el viacrucis del cuerpo

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El viacrucis del cuerpo (Traducción de Mario Morales) «Mi alma está quebrantada por tu deseo.» Salmos 119:12 «Yo, que entiendo el cuerpo. Y sus crueles exigencias. Siempre he conocido el cuerpo. Su vórtice que marea. El cuerpo grave.» Personaje mío aún sin nombre «Por esas cosas yo ando llorando. Mis ojos destilan agua.» Lamentaciones de Jeremías «Y bendiga toda carne su santo nombre para toda la eternidad.» Salmo de David «¿Quién ha visto jamás una vida amorosa que no haya estado ahogada en las lágrimas de la desgracia o del arrepentimiento?» No sé de quién es

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El Viacrucis Del Cuerpo

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El viacrucis del cuerpo

(Traducción de Mario Morales)

«Mi alma está quebrantada por tu deseo.» Salmos 119:12

«Yo, que entiendo el cuerpo. Y sus crueles exigencias. Siempre he conocido el cuerpo. Su vórtice que marea. El cuerpo grave.» Personaje mío aún sin nombre

«Por esas cosas yo ando llorando. Mis ojos destilan agua.» Lamentaciones de Jeremías

«Y bendiga toda carne su santo nombre para toda la eternidad.» Salmo de David

«¿Quién ha visto jamás una vida amorosa que no haya estado ahogada en las lágrimas de la desgracia o del arrepentimiento?» No sé de quién es

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Miss Algrave

Estaba sujeta a juicio. Por eso no le contó nada a nadie. Si lo contara, no creerían en la realidad. Pero ella, que vivía en Londres, donde los fantasmas existen en las callejuelas oscuras, sabía la verdad.

El viernes, su día, había sido igual a los demás. Únicamente sucedió el sábado por la noche. Pero el viernes hizo todo igual como siempre. Aunque la atormentaba un recuerdo horrible: cuando era pequeña, más o menos a los siete años de edad, jugaba al marido y a la esposa con su primo Jack, en la cama grande de la abuela. Y ambos hacían todo para tener hijitos sin lograrlo. Nunca más volvió a ver a Jack ni quería verlo. Si era culpable, él también lo era.

Soltera, queda claro; virgen, también. Vivía sola en una buhardilla en Soho. Ese día había hecho sus compras de comida: legumbres y frutas. Porque comer carne lo consideraba pecado.

Cuando pasaba por Picadilly Circus y veía a las mujeres esperando a los hombres en las esquinas, sólo le faltaba vomitar. ¡Además por dinero! Era demasiado para soportarlo. Y esa estatua de Eros, ahí, indecente.

Después del almuerzo fue al trabajo: era una mecanógrafa perfecta. Su jefe nunca la miraba y afortunadamente la trataba con respeto, llamándola Miss Algrave. Su nombre de pila era Ruth. Y descendía de irlandeses. Era pelirroja, usaba los cabellos recogidos sobre la nuca en un severo moño. Tenía muchas pecas y la piel tan clara y fina que parecía de seda blanca. Las cejas y pestañas también eran pelirrojas. Era una mujer bonita.

Se sentía muy orgullosa de su físico: bien formada de cuerpo y alta. Pero nunca alguien le había tocado los senos.

Acostumbraba cenar en un restaurante barato en el mismo Soho. Comía macarrones con salsa de tomate. Nunca había entrado en un pub: cuando pasaba frente a uno, el olor a alcohol le causaba náuseas. Se sentía ofendida por la humanidad.

Cultivaba geranios rojos que eran un deleite en la primavera. Su papá había sido pastor protestante y la mamá vivía aún en Dublín con el hijo casado. Su hermano estaba casado con una verdadera perra llamada Tootzi.

De vez en cuando Miss Algrave escribía una carta de protesta al Time. Y ellos la publicaban. Veía con mucho gusto su nombre: atentamente, Ruth Algrave.

Se bañaba únicamente una vez por semana, el sábado. Para no ver su cuerpo

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desnudo, no se quitaba ni las bragas ni el sostén.

El día que sucedió era sábado y, por tanto, no era día de trabajo. Se despertó muy temprano y tomó té de jazmín. Después rezó. Luego salió a tomar el fresco.

Cerca del hotel Savoy casi la atropellan. Si eso hubiera sucedido y hubiera muerto, habría sido horrible porque nada le habría acontecido en la noche.

