St. James

entre otras, en una de las dirigentes mundiales de la prostitución.

La he visto viajar a Nueva York,Amsterdam, Frankfurt, Bruse-

las, Stuttgart, en fin, a cualquier lugar donde, como dice ella, había

que hacer la revolución. Una revolución que siempre ha estado pre-

parando y que es la motivación de su vida. Lo nunca visto.Algo así

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* Cortesana: corte desnudo, satén de las cortinas.

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sólo podía suceder en Suiza, sin duda porque Suiza es un país que

agoniza por haber vivido siempre de las revoluciones que otros hi-

cieron.Algo tan sorprendente allí, que Grisélidis no tardó en con-

vertirse, como Jean Ziegler, en una especie de monstruo sagrado, en

una mujer, en todo caso, que todos respetan, que impresiona lo suyo

y que siempre es solicitada, bien sea para hablar del Gólgota y Ma-

ría Magdalena en la radio francófona (un Viernes Santo) o de la

educación sexual de sus hijos, la abolición de la prostitución, su pe-

rro Gipsy, que se pone a morir cuando ella no está cerca, y también

de las terapias no agresivas en el tratamiento del sida (en las que, ex-

trañamente, cree tanto como en las revoluciones).

Más de quince años después de la revuelta de las prostitutas,

Grisélidis sigue ahí. Las otras han desaparecido. Ella sigue ahí, dan-

do la cara. Libre, además.Y es que, como le gusta repetir, en Suiza

tienen la prostitución más impecable del mundo, en todo caso la

mejor tratada, visto que también, desgraciadamente, las hay que

mueren a consecuencia de las drogas y el sida.Y es cierto, en este

país no hay proxenetas y las prostitutas tienen «carta de ciudadanía»:

pagan el alquiler y los impuestos, obtienen certificados de «buena

conducta», disfrutan de seguimiento médico y de la protección del

Estado. Llevan, en suma, la vida un tanto irreal y santurrona de to-

dos los suizos. Pero sin duda esto no le basta a Grisélidis, que nece-

sita seguir moviendo montañas. Su belicosidad a la hora de pro-

clamar sus derechos y su dignidad de prostituta, en una ciudad

calvinista como Ginebra, estreñida y de moral enana, ha acabado

dando sus frutos. Fue su primer triunfo y, sin duda, el mayor de to-

dos. Hoy aparece inscrita, como meretriz, en las listas del Partido

Socialista de Ginebra y en la Sociedad de Escritores Francófonos; ha

dado clases en la universidad (en Sociología); ha alquilado a su

nombre un piso donde ha instalado su «taller» (algo excepcional en

el caso de una prostituta, ya que a quienes ejercen este oficio sólo se

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les autoriza a alquilar estudios «de trabajo»); le llueven invitaciones

de todas partes; bandas de estudiantes francófonos se dedican a aco-

sarla (porque en Suiza la prostitución despierta mucha curiosi-

dad)… En resumen, es como si poco a poco hubiese logrado ven-

cer la resistencia de una sociedad que la rechazaba, gracias a su

tenacidad, su auténtico poder de seducción, su ingenio táctico y, so-

bre todo (como se dice de ella en Ginebra) su «gran humanidad».

Aunque en estas cartas sólo aparece al final de su «carrera»

(Grisélidis ya evocó, en El negro es un color, una novela publicada en

1974, lo que fue su vida en Schwabing, en un burdel de Munich),

recordemos solamente que recibió en Alejandría la educación bur-

guesa que correspondía a la hija del director de la Escuela Suiza y

que llegó tarde a la prostitución (con más de treinta años) porque te-

nía que criar a los cuatro hijos que tuvo con tres hombres diferentes.

Recordemos asimismo que, desde siempre, ha desarrollado a la vez

tres actividades: prostituta, revolucionaria y artista (porque Grisélidis,

además de escribir, también pinta). Dicho de otra manera, no dejó la

prostitución, como Jeanne Cordelier, al empezar a escribir. No tenía

ninguna culpa que expiar, después de todo, de modo que no tuvo

que escoger entre la respetabilidad y el abismo.Tan sólo se dedicó a

ejercer su oficio. Un oficio que es necesario, afirma, y que es sin

duda el más viejo del mundo, pero que también es algo en lo que

cree y de lo que siempre habla con respeto, con letras mayúsculas.

Sin parar de trabajar, ha sabido inventarse una familia numero-

sa, en la que caben más personas que sus tres hijos y su hija (todos

ellos «artistas, poetas y músicos»), y que incluye a sus amigos y ene-

migos de la calle, montones de efímeros clientes (incluso los peores)

que a veces acompaña en su último viaje al cementerio (lo que no

le impide echar entretanto algún polvo profesional), compañeras

prostitutas de todo el mundo con las que está en contacto y algún

que otro individuo que ocasionalmente se enamora de ella y al que

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ella se encarga de consolar como si fuera sor Emmanuelle de los su-

burbios de El Cairo. En Grisélidis se conjugan una sensibilidad exa-

cerbada hacia los marginales (gitanos, presos y travestis), una necesi-

dad desesperada de amar y una inmensa fuerza para librar la batalla

que considera la obra maestra de su vida. Estoy tentado de utilizar,

al hablar de ella, la expresión de Fourier: «la santa prostitución».A

menudo he pensado que en sus frecuentemente reiterados anatemas

contra la civilización, que ella designa con el nombre de Calvino,

los abolicionistas o los burgueses de Ginebra, algo hay del socialis-

mo utópico de Fourier, para quien la prostitución era «la lujuria

aliada con la caridad religiosa».También decía que, en la civiliza-

ción, «la verdad sólo existe entre las cortesanas». Pero la bendita Ar-

monía fourierista, ¿no nació acaso en ese espacio radical que en el

siglo XIX fueron la casa de citas? O lo que Grisélidis llama, más ca-

riñosamente, su «burdelito popular».

