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Índice

Prólogo a la edición española 9 Prefacio 13 La expresividad del cuerpo Primera parte: Maneras de tocar Capítulo 1: Aprehender el lenguaje de la vida 25 Capítulo 2: La expresividad de las palabras 67 Segunda parte: Formas de ver Capítulo 3: Muscularidad e identidad 119 Capítulo 4: La expresividad de los colores 159 Tercera parte: Estilos de ser Capítulo 5: Sangre y vida 201 Capítulo 6: El viento y el sujeto 239 Epílogo 277 otas 279 oticia bibliográfica 329 ombres y términos chinos y japoneses 331 Índice analítico 337

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Prólogo a la edición española

Hace algún tiempo, los estudios magistrales sobre la historia médica dividían el mundo en un espacio central de ilustración y en una salvaje periferia de confusiones. Estaban, por un lado, Europa y Norteamérica, en donde las verdades positivas eran desveladas con regularidad y, por otro lado, el resto del mundo, enfangado en la ignorancia y en vanas especulaciones. Por supuesto, la historia de la medicina se concebía ante todo y sobre todo como la historia de la medicina occidental. La del resto debía ser mencionada para crear la impresión de una comprensión global y, también, para exponer los malentendidos disipados por la ciencia de Occidente; pero bastaban para ello las más escuetas observaciones. Así, la obra Introducción a la historia de la medicina de Garrison, un imponente tomo de 760 páginas, sólo necesitaba un párrafo para narrar la historia de la medicina en China. Después de todo, ¿qué se podría decir? La literatura médica china, declara tajantemente Garrison, «consiste en un gran número de obras de las que ninguna posee la más mínima relevancia científica»1. Sería inútil, pues, persistir en fantasías. Los Esbozos de historia de la medicina de Bass ofrecen un relato algo más extenso para concluir sin embargo que «gran parte de la medicina china tiene la apariencia de una caricatura o una sátira de la nuestra»2. Las tendencias de los eruditos favorecen hoy interpretaciones más pluralistas. Los historiadores y los antropólogos insisten actual-mente en que las ideas ajenas de otras tradiciones médicas deben ser comprendidas en sus propios términos como perspectivas alter-nativas, antes que ridiculizadas como torpes fracasos por alcanzar el punto de vista occidental. El rechazo hueco de la alteridad en tanto que error se nos antoja ahora miope e insolente. No obstante, si la alteridad no es necesariamente un error, ¿qué

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es con exactitud? Si no es en términos de una dicotomía entre ver-dad e ilusión, ¿cómo debemos interpretar entonces la desconcertante diversidad de perspectivas que se halla en el interior de la medicina alrededor del mundo? ¿Cómo enfrentarse al hecho de que pueblos de épocas y espacios diferentes conciban el «mismo» cuerpo humano de maneras tan sorprendentemente dispares y aparentemente inconmensurables? Desde el momento mismo en que nos tomamos el pluralismo en serio, la cuestión acerca de la relación entre puntos de vista incongruentes se convierte en el enigma fundamental de la historia médica. Mi aproximación a este enigma se concentra en torno a dos te-mas. El primero atañe al papel crucial de los estilos perceptivos. Considero que las admirablemente distintas concepciones del cuerpo que se hallan en la medicina de China y de Grecia implican algo más que formas diferentes de pensar, que meros esquemas intelectuales alternativos. También reflejan modos distintos de sentir: los médicos griegos y chinos aprehendieron y contemplaron el cuerpo de una manera diferente —y no sólo metafóricamente sino literal-mente—, con sus manos y ojos. Sus nociones opuestas a propósito del cuerpo están estrechamente entrelazadas con modos opuestos de tocar y de ver. El otro tema esencial es la influencia de los estilos de incorporación. La expresividad del cuerpo argumenta que la historia de los modos en que el cuerpo es teorizado y aprehendido desde el exterior, en tanto que objeto, se encuentra íntimamente ligada a la historia de las maneras en que el cuerpo es subjetivamente incorporado des-de el

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interior. Las percepciones diferentes del cuerpo deben ser comprendidas en relación con las experiencias divergentes de la persona. Las concepciones del cuerpo dominantes en la Grecia y en la China antiguas expresan, en especial, respuestas alternativas al si-guiente problema: ¿qué es la identidad de una persona en un universo sujeto al incesante flujo de cambio? Huelga decir que se requieren muchos más estudios comparativos si se pretende trazar una nueva geografía de la imaginación médica. Este trabajo representa sólo un modesto comienzo. Quisiera

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por ello expresar mi gratitud a Albert Galvany Larrouquere por haber propuesto y llevado a cabo esta traducción al castellano, una lengua honrada con una vigorosa y vívida tradición de historiografía médica. Le estoy especialmente agradecido dado que éste no es un trabajo sencillo de traducir. La sutil interacción entre lenguaje y sensación define su núcleo mismo. La expresividad del cuerpo plantea la hipótesis de que los diferentes estilos de percepción y de incorpo-ración se encuentran estrechamente relacionados con los diferentes modos de hablar y de escuchar, y que la manera en que la gen-te utiliza las palabras conforma intensamente el modo en que aprehenden y habitan el cuerpo. Precisamente debido a esa hipótesis, el libro mismo está compuesto en un estilo evocativo —a menudo difícil de traducir, sin duda alguna— que pretende nutrir una percepción intuitiva de esos modos de ser extraños. El estudio de la vida en otros lugares y en otros tiempos nos ayuda a comprender que nuestras vidas aquí y ahora son infinitamente más profundas que las superficies a las que ordinariamente accedemos por una suerte de hábito autocomplaciente. La comparación de la medicina griega y china nos permite vislumbrar el inesperado misterio, las posibilidades latentes en las simples realidades mundanas aún sin explotar. Es mi deseo que, tras leer La expresividad del cuerpo, los lectores nunca vuelvan ya a sentir el pulso, contemplar los músculos, examinar el rostro, o incluso apreciar el viento de la misma manera. Este libro es una investigación acerca de las creencias y las prácticas de pueblos que viven en tierras remotas en una era pretérita; pero, al mismo tiempo, tal y como se explica en el Epílogo, es ante todo una invitación a «reconsiderar nuestros propios hábitos de percepción y de sensación, y a imaginar posibilidades alternativas de ser, de experimentar el mundo de nuevo». Su propósito último es promover en el lector una conciencia renovada de las profundidades insondables de la vida.

Shigehisa Kuriyama Kyoto 2004 11

Prefacio

Las versiones de la verdad difieren a veces tan asombrosamente que la idea misma de verdad se torna sospechosa. El sobrecogedor relato de Akutagawa Ryünosuke a

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propósito de este misterio admite dos certezas: una mujer ha sido violada por un bandido y su es-poso yace en una arboleda, mortalmente apuñalado. El bandido capturado confiesa que mató al esposo, pero alega que la mujer lo había incitado a ello. El asesinato no era su intención, pero la mujer habría insistido. Ella no podía, no hubiera tolerado que dos testigos de su vergüenza caminaran sobre la tierra. Mátese o mate a mi marido, le habría dicho. Bien, no tenía otra elección. Sin embargo, la mujer confiesa que ella mató a su marido, a petición de este último. Mientras permanecía en silencio, atado y humillado, los ojos de su esposo expresaban con toda certeza desprecio y odio extremo. «Mátame», habrían ordenado. Entonces, se percató de que ambos tenían que morir pues la desgracia era demasiado terrible. Pero, tras hundir el cuchillo en él, ella se desmayó y finalmente no logró terminar con su propia vida. Finalmente, el hombre muerto testifica a través de un médium. «Me maté yo mismo», exclama su voz angustiada. El horror de con-templar, impotente, cómo su esposa había sido violada por primera vez y cómo luego ésta quedaba extasiada, era intolerable: «Mata a mi marido», habría instado su mujer al bandido. «Llévame contigo, a cualquier parte.» La muerte es una opción fácil para un hombre cuya esposa pronuncia esas palabras. ¿Qué ocurrió realmente? ¿Fue el marido asesinado por su mujer? ¿Fue el bandido? ¿O se trató de un suicidio? ¿Acaso mintió el muerto? Akutagawa no nos dice qué versión creer, o si alguna de ellas merece crédito.

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Un enigma similar reside en el seno de la historia de la medicina. La verdadera estructura y el funcionamiento del cuerpo humano son, lo asumimos comúnmente, iguales en cualquier parte, una realidad universal. Pero entonces investigamos la historia y nuestro sentido de la realidad vacila. Como las confesiones del bandido, de la mujer y del hombre fallecido, los relatos del cuerpo en diversas tradiciones médicas parecen describir con frecuencia mundos aje-nos, casi desconectados. Compárese la figura 1, procedente del Shisijing fahui (1341) de Hua Shou, con la figura 2, perteneciente a la Fabrica (1543) de Vesalio. Vistas la una al lado de la otra, las dos figuras revelan lagunas. En Hua Shou, echamos de menos el detalle muscular del hom-bre de Vesalio; y, de hecho, los médicos chinos carecían incluso de una palabra específica para «músculo». La muscularidad ha sido una preocupación característicamente occidental. Por otro lado, las vías y los puntos de acupuntura escapan por completo a la visión anatómica occidental de la realidad. Así, cuando los europeos comenzaron a estudiar las enseñanzas médicas chinas en los siglos XVII y XVIII, las descripciones del cuerpo que encontraron les parecieron «fantásticas» y «absurdas», como cuentos de una tierra imaginaria. ¿Cómo pueden las percepciones de algo tan básico e íntimo como el cuerpo diferir tanto? En el caso de la muerte en la arboleda, podemos no estar muy seguros de quién está mintiendo y quién no, y podemos desesperar desenmarañando todos los motivos ocultos tras las mentiras de los mentirosos; pero disponemos de una idea justa de las fuerzas en juego. Sabemos por nuestra propia experiencia hasta qué punto el tumulto de sentimientos puede llegar a transfigurar las historias que contamos a otros, y a nosotros mismos. Adivinamos en cada confesión caóticas mezclas de culpa y vanidad, temor, furia y resentimiento. Sin embargo, la separación de realidades en Hua Shou y Vesalio requiere

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presumiblemente otras explicaciones. Más que culpar a deformantes pasiones, tendemos a hablar vagamente de diferentes modos de pensamiento o, más astutamente, de perspectivas alter-nativas: los testigos de un evento difieren a menudo, y no debido a

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ninguna deshonestidad o juicio obcecado, sino sólo al lugar en el que se encuentran. Con todo, ¿qué puede implicar «encontrarse en un lugar» en el contexto concreto de la historia médica? Cuando decimos que los árbitros de primera y de última base poseen diferentes visiones de un juego de béisbol, nos referimos específicamente a sus posiciones físicas. Cada uno percibe aspectos que el otro no puede ver, porque ambos se encuentran separados por veintisiete metros y dirigen diferentes ángulos de la acción. Desde luego, este posicionamiento espacial no es al que nos referimos cuando hablamos de las perspectivas dispares de Hua Shou y Vesalio. Por tanto, ¿qué queremos decir exactamente? ¿Qué clases de distancias separan «los lugares» en la geografía de la imaginación médica? ¿Cómo trazar un mapa de las perspectivas sobre el cuerpo? Tales son las cuestiones que animan este libro. La historia de la medicina en China y en Occidente abarca una rica variedad de creencias y prácticas que se desarrollan en complejos modelos a lo largo de varios milenios. En consecuencia, no podemos contemplar las figuras 1 y 2, o ningún otro par de imágenes, como si representaran la perspectiva china y occidental sobre el cuerpo. Ninguna tradición puede ser reducida a un único punto de vista. No obstante, no se puede negar la extraordinaria influencia —y la distinción cultural— de las perspectivas que se basan en los músculos en un caso y en las vías de acupuntura en el otro. Sería del todo imposible narrar una historia de las ideas occidentales sobre la estructura y el funcionamiento del cuerpo sin hacer referencia a los músculos y a la acción muscular; y, a su vez, cualquier compendio de medicina china que no mencionara las vías de acupuntura esta-ría radicalmente incompleto. Más aún, es sólo en el curso del siglo XX, con la diseminación de las ideas occidentales, cuando los músculos se han convertido en una parte familiar del pensamiento chino sobre el cuerpo. Incluso en la China actual, las aflicciones que los anglohablantes expresan como «dolorido» o «tenso», o «torcedura muscular» se experimentan habitualmente de otras maneras. Del

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mismo modo, y a pesar de su reciente boga, la acupuntura sigue siendo un enigma rebelde para la mayoría de los occidentales. La divergencia manifiesta entre Vesalio y Hua Shou continúa dando forma al presente. Los orígenes de esos puntos de vista preceden en mucho a las dos imágenes. Hallamos una teoría bien desarrollada del cuerpo muscular ya en las obras del médico griego Galeno (130-200 d. C.); y hacia el final de la dinastía Han posterior (25-220 d. C.), que produjo clásicos canónicos como el Huangdi neijing y el anjing, las líneas esenciales de la acupuntura clásica ya estaban sólidamente establecidas. Ésta es la razón inmediata de que el libro se centre principalmente en la medicina antigua. Pues todas las revisiones y las revoluciones que subsiguientemente transformaron las concepciones del cuerpo en China y en Europa, las amplias diferencias re-saltadas por las figuras 1 y 2, tomaron forma como muy tarde hacia el final del siglo II y el III de nuestra era. Por otro lado, si profundizamos aún más en el pasado y examinamos las fuentes más antiguas, tales como el cuerpo hipocrático y los manuscritos de Mawangdui*, los contrastes no aparecen tan marcados ni mucho menos. Penetramos en un mundo en el que los médicos griegos hablan principalmente de carne y tendones más que de músculos, y en el que el arte chino de las agujas aún no ha sido inventado. Ésta es quizá la razón más convincente para escrutar el pasado: semejante escrutinio nos permite reconsiderar las figuras 1 y 2 no ya como reflejos de actitudes intemporales, sino como resultado de un cambio histórico. Uno de los temas principales del libro consiste en que las concepciones del cuerpo deben tanto a los usos particulares de los sen- *Mawangdui es el nombre de una pequeña localidad china situada cerca del núcleo urbano de Changsha, en la actual provincia de Hunan, en donde se realizó, en 1973, el hallazgo arqueológico más importante de las últimas décadas en lo que a manuscritos pre-imperiales se refiere. Entre el cuantioso material manuscrito, destaca un importante número de textos médicos. Para un estudio más completo de este tras-cendental descubrimiento arqueológico, véase Michael Loewe, »Manuscripts Found Recently in China: A Preliminary Survey», T'oungPao 63.1-2 (1977): 99-136. (N. del T.)

18 tidos como a los particulares «modos de pensamiento». Las distancias que separan las figuras 1 y 2 son tanto perceptivas como teóricas; en ningún caso pueden ser trazadas adecuadamente por medio de esquemas intelectuales y series de ideas, mucho menos aún mediante puras fórmulas como holismo frente a dualismo, organicismo frente a reduccionismo. La primera parte detalla cómo tanto en la medicina griega como en la china palpar el cuerpo se vuelve esencial para conocerlo. El capítulo 1 destaca los distintos estilos hápticos (del griego haptó [‘áπτω], «yo toco») que se desarrollaron en las dos tradiciones, y el capítulo 2 demuestra la relación entre la manera en que los médicos sentían las expresiones del cuerpo bajo sus dedos y sus actitudes hacia la expresividad de las palabras. La segunda parte gira en torno a los modos de ver y examina las perspectivas alternativas sobre el cuerpo en tanto que portador de significados sensibles. El capítulo 3 investiga el punto específico que inaugura la visión del hombre musculado, mientras que el capítulo 4 explora la naturaleza del conocimiento mediante la mirada en China. No obstante, estos estudios sobre el modo en que fue percibido el cuerpo desde fuera, como un objeto, nos obligan pronto a considerar también el problema de cómo era experimentado el cuerpo subjetivamente, desde dentro. Éste es el segundo tema principal del libro: el modo en que las diferentes maneras de tocar y ver el cuerpo se

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entrelazan con las diferentes maneras de ser cuerpos. La ter-cera parte argumenta que una nueva mirada a la historia de las dos sustancias más estrechamente asociadas a la vitalidad —esto es, la sangre (capítulo 5) y la respiración (capítulo 6)— produce sugerentes e inesperadas ideas en torno a la divergencia de las experiencias corporales en China y en Europa. La palabra «cuerpo», observa Paul Valéry, es utilizada común-mente para referirse a una amplia variedad de cosas: La primera es el privilegiado objeto del que, a cada instante, nos encontramos en posesión, aunque nuestro conocimiento de él –como cualquier cosa que es inseparable del instante– puede ser extremadamente va-

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Hable y estar sujeto a ilusiones. Cada uno de nosotros denomina a este objeto Mi cuerpo; pero no le concedemos ningún nombre en nosotros mismos, es decir, en él. Hablamos de él a otros como de una cosa que nos pertenece; pero para nosotros no es enteramente una cosa; y nos pertenece un poco menos de lo que nosotros le pertenecemos...3 Debe trazarse un mapa histórico de las concepciones del cuerpo, argumenta este libro, en este ambiguo espacio entre el pertenecer y el poseer, entre el cuerpo y el yo. El cuerpo es insondable y genera una cantidad sorprendente de diversas perspectivas precisamente porque es una realidad básica e íntima. La tarea de descubrir la verdad del cuerpo es inseparable del reto de descubrir la verdad acerca de la gente.

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La expresividad del cuerpo

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Primera parte Maneras de tocar

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Capítulo 1 Aprehender el lenguaje de la vida

¿Por qué mi alma no alberga estas aprehensiones, estos presagios, estas alteraciones, estos celos, estas sospechas de un pecado del mismo modo que mi cuerpo de una enfermedad? ¿Por qué no hay siempre un pulso en mi alma que pueda latir al aproximarse la tentación de pecar? [...] Enfermo de pecado, estoy postrado y encamado, sepultado y putrefacto en la práctica del pecado y todo ello mientras carezco de presagios, de pulso, de sensación de mi padecimiento.

John Donne, Devotions upon Emergent Occasions La verdad sobre la gente resulta difícil de conocer. Hay mucho que no dirán y mucho de lo que dicen es verdad sólo parcialmente. Hay también mucho que la gente simplemente no puede decir, porque ellos mismos no saben, porque muchas realidades desafían la introspección. Permanecemos a oscuras

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sobre el estado de nuestras almas, se lamenta John Donne. Al volver el ojo del alma hacia dentro, hallamos opacos incluso nuestros propios cuerpos. Podemos estar enfermos sin saber por qué, o en qué sentido, o con qué gravedad. Podemos estar enfermos, incluso, sin sentir la enfermedad. Donne insinúa que hay, sin embargo, una diferencia entre los desórdenes corporales y las dolencias del alma. De estas últimas no tenemos ninguna idea por imprecisa que sea, ningún signo, nuestra ignorancia es total. Los primeros, por el contrario, nos brindan «ce-los y sospechas y aprehensiones de la enfermedad antes de que la llamemos enfermedad», aunque éstas no sean más que vagas premoniciones, aunque «no estemos seguros de que estamos enfermos». Más aún, poseemos un modo de resolver nuestras dudas. Una mano puede preguntar «a la otra mediante el pulso... cómo esta-

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mos»4. Por medio del pulso, podemos conocer el cuerpo en un modo en que jamás conoceremos el alma desprovista de pulso. Hubo un tiempo en que las agitaciones de las arterias dominaban por completo nuestra absorta atención. Si John Donne reflexiona en torno a lo que el pulso no logra decirle, la mayoría se asombraba en cambio de su capacidad única de revelación. Cuando el príncipe Antíoco se estaba consumiendo para confusión de casi todos, fue de nuevo el pulso quien proclamó la causa. Palpitando bruscamente cada vez que la bella madrastra del príncipe aparecía ante él, susurró a un hábil médico el tormento del amor, el anhelo inconfesable5. Para aquellos que pueden oír su mensaje, el pulso ex-presa las verdades acerca de una persona que la propia persona no diría o no podría decir. En especial aquellas que no podría decir. La gente se mostraba vivamente curiosa acerca del pulso porque era vivamente curiosa sobre sí misma, porque había muchas cosas que no sabían pero que-rían saber desesperadamente –tales como por qué se sentían enfer-mos, si se recobrarían o morirían– y porque creían que el pulso se las diría. En el siglo II a. C., en las historias de los primeros casos, el enfermo convocó a Chunyu Yi no con vagas súplicas de socorro, sino con el deseo expreso de que acudiera y le tomara el pulso. Y eso es justo lo que el gran médico hará. En cada caso, llega, toma el pulso directamente y entonces prescribe un remedio explicando, «el modo en que supe la dolencia fue cuando tomé el pulso...»6. Como si todo fuera un ritual, y su papel fuera el de intérprete del pulso. La toma del pulso define todavía al médico cerca de dos mil años más tarde, cuando el novelista Cao Xueqin (?-1763) describe la maraña de esperanzas y sutiles sospechas que dotan a este acto de tan-ta espesura. «Es ésta la dama?», preguntó el doctor. «Sí, es mi esposa», replicó Jia Rong. «Siéntese, doctor. Confiaba en que a usted le gustaría que primero le describiera sus síntomas, antes de que le tomara el pulso.»

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«Si me lo permite, prefiero que no», dijo el doctor. «Considero que se-ría mejor si primero le tomara el pulso y le preguntara sobre el desarrollo de la enfermedad después. Ésta es la primera vez que vengo a su casa y como no soy un practicante experimentado y he venido aquí por la insistencia de nuestro amigo el señor Feng, creo que debiera tomar el pulso y decirle mi diagnóstico en primer lugar. Luego podemos continuar hablando acerca de sus síntomas y discutir un tratamiento si está usted satisfecho con el

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diagnóstico. Y, por supuesto, todavía dependerá de usted la decisión de seguir o no el tratamiento que yo le prescriba.» «Habla usted con verdadera autoridad, doctor», dijo Jia Rong. «Habría deseado conocerlo antes. Tómele el pulso, pues, y háganos saber si puede ser curada de forma que mis padres puedan ahorrarse mayores ansiedades.»7 Durante más de dos mil años, en China, en Europa, y también en otros lugares, la gente interrogaba el pulso con interés apasionado. En principio, los médicos chinos reconocieron cuatro modos de juzgar la condición de una persona: mirando (wang), escuchan-do (wen) y oliendo (wen), preguntando (wen), y tocando (qie). En la práctica, sin embargo, su atención se concentraba primordialmente en el qiemo, en la palpación de los mo. Observemos lo que escribieron: ninguna monografía dedicada al diagnóstico mediante la escucha o el olfato; ningún ensayo sobre las técnicas de interrogación; más de 150 obras sobre la interpretación de los signos hápticos8. Hallamos un entusiasmo similar en la medicina occidental. En la antigüedad, el médico griego Galeno compuso siete extensos trata-dos sobre el pulso, que ocupan casi un millar de páginas de sus obras completas. En el siglo XVI, Hercules Saxonia declaró que «nada es o será más significativo en la ciencia médica»9. Benjamin Rush razonaba por su parte que si la admisión en el Templo de la Filoso-fía de Platón exigía el dominio de la geometría, las puertas del Templo de la Medicina deberían llevar la inscripción «que nadie que no esté familiarizado con el pulso penetre aquí»10. Incluso en 1878, un médico norteamericano consideraba todavía la toma del pulso como «el más valioso dispositivo al que un médico puede recurrir», y con ello creía reproducir «la voz unánime» de sus colegas11. Por supuesto, las cosas son distintas en la medicina moderna. Las

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pretéritas interpretaciones de los murmullos del pulso han sido en gran parte exiliadas al submundo del saber de los anticuarios. Con todo, merece la pena recordarlo: algunas conexiones reveladoras unen el pulso y la vida. Nadie puede dudarlo. Una persona con un pulso que late todavía vive. Alguien cuyo pulso se ha parado está muerto. Y podemos comprobar por nosotros mismos, en nuestras propias muñecas, que el pulso cambia notoriamente, y en modos distintos, cuando desayunamos, o emprendemos la carrera tras el autobús, o permanecemos de pie estremecidos bajo la lluvia. La cuestión de cómo se relaciona el pul-so con la vida concierne no sólo a las creencias de la gente de épocas y tierras lejanas, sino a la lógica que gobierna nuestras propias vidas, aquí y ahora. ¿De cuántas maneras, y por qué puede y, de hecho, cambia el pulso? En una ocasión, Julius Rucco caracterizó el pulso como el medio en que la naturaleza habla al médico, el lenguaje de la vida12. Pero, entonces, ¿cuál es su gramática, su vocabulario? Los médicos dijeron que lo sabían. Durante dos milenios, gran parte de su autoridad para mediar entre los pacientes y sus propios cuerpos se basó en el supuesto dominio de ese idioma secreto. Sin embargo, los lenguajes dominados por los médicos chinos y europeos no eran los mismos. Los viajeros a China del siglo XVII quedaron fascinados por las sorprendentes proezas de los sanadores locales, y muy especialmente por su exquisito sentido para el pulso. La extraña precisión de sus diagnósticos lindaba con lo increíble. Los médicos chinos,

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concluyó prudentemente el misionero Thomas Baker en sus informes, tienen en apariencia «tal habilidad con los pulsos, como no pueden imaginarse ni aquellos familiarizados con ellos»13. «Todos los relatos de viajeros», señala la Encyclopédie de Diderot, «se muestran de acuerdo en presentar a los médicos de ese país como maravillosos (merveilleux) en este arte»14. Curas como la acupuntura y la moxibustión eran intrigantes también; pero hasta mediados del siglo XIX, al hablar de la medicina en China, venía a la mente, en primer lugar, es-ta «habilidad con los pulsos».

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Sin embargo, desde el principio, este arte presentó un enigma. Cuando la traducción latina del Mojue (un popular manual de pulso chino) de Michael Boym (1612-59) comenzó a circular en Europa, dejó a los lectores completamente desconcertados. «El misionero que envió este informe», comenta William Wotton, «temía que fuera considerado ridículo por los europeos; parte de sus temores parecen estar bien fundados»15. Los principios chinos no sólo le parecen erróneos, sino absurdos. Literalmente, no tienen sentido. El autor del artículo de la Encyclopédie también considera la exposición de las doctrinas chinas como «un caos impenetrable»16. Incluso John Floyer, quizá el más entusiasta entre los primeros defensores de la medicina china, tiene que conceder que sus enseñanzas sobre el pulso eran a veces «muy oscuras» y «fantásticas». Sin embargo, Floyer sostiene que las «absurdas nociones» de los chinos se «ajustaban a los fenómenos reales»17; y se propuso «demostrar... que los chinos habían descubierto el arte real de sentir el pulso». Después de todo, obtenían resultados18. La fórmula de Floyer resume las tensiones que durante mucho tiempo definieron las evaluaciones europeas de la palpación en China. En su autorizado texto sobre la fisiología del pulso (1886), Charles Ozanam ridiculizaba la teoría china del pulso, mofándose de que en ella «lo alegórico triunfa sobre lo real». Pero añadía también: «Uno estaría tentado de abandonar su estudio si no fuera por el hecho de que los testigos más fiables nos aseguran que, mediante su ciencia del pulso, los chinos reconocen y curan, a veces con un éxito extraordinario, las más recalcitrantes enfermedades»19. Había, pues, una técnica que parecía muy familiar y que presuntamente funcionaba de maravilla en la práctica, pero cuyo discurso parecía completamente ajeno y descaminado. Los viajeros veían a los médicos nativos colocar sus dedos sobre las muñecas de sus pacientes y reconocían inmediatamente el gesto de tomar el pulso. Para sus ojos, qiemo, palpar el mo, era, sin duda alguna, la diagnosis mediante el pulso. Los escritos chinos atestiguan que los ojos estaban equivocados. La hermenéutica del Mojue era distinta a cualquier dialecto del lenguaje del pulso conocido en Europa20.

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¿Cómo pueden los gestos parecer iguales y, no obstante, diferir completamente en la experiencia? Cuando tres hombres ciegos se preguntaban sobre la naturaleza del elefante, uno replicó que parecía una cuerda larga y delgada, otro, que era como un pilar rechoncho y grueso, y el tercero, que era un inmenso saco. Los tres no se ponían de acuerdo porque el primero había tomado la cola del elefante, el segundo había abrazado una pata, y el tercero recorría con sus manos el estómago del animal. Pero no lo sabían.

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Cada uno sabía únicamente que tenía razón, y cada uno estaba desconcertado por los espejismos del resto. Los tres tenían un verdadero conocimiento del mismo elefante. Pero lo que cada uno de ellos conocía era absolutamente diferente. Podríamos decir lo mismo sobre los médicos europeos que toman el pulso y los médicos chinos que toman el mo. A pesar de las aparentes similitudes, y a pesar del hecho de que los dos procedimientos examinaban ostensiblemente el «mismo» lugar, la diagnosis mediante el pulso y el qiemo implicaban percepciones tan dispares como asir la cola del elefante y frotar su estómago. Antes, he hablado de los médicos chinos que tomaban el «pulso»; ni la lengua inglesa ni la española ofrecen otra aproximación mejor. Pero es sólo una aproximación, y el trazar sus límites nos obliga a repensar gran parte de lo que damos por bueno en el cuerpo. Como el pulso. La misma idea.

El nacimiento del pulso

Nuestro conocimiento de la medicina clásica griega procede principalmente de dos fuentes. La primera es la colección de trata-dos compuestos fundamentalmente entre 450 y 350 a. C. y atribuidos a Hipócrates de Cos; la segunda son las voluminosas obras de Galeno (129-200 d. C.) 21. Estás últimas incluyen extensas y detalladas discusiones sobre el pulso que elaboran sus causas y funciones, sus variedades y uso en la prognosis. Sin embargo, sorprendentemente, medio milenio antes, en el corpus hipocrático, no encontramos nada sobre la toma del pulso. Es más, parece que los médicos hipocráticos

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apenas reconocieron un concepto de «pulso». El hecho de interrogar al pulso no es, pues, un inevitable instinto prehistórico. ¿Cómo surgió esta práctica? El pulso ha sido tan básico durante tanto tiempo para la comprensión occidental del cuerpo que ten-demos, desconsideradamente, a suponerlo más allá de la historia. Nos preguntamos «¿cómo interpretaron los médicos chinos el pulso?», como si «el pulso» fuera un hecho natural, una realidad fija, universal, percibida de forma diferente por diferentes pueblos, algo quizá parecido al conejo-pato de Jastrow (figura 3), en cuya imagen una persona ve un conejo y otra ve un pato. Sí, el pulso fue «pasado por alto» por los médicos hipocráticos, esos penetrantes obser-vadores. Pero nuestro impulso es entender esto como un lapso perceptivo, un raro fallo a la hora de advertir algo que ya estaba allí, esperando a ser advertido. Éste es el punto en el que las comparaciones resultan esclarecedoras. ¿Qué sentimos cuando colocamos nuestros dedos en la muñeca y palpamos los movimientos que allí se producen? Decimos: las arterias que laten. ¿Qué más podría haber? Los médicos chinos al realizar el mismo gesto captan, sin embargo, una realidad más compleja (figura 4). El dedo colocado ligeramente en la muñeca derecha, sobre la posición cun, diagnosticaba los intestinos gruesos, mientras que el dedo próximo a él discernía el estado del estómago. Al presionar con más fuerza, estos dos dedos mostraban respectivamente el buen estado o el deterioro de los pulmones y del bazo. Bajo cada dedo, los médicos distinguían un lugar superficial (fu) , sentido cerca de la superficie del cuerpo, de un lugar hundido (chen), más profundo. Había, pues, seis pulsos bajo los dedos índice, medio y anular, y doce pulsos en la combinación de las dos muñecas. No es extraño que Floyer y Wotton se quedaran perplejos. Describir los doce pulsos de la muñeca es describir algo más que el pulso. Pero si no es el pulso, ¿qué es entonces? Antes incluso de formular es-ta pregunta debemos preguntarnos, sin embargo, por la realidad que hasta ahora no se ha sabido valorar: ¿Qué es el pulso y cómo surgió?

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La Sinopsis sobre los pulsos, atribuida a Rufo de Éfeso, se inaugura con una pista intrigante sobre los comienzos del estudio griego del pulso: «Es necesario estudiar el arte del pulso con detenimiento, ya que sin él resulta imposible concebir el tratamiento apropiado. Se dice que Egimio, el primero que escribió sobre esta cuestión, no tituló su obra Sobre los pulsos (Peri sphygmon [Пερί ̉σφυγµων] ), sino más bien Sobre las palpitaciones (Peri palmon [Пερί παλµων] ), ya que no sabía, al parecer, que hay una diferencia entre el pulso y la palpitación, tal y como demostraremos a continuación»22. Rufo nombra, por tanto, al primer escritor sobre esfigmología. Desgraciadamente, el nombre es todo lo que poseemos y no sabemos virtualmente nada sobre Egimio23. El título del tratado de Egimio es, por otro lado, muy sugerente. Plantea un dilema. ¿Por qué una obra sobre el pulso debería llamarse Sobre las palpitaciones? Galeno también considera que el título es extraño y culpa de ello a la singularidad de Egimio. En contra del uso ordinario médico y del lenguaje común, Egimio llama «palpitaciones» a lo que más tarde Praxágoras y Herófilo llamarán más adecuadamente «pulso»24. Rufo, por su parte, responsabilizó a una ignorancia más sutil. Egimio no era aún consciente de la distinción entre pulso y palpitación. Su título reflejaba la confusión de una comprensión anterior, más primitiva, del cuerpo. En todo

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caso, el título Sobre las palpitaciones les extraña a Rufo y Galeno como engañoso. Ya en su tiempo, esto es, en la época de los escritos más antiguos que se conservan sobre el pulso, los significados de términos fundamentales habían cambiado. En realidad, Egimio no estaba solo en su «confusión». También en los escritos hipocráticos, sphygmos [σφυγµως], el término de Rufo y Galeno para el pulso, formaba un continuo con palmos [παλµως] (palpitación), tromos [τρόµος] (temblor), y spasmos [σπασµός] (espasmo). Designaba un signo patológico menor solamente muy ocasional. Las referencias son escasas25. El verbo sphyzein [σφύξειν] no se refería a la constante actividad fisiológica de las arterias, ni a lo que denominamos «pulso», sino más bien a la palpitación que a veces acompaña a fiebres e inflamaciones26. Así, en el tratado Sobre las fracturas se habla de una lesión «palpitante e inflamada», y

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en el tratado Sobre las úlceras se describe cómo «una herida se inflama, y entonces sobrevienen estremecimientos y palpitaciones»27. Aún más significativo, Epidemias 2 cita como signo expresivo el hecho de que ambas manos del paciente «pulsaban», como si incluso el pulso en la muñeca fuera una aberración patológica28. Al comienzo, pues, sphygmos no evocaba el pulso que late todos los días desde el nacimiento hasta la muerte29. El cuerpo hipocrático no tenía latido natural30. Si se reflexiona, esto no debiera resultar tan extraño. En la vida diaria, la mayoría de nosotros rara vez nos ocupamos del pulso. La pulsación penetra en nuestra conciencia sólo en estados extraordinarios, como las palpitaciones de dolor o violencia. Se trata sólo de un hábito histórico —la larga tradición de la toma de pulso— que ha-ce que el interés por la pulsación parezca evidente por sí mismo e instintivo. Dos detalles filológicos insinúan el abismo que separa la con-ciencia pre-esfigmológica de la post-esfigmológica. Primero, nos encontramos con el término sphygmoi [σφυγµωί], o «pulsos». En varios pasajes hipocráticos aparece este plural en donde se esperaba el singular. Las enfermedades de las mujeres habla de «los pulsos que se es-tremecen, se atenúan, y se desvanecen contra la mano»; en Epidemias 4 e relata que «los pulsos de Zoilo el carpintero eran temblorosos y oscuros»31. Nótese bien: no era el pulso del carpintero el que temblaba y era oscuro, sino sus pulsos. Sphygmoi designa las palpitaciones y las pulsaciones en su concreta multiplicidad; la idea de el pulso aún no

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había cristalizado. Por el contrario, en la medicina griega posterior, el plural sphygmoi designa la pluralidad de los tipos de pul-so. El título de la obra de Galeno, Sobre las diferencias de los pulsos (Peri diaphoras sphygmon [Περι διαφορας σφυµων] ), refiere la variedad de pulsos, tales como el pulso grande, el pulso pequeño, el pulso rápido y el pulso lento. Al diagnosticar a una persona específica en un tiempo específico, Galeno siempre habla del pulso del paciente, no de los pulsos. La segunda característica del uso hipocrático es la estrecha asociación entre sphygmos y palmos, entre pulso y palpitación. Probable-mente, a los contemporáneos de Hipócrates, el título de la obra de

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Egimio Sobre las Palpitaciones no les habría parecido extraño. Los tratados hipocráticos emparentaban con frecuencia pulso y palpitación, y los usaban de maneras que resultan difíciles de distinguir. Los vasos sanguíneos (phlebes [φλέβες]) «palpitan» tanto como «pul-san», y a menudo hacen ambas cosas32. Aunque sphygmos no estaba confinado a los vasos sanguíneos. Aparecía igualmente en la cabeza, en el hipocondrio, en el útero33. En definitiva, palmos y sphygmos designan movimientos anormales en los vasos sanguíneos, y la diferencia entre ellos es con frecuencia poco clara34. No obstante, disponemos de un testimonio posterior sobre la visión de Praxágoras de Cos, un célebre médico no demasiado alejado de la época de Hipócrates35. De acuerdo con Rufo y Galeno, Praxágoras creía que la palpitación era tan sólo un pulso de gran intensidad. Mantenía, incluso, que el hecho de temblar (tromos) era sólo una palpitación violenta, y que un espasmo (spasmos) era un temblor intensificado36. Pulsaciones, palpitaciones, temblores y espasmos formaban, por tanto, un continuo. Finalmente, había también un arte adivinatorio dedicado a estos movimientos. La palmomancia, una de las supersticiones atacada por autores cristianos como san Agustín, asignaba un significado profético a las repentinas sacudidas, contorsiones y palpitaciones del cuerpo. Los latidos en la sien derecha presagian grandeza y poder, y el abuso de esclavos; en la ceja derecha, predicen una breve enfermedad; en el entrecejo, infortunio para todos —excepto para el esclavo, para quien significaba buena suerte—; en el párpado superior del ojo derecho, salud y éxito. Éste era un arte menor; tan sólo pervive un tratado, Sobre las Palpitaciones de Melampo37. En los tiempos de Melampo, ya había surgido un sistema más prometedor de interpretación somática: la esfigmología, una ciencia que segregaba una sola clase de movimientos del resto. ¿En qué difieren el pulso y la palpitación? Galeno relata que Herófilo, el fundador de la esfigmología griega, comenzó su libro sobre el pulso precisamente con esta cuestión. La Sinopsis sobre los pulsos de Rufo, tras su definición inicial del pulso, también salta directamente a las diferencias que lo distinguen de las palpitaciones, los espasmos, y los temblores38. Para los exponentes del pulso

37 de la Grecia antigua, el divorcio entre sphygmos y palmos representaba el primer y decisivo paso hacia la definición de este nuevo ámbito de estudio. La nueva percepción del cuerpo definida por la disección era básica para este divorcio.

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La anatomía contribuyó a transformar el sphygmos de una rareza vaga y ocasional en un signo vital. La evidencia profunda más antigua de anatomía sistemática aparece en las disecciones animales de Aristóteles; y es también en Aristóteles donde aprehendemos por primera vez los atisbos de sphygmos como fenómeno fisiológico regular. En su tratado Sobre la respiracion, Aristóteles señala que «todas las venas palpitan (sphyzousin [σφύζουσιν] ), y lo hacen simultáneamente las unas con las otras, pues están conectadas al corazón»39, e incluso distingue la pulsación del corazón de su palpitación40. Es más, no menciona el uso médico del pulso; de hecho, todavía tenía que separar las arterias de las venas. Su sphygmos no era aún el pulso de Herófilo y Galeno. Pero sus investigaciones bosquejan ya los vínculos que unen al nacimiento de la idea del pulso con la inspección de estructuras diseccionadas. La anatomía enmarca la posibilidad misma de imaginar el pulso. Tomemos la fórmula de Rufo: «El pulso es la diástole y la sístole del corazón y de las arterias»41, para nosotros una definición aparente-mente autoevidente, de la que sin embargo los médicos hipocráticos no poseen ni las palabras. La dicotomía arteria/vena era ajena al sistema de venas (phlebes) detallado en tratados como Sobre la enfermedad sagrada y Sobre la naturaleza del hombre42. Es más, las phlebes se extendían a lo largo del cuerpo en rutas que no podían coincidir directamente con los vasos sanguíneos anatómicos. Ciertamente, en estos tratados ni siquiera brotan todas de, o regresan al corazón. Sugerentemente, el individuo aclamado como el fundador del estudio del pulso es también el médico acreditado como el pionero en la disección humana. Me refiero a Herófilo43. Resulta instructivo comparar la visión de Herófilo con la de su maestro Praxágoras. Aparentemente, Praxágoras se interesó también tanto por la disección como por la pulsación, y puede que incluso diera los primeros pasos hacia la distinción entre arterias y venas44. Pero, según se afirma, concibió los nervios como las

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extensiones refinadas de las arteriolas. Nervios y arterias, pensaba, transportaban el pneuma [πνευµα] y servían como conductos por los que el corazón controlaba los movimientos de los músculos45. Este esquema refuerza probablemente su visión de la continuidad entre sphygmos, palmos, tromos y spasmos, su creencia de que el pulso y la palpitación diferían sólo en intensidad, no en clase. Por tanto, «sphygmos se convierte en palmos en la medida en que su movimiento se acelera, y del palmos surge tromos»46. Así, según nos informa Galeno, Herófilo se propuso, «al comienzo mismo de su libro sobre los pulsos, refutar esta doctrina de su maestro»47. Y ahí radica su afirmación de fundar la esfigmología. Fue Herófilo quien determinó que «el pulso existe sólo en las arterias y en el corazón, mientras que la palpitación, los espasmos y los temblores aparecen en los músculos y en los nervios»48. Fue él, y no Praxágoras, quien demostró que las arterias y los nervios eran distintos, y que el pulso pertenecía únicamente a las primeras. Una vez que el pulso, las palpitaciones, los espasmos y los temblores fueron analizados de acuerdo con sus estructuras subyacentes, sus similitudes hápticas ya no podían ser confundidas por más tiempo. El pulso no era ya un tipo de espasmo ni las arterias un tipo de nervios. Al distinguir los vasos sanguíneos de los nervios y, entre los propios vasos sanguíneos, las arterias, de las venas, la anatomía contribuyó a forjar el objeto del estudio esfigmológico. Pero esto no es todo. También, y de forma más sutil, enmarcó el método

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de estudio. Este punto ni mucho menos se puede exagerar. La anatomía configuró cómo y qué sentían los dedos. Cómo relacionar el corazón y las arterias conocidas por el ojo con la experiencia de los dedos? La esfigmología griega nació con la aserción de que por mucha similitud que pudieran presentar al tacto la pulsación, la palpitación, el temblor y el espasmo difieren en las estructuras que los sostienen. Herófilo descubrió que las palpitaciones, los temblores y los espasmos pertenecen todos a las partes del cuerpo asociadas a los nervios. Por otro lado, el pulso se produce sólo en las arterias y en el corazón. Es más, el pulso «nace con el ser vivo y muere con él, mientras que esos otros movimientos, no.