Fue al ensayo de canto coral. Tenía una voz maravillosa. Sí, era una persona privilegiada.

Después fue a almorzar y se permitió comer gambas: estaban tan buenas que hasta parecían pescado.

Entonces se dirigió a Hyde Park y se sentó en el césped. Había llevado la Biblia para leer. Pero —que Dios la perdonara— el sol estaba tan guerrillero, tan bueno, tan cálido, que no leyó nada, permaneció únicamente sentada en el suelo sin tener el valor para acostarse. Procuró no mirar a las parejas que se besaban y se acariciaban sin la menor vergüenza.

Luego regresó a la casa, regó las begonias y se bañó. Entonces visitó a Mrs. Cabot, que tenía noventa y siete años. Le llevó una rebanada de pastel con pasas y tomaron té. Miss Algrave se sentía muy feliz, aunque...

Entonces se puso a tejer un suéter para el invierno. De un color esplendoroso: amarillo como el sol.

A las siete volvió a casa.

Antes de dormir, tomó más té de jazmín con galletas, se cepilló los dientes, se cambió de ropa y se metió a la cama. Sus cortinas de chifón, ella misma las había hecho y las había colgado.

Era mayo. Las cortinas se balanceaban con la brisa de esa noche tan singular. ¿Singular por qué? No lo sabía.

Leyó un poco el periódico matutino y apagó la luz de la cabecera. A través de la ventana abierta veía el resplandor lunar. Era noche de luna llena.

Suspiró mucho porque era difícil vivir sola. La soledad la oprimía. Era terrible no tener una sola persona con quien conversar. Era la criatura más solitaria que conocía. Hasta Mrs. Cabot tenía un gato. Ruth Algrave no tenía un solo animal: eran demasiado bestiales para su gusto. No tenía televisión por dos motivos: le faltaba dinero y no quería permanecer viendo las inmoralidades que aparecían en la pantalla. En la televisión de Mrs. Cabot había visto a un hombre besando a una mujer en la boca. Y eso sin hablar del peligro de la transmisión de microbios. ¡Ah! Si pudiera, escribiría todos los días una carta de protesta al

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Time. Pero, por lo visto, de nada serviría protestar. La falta de vergüenza estaba en el ambiente. Hasta ya había visto un perro haciéndolo con una perra. Quedó impresionada. Pero si Dios así lo quería, pues entonces que así sucediera. Pero nadie la tocaría jamás, pensó. Permanecía soportando la soledad.

Hasta los niños eran inmorales. Los evitaba. Y lamentaba mucho haber nacido de la incontinencia de su padre y de su madre. Sentía vergüenza de que ellos no hubieran tenido pudor.

Como dejaba granos de arroz en la ventana, los palomos venían a visitarla. A veces entraban en la habitación. Eran enviados por Dios. Tan inocentes. Arrullando. Pero era medio inmoral su arrullo, aunque menos que ver una mujer casi desnuda en la televisión. Mañana sin falta escribiría una carta, protestando contra las malas costumbres de esa maldita ciudad que era Londres. Una vez, llegó a ver una fila de viciosos junto a la farmacia, esperando su turno para que les aplicaran la dosis. ¿Cómo es que la Reina permitía eso? Misterio. Escribiría otra carta denunciando a la propia Reina. Escribía bien, sin errores gramaticales y escribía las cartas en la máquina de la oficina cuando tenía un momento de descanso. Mr. Clairson, su jefe, elogiaba mucho sus cartas publicadas. Hasta le había dicho que ella, algún día, podría llegar a ser escritora. Se sintió muy orgullosa y se lo agradeció mucho.

Estaba así acostada en la cama con su soledad. Pensando.

Fue entonces cuando sucedió.

Sintió que por la ventana entraba una cosa que no era una paloma. Tuvo miedo. Habló muy fuerte: —¿Quién es?

Y la respuesta llegó en forma de viento:

—Yo soy un yo.

—¿Quién es usted? —preguntó trémula.

—Vine de Saturno para amarte.

—¡Pero yo no estoy viendo a nadie! —gritó.

—Lo que importa es que tú me estás sintiendo.

Y lo sentía realmente. Tuvo un estremecimiento electrónico.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó con miedo.

—Poco importa.

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—¡Pero quiero llamarlo por su nombre!

—Llámame Ixtlan.

