emilio irigoyen fragmentacion postmoderna

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Emilio Irigoyen Repensando las hipótesis jamesonianas sobre la fragmentación postmoderna a la luz de la historia (larga) de la fragmentación moderna o Nuevos prolegómenos a una teoría de las relaciones entre fordismo, fragmentación y vanguardia Este trabajo estudia en primer término la posibilidad de fijar en el Renacimiento italiano uno de los orígenes o puntos de inflexión de las características que Fredric Jameson atribuye a la obra de arte moderna en “The Cultural Logic of Late Capitalism”. Más específicamente, el ensayo discutirá algunas concepciones y manifestaciones del fragmento en la estética y el arte occidental de la modernidad, con la intención de ampliar y trasladar críticamente la periodización retrospectiva que el teórico estadounidense proyecta en su análisis de la posmodernidad, a un momento previo como es el de los siglos XV y XVI. Sobre la base de tal discusión, volveremos a las tesis de Jameson sobre las vanguardias, con la esperanza de que el recorrido previo haya permitido establecer un marco de discusión más rico a la hora de revisar tanto el lugar histórico que les atribuye como la interpretación que hace de las figuras y funciones del fragmento y la fragmentación en ese momento de la estética occidental. Creemos que el interés de tal intento es doble. En primer lugar, él puede tener algo que aportar en el terreno estrictamente filológico, esto es:en nuestra comprensión de lo que en español suele llamarse “las vanguardias históricas” y en inglés “Modernism”, y a lo que por nuestra parte preferimos referirnos, de la manera más neutra posible, como “las prácticas artísticas renovadoras de fines del siglo XIX y comienzos del XX”, o bien “la estética de la época del primer fordismo”. Nuestro interés es menos contribuir a la periodización de la llamada “Historia del arte”, disciplina cuya mera existencia motiva diversos cuestionamientos [1] , que contribuir a un proyecto de más largo aliento sobre las relaciones entre los modelos y prácticas estéticas y los modelos y prácticas industriales en torno a los primeros años del siglo XX. Concretamente, nos interesa discutir la relación, mencionada muy someramente por Jameson, entre el taylorismo y la fragmentación presente por doquier en el arte de esos años. En segundo lugar, junto con las ventajas de orden filológico, la discusión que proponemos puede tener algo que aportar sobre la situación estética y cultural contemporánea, en la medida que, tal como Jameson y otros han sostenido con frecuencia, ella debe pensarse con relación a lo ocurrido a partir de fines del siglo XIX. Este último aspecto instala un nuevo problema: el de si por “contemporáneo” debemos entender lo que suele llamarse posmodernidad o bien algo que de alguna manera estaría situado, en algún o algunos sentido/s, “después” de lo posmoderno. Esta

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Emilio IrigoyenRepensando las hipótesis jamesonianas sobre la  

fragmentación postmoderna a la luz de la historia (larga) de la fragmentación moderna

  o Nuevos prolegómenos a una teoría de las relaciones entre fordismo, fragmentación y vanguardia

  Este trabajo estudia en primer término la posibilidad de fijar en el Renacimiento italiano uno de los orígenes o puntos de inflexión de las características que Fredric Jameson atribuye a la obra de arte moderna en “The Cultural Logic of Late Capitalism”. Más específicamente, el ensayo discutirá algunas concepciones y manifestaciones del fragmento en la estética y el arte occidental de la modernidad, con la intención de ampliar y trasladar críticamente la periodización retrospectiva que el teórico estadounidense proyecta en su análisis de la posmodernidad, a un momento previo como es el de los siglos XV y XVI. Sobre la base de tal discusión, volveremos a las tesis de Jameson sobre las vanguardias, con la esperanza de que el recorrido previo haya permitido establecer un marco de discusión más rico a la hora de revisar tanto el lugar histórico que les atribuye como la interpretación que hace de las figuras y funciones del fragmento y la fragmentación en ese momento de la estética occidental. Creemos que el interés de tal intento es doble. En primer lugar, él puede tener algo que aportar en el terreno estrictamente filológico, esto es:en nuestra comprensión de lo que en español suele llamarse “las vanguardias históricas” y en inglés “Modernism”, y a lo que por nuestra parte preferimos referirnos, de la manera más neutra posible, como “las prácticas artísticas renovadoras de fines del siglo XIX y comienzos del XX”, o bien “la estética de la época del primer fordismo”. Nuestro interés es menos contribuir a la periodización de la llamada “Historia del arte”, disciplina cuya mera existencia motiva diversos cuestionamientos [1], que contribuir a un proyecto de más largo aliento sobre las relaciones entre los modelos y prácticas estéticas y los modelos y prácticas industriales en torno a los primeros años del siglo XX. Concretamente, nos interesa discutir la relación, mencionada muy someramente por Jameson, entre el taylorismo y la fragmentación presente por doquier en el arte de esos años. En segundo lugar, junto con las ventajas de orden filológico, la discusión que proponemos puede tener algo que aportar sobre la situación estética y cultural contemporánea, en la medida que, tal como Jameson y otros han sostenido con frecuencia, ella debe pensarse con relación a lo ocurrido a partir de fines del siglo XIX. Este último aspecto instala un nuevo problema: el de si por “contemporáneo” debemos entender lo que suele llamarse posmodernidad o bien algo que de alguna manera estaría situado, en algún o algunos sentido/s, “después” de lo posmoderno. Esta es una de las cuestiones que no abordaremos, pero para cuyo posterior examen creemos que el presente trabajo puede resultar útil. Preámbulo: unidad y fragmento en la “modernidad corta”. Las tesis de JamesonJameson sostiene que la disolución de la unidad o “mónada” del ego burgués moderno conlleva el fin de las sicopatologías de ese ego, así como el de muchas otras cosas, incluido el estilo, “en el sentido de lo único y lo personal”, vale decir en el sentido que se puede asociar por ejemplo a la pincelada individual y distintiva de un pintor, y cuyo desvanecimiento como categoría referencial se halla simbolizada “por la emergente primacía de la reproducción mecánica” (“Cultural” 15). Tal fenómeno se halla vinculado con la disolución del yo monadológico configurado como paradigma a partir de la baja Edad Media y el Renacimiento y que alcanza una reflexividad importante en el pensamiento filosófico hacia el siglo XVII.[2] El desenvolvimiento de este proceso de sistematización y reflexivización pauta la historia de la creciente distancia entre los modelos intelectuales de reflexión sobre el universo, en particular el universo humano, y los modelos de organización política de la sociedad. La tensión surgida de tal contradicción está en la base de la historia intelectual de las revoluciones burguesas a lo largo de la modernidad, y puede representarse de manera bastante gráfica recapitulando, en el terreno de la reflexión política, el camino que conduce de Hobbes a Montesquieu.El repaso a la historia del moderno “ego burgués” muestra una coincidencia cronológica parcial del proceso de su entronización con el de su crisis. Por un lado, es sabido el primero de estos procesos se ve acelerado y reforzado por la acción de formas de vida y modelos de configuración derivados de la generalización de los efectos del sistema capitalista y por la influencia cada vez más extensa y tecnificada de los meta-relatos que lo acompañan, influencia vinculada a la eficacia también creciente de los medios de producción y trasmisión de los mismos (desde los que Althusser llamó los “aparatos ideológicos del Estado” hasta las más diversas esferas “privadas” de producción de discursos legitimados-legitimantes). Por otra parte, estos mismos aspectos contribuyen al segundo proceso. Hacia fines del siglo XIX, el reinado de “Su Majestad el yo”, como

