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1 ÉTICA, RESPONSABILIDAD SOCIAL Y TRANSPARENCIA 6.0 EL MAPA DE LA PERSONALIDAD “La mayor fortuna es la personalidad” Goethe El apartado anterior (5.0) se ha dedicado a definir la personalidad, a explorar sus parámetros e ilustrar la capacidad humana para incidir sobre el propio yo. No perdemos de vista los condicionamientos biológicos (5.1.1), sociales y culturales (5.1.2) que intervienen en la formación de nuestros valores, y en la determinación de nuestras actitudes. Simplemente afirmamos que el ser humano se autoposee (5.3), y que dicha vivencia de la libertad nos permite enfrentar los condicionamientos de maneras diversas. Una imagen común para representar esta condición es la del juego de cartas: no elegimos “la mano” que nos ha tocado jugar en la vida, pero podemos elegir qué hacer con las cartas que nos han tocado: somos libres para decidir cómo jugar. La vida no es puro azar (ruleta, dados), pero tampoco depende completamente de nuestra razón (ajedrez). El mapa de la personalidad es el panorama de lo que somos, de lo que nos distingue de los demás y nos configura como individuos y como integrantes de una sociedad. Es el conjunto de nuestras pautas de conducta, y el horizonte de lo que podemos llegar a ser. Abarca nuestro estilo de vida, nuestras formas de pensar, de sentir y de reaccionar; los patrones que utilizamos para interpretar los hechos y para conducirnos por la vida. Es desde este panorama del yo que podemos integrar en un proyecto coherente las dimensiones de nuestra personalidad: el pensamiento, la afectividad y la acción. Este “mapa”, como todas las cartografías realmente interesantes, nos presenta marcados relieves. La personalidad tiene zonas claras y zonas obscuras. Hemos hablado ya de la inestabilidad del carácter (5.2) y de los enemigos enconados de la autoposesión (5.4). No resulta sencilla la constitución de un proyecto que nos aproxime a la vida lograda. En este

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ÉTICA, RESPONSABILIDAD SOCIAL Y TRANSPARENCIA

6.0 EL MAPA DE LA PERSONALIDAD

“La mayor fortuna es la personalidad” Goethe

El apartado anterior (5.0) se ha dedicado a definir la personalidad, a explorar sus

parámetros e ilustrar la capacidad humana para incidir sobre el propio yo. No perdemos de

vista los condicionamientos biológicos (5.1.1), sociales y culturales (5.1.2) que intervienen

en la formación de nuestros valores, y en la determinación de nuestras actitudes.

Simplemente afirmamos que el ser humano se autoposee (5.3), y que dicha vivencia de la

libertad nos permite enfrentar los condicionamientos de maneras diversas. Una imagen

común para representar esta condición es la del juego de cartas: no elegimos “la mano” que

nos ha tocado jugar en la vida, pero podemos elegir qué hacer con las cartas que nos han

tocado: somos libres para decidir cómo jugar. La vida no es puro azar (ruleta, dados), pero

tampoco depende completamente de nuestra razón (ajedrez).

El mapa de la personalidad es el panorama de lo que somos, de lo que nos distingue de los

demás y nos configura como individuos y como integrantes de una sociedad. Es el conjunto

de nuestras pautas de conducta, y el horizonte de lo que podemos llegar a ser. Abarca

nuestro estilo de vida, nuestras formas de pensar, de sentir y de reaccionar; los patrones que

utilizamos para interpretar los hechos y para conducirnos por la vida. Es desde este

panorama del yo que podemos integrar en un proyecto coherente las dimensiones de

nuestra personalidad: el pensamiento, la afectividad y la acción.

Este “mapa”, como todas las cartografías realmente interesantes, nos presenta marcados

relieves. La personalidad tiene zonas claras y zonas obscuras. Hemos hablado ya de la

inestabilidad del carácter (5.2) y de los enemigos enconados de la autoposesión (5.4). No

resulta sencilla la constitución de un proyecto que nos aproxime a la vida lograda. En este

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apartado intentaremos proponer algunas herramientas que faciliten la tarea. A la luz de lo

que hemos dicho sobre la autoposesión, descubrimos que el mapa de la personalidad lo

configuramos nosotros mismos. Pensemos ahora en los mecanismos por los cuales,

consciente o inconscientemente, el ser humano orienta sus pasos. Además, contrastaremos

el mapa de la personalidad con los escollos o enemigos de la persona y la sociedad.

6.1 La constitución de la personalidad: el hábito

Todos odiamos que nos cuelguen ciertas “etiquetas”. “Fulano es un depresivo”, “es un

irresponsable”, “es melancólico”, “es muy voluble”... Rechazamos que los demás se

expresen de nosotros como si fuésemos un ejemplar disecado, incapaz de cambiar y de

elegir qué quiere ser. Sin embargo, es un hecho que tenemos inclinaciones, y que así como

a algunos les cuesta un trabajo enorme levantarse temprano, otros tienden a pasar por largos

períodos de tristeza y otros controlan con dificultad la propia ira. Que hay cosas que se nos

facilitan, y otras que se nos complican especialmente, es una realidad innegable. El único

modo, pues, de huir de las “etiquetas”, de la molesta tipificación, es hacernos cargo de

nuestras inclinaciones y orientarlas del modo más conveniente. Nos enfrentamos al tema

del hábito.

Los hábitos son inclinaciones adquiridas. Su mecanismo es muy sencillo: conforme

repetimos un acto (el que sea: desde levantarse temprano hasta aplicar el método científico

a la clasificación de las aves), éste se nos facilita, podemos llevarlo a cabo con más rapidez

y eficacia, e incluso lo disfrutamos más. El hábito es una cierta costumbre que fortalece

nuestras acciones. La práctica hace al maestro. Si estamos habituados a alguna acción, ésta

nos exige menor esfuerzo y menos desgaste; la llevamos a cabo con seguridad y con gusto.

Todo empezó con un acto (la primera vez que subimos a una bicicleta, que hablamos en

público, que usamos un microscopio). Al repetirse la acción un cierto número de veces,

alcanzamos un fuerte condicionamiento natural, físico y psicológico, lo queramos o no.

Esto sucede porque la acción humana no sólo influye en el exterior de quien la realiza (en

la madera que estamos cortando para fabricar una repisa); también se revierte hacia el

sujeto que actúa (después de muchas repisas, nos convertimos en carpinteros expertos).

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Hay, pues, una retroalimentación en la acción del ser humano. Al actuar, nos configuramos

a nosotros mismos y decidimos nuestras costumbres y disposiciones.

Como ya se ve, los hábitos pueden liberarnos de las “etiquetas” negativas. Si estamos

biológicamente inclinados a la melancolía, y por algunos períodos nos cuesta mucho

encontrar motivos de alegría en nuestra vida, podemos hacer un esfuerzo, por una vez, para

encontrar los aspectos positivos de la existencia. La próxima vez nos resultará más sencillo,

y así sucesivamente. Controlar el enojo en una situación complicada nos fortalece para

contenerlo posteriormente. Quien ha hablado muchas veces en público sigue sintiendo

nervios, pero puede manejarlos y utilizarlos en su provecho; ya no tiembla o tartamudea

como la primera vez.

