encarnación. david foster wallace

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Encarnación de una generación quemada David Foster Wallace El papá estaba al otro lado de la casa instalando una puerta para un inquilino cuando oyó los alaridos del niño y la voz de la mamá que se alzaba entre los gritos. Era una persona que se movía deprisa y, como el porche trasero daba a la cocina, antes de que la puerta mosquitera se hubiera cerrado a sus espaldas con un portazo, el papá abarco con la mirada toda la escena, la olla volcada sobre el suelo de baldosas delante de la cocina, la llama azul del quemador y el charco de agua en el suelo todavía humeante que se extendía en muchos brazos, el pequeñín con su abultado pañal, rígido, con el pelo despidiendo vapor y el pecho y los hombros de color escarlata, los ojos en blanco, la boca abierta y desencajada que de algún modo parecía independiente de los sonidos que emitía, la mamá, una rodilla en tierra, que lo secaba inútilmente con el paño de la cocina y que respondía a los aullidos del niño con sus gritos, histérica, casi paralizada. Una de sus rodillas y los suaves piececitos descalzos estaban aun en el charco humeante, y el primer movimiento del papa fue coger al niño por los sobacos, alzarlo y llevarlo al fregadero, de donde aparto los platos y abrió el grifo al máximo para que subiera el agua fría del pozo y corriese sobre los pies del niño, mientras con la mano ahuecada recogía y derramaba o arrojaba más agua fría sobre la cabeza, los hombros y el pecho, con el deseo, antes de nada, de ver que dejaba de salirle vapor, la mamá, junto a su hombro, siguió invocando a Dios hasta que la mando a por toallas y gasa si la tenían, el papá que se movía con rapidez y precisión, la mente masculina vacía de todo excepto de capacidad de decisión, sin percatarse todavía de con cuanta suavidad se movía o de que había dejado de oír los alaridos porque oírlos le habría paralizado y le habría impedido hacer lo que tenía que hacer para ayudar a su hijo, cuyos gritos eran tan regulares como su respiración y duraban tanto que se habían convertido en otra cosa más de la cocina, algo más que era necesario evitar deprisa. Fuera, la puerta lateral del inquilino montada sólo a medias colgaba de la bisagra superior y se movía ligeramente a causa del viento, y un pájaro posado en el roble al otro lado del camino que llevaba a la casa parecía observar la puerta con la cabeza ladeada mientras del interior seguían saliendo gritos. Las quemaduras más graves parecían ser las del hombro y el brazo derechos; el rojo del pecho y del estomago estaba transformándose en rosa bajo el agua fría y las tiernas

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Page 1: Encarnación. David Foster Wallace

Encarnación de una generación quemada

David Foster Wallace

El papá estaba al otro lado de la casa instalando una puerta para un inquilino cuando

oyó los alaridos del niño y la voz de la mamá que se alzaba entre los gritos. Era una

persona que se movía deprisa y, como el porche trasero daba a la cocina, antes de que la

puerta mosquitera se hubiera cerrado a sus espaldas con un portazo, el papá abarco con

la mirada toda la escena, la olla volcada sobre el suelo de baldosas delante de la cocina,

la llama azul del quemador y el charco de agua en el suelo todavía humeante que se

extendía en muchos brazos, el pequeñín con su abultado pañal, rígido, con el pelo

despidiendo vapor y el pecho y los hombros de color escarlata, los ojos en blanco, la

boca abierta y desencajada que de algún modo parecía independiente de los sonidos que

emitía, la mamá, una rodilla en tierra, que lo secaba inútilmente con el paño de la cocina

y que respondía a los aullidos del niño con sus gritos, histérica, casi paralizada. Una de

sus rodillas y los suaves piececitos descalzos estaban aun en el charco humeante, y el

primer movimiento del papa fue coger al niño por los sobacos, alzarlo y llevarlo al

fregadero, de donde aparto los platos y abrió el grifo al máximo para que subiera el agua

fría del pozo y corriese sobre los pies del niño, mientras con la mano ahuecada recogía y

derramaba o arrojaba más agua fría sobre la cabeza, los hombros y el pecho, con el

deseo, antes de nada, de ver que dejaba de salirle vapor, la mamá, junto a su hombro,

siguió invocando a Dios hasta que la mando a por toallas y gasa si la tenían, el papá que

se movía con rapidez y precisión, la mente masculina vacía de todo excepto de capacidad

de decisión, sin percatarse todavía de con cuanta suavidad se movía o de que había

dejado de oír los alaridos porque oírlos le habría paralizado y le habría impedido hacer

lo que tenía que hacer para ayudar a su hijo, cuyos gritos eran tan regulares como su

respiración y duraban tanto que se habían convertido en otra cosa más de la cocina, algo

más que era necesario evitar deprisa. Fuera, la puerta lateral del inquilino montada sólo

a medias colgaba de la bisagra superior y se movía ligeramente a causa del viento, y un

pájaro posado en el roble al otro lado del camino que llevaba a la casa parecía observar

la puerta con la cabeza ladeada mientras del interior seguían saliendo gritos. Las

quemaduras más graves parecían ser las del hombro y el brazo derechos; el rojo del

pecho y del estomago estaba transformándose en rosa bajo el agua fría y las tiernas

