etnología y etnias de la turdetania en época prerromana

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CuPAUAM 33, 2007, pp. 117-143 Etnología y etnias de la Turdetania en época prerromana Francisco José García Fernández Universidad de Sevilla 1 Resumen Frente a la imagen tradicional generada por la arqueología historicista, la configuración étnica de la Turdetania constituye una realidad sumamente compleja, dinámica e inestable, sujeta a constantes variaciones como consecuencia de diferentes circunstancias políticas, sociales y culturales. Recientes planteamientos teórico-metodo- lógicos procedentes de la Sociología y la Antropología permiten al arqueólogo abordar este problema desde nuevas perspectivas que cuestionan el valor intrínseco las fuentes literarias y la documentación arqueológica en la definición de grupo étnico. Ambas deben ser tenidas en cuenta únicamente en la medida en que participen activamente en la construcción de la identidad étnica. No hay que olvidar, sin embargo, la dificultad que entraña definir grupos étnicos en el espacio y en el tiempo, habida cuenta de que más que un fenómeno, la etnicidad constituye un proceso conti- nuo. En esta ocasión nos centraremos en los dos principales grupos culturales de la Turdetania: los turdetanos y los púnicos que, lejos de constituir unidades étnico-territoriales homogéneas, presentan una amplia variedad de situa- ciones singulares. Palabras clave: Península Ibérica, Turdetania, Edad del Hierro, etnicidad, testimonios literarios, cultura material. Abstract Despite the traditional image generated by historicist archaeology, the ethnic composition of Turdetania is a com- plex, dynamic and unstable reality in a continual process of changing as a result of different political, social and cul- tural circumstances. Newest theoretical and methodological hipothesis from Sociology and Anthropology let the archaeologist focus on this problem from new points of view questioning the inherent value of literarial texts and archaeological resources to define ethnic group. Both must be considered as contributors on the construction of the ethnic identity. We must not forget the difficulty to define ethnic groups in space and time because ethnicity is a con- stant process not a phenomenon. In this work, we will focus on the two principal groups in Turdetania: turdetanians and punics, who present a wide variety of particular situations, instead of homogeneous ethnic and territorial units. Keyword: Neolithic, Península Ibérica, Turdetania, Iron Age, ethnicity, literary sources, material culture. La Historia y, dentro de ella, la Arqueología, como el resto de las disciplinas científicas, se encuentra sometida a modas y vaivenes, etapas caracterizadas por determinados planteamientos teóricos o metodológicos y por un interés diverso en determinados periodos históricos o aspectos especí- ficos de la investigación. A ello no es ajena la diná- mica interna de nuestras sociedades, que impone una forma de ver, interpretar y explicar el pasado, la mayoría de las veces dependiente de los paradigmas ideológicos y epistemológicos imperantes o, lo que es peor, subordinada a coyunturas políticas concre- 1 Trabajo realizado en el marco del Proyecto “Antecedentes y desarrollo económico de la romaniza- ción en Andalucía Occidental” (BHA2002-03447), den- tro del Grupo de Investigación “De la Turdetania a la Bética”, del Departamento de Prehistoria y Arqueología de la Universidad de Sevilla. 06.qxd 6/5/08 07:03 Página 117

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CuPAUAM 33, 2007, pp. 117-143

Etnología y etnias de la Turdetania en época prerromana

Francisco José García Fernández

Universidad de Sevilla1

ResumenFrente a la imagen tradicional generada por la arqueología historicista, la configuración étnica de la

Turdetania constituye una realidad sumamente compleja, dinámica e inestable, sujeta a constantes variaciones comoconsecuencia de diferentes circunstancias políticas, sociales y culturales. Recientes planteamientos teórico-metodo-lógicos procedentes de la Sociología y la Antropología permiten al arqueólogo abordar este problema desde nuevasperspectivas que cuestionan el valor intrínseco las fuentes literarias y la documentación arqueológica en la definiciónde grupo étnico. Ambas deben ser tenidas en cuenta únicamente en la medida en que participen activamente en laconstrucción de la identidad étnica. No hay que olvidar, sin embargo, la dificultad que entraña definir grupos étnicosen el espacio y en el tiempo, habida cuenta de que más que un fenómeno, la etnicidad constituye un proceso conti-nuo. En esta ocasión nos centraremos en los dos principales grupos culturales de la Turdetania: los turdetanos y lospúnicos que, lejos de constituir unidades étnico-territoriales homogéneas, presentan una amplia variedad de situa-ciones singulares.

Palabras clave: Península Ibérica, Turdetania, Edad del Hierro, etnicidad, testimonios literarios, cultura material.

AbstractDespite the traditional image generated by historicist archaeology, the ethnic composition of Turdetania is a com-

plex, dynamic and unstable reality in a continual process of changing as a result of different political, social and cul-tural circumstances. Newest theoretical and methodological hipothesis from Sociology and Anthropology let thearchaeologist focus on this problem from new points of view questioning the inherent value of literarial texts andarchaeological resources to define ethnic group. Both must be considered as contributors on the construction of theethnic identity. We must not forget the difficulty to define ethnic groups in space and time because ethnicity is a con-stant process not a phenomenon. In this work, we will focus on the two principal groups in Turdetania: turdetaniansand punics, who present a wide variety of particular situations, instead of homogeneous ethnic and territorial units.

Keyword: Neolithic, Península Ibérica, Turdetania, Iron Age, ethnicity, literary sources, material culture.

La Historia y, dentro de ella, la Arqueología,como el resto de las disciplinas científicas, seencuentra sometida a modas y vaivenes, etapascaracterizadas por determinados planteamientosteóricos o metodológicos y por un interés diverso endeterminados periodos históricos o aspectos especí-

ficos de la investigación. A ello no es ajena la diná-mica interna de nuestras sociedades, que imponeuna forma de ver, interpretar y explicar el pasado, lamayoría de las veces dependiente de los paradigmasideológicos y epistemológicos imperantes o, lo quees peor, subordinada a coyunturas políticas concre-

1 Trabajo realizado en el marco del Proyecto“Antecedentes y desarrollo económico de la romaniza-ción en Andalucía Occidental” (BHA2002-03447), den-

tro del Grupo de Investigación “De la Turdetania a laBética”, del Departamento de Prehistoria y Arqueologíade la Universidad de Sevilla.

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tas. De este modo el científico, más o menos condi-cionado por su propio contexto social y cultural,trata de satisfacer no sólo las incógnitas surgidas alo largo del proceso de investigación, objetivamenteindividualizadas, sino también la demanda de lacomunidad científica y, más aún, del resto de lasociedad receptora de la información.

Sin esta reflexión, común por otra parte a todoslos que nos dedicamos al campo de las “humanida-des”, sería difícil entender el auge alcanzado en losúltimos años por los estudios de paleoetnología,etnicidad y etnogénesis en las arqueologías prehis-tóricas e históricas y, por supuesto, en laAntropología y la(s) historia(s). Ya se deba al triun-fo del pensamiento postmoderno, que trae consigouna nueva visión del “otro” (González Ruibal,2003), o simplemente a la paulatina asimilación porparte de la New Archaeology de los presupuestosbásicos de la Antropología –no es éste el momentode discutir sobre cuál fue la madre del cordero–, locierto es que desde finales de los años ochenta ysobre todo durante la década de los noventa, laEtnología ocupa un lugar destacado en los estudiossobre prehistoria y protohistoria de la PenínsulaIbérica. Con varios años de retraso respecto al restode las escuelas europeas, las cátedras de Prehistoria,Arqueología e Historia Antigua de algunas univer-sidades españolas empezaron a interesarse por elorigen y evolución de las identidades “indígenas” dela Hispania prerromana, así como por los procesosde transformación que sucedieron a la conquistaromana en el seno de estas sociedades. En ello jugóun papel destacado el desarrollo del “Estado de lasAutonomías” y el surgimiento de políticas culturalesde sesgo regionalista o nacionalista desde los nue-vos gobiernos autonómicos (Díaz-Andreu, 1995;Ruiz Zapatero, 1996: 189-190), aunque bien es cier-to que se corre el riesgo, como ya ha ocurrido enalguna ocasión, de forzar los argumentos hasta lími-tes insospechados con el fin de legitimar determina-das aspiraciones políticas (Ferrer y García, 2002:133)2, hasta el extremo de hacer coincidir unidadesadministrativas actuales con los territorios de losgrupos étnicos protohistóricos (González Morales,

1992). Polémicas aparte, la aparición en 1992 del volu-

men Paleoetnología de la Península Ibérica, quereúne tanto reflexiones generales como estudiosregionales sobre las comunidades prerromanas delconjunto de Iberia, supone un punto de inflexión o,mejor dicho, un punto de confluencia de diferenteslíneas de investigación que habían tenido su inicioen la década anterior en áreas tan dispares como elcuadrante noroccidental (por ejemplo, Solana,1991) o Andalucía (Ruiz Mata, 1987; Escacena,1989; Iniesta, 1989, entre otros). A partir de estemomento los ensayos sobre paleoetnología se mul-tiplican, aunque con un resultado diverso, centrandosu atención en las áreas de mayor complejidad, prin-cipalmente aquellas que se encuentran dentro de loque lingüísticamente se conoce como la Iberia“indoeuropea” (Gorrochategui, 1993: 411). Se esta-ban empezando a superar algunas barreras secularesque todavía seguía arrastrando la historiografíaespañola, tales como la cuestión celtibérica (Ciprés,1993; Gómez Fraile, 1997), la “iberización” de laBaja Andalucía (Escacena, 1989 y 1992) –sobre laque luego incidiremos– o la propia carga semánticade los términos “Iberia”, “Iberos” y “celtas”(Domínguez Monedero, 1983; Gómez Fraile, 1999;Cruz Andreotti, 2002; Kurtz, 1995; Díaz Santana,2003, entre otros). No obstante, la ArqueologíaFilológica y el Historicismo Cultural continúan aúnejerciendo una poderosa influencia, más a nivelmetodológico que teórico, en las reconstruccionespaleoetnológicas llevadas a cabo en los últimosaños. La obsesión por hacer coincidir etnias con“culturas arqueológicas”, incluso cuando los nom-bres de aquellas provienen de fuentes escritas ajenaso desconocedoras (en su mayoría) de la realidadindígena peninsular, ha dado lugar a no pocos erro-res y contradicciones. A ello hay que añadir la difi-cultad que supone la interpretación del registromaterial y la definición de “culturas arqueológicas”3

a partir de un conjunto de ítems que se presumenrepresentativos de una determinada comunidad(Downs, 1998: 42-43; Ferrer y García, 2002: 145-146; Ferrer y Prados, 2001-02: 274). Sobre el uso de

2 “Los nacionalismos y regionalismos conscientementepotencian estos estudios como un medio directo o indi-recto de justificar y sus aspiraciones futuras buscando susraíces más remotas en la Antigüedad o en el Medievo,recuperando una edad dorada que “histórica” y senti-mentalmente los vincule y cohesione internamente y, demanera simultánea, los segregue de los otros”. La histo-ria, una vez más, se convierte en un instrumento demanipulación ideológica, eso sí, enmascarado bajo laaureola de progresismo y “buenrrollismo” cultural –per-

mítase la licencia– que caracteriza a algunas administra-ciones locales.

3 Venimos aceptando de forma operativa la definición deM. Ruiz Gálvez (1987: 251), para quién “cultura arqueo-lógica” hace referencia a “un territorio físico concretodonde, en un periodo cronológico determinado, se pro-ducen unas mismas manifestaciones, reflejadas en unpatrón de asentamiento, un tipo de enterramiento y unosartefactos que, con independencia de las posibles varian-tes locales, son comunes a lo largo de éste”.

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estos ítems como indicadores étnicos volveremosmás adelante. Por último, queda mencionar laausencia generalizada de una percepción diacrónicade la distribución étnica, que describa tanto los cam-bios que se suceden a nivel social y cultural –y queafectan inevitablemente a la propia identidad–,como su repercusión a escala territorial.

Por lo que respecta a los “pueblos” de laTurdetania4, las interpretaciones más recientes tam-poco han aportado soluciones satisfactorias. Ello sedebe, como decimos, a la costumbre generalizada depretender conciliar en un mismo mapa todos losétnicos transmitidos por la tradición grecolatina encasi mil años de producción literaria; así como a losfrecuentes intentos de establecer una corresponden-cia entre los datos aportados por la Arqueología ylas informaciones procedentes de las fuentes escri-tas. El caso de R. Lacalle (1997), por citar algúnejemplo, puede resultar llamativo, ya que practicaun ensayo de reconstrucción paleoetnológica en elque se entremezclan testimonios literarios de diver-sa índole y cronología con los datos arqueológicos,tomando como base la distribución espacial de lasrepresentaciones en piedra de leones. El resultado esun mosaico étnico sincrónico y contradictorio dondeencontramos conviviendo al mismo tiempo turdeta-nos, túrdulos, mastienos y libiofenicios o bástulo-fenicios (¡), a la vez que se modifican las “fronterasculturales” para forzar la relación entre las diferen-tes fuentes de información. A. Iniesta (1989), por suparte, aunque reconoce a los mastienos y los baste-tanos como una misma realidad étnica en dosmomentos distintos, obvia sin embargo el hecho deque el territorio de los primeros corresponda con elhinterland de los asentamientos fenicios de épocaarcaica y los identifica con las poblaciones autócto-nas del Bronce Final que ocupaban la costa suro-riental de la Península Ibérica. Del mismo modo, T.Chapa y J. Pereira (1994) identifican a los mastienoscon los bastetanos del interior y no con los bástulos,que habitan precisamente el mismo territorio.

