entre ls playas y la muralla de la marina

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DÍA & prensa del domingo 11 L PDDnDDnDDaDDDDnDDDaDDDDaDnDDDnDDinDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDnDDDDDDDDDDanGnnDDDDDDaDanDaDDaDDDDDD PaDDDDDDDDDDDDDDDDDDDnDDDDDDDDDDDDlDDDDanDnDDnnDDDDnDDDDDDDnDnDDDDDDDDDDDDDnODDDDDDDDDDDDDnaDDDDanDDDnDaDDaDDD DDDDDaODDDDDDDaDDDDDDDDDDDaDDDDDDDlDDDDDDDDDPDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDaDDDaDDDDDDnDDDDnDDDDDDODDDDDDDDDDDDDaaaDDDDD L A imagen QS de cuando Santa Cruz de Tenerife te- nía y mantenía playas abiertas a la mar alta y libre. Desde la «muralla» de la calle de La Marina, así era, en primer término, la playa de La Peñita y, tras el varadero de Hamilton y Compañía, la de San Antonio, seguida por la de Los Melones, el «muellito» carbonero de la Eiders Dempster and Company —con los almacenes que no ha mucho se derribaron y bien de- bieron ser conservados— el Muelle Norte en construcción junto a la pequeña playa en que, luego, se alzó el varadero de la entonces Junta de Obras del Puerto de Santa Cruz de Tene- rife. Entre las playas y la «muralla» —entre la de San Antonio y el fuerte de Almeida— la carretera de San Andrés, camino en el que sólo se aprecia un carro de mu- ías —de aquellos del basto bre- gar y el basto ganar— y, hacia el fondo, se adivina el penacho de una locomotora que, entre reso- plidos de vapor, agudas pitadas y rechinar de hierros por las cur- vas, venía desde la cantera de La Jurada con buena piedra de es- collera hacia las obras del Mue- lle Sur. En este litoral que bien refleja la imagen, las playas de San An- tonio y La Peñita que, partidas y separadas por el varadero de Hamilton, se abrían entre una antigua batería y el fuerte de Al- meida. En esta antigua costa, Santa Cruz de Tenerife —mucho me- jor, su puerto—iba tendiendo la capa de nuevas tierras, nuevos rellenos, en busca de nuevos es- pacios necesarios para su expan- sión. Al pie de la montaña de La Al- tura —allí de donde casi muere el barranco de Tahodio— aún se aprecia la herida de los explosi- vos que, en años idos, la desga- rraron y dieron vida a la ya casi olvidada cantera de la Canaria. Su piedra iba al Muelle Sur siempre en las vagonetas que, arrastradas por la célebre loco- motora «Añaza», llegaban al pie de la primera grúa «Titán», sus- tituida por la que en los años de la década de los 50 fue desgua- zada en el Muelle Norte y, más tarde, por la que —sin pena de gloria y tras muchos años de buen trabajo— murió en la Dár- sena de Los Llanos. Cerca de la «casa de la Pólvora», del Casti- llo de San Juan Bautista —o Ne- gro, si se prefiere— el desapare- cido Lazareto y la ermita de Re- gla, se le corrió soplete a la grúa que —siempre de azul claro o gris pálido— tanto y tan bien tra- bajó en la ampliación de los muelles del puerto de la capital tinerfeña. En la imagen, las playas que duermen bajo los rellenos que dieron vida a la amplia Avenida de Anaga. Eran playas con ca- llaos redondos y musgo verde que, aún sin el resguardo del Muelle Sur, estaban abiertas a la mar alta y libre. Eran playas con vida de cangrejos, cangrejos er- mitaños, «lisas», «pejes verdes», «pejes tamborines» y, por Los Melones, aquellos grandes can- grejos que por todos recibían el nombre de «capeludas». De vez en cuando, entre las playas y las gabarras el alegre saltar de los delfines —para no- sotros toninas— que seguían y perseguían a los cardúmenes de sardinas y caballas que rizaban la mar de puerto. Al atardecer, por Punta Ana- ga aparecía el blancor de las em- barcaciones santacruceras que practicaban la pesca de bajura. Unos arrumbaban a San Andrés, otras a María Jiménez y Vallese- co y, mientras algunas seguían proa a la bocana del puerto —para varar en las playas citadas— otras desfilaban a lo largo del