eraide. la canción de la princesa oscura, de javier bolado

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Consigue esta obra completa en http://www.EdicionesBabylon.esEraide. La canción de la princesa oscura, primera entrega de una saga con la que Javier Bolado, ilustrador y escritor, te hará vivir una fábula épica repleta de incógnitas, tragedia, amor y desamor.Sinopsis:Adriem Karid, un simple guardia imperial, decide escoltar de regreso a su país a una misteriosa novicia. Sin embargo, ambos forman parte de un antiguo juego en el que son piezas movidas por el destino. Una aventura que los llevará a buscar la verdad allá donde esta se esconde: en el corazón mismo de la leyenda.Contiene ilustraciones interiores del autor.

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  • El contenido de esta obra es ficcin. Aunque contenga referencias a hechos histricos y lugares existentes, los nombres, personajes, y situaciones son ficticios. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, empresas existentes, eventos o locales, es coincidencia y fruto de la imaginacin del autor.

    2015, Eraide. La cancin de la princesa oscura (libro 1)2015, Javier Bolado2015, Ilustraciones: Javier Bolado

    Coleccin Andarta, n 3Ediciones BabylonCalle Martnez Valls, 5646870 Ontinyent (Valencia-Espaa)e-mail: [email protected]://www.EdicionesBabylon.es/

    Todos los derechos reservados.No est permitida la reproduccin total o parcial de cualquier parte dela obra, ni su transmisin de ninguna forma o medio, ya sea electrnico,mecnico, fotocopia u otro medio, sin el permiso de los titulares de los

  • Dedicado a la memoria de mi padre, quien me ense con su ejemplo que hay

    que luchar en la vida hasta el final

  • PARTE 1 La Cancin de la Princesa Oscura

    Anoche tuve un sueo.

    Vi tinieblas y ceniza cernindose sobre un bello campo de lanzas y flores.

    En medio haba una nia triste y sola, que lloraba cubierta por un manto de escamas.

    Desconsolada, llamaba una y otra vez por sus nombres a personas que no conoca, pero que a la vez aoraba.

    Un caballero de reluciente armadura pasaba por el campo montado en un alazn.

    Conmovido por la escena, le ofreci la mano y llevarla con l.La muchacha dej de llorar y le asi la mano, tir de ella.

    El caballero no lograba zafarse.Forceje con la mano de la nia hasta quedar exhausto.

    Entonces cay al suelo y su caballo se alej.La nia le solt la mano y le dijo que se fuera, mas el noble caballero

    no se march.Ella le implor que se alejara, que no quera que de hambre muriera.

    He perdido mi caballo respondi, ya no tengo a dnde ir.Tal vez muera, pero hasta entonces no tendrs que llamar a nadie

    para que te acompae en el llanto,pues me quedar a tu lado.

    Despert entonces en sudores.Apenada, una lgrima me resbal por la cara al pensar en aquella

    triste historiay supe entonces que aquella nia era yo,

    y aquellos eran mis recuerdos.

    Diario personal de Lady Eraide Sen Ukain(Circa - 17 Era Comn)

  • Captulo 1 -los das en los que el destino se durmi-

    //Ao 499 E.C. (Era Comn)

    El orculo de Nara. Una enorme y ancestral maquinaria sobre la que se construy hace siglos el templo de mismo nombre, enclavado entre altas cumbres. Recubierta por una bveda la gran estancia circular pareca pe-quea, pese a los diez metros de altura de sus gruesas paredes de piedra, en comparacin con el complejo mecanismo de poleas, ruedas y aros metlicos unidos por rales que giraban lenta y pesadamente provocando chirridos y crujidos que resonaban en la cmara. Una llama se enroscaba en el aire en el centro de los engranajes, ardiendo en tonos azulados en espiral formando una esfera casi perfecta; era el corazn de aquel artilugio cuyo origen se per-da a travs del tiempo. Los enormes aros metlicos de color dorado tenan escritas complejas runas que brillaban al paso de los distintos indicadores.

    El resto del lugar, en contraste, era de lo ms austero. La piedra gris, que conformaba las paredes y el techo, mostraba vestigios de haber tenido en el pasado algn relieve o fresco, que haban terminado devorados por la humedad y el paso del tiempo. Tan solo rompan la rutina de la piedra doce pequeos tragaluces que iluminaban segn la hora del da uno de los signos zodiacales representados en el suelo y que an se podan distinguir con claridad.