Otros investigadores, como L. Silgo Gauche(1992), han intentado establecer unos límites más omenos nítidos entre los grandes conjuntos étnicos dela Turdetania a partir de las fuentes clásicas, la len-gua, la toponimia y antroponimia de época romana.En sentido opuesto D. Ruiz Mata (1997 y 1998)piensa que los tartesios, una vez asimilado el impac-to cultural durante el periodo Orientalizante, forma-ron junto con los fenicios una cultura homogénea,que no es otra que la turdetana. En último lugar, elmapa propuesto por A. Ruiz y M. Molinos (1993), sibien procura respetar la diacronía de las fuentes,sitúa en un mismo territorio a elbestios, elbisinos ycilbicenos –a la sazón distintas denominaciones deun mismo grupo étnico casi desconocido–, junto alos tartesios, libiofenicios y mastienos, en el mismoorden en el que son citados en la polémica OraMaritima de Avieno5; aunque más adelante vuelve aincluir a los turdetanos entre el aglomerado de pue-blos que conocemos con el desafortunado términode “cultura ibérica”.

Afortunadamente en los últimos años estándando sus frutos nuevas líneas de investigación queafrontan el estudio de las etnias y la etnicidad en laHispania prerromana desde planteamientos teóricosmetodológicos más coherentes con la realidad etno-lógica y alejados de los paradigmas clásicos de laArqueología Filológica y de la correspondenciaetnia-cultura material que defiende la arqueologíahistoricista. Paralelamente al auge de nuevas disci-plinas como la Etnoarqueología o la Etnohistoria, seimpone una práctica historiográfica más completaque integra las aportaciones de la Arqueología conlas de la Antropología, la Epigrafía, el análisis tex-tual, la Lingüística, etc. como resultado, a menudo,de experiencias interdisciplinares. Destaca, porejemplo, la monografía de F. Burillo sobre los celtí-beros (1998), el artículo de G. Ruiz Zapatero y J.R.Álvarez-Sanchís sobre la identidad de los vetones(2002), una aproximación novedosa y profunda a laetnicidad de los pueblos paleohispánicos que recoge

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4 Ante la ausencia de un marco geográfico más adecuado ypreciso vamos a utilizar el que transmiten las fuentes lite-rarias de época tardohelenística, principalmenteEstrabón, que reflejan el proceso a través del cual la rea-lidad geo-etnográfica de la antigua región tartésica espercibida, aprehendida y descrita por los geógrafos e his-toriadores de la “romanización”. De este modo, y a pesarde su falta de nitidez, entendemos por “Turdetania” laregión bañada por el río Guadalquivir y sus afluentes,que limita hacia el norte con las primeras estribacionesde Sierra Morena, hacia el este con las sierras Sudbéticasy hacia el oeste y noroeste con el curso del río Guadiana,

así como la costa que se extiende entre la desembocadu-ra del río Guadiana y el Estrecho de Gibraltar, aunqueen determinados momentos también puedan integrarseen Turdetania las poblaciones que se sitúan a lo largo dellitoral de Andalucía Oriental (García Fernández, 2002).

5 Sobre el carácter exclusivamente literario del poema deAvieno, dentro del contexto cronológico y cultural en elque se encuentra inserto el autor, y las dificultades queentraña su uso como fuente de datos geográficos, desta-camos González Ponce (1995), que recoge básicamentetoda la bibliografía anterior.

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las últimas propuestas de la antropología y arqueo-logía anglosajonas o, más recientemente, la refle-xión de B. Díaz Santana sobre la “identidad” celta(2003).

Por lo que respecta a la Hispania meridional, lostrabajos de J.L. Escacena sobre los turdetanos (1989y 1992) constituyen el primer intento serio de esta-blecer los elementos más apropiados para definir losparámetros sobre los que se asienta su identidad.Posteriormente M. Downs (1998), que parte de losmismos presupuestos de Escacena sobre la ausenciade una equivalencia entre identidad y cultura mate-rial, hace hincapié en la heterogeneidad de la “cul-tura turdetana” y en los problemas inherentes a laconstrucción de la identidad a partir de la documen-tación literaria y arqueológica6. Una reciente síntesissobre las posibilidades que ofrecen los testimoniosliterarios y arqueológicos para la reconstrucción delconglomerado étnico que compone la Turdetania lotenemos en Ferrer y García (2002). Por su parte, E.Ferrer Albelda ha definido un “espacio culturalpúnico”, que “abarcaría básicamente la costa medi-terránea y atlántica desde Almería hasta Huelva yalgunos territorios del interior como la campiña(Asido o Carmo), así como determinadas localida-des ribereñas del Lago Ligustino” (1998: 39-40),dentro del cual se encuentra el área ocupada por losBástulos o Bástulo-Púnicos, que es como la tradi-ción literaria grecolatina denomina a los púnicos deIberia (Ferrer y Prados, 2002; Ferrer, 2004).

Aunque todavía queda mucho por hacer, nosencontramos en un momento privilegiado en el quela investigación está empezando a afrontar seria-mente una problemática histórica y arqueológicaque se muestra mucho más compleja y diversa de loque en principio podía aparentar. Los objetivos deeste ensayo van encaminados en ese sentido.Pretendemos aproximarnos a la diversidad étnica dela Turdetania a partir del análisis crítico de las fuen-tes literarias y arqueológicas, así como también delestudio de la etnicidad desde el punto de vista de laAntropología, incidiendo en la génesis y la naturale-za –endógena o exógena– de los elementos sobre losque se asientan las señas de identidad de sus habi-tantes. Esta aproximación deberá tener en cuenta,evidentemente, el carácter diacrónico del proceso yla constante revisión a la que se ve sometida la con-ciencia y los valores colectivos. Partimos de la idea

de que las fronteras entre los diferentes grupos noson nítidas, sino que se difuminan hasta a veces des-aparecer gracias al contacto interétnico. Trataremosde sostener, en definitiva, la existencia de áreas cul-turales mixtas en las que la convivencia en unmismo espacio de diferentes “grupos étnicos” condiferentes niveles de organización socio-políticapuede dar lugar a fenómenos de identidad múltipleo la convergencia de distintos niveles de identidad.

1. LA ETNOLOGÍA Y EL PRINCIPIO DE INCER-TIDUMBRE, ¿SE PUEDE REALMENTE CONO-CER A UNA ETNIA?

En 1926 Werner Heisenberg, siguiendo la hipó-tesis cuántica de Max Planck (padre de la físicacuántica), formuló su famoso principio de incerti-dumbre, según el cual es imposible conocer la posi-ción exacta de una partícula sin modificar aun leve-mente su velocidad, o lo que es lo mismo: cuantomayor sea la precisión con que se trate de medir laposición de una partícula, menor será la exactitudcon que se podrá medir su velocidad, y cuantomayor sea la precisión con la que se mida la veloci-dad de una partícula, tanto mayor será la incerti-dumbre de su posición (Hawking, 1993: 83). En estateoría “las partículas ya no poseen posiciones yvelocidades definidas por separado, pues éstas nopodrían ser observadas. En vez de ello, las partícu-las tienen un estado cuántico, que es una combina-ción de posición y velocidad” (Hawking, 1993: 84).La mecánica cuántica introduce, pues, un elementoinevitable de incapacidad de predicción, una aleato-riedad universal que afecta a los propios fundamen-tos de la ciencia y la filosofía modernas. Aunque lasimplicaciones del principio de incertidumbre no hansido aún suficientemente valoradas para otros cam-pos del saber, supuso el final del paradigma de las“ciencias exactas” y enterró definitivamente elmodelo de universo determinista y predecible quehabía caracterizado a la física clásica (Bohr, 1988).

Evidentemente no quiero decir con esto que losmodelos de la física sean capaces de describir elcomportamiento humano, individualmente y muchomenos a nivel colectivo. Simplemente trato dedemostrar que los fundamentos sobre los que seasientan actualmente las ciencias denominadas“puras” parten de los mismos principios de indeter-

6 En esta misma línea nuestro trabajo “Turdetania, turde-tanos y cultura turdetana” (García Fernández, 2002) inci-de sobre la necesidad de interpretar los términos“Turdetania” y “turdetanos” dentro de la tradición litera-ria e historiográfica que los genera –es decir, dentro del

contexto de la conquista romana– y, en consecuencia,asumir la incongruencia histórica que implica el uso deltérmino “cultura turdetana” para definir la herenciapoblacional y cultural de Tartesos durante los siglos V alIII a.C.

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minación que han actuado tradicionalmente sobrelas ciencias “humanas”. Ello nos coloca en unasituación ventajosa con respecto a aquellas, porcuanto hace años que aceptamos voluntaria y humil-demente el carácter relativo y limitado de nuestrasaproximaciones, a la historia del hombre, la culturay la sociedad. Por lo tanto, no debe suponer un granesfuerzo admitir que es, por “principio”, imposibleconocer los parámetros exactos que definen a unasociedad, más aún si se trata de una sociedad des-aparecida de la que únicamente conservamos unaparte de sus vestigios materiales y, como mucho,algunos documentos escritos. Si a este problemaañadimos el factor tiempo, es decir, la propia evolu-ción interna de un determinado colectivo durante suetapa de existencia, así como las transformacionesque pueden hacerlo devenir en una realidad total-mente distinta, nos encontramos ante el mismo pro-blema al que se enfrenta el pensamiento postmoder-no al tratar de describir observaciones de una reali-dad que se muestra, por “principio”, intangible.

No pienso agotar el espacio disponible divagan-do sobre los fundamentos epistemológicos de lasciencias “humanas”, no es ese el objetivo de estareflexión. Mi interés se centra en la problemáticaque encierra el estudio de las etnias y más concreta-mente de las etnias “históricas” que han dejado tes-timonios materiales de su existencia. Antes bien,cabría preguntarse qué entendemos por etnicidad. Elmencionado artículo de G. Ruiz Zapatero y J.R.Álvarez Sanchís (2002) recoge las últimas aporta-ciones conceptuales sobre “identidad étnica” y “gru-pos étnicos” llevadas a cabo desde la Arqueologíapor S. Shennan (1989), S. Jones (1997), S. James(1999) y J. Hall (1997 y 1998). Del mismo modo, enun reciente trabajo B. Díaz Santana (2003) ha reali-zado un recorrido por los diferentes paradigmasepistemológicos desde los cuales se ha abordado elproblema de la etnicidad. Para evitar reiteracionesinnecesarias me ceñiré a las ideas básicas, que tie-nen su origen en la antropología anglosajona definales de los años sesenta del pasado siglo.

Según Barth (1974: 10), “los grupos étnicos soncategorías de adscripción e identificación que sonutilizadas por los actores mismos y tienen, por tanto,la característica de organizar interacción entre losindividuos”, de tal modo que, “aunque las categorí-as étnicas presuponen diferencias culturales, es pre-ciso reconocer que no podemos suponer una mismarelación de paridad entre las unidades étnicas y lassimilitudes o diferencias culturales. Los rasgos queson tomados en cuenta no son la suma de diferencias“objetivas”, sino solamente aquellas que los actoresmismos consideran significativas”. Así pues, “ni loscaracteres raciales, ni la herencia biológica, ni la

lengua, ni los aspectos formales de la cultura cons-tituyen por sí solos, ni necesariamente, elementoscaracterizadores de los grupos étnicos, sino queestos se definen en función de la autoadscripciónque los individuos hacen de ellos mismos a un grupoy de la adscripción realizada por los demás”(Zamora, 1988: 399). Se trata, en cualquier caso, deuna visión estática y subjetiva de la etnicidad, “quedesemboca en cierto determinismo cultural, ya queel individuo está constreñido por su identidad étni-ca” (Díaz Santana, 2003: 301).

Frente a esta perspectiva todavia bastante esen-cialista o primordialista la antropología funcionalis-ta, y en consecuencia también la New Archaeology,ha hecho hincapié en el carácter instrumental (“fun-cional”) de la identidad. Desde este punto de vista,la etnicidad no es más que un instrumento de laorganización sociopolítica que le permite mantenerla cohesión del grupo social y competir con otrosgrupos por el control del territorio y el acceso a losrecursos económicos. Es decir, “las identidades étni-cas se desarrollan en respuesta a requerimientos fun-cionales y organizativos, y pueden no ser conscien-temente asumidas como tal por los seres humanos.Son las condiciones contemporáneas de los indivi-duos las que hacen que emerjan las identidades o seactiven”. Nos encontramos ante una visión “objeti-vista” de la etnicidad, “ya que rechaza la adscripcióncategórica subjetiva y consciente de los individuoscomo el criterio esencial de la identidad étnica”(Díaz Santana, 2003: 302).