Muelle Sur para, lue- go, «dar con la quilla en el ma- risco» por El Cabo y Los Llanos, En primer término la antigua carretera de San Andrés y, a la izquierda, la «muralla» de la Marina y el fuerte de Almeida. Frente a la mar alta y libre, el varadero de Hamilton con las playas de La Peñita, San Antonio y Los Melones. Entre las playas y la «muralla» de ¡a Marina donde Santa Cruz nació, donde creció y aún más lo hará. Santa Cruz de Tenerife dio con satisfacción todas sus playas —ahora trata de conservar la pequeña y entrañable de Valleseco— para lograr el puer- to tan necesario al desarrollo agrícola e industrial de la Isla toda. Para siempre se fueron las pla- yas de Ruiz, la del «muellito del carbón» que, situada al pie del fuerte de San Pedro, también se denominaba «de la frescura». Se- guía la del antiguo Club Náuti- co y, después de la explanada de las oficinas de don Alvaro Rodrí- guez López —la de La Peñita—. Por cierto que en esta explanada se alzaban dos pares de antiguos pescantes radiales que servían para izar los recios botes calete- ros que, bien apuntalados, eran luego sometidos a reparación y calafeteados. Allí, el canto de los mazos —la capa sonora y alegre del trabajo bien hecho— y, casi como un eco, el olor profundo del oscuro chapapote que hervía sobre un fuego de leña. Luego se abría a la mar —muy breve— la playa de La Peñita que, ante sí, tenía las rocas que le daban nombre. Allí se alzaban los restos del murallón que for- parte de una antigua batería de costa y, sobre el reposo hú- medo de los callaos, siempre bu- cetas de fondo plano y chalanas, embarcaciones que ya han desa- parecido de las aguas del puer- to, aguas que, por fortuna, con- serva las descendientes de los an- tiguos «dos proas», los chincho- rros heredados de los balleneros estadounidenses que, en flotillas, por Santa Cruz recalaban para hacer la aguada. En la antigua estampa, y bien se aprecia a la derecha, elegante y fina casa de madera —siempre pintada de rojo— que, cuando la Avenida de Anaga apuntaba, fue desmontada y trasladada a Gra- cia. Allí, en el vestíbulo de La Laguna —subiendo, a la derecha y poco antes de la célebre curva— durante años y años si- guió luciendo su estampa elegan- te la casa que nació casi donde estallaba la salmuera y su fres- cura. Seguía el histórico varadero de Hamilton y Compañía con, en primer término, los talleres de carpintería y sierras mecánicas, ya que los de mecánica se encon- traban en la calle de la Marina y fueron, siempre, centro de las prácticas que realizaban de los alumnos que, en la entonces Es- cuela Oficial de Náutica y Má- quinas, cursaban sus estudios. En dicho varadero, todo el sonar y resonar de las sierras y el chi- rrido —protesta sonora— de las maderas hendidas, maderas que, previamente, habían sido some- tidas a cura y sazonamiento tan- to en la mar como en tierra firme. Tras los talleres, la caseta del «winche», la máquina de vapor que en las varadas tiraba de la «cuna» sobre la que descansaba el velero o vapor de cabotaje que iba a ser sometido a obras de ca- rena, repaso de fondos, jarcia fir- me y de labor. En estos varaderos, buena y larga historia de construcciones navales «Marte», «Diana», «Mardolo», etc.— y, también, de cuando en la década de los años 40 el «Boheme», de don Juan Padrón Saavedra, fue sometido a obras de alargamiento de la es- lora. Este pequeño vapor compañero de los «Águila de Oro» e «Isla de La Gomera»— fue varado y, tras cortarle en dos el casco a proa del puente, se se- pararon ambas secciones para, luego, unirlas por medio de una nueva que, así, aumentó su ca- pacidad de carga. Poco después, allí se arbolaron las quillas de dos arrastreros, a los que se equipó con las alter- nativas y calderas que, con an- terioridad, dieron vida en la mar a los dos «Caperochipi» que, cansados de