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lo llamó por esos años Freud, llega a su apogeo y al mismo tiempo exhibe las señales de su crisis o disolución. La obra de los artistas de fin de siglo y los primeros años del 900, vale decir, la de aquellos que los manuales suelen ubicar “antes” de las vanguardias (de Proust a Kafka, de Martí a Mallarmé), es en tal sentido ilustrativa: una radical subjetividad es la condición primaria de esfuerzos que conducen a una obra que hace estallar el modelo de expresión subjetivista característico de la obra moderna y hacen desaparecer el estilo en tanto forma de “expresión de sentimientos o emociones” (Jameson, “Cultural” 15).Jameson describe este proceso como un abandono de la expresividad. Por nuestra parte, preferimos pensarlo como una transformación de los modelos de expresividad. En Martí como en Warhol, la “expresión de sentimientos o emociones” no está ausente, sino transformada en otra cosa: una expresión distinta de sentimientos y emociones distintos, provenientes de un sujeto sentimental-emocional distinto y que son trasmitidos de manera diferente por un medio expresivo diferente (cuya condición se ha visto radicalmente modificada, pasando de vehículo a epifanía, primero, y de epifanía a objeto, después). [3] El papel de la reproducción mecánica en tal transformación es más que el de un ‘mero’ símbolo: la mecanización ocupa un lugar central en la relación del hombre con el medio y en particular en las estrategias de apropiación, transformación y creación sobre/en el medio, lo cual constituye uno de los principales registros a la hora de pensar los momentos de la historia humana. Jameson parece entenderlo así cuando establece cierto paralelo entre el taylorismo y la obra de arte del Modernism, según una postura muy comprensible, por lo demás, en la medida que tal perspectiva se ajusta al modelo marxista de reflexión sobre el papel que la técnicas de producción, incluso si se las piensa en sus aspectos más instrumentales y concretos, tienen en el desarrollo de la historia y de los paradigmas de percepción-relación del hombre con el mundo y con los demás hombres. La mención jamesoniana de la “primacía de la reproducción mecánica” refiere evidentemente a Walter Benjamin, en particular a “La obra de arte en la época de la reproducción mecánica”, y en particular a lo que el pensador de la Escuela de Frankfurt tiene precisamente de más próximo a la idea marxista de la configuración de las relaciones del hombre con el medio a partir de los modelos de productividad. La tesis jamesoniana de la pérdida de expresividad en el arte recuerda en cierta manera a la relación que Marx plantea entre los diferentes paradigmas de producción de objetos en la sociedad y la naturaleza simbólicos de esos objetos (concretamente, la distinción entre bienes de uso y bienes de cambio).Esto nos sitúa, finalmente, en el objeto específico de nuestra discusión: el fragmento y la fragmentación. Jameson sostiene que el fragmento en la obra de arte sigue una evolución que va de la relación orgánica que lo vincula a una totalidad presente y/o presentada por/en la obra de arte moderna, a la pérdida de toda unidad integradora, algo que caracterizaría a la obra posmoderna y que él ejemplifica mediante Andy Warhol: “There is [...] in Warhol no way to complete the hermeneutic gesture and restore to these fragments that whole larger lived context” (8). Jameson está pensando aquí en un contexto que podemos proyectar o aún mejor, que parece ser poderosamente convocado por un cuadro como Las botas de Van Gogh, por ejemplo (“Cultural” 6-8). Este proceso es acompañado por varios otros, en el mismo sentido, para cada uno de los cuales Jameson propone ejemplos que subrayan la creciente fragmentación e inorganicidad de todas las esferas o ‘unidades’ involucradas, según ya hemos dicho: “The disappearance of the individual subject, along with its formal consequence, the increasing unavailability of the personal style,” lo cual contribuye al desarrollo de “the well-nigh universal practice today of what may be called pastische” (16).El desarrollo de estos procesos parece remontarse muy lejos en el tiempo. Jameson menciona a Warhol como ejemplo de un universo que, comparado con el de Van Gogh, aparece como mucho más fragmentado e inorgánico, pero antes de eso ha mencionado asimismo que una de las cosas que confieren su poder sugestivo al cuadro del pintor holandés es la forma en que nos presenta el mundo a través de -o mejor, en- un fragmento: 

the willed and violent transformation of a drab peasant object world into the most glorious materialisation of pure color in oil paint is to be seen as a Utopian gesture, an act of compensation which ends up producing a whole new Utopian realm of senses, or at least of that supreme sense -sight, the visual, the eye- which it now reconstitues for us as a semiautonomous space in its own right, a part of some new division of labor in the body of capital, some new fragmentation of the emergent sensorium which replicates the specializations and divisions of capitalist life at he same time that it seeks in precisely such fragmentation a desperate Utopian compensation for them. (“Cultural” 7)

Dado que el interés de Jameson es lo que él llama el “late capitalism”, en su ensayo la historia moderna del fragmento no se remonta más allá de la segunda mitad del siglo XIX, antecedente directo de los desarrollos que le ocupan. Sin embargo, el proceso del que habla es, como aclara desde un principio, de larga data.[4]

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La historia “larga” del entramado unidad-fragmentación: dos momentos ejemplaresLa historia del fragmento en el arte moderno debe pues pensarse, tanto como en los términos de la (relativamente) “corta duración” que emplea efectivamente Jameson, en los de la “larga” que presenta en "Culture and Finance Capital” como marco más adecuado. Al hacer esto, como es obvio, no estamos sino llevando a la práctica lo que Jameson propone como necesidad metodológica, y que en su trabajo no es desarrollado, según parece, porque su interés no es la historia de la modernidad sino la de la posmodernidad, o mejor dicho, la del “capitalismo tardío” o “avanzado”. No podemos aquí esbozar siquiera un proyecto de tal envergadura, pero al menos propondremos algunas ideas, mediante la discusión de un aspecto particular. Al comentar el “film de nostalgia”, que en lugar de representar cierto contenido histórico se aproximaba al “pasado” por la vía de la connotación estilística (“Cultural” 19), Jameson sostiene que en tal práctica “la historia de los estilos estéticos desplazaba a la historia ‘real’” (20). Dicho de otro modo, mientras que la recreación del pasado antes podía -y solía- usar meros nombres, anécdotas y a veces decorados (El Cid de Corneille, Tabaré de Zorrilla), lo que el arte nostálgico posmoderno recrea es el estilo. Tanto en este caso como en el otro, sin embargo, la historia falta a la cita.El proceso habría comenzado con la instauración de la ‘fidelidad’ de la reconstrucción filológica, que pertenece sobre todo al neoclasicismo y el formidable auge de la arqueología en el siglo XVIII. El neoclasicismo puede considerarse, desde este punto de vista, como el primer estilo moderno, en el sentido de que al contrario que los “neoclasicismos” previos, es un proyecto filológico, “fiel”. [5] En relación con esto, la posmodernidad sería una explicitación y autonomización de esa voluntad recuperatoria en lo estilístico, pero ahora desligada de un subtexto filológico-ideológico: mera “fidelidad de estilo”, suerte de arqueología que busca recuperar las formas sin aspirar a reconstruir ningún tipo de conocimiento discursivo (filológico) sobre las mismas ni vincular explícita y expresamente lo recupeado o retomado a un discurso político (nacional, de clase, etcétera). La arqueología de la nostalgia es pues arqueología de formas, repertorio decorativo.En lo que hace a la historia de las formas y de la combinación de las mismas,sería posible entonces preguntarse si el neoclasicismo no puede haber sido más “posmoderno” que todo lo que vino después que él (incluyendo al propio neobarroco), dada su relación con el fragmento. Esto plantea por supuesto algunos problemas. Antes que nada, habría que revisar la fácil asociación de “posmodernismo” y fragmento, pues como el propio Jameson explica, el edificio posmoderno no es una mera puesta en escena de fragmentos sino que reorganiza una imagen de la unidad que hace a los nuevos modelos de legitimidad y de poder (“Cultural”, parte V). Sin embargo, ello no afecta la validez de la comparación, pues también los orígenes tempranos del neoclasicismo fueron meramente arqueológicos y decorativos. Ellos estuvieron vinculados a la coincidencia de la moda de lo antiguo, heredada del siglo XVII, con los hallazgos arqueológicos producidos en la segunda mitad del siglo XVIII (que impulsaron un activo mercado de “antigüedades”), y que, en un segundo momento, fueron objeto de su apropiación ideológica por parte de diversos intentos de legitimación política (v. Boime, cap. 1; Irigoyen, cap. 5). El carácter fragmentario impuesto por la naturaleza misma de los hallazgos arqueológicos fue así muy pronto rencapsulado por un subtexto que daba un sentido a la búsqueda (una interpretación y una dirección o finalidad): se buscaba (o se encontraba: dilucidar la naturaleza de esta dialéctica es algo que ahora no nos interesa), testimonios históricos de una identidad, de un pasado nacional y/o cultural, etcétera. Los materiales de tal tarea no eran sólo objetos y ruinas, por supuesto, sino también textos, como prueba el ejemplo de Osián, suerte de Homero británico reconstruido a medida de las necesidades del caso.La recuperación de fragmentos y su ensamblaje posterior en reconstrucciones tan fieles como fuera posible había tenido un primer momento de apogeo en un intento anterior de configuración de un modelo racional “a escala” del universo, que es el de la primera escena de la historia europea que podemos definir en algún sentido como moderna: el Renacimiento. Es evidente que los proyectos en tal sentido, aun cuando hayan sido sofisticados, sistemáticos y, todo hay que decirlo, exitosos desde el punto de vista de las “obras”, vale decir, aun cuando la organización moderna del “Mundo”[6] que proponían haya sido eficaz, estabandestinadas a naufragar en el mosaico de luchas y vaivenes de la Italia de los estados-nación y los papados, que hacen de la Iglesia (la institución aglutinante más importante de Occidente desde la caída del imperio), espacio de una política que con frecuencia se asemeja a -o se convierte en- disputas de familia. De hecho, si observamos el resumen que hace Jameson (“Culture and Finance” 140-41) de la teoría de Arrighi sobre el desarrollo del capitalismo (una serie de “false starts” en Italia, luego en la España pre-imperial, en Holanda y finalmente la historia “más familiar” desarrollada en Inglaterra y después los Estados Unidos), y la vinculación que el propio Jameson hace de estos sucesivos momentos con los correspondientes casos de realismo artístico, habría que decir que en lo que toca a Italia, una de las culminaciones (en el sentido de punto más encumbrado y final), del “realismo” es El Príncipe (1513). El gran texto cosmológico, el gran monumento-mapa verbal anterior a Maquiavelo en Florencia es por supuesto la Divina Comedia, que con su lógica de