Como resultado de estas dos posturas, la etnici-dad es entendida hoy por antropólogos y arqueólo-gos como una construcción subjetiva, que puedeestar basada en parte (1) en elementos heredados–como la lengua, la religión, el origen o el territorio(Ruiz y Álvarez-Sanchís, 2002: 256)– pero que, porencima de todo, (2) es el resultado de la autocon-ceptualización y el autoreconocimiento de un grupopor oposición a otros, a partir de una diferenciacióncultural percibida y/o descendencia común (Jones,1997: xiii). En consecuencia, “la diferencia es esen-cial para que se active empíricamente una etnicidadlatente, y esta diferencia es mucho más percibidapor aquellos grupos humanos que están en mayorcontacto con otros grupos de su entorno” (DíazSantana, 2003: 322, siguiendo a Eriksen, 1993).Desde una perspectiva constructivista la etnicidad seconcibe, por tanto, “como una herramienta de clasi-ficación, que crea orden en un universo social des-ordenado, dando al individuo modos de comporta-miento intra e intergrupal que modelan la prácticasocial constantemente” a través de la apropiación desímbolos socialmente significativos (ibidem: 304).

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Teniendo en cuenta su carácter discursivo y auto-consciente la etnicidad no puede considerarse unfenómeno estático, sino más bien un proceso conti-nuo (Gosselain, 2000: 188), “una dinámica en per-manente status nascendi, que recoge, reelabora,reestructura e inventa representaciones y fuerzassociales” (Cabezas, 2003). Es lo que se conocecomo “etnicidad activa” o “etnogénesis continua”,es decir, la constante reafirmación o rectificación delos valores identitarios de un grupo social a partir deuna serie de estímulos internos y/o externos y den-tro de un proceso histórico.

Que la “identidad colectiva” está en permanentecambio es algo que hoy en día nadie pone en duda.Otra cosa es que la Arqueología no lo haya recono-cido como un fenómeno habitual en las sociedadespretéritas hasta hace relativamente poco, eso sí, máspor sentido común que como resultado de una refle-xión teórica profunda. Y es que si ya de por sí escomplicado identificar los elementos que caracteri-zan a una determinada comunidad, su mutabilidad alo largo del tiempo resulta desconcertante para elhistoriador. Es lo que podríamos definir mutatismutandis como “principio de incertidumbre social”cuyas implicaciones en el campo de la Etnologíatodavía no han sido suficientemente valoradas. Asípues, podemos conocer en un momento preciso lossignos predeterminados que definen a un grupo étni-co en concreto, pero entonces habremos perdido laperspectiva diacrónica, porque tales elementos solocumplen su función diacrítica en un espacio-tiempolimitado y no son aplicables a todo el proceso etno-genético. De lo contrario, daríamos por sentado queel grupo étnico ha permanecido inalterado en eltiempo, y bien sabemos que eso no puede ser cierto.Del mismo modo, si seleccionamos sólo aquelloselementos que presentan una continuidad temporal(por ejemplo, la lengua o ciertos aspectos de la cul-tura material), o lo que es lo mismo, los signos dia-críticos más duraderos a través de los cuales sepuede rastrear la singularidad de un grupo étnico alo largo de su historia (aunque no tiene porqué tra-tarse de un ciclo vital), no se tendrán en cuenta lasmutaciones, parciales y menos perceptibles, que lepermiten reafirmar su identidad y adaptarla a las nue-vas realidades geográficas o históricas. En otras pala-bras, cuando mayor sea la precisión con la que iden-tifiquemos a un grupo étnico en un momento y lugardeterminados, mayor será la dificultad para extrapo-lar sus valores identitarios a otros contextos espacio-temporales; y cuando con mayor precisión identifi-quemos las pautas culturales que definen histórica-mente a un grupo étnico, mayores serán las dificulta-des para apreciar las particularidades del procesoetnogenético en cada estadio de la evolución.

Aunque sabemos que es, por “principio”, impo-sible llegar a conocer al cien por cien las pautas quedefinen la identidad de un determinado colectivo ymás aún su proyección temporal, debemos evitarpor todos los medios caer en una posición nihilista.A pesar de que apenas se aprecien cambios en loselementos “objetivos” de su cultura (lengua, formasde organización sociopolítica, pautas de asenta-miento, tradiciones técnicas, cultura material, etc.),no creemos que se deba obviar la complejidad delproceso de etnogénesis, sus implicaciones en elplano social y sus consecuencias históricas. Antesbien, teniendo en cuenta estas dificultades pensamosque una revisión crítica de las fuentes documentales,escritas y materiales, así como un uso discreto de laetnoarqueología y la etnología comparada, puedeproporcionar las herramientas necesarias para adop-tar un punto de vista emic que permita aproximar-nos, siquiera levemente, a las transformaciones quese operan en la conciencia colectiva y sus repercu-siones en la construcción ininterrumpida del ethnos.

2. FALSOS AMIGOS: LOS TESTIMONIOS LITE-RARIOS GRECOLATINOS

Desde hace algunos años se viene denunciandoreiteradamente los riesgos que entraña una lecturahistoricista y poco crítica de los testimonios litera-rios grecolatinos, principalmente en los estudiossobre geografía y etnología antiguas (GarcíaMoreno, 1989; García Quintela, 1991; GómezFraile, 1997 y 2001; Ferrer, 1998, entre otros).Nuestra tesis de licenciatura (García Fernández,2003) y trabajos ulteriores (Ferrer y García, 2002;Ferrer y Prados, 2001-2002) han incidido sobre laespecial complejidad de esta problemática en elámbito de la Turdetania donde, paradójicamente,contamos con menos datos etnográficos en compa-ración con otras regiones de la Península Ibérica. Noen vano, como tuvimos oportunidad de comprobar,son todavía frecuentes las investigaciones encami-nadas hacia la reconstrucción del mapa paleoetnoló-gico de la Península Ibérica a partir del uso de lasfuentes escritas como complemento incontrovertibledel dato arqueológico. Por otra parte, el estudio delas fuentes literarias sigue resultando imprescindi-ble, pues los nombres con que conocemos común-mente a la gran mayoría de los antiguos pobladoresde Iberia fueron transmitidos por los geógrafos ehistoriadores de la tradición clásica. Es más, la cre-ación de conceptos geopolíticos y geo-etnográficosdestinados a la ordenación de los espacios peninsu-lares tras la conquista romana puede suponer, comoveremos a continuación, la proyección de una rela-ción dialéctica entre las comunidades indígenas y la

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potencia invasora que implique nuevas formas deetnicidad inducidas por los cambios en las circuns-tancias históricas.

Lo que se propone, en definitiva, es una lecturacontextual de las fuentes escritas y una valoraciónde sus contenidos a partir de un análisis crítico delos factores que han actuado sobre su elaboración.Es preciso tener en cuenta, por tanto, la época enque fueron escritas las distintas obras, el género lite-rario al que pertenecían, el grado de conocimientogeográfico y etnográfico existente en cada momen-to, la presencia o ausencia de autopsia, el contextohistórico de los autores, así como su formación lite-rario/filosófica, sus prejuicios ideológicos y políti-cos, incluso sus propios avatares biográficos, con elfin de comprender de la mejor manera posible laperspectiva desde la cual proyectan su imagen sobreel objeto descrito (García Fernández, 2003: 19).

Tampoco podemos pasar por alto el contenidosemántico del término εθνοσ que, al igual queγενοσ y φυλον (Bailli, 1950), era utilizado por losgriegos con un sentido mucho más amplio que elque hoy día otorgamos al concepto “etnia” desde lamoderna Antropología (Renfrew, 1998: 276, y másrecientemente Cardete, 2004). Del mismo modo, losautores latinos empleaban indistintamente los térmi-nos gens y natio para hacer referencia de formagenérica a grupos humanos, ya se trate de un pueblo,nación, país o raza (Beltrán, 1986: 234).Evidentemente, un griego o un romano no podíatener en mente la misma idea que tenemos nosotrosde “grupo étnico” ya que, por un lado, carecía de lasherramientas necesarias para su identificación, deli-mitación y examen, es decir, de unos parámetros deanálisis más o menos definidos y compartidos;mientras que por el otro, el conocimiento de la rea-lidad indígena era algo que objetivamente no intere-saba. No olvidemos que los geógrafos e historiado-res de la Antigüedad carecían del principio que seconoce como “relativismo cultural”, según el cual“toda pauta cultural es, intrínsecamente, tan dignade respeto como las demás” (Harris, 1990: 23-25)7.Como afirma García Moreno (1988: 84), “los civili-zados observadores grecorromanos de las realidadeshispánicas eran en gran medida incapaces de com-prender la verdadera naturaleza de unos fenómenosque hundían sus raíces en unas estructuras socioeco-nómicas y políticas muy diversas a las suyas”. Y esque, a pesar de algunos intentos por adoptar una

postura ecuánime y imparcial, como podemos com-probar por ejemplo en la obra de Posidonio deApamea (Strasburger, 1965), la geografía y la histo-riografía helenísticas se encontraban generalmentedeterminadas por los paradigmas etnocentristas dela civilización grecolatina (Grilli, 1979; Dihle,1990), ofreciendo en la mayor parte de las ocasionesuna visión sesgada y distorsionada de la realidad.Así pues, la imagen que los autores antiguos trans-miten de la Península no está condicionada única-mente por la realidad “objetivamente observable”,sino también por el sujeto activo “que partiendo deella y a través de un método de selección, jerarqui-zación y ordenación de los datos recogidos, procedea su elaboración y transmisión”, en función de suspropias necesidades (Ciprés, 1993: 270).

Todos estos razonamientos no deben, sin embar-go, considerarse un pretexto para desestimar la vali-dez de los testimonios literarios como fuentes dedocumentales. Es posible extraer informaciones máso menos veraces sobre aspectos substanciales de laspoblaciones prerromanas de Hispania, como sunivel de desarrollo sociopolítico o el grado de urba-nismo que llegaron a alcanzar, su relación con otrascomunidades locales o foráneas, su orientación eco-nómica, recursos, vías de comunicación, inclusoalgunas costumbres y pautas culturales. Pero, ¿hastaqué punto los nombres que transmiten los autoresclásicos hacen referencia inequívocamente a etniaspropiamente dichas o a “pueblos” constituidos porunidades filiales menores? En general pensamos quepara la Península Ibérica (Le Roux, 1995: 19-44) y,en particular, para la región turdetana (GarcíaFernández, 2003: 182-188), se procedió a la crea-ción de una serie de conceptos geo-etnográficosgenéricos, simplificadores y homogenizadores, quepermitieran la comprensión, ordenación y adminis-tración de los nuevos territorios que habían quedadobajo la esfera de control romano. Probablemente lapráctica habitual de los geógrafos e historiadoresgrecolatinos fuera la de asimilar las regiones geo-gráficas con cuadros étnicos en sentido amplio, den-tro de los cuales se podían situar –aunque no nece-sariamente– una selección de “etnias” representati-vas a escala menor (Gómez Fraile, 2001).

Tal es el caso de la Celtiberia, donde bajo el tér-mino genérico de “celtíberos” fueron agrupadasvarias ethne (Str. III.4.13; Apiano, Iberica, 44 y 48)a las que se reconocía rasgos lingüísticos, culturales

7 Los antropólogos sostienen que “no hay cultura que seamejor que otra, puesto que cada una de ellas es el resul-tado de tradiciones históricas que han sido aceptadas porla gente que vive dentro de ellas como su propio medio

de vida. Para conseguir la objetividad, los antropólogosdeben despojarse de todo tipo de prejuicios culturales yentender la cultura que estudian tal como la entendiesenlos que viven en su seno” (Rossi y O’Higgins, 1981: 13).

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e históricos comunes (Ciprés, 1993: 285 ss.). Delmismo modo la Turdetania, que aparece en los dis-tintos testimonios como un espacio geográfico conuna funcionalidad político-administrativa e históricapropia (Cruz Andreotti, 1996: 63), se encontrabahabitada según Estrabón (III.1.6 y III.2.13) no sólopor turdetanos (aunque éstos constituyeran el grue-so de la población), sino también por bastetanos,oretanos, célticos e incluso púnicos (GarcíaFernández, 2002: 193). Es posible incluso que, aligual que ocurre con los celtíberos, el término “tur-detanos” haga referencia a un conjunto de unidadesétnicas menores conscientes de cierta afinidad y deun origen común, y no a una etnia turdetana talcomo hoy la entenderíamos (ibidem: 192). Dehecho, no encontramos referencia alguna en la obrade Polibio –principal fuente de Estrabón– que aludaexplícitamente a un ethnos tartesio o turdetano(García Fernández, 2003: 64). En la operatividad deeste concepto geo-etnográfico jugaría también unpapel esencial el interés de lo indígena por diferen-ciarse y destacarse ante el intruso, el romano, a tra-vés de un marco mucho más amplio que el del pro-pio grupo étnico. Así pues, los turtos (como ellosposiblemente se autodenominarían) o turdetanos,conocedores de su parentesco, de su lengua y cos-tumbres comunes, pudieron asumir consciente oinconscientemente que la creación de una nuevaidentidad era la única alternativa viable a la frag-mentación política en la que se veía inmersa laregión desde la desaparición de las aristocraciasorientalizantes. La única manera de hacer frentecomún a la situación de conflicto y al choque cultu-ral que se mantuvo durante los primeros siglos de lapresencia romana.