la mar y faenar, lue- go se desguazaron en los varade- ros de la Eider, ya por entonces de Industrias Marítimas, S.A. A la altura de Almeida, entre la carretera de San Andrés y la playa se alzó un galpón —de ma- dera y techado con planchas metálicas— en el que la empre- sa Hamilton depositó sus anti- guas falúas a vapor y embarca- ciones del «tren de lanchas». En- tre el varadero y dicho galpón —enmarcado por dos caminos de tierra que llevaban a la playa— durante años, y en seco, lució su sencilla y elegante estampa ma- rinera el remolcador «Tenerife», también de Hamilton; éste, con aparejo provisional de goleta lle- gó a Santa Cruz en los primeros años del siglo y, durante años y años, aquí prestó sus buenos ser- vicios. Ya vencido por los años, el «Tenerife» fue varado y, apunta- lado, durmió a la sombra de Al- meida. De cuando en cuando se picaban sus planchas que, luego, eran pintadas con minio rojo para su mejor conservación. En los años de la década de los 40, el «Tenerife» fue adquirido por un armador que lo iba a destinar a la pesca y, tras un repaso de casco —que no de máquinas— volvió a la mar. A remolque del «Águila de Oro» marchó a Las Palmas, puerto donde se le trans- formó en arrastrero. Conservó nombre y matrícula y, si bien en alguna ocasión recaló por Santa Cruz de Tenerife, su historia ma- rinera posterior se perdió para siempre. MAS PLAYAS Y VARADEROS Tras la playa de Los Melones —frente a la cual estaba la Cuesta de los Camellos y el antiguo fielato— se encontraban los va- raderos de la Eider Dempster (Canary Islands) Ltd., empresa ligada a la Teneriffe Coaling Company que, dedicada al sumi- nistro de carbón, contaba con buena flota de gabarras y remol- cadores, toda la cual era allí so- metida a obras de carena. En estos varaderos de la Eider —luego de Industrias Marítimas, S.A.— limpiaban fondos las pri- meras gabarras de casco de ace- ro que operaron en aguas de San- ta Cruz cuando ya el carbón se retiraba, como combustible esencial, de las rutas marineras del mundo todo. Con ellas —todas pintadas de un rojo man- chado por el negro del polvillo del carbón— tenían buen festón de defensas, como sus hermanas construidas de madera, y fueron muy eficaces en aquellos últimos años de los «colliers» en fondeo, los carboneros tiznados y retiz- nados que llegaban, abarrotados hasta las marcas, con el buen ga- les de poco humo y mucha fuerza. Frente a la antigua bloquera —que estaba donde ahora se alza el edificio de la Junta del Puerto— estaban, con propio «muellito», los amplios almace- nes carboneros de la citada Ei- der Dempster. Con rojez de te- jas y fachadas, hasta no hace mu- cho bien lucieron la geometría de su arquitectura hasta que, no hace mucho tiempo, fueron de- rruidos para aumentar la expla- nada del Muelle de Ribera. Fren- te, y también de rojo, el edificio que albergaba las oficinas de di- cha empresa carbonera y, en lo alto, un sencillo mirador rema- tado por el palo y cruceta que servían para las señales con los barcos en fondeo. En el extremo del «muellito», las plumas para izar los carga- mentos de carbón que, en vago- netas, eran trasladados a los al- macenes. Thmbién allí, las plan- chas por la que, más tarde, el combustible volvía a las negras y oscuras calas de las gabarras que, siempre a remolque, lo lle- varían al costado de los vapores que operaban en los tradiciona- les fondeaderos en aguas de San- ta Cruz. Hace años —no muchos años— cuando era presidente de la Junta del Puerto de Santa Cruz de Tenerife el señor Trujillo Ar- mas, se proyectó instalar en ta- les almacenes, pavimentados con antiguas losas chasneras, un sen- cillo museo que recogiese la am- plia —y también sencilla— his- toria del puerto de la capital ti- nerfeña. No se plasmó en reali- dad aquel buen propósito que, desde luego, también hubiese