Ellos se entendían en sánscrito. Su contacto era frío como el de una lagartija, tenía escalofríos. Ixtlan portaba sobre la cabeza una corona de culebras entrelazadas, mansas por el terror de poder morir. El manto que cubría su cuerpo era del más resignado color morado, era oro barato y púrpura coagulada.

Él dijo:

—Quítate la ropa.

Ella se quitó el camisón de dormir. La luna estaba enorme dentro del cuarto. Ixtlan era blanco y pequeño. Se acostó a su lado en la cama de hierro. Y pasó las manos por sus senos. Rosas negras.

Nunca había sentido lo que sintió. Era demasiado rico. Tenía miedo de que acabara. Era como si un lisiado arrojara al aire su bastón.

Empezó a suspirar y se dirigió a Ixtlan:

—¡Yo te amo, mi amor! ¡Mi gran amor! —y pues sí, así sucedió. Ella quería que no se acabara nunca. Fue tan rico, Dios mío. Tenía ganas de más, más y más.

Ella pensaba: ¡acéptame! O entonces: «Yo me ofrezco». Era el dominio del «aquí y ahora».

Le preguntó: ¿cuándo vuelves?

Ixtlan le respondió:

—La próxima luna llena.

—¡Pero yo no puedo esperar tanto!

—Es el chiste —dijo él, hasta de una manera fría.

—¿Voy a quedar esperando un bebé?

—No.

—Pero ¡te voy a extrañar mucho! ¿Cómo hago?

—Úsate.

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Él se levantó, la besó castamente en la frente. Y salió por la ventana.

Empezó a llorar bajito. Parecía un triste violín sin arco. La prueba de que todo eso había sucedido realmente era la sábana manchada de sangre. La guardó sin lavarla y podría mostrarla a quien no la creyera.

Vio que nacía la madrugada toda color de rosa. En la bruma, los primeros pajaritos empezaban sus trinos con dulzura, aún sin alborozo.

Dios iluminaba su cuerpo.

Pero como una baronesa Von Blich, nostálgicamente recostada en el dosel de satín de su lecho, fingió tocar la campanilla para llamar al mayordomo, quien le traería café caliente, fuerte, fuerte.

Ella lo amaba e iba a esperar ardientemente hasta la nueva luna llena. No quiso bañarse para no quitarse el sabor de Ixtlan. Con él no había sido pecado pero sí un deleite. No quería ya escribir ninguna carta de protesta: ya no protestaría.

Y no fue a la iglesia. Era una mujer realizada. Tenía marido.

El domingo, entonces, a la hora del almuerzo, comió un filete miñón con puré de patata. La carne roja era excelente. Y tomó vino tinto italiano. Era realmente privilegiada. Había sido escogida por un ser de Saturno.

Le había preguntado por qué la había escogido. Él le dijo que por ser pelirroja y virgen. ¡Se sentía fenomenal! No tenía ya asco de los animales. Que éstos se amaran era lo mejor del mundo. Y ella esperaría a Ixtlan. Él volvería: lo sé, lo sé, lo sé, pensaba ella. Tampoco experimentaba ya repulsión por las parejas de Hyde Park. Sabía lo que ellos sentían.

Qué bueno era vivir. Qué bueno era comer carne roja. Qué bueno era tomar vino italiano bien astringente, medio amargando y restringiendo la lengua.

Era ahora impropia para menores de dieciocho años. Y se deleitaba, se regocijaba de gusto en ello.

Como era domingo, fue al canto coral. Cantó mejor que nunca y no se sorprendió cuando la escogieron como solista. Cantó su aleluya. Así: ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!

Después fue a Hyde Park y se acostó en el césped cálido, abrió un poco las piernas para que el sol entrara. Ser mujer era algo soberbio. Sólo quien era mujer lo sabía. Pero pensó: ¿será que tendré que pagar un precio muy alto por mi felicidad? No le importunaba. Pagaría todo lo que tuviera que pagar. Siempre había pagado y siempre había sido infeliz. Y ahora se había acabado la infelicidad.

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¡Ixtlan! ¡Vuelve inmediatamente! ¡Ya no puedo esperar! ¡Ven! ¡Ven! ¡Ven!

Pensó: ¿será que le gusté porque soy un poco estrábica? La próxima luna llena le preguntaría. Si fuera por eso, no tendría duda: forzaría la mano y se volvería completamente bizca. Ixtlan, todo lo que quieras que yo haga, lo hago. Sólo que lo extrañaba muchísimo. Vuelve, my love.