Ya sé que esto levantará ampollas, pero no importa: también veo

en ella un trasunto de Henri Dunant, el fundador, como se sabe, de

la Cruz Roja y Premio Nobel de la Paz en 1901.Y aunque Griséli-

dis tiene la costumbre de maldecir la aséptica moral suiza, tiene asi-

mismo la ocurrencia de no creer que la prostitución sea un catálogo

completo de las abominaciones y detritos de la humanidad, piensa

que es ante todo un mecanismo de distribución de la felicidad, una

manera de aliviar las miserias humanas, una especie de angelicato que

le brinda la oportunidad de acercarse bondadosamente a las anoma-

lías y pequeñas perversiones secretas de los hombres. Los abolicionis-

tas, que tan furiosamente combaten la prostitución, en realidad esta-

rían empeñados en hacer realidad una utopía. Pero hoy sabemos que

el destino de todas las utopías parece ser el gulag de la Historia.

Así, estas cartas relatan, de forma casi obsesiva (ya sabemos has-

ta qué punto puede llegar a serlo, como se muestra en Grisélidis, cour-

tisane, un libro que publiqué en 1981, donde nos abre su Cuaderno

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Negro, una agenda en la que consigna, en tres líneas, las manías y pa-

siones ocultas de sus clientes) su vida de día y de noche, sus clientes

(inmigrantes turcos y árabes, en su mayoría), su fotocopiadora (Gri-

sélidis fundó el primer centro internacional de documentación de-

dicado a la prostitución), sus sueños de vejez, sus amantes imagina-

rios (el bereber, el travesti de Zurich, el preso belga, incluso el

hombre a quien le escribe estas cartas), sus cóleras, sus maldiciones a

Dios, sus copas de Royal Kadir, sus enfermedades y recaídas, sus fa-

tigas.Aunque Grisélidis sigue diciendo que está dispuesta a todo por

los hombres, dispuesta a lo que sea por amor.Y sobre todo, a pesar

de reírse de todo. Con ferocidad. Porque sus magníficos escritos, deli-

rantes y suntuosos, están recorridos por una energía, una vitalidad,

que pocas prostitutas manifiestan, es verdad, porque muy a menudo

se sienten completamente acabadas, con sus vidas destrozadas y con

ganas de suicidarse. Quizás es que Grisélidis conoce la felicidad que

nace de la desesperación. En todo caso, sí conoce la dignidad.

De paso, también sabe atenuar el desamparo con su inmodera-

da afición al conejo a la zíngara (palabra que siempre escribe sin la

t del francés tzigane) y el vino rojo barato, y con el deslumbramien-

to que puede producirle el joven turco que la visita por primera vez

y se limita a abrazarla y besarla durante una hora (a cambio de cin-

cuenta francos suizos). No se trata, ni mucho menos, de confundir

amor y sexo, deseo y trabajo, pero a veces ocurre que estas realida-

des no son del todo excluyentes y que las prostitutas también saben

entregarse a sus sueños.

Grisélidis mezcla así, incongruentemente y con un pragmatis-

mo perfectamente helvético (es decir, con reconocimiento por el

pago a la honesta voluptuosidad, en forma de pequeños billetes azu-

les metidos debajo de la alfombra), el destino de una prostituta de

circo (como Théodora) y la vocación de una misionera suiza en el

África negra, que, por no se sabe qué azares de la vida, acabó vi-

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viendo en el Pâquis, en medio de las peleas callejeras nocturnas, de

macarras alcohólicos y putas a la deriva.Y todo eso ha hecho de ella

un personaje tan lleno de vida que parece que no puede morir, o

que quisiéramos creer que jamás desaparecerá. Grisélidis, por cierto,

siempre dice que tiene siete vidas, como los gatos.

Estas cartas, de más está decirlo, por la confianza que demues-

tran y el destino de mujer excepcional que ilustran, son más que un

testimonio sobre la prostitución. Son la formidable novela de una

amistad apasionada protagonizada por una leona (como se decía en

el siglo XIX), llena de rupturas anunciadas, ruegos amorosos, tor-

mentas y reencuentros. Una especie de intercambio a una sola voz,

puesto que nunca, o casi nunca, le escribí. Sin ninguna razón en

particular, sencillamente porque casi nunca he escrito cartas.Y lo

que quizá comenzó para ella como un juego o una ilusión, acabó

siendo un hado.Aquel azar se convirtió en algo necesario para ella,

y como yo, por mi parte, insistía en que me escribiera, de este im-

previsto supo hacer uno de los rostros del destino. Quizá, también,

una magnífica bendición.

Diciembre de 1991

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Ginebra, viernes 29 de agosto de 1980

Querido Jean-Luc:

Son las nueve y media de la mañana, acabo de despertarme de un

sueño en el que estábamos juntos.Todavía estoy flotando entre dos

mundos, con un pie en el sueño y el otro en la realidad, de donde

me llegan al mismo tiempo, por la ventana abierta de la cocina, el

trinar de los pájaros en el árbol de la iglesia y el zumbido caverno-

so de un martillo neumático, por la ventana cerrada de mi habita-

ción.