servido para el centro por el que, con ilusión, tanto y tanto lucha el buen amigo Ricardo Genova Araujo. Frente a dichos almacenes, el verde intenso y extenso de la fin- ca de Ventoso que, por uno de sus lados, limitaba con el barran- co de Tahodio, el puente de la ca- rretera de San Andrés y el pe- queño —de hierro y madera— que servía para el transporte de materiales a la bloquera. Por allí, la blancura de los hornos de cal y, hacia arriba —hacia la ladera suave— el verde fresco que, más tarde, cedió parte para la insta- lación del taller de locomotoras que allí instaló la empresa que te- nía a su cargo las obras de am- pliación del Muelle Sur. Aún se aprecia el antiguo fuer- te de San Miguel entre el Mué- lie Norte y la desembocadura del barranco de Tahodio y, más allá, la cantera de La Canaria, muy al fondo los almacenes carboneros de Hamilton, Depósitos de Car- bones de Tenerife y, casi en sus comienzos, los de Cory Brot- hers, que iban a sustituir a los que, con «muellito» propio, se al- zaban por la plaza de la Iglesia y muy cercanos a la histórica ca- lle de la Caleta. Más allá de Valleseco —por donde los acantilados daban sombra a la mar— el Atlántico golpeaba su locura de olas con- tra la playa aplacerada. Otras pe- queñas playas —María Jiménez, Cueva Bermejo, Los Pasitos, Ja- gua y Los Trabucos— eran en- trada, verdadero vestíbulo del buen barrio de San Andrés que, pescador y agricultor, se reman- saba en su paz amplia. La estampa, de un pasado casi reciente, nos muestra cuando las aguas, remansadas y al socaire del Muelle Sur, no tenían olas al- tas y empenachadas. Ya era la etapa en que, sin ímpetus, el Atlántico, sereno y domesticado, rompía sobre los callaos. Estos, traídos y llevados por el abani- co blanco de las olas, cantaban su canción eterna —canción con reflejo sonoro de truenos lejanos— al ir y venir de la mar. Hoy, la estampa del puerto que fue pertenece al pasado. En la caseta del «winche» de los vara- deros de Hamilton no luce, como entonces, la chimenea en candela que con anterioridad adornó la silueta marinera del «Esperan- za» —también se le llamaba «Es- perancita»el antiguo vapor dedicado al tráfico intenso de los huacales de plátanos y atados de tomates que movía la firma Ha- milton, empresa cuya historia nos ha contado recientemente Agustín Quimera Ravina. En las playas que ya no son, los callaos —traídos y llevados por el abanico blanco de las olas— cantaban su eterna can- ción, canción con todo un refle- jo sonoro y profundo de truenos lejanos. Aquellas playas y varaderos son hoy puerto, puerto que se ini- cia casi en San Andrés y, luego, termina en el campo de boyas de la Compañía Española de Petró- leos. Desde la Dársena Pesque- ra, el Dique del Este, Muelle de Contenedores, el Polivalente que se inicia, el Norte que, tras el de Ribera —que con la Avenida de Anaga proyectó el inolvidable e inolvidado don Miguel Pintor— enlaza con el Sur y la Dársena de Los Llanos. Esta estampa de años idos —y todos bien recordados— nos muestra una etapa en el desarro- llo del puerto que, cuanto mayor se hace, por paradoja resulta más pequeño para las necesidades de la Isla que, en todos los órdenes, crece y crece. Las playas santacruceras de antaño son parte de un pasado ya ido para siempre. Pero de ellas nos queda la nostalgia y el re- cuerdo y, al mismo tiempo, el or- gullo de haber llevado a buen tér- mino algo que proyectaron —y bien alcanzaron— las generacio- nes que nos precedieron por el ancho camino de la vida. Juan A. Padrón Albornoz NECESITAMOS DINERO Vendemos naves industriales a precio de costo. Llave en mano 700 m2. 35.000 Ptas./m. Facilidades Teléfono 700400. 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Artículo de Juan Antonio Padrón Albornoz, periódico El Día, sección "Santa Cruz de ayer y hoy", 1990/01/07