Sí. Pero hizo una cosa que era traición. Ixtlan la comprendería y la perdonaría. A fin de cuentas, la persona tenía que darse una ayuda, ¿no es así?

Ocurrió lo siguiente: al no aguantar más, se encaminó hacia Picadilly Circle y se aproximó a un hombre velludo. Lo llevó a su habitación. Le dijo que no necesitaba pagar. Pero él impuso su decisión y antes de irse le dejó en su escritorio una libra completa. Bien que ella necesitaba el dinero. Quedó furiosa, no obstante, cuando él no quiso creer su historia. Le mostró, casi en sus narices, la sábana manchada de sangre. Se rió de ella.

El lunes por la mañana se decidió: ya no trabajaría como mecanógrafa, tenía otros dones. Mr. Clairson que se fuera a la porra. Iría a quedarse en las calles y llevar hombres a su cuarto. Como era buena en la cama, le pagarían muy bien. Podría beber vino italiano todos los días. Tenía ganas de comprarse un vestido muy rojo con el dinero que el velludo le había dejado. Se había soltado los densos cabellos que por lo pelirrojo eran una belleza. Parecía un clamor.

Había aprendido que valía mucho. Si Mr. Clairson, el fingido, quisiera que ella trabajara para él, tendría que ser de otro modo mejor.

Primero compraría el vestido rojo escotado y después iría a la oficina llegando a propósito, por primera vez en su vida, muy retrasada. Y hablaría así con el jefe: «¡Basta de mecanografía! ¡Usted no me venga con otro de sus fingimientos! ¿Quiere saber una cosa? ¡Acuéstese conmigo en la cama, desgraciado!, y además: ¡Págueme un buen salario mensual, imbécil!».

Tenía la certeza de que él aceptaría. Estaba casado con una mujer pálida e insignificante, Joan, y tenía una hija anémica, Lucy. «Lo vas a disfrutar conmigo, hijo de perra.»

Y cuando llegara la nueva luna llena, se daría un baño para purificarse de todos los hombres y estaría lista para el festín con Ixtlan.

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El cuerpo

Xavier era un hombre truculento y cruel. Muy fuerte el hombre. Le encantaban los tangos. Fue a ver El último tango en París y se excitó terriblemente. No comprendió la película: pensaba que se trataba de un filme de sexo. No descubrió que era la historia de un hombre desesperado.

En la noche en que vio El último tango en París los tres se metieron en la cama: Xavier, Carmen y Beatriz. Todo el mundo sabía que Xavier era bígamo: vivía con dos mujeres.

Cada noche le tocaba a una. A veces dos veces por noche. A la que no le tocaba se quedaba presenciando. Ninguna tenía celos de la otra.

Beatriz comía que daba gusto: era gorda y enjundiosa. En cambio Carmen era alta y delgada.

La noche del último tango en París fue memorable para los tres. En la madrugada estaban exhaustos. Pero Carmen se levantó por la mañana, preparó un opíparo desayuno —con cucharas llenas de crema espesa de leche— y lo llevó para Beatriz y para Xavier. Estaba somnolienta. Fue necesario darse un baño en la ducha helada para ponerse en forma nuevamente.

Ese día —domingo— almorzaron a las tres de la tarde. La que cocinó fue Beatriz, la gorda. Xavier bebió vino francés. Y se comió solito un pollo entero. Entre las dos se comieron el otro pollo. Los pollos estaban rellenos con masa de harina de mandioca con pasas y ciruelas, todo impregnado, rico.

A las seis de la tarde, los tres se dirigieron a la iglesia. Parecían un bolero. El bolero de Ravel.

Y por la noche se quedaron en casa viendo la televisión y comiendo. Esa noche no sucedió nada: los tres estaban muy cansados.

Y así era, día tras día.

Xavier trabajaba mucho para mantener a las dos mujeres y a sí mismo: las comidas eran abundantes. Pero a veces engañaba a ambas con una prostituta excelente. Pero en casa nada contaba, pues no estaba loco.

Pasaban los días, los meses, los años. Nadie moría. Xavier tenía cuarenta y siete años. Carmen tenía treinta y nueve. Beatriz ya había cumplido los cincuenta.

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La vida les sonreía. A veces Carmen y Beatriz salían a comprar camisas llenas de imágenes de sexo. Compraban también perfume. Carmen era más elegante. Beatriz, con sus lonjas, escogía un bikini y un sostén minúsculo para los enormes senos que poseía.

