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S iete son los pecados capitales, y siete fue- ron los años que Rosario Vargas ocupó pen- sando cómo materializar su pasión en los vientos de Chicago. Es que para dejar su cálida Cartagena y establecerse en esta polarizada ciu- dad de blancos y negros, inviernos gélidos y vera- nos recalcitrantes, demócratas y republicanos, hay que tener cojones, o pezones. No solamente porque uno deja atrás a su gente, su espacio, su sazón, o el ambiente familiar que uno bien conoce, sino porque establecer una vida en una cultura diferente no es fácil faena. Los inmigrantes lo sabemos muy bien. El encanto de la ciudad nueva es perentorio; unos meses a lo más. La emoción del cambio empieza a diluirse lentamente. No quepa duda de que Chi- cago es una maravillosa metrópolis, con una vida cultural variada, divina arquitectura y fascinante historia, a pesar de su corta existencia. Si bien al llegar a estas tierras nórdicas hasta el olor del aire enardece nuestro olfato de diferente manera y las sorpresas de un país nuevo pueden ser muy grati- ficantes, no hay nada más deprimente que darse cara a cara con el desarraigo. Sin arepas, sin ban- deja paisa, sin cumbia. Las hojas tratan de florecer mientras las raíces no encuentran tierra. Era 1982 y Ronald Reagan dormía en la Casa Blanca. Y durante el día trabajaba en contener lo que se percibía como amenazas de crecimiento socialista en las regiones al sur del Río Grande. La América Latina se divisaba tal monstruo izquier- dista incomodando al poder del imperio; la piedra en el zapato que no deja caminar. Recordemos el apoyo de esa administración a los contras en Centroamérica, la presión del retiro de las tropas argentinas de las Malvinas, la inva- sión de Granada. Ser latino en aquellos tiempos no favorecía que el apego por este territorio aumen- tara entre los inmigrantes hispanoparlantes. Rosario Vargas llegaba a este país con un título de arquitectura bajo el brazo y una experiencia teatral en el trópico de su tierra. Allí había tra- bajado por años escarbando la conciencia de sus compatriotas con el grupo Aguijón, que había fun- dado en su natal Colombia. Su interés había sido encarar al público con los problemas sociales de nuestro entorno tercermundista. Y en Chicago comenzó a sentirse vacía. Los nativos solo conocían de la calidad del café de su tierra. Juan Valdez era lo más colombiano que el norteamericano común y corriente enten- día en ese entonces, además de Pablo Escobar y Elio Leturia Fotos cortesía de Elio Leturia y Aguijón Theater 28 29 Cálices vacíos, de Judith Veramendi

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Siete son los pecados capitales, y siete fue-ron los años que Rosario Vargas ocupó pen-sando cómo materializar su pasión en los

vientos de Chicago. Es que para dejar su cálida Cartagena y establecerse en esta polarizada ciu-dad de blancos y negros, inviernos gélidos y vera-nos recalcitrantes, demócratas y republicanos, hay que tener cojones, o pezones. No solamente porque uno deja atrás a su gente, su espacio, su sazón, o el ambiente familiar que uno bien conoce, sino porque establecer una vida en una cultura diferente no es fácil faena.

Los inmigrantes lo sabemos muy bien. El encanto de la ciudad nueva es perentorio; unos meses a lo más. La emoción del cambio empieza a diluirse lentamente. No quepa duda de que Chi-cago es una maravillosa metrópolis, con una vida cultural variada, divina arquitectura y fascinante historia, a pesar de su corta existencia. Si bien al llegar a estas tierras nórdicas hasta el olor del aire enardece nuestro olfato de diferente manera y las sorpresas de un país nuevo pueden ser muy grati-ficantes, no hay nada más deprimente que darse cara a cara con el desarraigo. Sin arepas, sin ban-deja paisa, sin cumbia. Las hojas tratan de florecer mientras las raíces no encuentran tierra.