Este fenómeno, que ha sido puesto en evidenciarecientemente para otras poblaciones de laPenínsula Ibérica (Moret, 2004), cuenta con parale-los etnográficos no sólo en sociedades desapareci-das, sino también en grupos étnicos contemporáne-os, conocidos a partir de los estudios llevados a cabodurante la última centuria en las antiguas colonias

europeas, principalmente del África negra. Algunasde las comunidades “tribales” descritas en la litera-tura antropológica surgen, de hecho, durante elperiodo colonial, e incluso posteriormente, comoresultado de la política neocolonial desarrollada porlas potencias occidentales y, sobre todo, gracias a lalabor de las ONG’s y las grandes multinacionales,que han estimulado –no siempre de forma desintere-sada– la conciencia étnica y el localismo como alter-nativa al modelo de “estado nación” (Campbell,1997). Es el caso de los Baluyia, en el centro de laactual Kenia (Southall, 1970: 33-34). Al principioKavirondo era únicamente un área geográfica y nohacía alusión a ningún grupo étnico en concreto. Aprincipios del siglo XX la administración británicaunificó las distintas tribus que habitaban la zonabajo un mismo étnico: Bantu Kavirondo. Con eltiempo, los nativos incluidos dentro de este marcoextendieron el término avaluhia (“aquellos nacidosde la misma tribu”) para autoidentificarse. Comoresultado, entre 1935 y 1945 aproximadamente, elnuevo etnónimo Baluyia se fue imponiendo entrelos miembros más jóvenes de la comunidad, dandolugar a una identidad étnica original anteriormenteinexistente. Lo mismo se puede decir de los Sukumay Nyamwezi en Tanzania o los Yoruba de Nigeria,entre muchos otros8. Un ejemplo reciente y espe-cialmente dramático es el conflicto entre los Hutusy los Tutsis en la región de los Grandes Lagos, resul-tado no tanto de la rivalidad ancestral entre la mayo-ría hutu –agricultores sedentarios– y la minoría tutsi–dedicada a la ganadería– desde la aparición de estaúltima en la región durante el siglo XV, sino sobretodo de la política llevada a cabo por el gobiernocolonial y las potencias occidentales al privilegiar ala minoría tutsi y convertirla en elite9.

En consecuencia, podemos decir que la impor-tancia de los testimonios literarios reside precisa-mente en participar de este doble fenómeno. Por unlado, los geógrafos e historiadores de la Antigüedadcontribuyeron a la creación de esquemas geo-etno-gráficos reduccionistas y homogeneizadores que

8 “The fact is that many tribes have come into existence ina similar way to the Luyia, through a combination of rea-sonable cultural similarity with colonial administrativeconvenience , which in more recent times has often coin-cided with people’s own sense of need for wider levels oforganization to enable them to exert more effective pres-sure on events” (Southall, 1970: 35).

9 Desde entonces el conflicto entre ambos grupos ha sidoun fenómeno crónico, avivado con frecuencia por laintervención extranjera, sobre todo de Francia, que bajola égida de la francofonía apoyó en 1975 al régimen dic-tatorial de los hutus radicales, a pesar de sus actuaciones

inaceptables frente a los tutsis, que se habían convertidoanglófonos. Por su parte, “la implicación americana enconflictos étnicos de Los Grandes Lagos parece inscri-birse en el marco de la lucha de influencia entre losEstados Unidos y Francia. Los Estados Unidos estándeterminados a no dejar a Francia jugar el papel de gen-darme en África, y tratan de crear nuevos gendarmesafricanos aliados. (...) Para ello, se utiliza esta región paraexperimentar un modelo de destrucción de Estadosnaciones, creando nuevas agrupaciones étnicas satélites”(Gasana, 1997).

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facilitaran la ordenación de los territorios conquista-dos por parte de la administración romana; mientrasque, por el otro, constituían un reflejo del proceso através del cual las poblaciones del área meridionalde la Península Ibérica –no sólo los turdetanos, sinoposiblemente también los púnicos, bastetanos, etc.–se redefinieron a sí mismas, modificando en partesus parámetros identitarios, con el fin de contrarres-tar las consecuencias que entrañaba su integraciónen el sistema provincial romano.

3. UNA RELACIÓN DIFÍCIL: ETNIAS Y CULTU-RA MATERIAL

Es precisamente una lectura historicista y pococrítica de las fuentes literarias, unido al análisispositivista y estilístico del registro material, lo queha llevado tradicionalmente a la inclusión de los tur-detanos dentro del ámbito de la “pueblos iberos”.Con mejor fortuna, los estudios sobre la Iberia púni-ca se han centrado en la caracterización de sus ras-gos culturales gracias, entre otras razones, a la exis-tencia de un repertorio material amplio y diversifi-cado con paralelos en el Mediterráneo Central yOriental, al reconocimiento de una koiné lingüísticay cultural a partir de la documentación epigráfica ylas fuentes literarias, así como a la percepción auto-consciente de un origen común. No obstante, aún sesigue considerando el mundo púnico peninsularcomo un todo uniforme, sin tener en cuenta las par-ticularidades locales surgidas de diferentes contex-tos ecológicos, poblacionales, como de las circuns-tancias políticas, sociales y económicas que deter-minan el desarrollo de procesos etnogenéticos dife-renciados10. Por el contrario, los estudios sobre eliberismo en la Alta Andalucía se han ocupado, conmayor o menor éxito, de identificar y delimitar lasdistintas etnias históricas a partir de la distribuciónde determinados elementos exclusivos de su culturamaterial, como pueden ser las tumbas de cámara ylas cajas funerarias de piedra en el área bastetana(Almagro, 1982), o la escultura zoomorfa en elámbito oretano y turdetano (Lacalle, 1996).

Como decimos, desde los inicios de los trabajosarqueológicos en el Sur peninsular y coincidiendocon el desarrollo de la Arqueología como disciplinacientífica, los distintos investigadores han conside-rado sistemáticamente el mundo turdetano como unapéndice meridional de la “cultura ibérica”. Esteplanteamiento fue seguido por Bosch Gimpera en suEtnología de la Península Ibérica (1932) y, poste-riormente, por Pericot (1950), García y Bellido(1963) o Maluquer (1970), continuando con pocosmatices hasta las últimas décadas del siglo XX(Bendala, 1981 y 2000; Ruiz y Molinos, 1993, entreotros). El panorama comienza a cambiar, no obstan-te, a partir de los trabajos de Carriazo (1973) y sobretodo con Pellicer (1976-1978: 21), para quién “laiberización de Andalucía occidental es simplementeuna consecuencia de la adaptación por los tartesiosdel bronce final de unas formas materiales y espiri-tuales importadas fundamentalmente por los feni-cios, colonizadores del siglo VIII a. de J.C., conalguna aportación del mundo griego y con ciertasinfluencias intermitentes del mundo atlántico y de laMeseta”. Desde entonces y hasta ahora, aunquetodavía hay quienes se resisten a abandonar el para-digma “ibérico”, es cada vez más frecuente el uso delos términos “turdetanos” y “cultura turdetana” y seda por sentada la singularidad de los procesos detransformación que afectan a las sociedades indíge-nas del valle del Guadalquivir durante la II Edad delHierro (García Fernández, 2002b: 222).

Escacena (1989), por ejemplo, ve en la culturaturdetana una evolución de las comunidades indíge-nas del Bronce Final que, una vez se abandonan loshábitos adoptados por la elite social durante elperiodo Orientalizante, aquellos que no habían sidoasimilados por el resto de la población, recuperan su“identidad perdida” mediante un retorno a las cos-tumbres ancestrales. Estas costumbres, a las quehabría que sumar la lengua y el mundo de las creen-cias, ponen en relación a los turdetanos con los gru-pos que ocupaban la fachada atlántica durante laPrehistoria y no con los que comúnmente se cono-cen como “Iberos”. Del mismo modo, Ruiz Mata

10En los últimos años la investigación ha venido mostran-do un creciente interés por las distintas formaciones polí-ticas que surgieron del desmembramiento del proyectocolonial fenicio (Arteaga, 1994), la participación más omenos directa de Cartago en la configuración del mapapolítico sudpeninsular (De Frutos, 1991; López Castro,1991 a y b; González Wagner, 1994) y la perduración delsubstrato púnico durante los primeros siglos de la pre-sencia romana (por ejemplo, Bendala, 1982; GarcíaMoreno, 1992; López Castro, 1995). En cambio, son

prácticamente inexistentes los estudios encaminados a ladefinición de las particularidades étnicas que distinguíana unos grupos de otros a partir del análisis en conjuntode la documentación arqueológica y las fuentes literarias.No ocurre así con la Numismática, que propone desdehace más de una década la existencia de identidadesbien definidas no sólo a nivel político, sino tambiéndesde el punto de vista étnico y cultural (García yBellido, 1993; Domínguez Monedero, 2000; ChavesTristán, 2000, entre otros).

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(1997 y 1998) afirma que los turdetanos no son másque los continuadores de los tartesios, cuya culturasurgió como resultado de las nuevas condicioneseconómicas y políticas que sucedieron a la crisis delsiglo VI. La Turdetania constituye, pues, “una reali-dad distinta a otros pueblos ‘ibéricos’ de la mismaépoca, aunque en muchos casos con raíces comunesprovenientes desde la época Orientalizante y suexpansión hacia el interior y costa peninsulares”(Ruiz Mata, 1998: 162). No obstante, al contrario delo que opina Escacena, este investigador reconoce lagénesis de la “cultura turdetana” en la síntesis delelemento oriental con la población indígena en elámbito de la bahía de Cádiz. Si no he entendido mal,lo que en realidad piensa es que la población local,tras varios siglos de convivencia, habría sucumbidoal impacto de la presencia de comunidades foráneascon un grado de desarrollo “superior”, dando lugara una nueva realidad poblacional que no es ni feni-cia ni tartesia, sino turdetana. Así pues, prescindien-do de cualquier otro factor de diferenciación y sobrela base de un repertorio cerámico común, Ruiz Matapropone un mestizaje étnico y cultural en el que losrasgos particulares acaban diluyéndose hasta hacer-se prácticamente imperceptibles. Ello le ha llevadoa identificar indiscriminadamente a las poblacionespúnicas de la costa con los grupos étnicos de rai-gambre indígena mencionados por los testimoniosliterarios de la Antigüedad, hasta el punto de consi-derar Doña Blanca, una ciudad fenicia situada en ladesembocadura del río Guadalete, como el paradig-ma de la ciudad turdetana (Ruiz Mata, 1998: 186).Si tomamos al pie de la letra a Estrabón (III.2.13), elhecho de que muchos fenicios habitaran laTurdetania no significan que fueran turdetanos, sinoprecisamente todo lo contrario, que existían sufi-cientes diferencias como para que los escritoresgriegos y latinos se percataran de ello. La hipótesisde Ruiz Mata se contradice, además, con los parale-los etnográficos aportados por la Antropología, yaque lejos de desdibujar las fronteras etnosociales, elcontacto estrecho entre diferentes grupos no hacemás que intensificar sus propias señas de identidad(Cabezas, 2003). Es decir, independientemente deque se asimilen o no determinados elementos de lacultura material, lo que realmente estimula el con-tacto interétnico es la toma de conciencia de la alte-ridad y el reforzamiento de los argumentos autoex-cluyentes o la creación de nuevos signos diacríticosde diferenciación que pueden o no dejar una huellaevidente en el registro arqueológico.

De nuevo son los estudios de Escacena (1989,1992 y 2004) los que permiten elaborar un discursocrítico sobre las posibilidades que ofrece laArqueología a la hora de identificar grupos étnicos

en el ámbito de la Protohistoria andaluza. En su opi-nión, ni la vajilla cerámica, ni el urbanismo, ni lasformas constructivas, ni las técnicas metalúrgicaspueden considerarse en sí mismos parámetros dediferenciación étnica, dado que se trata, por lo gene-ral, de logros adaptativos con un reducido contenidoideológico que traspasan con frecuencia las fronte-ras lingüísticas, políticas, geográficas y étnicas, paraconvertirse en elementos comunes a un conjuntoamplio de comunidades contemporáneas. Por elcontrario, la filiación de los distintos pueblos pre-rromanos que habitaban la Península Ibérica deberíahacerse, más bien, “a partir de cuestiones referidas alas pautas conductuales animológicas más que desdela cultura material (...). Desde este punto de vista, lalengua, la religión, los ritos funerarios, los sistemastotémicos, la organización familiar y social, las for-mas de posesión del territorio histórico, la concien-cia de pueblo plasmada en los etnónimos autoim-puestos, los sistemas económicos, etc. se conviertenen la carta de presentación de los pueblos, por enci-ma desde luego de la tecnología, que no es más queun mecanismo material de adaptación a unas cir-cunstancias geográficas determinadas y a un nichoecológico concreto” (Escacena, 1992: 323). Todoello deja un estrecho margen de actuación al arqueó-logo, al menos en lo que se refiere al mundo turde-tano, donde la ausencia de enterramientos, la par-quedad de documentos escritos –en su mayoría epí-grafes monetales de época romana– y las escasasevidencias de cultos, creencias y mitos dificultanenormemente la tarea de localizar e identificar lossignos diacríticos empleados consciente o incons-cientemente por las distintas comunidades paraexpresar su identidad. En tal caso, únicamente lareferencia a un “pueblo” turdetano en las fuentesliterarias grecolatinas permitiría, con las salvedadesexpuestas en el apartado anterior, suponer la exis-tencia de uno o varios grupos étnicos en la BajaAndalucía sucesores de la antigua “civilización” tar-tésica y diferentes a otros grupos contemporáneoscomo los púnicos o los ibero-bastetanos. ¿Con quéevidencias contamos entonces para hablar de laexistencia diferentes etnias en la Turdetania? Y loque no es menos importante, ¿hasta qué punto esposible explorar la etnicidad desde una perspectivaarqueológica? Ello nos introduce de lleno en lacuestión que ocupa este apartado, la relación ambi-gua entre la etnicidad y la cultura material.