Apenas consigo ver, incluso ahora que le da el sol de lleno, la

fachada inane y monótona del viejo caserón burgués de enfrente y

todavía me siento atrapada por el sueño que hemos tenido juntos.

Pensará que estoy loca. Mejor así. Si algún día pierdo la cabeza de

verdad (uno de mis deseos de toda la vida), al fin podría ser genui-

namente yo, y, por ejemplo, armar la de San Quintín en un asilo,

machacar a cuanta persona o cosa se me ponga por delante, matar,

asesinar al director, arramblar con todo, desatar un incendio, organi-

zar una rebelión con los otros locos, atar a los responsables del asilo

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y apuñalarlos con los barrotes de las sillas y las celdas y ver cómo

agonizan lentamente, desangrándose mientras les echo vinagre en-

cima… En suma, montar una gran orgía sádica. (Auschwitz y Arra-

bal juntos y revueltos.) Pero lo que quería contarle (antes de que los

copos del sueño acaben de deshacerse en mi memoria) es que en

mi sueño yo lo amaba a usted (quizá resulta que lo amo en la reali-

dad) y que estábamos en un coche y llorábamos como magdalenas

(por cierto, al despertar, tuve que enjugarme las lágrimas). Lo extra-

ño es que al comienzo usted conducía una gran motocicleta, que se

convirtió de repente, con esa mágica ambigüedad que tienen los

sueños, en un automóvil donde íbamos juntos a una conferencia en

Montparnasse.

Tuvo usted un gesto muy bello: como yo me tapaba los ojos

con una mano para que no viera que estaba llorando, usted apartó

con suma delicadeza mis cabellos para escurrirlos… y usted me ha-

blaba, me decía esas cosas tan banales y terriblemente crueles que

dice un amante cuando quiere perder de vista a la mujer que ha de-

jado de querer o a la que nunca quiso, humillándola como si fuera

un objeto viejo y ya inservible que hay que tirar. Cada una de sus

palabras me hería, me hacía mucho daño, y yo lloraba con toda mi

alma, como se lloran los amores desdichados, y al mismo tiempo me

decía a mí misma: «Cómo es posible que Jean-Luc Hennig, que es

tan inteligente y poeta, que tiene ideas brillantes y mucha sensibili-

dad, sea capaz de decirme estas cosas tan idiotas y a la vez tan ho-

rrendas, por qué no se calla o me besa, si tuviera arrojo seguro que

lo haría, y sanseacabó, nos separamos sin tanta historia».

Bueno, ya está, ya estoy despierta.Así son los sueños, aún estoy

temblando. Sólo nos sentimos a gusto cuando sufrimos, el dolor nos

lava de la dicha anterior y prepara el terreno para las grandes ale-

grías salvajes que vendrán. No quiero alargar excesivamente esta

carta, pero aún hay dos o tres cosas que quisiera decirle.

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Como le dije ayer a una periodista de La Suisse, ante la Prosti-

tución sólo caben dos actitudes, que son a la vez opuestas y com-

plementarias: una actitud desafiante, de autodestrucción (porque

una se desgasta, se va cayendo a trozos de una manera terrible), y

otra que es la búsqueda del diálogo y la reconstrucción de las rela-

ciones humanas sobre otras bases: la estima, la amistad, la complici-

dad y el reconocimiento en el otro de la misma frustración sexual,

y por lo tanto el sabernos hermanos, ya que somos víctimas y rebel-

des de la misma injusticia.

De entrada, porque la misma injusticia se ceba en todos noso-

tros, en clientes y prostitutas (también en las esposas de los clientes,

por cierto), la misma mezquina educación moral y cristiana, la que

nos prohíbe tener un cuerpo y nos castiga por gozar de él y por ha-

cer gozar a otros.

¡Carne = pecado!

¡Panda de gilipollas! ¡Por eso a veces tengo tantas ganas de ma-

tar! Pero al menos nosotras, las prostitutas, nos tomamos la revancha:

carne y semen, caricias instantáneas. ¡Nos sumergimos en el peca-

do! ¿Que nunca o casi nunca sentimos placer? Y qué importa, tam-

poco las burguesas gozan.Y de paso, están amargadas y les ponen los

cuernos y son unos callos arrugados y están condenadas a una vida de

sirvientas, a ajarse y envejecer antes de tiempo. Mientras que noso-

tras somos siempre bellas y escandalosas, mujeres maquilladas y enga-

lanadas, mujeres desnudas y deseadas. ¡Y encima nos pagan!

Por eso nos odian a muerte todas esas viejas carcamales… ¡Y

bien, que les den por el saco! (En el fondo, sienten celos de noso-

tras.)