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círculos perfectos, sus 3 secciones de 33 cantos más una introducción, se halla minuciosamente “integrada” a la unidad de la Creación. El de Maquiavelo, en cambio, es un tratado escrito con relación a un gobierno que intenta consolidar su poder central en el contexto de un sistema político atomizado que ha podido mencionarse, sin embargo, como uno de los puntos de partida (¿“false start”?) de la modernidad. Hauser (Orígenes del arte moderno), sostiene que en el terreno artístico, el principal arranque de la modernidad sería precisamente la primera configuración explícita y sistémica de tal fragmentariedad: el Manierismo desarrollado hacia mediados del siglo XVI. Aunque la idea no cuenta con muchos adeptos, merece tomarse en consideración, sobre todo porque, como veremos, la realidad “histórica” del Renacimiento es la de un chispazo que prácticamente carece de duración: tal vez haya menos que plantear una división entre Renacimiento y Manierismo, según la lectura más tradicional (compartida por el propio Hauser, por lo demás), que pensar ambos “momentos” o estilos como parte un proceso integrado. La figura de Miguel Ángel, sobre la que volveremos, nos servirá para explicar tal interpretación.Ahora bien, si el mundo tardomedieval, con su lógica de compartimentaciones feudales y su fragmentación ha podido ser integrado en una visión como la del viaje dantesco, el poder centralizado de la ciudad-estado desde cuyos márgenes escribe Maquiavelo no podía sino conducir al estallido. Es lo que el lector moderno encuentra apenas disimulado en la aparente unidad y firmeza que manu militari quiere imponer El Príncipe: exactamente la misma sofisticada unidad que es en sí misma (en su potencia descomunal, potencia de poder centrípeto, aglutinante, que incluye al mismo tiempo las condiciones del estallido), una garantía de desarticulación inminente de la unidad. Es esta promesa de tensión a punto o ya en vías de echar abajo el modelo renacentista clásico la que por la misma época se encuentra en la obra de Miguel Ángel. En esos breves años que van del imperio de Leonardo y Rafael al de Miguel Ángel se clausura el primer momento de la unidad moderna, ya no dantesca sino humana.[7] Es sintomático que al mismo tiempo que Buonarroti daba un giro de timón a la historia del arte florentino (y a la del realismo del arte occidental), abriendo la puerta del Manierismo, Leonardo se trasladara a Francia, en gran parte a causa de los vaivenes político-militares italianos, llevándose la Gioconda a cuestas y sin poder ejecutar el monumento a Francesco Scorza: la simbiótica relación entre unidad estatal y unidad simbólica -monumento ecuestre del gobernante, retrato de caballete del individuo- se confirma como definitivamente inviable. La partida de Leonardo y la renovación estilística introducida por Miguel Ángel fechan el fin del modelo renacentista “clásico”, que ha quedado como paradigma del humanismo y que, cuando se revisan las fechas, resulta haber durado menos de 30 años.[8] El modelo leonardesco-rafaeliano sólo es posible en el marco de una “superación” del hieratismo medieval que tanto marca todavía a la obra de Piero della Francesca. Es a esto que podemos llamar “realismo”, tal como propone Jameson. Pero es ese realismo el que al mismo tiempo impide pensar el mundo como algo pasible de ser representado por la vía de la unidad armónica. En otras palabras, lo que permite pintar la Gioconda es lo mismo que impide que algo como la Gioconda pueda seguir siendo pintada. Es preciso preguntarse por qué un paradigma que se demostró tan poderoso y fue tan fecundo (en su momento y en muchos otros, hasta nuestros días), no duró más de treinta años. Ello se debe, en cierta medida, a que las condiciones de su posibilidad son al mismo tiempo las de su imposibilidad. [9] Dicho de otro modo -y puesto en relación con la obra de Maquiavelo-: el “realismo” que permite que tal teoría y didáctica de la política sea escrita es lo que impide, en la Italia de la época, que un proceso de centralización y estabilización de un poder como el allí descrito sea posible. Maquiavelo resuelve esto por la vía del doble discurso: una lógica ‘realista’ de un lado (la moral del príncipe), y otra ‘idealista’ del otro (la moral del pueblo). Esto equivale de algún modo a decir que la Giocconda en política es posible solo por la vía de duplicar las imágenes, mostrando a Piero della Francesca -o más bien al Beato Angelico o el Giotto, e incluso, de ser posible, solamente a Cimabue- al pueblo, pero disfrutando en privado de las obras de Miguel Ángel. De hecho, esta situación de doble espectáculo (el público y oficial, el privado), atraviesa la historia italiana y en particular la vaticana del Quinientos, y es uno de los factores que impulsan la Reforma. Ella marcará asimismo la evolución hacia el Manierismo. Si el Vaticano pide a Miguel Ángel obras, es para llevarlas al centro de la legitimación y de la atención: la cúpula que nos cobija y aúna será el lugar por excelencia donde la energía incontenible y diversa de la Naturaleza se haga más visible, y si bien esa cúpula no es la de la basílica sino la de una capilla, ello es apenas un rasgo de discresión, no de ocultamiento (en la lógica manierista, predecesora en esto de la barroca, no se trata de ocultar sino más bien de afirmar que no se muestra, que se cubre, y ello incluso en el mismo acto en el que se está mostrando). La Capilla Sixtina traiciona así la vieja función de recogimiento individual e integración colectiva que tenía ya la iglesia carolingia, y que ha marcado la simbología del techo del templo cristiano hasta hoy. El techo de la capilla no fue pensado como instrumento o motivo de recogimiento (más bien todo lo contrario), y el carácter de colectividad que propone está sujeto a jerarquías institucionales radicales. [10] El sentido teatral de la