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LA imagen QS de cuandoSanta Cruz de Tenerife te-nía y mantenía playas

abiertas a la mar alta y libre.Desde la «muralla» de la calle deLa Marina, así era, en primertérmino, la playa de La Peñita y,tras el varadero de Hamilton yCompañía, la de San Antonio,seguida por la de Los Melones,el «muellito» carbonero de laEiders Dempster and Company—con los almacenes que no hamucho se derribaron y bien de-bieron ser conservados— elMuelle Norte en construcciónjunto a la pequeña playa en que,luego, se alzó el varadero de laentonces Junta de Obras delPuerto de Santa Cruz de Tene-rife.

Entre las playas y la «muralla»—entre la de San Antonio y elfuerte de Almeida— la carreterade San Andrés, camino en el quesólo se aprecia un carro de mu-ías —de aquellos del basto bre-gar y el basto ganar— y, hacia elfondo, se adivina el penacho deuna locomotora que, entre reso-plidos de vapor, agudas pitadasy rechinar de hierros por las cur-vas, venía desde la cantera de LaJurada con buena piedra de es-collera hacia las obras del Mue-lle Sur.

En este litoral que bien reflejala imagen, las playas de San An-tonio y La Peñita que, partidasy separadas por el varadero deHamilton, se abrían entre unaantigua batería y el fuerte de Al-meida.

En esta antigua costa, SantaCruz de Tenerife —mucho me-jor, su puerto— iba tendiendo lacapa de nuevas tierras, nuevosrellenos, en busca de nuevos es-pacios necesarios para su expan-sión.

Al pie de la montaña de La Al-tura —allí de donde casi muereel barranco de Tahodio— aún seaprecia la herida de los explosi-vos que, en años idos, la desga-rraron y dieron vida a la ya casiolvidada cantera de la Canaria.Su piedra iba al Muelle Sursiempre en las vagonetas que,arrastradas por la célebre loco-motora «Añaza», llegaban al piede la primera grúa «Titán», sus-tituida por la que en los años dela década de los 50 fue desgua-zada en el Muelle Norte y, mástarde, por la que —sin pena degloria y tras muchos años debuen trabajo— murió en la Dár-sena de Los Llanos. Cerca de la«casa de la Pólvora», del Casti-llo de San Juan Bautista —o Ne-gro, si se prefiere— el desapare-cido Lazareto y la ermita de Re-gla, se le corrió soplete a la grúaque —siempre de azul claro ogris pálido— tanto y tan bien tra-bajó en la ampliación de losmuelles del puerto de la capitaltinerfeña.

En la imagen, las playas queduermen bajo los rellenos quedieron vida a la amplia Avenidade Anaga. Eran playas con ca-llaos redondos y musgo verdeque, aún sin el resguardo delMuelle Sur, estaban abiertas a lamar alta y libre. Eran playas convida de cangrejos, cangrejos er-mitaños, «lisas», «pejes verdes»,«pejes tamborines» y, por LosMelones, aquellos grandes can-grejos que por todos recibían elnombre de «capeludas».

De vez en cuando, entre lasplayas y las gabarras el alegresaltar de los delfines —para no-sotros toninas— que seguían yperseguían a los cardúmenes desardinas y caballas que rizabanla mar de puerto.

