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EL UTILITARISMO, ENTRE LA EFICACIA Y LA INJUSTICIA1.
1. Entre la injusticia y la ineficacia.
El ideal político -y, a mi juicio, también el ideal moral- moderno se condensa en el
mensaje de la Revolución Francesa: "libertad, igualdad y fraternidad". Tres ideas,
tres valores, que nadie cuestiona, que algunos simplemente matizan y que pocas
veces se practican al unísono. La grandeza de aquella Revolución, desde la
perspectiva de la filosofía, consistió en haber pensado al hombre con esas tres
dimensiones, en haber diseñado al "ciudadano", tan bello y perfecto que, como de
los dioses, uno siempre puede decir que los ama sin avergonzarse de no ser como
ellos.
Años antes, cuando David Hume visitó los círculos ilustrados, y en especial la
tertulia de los "ateos" de Madame D’Holbach, comentó con ironía no haber
encontrado más de uno. El caustico escocés había observado excesiva pasión
anticlerical, excesiva crítica antiteológica, o sea, excesivos residuos religiosos. Ya en
pleno proceso revolucionario Jeremy Bentham se cansó pronto de dar buenos y
prácticos consejos a los constituyentes2. Ni éstos ni el público parecían hacerle caso:
unos y otros preferían tomar posición en el apasionado debate entre Burke3 y Paine4.
Bentham vio a los revolucionarios, como Hume a los ilustrados, excesivamente
preocupados por la perfección.
Como es sabido, al menos desde Hegel, las conquistas del espíritu son
irreversibles. Otra cosa es el modo como las conciencias las viven. El fervor
1 Textos de la conferencia presentada en la I Semana Iberoamericana de Estudios Utilitaristas.
Santiago, 24-17 septiembre 1991).
2 Ver sus trabajos Essai sur la Représentation, 1788; Essay on Political Tactics, 1789; Draught of a
Code for the Organisation of the Judicial Establishment in France, 1790, con los que pretendió orientar a miembros de la Asamblea Francesa, a pesar de no comulgar con el ideario de la Revolución.
3 Reflexiones sobre la Revolución Francesa. Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1978.
4 Los derechos del hombre. Barcelona, Orbis, 1985.
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revolucionario pensó, sintió y bordó inexorablemente unidas la libertad, la igualdad y
la fraternidad. La unidad duró lo que el temblor de la Revolución. En el recuerdo, en
el análisis, e incluso en la conmemoración y el panegírico, lo que eran tres rasgos de
un hombre nuevo devinieron tres virtudes cívicas, tres deidades a elegir, con liturgias
y genealogías propias. El "capitalismo", con la tolerancia debida a los dioses de los
otros, santificó la Libertad, relegando a la Igualdad a los dominios del culto
honorífico, propio de los dioses de los pueblos vencidos, y conmemorando la
Fraternidad como caridad o beneficencia, meros arrabales de la vida cívica. El
"comunismo", por su parte, eligió la Igualdad, y en su nombre inmoló a todo lo
sospechoso: a la fraternidad por innecesaria y a la libertad por peligrosa.
No es aquí relevante si la "libertad del capitalismo" y la "igualdad del comunismo"
eran las verdaderas; damos por supuesto que no es necesario predicar la verdad de
lo divinizado. Tampoco es pertinente preguntarnos por su existencia real, ni incluso
por la sinceridad del culto; pues, en definitiva, la función de cualquier religión
solamente es la de cultivar la creencia. Lo único que aquí nos importa, y merced a lo
cual estamos haciendo este ya un tanto largo excurso retórico (pero no se
preocupen, acabaremos hablando del utilitarismo), es que así se originaron dos
posiciones filosófico-políticas, dos esperanzas utópico-sociales, dos maneras de
pensar, sentir y valorar lo público y lo privado, dos formas excluyentes de disputarse
las razones, las legitimidades y las dignidades. Una, hablando en nombre de los
"derechos del individuo" y legitimándose con su eficacia, entendida ésta como su
capacidad para satisfacer las necesidades, deseos y sueños de los hombres; la otra,
representando la "superioridad moral de la colectividad" y fundándose en su mayor
justicia, entendida ésta como igualación en las condiciones materiales de existencia.
Hoy ambos discursos han perdido buena parte de su fuerza persuasiva, si no toda
ella. La eficacia productiva del capitalismo y su democracia liberal, su triunfante
racionalidad técnica, ya no puede ocultar sus zonas de sombras, ni legitimar su
injusticia de fondo o paliar su cinismo; y el confesado igualitarismo del comunismo y
de su democracia popular, a su vez, tampoco puede ya encubrir su inseparable
"gulag", su pertinaz secuestro de la naturaleza humana. Y hoy, por tanto, es más
oportuna que nunca la pregunta: ¿está condenado el comunismo a la ineficacia?;
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¿es inevitable que la democracia liberal sea injusta?; ¿hay alguna forma de pensar la
reconciliación entre justicia y libertad? Nos referimos, claro está, a alguna forma de
pensar esa unidad, o al menos su articulación; no nos satisface, obviamente, la mera
enunciación de un deber o de un deseo: ni la falacia naturalista, ni la falacia
sentimentalista.
Y son estas preguntas, precisamente, las que a un mismo tiempo nos inducen a
recurrir al utilitarismo y configuran la manera particular de abordarlo: como una
tercera vía entre el liberalismo injusto y el marxismo ineficaz. Las razones que
empujan a ello podríamos sintetizarlas en cinco tipos. En primer lugar, el utilitarismo
ha sido, y sigue siendo, tenazmente criticado por liberales y por socialistas;
simultáneamente, los utilitaristas han sido sospechosos de liberales y de socialistas.
Piénsese el caso de Mill, o el de Helvétius, a quienes el mismo Marx lo situaría en los
orígenes del "socialismo científico".
Por otro lado, el utilitarismo es la corriente filosófica que más intensa y
tenazmente, y a mi juicio con mayor éxito, ha intentado articular y compatibilizar el
egoísmo humano con el interés público, la felicidad con la moralidad, la justicia con la
eficacia. Decimos "con mayor éxito", sin pretensiones de absoluto, asumiendo el
humano destino de cohabitar con la imperfección.
En tercer lugar, los utilitaristas clásicos se movieron, a nivel de contenidos
políticos, en unas posiciones no confundibles ni con el liberalismo ni con el
socialismo; aunque no antagónicas con ella. Algo así como lo posible de cada uno,
con lo que ello conlleva de melancolía cuando se contempla desde la excitación y la
ansiedad utópicas.
Una cuarta razón es que tanto el liberalismo como el socialismo democrático de
los últimos años han recurrido, forzados por la historia y a veces con conciencia de
clandestinidad, a principios y valores utilitaristas. Es decir, han pasado por la
humillación de anteponer el bien imperfecto a la virtud sacralizada.
En fin, el Principio de Utilidad, al menos en su formulación clásica, expresa la
primacía de la solidaridad, que es a lo máximo a que puede llegar la justicia humana.
La "máxima felicidad" acentúa el valor de la eficacia y el "mayor número" da
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relevancia a la justicia. La solidaridad, que no es la "comunión de los santos", parece
estar hecha a escala humana; la igualdad, bella incluso en su disminuida función de
idea reguladora, parece estar a la altura de los ángeles.
Todo ello nos hace pensar que la salida a la presente alternativa entre el
socialismo ineficaz y el liberalismo injusto pasa por recuperar y reforzar la conciencia
y la conducta utilitarista. Y en la medida que el utilitarismo no prejuzga un modelo de
Estado, no lo pensamos como alternativa política, sino como giro de la conciencia,
como filosofía práctica.
Cara a la fiabilidad de nuestra tesis debemos allanar dos obstáculos, cada uno de
los cuales condensa un frente de críticas al utilitarismo. Hemos de mostrar la
capacidad del utilitarismo para fijar las condiciones de eficacia y racionalidad (o, al
menos, su no incapacidad lógica); y hemos de mostrar su compatibilidad con la
justicia, o sea, argumentar en favor del utilitarismo como filosofía moral. No obstante,
previamente haremos algunas reflexiones en favor de la viabilidad de la articulación
de los contenidos doctrinales utilitaristas indistintamente con el liberalismo y el
socialismo.
2. Diferencia y compatibilidad.
Hemos caracterizado el utilitarismo como una corriente filosófica claramente
diferenciada del liberalismo y del socialismo, si bien no opuesta, ni a la una ni a la
otra. Aunque sería necesaria una caracterización teórica de estas doctrinas, al
menos en sus postulados fuertes, para proceder a una comparación razonable,
estamos convencidos de que, en su formulación filosófica, y no confundido con las
ideas políticas que defendieran sus más conspicuos representantes, el utilitarismo es
irreductible al liberalismo (y, por supuesto, al socialismo, pero tal cosa pocos dudan).