El sábado pasado me «cepillé» o, mejor dicho, me dejé follar (y

muy apasionadamente, por cierto, a ratos con una pizca de senti-

miento) por diez árabes (a ver si a la liga pro abolición se le caen de

una vez los anillos y perifollos, pero de puro horror, y que los mili-

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tantes antiesclavistas pillen un buen sarampión al enterarse). Pero

qué le vamos a hacer, también en Ginebra hay un Barbès.*Sin embargo, me decía a mí misma: qué atrevida soy, con to-

das las guarrerías que cuentan sobre los árabes… Pues yo les abro

la puerta de mi casa por la noche, sola y sin posibilidad de defen-

derme, me desnudo delante de ellos, me pongo debajo de ellos, y

cuando le toca su turno al décimo, éste sabe perfectamente que

cada uno de los que pasaron antes que él me ha pagado cien fran-

cos franceses, o sea que no le costaría nada estrangularme, violarme

y robarme… Y no, nada: sólo palabras, caricias y sonrisas, besos y

amistad.Y esos mismos árabes a los que golpean, insultan y explo-

tan, a los que expulsan del país… en mi casa son los príncipes del

amor. Bellos, salvajes y cariñosos, aun cuando muestran cierta bru-

talidad. Sobre todo los marroquíes. ¡Acabaré enamorándome de to-

dos! A lo mejor me reservo uno como amante… Por cierto, voy a

comprar libros de Mohammed Choukri y Tahar Ben Jelloun en

árabe para que puedan leerlos, porque algunos ni siquiera saben

leer francés.

Ahora que lo pienso, recuerdo que en Barbès las putas ganaban

doce francos (en 1975-1976) por árabe, a toda pastilla y en el borde

de la cama, sin medidas de higiene, sin ternura, sin nada. Una cosa

monstruosa. Doce francos para puta, doce para la madama (la muy

hija zorra), tres más para el bolsillo de los policías (los muy cabro-

nes). En total, veintiséis francos franceses. Lo que quiere decir que

diez árabes (y diez es mucho, es duro físicamente, además están de-

sesperados, tras semanas sin hacerlo…), a la puta de Barbès le repor-

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* El barrio parisino de Barbès siempre ha acogido una importante pobla-ción de inmigrantes, primero italianos, polacos y españoles, y desde las décadas de1960 y 1970, mayoritariamente magrebíes y africanos subsaharianos. Es uno de losbarrios más multiculturales de París y también uno de los centros de prostituciónmás importantes de la capital francesa. (N. de la T.)

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taban ciento veinte francos en total. ¡Y yo les saco mil! ¿Se da cuen-

ta de la diferencia? Y, además, lo hago en casa, donde me puedo la-

var, poner música, tomarme tiempo para negociar, para reír, para la

ternura, para un poco de humanidad, en fin. No sé si se da cuenta,

pero piense en lo que hubiera supuesto para aquellas putas de Bar-

bès, explotadas a fondo a doce francos por árabe, ganar lo que yo

gano, mil francos. ¡Qué horror! Una verdadera masacre.

Con los ahorros que tengo en Francia, más adelante voy a po-

der comprarme un piso en París o una casa junto al mar, en algún

rincón salvaje, o una vieja granja. Mientras, no hago más que so-

ñar… Si pudiera vivir así un fin de semana al mes, ya me confor-

maría.

Le envío un abrazo.

P. S. Releyendo esta carta he comprendido una cosa muy im-

portante: soy pacifista y no violenta, ¡precisamente porque tengo ga-

nas de matar!

Ginebra, martes 16 de diciembre de 1980

Querido Jean-Luc Hennig:

Esta noche estoy hecha un desastre… Después de una inyección de

600.000 unidades de penicilina, tres copas de tinto y una de cham-

pán (el cumpleaños de una puta). No importa, todavía aguanto. Lo

que tienen las inyecciones contra la sífilis es que te dejan completa-

mente hecha polvo, o bien medio enloquecida y con una locomo-

tora.Te puede dar por pegar alaridos, o cagarte en Dios, insultar a la

gente y delirar de rabia.A mí me sucede a veces, y no me corto un

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pelo. Es como un bálsamo, la gente se queda horrorizada. Es feno-

menal.

Le envío una fotocopia de la carta y el sobre que he recibido

en respuesta a mi solicitud de admisión en una institución que mili-

ta por la Paz. Para que vea que éstos sí han tenido lo que hay que te-

ner, al señalar mis tres profesiones: ¡puta, pintora y escritora! Debo de

ser la única mujer en el mundo que recibe cartas de este tipo. ¡Esto

sí es una noticia de última hora! Viene a demostrar que aun las más

altas personalidades científicas están dispuestas a reconocer quienes

somos y aceptarnos… Es de justicia: no son pocos los responsables de

estas organizaciones que nos buscan para que se la meneemos un

rato. Le doy un abrazo (dejé de ser contagiosa hace cinco días).

Hasta pronto.

En el tren hacia París, domingo 28 de marzo de 1981

Querido Jean-Luc Hennig:

Estoy sentada como una reina en un tren de lujo que rueda como

una seda, el Trans Europa Exprés… Vaya nombre encopetado.Todo

está tapizado de beis y verde. Me siento un poco intimidada pero

también triunfadora. Cuando te ganas la vida trabajando jodida-

mente en los bajos fondos, de vez en cuando se tiene derecho a un

poquito de lujo. No saldrían de su asombro las burguesas comodo-

nas que me rodean y van leyendo o haciendo ganchillo, si supieran

que he comprado el derecho a sentarme junto a ellas haciendo eya-

cular honestamente, con mucha paciencia y no poca habilidad, a va-

rios obreros inmigrantes perfumados de vino y sudor.Ayer sábado

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(día de asueto «popular») me cepillé a diez, incluido uno de los peo-

res, un tipo al que llaman «el Uro», un español descomunal, un ani-

mal prehistórico, aterrador y violento, con los caprichos y el apeti-

to de una criatura, dotado de unos cojones gigantescos, del tamaño

de los melones (ha de ser una enfermedad, no puede ser de otro

modo), pero que en definitiva, por más que se empeñe en empujar

rugiendo desaforadamente, es incapaz de correrse y acaba siempre

haciéndose una paja, meneándosela furiosamente y gritando hasta

quedarse ronco: «¡Anda!… ¡Anda!», mientras me traquetea como si

quisiera reventarme la cabeza contra la pared y pone a temblar la

cama, la habitación y el edificio entero.

