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    LA ALTERNATIVA DEL DISENSO(En torno a la fundamentación ética de los derechos humanos)

    Ja v i e r M u g u e r z a

     A Ernesto Garzón Valdés

    Pese a haber sido el nuestro un siglo jalonado por acontecimientos tan fatídicoscomo Auschwitz, el Gulag o Hiroshima —y la lista de tales acontecimientos podría,naturalmente, verse incrementada a voluntad, incluyendo acontecimientos similaresde ayer y de hoy mismo—, los tratadistas del tema que nos ocupa no resisten enocasiones la tentación de abandonarse a un comprensible triunfalismo. Pues, enefecto, nunca como en el presente parecen haber gozado los derechos humanos de ungrado de reconocimiento jurídico comparable a escala planetaria. Y semejante re-conocimiento convierte a esos derechos —por encima o por debajo de sus nada in-frecuentes violaciones allí donde alcanzan a regir y de su generalizada falta deaplicación allí donde tan sólo rigen nominalmente— en algo así como un hecho in-controvertible.

    Ahora bien, que el derecho sea un hecho —para servirnos de una fórmula célebrey celebrada— no ahorra en modo alguno la reflexión, y por lo pronto la reflexiónfilosófica, sobre dicho hecho. Como nos enseñara Kant, la misión de la filosofía no es,en efecto, otra que la de dar razón de aquellos «hechos» que tenemos por incon-trovertibles. En un ataque a lo que llaman «la ideología de los derechos humanos»,Alain de Benoist y Guillaume Faye —ideólogos a su vez de la llamada «nueva dere-cha» francesa— han reproducido en alguna ocasión, con maliciosa fruición, una bienconocida anécdota que —sin asomo de malicia, mas con algún pesar— relatara haceaños Maritain en su introducción a un volumen colectivo sobre  Los derechos delhombre editado por la Unesco: como, en el seno de una Comisión de este organismo,alguien se admirase de la facilidad con la que miembros de ideologías radicalmentecontrapuestas mostrábanse de acuerdo sobre una lista de derechos, aquéllos res-pondieron que «se hallaban de acuerdo en lo tocante a los derechos enumerados en lalista, pero a condición de que no se les preguntara por qué». Pues bien, esa es la típicapregunta que los filósofos no pueden, ex officio, dejar de formularse, puesto que «darrazón» no es otra cosa que un intento de responder a la interrogación acerca de unporqué. Es probable que la filosofía, que está muy lejos de ser ciencia, no puedaenvanecerse de hallarse al margen de las ideologías, sean de derechas o de iz-quierdas, mas —si no se reduce a mera ideología— ello se debe, a no dudarlo, a ese

    su impenitente afán de demandar razones.Y si el filósofo de turno, como es ahora mi caso, se declara además —con la

    modestia de rigor, pero con convicción— «racionalista», está claro que esas razonestendrán que serlo reduplicativamente, esto es, tendrán que ser razones de la razón yno tan sólo pascalianas «razones del corazón». El tema de los derechos humanos esuno de esos temas en que estas últimas razones pudieran resultar insoslayables.Alguien podría, así, declararse fervientemente partidario de los derechos humanos eirremisiblemente escéptico en lo que atañe al problema de su fundamentación,postura ésta que, por mi parte, no sólo considero perfectamente respetable sino, sinduda, preferible a su contraria: la de quienes, creyéndolos teóricamente funda-

    mentados, no vacilan en conculcarlos en la práctica. Pero, por más profundamenteque las respete, una actitud filosófica racionalista no puede contentarse con razonesdel corazón. Cuando en lo que sigue yo hable de «la fundamentación ética de losderechos humanos», se entenderá que estoy hablando de su fundamentación racional  

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    o, mejor dicho, de su intento de fundamentación racional, de suerte que serán esaclase de «razones de la razón» —por lo demás, un tanto arduas de encontrar, lo queno garantiza que digamos el éxito de mi empeño— las que nos van a interesar enadelante.

    Pero, por entrar ya en materia, ¿qué habremos de entender en adelante por«derechos humanos»? Para los propósitos de este trabajo quisiera comenzar ha-ciendo mía la definición de los mismos que entre nosotros ha propuesto un filósofo del

    derecho, Antonio E. Pérez Luño, en un autorizado libro sobre la cuestión. A tenor deella, escribe, los derechos humanos aparecen como «un conjunto de facultades einstituciones que, en cada momento histórico, concretan las exigencias de la digni-dad, la libertad y la igualdad humanas, las cuales deben ser  reconocidas positiva-mente por los ordenamientos jurídicos a nivel nacional e internacional». Se trata deuna definición concisa y breve, que se centra admirablemente en el meollo del asuntoy que el autor ha hecho preceder de una veintena larga de páginas destinadas aasegurar su plausibilidad. Pues, aunque constituya una estipulación, la propuesta noes, sin embargo, una «definición  humpty-dumptyana», descansando tanto en laexploración lexicográfica de los límites lingüísticos de la expresión definida cuanto en

    algo más importante, como es la delimitación conceptual de su contenido.Por lo demás, el profesor Pérez Luño es bien consciente de los méritos de su de-

    finición, que según él escapa a algunos socorridos cargos contra el intento mismo dedefinir qué sean los derechos humanos4. Su definición, en primer lugar, no es tau-tológica, como lo sería una definición que nos dijese que «los derechos del hombreson los que le corresponden al hombre por el hecho de ser hombre», pues la suya nosólo concreta una serie de «exigencias» humanas, sino alude al carácter histórico desemejante «concreción». En segundo lugar, no es tampoco una definición formalista,del tipo de «los derechos del hombre son aquellos que pertenecen o deben pertenecera todos los hombres, y de los que ningún hombre puede ser privado», pues la defi-

    nición de Pérez Luño deja espacio, al referirse al reconocimiento positivo de talesderechos en los ordenamientos jurídicos, tanto a los aspectos normativos del «pro-ceso de positivación» cuanto a las técnicas de protección y garantías de fa realizaciónefectiva de los mismos. En tercer y último lugar, la definición pretende no ser te-leológica,  como lo serían las definiciones que remiten a la finalidad de preservarvalores últimos, valores de ordinario susceptibles de interpretaciones diversas y auncontrovertidas, por el estilo de «los derechos del hombre son aquellos imprescindiblespara el perfeccionamiento de la persona humana, para el progreso social o para eldesarrollo de la civilización, etc.» Por lo que a mí respecta, empero, no estoy tanseguro de que la definición elegida por el profesor Pérez Luño consiga escapar a este

    tercer cargo, en el supuesto de ser un cargo, con la misma facilidad o el mismo éxitoque en los dos casos anteriores.Es decir, no acabo de ver que la «dignidad», la «libertad» y la «igualdad» sean

    valores menos susceptibles de interpretaciones diversas, ni menos controvertidas,que «el perfeccionamiento de la persona humana», «el progreso social» o «el desa-rrollo de la civilización», si bien, por las razones que veremos, los creo bastante másfundamentales que estos últimos desde un punto de vista ético.

    Pero mi mayor desacuerdo por lo que hace a la definición de Pérez Luño tiene quever con el sentido general que su autor le atribuye. En su opinión, «la definiciónpropuesta pretende conjugar las dos grandes dimensiones que integran la nocióngeneral de los derechos humanos, esto es, la exigencia iusnaturalista respecto de sufundamentación y las técnicas de positivación y protección que dan la medida de suejercicio». Por descontado, Pérez Luño tiene todo el derecho, natural o no, de extraer

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    implicaciones iusnaturalistas de su definición, pero no todos cuantos aceptemos dichadefinición estaríamos por ello obligados a apechar con semejantes implicaciones.

    De su definición se seguiría —o, más exactamente, se sobreentiende en ella— quelas exigencias de dignidad, libertad  e igualdad  humanas mencionadas son previas alproceso de positivación y que la razón por la que deben ser reconocidas jurídicamentevendría a suministrar el fundamento de los derechos en cuestión. Ni más ni menos. Eliusnaturalismo, como vemos, no aparece por parte alguna, o por lo menos no lo hace

    si no se admite de antemano —como el iusnaturalista se inclinaría a admitir sin duda—que el hecho de que aquellas exigencias sean previas al proceso de positivación lasconvierte en derechos naturales. Tengo para mí que una presuposición tal es gratuita.Pero, antes de entrar a discutirla, querría mencionar otra de menor cuantía. A saber,la presuposición de que valores como la dignidad, la libertad o la igualdad son ex-clusivo patrimonio de la tradición iusnaturalista.

    Por concentrarnos tan sólo, de momento, en el primero de ellos, ¿quién podríaaseverar que la tradición iusnaturalista y la tradición de la dignidad humana seancoextensas? El profesor Pérez Luño aduce el caso de Pufendorf, cuyo sistema dederechos humanos descansa ciertamente en la idea de dignitas del hombre7. Y no

    cabe ninguna duda de que Pufendorf representa un hito notable en la historia delmoderno Derecho natural. Pero no es tan seguro, en cambio, que quepa registrar lamisma filiación iusnaturalista en la noción kantiana de Würde, así como tampoco en lafilosofía del derecho de Kant. Y el caso de Kant nos va aquí a interesar especialmente.

    Nadie niega que en Kant haya rastros abundantes de influjo iusnaturalista, comono es posible negar que la división general de la Rechtslehre  o «sistema de losprincipios del Derecho» que hace suya contrapone el Derecho natural (Naturrecht), que parte de principios  a priori , al Derecho positivo o estatutario (statutarischesRecht), que procede de la voluntad de un legislador. Pero el llamado «derecho ra-cional» (Vernunftrecht) kantiano no se identifica sin más con el «derecho natural»

    tradicional, ni siquiera el de estirpe racionalista, aun si tendremos ocasión de com-probar que no desdeña hacerse cargo —desde muy otros supuestos— de algunas desus funciones, que en consecuencia hereda de aquel último. Y, de manera muy es-pecial, no creo que en ningún caso se pueda ni se deba interpretar en términosiusnaturalistas la fundamental distinción de Kant entre «moralidad»  (Moralität   ytambién Sittlichkeit), por un lado, y «legalidad» (Gesetzmässigkeit  o Legalität), porotro, distinción sobre la que enseguida habremos de volver.