Y estamos igualmente convencidos de que, en el mismo sentido antes indicado, el
utilitarismo no es incompatible con el socialismo (ni, por supuesto, con el liberalismo,
cosa que a todos parece obvia). Ha sido un mero accidente histórico que el
liberalismo lo haya usado más que el socialismo; o tal vez una mayor lucidez de sus
teóricos. Y no sería estéril valorar detenidamente en qué medida ese mayor uso de
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los principios utilitaristas ha sido la clave del triunfo relativo de la democracia liberal
sobre el comunismo.
Tanto la diferencia como la no incompatibilidad respecto a ambos pueden
apoyarse indistintamente en argumentos de índole empírica o de carácter analítico.
Comenzando por los primeros, podemos recordar que Bentham era un demócrata
liberal muy radical, que nunca puso en cuestión la "utilidad" de la propiedad privada;
no obstante, buena parte de sus propuestas de reformas institucionales serían
ortodoxas en un modelo socialista de Estado. St. Mill ha sido interpretado unas
veces como apóstol del liberalismo y otras como peligrosamente socializante. El
pensamiento de Godwin, o el de Comte y los saint-simonianos constituirían ejemplos
aún más elocuentes de que el utilitarismo no es inherente al liberalismo ni
incompatible con la idea socialista del Estado. Por otra parte, los mismos principios
utilitarios son políticamente neutrales, si bien no neutros; en ningún modo prefiguran
o implican un "modelo de Estado", hasta el punto de no poner condiciones al origen
de la soberanía para admitir su legitimidad, audacia que ha propiciado constantes y
reiterativas críticas.
No es menos clara su diferencia, respecto al liberalismo y al socialismo, desde un
punto de vista teórico, tal como muestran los dos siguientes argumentos. Frente a
ambas corrientes filosóficas, el utilitarismo ha asumido el postulado de la condición
irremediablemente imperfecta de la vida social, lo que les lleva a huir de todo "pacto
social" legitimador o toda "revolución" purificadora, a renunciar al diseño de una
"sociedad buena", y una "vida buena" en ella, para describir una "sociedad
mejorable" en cuyo seno sea posible una "vida satisfactoria"; en definitiva, han
asumido que es posible vivir razonablemente bien en compañía de la imperfección.
Esta asunción de la imperfección es muy importante, pues implica el rechazo de
toda utopía. No solamente de las sociedades ideales, sino incluso del presupuesto
de la progresiva perfectibilidad del género humano. Hemos de subrayar que,
curiosamente, las dos grandes alternativas político sociales dominantes en los
últimos siglos han coincidido en el optimismo. El liberalismo, unas veces con buena
voluntad y otras con verdadero cinismo, ha confiado la perfección del hombre a las
declaraciones de derechos; el marxismo, con ingenuidad o inconsciencia, la ha
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puesto en manos de la revolución. Dos fines abstractos, que permitían soñar la
utopía, pero que ignoraban la naturaleza humana y los recursos de la vida social.
Junto a la asunción de imperfección como compañera de viaje, el utilitarismo ha
puesto en el trono a la "solidaridad". El principio utilitarista es una formulación,
peculiar pero convincente, del valor máximo de la solidaridad. Aunque no es aquí
nuestro objeto, digamos de pasada que, con la solidaridad en el puesto de mando,
se hace más posible el ideal de la Revolución Francesa, ya que la solidaridad no
puede pensarse sin la justicia y la libertad, lo que no ocurre en los otros casos. La
perspectiva solidaria es, sin duda, un elemento de diferenciación; pero a un tiempo
es garantía de compatibilidad, porque la afirmación del individuo y su libertad, así
como la ordenación justa de la sociedad, son dos vertientes irrenunciables de una
visión solidaria de la política. Una investigación de la función de la solidaridad en el
utilitarismo, que a menudo los clásicos formulaban como "simpatía", contribuiría
fuertemente a aclarar las cosas.
Podríamos acumular más argumentos, sin duda alguna. Pero optamos por acabar
simplemente afirmando que el mismo "gran principio" de la máxima felicidad para el
mayor número debería entenderse de forma concreta, es decir, con referencia a
unas condiciones dadas (y entre tales condiciones hay que contar a los hombres,
sus creencias y costumbres, tanto como al orden sociopolítico por ellos aceptado). Si
se cumple esta exigencia, sin duda resaltará y será posible pensar la coherencia de
un modelo de estado liberal-democrático, socialista o de cualquier otro tipo con un
programa utilitarista. Esta exigencia de pensar el Principio de Utilidad de forma
concreta es, a su vez, una norma utilitarista constantemente reivindicada y fielmente
cumplida. Bentham, por ejemplo, no compartía los ideales de la Revolución
Francesa, lo cual no le impedía colaborar con ellos en su lucha por la conquista de
mayores cotas de bienestar. Lo hizo sin compartir su ideología, como prueba el
escaso fervor que le produjo haber sido nombrado por la Asamblea "hijo adoptivo de
Francia”.
Por tanto, no es reducible el utilitarismo al liberalismo, ni incompatible con el
socialismo, como a veces se ha tendido a creer. Esta diferencia no antagónica
permite pensar al utilitarismo como una mediación a esa alternativa ya indicada entre
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el liberalismo injusto y el marxismo ineficaz. La posibilidad abstracta de esta
mediación se refuerza con una argumentación sobre la propia problemática interna al
utilitarismo, a saber, su carácter de teoría montada sobre la tensión entre la
búsqueda de la justicia y de la eficacia. Pues el principio "The great happiness of the
greatest number" expresa su eficacia en cuanto proclama como norma la
"maximización" de la felicidad y su moralidad y justicia en cuanto busca la del "mayor
número". Si el utilitarismo consiguió pensar la reconciliación entre justicia y eficacia a
nivel interno no parece descabellado verlo como mediación en la alternativa citada
entre liberalismo y socialismo en tanto simbolizados por la "injusticia" y la "ineficacia".
Debemos, pues, centrar ahora la reflexión en su manera de compatibilizar justicia y
eficacia. Somos conscientes de que así nos enfrentamos al gran problema del
utilitarismo, el de si es o no una filosofía moral en sentido fuerte, carácter que
frecuentemente la crítica le ha negado. Y creemos que el tratamiento correcto de
este tema pasa por mostrar cómo es compatible el hombre como "sujeto de deseos"
con el hombre como "sujeto moral". Dicho de otro modo, si es o no posible "educar el
deseo". Decimos "educar", no "violentar".
3. El utilitarismo y la eficacia.
¿Garantiza el utilitarismo la eficacia? Es decir, ¿son coherentes sus postulados
con la racionalidad económica? Con más concreción: ¿son compatibles el Principio
de Utilidad, el Principio del Hedonismo (o del máximo placer) y el Principio del
Igualitarismo o de la Distribución Democrática?
Son muchas las críticas en favor de la incompatibilidad. Muchas de ellas son
razonables, y algunas de buena voluntad. Un inventario y tipificación de las mismas,
seguido de su análisis y valoración desapasionada, es un trabajo a hacer con
urgencia. Mientras tanto -y en los límites de esta reflexión- sólo cabe hacer algunas
consideraciones generales sobre los fundamentos usuales de dichas críticas. Nos
referiremos, a título de ejemplo, a unos cuantos tipos.
Una técnica habitualmente usada en las críticas al utilitarismo consiste en lo que
podríamos llamar falsación por casos excéntricos. Por ejemplo, en una sociedad con
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el 30% de esclavos, la suma de felicidad del otro 70% puede ser superior a la del
100% en una sociedad no esclavista mediocre y gris. O bien, la desigualdad, el
elitismo en el consumo de un producto nuevo, es condición indispensable para la
posterior generalización y democratización, del mismo... Ciertamente, desde
posiciones logicistas una "anomalía" es suficiente para falsar una ley en su
universalidad. Pero incluso Popper aceptaría que el abandono de una teoría no se
justifica -y, desde luego, empíricamente no se dan tales casos- por una puntual
falsación, sino cuando se dan otras condiciones: repetidas falsaciones, o sea,
pérdida progresiva de su potencia explicativa, y propuestas de conjeturas
alternativas. Mientras tanto, la teoría "falsada" sigue siendo, aunque imperfecta,
creíble, suficientemente fiable. En esta perspectiva, bastaría tener en cuenta que el
utilitarismo no es una teoría con aspiraciones de exhaustividad, sino más bien
orientada a las zonas templadas de lo social (de las pasiones, de las creencias, de la
racionalidad, de la rentabilidad e incluso de la justicia), para hacerla invulnerable a la
falsación por casos extravagantes. Como decía Hume, en moral, al contrario que en
lógica, el valor es gradual; entre el bien y el mal hay un espacio que está ausente
entre la verdad y el error. Y en ese espacio el utilitarismo acota un entorno: el de las
situaciones razonables, previsibles, mayoritarias... La casuística marginal o externa a
dicho entorno, a nuestro entender, debería carecer de eficacia crítica.