Un día Xavier llegó ya muy tarde de noche: las dos estaban desesperadas. Apenas si sabían que estaba con la prostituta. Los tres en verdad eran cuatro, como los tres mosqueteros.

Xavier llegó con un hambre de nunca acabar. Abrió una botella de champaña. Estaba en pleno vigor. Habló animadamente con las dos, les contó que la industria farmacéutica de su propiedad iba bien de finanzas. Y les propuso a ambas que los tres fueran a Montevideo, a un hotel de lujo.

Fue tal el barullo por la preparación de las tres maletas.

Carmen se llevó todo su complicado maquillaje. Beatriz salió a comprar una minifalda. Viajaron en avión. Se sentaron en la fila de tres asientos: él en medio de las dos.

En Montevideo compraron todo lo que quisieron. Incluso una máquina de coser para Beatriz y una máquina de escribir para Carmen, que quería aprender. En verdad no necesitaba nada, era una pobre desgraciada. Llevaba un diario: anotaba en las páginas del grueso cuaderno empastado en rojo las fechas en que Xavier la buscaba. Le daba el diario a Beatriz para que lo leyera.

En Montevideo compraron un libro de recetas culinarias. Sólo que estaba en francés y ellas no entendían. Parecían más palabrotas que palabras.

Entonces compraron un recetario en castellano. Y se esmeraron en las sopas y en las salsas. Aprendieron a hacer rosbif. Xavier engordó tres kilos y su fuerza de toro aumentó.

A veces las dos se acostaban en la cama. Largo era el día. Y, a pesar de que no eran lesbianas, se excitaban una a otra y hacían el amor. Amor triste.

Un día le contaron ese hecho a Xavier.

Xavier se excitó. Y quiso que esa noche las dos se amaran frente a él. Pero, ordenado de esa manera, terminó todo en nada. Las dos lloraron y Xavier se encolerizó furiosamente.

Durante tres días no le dirigió la palabra a ninguna de las dos.

Pero, durante ese intervalo, y sin encargo, las dos fueron a la cama con éxito.

Al teatro los tres no iban. Preferían ver la televisión. O cenar fuera.

Xavier comía con malos modales: agarraba la comida con las manos, hacía mucho

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ruido al masticar, además de comer con la boca abierta. Carmen era más refinada, le daba asco y vergüenza. Beatriz tampoco tenía vergüenza, hasta desnuda andaba por la casa.

No se sabe cómo empezó. Pero comenzó.

Un día, Xavier llegó del trabajo con marcas de lápiz de labios en la camisa. No pudo negar que había estado con su prostituta preferida. Carmen y Beatriz agarraron un trozo de palo cada una y corrieron detrás de Xavier por toda la casa. Éste corría todo desesperado, gritando: ¡perdón!, ¡perdón!, ¡perdón!

Las dos, también cansadas, finalmente dejaron de perseguirlo.

A las tres de la mañana, Xavier tuvo ganas de poseer a una de las mujeres. Llamó a Beatriz porque era la menos rencorosa. Beatriz, lánguida y cansada, se prestó a los deseos del hombre que parecía un superhombre.

Pero al día siguiente le advirtieron que ya no cocinarían para él. Que se las arreglara con la tercera mujer.

Las dos de vez en cuando lloraban y Beatriz preparó para ambas una ensalada de patatas con mayonesa.

Por la tarde fueron al cine. Cenaron fuera y sólo regresaron a casa a medianoche. Encontraron a un Xavier abatido, triste y con hambre. El intentó explicar: —¡Es porque a veces me dan ganas durante el día!

—Entonces —le dijo Carmen—, ¿por qué no regresas a casa?

Prometió que así lo haría. Y lloró. Cuando lloró, Carmen y Beatriz se quedaron con el corazón destrozado. Esa noche, las dos hicieron el amor delante de él y él se consumía de envidia.

¿Cómo es que empezó el deseo de venganza? Las dos eran cada vez más amigas y lo despreciaban.

Él no cumplió la promesa y buscó a la prostituta. Ésta lo excitaba porque le decía muchas obscenidades. Lo llamaba hijo de puta. Él aceptaba todo.

Hasta que llegó cierto día.

O mejor, una noche. Xavier dormía plácidamente como buen ciudadano que era. Las dos permanecieron sentadas junto a una mesa, pensativas. Cada una pensaba en su infancia perdida. Y pensaron en la muerte. Carmen dijo: —Un día nosotros tres moriremos.