    A mi modo de ver, el profesor Pérez Luño sustenta una concepción excesivamentegenerosa del iusnaturalismo que le lleva a engrosar innecesariamente el censo de susadeptos, bien que no deje de advertir que la acepción «abierta» de aquel término a la

    que adhiere le exime del peligro de convertir a su concepción en un «lecho de Pro-custo», no lo es, en efecto, si se lo entiende en el sentido en que lo entendía aquelmítico bandido, quien —para acomodar la talla de sus víctimas a las medidas de lacama— procedía a cortar los miembros excedentes de las más altas o estiraba vio-lentamente los de las más bajas hasta descoyuntarlos; «generosamente entendido»,en cambio, un lecho de Procusto constaría más bien de un artilugio que, accionado adiscreción, permite agrandar o disminuir las dimensiones del lecho mismo en lugar delas de la víctima, de suerte que quienquiera que se acueste en él correrá el riesgo deamanecer transformado en «iusnaturalista».

    Pero, en fin, no quiero que esta mi amistosa discusión con el profesor Pérez Luñoproduzca la sensación de una diatriba maniática. Lo que persigo con ella es, sim-plemente, que mi defensa de los fueros de la ética —confesado objetivo de estetrabajo— no se confunda para nada con la defensa de los fueros de un supuestoderecho natural, fueros, unos y otros, que me temo muy mucho que él confunde

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    cuando escribe que «sólo desde un enfoque iusnaturalista tiene sentido el plantear elproblema de la fundamentación de los derechos humanos». Una confusión, a decirverdad, no insólita dentro del panorama de la filosofía contemporánea, como lomuestra ejemplarmente el caso de Ernst Bloch, el cual me obliga a conceder que elprofesor Pérez Luño se halla al fin y a la postre en buena compañía.

    Desde el título mismo de su obra Naturrecht und menschliche Würde a la última desus páginas, el lector de Bloch se ve en todo momento impresionado, y hasta es-

    tremecido, por el innegable páthos ético de su pensamiento, pese a lo cual Bloch nohabla allí de «ética», sino que todo el rato lo hace de «derecho natural», tal vez —seme ocurre pensar— porque, en la tradición marxista en que se movía Bloch, era másfácil contrariar los «prejuicios» de Marx acerca de los derechos humanos que vencerel pudor, disfrazado él mismo de akríbeia, que le impidió, tanto a aquél como a susseguidores, reconocer que lo que estaba haciendo a veces era sencillamente ética. 

    Lo que por mi parte diría, en resumidas cuentas, es que las «exigencias» dedignidad, libertad e igualdad recogidas en la definición de los derechos humanos dePérez Luño —exigencias que, según tal definición, «deben ser» jurídicamente reco-nocidas— son exigencias morales, añadiendo que pasarían a merecer de pleno de-

    recho la denominación de derechos humanos una vez superada la reválida de sureconocimiento jurídico. No sé, por lo demás, si tan tosca y ruda dualidad seríaacogida de buen grado bajo el manto de la acreditada «teoría dual» de esos derechos.Como todo dualismo demasiado abrupto, quizás el mío produzca la impresión deincurrir en una declarada esquizofrenia, la esquizofrenia —consistente en separar a la moralidad  de la legalidad — de la que Hegel acusara un día a Kant, para pasar despuésa reducir la Ética, convertida en «eticidad», a un capítulo de su Filosofía del Derecho(lo que probaría, en cualquier caso, que la esquizofrenia kantiana parece preferible ala paranoia hegeliana, capaz de engullir y «superar» en su sistema filosófico lo queHegel diera despectivamente en llamar la «mera moral»): comoquiera que sea, las

    exigencias morales en cuestión vendrían a ser derechos humanos «potenciales», entanto los derechos humanos serían por su parte exigencias morales «satisfechas»desde un punto de vista jurídico. Y yo no haría un mundo, desde luego, de cuestionespuramente verbales, pues me doy cuenta de que los «derechos humanos», bajo esadenominación precisamente, constituyen hoy por hoy un arma cuya capacidadreivindicatoria no conviene rebajar de grado sustituyendo aquélla por la denomina-ción harto menos consagrada de «exigencias morales». Si los derechos humanos, portanto, nos han de presentar un rostro jánico —una de cuyas caras revista un  perfilético y la otra un perfil jurídico—, todo lo que en definitiva me contentaría con pedir esque, en el primer caso, los reputemos de «derechos» a título no más que metafórico,

    tal y como, por lo demás, siempre lo ha hecho el iusnaturalismo al hablar de «de-rechos naturales».Con lo que no transigiría tan llanamente es con la equívoca y confundente de-

    nominación de derechos morales que en la actualidad se les aplica con frecuencia,cuestión que deseo tratar aparte de la del iusnaturalismo. Lo quiero hacer así porqueno todos cuantos se sirven de ella son acreedores a, ni aceptarían, la catalogación deiusnaturalistas. Y es cuando menos disputable, me parece, que un campeón con-temporáneo de los moral rights como Ronald Dworkin, a menudo catalogado de esaguisa, deba o siquiera pueda ser hecho figurar en el catálogo.

    No voy a decir, como dijera Bentham en su día de los derechos naturales, que los«derechos morales» constituyan «un disparate en zancos» (a nonsense upon stilts), pero cuando menos diría que constituyen una contradicción. Quizá no una contra-dicción sintáctica o semántica, como cuando se habla de «círculo cuadrado» o de«hierro de madera», pero sí una contradicción pragmática, como la que se produciría

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    si se hablase, supongamos, de «leyes de tráfico» en ausencia de un «código (siquierasea consuetudinario) de circulación». Antes de alguna codificación de ese género,carecería de sentido decir que un pequeño turismo que circula por una carretera«tenga derecho a» pasar por delante de un camión de gran tonelaje que se le cruzapor la izquierda. Pero lo cierto es que, en alguna de las interpretaciones al uso, losderechos morales se conciben justamente como «anteriores a» cualquier posiblereconocimiento de los mismos en un ordenamiento jurídico. ¿Es sostenible semejante

    interpretación? Lo sea o no, hay que reconocer que se ve favorecida por nuestro usode expresiones como «Tengo derecho a...» en el lenguaje ordinario, expresiones quesolemos utilizar sin querer invocar con ello ningún artículo de un código legal. Y,aunque el viejo Bertrand Russell nos previno de que condescender con el análisis dellenguaje ordinario es una ordinariez, tal vez no esté de más que reparemos en lo queordinariamente queremos decir cuando decimos que «tengo derecho a una explica-ción, una satisfacción, una reparación o cualquier otra cosa». En muchos de esoscasos, decir que «tengo derecho a algo» no es sino otra forma de decir que «exijo(demando, pido, etc.) ese algo», donde no entra necesariamente en juego la nociónde derecho. Pero en algunas ocasiones, desde luego, la expresión originaria «Tengo

    derecho a algo» tendría que ser más bien parafraseada como «Merezco dicho algo» o«Se me debe dicho algo», donde nuestra paráfrasis podría plantear algún problema sise acepta  ad pedem litterae  la llamada tesis de la «correlatividad de derechos ydeberes» sustentada por Hohfeld entre otros.

    En términos un tanto esquemáticos, la tesis de la correlatividad se deja resumir enla afirmación de que la idea de un «sujeto de derecho» (a right-holder) y la de un«sujeto de (el correspondiente) deber» (a duty-bearer) son ideas que se coimplican.Ahora bien, semejante correlación parece funcionar más claramente en el caso dederechos y deberes institucionales, como son los derechos y deberes legales, que enel caso de derechos y deberes no institucionales, como vendría supuestamente a ser

    el caso de los derechos y deberes morales. Si yo tengo un derecho legal a que Fulanocumpla lo estipulado en un contrato que firmamos conjuntamente, Fulano tendrá eldeber u obligación legal de cumplirlo. Y viceversa. Pero la relevancia de la cláusula  viceversa se desdibujará no poco si del plano legal pasamos al moral. Ignoro si la des-cripción anterior valdría para describir los compromisos mutuos contraídos entreRobinson y Viernes, de suerte que Viernes se pudiera considerar autorizado a inferirque «tiene derecho a tal y tal cosa» del enunciado de que «Robinson le debe tal y talcosa». Por lo menos, no sé si esa inferencia le sería de gran utilidad en ausencia de un juez u otra institución encargada de velar en la isla por el cumplimiento de aquelloscompromisos. Pero lo que parece claro, en cualquier caso, es que la frase «X debe tal

    y tal cosa a Y» no siempre implica «Y tiene derecho (derecho moral) a recibir tal y talcosa de X». Por ejemplo, estoy absolutamente convencido de que los seres humanostenemos deberes morales para con los animales y celebraría que estos últimos tu-viesen derechos legales reconocidos en el seno de una sociedad que se proclama civi-lizada. Pero me resistiría a conceder que del hecho de que los seres humanos ten-gamos deberes morales para con los animales se siga que éstos tengan derechosmorales. Un animal puede bien ser, si los hombres le otorgan esa condición, sujeto dederechos en el sentido legal de la expresión, pero lo que no será nunca es un sujetomoral. La moral es cosa de hombres (y de mujeres, por supuesto), es decir, de sereshumanos, y no creo que los partidarios de los derechos morales estén dispuestos aconsiderar a los animales titulares de semejante clase de derechos, como tendríanque hacer, no obstante, si deseasen llevar hasta sus últimas consecuencias la dis-cutible tesis de la correlatividad de deberes y derechos. Aunque nunca se sabe: enmedio de una acalorada discusión, yo oí hablar una vez a un buen amigo norteame-

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    ricano, miembro del Frente de Liberación Animal, de los animals’ human rights, estoes, ¡de los «derechos humanos de los animales»!

    Mas, para concluir con nuestro excursus a través del lenguaje ordinario, no querríadejar de consignar la mención de una expresión que por el contrario me parecesumamente reveladora de ciertos aspectos de la fenomenología moral envuelta eneste punto, expresión que se halla, además, castizamente arraigada en nuestroidioma. Me refiero, claro es, a la expresión «No hay derecho», que tan frecuente-

    mente usamos con independencia de contextos legales: la expresión de que «no hayderecho (a tratar, por ejemplo, a alguien de determinada manera que juzgamosreprobable)» acostumbra a vehicular un sentimiento de indignación moral y podríatraducir, en nuestro ejemplo, la convicción de que «es indigno tratar a esa personaasí» o de que «dicho trato atenta contra su dignidad». Pero yo ya advertí hace uninstante que convenía separar el tratamiento de la dignidad humana del de los su-puestos derechos naturales, y otro tanto tendría que decir ahora respecto de lossupuestos derechos morales, todo lo cual parece aconsejarnos posponer aquel temapara cuando llegue el momento de abordarlo.