Este acostumbramiento se da aunque no seamos conscientes de ello. Es importante, sin

embargo, tenerlo en mente, porque, como ya hemos esbozado (5.4.3) no todos los hábitos

convienen. El mecanismo de la habituación funciona en ambos sentidos: así como

levantarme temprano continuamente me facilita el madrugar, levantarme a las 11 de la

mañana se convierte en una costumbre, y si lo sigo haciendo, cada vez me resultará más

difícil alterar dicha disposición. Un individuo habituado al asesinato lo ejecuta con mayor

maestría y con mucha más frialdad que la primera vez que atentó contra la vida. Sin duda

hay impulsos que no convienen a nuestro proyecto existencial. Si está en mis planes

obtener una beca para estudiar en el extranjero, el impulso de botar los libros e irme a la

playa no es muy coherente, aunque pueda sentirme muy inclinado a ello en algún momento.

Si quiero ser un atleta, no me ayuda aspirar thinner: ello disminuirá mi capacidad pulmonar.

El hábito puede ser, por tanto, vicio (si nos dificulta alcanzar la vida lograda, si nos

empobrece y denigra) o virtud (si expande nuestra capacidad para obrar convenientemente,

si nos enriquece y nos otorga mayor libertad).

Las virtudes son instrumentos para pasar de lo que soy a lo que quiero ser, son el mejor

modo de poseerme a mí mismo y representan una condición fundamental de la libertad.

Virtud significa fuerza; es aquel hábito que nos facilita la elección y operación de lo

conveniente.

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6.2 La continuidad entre hábitos cívicos y hábitos personales

También el conglomerado social se configura por sus hábitos: tiene vicios y virtudes. Hay

sociedades acostumbradas a la corrupción, al servilismo, al desorden y a la

irresponsabilidad con el medio ambiente. También hay grupos sociales habituados a la

transparencia, a la libertad, a la cooperación cívica, al cuidado ecológico, a la

responsabilidad social. La personalidad de la sociedad se constituye también por repetición

de actos. Así se van enriqueciendo o empobreciendo las posibilidades que dicho grupo

humano tiene de alcanzar los fines que a todos interesan.

Queremos desmentir ahora algunas opiniones que afirman que los hábitos individuales y

los hábitos cívicos funcionan por separado, y de manera contrapuesta. Estas posturas

sugieren que la suma de los vicios particulares (por ejemplo, de la ambición desmedida de

los ciudadanos) da por resultado una virtud pública (la competitividad laboral en la

sociedad).

Por supuesto, hay muchos ámbitos en los que conviene distinguir lo público y lo privado, lo

cívico y lo personal. Pero en el terreno de las virtudes y los vicios, contraponer ambas

esferas es un grave error. La “competitividad” alcanzada mediante la suma de los

irracionales egoísmos particulares no es más que “canibalismo laboral”: fomenta la trampa,

el abuso y la desconfianza. Con ello, no sólo obstaculiza la lucha por la vida lograda que

cada individuo sostiene (quién puede estar tranquilo si ha de cuidarse las espaldas todo el

tiempo); también se opone al funcionamiento adecuado de la sociedad en su conjunto (que

pierde recursos, tiempo y esfuerzo en tratar de controlar trampas, golpes bajos e injusticias).

Un vicio personal no genera una verdadera virtud cívica.

Por ello, no es posible ser una buena persona sin ser un buen ciudadano, y viceversa. El ser

humano está íntimamente ligado a la sociedad en la que vive. Hay reciprocidad: si yo grito

improperios a quien se me cierra en la avenida, resulta inconsecuente cuestionarme luego

por qué vivimos en una sociedad neurótica. Tener en cuenta la continuidad entre lo cívico y

lo individual recuerda que, construyendo mi personalidad de modo virtuoso, participo - en

la medida que me corresponde - en la constitución de una sociedad lograda. También

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recuerda que, en la plena consecución de mi proyecto de vida, el mejoramiento de la

sociedad en la que me muevo resulta indispensable.

Expondremos ahora algunas de las más importantes virtudes cívicas, que, como ya tenemos

claro, son también virtudes personales; hábitos positivos que nos conciernen a todos en lo

individual y en lo colectivo.

6.3 Autodominio y autoestima

Experimentamos impulsos que se oponen a lo que realmente queremos. ¿Por qué? Quizá

porque esas pulsiones no son del todo mías: me vienen impuestas por la genética, por el

entorno, por las contradicciones y debilidades de mi personalidad. Acostumbrarme a seguir

dichos impulsos inconvenientes me conduce al vicio. Controlarlos y orientarlos

virtuosamente me facilita el logro de mis metas, permite que mis acciones sean

consecuentes con mis planes, y posibilita que seamos individuos originales y auténticos,

seres humanos íntegros, personas “de una sola pieza”.

Este encauzamiento de las pulsiones vitales que todos experimentamos corresponde

específicamente a la virtud del autodominio. La exponemos en primer lugar porque es

condición para la adquisición de cualquier otra virtud: el autodominio significa

precisamente la capacidad para controlar mis inclinaciones: único modo de no ser

controlado por ellas. El acceso a cualquier otra virtud presupone esta aptitud para tomar las

riendas de la propia vida.

Por la misma razón, el autodominio es una de las virtudes más difíciles de conseguir. De

hecho, todos, independientemente del grado de autodisciplina al que hayamos accedido,

desearíamos, en alguna faceta de nuestra personalidad, contar con más autodominio. Los

impulsos que experimenta un ser humano no son armónicos: a menudo tiran en direcciones

contrarias, y no es fácil identificar cuál de ellos resulta más importante en la consecución de

la vida lograda.

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Vivimos estas complejidades del yo como una lucha interna. En ella, frente a otro tipo de

pulsiones, la razón ha de predominar, no para eliminar, pero sí para encauzar los apetitos

con vistas a una personalidad bien integrada y al logro de los fines propuestos. Esta

orientación a menudo consiste en la moderación y en el refinamiento de ciertos matices de

la personalidad. Exploraremos algunos de ellos más adelante (6.3.1 a 6.3.4).

Por el momento, sólo agregaremos que este heroico esfuerzo por dirigir las inclinaciones

cobra un sentido destacado ante el tema de la autoestima. El término se ha puesto de moda,

y se utiliza a menudo sin saber exactamente a qué se refiere.

La autoestima se experimenta como una percepción positiva sobre uno mismo. Ello no

quiere decir que consista en cegarse ante los propios defectos y limitaciones. Por el

contrario, una autoestima sana es aquella que valora objetivamente lo que uno es y lo que

uno puede llegar a ser, tanto en lo corporal como en lo intelectual, lo afectivo, etc.