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Del mismo modo, el pulso... se produce tanto cuando las arterias están repletas como cuando están vacías, mientras que los otros no; y el pulso nos asiste en todo momento involuntariamente y existe naturalmente, mientras que los otros están dentro de nuestro poder para elegir... »49. Baquio define igualmente el pulso como «la diástole y la sístole que se producen simultáneamente en todas las arterias»50; para Heraclides de Eritrea era «la dilatación y la sístole de las arterias realizadas por el predominante poder natural y psíquico»51; y Aristóxeno lo caracterizará más específicamente como «una actividad del corazón y de las arterias que le es peculiar»52. Desde el comienzo, la idea del pulso era inseparable de la imagen de la arteria pulsante. Inseparable, aunque por supuesto no idéntica: la arteria era una estructura visible, el pulso, una serie de movimientos. Es más, estos movimientos eran en gran parte inaccesibles a la vista; el pulso tenía que ser sentido. De esta situación surgieron los problemas más molestos en el estudio del pulso, esto es, el modo en que las arterias vistas en la disección se hallaban vinculadas a lo que sentían ahora los dedos. ¿Qué queremos decir con el pulso? La mayoría de las definiciones antiguas, como las de Hegétor, Baquio y Heraclides, requerían imaginarse esos movimientos en el ojo de la mente: hablaban de arterias dilatándose y contrayéndose, de diástole y sístole. Esto representaba la tendencia general. A pesar de que los relatos sobre la causa y la función de la pulsación cambiaron considerablemente en los dos mil años posteriores a Herófilo, la representación de la arteria tubular permaneció durante este tiempo como la base duradera del análisis occidental del pulso. Con todo, en la antigüedad, algunos ya expresaron sus reservas. En particular, los médicos de la escuela empirista insistieron en la distancia que separaba la definición anatómica del pulso y la experiencia real de los dedos. Lo que sienten nuestros dedos, afirmaban los empiristas, es meramente la sensación de ser golpeados. No percibimos realmente la arteria expandiéndose y contrayéndose. Tan sólo inferimos la diástole y la sístole»53. Empíricamente, el pulso no es otra cosa que una serie de latidos y pausas.

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Los empiristas no estaban solos al sugerir los límites del conocimiento háptico. Por ejemplo, Alejandro, discípulo de Herófilo, pro-movía una definición en dos partes: en términos de su esencia natural, objetivamente, el pulso era «las involuntarias sístole y diástole del corazón y las arterias»; pero para la inspección real (episkpsei [έπισκέψει]),

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subjetivamente, era meramente «el golpeo contra el tacto producido por el movimiento completamente involuntario de las arterias, y el resto es el intervalo que sigue al golpeo»54. Demóstenes, discípulo de Alejandro, promovió el mismo esquema doble en sus tres tratados sobre el pulso y, según se nos cuenta, estas obras se hicieron acreedoras de respeto55. Tales debates contribuyen a explicar las circunvoluciones en la versión de Galeno: Detectamos en varias partes de la piel ciertos tipos de movimientos, y ello no sólo presionando sobre ellas, sino a veces también con nuestros ojos. Es más, este movimiento se encuentra entre todas las gentes sanas en muchas partes del cuerpo, de las cuales una es la muñeca. [En tales lugares] podemos detectar con claridad algo que procede desde abajo hacia la piel y que nos golpea; tras el latido, a veces se marcha notablemente y se detiene, y a veces inmediatamente después del comienzo [del latido] parece detenerse, y entonces vuelve de nuevo y late, y luego se marcha de nuevo y se para. Y este proceso continúa en el cuerpo entero, desde el día en que nacemos hasta que morimos. Éste es el tipo de movimiento que la gente denomina el pulso»

56. Las huellas de las presiones de la duda empirista se encuentran notoriamente expuestas en este relato. No hay mención alguna a las arterias, y mucho menos a sus diástoles y sístoles. Galeno comienza, más bien, afirmando la visibilidad ocasional de la pulsación. El pulso, insinúa, no es inferido, sino directamente percibido. Y afirma insistente en algún otro lugar que en los individuos delgados con grandes pulsos se puede observar incluso la contracción de la arteria a mera vista57. Sin embargo, la evidencia visual forma parte de la defensa de Galeno. Su principal argumento es que la diástole y la sístole son ver-

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dades táctiles. Podemos realmente sentir, declara, mucho más que el puro latido y las pausas reconocidos por los empiristas. Nuestros dedos pueden seguir directamente la arteria como si se acercara y se alejara de ellos; de hecho, pueden incluso aprehender las pausas que puntúan esos movimientos opuestos. Para afirmar el conocimiento anatómico, no necesitamos menospreciar la experiencia del tacto: en última instancia, las dos convergen. ¿Es cierto? ¿Puede la sístole de la arteria ser realmente sentida? Las opiniones difieren. Herófilo incluía la sístole como parte del pulso, y esto, combinado con su insistencia en basar el conocimiento en la experiencia, condujo a muchos a pensar que lo conoció co-mo un hecho empírico. Ciertamente la mayor parte de sus seguidores concebían la sístole en este sentido. Aunque otros no estaban tan seguros. Arquígenes afirmaba que la contracción podía sentirse, mientras que Agatino sostenía que no era posible58. La obra Definiciones médicas, inspirada pneumáticamente, oponía la experiencia directa de la diástole al carácter inferido de la sístole59. Galeno decidió que tenía que juzgar por sí mismo. Durante un largo período de tiempo, a pesar de esforzarse con vigor en refinar su tacto, consideró imposible seguir la arteria en sus contracciones. Más de una vez pensó en abandonar. Entonces, un día, de pronto, surgió un rayo de luz60. Lo entendió: después de todo, la sístole era cognoscible por el tacto. Aunque confesó: «El conocimiento final parece requerir toda una vida»61. Intente usted mismo percibir algo más que los latidos y las pausas, seguir el incremento

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y la disminución de la arteria, y apreciará las penurias de Galeno. ¿Ha sentido realmente la contracción? ¿O tan sólo la imagina? ¿Cómo puede estar usted seguro? El movimiento es muy veloz. Probablemente jamás lo sentiría si no lo anticipara. Pero ¿acaso la anticipación no corrompe entonces la experiencia? Hay algo como de sueño en la historia de generaciones y generaciones de médicos esforzándose en ese sentido, cada uno de ellos concentrándose furiosamente durante meses, años, en los diminutos movimientos de fugaces parpadeos vacilando bajo sus dedos, ca-

42 da uno de ellos tratando desesperadamente de escindir las percepciones genuinas de las inferencias y las alucinaciones. Muchos creían, sin embargo, que no había otro modo de comprender verdaderamente el pulso. De acuerdo con Herófilo, el pulso comunicaba sus mensajes por medio de estos elementos: el tamaño, la velocidad, la fuerza, el ritmo, el orden y el desorden, la regularidad y la irregularidad. Excepto para la fuerza, todos ellos exigían, en el espacio y en el tiempo, la medida exacta de la arteria en expansión y recesión. En los análisis de Galeno, el tamaño se componía de longitud, amplitud y altura. Para cada dimensión, la dilatación de la arteria podía ser excesiva (larga, amplia, alta), deficiente (corta, estrecha, o baja), o intermedia. La velocidad medía la distancia del movimiento de la pared arterial frente al tiempo consumido en ese movimiento. Ese calibrado significaba dividir los momentos fugaces en los más tenues instantes. En la enseñanza de Galeno un solo pulso comprendía cuatro partes: la diástole, la pausa que seguía a la diástole y precedía la sístole, la sístole, y la pausa que seguía a la sístole y precedía a la diástole62. Por tanto, uno debía separar las duraciones de los movimientos de las duraciones de las pausas. La frecuencia dependía de la duración de las pausas. Cuanto más breves fueran las pausas, más frecuente era el pulso. Puesto que Galeno proponía dos pausas, identificaba también dos frecuencias: una determinada por la «pausa externa» (entre el final de la diástole y el comienzo de la sístole), y la otra establecida por la «pausa interna» (entre el final de la sístole y el comienzo de la diástole). El ritmo era la proporción de las duraciones de la sístole y la diástole. La desigualdad y la irregularidad medían las duraciones relativas de la diástole, la sístole, así como las dos pausas. La medición del pulso implicaba, pues, calibrar cambios más fácilmente imaginables que aprehensibles. Podemos trazar rápidamente los muros de un tubo dilatándose y contrayéndose, y diseccionar su tamaño, velocidad, frecuencia y ritmo neta y geométricamente en el ojo de la mente63. Discernirlos mediante el tacto resulta mucho más complicado. Sin embargo, ésa era la tarea. Alguien que prestara atención únicamente a los latidos y a las

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pausas se perdería la mayor parte de las confidencias del pulso, alcanzaría a oír meramente rumores extinguidos. El lenguaje del pul-so era un idioma de diástole y sístole. Más allá de enraizar el pulso en el corazón y las arterias, la anatomía definía qué y cómo debían adiestrar los médicos sus dedos para sentir.

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En la actualidad, es prácticamente imposible negar la influencia de esta tradición. Se colocan los dedos sobre las muñecas e inmediatamente se prevé la arteria pulsante, como una cuestión evidente. Apenas es posible imaginar qué más se podría sentir. Y, sin embargo, ninguna necesidad dicta el planteamiento de quien toma el pulso. Hay otros modos de escrutar significados en la muñeca. Tal y como lo evidencia la palpación en China.

Qiemo Contra los escépticos que rechazaban las enseñanzas chinas sobre el pulso debido a sus «errores de anatomía», John Floyer argumenta en 1707 «que la carencia de anatomía hace su arte muy oscuro y concede la oportunidad de utilizar nociones fantásticas; pero sus absurdas nociones se ajustan a los fenómenos reales y su arte se fundamenta en experiencia curiosa, examinada y aprobada durante cuatro mil años»64. A comienzos del siglo XIX, sin embargo, la mayoría de los médicos europeos parecen estar de acuerdo con la postura de Johan L. Formey cuando, en su Versuch einer Würdigung des Pulses o Estudio de una crítica del pulso (1823), deshecha airadamente la teoría china del pulso como una sofistería infundada. No podía ser de otro modo ya que ninguna teoría del pulso que se planteara sin «un conocimiento anatómico fundamental del cuerpo humano» podría permanecer libre de error65. Al inicio del siglo XX, el médico chino Tang Zonghai señaló el mismo conflicto entre los principios del qiemo y los hallazgos de la disección, pero obtuvo la conclusión opuesta. La eficacia de la palpación tradicional, sostiene, ponía de manifiesto las limitaciones de la anatomía: «Los médicos occidentales no creen en el método de

44 los mo. Dicen que los mo que circulan alrededor del cuerpo proceden todos de los vasos sanguíneos del corazón, y que es por la actividad incesante del corazón por la que se mueven. Pero ¿cómo puede ser determinada la condición de las cinco vísceras tan sólo por los vasos sanguíneos? Además, hablan del mo de la mano como si se tratara de un único sendero. Mas, entonces, ¿cómo podría ser dividido en cun, guan y chi?»66. La experiencia demostraba que mediante la palpación del mo, los médicos podían diagnosticar no sólo el corazón, sino todas las vísceras; probaba, también, que la muñeca comprendía varios lugares y no sólo uno. Que la disección sugiriera lo contrario sólo de-mostraba que la disección podía engañar. En el mismo sentido, Qian Depei razonaba que, aunque la medicina occidental sobresalía en anatomía, la medicina china sobresalía en la palpación. El futuro de la medicina reside en su combinación67. En todo caso, Tang y Qian coincidían con los médicos occidentales en un punto: la palpación china no estaba basada en la imaginación de la arteria dilatándose o contrayéndose. El mo no era el pulso. Los viajeros que remitieron a Europa los primeros informes sobre la palpación china vieron en ella una técnica que parecía idéntica a la toma del pulso. Los médicos escudriñaban la muñeca en silencio durante un largo período de tiempo y entonces anunciaban lo que estaba mal. Sin embargo, si consultamos el Huangdi neijing o, simplemente, el eijing, el más antiguo y venerado de los clásicos médicos chinos, hallaremos más bien una gran variedad de técnicas68. En el Suwen y en el Lingshu, los dos textos que componen el eijing, la palpación concentrada exclusivamente en la muñeca aparece como una mera técnica entre otras muchas, y ni tan siquiera es la más

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popular en esto. Al principio, otras estrategias resultaban más convincentes69. El Lingshu promovía especialmente la comparación del mo de la muñeca con el del cuello. Este último revelaba los poderes yang del cuerpo, mientras que el primero hacía lo propio con los poderes yin. Un mo doblemente más intenso en el cuello que en la muñeca, por ejemplo, indicaba una condición «Yang Mayor», un achaque en

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la vejiga y en los intestinos delgados. A la inversa, un mo doblemente intenso en la muñeca significaba una dolencia «Yin Mayor» que afectara al bazo o a los pulmones70. El tratado número 20 del Suwen se decanta por comparar nueve lugares (dieciocho en total, sumando los lugares del lado derecho y del izquierdo): tres en la cabeza, tres en el brazo y tres en los pies. Cada uno de ellos proporciona una idea de una parte separada del cuerpo. Los movimientos en la sien, por ejemplo, anuncian la condición de los ojos y los oídos, los movimientos de la muñeca corresponden a los pulmones, y los movimientos de detrás del tobillo, a los riñones71. El tratado número 17 del Suwen perfila una tercera técnica que postula doce lugares en el cunkou o «apertura» de las muñecas72.

La disposición de los lugares reflejaba, por tanto, la organización espacial del cuerpo. La posición superior correspondía a la parte del cuerpo por encima del diafragma, la posición media, al espacio comprendido entre el diafragma y el ombligo, y la posición inferior, a la parte baja del cuerpo73. El anjing, el clásico que explora «las dificultades» (nan) surgidas del eijing, sustituye posteriormente las palabras de uso diario como «superior», «medio» e «inferior» y «exterior» e «interior», por el vocabulario técnico de cun, guan y chi, «flotante» (fu) y «hundi-

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do» (chen) . El Mojing de Wang Shuhe, la compilación canónica sobre el mo, elimina las repeticiones en el esquema del Suwen y vincula los lugares de inspección con vísceras yin y yang específicas más que con amplias áreas como el abdomen y el tórax

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(figura 4). Ni tan siquiera el Mojing representaba la última palabra. Cuando el médico japonés del siglo XVIII Kato Munehiro revisó la evolución de la palpación china, contó no menos de ocho formas distintas de sentir la muñeca, en la que cada una de ellas asociaba lugares a las vísceras en modos dispares74. El Qiemo no era un sistema único y atemporal, sino que abarcaba un conglomerado de aproximaciones que continuaban siendo revisadas. Sin embargo, una asunción unificada recorría todas ellas. Todas las aproximaciones consideraban evidente que el sentido de qué sentían los dedos dependía de dónde se sentía. Cuando aparecía bajo el dedo índice, una cualidad dada podía indicar recuperación; bajo el dedo medio, continuaba en declive. Tal y como lo resume un mé-dico: «Aunque los tres dedos están separados por meras ranuras por las que apenas pasa el aire, las enfermedades que éstos indican están separadas por miles de leguas»75. Los debates chinos en torno a la palpación giraban principalmente alrededor de las cuestiones acerca de qué lugares debía examinar el diagnosticador y qué implicaba cada uno de ellos. Si el mo era el lenguaje de la vida, su gramática era topológica. Visto comparativamente, ésta es quizá la característica más sobresaliente de la palpación en China: la creencia en la importancia del lugar. Desde Herófilo hasta Galeno, los diagnosticadores griegos mostraron poco interés, o incluso poca conciencia, en las distintas sensaciones del pulso en partes distantes. Galeno señala simplemente que uno inspecciona la muñeca porque ahí el pulso puede ser sentido claramente y sin ofender la modestia del paciente76. La idea de comparar sistemáticamente lugares alternativos no afloró nunca77. ¿Y eso por qué? Dado que las arterias brotan todas del corazón, los médicos esperaban que rasgos como la velocidad, la frecuencia y el ritmo fueran idénticos en todas partes. Pero esos rasgos no agotan lo que puede ser sentido y otras cualidades no se manifiestan siempre uniformemente en cualquier

47 parte. Una vez más, inspecciónese usted mismo. Controle los pulsos en su muñeca izquierda y derecha y podrá comprobar que cierto día el pulso izquierdo late con mayor intensidad que el pulso derecho y que, sin embargo, otro día puede ocurrir lo contrario. Los médicos chinos buscaron deliberadamente tales variaciones y alteraciones. El qiemo no era una ciencia del pulso. ¿En qué consistía, pues, la palpación de los mo? Un sabio ministro advierte al marqués de Jin en el Zuozhuan de que los caballos de raza extranjera, no habituados al clima y a la gente local, se aturullarían fácilmente; y evoca la imagen de sus frenéticos jadeos, el gol-peo de sangre en sus miembros, sus mo rebosando en tensión, saliéndose. Nos imaginamos las venas de los nervios sobresaliendo, entumecidas por el miedo, la excitación y la precipitación de la sangre. Ésta es la referencia más antigua de los mo78. Originalmente, los mo evocan los vasos sanguíneos. Hasta hace algunas décadas, los análisis históricos del mo en medicina tenían que comenzar con el eijing. Pero en 1973, algunos notables manuscritos fueron desenterrados de las tumbas de Mawangdui en Changsha. Compuestos o copiados probablemente en algún momento entre el siglo III a. C. y el año 168 a. C. (la fecha de las tumbas) –esto es, antes de la compilación del eijing- obligaron a los historiadores a

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replantearse el desarrollo de la medicina clásica china. Dos textos en particular arrojaron una nueva luz sobre la evolución del pensamiento antiguo acerca del mo. Los especialistas modernos los han apodado como Zubi shiyimo jiujing (Tratado sobre la moxibustión de los once mo de las piernas y los brazos) y como Yinyang shiyimo jiujing (Tratado sobre la moxibustión de los once mo yin y yang)79. Partes de las principales arterias y venas pueden ser reconocidas en partes de cada uno de los mo descritos en estos textos, especialmente cuando se hacen visibles cerca de las articulaciones (cuello, tobillos, rodillas, codos, muñecas). Las referencias recurrentes a los mo «emergiendo» o «penetrando» en esas coyunturas revelan que los vasos sanguíneos visibles en la superficie del cuerpo siguieron siendo, como en la anécdota del Zuozhuan sobre los

48 caballos atemorizados, parte integrante de la imaginación de los mo. Pero ninguno de los mo corresponde directamente a venas o arterias particulares. El Gran Mo Yang de la Pierna, por ejemplo, emerge del tobillo externo, se eleva por la parte posterior de la par-te inferior de la pierna y vuelve a emerger en la rodilla. En este punto se divide en dos, con una rama funcionando en el muslo y otra recorriendo la espina dorsal hasta llegar a la parte posterior de la cabeza. Allí se divide de nuevo, con una rama que finaliza en el oído y otra que pasa por el ojo hasta alcanzar la nariz80. Ninguno de los principales vasos sanguíneos concuerda con esos serpenteos que van desde el tobillo hasta el ojo. Aún más significativo es el silencio en torno al corazón. Los mo de los manuscritos de Mawangdui ni brotan ni regresan al corazón, y no parece que ninguna interconexión los una. Recorren la cabeza y el tronco y las piernas y los brazos como once extensiones independientes. Los mo no eran las arterias y las venas del anatomista. Sólo parcialmente sus explicaciones se basan en los vasos sanguíneos vistos desde el exterior. La experiencia interna del dolor era más decisiva. Uniendo los distintos lugares por los que discurrían los mo estaban el hilo de la dolencia y su alivio. Las punzadas de dolor en la .parte inferior de la pierna, los espasmos en la rodilla, las tremendas quejas de sufrimiento en la parte inferior de la espalda y las nalgas, dificultades auditivas, los espinosos tormentos alrededor de los ojos, todo ello encuentra remedio en la misma cura: quemar la moxa en el Gran Mo Yang. Y lo mismo vale para todos los conductos. El Mo de los Dientes, el Mo del Ojo y el Mo del Hombro deben sus nombres principalmente al hecho de que la cauterización de esos mo remediaba la incomodidad en los dientes, los ojos y los hombros respectivamente. Para concebir qué eran los mo y dónde se hallaban, las observaciones sobre cómo y por qué un lugar del cuerpo aliviaba el sufrimiento en otras partes distantes eran cruciales. Las conexiones trazadas por el Zubi shiyimo y el Yinyang shiyimo muestran de manera infalible que eran los antecesores más próximos de los conductos, de los jing o jingmo, de la acupuntura. La patología y la trayectoria del Gran Mo Yang de la Pierna en el Zubi shi-

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yimo se aproxima a los vasos del Gran Yang de la Vejiga que más tarde serán

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agujeteados en el eijing, e, igualmente, podemos identificar los correlatos de la acupuntura de los otros diez mo restantes. En resumen, los manuscritos de Mawangdui abren una ventana a los orígenes del cuerpo de la acupuntura retratado en la figura 1. ¿Cuál fue la genealogía de la teoría de los conductos en la China antigua? Ma Jixing y otros expertos han comparado los tratados de Mawangdui entre sí y con el tratado 10 del Lingshu y han estudiado las elaboraciones teóricas acerca del mo desde el final de los Reinos Combatientes (476-221 a. C.), pasando por la dinastía Qin (221-206 a. C.) hasta llegar a la dinastía Han Occidental (206 a. C.-8 d. C.)81. El proceso implicó múltiples líneas de desarrollo: una figurilla de laca dotada de conductos descubierta en una tumba de la dinastía Han Occidental en el año 1993 representa sólo nueve mo, si bien su datación es claramente posterior a los tratados de Mawangdui que describen los once mo. Es más, dos de los mo grabados en la figurilla no son discutidos en ninguno de esos tratados82. Pero el rasgo más sorprendente de las pruebas pre- eijing (incluida la figurilla de laca) es la ausencia de cualquier referencia a puntos de acupuntura o, de hecho, a la acupuntura en general. Tanto el Zubi shiyimo como el Yinyang shiyimo hablan sólo de tratar mo particulares, sin especificar lugares particulares; además, el tratamiento que prescriben es la moxibustión y no las agujas. Lu Shouyan especuló en la década de los cincuenta con la posibilidad de que los sanadores primitivos comenzaran descubriendo la eficacia de agujar puntos particulares y luego infirieran gradual-mente una serie de canales para relacionarlos; y durante mucho tiempo ésta fue una explicación plausible83. Sin embargo, el descubrimiento de los textos de Mawangdui ha suscitado serias dudas al respecto, y Yamada Keiji, entre otros, ha propuesto recientemente el escenario opuesto, en el que el descubrimiento de los mo precede el descubrimiento de los puntos84. Por último, ahora parece posible, incluso probable, que las teorías sobre los mo se desarrollaran independientemente de las teorías sobre los puntos. Con todo, si los mo no fueron inferidos a partir de los puntos, ¿cómo surgió originalmente la creencia en ellos? Las pruebas ac-

50 males no apoyan una visión definitiva del asunto, aunque en el capítulo 5 sugeriré que la práctica de las sangrías debió desempeñar una función en ello. Sólo podemos estar seguros de lo siguiente: las consecuencias de esta nueva creencia fueron absolutamente decisivas. La teoría de los mo no sólo justificaba y, a su vez, hallaba justificación en terapias como la moxibustión o las agujas, sino que, inesperadamente, iluminaba las conexiones entre aflicciones tan dispares dispares en apariencia como las punzadas de dolor en la espalda y los zumbidos en las orejas. Es decir, procuraba un nuevo marco para la interpretación de la enfermedad. En lo sucesivo, el problema de comprender una dolencia quedó íntimamente asociado a la tarea de determinar el mo que la gobernaba. Regresemos ahora al problema de la diagnosis. La lengua inglesa y la española no nos dejan otra opción que traducir mo de dos modos distintos. Cuando nos referimos a los objetos de las agujas o (le la moxibustión, traducimos mo por vaso sanguíneo, conducto, o similar; cuando se trata de la diagnosis, hablamos de pulso. Esto es una herencia de la esfigmología griega –la bifurcación de la arteria y el pulso, la estructura y el movimiento–. Lu Gwei-djen y Joseph Needham sostienen simplemente que el término mo poseía dos significados e incluso los representan con dos caracteres chinos sepa-rados85. Pero esto oscurece la lógica imperante en la palpación china. El qiemo comenzó y esencialmente ha perdurado exactamente como lo que su nombre indica: la palpación de los diferentes mo, es decir, como un procedimiento para rastrear los cambios en los conductos que tan poderosamente afectan a los dolores y las

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capacidades del cuerpo. El mo aprehendido en la diagnosis es el mismo mo que se quema o aguja en la terapia. El qiemo investiga no sólo la voz que los médicos griegos denominaban sphygmos, sino una multiplicidad de corrientes vitales. Ésta es la razón por la que los médicos debían inspeccionar doce lugares diferentes, porque, a partir del eijing, los distintos mo eran doce. El Lingshu, el Shanghanlun, el Jingui yaolue, y el Mojing preservan, de hecho, vestigios de una técnica de diagnóstico en la que los médicos examinaban doce lugares separados y diseminados en las extremidades, el tronco, el cuello y la cabeza86. Una cualidad

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flotante en la punta del pie sugiere un estómago hiperactivo mientras que la misma cualidad sentida en la parte externa de la muñeca señala gases indeseados. El significado de las cualidades discernidas por medio de los dedos varía con el lugar debido a que, al principio, lugares distintos pertenecen y expresan distintos mo. Sin duda alguna, en la dinastía Han posterior, los mo no formaban ya canales independientes. El anjing los asocia juntos en una gran circulación y detalla cómo el mo moviliza tres cun con cada exhalación y otros tres cun con cada aspiración –seis cun en total por cada ciclo respiratorio. Una persona realiza 13.500 respiraciones al día y eso se traduce en el mo realizando cincuenta vueltas al cuerpo. La apertura cunkou en la muñeca representa la gran confluencia (dahui) del mo, el lugar donde la circulación comienza y termina, que es la razón, concluye el tratado 1 del anjing, por la que los médicos deben inspeccionar el cunkou. El anjing fue quizá la primera obra en concentrar la palpación exclusivamente en la muñeca y, al mismo tiempo, la obra en cuya composición dicho procedimiento todavía requería una justificación. Tal y como reconocen explícitamente las líneas inaugurales del tratado, «la totalidad de los doce conductos poseen un mo que se mueve (dongmo). ¿Por qué, entonces, examinas el mo sólo en el cunkou para juzgar los cinco zang y los seis fu, la vida y la muerte, para pronosticar lo fasto y lo nefasto?». El conocimiento convencional, se deriva de la pregunta, reconocía doce mo móviles. Al final de la dinastía Han, la gente aún conocía el método más antiguo y laborioso de comprobar los distintos mo palpando cada uno directamente, en doce lugares considerable-mente separados en el cuerpo. Los tratados 2 y 3 del anjing subdividen el cunkou en cun, chi y guan, identificando respectivamente los tres como dimensiones del yang, del yin y de la división entre ambas. Aquí la interpretación se hace relativa. La zona de la cabeza es yang, la zona de los pies es yin; la zona de las puntas de los dedos es yang, la zona del tronco es yin; la superficie es yang y las profundidades internas son yin. Recordemos que el método del Suwen para interpretar la muñeca asociaba el cun con la parte superior, yang, del cuerpo, el chi, con la parte in-

52 ferior, o yin, del cuerpo, mientras que el guan quedaba asociado a las vísceras del medio. El tratado 18 del anjing irá más lejos y asociará el cun, el guan y el chi con las dimensiones celeste, humana y terrestre. Del mismo modo en que el cuerpo microcósmico reproduce las dinámicas del yin y del yang del macrocosmo, las dinámicas yin y yang del cuerpo microcósmico podrían a su vez concentrarse en la apertura de la muñeca. La analogía topológica hace innecesario realizar la comprobación de la cabeza a los pies y la captación del mo viene a parecerse a la toma del pulso.

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Sin embargo, las apariencias engañan. A diferencia de la toma del pulso, el qiemo no pretende jamás juzgar los movimientos de las arterias que enraizan en el corazón. Aunque los médicos de la dinastía Han proponían una circulación continua y exploraron cómo podían alterar un mo tratando otro distinto, esta circulación no tenía ni centro ni punto de partida. Había un mo para el corazón, pero no se le atribuía ninguna prioridad especial87. Si se observa la figura 4, se verá que el lugar para inspeccionar el corazón es uno más entre los doce. Cada mo poseía su propia dinámica distinta. Las primeras intuiciones de un cuerpo organizado en dominios separados y gobernados por mo separados no fueron arrasadas con la emergencia de la teoría de la circulación. Fue precisamente debido a que el mo no cambiaba uniformemente y al unísono cómo el qiemo pudo decir al médico cuál de ellos debía ser cauterizado o pinchado. Es más, la anotación de las disparidades entre los distintos lugares es todavía más importante para la acupuntura y la moxibustión que para la prescripción de fármacos. Las historias de casos recogen principalmente sólo las cualidades discernidas –«flotante y resbaladizo» dicen, o «hundido y débil»– sin distinguir entre lugares específicos. La comparación topológica no era siempre una prioridad. Incluso así, la creencia en la significación profunda de la diferencia local no varió nunca. Para el influyente Li Gao (1180-1255), el mo de la muñeca izquierda revelaba las aflicciones debidas al viento y al frío y otras nocivas aspiraciones que invadían desde el exterior, mientras que las deficiencias internas causadas por regímenes defectuosos aparecían en la muñeca derecha88. En la dinastía Ming,

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cuando Li Zhongzi (1588-1655) enseñaba que los riñones y el estómago gobiernan la vitalidad prenatal y postnatal respectivamente, también se dirigía la atención del diagnóstico a dos lugares del pie que, en el antiguo método de palpar separadamente cada uno de los doce mo, correspondían «al mo móvil» de esas dos vísceras89. Mientras que el pulso cuenta una sola historia enraizada en el corazón, las revelaciones narradas por el mo estaban siempre sujetas, al menos de manera latente, a múltiples versiones locales. Pero los mo no diferían respecto al pulso únicamente en su multiplicidad. La dicotomía griega entre estructura y función —la escisión entre arteria y pulso— está también ausente de la concepción del mo. El Lingshu declara: «Lo que reprime el qi nutriente y no le permite escaparse se denomina mo»90. Y el Suwen afirma: «El mo es la morada (fu) de la sangre». Leídos en sí mismos, estos pasajes nos invitan a imaginar conductos tubulares que amurallan los fluidos vi-tales. Pensamos en arterias y en venas. Pero el pasaje del Suwen no se detiene ahí: El mo es la morada de la sangre. Cuando es largo, el qi está estable. Cuando es breve, el qi está achacoso. Cuando es rápido, el corazón está agitado. Cuando es extenso, el achaque está progresando. Cuando predomina la parte superior, el qi aumenta. Cuando predomina la parte inferior, el qi se infla. Cuando es intermitente, el qi se debilita. Cuando es fino, el qi es deficiente. Cuando es áspero, duele el corazón91. Si bien es cierto que «la morada de la sangre» nos hace pensar en los vasos sanguíneos, adjetivos tales como «estable», «rápido» e «intermitente» protestan diciendo que no, que lo que realmente se está discutiendo aquí es el pulso. Por tanto, es erróneo afirmar simplemente que el término mo posee dos significados: la dualidad de las versiones en inglés o en español es el resultado de un artificio de la traducción. Los mo no son ni los vasos sanguíneos ni el pulso, al menos no tal y como nosotros los concebimos, anatómi-

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camente. 54

Basta con observar cómo son aprehendidos. En la antigüedad, en el tratado sobre el mo exhumado de las tumbas de Zhangjiashan, nos topamos con médicos que se concentran en seis cambios: si el mo estaba pleno (ying) o vacío (xu), en calma (jing) o en movimiento (dong) , resbaladizo (hua) o áspero (se)92. ¿Cómo debería traducirse aquí el término mo? «Pleno» y «vacío» bien podrían caracterizar los contenidos de la arteria, pero «en calma» y «en movimiento» parecen describir por el contrario la actividad del pulso. Y normalmente no diríamos ni de la arteria ni del pulso que son «resbaladizos» o «ásperos». No obstante, en el arte del qiemo, lo resbaladizo y lo áspero se encuentran entre los signos más privilegiados. «Al palpar el chi y el cun», observa el tratado 5 del Suwen, «uno comprueba si el mo es flotante (fu) o hundido (chen) , resbaladizo o áspero, y conoce así el origen de la enfermedad»93. Del mismo modo, el tratado 10 del Suwen señala que si los cinco colores son lo que el ojo debe diagnosticar, lo que los dedos deben distinguir en el mo son lo pequeño y lo grande, lo resbaladizo y lo áspero, lo flotante y lo hundido. El anjing sustituye «lo pequeño y lo grande» por «lo largo y lo corto», pero los otros dos contrastes permanecen idénticos: lo flotante frente a lo hundido, lo resbaladizo frente a lo áspero94. ¿Qué hace que estas distinciones sean tan decisivas? No eran des-de luego las únicas cualidades investigadas en el qiemo; las listas completas contabilizan veinticuatro o veintiocho distinciones básicas, o incluso más. Sin embargo, por alguna razón, los clásicos médicos escogieron especialmente estas cuatro como los signos que albergaban las más vitales confidencias. Al juzgar el florecimiento o el marchitamiento de la vida de una persona, uno tenía que inspeccionar el mo y preguntar: ¿es flotante o hundido, resbaladizo o áspero? Pero ¿por qué? En este punto debemos diferir la discusión de la primera pareja hasta el capítulo 4. La lógica de lo flotante y lo hundido nos conduce más allá de la imaginación del mo e implica el problema global de la organización de la vida en el cuerpo chino. Por otro lado, el interés por lo resbaladizo y lo áspero ilumina directamente el modo en que la sensación del mo difiere, tanto en concepción como en técnica, de la palpación del pulso.

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Si un mo resbaladizo señalaba aflicciones relativas al viento (feng), un mo áspero designa una parálisis (bi)95; un mo resbaladizo indica una ligera fiebre y un mo áspero, un ligero resfriado96; un mo flotante y resbaladizo era típico de las enfermedades recientes, y un mo pequeño y áspero, de los achaques crónicos97; un mo resbaladizo significaba una respiración yang sobreabundante, y un mo áspero, sangre yin en exceso98. Éstos eran algunos de los modos en que lo resbaladizo y lo áspero implicaban diagnósticos contrastados. Pero para nosotros las revelaciones más interesantes residen más bien en el contraste de sus percepciones definitorias. ¿De qué modo diferían lo resbaladizo y lo áspero? El mo resbaladizo «viene y se va en un flujo resbaladizo, rodando rápido, continuamente hacia delante» (liuli zhanzhuan titiran) , dice Wang Shuhe99. El mo áspero es justo lo contrario: es «fino y lento, su movimiento es difícil y disperso, a menudo se detiene, momentáneamente, antes de llegar»100; uno tiene la impresión de que el flujo se hace áspero cuando se resiste, cuando se mueve adelante laboriosamente, en lugar de deslizarse suave y fácilmente.

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«Como cortar el bambú», dice el Mojue101. Tales descripciones hablan de las intuiciones centrales que guían la palpación china. El carácter mo (......) combina el radical de la carne (......), que designa parte del cuerpo, y el pictograma (.......) para las bifurcaciones de los canales102 Una variante anterior estaba compuesta por el signo de la sangre en lugar del radical de la carne –una variante que el Shuowen jiezi (c. 100 d. C.), el primer diccionario etimológico en China, analiza como «el flujo de sangre que se bifurca». Nos imaginamos los fluidos vitales recorriendo el cuerpo103. Lo resbaladizo y lo áspero reflejan la fluidez excesiva o las vacilaciones fluctuantes de su curso. Las analogías entre los ríos de la tierra y las corrientes de sangre y hálito en el cuerpo se repiten a lo largo de todo el mundo en la poética del microcosmo y el macrocosmo, y las hallamos en más de una ocasión en los escritos anteriores a la dinastía Qin y en la China de la dinastía Han. Así, el Guanzi denomina al agua «la sangre y el hálito vital de la tierra»104, y el Lingshu empareja más específicamente los seis ríos principales de China con los seis mo primordiales del

56 cuerpo105. Wang Chong (27-100?) explica: «Los cien ríos de la tierra son como los arroyos de sangre (xuemo) en el hombre. Tal y como los arroyos de sangre fluyen, penetrando y propagándose, y se mueven y se detienen de acuerdo con su orden natural, lo mismo ocurre con los cien ríos. Su flujo y reflujo, desde el alba hasta el crepúsculo, son como la expiración y la inspiración del hálito vital (qi) »106. Sin embargo, debido precisamente a lo familiar del tropo, podemos pasar por alto su especial significación para la palpación. Y ésta consiste en lo siguiente: los mo son más como ríos que como conductos107. Su rasgo distintivo consiste en fluir. Cuando Alfred Forke tradujo este parágrafo, sucumbió al encanto de la anatomía y convirtió la expresión xuemo en «vasos sanguíneos». Pero de lo que aquí se trata es de algo que refluye, disemina y penetra. «Arroyos de sangre» es seguramente la traducción más natural, la más exacta. Los xuemo constituyen las corrientes vitales del cuerpo. En los textos médicos algunas veces el mo «se mueve» (dong) y rara vez «late» (bo) . La mayoría de las veces llega (lai) , sale (qu) , viaja (xing) y fluye (liu)108. Tres cun con cada inhalación; tres cun con ca-da exhalación. La gramática del término se resiste a cualquier identificación fácil del mo con los vasos sanguíneos. Pero traducir mo como «pulso» es también poco razonable. «El pulso», explica Charles Ozanam en su tratado sobre la fisiología del pulso (1884), «es el movimiento de sucesivas dilataciones y contracciones que la agitación de la sangre impulsada mediante la sístole del corazón imprime en el árbol arterial». La esencia del pulso no es, por tanto, totalmente idéntica a la de la circulación. La circulación se refiere a la progresión de la sangre, a la materia progrediens. El pulso es la forma que dicha progresión imprime en las pare-des de los vasos sanguíneos, la forma materiae progredientis109. Con sus llegadas, salidas y viajes, el mo se asemeja más a la circulación que al pulso. En lugar del crecimiento y la disminución verticales de las arterias hacia y desde la superficie corporal, los médicos chinos trataron de sentir el caudal horizontal de la sangre y el hálito paralelos a la

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piel. El Suwen glosa lo resbaladizo y lo áspero en términos de oposición entre «seguir»

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(cong) y «resistir» (ni), y el Lingshu asocia los dos pares –lo resbaladizo y lo áspero, el cong y el ni– a las lecciones de ingeniería hidráulica110. «Seguir» (cong) consistía en fluir o ir de acuerdo con el flujo; «resistir» (ni) era ir contra él. El entusiasmo por determinar lo resbaladizo y lo áspero reflejaba la creencia de que la vida fluía. Sin embargo, ¿qué implica realmente aprehender el flujo? ¿En qué modo el tacto que verifica el caudal de vitalidad difiere del que interroga el pulso arterial? Es especialmente en relación con esta cuestión del estilo háptico donde el interés de lo resbaladizo y lo áspero se muestra revelador. Pues los médicos no buscaban estas cualidades únicamente en los mo. Muy pronto en la historia del diagnóstico chino los encontraron también en el chi; es decir, en la piel del antebrazo interno, cerca del hombro. El Emperador Amarillo dijo a Bo Qi: «Deseo ser capaz de nombrar la enfermedad, de conocer qué está pasando dentro estudiando el exterior; y deseo hacerlo sin observar el color facial o sentir el mo, sino solamente a través de un examen del chi. ¿Cómo hacerlo? Qi Bo replicó: «Puede determinar la forma de la enfermedad examinando el chi para ver si está relajado o tenso, si es pequeño o grande, resbaladizo o áspero, y sintiendo si la carne es firme o fofa... Si la piel del chi es resbaladiza, lúbrica, grasienta, está tratando usted con viento. Si la piel del chi es áspera, está usted tratando con una parálisis inducida por viento111. La palpación del antebrazo fue considerada durante un tiempo como inestimable para comprender la enfermedad. Las referencias a esta técnica aparecen a lo largo del eijing e incluso encontramos un tratado (Lingshu, tratado 74) dedicado enteramente a esta forma de diagnosis. Quienes la dominaban podían, sólo en base a ese dominio, conocer «lo que estaba ocurriendo dentro». Así, en la antigüedad, existían realmente dos formas principales de diagnosticar tocando: además de la palpación del mo, existía también la palpación del chi. Ambas tenían mucho en común. «Me permito preguntar», pre-

58 gunta el Emperador Amarillo, «¿en qué modo las formas de la enfermedad están relacionadas con el hecho de que el mo esté relajado o tenso, sea pequeño o grande, resbaladizo o áspero?», esto es, nombrando exactamente las mismas seis cualidades citadas en el pasaje anterior y consideradas esenciales para diagnosticar el antebrazo. No es una coincidencia. Las cualidades del mo y las del chi eran comparables porque, de hecho, eran comparadas con regularidad. Tal como expone Qi Bo: Si el mo está tenso, la piel del chi está también tensa. Si el mo está relaja-do, la piel del chi está también relajada. Si el mo es pequeño, la piel del chi está también reducida y le falta qi. Si el mo es grande, la piel del chi está también llena, hinchada. Si el mo es resbaladizo, la piel del chi es también resbaladiza. Si el mo es áspero, la piel del chi es también áspera112. Sin embargo, no siempre ambos cambiaban al unísono. De hecho, era precisamente porque desplegaban a menudo signos completamente dispares por lo que su comparación resultaba crucial. Si los conductos estaban llenos, por ejemplo, el mo estaría tenso mientras que el chi estaría relajado113. La combinación de un chi áspero y un mo resbaladizo anuncia mucha transpiración. Si el chi no está caliente y el mo es resbaladizo, la molestia es el viento114. Si el chi se percibe frío y el mo es fino, significa diarrea115. Las últimas dos observaciones merecen un comentario. Además de las seis distinciones anteriormente mencionadas, los médicos también inspeccionaban si el chi estaba frío o caliente. El tratado 73 del Lingshu los identifica en realidad como dos de las cuatro indi-caciones elementales: al sentir si la piel está fría o caliente, si está resbaladiza o áspera,

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los médicos pueden saber dónde reside la enfermedad116. Ahora bien, observar el frío o el calor de la piel no tiene nada de extraordinario. Podemos reparar en estas cualidades incluso en el curso de nuestra vida cotidiana, al tocar el brazo de un amante, al sentir el antebrazo de un niño. Los preceptos del Suwen, por otro lado, son algo más sorprendentes: recomiendan a los médicos que comprueben el calor o el frío en el mokou (=cunkou) , la «apertura-mo» en

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la muñeca. Muy poco qi en los canales subsidiarios y un exceso de qi en los vasos principales se manifiestan en un mokou caliente y en un chi frío; si, al contrario, los vasos principales merman y los canales subsidiarios se hinchan, el chi estará caliente y el mokou, frío y áspero117. En pocas palabras, los médicos buscaban las mismas cualidades en las muñecas que en el antebrazo. El mo podía ser caliente o frío, exactamente igual que la piel del antebrazo interno. En la medicina postclásica, los médicos parecen olvidar el diagnóstico del chi. No por coincidencia, quizás, también dejan de preguntar acerca del frío o el calor en el mo. (Por supuesto, continúan infiriendo rutinariamente el resfriado y la fiebre en el cuerpo a par-tir de los cambios en el mo. Pero ésta es otra cuestión: aquí hablo de sentir esas cualidades directamente en la propia muñeca.) No obstante, el hecho de que en un momento consideraron significativo y necesario sentir el calor o el frío del mo nos recuerda la estrecha relación entre «la toma del pulso» chino y la palpación de la piel. El qiemo y la inspección del chi eran formas paralelas de tocar cuyas revelaciones estaban estrechamente entrelazadas. Juzgar lo resbaladizo o lo áspero era básico para ambas. A veces, nuestros dedos se deslizan suavemente y sin esfuerzo sobre la piel; en otras ocasiones, se enganchan y se arrastran, y uno tiene que tirar de ellos conscientemente. Las similitudes y el vínculo entre la palpación de los mo y el diagnóstico del antebrazo dan a entender que el primero pudo comenzar como palpación a lo largo de los mo, que en origen los sanadores palpaban quizás el curso entero de cada mo para comprobar, directamente, los distintos caudales de la vida de una persona. La gente puede mentir, pero los mo, no. El emperador He (89-105 d. C.), registra la Historia de la dinastía Han Posterior, quería poner a prueba las aptitudes de Gou Yu, así pues, seleccionó a un sirviente con delicadas manos y muñecas y lo situó detrás de una cortina junto a una chica, de manera que cada uno enseñaba un brazo. Entonces, solicitó a Yu que examinara el mo de ambos brazos y le pidió que identificara la molestia del «paciente». Yu dijo: «El brazo iz-

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quierdo es yang y el brazo derecho es yin. Un mo es claramente macho o hembra. Pero este caso parece ser algo diferente y este servidor suyo está desconcertado por el motivo». El emperador suspiró en señal de admiración y alabó su destreza118. El descubrimiento de que se podían escrutar secretos vitales sobre la gente tocando simplemente sus muñecas debió parecer en otro tiempo una maravilla. Incluso ahora, cuando la dilatada familiaridad ha debilitado nuestra capacidad de sorpresa y las avanzadas tecnologías de la imagen han disminuido drásticamente su uso, al menos en Occidente, incluso ahora, no tenemos más que rastrear los cambios que se producen en

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nuestras muñecas para recobrar una sensación de misterio. Las imágenes del pasado testimonian de manera elocuente el impacto de este descubrimiento. Nos recuerdan cómo el arte de la palpación vino a gobernar sobre la más profunda concentración, la más entusiasta curiosidad, y cómo el arte de curar se hizo impensable sin él (figuras 5-8). Con todo, nos dicen poco acerca del contenido interno de ese gesto, sobre cómo y qué sabían realmente los dedos. Los médicos de la China y Grecia antiguas se aferraban final-mente a la muñeca, lo cual es en sí mismo digno de mención. No hay, lo hemos visto ya, nada instintivo u obvio en ese gesto: los mundos de conocimiento que inaugura eran desconocidos incluso para Hipócrates. Su emergencia común en la medicina griega y china insinúa, por tanto, afinidades latentes en el modo en que esas dos tradiciones se desarrollaron. Nuestra presente preocupación concierne, sin embargo, a la diferencia y a la complejidad del acto de tocar. Dos personas pueden situar sus dedos en el «mismo» lugar y, no obstante, sentir cosas enteramente diferentes. Donde los médicos griegos aprehenden el mecanismo del pulso, los médicos chinos indagan el mo. La divergencia responde más a una cuestión de experiencia que de teoría. Los médicos griegos y chinos conocían el cuerpo de forma diferente porque lo sentían de manera diferente. Por supuesto, lo contrario también se sostiene. Podríamos decir

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igualmente: lo sentían de manera diferente porque lo conocían de forma diferente. Mi argumento no trata sobre la precedencia, sino sobre la interdependencia. Las preconcepciones teóricas moldea-ron y fueron moldeadas inmediatamente por los contornos de la sensación háptica. Ésta es la lección primordial que pretendo des-tacar: cuando estudiamos las concepciones del cuerpo, no sólo examinamos construcciones en la mente, sino también en los sentidos. Los médicos griegos y chinos aprehendieron el cuerpo de manera distinta, tanto en sentido literal como figurado. La asombrosa alte-ridad de las tradiciones médicas implica desde luego estilos alternativos de percibir. ¿Qué entraña un estilo perceptivo? Este capítulo ha destacado la influencia del supuesto objeto de percepción. Hemos aprendido que las interpretaciones del pulso y del mo suponen expectativas radicalmente divergentes sobre qué puede y debe ser sentido. Pero aún tenemos que considerar otro factor esencial, un elemento absolutamente fundamental tanto para el pensamiento como para la sensación. Me refiero al lenguaje. Debemos dirigirnos ahora hacia la función y el uso de las palabras.