    Cuanto llevamos dicho, sin embargo, sobre los derechos morales no hace entera

     justicia —me adelanto a reconocerlo— a la posición antes mencionada de Dworkin.Pues Dworkin no habla sólo de derechos morales, sino de principios morales, que esalgo muy distinto y de harto mayor calibre ético. En sus obras se registra un intentodenodado de aproximar el Derecho (y no sólo su filosofía, la Filosofía del Derecho) ala Ética, intento que uno no podría sino aplaudir muy calurosamente. Y en todas ellasse registra asimismo una crítica del positivismo con la que, aparte discrepancias dedetalle, tendría que confesarme fundamentalmente de acuerdo. A propósito de esacrítica se ha observado, no sin razón, que la misma se aplica a un concepto de po-sitivismo jurídico demasiado estrecho, como lo vendría a ser el llamado «positivismode la ley» insuperablemente cifrado por Bergbohm en su escalofriante sentencia: «La

    ley más infame ha de ser tenida por obligatoria con tal de que haya sido producida demodo formalmente correcto». Pero tampoco deja de ser cierto que Dworkin se re-monta un tanto sobre aquel concepto restringido de positivismo, como lo muestra supolémica con el profesor Herbert Hart en torno al papel de norma clave de la llamada«regla de reconocimiento». Si traigo a colación esta cuestión archicitada es porqueme hallo convencido de que su alcance es bastante mayor que el que se le atribuye deordinario. En su crítica de lo que llama el «modelo de las normas» Dworkin reprochaa los positivistas su incapacidad para distinguir entre «una ley» (a law) y «el derecho» (the law), pero a lo que apunta su reproche es a mostrar la insuficiencia de unaconcepción del Derecho como un sistema de leyes o de normas cuyas piezas deberían

    su identidad a la función de la antedicha «norma clave». Entendida como tal normaclave, la  regla de reconocimiento  de Hart tendría por cometido establecer cuálesserían las leyes o las normas que integran el Derecho, tal y como el artículo 1 denuestro Código Civil vendría a determinar qué leyes o qué normas pertenecen alsistema legal o normativo de turno. Ahora bien, un tal criterio de identificación pu-diera revelarse inane ante los que Dworkin llama «casos difíciles», en los que setropieza con la dificultad de dar con una norma que resulte aplicable al caso. Ensemejantes circunstancias de indeterminación jurídica, Hart opina que el caso sehabría de confiar a la discrecionalidad del juez, mientras que para Dworkin elloequivaldría a conceder a éste la indeseable potestad de «crear Derecho», con laagravante adicional de permitirle legislar retroactivamente. En su opinión, lo quetendría que hacer el juez en tales casos, y lo que en tales casos hace de hecho, estrascender las normas —es decir, el modelo normativo— para echar mano de prin-cipios (o, alternativamente, de «directrices políticas»), principios —ésta es la opción

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    de Dworkin— que incorporan requisitos de justicia, equidad u otros requisitos mo-rales: en el ejemplo tantas veces repetido del propio Dworkin, un juez rechaza lademanda perfectamente legal de una herencia basándose en el hecho de que eltestador ha sido asesinado por el heredero y apelando al principio —legalmente in-formulado, pero que el juez estima válido— de que «nadie puede (en rigor, nadiedebe) extraer provecho de su propio delito». Personalmente me pregunto, sin em-bargo, si el recurso de Dworkin a los principios no concede a los jueces tanta «dis-

    crecionalidad» al menos como la concedida por Hart ante la falta de una normaexacta. Y ello por no hablar de la posibilidad de que esos jueces den en considerarcomo principios  directrices políticas  relativas a objetivos tenidos por socialmentebeneficiosos (el utilitarismo me parece una filosofía moral tan detestable como aDworkin, pero no habría que descartar la eventualidad de que un juez utilitaristadescubra en él un filón de principios morales) o de la posibilidad de que los juecessimplemente disfracen de principios prejuicios ideológicos de la índole más diversa yperegrina. Por ejemplo, cabría traer a colación a este respecto una ya vieja crónica detribunales de un periódico madrileño, crónica que —salvadas las distancias entrenuestro sistema judicial y el anglosajón— puede servir para ilustrar esto que digo. Si

    no recuerdo mal, un marido fallecido había extendido un testamento —vamos detestamentarías— declarando a su esposa heredera universal a condición de que no sevolviera a casar (la verdad es que lo más piadoso que se podría decir de ciertostestadores es que están bien muertos); mas la mujer, que había cumplido escrupu-losamente durante un par de años esta disposición testamentaria, apareció un buendía embarazada (lo que, naturalmente, provocó un pleito por parte de los familiaresmás próximos del difunto); la Sala de la Audiencia encargada de fallar en el asuntodictaminó la nulidad del testamento por entender que, si la última voluntad deltestador había sido asegurarse de la fidelidad de la esposa tras su muerte, a fortiori  habría desaprobado una situación como aquélla que añadía a la infidelidad el ultraje

    de una conducta licenciosa (como no alcanzo a imaginar que los extremos de estefallo procedan literalmente de ningún texto legal, por pintoresco que sea su conte-nido, me inclino a atribuir su procedencia a la reserva de «principios morales» de losmiembros del tribunal). Pero, naturalmente, esta anécdota lamentable no amengua latrascendencia de la invocación dworkiniana de los principios morales. Pues, como seha apuntado con acierto, aquella invocación no se dirige tanto contra el modelonormativo de Hart y su regla de reconocimiento cuanto contra la condición de normaclave de esta última. Y, en este sentido, se dirige contra cualesquiera otras normasclaves de la misma familia, sea la norma fundamental  de Kelsen o el mandato delsoberano de Austin. Es decir, se dirige contra la pretendida autosuficiencia positivista

    del Derecho, que es dudoso que pueda encerrar dentro de sí su propio fundamento.La precedente conclusión es importante para nuestros efectos. Pues la cuestión deun fundamento extrajurídico del Derecho no quitará jamás el sueño a un buen posi-tivista, ni siquiera en el caso de los derechos humanos. Una vez incorporados alordenamiento jurídico —bajo la forma, por ejemplo, de derechos fundamentales ocualquier otra por el estilo—, ¿qué necesidad habría de preguntarse por su «fun-damento»? Pero para nosotros, según dije, los derechos humanos presentaban unrostro jánico y eran exigencias morales antes de ser reconocidos como tales derechos.En tanto que exigencias morales, constituían derechos presuntos —cosa, por cierto,algo distinta que presuntos derechos, en cuyo caso el adjetivo oficiaría como desca-lificativo más bien que como calificativo— o, si se prefiere decir así, cabría conside-rarlos como derechos asuntos, es decir, exigencias asumidas «como si» se tratase dederechos. Pero cómo justificar nuestra asunción o presunción de esos derechos sin

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    preguntarnos por su fundamento? Diga el positivismo lo que dijere, la pregunta porsemejante fundamento no es ociosa y hemos de proseguir dándole vueltas...

    Mas, pese a mi insistencia en la ética, querría que nuestro trato con los funda-mentos fuera lo más realista posible. Y, cuando hablo de realismo, lo hago también enel sentido del realismo jurídico, el cual, como se sabe, no necesita ser —a diferenciadel de la novelística norteamericana del momento—un dirty realism, un «realismosucio». A mí, por lo menos, la escandalosa definición del juez Oliver Wendell Holmes

    según la cual el Derecho no es sino el conjunto de «las predicciones acerca de lo quelos jueces harán de hecho», definición que constituye el acta fundacional del realismo jurídico norteamericano, nunca ha conseguido escandalizarme, como tampoco meescandaliza la reducción de la validez jurídica a la conducta de los jueces operada enla teorización del «derecho vigente» por parte de Alf Ross y los realistas escan-dinavos. Para decirlo en dos palabras, se trata de reconocer, frente a cualquier en-foque doctrinario de la jurisprudencia, que los jueces pueden a veces decidir —aun-sino siempre, ni necesariamente, lo hacen así— no en virtud de razones que permitanacoger su decisión a la regla jurídica apropiada, sino al revés, esto es, decidiendoprimero y escogiendo luego —al modo de una «racionalización»— la regla de marras.

    En el clásico modelo de la predicción atribuido a Hempel y Popper, la predicción de unfenómeno no es sino su explicación antes de que acontezca. Para ello se precisa delconcurso de una o más leyes generales, así como la especificación de una serie decondiciones relevantes, y —desde esas premisas— la predicción del fenómeno, o suexplicación por anticipado, vendría a dejarse derivar a título de conclusión de unaargumentación deductiva o inductivo-probabilística. Por ejemplo, la ley de que «todoslos metales se dilatan con el calor», en conjunción con la especificación de las con-diciones relativas a la temperatura a que está siendo sometido un objeto metálico y alcoeficiente de dilatación del metal de que se trate, permitirá en última instanciapredecir que dicho objeto se dilatará en un momento dado (o explicar por qué se ha

    dilatado un instante después de haberlo hecho, ya que la explicación de un fenómenono es a su vez sino su predicción post eventum o retrodicción). Y lo mismo que coneste fenómeno podría ocurrir, mutatis mutandis, con ese otro fenómeno que es el fallode un juez, aun cuando el hecho de tratarse en este caso de una acción individual y,por ende, intencional cuestionaría en cierta medida el modelo Hempel-Popper y hastala simetría «explicación-predicción» que ese modelo da por buena. Mas, comoquieraque ello sea, a lo único que el realismo jurídico nos invita, invitación en sí bastantesaludable, es a no buscar exclusivamente las premisas de nuestras explicaciones y/opredicciones en los textos legales sino en la vida psicológica y sociológicamente realde la judicatura, que sería la realidad llamada a suministrarnos el repertorio de leyes

    más o menos generales y de condiciones más o menos relevantes de que necesitamosechar mano para no perder a aquélla de vista (no quiero ni pensar, pongamos porejemplo, las «condiciones relevantes» que habría que especificar para explicar y/opredecir la conducta de jueces como los magistrados responsables del caso Barde-llino). Desde este punto de vista, no sería exagerado afirmar que, en su descripcióndel Derecho, el realismo jurídico no peca sino de realista, y que las razones en que los jueces apoyan sus pronunciamientos no pasan muchas veces —o, por lo menos,alguna que otra vez— de constituir racionalizaciones. En el mejor de los casos, no hayrazón para excluir que las mentadas razones puedan ser, y en ocasiones lo sean dehecho, extrajurídicas. Por ejemplo, políticas. Y también, como Dworkin quería, mo-rales.