Otra característica usual de las críticas antiutilitaristas, y en línea con la anterior,
se apoya en lo que llamaremos paradojas de la cuantificación. Parece razonable
asumir que el utilitarismo induce -y, por tanto, se compromete- a calcular la felicidad.
Este cálculo -se dice-, para que tome visos de seriedad debería ser cuantitativo. Por
tanto, la ciencia económica estaría investida de la autoridad requerida para valorar
su eficacia. Y la ciencia socio-económica de nuestros días, tan permisiva en el uso
de sondeos de opinión, determinación de actitudes y tendencias del gusto, cuando
ridiculiza -cosa fácil, pues cae por su propio peso-los alambicados e insólitos
recursos benthamitas del "cálculus felicificus", pierde absurdamente el tiempo como
un físico ensañado en nuestros días con el flogisto.
Al último tipo de críticas que queremos destacar podríamos llamarlo chantajes de
la pureza. El caso más célebre es el del "inocente". Se plantea así: ¿es lícito
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sacrificar a un inocente para conseguir mayor felicidad en un pueblo? Así la vida y la
virtud del inocente destacan sobre la mezquindad del interés del placer. La verdad es
que, salvo casos extravagantes, a los que ya hemos aludido, el "sacrificio del
inocente" suele designar actuaciones menos puras. Por ejemplo, el sacrificio de una
propiedad del inocente para interés público; incluso un tópico muy actual, como el
riesgo de sacrificio de la virginidad de las cuentas de un inocente al indagar "dinero
negro", narcotráfico o secuestros terroristas...
Otro frente de críticas se centra en los problemas "filosóficos", derivados de la
ambigüedad en los textos clásicos del utilitarismo, respecto al sentido o sin sentido
de cuantificar cualidades afectivas y subjetivas, comparar y establecer un valor de
cambio entre los distintos placeres, entre los placeres de personas diversas, y
especialmente entre placeres sensuales e intelectuales, etc. Incluso limitándonos al
cálculo de la satisfacción de deseos, como hace el utilitarismo preferentista (tal vez
huyendo de la crítica general y buscando un terreno defendible), son muchas las
paradojas y contradicciones en contra de la armonía entre máxima racionalidad
económica, productiva, y máximo grado de satisfacción de las preferencias.
Estas deficiencias son innegables, pero también aquí las críticas, a fuerza de
ideológicas y sesgadas, son hechas más bien contra un "utilitarismo imaginario",
retallado ad hoc, y no siempre con buena voluntad. Porque siempre es posible -y,
creemos, deseable- distinguir entre la norma, moral o prudencialmente entendida, de
adecuar racionalidad productiva, hedonismo ilustrado, preferencias puntuales y
justicia, y el "cálculo" o estrategia para conseguirlo por otro. Este es siempre
histórico, es decir, debe usar el nivel de las ciencias, los métodos de cálculo más
idóneos a su alcance, la información empírica acumulada, las técnicas más
contrastadas. O sea, el cálculo es meramente instrumental, sin que sus debilidades
afecten en lo más mínimo a la legitimidad y coherencia de los principios a los que
sirve.
Desde esta perspectiva, ni siquiera habría que tomar en cuenta los extravagantes
malabarismos de Bentham, por no ser intrínsecos al utilitarismo, siendo meras -y
toscas- estrategias que Bentham, que no podía saltar sobre su propia sombra ni
sobre la sombra de su época, tuvo a mano. Queremos decir que las deficiencias del
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cálculo son deficiencias técnicas, límites históricos o personales de la experiencia y
del conocimiento científico, pero no expresiones de la indigencia del mensaje
utilitarista.
Más aún, esta exigencia de precisión cuantitativa carece de legitimidad teórica y
es, a escala social, irrelevante. Puede conocerse suficientemente que una opción es
mayoritaria aunque sea imposible establecer una cuantificación definitiva. Por tanto,
aunque se demostrara que la cuantificación que preconizara Bentham es
absolutamente imposible, que siempre recurre a criterios cualitativos, tampoco sería
una crítica decisiva, en parte por lo dicho antes respecto a que el utilitarismo es
propio de "zonas templadas", y en parte porque el utilitarismo acepta en sus
presupuestos la imperfección humana: de la naturaleza, de la ciencia, de sus
técnicas, de sus logros... O sea, el utilitarismo exige calcular, y exige usar para ese
cálculo los conocimientos y técnicas más idóneos en las manos del hombre; pero no
exige la perfección del cálculo.
A veces se acumulan críticas contra la incapacidad de precisar los máximos. Tal
incapacidad, en rigor, obedece menos a carencias del utilitarismo que a limitaciones
de la mente humana. La culpa del utilitarismo sería la de aspirar a lo imposible,
crítica a todas luces insólita, pues no es la utopía el lado débil del utilitarismo. De
todas formas, estas críticas encubren un presupuesto que vale la pena aclarar, por
estar subyacente en otras muchas: tratan al utilitarismo como una "teoría científica",
a la que se exige precisión, clara determinación y absoluta uniformidad. Se olvida así
que el utilitarismo es una filosofía, que describe una toma de posición ante la
realidad, ante los problemas, ante los conocimientos, pero que no infiere estrategias
precisas de acción, papel éste que corresponde a las ciencias, las artes y las
técnicas.
Además, equivocadamente o no, el utilitarismo ya reconoce la imposibilidad de
determinar los máximos o mínimos en la felicidad o la justicia sociales; pero confía
en que hay un "sentido común" que en las "zonas templadas" funciona y es eficaz. Si
dejamos de lado los casos excéntricos y las hipótesis extravagantes, creo que es
aceptable el supuesto de la suficiencia del sentido común para decidir entre las
grandes opciones en función de sus previsibles resultados. A veces cuesta fijar el
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sentido común, a veces, respecto a un tema preciso, hay escisión, fragmentación...,
pero incluso con esas deficiencias históricas es una instancia aceptable.
En fin, no nos parece estéril añadir, especialmente respecto a las críticas que de
una forma u otra se apoyan en la falta de exactitud, de criterios absolutos, de
universalidad..., que tales carencias no son muestra de la indigencia del utilitarismo,
sino de su "virtud" conscientemente asumida. Pues ha sido el empirismo humeano
quien más esfuerzos ha hecho por legitimar la creencia razonable, la probabilidad; y
su filosofía práctica es el mayor esfuerzo en salvar la consistencia y objetividad de la
moral en la medida de los posibles, salvándola de la degradación a que la empujaba
el mecanicismo al identificar los sentimientos morales con las "cualidades
secundarias". Por tanto, la filosofía humeana, en la que beben los utilitaristas, implica
la renuncia a los absolutos, al tiempo que el esfuerzo en dotar al conocimiento, a la
moral, a la política de una fundamentación suficiente. ¿"Suficiente respecto a qué"?
No para la "pasión metafísica" que siempre acecha a la razón pura; pero sí respecto
a la práctica, a la vida.
Por último, tampoco es vano resaltar una constante de las críticas, a saber, la de
no obligarse a dar alternativas. Hoy sabemos que las "paradojas" lanzadas contra el
utilitarismo, en gran medida por la tradición liberal, se vuelven apropiadamente
contra el liberalismo; más aún, que muchas de ellas no eran propiamente contra el
utilitarismo, sino contra el uso del mismo por el liberalismo. El magnífico libro de
Jonathan Riley, Liberal Utilitarianism5, metido de lleno en la teoría de la elección
racional, desde cuyos dominios se han lanzado fuertes, varias y continuas
andanadas contra el utilitarismo, muestra cómo tesis tan famosas como el "general
impossibility theorem" de Kenneth Arrows6, el "paretian liberal impossibility theorem"
de Amartya Sen7 y el "liberal rights-exercising impossibility theorem" de Allan
5 Liberal Utilitarianism. Cambridge U.P., 1987.
6 De Arrows sobre el tema ver Social Choice and Individual Values. Nueva York, Wiley, 1958.
7 De Sen sobre el tema ver Collective Choice and Social Welfare. San Francisco, Holden-Day, 1970,
y "Liberty, Unanimity and Rights", en Economica (1976), 43, pp.217-245. También son recomendables al caso su libro Choice, Welfare abn Measurement. Oxford, Basil Blackwell, 1982, y su artículo "Welfare Inegualities and Rawlsian Axiomatics", en Theory and Decision (1976), 7, 243-262.
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Gibbard8, son en realidad cargas de profundidad contra el liberalismo, pues dicha
imposibilidad nace del dominio en el que se aplica: un universo indefinido, sin
ninguna determinación. Riley propone como alternativa la vuelta a St. Mill, donde las
paradojas desaparecerían ante la definición del universo que Mill hace al
determinarlo con los principios utilitaristas. No creemos que así se cierre la polémica
(las polémicas filosóficas, si son filosóficas, no es bueno que se acaben);
simplemente, que es una vía de reflexión para nivelarla.