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presentación y el carácter inarmónico de la imagen (si se la piensa con relación a lo que el modelo renacentista clásico entendía por armonía), son uno de los orígenes formales del Manierismo y marcan el fin de la perfecta unidad alcanzada durante un momento. Esta larga disquisición sobre la unidad nos devuelve pues a nuestro punto de partida, el fragmento, pero en un lugar distinto al que vimos a partir de Jameson. Si nos detuvimos en el Renacimiento fue porque su momento “clásico” comienza por una reconstrucción arqueológica (entre cuyos primeros exponentes se halla Brunelleschi), y filológica (“humanista”), de la unidad original, la del clasicismo “por excelencia”: el grecolatino. Contra la supervivencia de tal reconstrucción conspiran varios factores, desde los problemas estructurales del sistema sociopolítico italiano para sostener toda práctica sistemática de unificación (problemas denunciados incansablemente por los pensadores de la época, Maquiavelo incluido, yde los cuales la historia itinerante de Leonardo es un ejemplo literalmente ‘concreto’), hasta el efecto desestabilizador que tiene la revelación del realismo o, dicho de otro modo, el carácter de “naturaleza” que él contribuye a asignar al mundo y el carácter “humano” que contribuye a asignar a la sociedad. Un ejemplo de lo primero es la obsesión de Leonardo por las fuerzas de la naturaleza, por su poder formidable y, lo que es la otra cara de la moneda, por la capacidad humana -siempre provisoria, siempre en duda- de controlarlas. Sus escritos abundan, más que en estudios sobre el vuelo o la navegación submarina, y dejando a un lado sus labores contractuales como ingeniero militar, en proyectos para encauzar ríos, prevenir inundaciones, en suma: prever desastres naturales. Un siglo más tarde, Francis Bacon fijará la fórmula que sirve de lema a la modernidad y que podría aplicarse perfectamente a Leonardo: “conocer y dominar”. Si el universo no humano deviene naturaleza a controlar, con el humano ocurre otro tanto: El Príncipe, tratado de cómo gobernar, es el equivalente tanto de los tratados sobre el autocontrol individual (del tipo del Cortesano de Castiglioni), como de los escritos leonardianos sobre el control de las aguas. Lo que en da Vinci es la doble dedicación al arte y a la técnica, en Maquiavelo es la doble descripción del mundo. El arte del Renacimiento pudo, durante un momento, proveer una concreción de unidad en un mundo que había devenido inabarcable, inaprensible. La teoría política no podía hacer lo mismo, pero Maquiavelo resolvió el problema con no menos habilidad práctica que Brunelleschi el de la cúpula de la catedral de Santa María en Florencia: ¿No hay ya un marco de valores único que sea viable? Pues usemos dos.[11] Tal solución de compromiso nos recuerda que la construcción moderna de unidades parece destinada a sufrir tarde o temprano la reaparición del fragmento (menos un retorno de lo reprimido, quizás, que una manifestación de lo encubierto). La Giocconda y El Príncipe se volverán de inmediato inaceptables, la primera porque la unidad es ya utópica y el segundo porque la exposición descarnada de la multiplicidad es todavía inaceptable, pero la lógica de unidad-y-fragmento está ya instalada, en los términos que habrá de elaborarse de ahora en adelante. De acuerdo con los términos de la lectura jamesoniana, entonces, nos vemos obligados a situar allí, al menos en lo que hace a este aspecto, un origen de la modernidad. El neoclasicismo retoma algunos de estos elementos desde un momento histórico muy distinto. Tras el largo paréntesis espectacular (cultura manierista-barroca-rococó, política absolutista-imperial-nacional), encontramos un regreso a la empresa arqueológica de reconstruir la unidad mediante medios técnicos. O, pensándolo en otro plano, tras la larga marcha de re-idealización de la imagen del poder político, regresamos a la exposición de su funcionalidad maquínica. La Ilustración es en ese sentido una reconstrucción del carácter maquínico del hombre (la figura del hombre-máquina que se populariza en filósofos como La Mettrie), la naturaleza, la sociedad, etcétera. La Enciclopedia querrá ser el repertorio y manual de uso de esa enorme maquinaria universal, la identidad nacional será reconstruida, como las estatuas antiguas, en base a fragmentos que no siempre pertenecen al mismo cuerpo original, pero que el anticuario o el historiador se encargan de unificar mediante un subtexto sobreimpreso. La unidad, en suma, será proyectada, como se hace con las ruinas de los edificios antiguos para recuperar virtualmente su apariencia original. La unidad así reunida será, como Frankestein, una precaria sutura de fragmentos. Esto explica, por lo demás, tanto el descrédito estético posterior sufrido por el neoclasicismo (y, llegado el caso, su pasajera recuperación por un estilo arquitectónico como el posmodernismo), como la importancia que tuvo como referente estético en los sistemas políticos que quisieron reconstruir la identidad y/o unidad desde cero. El Renacimiento y las vanguardias. Jameson a la luz de BeckPodemos acercarnos al problema de la periodización en una dirección algo distinta, aunque complementaria con la que venimos discutiendo a propósito de Jameson, recurriendo a otro de los autores vistos en el curso, Ulrich Beck. Refiriéndose al nuevo orden o, dicho más sencilla y ampliamente, a lo que él, Jameson y muchos otros consideran un nuevo momento histórico, el sociólogo alemán sostiene: “On the one hand, a political vacuity of the institutions is evolving and, on the other hand, a non-institutional renaissance of politics. The individual is returning to society.” (98) La idea de un retorno del individuo o de lo individual, vinculado en la operación retórica de Beck a un “renacimiento de la política”, reclama precisar cuándo y por

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qué se ha producido su partida o alejamiento. La idea de que en nuestros días el individuo retorna a la sociedad parece involucrar el hecho de que el mismo habría sido expulsado, o habría partido por algún otro motivo, de alguna manera, de esa sociedad, algo que en el texto de Beck parece datarse hacia fines del siglo XVIII, con la instrumentalización efectiva de las estructuras de la política moderna (el estado, las economías, mercados y agrupaciones obreras nacionales, y la organización familiar ‘burguesa’ de la sociedad, para citar los elementos que Beck menciona más frecuentemente).[12]

Tal ‘partida’ del individuo o de lo individual supone, a su vez, la configuración previa de lo individual y/o del individuo como una categoría (tanto fenomenológica como descriptiva), de carácter más o menos discreto, pasible de ‘entrar’ y ‘salir’ de “la sociedad”. La configuración de tal categoría, o dicho de otro modo, de tal espacio o forma de existencia es lo que podemos describir como el desarrollo de un individuo-individualizado. Una indagación a este respecto se encuentra de inmediato con una respuesta que no por reiterarse hasta la banalización resulta menos convincente. De hecho, se trata de una opinión casi indiscutida en el entorno de discusión en que se ubican tanto Jameson como Beck: la de que este es un proceso que pertenece -y de hecho contribuye altamente a caracterizar- al desarrollo de la cultura occidental posterior a la Edad Media. La discusión es algo distinta en otros entornos, por ejemplo aquellos en los que correspondería situar a Michel Foucault, pero de momento nos ceñiremos al ambiente más bien sociológico -y en todo caso, sociologizante- en el que nos hemos movido hasta el momento. Más tarde volveremos a los problemas y posibilidades que pone en juego una periodización como la foucaultiana.En el marco de reflexión en que estamos situados, los orígenes del individualismo moderno se vinculan a la amplia gama de fenómenos que los viejos manuales de historia marcaban como causas del inicio de la Época Moderna, entendida como aquella que se encuentra entre la “Media” y la “Contemporánea”. La culminación (palabra que en el modelo de Beck tiene sobre todo el sentido de un cierre), de tal modelo correspondería precisamente al inicio de esta última Contemporaneidad. En este plano, la modernidad refiere a algo que no empieza, digamos, en el siglo XVIII (como sí parece ocurrir, por ejemplo, si planteamos el problema en los términos foucaultianos), sino mucho antes. De hecho, si mencionamos la afirmación de Beck es porque ella nos permite -a decir verdad, nos exige- plantear una distinción entre los dos “tiempos” de la modernidad a que hemos hecho referencia: el de la modernidad “larga”, que a los efectos de nuestra reflexión sobre la figura y la función del fragmento en la obra de arte fijamos, tentativamente, en el Renacimiento, y el de la “corta”, que Jameson y otros parecen fechar en relación a la revolución industrial, la Ilustración, la última parte del siglo XVIII, la configuración del campo literario en el sentido fuerte del concepto, y otros fenómenos cercanos a estos. En cuanto a Beck, su presentación del problema apunta más bien a disolver la cuestión de un origen de la modernidad: How the Renaissance differs from the Middle Ages and the modern era remains controversial. Sociology, of ourse (with the cultural theory of Mary Douglas forming one of the few exceptions) has largely agreed that a systemic breach exists between traditional, status-based, agrarian, feudal societies, on the one hand, and modern, industrial, capitalist, democratic societies, on the other. This is a topic of both the classics of sociology and modernisation sociology since the forties, which began characteristically as the sociology of development and developing countries. The theory of reflexive modernisation, on the other hand, [...] does not place the period boundary between modernity and non-modernity (in the sense of tradition or postmodernity) but asserts instead a typology of different and diverse ‘modern’ societies. It thus assumes a continuity of ‘modernity’ (in the sense of a development of certain basic ideas and principles in intellectual history, on the one hand, and their political implementation and generalisation in the model of classic industrial modernity, on the other) and asserts a change of foundations within unchanging structures (parliamentary democracy or the private market economy, for instance). This is therefore a theory of the inherent transformations of foundations. (58)Pasaremos por alto los problemas que causa la afirmación de que ciertas ideas y principios intelectuales son políticamente implementados o aplicados al contexto de la modernidad industrial, algo que puede ubicar a Beck en una posición idealista bastante clásica, o tal vez (lo que sería quizás una descripción más neutra), estandarizadamente reaccionaria.[13] Es posible tal vez bordear esa desventaja y abordar algunos de los otros aspectos que expone Beck en este fragmento. Para empezar, subrayemos la afirmación de Beck acerca de que la idea de que el Renacimiento ocupa una posición de bisagra o intermedio es un tópico que en el paradigma del que forma parte el sociólogo alemán resulta consensual y casi indiscutida. En segundo lugar, el hecho de que su teoría no propone exactamente una revisión de tal ubicación en la periodización, o una revisión de la periodización en tanto tal, sino más bien una crítica de la forma en que se piensan los momentos de tal periodización y las relaciones entre ellos, en tanto entidades temporales. Beck discute la noción de tiempo histórico que manejan la historiografía tradicional y buena parte de los aportes recientes, acercándose a esa forma de “historia larga” representada por ejemplo por el libro de Arrighi que sirve de