    Esto es, entre aquellas razones cabría que las hubiera de orden ético. Pero lo queacaba de decirse de los jueces habría asimismo que extenderlo al resto de los ope-radores jurídicos. Por ejemplo, a los legisladores; legisladores que en un régimen

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    político como el nuestro actual representan mejor o peor a la ciudadanía. Y, porsupuesto, habría que extender lo dicho al conjunto mismo de los ciudadanos. Pues,cualquiera que sea el grado de atención que tales razones de orden ético reciban del jurista profesional, son probablemente razones de esa índole las que respaldan laconvicción del común de los mortales de que algunas de sus exigencias —como lasque atañen a su dignidad, libertad e igualdad— pueden fundadamente sustentar la  pretensión de ser reconocidas por el ordenamiento jurídico, a nivel nacional o in-

    ternacional, como derechos humanos.Henos aquí, por tanto, ante el problema de la fundamentación ética de esos de-

    rechos. Pero, antes de proseguir, habría que preguntarse si se trata de un problemaque haya aún de reclamar nuestra atención, pues acaso no falte quien sostenga quese trata de un problema definitivamente superado. Así lo ha sostenido nada menosque Norberto Bobbio, en un trabajo ya clásico —Presente e avvenire dei diritti de-lluomo  (1967)—, donde se nos aseguraba que el principal problema de nuestrotiempo en relación con los derechos humanos no era ya el de fundamentarlos, sino elde protegerlos, es decir, un problema que habría dejado de ser filosófico para pasar aconvertirse en un problema jurídico y, en un sentido más amplio, político. Ello llevaba

    a Bobbio a proclamar solemnemente que «consideramos el problema del fundamentono como inexistente sino como, en un cierto sentido, resuelto, de tal modo que nodebemos preocuparnos más de su solución». A lo que añadía: «En efecto, hoy sepuede decir que el problema del fundamento de los derechos humanos ha tenido susolución en la Declaración Universal de Derechos Humanos aprobada por la AsambleaGeneral de Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948». Es decir, tal Declaraciónrepresentaría la mejor demostración que quepa ofrecer de que un sistema de valoresse considera humanamente fundado y, por tanto, reconocido, a saber, «la prueba delconsenso general acerca de su validez». En opinión de Bobbio, habría tres modoscapitales de fundar esos valores. Primero, el consistente en deducirlos de un dato

    objetivo constante como lo vendría a ser, supongamos, la naturaleza humana (es loque siempre ha hecho el iusnaturalismo y lo que de un modo u otro tendría que seguirhaciendo si no quiere desvirtuarse hasta admitir cualquier interpretación que se nosocurra darle: mas lo cierto es que la naturaleza humana puede ser concebida demodos muy diversos y la apelación a ella servir para justificar sistemas de valoresasimismo diversos e incluso contrapuestos entre sí, de suerte que tan natural sería el«derecho a la dignidad, la libertad y la igualdad» como el «derecho del más fuerte»). Segundo, el que da en considerar a los valores en cuestión como verdades evidentespor sí mismas (pero la apelación a la evidencia no resulta más promisoria que laapelación a la naturaleza humana, pues lo que algunos han considerado evidente en

    un momento dado puede no ser considerado tal por otros en un otro momento: en elsiglo XVIII se consideraba «evidente» que la propiedad es «sagrada e inviolable», cosaque hoy ya no lo parece tanto, mientras que la «evidencia» actual de que «la torturaes intolerable» no impidió que en el pasado se la tuviese por un procedimiento judicialnormal, como tampoco impide hoy que se la siga practicando extrajudicialmente). Tercero, el que propugna Bobbio cuando trata de justificar los valores haciendo verque éstos descansan en el consenso y que un valor, por consiguiente, se hallará tantomás fundado cuanto más compartido sea (con el argumento del consenso, la pruebade la «objetividad» de los valores —tenida por imposible o, cuando menos, por extre-madamente incierta— habría sido sustituida por la de la «intersubjetividad», unaprueba que sólo proporciona un fundamento «histórico» y «no-absoluto» ... el cualsería, no obstante, el único capaz de ser probado «fácticamente»). Así pues, la De-claración de 1948 —junto con toda la legislación puesta en marcha a partir de ella,tanto en el plano internacional como en los diferentes planos nacionales— constituiría

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    la mayor prueba histórica que haya existido nunca de un consensus omnium gentium, esto es, de un efectivo consenso universal acerca de un determinado  sistema devalores: a saber, el sistema de los derechos humanos.

    Pero las cosas quizá no estén tan claras como Bobbio las veía, y lo cierto es que suproclamación podría ser objetada desde distintos frentes. Por lo pronto, y desde elmismo  punto de vista fáctico  en el que aquél emplaza su argumentación, cabríaobjetarle que el «consenso universal» acerca de los derechos humanos no es des-

    graciadamente tan universal como parece, aparte de que —como el propio Bobbioadmitiría— el proceso de reconocimiento, e incluso de creación, de esos derechos es«un proceso en marcha» y nada ni nadie garantiza la perpetuación del consensocorrespondiente, máxime cuando algunos de esos derechos —así, los llamados«derechos económicos y sociales»— se convierten en un terreno de litigio entreconcepciones tan enfrentadas de los derechos humanos como las concepciones liberaly socialista. Desde un punto de vista jurídico, se ha disputado asimismo si la De-claración de 1948 posee o no la condición de un «documento jurídicamente consis-tente», consideración ésta que un Kelsen le denegaría —por más positivamente que lovalorase desde otras perspectivas—, pero numerosos juristas le conceden, si bien con

    variable alcance y apoyándose en supuestos asimismo diversos. Pero, naturalmente,las objeciones que a nosotros más nos tienen que interesar son las que podrían es-grimirse desde un punto de vista filosófico. Y nos vamos a detener en una de esasposibles objeciones, una objeción que, en razón de nuestros intereses, reviste unaimportancia decisiva.

    La década de los sesenta, en que se redactó el texto de Bobbio que hemos estadocomentando, marca en la evolución del pensamiento de su autor el tránsito desde unaconcepción preferentemente «coactivista» del Derecho —la consideración del orde-namiento jurídico como un aparato cuyo funcionamiento ha de venir asegurado, enúltima instancia, por el uso posible de la fuerza— a una consideración preferente-

    mente «consensualista» del mismo. Y, en la historia de las ideas, el consensualismo se halla indisolublemente ligado al contractualismo, esto es, a las diferentes versiones—por lo pronto, a las diferentes versiones clásicas— de la «teoría del contrato social».Bobbio y sus discípulos han dedicado a esa teoría finos y penetrantes trabajos his-torio- gráficos, pero dicha historiografía subraya en exceso, a mi entender, el pa-rentesco entre las teorías clásicas del contrato y las teorías contemporáneas o in-mediatamente precedentes del derecho natural. Frente a ello, y por las razones queveremos a continuación, me interesa sobremanera destacar el contraejemplo deRousseau, el Rousseau de Del contrato social. Como tuve ocasión de decir antes deKant, también en Rousseau resulta inequívocamente perceptible la huella del ius-

    naturalismo —rastreada con autoridad y detenimiento por Robert Derathé—, pero elRousseau teórico del contrato es cualquier cosa menos un iusnaturalista. Por elcontrario, fiel en esto a los orígenes remotos del contractualismo, Rousseau se sitúaen esa posición antipódica del iusnaturalismo que es el convencionalismo. Pues desobra es sabido que la vinculación entre «convencionalismo» y «contractualismo» seremonta bastantes siglos más atrás.

    Por nuestra parte, en cualquier caso, no es menester ahora remontarnos a ladistinción de la sofística griega entre «naturaleza» (physis) y «convención» (nomos), distinción cuya aplicabilidad en el dominio de la política rechazaría Aristóteles al de-finir al hombre como «un animal político por naturaleza». Para Rousseau, limitémonosa él, era bastante obvio que el fundamento del orden social que el contrato representano hay que buscarlo en la naturaleza —«la naturaleza», escribiría, «no produce de-recho alguno»—, sino que será el fruto de una convención. Otra cosa es que Rousseautrate a renglón seguido de distinguir entre convenciones «legítimas» e «ilegítimas»

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    —ningún convenio alcanzaría a legitimar, de acuerdo con su tesis, la sumisión vo-luntaria de un hombre a otro o la de un pueblo a un déspota—, pero ésa es ya unacuestión de nuevo cuño, la de la legitimidad, sobre la que oportunamente habrá queretornar.

    Para lo que ahora nos interesa, y si interpretamos la Declaración de NacionesUnidas de 1948 en términos contractualistas, el consenso de que hablaba Bobbio nopasará de ser lo que se llama un «consenso fáctico» o un acuerdo meramente con-

    tingente, que es en lo que consiste lo que también hemos llamado una «convención»,pues semejante consenso —al que Bobbio confiaba la definitiva solución de facto delproblema de la fundamentación de los derechos humanos, pero que él mismo pre-sentaba, según recordaremos, como no más que un simple hecho histórico— pudieralimitarse a expresar un compromiso estratégico de las partes interesadas en lugar deconstituir el resultado de una discusión racional   entre estas últimas (recordemosasimismo la anécdota de Maritain de que hablábamos al comienzo: los delegados delos países representados en la Comisión se hallaban «de acuerdo» acerca de la lista dederechos humanos a aprobar, pero a condición de que no se les preguntara «porqué», esto es, por qué «razón»).