    Debido a la monotona de controlar da tras da aquel monumental ar-tilugio, la shaman vigilaba ante s las secuencias rnicas de uno de los tres atriles que, a modo de puesto de control, registraba el ms ligero cambio en la posicin de cada uno de los elementos de la mquina. Su piel blanquecina cual porcelana, cabellos lacios y oscuros, as como rasgos delicados, eviden-ciaban su pertenencia a la etnia doalfar. Llevaba remangada su amplia t-nica blanca con bordados florales en plata, dejando al descubierto parte de sus brazos, donde llevaba inscritas diversas runas que reaccionaban con la maquinaria.

    Ni siquiera miraba a sus otras dos compaeras, que hacan la misma fun-cin en sus correspondientes puestos. El orculo interpretaba cada una de las alteraciones del mundo, ininteligibles para cualquiera que no hubiera estudiado durante aos su funcionamiento. Un conocimiento fuera del al-

  • cance de cualquier mortal.Senta cada pequea variacin, oscilaciones en aquella armona que pro-

    vena de las runas, las cuales parecan seguir una partitura escrita por la mismsima diosa creadora, Alma. Sin una sola pausa desde haca cinco si-glos, aquella meloda inundaba el espritu de quien se acercaba al orculo...

    Silencio.Abri los ojos asustada ante el sbito vaco que sinti en su alma para

    comprobar que las runas de su atril se haban quedado congeladas, solo mo-vidas por alguna distorsin, como si algo estuviera interfiriendo en ellas. El miedo atenaz su corazn al ver cmo la enorme estructura se haba de-tenido y la llama de su interior se desvaneca. Una a una cada runa se fue desvaneciendo, dejando tras de s un silencio siniestro. Ella fue consciente de la gravedad del asunto y, al igual que sus compaeras, mir con temor e incredulidad aquella maquinaria que se haba detenido, engranaje tras engranaje, como un moribundo exhalando sus ltimos alientos. La luz del mundo que daba calor y confianza a quienes lo habitaban se haba apagado.

    No acert a decir nada. De sus labios no surga palabra alguna, solo un temblor en su cuerpo que apenas le permiti coordinar sus piernas con tal de no tropezar mientras suba las escaleras para anunciar tan terrible acon-tecimiento.

    Alma haba callado su voz.

    En su montono traqueteo, la locomotora silb anunciando su paso a unas cabezas de ganado que pastaban cerca de la va. El agudo pitido la sac de sus ensoaciones tras incontables horas tratando de leer uno de los libros que portaba para amenizar el viaje. Haca tiempo que Eliel no se senta ca-paz de concentrarse en la lectura y se limitaba a ir mirando las pginas que, a buen seguro, tendra que volver a leer con tranquilidad, lejos de aquella incesante oscilacin y desagradable ruido que produca el vagn al deslizar sus ruedas sobre los carriles de metal.

    Su vestido caa sobre su cuerpo esbelto y de suaves curvas, que le otor-gaban una belleza delicada cual elaborada figura de porcelana. Sus manos, finas y suaves, propias de alguien dedicado al estudio, ignoraban cualquier esfuerzo fsico. En contraste con su pelo castao de reflejos dorados, unos intensos ojos azules parecan imitar el cielo que observaban a travs de la ventanilla.

    Cerr el libro y lo dej junto a su escueto equipaje, que reposaba sobre el asiento de enfrente en la cabina de primera clase. Aquel lugar era extrao, demasiado extrao. Acostumbrada a la vida en la tranquilidad de las monta-as o en los valles de la marca de Hannadiel de su lejana infancia, donde el tiempo se contaba por los colores de las hojas de los rboles, estar embutida

  • en aquella pequea cabina de madera y metal, decorada con un austero y dudoso gusto, le haca sentirse incmoda. El nico detalle que sobresala era el escudo imperial en marquetera en cada una de las paredes, un grifo rampante en armas y corona, adems de la leyenda Compaa de Carriles y Correos del Este.

    Tras desistir de la lectura, lo nico que poda hacer era asomarse a la ventana y observar cmo aquel tren atravesaba las llanuras, salpicadas de campos de trigo y cebada recin segados en su mayora ante el inminente otoo, que se extendan hasta el horizonte, donde unas esponjosas nubes anunciaban una noche lluviosa. Tan solo alguna pequea casa rompa mo-mentneamente aquel montono paisaje antes de perderse de nuevo ante la limitada perspectiva que ofreca la ventana.