Al atardecer, por Punta Ana-ga aparecía el blancor de las em-barcaciones santacruceras quepracticaban la pesca de bajura.Unos arrumbaban a San Andrés,otras a María Jiménez y Vallese-co y, mientras algunas seguíanproa a la bocana del puerto—para varar en las playascitadas— otras desfilaban a lolargo del Muelle Sur para, lue-go, «dar con la quilla en el ma-risco» por El Cabo y Los Llanos,

En primer término la antigua carretera de San Andrés y, a la izquierda, la «muralla» de la Marina y el fuerte de Almeida. Frentea la mar alta y libre, el varadero de Hamilton con las playas de La Peñita, San Antonio y Los Melones.

Entre las playas y la «muralla»de ¡a Marina

donde Santa Cruz nació, dondecreció y aún más lo hará.

Santa Cruz de Tenerife dio consatisfacción todas sus playas—ahora trata de conservar lapequeña y entrañable deValleseco— para lograr el puer-to tan necesario al desarrolloagrícola e industrial de la Islatoda.

Para siempre se fueron las pla-yas de Ruiz, la del «muellito delcarbón» que, situada al pie delfuerte de San Pedro, también sedenominaba «de la frescura». Se-guía la del antiguo Club Náuti-co y, después de la explanada delas oficinas de don Alvaro Rodrí-guez López —la de La Peñita—.Por cierto que en esta explanadase alzaban dos pares de antiguospescantes radiales que servíanpara izar los recios botes calete-ros que, bien apuntalados, eranluego sometidos a reparación ycalafeteados. Allí, el canto de losmazos —la capa sonora y alegredel trabajo bien hecho— y, casicomo un eco, el olor profundodel oscuro chapapote que hervíasobre un fuego de leña.

Luego se abría a la mar —muybreve— la playa de La Peñitaque, ante sí, tenía las rocas quele daban nombre. Allí se alzabanlos restos del murallón que for-mó parte de una antigua bateríade costa y, sobre el reposo hú-medo de los callaos, siempre bu-cetas de fondo plano y chalanas,embarcaciones que ya han desa-parecido de las aguas del puer-to, aguas que, por fortuna, con-serva las descendientes de los an-tiguos «dos proas», los chincho-rros heredados de los ballenerosestadounidenses que, en flotillas,por Santa Cruz recalaban parahacer la aguada.

En la antigua estampa, y biense aprecia a la derecha, elegantey fina casa de madera —siemprepintada de rojo— que, cuando laAvenida de Anaga apuntaba, fuedesmontada y trasladada a Gra-cia. Allí, en el vestíbulo de LaLaguna —subiendo, a la derechay poco antes de la célebrecurva— durante años y años si-guió luciendo su estampa elegan-te la casa que nació casi dondeestallaba la salmuera y su fres-cura.

Seguía el histórico varadero deHamilton y Compañía con, enprimer término, los talleres decarpintería y sierras mecánicas,ya que los de mecánica se encon-

traban en la calle de la Marinay fueron, siempre, centro de lasprácticas que realizaban de losalumnos que, en la entonces Es-cuela Oficial de Náutica y Má-quinas, cursaban sus estudios.En dicho varadero, todo el sonary resonar de las sierras y el chi-rrido —protesta sonora— de lasmaderas hendidas, maderas que,previamente, habían sido some-tidas a cura y sazonamiento tan-to en la mar como en tierrafirme.

Tras los talleres, la caseta del«winche», la máquina de vaporque en las varadas tiraba de la«cuna» sobre la que descansabael velero o vapor de cabotaje queiba a ser sometido a obras de ca-rena, repaso de fondos, jarcia fir-me y de labor.

En estos varaderos, buena ylarga historia de construccionesnavales —«Marte», «Diana»,«Mardolo», etc.— y, también, decuando en la década de los años40 el «Boheme», de don JuanPadrón Saavedra, fue sometido aobras de alargamiento de la es-lora. Este pequeño vapor —compañero de los «Águila deOro» e «Isla de La Gomera»—fue varado y, tras cortarle en dosel casco a proa del puente, se se-pararon ambas secciones para,luego, unirlas por medio de unanueva que, así, aumentó su ca-pacidad de carga.