    En cuyo caso, las ilusiones de Bobbio podrían muy bien venirse abajo, arries-gándose decididamente al cargo —cargo que la «ética comunicativa» o discursivacontemporánea extiende a toda posición convencionalista más o menos inspirada enla tradición del contrato social— de que ningún acuerdo colectivo de carácter fáctico,ni tan siquiera un efectivo consensus omnium gentium, podría tener en sí su propiofundamento racional, dado que la facticidad de tales acuerdos no sería nunca por sísola garantía de su racionalidad. Como es bien conocido, los cultivadores de dicha  ética comunicativa o discursiva tienden a considerar que un consenso fáctico de aquelgénero sólo merecería ser tenido por «racional» en la medida en que el procedimientode obtención del mismo se asemeje al que habrían de seguir los miembros de una

    asamblea ideal —presumiblemente menos expuesta a condicionamientos espuriosque la de las Naciones Unidas— para obtener, en el supuesto de una comunicaciónplena entre ellos y por la exclusiva vía del «discurso» o la argumentación cooperativa,un consenso asimismo ideal  e incluso contrafáctico cuya racionalidad se halle a salvode sospecha. Pues —como también es bien conocido— la ética comunicativa o dis-cursiva se muestra sumamente puntillosa en lo tocante a la «teoría de la racionali-dad», ya que no en vano ella misma trata de presentarse como una teoría de la razón práctica, que es lo que para muchos de nosotros es la ética.

    Si se quiere decir así, la «teoría del consenso» defendida por semejante éticacomunicativa o discursiva pretende ir de algún modo «más allá del contrato social»,

    como lo muestran estas afirmaciones que extraigo del chef d’oeuvre de uno de susrepresentantes: «La aceptación libre efectuada por sujetos humanos constituye sólouna condición necesaria, pero no suficiente, para la validez moral de las normas.También las normas inmorales pueden ser aceptadas por los hombres como obli-gatorias, bien sea por error o bien confiando en que sólo los demás (¡los más débiles!)las sufrirán: así, por ejemplo, el presunto deber de ofrecer a los dioses sacrificioshumanos, o la norma jurídica que subordina al libre juego de la competencia eco-nómica —o de la selección biológica de los más fuertes— todas las consideracionessociales. Es cierto que todo contrato presupone para ser vinculante la aceptación librede normas auténticas, es decir, morales, por parte de los contratantes, pero la validezmoral misma de las normas presupuestas no puede fundamentarse en el hecho de laaceptación, es decir, siguiendo el modelo de la concertación de un contrato», cuestiónsobre la que en otro lugar insiste: «El sentido de la argumentación moral podríaexpresarse adecuadamente en un principio que no es precisamente nuevo: a saber,

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    que todas las necesidades de los hombres, que puedan armonizarse con las nece-sidades de los demás por vía argumentativa, ..., tienen que ser de la incumbencia dela “comunidad ideal de comunicación”. Con ello creo haber bosquejado el principiofundamental de una ética de la comunicación  que, a la vez, constituye el funda-mento... de una ética de la formación democrática de la voluntad, lograda medianteun convenio o “convención”. La norma básica bosquejada no adquiere su carácterobligatorio a partir de la aceptación fáctica por parte de quienes llegan a un convenio

    sobre la base del “modelo contractual”, sino que obliga, a cuantos han adquiridocompetencia comunicativa a través del proceso de socialización, a procurar unacuerdo con objeto de lograr una formación solidaria de la voluntad en cada asuntoque afecte a los intereses de otros...»

    Por lo que se refiere al par de textos acabados de citar, procedentes ambos de unmerecidamente renombrado ensayo de Karl Otto Apel, se puede ironizar cuanto sequiera acerca de esa apriórica «comunidad ideal de comunicación» que sienta susreales en el Castillo de Irás y no Volverás del trascendentalismo filosófico, respectodel cual se conocen casi tantas rutas de ida como filósofos trascendentales ha habidoa lo largo de la historia, pero ninguna ruta en cambio de regreso, puesto que nadie

    volvió nunca de la peregrinación. O se la puede comparar, según yo mismo he hechoen alguna ocasión, a la «comunión de los santos», inalcanzable para cualquier mortalcomo no sean los lamas tibetanos a los que Kant atribuyera una cierta familiaridadcon la Versammlung aller Heiligen. O se puede aducir, en fin, que parece dudoso queel fundamento que buscamos de los derechos humanos llegue a ser encontrado enuna comunidad angélica como ésa, en la que no se sabe bien si habría lugar a pre-guntarse por nada verdaderamente humano. Pero el alegato de Apel contra el con-vencionalismo hay que tomárselo en serio, lo que equivaldría ni más ni menos que a«tomarnos en serio la ética», no menos digna de la seriedad que los derechos o elDerecho. Pues, ironías aparte, la moraleja de sus textos es tan nítida como con-

    tundente. Si nuestras convenciones pueden servir lo mismo para avalar normas in- justas que normas justas, lo mismo servirán para fundamentar derechos humanosque derechos inhumanos, de donde se desprende que tales convenciones no nossirven para nuestros propósitos. Y, en cuanto a la acusación de idealismo, tampoco escosa de olvidar que en esos’ textos Apel habla también de cosas más realistas y hastamás materiales, como «intereses» y «necesidades», sólo que recordándonos queunos y otras necesitan ser lingüísticamente expresados para poder ser compartidospor la vía de la comunicación.

    Pero esto último es algo que hasta una teórica tan conspicua de las necesidadescomo Agnes Heller ha reconocido sin ambages, en diálogo por lo demás con otro

    teórico no menos conspicuo de la ética comunicativa o discursiva como Jürgen Ha-bermas, cuando escribe que «aunque la teoría habermasiana no se halla más auto-rizada que otras teorías rivales para informar a la gente de cuáles son realmente susintereses y necesidades, al menos puede decirle que —cualesquiera que sean talesintereses y necesidades— la gente ha de argumentar discursivamente en favor deunos y otras, es decir, ha de relacionar a unos y otras con valores por medio deargumentos racionales».

    Mas la entrada en escena de Habermas y su ética del discurso no es fortuita eneste punto. Su posición, como todo el mundo sabe, es afín a la de Apel, bien que conalgunos matices diferenciales significativos (por ejemplo, una considerable rebaja enel grado de su trascendentalismo). Y sucede con él que, como Dworkin, también sehalla interesado en la aproximación de la Ética al Derecho (una ética la suya de ins-piración reconocidamente kantiana, pero en la que no faltan ramalazos hegelianosdignos de ser tenidos muy en cuenta). En cuanto a lo primero, Habermas sostiene que

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    el criterio de fundamentación de una norma no es otro que el consenso obtenido através de un discurso racional, consenso que, por tanto, resultará ser un consensoracional cuya obtención depende de una serie de condiciones hipotéticas —la conocidahipótesis de la situación ideal de habla— tales como la de que todos los implicados enel diálogo gocen de una distribución simétrica de las oportunidades de intervenir en ély la de que el diálogo se desenvuelva sin más coerción que la impuesta por la calidadde los argumentos (condiciones, como se ve, que más que de hipotéticas cabría

    asimismo tildar de «contrafácticas», esto es, de contrarias a los hechos, pues en larealidad no se da nunca —con la probable excepción acaso de las sesiones de dis-cusión que hubieron de seguir a la lectura de esta ponencia— una situación de esascaracterísticas). En cuanto a lo segundo —esto es, la liaison, no prejuzgo si hereuse o dangereuse, entre Ética y Derecho—, lo mejor es dejarle hablar a él en los siguientespárrafos en los que se nos dice que, sobre la base de las citadas condiciones, «lacontraposición entre las áreas respectivamente reguladas por la moralidad y la polí-tica quedaría relativizada, y la validez de todas las normas pasaría a hacerse de-pender de la formación discursiva de la voluntad de los potencialmente interesados»,dado que «(si bien) ello no excluye la necesidad de establecer normas coactivas,

    puesto que nadie alcanza a saber —al menos hoy por hoy— en qué grado se podríareducir la agresividad y lograr un reconocimiento voluntario del principio discursivo, ..., sólo en este último estadio, que por el momento no pasa de ser un simple cons-tructo, devendría la moral una moral estrictamente universal, en cuyo caso dejaríatambién de ser “meramente moral” en los términos de la distinción acostumbradaentre derecho y moralidad» (no necesito recalcar las resonancias hegelianas de estospárrafos, en los que —más que de aproximación de la Ética al Derecho— cabría hablarde su mescolanza, incluida también en ella la Política, tras la consabida superación dela mera moral). 

    El punto de vista de Habermas sobre la cuestión ha sido recientemente reiterado

    en un trabajo —Wie ist Legitimität durch Legalität möglich?  (1987)— en que, al hilodel intento de responder a la pregunta acerca de «cómo es posible la legitimidad através de la legalidad», se esclarece no poco el sentido general de su posición en tornoa los problemas de fundamentación que estamos debatiendo.

    Habermas los aborda allí defendiendo la tesis de que la autonomización del De-recho —operada en la modernidad con la ayuda del Derecho racional (el Vernunftrecht  kantiano), que permitió la introducción de diferenciaciones en el antes compactobloque de Moral, Derecho y Política— no puede significar un completo divorcio entre elDerecho y la Moral, por un lado, o la Política, por otro, pues el Derecho devenidopositivo no prescinde en rigor de sus internas relaciones con ninguna de aquellas dos

    instancias. Habermas tiene, así, por insostenibles las concepciones de la autonomía jurídica de un Austin o de un Kelsen a que en su momento nos referimos, y pasa apreguntarse cómo se llevó a cabo la mentada autonomización del Derecho. El puntode inflexión lo marca, como hemos dicho, el moderno Derecho racional   que —enconexión con la teoría del contrato social (la de Kant, por lo pronto, pero antes la deRousseau)— se hace eco de la articulación de un nuevo estadio postradicional de laconciencia moral, que ofrecerá en su día al Derecho el modelo de una racionalidad procedimental. Como Habermas escribiera en otra parte: «En la Edad Moderna seaprende a distinguir más estrictamente entre las argumentaciones teóricas y lasprácticas. Con Rousseau aparece, por lo que atañe a las cuestiones de índole práctica,en las que se ventila la justificación de normas y de acciones, el principio formal de laRazón, que pasa a desempeñar el papel antes desempeñado por principios materialescomo la Naturaleza o Dios ... Ahora, comoquiera que las razones últimas han dejadode ser teóricamente plausibles, las condiciones formales de la justificación acaban