Hay otra cosa muy importante que olvidé decirle.Tiene que

ver con una de las anécdotas que le conté, la de «echar a patadas al

árabe». Sucedió, en efecto, cuando le estaba metiendo bronca a uno

para ponerle las ideas en su lugar. «… lo que pasa es que tú no res-

petas a las mujeres, en tu país las tratáis como a seres inferiores, peor

que a un perro… Pero a ver si te enteras: no estamos en Argelia,

aquí a las mujeres se las respeta… Y además ahora, en todo el plane-

ta, las mujeres se rebelan, luchan contra las injusticias, y a tipos como

tú los mandan directamente a la mierda». No puede imaginar el pla-

cer que sentí al gritar como una salvaje la palabra mierda, y además

varias veces, mientras lo miraba fijamente a los ojos… Se la dele-

treaba con ferocidad: ¡mier-da! ¡mier-da!… Se quedó mudo, sin

aliento. Sin duda era la primera vez que una mujer, y para colmo una

puta, le restregaba esa palabra en la cara, y además enérgicamente y

con orgullo.Al acabar mi discurso (o más bien mis alaridos) inten-

tó decir algo para quedar bien: «Pero a ti los hombres te gustan…», etc.

Bueno, ya oirá el resto en la grabadora. Me quedaré en París hasta el

jueves, puede localizarme por las mañanas llamando a Simone Iff o

a Merry, la presidenta de la Asociación.

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Un poco más tarde

Estuve hace un rato en el vagón restaurante. ¡Madre mía, qué festín!

¡Sobre todo el botellín de borgoña! (para caerse de espaldas). Un

Santenay de Bichot, negociante y viticultor de Beaune, Côte-d’Or.

De éste sí que puede decirse que deja al consumidor con el pelo

«rizado».*De vuelta a mi compartimento constato que los burgueses no

saben vivir bien. No han comido ni bebido nada. ¡Se dedican a ha-

cer crucigramas!… Son siniestros. Sólo una vieja puta medio alco-

holizada como yo sabe apreciar realmente la vida y los viajes.

Le pido que lea, con carácter de urgencia, un libro conmovedor

y fabuloso (lo leí entero anoche, está traducido del alemán): No:

Christiane F. 13 ans, drogueé, prostituueé… publicado por Mercure de

France.Testimonios auténticos de jóvenes alemanes disidentes que

se cagan en los valores burgueses, enfermos de soledad y amor e in-

sumisión.

Querido amigo, espero que todo le vaya muy bien.

Tenía usted una sonrisa tan enigmática y extraordinaria cuan-

do nos despedimos en Ginebra. Le quiero mucho y le estimo y le

comprendo infinitamente.

Su vieja amiga gitana, cómplice y agradecida.

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* Juego de palabras entre Bichot y bichonner, rizar el pelo. (N. de la T.)

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Ginebra, 2 de octubre de 1981

Querido Jean-Luc Hennig:

El tiempo que hace hoy es increíblemente triste, ya casi estamos en

invierno. Espero que la morriña le sea leve.

Eche un vistazo a la página 5 de la revista L’Hebdo.Viene la

noticia de la inauguración de mi «Centro internacional de docu-

mentación» (con una vieja foto mía, de 1974, nada favorecedora). El

trabajo va fatal últimamente, es un desastre. Ayer tuve a un árabe,

por cien francos franceses, y hoy a otro (una mala bestia rústica y

amable, pero hay que andarse con cuidado: como no se comen un

rosco y están tan desesperados, quieren pasarse de listos y tratan de

quedarse dentro, a ver si enseguida logran una segunda tanda, apro-

vechando que todavía la tienen dura. Es una lástima, pero no se les

puede dejar hacer, si no, ¿adónde iríamos a parar? ¡Que sólo son

cien francos, no sé si me comprende…!).

Estoy leyendo dos libros extraordinarios: uno de Saïd Ferdi,

Un enfant dans la guerre (conmovedor), y Lettre ouverte aux élites du

tierso monde, de Ahmed Baba Miské, un libro inteligente, lúcido y

poético, la realidad misma.

Hasta pronto, le abrazo y le quiero mucho.

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Page 22: EL POLVO IMAGINARIO

Ginebra, 15 de octubre de 1981

Querido Jean-Luc Hennig:

No puedo más, no sé de dónde voy a sacar fuerzas para participar en

todos esos debates que tengo en Francia, pero me digo que voy a

poder, que siempre se puede.

¡Hay que ver el lío en el que me ha metido con su libro! Por

un lado, Merry está formando un comando para buscarme y partir-

me la cara, por el otro, mi editor suizo, hecho una furia… Reco-

nozco que la culpa es mía, cómo no, pero no sé si se da cuenta de lo

que supone, con la vida que llevo… Casi no puedo concentrarme y

escribir.

Pienso decirle que acepté hacer ese librito de entrevistas con

usted porque le quiero mucho (no tema, es un amor puramente

platónico) y que, si sigue queriendo publicar algo mío, lo mejor es

que espere hasta el año que viene.