    Aquel era uno de los ingenios de los comunes, unos enormes carros de lata tirados por una monstruosa mquina que escupa vapor y humo de sus entraas, cual wyverna furiosa que arrastraba su panza sobre unos carriles de metal que atravesaban la tierra. Era imposible serenarse en el vientre de aquel monstruo pese a que llevaba casi un da entero all encerrada.

    Tanto tiempo ah sentada haba arrugado el vestido que intilmente tra-tase de alisar con la mano. No recordaba ya cundo se haba quitado los zapatos para tratar de estar ms cmoda. La ventana haba comenzado a empaarse con la cada de la tarde, pero el radiador de aceite del comparti-miento mantena una temperatura agradable.

    Con sumo cuidado, pas la manga por la ventanilla para retirar el vaho, y se percat por la brusca oscilacin del tren de que haba comenzado a girar tras cruzar un imponente puente de tirantes de metal que salvaba el cauda-loso ro Tir, para despus seguir bordeando aquel imponente mar de agua dulce que atravesaba el continente. Su anchura era impresionante, hasta el punto de no ver la otra orilla en diversas ocasiones. Mientras el sol iba des-cribiendo poco a poco sus ltimas horas de recorrido, el caudal se fue ensan-chando y ramificando en varios canales. Algunas casas se divisaban en las islas que formaban, agrupadas en pequeos pueblos alrededor de las frtiles tierras que regalaba el ro o que le eran arrebatadas a la fuerza mediante diques. Eran los primeros signos de la proximidad a la capital de aquel or-gulloso imperio de los que acostumbraban a llamar comunes en su tierra. Los humanos.

    Enfrente de ella, el guardaespaldas que le haba asignado la escuela de Coril se mantena en silencio, con los brazos cruzados sobre una gabardina parda. El doalfar, de nombre Ohras, tena un aspecto curtido y no destacaba por su impecable presencia, pero era un tipo serio y de confianza que haba ayudado a muchos sacerdotes shaman en viajes a zonas peligrosas. Tal vez la capital imperial no fuera territorio tan hostil como otros en los que habra estado, pero ella agradeca mucho que le hubieran puesto a su servicio pese

  • a ser una simple novicia.Tras una incesante sucesin de puentes sobre canales y casas de ladrillo,

    cada vez ms apretadas entre s dejando ya poco espacio a los campos, Eliel tuvo que agarrarse al marco de la ventanilla para no perder el equilibrio cuando el trazado por el que circulaba el tren se encontr con diversos cam-bios de agujas donde se agregaban otras lneas provenientes de distintos lugares del imperio. An asustada por la brusca oscilacin del vagn, otra de aquellas wyvernas de metal pas en direccin contraria a escasos centme-tros. Su corazn lata apresurado por aquel concierto desafinado de metal chirriante y humo cuando, tras una nueva curva, enfil por una va que dis-curra en paralelo al canal principal del Tir, donde su anchura aumentaba hasta convertir los barcos mercantes que por all navegaban en pequeas cscaras de nuez en medio de un ocano de agua dulce.

    Eliel recuper la compostura y arrim la cara al cristal para ver mejor, dejando que su aliento se empaara ms. Varias torres grises y sucias por el humo se erigan sobre aquel mar dulce, entre las cuales emergan gigantes-cos muros de metal que delimitaban aquel enorme canal. Detrs no se vea nada ms, como si aquellas puertas sealaran el mismo fin de la tierra. Ape-nas tuvo tiempo de contemplar aquella visin que le turbaba. Nunca haba visto nada similar, pero el exterior se torn oscuro al meterse el tren por un tnel, dejando que los dos quinqus del habitculo iluminaran el compar-timiento. Transcurri un largo minuto mientras trataba de asimilar aquel extrao paisaje, tratando de retenerlo en su memoria cual extrao sueo al despertarse, pero cuando volvi la luz se haba esfumado, eclipsado por la visin de aquella ciudad que era el destino final de su viaje: Tiria.

    Volvi a arrimarse ms a la ventanilla, hasta el punto de tocar el fro cris-tal con la punta de su nariz, tratando de discernir si aquel espectculo era real. Los muros de metal haban quedado rpidamente atrs, convertidos en una sucesin de varias compuertas escalonadas que adems de controlar el caudal del ro, permitan a los pequeos mercantes remontarlo desde un gran lago abrazado por muelles y gras donde los barcos fondeaban para gestionar su carga.