4. El Utilitarismo y la Moral.
¿Es el utilitarismo una moral? ¿O es meramente una estrategia racional maximin?
Deberíamos decir de entrada que una "estrategia" puede tener efectos morales. Por
tanto, consecuencialmente, sería susceptible de una calificación moral. Aunque las
acciones, como bien dice Hume, son hechos, y éstos ajenos a lo moral, de forma
derivada son "morales", sea fijándonos en los "motivos" o "intenciones", sea teniendo
en cuenta sus efectos o implicaciones.
Parece obvio que, a nivel práctico, nadie duda de la compatibilidad entre la
militancia utilitarista y la conciencia moral en sentido usual: al contrario, al menos en
lo que respecta a los utilitaristas clásicos siempre han sido considerados como
hombres de elevada talla moral. Sus actitudes típicas ante temas como el de la
beneficencia, la guerra, el trabajo de los niños, los derechos de los negros, el status
de las mujeres, etc., no dejan lugar a duda alguna. El problema, pues, se plantea a
nivel eminentemente teórico.
Entrando de lleno en la cuestión, debemos preguntarnos por la moralidad del
utilitarismo en sentido fuerte, no de forma derivada. Debemos preguntarnos: ¿es
posible una moral coherente con las tesis utilitaristas? Mejor aún, ¿es el utilitarismo
una filosofía moral?
Los problemas se centran en si es posible derivar, o al menos cohesionar, una
psicología egoísta con un ideal altruista; en si es posible que un individuo
8 De Gibbard al respecto ver su ensayo "A Pareto-Consistent Libertarian Claim", en Journal of
Economic Theory (1974), 7, 338-410.
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determinado naturalmente a amarse a sí mismo, marcado por el "amor de sí", puede
llegar a amar a los demás. ¿Hay que quedarse irremediablemente en Hobbes y
Spinoza? ¿Hay otra opción que alguna variante del cristianismo y su moral ascética?
¿Es solución el sueño del "moral sense"? ¿Hay que refugiarse en el liberalismo
cínico de Mandeville, o en el liberalismo ingenuo de William Paley? O bien ¿es
posible educar el deseo? Este último parece ser el reto de una moral utilitarista.
Asumiendo los riesgos propios de toda esquematización, podemos decir que la
moral utilitarista se articula en torno a tres principios, cuya relación es problemática
o, al menos, problematizada: El "Principio del egoísmo" (Pe), afirmando que "el
individuo está constituido de tal forma que sólo puede desear su propio placer"; el
"Principio del Hedonismo" (Ph), según el cual "el individuo puede desear otras cosas,
pero debe desear su propio placer"; en fin, el "Principio el Utilitarismo" (Pu), que
afirmaría que "el individuo puede desear otras cosas, pero debe desear la mayor
felicidad para el mayor número".
Bien mirado, Pe no es un principio moral, sino un enunciado descriptivo, que
define una concepción antropológica, una filosofía de la vida humana. Este
enunciado, y la filosofía que condensa, son aceptados de forma general por el
utilitarismo, aunque con matizaciones diversas. Forma parte de la filosofía utilitarista,
pero no es exclusivo de la misma; es condición necesaria, pero no suficiente.
El Ph ya es un enunciado moral, y define una posición moral, que unas veces será
una "moral naturalista", otras una "moral prudencialista". No sólo afirma que es
bueno perseguir el placer (legitimando la tendencia natural al mismo), sino que sería
igualmente bueno y deseable si tal tendencia no existiese. Así, por ejemplo, en
circunstancias especiales -perversión, represiones y sublimaciones ideológicas, etc.-
en que la tendencia natural haya sido bloqueada, el principio hedonista adquiere
toda su fuerza normativa: es bueno educarse para el placer, es bueno desear el
placer.
Aparentemente Ph y Pe parecen incompatibles. Si Pe es verdadero, podría
decirse, ¿qué sentido tiene decir que el hombre debe ser virtuoso, o egoísta, o
altruista...? Aceptado Pe, es decir, aceptada la determinación natural, la "obligación
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natural" que diría Hume, ¿no es Ph -y Pu- innecesario? En un enfoque logicista tal
vez Pa y Pb, así formulados, sean contradictorios; pero los utilitaristas suponen
acertadamente que a) la ley natural puede sufrir deformaciones, anomalías,
perturbaciones, monstruosidades, lo cual legitima y da sentido a la regla que
aconseja su vigilancia y fortalecimiento; y b) las tendencias naturales son mejor
satisfechas si se acompañan o guían de una estrategia conveniente.
En conclusión, no parece incoherente asumir ambos principios, cosa que hacen
todos los utilitaristas. Basta entender Pe "naturalistamente", no "metafísicamente",
para que la determinación sea simplemente una fuerza, y por tanto regulable y
variable; y basta entender Ph en su primera parte (la del "puede") como posibilidad
de una anomalía dentro de una ley, y en su segunda parte (la del "debe") como
norma prudencial, para que diseñe una moral consecuencialista de contenido
hedonista y con "efectos morales derivados" (pues, como después veremos, la
felicidad, la satisfacción propia es una condición muy favorable para el surgimiento
de sentimientos y conductas morales. Bentham no tenía la menor duda al respecto
cuando afirmaba que la naturaleza ha colocado al hombre bajo el gobierno de dos
amos soberanos, el dolor y el placer, dependiendo de ellos sólo lo que debemos
hacer; determinando ellos sólo qué queremos.
El problema es más agudo al tomar en consideración Pu, pues a sus posibles
contradicciones con Pe, equivalentes a las señaladas entre Pe y Ph, pero con mayor
radicalismo, hay que añadir las que se dan específicamente entre Ph y Pu. ¿No son
dos normas, dos deberes contradictorios? Porque parece obvio que Pu define el
punto de vista de la solidaridad, del altruismo, de la cooperación..., todo ello
sospechoso ante una posición moral hedonista y una antropología egoísta. Por otro
lado, este principio, no sólo aceptado por los utilitaristas, sino convertido en su
insignia, es el que debe determinar la moralidad en sentido fuerte del utilitarismo, si
es que se pretende tal. Si el Pe disuelve la moral convertida en mero nombre del
deseo; y Ph define una moral consecuencialista y prudencial, pero cerrada en el
hedonismo egocéntrico, Pu parece absorber en sí mismo la moralidad en sentido
tradicional. Una moralidad que puede cabalgar sobre la ascesis, sobre el abnegado
amor al prójimo, sobre la renuncia para el otro (tal fue la visión cristiana), o bien
15
equilibrarse con los dos principios anteriores y originar así la moral utilitarista. Pero
¿es coherente y consistente esta síntesis?
Responder esta pregunta es el objetivo de nuestra reflexión, ya que la articulación
de estos tres principios es el reto del utilitarismo. La misma pasa por explicar
razonablemente cómo puede educarse (no castrarse o silenciarse) el deseo, cómo
se puede llegar a desear la felicidad de los otros, cómo el hombre deviene moral sin
serlo en el origen. O sea, no se trata sólo de explicar cómo la razón humana llegó a
formular las normas de moral: conquista intelectual de la moral; sino también cómo el
deseo de los hombres, originaria y naturalmente egoísta, se autoregula, se
metamorfosea en interés por los otros, en amor y solidaridad, en sentimiento moral, y
se expresa en conductas justas.
Este es el pulso del utilitarismo, y no hay que hacer concesiones al respecto.
Incluso en los autores más "humanistas", como St. Mill, el utilitarismo tiene una forma
netamente hedonista: "Desear una cosa y encontrarla placentera, sentir aversión
hacia algo y considerarlo doloroso, son fenómenos enteramente inseparables; en
sentido estricto, dos modos diferentes de nombrar el mismo acto psicológico". O:
"Placer y privación del dolor son las únicas cosas deseables como fines... y todas los
demás cosas deseables lo son por el placer inherente a ellos, o al menos por el
placer que pueden procurar y el dolor que evitan". Y, a nuestro entender, el mayor
atractivo filosófico del utilitarismo radica ahí, en el obstáculo que pone en el origen:
¿cómo el hombre naturalmente egoísta deviene moral?
La respuesta, a nuestro entender, pasa por volver a Hume, el más filósofo de los
utilitaristas. Creemos que es en él donde se dan las claves filosóficas que permiten
comprender la coherencia de estos tres principios. Recordemos su teoría de la
naturaleza humana in fieri, como proceso de autodeterminación, con la flexibilidad
suficiente para dar cabida al amor de sí junto a la benevolencia limitada; al amor al
placer junto al amor a los medios idóneos para conseguirlo y al amor perverso.