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    cobrando fuerza legitimante por sí mismas, esto es, los procedimientos y las premisasdel acuerdo racional son elevadas a la categoría de principio ... (Es decir), las con-diciones formales de la posible formación de un consenso racional son el factor quesuple a las razones últimas en su condición de fuerza legitimante». Ahora bien, teoríasdel contrato puede haberlas de muy diversos pelajes, y desde luego no es la misma lade Hobbes que la de Kant. Mientras para Hobbes, por ejemplo, el Derecho vendría aconvertirse en última instancia en un instrumento al servicio de la dominación política,

    el Derecho —incluido el Derecho positivo— retiene en Kant un carácter esencialmentemoral, lo que lleva a Habermas a afirmar que el Derecho (y otro tanto cabría decir dela Política) «queda en Kant apeado a la condición de un modo deficiente de la moral (Recht wird zu einem defizienten Modus der Moral herabgestuft)». La razón de ello espara Habermas la voluntad del Derecho racional kantiano de ocupar la plaza dejadavacante por el viejo Derecho natural. En los términos de Kant, al menos tal comoHabermas los interpreta, la positivación del Derecho vendría a representar la reali-zación en el mundo político empírico o fenoménico (res publica phaenomenon) deprincipios jurídicos racionales —que se supone corresponderían a un mundo políticomoral o nouménico (res publica noumenon)—, principios procedentes de, y sometidos

    a, los imperativos (los imperativos morales) de la razón (la razón práctica). Pero bajoesta doctrina metafísica de los dos mundos o «dos reinos» (Zwei-Reiche-Lehre), tantoel Derecho como la Política perderían en definitiva, según Ha- bermas, su positividad,lo que amenaza, de nuevo según él, con arruinar la viabilidad misma de la ya aludidadistinción entre legalidad  (la de un derecho positivo bajo una concepción asimismopositiva de la política) y moralidad. 

    Comoquiera que sea, la dinámica de la vida social moderna parece haber discu-rrido por muy otros cauces que los prescritos, o soñados, por la ética kantiana. Y tantola dogmática del derecho privado como la del derecho público desmentirán la cons-trucción jurídica de Kant, según la cual la Política y el Derecho positivos se habrían de

    hallar subordinados a los imperativos morales del Derecho racional. Ahora bien, si porun lado los fundamentos morales del Derecho positivo no se dejaban ya configurarbajo la forma de la kantiana subordinación de este último al Derecho racional, lo ciertoes que, por otro, tampoco era posible despacharlos o zafarse de ellos sin haber antesencontrado un sucedáneo del propio Derecho racional. Habermas cita el dictum del jurista alemán G. F. Puchta, quien, en el siglo pasado, aseguraba que la produccióndel Derecho no puede ser asunto en exclusiva del legislador político, dado que en esecaso el Estado no podría fundarse en el Derecho, esto es, no podría ser «Estado deDerecho», donde el  Estado de Derecho vendría ahora a presentarse, justamente,como el sustituto del Derecho racional. Mas la idea de un Estado de Derecho plantea,

    más allá de la estricta legalidad, el problema de la «legitimidad», si es que no se deseainterpretar en términos estrictamente positivistas un no menos famoso dictum, comoel que otro jurista, H. Heller, reproducía en tiempos de la República de Weimar: «Enel Estado de Derecho, las leyes no son sino el conjunto de las normas jurídicaspromulgadas por el Parlamento». Así pues, una definición de la legalidad no agota elproblema de la legitimidad ni nos exime de él. Y, para Habermas, ese plus requeridopor la necesidad de legitimidad habría de venir dado por la introducción «en el interiordel mismo Derecho positivo (im inneren des positiven Rechts selbst)», y no por susupraordinación desde fuera, «del punto de vista moral de una formación imparcial dela voluntad (der moralische Gesichtpunkt einer unparteilichen Willensbildung), con loque «la moralidad empotrada en el Derecho tendría ... la capacidad de trascendenciade un procedimiento autorregulador encargado de controlar su propia racionalidad (die ins positive Recht eingebaute Moralität hat ... die transzendierende Kraft einessich selbst regulierenden Verfahrens, das seine eigene Vernünftigkeit kontrolliert)». 

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    Tratemos de abrirnos paso en la espesura de la prosa de Habermas y averiguar qué eslo que quiere decir esto. La racionalidad de que habla Habermas no es sino aquella«racionalidad procedimental» que ya sabemos preludiada en el siglo XVIII, comocuando Kant, apoyándose en Rousseau, gustaba de decir que la prueba de toque de lalegalidad de cualquier norma jurídica consistía en preguntarnos si «podría habersurgido de la voluntad unida de todo un pueblo». Ahora bien, ¿qué se ha de entender,ante la propuesta de un criterio de esta índole, por «la voluntad unida de todo un

    pueblo»? Para Kant, obviamente, esa voluntad tenía bastante más que ver con larousseauniana voluntad general  que con la pura y simple «voluntad de todos», quesería la única voluntad a considerar para el puro y simple convencionalismo. Y aquéllaparece ser también la opción de la voluntad racional  a la que se refiere Habermas —lavoluntad producto de «una formación imparcial de la voluntad», esto es, de la vo-luntad colectiva—, voluntad que, al igual que la voluntad general, no se contentaríacon un consenso que se limite a reflejar la suma de una serie de intereses particu-lares, sino pretenderá alumbrar más bien el  interés general  de la colectividad, esdecir, los «intereses generalizabas» de sus miembros a través, como vimos, de unconsenso racional. Naturalmente, el consensualismo habermasiano —heredero de la

    voluntad general de Rousseau— no se enfrenta a menos dificultades que el conven-cionalismo, a alguna de las cuales aludiremos enseguida. Pero, por el momento,retengamos la insistencia de Habermas en la racionalidad procedimental.

    La racionalidad procedimental se acredita para Habermas «a través de la pruebade su capacidad de generalización de intereses  (durch die Prüfung derVerallgemeinerungsfähigkeit von Interessen)».  Ello vendría a arrojar una medidacrítica para el análisis y la evaluación de la realidad política de un Estado de Derecho,aquel Estado, a saber, «que extrae su legitimidad de una racionalidad de los proce-dimientos de promulgación legal y administración de justicia llamada a garantizar laimparcialidad  (der seine Legitimität aus einer Unparteilichkeit verbürgenden

    Rationalität von Gesetzgebungs— und Rechtsprechungsverfahren zieht)». Pues, porlo demás, al Derecho, al Derecho positivo, no le es naturalmente desconocida laracionalidad procedimental que preside la ética comunicativa o discursiva haberma-siana. En la «racionalidad del Derecho», por tanto, es donde hay que buscar res-puesta a la pregunta sobre cómo es posible la legitimidad a través de la legalidad.Ahora bien, la creencia de Max Weber según la cual la racionalidad inherente alDerecho en cuanto tal vendría a constituir, al margen de toda suerte de presupuestose implicaciones morales, el fundamento de la fuerza legitimante de la legalidad, no leparece acertada a Habermas: fuerza legitimante, en su opinión, la tendrían más bienlos procedimientos encargados de institucionalizar las demandas de fundamentación

    de la legalidad vigente, así como los recursos argumentativos con que se cuenta parasu satisfacción. La «fuente de la legitimación», por consiguiente, no ha de ser uni-lateralmente buscada en lugares tales como la legislación política o la administraciónde justicia. La promulgación de normas, por ejemplo, presupone —no menos que suaplicación— la idea de imparcialidad. Y esta «idea de imparcialidad», que a su vezdepende estrechamente de la idea del «punto de vista moral» (the moralpoint ofview),  constituye —nos recuerda Habermas— la raíz misma de la razón práctica,hallándose incorporada a la ética comunicativa y a cualesquiera otras teorías éticas(Habermas cita las de John Rawls o Lawrence Kohlberg) consistentes en arbitrar un  procedimiento con que hacer frente a problemas prácticos desde el punto de vistamoral. En cuanto a la ética comunicativa habermasiana, nos consta ya sobradamentecuál es ese procedimiento: «Quienquiera que tome parte en una praxis argumenta-tiva» —resume Haber- mas ahora— «ha de presuponer a título pragmático que, comocuestión de principio, todos los potencialmente interesados podrían participar, como

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    libres e iguales, en una búsqueda cooperativa de la verdad dentro de la que no tendrácabida más coerción que la del mejor argumento  (Jeder Teilnehmer an einer Argumentationspraxis muss nämlich pragmatisch voraussetzendass im Prinzip allemöglicherweise Betroffenen als Freie und Gleiche an einer kooperativenWahrheitssuche teilnehmen könnten, bei der einzig der Zwang des besseren Argumentes zum Zuge kommen darf)». 

    Personalmente objetaría a semejante caracterización el chocante cognoscitivismo

    implícito en la alusión a la «búsqueda cooperativa de la verdad». En el discursopráctico, en efecto, no se buscan «verdades» (ni siquiera «verdades por consenso»)y la mejor refutación que yo conozco de dicha posición cognoscitivista es la debida aPaul Lorenzen, quien la compendia en el precepto «Debes buscar tan sólo la verdad»,donde ese «debe» ya nos saca de la perspectiva cognoscitiva para situarnos en otranormativa y, en definitiva, ética. Pero, en fin, no habrá problemas —quiero decir,nuevos problemas añadidos— si sustituimos sin más la cláusula «búsqueda coope-rativa de la verdad» por la de «búsqueda (simplemente) de un consenso». Así en-tendida aquella caracterización, se entenderá también mejor que Habermas pretendaconsiderar al «procedimentalismo jurídico» como continuo con el ético. «No se trata»

    —nos dice— «de confundir Derecho y Ética (Freilich dürfen die Grenzen zwischenRecht und Moral nicht vermischt werden)». En tanto que procedimientos institucio-nalizados, los procedimientos jurídicos pueden aspirar a una completud  que no seríaalcanzable por los procedimientos éticos, cuya racionalidad es siempre una «racio-nalidad incompleta» y dependiente de la perspectiva de los interesados. Y ello por nohablar del mayor grado de «publicidad» de los procedimientos jurídicos, en contrastecon la «privacidad» de una moral autónoma e internalizada; o de la condición ins-trumental del Derecho con vistas a la consecución de tales o cuales objetivos políticos,lo que sitúa al Derecho «entre la Ética y la Política». Mas, comoquiera que ello sea,también hay, se nos advierte, una «ética de la responsabilidad política», y el Derecho

    y la Ética «no sólo se complementan, sino que cabe hablar incluso de su mutuo en-samblaje», de suerte que «el derecho procedimental y la moral procedimen- talizadapodrían el uno y la otra controlarse recíprocamente». ¿Pero cuál es el último sentidode ese «control recíproco»?