    Las llanuras se haban roto en un fuerte desnivel sobre las laderas de las colinas que haban sido convertidas en gigantescas terrazas conectadas por puentes, tneles y canales, creando una malla de calles, avenidas y vas de ferrocarril en torno a dos ncleos claramente diferenciados; el citado puerto al sur de la ciudad y el distrito gubernamental, que an conservaba vestigios de las antiguas murallas y que se eriga sobre la ciudad con sus imponentes edificios de piedra, los cuales sobresalan sobre el tapiz de pequeas casa y angostos edificios de ladrillo y teja que conformaban un mosaico rojo, ocre y gris que se extenda ms all del humo espeso de las chimeneas.

    Cunta gente puede vivir all? le pregunt a Ohras, incapaz de ha-

  • cerse la ms mnima idea. No distingua ms que calles adoquinadas ates-tadas de personas que pasaban fugaces al paso del tren. Vivir all le pareca sencillamente una locura.

    Se dice que ms de cuatro millones afirm mirando tambin por la ventanilla. Da igual cuntas veces haya venido a esta ciudad, siempre so-brecoge. La primera vez que la ves siempre te parece claustrofbica, es nor-mal le dijo con condescendencia.

    Qu barbaridad... sentenci saturada ante aquella visin. Cuntas veces has tenido que venir a Tiria?

    Sirviendo a tu orden, esta es la quinta sonri mostrando algo de sen-tido del humor. Espero que sea la ltima.

    Los edificios cada vez eran ms altos, con seis, siete, ocho pisos; resul-taba difcil contarlos. Aquella ciudad pareca una bestia convulsa que poco a poco la iba engullendo.

    Eliel volvi a sentarse y guard el libro en su bolsa de viaje. Pareca que por fin haba llegado a su destino, y en vez de sentirse aliviada por el fin de tantos das de travesa, estaba ansiosa y abrumada. Baj la cortina de la ventanilla para no seguir viendo aquella urbe cuando unos suaves golpes en la puerta del compartimiento llamaron su atencin. Se levant irritada para deslizar la cortinilla que cubra el cristal de la puerta. No era el mejor momento para que vinieran a molestarla.

    Un comn que vesta el uniforme de la compaa del ferrocarril, consis-tente en pantalones y chaqueta negros con bordes en azul y una gorra de plato que portaba bajo el brazo, se pronunci:

    Seores, apenas quedan diez minutos para llegar a Tiria Trmini. Va-yan preparndose para apearse, por favor. El joven de pelo oscuro y es-calonado le sonrea con aire de falsa cortesa. Esto la irrit an ms, pues a Eliel dicha sonrisa le pareca propia de alguien que estaba recordando algn chiste obsceno.

    Muchas gracias dijo en tono corts, sin saber qu ms aadir.Permtanme ayudarlos con su equipaje. El empleado entr en el com-

    partimiento sin esperar a que ella le cediera el paso, por lo que tuvo que retroceder para evitar que se le acercara sin disimular su cara de sorpresa. Esos modales eran del todo grotescos.

    No hace falta. Como usted ha dicho, an quedan diez minutos. Eliel retrocedi un poco ms. Quera evitar cualquier contacto fsico con los co-munes, aunque iba a ser una tarea imposible en una ciudad repleta de ellos.

    Ohras, al ver que el empleado no tena la menor intencin de abandonar la estancia, se levant y le agarr por el hombro.

    Lo seorita no permite entrar, comn dijo en un trico psimo, muy alejado del hablado por Eliel, quien, salvo algn pequeo error fontico, lo dominaba casi a la perfeccin.

  • Tranquilo, slo quiero ayudar a la seorita a bajar del tren. La mirada del chico se ancl en la mano que le apretaba el hombro, pero pareca no importarle.

    Fuera orden el doalfar tensando el agarre sobre el muchacho. Diez minutos acert a decir.

    S, eso es para Tiria Trmini. Su mirada se torn maliciosa y dibuj una amplia sonrisa hasta mostrar los dientes, que Eliel percibi aserrados, claramente inhumanos. Pero ella se baja ya.