Según J.M. Hall (1998: 267), los grupos étnicospueden comunicar su identidad a través de símbo-los, consciente o inconscientemente seleccionadosde un amplio repertorio cultural y a los que se dotade una significación “emblemática”. Del mismomodo S. Jones (1997) –basándose en buena medida

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en el trabajo de Bentley (1987)– afirma que, si bienla distribución espacial y temporal de determinadosartefactos no definen necesariamente las fronterasde un grupo étnico, ello no impide que la culturamaterial se encuentre frecuentemente implicada enel reconocimiento y la expresión de la etnicidad. Asípues, se acepta que ciertos aspectos de la culturamaterial pueden estar a menudo involucrados en laconstrucción autoconsciente de la identidad y en lajustificación y negociación de las relaciones étnicas.No obstante, frente a la tesis de Hall (1997), que secentra exclusivamente en los aspectos instrumenta-les de la etnicidad, es decir, aquellos encaminados asatisfacer intereses específicos, Jones opina que laselección de determinadas formas y estilos en la cul-tura material como marcadores étnicos no es un pro-ceso arbitrario ni mecánico (Jones, 1997: 120; verBentley, 1987: 33 y 36). Al contrario, la culturamaterial es una parte esencial de las prácticas socia-les dentro del grupo y, por lo tanto, participa activa-mente en la producción de representaciones discur-sivas de la identidad (Jones, 1998: 273). Lo quequiere decir que los significados no están fijados deforma permanente, sino que se encuentran constan-temente sujetos a reelaboraciones y transformacio-nes. De este modo, al igual que los valores identita-rios de los grupos étnicos van mutando a lo largo deltiempo y el espacio, consecuentemente los rasgos dela cultura material implicados en la significación yestructuración de las relaciones étnicas puedenvariar en diferentes contextos espacio-temporales,así como en relación a diferentes formas y escalasde la interacción social. Es más, unos mismos ítemsque se encuentren ampliamente distribuidos y seanusados en diversos contextos sociales e históricos,pueden ser consumidos de diferentes maneras y lle-gar a estar implicados en la generación y significa-ción de una variedad de expresiones de etnicidad(Jones, 1997: 122-124). Lógicamente, “sobre estabase no puede asumirse a priori que las semejanzasen la cultura material reflejen la presencia de undeterminado grupo de personas en el pasado, uníndice de interacción social, o un marco normativocompartido” (Jones, 1997: 126). Los grupos étnicosno deberían verse, por tanto, como entidades mono-líticas productoras de un repertorio definido de arte-factos sometidos a cambios graduales a lo largo deltiempo. En tal caso se corre el riesgo de confundirlacon una “cultura arqueológica”. La relación entrelas etnias y la cultura material es en realidad un pro-ceso activo a través del cual una serie de manifesta-ciones materiales de los procesos sociales se con-vierten en símbolos étnicos, esto es, en transmisoresde la identidad, que pueden ir modificándose o sus-tituyéndose por otros diferentes en función de la

propia dinámica etnogenética. La cuestión es averi-guar qué ítems o qué aspectos de la cultura material,consciente o inconscientemente seleccionados, sonlos que reflejan en cada momento esta identidad.Ello nos lleva a la siguiente pregunta, ¿puede la cul-tura material por sí sola proporcionar bases sólidaspara la delimitación, en las coordenadas espacial ytemporal, de un grupo étnico?

Según Jones (1997: 125-126; 1998: 272), unanálisis diacrónico de los contextos culturales a par-tir de una variedad de fuentes y clases de datos esesencial para comprender la expresión de la identi-dad a través de la cultura material y su uso en ladefinición de límites étnicos. Un adecuado conoci-miento de la organización social también es impor-tante, ya que “la etnicidad es tanto una construccióntransitoria de repetidos actos de interacción y comu-nicación, como un aspecto de la organización socialque puede llegar a estar institucionalizado en dife-rentes grados, y en diferentes formas en diferentessociedades” (Jones, 1997: 126). Sin embargo, antela eventual ausencia de documentación escrita, ysobre todo si se trata de sociedades ágrafas, no exis-ten referencias “objetivas” (es decir, subjetivas res-pecto al objeto de estudio) que permitan al investi-gador distinguir símbolos étnicos de otras manifes-taciones de la identidad, como por ejemplo el géne-ro, la edad, la identidad política, etc. (Hall, 1998:267). G. Ruiz Zapatero y J.R. Álvarez Sanchís(2002), siguiendo de cerca la tesis de Hall (1997:142 ss), reconocen que sólo la combinación de lasfuentes literarias con la documentación arqueológi-ca puede dar una visión aproximada sobre la identi-dad étnica de las sociedades del pasado. Resulta evi-dente, por tanto, la dificultad que entraña aislar gru-pos étnicos en sociedades prehistóricas o en culturasque, aún conociendo la escritura, no han dejado tes-timonios sobre sus orígenes, valores, creencias, etc.La única solución pasaría entonces por estudiarcómo se comporta la cultura material en la defini-ción de los grupos étnicos de la Antigüedad que con-taban con documentos escritos –como se ha hechorecientemente para la antigua Grecia (Hall, 1997)–,al aportar una evidencia explícita sobre los indica-dores materiales que se empleaban en otras socieda-des contemporáneas con un nivel de desarrollo simi-lar. Dado que la mayor parte de estos indicadores,como la indumentaria, el peinado, el uso de pinturascorporales, abalorios, tatuajes, etc. apenas dejanhuella arqueológica, no queda más remedio querecurrir a la ayuda de los paralelos etnográficos paraadivinar qué de la cultura material adquieren unvalor emblemático y se convierten en signos exter-nos de la identidad (Ruiz y Álvarez-Sanchís, 2002:256).

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Sin embargo, el uso de analogías etnográficaspuede resultar incongruente si nos aferramos a unavisión constructivista o subjetivista de la etnicidad,como la desarrollada por Jones, ya que cada grupoétnico expresaría su identidad de manera diferente alos demás a través de una serie de elementos exclu-sivos cuyo significado ha sido adquirido dentro deun contexto histórico y social determinado. Si parti-mos unicamente de una interpretación contextual dela etnicidad, en la que solamente un análisis del con-texto social y conceptual permite comprender lamanera en que los objetos se implican en la “cons-trucción” de la identidad (Hodder, 1988: 144 ss.),difícilmente podrá ser de utilidad el recurso a mani-festaciones materiales similares, o con funcionesanálogas, que han tenido su origen en otros contex-tos culturales11. Aunque tampoco se debe caer en unrelativismo radical, puesto que una lectura contex-tual, por sí sola, sobre todo si se trata de sociedadeságrafas, no es capaz de extraer el significado de loscódigos que se manifiestan en la cultura material yque pueden quedar ocultos a la mirada del arqueólo-go, bien porque hayan desaparecido, bien porque secarezca de referencias para su interpretación.

La otra opción es recurrir a la Etnoarqueologíacomo método (González Ruibal, 2003: 116), pero secorre el riesgo de caer en una visión instrumentalis-ta –o adaptativa– de la identidad étnica, sobre todopor su larga tradición como “teoría de alcancemedio” dentro de los parámetros de la NuevaArqueología y la Arqueología Procesual (Hernando,1995). Ello nos obligaría a suponer la existencia–dentro de una etnicidad socialmente construida ysubjetivamente percibida (Hall, 1997: 19)– de cier-tos elementos recurrentes utilizados de forma gene-ralizada como marcadores étnicos (territorio, paren-tesco, lengua, etc.) y, en consecuencia, a buscar pau-tas que permitan establecer patrones de comporta-miento transculturales con el fin predecir, en cadacaso, los medios de expresión de la identidad, asícomo la relación entre el comportamiento de lassociedades pasadas y su cultura material.

¿Cuál sería entonces el camino más adecuadopara este tipo de estudios? Una solución intermediapasaría por aceptar las ventajas de la analogía etno-gráfica, aún asumiendo el carácter aproximativo desus resultados y su incapacidad para predecir situa-ciones similares en contextos sociales y culturalesdiferentes. Ello nos permitiría seguir las pistas dealgunos elementos que, por sus características, nohan dejado huella en el registro arqueológico, obien de determinados aspectos de la cultura quepara nosotros han pasado desapercibidos pero quejugaron un papel decisivo en la construcción de laidentidad, tanto en sociedades pasadas como en laspresentes. A partir de este punto, efectivamente, sólouna lectura contextual de las diferentes manifesta-ciones culturales (materiales o no), dentro de losprocesos sociales e históricos en los que se encuen-tran insertas, podrá ayudarnos a definir los medios através de los cuales los pueblos de la antiguaTurdetania expresaban su(s) identidad(es) y cómofueron evolucionando a lo largo del tiempo.

No olvidemos que la etnicidad es una construc-ción social y, como tal, se encuentra sometida a unaconstante reelaboración en estrecha conexión conlas coyunturas históricas. La etnicidad es el resulta-do del contexto social y su circunstancia, podríamosdecir parafraseando a Ortega y Gasset. No se trata,por tanto, de conocer únicamente los indicadoresétnicos de los distintos grupos que habitaban laTurdetania y su evolución a lo largo de la Edad delHierro, sino la manera en cómo interactuaron entresí en un proceso discursivo a través del cual se con-vertían eventualmente en elementos de adscripcióny exclusión.

4. INDICADORES ÉTNICOS E IDENTIDADESCULTURALES EN LA TURDETANIA: PROPUES-TAS A DEBATE

Dado lo reducido del espacio disponible nos cen-traremos en los dos principales grupos que habita elvalle del Guadalquivir en época prerromana: los tar-tesio-turdetanos y los púnicos occidentales, dejando

11Por ejemplo, a nadie se le ocurre pensar hoy en día quelas cráteras áticas documentadas en las necrópolis de laAlta Andalucía y el sur de la Galia pudieran tener parasus poseedores la misma significación que para los grie-gos continentales. Aunque su carácter aristocrático enambos casos queda fuera de toda duda, su papel comovehículo de expresión de unos valores colectivos seencuentra determinado por el contexto histórico y socialque le otorga significado. Al menos que yo se sepa, no seha documentado hasta ahora ninguna crátera en contex-tos funerarios propiamente griegos, salvo casos muy

excepcionales en Magna Grecia y Sicilia (de la Genière,1987); del mismo modo, aunque las aristocracias “ibéri-cas” se vieran identificadas en las escenas heroicas repre-sentadas en los grandes vasos ( Jiménez Flores, 2002:375), aunque las elites helenizadas del sur de la Galiaintrodujeran el culto simposiástico en el ritual funerario(Bats, 2002: 292), en ninguno de los casos se llegó aentender completamente el sentido original y los argu-mentos iconográficos desarrollados en el objeto en cues-tión.

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para otra ocasión a los célticos de la Beturia y a laspoblaciones “ibéricas” de la Alta Andalucía. Paraello se hará hincapié en algunos de los elementosque podrían haber sido usados con mayor frecuenciao durante más tiempo como medios de expresión dela identidad, ya sea consciente o inconscientemente.Del mismo modo, plantearemos las dificultades queentraña este estudio en determinados ámbitos yperiodos cronológicos, a la vez que propondremosposibles líneas de investigación. Todo ello nos per-mitirá caracterizar a grandes rasgos los grupos étni-cos que habitaban el Bajo Guadalquivir durante la IIEdad del Hierro, al menos en determinados aspectosde su cultura, aquellos que de una manera u otra hanllegado hasta nosotros.

A) LOS TURDETANOS

Como acabamos de ver, los turdetanos no cuen-tan con elementos materiales que permitan diferen-ciarlos de otras comunidades que habitaban el sur dela Península, como los púnicos o las tribus “célti-cas” mencionadas por las fuentes literarias. Se trataciertamente de una realidad histórica (GarcíaFernández, 2003), pero carecemos de criterios parapoder definirla desde una metodología arqueológica(Downs, 1998: 52). Ello se debe, en parte, a la asi-milación de los logros tecnológicos (como el mode-lado a torno, la metalurgia del hierro, etc.) introdu-cidos por los fenicios durante el periodoOrientalizante e incorporados de forma definitiva alos procesos productivos (Escacena, 1992). A ellohay que añadir el progresivo retroceso de la cerámi-ca a mano, íntimamente ligada a las formas de vidade las poblaciones autóctonas a finales de la Edaddel Bronce, frente a las importaciones fenicias y lascerámicas a torno de producción local.