Por supuesto, esto no es sencillo. En la concepción que cada individuo tiene de sí mismo

intervienen factores diversos y de difícil control: desde trastornos psiquiátricos (5.4.1),

hasta zonas débiles de la personalidad, e incluso tienen su peso específico las variantes

externas del entorno, que a menudo, como veremos, fabrica e impone modelos frente a los

cuales los individuos se sienten incómodos consigo mismos (6.6.5).

Una autoestima sana es condición irrenunciable para una buena convivencia con los demás

y para motivar y estructurar la adquisición de virtudes. ¿Cómo saber cuando mi autoestima

no es lo suficientemente objetiva? Aunque es complejo, existen algunos síntomas de una

baja autoestima: tendencia injustificada a generalizar lo negativo (“yo nunca hago nada

bien”), establecimiento de condiciones injustas (“si no hago esto bien, debo despreciarme

por el resto de mi vida”), la percepción exclusiva del lado negro de las cosas (“dicen que lo

hice bien, pero en mi opinión sólo hice el ridículo”), la personalización de la crítica (“dijo

que había personas desagradables, por tanto, se refería a mí”) y la autoacusación infundada

(“si alguien se equivocó, seguro fui yo”).

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Todas estas reacciones son fundamentalmente emotivas; el análisis racional haría ver al

interesado la inconsecuencia de estos pensamientos. Una autoestima sana, además, implica

cierta tolerancia con uno mismo, actitud crítica para no dejarse imponer modelos postizos

(5.4.2), el esfuerzo por superar las propias limitaciones mediante la adquisición de virtudes,

y la habilidad de interpretar la opinión ajena y los hechos de modo racional y maduro.

Soslayando por el momento las causas psiquiátricas (aunque éstas, cuando se presentan, se

combinan con todas las demás), a menudo la baja autoestima surge de comparaciones

superficiales, que generan en el individuo fuertes sentimientos de inferioridad. El

conocimiento de la propia valía es incompatible con estas comparaciones apresuradas e

injustas. En lo físico y en lo psíquico de todos los individuos existen valores que merecen

reconocimiento. A partir de ellos la construcción de la propia personalidad nos conduce a la

plenificación de nuestras aptitudes y capacidades.

La virtud del autodominio está íntimamente ligada con la autoestima. Me percibo como

algo valioso, y por eso oriento y controlo mis impulsos hacia fines dignos de mí. A partir de

esta plataforma podemos articular ahora, como ya anunciamos, algunas virtudes útiles tanto

para quien las posee como para la sociedad en la que se ejercen.

6.3.1 La cortesía

Para muchos, la cortesía no es una virtud, sino sólo la apariencia de una virtud. Un ladrón

no deja de ser reprobable por ser cortés; al contrario, se destaca la maldad de sus

intenciones por el contraste con su actitud externa, que es entonces pura ostentación, pura

hipocresía.

Sin embargo, la “imagen de virtud” que los buenos modales representan, es fundamental

para aprender y manifestar las virtudes auténticas. Es por ello que en el habla común a

menudo se equipara la cortesía con la “buena educación”: quien ha sido habituado a ser

cortés tiene más posibilidades de descubrir los valores que subyacen a las formas de la

cortesía; valores como la gratitud, la solidaridad y el respeto.

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Los modales corteses a menudo parecen artificiales y poco auténticos. Lo son, si la cortesía

no va acompañada de otras virtudes. Lo cierto es que los seres inteligentes no pueden evitar

expresarse mediante ciertos formalismos, mediante signos; si no lo hacen mediante formas

corteses, lo hacen mediante signos violentos, que traslucen desinterés e injusticia, y que

alteran y dañan tanto a la sociedad como a los mismos sujetos que los ostentan. No es

difícil pensar en cuánto mejoraría la circulación vehicular en las grandes ciudades si todos

estuviéramos dispuestos a ceder el paso en los cruces de tránsito. No es lo mismo realizar

un trámite gubernamental atendido por empleados corteses, que realizado por personas mal

encaradas y despóticas. Tampoco hace falta ser psicólogo para darse cuenta de que todos

nos sentimos mejor cuando las personas son amables y cuidan ciertas formas de

reconocimiento en el trato con nosotros. No corresponder con el mismo cuidado implicaría

una falta a la justicia, virtud de la que hablaremos más adelante (6.5).

Las formas concretas de cortesía varían de lugar a lugar, de época a época. No son signos

inmutables, sino cambiantes. Otro asunto es la anulación de la cortesía. En nuestro país la

virtud de la cortesía estaba, hasta hace poco, firmemente arraigada. Hoy algunos pretenden

eliminar toda formalidad, proclamando la espontaneidad y la simplicidad como

requerimientos para ser personas “auténticas”. Lo que estos anunciantes ignoran es que, si

se pierden las formas de cortesía, la convivencia se torna inhumana. Es cierto que es más

importante respetar a las personas que simplemente aparentarles respeto. Pero si no expreso

mi respeto mediante ciertos modales, dicho sentimiento y cuidado por la dignidad del otro

termina por desaparecer; mi comunicación con los demás se vuelve del todo instrumental

(me comunico con ellos por puros fines utilitarios), y así acabo convirtiéndolos en objetos,

que uso a mi conveniencia y que desecho cuando dejan de servirme.

Anular la cortesía, en aras de una pretendida espontaneidad -que no es en el fondo sino

simplismo e incultura-, es deshumanizar el mundo.

6.3.2 La ecuanimidad

Ser ecuánime significa, literalmente, tener constancia e igualdad de ánimo. En realidad, las

variaciones anímicas son normales e inevitables: todos cambiamos “de humor” varias veces

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al día, y ante distintos estímulos presentamos diversas reacciones emotivas. A lo que se

refiere la virtud de la ecuanimidad es a que nuestros cambios de humor no tienen por qué

llevarnos a ser injustos ni arbitrarios. Este hábito nos permite no precipitarnos, nos hace

capaces de determinar nuestra postura ante las cosas al margen de emociones variables y de

impulsos desaforados.

La virtud de la ecuanimidad se manifiesta en la imparcialidad de los juicios. El hombre y la

mujer ecuánimes obtienen, a menudo, mejores resultados académicos, profesionales y

sociales, pues inspiran confianza, generan tranquilidad en la sociedad y son siempre buenas

referencias cuando se necesita una opinión, un dictamen, una sentencia. Este hábito, como

todos, se adquiere con su ejercicio: manejando los propios impulsos emocionales se va

alcanzando maestría en este sutil arte de la conducción del propio yo.

6.3.3 La serenidad

Esta virtud se vincula con la anterior. Se dice que el cielo está sereno cuando se le ve

despejado y sin nubes. Del mismo modo, la persona serena es aquella que puede conservar

la tranquilidad, aquella cuyos pensamientos y emociones están libres de turbaciones y que,

por tanto, puede tomar las decisiones más convenientes.