    Sin mediar palabra, gir sobre s mismo y le agarr del dedo meique re-torcindoselo de forma antinatural hasta romperlo, acompaado de un des-agradable crujido. Antes siquiera de que le diera tiempo al doalfar de sentir el dolor, un puetazo en la garganta hundi su nuez, hacindole tambalearse hasta desplomarse contra uno de los asientos. Sin aliento pero sin dejarse amilanar, sac un machete de debajo de su gabardina que llevaba envainado adherido al pantaln. Empundolo, embisti al muchacho aprovechando su mayor corpulencia a travs del compartimiento hasta empotrarlo con-tra la ventanilla con un fuerte golpe que hizo temblar el cubculo y tir va-rias bolsas de las baldas portaequipajes. Eliel, hecha un ovillo contra el otro asiento, apenas tuvo tiempo de ver qu haba sucedido, pero la certera pua-lada del guardaespaldas se haba vuelto contra l. Su enemigo sonrea soste-niendo el arma contra el vientre del doalfar, que gema agonizante, mientras la sangre de su torso resbalaba entre sus dedos.

    Pese a todo, Ohras abraz al comn para retenerlo con su propio cuerpo herido de muerte y espet a la novicia:

    Vete! Rpido!

    Cul iba a ser el desenlace final de su guardaespaldas, era algo que el te-rror que recorra el cuerpo de Eliel no estaba dispuesto a permitirle ver, por lo que, aprovechando que el comn estaba inmovilizado, emprendi una huida desesperada siguiendo la orden que le haban dado.

    Mientras corra por el pasillo y se arremangaba, la voz del muchacho re-son por el pasillo:

    Oh, vamos, mueca dijo acompaado de una risa desquiciada. Hoy no puedo jugar contigo. Pero cuando torci por el pasillo se encontr con un destello de luz que le ceg momentneamente.

    Eliel portaba en la mano una singular tiza plateada con la que haba di-bujado runas mgicas, tal y como le haban enseado en la escuela de los shaman, sobre su antebrazo. Eran pocas y hechas con prisas, pero suficien-tes para que apareciera una pequea criatura de pelaje blanco y regordeta, de ojos rasgados y orejas como las de un zorro, que flotaba en el aire y se abalanz por sorpresa hacia la cara del comn. Nada ms toc su piel, un

  • intenso fro le congel parte de la faz, consiguiendo que profiriera un grito de dolor.

    Ella saba que su modesta criatura no le entretendra mucho tiempo, pero sera suficiente para alejarse lo ms posible camino del siguiente va-gn. Avanz dejando tras de s el resto de cabinas de primera clase, pero todas haban sido cerradas por dentro. Ninguno de aquellos comunes que viajaban en ellas estaban conscientes. De entre las sombras le pareci ver pequeos seres de oscuridad que con ojos de un azul intenso la observaban. Profiri un grito al ver como todos aquellos ojos se clavaban en ella. Nadie poda ayudarla y estaba rodeada.

    Avanz asustada, sin aliento, hasta la puerta que daba paso al siguiente vagn, movi la manecilla repetidas veces, nerviosa, pero estaba tambin atrancada. Al girarse, vio cmo el comn se arrancaba la criatura y con sus propias manos la apretaba hasta hacerla estallar dejando tras de s tan solo briznas de luz. El enlace con su espritu, que haba creado para materializar aquel pequeo ser, se quebr y sinti una dolorosa punzada en el pecho que la hizo apoyar la espalda contra la puerta para no caer al suelo.

    El comn tena la cara abrasada por el intenso fro, pero comenzaba a regenerarse a una velocidad del todo innatural.

    Eso ha dolido, zorra!Su corazn lata violentamente y le costaba respirar debido al miedo. Dio

    repetidos empujones a la puerta para forzarla, tratando de pedir ayuda a gritos a quienquiera que pudiese escucharla. Fue intil, y tuvo que desistir cuando en uno de los empujones, el golpe que dio con el hombro casi se lo desencaja. Se volvi dispuesta a regresar sobre sus pasos, pero no era una opcin, ya que su perseguidor avanzaba lentamente mientras las sombras emergan a su alrededor, engullendo la luz del pasillo.

    De todo lugar donde hubiese proyectada una sombra comenzaron a sur-gir unas runas azules, que fueron dndoles forma hasta convertirlas en unas criaturas encorvadas de aspecto reptiliano y amenazante, que emergan del suelo hasta alcanzar el metro y medio de altura. Las sinuosas lneas azules que surcaban sus cuerpos eran la nica referencia de sus formas, adems de unas garras y dientes serrados, terriblemente afilados, en unas fauces que siseaban.