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Capítulo 2

La expresividad de las palabras

Las ideas chinas acerca del pulso, opina J. J. Menuret de Chambaud (1733-1815), «son o parecen ser muy diferentes a las del resto de los pueblos»119. Mientras que algunos pulsos chinos «se ajustan bastante a los que Galeno estableció, y que todos los médicos reconocen..., la mayoría son nuevos para nosotros, y parecen muy sutiles y difíciles de aprehender». ¿Qué relación puede haber, después de todo, entre el latido de una arteria y el movimiento del agua descendiendo por una grieta, un hombre desatando su cinturón, o alguien queriendo enrollar algo pero a quien le falta tela para completar la vuelta?120 Los escritos chinos estaban repletos de percepciones misteriosas. Sin embargo, al componer su artículo sobre el pulso («Pouls») para la Encyclopédie de Diderot, Menuret de Chambaud se sentía in-seguro sobre hasta qué punto esas percepciones eran realmente ajenas. Sabía que a menudo las traducciones empañaban, incluso distorsionaban, los contornos de las sensaciones. Así que vacilaba. Tras aventurar inicialmente que las doctrinas chinas «son o parecen ser muy diferentes», más adelante en el artículo cambió claramente de opinión. «La teoría china sobre el pulso», concluye, «no parece divergir demasiado de nuestras ideas... Si algunos lugares convulsionan nuestra forma de pensar, quizás el error no reside únicamente en la terminología y en los giros de expresión, y debiera atribuirse Incluso con mayor probabilidad a la torpeza de quienes nos transmitieron las sensaciones de los chinos»121 Esto es lo más probable: que la oscuridad de lo que los médicos chinos escribieron se debiera «principalmente al modo en que se expresaron, a su apenas comprendido estilo alegórico»122. Existía la

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posibilidad de que en los textos chinos resonaran verdades familiares, pero con una voz desconocida. Antes, en ese mismo siglo, John Floyer ofreció una visión más fresca. Distinguió en los textos sobre el pulso chino la voz de una predisposición alternativa. «Los europeos destacan en el razona-miento y en el juicio, y en la claridad de la expresión», sugirió, mientras que «los asiáticos poseen una alegre y voluptuosa imaginación»123. Los estilos de escritura reflejaban estilos de pensamiento. Los europeos apreciaban la sobria precisión racional; los chinos eran extravagantes y poéticos. Floyer daba por sentado que la sobria razón era preferible, pero, con todo, no despreciaba las enseñanzas chinas como delirios. Los testigos presentes en China lo habían convencido acerca de la maravillosa «destreza local sobre los pulsos». Al leer sobre las doctrinas chinas, Floyer encontró «buen sentido, aunque expresado al modo asiático, cuyas palabras son como una suerte de jeroglíficos, así como sus caracteres; y sus expresiones se ajustan mejor a la poesía y la oratoria que a la filosofía»124. Al acusarlos de exceso de imaginación, no se estaba mofando superficialmente como haciendo en realidad un esfuerzo para suponer, al igual que Menuret de Chambaud, por qué los escritos que debieran haber iluminado los secretos generaban al contrario rompecabezas. Floyer razonaba: los médicos chinos gozaron del conocimiento de «experiencias curiosas, examinadas y aprobadas durante cuatro mil años»125. Durante milenios de atenta observación habían acumulado un conocimiento real sobre el cuerpo; su éxito práctico para diagnosticar y curar estaba probado. Por tanto, si sus textos parecían inescrutables y extraños, el problema no consistía en el conocimiento en sí, sino en su formulación, en su refracción por medio de la «voluptuosa imaginación». Los médicos chinos sabían auténticas verdades, pero de un modo desconocido, exótico. ¿Su análisis estaba en lo cierto? ¿Qué significa en última instancia el estilo? ¿Qué nos dice el modo en que la gente habla sobre cómo y qué saben? La rareza de las descripciones chinas parecía revelar la rareza de las percepciones chinas, pero era posible que fueran

68 sólo las palabras las que despistaban. Para Menuret de Chambaud, para John Floyer, la única certeza era la alteridad insólita, desconcertante, del discurso «alegórico» chino. La voz extraña. Hay un desfase entre tocar y sentir. Las percepciones no son experiencias crudas. Lo que percibimos cuando tocamos algo depende en gran medida de cómo lo tocamos, de si colocamos nuestras manos con tiento o lo asimos con fuerza, de si nuestros dedos lo ex-ploran con delicadeza o lo golpean impacientemente. Pero el modo en que manipulamos un objeto depende, a su vez, de cómo lo concebimos. La delicadeza con la que sostenemos una antigüedad china se desvanece cuando asimos las modernas imitaciones de plástico. La manera en que acariciamos el rostro de una persona ama-da no tiene nada que ver con el modo en que apartamos, involuntariamente, a alguien que despreciamos o tememos. Parte de la extrañeza de los escritos chinos puede explicarse en ese sentido. Tal y como ha revelado el capítulo 1, el mo y el pulso eran aprehendidos de manera diferente, bajo los dedos y en la mente. La primera impresión de Menuret de Chambaud era cierta: muchas distinciones chinas eran nuevas. Los médicos en China detectaban lo resbaladizo y lo áspero donde los tomadores de pulso griegos no lo hacían, pues sentir el mo no significaba sentir algo que fluía. A la inversa, los rasgos que Herófilo y Galeno consideraban muy reveladores en el mensaje del pulso —el ritmo, por ejemplo—quedaban regularmente sin nombrar o sin ser reconocidos (y apenas habrían tenido

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sentido) en el qiemo, ya que presuponían una representación de las arterias pulsantes. Palabras mutuamente desconocidas nombraban percepciones mutuamente ajenas. Pero esta explicación es, en sí misma, demasiado simple. Ignora, para empezar, el modo en que el lenguaje esculpe las percepciones, el modo en que las palabras dan forma, al tiempo que etiquetan, lo que sienten los dedos. Un sistema de diagnóstico que sólo habla de «duro» y de «blando» adiestra la mano sólo para se-parar lo duro de lo blando. Un discurso que empalma lo «tenso» con lo «duro», lo «flojo» con lo «frágil», promueve un tacto más fino. Y, en cualquier caso, el problema del lenguaje y la percepción va

69 más allá de la idiosincrasia del vocabulario local, de la sensibilidad insensibilidad china o europea respecto a cualidades particulares. Además de utilizar palabras diferentes, también, y más fundamentalmente, los diagnosticadores en China y en Europa usaban las palabras de manera diferente. Es precisamente este contraste en el uso lo que quisiera explorar, el modo en que las formas de hablar se relacionan con las formas de conocer. John Floyer consideraba que la razón y el juicio se reflejaban en la claridad europea, y la contrastaba con el juego, en China, de la alegre y voluptuosa imaginación. Pero la claridad, en Europa, era no tanto un rasgo característico, como una característica ideal, no tanto un hecho, como un deseo. Históricamente, lo que marcó el discurso occidental sobre el pulso fue sobre todo la feroz ansia de claridad. Cuando Floyer y Menuret de Chambaud denominan al estilo chino imaginativo y alegórico, delatan en parte su admiración por un pueblo aparentemente libre de ese anhelo, una cultura curiosamente indiferente también, incluso ignorante, respecto al afán de transparencia. Nada nos obliga ahora, sin embargo, a considerar ese afán como algo menos extraño que su falta. La cuestión de los estilos divergentes no es un problema de una sola cara (por ejemplo, la china); la compulsión por aclarar es en sí un enigma. Es más, este enigma reside en el núcleo de uno de los rasgos más notables del conocimiento del pulso. Me refiero a su ligera fragilidad.

La fragilidad del conocimiento háptico

Considérese hasta qué punto el conocimiento del mo sigue siendo crucial, incluso hoy, para conocer el cuerpo. Considérese el hecho de que los practicantes de la medicina tradicional china consultan aún clásicos como el Mojing, en sus versiones originales y modernas, para la orientación clínica. Considérese que el qiemo permanece todavía muy vivo. Y, entonces, considérese el hecho de que la toma del pulso apenas sobrevive en la medicina occidental, que se ha convertido en

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una ciencia marchita, miserable, que se limita principalmente al mero recuento de los latidos. Los médicos investigan ahora la esencia de la lengua del corazón en máquinas, que la traducen a gráficos y números, antes que bajo los dedos, que en el conocimiento háptico. Los tomos clásicos sobre el adiestramiento del tacto acumulan polvo, como una tradición anticuada. ¿Qué hacer con este contraste? Superficialmente, la cuestión puede parecer trivial. Después de todo, la medicina tradicional china es tradicional —esto es,

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pretecnológica— mientras que la medicina occidental contemporánea, decididamente no. El declive del diagnóstico por medio del tacto en Occidente parece casi inevitable, una consecuencia natural de la emergencia de la tecnología moderna. Concedemos de inmediato que la precisión y la objetividad de las máquinas hacen que el tacto humano parezca irremediablemente obtuso e inseguro126. Pero esta interpretación invierte el orden histórico de las cosas. De hecho, las dudas respecto al diagnóstico mediante el pulso preceden a —e incluso sirvieron de estímulo a la invención de— las máquinas tales como el esfigmógrafo y el electrocardiógrafo. Los destinos separados del qiemo y de la toma de pulso tienen raíces más profundas que la división entre la aproximación tradicional y tecnológica de la medicina. El capítulo 1 mencionaba a médicos europeos y americanos proclamando la indispensabilidad del estudio del pulso; resultaría sencillo citar a muchos otros. No obstante, leídos en su contexto, tales pronunciamientos parecen a menudo más defensivos que laudatorios, al anticipar intentos por revitalizar un arte en declive y reclamar una sabiduría perdida. Así, el tratado sobre el pulso de Henri Fouquet de 1767 comienza por declarar confidencialmente: «Los médicos se muestran de acuerdo en que la forma más útil de conocimiento que gobierna la medicina es el conocimiento del pulso». Pero, entonces, Fouquet agrega inmediatamente, «sin embargo, parece», y uno no puede sino señalar esto con sorpresa, «que esta rama del arte ha avanzado muy poco durante varios siglos. Es más, el estudio del pulso ha sido desdeñado durante mucho tiempo...»127. Théophile de Bordeu, coetáneo de Fouquet, habla incluso de

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que las doctrinas clásicas sobre el pulso habían «caído en el olvido»128; y James Nihell comienza su estudio del pulso concediendo que el arte sobre el que se propone escribir estaba «tan poco considerado» que «hacía tiempo que había caído en descrédito»129. Siglos antes de que llegara su hora, la fe en el pulso ya titubeaba. ¿Por qué? Una preocupación crónica era la idiosincrasia de las percepciones: no toda la gente siente las cosas del mismo modo. Un experto detecta un pulso «reptante» donde un principiante no halla nada inusual. ¿Quién está en lo cierto? Puede que la discrepan-cia resida en el tacto flojo del principiante. Pero, de nuevo, el presunto experto puede estar mintiendo. O alucinando. A pesar de haberlo intentado durante meses, el médico del siglo XVIII Duchemin de l'Étang aún era incapaz de distinguir los pulsos nombrados por los autoproclamados expertos de su tiempo. «Fue a partir de ese momento», relata, «cuando empecé a sospechar que debía de haber algo de entusiasmo e imaginación detrás de todo ese asunto»130. Si otros afirmaban percibir lo que él no podía, quizás era que realmente se estaban engañando a sí mismos. Quizás la deslumbrante fábrica de la revelación esfigmológica era una nueva vuelta de tuerca del autoengaño, como el traje nuevo del emperador. Las ideas específicas, como la imagen de la arteria pulsante, pueden dar forma a lo que sienten los dedos. Pero no menos influyentes son las actitudes generales, tales como la confianza o la sospecha. «Cuanta más información espera obtener un médico del pulso», señala Milo North en 1826, «tanta menos recibirá». Y me parece igualmente evidente que cuando un hombre siente incertidumbre, por mucha dependencia que se pueda colocar sobre ello, permanecerá totalmente ignorante sobre la naturaleza de sus comunicaciones. No puedo sino pensar que es este escepticismo, más que cualquier defecto orgánico del

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pulso o deseo de términos definidos, lo que ha puesto de moda hablar con ligereza sobre las indicaciones del pulso

131. La mayoría de los pulsos no son sencillos e inconfundibles, y uno debe aprender a percibirlos. Sin embargo, si uno sospecha desde el

72 comienzo que no hay nada que aprender, entonces, de hecho, no aprenderá nada. Cuando el médico inglés Richard Burke no podía discernir lo que otros describían, pronto dejó de intentarlo convencido de que «esos escritores [sobre el pulso]... han refinado demasiado, y después de todo el pulso no es tan importante como algunos han querido hacernos creer»132. El conocimiento del pulso era exquisitamente vulnerable a la duda. ¿Puede esta duda resolverse? Todos los esfigmólogos conceden que algunas personas pueden ser más sensibles que otras y que la formación es en todo caso esencial. Pero incluso para que esta formación sea posible, uno debe ser capaz de decir, con precisión y sin ambigüedad, qué pueden sentir los dedos. Una y otra vez, los críticos y los defensores del diagnóstico mediante el pulso regresan por igual a este punto como si fuera el verdadero quid de la cuestión: para enseñar o aprender las variedades del pulso, uno necesita palabras claras. Sin embargo, la claridad se mostraba siempre esquiva. Se abren los tratados de Galeno sobre el pulso esperando aprender el modo en que los médicos griegos interpretaron el pulso, pero pronto se encuentra uno totalmente perdido. Pues uno mismo se descubre leyendo más sobre semántica que sobre semiología, más sobre la definición de las palabras que sobre el reconocimiento de las enfermedades. Cientos y cientos de páginas consagrados a fijar, precisar, explicar el sentido de los términos. ¿Qué quiere decir, se pregunta Galeno, un «pulso fuerte» o un «pulso grande»? ¿Cómo logra uno separar lo «rápido» de lo «frecuente»? Los estudiosos modernos han juzgado estas páginas como insoportablemente tediosas. «Las más desagradables de todas para leer», afirma Vivian Nutton; «Galeno en su peor vertiente», se queja C. R. S. Harris133. Con todo, no hay duda sobre la sinceridad de Ga-leno; para él, una verdadera ciencia del pulso se erige o decae con el uso exacto de las palabras. El anhelo de lucidez es muy antiguo. Podemos imaginar numerosos factores que contribuyeron a este anhelo. La multiplicidad de las lenguas mediterráneas, por ejem-

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plo. Galeno se lamenta: los médicos que viven en lugares dispares y hablan dialectos diferentes no sólo nombran los pulsos de manera distinta, sino que agravan la confusión con su orgullo de estrechas miras, su insistencia en los usos locales y su burla de los términos foráneos134. Otra influencia, todavía más poderosa, la constituye la tradición filosófica que desciende de Sócrates hasta Platón, que puso un encendido énfasis en la definición; una tradición asociada de por sí con la popularidad de los debates y las disputas públicas en la sociedad griega. La época de Galeno vivía una ola de renovación de sofistas y oradores, la emergencia de la Segunda Sofística, cuando los vínculos entre

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medicina, filosofía y retórica se hicieron más fuertes que nunca. Así, Elio Arístides caracteriza al profesor de Galeno, Sátiro, como médico y sofista al mismo tiempo. «Médico-sofista» (iatrosophistes [ιατροσοφιστης) y «médico-filósofo» (iatrophilosophos [ιατροφιλόσοφος]) eran títulos profesionales comunes135. Con todo, las explicaciones del contexto de Galeno no son suficientes por sí mismas. El anhelo de claridad se adueñó de los expertos en pulso occidentales más allá de la poliglosia mediterránea y mucho después de la Segunda Sofística. Si Galeno ataca el descuidado lenguaje de sus predecesores, en el siglo XVI, Josephus Struthius denunciaba los propios tratados de Galeno por ser tan retorcidos que «apenas uno entre mil podría entenderlos»136. También los médicos del siglo XVIII condenaron el lenguaje de Galeno. Fue principalmente contra su vocabulario, relata Théophile de Bordeu (1722-1776), y en especial contra su uso de metáforas extravagantes –al etiquetar el pulso con apelativos tales como «reptante», «arratonado» y «gacelante»– frente al que se rebelaron los estudiantes modernos del pulso137. El empuje final para purgar la toma del pulso hasta convertirla en recuento de latidos representó la culminación de esta antigua búsqueda de transparencia. Los obstáculos que impedían una ciencia del pulso fiable, sostiene William Heberden, se hallaban más allá de las extravagantes metáforas. Al dirigirse al Colegio Real de Médicos en 1772, Heberden declaró «altamente improbable» que cualquiera de los términos utilizados para calificar el pulso «fueran en-tendidos perfectamente o aplicados por todos a las mismas

74 sensaciones y que tuvieran el mismo significado en la mente de to-dos». Por lo tanto, recomendaba a los médicos que atendieran más a las circunstancias del pulso sobre las que no podían errar o ser malinterpretados. Afortunadamente, hay una de esta clase que por su importancia merece toda nuestra atención, y no sólo en esta cuestión. Me refiero a la frecuencia o rapidez del pulso... Ésta es la misma en todas las partes del cuerpo, y no puede ser afectada por la firmeza o flacidez de nuestra constitución, o por la grandeza o pequeñez de la arteria, o porque resida más en el fondo o en la superficie; y es susceptible de ser numerada y, en con-secuencia, de ser perfectamente descrita y comunicada a otros

138.

¿Debieran los médicos estar persuadidos en lo que diagnostican por lo que pueden o no pueden comunicar? El razonamiento de Heberden recuerda la historia del hombre que habiendo perdido su cartera en una callejuela oscura, la busca en una avenida adyacente porque está mejor iluminada. Con todo, su aproximación resultaba seductora. La velocidad del pulso permanece idéntica independientemente de quién la comprueba, qué arteria pulsa, o cómo la aprehende. Y, tan importante como esto, los malentendidos no pueden producirse. Ochenta y dos. Noventa y cinco. Ciento siete. Al contrario de lo que ocurre con metáforas tales como «hormiguean- te» o «gusaneante», al contrario incluso de adjetivos claros como «duro» o «blando», los números no sufren de descuidos semánticos. La propuesta era radical no sólo en su solución, en el modo en que repentinamente reducía el mensaje del pulso a una mera serie numérica; era eminentemente tradicional en su concepción del problema, en sus intuiciones motivadoras. De hecho, representaba una conclusión lógica –el esfigmógrafo mecánico será otra– a la tradición que durante mucho tiempo identificó la búsqueda de una ciencia segura del pulso con el reto de erradicar las traiciones del lenguaje. Como muchos otros antes que él, Heberden estaba con-vencido de que «la fuente principal de la confusión reside en el empleo de términos

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que son susceptibles de más de una interpretación»139. Los números prometían una claridad absoluta. ¿Por qué los tomadores de pulso persistieron en culpar al len-

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guaje de las incertidumbres de los dedos y la mente? La cuestión resulta crítica a fin de contemplar de nuevo y comparativamente la empresa del diagnóstico mediante el pulso. Pues nada caracterizó más nítidamente la historia del discurso sobre el pulso como este nerviosismo en torno a las palabras. Lo encontramos una y otra vez: la sensación obsesionante de que los términos vagos embotan, de-forman y tergiversan lo que los dedos perciben, la urgencia infatigable por poner un nombre nuevo y redefinir, la siempre renovada esperanza de que esta vez uno acertará. Como si los fracasos por aprehender el pulso con firmeza fueran en realidad errores a la hora de nombrarlo o describirlo. Como si el problema del conocimiento fuera, en su esencia, una cuestión de palabras. El vocabulario del qiemo no inspiró semejantes ansiedades y su terminología permaneció más estable. De los veinticuatro mo identificados por el Mojing —el vocabulario básico del lenguaje de la vida—, al menos catorce eran ya conocidos para Chunyu Yi al comienzo del siglo II a. C., y todos ellos eran corrientes en el tiempo del eijing. En el curso de dos milenios, los médicos aventuraron unas pocas añadiduras, expandiendo el léxico hasta veintiocho, incluso treinta y dos términos140; pero se trataron de aumentos en el interior de un núcleo canónico. Al contrario de lo que sucedió en Europa, la historia de la palpación en China no recoge ninguna petición de un lenguaje más claro, ninguna disputa en torno a las definiciones, ninguna duda corrosiva sobre si las gentes se referían a las mismas percepciones cuando pronunciaban las mismas palabras. Los médicos apresaban el mo con una confianza asombrosa, con exceso de confianza incluso. Si los expertos en pulso europeos lamentaban periódicamente que la palpación no era tenida en cuenta suficientemente, sus homólogos chinos deploraban más bien el hábito de basarse demasiado en el tacto y desdeñar los otros sentidos. El escrito Chabing zhinan (1241) de Shi Fa recoge una acusación común: «El estudio de la medicina está todo contenido en lo divino, lo sabio, lo astuto y lo hábil. Pero, en la actualidad, los médicos abandonan generalmente tres de ellos para concentrarse en

76 uno solo. ¿En cuál? "Tocar y conocer es denominado hábil". Sin embargo, antes que desarrollar esta expresión en su verdadero sentido, se sirven de ella en sí misma, fuera de contexto, y así engañan al mundo»141. La palpación era sólo uno, y el inferior, de los cuatro modos de conocer el cuerpo, teóricamente. El diagnóstico comprendía el «divino» arte de mirar, el «sabio» arte de escuchar y oler, el «astuto» arte de preguntar, y el «hábil» arte de tocar. Por tanto, quien hubiera aprendido el último sería calificado tan sólo como hábil, mientras que los que dominaban la escucha y la vista alcanzaban la sabiduría y la divinidad. Sin embargo, en la práctica, los médicos hicieron de la palpación una manía regular y, peor aún, exhibían

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descaradamente su inclinación como si fuera una virtud especial. Aquí radica la paradoja del qiemo. A diferencia de la toma del pulso en Occidente, la palpación en China era practicada con confianza y floreció de manera estable durante dos mil años, e incluso aún sigue floreciendo en la actualidad. Con todo, su lenguaje era precisamente de la clase que los expertos en pulso occidentales se esforzaban por eliminar con tanto vigor, abundando en esos discursos poéticos, «imaginativos», que consideraban fatales para una ciencia segura. Y, aún más extraño, los médicos chinos reconocían libremente la sutileza fluctuante de los mo, la brusquedad del tacto y la insuficiencia de las palabras. Cualidades tales como «lo encordado y lo tenso, lo flotante y lo hundido», declara el prefacio del Mojing, «se confunden las unas con las otras y están estrechamente vinculadas»142. Al diferir meramente por ligeros matices de percep-ción, los múltiples mo resultan difíciles de separar, son fácilmente confundibles. Para los diagnosticadores de épocas más tardías, esto será un lugar común. Al resumir el conocimiento aceptado, Li Zhongzi medita en el siglo XVII: La sutileza de los principios de los mo ha sido señalada desde la antigüedad. En el pasado existió el Emperador Amarillo, que desarrolló una inteligencia divina desde el momento en que nació. Sin embargo, incluso él comparó [la aprehensión de esos principios] con sondear un profundo abismo y con toparse con un mar de nubes flotantes. Xu Shuwei dijo: «Los

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principios de los mo son misteriosos y difíciles de aclarar. Lo que mi mente comprende, mi boca no puede transmitirlo». Todo lo que puede anotarse con pincel y tinta y todo lo que puede expresarse con la boca y la lengua no son más que huellas y parecidos143. Allí donde los esfigmólogos europeos se preocupaban principal-mente por términos e interpretaciones equivocadas —por los usos in-debidos del lenguaje que, en la medida en que era mal utilizado, podía ser rectificado teóricamente—, Li Zhongzi afirma límites más inamovibles. La razón de que las palabras se quedaran cortas residía en la propia naturaleza del lenguaje y del mo. El mo era inevitable-mente misterioso, inefable. Li Zhongzi creía que éste era el motivo por el que las descripciones clásicas de los mo fueran tan indirectas y alusivas, la razón por la que el mo resbaladizo tenía que ser asociado a «una suave sucesión de perlas rodantes», y el mo áspero, a «la arena mojada». La realidad siempre se encuentra más allá de «las huellas y los parecidos». Los autores antiguos no trataban de ser crípticos deliberadamente, intentaban comunicar sus ideas. Sencillamente, las palabras nunca eran suficientes144. ¿Cómo podemos reconciliar esta visión de las palabras como me-ras «huellas y parecidos» con su uso estable y seguro durante milenios? ¿Por qué no estaba el lenguaje del qiemo sujeto, como la diagnosis mediante el pulso, a una crítica y revisión constantes? Las alusiones taoístas de las referencias de Li Zhongzi a las nu-bes flotantes y a los. barrancos oscuros insinúan la posibilidad de que esa estabilidad reflejara más resignación que confianza: quizá los médicos en China no buscaban términos más claros porque creían que el simulacro, el parecido vago, era todo a lo que uno podía aspirar. Quizás asumieron desde el comienzo que la claridad total estaba fuera de nuestro alcance. La rapsodia inaugural del Daodejing de Laozi —«El Camino que puede ser nombrado no es el Camino eterno; el Nombre que puede ser nombrado no es el Nombre eterno»— no sería sino la más célebre expresión de la creencia, a menu-do repetida en escritos posteriores, de que las verdades sublimes desafían la expresión. Nombrar, nos enseña igualmente Zhuangzi,

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78 es imponer distinciones sobre lo que naturalmente carece de vetas, repartir y arruinar la inefable integridad del mundo145. Sin embargo, ésta no era de ningún modo la única visión, ni tan siquiera la visión dominante del lenguaje. La ortodoxia oficial del estado, por su parte, defendió con vigor la precisión lingüística como piedra angular del orden social. Cuando las palabras pierden su sentido habitual, sostienen los pensadores confucianos, cuando son aplicadas imprudentemente sobre realidades a las que no debieran aplicarse, los juicios morales se desvanecen. Los oportunistas etiquetan a los bandidos como reyes y el altruismo como estupidez; los sofistas retuercen los significados malévolamente para lograr que la traición parezca encomiable y reestructuran la honradez como traición. Es así como la gente pierde el sentido de lo superior y lo inferior, de lo bueno y lo malo, y el caos prevalece146. El lenguaje indiscriminado engendra la indiscriminación gratuita. Así, el Libro de los Ritos impone la muerte para quienes subvierten el orden legal mediante sutilezas sofísticas y modifican los nombres de las cosas147. Las actitudes de los médicos estaban casi con toda seguridad más próximas a la perspectiva confuciana que a la taoísta, y ello no por-que la primera ejerciera una mayor influencia en la medicina —en general, a mi juicio, era cierto lo contrario—, sino debido a las exigencias de la acción práctica. La gestión del cuerpo, al igual que el ordenamiento del Estado, requería distinciones firmes. En especial para el qiemo. Semántica y perceptualmente, el mo flojo y el mo tenso pueden diferenciarse meramente por los más finos matices, pero las consecuencias prácticas de ambos, los diagnósticos y las curas en ellas implicadas, eran completamente distintas. La resignación respecto a la ambigüedad era un lujo que la medicina no podía permitirse. El que un paciente hallara alivio y se curase, o sufriera mayores agonías, o muriera, todo ello dependía de que los médicos realizaran las discriminaciones adecuadas, de que captaran el matiz exacto. Tanto en China como en Europa, era indispensable poseer nombres precisos para el arte de curar. Si el vocabulario del qiemo escapaba a la duda intermitente que se mostraba tan corrosiva en el diagnóstico mediante el pulso, no era porque los médicos chinos no

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sintieran la necesidad de ser exactos o se hubieran resignado a una comunicación raquítica. Su confianza en las palabras requiere otras explicaciones. Relevantes especialistas han señalado que la vida intelectual occidental estuvo marcada por un debate más vigoroso y radical que el que podemos hallar en China, mientras que los pensadores chinos tendían a conferir más peso a los textos canónicos y a las auto-ridades148. Comparada con este telón de fondo, la estable transmisión del lenguaje clásico de la palpación parece casi predecible, otro ejemplo de patrón familiar, una prueba más del pacífico tradicionalismo que recorre toda la medicina china. Sin embargo, a la postre, tales generalidades nos enseñan poco sobre el problema que aquí manejamos. Después de todo, un vocabulario sobre el diagnóstico no puede ser sostenido sólo por la fe, ni esa fe puede acomodarse por decreto. Los términos persisten y prosperan sólo en la medida en que la gente puede utilizarlos. Incluso si los médicos confían la autoridad de los términos canónicos mil años después del Mojing, éstos tienen que serles útiles todavía desde un punto de vista práctico en el tratamiento de la

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enfermedad; deben sentir que la terminología que fue forjada por otros en una antigüedad remota captura y comunica efectivamente lo que ellos experimentan bajo sus dedos, aquí y ahora. Y por alguna razón lo era, pues se apropiaron antiguos términos confidencial y consistentemente durante dos milenios, sin verse afectados por los demo-nios que obsesionaban a los tomadores de pulso europeos, inocentes de sospechas sobre la posibilidad de que el conocimiento fuera traicionado por las palabras. Éste es el enigma. Por un lado, los escritos sobre el qiemo insisten en que las finas distinciones eran indispensables para precisar el diagnóstico y, por otro lado, admiten que el lenguaje ofrece nada más que vagas «huellas y parecidos». Cabría esperar que esta combinación condenara la palpación al fracaso o, al menos, a la inestabilidad perpetua; pero no lo hizo. Los médicos siguieron impasibles. ¿Cómo lo lograron? ¿Por qué la conciencia de las huellas y las si-

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rnilitudes no engendra en el qiemo una insaciable sed de claridad como la que determinará decisivamente la toma del pulso europea? Para responder a esta pregunta necesitamos primero analizar con mayor detenimiento la naturaleza de esa sed en Europa. Debemos comenzar ponderando en qué sentido difiere la descripción lúcida de la oscura.

La búsqueda de claridad ¿Qué es lo que separa el lenguaje del juicio exacto del de la imaginación extravagante? Los expertos en pulso del siglo XVIII lo explicaron: se trata principalmente de una cuestión acerca del discurso literal frente al lenguaje figurado. Sólo el primero puede garantizar una límpida comprensión; el segundo es profundamente sospechoso. Las figuras extravagantes eran la ruina de la esfigmología de Galeno, la razón principal de que los modernos la hayan abandonado. Términos tales como «gacelante», «hormigueante», «agusanado», que asociaban los movimientos del pulso con los de los animales, eran sencillamente demasiado fantasiosos, demasiado inexactos. Eso decían. Quizás el criticismo era injusto; tal nomenclatura poética representa de hecho una parte menor, excepcional, de los escritos galénicos sobre el pulso. Resulta ciertamente irónico. El propio Galeno había denunciado ya el figuralismo con el mismo vigor que sus críticos posteriores. También él buscaba claramente a través de la literalidad. .Si alguna vez disponemos de nombres literales», sostiene Galeno (y, en otro lugar, afirma «en el caso del tacto, todas [las cualidades] han sido nombradas»), «resulta siempre adecuado utilizarlos». Pero en el caso de que no, resulta siempre más adecuado explicar cada cosa [sin nombre] mediante un logos [un relato razonado] y no nombrarlas en base a metáforas... La instrucción inicial de toda cuestión científica requiere, sin embargo, palabras literales, y por su bien [la instrucción cientílica] debe ser articulada clara y distintamente149.

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La articulación clara y distinta es el fin, y la literalidad, el medio necesario. Habitualmente, los nombres eran aplicados con demasiada vaguedad. La inexactitud se deslizaba a través de la metáfora: las palabras eran desplazadas de su propio sentido y transferidas a cuestiones remotas. Si, el lenguaje figurado tiene sus usos. Puede ayudar ocasionalmente a evocar, por ejemplo, cosas que no tienen nombres, tales como ciertos olores150 Pero, para la ciencia, esta regla era básica: primero y ante todo, la literalidad. ¿Cómo separamos, sin embargo, el despliegue literal de una palabra de sus usos figurados? Normalmente, los manuales hacen que la tarea parezca sencilla. Señalamos un grupo de escolares y decimos: «Las niñas juegan a la comba»; éste es el uso literal de la palabra «niñas». Cuando decimos «esa hija es la niña de sus ojos», hablamos metafóricamente. Supongamos, no obstante, que un médico toma la muñeca de un paciente y afirma: «Éste es un pulso áspero». ¿La palabra «áspero» es aquí literal o figurada? Consideremos otros dos usos. Deslizamos nuestros dedos sobre papel de lija y confirmamos: «Sí, esta superficie es áspera». En otra ocasión, nos arrastramos fatigosamente hasta casa, dejamos caer nuestro maletín, y suspiramos: «¡He tenido un día duro!»151 La mayoría de nosotros dirá probablemente: el primer «áspero» es literal, y el segundo, figurado. La diferencia consiste presumiblemente en que la aspereza es intrínseca al papel de lija, mientras que la aspereza de un día reside en nuestra percepción. Esto es, en el primer caso, la aspereza pertenece al objeto mientras que, en el segundo, describe nuestra experiencia subjetiva. El estatus literal o figurado del «pulso áspero» parece, por tanto, depender de lo siguiente: de si o bien creemos que la aspereza puede ser inherente al propio puso o bien pensamos que «áspero» sólo nombra el modo en que nos parece el pulso. La respuesta no resulta obvia. Al escrutarla filosóficamente, la línea que demarca los rasgos objetivos de las percepciones subjetivas se desdibuja inmediatamente, se borra incluso. No son pocos los filósofos que han sostenido que todas la cualidades, incluso la aspe-

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reza del papel de lija y el color rojo de las cerezas, dependen del criterio humano. Sin embargo, el hecho es que, históricamente, los expertos en pulso insistieron absolutamente en la demarcación. Ésta es la lección que debemos recordar. Pues explica por qué los lectores europeos del Mojue se sintieron tan inquietos por, e insatisfechos con, el «estilo alegórico» chino. ¿Qué es un mo áspero? Los médicos en China parecen contentarse con decir, «es como cortar bambú» o «es como arena mojada». Para los tomadores de pulso occidentales, éstas no podían valer como respuestas. Su mera forma estaba equivocada: hablaban sólo de cómo alguien debiera imaginar un mo áspero y no dicen nada acerca (le lo que realmente es un mo. Mezclar hechos y percepciones, sin embargo, fue un error en el que aparentemente cayeron muchos. Los teóricos franceses e ingleses, protesta un médico en 1832, encajaron el pulso con tanta precisión, «e hicieron sus variantes muy numerosas y complicadas casi hasta el punto de desafiar la comprensión. Heberden señala que "tan minuciosas distinciones de varios pulsos existen básicamente en la imaginación de los autores o, al menos, dejan poco lugar al conocimiento y a la cura de enfermedades". El Dr. Hunter no pudo nunca sentir las sugestivas distinciones en el pulso que otros mu-

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chos lograron, y... sostuvo que esas atractivas peculiaridades en el pulso son sólo sensaciones en la mente»152 Las distinciones existen «básicamente en la imaginación», «sólo sensaciones en la mente». Semejantes enunciados hablan de una creencia en las distinciones diferentes de aquellas forjadas en la imaginación: presuponen la existencia de cualidades en la propia realidad, fuera, ya dadas, esperando ser percibidas. Además de las sensaciones en la mente, tenía que haber sensaciones bajo los dedos, cualidades conocidas directa e inmediatamente, antes que inferidas, proyectadas, filtradas a través de la subjetividad deformante. Éstos eran los rasgos que las palabras tenían que transmitir con literalidad, sin adorno. La división crucial se encuentra, pues, entre un mundo de percepciones y un mundo de hechos. Concretamente, para Galeno, los hechos primarios del pulso eran las categorías genéricas de tamaño,

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velocidad, frecuencia y ritmo, y las modulaciones que las articulaban, tales como grande o pequeño, rápido o lento, frecuente o es-caso. El tamaño hablaba de la magnitud de la dilatación de la arteria; la velocidad nombraba cómo de rápido o de lento se producía esa expansión; la frecuencia medía el intervalo entre las sucesivas dilataciones; el ritmo comparaba la dilatación de la arteria con su contracción. Estos hechos compartían todos ellos un rasgo común: eran realidades sujetas al análisis preciso, geométrico. Así, pues, Galeno postulaba veintisiete variaciones de tamaño, visualizaba la longitud, la amplitud y la altura de una arteria y razonaba que la expansión pulsátil a lo largo de esas tres dimensiones podía ser grande, pequeña o mediana, completando así las veintisiete combinaciones. Aquí, en la imagen del vaso sanguíneo latente contemplada vívidamente en los ojos de la mente, se encuentra el pulso en tanto que puro hecho, el verdadero objeto del conocimiento claro, literal. Ceñir el ideal de la claridad literal sobre el pulso era, pues, una concepción de la objetividad definida importantemente por hábitos de representación. Yen ese punto reside su fragilidad ya que algunos aspectos del pulso desafían la visualización inmediata. Cualidades tales como fuerte y débil, pleno y vacío, duro y blando, por ejemplo. De alguna manera, los dedos tenían que aprehenderlas directamente. La fuerza y la plenitud se mostraron especialmente controvertidas. Magno registró la fuerza como una categoría elemental, argumentando que el pulso era realmente un compuesto de tamaño, velocidad y plenitud153. Arquígenes contestaba diciendo que la fuerza era una cualidad independiente, que correspondía al grado de tono pneumático (tonos [τόνος]). Galeno, a su vez, criticaba a Arquígenes por confundir la causa de un pulso fuerte con su definición; explicar por qué un pulso se percibe fuerte, insistía Galeno, no es de ningún modo lo mismo que definir lo que es un pulso154. En cuanto a la plenitud, Herófilo no la reconoció en apariencia. En el tiempo de Galeno, sin embargo, los médicos estaban lidiando con la cuestión de si «pleno» y «vacío» se refería al cuerpo de arterias o bien a sus contenidos, y en el caso de que lo hiciera a sus contenidos, si se refería entonces a la cantidad o bien a la cualidad; es-

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taban tratando de fijar el hecho objetivo por debajo de la percepción155. El propio Galeno abandonó la categoría y habló sólo de dureza y blandura, de la consistencia de la pared arterial. En ese sentido, los aspectos del tacto irreducibles a la imagen de la arteria y sus movimientos eran perpetuamente inestables, estaban sujetos a la reinterpretación. Cualidades tales como fuerte, pleno y tenso resultaban difíciles de representar y, en consecuencia, difíciles de definir. Brevemente, el discurso sobre el pulso une inseparablemente la comprensión de los significados a la representación mediante imágenes. Al lanzar invectivas contra las sutilezas de los sofistas —los cuales, dirá bromeando, ni siquiera pueden comprar verduras sin definiciones—, Galeno repite una y otra vez que no se preocupa en absoluto por el nombre (onoma [όνοµα] ), sino tan sólo por la cosa o el hecho (pragma [πραγµα]) que éste identifica156. En cierto sentido, las palabras no importan, son tan sólo etiquetas convencionales. Sin embargo, en otros momentos, Galeno recurre a una fórmula ligeramente diferente. Sólo tiene una preocupación, asegura: «conocer la idea que sostiene lo que es dicho» (ton noun tou legomenou [τòν νουν του λεγοµένου]). Regatear las palabras carece de sentido porque una palabra sustituye meramente a un nous [νους] o una ennoia [έννοια], un pensamiento o una idea. Lo que cuenta es el pensamiento157. Lógicamente, no es lo mismo... una cosa y la idea de una cosa. No obstante, en la esfigmología, la elisión entre pragma y ennoia paso fácilmente inadvertida. Por un lado, las etimologías de los términos griegos nous, ennoia e idea [ιδέα] asocian pensamientos con imágenes mentales. Por otro lado, los aspectos objetivos más claros, más seguros, del pulso deben su claridad y objetividad a la posibilidad de representarlos. Así, en la práctica, la demarcación entre la ennoia de, por ejemplo, un pulso amplio y el pragma de un pulso amplio era insignificantemente delgada. Tanto el pensamiento como la realidad estaban anclados en la imaginación de la propagación lateral de la arteria. «El pulso sólo puede ser conocido mediante el tacto», declarará más tarde Théophile de Bordeu. Es conocido por experiencia y no por razonamiento, del mismo modo en que se llegan a conocer los

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colores, el movimiento, el sonido o el calor. Con todo, ni siquiera él pudo rechazar las reivindicaciones de la visualización. «Sólo mediante la palpación puede uno hacerse una idea de él, formarse una imagen.» El conocimiento era una especie de visión interna. De ahí la importancia de conocer «la anatomía de las partes cuyas oscilaciones constituyen el pulso... para tener unas nociones claras (notions claires) sobre la naturaleza del pulso»158 ¿Qué sostiene el impulso incesante en la esfigmología occidental hacia unas palabras cada vez más perspicuas? En parte, lo he sugerido ya, estaba alimentado por cualidades tales como fuerte y tenso, las cuales, debido a que desafiaban una representación lúcida, eludían la definición nítida y estable. Pero, en última instancia, el problema era más profundo. Heberden, recordémoslo, arrojaba dudas sobre casi todas las palabras. El problema central reside en la incapacidad humana para ver las formas de imaginar de otros. Al escuchar a un médico que informa de un pulso ondulante, debemos esforzarnos por visualizar el hecho expresado por la palabra. Preguntamos «¿qué quieres decir exactamente con eso?», tratando así de «aclarar» en nuestras mentes la imagen que

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motiva al hablante. Con todo, nunca podemos confiar del todo en nuestras ideas, nunca podemos estar seguros de la coincidencia de nuestras formas de imaginar. Una vez que el habla es concebida como la expresión de las ideas en la mente, el anhelo de transparencia se vuelve irresistible, aunque permanezca siempre insaciable, aunque no podamos penetrar en otras mentes. ¿Corresponde tu idea de «ondulante» a la mía? Sencillamente no lo podemos saber.