Poco después, allí se arbolaronlas quillas de dos arrastreros, alos que se equipó con las alter-nativas y calderas que, con an-terioridad, dieron vida en la mara los dos «Caperochipi» que,cansados de la mar y faenar, lue-go se desguazaron en los varade-ros de la Eider, ya por entoncesde Industrias Marítimas, S.A.

A la altura de Almeida, entrela carretera de San Andrés y laplaya se alzó un galpón —de ma-dera y techado con planchasmetálicas— en el que la empre-sa Hamilton depositó sus anti-guas falúas a vapor y embarca-ciones del «tren de lanchas». En-tre el varadero y dicho galpón—enmarcado por dos caminos detierra que llevaban a la playa—durante años, y en seco, lució susencilla y elegante estampa ma-rinera el remolcador «Tenerife»,también de Hamilton; éste, conaparejo provisional de goleta lle-gó a Santa Cruz en los primerosaños del siglo y, durante años y

años, aquí prestó sus buenos ser-vicios.

Ya vencido por los años, el«Tenerife» fue varado y, apunta-lado, durmió a la sombra de Al-meida. De cuando en cuando sepicaban sus planchas que, luego,eran pintadas con minio rojopara su mejor conservación. Enlos años de la década de los 40,el «Tenerife» fue adquirido porun armador que lo iba a destinara la pesca y, tras un repaso decasco —que no de máquinas—volvió a la mar. A remolque del«Águila de Oro» marchó a LasPalmas, puerto donde se le trans-formó en arrastrero. Conservónombre y matrícula y, si bien enalguna ocasión recaló por SantaCruz de Tenerife, su historia ma-rinera posterior se perdió parasiempre.

MAS PLAYAS YVARADEROS

Tras la playa de Los Melones—frente a la cual estaba la Cuestade los Camellos y el antiguofielato— se encontraban los va-raderos de la Eider Dempster(Canary Islands) Ltd., empresaligada a la Teneriffe CoalingCompany que, dedicada al sumi-nistro de carbón, contaba conbuena flota de gabarras y remol-cadores, toda la cual era allí so-metida a obras de carena.

En estos varaderos de la Eider—luego de Industrias Marítimas,S.A.— limpiaban fondos las pri-meras gabarras de casco de ace-ro que operaron en aguas de San-ta Cruz cuando ya el carbón seretiraba, como combustibleesencial, de las rutas marinerasdel mundo todo. Con ellas—todas pintadas de un rojo man-chado por el negro del polvillodel carbón— tenían buen festónde defensas, como sus hermanasconstruidas de madera, y fueronmuy eficaces en aquellos últimosaños de los «colliers» en fondeo,los carboneros tiznados y retiz-nados que llegaban, abarrotadoshasta las marcas, con el buen ga-les de poco humo y muchafuerza.

Frente a la antigua bloquera—que estaba donde ahora se alzael edificio de la Junta delPuerto— estaban, con propio«muellito», los amplios almace-nes carboneros de la citada Ei-der Dempster. Con rojez de te-

jas y fachadas, hasta no hace mu-cho bien lucieron la geometría desu arquitectura hasta que, nohace mucho tiempo, fueron de-rruidos para aumentar la expla-nada del Muelle de Ribera. Fren-te, y también de rojo, el edificioque albergaba las oficinas de di-cha empresa carbonera y, en loalto, un sencillo mirador rema-tado por el palo y cruceta queservían para las señales con losbarcos en fondeo.

En el extremo del «muellito»,las plumas para izar los carga-mentos de carbón que, en vago-netas, eran trasladados a los al-macenes. Thmbién allí, las plan-chas por la que, más tarde, elcombustible volvía a las negrasy oscuras calas de las gabarrasque, siempre a remolque, lo lle-varían al costado de los vaporesque operaban en los tradiciona-les fondeaderos en aguas de San-ta Cruz.