Beatriz replicó:

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—Y así y punto.

Tenían que esperar pacientemente el día en que cerrarían los ojos para siempre. ¿Y Xavier? ¿Qué harían con Xavier? Éste parecía un niño durmiendo.

—¿Vamos a esperar que Xavier se muera de muerte natural? —preguntó Beatriz.

Carmen pensó, pensó y dijo:

—Creo que las dos debemos darle una ayudita.

—¿Qué ayuda?

—Todavía no lo sé.

—Pero tenemos que decidir.

—Déjalo de mi cuenta, yo sé lo que hago.

Y nada de nada. Dentro de poco tiempo sería de madrugada y nada habría sucedido. Carmen preparó para las dos un café bien fuerte. Y comieron chocolate hasta la náusea. Y nada, nada ocurrió realmente.

Encendieron la radio a pilas y oyeron una angustiante música de Schubert. Era piano solo. Carmen dijo: —Tiene que ser hoy.

Carmen era la líder y Beatriz obedecía. Era una noche especial: llena de estrellas que las miraban brillantes y tranquilas. Qué silencio. Pero qué silencio. Se aproximaron las dos a Xavier para ver si se inspiraban. Xavier roncaba. Carmen realmente se inspiró.

Le dijo a Beatriz:

—En la cocina hay dos cuchillos grandes.

—¿Y luego?

—Pues que nosotras somos dos y tenemos dos cuchillos grandes.

—¿Y luego?

—Y luego, burra, nosotras dos tenemos armas y podremos hacer lo que necesitamos hacer. Dios lo manda.

—¿No sería mejor no hablar de Dios en este momento?

—¿Quieres que hable del diablo? No, hablo de Dios porque es el dueño de todas las

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cosas. Del espacio y del tiempo.

Entonces entraron en la cocina. Los dos cuchillos grandes estaban filosos, eran de fino acero pulido. ¿Tendrían fuerza?

Sí, la tendrían.

Salieron armadas. La habitación estaba oscura. Ellas dieron de cuchilladas erróneamente, apuñalando la manta. La noche era fría. Entonces lograron distinguir el cuerpo dormido de Xavier.

La sangre copiosa de Xavier escurría profusamente en la cama, por el suelo.

Carmen y Beatriz se sentaron junto a la mesa del comedor, bajo la luz amarilla del foco desnudo, estaban exhaustas. Matar requiere fuerza. Fuerza humana. Fuerza divina. Las dos estaban sudadas, mudas, abatidas. Si hubieran podido, no habrían matado a su gran amor.

¿Y ahora? Ahora tenían que deshacerse del cuerpo. El cuerpo era grande. El cuerpo pesaba.

Fueron entonces al jardín y con la ayuda de dos palas cavaron en la tierra una fosa.

Y, en la oscuridad de la noche, cargaron el cuerpo hasta el jardín. Era difícil porque Xavier muerto parecía pesar más que cuando estaba vivo, pues se le había escapado el espíritu. Mientras lo cargaban, gemían de cansancio y de dolor. Beatriz lloraba.

Colocaron el gran cuerpo dentro de la fosa, la cubrieron con la tierra húmeda y olorosa del jardín, tierra buena para las plantas. Después entraron en la casa, prepararon nuevamente el café y se restablecieron un poco.

Beatriz, que era muy romántica, se pasaba el tiempo leyendo fotonovelas en las que ocurrían amores contrariados o perdidos. Ella tuvo la idea de plantar rosas en esa tierra fértil.

Entonces salieron de nuevo al jardín, agarraron una matita de rosas rojas y la plantaron en la sepultura del llorado Xavier. Amanecía. El jardín impregnado de rocío. El rocío era una bendición al asesinato. Así pensaron ellas, sentadas en el banco blanco que había ahí.

Pasaron los días. Las dos mujeres compraron vestidos negros. Y apenas comían. Cuando anochecía, la tristeza recaía sobre ellas. No tenían ya gusto para cocinar. De rabia, Carmen, colérica, rompió el libro de recetas en francés. Guardó el de castellano: nunca se sabía si aún podría ser necesario.

Beatriz pasó a ocuparse de la cocina. Ambas comían y bebían en silencio. El pie de

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rosas rojas parecía haber pegado. Buena mano para plantar, buena tierra propicia. Todo resuelto.

Y así quedaría cerrado el caso.