Estoy esperando a un cliente que llamó para pedir cita (¡un

coñazo!, tiene una polla enorme y está todo el tiempo empalmado),

así que de un momento a otro tendré que dejar de escribir.

Me dicen mis amigas de París que las leyes van a cambiar en

Francia. Espero que sea para que por fin nos dejen vivir, para que

todas nosotras podamos vivir en paz. Para que al fin pueda irme a

vivir a un pisito y dedicarme a escribir, leer, pintar, y pueda volver

a ver a mis hijos y tener amantes sólo por placer. ¡Mierda, ya está

aquí!

Más tarde… casi a la una de la madrugada

Hay que ver… Quería hacerlo dos veces. Repito: dos veces. ¿Qué

le parece? (Por doscientos francos suizos. No hay de qué quejarse, es

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Page 23: EL POLVO IMAGINARIO

lo correcto. ¡Pero joder, me lo he tenido que currar! No me los ha

regalado nadie mis doscientos francos, puede estar seguro.)

La primera vez todo sale bien, pero la segunda… Cuando se

tienen sesenta años y no hay manera de empalmarse, digo bien no

hay manera posible… (Todos se creen que tienen treinta años…).

Así que estoy agotada, hecha polvo.Tuve que darle un poco de vino

tinto para estimularlo entre polvo y polvo (es un hombre encanta-

dor, por otro lado), pero tengo la impresión de que sexualmente no

se entiende en absoluto con su mujer. (Como de costumbre.)

Hoy he ido a buscar las Memorias de Kati David, es para los

debates; me han costado 580 francos suizos. Me he quedado en la

miseria, menos mal que ha venido este cliente (lo conozco desde

hace quince años) y he podido rehacer un poco mi caja chica. Ma-

ñana pasaré por una tienda a recoger un trajecillo que encargué,

chaqueta y pantalón imitación de piel de pantera, ¡una maravilla!

Toda la vida he soñado con tener con un traje así. ¡Un esmoquin en

falsa piel de pantera! Este invierno saldré a merodear por las calles

del barrio Pâquis con paso de pantera, sigilosa y salvaje, y el culo

bien calentito.Voy a hacer estragos, ninguna tiene un traje como el

mío, seré la única.

Aparte de eso, tengo un gripón de cuidado. Lo pillé hace poco

en casa de Odette, por ayudarla con un señor al que tuve que chu-

pársela y chorreaba saliva de Odette, que tenía gripe. La sequé todo

lo que pude, una y otra vez, pero nada, dio igual, Odette me pasó

sus microbios a través de un tercero. ¡Las cosas que hay que hacer

por solidaridad! Ni en Polonia llegan a tanto. (Eso sí, van a enterar-

se cuando tengan que chupársela a los rusos…)

¿Ha visto el bellísimo opúsculo que acaba de salir con los poe-

mas de Claude Aubert? (Es una lástima que haya erratas, las descu-

brí enseguida, me sé casi de memoria los poemas.)

Mi querido Jean-Luc, voy a tener que dejarlo aquí, mañana

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tengo que levantarme temprano para ir a buscar a una periodista que

va a llevarme clandestinamente a hacer fotocopias en el Palacio de

las Naciones. Saco fotocopias en cualquier lugar para no abusar de

mi fotocopiadora, que es delicada, de marca japonesa. Pero donde

voy mañana pienso dejar las máquinas KO, y sin remordimientos.

Tengo que confesarle que estoy loca de ansiedad por la publi-

cación de mi libro.Todos mis clientes, lo que se dice todos, van a

odiarme. ¡Y ya no digamos las putas! No podré hacer acto de pre-

sencia en ningún lugar, debido al Cuaderno Negro y todas esas

anécdotas, desgraciadamente verdaderas, y por haber citado los

nombres… ¡Dios mío, qué he hecho! Me siento como una versión

femenina de Judas, una traidora, una paria, una criminal. No me lo

perdonarán nunca. Con lo que ya me detestan… En fin, qué le va-

mos a hacer.

Le envío un abrazo.

Ginebra, 23 de noviembre de 1981

Querido Jean-Luc:

Espero que esté bien. Hoy he recibido el catálogo de Albin Michel,

«Actividad literaria», de noviembre-diciembre 1981. Es un placer

encontrarse en medio de tantas celebridades científicas, metafísicas,

filosóficas, frenta a la página de la civilización del Egeo, junto a Ale-

jandro Magno y Los misterios de París… ¡Es bastante surrealista!

Le he dejado una foto (la del pañuelo) al encargado de la li-

brería Naville, quiere hacer un montaje en el escaparate. Dice que

el libro se vende bien y que ha hecho otro pedido.

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Page 25: EL POLVO IMAGINARIO

Aparentemente, mi teléfono está intervenido por la policía

(imagino que estos hijos de perra también leen mi correo).Así que

tengo que vigilar, no puedo decir lo primero que se me antoje,

pero, por otro lado, es un incentivo para decir barbaridades y soltar

todo tipo de tacos y gritar a voz en cuello, a ver si así al menos se

curran el sueldo.

Estoy agotada pero todavía aguanto, para no variar. Fin de se-

mana muy busy, casi exclusivamente árabes y algunos españoles y

portugueses borrachos, trece el sábado, once ayer, domingo, y hoy

nada, nadie, calma chicha total.