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punto de partida a Jameson. Tal puesta en cuestión por parte de Beck del modelo desde el cual se produce la periodización no contradice, sin embargo, nuestra posición; por el contrario, permite desplegar y aclarar mejor el sentido de la misma. La descripción que Beck hace de su postura instala el proceso de la modernidad en una franja muy amplia, que va desde el fin de la Edad Media hasta nuestros días, y dentro del cual se dibuja un momento “clásico”, datable en relación a la formación de los estados y economías nacionales tal como se configuran a partir de la revolución industrial (con respecto a la cual Beck no explicita aquí ninguna periodización interna). El orden social global al que dedica su libro corresponde a un segundo momento, que él denomina “modernidad reflexiva” por oposición a la “modernidad simple”, lineal o clásica que acabamos de mencionar (cap. 1, passim). Existen pues dos formas simultáneas de pensar lo moderno, dos marcos o perspectivas complementarios y, sin embargo, diferentes. Tal contradicción aparente se articula perfectamente, en realidad, con la empresa interpretativa y la correspondiente metodología que propone: su “teoría de la modernidad reflexiva” busca pensar lo moderno en (los) términos de simultaneidad, multiplicidad, incertidumbre, conexión, síntesis, ambivalencia, contradicción (1ss), “la transformación inherente de las fundaciones”. Es en tal sentido, justamente, que pensamos aquí el lugar del Renacimiento en relación a la modernidad occidental -al menos en el aspecto muy específico y reducido que nos ocupa. Podemos ahora volver a la cuestión del “regreso del individuo / de lo individual”, a fin de explicitar nuestra posición. Si el proceso de individua(liza)ción es, en un sentido general, un fenómeno característico de la modernidad larga, lo que produjo -o logró- la modernidad corta fue organizar la integración del individuo (de lo individual) a instituciones centralizadas en, a través de y/o en relación a un estado sociopolíticamente moderno, en el sentido fuerte (pero también “corto”), del adjetivo: el estado que alimentaron las revoluciones “burguesas” de los siglos XVIII y XIX. Beck insiste casi enseguida en su idea de que “ the equation of politics and state” es “a category error” (98); podría decirse que, en el fragmento que citamos antes, se produce un error similar: la ecuación sociedad-estado que subyace a la tajante afirmación de que “the individual is returning to society”. Porque, ¿a qué (sociedad) es que se está regresando? El individuo se desarrolló más y más en la sociedad de la modernidad (larga) a la vez que fue más y más eficazmente integrado y/u organizado en y por los aparatos y macromodelos correspondientes al estado sistematizado por la modernidad (corta). Esta doble y solo parcialmente sucesiva articulación de la individualización moderna exige recuperar la importancia funcional que tienen, en el proceso, los orígenes de la modernidad larga. Dichos orígenes pueden ejemplificarse, con relación a nuestro tema, recurriendo a los Renacimientos clásicos (frase que elegimos para diferenciarlos de los otros renacimientos, un poco en el sentido en que se suele diferenciar al Barroco de lo/s barroco/s): empirismo del siglo XIII, humanismo italiano (principalmente el modelo florentino), realismo flamenco, reforma protestante, edad de los viajes y exploraciones, etcétera. Se trata pues de pensar la forma como las (re)organizaciones políticas de la modernidad corta llevaron a su sistematización en la esfera de lo público(-estatal) el proceso de individualización de la modernidad larga, al mismo tiempo que (re)absorvieron dicha individualización en/por/a través de las estructuras colectivas, no solo de orden político sino más bien “cultural”, en el más amplio sentido de la palabra: la familia, las diversiones públicas, las estructuras de producción y de empleo, las disposiciones arquitectónicas, urbanísticas, poblacionales y de vías de comunicación que operan sobre el espacio-territorio, los parámetros de organización del tiempo, etcétera.[14] Modernidad y vanguardiasEs en esta esfera de lo cultural que nos proponemos discutir la producción y los objetos estéticos de la modernidad. La “historia del arte” (tanto el concepto en sí mismo como el campo y los objetos de estudio tradicionalmente asociados a él), es un caso paradigmático de lo que hemos llamado el doble y solo parcialmente sucesivo modo de articulación de las dos modernidades. Tal historia del arte, en tanto disciplina, comienza con el Renacimiento, o mejor dicho en la admiración que este produce (Las Vidas de Vasari [1550, 1568] sería uno de sus textos fundacionales), pero no alcanza su configuración moderna ‘fuerte’ y ‘autónoma’ sino en discursos como los de Kant y el pre-romanticismo alemán. La descomposición a que actualmente parece haber arribado o estar en trance de arribar la concepción decimonónica de lo que es “arte y literatura” no consiste, sin embargo, en la descomposición del proceso iniciado hacia mediados o fines del siglo XVIII sino más bien el que comienza a volverse visible y sistemáticamente operativo varios siglos antes en algunos ambientes puntuales, como el renacimiento florentino. Lo que algunas operaciones vanguardistas como el Ulises llevan a su culminación y otras como el Duchamp ‘dadaísta’ hacen estallar no son exactamente los modelos proto-románticos y románticos sino los renacentistas. El marco de referencia contra el que se recortan -por reapropiación o rechazo- las vanguardias es no solo el del arte de la modernidad corta (el realismo, la novela, el romanticismo...), sino también el renacentista o, más exactamente, el abanico de lo clásico-renacentista. Ello es evidente, si no en otro lugar, en algunos motivos

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favoritos de la re-escritura y la iconoclasia vanguardistas: la Giocconda, la Victoria de Samotracia, cierta lectura de Homero.Finalmente, este cuadro nos permite abordar un punto que hasta ahora no hemos mencionado. Aunque el ataque de las vanguardias se centra generalmente en el objeto artístico concreto y/o en la categoría “arte”, en lo que tanto el uno como la otra tienen de entidades fetichizadas, involucra también, aunque de manera más indirecta y tal vez casi involuntaria, a esos otros fetiches de la “historia del arte” del siglo XIX que son el artista y lo que podemos denominar la “época” (el Zeitgeist romántico, la “civilización griega”). El famoso privilegio del automóvil de carrera sobre la Victoria de Samotracia involucra un pronunciamiento acerca de la diferencia entre un objeto autárquico, como sería la obra de arte -“aquello que no sirve para nada”- y uno práctico, como el automóvil, algo dotado de una función o funciones determinada/s y que se agota en ella, o al menos que encuentra allí la principal razón de su existencia. A esto se vincula, por ejemplo, la puesta en relieve del carácter histórico y cultural de la separación operada en Occidente entre lo artístico y otros órdenes de la producción simbólica o, como dijo John Dewey, de la experiencia humana en general. [15] El ejemplo nos pone en contacto con una amplia gama de reflexiones que se hallaron directamente conectadas en el pensamiento de muchos artistas de vanguardia: la separación de la experiencia artística y la vida cotidiana y otras formas de experiencia, como el amor, la separación y diferenciación del artista con respecto al resto de los hombres, el problema de la relación entre la obra individual y el destino colectivo, en cuya formulación tendría tanta importancia la relación de muchos artistas e intelectuales con movimientos políticos, desde Aragón a Maiacovski y de Mariátegui hasta Marinetti.El automóvil de carrera es hasta cierta medida fruto de un talento individual obligado a innovar en el interior de una tradición, y no hay que olvidar hasta qué punto esto era cierto cuando aparece el segundo manifiesto futurista<!--[if !supportAnnotations]-->[P1]: el automóvil de carrera es ya un emblema, un fetiche, lleva impreso la personalidad de su creador y el alma de su época; sin embargo, es aún más que eso el resultado de un desarrollo tecnológico, el producto de una actividad mecánica y, sobre todo, para lo que nos importa ahora, el instrumento para un efecto. El Ferrari solo adquiere su sentido pleno en su uso, no porque no sea objeto de fetichización, sino porque su fetichización opera a posteriori y, al menos en principio, como consecuencia secundaria de ese uso (derivada por ejemplo de sus virtudes técnicas, de su vinculación a ‘hazañas’ deportivas o de otro tipo).[16] En la lógica futurista, el automóvil de carreras es aquello que representa la velocidad pero también -y quizás, sobre todo- aquello que sirve para experimentarla, para vivir la velocidad. Se trata menos de una expresión, símbolo o fetiche de la velocidad que de (la posibilidad de) su puesta en acto.Las obras de las vanguardias son con mucha frecuencia eso: una puesta en acto por antonomasia, o si se prefiere, acto puro: obra de ocasión, de circunstancia, que no están pensadas para durar, trascender o representar algo que resulta fijado por su expresión en/por la obra, sino como una puesta en escena que -según pasa con toda puesta en escena- no sobrevive a la ejecución. Como ocurre con el automóvil de carrera, su destino original no es el de entrar al museo sino el de devenir rápidamente obsoletas sobre las pistas y ser sustituidas por otras. Esto supone una lógica diferente con respecto a los modelos de temporalidad y de duración que operan en la obra de arte del siglo XIX, por ejemplo. Este ha sido uno de los aspectos clave de las vanguardias que menos atención han recibido, si bien constituye una de las novedades más importantes que ellas aportan a la “historia de arte y la literatura”. Antes bien, tal factor ha sido usado con frecuencia como argumento para desvalorizar las “experiencias” de las vanguardias, que “no podían durar” porque “no conducen a nada”, “se agotan en sí mismas”, son meramente un gesto, un reacción, etcétera. [17] Tal apelación a lo duradero, lo que tiene valor en sí mismo y por lo tanto resulta apreciable fuera de su contexto original (instalado en el entorno universalizante del museo, por ejemplo), [18] es una construcción de la institución-arte contra la cual las vanguardias casi unánimemente trabajaron.