Pero sucedió que al secretario de Xavier le extrañó su prolongada ausencia. Había papeles urgentes que firmar. Como la casa de Xavier no tenía teléfono, fue hasta allá. La casa parecía impregnada de mala suerte. Las dos mujeres le dijeron que Xavier había salido de viaje, que estaba en Montevideo. El secretario no las creyó del todo pero pareció que se había tragado la historia.

A la semana siguiente, el secretario fue a la delegación. Con la policía no se juega. Primeramente, los agentes de policía no quisieron darle crédito a la historia. Pero, ante la insistencia del secretario, decidieron perezosamente dar la orden de búsqueda en la casa del polígamo. Todo en vano: nada de Xavier.

Entonces Carmen habló de esta manera:

—Xavier está en el jardín.

—¿En el jardín? ¿Haciendo qué?

—Sólo Dios lo sabe.

—Pero nosotros no vimos nada ni a nadie.

Fueron al jardín: Carmen, Beatriz, el secretario de nombre Alberto, dos agentes de policía y dos hombres más que no se sabía quiénes eran. Siete personas. Entonces Beatriz, sin ninguna lágrima en los ojos, les mostró la fosa florida. Tres hombres abrieron la sepultura, destrozando el pie de rosas que sufrían por casualidad la brutalidad humana.

Y vieron a Xavier. Estaba horrible, deformado, ya medio carcomido, con los ojos abiertos.

—¿Y ahora? —dijo uno de los agentes.

—Y ahora hay que detener a las dos mujeres.

—Pero —dijo Carmen— que sea en la misma celda.

—Mire —dijo uno de los agentes frente al secretario atónito—, lo mejor es fingir que nada ha sucedido, si no va a haber mucho barullo, mucho papeleo escrito, muchos alegatos.

—Ustedes dos —dijo el otro agente de la policía—, preparen sus maletas y váyanse a vivir a Montevideo. No nos joroben más.

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Las dos dijeron:

—Muchas gracias.

Pero Xavier no dijo nada. Nada había realmente que decir.

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Viacrucis

María Dolores se asustó. Pero se asustó en serio.

Empezó por la menstruación que no llegó. Esto la sorprendió porque ella era muy regular.

Pasaron más de dos meses y nada. Fue a la ginecóloga. Esta le diagnosticó un evidente embarazo.

—¡No puede ser! —gritó María Dolores.

—¿Por qué? ¿Usted no está casada?

—Sí, pero soy virgen, mi marido nunca me ha tocado. Primero porque él es un hombre paciente, segundo porque ya está medio impotente.

La ginecóloga intentó argumentar:

—Quién sabe si usted en alguna noche...

—¡Nunca! ¡Pero de verdad nunca!

—Entonces —concluyó la ginecóloga—, no sé cómo explicarle. Usted ya está a fines del tercer mes.

María Dolores salió del consultorio toda mareada. Tuvo que detenerse en un restaurante para tomar un café. Para lograr entender.

¿Qué es lo que estaba sucediendo? Una gran angustia se apoderó de ella. Pero salió del restaurante más calmada.

En la calle, de regreso a casa, compró una blusita para el bebé. Azul, pues tenía la certeza de que sería niño. ¿Qué nombre le pondría? Sólo podía darle un nombre: Jesús.

En casa encontró al marido leyendo el periódico en sandalias. Le contó lo que sucedía. El hombre se asustó: —¿De manera que yo soy san José?

—Sí —la respuesta fue lacónica.

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Ambos cayeron en una profunda meditación.

María Dolores mandó a la sirvienta a comprar las vitaminas que la ginecóloga le había recetado. Eran para bien de su hijo.

Hijo divino. Ella había sido elegida por Dios para darle al mundo un nuevo Mesías.

Compró la cuna azul. Empezó a tejer blusitas y a hacer pañales suaves.

Mientras tanto, la barriga crecía. El feto era dinámico: le daba violentos puntapiés. A veces le llamaba a san José para que le pusiera la mano en el vientre y sintiera al hijo que estaba viviendo con fuerzas.

San José entonces se quedaba con los ojos bañados en lágrimas. Se trataba de un Jesús vigoroso. Ella se sentía toda iluminada.

A su amiga más íntima, María Dolores le contó la historia misteriosa. La amiga también se asustó.

—María Dolores, ¡pero qué destino tan privilegiado tienes!

—Privilegiado, sí —suspiró María Dolores—. Pero ¿qué puedo hacer para que mi hijo no padezca el viacrucis?