    Lo siento, mueca. Soy el nico que tiene la llave para salir de aqu, as que s buena y ven conmigo. T decides en cuntos trozos quieres venir la siniestra sonrisa volvi a aflorar sus dientes serrados de entre sus labios.

    Estaba acorralada. A tan corta distancia las ensangrentadas manos del muchacho podan llegar a agarrarla, pero no tena opcin. Sujet la tiza con la otra mano y traz tan rpido como pudo las runas, dando varios pasos ha-cia atrs cuando se dispuso a atraparla. Su espalda choc con la otra puerta que daba acceso al exterior, con una placa metlica de alarmante tipografa

  • roja que avisaba de que no se abriera a no ser que el tren estuviera detenido. A travs de la ventana se poda ver cmo discurra veloz el paisaje.

    Se ech hacia un lado viendo que no era capaz de terminar las runas para invocar a otra criatura, pero trastabill y se apoy en la palanca, que cedi soltando los seguros de la puerta.

    Los latidos de su corazn eran tan fuertes que ni tan siquiera percibi el silbar del aire cuando se col por la rendija de la puerta, ahora mal asegu-rada.

    Vio que el revisor la agarraba de la manga e instintivamente se apart ha-cia atrs de golpe y liberando del todo la puerta, que se abri sbitamente. El aire comenz a impactarle en la cara cuando se qued totalmente desequi-librada hacia fuera, sujeta solamente por el comn. Ya no tena escapatoria.

    Un fuerte golpe, producido por un ral mal nivelado en la junta entre el balasto y el suelo de vigas trenzadas al entrar en un puente, los desequilibr, y al comn se le escurri su manga de entre los dedos. Cay hacia atrs pese a que aquel siniestro individuo intent sujetarla de nuevo. Solo pudo con-templar cmo se alejaba del tren sabiendo que iba a morir en aquella cada. Por suerte, ninguna de las vigas del puente la golpe. Todo segua fluyendo a cmara lenta y le pareci ver la mueca de decepcin del comn.

    Dos semanas antes

    En el sencillo pasillo de madera, Eliel esperaba junto a la puerta del des-pacho de la directora. Nerviosa, se frotaba la amplia manga de color blanco salpicada de sopa con la esperanza de disimular las manchas tras el susto que se haba llevado cuando un profesor la llam en el comedor.

    Contrariada, no tena ms remedio que esperar hasta que la puerta se abriera. Teudenis, el profesor de alto grado que daba clases sobre planos astrales y que la haba conducido hasta all, le pidi con suma amabilidad que entrara.

    Aunque le hubiera encantado objetar y salir corriendo, entr en aquel despacho que solo haba visitado una vez, cuando ingres en la escuela; aun-que no haca tanto, le pareca un recuerdo muy borroso. El despacho le pare-ci extrao y desconocido. Acaso fue en otro en el que la recibieron para su matrcula? Alrededor de la estancia, a excepcin de los enormes ventanales tras la gran mesa de la estancia, se alzaban libreras de tal altura que permi-ta una balconada con un segundo piso al que se acceda por una escalerilla. El nico lugar que permaneca despejado mostraba un tapiz enmarcado que reproduca Las alas de Sra, un antiguo bajorrelieve que representaba me-diante smbolos y esquemas el plano astral con la diosa Alma en el centro, rodeada de los elementos, los zodacos y un complejo trazado de nombres

  • y lneas en un idioma desconocido. Varias plantas adornaban las esquinas de la estancia, luciendo magnficas flores en tonos rosas, violetas, azules y blancas. Orqudeas, alegras, begoas, crisantemos Algunas especies no se daban en esa latitud, pero estaban exuberantes y hermosas.

    La mujer, ataviada con una rica tnica azul de elaborados bordados en blanco de hojas y flores, digna de su posicin, hizo un ademn con la mano para que la novicia se acercara. Tmidamente fue adentrndose en esa sala que ola a flores y pergamino aejo hasta la gran mesa del despacho.

    Adelante insisti la mujer que la esperaba ante el escritorio.Eliel, al llegar a su altura, hizo una profunda reverencia y bes el anillo

    de la mano izquierda que su superiora le tendi, como mandaba la tradicin ante una shaman que tena el rango de erudita. Tras ello, sonri conforme y borde la mesa para tomar asiento en su silln, invitando a su vez a la novi-cia a hacer lo mismo.