La noción de la temporalidad que encontramos en muchas obras -o “experiencias”- de las vanguardias las aproxima a los textos de ocasión, que habían ocupado un lugar muy destacado en el espacio de la producción simbólica asimilable a lo estético hasta el siglo XVIII y que la configuración moderna de categorías como “arte” y “literatura” desplazan a lugares más bien marginales o remanentes de los -ahora- campos artístico y literario respectivamente, o bien a los espacios de lo ceremonial y lo festivo. Así, por ejemplo, el desarrollo de un campo literario específico afecta a géneros como el poema celebratorio o el discurso fúnebre, hasta entonces integrados sin solución de continuidad al mismo macroespacio textual que lo actualmente considerado “literario” y los relega a la categoría de prácticas ceremoniales, de supervivencias vetustas y académicas que no tienen nada que ver con “la poesía”. Tanto las Stances à Du Périer de Malherbe (1600) como el Neptuno Alegórico de Sor Juana (1680), más allá de la muy diferente evaluación que los contemporáneos hicieron de ambas obras en relación al resto de la producción de sus autores, [19] son parte de la producción literaria de los mismos con tanto derecho que un soneto amoroso.

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El arte moderno (nos referimos aquí al que empieza aproximadamente con el romanticismo), rechaza la poesía celebratoria y de homenaje, las obras de circunstancia, redactadas para una ocasión determinada y que pierden (¿su?) sentido fuera de esa situación, pero de las que, por otra parte, los componentes (imágenes, versos, decorados), son reutilizables en una próxima ocasión. El romanticismo se forja una idea de lo popular que lo opone a esa producción de pompa y circunstancia, neutralizando lo que ambas tienen en común: su carácter coyuntural y la reutilización bastante indiscriminada (a los ojos modernos, en todo caso, que son los que inventan la palabra discriminación), de los materiales. La visión romántica de la oralidad medieval deja en la penumbra el carácter difuso de la “obra” oral, su naturaleza elocutoria fugaz, irrepetible, siempre reconstruida para la ocasión y sobre la marcha en base a un abanico flotante de elementos y recursos. En suma: el hecho de que su función -su uso- como productora de un efecto y su esencia -formal y de sentido- residen en la re-iteración coyuntural.

Las vanguardias desarrollan un paradigma nuevo, en el que estas categorías ocupan un lugar de primer orden, al tiempo que las formas de trascendencia románticas caen en descrédito. Cuando se repasa la historia del arte en busca de los antecedentes del collage, no suele mencionarse la importancia de esos espacios: la oralidad, la cultura popular, lo palimséstico, la producción de circunstancia. La mera enumeración muestra, sin embargo, que no se trata de “casos” históricos sino más bien de componentes generales de la cultura. En tal sentido, decir que las vanguardias recuperan a Arcimboldo, por ejemplo, solo tiene sentido si se sobreentiende que el rescate o relectura de un pintor del Quinientos en la obra de, digamos, Dalí, es un “caso”, un ejemplo anecdótico, cuando se lo compara con la gran vuelta de tuerca que realizan las vanguardias y de la que el collage mismo parece ser apenas un síntoma entre muchos, o un ejemplo práctico. Sin embargo, lo que nos interesa aquí no son los sentidos voluntarios y/o sistematizados de las obras y los gestos vanguardistas, sino las implicancias y derivaciones posibles de técnicas que ellos emplearon. Aspiramos a trazar un cuadro y una interpretación de la importancia que algunas de esas técnicas tuvieron en el entorno artístico de las vanguardias.

Un poema “creacionista” de Huidobro o un “papier collé” de Picasso poseen una lógica peculiar, desarrollada en el interior de una tradición relativamente específica (el simbolismo, Cézanne), y en la que es difícil encontrar algo en común con un obra de circunstancia. Ahora bien,a la hora de ensayar articulaciones de esa tradición, de integrarse a ese diálogo y de actualizar, con alguna novedad, ese paradigma, no lo hacen en el vacío, sino que operan con el abanico de recursos técnicos y estilísticos de su entorno. Si por un lado es necesario interpretar las aparentes similitudes de la técnica en el interior de los correspondientes paradigmas estéticos en los que aparecen, lo que lleva a relativizar las “coincidencias” técnicas, e incluso en muchos casos a evaluarlas como eso, meras coincidencias, por otro lado es necesario también explicar el hecho de que en determinado momento ciertas técnicas entren en escena, adquieran un desarrollo relevante, se vuelvan más frecuentes o adquieran una importancia y un sentido diferentes al que poseían antes y tendrán después. La historia del arte, como la historia en general, admite ser pensada en muchos términos, entre los cuales figuran sin duda una historia de las ideas y de las configuraciones (de) estéticas, pero también la de los modelos de producción. Me refiero a la posibilidad de pensar menos en términos de producto/s y de producción/es que de productividad/es. Cambiar el registro de lectura supone cambiar las reglas de juego y produce una escritura de la historia que no puede coincidir con las correspondientes a otros registros.

Tal vez la mejor forma de ejemplificar esto sea un caso que, siendo considerado usualmente como colateral o irrelevante en muchas historias de las vanguardias de principios de siglo, adquiera en cambio una significación destacada en aquella historia surgida de releer el archivo desde otro registro. En el momento del surrealismo, el futurismo, el post-cubismo picassiano y la larga lista de movimientos plásticos que atraviesan la primera posguerra en Francia, Monet sigue pintando cuadros que, hasta cierto punto, podemos llamar todavía impresionistas, como las grandes telas de las nenúfares o la serie de la catedral de Rouen. Sería un error, sin embargo, decir que los nuevos tiempos (vanguardias incluidas), no lo han tocado. La reiteración del mismo motivo estaba de alguna manera inscrito como corolario posible en el impresionismo de los años 80, y fue practicada intensamente por incontables artistas (tal vez los casos más conocidos sean los de Cézanne y de Van Gogh). En cuanto a Monet, las nenúfares suponen una profundización considerable de esa práctica con respecto a su obra anterior, al punto que lo acercan tanto como nunca lo había estado a algo que, por los mismos años, estaba transformándose en escuela, pero que el pintor francés no practicaría: la abstracción. De hecho, es otra experiencia suya en el campo del motivo la que nos interesa ahora, y es la planteada por sus “catedrales”: la serialización. Los retratos, girasoles o habitaciones de Van Gogh o las naturalezas muertas, paisajes o jugadores de cartas de Cézanne son cuadros que tienen el mismo motivo, y en los cuales puede darse (sobre todo en Cézanne), que el motivo sea totalmente irrelevante a lo que se está pintando. En los cuadros de la catedral de Ruán pasamos de la reiteración del mismo motivo en numerosos cuadros a la realización de una serie de obras que parecen promover una recepción de las mismas como conjunto.