Era 1982 y Ronald Reagan dormía en la Casa Blanca. Y durante el día trabajaba en contener lo que se percibía como amenazas de crecimiento socialista en las regiones al sur del Río Grande. La América Latina se divisaba tal monstruo izquier-dista incomodando al poder del imperio; la piedra en el zapato que no deja caminar.

Recordemos el apoyo de esa administración a los contras en Centroamérica, la presión del retiro de las tropas argentinas de las Malvinas, la inva-sión de Granada. Ser latino en aquellos tiempos no favorecía que el apego por este territorio aumen-tara entre los inmigrantes hispanoparlantes.

Rosario Vargas llegaba a este país con un título de arquitectura bajo el brazo y una experiencia teatral en el trópico de su tierra. Allí había tra-bajado por años escarbando la conciencia de sus compatriotas con el grupo Aguijón, que había fun-dado en su natal Colombia. Su interés había sido encarar al público con los problemas sociales de nuestro entorno tercermundista.

Y en Chicago comenzó a sentirse vacía. Los nativos solo conocían de la calidad del café de su tierra. Juan Valdez era lo más colombiano que el norteamericano común y corriente enten-día en ese entonces, además de Pablo Escobar y

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las redes del narcotráfico. ¿Cúanto más puedes hablar cuando tu interlocutor regresa otra vez al café y a la cocaína? Y lo peor de todo, a compartir un café ralo, aguado, transparente.

Su voz no encontraba oídos. El cemento del pavi-mento no eran las tablas del escenario. El idioma que utilizaba no era el suyo; sonaba extraño, incompleto, más foráneo de lo que pensó sería. Un gutural “How are you?” nunca sonará igual a “¿Cómo estás?”. Un fuerte apretón de manos al saludar jamás se comparará a un beso y un abrazo. Su cuerpo no manifestaba a plenitud su alegría, ansiedad o cólera, y no iba a permitir que la rutina de la vida diaria consumiera esa fuerza que podría convertirse en ira. Así empezó el primer pecado.

Si bien sirve de combustible para tomar acción, la cólera no resuelve nada. Por un lado, Vargas no iba a permitir que la soberbia que muchas veces se hace aparente en un inmigrante cuando es cuestio-nado, o lo que es peor aún, cuando se pone en duda que tenga el conocimiento que en realidad posee, trastocara lo que de manera menos incipiente cre-cía en su mente: ¿qué invento para hacer teatro en esta ciudad?

La idea no la dejaba en paz. Uno de los desa-fíos que un expatriado enfrenta con frecuencia es la duda de que pueda ser superior a un nativo en este país. Los norteamericanos poseen un gran sentido de patriotismo y muchas veces se presen-tan con excesiva confianza que se percibe como un complejo de superioridad. A los recién llegados nos están “ofreciendo” la oportunidad del sueño ameri-cano. Nos abren su casa pero muchas veces de la sala no pasamos. Sin embargo no parecen enten-der que ese sueño, muchas veces, se presenta con tizne de pesadilla, pues nuestro sueño, tantas veces

alcanzado previamente en nuestros países de ori-gen, se ha visto truncado por esas malditas y frá-giles historias de abuso y corrupción tan conocidas que nos obligan a dejar nuestras casas y tocar otras puertas.

Recordemos los Estados Unidos de los 80, sin internet, redes sociales o globalización. La percep-ción norteamericana de ese entonces era, mucho más que ahora, que todos los latinos somos iguales, que pensamos y actuamos de manera similar, esta-mos cortados del mismo molde, tenemos el mismo tipo racial y todos comemos “tortillas”: todos somos mexicanos. No tortillas de huevos, sino tortillas de pan. La mayoría étnica en la ciudad de Chicago es en realidad mexicana, y el ciudadano común y corriente nos mete a todos los hispanoparlantes en el mismo saco, sea de café, maíz, frijoles o cocaína. Todos tomamos siestas, llegamos tarde, somos machistas y nuestras mujeres voluptuosas, ingeri-mos alimentos picantes y nos encanta la fiesta, la jarana, la marcha, el reventón. Todos bailamos y comemos salsa. Todos estacionamos nuestros auto-móviles en el jardín anterior a la casa y doce dormi-mos en la misma habitación. Todos libamos tequila para posteriormente gritar: ¡Olé!