No queremos decir que la persona serena sea impasible: ante cuestiones importantes sufre

las alteraciones, los nervios y las inquietudes correspondientes. No experimentar emoción

alguna frente a una desgracia o un peligro grave sería inhumano, incluso puede ser un

indicio de enfermedad. Pero la serenidad le permite, por un lado, no exagerar en aquello

que no merece reacciones fuertes (no “hacer una tormenta en un vaso de agua”), y por otro,

utilizar sus reacciones, cuando éstas están justificadas, del modo más adecuado.

Como todas las virtudes, la serenidad se prueba ante la resistencia. Se reconoce que una

persona es serena cuando, ante las dificultades, se le ve en pleno control de sí misma. En

nuestra sociedad, la serenidad se concreta también en el adecuado manejo de los tiempos,

pues la prisa de la vida moderna es un modo de turbación y un atentado contra la libertad.

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Si no hay tiempo para reflexionar, en un sentido profundo, sobre qué queremos de la vida,

¿cómo conseguirlo?

La serenidad tiene injerencia en los más diversos ámbitos: familiar, laboral, político. Detrás

de muchos hechos violentos está el menosprecio de esta virtud.

6.3.4 La sobriedad

Contra lo que algunos pudieran pensar, la sobriedad no remite a la abstención de los

placeres. Sobriedad significa simplemente moderación, medida, goce inteligente. Es por

ello que la palabra es utilizada, a veces, para significar aquello que no cae en ningún

extremo molesto: su vestimenta es de un color sobrio (es decir, ni demasiado chillante ni

del todo opaco), su discurso fue sobrio (ni exaltado hasta el colmo de lo cursi ni aburrido o

indiferente).

¿Por qué moderar ciertos consumos, como el de las bebidas alcohólicas? Aunque tocaremos

este tema más adelante (6.6.3), lo que queremos señalar por el momento es que los motivos

para habituarnos a la moderación resultan convincentes desde cualquier perspectiva. El

exceso en este consumo no es sólo peligroso por los riesgos físicos que implica (accidentes,

enfermedades, generación de violencia). Es, además, incompatible con el cuidado que una

persona con buena autoestima tiene de sí misma. Esclaviza: convierte a quien se excede, en

un dependiente, esto es, en un ser esclavizado por un vicio, encadenado al placer y a la

efímera evasión de la realidad que ese vicio le ofrece.

El individuo dependiente deja de ser dueño de sí mismo: entrega tan valiosa posesión por

un momento de gozo o de escape, y el mecanismo del acostumbramiento convierte ese

“fugaz” exceso en un condicionamiento terriblemente restrictivo y destructivo, para el

mismo sujeto enviciado, y de un modo especialmente trágico y doloroso para su entorno

familiar y para la sociedad en la que se inserta.

Ciertamente, existen factores predisponentes que inclinan a algunas personas a caer en

todo tipo de excesos: desde variantes físicas hasta entornos agresivos, problemas familiares,

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presiones laborales, etc. Pero estos factores no determinan del todo el acontecer en la vida

de una persona: ésta puede dirigir sus pasos, mediante decisiones correctas y hábitos bien

dirigidos, hacia la virtud de la sobriedad, condición necesaria de una libertad auténtica.

6.4 Responsabilidad

Todos somos responsables. Todos debemos responder por las consecuencias de nuestros

actos y por los compromisos adquiridos. La diferencia radica en tener sentido de la

responsabilidad, es decir, en ser plenamente conscientes de que los actos tienen

repercusiones en quien los ejecuta -por la retroalimentación de la acción humana (6.1)- y en

la sociedad en la que se insertan. El manejo irresponsable de nuestra libertad nos destruye y

destruye a la sociedad.

Carecer de sentido de la responsabilidad es sólo entendible en niños muy pequeños,

incapaces de proyectar los efectos de su comportamiento hacia el futuro, o de entender lo

que significa establecer un compromiso. El irresponsable da muestras de inmadurez, y

cierra la posibilidad de que otros confíen en él. Con ello limita terriblemente el horizonte de

sus relaciones interpersonales, y renuncia al logro de metas verdaderamente valiosas. Nada

importante se alcanza sin hacerse cargo de las consecuencias -buenas o malas- de nuestros

actos y de nuestras promesas. La responsabilidad es una virtud tan importante que se

concreta en muchas otras virtudes. Reflexionemos ahora sobre algunas de ellas.

6.4.1 Orden

La virtud, la fuerza, de la persona ordenada radica en la capacidad para poner unidad en la

multiplicidad. Nadie puede responder plenamente por las consecuencias de su conducta ni

forjar un proyecto vital coherente sin utilizar su inteligencia para integrar y armonizar los

diversos elementos con que cuenta para ello. Estos elementos que deben ser ordenados van

desde objetos físicos hasta ideas, objetivos, emociones y actividades. Todas estas

dimensiones de la existencia se nos presentan como múltiples; la virtud del orden nos

permite articularlas de modo que favorezcan el alcance de nuestras metas.

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6.4.2 Puntualidad

Ser puntual es una importantísima forma de respeto al tiempo, las ocupaciones y los

intereses de las personas que nos rodean. Es, además, manifestación de libertad, pues el

puntual domina su tiempo, mientras el impuntual es dominado por él.

La virtud de la puntualidad es uno de los hábitos que más fomento requieren en nuestro

país. Ante los grandes problemas nacionales, a muchos esta propuesta podría parecerles

intrascendente. Sin embargo, la configuración de una auténtica cultura cívica ha de empezar

por las más sencillas manifestaciones de orden y de respeto. La puntualidad es una de ellas.

6.4.3 Servicio

Sentado a la orilla del camino, reía el filósofo Diógenes. Cuando le preguntaron por qué,

contestó: “Estoy sentado aquí desde el amanecer. Muchos han tropezado con aquella

piedra, todos han maldecido... ¡pero ninguno se ha preocupado por retirar la piedra del

camino, para que el siguiente no tropiece!”

La anécdota es sugerente. Ya hemos hablado sobre la íntima conexión que existe entre lo

privado y lo público. Nadie alcanza una vida lograda individual sin cooperar para el

mejoramiento de la sociedad. Es en este marco donde la importancia de la virtud del

servicio es patente. Para un ser humano servicial, la dimensión más profunda de su

actividad (sobre todo de su actividad laboral) se encuentra en la colaboración que ésta

supone para con la sociedad y para con otros seres humanos. Esta cooperación, como

puede verse, nada tiene que ver con algún tipo de humillante servilismo. El servicio

dignifica.

Debemos insistir en este hábito, para contrarrestar ciertos enfoques actuales que no ven en

el trabajo sino un modo de ganar dinero, y que no encuentran en las relaciones

interpersonales más que motivos para la desconfianza, la paranoia y el individualismo

exacerbado. Todos somos responsables de la conformación de una verdadera cultura de

servicio.