Fui testigo de un episodio dramático este sábado, eran casi las

siete de la tarde: cuando las campanas de la iglesia comenzaron a re-

picar, la pobre portuguesa que vive en el piso de abajo (no la del ve-

rano, ésta es otra, su sustituta, vive en el piso de enfrente) y a la que

el marido pega habitualmente, rompió a gritar una y otra vez, unos

gritos espantosos más fuertes que el repique de las campanas, y yo

estaba sentada, desnuda en el bidé, normal, y un pequeño marroquí,

también en cueros, con el que aún no había hecho nada, estaba es-

perándome en la cama. ¿Qué podía hacer? Además, el chiquito ma-

rroquí es más bien lento y pesado, y no podía echarlo de la casa ni

meterle prisa.Y mientras tanto, las campanas repica que repica y la

portuguesa que no paraba de chillar. Pensé que iba a volverme loca.

Y no podía vestirme y bajar a ayudarla, tenía a los árabes haciendo

cola, se iba uno y entraba otro, hasta que por fin se calló la portu-

guesa.

La próxima vez, espero que la paliza se la den estando yo ves-

tida y sola para que pueda bajar a socorrerla. Es espantoso pegar de

esa manera a una mujer, y delante de sus hijos, además.A su borra-

cho de mierda de marido, un día de estos voy a partirle la cara, no

le tengo miedo.

Cómo voy a tenerle miedo: me han pegado a mí lo bastante

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para que tenga que soportar que peguen a otras. Bueno, hasta pron-

to. Un abrazo.

Domingo, 29 de noviembre de 1981

¡Gracias a usted me veo en los escaparates, como las putas de Ham-

burgo! Salvo que yo estoy en las de las librerías, y en el grande de

Naville incluso está mi foto. De noche, cuando salgo a buscar clien-

tes y paso por delante del escaparate, me lanzo a mí misma un gui-

ño cómplice. Sí, me he visto obligada a salir un poco a la calle por-

que no tengo un solo cliente. Hoy domingo he podido cepillarme

sólo a un árabe, un salvaje inmundo y barbudo, peludo, bigotudo,

con una polla el doble del calibre ordinario. (En estos casos, toca

doble ración de vaselina mezclándola con una crema especial «flui-

da» [de Ky] para que eso resbale, y aún ha tenido problemas entrar),

pero aparte de eso, suave como un cordero. La mala suerte ha que-

rido que saliera en el momento en que un pequeño calvinista re-

chazado (desconocido, anunciado por teléfono) desembarcara en mi

rellano, ¡qué estúpidos esos genoveses, qué racistas! Ha virado con

presteza y ha bajado la escalera deprisa y corriendo. No lo he vuel-

to a ver. ¡Qué cobardía, esos suizos, allá vosotros si todo os repugna!

Tendría que haberle echado el lazo, traerlo por la fuerza y dejar que

el árabe le ensartara y cobrarle el doble, así habría aprendido lo que

es la vida.

Ayer por la tarde salí de fiesta, champagne, vino de diferentes

tipos, con mis compañeras de la noche, Marie France, Daisy, Marie-

Catherine (esta última es enfermera).Volví borracha y leí a Sime-

non durante toda la noche.Y todo para celebrar la publicación de su

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libro, en conjunto ha sido bien recibido por las mujeres (putas, bur-

guesas, etc.), tengo miedo de que mis clientes se reconozcan en el

Cuaderno Negro; algunos ya me han llamado para preguntarme si

el libro estaba a la venta. Me hago la indiferente, pero estoy muerta

de miedo. ¡Ay de mí!, seguro que habrá represalias, ataques de ra-

bia, de desesperación, amenazas, quién sabe, sólo Dios sabe cuántos

me abandonarán… Este es el pago de la ciencia, el precio que hay

que pagar para conocer todas las verdades. Eso es.Y a usted, espe-

ro que todo le vaya bien.

En cuanto a Simenon, sus Memorias íntimas, son una obra

maestra, pero qué egoísta… La neurosis de su mujer, el suicidio de

su hija, son, desde luego, enfermedades de ricos. Si hubieran tenido

que ganarse la vida, levantarse a las cuatro de la mañana para orde-

ñar las vacas, hacer la colada o la acera, no habrían necesitado a nin-

gún psiquiatra ni costosos ingresos en clínicas de lujo.

Acabo de abrir la puerta (alguien la golpeaba con insistencia)

para cerrarla corriendo a las narices de un árabe tan borracho que

no se sostenía de pie, el cigarrillo en la boca, sin afeitar, sucio, hara-

piento, ojos enrojecidos. Lo he puesto de vuelta y media antes de

cerrar. ¡Qué vida! Yo no tengo tiempo de neurotizarme ni de psi-

coanalizarme, ¡qué va!

Por otra parte, lea este artículo sobre los gángsteres del Pâquis.

Es un asilo en vivo, los cadáveres no se arrastran por los salones.

Totalmente suya, abrazos, cariño, ternura, su meretriz.

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Lunes 14 de diciembre de 1981

Querido Jean-Luc:

Le escribo desde el restaurante de la estación, a las diez de la noche,

en primera clase, naturalmente, pero en el lado del pueblo. Suena un

viejo piano, autoritario y nostálgico a un tiempo. ¡Ah, la música de

las estaciones!