No solo tenía que luchar con intentar romper el estereotipo sino también integrar a las diferentes comunidades latinas de la ciudad. Vargas entendía el teatro como un medio de participación y comu-nicación que diera cuenta de nuestra identidad al presentar contenido que provoque y nos haga pen-sar. Es una manera de representarnos y celebrar-nos ante la sociedad, de exponer nuestras vidas y experiencias, de rescatar y compartir nuestros valo-res a través de la escenificación de nuestro deve-nir, de fustigar en busca de una reacción. Para ello

Hasta que el mortgage nos separe, de Teresa Dovelpage

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había que entablar comunicación entre mexicanos y puertorriqueños, guatemaltecos y argentinos, ecuatorianos y uruguayos, marcianos y venusinos. Al final, los llamados hispanos llegamos de dieci-nueve diferentes países –sin contar con la madre patria, España. Y no todos somos iguales, y menos con Brasil y su idioma portugués. Pero aquí un bra-sileño puede ser llamado hispano sin asco, y metido en el mismo costal de papas. Al final de cuentas, si hablas con acento y estás bronceadito, es que cre-ciste comiendo tortillas y hablando mexicano, per-dón, español.

El gran problema no se presenta únicamente entre la comunidad latina y estadunidense sino tam-bién entre la propia comunidad latina, compuesta por inmigrantes de tantos países, con costumbres, valores, tradiciones muy propias. Si a esto le aumen-tamos que en nuestras culturas las diferencias de clase establecen los niveles de educación y que nuestro pasado monárquico español nos empuja a marcar diferencias basadas en nuestros propios orí-genes, el problema se vuelve aún más complejo. Y ni mencionar las diferencias de raza.

Como vemos, la madre del cordero vive tanto al norte como al sur de la frontera.

No es poco común que dos latinos del mismo país se conozcan y que la primera pregunta sea: “¿De que parte de Bogotá eres?” para establecer tu linaje. “¿A qué colegio fuiste?” es un indica-dor de tu solvencia intelectual, moral, personal. Y luego de averiguar si fuiste a tal o cual universidad o viviste en esta parte de la ciudad, estableceré mi opinión sobre ti; decidiré si puedes o no ser mi amigo o incluirte en mis círculos. Al final de todo, ¿quién quiere relacionarse con la “chusma”? se ha oído más de una vez.

Un aspecto adicional es que los latinos nacidos y educados en los Estados Unidos, pueden o no abrazar sus raíces; pueden o no hablar español. Para ellos es una opción y no una obligación, lo cual incrementa el desafío en la definición de una audiencia.

Hay momentos en que el cansancio adormiló los sueños de Vargas pero nunca se convirtió en pereza. Por el contrario, había que actuar con mucha diligencia y tomar al toro por las astas.

Llegó así una calurosa tarde de agosto de 1989 en su casa de la calle North Central Park en Chi-cago. Reunida con su hermana María Vargas, su esposo, el greco-chileno Augusto Yanacopulos, y la amante del teatro María Teresa Ayala, se pusie-ron a discutir el proyecto de establecer en Chicago –la ciudad de los hombros fuertes– una compañía teatral cuyo principal objetivo fuese el teatro en español. Su misión pondría de manifiesto los pro-blemas sociales que afectan a la comunidad latina de los Estados Unidos. Así, artistas de diferentes disciplinas compartirían en estrecha colabora-ción sus talentos e inquietudes y generaciones de inmigrantes latinos de toda edad lograrían ver escenificadas, en su propio idioma, sus vivencias, triunfos, pesares, alegrías, propuestas y luchas. Los que vivimos en inglés sabemos bien que la vida es más sabrosa cuando no tiene subtítulos. Llenos de una avaricia intelectual, se pusieron a barajar nombres para esta nueva compañía.