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6.4.4 Laboriosidad y profesionalismo

Si bien tocaremos lo referido a la deontología profesional más adelante (7.0), por ahora

adelantaremos que la laboriosidad representa una de las dimensiones fundamentales de la

responsabilidad. Mediante un trabajo bien hecho, el ser humano no sólo transforma el

entorno externo; también se dignifica a sí mismo, y, como hemos dicho, coopera -

independientemente de la remuneración o prestigio de su oficio- con el bien de la sociedad.

6.4.5 Veracidad y transparencia

La veracidad, dijo alguna vez el filósofo Immanuel Kant, es un deber absoluto. Hemos de

habituarnos a la expresión de la verdad; primero, porque es el único modo de tener

consistencia en un proyecto vital y de alcanzar la libertad en el plano individual y en el

plano social: la mentira encadena y obliga al fingimiento, genera temor y ansiedad (siempre

puede ser descubierta) y es muestra de una personalidad inmadura. En segundo lugar, toda

sociedad requiere para su correcto funcionamiento de un estrato de confianza básica: no

todo se puede regular o tipificar en la ley; el límite de la legislación se encuentra en esa

confianza fundamental en la veracidad de los actores sociales.

La transparencia auténtica -la radical- es la generalización de la virtud individual de la

veracidad. Una sociedad transparente no es una comunidad donde “todo mundo sabe todo

de todos”. Es una sociedad donde sus agentes viven la veracidad y, por tanto, la ciudadanía

puede ejercer su derecho a la información y a la verdad.

Si bien algunas veces, aparentemente, la mentira nos facilita las cosas o nos permite evadir

dificultades, en realidad fragmenta la personalidad del individuo que la expresa y envenena

el grupo social en que se emite. De nuevo conviene recordar que a ninguno le agrada ser

engañado, y que por tanto faltar a la verdad implica una falta a la justicia y al respeto que

debemos a las otras personas como seres con la misma dignidad y derechos.

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6.5 Justicia

Durante siglos, las instituciones judiciales de la cultura occidental han funcionado con una

definición de justicia articulada por la filosofía y asimilada convenientemente por la

tradición del derecho romano: justicia es dar a cada quien lo suyo.

¿Y qué es “lo suyo”? Tanto lo que corresponde a todo ser humano en tanto ser humano (los

derechos humanos, de los que nos ocuparemos posteriormente) como lo que se ha ganado

en lo particular por sus méritos y su trabajo, y lo que le corresponde según los pactos y

acuerdos establecidos. El “otro” mencionado en la definición de justicia no tiene por qué

ser exclusivamente una persona particular: también debemos dar “lo suyo” a la comunidad,

de modo que somos injustos si no hacemos nuestro trabajo como debiéramos, si no

pagamos los impuestos proporcionados, si no cumplimos con nuestros deberes de

participación cívica, etc.

La justicia es tan importante que, para muchos, una sociedad justa es una sociedad que ha

alcanzado su finalidad. El justo reconoce la dignidad de todas las personas. Esta virtud tiene

mucho qué ver con todas las que hemos mencionado. Y es que las virtudes van de la mano,

funcionan como “vasos comunicantes”, de modo que no se puede ser ecuánime sin ser

sereno, ni ser responsable sin ser sobrio, ni ser justo sin ser veraz. Los hábitos positivos van

desarrollándose armónicamente; forman un tejido, una trama a la que hemos llamado

personalidad.

Hemos dicho que la justicia puede darse respecto a otra persona, o respecto a la comunidad.

Tradicionalmente se distinguen tres tipos de justicia: la que se da en la relación de

individuos iguales entre sí (justicia de equidad), la que se debe dar de parte del Estado

rector de una comunidad hacia los individuos bajo su mando (justicia de distribución), y la

que deben los mismos individuos a la comunidad en la que viven (justicia legal). Existe,

además, el deber de la exigencia de la justicia. Examinemos estos tipos de justicia por

separado.

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6.5.1 Equidad

Todos defendemos “lo nuestro”, de modo que defender también el derecho que tiene otro

ser humano a lo “suyo” significa descubrir en él a alguien con los mismos derechos y

dignidad que yo. Ser justo es ser capaz de ponerse en el lugar del otro. Comportarme con

justicia ante otro individuo en mis mismas condiciones significa reconocerle paridad de

derechos, y dar en la misma medida en que recibo en mi relación con él. No exageraba

Cicerón al afirmar que es por la justicia, ante todo, por lo que llamamos bueno a un

hombre.

6.5.2 Distribución

La justicia de distribución es la virtud correspondiente al buen gobernante, al buen

funcionario público, al líder político positivo. Es el deber que el Estado tiene para con los

individuos de la comunidad a su cargo. Es una especie particular de justicia porque, en este

caso, ya no se da al destinatario del acto justo algo que sea exclusivamente suyo, sino

aquello que pertenece de algún modo a todos: el producto social o suma total de la

convivencia. La justicia distributiva abarca bienes tan fundamentales como el alimento, el

vestido, la vivienda, la cultura, la salud, la protección, el trabajo, la participación pública,

etcétera.

Obviamente, la justicia distributiva no implica que el gobierno sea una especie de

emperador romano que aviente pan y monedas al pueblo. La distribución exige mecanismos

complejos: no es el regalo ni el reparto arbitrario. La justicia distributiva es, ante todo, la

creación de las condiciones necesarias para que todos los habitantes de un país alcancen

una vida lograda.

Por supuesto, la formación de este hábito requiere educación y buena voluntad en el

gobernante. Pero también exige una respuesta proporcionada por parte de la comunidad

gobernada, que debe aprender a aceptar la justicia distributiva. Esta respuesta suele

denominarse justicia legal, aunque va más allá del mero cumplimiento de la ley. Los

individuos que conforman el grupo social deben también estar dispuestos a promover una

distribución cada vez más justa de los bienes; deben corresponder a la justicia distributiva

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con el pago de impuestos, con aportaciones y colaboraciones a la comunidad y con el

respeto debido a la labor de los gobernantes.

Para decirlo sucintamente, si queremos mejorar la distribución de la riqueza en nuestro

país, debemos estar dispuestos a cumplir nuestras obligaciones ciudadanas, desde el respeto

a una señal de tránsito hasta el pago de impuestos.

El ideal de justicia distributiva necesita de una profunda revalorización de la actividad

política, de modo que los encargados de la dirección del Estado se sientan comprometidos a

responder dignamente por la autoridad que ostentan.

6.5.3 Exigencia

Es justo exigir justicia, tanto a los otros ciudadanos como al Estado. Ello requiere madurez

y valentía. Es una tarea en la que todos debemos participar. Quien se conforma o se calla la

injusticia se convierte en su cómplice. A menudo nos sentimos impotentes ante injusticias

que parecen estar más allá de nuestro alcance. Teniendo en mente la continuidad entre

hábitos cívicos y hábitos personales de la que hemos hablado antes (6.2), debemos empezar

por ejercer, impartir y demandar justicia en nuestro entorno más inmediato. Ése es el mejor

conducto para la configuración de una sociedad justa. No olvidemos que en la mayoría de

los casos, la infelicidad y la miseria son efectos, directos o indirectos, de alguna falta a la

justicia.