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plantas de los pies no tenían ampollas que el papá pudiera ver, aunque el pequeñín

todavía apretaba los puños y chillaba, pero ya únicamente como reflejo por el miedo que

el papá sólo más tarde sabría que creyó posible, la carita hinchada y las venas que

sobresalían como cuerdas en las sienes y el papá seguía diciendo que estaba allí, que

estaba allí, mientras la adrenalina disminuía y la indignación con la mamá por permitir

que sucediera aquello empezaba a acumularse en volutas en el fondo de su espíritu

aunque todavía a horas de distancia de que llegara a expresarla. Cuando la mamá

regresó no estaba seguro de si convenía envolver al niño con una toalla o no, pero la

mojó y lo envolvió apretando y luego alzó al bebé para sacarlo del fregadero y colocarlo

en el borde de la mesa de la cocina para calmarlo mientras la mamá trataba de ver el

estado de las plantas de los pies, y agitaba una mano en las proximidades de su boca al

tiempo que profería palabras sin sentido y el papá se inclinaba hasta que su rostro

estaba a la altura de la cara del niño sobre el borde ajedrezado de la mesa, y repetía la

obviedad de que estaba allí al tiempo que trataba de calmar los gritos del pequeño, si

bien el niño aún chillaba de manera entrecortada, un sonido agudo puro brillante, que

podría haberle parado el corazón, y los labios mordisqueados y las encías que ahora

parecían teñidas con el azul suave de una llama baja pensó el papa, mientras el niño

gritaba de dolor como si aún estuviera bajo la olla volcada. Un minuto o dos como

aquellos, que parecieron mucho más largos, con la mamá al lado del papá hablando con

voz cantarina ante el rostro del niño y la alondra en la rama y con la cabeza ladeada y la

bisagra que comenzaba a mostrar una grieta blanca por el peso de la puerta inclinada

hasta que la primera voluta de vapor salió, perezosa, por debajo del borde de la toalla

que envolvía al niño y los ojos de los padres se encontraron, desorbitados: el pañal, que

cuando retiraron la toalla y recostaron al pequeñín sobre el hule ajedrezado y

despegaron los belcros reblandecidos y trataron de quitárselo, se resistió levemente con

acompañamiento de nuevos alaridos; el pañal estaba caliente, el pañal de su bebé les

quemaba las manos y vieron entonces donde había caído la mayor cantidad de agua y

donde se había acumulado y había estado quemando al pequeñín todo aquel tiempo

mientras aullaba para que le ayudaran y no lo habían hecho, no lo habían pensado y

cuando se lo retiraron y vieron el estado de lo que estaba allí, la mamá pronunció el

nombre de su Dios y se agarró a la mesa para mantenerse en pie mientras el padre se

volvía y lanzaba un directo al aire de la cocina y se maldecía a sí mismo y al mundo,

aunque no por última vez, mientras su hijo podría haber estado dormido ahora si no

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fuera por el ritmo de la respiración y los minúsculos movimientos convulsos de sus

manos en el aire por encima de donde estaba tumbado, las manos del tamaño del pulgar

de un adulto que habían agarrado el pulgar del papá en la cuna mientras miraba el

movimiento de la boca del papá al cantar, la cabeza de lado y dando la sensación de ver

algo mucho mas allá, con una mirada que causó al papá un extraño sentimiento de

desamparo. Si no has llorado nunca y quieres hacerlo, ten un hijo. Te romperá el corazón

dentro del pecho, eso es lo que hará un hijo, es la gangosa canción que el papá oye de

nuevo como si la dama del country estuviera allí con él contemplando lo que habían

hecho, aunque horas más tarde lo que el papá menos se perdonaba era lo mucho que

deseaba un cigarrillo, precisamente entonces, cuando le pusieron un pañal como mejor

sabían, hecho de gasa y dos toallas pequeñas cruzadas y el papá lo alzó como un recién

nacido con la cabeza en la palma de una mano y lo llevó corriendo hasta la furgoneta

recalentada y quemó los neumáticos todo el camino hasta la ciudad y la sala de

urgencias de la clínica, con la puerta del inquilino colgando abierta todo el día hasta que

cedió el gozne, pero para entonces era demasiado tarde, cuando la cosa no cesaba y ellos

no lograban detenerla y el niño había aprendido a abandonarse y contemplar todo lo

que quedaba por suceder desde un lugar mas alto, y lo que se hubiera perdido carecía ya

de importancia desde entonces, y el cuerpo del bebé se expandió y anduvo de aquí para

allá y recibió mensualidades y vivió su vida sin que nadie lo habitara, una cosa más

entre las cosas, su alma suspendida en lo alto como una nube de vapor, cayendo como

lluvia y luego alzándose, el sol arriba y abajo como un yoyó.