“Pensamos en un nombre y surgieron varios”, recuerda Vargas. “Finalmente optamos por Agui-jón II” tomando al grupo del mismo nombre que había fundado en Colombia a mediados de los 70. Sería como el segundo capítulo del esfuerzo colom-biano, trasladado entonces a los Estados Unidos.

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El objetivo de este grupo marcaba con mucha claridad el compromiso de estimular, pinchar, hincar, aguijonear, la conciencia social de sus audiencias. Había que despertarla, integrarla y reunirla. Había que pisarle los callos para hacerla gritar, o por lo menos despabilar. El teatro era el medio y el español el idioma. Aguijón en Chicago nace al igual que un reloj despertador. Pero nunca imaginaron que pasarían veinticinco años des-pertándonos sin interrupción.

Se establecieron como una compañía sin fines de lucro y el primer trabajo fue Homenaje a Sor Juana Inés de la Cruz, al año siguiente. Eran los inicios de la década de los 90; se nos acababa el milenio. Rosario Vargas creó y dirigió ese espec-táculo inspirado en El eterno femenino, de Rosario Castellanos. Fue presentado en el Museo Nacional de Arte Mexicano del vecindario de Pilsen, que en ese entonces se llamaba Centro Museo de Bellas Artes Mexicanas. Tres años después, en 1994, lo volvieron a presentar en el Festival “Sor Juana Inés de La Cruz”. Su tema clásico tuvo gran acogida del público por su elenco conformado por dos actri-ces, Marcela Muñoz y Gloria García, y la violinista Maruca Helguera, todas muy jóvenes.

Marcela Muñoz es la única hija de Rosario Var-gas, y acababa de convertirse en un miembro integral de Aguijón, a pesar de su mocedad. Aún no se sabía de la fuerza artística de la entonces adolescente, ni del papel primordial que Muñoz desarrollaría en la escena teatral de Chicago del siglo siguiente, como actriz y directora.

Entre otros montajes de aquella época se des-tacó Orquídeas a la luz de la luna, del mexicano Carlos Fuentes, estrenada en el Museo Nacional de Arte Mexicano en 1991, y presentada en la

Universidad de Chicago en 1992, en el programa de la Conferencia “Crossing Borders, Creating Spa-ces: Mexican and Chicana Women 1848-1992”. También presentaron Kinsey Report, uniperso-nal inspirado en el poema del mismo nombre de Rosario Castellanos, dirigido y actuado por la pro-pia Vargas. Ese montaje inauguró el auditorio de la nueva Biblioteca Harold Washington, la princi-pal de Chicago y una de las más importantes de los Estados Unidos, el 14 de octubre de 1991.

Aguijón es consciente de que si bien es cierto que el español es el idioma de la compañía, el mismo idioma limita también a la audiencia. Fue por eso que en 1994 presentaron su primera obra con tra-ducción simultanea al inglés. Había que incluir a la audiencia monolingüe. Fue La Chunga, de Mario Vargas Llosa, con gran acogida del público. Desde entonces han intentado diferentes modelos de bilin-güismo, ya sea presentando las obras en ambos idiomas (una función en español y la siguiente en inglés), lo cual requiere de elencos bilingües; con traducciones simultáneas (los asistentes anglopar-lantes utilizan audífonos) o con supertítulos, modelo actualmente utilizado, en el cual se proyectan en inglés los parlamentos de los actores en escena.

Pero Aguijón, que para esa época había supri-mido el numeral romano de su nombre original y se había convertido en Aguijón Theater of Chi-cago, era básicamente una compañía itinerante. Al igual que un inmigrante recién llegado, no tenía casa propia. Atravesaban la ciudad de local en local, escenario en escenario, incluso de estado en estado cual gitanos, leyendo la suerte de las vidas de sus audiencias –en español–.