6.6 Siete enemigos de la persona y de la sociedad

Antes de concluir esta exploración del mapa de la personalidad, hablaremos sobre algunas

de las disposiciones, vicios y enfermedades que resultan más corrosivos tanto para los

individuos como para los grupos sociales.

6.6.1 La apatía

Apatía significa, literalmente, insensibilidad. El apático, por ignorancia, por frivolidad o

por cobardía, cierra las puertas a todo aquello que pueda comprometerlo con el bienestar de

la sociedad y con su propio perfeccionamiento. Esta dejadez, este descuido de las propias

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metas y del grupo en el que estamos insertados, es el peor obstáculo para el mejoramiento

de las personas y de las circunstancias sociales. La apatía es uno de los peores enemigos de

la democracia y uno de los aliados más eficaces de la corrupción.

El apático no debería tener la conciencia tranquila. Su inactividad representa múltiples

injusticias: hacia la comunidad, que se ve privada de lo que ese individuo podría aportarle;

hacia las otras personas, y hacia sí mismo, pues coarta su propio crecimiento al hacer del

desinterés un modo -ciertamente bastante empobrecido- de existencia.

6.6.2 La violencia

Apoyémonos de nuevo en el lenguaje común para acercarnos a la definición más precisa

posible del fenómeno de la violencia. A menudo hablamos de una violenta tormenta o de un

violento portazo. Podemos entrever en la violencia, por tanto, una fuerza desmesurada.

El punto es, por tanto, ¿cuál es la medida correcta en el ejercicio de la fuerza? Debemos

aceptar, de entrada, que el ejercicio de la fuerza y la agresividad son impulsos naturales en

el ser humano. Sin embargo, la violencia es el uso ofensivo de dichas dimensiones

humanas. Por ello puede ser considerada como la disposición antisocial por antonomasia.

La razón debe dar medida al uso de nuestras potencialidades. La medida de este uso de la

fuerza es nada menos que el respeto a la integridad física y psicológica de nuestros

semejantes. En lo humano, un ejercicio violento de la fuerza y de la agresividad significa

irracionalidad.

Experimentamos la violencia en el mundo humano como un atropello a nuestra dignidad

más fundamental. La violencia anula toda relación interpersonal, genera temor, y

obstaculiza la libre manifestación de la interioridad del ser humano.

6.6.2.1 Violencia física y violencia psicológica

Si la violencia es el uso desmedido de la fuerza, entonces no se limita a un fenómeno físico,

puesto que también hay otros tipos de fuerza. Las amenazas, los chantajes, la persecución,

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la generación de ansiedad o de culpa son también modos de fuerza ofensiva: actos de

violencia psicológica. Cuando influimos en la vida emocional y afectiva de los demás

causando destrucción y desarmonías: somos violentos. Lo mismo cuando excluimos

injustificadamente a una persona de tal o cual grupo, cuando manchamos su reputación o

cuando disminuimos su autoestima -en la cual, como dijimos, las opiniones ajenas juegan

un papel importante (6.3)- mediante un trato denigrante o mediante juicios condenatorios.

Normalmente, los individuos que ejercen violencia psicológica contra los demás lo hacen

para aparentar una seguridad y un control de las circunstancias que no tienen, y que les

hace sentirse vulnerables ante las personas que les rodean.

Si bien este tipo de violencia es menos patente que la física, y a menudo resulta mucho más

complejo evitarla, debemos tenerla en cuenta porque puede ser incluso más corrosiva de la

integridad personal y del orden social de lo que puedan llegar a ser las agresiones

corporales. Las amenazas, por ejemplo, son un factor importante en el fenómeno de la

desintegración familiar. Según el Centro de Atención a Violencia Intrafamiliar de la

Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, tan sólo en esta entidad se denuncian

58.5 amenazas de muerte cada mes entre familiares.

Otros chantajes comunes son el de alejar a los hijos, el de dañar a otros parientes o el de

correr de la casa a mujeres e hijos. Evidentemente, estas relaciones destructivas al nivel

psicológico atentan contra la salud emocional y contra el desarrollo armónico de la

personalidad.

6.6.2.2. La violencia familiar

Este tema requiere de un tratamiento delicado. Tan sólo señalaremos que la experiencia de

actos de violencia -física o psicológica- en la propia familia representa un obstáculo muy

considerable para la configuración de una personalidad sana.

Los modelos correctos sobre los que ha de funcionar la autoestima se forman en el núcleo

familiar, por lo que la vivencia de agresiones y de ofensas, sobre todo a una edad temprana,

genera una percepción deformada del propio valor, además de ansiedad, culpa y

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resentimientos. Sorprende descubrir cuántos problemas de desintegración social tienen su

origen en personas que trasladan sus traumas familiares al ámbito de la convivencia cívica.

Este factor es también una constante en la biografía de sujetos conflictivos, viciosos,

delincuentes y suicidas.

Ante esta trágica realidad, a la persona corresponde la pronta denuncia de los hechos de

violencia en la familia, la educación de las jóvenes generaciones, que deben suprimir

algunos modelos -por muy “tradicionales” que resulten- de abuso familiar, y la contención

virtuosa de ciertos impulsos en función de una convivencia doméstica armónica y

respetuosa.

Como sociedad, tenemos aún mucho por avanzar en este sentido. Estudios realizados en

1999 por la Comisión Nacional de la Mujer sacaron a la luz que el 38.3% de los mexicanos

considera justificado pegarle a su esposa. El mismo muestreo estadístico reveló que el

49.8% de las mujeres y el 72.2% de los hombres recibieron maltrato físico por parte de su

padre en la infancia. Las cifras son alarmantes, y se agravan si enfocamos el análisis

estadístico a los estratos menos favorecidos de la sociedad. Cada mexicano ha de asumir la

responsabilidad de cambiar estos paradigmas, tanto en sus relaciones actuales como en la

formación de una nueva mentalidad, respetuosa y cívica, en los niños y en los jóvenes.

Al Estado corresponden progresos en la legislación al respecto de la violencia intrafamiliar,

el apoyo a organizaciones no gubernamentales dedicadas al tratamiento de traumas

familiares y de relaciones destructivas, y el impulso a la promoción de los derechos

domésticos de los individuos.

6.6.2.3 La violencia social

Los hechos de violencia social abarcan desde las agresiones que se dan cotidianamente

entre conductores de automóviles hasta secuestros, violaciones y homicidios. La violencia

social es la ruptura más grave del orden que debe regir la convivencia humana. Es, también,

la frustración completa del diálogo y de la racionalidad, formas humanas más elevadas para

enfrentarse a los conflictos.