—Reza —le aconsejó la amiga—, reza mucho.

Y María Dolores empezó a creer en los milagros. Una vez creyó que veía de pie, a su lado, a la Virgen María que le sonreía. Otra vez ella misma hizo el milagro: el marido tenía una herida abierta en la pierna, María Dolores la besó. Al día siguiente ni siquiera había cicatriz.

Hacía frío, era el mes de julio. En octubre nacería la criatura.

Pero ¿dónde encontrarían un establo? Sólo si fuera a una hacienda en el interior de Minas Gerais. Entonces decidió ir a la hacienda de la tía Minita.

Lo que le preocupaba era que el niño no iba a nacer el veinticinco de diciembre.

Iba a la iglesia todos los días e, incluso con el vientre crecido, permanecía horas arrodillada. Como madrina de su hijo había escogido a la Virgen María. Y para padrino, a Cristo.

Y así fue pasando el tiempo. María Dolores había engordado brutalmente y tenía deseos extraños, como el comer uvas heladas. San José fue con ella a la hacienda. Y allá hacía sus trabajos de ebanistería.

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Un día María Dolores se atiborró demasiado: vomitó mucho y lloró. Pensó: empezó el viacrucis de mi sagrado hijo.

Pero le parecía que, si le pusiera a la criatura el nombre de Jesús, él sería, cuando fuera hombre, crucificado. Era mejor darle el nombre de Emmanuel. Nombre sencillo. Nombre bueno.

Esperaba a Emmanuel sentada debajo de una jabuticabera.7 Y pensaba: cuando llegue la hora, no voy a gritar, voy a decir únicamente: ¡ay, Jesús!

Y comía jabuticabas. Se atragantaba la madre de Jesús.

La tía —a la par de todo— preparaba la habitación con cortinas azules. El establo estaba ahí, con sus vacas y su olor a estiércol.

En la noche, María Dolores miraba al cielo estrellado en busca de la estrella-guía. ¿Quiénes serían los tres Reyes Magos? ¿Quién le traería incienso y mirra?

Salía a dar largos paseos porque la doctora le había recomendado que caminara mucho. San José se había dejado crecer la barba grisácea y sus largos cabellos llegaban a los hombros.

Era difícil esperar. El tiempo no pasaba. La tía les preparaba, para el desayuno, pastelitos de huevo y azúcar que se deshacían en la boca. Y el frío les dejaba las manos rojas y tiesas.

De noche encendían el hogar y permanecían sentados ahí para calentarse. San José elaboraba un cayado para sí mismo. Y, como no se cambiaba de ropa, despedía un olor sofocante. Su túnica era de estopa. Él tomaba vino junto al hogar. María Dolores tomaba leche cruda entera con el rosario en la mano.

Por la mañana temprano, iba a observar las vacas al establo. Las vacas mugían. María Dolores les sonreía. Todos humildes: vacas y mujer. María Dolores estaba a punto de llorar. Acomodaba la paja en el suelo, preparando el lugar para acostarse cuando llegara la hora. La hora de la iluminación.

San José, con su cayado, iba a meditar a la montaña. La tía preparaba lomo de puerco y todos comían desesperadamente. Y el niño que no nacía.

Hasta que una noche, a las tres de la madrugada, María Dolores sintió el primer dolor. Prendió la lamparilla, despertó a san José, despertó a la tía. Se vistieron. Y con una antorcha para iluminar el camino, se dirigieron, a través de los árboles, al establo. Una gran estrella cintilaba en el cielo negro.

Las vacas, despiertas, se inquietaron y empezaron a mugir.

Page 18: El Viacrucis Del Cuerpo

Al poco rato un nuevo dolor. María Dolores se mordió su propia mano para no gritar. Y no amanecía.

San José temblaba de frío. María Dolores, acostada en la paja, bajo una cobija, aguardaba.

Entonces le llegó un dolor demasiado fuerte. ¡Ay, Jesús! Gimió María Dolores. ¡Ay, Jesús! Parecían mugir las vacas.

Las estrellas en el cielo.

Entonces sucedió.

Nació Emmanuel.

Y pareció que el establo se iluminaba todo.

Era un fuerte y bello niño que dio un berrido en la madrugada.

San José le cortó el cordón umbilical. Y la mamá sonreía. La tía lloraba.

No se sabe si ese niño tuvo que padecer el viacrucis. Todos lo padecen.