Sin embargo, gracias a un acuerdo con el Tru-man College del vecindario de Uptown, al norte de la

Yerma, de Federico García Lorca

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ciudad, establecieron en ese local su central de opera-ciones. Aguijón llevaba sus producciones a diferentes escuelas, bibliotecas, universidades, cafés y centros comunitarios en toda la ciudad y los suburbios cir-cundantes. De esa manera podía ofrecer su arte a diferentes grupos que no tenían acceso al teatro. Tal esfuerzo pagó con creces en el futuro del grupo pues la audiencia de esos tiempos continuó apoyándolos con su presencia hasta el día de hoy.

Luego de tantos años peregrinos y de espec-táculos diversos que incluyeron autores y drama-turgos de talla mundial como Neruda, Casona, Vallejo, y explorando los modelos de Grotowski, Stanislavski, del teatro experimental, al fin se cumpliría el sueño de la casa propia. Dejaron el modelo del saltamontes.

En la primavera del 1999 Rosario Vargas y Augusto Yanacopulos compraron un viejo edificio en el noroeste de Chicago con el fin de donarlo como casa a la compañía. Ese mismo verano, con la ayuda de Marcela Muñoz, Keith Werner, Juan Ramírez, Gregorio Gómez y José Arturo Burgos, teatreros de corazón, trabajaron para convertirlo en un espacio teatral. En diciembre, cual regalo navideño, Aguijón Theater abrió las puertas de su propio local en el 2707 al norte de la Avenida Laramie, en el vecindario Belmont-Cragin, un área principalmente habitada por una comunidad hispanoparlante para la cual el acceso a las artes era escaso y los programas en español inexis-tentes. Tal como reza el dicho, “el que siembra, cosecha”. Aguijón ha visto crecer a su audiencia gracias al apoyo de sus residentes.

Ya a inicios del milenio Aguijón se había conver-tido en un grupo establecido en la ciudad y reco-nocido por los medios de comunicación, respetado

por la comunidad latina, no solo de Chicago sino del país. Una de las principales razones ha sido no solo la calidad de sus espectáculos sino la conti-nuidad de su trabajo. Aguijón permanece activo con tres producciones mayores anuales además de conciertos, recitales, talleres, presentaciones de libros y otras actividades. Y para ello se nece-sita dinero. No por radicar en el centro del capi-talismo mundial se puede asumir que el dinero crece en las butacas. Si bien es cierto que han obtenido el apoyo de fundaciones, el trabajo cons-tante, continuo, sin desmayo y con una entrega propia de un artista tercermundista, hace posible que nunca haya detenido su producción para ofre-cer al público acceso a precios bajos. Es la única compañía que ha producido teatro en español en Chicago por veinticinco años sin parar. Las horas que los artistas pasan preparando un montaje no se mide con la vara del dinero sino de la dedicación y entrega. Ese ejemplo parte de Rosario Vargas, continuado por Augusto Yanacopulos y Marcela Muñoz, quien en 2008 pasó a ser codirectora artís-tica de Aguijón.

Cruzar el umbral de la casa de Aguijón Theater es una experiencia sin frontera. Atravesar esos hitos que solo sirven para separar Chicago de Latinoamé-rica, y no por un afán separatista sino de invitación, es para muchos un ejercicio de vida, de superviven-cia. El calor aumenta y los espacios se acortan. Hay música en el aire, un estribillo de bienvenida.

Los corazones laten de manera análoga, casi al unísono a pesar de los diferentes acentos persona-les y grupos sanguíneos de los participantes. En Aguijón todos tienen sangre universal. Un espec-táculo suyo se encuentra integrado por actores de diferentes pasados. Por ejemplo, en El lunes de

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León Rodríguez, estrenada a inicios del 2009 e ins-pirada en La muerte de un viajante de Arthur Miller, escrita por el mexicano Raúl Dorantes y dirigida por Marcela Muñoz, colombiana, el vendedor era peruano, la esposa argentina, el hijo guatemalteco americano, el jefe mexicano y la amante puertorri-queña. ¿Y el escenógrafo? Chileno. Un arca de Noé.