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Los estallidos de violencia son prácticamente cotidianos. Nos hemos acostumbrado a un

trato social intolerante y sádico; de modo que graves atentados contra el valor del ser

humano pasan hoy inadvertidos, como una noticia más, entre tantas de la “nota roja”. Para

revertir las tendencias culturales violentas debemos redescubrir nuestra sensibilidad y

recuperar la capacidad de indignación y de empatía (la empatía es la capacidad para

ponerse en el lugar del otro). Ése es el primer paso que la persona puede dar para el

reestablecimiento de un orden verdaderamente humano en la sociedad. Nada lastima tan

profundamente la personalidad como la experiencia de actos violentos.

Además, debemos tomar en cuenta que sin un mejoramiento de las condiciones sociales,

promovido desde el Estado y aceptado y alcanzado desde el esfuerzo individual de los

ciudadanos, la violencia seguirá surgiendo como manifestación irrefrenable de

problemáticas profundas.

6.6.3 Alcoholismo

Hemos hablado ya del hábito positivo de la sobriedad (6.3.4) La necesidad de esta virtud se

manifiesta ante las terribles consecuencias de un vicio-enfermedad como el alcoholismo.

Soslayando las predisposiciones genéticas, podemos señalar como causas de esta adicción

el afán de evadir circunstancias penosas de la realidad, la “inquietud” por nuevas

experiencias y la necesidad de aceptación social.

No consideramos necesario detenernos en los devastadores efectos del alcoholismo sobre la

libertad del individuo, el bienestar de la familia y el correcto funcionamiento de la

sociedad. Basta recordar que, en el mundo entero, aproximadamente el 50% de los

homicidios están relacionados con el exceso en el consumo de bebidas alcohólicas, y que

un porcentaje semejante de accidentes de tránsito y de accidentes laborales se debe a la

misma causa. La embriaguez es también factor destructivo en problemas conyugales,

abusos sexuales y maltrato infantil. Por encima de todas estas temibles consecuencias,

hemos de pensar en que adicciones de este tipo atentan contra el valor del ser humano.

Nada hay más denigrante ni más triste que contemplar el derrumbe de un individuo,

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esclavizado por su propio vicio. El alcoholismo es, por ello, un serio problema de ética

cívica, y no un mero asunto personal.

A las familias corresponde la formación de sus hijos en el sentido crítico y en una voluntad

fuerte, capaz de autodominio y de moderación en el consumo de bebidas alcohólicas. Para

las personas que ya sufren de este problema (tanto el alcohólico como sus allegados), el

recurso que mejores resultados ha entregado es el del ingreso a grupos de autoayuda. En

ellos, el alcohólico recupera el control sobre su propia vida, vuelve a valorar su salud física

y emocional, y encuentra el valor para enfrentarse a las circunstancias adversas de las que

antes quería evadirse. Las familias afectadas encuentran en estos grupos comprensión y

formas de canalizar las tensiones y resentimientos acumulados. La comunidad ha de jugar a

su vez un papel activo en el combate a estos vicios y en la prevención de estos problemas

para las nuevas generaciones.

6.6.4 Drogadicción

Como en el caso del alcoholismo, la drogadicción o fármaco-dependencia representa un

problema eminentemente ético. No se trata sólo de los problemas de salud que genera ni de

las mafias que crecen a la sombra del consumo de tóxicos. Se trata de respeto a la

integridad personal. El adicto se limita a sí mismo, se embrutece, atenta contra el núcleo

más valioso de su personalidad. Los problemas familiares y la necesidad de pertenencia a

un grupo impulsan a esta automutilación de la racionalidad, que pone en riesgo la propia

vida del adicto, que lo convierte en un delincuente potencial y en un factor especialmente

destructivo de la convivencia social.

Hemos dicho que ciertas circunstancias explican el impulso a la evasión que ofrecen los

fármacos (estimulantes, depresivos, alucinógenos). Sin embargo, personas en las mismas

condiciones han podido evitar el abismo de las drogas. Aunque la tentación de “tomar unas

vacaciones” de la realidad, pueda entenderse en ciertos casos, ceder o no ante ese impulso

depende del autodominio que cada persona tenga sobre su propia vida y sobre el modo en

que enfrenta sus problemas.

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Alguno objetará que hay drogas “socialmente aceptadas”, como el alcohol o el tabaco. Lo

cierto es que, si estos productos causan daños físicos y psíquicos, ha de combatirse su

consumo, y no agravar el mal legitimando el uso de otras sustancias dañinas. Además, el

alcohol, por ejemplo, consumido en dosis moderadas, no atenta contra la integridad física o

mental del individuo.

Las drogas matan: también denigran, esclavizan, empobrecen. De nuevo hemos de pensar

en la familia como núcleo de formación para la prevención de estos problemas, y para

hallar soluciones rápidas y eficaces cuando éstos se identifican a tiempo.

6.6.5 Bulimia y anorexia

Anorexia significa falta de apetito. Quizá sea un término impreciso para hablar del trastorno

alimenticio que nos ocupa, pues en realidad la pérdida del hambre se presenta en una fase

tardía del problema. A menudo éste comienza en un entorno estresante (exigencias

académicas o laborales, conflictos familiares), y se concreta en un conflicto alimenticio

conforme avanza la enfermedad. La persona afectada tiene serios problemas en su

autopercepción. Mucho influyen los modelos impuestos por los medios de comunicación,

que han generado una imagen del ser humano en la que la delgadez es un parámetro

inevitable de belleza, y ésta es el único criterio de éxito personal y de satisfacción con uno

mismo. Ante paradigmas tan generalizados y tan opresivos, el individuo se siente incómodo

consigo mismo (tenga o no -lo mismo da- de hecho un problema de obesidad) y se

encuentra incapacitado para tener una opinión objetiva sobre su cuerpo.

Se engaña quien piensa que anorexia o bulimia son enfermedades exclusivamente

femeninas, o propias de un cierto sector socioeconómico. Investigaciones recientes han

señalado el aumento de este trastorno en varones, y su peligrosidad en todos los estratos

sociales. Además, la enfermedad se presenta cada vez a edades más tempranas.

El problema tiene, por supuesto, un fondo psiquiátrico y psicológico. Influyen la

desintegración familiar, un entorno agresivo de falsas “amistades”, las comparaciones

injustas. Empieza, como decíamos, por una alteración nerviosa, que conduce a una

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distorsión en la apreciación de la propia figura. La acompañan depresión y ansiedad. La

variante anoréxica genera negación ante la comida, rituales con el alimento (cortarlo en

pequeños trozos, calcular una y otra vez las calorías...), y reacciones histéricas. Se

diagnostica bulimia cuando, además de los síntomas antes enunciados, el enfermo se

provoca el vómito después de comer compulsivamente (los trastornos alimenticios oscilan

entre la negación absoluta a ingerir alimento y los subsecuentes “atascones”).