Ritmo Exasperado frente a la oscuridad*de los escritos de Galeno, «los cuales no entenderla ningún lector del texto latino aunque trabajara en ellos hasta enloquecer», el médico polaco Josephus Struthius (1510-1568) trató de representar el pulso sin palabras, recurriendo en su lugar a límpidas notas musicales para comunicar las variaciones de sus ritmos159. En el siglo siguiente, la obra Monochordon sym-

86 bolico-biomanticum (1640) de Samuel Hafenreffer y la Musurgia universalis (1650) de Athanasius Kircher llevaron esta iniciativa más lejos y tradujeron los pulsos principales a música; y en 1769, François Nicolas Marquet compuso la interpretación más elaborada de todas, entrelazando, por ejemplo, los latidos de un pulso saludable con los compases de un minueto (figuras 9-12)160. Las versiones visuales del pulso en los comienzos de la Europa moderna asumieron, pues, una forma bastante diferente de las representaciones de los mo a cargo de Shi Fa (figura 13). Con anterioridad a la invención del esfigmógrafo en la mitad del siglo XIx, las transcripciones favoritas eran musicales. Puede que Struthius inventara el método, pero las intuiciones que sostienen tales transcripciones del pulso tienen una historia dilatada. La gran autoridad médica medieval, Avicena (Ibn Sina 980-1037), por ejemplo, insistió ya en que sólo aquellos instruidos en la música podían conocer verdaderamente el pulso, pues «el pulso es (le naturaleza musical»: es decir, se asemeja a aspectos en los que consiste la ciencia de la música: las pulsaciones del pulso son comparables a los compases rítmicos tanto en su velocidad como en su frecuencia; las cualidades de las pulsaciones del pulso, es decir, la fuerza, la debilidad y el grado de Ias expansiones de la arteria, son comparables a las cualidades de los modos rítmicos, esto es, la rapidez o la pesadez; y el nivel de armonía y disposición que las diferentes pulsaciones del pulso alcanzan es comparable al nivel de armonía y disposición que alcanzan los compases y los modos rítmicos. Aprehender estas relaciones es difícil; serán percibidas sólo por alguien acostumbrado al método del ritmo y a la armonía de los modos, y por quien posea también un conocimiento de la ciencia de la música

161. Esta actitud posee raíces antiguas. El propio Galeno observó ya que «cada pulso tiene ritmo» y declaró también que basarse en la música era necesario para el experto en pulso162. Y, de hecho, el énfasis en el ritmo puede situarse incluso más atrás, en Herófilo y en el inicio mismo del diagnóstico mediante el pulso. Herófilo definió el ritmo como la ratio entre la duración de la

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diástole de la arteria y la duración de su sístole, y lo consideró un signo particularmente revelador. Sus cambios reflejaban la progresión de una persona desde la infancia hasta la adolescencia y desde la madurez hasta la vejez. Cada etapa de la vida poseía una cadencia característica: El pulso del neonato es muy pequeño y no se distinguen ni la sístole ni la diástole. Herófilo dice que este pulso tiene una proporción no definida (alogon [........])... El primer pulso que es posible discernir en un niño asume el ritmo de un pie compuesto por sílabas breves; es breve tanto en la diástole como en la sístole y, en consecuencia, se reconocen las dos pulsaciones (dichronos [.......]; es decir, pirriquio). Entre aquellos que son mayores, el pulso es similar a lo que ellos (los gramáticos) denominan troqueo: posee tres pulsaciones, de las cuales la diastole ocupa dos y la sístole tino. En el pulso de los adultos, la diástole es igual a la sístole; se compara a lo que es denominado como espondeo: el más largo de los pies de dos sílabas, y está compuesto por cuatro pulsaciones... El pulso de aquellos que pasaron la flor de la vida y se aproximan a la vejez está compuesto de tres pulsaciones. La sístole es larga y ocupa el doble que la diástole (es decir, el yambo)

163. En otras palabras, existe una congruencia entre las sílabas que pronunciamos y la comunicabilidad del pulso, el lenguaje de la vida. Ambas están articuladas por yambos, espondeos y troqueos. Ambas son esencialmente musicales. Los críticos acusaron a Herófilo de abandonar aquí la medicina práctica por la vaga

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especulación, una acusación ocasionalmente dirigida también contra los esfuerzos musicales posteriores164. Pero música y medicina fueron unidas, en parte, por medio de una teoría del alma. Las investigaciones de los pitagóricos incluían, según se dice, el arte de la meloterapia165 Para Platón, como señala Ed-ward Lippman, el orden musical era «simplemente otro aspecto de la imitación de la virtud, igual que la armonía del alma tripartita es un aspecto fundamental de la virtud en sí»166. Ésta era una razón por la cual la música armoniosa podía inducir la armonía humana. Aprehender completamente las conexiones entre armonía, ritmo,

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números y el cuerpo, declara Platón en el Filebo, significa alcanzar la perfección: Mas cuando captes qué sonidos son agudos y cuáles graves, y el número y la naturaleza de los intervalos y sus límites o proporciones, y los sistemas que nacen de ellos que los antepasados descubrieron y nos transmitieron con el nombre de armonías; y las afecciones correspondientes en los movimientos del cuerpo humano, los cuales cuando son medidos mediante nú-meros deben ser, según dicen, llamados ritmos y medidas; y nos dicen que los mismos principios debieran ser aplicados a cada uno y a muchos; cuan-do, pues, captes todo eso, mi querido amigo, habrás llegado a ser perfecto; y se podrá decir que entiendes cualquier asunto cuando tengas de ello un conocimiento similar

167. Aunque la traducción de Lippman refleja el entusiasmo de Platón por la música y el sentido de su amplio significado, oscurece algunos matices críticos. Lo que él traduce como -«los mismos principios debieran ser aplicados a cada uno y a muchos», Hackforth traduce más apropiadamente como «esto es siempre el modo correcto para enfrentarse a uno y muchos problemas»168. El verdadero tema del pasaje no es la música per se, sino las perplejidades filosóficas que rodean la teoría de las Formas —el problema, específica-mente, de cómo las Formas singulares se relacionan con la multi-plicidad de los fenómenos—. En estas consideraciones sobre la música, Sócrates está tratando de clarificar una observación precedente a propósito de un don de los dioses, un don transmitido en la frase de que «todas las cosas... que se dice que son consisten en lo uno y lo múltiple, y tienen en su naturaleza una conjunción de lo limitado y lo ilimitado»169. El mundo despliega al tiempo tanto una diversidad irreducible como atisbos de unidades elementales latentes. Por ejemplo: la in-finita variedad de los sonidos que emergen de la boca y la unicidad de las letras del alfabeto. Es tras haber citado este ejemplo del habla cuando Sócrates presenta el citado comentario sobre la música. ¿En qué consiste la música? De nuevo, la traducción de Hackforth aclara lo que en la versión de Lippman permanece oscuro. La

94 lectura de Lippman, «los movimientos del cuerpo humano» (en tais kinésesin tou somatos [εν ταις κινήσιν του σώµατος] ), fracasa a la hora de decirnos qué relación hay entre esos movimientos y la música. La comparación de este pasaje con las discusiones sobre la música de Platón en otros lugares apoya, sin embargo, la glosa más explicativa de Hackforth: «los movimientos corporales del intérprete». Se trata de la danza. Platón cita con frecuencia la armonía y el ritmo conjuntamente. La primera calificaba la voz del canto, la otra, los movimientos de la danza170. Esto refleja un rasgo fundamental

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de la música griega y uno de los que el propio Lippman enfatiza, a saber, que «la combinación de poesía, melodía y danza... era tanto el tipo ideal como predominante de música»171. La música abarca no sólo la melodía y la teoría de la armonía, sino también la danza y el verso, y la teoría del ritmo. Pero ¿qué es el ritmo? Consideremos un último contraste entre las versiones de Lippman y Hackforth. Los movimientos se caracterizan, en la traducción de Lippman, por «ritmos y medidas». Pero Hackforth procura en su lugar esta llamativa versión: «figuras y medidas». Traduce rhythmos [ρυθµός] como «figura». Rhythmos aparece por vez primera en la literatura griega entre los antiguos poetas elegíacos, para quienes el término parece significar algo así como «disposición»172. Hacia el siglo v, hallamos varios autores que lo utilizan en el sentido de «figura» o «forma». Así, Heródoto, al referirse a las modificaciones helenísticas del alfabeto feni-cio señala cómo los griegos «cambiaron el rhythmos de las letras»173, y los atomistas Demócrito y Leucipo identificaron igualmente el término rhythmos con una de las tres causas de los fenómenos perceptibles. En su noticia acerca de las enseñanzas atomistas, Aristóteles sostiene: «El ritmo es forma» (rhythmos schema estin [ρυθµός σχηµα εστίν])174. Es en confrontación con ese trasfondo como debemos leer a los escritores posteriores como Diodoro de Sicilia, que habla del «rhythmos de las antiguas estatuas de Egipto», y Diógenes Laercio, que señala que Pitágoras, un escultor de Region, «parece haber sido el primero en apuntar hacia el rhythmos y la symmetria [συµετρία] »175.

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Antes del siglo lV a. C., el término parece haber sido tan importan-te para la apreciación de la escultura como para el análisis de la música176. No obstante, si el ritmo significaba forma, ¿cómo llego a fundir-se con el movimiento y la música? El análisis clásico de 1917 de Eugen Petersen identifica el puente crucial en la danza. La propuesta de Petersen, resume J. J. Pollitt, consistía en que los rhythmoi [ρυθµοί] eran originalmente las «posiciones» que el cuerpo humano debía asumir en el curso de la danza, en otras palabras, los patrones o schemata [σχήµατα] que adoptaba el cuerpo. En el curso de una danza ciertos patrones o posiciones obvias, como el alzamiento o el descendimiento de un pie, eran naturalmente repetidos, produciendo intervalos en el baile. Puesto que la danza y el canto estaban sincronizados con la música, las posiciones recurrentes adoptadas por el bailarín en el curso de sus movimientos también marcaban distintos intervalos en la música; los rhythmoi del bailarín se convirtieron, pues, en los rhythmoi de la música. Esto ex-plica la razón por la que el componente básico de la música y la poesía fuera denominado pous [πούς], «pie» (Platón, República 400a), o basis [βάσις], «paso» (Aristóteles, Metafísica 1087b37) y por qué, en el interior del pie, los elementos básicos fueron llamados arsis [άρσις], «levantamiento, paso arriba» y thesis [εσις], «colocación, paso abajo»177. Una representación trágica presenta un flujo continuo de diversas melodías, palabras y gestos. Los rhythmoi eran los patrones fijos y las posiciones de baile que los dotaban de una estructura articulada visible. Werner Jaeger concluye de manera similar: El ritmo es, pues, aquello que impone lazos en los movimientos y restringe el flujo de las cosas... Obviamente, cuando los griegos hablan del ritmo de un edificio o de una estatua, no es una metáfora transferida desde el lenguaje musical; la original concepción que reside por debajo del des-cubrimiento griego del ritmo en la música y en la danza no es el flujo, sino la pausa, la limitación gradual del movimiento

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En otras palabras, reflejado en la idea del ritmo hallamos el impulso por buscar (y literalmente ver) el sentido del cambio en las formas inmutables, definitivas. Las observaciones de Jaeger apoyan la traducción de la expresión rhythmoi a cargo de Hackforth y arrojan luz sobre el uso del ritmo en la danza por parte de Sócrates como un ejemplo de lo uno-y-lo-múltiple, esto es, de «la conjunción de lo limitado y lo ilimitado»179. En el mismo sentido, las Formas fijas, eternas, refuerzan la variedad y el flujo incesante del mundo fenoménico, por lo que los rhythmoi, en el sentido de posiciones, ordenaban y limitaban los movimientos de la danza. Y así es como el ritmo llegó a definir también el esqueleto semántico del pulso. La diástole y la sístole correspondían a la arsis y la thesis, al alzamiento y el descendimiento del pie. Según nos relata Galeno, Herófilo escribió a propósito de los intervalos temporales de la sístole y la diástole, y redujo sus proporciones a ritmos que variaban de acuerdo con la edad. Pues al igual que los músicos ordenan la duración de tiempo de las notas comparando el «alzamiento» (arsis) y el «descendimiento» (thesis) respectivamente de acuerdo con determinados intervalos de tiempo, también Herófilo, considerando el «alzamiento» como análogo a la diástole y el «descendimiento» como análogo a la sístole, comenzó su investigación con el niño recién nacido. Postuló una unidad de tiempo mínimo perceptible cuasi atómica, el intervalo ocupado por la expansión de la arteria del niño, y también afirma que la sístole o contracción es medida por una unidad de tiempo igual, pero no procura una definición clara de ninguno de los períodos de reposo

180. La observación final a propósito de los períodos de silencio exige un comentario especial. A los ojos de Galeno, un defecto en la teoría del pulso de Herófilo consiste en no reconocer explícitamente las pausas que puntúan la transición desde la diástole a la sístole y, de nuevo, desde la sístole a la diástole181. La ratio entre diástole y sístole, insiste Galeno, representaba sólo parte del mensaje contenido en una sola pulsación; no menos significativa era la ratio entre las duraciones de cada uno de estos dos movimientos y las duraciones de

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los dos períodos de pausa que los separaban182. De hecho, Galeno consideró la verdadera apreciación de estas pausas como uno de los logros principales de la esfigmología posterior a Herófilo. El teórico musical Aristóxeno sostenía que «el ritmo está compuesto de una alternancia de movimientos y reposos. Los reposos», señala, «son la sílaba, la nota o la posición de una danza; el movimiento es necesario para pasar de uno de esos elementos al otro. Es-tas transiciones son instantáneas»183. Las pausas definen, por tanto, el núcleo mismo de la idea de ritmo. Lo que realmente importaba era la postura inerte; los movimientos eran meras transiciones. Los médicos que interpretaban el pulso otorgaban más sentido a los movimientos al reconocer distin-tas y vitales funciones en la diástole y la sístole de la arteria. Pero los comentarios de Aristóxeno ayudan a aclarar la preocupación de Galeno por las pausas entre ellos, pausas que los esfigmógrafos mecánicos designarían finalmente como meras ficciones.

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Al igual que las posiciones de pausa articulaban el sentido de la danza, al igual que la escultura de Mirón capturaba la esencia del borroso torbellino de un atleta a punto de lanzar un disco en una postura dinámica reveladora (figura 14), así también el mensaje de las dilataciones y las contracciones de la arteria podía ser entendido únicamente en referencia a las pausas que las puntuaban. Los comentarios precedentes acerca de la interpretación musical del pulso han relacionado principalmente a éste con las creencias sobre el alma como una especie de armonía y sobre la salud como un tipo de afinamiento184. Pero esto omite el modo en que la comunicación entre la música y la teoría del pulso pasó a través del ritmo antes que de la armonía, y oculta la reveladora pista contenida en el significado original del ritmo como forma. El ritmo en el diagnóstico del pulso merece ser estudiado por-que la historia de su análisis es larga y profusa, y se extiende desde la antigüedad hasta el moderno electrocardiógrafo; merece ser estudiado, también, porque, en tanto que ratio entre la diástole y la sístole —el equilibrio entre la dilatación y la contracción de la arteria—, el ritmo pone de manifiesto la esencia misma del pulso. Pero he- insistido en ello por otro motivo: el concepto de ritmo refleja

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ciertos hábitos de la mente. En la congruencia entre los rhythmoi de la escultura, la música y la medicina, vislumbramos una aproximación recurrente a la interpretación, una insistencia en buscar el sentido del cambio expresivo –el mensaje del habla, por ejemplo, del pulso o de la danza– en elementos que no cambian por sí. Ideas y números. E incluso formas. Los médicos chinos no conocieron ningún equivalente al ritmo y ello se debe obviamente a que el mo, a diferencia del pulso, no es-taba compuesto de una sístole y una diástole. Pero este contraste en las concepciones de los objetos de interpretación, de las fuentes de significado, puede, a su vez, resultar inseparable de un contraste más amplio, más básico –una diferencia en la comprensión misma del modo en que significan las cosas.

Ciqi, o el espíritu de las palabras La obra Mojing de Wang Shuhe presenta directamente, en la sección inicial del primer volumen, el vocabulario central del lenguaje del mo: una lista de sus veinticuatro variantes principales. El mo flotante: si se levantan los dedos hay abundancia; si se presiona, insuficiencia. El mo hueco: flotante, grande y blando; al presionar el centro es-tá vacío y los dos lados se perciben repletos. El mo desbordante: extremadamente grande bajo los dedos. El mo resbaladizo: viene y va en una sucesión fluida; similar al rá-pido. El mo rápido: viene y va con prisa urgente. El mo intermitente: tras ir y venir varias veces, se detiene una vez y regresa. El mo encordado: si se levantan no hay nada; si se presiona se siente como la cuerda de un arco. El mo tenso: como palpar una cuerda. El mo hundido: si se levantan los dedos, se ausenta; al presionar, se encuentra abundancia.

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El mo oculto: al presionar con extrema dureza, se halla el pulso cuando se llega al hueso. El mo curtido: como el hundido, oculto, pleno, grande y largo con un atisbo del encordado. El mo pleno: grande y largo y ligeramente fuerte; cuando se presiona se esconde bajo los dedos; firme. El mo tenue: extremadamente delgado y blando como a punto de desaparecer; parece estar y no estar al mismo tiempo. El mo áspero: delgado y lento, va y viene con dificultad, dispersándose; a veces se detendrá y luego reanuda. El mo delgado: pequeño, pero más prominente que el tenue; aunque delgado, persiste. El mo blando: extremadamente blando y flotante, delgado. El mo frágil: extremadamente blando, hundido y delgado; cuan-do se presiona casi desaparece. El mo vacío: lento, grande y blando; al presionar, se ausenta y se oculta bajo los dedos; vacío. El mo perezoso: grande y disperso; esto indica exceso de qi y sangre insuficiente.

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El mo lento: el mo llega sólo tres veces durante un ciclo respiratorio; viene y va con extrema lentitud. El mo intermitente: va y viene perezosamente, se detiene y luego continúa. El mo vacilante: viene varias veces, entonces se detiene y es apenas capaz de continuar. El mo móvil: observado en las posiciones guan, no tiene ni pies ni cabeza; es del tamaño de un guisante; vacila, balanceándose185. Éste es el mundo de la palpación en China: una malla densa, tupida, de sensaciones interrelacionadas, interpenetrantes. Un mo tenue es «extremadamente blando y delgado» ; un mo frágil es «extremadamente blando, hundido y delgado»; un mo delgado es «pe-queño, pero más prominente que el tenue»; un mo blando es «blando, flotante y delgado». Cualidades, por tanto, que se definen a sí mismas y al resto, que se agrupan las unas junto a las otras y que difieren entre sí por un fino velo de sensación, por sutiles matices de

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tenuidad, fragilidad, blandura. Ningún rastro de nítidas categorías tales como el tamaño, la velocidad, el ritmo y la frecuencia –la lógica geométrica del espacio, el tiempo y el número–. El mo rápido era un pariente del resbaladizo, el mo áspero se asemejaba al intermitente186. En la porosidad de los intercambios entre palabras, no podríamos estar más lejos de las precisas demarcaciones que los médicos europeos creían necesarias para una ciencia segura. ¿Qué expectativas acompañaban a expresiones como «flotante», «hueco», «tenso» o «encordado»? ¿A qué clase de gesto se referían cuando un médico enseñaba a su discípulo: «un mo flotante es extremadamente grande bajo los dedos»? Podemos sostener: estaba afirmando un hecho. Pero no es suficiente. La expresión «No tengo dinero» también declara un hecho pero, en función del tono y de las circunstancias, la frase puede ser una broma o una acusación, una súplica de clemencia o una petición de un préstamo. Las palabras poseen incontables usos y la misma frase puede, en contextos diferentes y con entonaciones distintas, infundir temor o provocar la risa. La cuestión sigue siendo: ¿Qué clase de aseveración era «un mo desbordante es extremadamente grande bajo los dedos»? ¿Cómo debiéramos leer los pronunciamientos tradicionales acerca del mo? Podemos imaginar al maestro explicando que «el mo desbordante es uno que resulta extremadamente grande bajo los dedos», en respuesta a la pregunta «¿Qué es un mo desbordante?». Así leída, la frase «Extremadamente grande bajo los dedos» se asemeja a una definición, a una declaración de hecho. Excepto por una peculiaridad: la definición identifica el mo desbordante especificando su relación con los dedos. Afirma lo que es desbordante describiendo cómo se percibe. La teoría griega del pulso, lo hemos visto ya, perseguía estricta-mente segregar lo que era el pulso de cómo era sentido, el hecho de la percepción. En la tetralogía que formaba el núcleo de sus escritos esfigmológicos, Galeno dedicó su primer tratado, Peri diaphoras sphygmon (Sobre las diferencias entre los pulsos), a exponer las ca-racterísticas definitorias de cada uno de los pulsos en y por sí, objetivamente, independientemente de su palpación. Luego esbozó la manera de distinguir esos pulsos, perceptualmente, por separado,

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en una segunda obra, Peri diagnoseos sphygmon [Περ ιδιαγνώσεως σφυγµων] (Sobre el discernimiento de los pulsos). Al contrario, en las glosas de Wang Shuhe acerca del mo flotante y hundido, el hueco y el oculto, el pleno y el frágil, la cuestión de la identidad de un mo se mezcla indiscerniblemente con el problema de la técnica háptica. Si se colocan los dedos ligeramente, el mo está ahí; si se presiona, el mo desaparece. Así es como se reconoce al mo flotante. Se colocan los dedos ligeramente y no se encuentra nada; se presiona y el mo aparece. Tal es el mo hundido. Un mo que se percibe flotante, grande y blando, pero que cuando los dedos presionan, se halla un vacío en el centro mientras que los dos lados se sienten repletos: así se reconoce el mo hueco. Cada mo responde de manera diferente a la mano inquisitiva y es también por medio de las diferentes respuestas como acaban distinguiéndose. «Si se levantan los dedos, hay abundancia; si se presiona, insuficiencia.» Para nosotros, esto se interpreta como una respuesta a «¿Cómo se capta un mo flotante?» antes que a la pregunta «¿Qué es un mo flotante?». Pero en China la manera en que se experimentaba un mo era parte integral de su esencia. Conocer lo flotante o lo hundido, lo hueco o lo oculto, lo pleno o lo frágil es conocer cómo aparecen ante el tacto inquisidor. La pregunta por el «qué» resulta inseparable de la pregunta por el «cómo». Esta actitud no es exclusiva de la medicina. Véase este cruce de opiniones acerca de la piedad filial en las Analectas: Meng Yizi preguntó (wen) por la piedad filial. Confucio dijo: «No desobedecer jamás». [Más tarde] mientras Fan Chi le conducía, Confucio le di-jo: «Mengsun me preguntó por la piedad filial y yo le respondí, "No desobedecer jamás"». Fan Chi dijo: «¿Qué quiere decir eso?». Confucio dijo: «Mientras los padres están vivos, sírvelos de acuerdo con las reglas de conveniencia. Cuando mueran, entiérralos de acuerdo con las reglas de conveniencia y realiza sacrificios en su honor de acuerdo con las reglas de conveniencia». Meng Wubo preguntó por la piedad filial. Confucio dijo: «Preocuparse en especial de que los padres no enfermen». Ziyu preguntó por la piedad filial. Confucio dijo: «La piedad filial sig-

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nifica en la actualidad ser capaz de mantener a los padres. Pero mantenemos incluso a perros y a caballos. Si no hay sentimiento de reverencia, ¿en dónde reside la diferencia?»

187. Wing-tsi Chan traduce el verbo chino wen como «preguntar por». La traducción es perfectamente apropiada aunque en su uso inglés resulte algo rara. Preguntamos por la salud de un amigo, por la posibilidad de que llueva, pero no preguntamos normalmente por conceptos. O cuando lo hacemos, tenemos unas fórmulas interrogativas más específicas en mente, del estilo de «,Cómo encaja la pie-dad filial con la responsabilidad pública?», o «,Qué opinas de la interpretación de John de la piedad filial?» o, simplemente, «¿Qué significa la piedad filial?». Las réplicas de Confucio sugieren que ninguna de estas interrogantes corresponde realmente al verbo wen. De nuevo, como en el caso de las caracterizaciones de los distintos mo, estamos tentados de ver aquí una pregunta sobre el método, algo del estilo de «¿Cómo se hace uno filial?». Cuando Fan Chi da continuación a la respuesta del Maestro de «No desobedecer jamás» y expresa el desafío de resonancias socráticas «¿Qué significa esto?», Confucio ofrece meramente más instrucciones sobre la conducta filial apropiada. Servir a los padres con reverencia. No permitir que enfermen. Enterrarlos apropiadamente. Como si preguntar (wen) por la piedad filial fuera como preguntar simultáneamente «¿Qué es la piedad filial?» y «¿Cómo se hace uno filial?».

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Ahora bien, puede que una de las razones de las cambiantes respuestas de Confucio resida en la máxima de que los individuos deben ser instruidos de acuerdo con sus habilidades. Pero la variedad de sus respuestas a la misma pregunta refleja también, casi con toda certeza, la asunción de que aprender palabras es como aprender destrezas, implica dominar una gama indefinida de actitudes y patrones de conducta. Si preguntamos por el tiro con arco, por ejemplo, el instructor podría aconsejar inicialmente: «Mantén la vista en el blanco», y sugerir en otro momento: «El secreto consiste en mantener la cabeza nivelada». Y, en otra ocasión, se nos dirá: «El tiro con arco es el arte de la perfecta relajación». Sin embargo, ninguna

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de estas instrucciones, por sí sola o en conjunto, agota el arte del tiro con arco. Un verdadero arquero conoce todas estas cosas y más. Captar el mo supone una actividad similar. Los discípulos de Wang Shuhe no podían preguntar «,Qué es un pulso flotante?» en el mismo sentido que los jóvenes médicos griegos exigían a Galeno que estableciera definiciones diferenciadas fijas. Pues los términos chinos no se referían a estados objetivos de la arteria –el diámetro de su expansión, por ejemplo, o la velocidad de su contracción–. Aprender acerca del mo flotante era más bien como aprender acerca de la piedad filial. Ésta es la razón por la que, en lugar de ser cuestionado y debatido, el vocabulario del mo fuera continuamente redescrito, mediante símiles, metáforas, en ese estilo imaginativo que los médicos europeos posteriores encontraron tan extravagante. Wang Shuhe dice del mo flotante: «Si se levantan los dedos, hay abundancia; si se presiona, insuficiencia». Los médicos posteriores profirieron otras caracterizaciones, más vívidas. «Como nubes flotando en el cielo», sugiere Li Gao. «Boyante, como la madera flotando en el agua», explica Li Zhongzi. «El mo flotante», elabora ex-tensamente Li Shizhen, «es como una sutil brisa que sopla por el plumón de la espalda de un pájaro. Silencioso y susurrante, como la caída de las hojas de los olmos, como la madera flotando en el agua, como las capas de la cebolla enrolladas ligeramente entre los dedos»188 Este estilo se remonta hasta los clásicos de la antigüedad. «El mo normal para los pulmones es silencioso y susurrante como la caída de las hojas de los olmos», describe el Suwen; cuando los pulmones vacilan, el mo se siente «suspendido, y se tiene la sensación de acariciar la pluma de un gallo». Cuando fallan y la muerte se acerca, el mo recuerda a «las plumas empujadas por el viento». El mo de un hígado saludable «viene blando, frágil y tembloroso, como la punta de un poste muy largo», pero cuando el hígado está afectado, el mo se percibe «pleno, firme, resbaladizo, como un poste largo». Cuando la enfermedad se vuelve fatal, el mo «está tenso y terso, como la cuerda de un arco recién tensado»189 Nada podría ser más ajeno al ideal galénico de literalidad. Nos encontramos ante un lenguaje que evoca los simulacros metafóricos

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antes que exponer directamente las arterias, sus estados y movimientos; hallamos descripciones dirigidas exclusivamente al modo en que el pulso debiera aparecer a quien

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lo escruta que nada revelan acerca de las realidades subyacentes. Como si el mo careciera de presencia concreta y palpable. Las representaciones gráficas del mo desplegaban una falta de claridad similar. Un desconcertado John Floyer señalaba: «Las imágenes chinas del pulso son puros jeroglíficos que aún no nos han si-do explicados». Floyer consideraba que esas imágenes, al igual que las representaciones chinas de las vísceras y de los hombres y mujeres en general, carecían de «exactitud; consideran suficiente una pequeña similitud»190. Las ilustraciones contenidas en el tratado de Shi Fa, Chabing zhinan, tipifican el modo en que el mo era representado en la China tradicional (figura 13). ¿Acaso esos enormes anillos describen aquí los vasos sanguíneos? Quizás, o quizás no, apenas importa. No revelan rastro alguno de movimiento, son de un tamaño idéntico y en nada contribuyen a la hora de distinguir un mo del resto. El significado de cada representación reside entera-mente en los patrones inscritos en su interior. ¿Cómo se suponía que los lectores interpretaban esas esferas y puntos, esas líneas y garabatos? Shi Fa no lo dice. Pero resulta evidente que esas imágenes no estaban pensadas para leerse como cianotipos, en los que cada marca representa un detalle discreto; resulta evidente que el mensaje de cada esbozo reside, más bien, en la impresión general, en el efecto total. Otros tratados evocaban el mismo mo con otros diseños (figuras 15, 16, 17). La comprensión de un mo implicaba ver a qué se parecía. No había nada más exacto, más básico, más real para conocer. El capítulo 1 nos enseñó que el mo era visible en los vasos sanguíneos rebosantes de los caballos atemorizados y que podía ser visto en los humanos emergiendo y penetrando cerca de la superficie del cuerpo, en las articulaciones. En los siguientes capítulos descubriremos que los sanadores chinos drenaban de hecho sangre del mo, y que los diseccionadores de la dinastía Han llegaron incluso a insertar listones de bambú en ellos para trazar su curso y medir su longitud. En otras palabras, el mo no siempre o necesariamente ca-

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reció de una presencia concreta. Pero cuando los distintos mo eran palpados por los médicos con la intención de conocer el pasado, el presente y el futuro de sus pacientes, eran manipulados de manera distinta que cuando eran medidos en la disección o cortados para extraer sangre. Los médicos desarrollaron un tacto distinto en el qiemo, pues estaban interesados no tanto en las distancias, recorridos o lugares de intervención quirúrgica, como en otra cosa. Cuando el qi y la sangre son fuertes, entonces el mo es fuerte; cuando el qi y la sangre decaen, entonces el mo decae. Cuando el qi y la sangre están calientes, entonces el mo es rápido; cuando el qi y la sangre están fríos, entonces el mo es lento. Cuando el qi y la sangre son débiles, entonces el mo es frágil. Cuando el qi y la sangre están en calma, entonces el mo está relajado

191. El qiemo consistía en la palpación del mo, pero este mo, de acuerdo con la fórmula clásica de Hua Tuo (141-208), era «la manifestación del qi y la sangre» (mo zhe, qixue zhi xian ye) . Los médicos apreciaban el mo debido a su exquisita sensibilidad (el término xian, «manifestación» conlleva implicaciones de lo que es primero, pre-vio, incipiente) respecto de los cambios en la sangre y el qi. O, a ve-ces, simplemente en el qi. El Suwen lo explica:

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Cuando el mo es largo, entonces el qi es estable. Cuando el mo es corlo, entonces el qi es renqueante. Cuando el mo es rápido, el corazón está agitado. Cuando el mo es grande, entonces la enfermedad está progresando. Cuando la parte superior del mo gobierna, entonces el qi ha emergido. Cuando es la parte inferior la que gobierna, entonces el qi está inflamado. Cuando el mo es intermitente, entonces el qi es frágil. Cuando el mo es delgado, entonces el qi es carente192. ¿Qué está en juego en semejantes cambios? ¿Por qué era tan importante conocer cuándo el qi se enfriaba o se calentaba, o cuándo se volvía frágil o se calmaba, cuándo emergía y cuándo se inflamaba? El pasaje de la obra de Hua Tuo continúa de un modo revelador: «Una persona alta posee un mo largo; una persona pequeña

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posee un mo corto. [Una persona con] una naturaleza tensa posee un mo tenso; [una persona con] una naturaleza relajada posee un mo relajado». No sólo la sangre y el qi se manifestaban en el mo, sino la naturaleza misma de la gente. Es decir: conocer la sangre y el qi significaba conocer a la persona. Las primeras referencias al qi y al xueqi (sangre y qi) aparecen en las Analectas: «La persona superior se guarda de tres cosas» previene el Maestro: «Cuando es joven, y la sangre y el qi aún no están estabilizados, se guarda de la lujuria. Cuando madura, y la sangre y el qi se encuentran en su vigor máximo, se guarda de la combatividad. Cuando es anciano, y la sangre y el qi han decrecido, se guarda de la codicia»193. Así, pues, la sangre y el qi estaban asociados desde el comienzo a los aspectos centrales del ser de una persona. Confucio los concebía como oscuras corrientes en bruto, poderes latentes que impulsaban en la sombra, ferozmente, contra la resolución hacia la virtud. Los cambios en la sangre y el qi gobernaban las transiciones entre la lujuria, la agresión y la ambición. Podemos interpretar Ias advertencias de Confucio anacrónica-mente como una especie de tosca psicofisiología, como aproximaciones primitivas en torno a la terrorífica influencia de las hormonas, sobre todo si tenemos en mente que la sangre y el qi eran conocidos de un modo distinto al análisis químico, que el núcleo de su realidad reside en la experiencia personal. Cuando los médicos hablaban en el eijing del qi provocando la ira, hundiendo el temor, neutralizando la tristeza, no trataban tanto de explicar las emociones, objetivamente, como de relacionar lo que sabían de sus propios cuerpos, describir lo que sentían, subjetivamente, en su interior. En la ira, un repentino, explosivo, arrebato; en el pesar, un derrame. Era la íntima familiaridad cotidiana de esas sensaciones lo que ha-cía que el discurso tradicional sobre el flujo vital fuera tan convincente. Las certidumbres más profundas sobre el qi estaban enraizadas en el conocimiento que la gente tenía del cuerpo puesto que ellos mismos eran cuerpos194. Sin embargo, al mismo tiempo, y este punto merece un énfasis especial, la experiencia

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del qi no era nunca enteramente interna. El 110

qi era sentido subjetivamente, pero también era perceptible desde el exterior. Los médicos lo aprehendían finalmente con sus dedos, palpando los altibajos en el mo. Y, antes de eso, Confucio ya había dirigido la atención hacia la interacción entre lo que era una persona y el modo en que una persona hablaba, entre el sujeto y el habla. «Hay tres cosas que una persona superior valora sobre todas en la Vía», dijo el Maestro; una de ellas es «evitar ser vulgar y obstina-do hablando en los tonos apropiados (ciqi)»195. Era especialmente en el ciqi –el qi de las palabras– donde resonaban los compromisos más profundos de una persona. El pensador confuciano Mencio (371-289 a. C.) destacaba por dos talentos especiales. El primero consistía en una aptitud para cultivar su « qi desbordante», una vitalidad alimentada por la disciplina moral; el otro era una facilidad para conocer las palabras (zhi yan). Viniendo de un filósofo, este último alarde podría conducirnos a su-poner un talento para analizar los términos. Pero, de hecho, Mencio se refería a una clase distinta de destreza: «Cuando las palabras son extravagantes, sé que la mente ha caído y se ha hundido. Cuan-do las palabras son depravadas, sé que la mente se ha apartado de los principios. Cuando las palabras son evasivas, sé que la mente está a punto de perder la cordura»196 Conocer las palabras significaba, por tanto, comprender lo que las palabras revelan a propósito de aquellos que las pronuncian, escuchar las actitudes y disposiciones de las que proceden. Al igual que estaríamos equivocados en buscar el significado individual de las esferas y garabatos de las representaciones del mo a cargo de Shi Fa, tampoco Mencio interpreta las palabras aisladamente, como símbolos de ideas concretas. Al contrario, presta atención al vasto flujo del discurso, a su tendencia, y sabe que aquí se trata de un intrigante irresponsable y allí de un hombre dominado por la desesperación. Por supuesto, en muchas circunstancias también nosotros escuchamos de esa manera. Sabemos que lo que una persona dice puede no tener realmente ninguna relación con lo que cree estar di-

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ciendo –el cambio del tiempo, el precio de los huevos–. Podemos apreciar en sus palabras el deseo de una reconciliación o un intento deliberado por herir. Es más, muchas de nuestras disputas se producen precisamente porque, a veces, no podemos evitar escuchar de esta manera. «¿Qué se supone que significa eso?», dice alguien de mala manera, quejumbroso y receloso, al oír un insulto velado en un vano charloteo. Una madre furiosa que exclama «¡No me hables en ese tono!» sabe que las palabras de su hijo «Sí, madre» expresan más una resistencia hosca que un asentimiento dócil. Cual-quiera puede articular las frases requeridas, pero su significación real –a juzgar por cómo reaccionan los oyentes, si se sienten ofendidos, conmovidos o apaciguados– depende a menudo del modo en que son pronunciadas. La manera en que detectamos la crueldad, la amabilidad o la pretensión pomposa puede parecer un misterio puesto que, a veces, nos mostramos bastante sordos. «¡No me estabas escuchando!», pro-testa un exasperado amigo. Quizás estamos preocupados o

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nos desviamos hacia lo que queremos oír. Desde luego, diferimos en agudeza auditiva. Algunos, como Mencio presumiblemente, pueden discernir incluso las inclinaciones que los propios hablantes no re-conocen; otros, al oír las mismas palabras, no detectan nada. Es más, incluso cuando oímos a alguien somos a menudo incapaces de precisar qué estamos oyendo exactamente, y si es la dicción, la in-flexión o el tono lo que nos da la clave. Las palabras más revelado-ras, tomadas una por una y sin contexto, resultan a menudo perfectamente ordinarias. No obstante, puede que la cuestión esté suficientemente clara. Quizás oímos miedo o amabilidad tan pronto como oímos un gato maullando o a alguien silbando en la oscuridad. El misterio puede ser el producto de suponer que oímos realmente algo más –palabras individuales, por ejemplo, y convertirlas mediante algún arcano hermenéutico fulgurante en inferencias acerca de los estados internos– cuando, experimentalmente, no tenemos la sensación de estar interpretando. Alguien pronuncia palabras furiosas y oímos palabras furiosas. Por supuesto, no siempre oímos de la misma manera. En algu-

112 nos contextos, como al prestar oídos a un anuncio público, apenas somos conscientes del hablante y atendemos sólo a la información. O de nuevo, ciertas clases de filosofía nos invitan a meditar sobre términos aislados en abstracto, como si fueran contenedores impersonales de ideas. Oímos de maneras diferentes porque utilizamos el lenguaje de maneras diferentes. Los estilos de habla están parcialmente configurados por lo que se está hablando. Una vez que reconocemos las naturalezas dispares de los objetos que manipulan, podemos comprender por qué los vocabularios de la toma del pulso y del qiemo difieren tanto: natural-mente, las distinciones relevantes no serían las mismas a la hora de analizar la arteria pulsante y a la hora de describir los flujos de la sangre y el qi. Existe todo un mundo de diferencias entre el cálculo del ritmo y la palpación de lo resbaladizo y lo áspero. El que los usos de las palabras sean divergentes también tiene sentido. Los expertos en pulso exigían descripciones lúcidas y di-rectas, libres de sombras metafóricas, sobre todo porque identificaban el pulso con la imagen clara y nítida de una arteria tubular, porque lo concebían como una idea, algo visible, una forma geométrica vista con el ojo de la mente. Mientras que el mo fluía y carecía de contornos nítidos. A veces el mo transcurría suavemente, otras veces era áspero; a veces flotaba a lo largo de la superficie, se dispersaba con la más ligera presión, o, en otras ocasiones, era necesario presionar con fuerza para captar sus corrientes. Las definiciones apenas podían ser más precisas que los puros nombres de estos mo: resbaladizo, áspero, flotante, hundido. Gráficamente, semejantes cualidades de los fluidos podrían ser representadas sólo indirectamente, insinuándolas, por medio de líneas ondulantes y arqueadas esferas. Verbalmente, las clarificaciones del mo flotante sólo podían evocar nubes henchidas en el cielo, la distraída caída de las hojas del olmo, el plumón de la espalda de un pájaro movido por una suave brisa. Sin embargo, al final, el problema de cómo habla la gente es más profundo que la cuestión de sobre qué hablan. Sí, las formas de ha-

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blar acerca del mo y el pulso difieren radicalmente, en parte debido a que el mo y el pulso eran realidades radicalmente distintas. Pero las observaciones precedentes sobre el conocimiento de Mencio de las palabras y, antes de eso, las discusiones sobre la búsqueda por parte del experto en el pulso del literalismo, nos recuerdan que los modos de hablar resultan también inseparables de los modos de escuchar. Hablamos de cierta manera esperando ser oídos de cierta manera; y, al revés, el modo en que escuchamos a otros depende de nuestras asunciones sobre la manera en que éstos expresan el sentido y, además, de nuestras concepciones de lo que es el significado. Lo que hace que esta interdependencia sea especialmente significativa para la historia del conocimiento háptico es esto: si el habla y la escucha se encuentran estrechamente interrelacionadas, también lo están a su vez la escucha y el tacto. Al igual que Confucio y Mencio se ocupaban con tanta atención del qi de las palabras, en el diagnóstico médico los médicos escrutaban las fluctuaciones del qi en el mo. Si el mo era la manifestación de la sangre y del qi, «la sangre y el qi», especifica Hua Shou, constituyen el «shen de una persona»197. En el lenguaje cotidiano, shen se refería la mayoría de las veces a los dioses y las divinidades, pero en la medicina el término bascula hacia la inefable aunque palpable diferencia entre un cadáver pétreo y un ser humano que respira, que responde –el espíritu de una persona, la esencia divina de la vida–. En otras palabras, la expresión qiemo implica palpar a una persona de un modo paralelo a cuando un amigo dice «Ya no importa», pero detectamos en su tono un amargo y persistente pesar; es decir, cuando escuchamos no ya el sentido impersonal abstracto de las meras palabras, sino el espíritu latente que se oculta tras ellas. Expuesta de nuevo más generalmente, mi tesis consiste en que la historia de las concepciones del cuerpo debe ser comprendida en conjunción con una historia de las concepciones de la comunicación. Cuando los médicos griegos y chinos palpaban el cuerpo, estaban guiados no sólo por creencias específicas sobre las arterias y el mo y la organización del cuerpo, sino también por asunciones más amplias sobre la naturaleza de la expresión humana. Al procurar entender a la gente, los médicos de cada tradición sentían a menu-

114 (lo con sus dedos de la misma manera que escuchaban con sus oí-dos. Las artes del diagnóstico del pulso y el qiemo emergieron de la convicción de que la gente se expresa no sólo mediante palabras, en un lenguaje accesible a los oídos, sino también en un lenguaje accesible sólo al tacto. A veces, como en el caso de la asimilación griega entre las sílabas del habla y las articulaciones rítmicas del pulso, los médicos propusieron paralelismos explícitos entre esas dos formas de expresión. La mayor parte de las veces, daban por hecho que el estilo en que el cuerpo comunicaba sus mensajes por medio (le movimientos palpables se parecía al modo en que la gente transmitía el significado a través de la voz.