Ello no excluye que al menos durante los siglosVII y VI a.C. siguieran apareciendo, junto a los pla-tos de barniz rojo, urnas y cuencos a torno, cerámi-cas a mano de tradición indígena, principalmentecazuelas carenadas y copas con decoración de retí-cula bruñida, en los principales poblados del ámbitotartésico, como La Saetilla (Murillo, 1994), SanBartolomé de Almonte (Ruiz y Fernández, 1986) oCerro Macareno (Pellicer y otros, 1983). Su predo-minio en los asentamientos de tercer orden –aldeasy factorías agrícolas– junto a los pithoi y otros gran-

des vasos de almacenamiento realizados a torno(Murillo, 1994; Ferrer y Bandera, 2005), puede estarindicando el apego de una gran parte de la pobla-ción, aquella que no tenía acceso a los bienes deprestigio, al repertorio común a mano y, en particu-lar, a la vajilla que durante siglos se había venidoutilizando no sólo en el ámbito doméstico, sinoposiblemente también en contextos rituales. En estesentido resulta llamativo que a finales del siglo VIII,y sobre todo a principios del siglo VII, surgiera en elámbito colonial un tipo de cerámica, conocida como“gris orientalizante”, que imitara a torno una buenaparte de las formas abiertas que anteriormente (ycontemporáneamente) se realizaban a mano(Vallejo, 1998 y 1999). Nos encontramos, por tanto,ante un producto realizado en alfares fenicios desti-nado a satisfacer la demanda indígena de una vajillade uso cotidiano (Vallejo, 1999: 88), a partir de pro-totipos locales pero con tecnología oriental (Belén,1976; Roos, 1982). El éxito de estas produccionesentre la población indígena viene demostrada por elhecho de que su presencia en los asentamientos tar-tésicos no sólo es abundante, sino en ocasionesmayoritaria, mientras que su proporción es menoren los establecimientos fenicios, donde seguramen-te eran producidas12. Esta afinidad con los modeloslocales afecta incluso a la decoración que, aunqueminoritaria, repite las técnicas, los temas y la orga-nización compositiva utilizada en las cazuelas ycopas de la zona de Huelva y el Bajo Guadalquivirdurante el Bronce Final y el periodo Orientalizante,entre las que predomina el reticulado bruñido(Vallejo, 1997 y 1999). En opinión de López Roa(1978: 159), “la presencia de cerámicas grises fabri-cadas a torno con decoración bruñida puede inter-pretarse como continuación de la técnica del bruñi-do aplicado a la decoración sobre piezas más evolu-cionadas y cronológicamente más tardías”, es decir,un fenómeno de “hibridación” a través del cual seintroducen nuevas técnicas de fabricación que noalteran sustancialmente los modelos formales ydecorativos de la tradición local (Roos, 1982;Vallejo, 1999).

No queremos decir con todo esto que la cerámi-ca a mano, especialmente la decorada, deba ser con-siderada como una expresión objetiva de la identi-dad tartésica (o turdetana), ya que ante todo se tratade una tradición tecnológica, sino que su preferencia

12Prueba de ello es la ausencia de cerámica gris en lasnecrópolis fenicias, como Trayamar o Laurita, donde seimpone claramente la cerámica de engobe rojo, dotadade una significación especial en los contextos funerarios( Jiménez Flores, 2002: 187). Por el contrario, sí aparece

en los santuarios orientales y orientalizantes del BajoGuadalquivir, como Carmona (Belén y Escacena, 1997)o Montemolín (Mancebo y otros, 1992; Mancebo, 1994),donde convive con las producciones a mano.

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entre la población indígena podría estar sugiriendouna vinculación entre su uso, estrechamente ligadoa lo cotidiano, y el sentimiento de pertenencia a ungrupo, diferente a los colonizadores y muy proba-blemente también a las elites, con quienes habíandejado de existir intereses comunes. La aparición encontextos claramente coloniales, como Castillo deDoña Blanca (Ruiz Mata, 1995), El Carambolo(Carriazo, 1973) o incluso Montemolín (Bandera yotros, 1993), de una considerable cantidad de cerá-micas hechas a mano, así como de cerámicas grisesorientalizantes, es una prueba de la complejidad deeste fenómeno, que requiere de un estudio mono-gráfico no sólo en el Bajo Guadalquivir, sino tam-bién en la costa atlántica peninsular13.

En cualquier caso a partir del siglo VI y princi-pios del V a.C. la cerámica gris desaparece por com-pleto del registro material, mientras que los reci-pientes a mano quedan paulatinamente excluidos delos ámbitos de consumo hasta prácticamente extin-guirse a inicios de la siguiente centuria. En contra-posición, se imponen las cerámicas a torno concocciones oxidantes o alternas y decoración pintadamonocroma, o bien sin decoración, con engobes cla-ros o anaranjados. A partir de este momento se ini-cia un periodo que podríamos denominar de stasisformal en el cual se fija, con pocos cambios, unrepertorio tipológico donde se integran las formas ydecoraciones del mundo próximo-oriental con losmodelos de tradición local (Escacena, 1987), queotorgarán al conjunto un marcado cariz arcaizante,sobre todo si lo comparamos con la evolución sufri-da por otros repertorios peninsulares (Escacena,1989: 461). Esta formalización implica necesaria-mente una selección, en el sentido evolutivo de lapalabra, de los tipos que mejor se adaptan a las exi-gencias de las poblaciones a las que estaban desti-nadas, es decir, a las actividades domésticas o pro-ductivas desempeñadas, así como posiblementetambien a su horizonte mental y animológico. Lavajilla resultante se caracteriza tanto por el reducidonúmero de formas, como por la monotonía de susvariantes que, una vez establecidas, van a evolucio-nar poco o nada a lo largo de la II Edad del Hierro eincluso durante los primeros siglos de la presenciaromana. Ello dificulta enormemente cualquier tenta-tiva de clasificación cronológica, a no ser que secuente con otros elementos de datación relativa den-tro de los contextos arqueológicos exhumados,como las ánforas púnicas, la cerámica griega de bar-

niz negro o las importaciones campanas. Sin embar-go el problema que aquí nos ocupa es de otra índoley surge de la incapacidad de la cerámica turdetanapara ser utilizada como un indicador étnico, ya que“la dispersión de sus formas y de sus decoracionestrasciende las propias fronteras de los turdetanos, yasean las cronológicas ya las geográficas” (Escacena,1989: 460).

Nacida, como acabamos de ver, de la interacciónentre las sociedades indígenas y los colonizadoresen el ámbito tartésico, la cerámica “turdetana” sigueuna evolución paralela a la de las comunidadespúnicas del Bajo Guadalquivir y a la de los talleres“ibéricos” de Andalucía Oriental, con las que guar-da evidentes concomitancias (Pereira, 1989). Asípues, aunque creemos posible hablar de vajillas típi-cas turdetanas, “ibéricas” o púnico-gaditanas, conalgunos rasgos particulares, tanto en la morfologíade los recipientes como en su decoración (Ferrer yGarcía, 2002: 146), resulta complicado, por no decirimposible, ponerlas en relación con un grupo étnicoen concreto. Sólo determinadas familias cerámicas,como las ánforas o la vajilla tipo “Kouass” en elámbito púnico (Niveau, 2004; Niveau y Ruiz,2000), o bien ciertas formas y decoraciones propiasde la Alta Andalucía (Pereira, 1988 y 1989), permi-ten a grandes rasgos definir lo que no es turdetanofrente al repertorio, siempre monótono, que caracte-riza a las poblaciones del Bajo Guadalquivir. Perono hay que olvidar que la intensificación de las rela-ciones comerciales conlleva inevitablemente lamovilidad de estas especies, que son distribuidas yconsumidas en ámbitos diferentes a su contexto deorigen, tanto productivo como social.

Lo mismo se puede decir (aunque no nos deten-gamos en ello) de otros aspectos materiales como lametalurgia, el urbanismo o las técnicas constructi-vas (Escacena, 1989 y 1992), que han sido utiliza-dos tradicionalmente, como vimos en el apartadoanterior, para caracterizar una “cultura turdetana”continuadora del periodo Orientalizante Tartésico y,en el peor de los casos, como prolongación de la“cultura ibérica” (García Fernández, 2002; Ferrer yGarcía, 2002). ¿Qué es lo que nos queda entonces?Volviendo con la tesis de Escacena (1992: 323), laidentidad de los pueblos prerromanos del área sud-peninsular sólo podría reconocerse a partir de loscomportamientos relacionados con el mundo de lascreencias, o lo que es lo mismo, con los horizontesmentales que subyacen a las distintas “culturas

13 Trabajo que fue emprendido a finales de los años noven-ta por I. Vallejo Sánchez y que ha visto sus primeros fru-

tos en distintas publicaciones, algunas de las cuales apun-tamos en el texto.

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arqueológicas” y en los cuales se encuentran repre-sentados no sólo las creencias religiosas o las cos-tumbres funerarias, sino también la lengua, las rela-ciones de parentesco, las genealogías, la cosmovi-sión, etc. Sin embargo, como también tuvimos opor-tunidad de comprobar, se trata por lo general deaspectos que son difíciles de advertir a través de lametodología arqueológica, hecho que se agrava aúnmás en el caso turdetano, donde carecemos denecrópolis, representaciones iconográficas, lugaresde culto más o menos evidentes y, sobre todo, detestimonios escritos que describan el universo quese esconde detrás de estas manifestaciones.

El panorama se presenta, pues, lleno de obstácu-los, aunque en nuestra opinión todavía se puedenproponer algunas líneas de trabajo. Para empezartenemos la propia ausencia de documentación, quegenera una imagen en negativo de lo que podría serun comportamiento homogéneo compartido por unaparte de las poblaciones que habitaban la BajaAndalucía y que viene a coincidir con aquellos a losque nosotros otorgamos el apelativo genérico de“turdetanos”. Es decir, es posible diferenciar a ungrupo de comunidades –llamémosle turdetanos–que se distinguen de sus vecinos (púnicos, basteta-nos, etc.) precisamente por lo que no tienen o, mejordicho, por lo que no expresan o expresan de otramanera. Ello no quiere decir que estas manifestacio-nes deban constituir necesariamente elementos ope-rativos en la construcción de una determinada iden-tidad, pues no sabemos hasta qué punto eran cons-cientemente utilizadas por sus agentes como crite-rios de adscripción y/o exclusión. En cualquier caso,ello deja la puerta abierta hacia otras vías de expre-sión de la etnicidad que, debido a su escasa o nularepresentabilidad material, han pasado generalmen-te desapercibidas a los arqueólogos o no han sidoaún documentadas. Nos estamos refiriendo, porejemplo, a determinados tipos de culto, como elculto a los antepasados, que podría haber tenido uncarácter anicónico; o bien a santuarios relacionadoscon elementos de la naturaleza, como cuevas,manantiales, fuentes de agua, bosques, etc. La difí-cil identificación de estos loca sacra en un área tantopográficamente homogénea e intensamente antro-pizada como el Bajo Guadalquivir ha contribuido aque apenas se le haya prestado atención desde laArqueología, a pesar de contar con paralelos en

otras comunidades contemporáneas del ámbitoindoeuropeo (Marco, 1986), e incluso también, contodas las salvedades que afectan a las creencias y elritual, en el ámbito cultural ibérico (Burillo, 1997;Domínguez Monedero, 1997)14. Conviene recordartambién la posible costumbre de arrojar los cadáve-res a los ríos, que se ha propuesto como solución ala ausencia de registro funerario en la fachada atlán-tica peninsular tanto en el Bronce Final como duran-te la II Edad del Hierro (Belén y Escacena, 1991;Escacena y Belén, 1994).

Del mismo modo, la pertenencia a un determina-do grupo étnico se puede expresar, al igual que ocu-rre con los grupos de edad o género, a través de atri-butos externos como el peinado, la barba, el color dela ropa (Barber, 1999; Gage, 1999), los tatuajes,adornos o simplemente la forma de vestir (Eicher,1995), imposibles de reconocer a menos que secuente con representaciones figuradas. En últimolugar, merecen una especial atención algunos aspec-tos relacionados con la organización social, concre-tamente las relaciones basadas en vínculos de paren-tesco, cuya perduración durante los siglos I y II d.C.parece fuera de toda duda (Chic, 1998 y 2001). Elestudio de los patrones de asentamiento, la jerarqui-zación del hábitat, los modelos de explotación eco-nómica, los sistemas de dependencia (como la “ser-vidumbre comunitaria”), así como de la onomásticaindígena y los modos de filiación, puede constituiren el futuro una fuente de información de primerorden sobre los procesos sociales en los cuales segeneran los vínculos identitarios de los grupos tur-detanos.

En este sentido, la conquista romana supuso unacicate definitivo para la configuración de una“identidad turdetana”, tanto en lo que se refiere a suproyección externa, es decir, la visión homogeniza-dora que se elabora desde otras culturas –en estecaso la griega y la romana– sobre unas comunidadesque muestran ciertas afinidades (ethne); como a lapropia imagen que adquieren de sí mismos los tur-detanos ante la nueva situación. Así pues, el con-cepto “Turdetania”, al igual que “turdetanos”, no esmás que el resultado de un proceso comprensión einterpretación llevado a cabo por la geografía e his-toriografía helenística de unos espacios que habíanya entrado a formar parte del Imperio Romano(García Fernández, 2002). Al mismo tiempo, el cho-

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14 Un caso llamativo es el de las fuentes de aguas medici-nales, cuya veneración –ya en época romana– ha queda-do testimoniada por la presencia de sendos epígrafesdedicados a Salus: uno en Marchena (CIL II 1391),donde Madoz (1849) menciona la existencia de manan-

tiales de aguas minerales sulfurosas (Ordóñez, 1996), yotro en Estepa (CIL II 1437), siendo especialmenteabundantes en la zona lusitana y en el noroeste de laPenínsula Ibérica (Haba y Rodrigo, 1990; Rodrigo yHaba, 1992; Díez Velasco, 1992, entre otros).