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Uno puede preguntarse si el aumento vertiginoso de la producción -sobre todo bélica- que fomentaron las necesidades de la guerra y la imposición de la assembly line no debían llamar la atención de alguien tan perennemente preocupado por la relación entre pintura y tecnonolgía como lo fue Monet. Se plantea pues la cuestión de si sus catedrales no pueden entenderse como un lejano antecedente de algunas obras de Andy Warhol. Por nuestra parte, creemos que no. Casi podríamos decir: “todo lo contrario”. Estas telas están producidas en el marco del modelo de representación moderno, deudor todavía del realismo, con respecto al cual el impresionismo, en una de sus direcciones, fue un gesto extremo y epigonal. Lo que hace Monet con las catedrales (auqne tal vez no con las nenúfares), es insistir en la investigación y el perfeccionamiento de las estrategias de representación de lo real, en tanto instrumento de conocimiento acerca del objeto. De hecho, el carácter fáctico de la Catedral (como el de las nenúfares), su condición de realidad existente, de “parte del mundo”, ocupa un lugar mucho más importante en estos cuadros que las frutas y los árboles de Cézanne. Cuando Monet parece abandonarse más y más a los elementos específicamente pictóricos, en realidad está sumergiéndose más y más en su mundo interior, y transformando más decididamente a los motivos externos en medios para navegar en sí mismo. Esto parece acercar el pintor de las nenúfares al Kandinsky de De lo espiritual en el arte, es decir, el de la primera abstracción, pero el pintor ruso muy pronto se concentra en una reflexión sobre la forma y el color como realidades abstractas, al igual que tantos otros. El camino de la abstracción, tal como lo plantea Kandinsky, conduce hacia Mondrian y el constructivismo, es decir, en una dirección que parece casi la opuesta a la de Monet.

Las series de las catedrales pertenecen a una lógica inasimilable -y tal vez incomparable- a la de las vanguardias, y muy distante, por lo demás, de un fenómeno como el fordismo. Sin embargo, el hecho de que ellas existan no resulta por ello menos relevante para nuestro tema. Técnicas tardo-simbolistas como las de Un coup de dès tuvieron consecuencias inmediatas en artistas que ya no pertenecían al universo simbolista y en quienes, por lo tanto, tales técnicas asumieron desde un principio otro sentido y fueron leídas de una forma muy distinta a aquella en que fueron escritas, de tal modo que condujeron a los artistas en una dirección -y a unos resultados- que quizás hubieran escandalizado a Mallarmé. El hecho es que, pese a todo, tales derivaciones nos dicen algo sobre Un coup de dès, o más precisamente sobre lo sintomático que resulta que un tardo-simbolista como Mallarmé pudiera llegar a una obra como esa. Como observa Borges en “Kafka y sus precursores”, a veces es la lectura retrospectiva la que nos muestra los mecanismos latentes y/o incipientes asociables a una obra. Algo similar puede decirse de lo que implica algo como la serie de Monet, y a tales efectos, el hecho de que ella no haya tenido las consecuencias que tuvo el poema de Mallarmé es poco relevante. Por lo demás, no solo los grandes artistas fundan retrospectivamente tradiciones. También lo hacen las formas de leer la historia.

La formulación técnica de una obra puede leerse en términos de su propia lógica (suponiendo que exista tal cosa), pero también en lo que ella nos dice sobre lo que es posible producir en determinado momento, sobre las técnicas que son puestas en práctica en su contexto y que pueden pensarse no solo en relación con un autor, al paradigma o paradigmas que definen la obra de ese artista, sino también a los paradigmas de su entorno, o mejor dicho, a aquellos que son posibles, efectivamente o como posibilidad, en las prácticas vinculadas a esas técnicas, o incluso en el desarrollo a que pueda conducir la aplicación y transformación de esas técnicas. No existe tal vez una lógica de las técnicas, pero sí cierto margen de inteligibilidad de las condiciones de esas técnicas y de las posibilidades que ellas proveen. Las catedrales de Monet son una culminación del impresionismo, pero también un ejemplo de cómo el arte de principios de siglo se encuentra con la idea de la serialización. Tal vez esa idea no tiene ese valor -ese sentido- en Monet. De hecho, es por eso mismo que insistimos en su ejemplo: es incluso en un sentido literal que decimos que el arte se encuentra con la serialización. Las vanguardias no “piensan” la línea de montaje, así como Monet, que sepamos, no “pensó” la serialización -en los términos en que podía pensarla Warhol, pongamos por caso. Pero, aún así, la formalidad o la técnica de lo serial se dibujaba como técnica o formalmente posible. A modo de conclusión. Algunos puntos de partida para iniciar la discusión del problema “unidad-y-fragmento” en el contexto del fordismo clásico

El ejemplo de Monet nos ha llevado a plantear el problema de asignar sentido a las cuestiones “técnicas”. En lo que quisimos plantear en este trabajo, ello involucra los siguientes temas:

* transformación en la noción abstracta y el modelo concreto (vivido) de temporalidad, tal como ellos se presentan materializados en algunos procedimientos formales de las vanguardias

* transformaciones de las categorías de unidad (obra, objeto, etcétera), y de fragmento, y de la lógica de la organicidad y la fragmentación, tal como ellas se presentan materializados en algunos procedimientos...

* transformaciones en los modelos de productividad, tal como ellos se encuentran.. * reacciones a/contra la institución-arte, ...

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Nuestra conclusión “filológica” es que puede arrojarse nueva luz sobre estos cuatro aspectos pensándolos a partir de una discusión de la periodización de la posmodernidad que propone Jameson y en relación con la presencia de la línea de montaje y la producción seriada en el entorno de las vanguardias. Nuestra conclusión “contemporánea”, por su parte, tiene más que ver con lo que podríamos llamar la contradictoria naturaleza del cambio histórico durante la modernidad,[20] cambio cuyos factores de profundización son al mismo tiempo, bien que con un efecto retardado, por así decirlo, factores de subversión, debilitamiento o inversión, y en todo caso de su transformación en una otra cosa que parece contradictoria con el cambio originario o basal. La evolución impresionista de Monet lo acerca a las utopías de Kandinsky y Mondrian, pero también, en un registro totalmente distinto y que a primera vista parecería no-pertinente o equívoco, a la a-utopía de Warhol. Es en esta lógica de procesos aparentemente contradictorios y causalidades no lineales (y a menudo aleatorias, quizá), que proponemos reunir las historias “larga” y “corta” del arte moderno. Una consecuencia de tal enfoque podría ser, según parece, una interpretación más rica del postmodernismo que la que ofrece Jameson. Otra, la necesidad de revisar la comprensión histórica que el teórico norteamericano tiene de las vanguardias. A esto esperamos arribar en el futuro. Bibliografía Arrighi, Giovanni. The Long Twentieth Century: money, power, and the origins of our times. Londres:

Verso, 1994. Beck, Ulrich. What is globalization? (trad. Patrick Camiller). Cambridge (G.B.): Polity Press, 2000. Boime, Albert. Historia social del arte moderno. 1: El arte en la época de la Revolución, 1750-1800 (trad. Ester

Gómez). Madrid: Alianza, 1994. Deleuze, Gilles. Le pli : Leibniz et le Baroque. Paris: Minuit, 1988. Dewey, John. Art as experience.New York: Minton, Balch & Co., c1934. Foucault, Michel. The order of things : an archaeology of the human sciences. New York: Vintage Books,

1973 (c1970). ---. Histoire de la folie à l'âge classique : Folie et déraison. Paris: Librairie Plon, 1961. Giddens, Guigou, Nicolás. El quiebre del espejo. Ensayos sobre teoría antropológica y cultura visual. Montevideo:

Promociones Universitarias, 1996. Hauser, Arnold. Mannerism : the crisis of the Renaissance and the origin of modern art (trad. en

colaboración con el autor por Eric Mosbacher). Cambridge, Mass.: Belknap Press of Harvard University Press, 1986 (c1965).

Heidegger, Martin. “La época de la imagen del mundo”. Pathmarks. Cambridge: Cambridge University Press, 1998. xx-xx.

Irigoyen, Emilio. La patria en escena. Estética y autoritarismo en Uruguay. Montevideo: Trilce, 2000. Jameson, “Culture and Finance Capital”. The Cultural Turn: Selected Writings on the Postmodern, 1983-

1998. Londres: Verso, 1998. 136-161. ---. “The Cultural Logic of Late Capitalism”. Postmodernism, or The cultural logic of late capitalism.

Durham: Duke University Press, 1991. 1-54 Kandinsky, Vassily. Concerning the spiritual in art, and painting in particular (revisión y retraducción

parcial de Francis Golffing, Michael Harrsion y Ferdinand Ostertag a partir de la traducción de M. T. H. Sadleir). New York: G. Wittenborn, 1972.

Taylor, Charles. Sources of the Self. The Making of the Modern Identity. Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1989.