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Segunda parte Formas de ver

117 Capítulo 3

Muscularidad e identidad <<Por qué no lo ves?» Pronunciada en el curso de una discusión, la queja expresa a menudo un desconcierto genuino mezclado con rabia. Desconcierto, porque para el hablante la cuestión parece

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tan clara como el día. ¿Cómo podría alguien no verlo? Rabia, porque dada la obviedad de la cuestión, la incapacidad para ver despierta sospechas de ceguera deliberada, de prejuicios perversos. Aunque concedamos abstractamente la relatividad de las perspectivas, nuestro propio punto de vista es a menudo tan vívido que en nada parece un punto de vista sino, simplemente, el modo en que las cosas son. Se trata de una poderosa ilusión óptica. Al comparar la musculatura descrita en la anatomía de Vesalio con la ausencia total de músculos en el hombre de la acupuntura, vemos surgir casi de manera irresistible un enigma acerca de la ceguera, acerca de cómo los médicos chinos pasaron por alto, extrañamente, uno de los rasgos más prominentes del cuerpo humano. Sin embargo, históricamente, la visión de la muscularidad es, de hecho, una excepción. El interés por los músculos individuales e incluso por la propia noción de músculos –como algo distinto de la carne, los tendones y los nervios – se desarrolló únicamente en las tradiciones médicas enraizadas en la antigua Grecia. En otros lugares, como en China, la «ignorancia» de la musculatura es la regla. Por tanto, el verdadero enigma concierne a la visión y no a la ceguera. No tiene demasiado sentido preguntarse por qué los chinos fueron incapaces de observar los músculos cuando esa incapacidad es precisamente la norma. Por supuesto, es posible explorar, y así lo haremos, la cuestión de qué era lo que los médicos chinos veían; pero ésta es la tarea del capítulo 4. Mi atención aquí la ocupa el enigma del cuerpo muscular europeo, el problema del peculiar punto

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ventajoso a partir del cual los músculos llegaron a parecer naturales y evidentes e imposibles de evitar. Los capítulos 1 y 2 han ahondado en cómo los gestos podían parecer iguales y sin embargo diferir radicalmente en la experiencia; exploraron maneras alternativas de tocar. Este capítulo y el siguiente elucidan modos alternativos de ver.

Muscularidad y arte Las actuales intuiciones a propósito de la muscularidad humana deben mucho a la historia del arte occidental. El «descuido» chino acerca de la musculatura nos asombra en buena medida porque una influyente tradición a la hora de representar el cuerpo, que se extiende desde el siglo V a. C. y las metopas del Partenón (figura 18) hasta «Los diez hombres desnudos» de Antonio Pollaiuolo (1432-1498) (figura 19) y más allá, nos ha acostumbrado a imaginarnos los músculos en tanto que estructuras perspicuas prominentes que simplemente tenemos que mirar para ver. De hecho, esto es una ilusión, tal y como revela un vistazo a cualquier playa de verano: la mayoría de los músculos de la mayoría de la gente en la mayoría de circunstancias sólo pueden aprehenderse, en el caso de que sea posible, de manera oscura. En su manual de dibujo de 1755, Charles-Antoine Jombert asevera que «un novato apenas ve músculos en un cuerpo desnudo». Visualizar la musculatura es una destreza adquirida. Para ver como un artista debe ver, enseñaba Jombert, los estudiantes tienen que aprender anatomía «que os permita descubrir los entresijos de los huesos y los músculos»198. La mirada adiestrada ve lo que la vaga vista del novato no alcanza a ver

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porque el ojo anatómico conoce exactamente lo que se le supone percibir. Ésta es una lección que debemos tener siempre en mientes: la musculatura delineada con tanta precisión en grabados, pinturas y esculturas refleja una visión del cuerpo en la que lo que era visto desde el exterior resultaba inseparable de lo que era imaginado, anatómicamente, por debajo de la piel y la ofuscante grasa.

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Existía por tanto el constante peligro de deslizarse de la visión hacia la proyección. Leonardo da Vinci debía quejarse de las figuras del tipo de los hombres musculosos de Pollaiuolo cuando insistía en que el pintor tiene que comprender qué músculos trabajan en una acción dada, «y tiene que enfatizar sólo la protuberancia de esos músculos y no la del resto, tal y como otros pintores hacen al creer que están mostrando su habilidad cuando en realidad dibujan desnudos que resultan intricados y sin gracia, meros sacos de nueces»199. También Jombert sintió la necesidad de advertir a sus estudian-tes contra el burdo error común de pintar incluso «los músculos que no puedes ver en el modelo sólo porque sabes que deben estar ahí»200 Aunque insistía de nuevo: sin ese conocimiento uno no ve nada. Al final, la cuestión de hasta qué punto e incluso de si era posible cribar las lecciones de anatomía memorizadas de lo que uno mismo veía realmente en el modelo permanecía oscura. Un estudiante se extraviaba con certeza cuando esas lecciones convertían al modelo en superfluo; no obstante, era igualmente cierto que en esas lecciones residía el secreto del astuto arte de ver y concebir la representación. Las recomendaciones de Alberti son sobre este punto memorables: Para obtener las proporciones justas al pintar criaturas vivientes, visualizad primero sus interioridades huesudas, pues los huesos, siendo rígidos, establecen medidas fijas. Entonces añadid los tendones y los músculos en sus lugares y finalmente vestid los huesos y los músculos con carne y piel. Podéis objetar... que un pintor no se preocupa de lo que no puede ver. Puede ser, pero si para pintar figuras vestidas, debéis primero dibujarlas desnudas y luego vestirlas, para pintar figuras desnudas, debéis situar primero los huesos y los músculos antes de cubrirlos con carne y piel para mostrar claramente dónde están los músculos

201. Al retratar el cuerpo, los artistas debían tener en cuenta lo que se encontraba debajo de los suaves contornos de la superficie y «mostrar claramente dónde están los músculos». Incluso allí donde

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los músculos apenas podían ser distinguidos, uno tenía que ser muy consciente de su presencia.

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¿Por qué? Tal y como ya he dicho, la ilusión de que los músculos saltan natural e inevitablemente a la vista debe mucho a la exagerada claridad de la musculatura en pinturas y esculturas. Pero ¿qué motivó esa exageración? ¿Por qué los artistas procuraban con tanto ahínco exponer la muscularidad? La respuesta breve es que veían los músculos como algo esencial a la identidad humana. Un cuerpo sin músculos es, parafraseando a Alberti, como ropajes sin la persona. Pero esta respuesta sólo conduce a la siguiente pregunta: ¿en qué sentido eran esenciales? ¿Qué hacía que la imaginación de los músculos fuera necesaria para imaginar el cuerpo? La disección tiene algo que ver con esta cuestión. Leonardo, Alberti y Jombert lo dicen explícitamente: para percibir los músculos en una persona viva, uno debe estudiar primero la anatomía del muerto. Y ésta es, presumiblemente, una razón significativa de por qué los médicos chinos no los advirtieron: porque desde su perspectiva acerca del cuerpo, la disección no desempeñaba más que una función menor. Por tanto, para resolver el enigma de la preocupación occidental por los músculos, debemos concentrarnos en las contribuciones de la visión anatómica. Pero la visión anatómica es ella misma un misterio.

El enigma de la visión anatómica La evidencia masiva de disección sistemática aparece por primera vez en el siglo IV a. C., con los estudios de Aristóteles sobre los animales202. En torno al mismo período, se cree que Diodes de Caristo escribió el primer tratado de anatomía, nuevamente de animales, aunque su obra se ha perdido203. Sin embargo, la mayoría de los historiadores de la medicina se han saltado rápidamente estas investigaciones. El estudio clásico de Ludwig Edelstein de la historia de la anatomía en la antigüedad definió la que sigue siendo la problemática predominante: «Las disecciones y vivisecciones pueden ser eje-

124 cutadas en animales; y eran ejecutadas en animales antes del período alejandrino. ¿Por qué son llevadas a cabo de pronto en seres humanos en Alejandría? Ésta es una cuestión decisiva en la historia de la anatomía»204. Para la mayoría de los historiadores, la «cuestión decisiva» sobre la anatomía ha girado en torno a Herófilo, Erasístrato y el tránsito, en tiempos de Alejandría, de la disección animal a la humana205. Ahora, el problema del contexto que permitió a los investigadores estudiar el cuerpo humano con métodos sólo practicados antes en animales merece ciertamente un análisis206. Pero esta cuestión de la aplicación presupone la existencia anterior de un método y, aún más importante, de un deseo. Los distintos factores filosóficos, religiosos y culturales que los expertos han identificado hasta ahora como obstructores o posibilitadores de la disección humana cobran sentido sólo dentro del marco de un impulso anatómico preexistente. Desde una perspectiva comparativa, es especialmente ese impulso lo que resulta intrigante. Para alcanzar a comprender el contraste entre el hombre musculoso de Vesalio y el mapa de acupuntura no anatómico de Hua Shou, la cuestión apremiante no es por qué la disección humana fue posible en Alejandría, sino, antes bien, poi qué investigadores anteriores como Aristóteles y Diodes se mostraban tan entusiastas por escrutar en el interior de los animales, poi qué la disección de cualquier clase pareció significativa e imperiosa

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La anatomía se hizo finalmente tan básica para la concepción occidental del cuerpo que asumió un aura de inevitabilidad. Ésta es h razón por la que los historiadores se han concentrado tanto en los obstáculos de su desarrollo, como si en ausencia de esos impedimentos el deseo de conocer se tradujera necesariamente en el deseo de diseccionar, como si la disposición y la curiosidad por observar fueran iguales que la disposición y la curiosidad por anatomizar Cuando en la actualidad hablamos del cuerpo en el contexto de h medicina, imaginamos casi reflexivamente los músculos, los nervios los vasos sanguíneos y otros órganos revelados por el cuchillo del di seccionador y admirablemente expuestos en los atlas. Sin embargo, históricamente, la anatomía es una anomalía. La

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principales tradiciones médicas tales como la egipcia, la ayurvédica y la china florecieron durante miles de años sin privilegiar la inspección de los cuerpos. A propósito de esta cuestión, incluso los tratados de Hipócrates, la reputada fuente textual de la sabiduría médica occidental, manifiestan escaso interés en la investigación anatómica207. ¿Y por qué debiéramos esperar otra cosa? Existen innumerables modos de conocer el cuerpo. El cuerpo puede ser investigado, por ejemplo, observando el modo en que es afectado por alimentos particulares en circunstancias particulares. También puede ser aprehendido como algo configurado por el entorno que varía bajo la influencia de aires, aguas y lugares. Existe también la detallada comprensión práctica que se deriva del estudio del modo en que el cuerpo cambia cuando es cauterizado, o sangrado, o agujado en formas diversas, en distintos lugares. Tampoco podemos ignorar la autoconciencia adquirida a lo largo de ejercicios de transformación del propio yo a través de la meditación y la respiración yóguicas, por ejemplo, o el culturismo. Todos estos métodos producen abundantes y verdaderas ideas. Ninguna inclinación natural exige buscar la verdad acerca del cuerpo en un cadáver desmembrado. Así pues, ¿cómo adquirió la anatomía esa especial autoridad? La cuestión resulta crucial no sólo para explicar el cuerpo muscular sino también para pensar, en términos más generales, la disparidad entre las figuras 1 y 2. Pues la diferencia más sobresaliente en la perspectiva de esas dos figuras es seguramente la siguiente: que una es anatómica mientras que la otra no lo es. Sin embargo, tan pronto nos preguntamos por la autoridad de la anatomía, nos enfrentamos a un segundo problema más sutil y lógicamente anterior, esto es, ¿qué es la anatomía? Erwin Ackerknecht señala en su Breve Historia de la Medicina que, «incluso en esas tribus primitivas que llevan a cabo autopsias –abren los cuerpos regularmente para detectar "principios de brujería"– el conocimiento anatómico es tan pobre como entre aquellas que no llevan a cabo tales autopsias»208. De nuevo, al discutir la medicina az-teca, reflexiona: «Resulta notable el hecho de que no exista evidencia alguna de ningún grado de conocimiento anatómico en el Mé-

126 xico antiguo a pesar de que el sacrificio humano ofreciera abundantes oportunidades para observar la anatomía humana»209.

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Sobre esta cuestión, los propios griegos practicaron la aruspicina o adivinación mediante las entrañas210. La noción de Platón sobre el hígado como espejo de la mente ofrece un evocativo recordatorio de las prácticas harúspicas que alcanzaron entre los babilonios y los etruscos un alto grado de sofistificación y que, presumiblemente, estos pueblos legaron a los griegos211. Desconocido en los tiempos homéricos, el examen de las entrañas penetró en la religión oficial griega alrededor de la época de Solón y suplantó la autoridad de la ornitomancia. En Chipre, Zeus era honrado en tanto que «diseccionador de entrañas»212; y a lo largo de toda la historia griega, líderes y adivinos escrutaron las tripas de los animales sacrificados antes de embarcarse en guerras y expediciones213. En consecuencia, la creencia en las verdades ocultas en el interior de los cuerpos estaba extendida en la antigüedad y, para el observador casual, las acciones del adivino hieroscópico y del anatomista post-hipocrático pueden parecer iguales. Pero no lo son. A pesar de la semejanza gestual, la aruspicina y la disección médica representan unas clases de esfuerzos muy diferentes214. Lo cual quiere decir: debe haber para la anatomía más que curiosidad sobre los secretos inscritos en el cuerpo y más que una disposición a usar el cuchillo. ¿Qué es lo que distingue a la visión del diseccionador de la mirada del adivino?215 Aunque muchas culturas antiguas (incluyendo la china, como comprobaremos más adelante) abrieron y escrutaron el interior de animales y humanos, no todas miraron de la misma manera ni vieron las mismas cosas216 El enigma fundamental de la anatomía reside en la cristalización de un modo particular de observar el cuerpo, en el nacimiento de cierto estilo visual. Los babilonios, por ejemplo, hurgaron en el interior de animales con regularidad y los modelos que construyeron sobre el hígado demuestran que lo hicieron con un ojo muy fino. Sin embargo, no desarrollaron nada parecido a la comprensión griega de la estructura somática. ¿Por qué? Poseían tanto la oportunidad como la destreza. Henry Sigerist sugiere que lo que les faltaba era la motivación:

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«Un pueblo que era capaz de representar los más sutiles movimientos de los animales, que estaba acostumbrado a observar las más ínfimas variaciones del hígado de los animales, podría haber sido capaz de desvelar los secretos del organismo hasta cierto punto, si hubiera tenido el vivo deseo de hacerlo» (la cursiva es nuestra)217. La anatomía implica un impulso distinto, un deseo especial. Por tanto, quizás la divergencia en los modos de ver se deriva de una diferencia en los objetivos. Quizás los adivinos veían las entrañas en tanto que señales de una realidad más importante, quizás intentaban ver el pasado y el futuro, mientras que los anatomistas miraban al cuerpo como cuerpo, su propósito era conocer el cuerpo en sí. No obstante, ¿qué significa realmente distinguir entre mirar algo en tanto que signo y verlo en sí? ¿Cuántas maneras de mirar hay? Ackerknecht dice acerca de la disección: «La mera técnica no significa nada para el conocimiento científico siempre y cuando no esté impregnada de espíritu científico. Con ese espíritu, la apertura de lo cuerpos es una inagotable fuente de conocimiento»218. Pero esto no explica nada por sí mismo. Pues de lo que se trata aquí es precisamente de la naturaleza de esa mirada impregnada de «espíritu científico», la naturaleza de la visión anatómica. El enorme número de términos que relacionan la cognición con la experiencia de la visión es un rasgo célebre del griego clásico. Al explicar, por ejemplo, el concepto

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homérico noos [νόоς], Bruno Snell observa que la forma verbal noein [νоειν] significa «adquirir una imagen mental clara de algo. De ahí la significación de noos. Es la mente en tanto que recipiente de imágenes claras o, más breve-mente, el órgano de las imágenes claras... oos es como el ojo mental que ejerce una visión despejada»219. Del mismo modo, Esquilo habla de «una comprensión dotada de visión» (phrena ommatomenen [φρένα ωµµατωµένην]), y Píndaro de un «corazón ciego» (tuphlon etor [τυφλоν ητоρ])220. Y del verbo ideo [ιδέо], «Yo veo», se derivan los nombres idea y eidos [ειδоς], forma, imagen, clase, los únicos objetos de episteme [έπιστήµη], de verdadera ciencia en la filosofía de Platón221. El sobrecogedor mito de la caverna aprovecha precisamente esta elisión entre el ver y el conocer222.

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En ese sentido, nos puede parecer natural que una tradición cultural en la cual el ojo prima tanto haya amparado la anatomía, una ciencia consagrada a la observación. Pero semejantes generalidades difícilmente constituyen una explicación. Una cosa es meditar poética o filosóficamente sobre la vista y la perspicacia, pero la enmarañada inspección de las entrañas es otra cosa bien distinta. Un vasto abismo separa la luminosa visión platónica del Bien de la acción de destripar cadáveres sangrantes. El problema sigue siendo el mismo: ¿por qué y cómo miraban los diseccionadores? En la actualidad, la motivación que surge inmediatamente en nuestra mente es que la disección es médicamente útil, incluso necesaria. Por tanto, nos vemos fácilmente convencidos por el argumento dogmático, relatado por Celso, de que «ya que los dolores y los diferentes tipos de enfermedades se producen en las partes interiores... nadie que sea ignorante acerca de esas partes puede administrar remedios. En consecuencia, es necesario cortar los cuerpos de los muertos y examinar sus vísceras y sus intestinos»223. Pero en la antigüedad, este razonamiento parecería probablemente menos convincente. Recordemos que los antiguos remedios no incluían las amplias opciones quirúrgicas posibilitadas por la moderna anestesia y antisepsia. Las sangrías, el ejercicio, los masajes y, ante todo, la administración de alimentos y de drogas eran las principales curas disponibles para los médicos griegos y es incierto hasta qué punto su desarrollo fue acrecentado por la inspección de «vísceras e intestinos». De hecho, una de las grandes corrientes de los médicos griegos desechó la anatomía precisamente en base a ese motivo. Sólo el minucioso estudio de los síntomas y la estrecha observación de cómo los distintos remedios alteraban esos síntomas, sostenían los médicos empiristas, constituían la preocupación del sanador224. La observación de las entrañas carecía de utilidad práctica. Otro aspecto que pesa sobre la aplicación terapéutica como motivo principal a favor de la disección es el hecho de que la investigación anatómica comience no con humanos sino con animales. Hasta cierto punto debemos atribuir esta concentración en los ani-males a tabúes religiosos acerca de la manipulación de cadáveres humanos. Así, en tiempos del emperador romano Trajano, Rufo de

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Éfeso rememora con arrepentimiento: «Intentaremos enseñarte cómo nombrar las partes

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internas diseccionando un animal que se asemeje estrechamente al hombre... En el pasado solían enseñar esto, más correctamente, con hombres»225. Aquí el diseccionador acude a los animales faute de mieux, como sustitutos. Sin embargo, dicha sustitución no siempre o necesariamente implicó un motivo médico ulterior. También Aristóteles señala que «las partes internas del hombre nos son en gran medida desconocidas» e impulsa la consecuente necesidad de examinar las partes internas de animales similares a los humanos226; pero nada sugiere que las investigaciones pioneras en anatomía estuvieran inspiradas o dirigidas por el deseo de aliviar el sufrimiento humano. Sus estudios sobre la estructura, la generación y los hábitos animales ponen de manifiesto su deseo de comprender la lógica que gobierna a los animales y no a los humanos. Incluso más tarde, aun cuando el interés se centra explícitamente en la estructura humana, la utilidad terapéutica no era necesariamente la única ni la principal preocupación. Significativamente, Galeno se queja de que los anatomistas contemporáneos hubieran «elaborado obviamente con atención la parte de la anatomía que resulta completamente inútil para los médicos o que procura poca o sólo una ayuda ocasional»227. Y continúa diciendo: «La parte más útil de la ciencia de la anatomía se halla precisamente en el estudio de aquello que esos pretendidos expertos han desdeña-do. Hubiera sido mejor permanecer ignorantes sobre cuántas válvulas hay en cada orificio del corazón, cuántas arterias lo atienden, cómo o de dónde proceden, o cómo las parejas de nervios craneales alcanzan el cerebro antes que no conocer qué músculos extienden o flexionan el brazo superior e inferior y la muñeca, o el muslo, la pierna y el pie»228. Tanto en el alcance como en el detalle, la anatomía antigua ex-cede con mucho las necesidades de los antiguos sanadores. Entonces, ¿qué motivaba a los antiguos diseccionadores? ¿Qué pretendían ver? Además de los médicos, Galeno identifica otras tres clases de anatomistas: los naturalistas (aner physikos [ανηρφυσικός] ) que aman el conocimiento por su propio bien; el individuo que per-

130 sigue tan sólo demostrar que la Naturaleza nada hace en vano; y el estudiante de las funciones físicas y mentales229. Aquellos familiarizados con la obra de Galeno Sobre el uso de las partes saben que estas tres empresas eran a menudo la otra cara de un mismo esfuerzo. Conocer el cuerpo era ver cómo la Naturaleza modelaba cada parte perfectamente de acuerdo a su fin, esto es, a su uso. El tratado Sobre el uso de las partes constituye el relato más completo y detallado sobre estructura anatómica de la antigüedad. Es también, y no es un accidente, una meditación épica sobre el asombro inspirado por el diseño divino del cuerpo. Con una minuciosidad meticulosa, Galeno refiere cómo cada rasgo del cuerpo, por muy insignificante que pueda parecer, es absolutamente necesario, expone la previsión de la Naturaleza y demuestra que «todo está tan bien dispuesto que no podría resultar mejor de ninguna otra manera». Y cuando sin advertirlo olvida contemplar la perfección manifiesta en la geometría de los nervios ópticos, se encuentra reprendiéndose a sí mismo en un sueño por «pecar contra el Creador»230. Ésta es la tradición de la que Vesalio se hace eco más tarde en su Fabrica, cuando concibe el cuerpo como la manifestación de la sabiduría del Gran Creador231. El núcleo de la curiosidad anatómica reside en este punto, en la visión de las formas corpóreas en tanto que expresiones de intención creativa. La curiosidad sobre los fines últimos delimita ya las investigaciones de Diocles de

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Caristo, al que Galeno atribuye el primer tratado de anatomía. Erasístrato, el gran anatomista alejandrino, también Insiste en el carácter «previsible» (pronoetiken [προνοητικήν]) y «artesanal» (techniken [τεχνικήν]) de la Naturaleza. Teniendo en cuenta la tradición que hace de él un discípulo de Teofrasto, colega de Aristóteles, esto no debe sorprendernos. Aristóteles, en quien hallamos la primera evidencia segura de disecciones animales, era también el exponente más enérgico e influyente de los análisis teleológicos232. De manera similar, la más notable excepción al desdén hipocráliro acerca de la disección, el tratado Sobre el corazón, insta explícitamente a la contemplación de este órgano como producto de un diseño artesanal:

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Muy cerca del origen de los vasos sanguíneos algunos cuerpos blandos y cavernosos [o «porosos»] envuelven el corazón. Aunque son denominados «orejas» no están perforados como las orejas ni oyen sonido alguno. De hecho son los instrumentos mediante los cuales la naturaleza atrapa el aire, la creación, así lo creo, de un excelente artesano que al ver que el corazón era una cosa sólida debido a la densidad de su materia y, en consecuencia, no tendría capacidad de atracción, lo equipó con fuelles, tal y como los herreros hacen con sus hornos, con los que el corazón controla su respiración»233. El autor, al contemplar la utilidad de la estructura del corazón, su instrumentalidad, considera que se trataba «de una pieza de artesanía que merecía una descripción antes que el resto». La evidencia que vincula las primeras investigaciones anatómicas con la creencia en un plan preconcebido es abundante y explícita. Y obedece a una lógica. No solemos tratar de interpretar las sal-picaduras de pintura diseminadas en el suelo por un gato. Nos limitamos simplemente a limpiar «el desbarajuste». Pero si nos informan de que las salpicaduras han sido pintadas por un célebre artista, nuestra percepción de esas manchas se transforma inmediatamente. Merecen, entonces, un estudio reverente, una atenta mirada. La presunción del diseño divino era absolutamente esencial para la empresa de la anatomía en este mismo sentido. Prometía que un cadáver contenía algo más que espantosa y repugnante sangre, que sus contenidos exponían un sentido visible. Las intuiciones griegas acerca del diseño del mundo se remontan al menos hasta el siglo IV a. C.»234 Sócrates atribuye a Anaxágoras la teoría de que «la mente produce orden y es la causa de todo» y considera que esto significa que «dispone cada cosa individual en el modo que resulta mejor»235. En los Recuerdos de Sócrates de Jenofonte, el propio Sócrates responde al escepticismo de Aristodemo acerca de los dioses apelando a la previsión manifiesta en la confección de las criaturas vivas236. Sin embargo, es el Timeo de Platón la obra que propone la decisiva analogía para el desarrollo de la teleología, la que relaciona la forja del mundo con el trabajo de un artesano. Ahí hallamos un modelo que, por un lado, hace que el propósito sea central para la expresión creativa y, por otro lado, explica di-

132 cho propósito en términos de una visión mental especial. Los arte-sanos «no eligen y aplican su material a su trabajo al azar», sostiene Sócrates, sino que trabajan siempre «en vista a que cada una de sus producciones tenga cierta forma (eidos)»237. Al fabricar una mesa o un diván, el artesano «fija sus ojos en la idea o en la forma»238. La creación,

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pues, está guiada por una imagen; es el acto de convertir las formas imaginadas en materia. De acuerdo con el mito del Timeo, éste es también el modo en que el demiurgo original opera. Cuando forjó el mundo, mantuvo su mirada fija en el «modelo de lo inmutable»239. Es este modelo, las formas visionadas por el creador, lo que define el propósito de las cosas creadas, su fin. Y son también estas formas lo que el anatomista tendría que ver finalmente. Sin embargo, las formas resultan difíciles de ver. El propio Platón nunca analizó minuciosamente y, más aún, desechó intencionadamente lo que nosotros denominamos comúnmente como visión. El verdadero conocimiento, nos dice, debe serlo de lo que es, del Ser inmutable; pero el mundo material que nuestros ojos aprehenden es un mundo en flujo perpetuo, un reino de sombras, de simulacros, que a cada momento se transforma en otra cosa, sin cesar. Más que guiarnos hacia las verdades eternas, nuestros ojos nos engañan y confunden. De ahí el temor de Sócrates a que pudiera regar su «alma al observar objetos con mis ojos y tratar de comprenderlos con cada uno de mis otros sentidos»240. Pues cuando el alma utiliza el cuerpo «para cualquier pesquisa, ya sea a través de la vista o el oído o cualquier otro sentido —porque utilizar el cuerpo Implica utilizar los sentidos— es expulsada por el cuerpo al reino de lo variable y pierde su camino y se embrolla y marea, como si estuviera confundida». Sólo «en ese reino de lo absoluto, de lo constante y de lo invariable» —el reino de las formas sin cuerpo— es posible el verdadero conocimiento241. En la alegoría de la caverna, la luminosa visión del Bien es una experiencia no del ojo carnal, sino del alma inmaterial, un tipo de visión metafórica. Platón fue el primero, nos lo dice Friedländer, en hablar de «el ojo del alma» (to tes psyches omma [το της ψυχης οµα]), el ojo de la mente242.

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La reinterpretación de las formas a cargo de Aristóteles, como algo que el ojo podría ver directamente, sirvió de puente entre las especulaciones trascendentales del Timeo y la inspección vigente de los animales243. Antes que a un demiurgo que forja todas las cosas del cosmos, Aristóteles apela a la Naturaleza, una fuerza inmanente que configura de manera particular las entidades biológicas244; y mientras que para Platón la creación visible no ofrecía más que un atisbo borroso del Ideal, Aristóteles ve la perfección en las criaturas que se encuentran ante nuestros ojos. Tal y como da a entender su paradigmático ejemplo de la esfera de bronce (en el cual el bronce es la materia y la esfera es la forma), la «forma» significa ahora con frecuencia la «figura visible»245. Eidos es a menudo intercambiable por morphe [µορφή]246. La forma se hizo inseparable de la materia. Y, sin embargo, al mismo tiempo, la forma permaneció separada de la materia. Las complejidades metafísicas de esa relación ambigua han sido concienzudamente exploradas por los historiadores de la filosofía. Con todo, quisiera señalar que la tensión entre la forma y la materia resulta también esencial para la historia de la disección: define exactamente el carácter de la observación anatómica. Aristóteles reconoce en un pasaje citado con frecuencia de su obra Partes de los animales que «no es posible observar la sangre, la carne, los huesos, los vasos sanguíneos y las partes similares de las que está hecho el cuerpo humano sin una considerable repulsión»247. Pero insiste en que esto no es, en sí, de lo que trata la ana-tomía. El anatomista no anhela una mirada hacia las cosas inmediatamente sensibles del cuerpo, las cuales son en efecto repugnantes, sino, antes bien, la contemplación (theoria

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[θεωρια]) del diseño intencional de la Naturaleza. Conforme uno va adiestrando de alguna manera sus propios ojos para ver más allá de la materia de la que están compuestos los animales y para aprehender la entera configuración (he hole morphe [ή ολη µορφή]) –la forma en cuanto que refleja los fines de la Naturaleza–, la horripilante empresa de disección puede entonces incluso denominarse como hermosa. Y es recomendable, por su conveniencia, para el filósofo. Pues mientras que el divino reino del Ser inmutable, que todos «anhelamos conocer», elude nuestros senti-

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dos, las plantas y los animales, debido a que vivimos entre ellos, pueden ser estudiados en seguida. Ésta es la tarea del científico: escrutar estos seres no en su materialidad perecedera, sino en su diseño formal, en tanto que imágenes refractadas de lo divino248. Una tarea sublime pero sutil. La disección no es nunca el desvelamiento directo de verdades listas para ser vistas por todos. Implica una manera especial de ver y exige un ojo preparado. El diseccionador debe aprender a discernir el orden, mediante la práctica repetida, guiado por sus profesores y textos. Sin adiestramiento y una dilatada experiencia, insiste Galeno, uno no alcanza a ver nada249. Esto es, tan sólo se ve un cadáver. El mero fisgoneo de un cadáver abierto y la hueca mirada a huesos y sangre, a grasa, a carne o a tendones enredados no cuenta como anatomía. El anatomista aspira a ver más allá de la inmediata y desagradable materia del cuerpo y a contemplar el fin (telos [τέλος]) para el cual cada parte ha sido perfilada. «Libera tu mente de las diferencias de materia y contempla el puro arte en sí», exhorta Galeno. Admira la forma. Donde el no iniciado sólo ve materia opaca, carente de sentido, el verdadero científico (technites [τεχνίτης]) se maravilla de cómo la Naturaleza, el gran artesano, «nada hace en vano»250. Ésta es la razón de que la historia de la anatomía no pueda ser resumida en simples anécdotas sobre el combate de la curiosidad contra el tabú. Si bien es cierto que a veces las restricciones religiosas frenaron o bloquearon la disección de cadáveres, el propio ímpetu de anatomizar representa, por sí mismo, una suerte de anhelo espiritual251. La anatomía comienza propiamente cuando uno aprende a ver a través de carne embrionaria y prevé en theoria –«el ojo de la ciencia», como felizmente la definió A. L. Peck– el diseño intencional. Ver de manera anatómica significa superar la ceguera causada por lo inmediatamente visible. Se debería ver y no ver; ver la forma pero no la materia. Ver lo que, en última instancia, no puede ser visto252. Los cuerpos reflejan las almas y mediante ese reflejo traslucen la divina inteligencia que les dio forma. «He diseccionado muchas veces animales deslizantes como gatos y ratones, y cosas reptantes como serpientes, y muchas clases de pájaros y peces», señala Galeno.

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«Esto me ha convencido de que existe una sola mente que los ha forjado y de que el cuerpo se adapta en todos los sentidos al carácter del animal... Cada animal posee una estructura corporal acorde con el carácter y las cualidades del alma»253. Cada parte de

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cada criatura manifiesta a través de su estructura el uso, esto es, la función para la que fue concebida. El modelo del artesano previsor representa, pues, una suerte de teoría de la expresión. Los médicos observaban el cuerpo diseccionado en un modo en nada semejante a la manera en que atendían a las descripciones del pulso. Escrutaban las formas carnosas como manifestaciones sensibles de la intención insensible, al igual que buscaban las ideas motivadoras tras las palabras. Los médicos chinos, lo sabemos ya, atendían a las palabras de una manera distinta y en el siguiente capítulo nos fijaremos en su visión del cuerpo expresivo. Pero antes debemos ahondar más profundamente en el asunto vigente. La investigación que acabamos de ofrecer sobre la visión anatómica representa sólo el comienzo; nuestro propósito, recordémoslo, consiste en elucidar por qué en Occidente los músculos aparecen tan vívidos, tan intensamente evidentes.

Los orígenes del cuerpo muscular El enigma del cuerpo muscular encubre de hecho dos incógnitas. La primera tiene que ver con los orígenes del interés por los músculos; la otra concierne a la intrigante cuestión de a qué se parecen, para nosotros, los cuerpos musculares. Resolviendo el primer problema no se puede solucionar completamente el segundo ya que la atracción por el físico «muscular» es anterior al reconocimiento general de los músculos. A nuestros ojos, las figuras de las metopas en el Partenón pueden parecernos menos musculosas que los hombres desnudos de Pollaiuolo. Pero esta percepción es anacrónica: casi con toda certeza, los artistas griegos que esculpieron las primeras no habrían llamado musculosos a sus héroes. El término «músculo» (mys [µυς]) no aparece en Homero, tampoco se puede hallar en Heródoto o

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Tucídides, ni en ninguno de los dramaturgos. Platón, que nació después de la finalización de las metopas del Partenón, habla extensamente de la carne y de los nervios en el Timeo; pero tampoco FI menciona los músculos. El significado del cuerpo muscular sólo emergió de manera gradual. Los escritores hipocráticos se refieren a los músculos pero, siginificativamente, lo hacen con moderación. Incluso en aquellos tratados donde cabría esperar el más riguroso escrutinio de la musculatura, tales como Cirugía y Sobre las fracturas, los términos preferidos Non neuroi [νεύροι] y sarks [σάρξ], nervios y carne. En un lenguaje bastante similar al que encontramos en China, el autor de Sobre las fracturas habla, pues, de «huesos, nervios y carne» antes que de .huesos, nervios y músculos»; y advierte a quienes se ocupan del brazo de que la «prominencia carnosa» (sarkos epiphysis [σαρκός επίφσις]) alrededor del radio es delgada mientras que el cúbito carece casi de carne254. Los músculos no desempeñan ninguna función particular en la concepción hipocrática del cuerpo. Son simplemente un tipo de carne. En la medida en que los músculos se distinguen de la carne —y la distinción es mencionada sólo rara y casualmente—, la diferencia depende meramente del grado de firmeza. El tratado Sobre el corazón, por ejemplo, afirma lo que en un principio pudiera interpretarse como una definición

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moderna, esto es, que el corazón es un músculo muy fuerte255. Pero resulta que lo que lo convierte en un músculo es sólo la naturaleza prensada de su carne (pilemati sarkos [πιλήµατι σαρκός]; el verbo piloo [πιλόω] se refiere a la acción de apretar la lana para hacer fieltro). Esta densidad especial de su construcción proporciona al corazón una capacidad óptima para contener el calor innato256. La muscularidad no tiene aquí nada que ver con la concepción posterior a Harvey del corazón como vigoro-so surtidor. El escrito Sobre el alimento identifica los músculos en un sentido similar: excepto los nervios y los huesos, que son los componentes más duros, los músculos son aquellas partes del cuerpo más firmes y más resistentes a la disolución que el resto257 No obstante, en algún momento entre Hipócrates y Galeno, el tradicional lenguaje de la carne y los nervios se volvió inadecuado.

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Se hizo común, e incluso indispensable, hablar de músculos. Mientras que el plural myes [µύες], o músculos, aparece tan sólo 14 veces en el cuerpo hipocrático, figura más de 460 veces en Galeno; y mientras que en Hipócrates las referencias a la carne sobrepasan las referencias a los músculos en una proporción de nueve a uno, en Galeno esa proporción llega a equilibrarse. De hecho, el contraste es incluso mayor de lo que sugieren esos números. Galeno consagra libros enteros al estudio detallado e intensivo de esas estructuras de las que los médicos hipocráticos apenas hablaban o lo hacían de pa-so. Y Galeno no era el único, ni siquiera el primero. El propio Galeno nos dice que el estudio serio de los músculos comenzó con Marino (siglo I d. C.), quien trató extensamente la cuestión en su tratado de anatomía. Sus discípulos Pélope y Eliano también escribieron libros acerca de los músculos, como lo hiciera Lico, hijo de Pélope, y uno de los maestros de Galeno258. Existe, pues, una historia de la conciencia muscular, una historia delimitada, una vez más, por dos problemas. Uno de ellos concierne a la naturaleza de los cuerpos «musculares» anterior a la emergencia de la conciencia muscular. Los artistas griegos representaron figuras con sobresalientes ondas mucho antes de que esas ondas fueran identificadas como músculos, y representaron ondas incluso cuando, anatómicamente, no existían los músculos. Con todo, si no lo hacían en tanto que músculos, ¿cómo concebían los escultores esas protuberancias que tanto enfatizaban? Si no los consideraban como indicadores de la musculatura, ¿qué pretendían entonces los pintores griegos mediante las agudas demarcaciones que delineaban las extremidades y los torsos de sus hombres (figura 20)? El segundo problema concierne a la emergencia de la propia conciencia muscular. ¿Por qué se hizo finalmente necesario hablar de músculos para hablar sobre el cuerpo? ¿Qué impulsó ese interés entusiasta por estructuras que previamente los profanos no habían advertido en absoluto y que los médicos apenas habían reconocido? La cuestión es la continuidad y el cambio. Debemos investigar la muscularidad como una preocupación que une y separa al mismo tiempo las disecciones de Galeno y las metopas del Partenón. Aunque las sinuosas ondas que los primeros artistas evocaron para el ojo

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y los músculos sobre los que los médicos compondrán más tarde tratados están obviamente relacionados, no son desde luego idénticos. ¿Qué significaban originalmente esas ondas? ¿Y qué cambio en la conciencia las transformó en músculos? Respecto a la segunda cuestión, ya he hecho alusión a una posible respuesta. Me refiero al surgimiento de la anatomía. Podemos acordar que los médicos helenísticos hablaban específicamente de músculos antes que genéricamente de carne puesto que, al contrario que sus predecesores hipocráticos, ya los habían investigado por encima de las apariencias. Trazaron, separaron y observaron músculos individuales, distintos. Por lo tanto, la continuidad y la ruptura entre el cuerpo clásico y el helenístico corresponden, sencillamente, a los diferentes grados de perspicacia. Los primeros artistas, suponemos, contemplaron las mismas estructuras que los anatomistas posteriores, pero vaga e indistintamente –de ahí el término general «carne»–, mientras que estos últimos aprehendieron la forma y el emplazamiento de cada músculo con la claridad que solamente puede proceder de la disección de cadáveres. Esta hipótesis explicaría por qué el discurso sobre los músculos comenzó a prosperar sólo después de Hipócrates: la disección sistemática también era una innovación post-hipocrática. La observación galénica de que los músculos eran un órgano que «eludía el descubrimiento mediante observación y permanecía desconocido» para Aristóteles –«pues no se tomó la molestia de buscarlo median-te la disección»– podría reforzar esa hipótesis259. Sin embargo, como ya hemos apuntado más arriba y como también sabía con certeza el propio Galeno, Aristóteles no fue ajeno a la disección per se. Así, pues, Galeno no culpa de la ignorancia de Aristóteles sobre los músculos a la ignorancia general sobre anatomía. Los músculos «permanecieron desconocidos para» Aristóteles a pesar de las muchas disecciones que éste llevó a cabo. En otras palabras, lejos de implicar que el descubrimiento de los músculos se deriva directamente de la práctica de la anatomía, el comentario de Galeno sostiene que era necesario algo más, que era preciso esforzarse y buscar los músculos para observarlos.

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En definitiva, si bien es cierto que el surgimiento de la anatomía contribuyó sin duda alguna a sustentar la conciencia muscular, estaríamos equivocados si consideráramos a esta última como el sub-producto accesorio de la primera. Antes que subyugar la historia del cuerpo muscular a la historia de la disección, trataré de demostrar, por el contrario, cómo el estudio del cuerpo muscular altera nuestra perspectiva sobre la imaginación anatómica, cómo exige que ampliemos nuestra visión de la forma anatómica y nos invita a con-templar de nuevo los vínculos que unen el cuerpo con el sujeto.