Los efectos de estas conductas son tanto fisiológicos como caracterológicos: pérdida de

peso, palidez, variaciones violentas de la temperatura, adormecimiento, debilidad, cambios

metabólicos... la personalidad se ve afectada por una constante irritabilidad, accesos de ira,

sentimientos de culpa y de autodesprecio, retraimiento social, y desconfianza en el entorno.

Las consecuencias últimas son el aislamiento social y la muerte (a menudo por inanición,

suicidio o desequilibrio electrolítico).

La asesoría psiquiátrica y nutricional, un entorno verdaderamente amigable y el apoyo

familiar son condiciones necesarias para el restablecimiento de estos enfermos. Se requiere

también de actitud crítica frente a los paradigmas postizos de la sociedad moderna,

incapaces de reconocer el verdadero valor de una persona. Los grupos de autoayuda son

también recomendables. Recientemente se ha descubierto la utilidad de la lectura y de las

bellas artes para ayudar a la persona con el trastorno a redescubrir los verdaderos valores de

su personalidad.

6.6.6 Pornografía infantil

La pornografía infantil es la peor forma imaginable de explotación. Nada puede ser más

degradante para la especie humana que la utilización de seres inocentes e indefensos, su

transformación en objetos de consumo. La exposición de la intimidad infantil resulta

injustificable, desde cualquier perspectiva. Se trafica con la intimidad de los pequeños: de

entrada, se negocia algo ajeno. Se explota una sexualidad que los mismos niños aún no

descubren. El desarrollo sexual, emocional y social de las víctimas de la pornografía

infantil queda gravemente comprometido.

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Además, la pornografía infantil corrompe las relaciones humanas y fomenta la violencia en

todas sus modalidades; encima, promueve agresiones sexuales graves, secuestros y

homicidios.

Ya sea soft core (la llamada “pornografía blanda”) o hard core (la “pornografía dura”), la

exposición de niños como productos para satisfacer la demanda de enfermos sexuales

implica el peor menosprecio de la vida humana. De esta indiferencia ante el sufrimiento y

la denigración de los inocentes se puede pasar fácilmente a la brutalidad y la violación.

El combate a este problema social nos corresponde a todos: medios de comunicación,

organizaciones civiles, padres de familia, educadores y autoridades. No deben confundirnos

los falaces argumentos de “tolerancia” malentendida, que pretenden que este consumo es

uno más entre los “entretenimientos” aceptables por la comunidad. Tampoco debe

paralizarnos la apatía o el horror ante las verdades que podamos descubrir en la

investigación que estos abusos exigen.

6.6.7 Acoso sexual

En sentido amplio, acoso sexual es toda presión ejercida sobre un individuo, mediante

amenazas o mediante la oferta de ciertos privilegios, para obtener de él algún tipo de

relación sexual que éste no desea. Normalmente, el problema se plantea desde la

perspectiva laboral: en esos casos, el hostigamiento consiste en la conducta de una persona

que utiliza el puesto que ocupa para amenazar (sin amenaza, la insinuación sexual no es

propiamente un acoso) con despidos o con la retención de algún estímulo, y así obtener

cierta satisfacción sexual, que quizá le sea proporcionada, si no por el favor sexual en sí

mismo, sí por un ambiente sexista y agresivo que le excita y refuerza sus actitudes

antisociales.

Sin importar si la amenaza es velada o explícita, si la proposición no ha sido provocada o

solicitada por el elemento pasivo de la relación, y ésta es indeseable para él, estamos ante

un caso de acoso sexual. Las conductas hostigantes abarcan desde comentarios ofensivos

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sobre el sexo o sobre el cuerpo hasta la solicitación de imágenes, el tocamiento en forma

sexualmente sugerente, la invasión del espacio personal y la consumación del acto sexual.

En nuestro país las demandas por hostigamiento sexual son pocas. Ello responde al miedo

ante las represalias; a menudo el acosado evita toda acción que pueda afectar los términos o

condiciones de su empleo.

Esta obstaculización de la denuncia compromete a las empresas a ejercer medidas

preventivas y correctivas, y a establecer mecanismos que den cauce a las quejas de este tipo

sin comprometer de modo alguno el status laboral del demandante. Además, se ha de

fomentar la exigencia de justicia y la cultura de la denuncia. El afectado ha de darse cuenta

de que el acoso atenta contra su libertad más fundamental: se le está convirtiendo,

literalmente, en un objeto de placer sujeto a intercambio. Es su deber alertar sobre el

comportamiento invasivo, autoritario y antisocial de quien le acosa. En la mayoría de los

casos, el hostigador sexual presenta estas conductas recurrentemente: repetirá el acoso con

otros de sus empleados. Denunciarlo a tiempo puede evitar que otras personas sean

utilizadas o perjudicadas por este tipo de presiones en el futuro.

Debemos ser conscientes de que el fenómeno del acoso sexual no se da exclusivamente

entre compañeros de oficina o entre jefes y subordinados en una empresa. También se da el

abuso de poder y el hostigamiento en las instituciones educativas, en concursos y

certámenes, en licitaciones y otros tipos de negocios, etc. El problema presenta facetas

diversas según el entorno en que se suscita. Para enfrentarlo han de conocerse las

circunstancias particulares de cada caso, atendiendo a estas condiciones singulares sin

soslayar en ningún momento la dignidad del ser humano y el derecho de ser respetado en su

intimidad.

Entre los expertos en este problema, se ha suscitado la discusión de si el acoso sexual es un

conflicto provocado por el abuso de poder o por la falta de autodominio que conduce a los

desórdenes sexuales. Lo cierto es que ambos factores intervienen en este asunto. Así como

las virtudes se comunican y remiten unas a otras, los vicios también se presentan

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mezclados. Nadie puede hacer un uso justo del poder si no sabe gobernarse a sí mismo. Del

mismo modo, el desorden sexual implica la objetivación de las otras personas. El acosador

“usa” a la persona: le niega el respeto que se le debe como individuo. Esta deformación de

las relaciones interpersonales implica la comisión de todo tipo de injusticias.

En la última década, según el INEGI, el porcentaje de mujeres con participación económica

en nuestro país subió del 19.6% al 29.9%. Ante la creciente participación de la mujer en el

campo laboral, el problema del acoso sexual ha ido agravándose (aunque aclaramos que

también existe hostigamiento entre personas del mismo sexo o de mujeres a hombres).

Evitarlo, investigarlo y, en su caso, denunciarlo y castigarlo, es parte de la responsabilidad

social de cualquier empresa.

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Bibliografía recomendada

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1994.

7. Guerra, A. J.: El alcoholismo en México, Fondo de Cultura Económica, México, 1977.

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10. Olivieri, L.: La drogadicción: un desafío a la comunidad internacional en el siglo XXI.

Una respuesta global, Veintiuno, Madrid, 2001.

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12. Ricoeur, P.: Lo justo, Caparrós Editores, Madrid, 1993.

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