    Por favor, querida, sentaos dijo en tono cordial pero autoritario.El asiento era una sencilla silla de madera que contrastaba con el elabo-

    rado silln de cuero de su superiora. En aquel ambiente era imposible no sentirse humilde y abrumada.

    Qu deseis, mi seora? pregunt con la voz apagada, atenazada por cierta vergenza al cruzar su mirada con la de ella. La mujer al otro lado de la mesa posea una mirada clara y cristalina. Cuando uno se senta observa-do por aquellos ojos grises, daba la sensacin de que pudiera ver a travs del alma.

    No me andar por las ramas, ya que esta situacin es un poco incmoda para ti, lo cual es comprensible. Aguard unos momentos hasta que asin-ti. Has de hacer un viaje para recoger unos libros que necesito.

    Eliel se qued un poco perpleja. Ella solo era una novicia, y hacer algo en nombre de la directora de la escuela era una enorme responsabilidad. Se le hizo un nudo en el estmago y por un momento sinti angustia; la sopa que acababa de ingerir luchaba por volver a ver la luz.

    P-Por supuesto que s, sera un grandsimo honor para m. Pero no en-tiendo, si me permite la pregunta, por qu he de ser yo. No soy quien para ir en nombre de vos, mi seora dijo mientras un sudor fro perlaba su frente.

    Es debido a tu padre.Mi padre? No os entiendo.Segn tenemos en tu hoja de ingreso, tu padre es un intermediario en

    la ruta de la seda en su paso por Hannadiel, por lo que est acostumbrado al trato con comunes. As pues, por lo que aqu figura, conoces su idioma. Te ser fcil desenvolverte en un pas tan extrao como el Imperio Eidnico.

    Yo Si me permits la interrupcin, realmente nunca he tratado con ningn comn, salvo alguno de mis sirvientes y en muy contadas ocasiones. No saba adnde quera llegar. Apenas tena recuerdos de su padre, ya que

  • sus constantes viajes le llevaban a vivir durante mucho tiempo en los puer-tos fronterizos, por lo que, obviamente, cuando poda pasar unos das con su familia no le apeteca hablar del trabajo. As que sobre los comunes Eliel no saba nada, salvo su idioma, y porque la haban obligado.

    Lo siento, querida, mi decisin es inamovible. Eliel vio como sus ob-jeciones no eran recogidas con agradado por la directora, as que opt por guardar silencio pese a que no comprenda por qu no enviaba en su lugar a un verdadero shaman. Irs a Tiria, la capital imperial, para recoger unos libros de un prior de la Santa Orden. Es de vital importancia.

    La Santa Orden musit. Los religiosos del Imperio no solan cola-borar con los shaman, por lo que saba. Aquel asunto cada vez la desconcer-taba ms.

    En efecto, Van Desta, no tienes de qu preocuparte, pues sabr de tu llegada y tendr a bien colaborar. Enviar a dos guardias para que te es-colten y velen por tu seguridad. Debers pasar lo ms desapercibida posi-ble, as que no vestirs con la tnica de shaman. Partirs de inmediato sin despedirte de nadie. Ya aclarar el tema con el profesorado y excusar tu ausencia. No quiero levantar rumores infundados. La directora le dirigi una mirada amable. Por favor, s que es pedirte mucho, pero tambin s que lo hars bien.

    Eliel asinti. Como deseis, mi seora.Muy bien, puedes retirarte.Tras una pronunciada reverencia abandon el despacho. Teudenis se dis-

    pona a acompaarla de vuelta, pero de reojo vio cmo la directora le haca seas para que se quedara, por lo que se cerr la puerta tras ella.

    Se qued a solas en el pasillo, en silencio, y dio un largo suspiro. No se haba dado cuenta, pero haba estado casi todo el tiempo aguantando la res-piracin hasta el punto de casi faltarle el aire mientras algunas lgrimas em-paaban sus ojos.