La estética de la articulación El hecho de que ondas sobresalientes aparezcan incluso en lugares donde no hay músculos sugiere que los primeros artistas no pretendían tanto mostrar estructuras específicas como conferir a sus figuras un cierto aspecto. Este punto resulta crucial a la

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hora de interpretar los cuerpos «musculares» anteriores al discurso de los músculos: el énfasis en contornos ondulantes no refleja en absoluto un sentido de la belleza. ¿Cuál era la estética de esos físicos? ¿Dónde reside su atractivo? ¿Cómo describieron los artistas griegos ese aspecto que tanto admiraban? Ya he explicado que en ningún caso lo habrían denominado «muscular». Sin embargo, debieron de tener otras palabras para convocar en el discurso el físico que desplegaban con tanta magnificencia a los ojos. De acuerdo con el escrito Fisiognomía, un tratado pseudo-aristotélico acerca de la interpretación del carácter a partir del físico, el carácter fuerte se manifiesta en unos pies grandes, bien formados, bien articulados y nervudos (neurodes [νευρώδες]). Un carácter enérgico también se revela en unas piernas bien articuladas y nervudas. Los tobillos nervudos y nítidamente articulados también anuncian almas valerosas260. Hallamos aquí una asociación que reconocemos de inmediato: aquélla entre nervios y fortaleza. También nosotros percibimos poder en los cuerpos nervudos. ¿Es entonces la naturaleza nervuda del físico, como la del lanza-

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dor de disco, lo que fascinó en tal grado la observación de los griegos? Desde luego, puede que fuera una parte de lo que la gente veía: las referencias a las piernas nervudas de los héroes no son infrecuentes. Pero resulta preciso señalar que las interpretaciones precedentes del cuerpo remiten también, y de forma repetida, a un detalle sorprendente y menos familiar. El texto Fisiognomía no sólo distingue la virtud de los nervios visibles: los pies, los tobillos y las piernas de los hombres fuertes y valerosos están también bien articulados. Los pies y tobillos pobremente articulados (anarthroi [αναρθροι]) revelan debilidad y cobardía. A pesar ,de lo extraño que pueda resultarnos, la articulación figura como un tema recurrente en las apreciaciones antiguas de la gente. Tanto la literatura médica como no médica otorga relevancia a la presencia o a la ausencia de la articulación. En Las traquinias de Sófocles, Hércules es conducido a un vertedero, envuelto en dolor, exhausto y anarthros [αναρθρος], literalmente, «sin articulaciones»261. Eurípides aplica el mismo término a Orestes cuando éste se encuentra postrado, devastado por la experiencia de haber asesina-do a su propia madre262. Ser anarthros significaba estar totalmente debilitado, extenuado. Orestes apenas está vivo, sólo respira débil-mente; Hércules pronto morirá. Ambos son hombres atrapados en una flojera informe. La enfermedad ha derretido sus articulaciones. Son precisamente lo contrario de esos cuerpos que adornan el Partenón, la antítesis de las extremidades claramente articuladas y los torsos de los héroes en la flor de su vida, entregándose al combate, contorneándose con ímpetu. La inarticulación también distingue a lo inmaduro. Aristóteles observa que los animales vivíparos producen crías que se parecen a sus progenitores desde el principio, mientras que otros animales sólo producen algo aún desarticulado (adiarthroton [αδιάρθρωτον]), como huevos o larvas263. En cuanto a los humanos, el tratado hipocrático Sobre la generación relata que un feto macho abortado antes de treinta días está aún inarticulado (anarthron [αναρθρον]), mientras que aquellos abortados después de esos primeros treinta días han comenzado a articularse (dierthromenai [διηρθρωµέναι]) 264. La teleología de crecimiento y desarrollo por medio de la cual las co-

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sas vivientes alcanzan su forma final consistía en un proceso de articulación. Los arthra [αρθρα] no son, pues, las articulaciones en un sentido anatómico moderno –al menos, no sólo articulaciones– sino las divisiones y diferenciaciones que confieren al cuerpo una forma distinta. A veces una articulación puede coincidir con una juntura: Edipo es perforado por «las junturas de ambos pies» (arthra podoin [αρθρα ποδοιν]), es decir, por los tobillos265. Pero Sófocles habla también acerca de los ojos que Edipo se arranca como «la juntura (le los globos» (arthron ton kyklon [αρθρον των κύκλων])266. Mnesiteo, un médico del siglo III a. C., se refiere a los órganos internos como «las articulaciones internas» (ta entos arthra [τα εντός αρθρα])267. Significativamente, el plural arthra, por sí mismo, designaba regularmente no las junturas sino los genitales masculinos y femeninos268. Los arthra eran también importantes en el lenguaje: representaban las palabras que dividían el flujo del discurso, lo que los gramáticos denominan artículos269. El habla (dialektos [διαλεκτος]) en sí, la actividad que hace que los seres humanos sean humanos propiamente, no consiste en otra cosa que en «la articulación de la voz por medio de la lengua»270. Pero la capacidad de articular la voz depende, a su vez, de la posesión de las articulaciones anatómicas apropiadas, los órganos del habla. Éste es el argumento que Aristóteles da de que sólo los humanos puedan hablar. Los insectos y los peces pueden producir sonidos, pero al carecer de faringe no tienen voz. El delfín posee pulmones y tráquea y, por lo tanto, tiene voz pero «como su lengua no puede moverse libremente ni tiene labios, no puede articular la voz» (ou... arthron ti tés phones poiein [ου... αρθρον τι της φωνης ποιειν] )271; tampoco puede hablar. Los bárbaros constituyen un caso interesante. Pues, aunque poseen los órganos necesarios, algunos pueblos bárbaros parecen articular apenas algo más que los animales. La etimología de Estrabón acerca del término barbaros [βάρβαρος], «bárbaro», como onomatopeya del ladrido de los perros –tan extraña sonaba esa lengua a los oídos griegos– nos viene de inmediato a la mente272. Por su parte, Diodoro de Sicilia sostiene a propósito de una tribu primitiva cono-

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cida como los Comedores de Peces, pues se atracan de pescado, que se comunicaban entre ellos con «sonidos inarticulados»273. «Pero lo más sorprendente de todo», de acuerdo con Diodoro, «es que superan al resto de los hombres por su falta de sensibilidad y ello hasta el punto de que lo relatado apenas resulta creíble»274. De hecho, cuando un hombre desenfunda su espada y la blande ante ellos, no corren huyendo, ni, si son objeto de insulto o incluso de golpes, mostrarán irritación, y a la mayoría de ellos tampoco les moverá el resentimiento por simpatía con las víctimas de semejante tratamiento; muy al contrario, cuando a veces niños o mujeres eran masacrados ante sus ojos, permanecían insensibles en sus actitudes, sin mostrar ningún signo de odio o, en su caso, de lástima. En definitiva, permanecían impasibles ante los más espantosos horrores, mirando fijamente lo que acontecía y asintiendo con la cabeza ante cada nuevo incidente. Consecuentemente, dicen, no hablan ninguna lengua, sino que mueven sus manos... señalan con sus dedos todo lo que necesitan275. Los Comedores de Peces carecen de habla y sólo gesticulan. Obsérvese que Diodoro introduce esta indagación con la palabra «consecuentemente» (dio [διό]), implicando que la habilidad de hablar exige la habilidad de sentir, para distinguir lo que es peligroso, o injusto, o cruel. También Aristóteles sostiene que la sensibilidad es una función de la articulación anatómica. «Las articulaciones del corazón», observa en Partes de los animales, «son más distintas en animales cuya sensación es aguda, y

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menos distinta en los animales más embotados, como el puerco»276. La imagen del salvaje inarticulado que sólo puede gruñir, o ladrar, o gesticular toscamente, nos es familiar. Pero la concepción griega de la inarticulación bárbara posee además un aspecto más concreto: a veces sus propios cuerpos carecen de nítidas junturas y divisiones. El tratado hipocrático Sobre los aires, aguas y lugares, por ejemplo, relata que los escitas nómadas vagaban por tierras donde los cambios de estaciones no son grandes ni violentos, sino uniformes y muy poco variables. Por lo que los hombres también se parecen los unos a los

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otros en el físico, pues en verano y en invierno consumen siempre una comida similar y la misma ropa, respiran una atmósfera húmeda y densa, beben agua del hielo y la nieve, y se abstienen de toda fatiga. La resistencia corporal o mental no es posible allí donde los cambios no son violentos. Debido a estas causas, sus físicos son gruesos, carnosos, inarticulados (anarthra [αναρθρα] ), húmedos y fofos...277 En definitiva, los escitas carecen de diferenciación, tanto entre ellos como en cada uno de sus cuerpos. Debido a que experimentan pocos cambios estacionales se asemejan los unos a los otros y carecen de individualidad. Dado que respiran una bruma húmeda y beben agua helada, sus cuerpos son húmedos y fofos y les falta definición. Y aún más, en ellos, como en el exhausto Orestes y el Hércules moribundo, la inarticulación señala debilidad. Los escitas son i f n pueblo al que le falta resistencia corporal y mental. El autor hipocrático explica que, para compensar su debilidad natural, los escitas se cauterizan ellos mismos en brazos, muñecas, pecho, caderas y lomos: «Debido a su humedad y blandura, no tienen fuerza ni para disparar un arco ni para lanzar una jabalina. Pero cuando han sido cauterizados, el exceso de humedad se seca en sus junturas y sus cuerpos se hacen más tensos (entonotera [εντονώτερα]), más nutridos y mejor articulados»278. La cauterización seca las junturas, articula el cuerpo, lo hace firme. La cauterización es una forma de musculación. Pero ¿musculación para qué? EI reportero griego piensa inmediatamente: para hacer posible el lanzamiento de jabalina y el disparo del arco. Debemos suponer que el placer con el que los griegos se entregaban al físico articulado estaba relacionado con su admiración por los atletas y guerreros; relacionado, también, con su enorme interés por el agon [αγών], la lucha, por esos momentos de tenso esfuerzo cuando las demarcaciones nerviosas aparecen más nítidamente. Pero para juzgar estas conexiones debemos considerar antes dos cuestiones. La primera es la artificialidad del cuerpo exageradamente articulado: es y era el producto de ejercicios extremos y sostenidos. Los cuerpos de los culturistas actuales son comparados con frecuencia,

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y por supuesto ellos mismos se esfuerzan conscientemente en emular, a los nítidamente definidos y «musculosos» físicos contempla-dos en las esculturas griegas. Pero para alcanzar semejantes físicos, incluso el mejor dotado de los culturistas contemporáneos debe seguir un extraordinario régimen de ejercicio lacerante potenciado con la consumición de prodigiosas cantidades de alimentos279. No hay ninguna razón para

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suponer que los atletas griegos lo tuvieran más fácil, que estuvieran naturalmente bendecidos con esos admirados físicos. Ninguna vida ordinaria –incluso una físicamente vigorosa tras labrar o combatir en los campos– podría crear un cuerpo voluminoso y definido como el de Hércules (figura 21). Los médicos y filósofos griegos expresaron sus reservas tanto sobre el proceso como sobre las consecuencias de esa disciplina extrema. Los tratados hipocráticos advertían de que los atletas ponían en peligro su salud al estar, paradójicamente, en «una condición demasiado buena». Pues tal condición no podía persistir durante mucho tiempo y al no poder cambiar para mejorar, lo haría para empeorar280. Además de objetar desde fundamentos filosóficos su preocupación por el cuerpo (y consecuentemente su desdén por el alma), Platón criticaba también las disciplinas atléticas como «perjudiciales para la salud». Pues «si se apartan lo más mínimo del régimen prescrito», observa, «estos atletas están expuestos a grandes y violentas enfermedades»281. Y, por supuesto, existían también peligros de orden moral: los devotos de los gimnasios solían ser muy vigorosos y valerosos, pero si su adiestramiento no era equilibrado mediante la educación y la música, estos hombres se convertían en seres brutalmente duros y crueles282. No obstante, si el físico atlético era esculpido sólo mediante el más extraordinario esfuerzo –y si, además, el resultado de ese es-fuerzo era un cuerpo excepcionalmente vulnerable a la enfermedad y un carácter propenso a la brutalidad–, ¿dónde reside entonces su atractivo? Ya he mencionado la próspera fabricación de ideales tejida alrededor de la articulación. Pero no debemos olvidar otro factor convincente: el énfasis en la fuerza, la lucha y la dureza. Un físico abundante refleja una aguda conciencia de sus opuestos. Así, si bien es cierto que Platón censura la rudeza que la devoción

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exclusiva al adiestramiento físico podría generar, se preocupa igualmente por la influencia reblandeciente de la música. Pues un hombre que se abandona únicamente a la música «se derrite y licua hasta que se disipa su vigor, se desvanece como si fueran los propios nervios del alma y se convierte en un "guerrero frágil"»283. Aunque Platón reclamaba un equilibrio entre «relajación y tensión»284, los escritores griegos evidencian con frecuencia una ansiedad especial a propósito de lo blando y una preferencia marcada por lo duro. Cuando se le propuso al rey Ciro que los persas abandonaran su estéril tierra natal y se desplazaran a las planicies fértiles que habían conquistado, el rey persa replicó que debían actuar sobre esa cuestión como quisieran, pero añadió la advertencia de que, si lo hacían, debían prepararse no para gobernar sino para ser gobernados por otros. «Los países blandos», dijo, «generan hombres blandos. No hay ninguna tierra que produzca magníficos frutos y buenos soldados a la vez». Los persas tuvieron que admitir que esto era cierto y que Ciro era más sabio que ellos; por tanto, lo liberaron y eligieron vivir en una tierra escabrosa y gobernar antes que cultivar las ricas planicies y ser sujetos de otros285. Así finaliza la Historia de Heródoto. Heródoto pone el discurso en boca del rey Ciro, pero los sentimientos son tan griegos como persas. La diferencia entre los cuerpos firmes y los blandos distinguía también a los gobernantes de los esclavos. El tratado Sobre los aires, aguas y lugares se hace eco del mismo contraste. «Allí donde

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la tierra es rica, blanda y bien regada», nos dice, «sus habitantes son carnosos, pobremente articulados (anarthroi), húmedos, vagos y, en general, cobardes por naturaleza». Pero donde «la tierra está desnuda, sin agua, áspera, sacudida por las tormentas de invierno y quemada por el sol, hallarás allí hombres que son duros, magros, bien articulados (diérthromenous [διηρθρωµένους]), bien tensados y peludos; semejantes seres son muy activos, vigilantes, rebeldes e independientes de carácter y temperamento, salvajes antes que dóciles, de una agudeza e inteligencia superiores a la media en las artes y más valerosos que la media en la guerra»286.

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Europa alberga ambientes tanto duros como blandos y, del mismo modo, incluye pueblos duros y blandos. Pero hablando comparativamente, sostiene el autor hipocrático, la oposición entre lo articulado y lo inarticulado, entre el valiente y el pusilánime, corresponde a la división entre Europa y Asia. Debido a que el cambio de estaciones es más violento en Europa que en Asia, el físico europeo varía más que el asiático. El físico y el carácter asiáticos se reproducen exactamente en los escitas. Modelados como los escitas por un clima dotado de poca variación estacional, los asiáticos se parecen unos a otros, sus cuerpos carecen de articulación y sus espíritus reclaman resistencia. En contraste, los europeos «son más valientes que los asiáticos. Pues la uniformidad engendra flojera mientras que la variación promueve la resistencia tanto en el cuerpo como en el alma. El descanso y la flojera son alimento para la cobardía; la resistencia y el ejercicio lo son para la bravura. De ahí que los europeos sean más belicosos... »287. Los cuerpos tensos y enjutos de Europa eran los cuerpos de los robustos conquistadores. El físico individualizado y articulado encarna la identidad europea. En definitiva, las junturas visibles separan una parte del cuerpo de la otra, distinguiendo a unos individuos de otros, dividiendo a euuropeos de asiáticos. A esta lista deberíamos añadir una más: las junturas visibles delimitan a los hombres de las mujeres. De acuerdo con la embriología hipocrática, si al feto macho le cuesta treinta días comenzar a articularse, al feto hembra, siendo más húmedo, le cuesta cuarenta y dos288. Por lo general, los hombres son exaltados y secos mientras que las mujeres son húmedas y frías. Las partes sólidas del cuerpo, como los nervios o los huesos, están formados por el fuego que seca la humedad original289. En la hermenéutica del texto Fisiognomía, los pies, los tobillos y las piernas carnosas y poco articuladas que señalan los caracteres frágiles y cobardes, son también los pies, los tobillos y las piernas típicas de las mujeres. Las piernas nervudas y bien articuladas son características de los hombres290. ¿Pero qué ocurre con los hombres escitas? Son hombres, pero también fofos bárbaros. Y es esto último lo que resulta decisivo. La gran mayoría de los hombres escitas, nos relata el tratado Sobre los ai-

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res, aguas y lugares, «se vuelven impotentes, desempeñan tareas de mujeres, viven como mujeres y hablan como mujeres»291. «Debido a la humedad de su constitución, y a la blandura y la frialdad de su abdomen, no tienen un gran deseo de relaciones sexuales.»292 Por su falta de pasión, como por la falta de forma en sus cuerpos, son co-

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mo eunucos castrados que, en términos del escrito pseudo aristotélico Problemas, se parecen a las hembras, desarrollan una voz femenina y adolecen de un cuerpo amorfo (amorphian [αµορφίαυ]) e inarticulado (anarthrian [αναρθρίαν]) 293. La virtud de la articulación es, por tanto, esencial para la ética y la estética del físico «muscular» anterior a la emergencia de la conciencia muscular. Antes de que quedaran fascinados por las estructuras especiales denominadas músculos, los griegos celebraron ya los cuerpos que poseían un aspecto particular, una especial claridad de formas, una evidente «ensambladura», que identificaron con lo vital como opuesto a lo moribundo, con lo maduro como opuesto a lo aún informe, con lo individual como opuesto a las gentes que se parecen mutuamente, con lo fuerte y valiente como opuesto a lo frágil y cobarde, con los europeos como opuestos a los asiáticos, con lo masculino como opuesto a lo femenino.

Muscularidad y acción

Así, pues, ¿cómo se convirtió ese cuerpo bien articulado en un cuerpo muscular? Llegamos así a nuestra segunda cuestión, la de los orígenes de la conciencia muscular. He afirmado antes que es probable que la emergencia de la anatomía impulsara este desarrollo y he señalado que las primeras discusiones acerca de los músculos se deben a célebres diseccionadores de los siglos primero y segundo de nuestra era: Marino, Eliano, Pélope, Lico y, sobre todo, Galeno. Pero también advertí sobre el peligro de exagerar el papel de la observación anatómica. Ya que si concebimos los músculos simplemente como estructuras que fue-ron vistas por los diseccionadores, esto es, como meros objetos de conocimiento visual, corremos el riesgo de soslayar la característica

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definitiva del nuevo discurso acerca de la muscularidad: mientras que antes los médicos hablaban principalmente de carne al describir el aspecto del cuerpo, ahora invocan los músculos para comprender el funcionamiento del cuerpo. En otras palabras, los múscu-los no son sólo carne percibida con una perspicacia acrecentada, son unos órganos únicos investidos de una función única. Galeno observa que algunos procesos del cuerpo siguen su curso sin nuestra atención y que no podemos influir sobre ellos aunque lo deseemos. Tal es el caso de la digestión y la pulsación. Pero existen también otras actividades, como el andar o el hablar, que de-Penden de nuestros deseos e intenciones. Podemos elegir caminar más deprisa, hacerlo más despacio e incluso detenernos. Podemos alterar la cadencia de nuestro discurso. Podemos hacer todas estas cosas, nos explica Galeno, porque poseemos esos órganos llamados músculos. En esto consisten los músculos: «los órganos de movimiento voluntario»294. Los músculos nos permiten elegir lo que hacemos, cuándo y cómo lo hacemos; y esa elección delimita la división entre actos voluntarios y procesos involuntarios. En definitiva, los músculos nos identifican en tanto que genuinos agentes. Retomo mi argumento principal sobre los orígenes de la conciencia muscular: sugiero que la emergencia de la preocupación por los músculos se encuentra inextricablemente entrelazada con el surgimiento de una concepción particular de la persona. Al trazar la cristalización del concepto de músculo también estamos trazando expresamente, y no es casual, la cristalización del sentido de una voluntad autónoma. El interés por la muscularidad del cuerpo resulta inseparable de la preocupación por la acción del yo.

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Ésta es la razón de que el tratado de Galeno, Sobre el movimiento de los músculos, vaya más allá de una mera exposición de la función muscular y trate los entresijos de la acción y de la auto-conciencia. Después de todo, ¿cómo podemos explicar –si los seres humanos son criaturas musculares y los músculos son los órganos del movimiento voluntario– que un hombre pueda cantar atontado por el alcohol o que camine dormido?295 Estas acciones implican obviamente el trabajo de muchos músculos. Sin embargo, quienes las ejecutan parecen no tener conciencia de estar ejecutándolas.

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El enigma no se limita a rarezas como el sonambulismo. Aparece también en las actividades más cotidianas. Así, el filósofo que camina desde el Pireo hasta Atenas ensimismado en sus pensamientos puede no tener recuerdo de haber completado el camino o de haber prestado atención a sus brazos y piernas. Y la gente absorta en la conversación o en el debate realiza a menudo muecas de las que ellos mismos no son conscientes. Galeno admite que el modo en que el alma actúa no es siempre transparente296. Pero se muestra in-flexible al insistir en que actúa siempre igual. Consideremos lo siguiente: si todas las variedades de músculos dieran paso a su tendencia natural de contraerse –una tendencia fácilmente demostrada al cortar el tendón en el extremo de un músculo – se contrarrestarían recíprocamente y el cuerpo se queda-ría bloqueado con una inmovilidad tetanoide. Que semejante in-movilidad sea excepcional –el hecho es que nos movemos habitualmente–, demuestra que también está actuando otra fuerza, algún poder psíquico (psychike dynamis [ψυχικι δύαµις] ). Otro ejemplo: el brazo de alguien cuyos músculos extensores están cortados se flexiona automáticamente debido a la contracción de los músculos flexores. Pero la persona puede de hecho flexionarlo incluso mucho más, esto es, contraer los flexores más allá de su estado natural de contracción si, sencillamente, decide hacerlo. La flexión completa requiere la acción del alma297. En consecuencia, la vida de una persona no puede ser narrada meramente en términos de procesos naturales como la digestión y la pulsación de las arterias. Más allá de los procesos que se producen por sí mismos, existen también acciones voluntariamente que-ridas por el alma y realizadas por esos instrumentos denominados músculos. Sin embargo, debido a que nuestra atención es irregular, esta intervención psíquica no resulta siempre aparente; somos profundamente conscientes de hacer ciertas cosas pero, de otras, podemos no tener ningún recuerdo de haberlas realizado. Con todo, las simples acciones de sentarse o levantarse, argumenta Galeno, incluso la aparente inactividad, son actos genuinos. Implican la denominada acción tónica (tonike kinesis [τονικι κίνησις]) de los músculos. Nuestra habilidad para mantener una postura dada sólo es

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posible gracias a la activa tensión de una multitud de músculos. Si se elimina el alma viviente, la persona de elegancia escultural de la figura 2 se convierte en floja carne inarticulada. Jean-Pierre Vernant observa que en Homero el cuerpo no se mantiene aislado e independiente, cerrado en sí mismo, sino que «es fundamentalmente permeable a las fuerzas que lo animan, accesible a la intrusión de las fuerzas vitales que le hacen actuar. Cuando un hombre siente alegría, irritación o lástima, cuando sufre, es audaz o siente alguna emoción, está dominado por pulsiones... las cuales, insufladas en

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él por un dios, lo atraviesan como un visitante que viniera del exterior» (las cursivas son nuestras)298. Considerados junto a las observaciones precedentes sobre los músculos y la voluntad, los análisis de Vernant acerca de las arcaicas concepciones de la personificación sugieren una posible razón de por qué, incluso en tiempos de Hipócrates, las representaciones figuradas de lo que nosotros percibimos como muscularidad no estaban acompañadas por un discurso sobre los músculos. Las fornidas protuberancias que anudan las extremidades y los torsos de bestias míticas y de héroes podrían señalar coraje, o fuerza, o pasión; pero al contemplar esos signos, debemos tener en cuenta la antigua tradición que consideraba la fuerza y la pasión y el resto de las virtudes de los héroes no en tanto que cualidades personales enraizadas en un yo interno, sino en tanto que marcas de un favor divino que matiifiesta el influjo de los poderes sobrenaturales299. Hacia el siglo v a. C. comenzamos a entrar en un mundo diferente. A finales del siglo, Sócrates disertará sobre los seres humanos como criaturas centradas alrededor de un núcleo inmortal llamado alma. Pero aún tendrá que pasar algún tiempo para que el alma socrática, prisionera en la carne, evolucione totalmente hasta convertirse en el agente autónomo de Galeno, en un yo provisto de una voluntad muscular. Los fisiólogos del siglo XVII citarán a Galeno como su fuente de autoridad para la definición de los músculos en tanto que instrumentos de la voluntad. Pero Galeno no inventó la fórmula: la encontramos antes en Rufo de Éfeso300. Además, ya hemos señalado que el propio Galeno cita al anatomista Marino como fundador de

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la miología y sabemos que el tratado de Marino sobre anatomía incluía una discusión sobre los movimientos voluntarios. Incluso podemos retroceder aún más. A pesar de que Aristóteles no menciona los músculos al analizar los movimientos de los animales, de hecho distingue entre aquellos movimientos que son hekousious [εκονσίους], motivados por la elección o el deseo, como fabricar una casa o un manto, y aquellos que son akousious [ακονσίους], los cuales ocurren cuando no los elegimos conscientemente, como los movimientos del corazón o del pene, las acciones de dormir y caminar, o la respiración301. Su distinción se asemeja obviamente a la posterior oposición de Galeno entre movimientos voluntarios e in-voluntarios, y quizás refuerza la críptica sugerencia de Galeno, aun-que Aristóteles nunca observara ni conociera los músculos, de que Aristóteles los conocía sin embargo en teoría302. Con todo, existen diferencias notables. Consideremos de nuevo el tema de la articulación. El lenguaje, la articulación de la voz, requiere cierta anatomía; pero más allá de esto, el dominio de sí mismo es también esencial. Ésa sería la razón por la que los bebés no pueden hablar. Pues, tal y como explica Aristóteles, «hasta que no poseen el apropiado control sobre sus extremidades en general, no pueden controlar su lengua que aún es imperfecta y que alcanzará la libertad total de movimientos más tarde; hasta entonces, mascullan y cecean la mayor de las veces»303. La articulación es, por tanto, una cuestión tanto de función como de es-tructura, una relación entre la persona y el cuerpo. Los bebés sólo pueden mascullar y cecear, y no pueden hablar, porque aún no pueden controlar sus lenguas, moverlas como desean. Para Aristóteles, sin embargo, esta relación entre la persona y el cuerpo constituye sólo una parte de una larga cadena de causas. El movimiento no puede ser nunca

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completamente explicado por la disposición y los deseos de la persona aquí y ahora. La posibilidad misma de la más simple de las acciones –abrir y cerrar nuestros ojos, por ejemplo– está enraizada en un pasado anterior a la conciencia, anterior incluso al nacimiento, cuando la Naturaleza dio forma al embrión:

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Puesto que la Naturaleza nada hace en vano, la separación de los párpados y la habilidad para moverlos deben coincidir en el tiempo. Así, la culminación de la formación de los ojos viene más tarde, debido al gran número de maduraciones requeridas por el cerebro, y se produce al final, después del resto de las partes, porque el movimiento debe ser muy fuerte y poderoso para mover partes que se encuentran tan alejadas del primer principio y tan sometidas al frío. Que tal es la naturaleza de los párpados queda demostrado por el hecho de que incluso si un ligero peso afecta a la cabeza durante el sueño o una intoxicación o cualquier otra cosa de ese género, somos incapaces de levantar los párpados aunque su gravidez sea leve304. ¿Por qué somos incapaces, a veces, mientras estamos dormidos o bebidos, de resistir incluso el más liviano cierre de nuestros párpados? Aristóteles ve una parte esencial de la respuesta en el proceso original por el cual el pneuma innato (symphyton pneuma [συφυτον πνευµα] ), la ardiente y divina respiración de la Naturaleza, brota desde el corazón (el primer principio), articula el húmedo embrión y, finalmente, separa los párpados. Su explicación de cómo los cielos etéreos están relacionados con los movimientos animales no resulta clara por entero, pero no hay ninguna duda de que consideraba que dicha relación era vital305. Y en esta convicción vislumbramos la distancia que aún separa su relato de la animación de la voluntad muscular que tanto fascinaba a Galeno. Georges Canguilhem los pone en contraste del siguiente modo: Para Aristóteles, todo movimiento depende de un primer motor inmóvil. Todo movimiento en la naturaleza se sostiene, por respiración y por imitación, gracias a un acto supranatural. En el más perfecto de los animales terrestres, el ser humano, hay un alma que penetra en el embrión desde el exterior y que procede del éter divino, el alma de las estrellas... Para Galeno, el movimiento es la auténtica expresión de una espontaneidad interna... Por tanto, en la concepción de Galeno, el movimiento de un ser viviente es el efecto de una fuerza inmanente en el organismo. El animal... se mueve por sí mismo en su medio ambiente... El animal, en sus movimientos musculares, se propulsa desde su propio centro306.

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Las observaciones de Canguilhem apuntan hacia otro modo de reconstruir los orígenes de la conciencia muscular –en términos de un cambio desde la teleología del movimiento cósmico a los movimientos de los agentes espontáneos. Al tratar la historia de la palpación, he subrayado cómo la manera en que percibimos algo debe mucho al modo en que la imaginamos. Pero, en el caso del cuerpo, ese objeto imaginado no es otro que nosotros mismos, y el problema de los modos de ver se funde con la cuestión de la identidad personal. La historia del cuerpo muscular griego implica, desde muy temprano, la historia de cómo se definían los hombres griegos en relación a varios Otros –animales, bárbaros, mujeres–. Y, posteriormente, se entrelaza también con

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la evolución de otro aspecto, menos estudiado, de la autodefinición, es decir, la relación de uno mismo con el cambio. La obsesión por los músculos refleja el nacimiento de una nueva experiencia de vida encarnada y una percepción alterada de las personas. En lo sucesivo, el núcleo de todas las interpretaciones del cuerpo estará encuadrado por la dicotomía que opone a los procesos que sencillamente ocurren, naturalmente o por casualidad, y a las accione iniciadas por el alma. Recordemos que el tratado hipocrático Sobre el corazón identificaba el corazón como «un músculo muy fuerte», que, de hecho, coincide con la visión moderna. Y, por tanto, puede resultar paradójico que en el período posterior a Hipócrates, precisamente cuando la anatomía y el discurso de la muscularidad florecieron verdadera mente, los médicos griegos sufrieran un retroceso y dejaran de considerar al corazón como un músculo. La paradoja tiene una explicación sencilla. En el tratado Sobre el corazón, la noción de músculo es aún vaga; el corazón es denominado músculo debido simplemente a su carne densamente comprimida. Para Galeno, el quid de la muscularidad es la función. El corazón no es un músculo porque se mueve por sí mismo, porque no es un instrumento de la voluntad. No podemos iniciarlo o detenerlo como nosotros queremos307. Consideremos de nuevo el capítulo 1 y veamos el nacimiento del diagnóstico mediante el pulso con una nueva luz. Los médicos grie-

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gos como Alejandro y Demóstenes, recordémoslo, definieron el pul-so como «la contracción involuntaria del corazón y las arterias». Antes que ellos, Herófilo había iniciado la empresa de la esfigmología atrayendo la atención sobre el pulso como algo que «existe naturalmente y nos asiste involuntariamente en todo momento». Subrayando su aislamiento del pulso como algo radicalmente diferente de los estremecimientos y los espasmos, se encuentra la separación del corazón y las arterias de las partes «nerviosas» (to neurodes [το νευρώδες]) del cuerpo, específicamente, los nervios, los músculos y los tendones. Para Herófilo, esta repartición anatómica correspondía a la dualidad básica de la vida humana: mientras que los movimientos (le las partes «nerviosas» están sujetos a la elección intencional (prohairesis [προαίρεσις]), las pulsaciones del corazón y las arterias se encuentran fuera del control consciente308. «Una vez permití a alguien que sostuviera un corazón con unas tenazas de herrero», relata Galeno, «pues saltaba de sus manos debido a las violentas palpitaciones; pero incluso entonces el animal no sufrió ninguna merma en la sensación o en el movimiento voluntario. Lanzó un chillido agudo, respiró sin impedimentos y mantuvo sus extremidades en un violento movimiento... Una vez establecidos estos hechos, otro hecho importante viene a luz como consecuencia: que el corazón no necesita en ningún caso del cerebro para ejercer su propio movimiento, ni el cerebro necesita del corazón»309. Semejante separación de poderes era la tesis central del tratado de Galeno Sobre las doctrinas de Hipócrates y Platon. Galeno no pretendía tanto decidir entre la supremacía del cerebro y la supremacía del corazón sino, antes bien, demostrar la existencia de dos funciones distintas e independientes (aunque, por supuesto, interrelacionadas): la sensación, localizada en el corazón, y la voluntad y la sensibilidad, localizadas en el cerebro. El problema de la teoría cardiocéntrica no es tan sólo el decidido énfasis en el corazón, sino su visión indiferenciada de la psicología humana. La oposición de Herófilo frente a la separación entre las partes nerviosas y el corazón y

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las arterias no fue aceptada inmediatamente. Muchos, incluso en tiempos de Galeno, seguían a Aristóteles y a

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Crisipo a la hora de localizar no sólo las emociones, sino también el habla, el juicio y la voluntad en el corazón. Así, se maravillan, nos dice Galeno, «cuando de pronto oyen que el habla procede del cerebro y se maravillan aún más y nos llaman formuladores de paradojas cuando oyen que todos los movimientos voluntarios son producidos por los músculos»310. La persistencia de semejantes actitudes refuerza presumiblemente el comentario de Galeno de que «las extremidades son movidas por los músculos, que es como son denominados (hoi de onomazomenoi myes [οι δε ονοµαζόµενοι µύες]) », como si la propia noción de músculo no hubiera sido aún universalmente aceptada y autorizada311. Por tanto, en cierto sentido, la fijación en los músculos y el nacimiento del diagnóstico mediante el pulso representan las dos caras opuestas de un único desarrollo. No podemos comprender ninguna excepción ponderando la emergencia de una escisión fundamental en la auto-comprensión occidental: la ruptura entre las acciones voluntarias y los procesos naturales. El pulso no revela nada, tal y como lamentaría John Donne más tarde, sobre el pecado, la redención y el estado del alma eterna. Ni tampoco expone las decisiones del alma. Pero, por otro lado, expresa la enorme dimensión de la existencia humana sobre la que la naturaleza podría reclamar: todos los cambios, fisiológicos y patológicos, que se sitúan más allá del alcance de la volición, los impulsos y los anhelos –como la pasión secreta del príncipe Antíoco– que mueven a la persona sin tener en cuenta la voluntad.

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Capítulo 4 La expresividad de los colores

El hecho principal acerca de una flor consiste, pues, en que es parte de la forma de una planta desarrollada en el momento más intenso de su vida; y este arrobamiento interno viene, por lo general, marcado externamente 'ara nosotros por el arrebato de uno o más de los colores primarios.

John Ruskin, Queen of the Air Los médicos en China soslayaron gran parte de los detalles observados por los diseccionadores griegos e incorporaron rasgos invisibles que la disección jamás podría justificar. Esto es, específicamente, lo que hace que la acupuntura parezca un misterio: la ciega indiferencia respecto a las afirmaciones de la anatomía. Sin embargo, esa indiferencia ante la anatomía no significa un desaire a los ojos. En absoluto: los antiguos médicos chinos mostraron una gran fe en el conocimiento visual. Como sus homólogos griegos, escrutaron el cuerpo atentamente. Sólo que, por alguna razón, lo hicieron de manera diferente. El anjing declara: observar y conocer la enfermedad es «divino» (shen), conocer escuchando u oliendo es «sabio» (sheng), preguntar y conocer es «astuto» (gong), tocar y conocer es sólo «hábil» (qiao)312. La perspicacia divina corona, por tanto, la jerarquía de los recursos diagnósticos. El Lingshu clasifica las habilidades perceptuales de un

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modo ligeramente distinto, pero también otorga prioridad a la observación «iluminada» (ming)313. El Shanghanlun es directo: el médico que conoce mediante la observación pertenece a la clase más alta (shanggong); el médico que conoce preguntando pertenece a la clase media (zhonggong); mientras que el médico que conoce mediante el tacto pertenece a la clase inferior (xiagong)314. La maestría de la medicina se define, en primer lugar, por un ojo excepcional.

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Consideremos ahora el caso del legendario Bian Que, el nombre más reputado de la historia de la medicina china. Nos cuentan que, originalmente, Bian Que no tenía ninguna relación con las artes de curación. Se dedicaba a administrar una casa de huéspedes cuando, un día, un huésped de avanzada edad llamado Changsang Jun se sentó junto a él. «Poseo destrezas secretas», le confesó el invitado, «pero soy ya anciano y quisiera transmitirlas». Tras preparar un elixir, Changsang Jun le aconsejó: «Bebe esto con rocío fresco duran-te treinta días y sabrás muchas cosas». Bian Que hizo lo que el anciano le pidió y pronto descubrió que podía ver a través de los muros y en el interior de los cuerpos315. Por tanto, la vista penetrante es la clave para su transformación en el «Hipócrates de China». En parte al menos, el nombre de Bian Que se convirtió en un sinónimo de talento médico gracias a que veía, literalmente, lo que otros no podían ver. Como tendremos ocasión de comprobar más adelante, en su célebre diagnosis del duque Huan, Bian Que traza el progreso de la enfermedad del duque no ya preguntando, olfateando o palpando, sino tan sólo contemplándolo con atención a distancia. Los especialistas han hablado en alguna ocasión de la hegemonía de lo visual como un rasgo peculiar de Occidente316. Y es cierto que el discurso epistemológico europeo asoció durante mucho tiempo el ver y el conocer, la visión y la percepción, la observación y la experiencia, la autopsia [αυτοψία] y la empeiria [εµπειρία]. Los términos griegos tales como noos, idea y eidos, lo hemos apuntado antes, comprenden el mismo acto de pensar como una forma de visión. Pero cualquier forma de contraste que enfrente la tradición visual a la no visual resulta demasiado tosca. Por su parte, los filósofos chinos hablan de la oscuridad (xuan) y de la fina sutileza (wei) de la Vía, y de la brillantez (ming) de la inteligencia, y de la contemplación (guan) de los principios cósmicos. Y las evidencias contenidas en el anjing y en la leyenda de Bian Que certifican que, también para la medicina china, la visión reclamaba un estatus privilegiado. Pero, por supuesto, esta evidencia alberga también una diferencia reveladora: el conocimiento visual en la medicina china es, prin-

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cipalmente, una cuestión de visión diagnóstica. Implica más una adiestrada observación de personas vivas antes que de cadáveres inertes. En consecuencia, éste será el centro de atención de lo que a continuación sigue: el modo en que los médicos chinos escruta-ron lo viviente. Quisiera, no obstante, comenzar con el modo en que éstos inspeccionaron lo inerte. Aunque la anatomía nunca llegó a predominar en China como una manera de comprender el cuerpo, no era del todo desconocida317. En el tratado 12 del Lingshu, el ministro Qi Bo interroga al Emperador Amarillo acerca de qué puede aprenderse

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«diseccionando e inspeccionando»; y la biografía de Wang Mang contenida en el Hanshu registra que en el año 16 d. C. se llevó a cabo una disección. Ambos pasajes son breves y, juntos, representan las únicas referencias explícitas de anatomía médica en la China antigua318. Con todo, resultan esclarecedoras.

Atisbos de una anatomía alternativa Wangsun Qing, el cofrade de Zhai Yi, fue capturado. Wang Mang envió a su médico de Palacio personal y a los artesanos del Directorio de Manufacturas Imperiales para que trabajaran con diestros carniceros en la disección de Wangsun. Midieron y pesaron sus cinco vísceras sólidas y se sirvieron de listones de bambú para trazar el curso de sus mo con el propósito de aprender dónde comenzaban y dónde terminaban. [El emperador] dijo que [este conocimiento] podía utilizarse para curar enfermedades319. Wangsun Qing era un aliado del rival derrotado por Wang Mang, el rebelde Zhai Yi; y, a partir de esta circunstancia, hace me-dio siglo, Mikami Yoshio propuso la hipótesis de que había un aspecto punitivo en esta disección320. Desde luego, dicha posibilidad no puede descartarse del todo. No sería la primera vez que la curiosidad y la crueldad cooperan en concierto. Cuando el vicioso ti-rano Zhou capturó a Bi Gan, comentó, según se afirma: «He oído que el corazón de un sabio posee siete orificios» y ordenó que el rebelde fuera abierto en canal para comprobarlo321. Pero la hipótesis

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de Mikami contiene la dificultad de que el propio relato del Hanshu no menciona una sola palabra sobre venganza y de que los procedimientos que en él se describen no revelan malicia alguna. En cambio, se nos dirige explícitamente hacia otra meta: la adquisición de facultades que puedan resultar útiles para la cura. ¿Era éste el motivo principal de la disección o tan sólo un beneficio accesorio reconocido en el transcurso de la operación? El pasaje no lo dice. En cualquier caso, supone una extraordinaria expectación. Los estudiantes que comienzan el estudio de la anatomía saben hasta qué punto resultan frustrantemente elusivas incluso las estructuras principales, aún hoy en día, con la ayuda de profesores, modernos atlas y manuales de disección que los guían paso a paso. La disección de Wangsun Qing fue ostensiblemente la primera, y muy probablemente la sola disección jamás realizada en la China antigua. Por tanto, cabría esperarse que los diseccionadores procedieran con menos seguridad; pero el relato del Hanshu no revela ninguna incertidumbre. Muy al contrario, evidencia una notable confianza tanto acerca del método de investigación como de la utilidad del conocimiento resultante. Los diseccionadores sabían exactamente lo que querían conocer. Sin dudar, aparentemente al menos, se pusieron a medir y a pesar las vísceras y a trazar el curso de los vasos sanguíneos. El tratado 12 del Lingshu arroja alguna luz sobre la lógica de esos procedimientos. La altura de los cielos, la anchura de la tierra, de-clara Qi Bo, trascienden aquello que los seres humanos pueden mesurar. En cambio, el cuerpo humano es directamente accesible y de unas proporciones modestas. Uno puede medir su superficie y, tras la muerte, puede también diseccionarlo. Mediante la disección uno determina la consistencia de los zang (vísceras sólidas), el tamaño de los fu (vísceras huecas), su capacidad de almacenamiento, la ex-tensión de los vasos, la claridad o turbieza de la sangre y su cantidad, qué vasos contienen más sangre y menos qi, y en cuáles ocurre lo contrario. Todos estos elementos tienen su norma, su medida (dashu) 322.