[1] El panorama de las críticas al modelo « historia del arte » es amplio y bastante conocido; por motivos de proximidad epocal, geográfica y generacional, elegimos como fuente de referencia el ensayo de Nicolás Guigou.[2] Los dos tal vez más influyentes y sistemáticos modelos clásicos de descripción del sujeto moderno, el ego cartesiano y la mónada leibniciana, son del siglo XVII. Con Foucault (Las palabras y las cosas), creemos que es en tal momento que el modelo moderno de percepción-configuración del mundo deviene sistema explícito. En el ámbito francés, este momento es llamado “la edad clásica” (como hace el propio Foucault, por ejemplo, en La historia de la locura). Al igual que para la historiografía que se ocupa de la antigüedad grecolatina, para la de la modernidad la configuración “clásica” es aquella en que los procesos alcanzan ya no solo una explicitación sino además una sistematización que permite al discurso (el filosófico, pero también el proveniente de áreas como la producción estética), ofrecer una visión coherente y globalizante del

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mundo. El fenómeno es sumamente complejo, sin embargo, por lo que toca al siglo XVII, como indica el hecho de que el racionalismo cartesianismo coincide con los primeros desarrollos del barroco, el cual posee asimismo gran relevancia con relación a Leibniz, por lo demás (sobre las relaciones entre Leibniz, la concepción “clásica” del yo y el barroco cf. Gilles Deleuze, El pliegue).[3] Sobre la primera transformación cf. Taylor, en particular caps. 23 y 24. Sobre la segunda, cf. los comentarios del propio Jameson sobre Andy Warhol y en particular su cuadro Diamond Dust Shoes. En esta obra Warhol usa verdaderamente polvo de diamantes, algo que recuerda la función de las joyas y lujosos materiales de algunos códices medievales, donde no existía la moderna distinción entre el “objeto portador” y su “contenido”, pues en estos objetos no había una separación o abstracción entre la base material y el sentido simbólico del objeto (todo en ellos era Uno). El valor terreno de una biblia medieval, por ejemplo, debía con-cordar con la importancia de la Palabra que encerraba. Estos códices solían ser una expresión del estatus del donante (con frecuencia constituían un presente u homenaje costeado por una alta personalidad), pero el valor de las joyas que los adornaban no era sólo de orden "económico"; tampoco la riqueza y calidad de sus imágenes, de un preciosismo sorprendente, pueden entenderse como algo meramente suntuario: los fundamentos materiales y la trascendencia sobrenatural formaban cuerpo (algo similar a lo que ocurre en la lógica de legitimación del poder feudal).[4] Jameson ha desarrollado el carácter de “larga duración” de tales desarrollos en “Culture and Finance Capital”, donde menciona como referente historiográfico al libro de Arrighi.[5] La concepción del neoclasicismo, de sus orígenes y variantes locales, epocales e ideológicas que subyace a los siguientes desarrollos está presentada en mi libro, La patria en escena, principalmente los caps. 2-3 y 5-9. La discusión que se hace aquí de tales supuestos es sin embargo totalmente distinta a la que puede encontrarse en ese texto.[6] En el sentido que emplea este término Heidegger en “La época de la imagen del mundo”.[7] Dante no llamó “divina” a su Comedia, ni lo hicieron sus contemporáneos: la idea de que se trata de algo ‘no humano’ es justamente contraria a lo que entendemos por “mentalidad medieval” y que parece aceptable usar, al menos como etiqueta, para el poema de Alighieri. Fue precisamente en el Quinientos que se la llamó Divina, estableciendo esa distinción de planos que estimulan tanto el primer capitalismo como el humanismo. [8] Rafael, por su parte, muere en 1520, es decir apenas uno más tarde que da Vinci.[9] Anthony Giddens ha señalado: “the reflexivity of modernity turns out to confound the expectations of Enlightenment though -although it is the very product of that thought. The original progenitors of modern science and philosophy believed themselves to be preparing the way for securely founded knowledge of the social and natural worlds: the claims of reason were due to overcome the dogmas of tradition, offering a sense of certitude in place of the arbitrary character of habit and custom. But the reflexivity of modernity actually undermines the certainty of knowledge, even in the core domains of natural science. Science depends, not on the inductive accumulation of proofs, but on the methodological principle of doubt.” (21)[10] La situación contemporánea de la Capilla, con su desnaturalización “democrática” y mercantil de la lógica original y representa a la perfección, a su vez, el estado actual de la cuestión.[11] De hecho, también la cúpula de la catedral florentina es, en realidad, dos cúpulas: una públicamente visible y otra, interna, que se descubre solo cuando se accede al interiorla misma por la escalera interior.[12] Así, por ejemplo, el romanticismo constituiría la articulación de la distancia antes mencionada entre los modelos intelectuales de reflexión y los modelos de organización política, según los términos de la polaridad individuo/entorno: el individuo es lo natural, el medio social es lo artificial. En este momento, la simbiosis de ego monadológico y reflexividad del sistema moderno llega a su apogeo. Casi al mismo tiempo, sin embargo, tal simbiosis comientza a ser asediada por el virus de la desarticulación de las unidades, que aparece por doquier en el discurso del saber: desde las humanidades (v. la fusión del sujeto en el colectivo que teorizan casi simultáneamente el positivismo y el materialismo histórico), a las ciencias naturales (en el desarrollo de la genética, por ejemplo).[13]Es sintomático que el ensayo de Beck proceda a un minucioso ocultamiento de las relaciones de poder desigual que atraviesan los fenómenos políticos, económicos y sociales de fines de siglo XX. Su descripción de la situación de los países pobres es en este sentido muy ilustrativa. Los problemas que dichas naciones tienen para integrarse al nuevo orden, y de hecho a la vieja modernidad que llega a su fin, son los siguientes: “They have neither a guaranteed control of the military and police nor a government of laws, and thus not the combination of those two items, a constitutional state. Moreover, they do not have a fonctioning economy. Large parts of their population can neither read nor write and thus live below subsistence level.” (16) En un texto dedicado al estudio de lo que el subtítulo denomina “orden social global”, tal descripción atomista, que

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resume los problemas de las naciones ‘submodernas’ en términos autárquicos, omitiendo toda referencia a factores relacionales (omisión en que el autor recae una y otra vez), no puede menos que resultar curiosa.[14] Anthony Giddens, al exponer la idea de que “la separación de tiempo y espacio” es una de las características salientes de la Modernidad (16), explica lo siguiente: “Modern social organisation presumes the precise coordination of the actions of many human beings physically absent form one another; the ‘when’ of these actions is directly connected to the ‘where’, but not, as in pre-modern epochs, via the mediation of place” (17). Hay que suponer que tal organización involucra modelos de producción y formas de pensar la producción distintos a los de las “épocas pre-modernas”. La diferencia entre ambos paradigmas puede medirse también mediante la comparación de los modelos de conocimiento técnico y tecnológico previos con los que, según Giddens, serían característicos de la Modernidad, y que él llama “expert systems”: “Expert systems branket time and space through deploying modes of technical knowledge which have validity independent of the practicioners and clients who make use of them” (18).[15] El texto de Dewey, Art as Experience (193X), es uno de los primeros en desarrollar una teoría amplia y sistemática sobre esta cuestión. El libro gozó de gran predicamente y muy pronto fue traducido al francés, españoly alemán.[16] Nos referimos al sentido y valor del gesto de Marinetti visto como reacción. En su caso, es sabido que la fetichización regresa casi de inmediato, o late desde un principio, aunque de otra forma. El fenómeno es conocido: no solo fetizhización más o menos abstracta de la máquina como categoría, sino también del objeto concreto de que se trata en cada caso. La figura del automóvil de carrera es a este respecto muy relevante: se dice un Ferrari o un Lamborghini como se dice un Leonardo o un de Chirico, no como se dice -hoy, en todo caso- un Fiat. Es más, es muy probable que Marinetti tuviera en mente el Lamborghini tal o cual (un modelo en particular), lo que sería equivalente al concepto tradicional de la Victoria de Samotracia, en cuyo caso no existiría diferencia funcional entre uno y otro objeto, sino diferentes criterios de valoración. Pero aún así, subsiste la diferencia que estamos apuntando aquí: la que va de un objeto para ser contemplado a otro a ser usado.[17] Sería ocioso enumerar referencias concretas para opiniones como estas, que pueden escucharse con frecuencia en cualquier conversación informal sobre las vanguardias. Sería arbitrario, por lo demás, seleccionar ejemplos de algo que nos importa aquí, justamente, en tanto síntoma de una forma de pensar que es radicalmente “moderna” (decimonónica), y que posee en relación a las vanguardias el mismo valor que la pintura “de género”.[18] Tal es el ejemplo que usa Dewey para explicar la pérdida de la experiencia existencial a que originariamente lo estético habría estado vinculado.[19] La de Malherbe fija el modelo francés de una poesía lírica de aparato que perdurará por siglos, mientras que la de Sor Juana fue considerada de inmediato olvidable inclusuo por los admiradores de la escritora mexicana.[20] O del cambio histórico a secas. En todo caso, aquí no estamos planteando una teoría historiográfica generalizada sino una visión histórica de un “momento” determinado.