    Fue abriendo los prpados con lentitud, completamente desorienta-da. Una fina lluvia empapaba su cara y la oblig a posar la mano sobre los ojos para poder ver. Se gir torpemente tratando de levantarse sin resbalar con los adoquines. Las modestas casas de aquel barrio de la parte baja de la ciudad, cuyo ladrillo y yeso clamaban por una limpieza y reparacin, se agolpaban casi unas encima de otras con una altura de entre cuatro y siete plantas. Ms arriba, muros de piedra, apoyados en vigas y contrafuertes, alzaban otras terrazas donde ms edificios de mejor aspecto pero igual de amontonados privaban casi por completo al viandante de la visin del cielo, que verta sus lgrimas sobre la polucionada ciudad. Las farolas de aceite de

  • las calles creaban en aquella fra noche un mapa de falsas estrellas sobre la tierra, mientras las chimeneas de los tejados ocultaban las del cielo.

    A un lado, sobre las oscuras y lentas aguas de un canal, la lluvia iba distor-sionando aquel perfecto espejo de la urbe. Su cuerpo yaca exhausto, helado y empapado en la rampa de piedra que daba acceso a un muelle de madera donde las pequeas embarcaciones que surcaban los canales amarraban por la noche.

    Cof, cof... Eh, Froenlind E, Gesunch va sunts? Cof, cof... Mhortya sunts?

    Eliel, que se estaba levantando lentamente, se gir alarmada ante la voz que haba escuchado a su espalda. Un comn desaliado estaba acercndose hacia ella, tratando de tocarla con una mano sucia y enfundada en un mitn deshilachado a juego con su rado abrigo. Tena la cara arrugada y unos ojos pequeos, que brillaban con un destello azulado producido por la bebida. Una rizada y blanca barba, que se tornaba amarillenta alrededor de su boca, le ocultaba casi todo el rostro. Aquel viejo comn era asqueroso y not que se le revolva el estmago. Para colmo, tosa de forma espasmdica sobre ella. Por un momento crey que iba a vomitar.

    An tambalendose, camin para alejarse de aquel sujeto que la repug-naba tan rpido como pudo. Estaba viva, seguramente porque cay al canal, pero su jbilo por su supervivencia qued ahogado en aquel lugar extrao.

    Qu demonios est pasando? Qu lugar es este? A su alrededor las casas que colindaban al canal estaban plagadas de pequeas tiendas que ofrecan entre mundanal ruido un fuerte aroma a cerveza y pescado frito que haca ms denso el aire. Que Alma me proteja.

    Pese a la noche, la calle estaba muy concurrida. Cientos de personas, de toda clase y raza, avanzaban con paso lento, apartndose lo justo para no pisar a la accidentada y dedicarle una mirada de extraeza en algunos casos al fijarse en sus ropajes, que nada tenan que ver con las prendas propias de los telares industrializados de tonos apagados por all abundantes. Proba-blemente ni reparaban en que era una doalfar.

    En ese momento un agudo dolor le recorri el pie. No se haba dado cuen-ta, pero iba descalza y sin querer haba pisado un cristal roto de alguna bo-tella que le haba hecho un corte bastante profundo. Cay al suelo de nuevo sobre un charco que la salpic de barro. El dolor se volvi ms intenso y se apret el pie con la mano para calmarlo y detener la hemorragia. Rompi un jirn del gran pauelo que envolva su cintura e improvis un vendaje mientras el fro de la noche le calaba en los huesos.

    Estaba completamente atemorizada. Sus piernas ya no le respondan y notaba como poco a poco le abandonaban las fuerzas. Su cuerpo se entume-ca y empez a tiritar, no saba si de miedo, de fro o de cansancio. Poco im-portaba. Puede que la cada no la hubiera matado, pero quizs lo hiciera all

  • abandonada, bajo un cielo que ni siquiera poda ver, rodeada de extraos, en una sucia callejuela. No tena fuerzas ni para llorar.

    Se estremeci, pero no fue capaz ni de chillar cuando alguien que se le haba acercado sin que se percatase la sujet de la mueca. Era un hom-bre vestido con un uniforme de color azul grisceo, pareca de algn tipo de cuerpo de guardia o militar.

    De baest Gnt?Apenas poda distinguirlo, solo una sonrisa afable y una mirada clida

    que la tranquiliz lo justo para concentrarse en entender el idioma de los tirenses.

    Puedo ayudarla? Seorita, qu le ha pasado? Ella no era capaz de articular palabra. Soy de la guardia urbana, no se preocupe.

    Eliel movi la cabeza en gesto afirmativo justo antes de que sus prpados cayeran sobre sus agotados ojos. No supo qu ms dijo aquel comn, puesto que su mente al fin alcanz la anhelada inconsciencia.

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    No te quedes con la intriga y descubre cmo termina esta obra