Recordemos también su teoría de la moral y de la justicia, centrada en la dialéctica
interna y externa de las pasiones, la autoregulación del deseo, la genealogía de la
obligación moral desde la obligación natural, la génesis de los hábitos, de las
máximas y las normas, en fin, el surgimiento de la simpatía y del sentimiento moral.
16
Hume, pues, nos da las claves para comprender la moral utilitarista.
Especialmente si acompañamos su filosofía con algunos criterios complementarios
que se derivan de ella misma, entre ellos los dos siguientes: primero, una
concepción desmoralizada del utilitarismo, en el sentido de aceptar la "moral
prudencial", el cumplimiento de la norma, como el mínimo suficiente para una vida
con efectos morales; segundo, una concepción de la moral desplazada a la política,
o sea, como moral social. El hombre moral benthamiano es el "buen gobernante" o el
"buen ciudadano". Bentham define la Moral como "El arte de dirigir las acciones de
los hombres a la producción de la mayor cantidad de felicidad, en el ámbito de
aquellos cuyo interés está en juego". Y Helvétius la definiría como "Ciencia de la
Legislación". No obstante, hemos de subrayar que junto a esta moral social, que
hace que el utilitarismo sea eminentemente una filosofía política, y que es el mínimo
común denominador del utilitarismo, hay que reconocer que en el mismo cabe cierta
moral individual, que algunos autores, como Mill, han destacado dando relevancia a
la búsqueda de la propia excelencia.
5. El problema filosófico: el deseo razonable.
Ya hemos dicho que el utilitarismo se articula básicamente en torno a unos
presupuestos filosóficos que configuran una antropología centrada en el amor propio,
y unas máximas, normas o fines prácticos, regidos por el principio del placer y el de
la búsqueda de la mayor felicidad para el mayor número, que constituyen una cierta
moral; y hemos manifestado que uno de los máximos atractivos filosóficos del
utilitarismo radica en el contraste entre su punto de partida y su objetivo final. Parten
de un reconocimiento lúcido, realista, aunque desdramatizado y nada pesimista, de
la naturaleza humana: el hombre como sujeto de pasiones, regido por el deseo,
atrapado en su red narcisista, condenado a amarse a sí mismo. En definitiva, parten
de la hegemonía del "amor propio", asumen el "egoísmo antropológico", aceptan la
"sobrevivencia" (y el placer que es su signo), como único horizonte posible de vida.
Esta filosofía de la vida parece no permitir otras opciones que el pesimismo político,
el escepticismo moral, el cinismo cívico, o bien un moralismo ascético basado en la
declaración de guerra a la vida. En cambio el utilitarismo asume toda esa
17
"imperfección" inevitable de la naturaleza humana, la legitima, y aspira a una
sociedad bien ordenada, respetuosa con la individualidad y entregada a maximizar la
felicidad del mayor número; una sociedad donde rige la razón, donde reina el
equilibrio de las pasiones moderadas, donde es posible la justicia y la eficacia.
Parece haber una desproporción entre el punto de partida y la meta final. Parece
una impostura reconocer el egoísmo inevitable, e incluso sancionarlo como fuente de
felicidad, y al mismo tiempo aspirar a una vida humana de elevada moralidad.
Parece, en fin, haber una paradoja en que se confíe la moralidad a la satisfacción del
deseo, que la justicia sea como un "subproducto" de la racionalidad técnica, en vez
de una norma a la que ésta se subordine. No obstante, ese es, a nuestro juicio, uno
de los atractivos del utilitarismo, su verdadero problema filosófico: pensar la
posibilidad de que el deseo llegue a ser, si no racional, al menos razonable; que el
amor propio devenga, si no generosidad, al menos solidaridad o cooperación.
Podría decirse, en definitiva, que el problema filosófico del utilitarismo era el de
convertir el deseo en interés. Porque si el deseo expresa el egoísmo psicológico y el
hedonismo antisocial, el interés expresa el egoísmo educado y el hedonismo
autoregulado y solidario; si el deseo expresa la pasión libre, infinita y, por tanto,
insatisfecha, el interés es la pasión razonable, tamizada por el cálculo y por los
hábitos que condensan la experiencia exitosa. Por tanto, la conversión del deseo en
interés era la esperanza del utilitarismo; y pensar esa metamorfosis constituía su
problema filosófico. Aunque, como decía Hume, la causa de la enfermedad es ya el
cauce de su remedio: la idea utilitarista de "naturaleza humana" era la clave.
Insistimos una vez más en la originalidad del proyecto. Se trataba nada menos
que de "educar el deseo". La tradición cristiana había dudado entre su anulación,
sometido a la razón abstracta o al sentimiento místico, sentando la moral como
liberación de la pasión, o su asunción prometeica, como en Pascal y los jansenistas,
en los que la "bestia" se reparte con el "ángel" las dos caras de una vida humana
donde la tensión trágica sustituye a la moralidad imposible. Los ilustrados habían
iniciado el camino: sabían que el deseo, como el gusto, como el oído o la vista, como
la conciencia estética o moral, son educables. El utilitarismo, enraizando tal vez con
el viejo ideal clásico de "educación del carácter", no aspira ni a anular ni a convertir al
18
demonio: simplemente a exigirle compostura. Eso sí, confiando que el hábito acaba
haciendo al monje.
Puesto el deseo en el origen, y declarado constante y hegemónico, los diversos
autores recurrieron a diversos recursos, y a veces a varios de ellos, no siempre con
suficiente claridad y jerarquización. Simplificando mucho podríamos distinguir dos
posiciones al respecto. En una se alinearían autores como Hobbes, Mandeville,
Paley, etc., los cuales tienen una clara tendencia a pensar la naturaleza humana
como algo fijo, biológicamente determinada, encerrada en el principio del hedonismo
egoísta, sin posibilidad de modificación posible. En consecuencia, sólo caben
"intervenciones externas" que garanticen la salvaguarda del bienestar, del interés,
amenazado por la espontaneidad de la pasión. Es indiferente al respecto que sea la
razón, el miedo o el Genio Maligno: lo importante a subrayar es que en esta
perspectiva el origen del bien se pone en el agente externo y la posibilidad del
sentimiento moral queda clausurada.
Hobbes optaba por confiar al cálculo el control del deseo: ese cálculo llevaba a los
hombres a dotarse de un Estado, lugar de la fuerza, capaz de generar el miedo, es
decir, la única pasión susceptible de contrarrestar con eficacia al deseo. Mandeville,
con mayor optimismo, desdramatizaba el problema y con audacia e ingenio nos
describía en su Fábula de las abejas cómo los vicios, los deseos privados y egoístas,
eran la condición de las virtudes, del interés público ("Private Vices, Public Benefits").
El hombre era un demonio condenado a vivir en paz: un Genio Maligno había tejido
su naturaleza de forma tan insidiosa que la satisfacción de su deseo pasaba por la
cooperación y respeto a los otros. William Paley9 suponía un maquiavélico Dios que
habría hecho un hombre egoísta, condenado a desear su bien, al tiempo que habría
diseñado el mundo de tal manera que la satisfacción de su deseos implicara la
felicidad de los demás. O sea, bien mirado Paley viene a declarar que Dios es el
"Gran Utilitarista", que quiere la mayor felicidad para mayor número, y que el
egoísmo humano es la mejor estrategia para conseguirlo.
La otra posición piensa una naturaleza humana en constante proceso de
9 Principles of Moral and Political Philosophy, 1786.
19
autodeterminación. Las pasiones, los gustos, las necesidades, se van fijando en el
proceso de intercambio del hombre con el mundo. El Principio del Egoísmo queda
articulado con el Principio Utilitario en una historia natural del hombre en la que éste
regula sus deseos y acaba deseando la norma. Esta tesis sólo tiene sentido en la
idea utilitarista de una naturaleza humana no naturalista, es decir, no reducible a
mero conjunto de determinaciones originarias y fijas. Hume y Helvétius fueron
quienes más y mejor contribuyeron a establecer esta concepción. Ellos eliminaron la
sustancia y la necesidad de la naturaleza, y lo hicieron de forma especial respecto a
la naturaleza humana: Hume: con su "yo" reducido a flujo de sensaciones; Helvétius:
con su "espíritu" reducido a conjunto de percepciones. Quebrada la necesidad,
burlada la fijeza de la determinación natural, pensarse una naturaleza humana in
fieri, en perfecta coherencia con una epistemología empirista desde la cual hasta la
mente pasa a ser un producto de la experiencia.
Recordemos que para Hobbes la vida era deseo de vivir, y la superación del
deseo equivalía a la muerte. Para Hume, en cambio, el deseo forma parte de la vida,
pero no la agota: la satisfacción del mismo, el silencio de las pasiones, son también
formas -y más placenteras- de la vida.