Hace años —no muchosaños— cuando era presidente dela Junta del Puerto de Santa Cruzde Tenerife el señor Trujillo Ar-mas, se proyectó instalar en ta-les almacenes, pavimentados conantiguas losas chasneras, un sen-cillo museo que recogiese la am-plia —y también sencilla— his-toria del puerto de la capital ti-nerfeña. No se plasmó en reali-dad aquel buen propósito que,desde luego, también hubieseservido para el centro por el que,con ilusión, tanto y tanto luchael buen amigo Ricardo GenovaAraujo.

Frente a dichos almacenes, elverde intenso y extenso de la fin-ca de Ventoso que, por uno desus lados, limitaba con el barran-co de Tahodio, el puente de la ca-rretera de San Andrés y el pe-queño —de hierro y madera—que servía para el transporte demateriales a la bloquera. Por allí,la blancura de los hornos de caly, hacia arriba —hacia la ladera

suave— el verde fresco que, mástarde, cedió parte para la insta-lación del taller de locomotorasque allí instaló la empresa que te-nía a su cargo las obras de am-pliación del Muelle Sur.

Aún se aprecia el antiguo fuer-te de San Miguel entre el Mué-lie Norte y la desembocadura delbarranco de Tahodio y, más allá,la cantera de La Canaria, muy alfondo los almacenes carbonerosde Hamilton, Depósitos de Car-bones de Tenerife y, casi en suscomienzos, los de Cory Brot-hers, que iban a sustituir a losque, con «muellito» propio, se al-zaban por la plaza de la Iglesiay muy cercanos a la histórica ca-lle de la Caleta.

Más allá de Valleseco —pordonde los acantilados dabansombra a la mar— el Atlánticogolpeaba su locura de olas con-tra la playa aplacerada. Otras pe-queñas playas —María Jiménez,Cueva Bermejo, Los Pasitos, Ja-gua y Los Trabucos— eran en-trada, verdadero vestíbulo delbuen barrio de San Andrés que,pescador y agricultor, se reman-saba en su paz amplia.

La estampa, de un pasado casireciente, nos muestra cuando lasaguas, remansadas y al socairedel Muelle Sur, no tenían olas al-tas y empenachadas. Ya era laetapa en que, sin ímpetus, elAtlántico, sereno y domesticado,rompía sobre los callaos. Estos,traídos y llevados por el abani-co blanco de las olas, cantabansu canción eterna —canción conreflejo sonoro de truenoslejanos— al ir y venir de la mar.

Hoy, la estampa del puerto quefue pertenece al pasado. En lacaseta del «winche» de los vara-deros de Hamilton no luce, comoentonces, la chimenea en candelaque con anterioridad adornó lasilueta marinera del «Esperan-za» —también se le llamaba «Es-perancita»— el antiguo vapordedicado al tráfico intenso de loshuacales de plátanos y atados detomates que movía la firma Ha-milton, empresa cuya historianos ha contado recientementeAgustín Quimera Ravina.

En las playas que ya no son,los callaos —traídos y llevadospor el abanico blanco de lasolas— cantaban su eterna can-ción, canción con todo un refle-jo sonoro y profundo de truenoslejanos.

Aquellas playas y varaderosson hoy puerto, puerto que se ini-cia casi en San Andrés y, luego,termina en el campo de boyas dela Compañía Española de Petró-leos. Desde la Dársena Pesque-ra, el Dique del Este, Muelle deContenedores, el Polivalente quese inicia, el Norte que, tras el deRibera —que con la Avenida deAnaga proyectó el inolvidable einolvidado don Miguel Pintor—enlaza con el Sur y la Dársenade Los Llanos.

Esta estampa de años idos —ytodos bien recordados— nosmuestra una etapa en el desarro-llo del puerto que, cuanto mayorse hace, por paradoja resulta máspequeño para las necesidades dela Isla que, en todos los órdenes,crece y crece.

Las playas santacruceras deantaño son parte de un pasado yaido para siempre. Pero de ellasnos queda la nostalgia y el re-cuerdo y, al mismo tiempo, el or-gullo de haber llevado a buen tér-mino algo que proyectaron —ybien alcanzaron— las generacio-nes que nos precedieron por elancho camino de la vida.

Juan A. Padrón Albornoz

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