Existe una gula imparable, un deseo indetenible de integración que no termina de saciarse. Pero no se limita a los latinos. Cualquier artista que tenga el deseo de participar es bienvenido sin importar la procedencia. De esa manera varios actores cuyos orígenes no tienen asomo a la cultura latinoame-ricana han tenido y tienen una participación muy activa en Aguijón. Jessica Kadish, judía estaduni-dense, interpretó a Lizzy MacKay (papel que com-partió con Marcela Muñoz) en La fulana respetuosa, de Jean Paul-Sartre, al igual que el norteamericano Ramón Smith, quien personificó al Negro. La albana Kris Tori no solo actuó en Las soldaderas, sino que ahora es directora de escena en reciente versión de La Chunga, de Mario Vargas Llosa.

Aguijón no se pone verde de envidia pues ha recibido reconocimientos locales e internacio-nales. Es uno de los pecados capitales que no conoce. En 2003 participó en el Primer Festival de Teatro Latino del Teatro Goodman (compañía regional de teatro más importante del país de acuerdo con la revista Time) con una muy acla-mada producción de La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca. Aguijón fue la única compañía que se presentó en español al abrir el festival con taquilla completamente vendida. La audiencia los ovacionó de pie.

En 2004 Aguijón volvió a ser invitado a este fes-tival participando con Bodas de sangre, con simi-lar acogida. En noviembre del mismo año fueron invitados al V Encuentro Internacional “Máscaras del Tiempo”, evento teatral más importante en el sur del Perú, en la ciudad de Arequipa. Extendie-ron su estancia en el V Festival Latinoamericano de Teatro en la ciudad de Cuzco, con Perversiones, farsa sobre la guerra escrita por los dramaturgos José Castro Urioste y Eduardo Cabrera, además de un recital de poesía titulado ¡Lorca!, que fue muy aclamado por la crítica. Básicamente fue un tour de danza, música y teatro a través de la poe-sía del escritor y poeta granadino. Debido a ese éxito Aguijón fue invitado otra vez a esos festivales peruanos al siguiente año, participando además en el I Encuentro Internacional de Teatro Lorquiano, auspiciado por la Universidad Nacional General Sarmiento, en San Miguel, Argentina. El año 2006

fue el turno de Yerma, presentada en el III Festival de Teatro Latino del Goodman, y completaron así la trilogía lorquiana.

Para la temporada 2008-09 Aguijón decidió explorar la experiencia latina a través de los clásicos del teatro estadunidense, quienes en su momento habían plasmado en sus obras la lucha de ciertos grupos marginados –tales como los inmigrantes europeos durante la Gran Depresión, los afroame-ricanos o los trabajadores de la clase media–.

Con esa idea Aguijón invitó a escritores latinos residentes en los Estados Unidos a crear obras nue-vas inspiradas en obras existentes. El teatro no solo sirve para montar y remontar piezas conocidas sino también para sacarlas del museo y reinven-tarlas de modo que den cuenta de las realidades actuales. El primer fruto de una colaboración estre-cha se dio entre Marcela Muñoz y Raúl Dorantes quien se inspiró en la obra de Tennessee Williams El más extraño romance.

En esa propuesta, titulada Hasta los gorriones dejan su nido, Dorantes ilustra los obstáculos que encaran muchos inmigrantes indocumentados del presente al tratar de construir sus vidas en el extranjero: el racismo del que son objeto, la sole-dad en su nuevo entorno y el miedo al desarraigo. Este montaje fue presentado en agosto de 2008 en el IV Festival de Teatro Latino del Goodman.

El reto de este festival con el que Aguijón se enfrenta es que la audiencia es principalmente angloparlante y otras compañías latinas pre-sentan sus obras mayormente o únicamente en inglés, lo cual genera una competencia por la audiencia. Resulta un desafío competir con agru-paciones que ya tienen capturado a su público por el idioma que entienden y prefieren. Sin embargo, Aguijón apuesta por estas oportunidades para mostrar su misión de producir teatro de calidad en español.