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Conviene recordar en este punto la apología de Aristóteles en favor de la anatomía. En Partes de los animales, este pionero de la di-

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sección griega nos recomienda encarecidamente el estudio de las plantas y de los animales puesto que son accesibles, mientras que el Ser celestial, al que todos anhelamos conocer, se encuentra fuera del alcance de nuestros sentidos. Qi Bo, por su parte, contrasta la inmensidad incognoscible del universo con el cuerpo finito mensura-ble, y sugiere que es posible vislumbrar el primero en el último. Justo antes de ese pasaje ya había relacionado cada uno de los principales conductos del cuerpo con los grandes ríos de China. Es en respuesta a la pregunta del Emperador Amarillo acerca de la aplicación práctica de semejantes correspondencias –acerca de cómo debieran guiar la profundidad de inserción de las agujas o el número de conos de moxa que debieran ser quemados– cuando Qi Bo expone el sentido y los usos de la disección. Como Aristóteles, pues, Qi Bo aproxima la anatomía a una suerte de investigación cósmica. Pero este último escruta detalles que la observación aristotélica, centrada en el diseño, en la forma tal y como la manifiesta los fines de la Naturaleza, ignoraba. Qi Bo trataba (le aprehender las medidas del cuerpo, conocer sus números. La expresión dashu, «gran número», responde a las regularidades celestes descubiertas por los astrónomos, a los secretos del adivino. No es de modo alguno casual si coincide el número de extremidades de una persona con las cuatro estaciones y las cuatro direcciones; los cinco zang, con los cinco planetas; los doce conductos que recorren el cuerpo, con los doce ríos que llevan la vida las tierras del Reino Central. La disección de Wangsun Qing tiene lugar en una cultura donde los números confirman la resonancia entre el macrocosmos y el microcosmos y condensan el ordena-miento regulado del mundo. Sin embargo, las dimensiones anatómicas citadas de hecho en el eijing y en el anjing no responden a ningún diseño cósmico evidente. Y esos textos tampoco pretenden interpretarlas en ese sentido. Si bien es cierto que la fe en las correspondencias numéricas contribuyó a racionalizar la disección china, no parece que haya predeterminado en cambio los descubrimientos. Los números son demasiado diversos y precisos. Se leen como verdaderos registros323. El cráneo mide 26 cun de perímetro, la circunferencia del pecho

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es de 45 cun, y el perímetro de la cintura es de 42 cun. Desde la punta de la cabeza hasta la nuca hay 12 cun. Desde el cabello hasta la barbilla hay 10 cun324. Se nos dice que al medir el perímetro, la anchura y la extensión de los huesos y las articulaciones, también puede establecerse la largura de los vasos móviles. Éstas son algunas de las medidas más sencillas, aquéllas tomadas en la superficie del cuerpo. Otros cálculos resultan más complicados. El Lingshu reconoce que la boca tiene una anchura de 2,5 cun; desde los dientes hasta la parte trasera de la garganta hay 3,5 cun; la capacidad de la cavidad oral es de 5 he. La lengua pesa 10 liang mide 5 cun de largo y 2,5 cun de ancho. El estómago pesa 2 jin, 2 liang mide 2 chi, 6 cun de largo, y 1 chi, 5 cun de circunferencia; su capacidad es de 3 dou, 5 sheng. La vejiga pesa 9 hang, 2 zhu; mide 9 cun de ancho y su capacidad es de 9 liang, 9 he. El listado continúa325.

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Éstos no eran probablemente promedios calculados a partir de la inspección de muchos cadáveres. La ausencia de otras referencias a la anatomía en la China antigua argumenta en contra. Además, varios textos que ofrecen listados de dimensiones anatómicas repiten, en su mayoría, los mismos resultados, dejando entrever que las cifras citadas pudieran haber derivado de la sola disección de Wangsun Qing326. Sin embargo, al mismo tiempo, esta única disección fue con toda claridad una investigación rigurosa. La naturaleza de las medidas nos obliga a imaginar un proceso sistemático, que requiere mucho tiempo, con los diseccionadores aislando y seccionando cada órgano, separándolo, calibrándolo con las básculas, realizando en él una abertura, llenando luego el órgano con grano o agua, después vaciando el grano o agua y midiendo, pesando, calculando. ¿Por qué se tomaron tantas molestias? ¿Qué esperaban aprender? Ya hemos señalado la creencia en las correspondencias cósmicas. El método manifiesto en la disección sugiere, sin embargo, otra posible inspiración. Me refiero al ethos del Estado unificado. El primer emperador Qin persiguió un ambicioso programa de normalización, especificando el contenido en metal de las monedas, la anchura de las ruedas, la amplitud de los caminos; decretó medidas universales para la longitud y el peso, prescribió una escri-

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tura uniforme simplificada, e intentó, más notoriamente, insensibilizar de heterodoxia las mentes quemando los libros heterodoxos. Y aunque este último acto fue ampliamente vilipendiado, los gobernantes de las dinastías subsiguientes continuaron insistiendo en las normas establecidas. Cuando el Emperador Amarillo afirma en el tratado 14 del Lingshu: «Quisiera oír más acerca de las dimensiones de los plebeyos. ¿Cuáles son la anchura y la largura de los huesos y de las articulaciones en alguien que mide siete chi y medio de alto?» 327, es posible escuchar la voz de una Staatwissenschaft tratando de encajar la diversidad humana en el interior de las normas numéricas. La disección de Wangsun Qing fue una rara, quizás una única, excepción. En conjunto, la inspección anatómica nos deja tan sólo tenues impresiones sobre la concepción del cuerpo de la China antigua. No obstante, la excepción refuerza una importante lección del capítulo precedente, esto es, que existe más de un modo de abrir el cuerpo y de mirar en él, que lo que habitualmente denominamos anatomía es sólo una clase de anatomía328. Cuando los diseccionadores inspeccionaron el cuerpo en la China antigua, no vieron los nervios y los músculos que los anatomistas griegos consideraban tan llamativos. Se entretuvieron, en cambio, en medir lo que Galeno y sus predecesores ignoraron por completo329.

Sobre la noción de estructura somática Con todo, ¿qué decir de las conexiones funcionales entre las vistieras medidas con tanto esmero y la unidad del cuerpo como un todo? La anatomía griega pretendía mostrar la estructura del gobierno somático, elucidar el modo en que centros como el cerebro y el corazón gobernaban la periferia (los músculos, las arterias pulsantes). Si las investigaciones registradas en el Hanshu no parecen anatomía «real», ello se debe en gran medida a que se muestran indiferentes a los usos de las partes que se disponen a

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medir, a que se despreocupan sobre cómo funciona el cuerpo. Francamente, esto no es totalmente cierto. Después de todo, los

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diseccionadores intentaron trazar el curso de los mo con listones de bambú, medir su extensión, comprobar la claridad o turbieza de la sangre en cada uno de ellos, calibrar cuáles tenían más sangre y me-nos qi, y en cuáles ocurría lo contrario; y todo ello, con toda certeza, porque los vínculos definidos por los mo poseen un significado funcional. El mo que circula alrededor del hígado desemboca en los ojos; de ahí el vínculo entre la debilidad del hígado y el titubeo de la vista. El mo que emerge desde los pies y sube a través de la vejiga sigue su camino hacia arriba por el costado del cuerpo, se enrolla alrededor de los oídos y entonces penetra en ellos; ésta es la razón de que se trate la vejiga en caso de mareos y zumbidos en los oídos. Igual que los nervios y los vasos sanguíneos de la anatomía occidental, los mo vinculan los destinos de partes distantes. Pero, a diferencia de los nervios y los vasos sanguíneos, los mo forman un círculo sin ninguna fuente de control. La palpación de los mo proporciona la visión de todas las vísceras por igual, no sólo, ni siquiera principalmente, el corazón. La circulación comienza y regresa simplemente a un lugar, el cun-kou, la abertura de la muñeca330; carece de motor original, de primer agente. En este punto, las intuiciones chinas difieren fundamentalmente de las griegas. Incluso antes de la emergencia de la anatomía, las reflexiones griegas sobre el cuerpo subrayaban la pregunta de dónde se encuentra el principio dominante (arche [αρχή]), su supervisor (hegemonikon [ηγεµονικόν] ). Y aunque las opiniones varían –Platón y Diógenes promulgaban la supremacía del cerebro mientras que otros como Aristóteles defendían la hegemonía del corazón–, todos dan por sentado el problema. Los movimientos en una persona debían emerger desde una última fuente. Debía haber un gobernante. La concentración que encontramos finalmente de intenso interés anatómico en el cerebro y en el corazón debió mucho a esta preocupación por los orígenes. Los diseccionadores griegos asumían, como una cuestión evidente, que en esto consistía principal-mente la comprensión de la estructura del cuerpo: la elucidación de la estructura de control. Galeno, en su anatomía, postuló una di-visión tripartita del poder y asoció los nervios al cerebro, las arterias,

166 al corazón, y las venas, al hígado; pero el problema del gobernante último siguió siendo central para su pensamiento. Las tres fuentes no eran desde luego iguales: en tanto que emplazamiento de la razón, el cerebro ejercía la supremacía. Ningún soberano comparable gobierna el cuerpo chino. En efecto, cuando el eijing establece un paralelismo entre el cuerpo y el espacio político, habla del corazón como el señor gobernante (junzhu zhi guan) e incluso dota al corazón de inteligencia (shenming). Pero el corazón difícilmente puede monopolizar los recursos mentales de una persona. La capacidad de decisión, por ejemplo, pertenece a la vejiga, la capacidad para calcular planes reside en el hígado, la destreza se localiza en los riñones, y el sentido del gusto, en el bazo331. En China, los relatos sobre el corazón ofrecen muy pocos atisbos acerca del dominio autoritario incluido en la expresión griega hegemonikon. En la dinámica china de las cinco fases, el corazón conquista los pulmones, pero, a su vez, tiende a ser superado por los riñones, y éstos, por el bazo, y el bazo, por el hígado, y el hígado, por

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los pulmones. El poder circula. Ningún zang domina sobre el resto. Leída de manera aislada, la aseveración del Suwen de que «el corazón gobierna los mo» (xin zhu mo) puede parecer que contradiga mi tesis acerca de la sangre y la respiración circulando sin una fuente dominante. «El corazón gobierna los mo» conjura la imagen de un corazón bombeante y las arterias pulsantes. Sin embargo, las observaciones que siguen a esta declaración indican otra clase de vínculos. Si, el corazón gobierna los mo; pero en el mismo sentido en que los pulmones gobiernan la piel, el bazo gobierna la carne, el hígado gobierna los nervios y los riñones gobiernan los huesos332. Considerada atentamente y como un todo, esta lista expresa una visión crítica: la concepción china del cuerpo difiere del cuerpo concebido por la anatomía griega no sólo por la multiplicidad y la igualdad de las fuentes gobernantes, sino también, y más profundamente, por una concepción alternativa del gobierno. Si se bloquea una arteria, el pulso desaparece. Si se corta un nervio, el brazo cae flojo. Los efectos son directos e inmediatos. Fue a

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través del ensayo y de las observaciones de este tipo como Galeno demostró el gobierno del corazón sobre las arterias y el control del cerebro sobre los músculos. Y semejantes conexiones proporciona-ron también la evidencia principal sobre el modo en que el estudio de la estructura anatómica ilumina la función de lo viviente. El gobierno (zhu) en la medicina china une las partes de un modo bastante diferente. Un debilitamiento del bazo puede desembocar en un adelgazamiento, y los daños en los pulmones pueden curtir la piel, pero hay algo de indirecto y alusivo en estos efectos que los hace distintos de la parálisis causada por el corte de un nervio. Antes de que la causa se vuelva completamente manifiesta en el efecto, pueden pasar días, meses, incluso años. Estamos tratando con conexiones que abarcan no sólo partes distantes, sino tiempos distantes. Estamos tratando con vínculos invisibles para la disección. ¿Qué clase de vínculos son éstos? ¿Cómo concibieron los médicos chinos la estructura del gobierno (zhu)? Ninguna anécdota en la historia médica china ha sido tan repetida como la del encuentro entre el duque Huan con el legendario médico Bian Que: Bian Que pasaba por el país de Qi. El duque de Qi le propuso ser su huésped. Pero cuando fue recibido por el duque, Bian Que le advirtió: «Mi señor tiene una enfermedad que reside en los poros de la piel. Si no es tratada, se agravará aún más». El duque Huan replicó: «No estoy enfermo». Bian Que salió de la sala y el duque Huan comentó a sus encargados: «Los médicos son codiciosos. Quieren ganar crédito curando a gente que no está enferma». Cinco días después, Bian Que fue recibido de nuevo en audiencia. Y, una vez más, advirtió al duque: «Mi señor tiene una enfermedad que reside en los vasos sanguíneos. Si no es tratada, me temo que se agravará aún más». El duque contestó: «No estoy enfermo».

Bian Que abandonó la sala. El duque estaba disgustado. Cinco días después, Bian Que fue recibido de nuevo. Instó al duque: «Mi señor tiene una enfermedad que reside en el estómago y los intestinos. Si no

es tratada, se agravará aún más». 168

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El duque Huan no respondió. Bian Que dejó la sala. El duque estaba disgustado. Cinco días más tarde, Bian Que fue recibido de nuevo. AI observar al duque Huan a distancia, reculó y salió apresuradamente. El duque envió a uno de sus hombres para que se informara acerca de las razones de semejante comportamiento. Bian Que explicó: «Cuando la enfermedad reside en los poros, puede ser trata-da mediante cataplasmas. Cuando reside en los vasos sanguíneos, puede ser tratada con agujas. Cuando reside en el estómago y los intestinos, puede ser tratada con medicinas. Pero cuando la enfermedad reside en la médula espinal, ni siquiera el Dios de la Vida puede hacer algo para remediarlo. La enfermedad del duque reside ahora en la médula espinal y, por ese motivo, yo ya no tengo más consejos que dar». Cinco días más tarde, el duque se sintió indispuesto. Alguien fue enviado para convocar a Bian Que, pero éste ya había huido. El duque Huan murió poco después333. Las historias de la medicina china relatan habitualmente esta anécdota, con grados variables de distancia crítica, como un testimonio hagiográfico acerca del talento asombroso de Bian Que; pero también podríamos leerla plausiblemente, y más interesante-mente, en tanto que fábula instructiva sobre los límites de la medicina como ciencia, sobre el modo en que la capacidad de penetración más divina resulta derrotada por la desconfianza. Auntitte, en última instancia, nuestra atención se centra en su descripción de cómo una persona enferma paulatinamente. La ignorancia y el descuido pueden agravar una enfermedad, un ligero malestar puede convertirse en una grave afección. Semejante lenguaje asocia sutilmente la patología con intuiciones de gravedad,gravitas, como si el avance de la enfermedad consistiera en un pro- remo mediante el cual el cuerpo se fuera cargando, abrumando, cadavez más. Por el contrario, el análisis que Bian Que hace del hundimiento del duque Huan reclama más bien un sentido de equilibra- do espacial, una concepción del cuerpo estructurado por la lógicade la profundidad y una teoría de la enfermedad comprendida entanto que penetración progresiva del veneno. Alcanzados la piel y poros, una enfermedad se hunde constantemente, implacable-

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mente, hacia adentro, hacia los conductos, los nervios, la carne, las vísceras, y la médula de los huesos. Cuando aún merodea cerca de los poros, puede ser expelida mediante cataplasmas o acupuntura; conforme va escarbando más profundamente, deben ingerirse medicinas; hasta que, al final, la enfermedad se infiltra en la médula, donde ya no tiene remedio alguno. ¿Mediante qué procesos se desarrollan los desórdenes imperceptibles hasta convertirse en enfermedades mortales? Aunque la interpretación esbozada más arriba aparece en la biografía de Bian Que redactada por Sima Qian –es decir, en el interior de una narrativa histórica antes que en un tratado técnico–, captura la esencia esquemática de lo que también hallamos en los clásicos de la literatura médica. El eijing describe la enfermedad brotando y desplegándose en una gran variedad de patrones, que incluye, a ve-ces, su diseminación desde las vísceras internas; con todo, en medio de esa diversidad, encontramos algunos temas recurrentes, paradigmas ejemplares que los médicos sabían que no podrían explicar todas las afecciones, pero que, sin embargo, resumían el sentido más profundo de lo que para ellos era la enfermedad. De entre esos paradigmas, el más poderoso e influyente de todos era el que imaginaba las nocivas respiraciones del exterior infiltrándose en el espacio equilibrado del cuerpo. «Los vientos dañinos se cruzan con uno tan suavemente como la brisa y el viento»,

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afirma el Suwen, y «el más hábil de los sanadores trata los cabellos de la superficie (pimao) ». Los vientos son «el comienzo de las cien enfermedades», y los mejores médicos son aquellos que los dispersan antes de que se extiendan dentro. «El siguiente mejor sanador es aquel que trata los tejidos subcutáneos (jifu); el siguiente mejor sanador es aquel que trata los nervios y los vasos; el siguiente mejor sanador es aquel que trata las seis vísceras huecas; el siguiente mejor sanador es aquel que trata las cinco vísceras sólidas. Cuando uno trata las cinco vísceras sólidas, uno se encuentra entonces tratando a alguien que ya está me-dio muerto, que está sólo vivo a medias...»334 Tanto la destreza de los sanadores como la seriedad de las enfermedades pueden, por tanto, ser dispuestas en el espacio, medidas por los niveles que se-

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paran los finos cabellos de la superficie del cuerpo de las vísceras sólidas del interior. Justo después de esta clasificación de los sanadores, el Suwen profiere la sinopsis de la palpación citada en el capítulo 1: «Al palpar el chi y el cun, uno comprueba si el mo es flotante o hundido, resbaladizo o áspero, y conoce así el origen de la enfermedad»335. Las aseveraciones sobre lo resbaladizo y lo áspero, convinimos anteriormente, reflejan la primacía del flujo en la imaginación de los mo. Ahora podemos apreciar la trascendencia especial de lo flotante y lo hundido. Si se colocan los dedos suavemente y se percibe abundancia pero el mo desaparece cuando los dedos presionan con mayor fuerza, ese mo es denominado flotante; si, por el contrario, no se siente nada con un toque ligero pero se descubre abundancia al presionar más profundamente, se trata de un mo hundido. Este par de conceptos comunica la naturaleza de una enfermedad, el tra-tado 59 del Lingshu explica: lo flotante y lo hundido corresponden, respectivamente, a las aflicciones superficiales y profundas336. El tratado 18 del Suwen sostiene de manera similar: un mo hundido y duro significa que la enfermedad reside dentro; un mo flotante e hinchado indica inhalaciones dañinas asediando la superficie, la piel, los poros, los nervios337. Pero no siempre estos dos conceptos señalan una enfermedad. En primavera, por ejemplo, es natural que el mo sea flotante, pues las energías vitales irradian hacia fuera; y, en invierno, normalmente el mo se hunde puesto que el qi se refugia en el interior. El mo flotante es yang, y el mo hundido es yin, dice el tratado 4 del anjing. La oposición entre lo flotante y lo hundido constituye, quizás, la distinción más fundamental en el qiemo, y ello porque en la medicina china todos los cambios que ocurren en el cuerpo, tanto los fisiológicos como los patológicos, están gobernados por la lógica de la profundidad. De hecho, lo flotante y lo hundido eran invocados en dos sentidos separables. Además de especificar ciertas cualidades en el mo, ese par de nociones también nombra lugares fijos de palpación. Recordémoslo: el diagnóstico cunkou triseca la muñeca horizontal-

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mente en cun, guan y chi, pero, a su vez, cada uno de éstos es escindido verticalmente en las posiciones flotante y hundida. Éste es el modo en que los médicos diagnosticaban las seis vísceras en cada muñeca. En la posición flotante, al sentir el mo con la mínima presión, adivinaban la condición del fu hueco, los órganos yang en la posición hundida,

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al presionar con mayor fuerza, penetraban en los zang, las vísceras sólidas yin que gobiernan el fu. El tratado 5 del anjing propone otros refinamientos verticales. Si se presiona el mo ligeramente, con el peso de tres habichuelas, es posible conocer el estado de la piel y de los poros así como el del zang que los gobierna, es decir, los pulmones; si se presiona con algo más de fuerza, con la presión de seis habichuelas, se comprueba la condición de los vasos sanguíneos y su zang dominante, el corazón; el tercer nivel corresponde a la carne y el bazo, el cuarto a los tendones y el hígado, y el nivel más profundo, sentido con la presión de quince habichuelas, revela el estado de los huesos y su zang principal, los riñones338. Galeno persistía en el impecable ajuste entre la forma y la función, maravillándose de cómo la forma de cada órgano expresaba perfectamente su uso. En China, la morfología no inspiró ningún entusiasmo comparable. La forma importa mucho menos que el lugar: la estructura funcional del cuerpo humano está ordenada, an-te todo, por la polaridad que opone la superficie del cuerpo (biao) a su núcleo interno (li). Por tanto, el enigma del conocimiento visual en la medicina china puede expresarse del siguiente modo: ¿cómo se contempla un cuerpo organizado en profundidades? La solución de los médicos chinos consistía en observar la superficie. Para el ojo anatómico, la piel representa una pantalla oclusiva que bloquea la penetración en las formas subyacentes, y un cuerpo sin formas no es más que algo que carece de información, oscuramente inescrutable. Pero, en China, la piel se afianza como el lugar de las revelaciones privilegiadas ya que es ahí, en la superficie, donde los médicos contemplan el color (se) de una persona (como en la expresión wuse, los cinco colores). Si los diseccionadores helenísticos escrutaron el significado funcional de las formas orgáni-

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cas, los sanadores de la China de la dinastía Han penetraron en el profundo sentido del color.

El objeto de la observación Cada sentido posee objetos que le son propios, que definen su papel en el diagnóstico. Los dedos, por ejemplo, sienten la textura de la piel, la calidez y la consistencia de la carne, el flujo de los mo. La nariz huele el cuerpo del paciente y las excreciones. Los oídos oyen el tono de la voz, los gemidos, las expresiones de dolor y malestar. En cuanto a los ojos, observan muchas cosas –el físico, los an-dares, las posturas, los ademanes, las erupciones cutáneas. Pero, básicamente, la vista en la medicina china implica la observación de colores (wangse). La contemplación de los colores define, teórica-mente, el uso y la lógica de la visión; y, en la práctica, también son los colores los que dominan el más intenso y agudo escrutinio. ¿Por qué? Si alguien nos preguntara qué es lo que un médico de-be ver, la palabra «color» no acudiría inmediatamente a nuestra mente. «Olores» parece una réplica natural a la pregunta «qué debería olfatear la nariz?», como también estaríamos dispuestos a aceptar «sonidos» como respuesta a la pregunta <<¿qué deberían oír los oídos?». Pero la síntesis de la vista en la percepción de los colo-res nos coge desprevenidos. No es que el interés por la tonalidad tenga algo de extraño. Un rostro con matices

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amarillos o rojos, sugiere el eijing, indica fiebre; el blanco significa frío; el verde y negro, dolor339. En las fiebres del hígado, la rojez aparece primero en la mejilla izquierda; en las fiebres del pulmón, en la mejilla derecha; y en las fiebres cardiacas, en la frente340. Podemos desconfiar de algunas de estas interpretaciones, pero la intuición que se halla detrás es ciertamente familiar. También nosotros leemos la enfermedad en la palidez, o en el rubor febril, o en la ictericia de los rostros que nos rodean. Lo que nos deja perplejos es, más bien, el hecho de que la acción de ver pueda ser equiparada con la percepción del color (se), y que esa percepción del color pueda reinar sobre otras formas de cono-

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cimiento. Los colores pueden revelar dolor y fiebre y frío, pero éstos son problemas amplios con incontables matices y causas, y todos ellos pueden ser diagnosticados de otras maneras. La posibilidad de detectarlos difícilmente podría, por sí misma, justificar el privilegio del se. Y, de hecho, la teoría médica clásica propone una segunda lógica más general. Enseña que el cuerpo microcósmico, como el macrocosmos, está gobernado por las interacciones entre los wuxing, o las cinco fases (madera, fuego, tierra, metal y agua), y que el crecimiento y el decrecimiento de estos wuxing se manifiesta, entre otras muchas cosas, en el florecimiento y el marchitamiento de los wuse, los cinco colores: verde, rojo, amarillo, blanco, y negro. El color posee, pues, una significación cósmica. A partir de la tonalidad que colorea el rostro, los médicos podían saber la fase que dominaba la enfermedad. Un semblante rojizo indica el auge del fuego; un rostro con matices amarillentos, el crecimiento de la tierra341. Naturalmente, la diagnosis actual se ha ido desarrollando en tanto que los médicos ajustaron los matices, las diferencias respecto a cuándo y dónde aparecía la variedad de tonalidades, y el testimonio de otros sentidos342. Pero el principio era elemental: los sanadores contemplaban los cinco colores como manifestaciones de las fuerzas quintuples de la alternancia cósmica. Establecida ya en los clásicos Han de medicina, esta percepción del color definió subsiguientemente el marco analítico de todos los comentarios posteriores sobre el conocimiento visual. Persiste incluso en la actualidad como lógica estándar recitada por los libros de texto de la medicina tradicional a la hora de explicar el sentido de la observación de los colores. En los períodos Qin y Han, los médicos no eran los únicos en percibir grandes portentos en las tonalidades, y la visión del color de las cinco fases aportó una convicción suplementaria. Para los teóricos políticos, los cinco colores simbolizaban la emergencia y la de-cadencia de las dinastías. El blanco era el color de la dinastía Shang; el rojo, la tonalidad de la sucesora dinastía Zhou. La conquista de la primera por la segunda fue presagiada, según cuenta la leyenda, por la captura de un pez blanco y la aparición de un rayo de luz que

174 se transformó en una brillante corneja roja343. El primer emperador Qin asoció la fortuna de su propia dinastía al agua que conquista el fuego rojo (Zhou), y ordenó que se adoptara el color negro (correIato cromático del agua) para los estandartes oficiales y el ropaje ceremonial de su corte344.

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Pero las implicaciones del color no están limitadas a la sucesión en el tiempo. El color también refleja la partición del espacio, la dinámica de las cuatro direcciones. Sima Qian (145-90 a. C.) registra tin ritual en el que el emperador erigía un montículo coloreado con los cinco colores como altar para los espíritus de la tierra. El monticulo estaba hecho de tierra verde en el Este, de tierra roja en el Stir, de tierra blanca en el Oeste, de tierra negra en el Norte, y es-taba cubierto con tierra amarilla por la parte superior (esto último representa el centro imperial). Cuando a un príncipe le era acorda-do un feudo en el Este, recibía una parte de la tierra verde; el príncipe cuyo feudo se encontraba en el Sur recibía tierra roja; un príncipe cuyo feudo se encontraba en el Oeste recibía tierra blanca; y un príncipe cuyo feudo se encontraba en el Norte recibía tierra negra. Cada uno llevaba entonces esa tierra a su propio feudo y erigía un altar a su alrededor cubriéndolo con la tierra amarilla que también le había sido entregada345. El color simboliza poder. La conciencia cromática bañaba la cultura política de la dinastía Han y se desplegaba de manera agresiva en Ios estandartes y los utensilios rituales de la corte, así como en la vestimenta y el diseño arquitectónico. El hecho de que la resonancia cósmica de los cinco colores intensificara la conciencia médica de los colores apenas admite dudas. Sin embargo, esto no puede explicar totalmente la fijación por los se. Al volvernos hacia las creencias sobre el papel y la naturaleza de la vista, nos encontramos con que subsisten dos enigmas tenaces. Uno de ellos concierne a la mística de la observación. Después de todo, las asociaciones con los ritmos cósmicos no eran un rasgo exclusivo de la vista. Nada en los análisis de las cinco fases concede los ojos mayor discernimiento que a los oídos o la nariz, o hace pensar que los cinco colores posean un mayor valor oracular que los

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cinco sonidos o los cinco olores. Si la vista corona una jerarquía de formas de conocimiento, si observar y conocer era divino, la razón debía residir en alguna otra parte que en aquello que los cinco colores (wuse) pudieran enseñarnos acerca de las cinco fases (wuxing). Un escéptico podría argumentar que esta jerarquía expresa más un ideal teorético que una realidad práctica. Recordemos que en el penetrante diagnóstico, mencionado en el capítulo 1, que tanto impresionó al emperador He, a Guo Yu no le estaba permitido ver nada en absoluto, sino que tenía que aprehender la verdad palpando tan sólo las dos muñecas que sobresalían por la hendidura abierta en el cortinaje. Tras el descubrimiento de los mo, nos llegan pocos ecos del poder de Bian Que para ver a través de las paredes. Con todo, incluso si la primacía de la vista era simplemente un ideal, aún necesita ser explicada como un ideal. Ademas, los clásicos canónicos de la medicina china no dejan ninguna sombra de duda sobre el hecho de que incluso tras el predominio del qiemo, la vista mantuvo potestades especiales. De los cinco sonidos, los cinco olores y los cinco sabores, tanto el eijing como el anjing procuran por lo general un breve y liviano tratamiento. A veces, uno tiene la impresión de que son mencionados simplemente como un gesto hacia la comprensión. No ocurre lo mismo con la vista. «[El conocimiento de los] se y de los mo», asevera el tratado 13 del Suwen, «es lo que los reyes-sabios de la antigüedad apreciaban y lo que los primeros maestros transmitieron». Conocer los se y los mo significaba conocer lo esencial, y es a través de esas dos

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nociones como los sabios del pasado dorado obtuvieron una clarividencia divina346. «El médico capaz de combinar el mo y el se», proclama el tratado 10 del Suwen, «alcanza la perfección»347. Puede que el qiemo se convirtiera finalmente en el medio de diagnosis principal y de mayor confianza, pero la inspección de los se siempre fue su complemento necesario348. Por alguna razón, los dos eran inseparables: la evaluación fidedigna de los mo requería sopesar atentamente la evidencia ocular y viceversa. «El se corresponde al yang, y el mo al yin.»349 Si las indicaciones de color y el mo coinciden –si, por ejemplo, ambos indican una dolencia madera–, entonces el paciente vivirá; si divergen, si

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uno señala la madera y el otro el metal, el paciente morirá350. El oído, la nariz y la lengua pueden añadir atisbos suplementarios, pero la auténtica clave del juicio reside en la dialéctica entre la mano y el ojo. «Quienes son hábiles en el diagnóstico escrutan el se y palpan mo.»351 Por muy importante que fuera la palpación, uno no podía conocer verdaderamente el cuerpo sin conocer el se352. No obstante, la correspondencia entre los cinco colores y las cinco fases no nos dice el porqué. Un segundo enigma tiene que ver con el hecho de que el énfasis en los colores no fuera algo particular de la medicina. El modo en que la boca está dispuesta hacia los sabores, el ojo, hacia los olores (se), el oído, hacia los sonidos, la nariz, hacia los olores, y las cuatro extremidades, hacia la comodidad constituye la naturaleza humana...353 Mencio se hace eco de la repartición típica de los sentidos en la China antigua: el color es al ojo lo que el sabor es a la boca y el sonido al oído354. El color no es un objeto de la vista, como tampoco el olor es un objeto del olfato; es el objeto de la vista, el anhelo hacia lo cual define la propia naturaleza del ojo. El enigma de los se, por tanto, no concierne únicamente al diagnóstico médico de los colores. Al igual que el estudio griego de las estructuras anatómicas estaba enraizado en un discurso filosófico más amplio acerca de las formas, la contemplación de los se implica compromisos que se extienden más allá de la curación. Pero ¿qué clase de compromisos? ¿Qué une al ojo humano, y no sólo la observación diagnóstica, con los se? Además de ampliar el alcance de nuestro problema, los comentarios de Mencio apuntan de nuevo a la incompletitud de cualquier razonamiento acerca de los so limitado a los cinco colores. Mencio (371-289? a. C.) nació más de un siglo antes de la compilación del escrito Lüshi chunqiu (240 a. C.), la primera obra que aplicó sistemáticamente el análisis de las cinco fases a las correspondencias cósmicas. A decir verdad, aún planea la Incertidumbre sobre la historia más remota del pensamiento de las cinco fases y es posible hallar agrupaciones de cosas en lotes de cin-

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co -e incluso las expresiones wuxing y wuse- en textos presumible-mente anteriores o

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contemporáneos de Mencio355. Sin embargo, en el propio Mencio, la expresión wuse no aparece ni una sola vez y ello a pesar de que el término se figura cerca de dos docenas de veces. Y lo que resulta aún más significativo, ni en las referencias a los cinco colores anteriores al Lüshi chunqiu ni en los comentarios de Mencio a propósito de los colores hallamos ninguna sugerencia de que el ojo se fije en los colores porque haya cinco colores o porque exista una conexión entre el color y la alternancia cósmica. En definitiva, el mero análisis de las cinco fases no puede dar cuenta del consorcio de la vista con los se.

Los significados del color Quizás el apego hacia el color no sea tan extraño. También Aristóteles, en su tratado sobre el alma, sostiene que el objeto de la vis-ta es «lo visible» (to horaton [το ορατόν]) y después lo completa diciendo: «Lo visible es color»356. Y si contamos el blanco y el negro como colores, como hicieron los chinos con toda certeza, también nosotros debemos reconocer el carácter elemental de la tonalidad: sin los matices de la luz y la sombra seríamos incapaces incluso de discernir las formas. No veríamos nada. A menudo, los colores resplandecen con asociaciones místicas. En sus rituales de entierro, nos relata el Liji, las gentes de la época Yin (Shang) «apreciaban [el color] blanco»357. El importante ritual Shang conocido como el sacrificio liao exige específicamente la quema de un perro blanco; y las referencias, en inscripciones y en otros contextos, a vacas blancas, cerdos blancos y ciervos blancos subrayan la resonancia simbólica del color blanco en la cultura Shang358. En otras palabras, mucho antes de que su interpretación fuera sistematizada y racionalizada por los teóricos de las cinco fases, los colores eran significativos. Sin embargo, ninguna de estas consideraciones resuelve nuestro enigma y ello debido a que éstas no son explícitamente reconocidas. Cuando Mencio y otros unieron el ojo a los se, no apelaron ni

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al simbolismo de los colores ni a la prioridad perceptual de los matices sobre las formas. Nos encontramos pues con esta decisiva limitación: todas las razones para fijarse en el color no podrían jamás elucidar completamente la ecuación entre la vista y la visión de los se, porque la visión de los se no es tan sólo una cuestión de percibir colores. Aunque el término se aparece bastante comúnmente en los escritos pre-Han, la mayor parte de las veces no designa la tonalidad, al menos no lo hace simple y directamente. El compuesto asociado yanse resulta en este punto instructivo. En chino moderno, yanse es la palabra común para referirse al color. Para conocer la tonalidad del nuevo coche de un amigo, uno pregunta: .Cuál es su yanse?». Pero yanse es también un término antiguo que figura ya en las Analectas, aunque para Confucio posea un sentido distinto: «Confucio dijo: "Al recibir a un caballero, uno es propenso a cometer tres errores. Hablar antes de que el caballero se dirija a nosotros es precipitado; no hablar cuando el caballero se ha dirigido a nosotros es evasivo; hablar sin observar la expresión de su rostro (yanse) es ser ciego"»359. Por tanto, el término yanse no significaba color, sino, antes bien, expresión facial. Este pasaje es característico del uso clásico: en ninguna parte de la literatura china antigua el término yanse se refiere a la idea abstracta del

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color. Originalmente, designa exclusivamente el aspecto del rostro de una persona. El carácter yan señala el rostro o, más precisamente, la frente, y de ello uno puede suponer que el carácter se significaba, por sí solo, algo similar al aspecto o la apariencia. Y, de hecho, en el uso budista posterior el término se nombra la esfera de la apariencia fenomenica opuesta al vacío numénico (kong). Si éste fuera también su significado en la antigüedad, la identificación de la visión con la visión de los se sería trivial, ya que el término se englobaría todos los senntidos de percepción. Sin embargo, en los escritos prebudistas el término no tiene un contenido metafísico. La mayor parte de las veces, el término se evoca no ya la apariencia en general, sino, específicamente, la apariencia del rostro. Cuando Confucio se cruzaba con su señor, «su rostro Cambiaba súbitamente de color (se), su caminar se hacía rápido, y

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sus palabras eran más lacónicas... Cuando salía y descendía el primer peldaño, relajaba su expresión (yanse) y ya no parecía tenso»360. En este pasaje, la expresión facial se denomina primero se y después yanse, pero ambos son claramente sinónimos. En el uso propio de la época de la dinastía Zhou posterior y de los Reinos Combatientes, el significado usual del término se era semblante y no tonalidad. Así, Mencio observa el aspecto hambriento (jise) del pueblo bajo un tirano361, y la expresión alegre (xise) de la gente dotada de un generoso monarca362; y Zhuangzi señala el semblante afligido (youse) de aquellos que aún deben despertarse a la Vía363. Finalmente, con la emergencia de los análisis mediante Ios cinco colores/cinco fases, la asociación entre el se y el color se hizo bastante común. A pesar de ello, la obra Shuowen de la dinastía Han, el más antiguo de los diccionarios chinos, define el término se como «el espíritu (qi) [que aparece en] la frente»; y mucho después, Duan Yucai, el comentarista de la dinastía Qing, explica que «Yan se refiere al espacio que hay entre las cejas. La mente aparece en el espíritu (qi) y el espíritu aparece en la frente. Esto es lo que se denomina se». De hecho, el diccionario moderno Cihai menciona aún «el espíritu del rostro» (yanqi) como el primer significado del término se, citando como apoyo el comentario de Duan Yucai. El color aparece como su segundo sentido. Esto sugiere una explicación (más tarde adelantaré otra) acerca de por qué los chinos hablaban de observar el se. Con frecuencia, los compendios habituales de medicina tradicional explican la inspección diagnóstica como si fuera una tarea directa, mecánica: para conocer cuál de las cinco fases es la dominante, uno debe sencillamente dirigir su mirada a la tonalidad del rostro del paciente. No obstante, wang, observar -el verbo estándar para inspeccionar el se- implica un arte más sutil. Las primeras inscripciones oraculares representan el término wang mediante un dibujo del ojo combinado con la figura de alguien estirándose hacia delante ( ). La versión madura de este carácter ( ) muestra una persona inclinándose hacia delante para percibir un atisbo de la luna distante. Ambas formas reflejan la etimología del término: wang, ob-

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servar, es similar a wang, estar ausente, y a mang, ser oscuro364. En ras palabras, wang (observar) expresa el esfuerzo por ver lo que solo puede percibirse oscuramente o en la distancia. La visión del se requiere, de algún modo, aguzar la vista,

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alcanzar algo ausente u oscuro. La interpretación del se en tanto que semblante ilumina una de las fuentes de ese aguzamiento. Pero ¿qué vemos cuando percibimos un semblante? Unas cejas arqueadas, un brillo en los ojos, unos labios fruncidos, la falta o la viveza del color. Todo ello forma parte, sin duda alguna, de lo que aprehendemos. Pero, normal-mente, no les prestamos atención separada y conscientemente, como tampoco leemos un libro letra por letra. Más bien, lo que vemos o creemos ver -a menudo resulta verdaderamente difícil estar seguro- es duda o impaciencia, desesperación o anhelo, falsedad o candor. Esto es, observamos actitudes e inclinaciones que nos re-sultan claramente visibles, pero que, en cambio, son difíciles de ver con nitidez. El hábito de observar el se empezó muy probablemente de esta manera. El estudio médico de las tonalidades faciales procede de una larga fascinación por las expresiones faciales. El enigma de la visión china concierne sólo parcialmente al color. También se trata de leer los rostros.

Deseos perceptivos Nuestra preocupación tiene que ver con lo que los chinos trata-ban de aprender de los rostros, esto es, con el se en tanto que objeto de conocimiento. Pero ninguna discusión acerca del se puede ignorar el modo en que éste despierta el deseo. Consideremos de nuevo el pasaje extraído del Mencio: «El modo en que la boca está dispuesta hacia los sabores, el ojo, hacia los colores (se), el oído, hacia los sonidos, la nariz, hacia los olores y las cuatro extremidades, hacia la comodidad constituye la naturaleza humana...». La mención de las extremidades junto con los ojos, la nariz y la

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boca puede parecer incongruente. Después de todo, los ojos, la nariz y la boca son órganos perceptuales mientras que las extremidades no lo son. Sin embargo, la relación entre las extremidades y la comodidad responde en paralelo a la que hallamos entre los sentidos y sus objetos en un aspecto significativo: ambas son relaciones de de-seo. Los colores, los olores y los sabores no son sólo lo que perciben los ojos, la nariz y la boca, ni tampoco objetos de conocimiento sensorial. Son los objetivos de un anhelo sensual. Zhuangzi lo expresa sin rodeos: «Tales son los sentimientos humanos: el ojo anhela ver colores (se), el oído, oír sonidos, y la boca, saborear sabores»365. Y el antojo por el se es el más poderoso. «Aún he de conocer al hombre», observa Confucio, «que sea tan aficionado a la virtud como a la belleza (se) »366. La naturaleza humana consiste en el apetito por la comida y el sexo (se), sugiere Gaozi367. Tras la expresión facial, éstos son los sentidos más habituales del término se:. la belleza y los deseos que ésta despierta. El se hace arrogante a la mujer, pero los favores y los afectos que promueve se marchitan conforme éste se apaga368. Una pasión por el se, haose, constituye la debilidad de la práctica totalidad de los soberanos imperfectos; en cambio, la resistencia frente a sus seducciones es signo de un carácter superior369. Desde las primeras cróni-cas, la fascinación fatal del se cobra una gran importancia en la historiografía china como razón de ruina de muchos países. El se identifica la lujuria en tanto que antojo visual.

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Implícita en la ecuación entre el ver y ver el se hallamos, pues, un elemento de atracción natural. El se no es sólo lo que los ojos pueden o deben percibir, sino, antes bien, lo que quieren ver. ¿Estaba este deseo relacionado en algún sentido con la preocupación por el se en medicina? Haose y wangse, lujuria visual y observación diagnóstica. En un primer momento, los dos parecen no tener ninguna conexión, incluso parecen opuestos. La expresión haose conjura un se de encanto deslumbrante, mientras que el se del wangse es fugaz y elusivo. Los moralistas impusieron al pueblo que evitara el primero, mientras que a los médicos se les animaba a que estudiaran el segundo con atención. Con todo, ambos eran denominados se, lo cual no es a buen seguro una coincidencia. Tratemos aho-

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ra de indagar más profundamente en lo que aparece en el rostro.

Se como expresión Los rostros revelan mucho acerca de las personas que nos rodean, pero su lectura exige delicadeza. En el mejor de los casos, las expresiones son traslúcidas ya que la gente puede disimular. El Shujing, uno de los textos chinos más antiguos, nos advierte ya contra la selección de oficiales en base a Palabras engañosas y rostros lisonjeros (qiaoyan lingse)370; y, en el mismo sentido, Confucio nos avisa de que «un hombre de palabras engañosas y de rostro lisonjero rara vez es benevolente» 371. En más de una ocasión hallamos al Maestro en las Analectas expresando su cautela ante el abismo entre las fachadas de benevolencia, amistad y valentía, y la disposición real de una persona372. Por supuesto, semejantes advertencias no pretenden tanto negar la verdad del rostro como subrayar la necesidad de la capacidad de penetración. .Si un rey conoce al pueblo», dice el Shujing, «¿por qué habría de temer las palabras engañosas y los rostros lisonjeros?»373. Los observadores perspicaces pueden ver a través de la simulación y hurgar incluso en los pensamientos silenciosos, en los planes ocultos. En una ocasión, el duque Huan de Qi urdió junto a su ministro Guan Zhong atacar al país de Lu. Misteriosamente, incluso antes de que hubieran anunciado sus planes, surgieron rumores acerca de su inminente expedición. «Debe haber un gran sabio en nuestro territorio», exclamó Guan Zhong. Sólo un sabio podría haber descubierto unos designios tácitos. Al sospechar de un tal Dongguo Ya, lo convocó y le preguntó,

« Es usted quien anunció el ataque al país de Lu?» «Desde luego.» «Yo no mencioné el ataque a Lu. ¿Cómo lo supo?»