    Habermas no confunde, según declara él mismo, la Ética y el Derecho, pero locierto es que los mezcla cuando habla no sólo de su «complementación» (Ergänzung), sino de su «mutuo ensamblaje» (Verschränkung). Y de esa mescolanza, a que antesme referí, no sé si cabe esperar mucho de provecho. Pues lo cierto es que Habermasno concluye tanto con «la moralización del Derecho» o «la juridización de la Ética»cuanto con la común politización de ambos elementos.

    En la versión hasta la fecha canónica de su ética del discurso, Habermas ha podidocifrarla en la propuesta de una transformación discursiva del «principio de universa-lización» kantiano, es decir, de una de las formulaciones del imperativo categórico deKant. Allí donde éste prescribía «Obra sólo según una máxima tal que puedas quereral mismo tiempo que se torne ley universal», la versión habermasiana le haceprescribir más bien «En lugar de considerar como válida para todos los demáscualquier máxima que quieras ver convertida en ley universal, somete tu máxima a laconsideración de todos los demás con el fin de hacer valer discursivamente su pre-tensión de universalidad», donde «discursivamente» no querría aquí decir otra cosaque «democráticamente». En el trabajo de que nos hemos venido ocupando, Ha-bermas se despide con esta afirmación: «Ningún Derecho autónomo sin una efectivademocracia (Kein autonomes Recht ohne verwirkliche Demokratie)»,  y otro tantopodría haber dicho de la Ética, pues, en definitiva, no es sólo el Derecho el que se hallaentre la Ética y la Política, sino también la Ética entre ésta y el Derecho (para hacernos

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    una idea gráfica de sus relaciones mutuas, bastaría concebir a la Ética, el Derecho y laPolítica como si se tratara de los vértices de un triángulo)., Qué clase de «democra-cia» sea ésa no nos lo dice Habermas, de acuerdo con las reservas que en otra partele han llevado a escribir que «de lo que se trata es de encontrar mecanismos quepuedan fundamentar la suposición de que las instituciones básicas de la sociedad y lasdecisiones políticas fundamentales hallarían el asentimiento voluntario de todos losafectados si éstos pudieran participar —en libertad e igualdad— en los procesos de

    formación discursiva de la voluntad, (pero) la democratización no puede significar unapreferencia apriorística por un determinado tipo de organización». Pero tanto si setrata de una democracia participatoria como de una democracia representativa, o unacombinación de ambas, las decisiones colectivas que se tomen en su seno tendránque admitir de un modo u otro la vigencia en cuanto a las mismas de alguna versiónde la «regla de las mayorías», algo que entre nosotros no se cansa de recordar, y conbuenos motivos para hacerlo, el profesor Elías Díaz.

    Sin embargo, el profesor Elías Díaz es el primero en reconocer que la regla dedecisión mayoritaria se halla lejos de garantizar la justicia de las decisiones que haceposibles. En efecto, nada hay que excluya la posibilidad de que la decisión demo-

    crática de una mayoría sea injusta, y el hecho de que las decisiones no mayoritariasni democráticas también lo puedan ser —y muy probablemente, o con toda seguridad,aún más injustas— no nos proporciona ningún consuelo ético, en especial si lo quedeseamos es servirnos del imperativo de Habermas (o del principio kantiano deuniversalización en su versión habermasiana) para fundamentar los derechos hu-manos. A la hora de tornarse operativo, el consensualismo de Habermas, o de Apel,no parece llevarnos mucho más lejos, por desgracia, que el puro y simple conven-cionalismo, o consensualismo de Bobbio si lo preferimos decir así.

    Pensemos, por ejemplo, en esos derechos humanos relativos a las exigencias delibertad e igualdad de que se hablaba en el inicio de esta exposición. Habermas pa-

    recía darlos por supuestos cuando afirmaba que los participantes en la praxis ar-gumentativa habían de tomar en cuenta la posibilidad, y aun la necesidad, de quetodos los potencialmente interesados participasen (precisamente como libres eiguales, y no de otra manera) en una búsqueda cooperativa del consenso. En cuyocaso, la libertad y la igualdad vendrían a ser ahí condiciones trascendentales, ocuasi-trascendentales, de posibilidad  del discurso mismo. Y, cuando de ese planotrascendental o cuasi-trascendental descendamos al miserable mundo sublunar de larealidad política cotidiana, aquellas condiciones no bastarán para excluir la eventua-lidad de que una decisión mayoritaria atente contra la libertad y/o la igualdad dealgunas personas, como los integrantes de una minoría oprimida y/o explotada (para

    nuestros efectos, sería suficiente con que lo hiciera contra la libertad y/o la igualdadde un solo individuo). Como pudiera asimismo acontecer que aquella decisión resulteatentatoria contra la dignidad de esas personas si a la opresión y/o la explotación seles añaden, supongamos, la humillación y hasta la misma denegación de su condiciónde personas.

    Las observaciones que anteceden no tratan en modo alguno —me apresuro aaclararlo para tranquilidad del profesor Elias Díaz— de deslegitimar la democracia, lacual queda sin duda aceptablemente legitimada mediante la racionalidad procedi-mental habermasiana, más una serie de complementos (respeto y protección de lasminorías, salvaguarda de los fueros del individuo.

    garantías de ampliación del concepto de democracia más allá del funcionamientomecánico de la regla de las mayorías, etc.), complementos que Haber- mas no pasaríapor alto y que se hallan recogidos bajo la noción de legitimidad que Elias Díaz proponedenominar «legitimidad crítica»68.

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    Mas la cuestión que aquí nos interesa dilucidar es la de si aquella racionalidadprocedimental, con todos los complementos que se quieran, clausura sin residuo elámbito de la razón práctica, lo que es tanto como decir el ámbito de la ética. 

    La respuesta, o al menos eso espero, tendría que inclinarse por la negativa, habidacuenta de que hasta ahora («hasta ahora», por descontado, quiere decir no más queen el curso de mi disquisición) la razón práctica no ha conseguido aún ofrecernos ladeseada fundamentación de los derechos humanos que buscamos.

    Con el fin de explorar otra estrategia, voy a acudir a una formulación distinta delimperativo categórico kantiano, una formulación sobre cuya trascendencia ética —sinduda superior, para nuestros objetivos, a la del principio de universalización— hanllamado la atención algunos filósofos contemporáneos, como es el caso, entre otros,de Ernst Tugendhat. Aunque mi aproximación a la misma no coincide exactamentecon la suya, también yo he echado mano de esa formulación —la que prescribe «Obrade tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquierotro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca solamente como un medio»— enmás de una ocasión. Y en una de tales ocasiones he llamado a dicho imperativo  elimperativo de la disidencia, por entender que —a diferencia del principio de univer-

    salización, desde el que se pretendía fundamentar la adhesión a valores como ladignidad, la libertad o la igualdad—, lo que ese imperativo habría de fundamentar esmás bien la posibilidad de decir «no» a situaciones en las que prevalecen la indig-nidad, la falta de libertad o la desigualdad.

    Para decirlo en dos palabras, se trataría de preguntarnos si —tras tanta insistenciaen el consenso, fáctico o contrafáctico, acerca de los derechos humanos— no ex-traeremos más provecho de un intento de «fundamentación» desde el disenso, estoes, de un intento de fundamentación «negativa» o disensual de los derechos hu-manos, a la que llamaré «la alternativa del disenso».

    Desde luego, la idea de recurrir para esos fines al «disenso» con preferencia sobre

    el consenso no parece del todo descabellada si reparamos en que la fenomenologíahistórica de la lucha política por la conquista de los derechos humanos, bajo cual-quiera de sus modalidades conocidas, parece haber tenido algo que ver con el disensode individuos o grupos de individuos respecto de un consenso antecedente —de or-dinario plasmado en la legislación vigente— que les negaba de un modo u otro supretendida condición de sujetos de tales derechos. Si, por más que la historiografía delos derechos humanos se haga a veces retroceder hasta la noche de los tiempos,datamos los comienzos de esa lucha en la Edad Moderna, no sería difícil comprobarque —tras todos y cada uno de los documentos que pudieran servir de precedentes ala Declaración Universal de 1948 (desde el Bill of Rights inglés de 1689, el del Buen

    Pueblo de Virginia de 1776 o la Déclaration des droits de Vhomme et du citoyen de laAsamblea Nacional francesa de 1789, pasando por nuestra Constitución de Cádiz de1812, hasta la Constitución mexicana de 1917 o la Declaración de Derechos delPueblo Trabajador   de la Unión Soviética de 1919)— se encuentran las luchasreivindicativas que acompañaron ya sea al ascenso de la burguesía en los siglos XVI,XVII y XVIII, ya sea al movimiento obrero de los siglos XIX y XX, de la misma manera quetras la propia Declaración de 1948 se encuentran las luchas anticolonialistas denuestra época y tampoco sería difícil identificar a los movimientos sociales con-temporáneos que directa o indirectamente promovieron los Pactos Internacionales deDerechos Civiles y Políticos o de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, ambosde 1966, que desarrollan la Declaración y forman con ella, en el contexto de las ac-tividades de concertación legislativa de las Naciones Unidas, lo que se conoce como elActa de Derechos Humanos. En nuestros días, en fin, será de los llamados «nuevosmovimientos sociales» —pacifista, ecologista, feminista, etc.— de los que quepa

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    esperar ulteriores avances en la lucha por aquellos derechos, derechos que, según esde presumir y desear, se han de ver recogidos en algún momento por la legislación deturno, por más que la actual les dé aún la espalda.