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que cultural con el mundo greco-romano impusouna reelaboración de las bases sobre las que se sus-tentaba la identidad etnica de los grupos de hablaindoeuropea del sur de la Península, o lo que es lomismo, una aceleración del proceso de etnogénesisa través del cual las poblaciones herederas de lascomunidades indígenas del Bronce Final reforzabanuna vez más los vínculos de identidad y los lazos desolidaridad frente al “otro”, que ya no era el púnicooccidental o el cartaginés, sino una nueva cultura,con otra lengua, otras costumbres, que se habíaimpuesto por la fuerza en toda la región (GarcíaFernández, 2003: 197).

Los testimonios literarios son, en este contexto,una de las principales fuentes para hablar de unaidentidad turdetana, pero no como un grupo étnicopre- o protohistórico (aquí radica la diferencia), sinocomo el resultado natural de un proceso etnogenéti-co que tiene su culminación durante las guerras deconquista y que termina con la plena incorporación–o mejor dicho, cambio de orientación– de lascomunidades indígenas en la superestructura políti-ca y administrativa que representa el ImperioRomano.

A partir de este momento, la reintroducción de laescritura y la epigrafía –ya en latín– en el ámbitoturdetano (Untermman, 1995), contemporáneamen-te a la aparición de nuevos elementos como lamoneda, será aprovechada no sólo por los turdeta-nos, sino también por los púnicos, bastetanos, oreta-nos, etc. para expresar su identidad étnica y política.Baste recordar la inscripción hallada en los alrede-dores de Mérida dedicada a un personaje llamado L.Antonio Vegeto Túrdulo, que aún a finales del sigloI o principios del II tenía interés en destacar el étni-co en su origo (Saquete, 1998); o la aparición decenturiaciones con nombres indígenas en algunasinscripciones del Bajo Guadalquivir (Sáez, 1978),que revelan la vigencia del substrato autóctono en elámbito rural (Chic, 1999 y 2001). Esta pujanza delelemento indígena se refleja también en el manteni-miento de los sistemas de gobierno interno de nume-rosas comunidades políticas, “que se realizan alamparo de determinadas fórmulas institucionalesromanas” (Sáez, 1994: 467).

Por último, uno de los testimonios más significa-tivos es sin lugar a dudas la amonedación indígena,tanto en lo que se refiere a los tipos como a lasleyendas. Aunque ha sido objeto de numerosos estu-dios (por ejemplo, Alfaro y otros, 1997), sólo en losúltimos años se ha empezado a poner de relieve laimportancia de la numismática para el conocimien-to de las identidades étnicas y políticas de las ciuda-des turdetanas (Chaves, 1992, 1994 y 2000;Domínguez Monedero, 2000). Sin embargo, no

debemos olvidar que se trata de documentos estre-chamente ligados a la romanización, en un contextohistórico difícilmente extrapolable a momentos ante-riores, aunque sin duda puede ofrecer algunas pistassobre los vínculos identitarios que caracterizan a lascomunidades prerromanas del Bajo Guadalquivir(Chic, 2000: 153, ver Chaves y otros, 2006).

B) LOS PÚNICOS

El caso de las comunidades púnicas occidentalesresulta menos confuso, al contar con testimoniosmateriales mucho más elocuentes; sin embargo,tampoco podemos dejarnos llevar por la impresiónde homogeneidad –más aparente que real– que ofre-cen los testimonios escritos y que ha sido asumidapor una buena parte de la comunidad científica, yaque un análisis detallado de la documentación lite-raria y arqueológica, así como de sus contextossociales revela, como veremos a continuación, unarealidad mucho más diversa.

Durante las últimas décadas se viene aceptandoque los colonizadores orientales llegados a laPenínsula Ibérica no formaron un grupo homogéneosino todo lo contrario (González y Alvar, 1989: 95),siendo su procedencia de lo más variopinta, inde-pendientemente de que el “proyecto” colonial (si esque lo hubo) respondiera a una iniciativa política dela metrópolis tiria. Blázquez, por ejemplo, ha pues-to de manifiesto las concomitancias existentes entrelos santuarios orientalizantes de El Acebuchal enCarmona o La Muela de Cástulo (Jaén) y los san-tuarios rurales documentados en Chipre (Blázquez yValiente, 1981: 204-207), si bien los mosaicos deguijarros aparecidos en este último sugieren a suexcavador la presencia de una comunidad siria delnorte más que chipriota (Blázquez, 1986: 56). Lomismo se puede decir del complejo de Montemolín(Marchena, Sevilla), donde las estructuras exhuma-das cuentan con paralelos claros en la arquitecturapalestina de finales de la Edad del Bronce y sobretodo de principios de la Edad del Hierro, momentoen que se extiende por toda la región (Chaves yBandera, 1991). Más llamativo es el caso de lascerámicas figurativas que aparecieron depositadasen su interior, cuyos prototipos más próximos seencuentran en Chipre y los yacimientos greco-orien-tales (Chaves y Bandera, 1986 y 1995). No olvide-mos que ni en la costa sirio-palestina ni en las colo-nias fenicias occidentales, tanto de la PenínsulaIbérica como del norte de África, se han documen-tado hasta la fecha cerámicas decoradas con motivosfigurados, por lo que pudo tratarse de un fenómenolocal, centrado en el valle del Guadalquivir, dondese asentaron gentes del Mediterráneo Oriental queconservaban aún la tradición de la cerámica figura-

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da, reinterpretada a partir de modelos antiguos en elcontexto de una profunda hibridación con otraspoblaciones de origen semita (Chaves y Bandera,1995: 73 ss.).

Por lo que respecta a las necrópolis “orientales”del ámbito tartésico, la mezcla de tradiciones de ori-gen sirio-palestino y chipriota, así como la incorpo-ración de elementos procedentes de las sociedadesindígenas, sobre todo en la composición de los ajua-res, revela de forma meridiana la complejidad delfenómeno orientalizante, que no se puede explicarsimplemente a través del choque entre indígenas ycolonizadores como dos bloques culturales biendiferenciados, sino que abarca otros procesos deinteracción (Belén y Escacena, 1995), e incluso demestizaje (González y Alvar, 1989: 98), al menos alnivel de las elites, en los que participan grupos forá-neos de distinta procedencia y un componente localmuy heterogéneo. Según A.Mª. Jiménez, “los com-portamientos y las expresiones funerarias desarro-lladas en Las Cumbres, Cruz del Negro, Filigrana,Boliche y, probablemente Mesas de Asta, Alcacer doSal y Peña Negra”, a la que podríamos añadirCástulo (Bandera y Ferrer, 1995), son el reflejo deuna sociedad “que ha incorporado formas culturalesorientales e indígenas en una síntesis lo bastantecoherente como para reproducirse en puntos distan-tes como Ibiza, probablemente desde el cercanoasentamiento de La Fonteta” (Jiménez Flores, 2002:188-189)15.

A pesar de ello, se admite generalmente la exis-tencia de una identidad y una conciencia étnica delas comunidades semitas asentadas en el Occidentemediterráneo en relación con sus orígenes tirios.Según López Castro (2004: 150), “la particularidadde la etnicidad fenicia occidental, a diferencia deotras etnias de la Península Ibérica antigua, es queestaba en buena parte construida y consolidada, y seinterrelacionaba estrechamente con estructurassociales de clases y con estructuras políticas urba-nas, de ciudades-estado orientales”. Desde estepunto de vista los fenicios occidentales no constitui-rían un “estado étnico”, por así decirlo, como ocu-rría con Israel, sino “un conjunto de colonias depen-dientes de una ciudad-estado que compartían rasgosétnicos y que posteriormente se articularían comonuevas ciudades-estado legitimadas por sus oríge-nes” (ibidem). La etnicidad de estas comunidades se

sustentaría, por tanto, en tres pilares fundamentales,a saber: su origen, representado por el etnónimocan’ani o cananeos (López Castro, 1992: 344;Belmonte, 2003, con bibliografía), y más concreta-mente con la ascendencia tiria de la mayor parte dela población; la lengua, que se expresa a través delalfabeto púnico; y el culto a las divinidades oficialesdel panteón fenicio (López Castro, 2004).

No obstante, si bien estos elementos tienen unaclara operatividad a nivel político e ideológico, porcuanto constituyen un marco de identidad amplioque agrupa en principio a todas las comunidades deorigen semita occidental, independientemente de suprocedencia (siria, chipriota, libanesa, etc.), inclu-yendo las antiguas colonias fenicias de la PenínsulaIbérica y norte de África, pensamos que en realidadenmascara una situación más compleja.

Desde que Tarradell acuñara el concepto de “cír-culo del Estrecho” (Tarradell, 1960: 61) una parte dela investigación se ha decantado por la existencia deuna “unidad cultural y económica semita extremooccidental” diferente a la cartaginesa (Niveau, 2001:320). En este contexto, la ecuación origen-lengua-cultos podría haber desempeñado un papel clave enel deseo de Gadir por distanciarse de la hegemoníade Cartago, recurriendo a sus viejos vínculos conTiro. Pero no hay que olvidar que Cartago tambiénes una fundación tiria y, como tal, comparte sus orí-genes y en gran medida también su lengua, cultos ycostumbres con la metrópolis oriental, independien-temente de que su conciencia de identidad se estu-viera reorientando hacia nuevas formas de integra-ción. Cartago es tan fenicia –y en cierto sentido tantiria– como la propia Cádiz; prueba de ello es que,aunque su población desencadena un proceso etno-genético que deriva en lo que usualmente denomi-namos “púnicos de Cartago” o “cartagineses”, sabe-mos por la literatura antigua que la “nueva ciudad”enviaba cada año una embajada a celebrar un sacri-ficio al templo de Melkart en Tiro (Quinto Curcio,IV.2.10; Diod., XX.14; Plb., XXXI.12), así comofrecuentes ofrendas y botines en señal de fidelidad ala antigua metrópolis (Lancel, 1994: 67). En elfondo de todo se encontraría, por tanto, el interés delas elites ciudadanas por definir sus respectivas esfe-ras de identidad con respecto a las demás: Cádizrecurriendo a sus orígenes tirios, Cartago a unanueva realidad, más política que étnica, que tiene su

15En el caso de estas comunidades, añade A.Mª. Jiménez,“los restos permiten avanzar el uso de una vestimentadiferente a la empleada por los grupos fenicios”. En estesentido “el vestido, al igual que el adorno personal, cons-tituye la expresión exterior más diáfana de un grupo cul-

tural. Es plausible argumentar que cada grupo culturalactiva estas formas expresivas en el momento del sepe-lio, como signo constituyente de la persona social deldifunto” ( Jiménez Flores, 2002: 189-190).

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máxima expresión en la propia constitución ciuda-dana, en los cultos estatales y en los rituales funera-rios (Plácido y otros, 1991: 103 y ss.).

Por otra parte, no creemos que todos los feniciosoccidentales participaran de la misma ecuación ori-gen(tirio)-lengua-cultos, al menos no en la mismamedida que los gaditanos. De hecho, no se puedeesperar que de un sustrato tan heterogéneo como elque se materializa durante la colonización feniciaarcaica (vide supra) devenga una identidad púnicaoccidental compacta y monolítica (Ferrer, 2004),ajena a los procesos sociales y mentales que desen-cadena la desvinculación con Tiro, así como lascoyunturas históricas que a escala regional afectan alas antiguas ciudades fenicias del MediterráneoOccidental. La presencia púnica en el interior de laTurdetania y su interacción con el componente localdebió generar necesariamente procesos de integra-ción y/o diferenciación que aún no han sido sufi-cientemente valorados, pero que han dejado huellasevidentes no sólo en el registro material, sino tam-bién en la organización sociopolítica y en la explo-tación económica del territorio (García Moreno,1992). A ello habría que unir la intervención deCartago, cada vez más intensa a medida que avan-zamos durante los siglos IV y III a.C. (Koch, 2001),como se desprende de la aparición de tesorillos conmonedas sículo-púnicas y cartaginesas en laCampiña de Sevilla (Pliego, 2003).

En este sentido, los testimonios literarios, asícomo la documentación numismática y epigráficade época romana, demuestran que dentro de este“espacio cultural púnico” definido por Ferrer (1998)se encuentran representados diferentes niveles deintegración sociopolítica y étnica. Por un lado tene-mos las ciudades fenicias de la costa, sucesoras delas antiguas factorías de época colonial y con unapoblación mayoritariamente semita (López Castro,2003). Estas poleis –como las define Hecateo–gozaron de una gran autonomía, como puede des-prenderse de las acuñaciones de época romana,cuyos tipos y leyendas reflejan claramente el interésde sus ciudadanos por diferenciarse de los demás(Domínguez Monedero, 2000: 60-61), ya sea a tra-vés de imágenes y símbolos, ya sea bajo el uso defórmulas del tipo MB’L junto al topónimo, queviene a indicar su procedencia “de los ciudadanosde...” (Alfaro, 1991). Desde el punto de vista políti-co y comercial las comunidades fenicias occidenta-les pueden agruparse en dos áreas de influencia biendiferenciadas: el “círculo del Estrecho”, con Cádiz ala cabeza, que extiende su radio de acción a lo largodel litoral atlántico hasta el Guadiana (Chaves yGarcía, 1991); y las ciudades “mastienas” –Seks,Malaka, Abdera, entre otras– situadas en la costa

Mediterránea, al este de las Columnas de Heracles(Ferrer y Prados, 2002). Sin embargo, desde media-dos del siglo IV a.C. ambos territorios acabanentrando a formar parte de la órbita de Cartago, biena través de alianzas desiguales (López Castro, 1991ay 1991b), o más probablemente mediante la forma-lización de ligas orientadas hacia la defensa de inte-reses comunes (Arteaga, 1994).