Esta idea de la naturaleza humana, en la que el fenómeno acapara la hegemonía
de la sustancia, en la que la evolución desplaza al fijismo, separa la línea utilitarista
hobbesiana de la humeana. La filosofía del escocés aporta el fundamento para un
utilitarismo coherente. Eliminadas las sustancias, la realidad de la mente consistirá
en sensaciones asociadas por unas reglas naturales y otras reglas artificiales que
generan hábitos. Asociaciones débiles, matizables, sustituibles, que van decidiendo
las creencias, los sentimientos, la verdad y la moral. En esa perspectiva Hume
puede describir cómo la obligación natural, que está en el origen, regida por el deseo
de sobrevivencia y placer, acabará convertida en obligación moral o deber, por la
mediación del hábito.
También Mill aborda el problema recogiendo el esquema humeano de la
regulación de las pasiones y de la génesis de los hábitos. El egoísmo del hombre
sería compensado y moderado por el hábito del sentimiento moral. Como Hume,
cree que este hábito es anterior a la adquisición por el hombre de la capacidad de
20
reflexión. La familia, la comunidad, nos impone unas acciones e impide otras de
forma permanente; de este modo llegamos a clasificarlas y nombrarlas buenas y
malas y acaban convirtiéndose en normas de moralidad. En la medida en que esos
hábitos están ligados a la experiencia exitosa, cualquier desviación o disidencia irá
frecuentemente acompañada del fracaso, lo cual fortalecerá la conciencia de la
conveniencia de la norma. Con el tiempo la norma habrá generado el sentimiento
moral. Su origen natural y utilitario se habrá metamorfoseado en deber.
Helvétius romperá con la línea biologista dominante entre los ilustrados
(D’Holbach, La Mettrie, el mismo Diderot), así como con las determinaciones
geográficas y climatológicas de Montesquieu, y verá en el Príncipe un Gran
Pedagogo que con la Ciencia de la Legislación o Moral (es decir, a través de la
determinación social y política) conseguirá unos hombres capaces de "actuar por sí
mismos y perseguir su propio interés". Es importante el papel que Helvétius atribuye
al Legislador: conseguir que el hombre venza el "deseo espontaneo y egocéntrico"
en favor de su interés. Su concepción del espíritu como mera colección de ideas,
siendo éstas resultado de la experiencia, del medio en el que se vive, le permitirá
pensar un hombre producto de la determinación social, de los hábitos, de las
costumbres.
Creemos que, bien mirado, es esta segunda línea (Hume, Helvétius, Bentham,
James y Stuart Mill) la propiamente utilitarista. El utilitarismo se apoyaría
filosóficamente en una concepción de la naturaleza humana centrada en la
autoregulacion de las pasiones y en la génesis de los hábitos. Creyeron que los
lobos (los de Hobbes, claro está) seguirían siempre siendo lobos; pero también
creyeron que eran posible los lobos satisfechos, e incluso los lobos amaestrados.
6. Moral objetiva y Moral subjetiva.
Hemos distinguido en el utilitarismo la "filosofía de la vida" (estructurada por el
Principio del Egoísmo) de la que parte y la "norma prudencial" que postula. Sería
conveniente, para mayor precisión, distinguir entre una posible interpretación moral,
y aún moralista, del postulado y de la norma, y una interpretación respectivamente
21
descriptiva y prudencial. Cuando se interpreta moral/moralistamente el "principio del
amor propio", fácilmente se desemboca en una valoración del utilitarismo como un
hedonismo egoísta. De este modo, aunque la norma de maximización de la felicidad
fuera asimismo interpretada moralmente, se llega con frecuencia a una contradicción
o a una paradoja: a una contradicción, cuando se declara su contenido altruista
incompatible con el hedonismo egoísta; a una paradoja, cuando se acepta su
legitimidad en base a su finalidad altruista y al mismo tiempo se cuestiona la
posibilidad fáctica de metamorfosis del egoísmo. En suma, el utilitarismo siempre
queda como "moral grosera (o inmoral)", o como "moral imposible".
En cambio, cuando el "amor propio" se interpreta como principio antropológico,
como manera de ser natural, el hedonismo y el egoísmo pasan a ser términos
descriptivos de una conducta naturalmente determinada y, por tanto, moralmente
indiferente, regida por la tendencia a la sobrevivencia -la "perseveración en el ser"
que decía Spinoza- en el centro de su actividad. Y si, al mismo tiempo, la idea de
maximización de la felicidad también se "desmoraliza" y entiende como mera norma
prudencial, subordinada a la satisfacción de los deseos de vida, entonces todas las
paradojas desaparecen: el Principio de Utilidad adquiere un carácter meramente
estratégico, instrumental, y deberá ser valorado en función de los resultados. Claro
que, de este modo, el utilitarismo pierde su condición de filosofía moral para ser
mera y pretensiosa estrategia técnica del bienestar, en competencia con las teorías
de la decisión racional, no con los sistemas morales.
Hay que reconocer que la "lectura desmoralizada" del utilitarismo es, en principio,
atractiva, aunque no sé si históricamente justa. Esta lectura libra al utilitarismo de la
"moral grosera" que se le adjudica, si bien a costa de adjudicarle un status de
"amoralidad". No obstante, esta opción implica responder a preguntas muy
complejas: ¿Puede haber una filosofía moral cuyo discurso sea meramente
descriptivo? ¿Puede ser moral sin enunciar juicios morales, y sólo por los efectos
prácticos que condiciona? Admitiendo como condición de moralidad la
independencia del deber-ser respecto al ser, ¿es legítimo exigir la misma autonomía
respecto al ser-posible?
El problema es complejo. Reconocemos, con Hume, que la cuestión moral, a
22
diferencia de la epistemológica, admite grados; y, por tanto, que hay filosofía con
mayor o menor indiferencia respecto a sus efectos morales, es decir, a sus
determinaciones en la conducta de los hombres. En el extremo, que hay filosofías
("indignas", dirían los neopositivistas) cuyo contenido son enunciados morales, que
formulan normas de actuación, mientras que otras, más descriptivas e indiferentes
hacia el problema moral, no dejan por ello de tener efectos en la conducta moral de
los hombres. Creemos que el utilitarismo (como "filosofía" moral, y a diferencia de
una mera ideología moral) es una filosofía moral en ambos sentidos; y, por tanto,
que incluso en su concepción "desmoralizada", a la que antes hemos aludido, tiene
efectos morales importantes.
Ahora bien, ¿es el utilitarismo una filosofía moral meramente utilitarista? Si así
fuera, ¿se trata de una cosa indigna, o puede ser considerada con suficiente
eminencia? Porque, como dicen algunos críticos, un altruismo como medio de
satisfacer el egoísmo puede ser una buena estrategia, pero no una virtud; y una y
otra vez se insiste en que sólo son moralmente buenos aquellos fines buenos en sí
mismos, cuando no, más kantianamente, que la acción moral requiere una violencia
sobre el deseo. Se trata, por tanto, de establecer y valorar el status de moralidad del
utilitarismo.
Aunque es obvio que el utilitarismo es una doctrina consecuencialista, tal
caracterización es excesivamente genérica. Como mínimo deberíamos distinguir
entre dos tipos de teoría consecuencialista, según se valoren las consecuencias
reales (Actual Utilitarianism) o las consecuencias esperadas o deseadas (Intended
Utilitarianism). La importancia de la distinción es trivial, ya que dibujan un horizonte
entre un utilitarismo pragmático y un utilitarismo de los fines. Este último, claro está,
es más sensible a la moralidad; y, además, nos lleva de lleno al problema de la
racionalidad en la moral.
Queremos simplemente llamar la atención sobre la complejidad histórica del
utilitarismo, que hace sospechosos los intentos de caracterizaciones uniformes y
simples. Los filósofos considerados utilitaristas con frecuencia no coinciden ni en el
lugar de la moralidad: ¿son los motivos, como creía Hume?, ¿los resultados, como
parece creer Bentham?, ¿tal vez la acción?, ¿o la regla?
23
Sin entrar en la complejidad del debate podemos decir que si se prestara más
atención a la concepción utilitarista de la naturaleza humana se disolverían muchas
de las críticas y suspicacias. Por ejemplo, esta concepción de la naturaleza humana
resuelve dos grandes problemas al hacer los deseos y sentimientos regulables. Por
un lado, al considerar el hábito como una parte de la naturaleza humana, permite
pensar que los hombres se habitúan a cumplir las normas sancionadas en una
comunidad como buenas, a desearlas por deseables, sin que ese cumplimiento de
las normas, sin que ese ejercicio de la acción moral, sea para él una violencia o
imposición; en suma, permite comprender que los hábitos se adquieren y fijan
"naturalmente", es decir, pasan a constituir la naturaleza humana. De esta forma se
garantiza la moralidad objetiva de la conducta, en la medida en que ésta expresa los
valores socialmente establecidos como buenos. Esa moral objetiva, o intersubjetiva,
tal vez no sea lógica, sino meramente dialógica10, cosa que dejará insatisfechos a
los amantes insaciables de lo absoluto.