En 2009 Aguijón celebró su vigésimo aniver-sario, marcando un hito importantísimo en la his-toria del teatro en español en los Estados Unidos. Para tal oportunidad, trajo como invitada a la gran escritora y periodista mexicana Elena Poniatowska para una fiesta de rompe y raja en el Museo Nacio-nal de Arte Mexicano. La temporada de ese año tomó otro cariz con el proyecto “De la página a las tablas”, en el que se buscaba explorar y desa-rrollar la literatura latinoamericana para llevarla a la escena. De allí surgió Las soldaderas, obra ori-ginal escrita por Oswaldo Calderón, miembro del grupo de planta, basada en el ensayo que Ponia-towska escribiera en 1999, en el que narra el papel

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femenino en la revolución mexicana, sin el cual, según la escritora, hubiera sido una guerra estéril. Fue representada en inglés y español, alternando noches por un elenco bilingüe y tuvo su estreno mundial en el V Festival de Teatro Latino del Good-man. Basta imaginar el trabajo adicional que exige producir una obra en dos idiomas: doble ensayo, además de traducir un texto con modismos y matices lingüísticos. Luego de una temporada en su local propio, Aguijón la llevó al XXII Festival de Mujeres en Escena por la Paz, en Bogotá, Colom-bia. Tal como dice el vals peruano, “Todos vuelven” a la tierra en que nacieron.

En 2012 la compañía regresó a Colombia, esta vez a Cartagena, para conducir una lectura drama-tizada de la pieza Un extraño cadáver color malva, del dramaturgo cartagenero Alberto Llerena Marín, como parte de su proyecto “Voces Caribeñas”, que Aguijón eligió para auscultar al Caribe hispanoha-blante y explorar, a través del teatro, las diferen-cias y similitudes de estos pueblos que comparten conexiones culturales tan fuertes e históricas. Este evento se llevó a cabo en el Museo de Arte Moderno de Cartagena. Anteriormente, en marzo de 2011 ya habían presentado en Chicago La pasión según Antígona Pérez del puertorriqueño Luis Rafael Sán-chez, que siguió a la original Antígona, de Sófocles, estrenada a finales del año anterior. Ambas obras, dirigidas por Muñoz, examinaban las tensiones entre hombres y mujeres, el poder del Estado y de la familia, los ambientes públicos y privados así como la política y la religión.

Dentro de la temporada “Voces Caribeñas” se llevó a cabo el estreno mundial de Adentro, del dramaturgo cubano Abel González Melo, quien vino desde Madrid invitado por la compañía. Fue representada en inglés y español y fue dirigida

por el también cubano Sándor Menéndez. La temporada se cerró con Las penas saben nadar del dramaturgo cubano Abelardo Estorino, uniper-sonal protagonizado por Rosario Vargas, quien nos hizo reír y crujir en el escenario mereciendo los elogios del público y la crítica especializada, tanto en Chicago como en Argentina, donde fue invitada en octubre de 2013 a participar en el IX Encuentro Teatro y Territorio de la Universidad General Sarmiento, en San Miguel y Buenos Aires.

No existe un amante del teatro en Chicago que no sepa de Aguijón Theater. Su repertorio no discrimina género, estilo, propuesta, origen o idioma. El requisito es que comunique algo, que nos provoque, que despierte la lujuria en todos los que asistimos a verlos; que nos ponga húmedos. Si la obra está escrita en chino, será traducida. Si es una novela, será adaptada. Si es una obra nueva que dé cuenta de un tema relevante, será bienvenida. Tal es el caso de Blowout, estrenada a finales del 2013, original de Guadalís del Car-men, actriz dominicano-americana que hiciera su debut en la comedia Cuando el mortgage nos separe, escrita por la cubana Teresa Dovalpage, dirigida por Rosario Vargas en el 2009.