Por otro lado nos encontramos una serie decomunidades que podríamos denominar “mixtas”,en las que el componente semita no es mayoritariopero sí predominante, ya que determinan en buenamedida la vinculación política y comercial de lapoblación hacia las poleis costeras. Nos estamosrefiriendo a Ituci y Olontigi, ciudades que a pesar deencontrarse situadas en el interior del antiguo estua-rio del Guadalquivir, es decir, en territorio de los tur-detanos –por así decirlo–, amonedan en época roma-na con la leyenda en alfabeto púnico (Alfaro, 1991).Especial atención merecen las cecas que se conocenconvencionalmente como “libiofenicias”: Asido,Lascuta, Iptuci, Turirrecina, entre otras (García yBellido, 1985-86 y 1993). En este caso nos encon-traríamos ante “una serie de comunidades de proce-dencia oriental que se constatan en el interior yadurante la época de la colonización fenicia (...) y quedebieron evolucionar junto a los habitantes indíge-nas de la zona” (Chaves, 2000: 114); o bien, comomatiza Ferrer (2000: 430), se trataría de “comunida-des púnicas o muy punicizadas, de antigua tradiciónsemita, o con vínculos estrechos con ciudades púni-cas como Gadir” que debido a su aislamiento, ysobre todo a la fuerte influencia latina, consecuenciade la descentralización lingüística surgida tras ladestrucción de Cartago, emiten sus monedas concaracteres aberrantes, dando lugar a distintas formasde escritura neopúnica (Solá-Solé, 1980).

Para terminar, es preciso destacar la presenciapúnica en ciudades claramente turdetanas, comoCarmo o Urso, y en otras menos claras, comoHispalis o Asta Regia, donde las evidencias litera-rias y arqueológicas no dejan lugar a dudas de laexistencia de comunidades semitas más o menosestablecidas cohabitando con el componente étnicolocal, o bien de antiguos emporios comerciales(Escacena, 2004) en los que la intensa interacciónentre indígenas y colonizadores ha podido dar lugara fenómenos puntuales de hibridación o mestizajecultural. De nuevo cabe hacer referencia al testimo-nio transmitido por Estrabón (III.2.13), quién afir-maba que la región llegó a estar tan completamentesometida a los fenicios, que la mayor parte de lasciudades de la Turdetania y de los lugares cercanosestaban todavía habitados por aquéllos. Es el casode Carmo, cuya necrópolis neopúnica confirma la

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existencia de una población semita estable que toda-vía mantenía sus ritos y costumbres durante los pri-meros siglos de la presencia romana (Bendala, 1976y 1982). Este fenómeno puede ponerse también enrelación con la pervivencia de cultos betílicos, docu-mentados en diversos lugares de la Turdetania,como Marchena (Bandera y otros, 2004), Carmona(Belén y otros, 1997 y 2001) o Torreparedones(Seco, 1999). Por lo que se refiere a Sevilla, recien-tes estudios están poniendo de manifiesto su proxi-midad al “círculo del Estrecho”, al menos desde elpunto de vista comercial, como se deduce de laabundancia de ánforas de producción púnico-gadita-na, así como de la aparición de determinadas formasde la vajilla común que se aproximan al repertoriode tradición fenicia evolucionada producido en lostalleres del entorno de Gadir16. Lo mismo se puededecir del poblado y la necrópolis de Asta Regia,donde la presencia mayoritaria de ánforas púnicasdel Estrecho y de cerámicas de mesa típicamentegaditanas (González y otros, 1997) –en las que seintegra la vajilla de lujo “tipo Kouass” (Niveau,2000)–, unido a la aparición de una estela púnica enforma de ara (Esteve, 1950), puede demostrar, fren-te a la opinión de Chic García (1994), un predomi-nio del componente púnico sobre el tartésico-turde-tano (García Fernández, 2003b).

Una vez más la numismática de época romanaresulta bastante elocuente en este sentido, por cuan-to se observa en la mayor parte de las cecas conoci-das como “turdetanas” la aparición junto a los rótu-los latinos de elementos procedentes del mundopúnico –como el creciente (Orippo, Ilippa), el caba-llo parado con pata alzada (Sacili, Nabrissa), etc.(García y Bellido, 1990, entre otros)– y, sobre todo,de “tipos propios que pueden haber estado inspira-dos, más o menos lejanamente, por los existentes enlas acuñaciones fenicio-púnicas, aunque reinterpre-tados localmente” (Domínguez Monedero, 2000:64). Un caso singular es el de las monedas de Urso,cuyas series de mayor valor presentan en ocasionesjunto a la leyenda en latín el signo fenicio yod, inter-pretado como una marca de valor (Villaronga, 1979-80: 244-245). Todo ello no es más que un reflejo dela problemática que encierran estas comunidadesciudadanas, mayoritariamente turdetanas pero estre-chamente ligadas en determinados aspectos a la tra-dición púnica; situación ésta que les permitirá mati-zar, de manera más o menos instrumentalizada, su

identidad política y probablemente también étnicaen favor del substrato fenicio, con el que habíanconvivido durante siglos, sirviendo también comofórmula para el establecimiento de pactos y alianzascon los nuevos adstratos, encabezados por la propiaGadir, que aún sabrá mantener su pujanza a niveleconómico y cultural durante los primeros siglos dela presencia romana (Chaves y García, 1991;Chaves, 2000).

Así pues, bajo el apelativo generalizador depúnicos o fenicios occidentales se esconden enrealidad diversas identidades vinculadas en mayoro menor medida por un origen, una lengua, unascreencias o unas costumbres comunes, y cuya inte-gración en los contextos coloniales permite distin-guir matices a escala local e incluso fenómenos dehibridación o diferenciación que dan lugar a nuevosprocesos identitarios, ya sea a nivel político comoétnico. Del mismo modo que el término “helene”era conscientemente utilizado por los griegos paradiferenciarse de “los otros” –los bárbaros–(Prontera, 1999: 149), agrupando diferentes gruposétnicos unidos por “la consanguinidad y la comuni-dad de lengua, de creencias religiosas, de ritos sacri-ficiales, de usos y de costumbres” (Hdt. VIII, 144),el término “can’ani” debió constituir un nivel deagrupación étnica superior que abarcaría a la mayorparte de las poblaciones de raíz semita que partici-paron en la experiencia colonial, sin perjuicio deque entre ellos existieran otros niveles de diferen-ciación. Es más, se trata de conceptos dinámicos quepueden ir adquiriendo un carácter más amplio o res-trictivo a lo largo del tiempo. De todos es conocidoque los griegos centrales y meridionales pusieron enduda frecuentemente la “helenidad” de los pueblosseptentrionales, entre los que se encontraban losmacedonios, tesalios, ambraciotas, etc. (Cardete,2004: 20-21), en base a matices variables que podí-an pasar desapercibidos en otras ocasiones. En estesentido, conviene recordar la referencia de SanAgustín (Epist. ad Rom. Inch. Exp. 13), quién afir-maba ya en el siglo V de nuestra Era que las pobla-ciones campesinas del norte de África hablabantodavía la lengua cartaginesa y se hacían llamar a símismas chanani.

5. CONCLUSIÓN: ETNIAS, TERRITORIOS YFRONTERAS

Todo lo visto hasta ahora permite concluir quelas fronteras étnicas entre las poblaciones de la

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16Se encuentra en preparación un trabajo llevado a cabopor E. Ferrer Albelda, D. González Acuña y el propioautor en el que se analizan diferentes contextos de con-sumo procedentes de excavaciones arqueológicas reali-zadas en la ciudad de Sevilla, donde se puede apreciar la

proximidad de los repertorios cerámicos correspondien-tes a los siglos IV y III a.C. con los documentados en lasfactorías costeras del entorno de Cádiz, como el pobladode Las Cumbres o el Castillo de Dña. Blanca (Ferrer yotros, e.p.).

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Turdetania son dinámicas y extremadamente perme-ables, si es que se puede hablar de fronteras en unoscontextos geo-etnográficos tan sumamente comple-jos como los que se desarrollan en el sur de laPenínsula Ibérica en época prerromana. El conceptode frontera, tal como hoy se entiende, tiene uncarácter más político que cultural y se encuentrainescrutablemente unido a la noción de estado(Castro y González, 1989), como modelo de organi-zación socio-política que es capaz de asegurar ymantener a una población estable sobre un territoriodeterminado, dentro de unos límites establecidosque pueden variar en el tiempo, en virtud de su inter-acción con otras formaciones estatales vecinas. Enconsecuencia, “la noción de espacio de transiciónentre los territorios de dos sociedades, no contieneunívocamente el concepto de frontera. Sociedadescuya apropiación del territorio no se basa en su deli-mitación y en su defensa (...), sino en su utilización,pueden poseer los recursos de un espacio geográfi-co determinado, y asumir como propio éste, a partirde representaciones que contengan la noción de loque no es”. Por el contrario, “el espacio en el cuallas instituciones de un estado dejan de ejercer conefectividad su poder, bien ante la presencia de otroestado, bien ante grupos sociales en los cuales noestá asegurada la reproducción de las relacionessociales dominantes (...) constituye la frontera”(Castro y González, 1989: 11 y 15).

Así pues, cuando se trata de niveles de identidadétnica y no de identidades políticas, más que defronteras físicas habría que hablar de “límites” terri-toriales, o mejor aún, de fronteras sociales; ya que,¿es posible realmente definir territorios exclusivospara los diferentes grupos étnicos en una regióncomo la Turdetania, donde comunidades con un ori-gen diverso han compartido durante siglos los mis-mos nichos ecológicos y han convivido de maneramás o menos pacífica –dependiendo de las circuns-tancias concretas– en los mismos núcleos de pobla-ción? Hay que partir de la base de que el territoriono debe entenderse unívocamente como una super-ficie tridimensional, sino un espacio semiotizado enel que pueden interrelacionarse diversos gruposétnicos. Es lo que J. Cabezas califica como “camposétnicos”, “asimilables a una suerte de campos sim-bólicos alrededor de los cuales pivotarían los siste-mas sociales” (Cabezas, 2003). En este sentido loslímites étnicos o las “fronteras sociales” no seríanbarreras físicas infranqueables entre grupos cultura-les uniformes, sino canales de comunicación quefacilitan la interacción y estimulan la mutua reela-boración de las identidades colectivas. De hecho,“numerosos núcleos etnogenéticos (...) se hallan (osurgen) en zonas de frontera, es decir, en áreas de

densa comunicación, de ‘contactos’ interétnicos quefacilitan la toma de conciencia de una especificidadque se torna diferencia y que concluye (nunca demanera definitiva) en un proceso de fronterizaciónhacia el exterior y de galvanización endógena” (ibi-dem).

Una vez visto esto podríamos redefinir la pre-gunta, ¿es posible identificar espacialmente a lasantiguas etnias de la Turdetania? En cierto sentidosí, aunque no como bloques territoriales monolíti-cos, sino más bien como “áreas de predominio” enlas que se apreciaría con mayor intensidad la pre-sencia mayoritaria o predominio de un determinadogrupo étnico sobre los demás; sin olvidar que exis-ten casos en los que pueden convivir varios grupossin que se advierta la superioridad de alguno en par-ticular. Para ser más precisos habría que subrayar encada contexto el tipo de presencia o el nivel de pre-dominio, demográfico, político (dominio, coerciónmilitar, etc.), económico o cultural: control de laselites mediante el establecimiento de relaciones deprestigio, introducción de instrumentos de cohesión,como cultos o festividades, procesos de mestizaje,etc. La escala a la que se puede observar este fenó-meno también es variable, desde un núcleo protour-bano como puede ser Carmona, hasta un territoriomás o menos amplio como la antigua desembocadu-ra del Guadalquivir, donde se distinguen comunida-des púnicas y de tradición turdetana, algunas deellas intensamente punicizadas. Lo mismo podemosdecir de la Beturia, que se acaba convirtiendo en unfrente donde confluye el antiguo substrato tartésico-turdetano, las comunidades célticas infiltradas desdela meseta y algunos grupos aislados de poblaciónfenicio-púnica que han pervivido desde época colo-nial a expensas de su papel como intermediarios enlas vías de comunicación que se dirigen hacia nortey oeste de la Península.

En conclusión, el mapa paleoetnológico de laTurdetania no se compone de áreas culturales oetnolingüísticas delimitadas por fronteras establesen el espacio y en el tiempo. No se trata de blanco onegro, sino de una amplia gama matices cromáticosque se difuminan, solapan, yuxtaponen, mezclan yasimilan, dando lugar en ocasiones a nuevas reali-dades, en función del contexto geohistórico y socialen el converjan las diferentes identidades.

A falta de un análisis más exhaustivo que tengaen cuenta otras poblaciones presentes en laTurdetania, como los “celtas”, lusitanos, bastetanosu oretanos, así como otras variables y expresionesde la identidad en sus diferentes escalas (étnica,política y social, etc.), sirva esta reflexión para inci-dir sobre la dimensión de un fenómeno cuya com-

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plejidad (en ocasiones ignorada) supera con creceslas expectativas de la investigación. Nos conforma-remos, por ahora, con echar más leña al fuego de laincertidumbre que, por principio, caracteriza alcomportamiento humano.

Sevilla, 30 de Marzo de 2005

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