Madre mía, ¡qué cotilla!, como diría aquél.Tengo tantas cosas

que contarle… Estoy en lo más hondo de la desesperación y en la

cúspide de la alegría, y todo a un mismo tiempo. (Una cosa es com-

plementaria de la otra.) Ahí va, el pianista ataca de nuevo, con una

seguridad un tanto fingida, una vieja melodía… Encadena un «tico

por aquí, tico, tico por allá…» a un ritmo supersónico. Esos viejos

pianistas fracasados muestran una virtuosidad extraordinaria.

Acabo de salir de una sesión de fotografía en color, un marti-

rio.Y sólo Dios sabe qué horrendas secuelas dejará…) Déjeme que

le diga algo: lo que hay que hacer para tener publicidad me parece

inhumano. ¡Peor que cepillarse a quince árabes sin preservativo! Así

que he venido aquí a levantarme un poco el ánimo, lo que he con-

seguido después de comer media docena de ostras (como es tarde,

me han servido «imperiales», no se las recomiendo: pobres de alma,

todo músculo, ¡parecen legionarios a punto de retirarse!). Prefiero

las fine de claire, tan jugosas.

Tengo que decírselo: ¡ese libro suyo sólo me ha traído insultos!

Pero también unos cuantos señores espléndidos, intelectuales, poe-

tas, empresarios, a cien francos la pieza (¡a veces más!…), y además

elegantes y educados, y agradecidos, sentimentales, caballerosos.

(Mierda, me estoy quedando sin papel.) ¡Gracias a Dios! El camare-

ro se ha apiadado de mí y acaba de traerme esta hoja (hay algo es-

crito detrás, pero no importa.)

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Hago lo posible por parecer más «relajada» en las malditas fo-

tos, emborrachándome antes con whisky, pero no hay manera…

Por fortuna, estoy acabando una pequeña ronda de beaujolais nou-

veau, este sí es un brebaje humano (demasiado humano).Anímese:

cuando vaya a París a finales de enero, para Droit de réponse, vamos a

corrernos una buena juerga. ¡Bailes, locura, alcohol y música, y con

los gitanos de París! No olvide que me lo ha prometido.

Ahora sí, ataco el postre, una tarta helada de grosella, ¡sublime!

¡Dios, qué humana es la dulzura!

¿Pero qué puedo escribir en este papel tan horrible? Anoche,una

puta (de costumbre más bien altanera) me llamó por teléfono para fe-

licitarme por el libro, y me lo dijo con un tono de voz tan cálido y

sincero, que me subió los ánimos hasta la estratosfera. Un beso (se lo

doy donde usted quiera), y hasta pronto. ¡No podrán con nosotros!

Ginebra, lunes 4 de enero de 1982

Mi muy querido Jean-Luc:

Son casi las dos de la madrugada, pero de todos modos he decidido

escribirle para decirle lo feliz que me ha hecho enviándome sus

magníficos regalos de Navidad, tan lujosos y deslumbrantes que no

me canso de mirarlos y tocarlos. Me vestí como una reina el 31 para

ir a darme un verdadero festín en el Coronado, yo sola (en realidad

es imposible estar solo, siempre hay gentío), y también bebí con sa-

cro respeto media botella de Châteauneuf-du-pape, una delicia.

Esos caldos son lo mejor que hicieron los capullos de los papas, aun

cuando no sean los responsables más directos.

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Page 31: EL POLVO IMAGINARIO

Elpolvoimaginario

Grisélidis RéalPrólogo de Jean-Luc Hennig

lomo 23,5 mm

www.ed-bellaterra.com

ISBN: 978-84-7290-450-7

Gris

élid

is R

éal

Elpo

lvoi

mag

inar

io

«Aquí están las cartas íntimas que he recibido durante diez

años, de una de las mujeres más raras que haya conocido.

Estas cartas hablan de su vida de día y de noche, de sus clien-

tes (emigrantes turcos o árabes, la mayoría), de sus ensoña-

ciones de vejez, de sus amantes imaginarios, de sus arre-

batos, de sus imprecaciones contra Dios, de sus copas de

Royal Kadir, de sus repetidas enfermedades, de su deterio-

ro. Aunque Grisélidis siga diciendo que está dispuesta a

todo por los hombres, dispuesta a todo por amor. Y aunque

se ría de todo. Grisélidis quizá tenga la felicidad de la

desesperación. Y en cualquier caso, ésa es su dignidad.»

J.-L. H.

Obra maestra de Grisélidis Réal, El polvo imaginario es el

fruto de una correspondencia mantenida del verano de 1980

al invierno de 1991 con Jean-Luc Hennig. Este documento

sobre la prostitución cotidiana desvela el panorama secreto

de la miseria sexual masculina con rabia, crueldad y ternu-

ra. Conforme va escribiendo, el autorretrato de esta P…

irrespetuosa saca a la luz las otras mujeres que viven en

ella: la gran viajera, la lectora ecléctica, la enamorada apa-

sionada, la socióloga aficionada, la altruista libertaria y la

refinada epicúrea.

edicionsbellaterra

Nacida en Lausanne en 1929, Grisélidis Réal

pasó su infancia en Egipto y en Grecia, antes

de cursar estudios de artes decorativas en

Zurich. Pronto madre de cuatro hijos, se pros-

tituye en Alemania a principios de los años

sesenta y después se convirtió en la famosa

«furcia revolucionaria» de los movimientos de

prostitutas en la década siguiente y en la

cofundadora de una asociación de ayuda a las

prostitutas (ASPASIA). Grisélidis Réal murió el

31 de mayo de 2005.

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