Por otro lado -y éste es el aspecto que ponemos más empeño en destacar- esta
teoría de la naturaleza humana no se queda en la moral objetiva, sino que abre una
ventana a la posibilidad de la moral subjetiva, de la conciencia moral. Efectivamente,
permite pensar que las normas morales asimiladas e introducidas en los
comportamientos, en su mayoría artificiales, pueden generar sentimientos morales
que se fijan en la naturaleza. En resumen, que el individuo egoísta puede
autorregular su egoísmo y puede llegar a sentir deber moral. El hombre no es
originariamente un ser moral, sino que deviene moral. Y conquista la moralidad no
como constante negación de su deseo natural, sino mediante la constante
reconversión de ese deseo. El cumplimiento del deber acaba generando el amor a la
ley.
En definitiva, pensamos que es correcto hablar de una conducta "moralmente
buena" cuando simplemente favorece objetivamente a los otros, aunque se haga sin
amarlos, sin conciencia del deber, sin sentimiento moral. Y creemos que fue una
10
Soy consciente que el uso que hago del término "dialógica" es abusivo; debería haber hablado de "moral consuetudinaria", expresión poco dignificada en nuestros días. De todas formas creo que Apple y Habermas, a pesar del atractivo del "diálogo" en nuestros días, infravaloran la costumbre como mecanismo real de génesis del consenso.
24
constante del sentir general de los utilitaristas la aceptación de la moralidad de una
conducta al margen del sentimiento moral. Pero también creemos que esta
"moralidad objetiva" es compatible con la "moral subjetiva" si se toma como
fundamento la filosofía de Hume. Aunque en algunos autores no se diera esta
conciencia, el utilitarismo es "moral" en un doble sentido. No lo es, en cambio, ni
podía serlo, en el sentido de una moralidad racional y apriorística.
Recordemos, antes de acabar este apartado, que estamos limitando nuestra
reflexión al utilitarismo clásico. Esta forma clásica del utilitarismo no es identificable ni
al utilitarismo duro del "preferentismo" (welfare utilitarianism), arraigado entre los
economistas y centrado en la satisfacción máxima de los deseos o "preferencias", y
que es "amoral" en su asepsia metodológica, y tal vez "inmoral" en su complicidad
con los resultados. Tampoco es identificable a ciertas versiones blandas del
utilitarismo, que para cubrirse el flanco moral amplían la extensión de lo "útil" a
cuanto tiene "valor", aceptando a un tiempo que hay cosas con "valor en sí", al
margen del placer que proporcionan o de los medios para conseguirlo.
Nos interesa sólo este utilitarismo clásico, radical en la identificación de lo "útil"
con el "placer" y que, no obstante, asume un fuerte compromiso moral y solidario. Un
utilitarismo netamente consecuencialista, pero nada antiprocedimentalista,
antilegitimista o antideontologista. Este utilitarismo es fuertemente positivo, pues,
como hemos dicho, la interpretación concreta de su máxima exige usar de los
medios y condiciones disponibles. En este sentido, el utilitarismo simplemente
supone que los procedimientos idóneos, los principios legitimadores y los deberes
morales son útiles, pero en tanto cristalizaron como condiciones favorables a la
búsqueda exitosa de la máxima felicidad, o sea, pueden ser considerados como
factores de la racionalidad utilitaria, no principios a los que subordinar ésta.
Podemos, pues, establecer las siguientes conclusiones respecto al status de
moralidad del utilitarismo. En primer lugar, que el "consecuencialismo objetivo", es
decir, el que hace descansar la bondad de una acción en sus consecuencias, en la
felicidad que proporciona, es una opción defendible como moral. En segundo lugar,
que en el caso del utilitarismo esa idea va acompañada de otra, que suele olvidarse,
y que potencia la dimensión moral de ese consecuencialismo: que la práctica de una
25
acción objetivamente buena, es decir, el hábito de la misma, genera un sentimiento
moral perfectamente distinguido de la obligación natural. En fin, que buena parte de
estos problemas son más fáciles de tratar si distinguimos dentro de la moralidad una
dimensión individual (orientada a la búsqueda de la propia excelencia), y una
dimensión social (dirigida al bienestar de la mayoría). Veamos, pues, esta doble
dimensión.
7. El utilitarismo: ¿Filosofía Moral o Filosofía Política?
La anterior distinción entre actual e intended utilitarismo es coherente con nuestra
idea de que el utilitarismo fue antes una "filosofía política" que una "filosofía moral"
en el sentido actual, si bien aplicar esta distinción al utilitarismo clásico es un
anacronismo. La filosofía griega distinguió ambas "artes", pero las trató inseparadas
e inseparables. El mismo tratamiento recibieron en el utilitarismo, que fundió a
ambas en una moral social. Queremos decir, en definitiva, que la moral del
utilitarismo es fundamentalmente (aunque no exclusivamente) una moral de la
acción social, no una moral de la conciencia individual. Para Hume la conciencia
moral se reduce a la justicia. Helvétius -ya lo hemos dicho- identifica la Moral con la
Ciencia de la Legislación. Bentham, todos lo sabemos, diseñó su proyecto -que a la
postre sería un poco el Programa Utilitarista- menos preocupado por la conciencia
moral individual que por encontrar un método de elaboración de leyes justas. En
suma, el utilitarismo, al menos en su fase más original y clásica, estaba más
preocupado por la conducta que por la conciencia; si le interesa ésta es meramente
como fuente de la acción.
Conviene, no obstante, subrayar que este desplazamiento hacia la Política o
"moral social" no supone un menosprecio de la "moral individual". Mill es un auténtico
aristócrata de la moral en su vida y en sus ideas. Bentham, cuyo pensamiento podría
parecer más grosero moralmente, fue un hombre de intachable conducta, de
ejemplar entrega a causas nobles, de tenaz defensa de la dignidad humana. La
deficiente valoración del utilitarismo como moral preferentemente social ha originado
críticas injustas y debates innecesarios.
26
Por ejemplo, es conocido el debate crónico respecto al sentido y los límites de la
crítica de Mill a Bentham, y sobre la presunta contraposición entre el utilitarismo de
ambos. La citada crítica, sacada de contexto, se usa a veces para subrayar las
contradicciones generales del utilitarismo y, a veces, para combatir el "principio
utilitario" en Bentham, que fue quien con más radicalismo lo aplicó. Sin dejar de
reconocer ciertas diferencias entre ambos autores, nos parece que su confrontación,
que Mill resume ejemplarmente en su trabajo Essay on Bentham, es mejor entendida
desde la distinción que acabamos de hacer. Podemos aceptar que con St. Mill el
utilitarismo refuerza su preocupación por la conciencia moral, que en Bentham queda
muy postergada a la preocupación por la acción política. En Mill el utilitarismo se
pone al servicio de la búsqueda de la propia excelencia. En ese contexto reivindica,
frente a Bentham, la diferente cualidad de los placeres, tema falazmente convertido
en "termómetro de la moralidad": "Es del todo compatible con el principio de utilidad
el reconocer el hecho de que algunos tipos de placer son más deseables y valiosos
que otros"11.
Ciertamente, el reconocimiento de la diferencia en la cualidad de los placeres es
compatible con el principio de utilidad; lo que no queda justificado es la relevancia de
esa diferencia en el plano político. Desde la perspectiva de la moral individual, la
diferencia en cualidad simplemente deja al individuo libre para establecer y valorar el
"máximum" de felicidad; pero, desde el horizonte del legislador, dar relevancia a esa
diferencia es un riesgo innecesario de subjetivismo y de despotismo. Lo que en el
fondo Mill reivindica es la libertad en la selección del placer en la esfera individual.
Pero tal idea no es, en rigor, contra Bentham, sino complementando a Bentham. El
mismo Mills reconocerá que en política, la distinción es irrelevante al decir:
"De entre dos placeres, si hay uno al que todos, o casi todos los que han
experimentado ambos, conceden una decidida preferencia, independientemente de
todo sentimiento de obligación moral para preferirlo, ese es el placer más
deseable"12.
11
J. St. Mill, Essay on Bentham. Ed. cit., 48.
12
Ibid. 48-49.
27
Si es así, parece razonable pensar que para el legislador -y Bentham actúa como
el legislador razonable, siendo uno de los pocos "vendedores de Constituciones" que
en el mundo ha habido- no debe contar la cualidad, sino la cantidad, especialmente
la "extensión", que diría Bentham. En el fondo la norma moral utilitarista de la
máxima felicidad para el mayor número no apunta tanto a la producción y reparto de
la felicidad, como si se tratara de un bien concreto, una mercancía, cuanto a la
creación de las condiciones y medios para que el mayor número consiga por su
cuenta ese máximo.