Aguijón en su íntimo teatro, un espacio con tan solo sesenta y cinco butacas, ha hecho gala de exquisitas escenografías. Augusto Yanaco-pulos, miembro eterno de la compañía, es un artista plástico que ha desarrollado los escena-rios más desafiantes. Como muestra, un botón: en Antígona Pérez, el piso y las paredes se con-virtieron en periódicos gigantes; en Eréndira, de García Márquez, el desierto tenía como fondo un barco encallado que daba vida a diferentes espa-cios a través de luces y telones. Cuando el actor tiene al espectador casi encima de sí, los detalles

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El Génesis fue mañana, de Jorge Díaz

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escenográficos deben ser lo más convincentes posibles para no perder la magia y en eso Aguijón es un ejemplo a imitar.

Hasta este momento, en veinticinco años de infatigable sudor, Aguijón ha presentado ciento cuarenta y dos producciones que incluyen obras de teatro, unipersonales, conciertos de música, poesía y danza, tertulias, recitales, lecturas dramatizadas, monólogos, talleres, mesas redondas y presenta-ciones de libros. Además de organizar un concurso de dramaturgia a nivel mundial, para celebrar sus bodas de plata la compañía decidió “revisitar obras previamente estrenadas” tal como refiere Marcela Muñoz, con el propósito de autoevaluar su propio desarrollo artístico, como tomarse el pulso y la temperatura. Dar una mirada al pasado con nue-vas propuestas, dice Muñoz.

La Chunga, de Mario Vargas Llosa, se presentó del 9 de octubre al 16 de noviembre de 2014, con Rosario Vargas como protagonista. Es así que Vargas, veinte años después de la primera ver-sión, reinterpretó el mismo personaje que hiciera en 1994. Muñoz dirigió a Vargas junto a un elenco que nos colocó con exquisito realismo en ese bar-cito de mala muerte en Piura.

En febrero del 2015 Sándor Menéndez dirigió Orquídeas a la luz de la luna, de Carlos Fuentes, en una propuesta irreverente, exorbitante, comple-tamente diferente a la que Aguijón estrenara en 1991. Las chicanas protagonistas no son muje-res sino travestis, se confrontó al público con las máscaras que usamos a diario. La temporada del

aniversario culmina con una nueva propuesta escénica de La casa de Bernarda Alba, dirigida por Muñoz y será presentada en abril.

El arte de Aguijón es generacional. Desde la infaltable presencia de doña Josefina Lombana de Vargas, quien asiste a todas las producciones lle-vando sus ciento tres años de vida, a su hija Rosario Vargas, corazón de la compañía, Marcela Muñoz con su inquisitiva y polifacética visión creativa, a su hija Isabella Werner, quien hiciera su debut teatral en Las soldaderas: hacen de esta casa de arte un hogar para muchos latinos que añoramos el embrujo incomparable de nuestra vida anterior.

Los que llegan a Aguijón no lo dejan. Tal es el caso de la cantante y actriz argentina Alba Guerra, quien en 1993 ingresó con el espectáculo Salomé, de Rosario Castellanos. Diez años después, la actriz puertorriqueña Nydia Castillo hizo su debut en Aguijón, interpretando una variedad de perso-najes en todos estos años. Tal como Castillo dice, “Aguijón es mi casa”, y el actor mexicano Oliver Aldape añade: “Aguijón es mi familia”.

Rosario Vargas ha creado un arca, no de Noé, y una torre, no de Babel. Ha hecho posible que personas de cualquier nación y de cualquier len-gua integren, desde la platea y el escenario, esta compañía. Ha creado un imán. Con un elenco de planta de catorce actores que viven el teatro con mucha dedicación y orgullo, Aguijón coloca al español como el idioma de bandera para mante-ner despierta a una sociedad de la tentación del sueño profundo. m

Orquídeas a la luz de la luna, de Carlos Fuentes