    Desde esta perspectiva, la historia social y política de la humanidad —con superpetuo, alguien diría casi sisífico, tejer y destejer de previos consensos rotos por eldisenso y restaurados luego sobre bases distintas, para volver a ser hendidos porotras disensiones en una indefinida sucesión— se asemeja un tanto a la descripción de

    la historia de la ciencia debida a Thomas Kuhn, con su característica alternancia deperíodos de «ciencia normal» bajo la hegemonía de un paradigma científico dado y de«revoluciones científicas». Como ha comentado Michael Walzer con alguna morda-cidad, la aplicación de los esquemas de Kuhn a la historia de los mores humanospresta a ésta «algo de melodramático más bien que de históricamente realista». Peroquizá la historia humana tenga mucho de melodrama, cuando no —como Sha-kespeare sabía bien— de cosas peores, pues normalmente, o revolucionariamente(en sentido kuhniano y en el otro), se halla escrita con sangre. Y, si se albergan dudasacerca de que en la historia de los mores haya descubrimiento e invención como en lahistoria de la ciencia y la tecnología, la invención de los propios derechos humanos

    podría contribuir a desvanecerlas, toda vez que los derechos humanos constituyen«uno de los más grandes inventos de nuestra civilización», en el mismísimo sentidoque los descubrimientos científicos o los inventos tecnológicos, al decir de CarlosSantiago Niño. Pero, por lo que hace a mi observación de que la fenomenologíahistórica de la lucha por tales derechos tiene al menos tanto de disenso como —siacaso no más que— de consenso, la verdad es que no estoy en situación de extraer deella mayor partido, pues no soy historiador ni sociólogo del conflicto, ni me asisteninguna otra cualificación profesional a ese respecto, y no deseo tampoco hacerrecaer sobre la tesis que me propongo defender la en otro caso inesquivable acusa-ción de que incurre en algún tipo de «falacia genética», de corte historicista o so-

    ciologista, al tratar de derivar conclusiones filosóficas del desarrollo histórico de losacontecimientos o de tales o cuales circunstancias de la realidad social.Vistas las cosas desde una perspectiva estrictamente filosófica, sí que habría que

    tener presente, en cambio, que el imperativo que llamé de la disidencia —del que Kantse sirvió para elaborar su idea de «un reino de los fines» (ein Reich der Zwecke), acuya realización tendería el establecimiento de «la paz perpetua» sobre la faz de latierra— reclama su puesta en conexión no sólo con la ética kantiana sino también conla harto menos sublime filosofía política de Kant y, de manera muy especial, con suinquietante idea de la «insociable sociabilidad» (ungesellige Geselligkeit) del hombre,bajo la que indudablemente se trasluce una visión bastante conflictualista de la

    historia y la sociedad.En lo que resta de este trabajo, sin embargo, habré de concentrarme en los as-pectos éticos de la cuestión, dejando de lado sus aspectos filosófico-políticos, enrelación con los cuales me limitaré a señalar que el imperativo de la disidencia podríadar pie a meditar sobre la importancia, junto a la legitimidad crítica de que anteshablábamos, de la  crítica de la legitimidad,  esto es, de cualquier legitimidad quepretendiera situarse por encima de la condición de fin en sí mismo que aquel impe-rativo asigna al hombre.

    Pues, entrando de lleno en nuestro tramo final, dicho segundo imperativo de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres  descansaba para Kant en laconvicción, por él solemnemente aseverada en esta obra, de que «el hombre existecomo un fin en sí mismo» y, como añadiría en la Crítica de la razón práctica, «nopuede ser nunca utilizado por nadie (ni siquiera por Dios) únicamente como un medio,sin al mismo tiempo ser fin». Como antes insinué, el imperativo de marras reviste de

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    algún modo un carácter negativo, dado que —bajo su apariencia de oración grama-ticalmente afirmativa— no nos dice en rigor «lo que» debemos hacer, sino más bien loque «no debemos», a saber, no debemos tratarnos, ni tratar a nadie, a título exclu-sivamente instrumental. Kant es tajante en este punto cuando afirma que el fin que elhombre es no es uno de esos fines particulares que nosotros podemos proponernosrealizar con nuestras acciones y que generalmente son medios para la consecución deotros fines, como, pongamos por ejemplo, el bienestar o la felicidad. El hombre no es un fin a realizar. Por lo que se refiere al hombre como fin, advierte Kant, «el fin nohabría de concebirse aquí como un fin a realizar, sino como un fin independiente y portanto de modo puramente negativo, a saber, como algo contra lo que no debe obrarseen ningún caso». Los «fines a realizar» son para Kant, en cuanto fines particulares,«fines únicamente relativos». Y de ahí que, según él, no puedan dar lugar a «leyesprácticas» o leyes morales, sino a lo sumo servir de fundamento a «imperativoshipotéticos» como los que nos dicta, por ejemplo, la prudencia cuando decimos que«si queremos conservar nuestra salud en buen estado, tendremos que seguir estos oaquellos preceptos médicos». Mas, por su parte, el único fin específicamente moral o«fin independiente» con que contamos —a saber, el ser humano revestido de «un

    valor absoluto»— no requerirá menos que un imperativo categórico como el nuestro.En este sentido, y mientras que los fines relativos no pasarían de constituir «finessubjetivos» como lo son los que cualquiera de nosotros nos propongamos realizar, loshombres como fines, esto es, las «personas», son llamadas por Kant «fines objeti-vos», como en el famoso pasaje de la  Fundamentación que no me resisto a trans-cribir: «Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la na-turaleza, tienen, cuando se trata de seres irracionales, un valor meramente relativo,como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres racionales llámanse  personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es,como algo que no puede ser usado meramente como medio y, por tanto, limita en

    este sentido todo capricho (y es un objeto de respeto). Estos no son, pues, merosfines subjetivos, cuya existencia, como efecto de nuestra acción, tiene un valor paranosotros, sino que son fines objetivos, esto es, cosas cuya existencia es en sí mismaun fin». Por eso, añade Kant en otro pasaje no menos famoso de la misma obra, elhombre no tiene «precio», sino «dignidad»: «Aquello que constituye la condición paraque algo sea un fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sinoun valor intrínseco, esto es, dignidad». Son hermosas palabras, ciertamente, ¿peropor qué todo el mundo habría de aceptar la proclamación kantiana de que el hombreexiste como un fin en sí mismo?  

    Que eso no es evidente de por sí lo demuestra, para acudir a un solo contra-

    ejemplo, la imposibilidad de argumentar en pro de dicho aserto —y hasta incluso decomprenderlo— por parte de quienes sostengan que la razón, la racionalidad, nopuede ser sino razón instrumental, esto es, una razón capaz de interesarse única-mente por la adecuación de los «medios» a los «fines» que persigue la acción hu-mana, pero incapaz, en cambio, de atender a «fines últimos» que no puedan sermedios para la consecución de otros fines. Ello la incapacita, desde luego, para poderhacerse cargo de que el hombre sea un fin en sí mismo, algo que no debía depreocupar gran cosa a Heinrich Himmler cuando —según relata Hannah Arendt—advertía enérgicamente, en sus circulares a las SS, de «la futilidad de plantearsecuestiones relativas a fines en sí mismos». Los teóricos de la racionalidad instru-mental, por otra parte, negarían consecuentemente que quepa hablar de  razón práctica, pero —si no aceptamos, como no hay razón para aceptar, que la «raciona-lidad» de la «praxis» humana se reduzca a «racionalidad instrumental»— estaremos

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    autorizados, cuando menos, a indagar la posibilidad de argumentar en pro del asertokantiano de que el hombre es un fin en sí mismo.

    En mi opinión, quien más convincentemente ha indagado la posibilidad de se-mejante argumentación ha sido Ernst Tugendhat, para quien es un «hecho empírico»—a cuyo reconocimiento contribuye el estudio de los procesos de socialización— quetanto con respecto a nuestra vida como a la de los demás mantenemos relaciones deestimación (y desestimación) recíprocas, que nos hacen sentir a cada quien como

    «uno entre todos» y sometidos de este modo a una moralidad común (a menos,precisa, de sufrir un lack of moral sense, esto es, de carecer de sensibilidad moral, uncaso éste que Tugendhat se inclina a reputar de «patológico»): sobre un tal hecho sepodría pasar luego a construir una «moral del respeto recíproco», moral que Tu-gendhat considera, a mi entender acertadamente, como el núcleo básico de toda otramoral (lo que no quiere decir que toda moral se haya de constreñir a dicho núcleo,pues incluso la propia ética de Kant —en especial, en conexión con su idea del «biensupremo»— admitiría otras fuentes que el «respeto»; pero no sería poco, cier-tamente, que la moral del respeto recíproco —en la que los miembros de la comunidadmoral otorgaríanse recíprocamente la consideración de fines— se hallase como

    cuestión de hecho a la base de toda moral, con lo que se vería dotada de una efectivauniversalidad; y, por supuesto, la posición de Tugendhat entraña un paso más sobrela de cuantos —sin excluir al que esto escribe— se han rendido alguna que otra vez aconceder que la kantiana afirmación de que el hombre es un fin en sí no pasa deconstituir una «superstición humanitaria», aun cuando una superstición fundamentalsi se desea poder seguir hablando de ética).

    Ahora bien, ¿consigue en rigor Tugendhat su propósito de convencernos? Cual-quiera que fuese el poder de convencimiento de su tesis, y hay que decir que no esescaso, él mismo admitiría como dudoso que consiguiera convencer a aquel quecarezca de sensibilidad moral , con quien confiesa que «no sería posible discutir». Pero

    si se trata de discutir o argumentar como se trata, ése es precisamente el caso en quela discusión tendría que ser más relevante.A mi modo de ver, la argumentación de Tugendhat se desenvuelve de manera que

    el imperativo de la disidencia tendría que presuponer  el principio de universalización,ya que éste se halla a la raíz de su concepción de la moral del respeto recíproco, válidaal mismo tiempo para uno que para  todos. Pero quizá tal presuposición sea pres-cindible, pues el imperativo de la disidencia podría valer en principio para un soloindividuo, a saber, el que disiente y hace suya la moral del respeto recíproco en-tendida como la resolución de no tolerar nunca ser tratado, ni tratar consecuente-mente a nadie, únicamente como un medio,  esto es, como un mero instrumento

    (donde la resolución de «no tolerar ser tratado únicamente como un medio» de-tentaría de algún modo un prius sobre la consecuente resolución de «no tratar a nadieúnicamente como un medio», es decir, sería previa a la reciprocidad y no sólo alprincipio de universalización). Aunque, naturalmente, de lo antedicho se desprendeque el indiv