Si se confunden los planos, se desenfoca la crítica. Mill tenía razón en el ámbito
de la búsqueda de la propia excelencia, y le sobraban razones y experiencias para
distinguir cualidades y dignidades en la felicidad; pero Bentham, desde su posición
de "legislador imparcial", renuncia a irrumpir en el ámbito individual y asume como
papel el de facilitar en abstracto las condiciones para que cada uno busque con
posibilidades su propia perfección. Y en ese horizonte nada hay más razonable que
procurar a los más los medios para conseguir la mayor felicidad.
Esta perspectiva permite comprender un hecho que a veces puede resultar
paradójico: que, en el fondo, el utilitarismo defendió buena parte de las "virtudes"
tradicionales. A primera vista pudiera parecer sorprendente esta comunidad de
normas y valores entre una moral ascética y una moral del placer. Tal hecho se
explica si tenemos en cuenta que se trataba de virtudes sociales, que afectaban a
las conductas sociales (caridad, benevolencia, justicia...). En el ámbito de la
conducta social era posible una mayor coincidencia entre valores, sentimientos y
tratamiento de las pasiones. En "moral social" el cristianismo recogió la tradición
humanista. Por su parte, el utilitarismo recogió de la moral tradicional cuanto en ella
había de humano; sólo dejó fuera cuanto implicaba una violencia antinatural e
ineficaz: el ascetismo estéril, la mortificación inútil, la renuncia injustificada. La
confrontación irreconciliable entre el "ascetismo" y el "hedonismo" se da únicamente
en el marco de la moral individual; en la moral social hasta los libertinos -y los
utilitaristas no lo eran- reconocerían que cierto ascetismo, cierta austeridad, puede
ser muy útil y que las pasiones deben ser reguladas. Hay, pues, un campo de
coincidencia.
28
Esta coincidencia en los contenidos no debe ocultar la diferencia de fondo entre
una "moral metafísica" y una "moral prudencial". El utilitarismo cambió la idea de
virtud al dejar de ser algo a priori y en sí bueno, normas de la vida buena, para
devenir reglas empíricamente exitosas para la buena vida. Abandonaron la
perspectiva del "deber por el deber" para asumir la de "obligación por necesidad". El
deseo se moralizaba en la misma medida que el deber se contagiaba de deseo.
Pero, al mismo tiempo, el Utilitarismo se esforzó en mostrar que el hombre llega a
amar aquello cuya norma obedeció originariamente por necesidad y por mero hábito.
La conciencia moral, así, es un producto humano: el hombre la conquista
racionalizando su conducta, maximizando su felicidad. En el Utilitarismo la moral no
es el objetivo, sino el resultado, que a su vez deviene instrumento útil y, por tanto,
acaba siendo un fin, aunque nunca en sí.
Un tema concomitante con éste de la moral preferentemente social del utilitarismo
es el del status de los valores morales. Podemos comentarlo al hilo de la misma
crítica de Mill a Bentham, y de la lectura que de la misma se ha hecho.
Paradójicamente se ha utilizado a St. Mill como aliado en la crítica al utilitarismo por
su desprecio de los "valores espirituales". Hemos de decir, en todo caso, que Mill no
es un buen asociado a tal efecto. Mill resalta, como hemos dicho, los valores
intelectuales, pero en un sentido hedonista, nada ascético o "moralizante"13. En
ningún momento defiende una moral "a priori", una norma a imponer a la vida; al
contrario, el utilitarismo es también para Mill una "filosofía de la vida" cuyo producto
es la moral hedonista.
La moral hedonista de Mill -en los demás autores es mucho más claro- expresa la
subordinación de la moral al hedonismo, es decir, a la vida. La subordinación de la
moral a la vida es constante al utilitarismo, en refuerzo de la idea ya señalada según
la cual éste sería más bien una moral prudencial. Mill defiende la moral como "reglas
y preceptos de la conducta humana" cuya observación aseguran una existencia
como la que describe el principio de la mayor felicidad14. La nobleza, benevolencia,
13
Ibid. 52.
14
Ibid. 54.
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dignidad, quedan incluidas entre esos preceptos: pero porque producen, garantizan,
defienden la felicidad en quien la posee y, al mismo tiempo, procuran la de los
demás. O sea, como fuente de la propia excelencia y de la sociedad bien ordenada.
Las máximas morales son como reglas estratégicas al servicio de un fin, el máximo
placer, que se nos da como necesario. La moralidad de las normas, pues, se reduce
a su función de maximizar la satisfacción del deseo, objetivo que no excluye la
necesaria limitación del mismo.
Por tanto, aun siendo la moral social la principal preocupación del utilitarismo, no
despreciaron la moral individual; aun considerando suficiente la moral objetiva, no
menospreciaron el sentimiento moral. Pero estas preferencias, les permitieron
equilibrar la justicia con la eficacia. Puede hacerse una lectura moralista del principio
utilitarista, como si permitiera o promoviera el hombre como "depredador de la
máxima felicidad". Pero esto es un abuso del ideario utilitarista. Si se hace en la
perspectiva política que hemos señalado, desde el "¿qué hacer?" más que desde el
"¿qué ser?", dicho principio exige al hombre ser "productor de la máxima felicidad".
En este punto no debiera haber duda alguna: el utilitarismo se plantea a nivel social,
aunque tenga sus efectos individuales. No hay contradicción alguna entre afirmar
que la misión de un circo o de un zoo es divertir al máximo a los espectadores y
reconocer que ello no implica que los artistas o los animales se diviertan. Ya Platón
salía al paso de una cuestión semejante al hacer decir a Sócrates: "estamos
diseñando una ciudad justa, no una fiesta".
El carácter preferente de la perspectiva política (de la moral social, si se prefiere) y
de la "moral objetiva", aunque sin despreciar la propia excelencia y el sentimiento
moral, y una teoría de la naturaleza humana que posibilita la coherencia, nos
permiten ver al utilitarismo como una solución airosa y satisfactoria al problema de la
articulación entre justicia y eficacia, entre moral y felicidad. Y, por tanto, nos permite
razonablemente y nos exige prudencialmente reivindicarlo como contemporáneo.
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Conclusiones.
No sé si hemos conseguido medianamente nuestro objetivo de mostrar que el
utilitarismo había dado una solución satisfactoria a la articulación justicia/eficacia. En
definitiva, no sé si hemos conseguido liberar al utilitarismo de las sospechas que
sobre el mismo se han vertido de "moral grosera" o "amoralidad" (puesto que de su
apuesta por la eficacia no duda nadie). En rigor, tampoco es necesario haberlo
conseguido del todo; me contentaría con haber contribuido en algo a despertar la
curiosidad por tal menester.
Porque -y así regresamos al presente, al inicio de esta reflexión- hoy nos parece
indudable que la tarea de la filosofía política es la de pensar las condiciones de
posibilidad de un orden social que articule y maximice la eficacia, la justicia y la
felicidad; es decir, que haga posible la racionalidad económica, la moralidad social y
el hedonismo personal. Y también nos parece indudable que estas tres variables a
maximizar mantienen unas relaciones entre sí con aspectos "parasitarios". Como si
fueran los tres ángulos de un triángulo, en el que al aumento de uno se hace a costa
de los otros.
Puesto que, como filosofía, el utilitarismo implica un programa, pero no un modelo
de organización social y política; y puesto que, a mi juicio, es la doctrina que mejor
ha conjugado los ideales de justicia y felicidad; y puesto que, como los mismos
utilitaristas clásicos decían, la legitimidad de un Gobierno no proviene de su origen,
sino del grado de aceptación, del nivel de cumplimiento del principio utilitario... Por
todo ello, digo, en el presente la tarea pendiente parece ser esta: que la democracia
liberal o el socialismo democrático, las dos opciones hegemónicas, asuman de modo
creciente el ideal utilitario.
Creemos, además, estar en línea con la historia: el liberalismo ya ha hecho
concesiones importantes al respecto; el socialismo también, hasta llegar a ser
sospechoso de "pragmatista" y "utilitarista". No obstante, en una y otra doctrina
política hay residuos a neutralizar y mayores cotas de justicia, eficacia y felicidad a
conquistar. Hoy por hoy, aún el término "utilitarista" se usa como calificación innoble,
aunque a nivel práctico opera con creciente adhesión. Conseguir que deje de ser
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una "ideología clandestina"; oficializar sus principios, conseguir que la reivindicación
de la justicia y la moralidad no implique ascesis, que la conducta hedonista no
conlleve culpabilidad, que la exigencia de eficacia no genere insolidaridad... son
cotas pendientes en la genealogía de nuestras conciencias. "La mayor felicidad para
el mayor número" sigue siendo un buen objetivo por el que seguir pensando.