La respuesta de Dongguo Ya fue la siguiente: se trata sencilla-mente de observar el rostro (se) de Guan Zhong. Con el tiempo, Dongguo Ya había aprendido a detectar cuándo Guan Zhong esta-

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ba alegre, o pensativo, o exasperado por el combate. Al leer la expresión del ministro en

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el contexto de la política vigente, alcanzó a adivinar lo que era confidencia374. Wang Chong (27-100), quien relata este incidente, continúa con la narración de otra anécdota sobre cómo el ojo aguzado de Chunyu Kun asombró al rey Hui de Liang tras leer los pensamientos ambulantes del monarca. Y concluye diciendo: «La intención reside en el interior del pecho, oculto e invisible, pero Chunyu Kun era capaz de conocerla». ¿Cómo? «Contemplaba el rostro para escrutar la mente» (guanse yi kuixin)375. El asombro surgido a partir de ese acceso a los secretos va mucho más allá de la dilucidación de la mística acerca de la visión. Incluso en el relato de los eventos a cargo de Wang Chong, la acuidad de los dos sabios resulta impresionante. Pero Wang Chong fue una excepción para su tiempo, un racionalista leal que trató de refutar la creencia extendida en la profecía sobrenatural. Su interpretación de las hazañas de Dongguo Ya y Chunyu Kun argumenta contra la tradición popular que idolatraba a esos hombres como adivinos, visionarios que, como Bian Que, podían contemplar lo que se encontraba oculto en el interior de los cuerpos, en las mentes, en el tiempo. Ésta es otra razón para hablar de la «observación» del color: la estrecha asociación entre la visión y la adivinación. Los médicos observaban el aspecto del paciente (wangse) y predecían el curso de la enfermedad, al igual que otra clase de adivinos observaban el aire (wangqi) y profetizaban el destino de los ejércitos o los países376. La expresión wangqi denota un arte mántico que se hizo especialmente popular durante las dinastías Qin y Han occidental, durante el mismo período en que la medicina comenzaba a forjarse en su forma clásica377. Su premisa consistía en que aquello que transformaba el clima, las fortunas políticas y, sobre todo, la oportunidad en las batallas se manifestaba primero como cambios sutiles en la atmósfera378. Cuando las nubes que flotan por encima de un ejército adquieren la forma de una bestia, los expertos en wangqi enseñaban que ese ejército acabaría triunfando. Las nubes vaporosas y de color

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blanco claro designan un líder despiadado con tropas temibles. Las nubes blancas con tonos verdosos que descienden suavemente presagian la victoria. Las nubes rojizas que se alzan en el frente advierten de que la batalla no puede ser victoriosa. En algunas regiones la atmósfera es blanca, en otras roja, y aún en otras la parte baja del cielo es negra, mientras que la parte alta es azul. «Se adivina emparejando las nubes y los cinco colores.»379 En su ascenso al trono (59 a. C.), el emperador Ming de la dinas-tia Han subió hasta lo alto de la plataforma de observación del Altar Celeste y «escrutó las nubes» para discernir los éteres cambiantes que influirían en su reino380. Observar el qi implicaba indagar las nubes distantes y el aire para penetrar en el devenir de las cosas. La contemplación del se en medicina era sorprendentemente similar. Tanto en el wangse como en el wangqi el observador se esfuerza por detectar las primeras y más etéreas manifestaciones del cambio. Cuando un agente patógeno particularmente poderoso ataca el cuerpo, relata el Lingshu, «el paciente se estremece y tiembla y mueve el cuerpo». La enfermedad se hace ostensible en vio-lentas sacudidas que uno no puede pasar por alto. Pero cuando el agente patógeno es menos virulento, los síntomas son inicialmente más sutiles: «La enfermedad puede verse primero en el rostro (se), aunque no aparezca en el cuerpo. Parece estar ahí sin estar ahí; pa-rece existir y no existir; parece visible e invisible. Nadie puede describirlo»381.

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La expresión wang er zhi zhi –observar y conocer las cosas, la cúspide del talento médico– significa, pues, conocer las cosas antes de que éstas tomen cuerpo, aprehender «lo que está ahí sin estar ahí». Conforme una enfermedad se vuelve más seria, su color correspondiente se intensifica. Si el color se desvanece «como las nubes total-mente dispersas (yun chesan)», la enfermedad pasará pronto. Uno debe observar si el color es superficial o está hundido para calibrar la profundidad de la enfermedad, si el color está disperso o con-centrado para conocer la proximidad de las crisis. .Al concentrar la mente de este modo, uno puede conocer el pasado y el presente.»382 Antes de que una enfermedad cristalice en el cuerpo, se anuncia en el rostro, en un aspecto alterado.

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Los comentarios occidentales sobre la medicina y la filosofía chinas subrayan con frecuencia la unidad holística del cuerpo/yo chino. Y ello por una razón predecible: comparada con los dualismos que con tanta intensidad enmarcan las interpretaciones occidentales de la condición humana –las oposiciones radicales entre el divino espíritu y la carne corrupta, entre la mente inmaterial y el cuerpo material– la ausencia de semejantes polaridades irrumpe como la diferencia crítica. Pero la sorpresa de no hallar estas dicotomías en el pensamiento chino ha hecho desdeñar a menudo las distinciones realizadas por los propios chinos. Una de estas distinciones consiste en la que separa la forma del semblante o, para ser exactos, el xing del se. Xing y se (xingse), nos dice Mencio, son nuestra dote natural383. Es posible recoger el sentido general de tal distinción a partir de unas sentencias paralelas muy similares –xingshen (forma y espíritu), xingsheng (forma y vitalidad), xingqi (forma y hálito)–. La intuición expresada mediante esas fórmulas, la de los seres humanos en tanto que compuestos de forma y de otra cosa, implica un indudable parecido familiar con la bifurcación del cuerpo y el alma. Pero con una diferencia significativa: lo que separa al se del xing no es una esencia ontológica, sino un grado de perspicacia. Tal y como sugiere un pasaje perteneciente al Lingshu, hay aspectos y fenómenos –la gran morfología, el movimiento de las extremidades y del tronco– que uno no puede pasar por alto. Pero existe también el se más etéreo, más volátil, los aspectos de una per-sona que aun siendo visibles son fugaces y tenues, los cuales «parecen estar ahí sin estar ahí, parecen existir y no existir». Los médicos valoran el se porque éste indica los cambios más exiguos. La física y la fisonomía cambian a lo largo de los meses y los años; en el momento en que una enfermedad las modifica, es señal de que ya había estado operando durante algún tiempo. Mucho antes de que una enfermedad llegue a demacrar y a desfigurar, aparece en fugaces e inefables cambios en el semblante. El médico que observa y conoce, que verdaderamente ve el se, percibe las realidades que permanecen invisibles para el resto hasta mucho después.

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La atención hacia el se supone también un deber moral. De acuerdo con Confucio, una persona que «ha comprendido» (da) y aprehendido la Vía, «es honesta por naturaleza y adora lo que es

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recto, se muestra sensible a las palabras de la gente y observa la expresión de sus rostros, y siempre tiene presente ser modesto» (la cursiva es nuestra) 384 «La expresión de sus rostros» traduce el término se. Al clasificar-lo junto a virtudes cardinales como la rectitud y la modestia, Confucio confiere a la observación de los rostros una altura que nosotros no acordamos normalmente. Con todo, podemos adivinar por qué Confucio piensa de esta manera; la razón reside a buen seguro en su visión del desarrollo moral, que hace que el cultivo de la propia persona resulte inseparable de la relación con los otros. Con el propósito de responder apropiadamente a la gente, debemos comprenderla. Para comprenderla, debemos ocuparnos detenidamente de sus palabras y sus rostros. Sin embargo, ¿qué es exactamente lo que debemos comprender de los otros? ¿Qué expresan los rostros y las palabras? Recordemos por un momento la discusión en torno al lenguaje del capítulo 2. Un paradigma familiar concibe las palabras como símbolos de las intenciones y las ideas. En este modelo, comprender una palabra significa aprehender la idea que la palabra representa. El énfasis confuciano en la sensibilidad verbal surge de otras suposiciones. Pensemos de nuevo en la explicación de Mencio a propósito del «conocimiento de las palabras»: «Cuando las palabras son extravagantes, sé que la mente ha decaído y se ha hundido. Cuando las pa-labras son depravadas, sé que la mente se ha alejado del principio. Cuando las palabras son evasivas, sé que la mente está a punto de volverse loca»385. «Conocer las palabras» tiene, pues, poco que ver con la definición lúcida o con la inteligibilidad de ciertos términos. Antes bien, conocer las palabras significaba captar las actitudes y los estados mentales desde los cuales emergen las palabras. La escucha sensible consiste en prestar oído a las alusiones no-intencionales del discurso intencional. Una hermenéutica similar motiva la contemplación de los ros-

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tros. Para el ojo observador, el se expresa incluso aquellas inclinaciones que la gente procura ocultar, incluso las veleidades de las que ellos mismos son inconscientes. Así, cuando las gentes «cambian de expresión» (bianse) o «ponen una cara» (zuose), a menudo sus acciones son descritas como repentinas, espontáneas -boran bianse, boran zuose, fentan zuose, furan zuose-, sin premeditación, capturadas por sorpresa, tomadas por la furia386. Semejantes sentencias certifican la fácil transición entre la expresión y la tonalidad. También podríamos traducirlas como «cambio súbito de color» o «color repentino», o más ampliamente, «palidecer del susto», «enrojecer de ira», «ruborizarse de vergüenza». En el se, la gente muestra sus verdaderos colores. Cuando Confucio salió de una audiencia oficial, «manifestó su yanse» -los traductores dicen «relajó su expresión»- bajando su guardia, permitiendo que sus sentimientos afloraran. Al observar el se, observamos a la persona. Sorprendido y humillado por la crítica de un sardónico sabio-jardinero, Zi Gong «pierde su se»:

Confundido y desconcertado, no alcanzaba a serenarse (bu zide) y sólo tras haber caminado una distancia de treinta millas empezó a recobrarse. Uno de sus discípulos dijo: «¿Quién era ese hombre? ¿Por qué mudó su expresión y perdió su color (shi se) de esa guisa, Maestro, de suerte que le costó todo un día recuperar la normalidad

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(zhongri bu zi fan) ?»387. La expresión bu zide suele traducirse más literalmente como «no poder recobrar la posesión de sí mismo», mientras que la frase zhongri bu zi fan se vierte como «no poder recobrarse uno mismo durante todo el día». La pérdida del se implica, pues, perder el color y al mismo tiempo perderse uno mismo. Hace un instante, puse en contraste el carácter gradual, a largo plazo, de la alteración de la forma carnal (xing) con la volatilidad etérea del se. Pero, por supuesto, las expresiones faciales no cambian al azar, como tampoco reflejan únicamente las provocaciones momentáneas. Expresan también disciplinas deliberadas y hábitos establecidos de la mente.

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Los pensadores chinos lo sabían muy bien. El se llamaba su atención no sólo en tanto que objeto, algo digno de ser visto, sino también como algo que debe ser subjetivamente cultivado. A pesar de que denunció el fingimiento ilusorio, el propio Confucio dio muestras de dominar ese comportamiento central para el cultivo de sí: «Hay tres cosas que un caballero valora ante todo en la Vía: evitar la violencia poniendo un semblante serio, procurar ser de confianza fijando una expresión apropiada del rostro, y evitar ser ordinario e irrazonable hablando en el tono apropiado»388. Dos de las tres virtudes más apreciadas exigen, pues, controlar el rostro; la tercera concierne al lenguaje. Obsérvese de nuevo el vínculo entre el se y las palabras, y recordemos que la clave del lenguaje reside no tanto en las ideas explícitamente manifestadas como en el ciqi, el espíritu implícito del discurso. La expresividad del rostro es como la expresividad del tono del lenguaje de una persona. Zi Xia preguntó acerca de la piedad filial. El Maestro dijo: «Lo que resulta difícil es manejar la expresión del propio rostro (senan). En cuanto a la aceptación de los jóvenes de cargar con las tareas que restan por hacer o dejar que sean los mayores quienes disfruten del vino y de los alimentos cuando los hay, ello apenas merece ser llamado filial»389. Cargar con faenas onerosas, ofrecer primero a los padres, son todas ellas cosas que los niños filiales deben hacer, pero que no son suficientes para hacerlo a uno filial. Los deberes filiales deben desempeñarse con el semblante apropiado. Y es precisamente ahí don-de reside el reto. Al igual que en la ejecución de los ritos: «A menos que un hombre posea el espíritu de los ritos, al ser respetuoso, se agotará, al ser prudente, se convertirá en tímido»390. Cualquiera puede emitir ciertas palabras, caminar, dar la mano, inclinarse. Son sencillos: uno decide hacerlos y los hace. Pero el tono de la voz, el porte, la expresión facial o el espíritu preciso del ritual son otra cuestión. Como el caminar o el inclinarse, están sujetos a la voluntad, pero nuestro control sobre ellos es menos consistente, más débil e indirecto. Requieren el cultivo paciente en el tiempo, la práctica repetida.

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El se expresa, por tanto, los años vividos, a veces en el sentido más concreto. Zhuangzi habla, por ejemplo, de un sabio de setenta años cuya complexión (se) era la de un

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niño391. La biografía de Hua Tuo se maravilla ante el hecho de que las artes de rejuvenecimiento le proporcionen el semblante (se) de un joven incluso siendo un anciano392. En ambos casos, el término se significa tez o rostro, y probablemente engloba los dos. Parte de lo que observamos al juzgar la edad de alguien es la expresión facial, si alguien parece experimentado o novato, cansado de la vida o inmaduro. Pero también observamos el color, la delicadeza, el lustre de la piel. En tanto que indicador de la edad o de la salud, el se es sinónimo de la expresión seli, donde el término li se refiere a los poros de la piel, y de seze, donde el término ze evoca el lustro de la piel. Seli y seze denotan, por tanto, la tonalidad y la textura de la piel, la vida manifiesta en la superficie. Hua Tuo y el sabio del Zhuangzi son ancianos en años, pero parecen jóvenes. Ésta es otra particularidad del aspecto de la gente, el que parezcan juveniles o decrépitos. En ese sentido, hallamos un interesante paralelo del término se en la noción homérica de chros [χρώς]. Pues también la noción chros apunta de manera expresiva hacia el rostro teñido. La diferencia entre el cobarde y el valeroso, observa el capitán de los cretenses, es nítida: «El color [del cobarde] es mudadizo» (trepetai chros allydis allei [τρέπεται χρως αλλυδις αλλη]; en la traducción de Fitzgerald: «La cara de ése se vuelve más verde a cada minuto»), mientras que «el color [del valeroso] no cambia nunca». Pero chros es también el cuerpo vital. Se refiere, por ejemplo, al cuerpo de Patroclo, conservado en néctar y ambrosía, o al cuerpo de Aquiles, que debe ser (o al menos eso piensa Agenor), como el del resto de los mortales, vulnerable a las jabalinas de bronce. La carne/cuerpo (chros) de Héctor, a pesar de ser objeto de profanaciones, permanece extrañamente preservada393. La subsiguiente emergencia del análisis de los humores en la medicina griega se debe, sin lugar a dudas, a esta visión del cuerpo en tanto que carne teñida de vida. La predominancia de la bilis amarilla o negra, la flema o la sangre aparecen en tonalidades faciales de color amarillo o negro, blanco y rojo. Así, también los médicos griegos tomaron en consi-

190 deración el color en sus diagnósticos, e incluso Galeno llegó a identificar la vista con la aprehensión del cambio cromático394. El tratado del siglo segundo sobre la fisonomía escrito por Polemón incluye varios capítulos acerca de la interpretación de las complexiones». Sin embargo, el se supone en la medicina china una intensificación del interés y otorga un grado de significación a los colores que no tiene parangón en la medicina griega. Además, los colores chinos no están relacionados con los humores. El Lingshu señala que la circulación pobre causa la pérdida del lustre en el rostro y en el pelo; y esto es todo lo más que se acercan los clásicos de la medicina china al relato de los humores396. Lo cual provoca una enigmática pregunta: si no se trata de una mezcla de fluidos coloreados, ¿cómo imaginaron los médicos chinos el color que impregna el rostro? ¿Por qué el rostro tiene color?

El espíritu floreciente Ya me he extendido lo suficiente hablando acerca de la expresividad del se, de los rostros que reflejan los sentimientos y las inclinaciones, de las tonalidades que exponen el crecimiento y el declive de las cinco fases en una persona. A modo de conclusión,

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quisiera investigar precisamente cómo se relaciona el se con aquello que es expresado. La relación entre una persona y el aspecto de esa persona no es seguramente la misma que aquella que existe entre la decisión de comenzar a andar y la contracción de los músculos relevantes. El mostrar un aspecto implica algo más que una mera decisión; uno puede tratar de parecer filial, pero el solo esfuerzo apenas asegura el éxito. Como tampoco la relación entre el se y lo que éste expresa es igual a la relación que se da entre los artefactos del artesano de Platón y las ideas de las que dichos artefactos representan la realización material. No es una cuestión de diseños previsibles. La volición y la intención pueden desempeñar una parte, por supuesto. A veces la gente se esfuerza en lograr cierto aspecto y ese esfuerzo influye, de hecho, en el aspecto que tienen. Con el fin de al-

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canzar el respeto y la obediencia de sus seguidores, el duque de Bi rectificó la expresión de su rostro (zhengse); Confucio fijó una ex-presión adecuada en su rostro antes de presentarse en la corte397; las Analectas prestan atención repetidamente a las expresiones asumidas por el Maestro. Pero los aspectos que son realmente autoritarios, reverentes o benevolentes –opuestos a las meras fachadas de autoridad, reverencia o benevolencia– no pueden ser convocados en cualquier momento, por cualquiera que los desee. Se requiere algo más. Más arriba, hemos señalado que a menudo es precisamente en esos momentos inesperados cuando se expresa el se con mayor intensidad, y ello a pesar de uno mismo. El papel limitado de la voluntad y del diseño deliberado se mantiene como mucho en los casos en que el se expresa la edad o la salud. El color de una persona, el lustre o la elasticidad de su piel, y su aspecto juvenil y vital o la ausencia de los mismos, todo ello expresa, cuando lo hace, la voluntad sólo indirectamente, como la suma de incontables decisiones e indecisiones que abarcan meses y años. Entonces, ¿cómo deberíamos imaginar la expresividad del se? E incluso, ¿cómo era concebida esta expresividad en la China antigua? La imagen recurrente del florecimiento ofrece un indicio. «El color», declara el Suwen, «es la flor (o florecimiento) del espíritu (sezhe, qi zhi hua ye)». «El corazón reúne las esencias de los cinco zang... El rostro floreciente (huase) constituye su lozanía.» Y, de nuevo: «El corazón unifica el mo y éste florece en el rostro (qi rong se ye) »398. Las metáforas botánicas aparecen con tanta frecuencia en los escritos chinos que tendemos a darlas por sentado. No obstante, es posible descubrir en ellas una respuesta a nuestra indagación precedente acerca de la relación entre las distintas variedades de vísceras y las partes que cada una de éstas gobierna. Y esa respuesta es: ocurre lo mismo que en las plantas. Las vísceras gobernantes y las partes gobernadas, el núcleo vital interno y la superficie expresiva, están relacionadas entre sí del mismo modo en que las raíces y los tallos lo están con las hojas y las flores.

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Cuando el bazo cesa de nutrir, la carne se vuelve blanda y la len-gua se marchita (wei); cuando los riñones dejan de nutrir, los huesos se desecan (ku)399. De modo similar, la correspondencia entre el qi, por un lado, y el se y el mo, por otro lado, es como la que

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existe entre el tronco y las ramas, las raíces y las hojas (benmo genye)400. De acuerdo con el anjing, la fuente del hálito vital (shengqi) funciona como los tallos y las raíces del cuerpo. Cuando las raíces han sido dañadas, las ramas y las hojas palidecen401. El Shanghanlun explica que «cuando el qi protector declina, entonces el rostro se vuelve amarillento; cuando el qi nutricio declina, el rostro se vuelve verdoso. El qi nutricio constituye la raíz; el qi protector, las hojas. Cuando ambos son frágiles, las raíces y las hojas palidecen y se desecan»402 Semejantes pasajes abundan. De todas las metáforas empleadas para imaginar el cuerpo, ninguna ocupa una posición tan central como la metáfora del crecimiento y desarrollo de las plantas403. El rostro floreciente puede ser percibido como un ejemplo de ese tropo recurrente. Y debería añadir: un ejemplo especialmente revelador. Puesto que insinúa que la visión botánica del cuerpo era una visión tanto en su sentido literal como figurado. Los médicos no sólo hablaban del se como una flor, sino que también la percibían como tal. En gran medida, escrutaban el rostro de la misma manera en que el jardinero contempla el florecimiento o el declive de sus plantas. Los signos obvios de una salud vacilante en una planta incluyen la flojedad, la desvigorización y la desecación, y los médicos chinos describieron el cuerpo enfermo exactamente en los mismos términos. Pero el indicador más sutil y más revelador de la vitalidad aparece en el color y en el lustre de las flores. Cuando vivía en Atlanta, mi vecino era un devoto de la jardinería mientras que yo desdeñaba mi jardín. Cada primavera, la diferencia era embarazosamente evidente: las azaleas de mi vecino resplandecían con un rico color brillante que ponía de manifiesto el suelo fertilizado con el que habían Aldo nutridas con esmero. Mis azaleas (plantadas, en cualquier caso, por un propietario anterior) tenían la palidez delatora de las plantas abandonadas a gorronear en la tierra arcillosa de Georgia. Las hojas de las plantas de mi vecino irradiaban literalmente una vida esplen-

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dorosa mientras que las mías parecían tristemente grises y apagadas. De manera reveladora, la contemplación del rostro en la medicina china exige unas observaciones afines. En última instancia, las distinciones más vitales giran no tanto alrededor de escuetas diferencias de color -ver un tono blanco cuando, por ejemplo, el color rosa habría sido más saludable-, como del contraste entre los matices radiantes y apagados de la misma tonalidad. El blanco, el rojo y el negro relucientes de la grasa del cerdo, la crin del gallo y las plumas del cuervo presagian respectivamente una futura recuperación. El blanco, el rojo y el negro deslustrado de los huesos resecos, la sangre coagulada y el hollín indican la muerte404. Más arriba hemos señalado una curiosa dualidad respecto al se. Además del se propio de la expresión wangse, existe también un se que inspira anhelos. En varios contextos, el término se traduce mejor como «belleza» o «atracción sexual». «En cuanto a aquellos que trafican con el se», moraliza el Zhanguoce, «las flores caerán y los afectos cambiarán». Y el Shiji recuerda a propósito de quienes «se sirven del se para manipular a los otros»: cuando el se palidece, el afecto se marchita405. Aunque la belleza y la pasión afloran radiantes, como las flores, tarde o temprano acaban por debilitarse y desvanecerse. Se trata, pues, de lugares comunes. Sin embargo, leídos con atención, aluden a las fuentes más profundas del deseo. ¿Por qué habría el se -color, expresión facial, aspecto- de significar también belleza y atractivo sexual? La analogía con las plantas sugiere que uno de los aspectos de nuestra

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percepción de la belleza tiene que ver con la seducción del poder vital, de la vida cruda y radiante que se manifiesta en los ojos. Ésta es la razón por la que comencé este capítulo con un epígrafe perteneciente al escrito La reina del aire de Ruskin. El pasaje citado concluye una rapsodia más larga acerca del espíritu de las plantas: Al poder que emerge del caos mediante el carbón, el agua, la cal o cualquier otra cosa y se fija en una forma concreta, se le denomina propiamente «espíritu»; y no debiéramos disminuir, sino, antes bien, fortalecer nuestra concepción acerca de esta energía creativa reconociendo su pre-

194 sencia tanto en los estratos más bajos de la materia como en nosotros mismos; semejante reconocimiento se refuerza en nosotros a través del placer clue recibimos instintivamente de todas las formas de la materia que lo manifiestan; y, aún más, a través de la glorificación de esas formas, en las partes que les son propias y más animadas, con los colores que encarnan el mayor placer para nuestros sentidos. El caso más familiar de esto último es el mejor y también el más maravilloso: el florecimiento de las plantas. El espíritu de la planta —esto es, su poder de extraer materia inerte a partir de los despojos de su alrededor y de conferirle una forma escogida-es por supuesto el más fuerte en el momento de su florecimiento, pues entonces no sólo extrae, sino que forma con la mayor de las energías406. El énfasis de Ruskin en torno a las formas y la formación creativa recuerda algunos de los hábitos en la percepción que hallamos precedentemente en la anatomía griega. Pero en su percepción de las tonalidades florecientes en tanto que la más pura expresión del poder vital, Ruskin también procura algunas ideas similares a la naturaleza y profundidad de la respuesta elucidada en China. También los médicos griegos reconocen paralelismos entre los animales (incluyendo los seres humanos) y las plantas. Mientras que el movimiento voluntario separa la esfera zoológica de la botánica, tanto las plantas como los animales se alimentan por sí mismos y crecen. Ésta es la razón por la que el crecimiento y la alimentación eran considerados como funciones del alma vegetativa407. La desecación del cuerpo humano durante la vejez, sostiene Galeno, es similar al declive de las plantas408. En China, sin embargo, la analogía botánica no ilumina sólo algunos aspectos menores de la economía humana. Define también el núcleo más íntimo del corazón. Para defender la doctrina que más tarde se convertirá en la clave de la ortodoxia confuciana -la bondad esencial de la naturaleza humana-, Mencio se vuelve hacia las enseñanzas de las plantas. Todos los humanos, afirma, nacen siendo buenos. Pero las cuatro cualidades que expresan su bondad -benevolencia, corrección, ritos y sabiduría- son como cuatro brotes incipientes (si duan). Para nutrirlos, para certificar su desarrollo pleno, uno debe prestarles atención constantemente. No obstante, uno no puede forzarlos a crecer.

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El cultivo de sí mismo, al igual que el cultivo de las plantas, difiere del esfuerzo que implica, por ejemplo, mover una roca. No sólo es una cuestión de decidir y, luego, empujar y levantar. Tampoco es una cuestión de resolución muscular. Sirva como anécdota la locura de aquel hombre del país de Song: Había un hombre oriundo del país de Song que estiraba sus plantas de arroz porque estaba preocupado ante la idea de que no fueran a crecer. Tras ello, regresó a su hogar sin darse cuenta de lo que había hecho. «Estoy exhausto», dijo a su familia, «he estado ayudando a crecer a las plantas de arroz». Su hijo salió de inmediato para echar un vistazo y se encontró con que todas las plantas se habían marchitado409.

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En el capítulo precedente desvelamos los vínculos entre la visión griega del cuerpo y dos formas de auto-afirmación: la articulación de las intenciones y el ejercicio de la voluntad muscular. La definición china de la persona no apela a ninguna de ellas. Mucho más influyente en China es la metáfora del crecimiento y el florecimiento de las plantas. Ése es el sentido más profundo en el que el escrutinio del se coincide con la contemplación de las flores resplandecientes. Los humanos se parecen a las plantas no sólo en los procesos «vegetativos», tales como el crecimiento y la nutrición, sino en su desarrollo moral, en el modo en que crecen y se revelan en tanto que personas. Dado que, según declara el Suwen, el rostro floreciente (huase) es la flor de las esencias del cuerpo, «en alguien virtuoso, el qi surge apacible en los ojos, y por el rostro uno llega a conocer la conquista de la pena»410. El rostro representa el florecimiento de los sentimientos, dice el Guoyu; y, a la inversa, «la flor», de acuerdo con una glosa común, «es el se» (hua se ye). «Benevolencia, corrección, ritos y sabiduría», observa Mencio, «están enraizados (gen) en el corazón y dan origen a una expresión (se) que se manifiesta pura y luminosa en el rostro (mao)»411. El se expresa a la persona tanto como las flores expresan a la planta. En su libro a propósito del contexto intelectual y social de la ciencia china, el sinólogo Derk Bodde señala que, «desde el inicio

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mismo, los chinos estaban aparentemente mucho más interesados en los cultivos y las plantas que en los animales». Y a continuación vita una observación de Ho Ping-ti que dice: «A lo largo de los extensos períodos históricos de China, el sistema agrícola... siempre ha sido soslayado en favor de la producción de grano y, además, la cría de animales ha desempeñado un papel subsidiario... Los chinos poseen aún otro rasgo peculiar, a saber, el inicio inusitadamenle tardío y la persistente infrautilización de los animales de tiro para el cultivo»412. Estas consideraciones nos seducen con vagos atisbos acerca del modo en que los factores socioeconómicos pueden dar forma a la historia de la visión médica. La anatomía griega, lo sabemos ya, gira en torno a los animales: no sólo eran las víctimas de la mayoría de las disecciones, sino que la propia idea de disección debe mucho a la curiosidad acerca de su lógica organizativa. Además, una de las principales inspiraciones en la investigación sobre la musculatura consiste en el deseo de arrojar luz sobre los secretos de la animación, de dilucidar la maravillosa capacidad de automoción que distingue a los animales, incluidos los seres humanos, de las plantas. La botánica de la Grecia antigua no genera ningún deseo comparable por anatomizar. En tanto que objeto, el cuerpo es distinto como ningún otro. Es el único y más íntimo lugar de la identidad personal. Preguntas del estilo: ¿cómo imaginaron los médicos chinos (o griegos) la estructura del cuerpo? o ¿cómo creían que funcionaba el cuerpo? no pueden en consecuencia resolver completamente, por sí mismas, el asombroso contraste entre la visión de la musculatura y la observación del se. Pues, en realidad, dicho asombro sólo concierne parcialmente a las ideas de anatomía y fisiología. También implica percepciones divergentes sobre las personas, disparidades a propósito del modo en que la gente ve y experimenta su propio ser. Por un lado, la musculatura articulada; por el otro, el florecimiento de las tonalidades. Las visiones alternativas del cuerpo reflejan lecturas alternativas del yo vital.

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Y, sin embargo, a propósito de la sustancia de la vitalidad, los mé- 197

dicos griegos y chinos se muestran de acuerdo. Ambos localizan el poder de la vida en la sangre y en la respiración. Lo cual nos con-duce a preguntarnos: ¿cómo puede encajar este sentido compartido del engarzamiento de la vida en la sangre y en la respiración con las perspectivas dispares sobre la vitalidad manifiestas en los músculos y el se? Nuestras investigaciones sobre el pulso y los mo nos susurraban desde el inicia que el conocimiento del cuerpo era inseparable de cierta sensación respecto a la sangre y la respiración.

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Tercera parte Estilos de ser

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Capítulo 5 Sangre y vida

Las sangrías terapéuticas han desaparecido prácticamente en la actualidad. Los enfermos ya no son cubiertos con sanguijuelas o desangrados hasta la inconsciencia. Pero ¿semejantes tratamientos llegaron alguna vez a curar y a revitalizar realmente? Las opiniones actuales los acusan más bien de debilitar e, incluso, de matar. La idea misma de nutrir la vida purgando sangre se ha convertido para nosotros en algo totalmente bárbaro, absurdo. No obstante, durante gran parte de la historia occidental, los médicos opinaron lo contrario. Galeno drenaba sangre en el caso de varias dolencias tales como gota y artritis, mareos o desmayos, epilepsia, melancolía, perineumonía, pleuritis, enfermedades hepáticas, oftalmía, e incluso hemorragias, por mencionar sólo algunos ejemplos. Consideraba a la flebotomía como «un remedio esencial», requerido «en cualquier enfermedad severa», y suponía que esta creencia era completamente tradicional413. Sostenía que los grandes médicos que le habían precedido también estimaban las sangrías como una cura igual «a la más efectiva de todas»414 Los sanadores medievales no eran menos entusiastas y drenaban regularmente la sangre tanto de sanos como de enfermos a fin de garantizar el vigor óptimo415. Apreciada como «el gran comienzo de IN salud», la sangría prometía un horizonte ilimitado de virtudes: «Sincera la mente, ayuda a la memoria, purga el cerebro, reforma la vejiga, calienta la médula, abre los oídos, controla las lágrimas, termina con las náuseas, beneficia al estómago, invita a la digestión, mejora la voz, fortalece los sentidos, mueve las entrañas, enriquece el sueño, elimina la ansiedad...»416. «En primavera una sangría es medicina para la monarquía», concluye un viejo refrán inglés417. Tampoco declinó la fe durante el siglo XVII, con el descubrimiento de la circulación de la sangre. El propio William Harvey en-

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salza la sangría como «el primero de entre los remedios generales»418. Y en el siglo XIX, el popular manual de cirugía de Lorenz Heister continuó favoreciendo la flebotomía de entre los procedimientos realizados en todo el cuerpo. «Comenzamos con la operación de flebotomía», explica Heister, «porque es de todas [las operaciones] la más general, realizada en la gran mayoría de las partes del cuerpo y, de lejos, la de uso más frecuente en la actualidad»419. Incluso en 1839, Marshall Hall, cuya crítica a la flebotomía indiscriminada contribuyó presuntamente al eventual declive de las sangrías, reconocía sin embargo que de las terapias disponibles al médico de su tiempo ésta «se sitúa prominentemente en primer lugar»420. Unos treinta años más tarde, el naturalista Charles Waterton aún contaba con la flebotomía como piedra angular de la profilaxis. Desde la edad de veinticuatro años, nos relata, había sido sangrado en no menos de cien ocasiones y él mismo se había practicado sangrías en ochenta de esos casos. Ésta es. la manera en que se mantuvo «en una salud perfecta» mientras recorría selvas remotas421 En esta dilatada y notable tradición, vislumbramos una diferencia fundamental, aunque rara vez advertida, entre las historias de la medicina occidental y china. Desde la antigüedad hasta la mitad del siglo XIX, la flebotomía emergió como uno de los medios más comunes y fiables de cuidar del cuerpo en Occidente422. Pero no en China. ¿Qué significa este contraste? Debido a su centralidad para la historia de las terapias occidentales y debido a la reputación de Hipócrates como fuente de la sabiduría médica, los estudiosos hacen retroceder el entusiasmo por las sangrías hasta el médico de Cos. Una autoridad de la talla de Émile Littré opina que «cuando nos preguntamos qué remedios de entre los múltiples que fueron utilizados eran mencionados con mayor frecuencia en tanto que aplicaciones, nos encontramos con que las sangrias y los evacuativos... desempeñaron el papel principal en la terapia de los médicos hipocráticos y, por tanto, del propio Hipócrates»423. No obstante, al menos en lo que se refiere a las sangrías, las pruebas sugieren más bien lo contrario. Las aproximadamente setenta

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referencias al drenaje de sangre contenidas en el corpus hipocrático tan sólo ocupan un pequeño lugar en el mapa de las terapias hipocráticas. Ningún tratado, ni ningún pasaje extenso desarrollan una teoría explícita de la flebotomía. Tal y como concluye Peter Brain, la idea según la cual los médicos hipocráticos consideraban las sangrías como el más efectivo de los remedios es un mito424. El drenaje de la sangre se convirtió en un pilar esencial de la medicina occidental más tarde, después de Hipócrates. Galeno consagró al menos tres extensos escritos a la venosección ( Sobre la disección de las venas y las arterias, Sobre la disección de las venas contra Erasístrato, y Sobre la disección de las venas contra los erasistrateos), y elaboró en estos y otros documentos una teoría del cuerpo y de sus afecciones que convertía a la sangría tanto en el tratamiento preferido para una amplia gama de desórdenes como, al mismo tiempo, en la herramienta clave de la profilaxis. Las actitudes habían cambiado. Por tanto, hay una historia de la sangría. Galeno habla de la enorme confianza depositada en las sangrías por sus predecesores, incluyendo Hipócrates, pero parece que su propio fervor colorea su visión de la historia. Las observaciones de Celso a propósito de la situación de su tiempo (alrededor del año 30 d. C.) son, cuando menos, sugerentes: «No es nuevo purgar sangre cortando una vena, pe-ro el que apenas haya una

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enfermedad en la que la sangre no sea purgada, eso sí que es nuevo»425. Mucho antes de que se produjera el desarrollo de la acupuntura -un desarrollo que Yamada Keiji sitúa en la dinastía Han Occidental- los sanadores chinos punzaban los abscesos y drenaban sangre con la ayuda de hojas de piedra o de escalpelos de bronce denominados bianshi426. En consecuencia, es posible afirmar que las sangrías no eran desconocidas en China. Más bien, al contrario. Abundan referencias en el eijing, e incluso un especialista moderno ha llegado a describir la sangría como la terapia principal promovida en esa obra427. No obstante, hacia el final de la dinastía Han, el recurso a dicho remedio decayó aparentemente. El anjing, el clásico canónico escrito con el fin de elucidar los temas cruciales del eijing, no lo men-

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ciona para nada y las referencias a esa cura sólo aparecen esporádicamente en textos posteriores. El sinólogo D. C. Epler discierne, con mayor sutileza, un cambio de actitud en el interior mismo del eijing. Específicamente centrado en el Suwen, reconstruye una evolución según la cual la sangría es promovida como terapia en las partes más antiguas de esta compilación y desaparece en los tratados más recientes428. Por tanto, la terapéutica de la China antigua se desarrolla casi exactamente en la dirección opuesta a la de la medicina griega. Cura principal en un tiempo, la sangría perdió su popularidad tras el eijing. No es que muriera con ella: por ejemplo, entre Ias curiosidades recogidas en la enciclopedia Taiping guangji (978 d. C.), existe una anécdota a propósito de cómo un médico curó al emperador de la dinastía Tang, Gaozong, de un grave dolor de cabeza y de vista borrosa drenando sangre de la parte superior de su cabeza429; y el compendio de acupuntura de Gao Wu, el Zhenjiu juying (1519), señala que el reputado médico Li Gao drenaba sangre en ocasiones a partir de los puntos de acupuntura (aunque lo hizo, significativamente, con la voluntad explícita de regresar al ejemplo clásico del Neijing)430. Para unas pocas dolencias, particularmente aquellas definidas por erupciones cutáneas, tales como la lepra y los desórdenes sha, la sangría contaba incluso entre los tratamientos regulares431. Sin embargo, comparadas con la totalidad de las terapias médicas posclásicas, las referencias a la sangría apenas representan raras y diseminadas excepciones. En la historia de la sangría, al igual que en la historia de la palpación, la comparación entre tradiciones se revela inseparable del estudio de los propios cambios en el interior de cada tradición432. Como tendremos ocasión de comprobar, hubo un tiempo en que los sanadores griegos y chinos drenaban sangre con métodos prodigiosamente similares. Pero a partir de ese momento, sus actitudes respecto a la sangría trazaron trayectorias intensamente divergentes.

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Sangre y vida La obsesiva preocupación en torno a la sangre aparece muy pronto tanto en los escritos griegos como en los chinos. Pero, una vez más, nuestra propia inquietud respecto a la sangría procede parcialmente de una intuición que es, sin ninguna duda, prehistórica, a saber, que la sangre resulta esencial para la vida. Si perdemos una cantidad suficiente,

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morimos. Asistimos a la confirmación de este hecho diariamente en la carnicería de animales y en las matanzas de la guerra. La asociación entre la pérdida de sangre derivada de las heridas y la disminución de la vida refuerza presumiblemente el vínculo entre la palabra homérica para sangre, brótos [ς], y el término que utiliza para mortal, brotós [βροτός]. Los dioses, inmortales, ambrotoi [αµβροτοι], no están hechos de lo mismo. Las Furias localizan a Orestes por el olor de su sangre y tratan de extraérsela como pago por la vida que él ha tomado. «La vida de cada criatura», nos enseña el Levítico, «consiste en su sangre»433. No obstante, cabría esperar que esta ecuación entre vida y sangre nos alejara, antes que acercarnos, a la práctica de la sangría. Y, de hecho, la mayoría de los flebotomiano. s evita sangrar a pacientes frágiles —a niños y ancianos, por ejemplo— mientras que otros médicos, como Van Helmont durante el Renacimiento, rechazan por completo la sangría argumentando precisamente que al drenar sangre el sanador se dispone a drenar el alma del paciente434. La sangría prosperó a pesar de que las aseveraciones sobre la sangre en tanto que vida señalan la influencia de otras consideraciones. Dos de ellas merecen un tratamiento especial. Una consiste en la observación de que la vida no es sostenida so-lamente por la sangre, también la respiración resulta vital. El abandono de la respiración supone la expiración, la muerte. Tanto en la medicina griega como en la china, los vasos sustentadores de la viola distribuyen tanto la respiración —qi y pneuma— como la sangre. Un segundo factor consiste en la creencia de que la sangre y la respiración determinan no sólo si uno vive, sino también cómo vive. Su poder es necesario hasta para la más elemental de las actividades. Así, tal y como sostiene el eijing, la sangre que recibe el hígado nos

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posibilita la visión, la sangre que se encuentra en los pies nos permite caminar, la sangre de las palmas de las manos nos permite asir y la sangre de los dedos nos permite tocar435. De manera más general, las cualidades de la sangre y de la respiración gobiernan las cualidades de la vida. Recordemos el relato de Confucio acerca de las «tres cosas de las que se guarda un hombre superior»: «Cuando es joven, y la sangre y el hálito aún no están estabilizados, se guarda de la lujuria. Cuando madura, y la sangre y el hálito se encuentran en su vigor máximo, se guarda de la combatividad. Cuando es anciano, y la sangre y el hálito han decrecido, se guarda de la codicia»436. Los cambios en la sangre y en la respiración alteran los impulsos y las inclinaciones. De la sangre y la respiración brotan el deseo, la agresión y la ambición. De acuerdo con los médicos chinos también surgen la furia y el temor: la primera resulta de una difusión de la sangre y el segundo, por falta de ella437. Los escritores griegos muestran intuiciones similares. El borboteo de la sangre alrededor del corazón da origen al «vigor», o thumos [θυµός], en los héroes homéricos, y Empédocles sostiene que «la sangre alrededor del corazón de los hombres es su pensamiento»438. La sangre afecta también a la vulnerabilidad ante la enfermedad. De acuerdo con uno de los tratados hipocráticos, los adultos sufren rara vez el bloqueo de los vasos sanguíneos por la flema debido a que sus vasos sanguíneos «son espaciosos y están repletos de sangre caliente; como resultado de ello, la flema no puede alcanzar el lado superior y congelar la sangre». Del mismo modo, los más ancianos rara vez mueren de bloqueo por flema, pero, en este caso, por una razón opuesta: sus «vasos sanguíneos están vacíos y la sangre, poco abundante, es de consistencia delgada y acuosa»439. Los estrechos

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vínculos entre la sangre y la enfermedad explican también por qué, en opinión de Galeno, la menstruación de las mujeres no produce normalmente ninguna enfermedad grave mientras que surgen toda suerte de desórdenes cuando se suprimen los menstruos440. Los trastornos en la sangre y la respiración, concluye el eijing, evolucionan hacia cientos de enfermedades441 Mientras que la identificación de la sangre con la vitalidad milita a veces contra la sangría, la asociación de las cualidades de la san-

206 gre y las cualidades de la vida convierten a la sangre en objetivo de las curas. Sangre en exceso, demasiada poca sangre, sangre que es o demasiado caliente o demasiado fría, sangre que corre por las venas o que queda atrapada y estancada, desequilibrios en la distribución de la sangre, mala sangre, todo ello afecta a lo que uno puede Hacer, a cómo uno siente o incluso a lo que uno es442. Algunas de estas condiciones eran tratadas purgando sangre.

Sangría topológica La primera cuestión que afronta el aspirante a flebotomiano, sugiere Galeno, es la siguiente: «Si existe alguna diferencia en qué vena es abierta, como algunos piensan, o si existen venas especiales para cada una de las partes afectadas...»443. Galeno presenta el problema como uno sobre el que «se han emprendido amplias investigaciones»444. La sangría guiada por esta última visión –la de que se sangran ciertas venas para tratar partes específicas del cuerpo– es lo que yo denominaré aquí sangría topológica. Galeno afirma que «Hipócrates y los más reputados médicos» potenciaron las sangrías topológicas445 y el corpus hipocrático lo corrobora. Las referencias a la sangría prescriben regularmente lugares específicos para ello. «La disuria se cura mediante la sangría y la incisión debería hacerse en la vena interna.»446 Para aliviar las dolencias del hígado, se debe drenar la sangre del codo derecho; para las dolencias del bazo, del codo izquierdo447; para los dolores de la espalda, en cambio, de las venas situadas en el exterior de los tobillos; para los dolores testiculares, de las del interior de los tobillos448 Las diferentes molestias exigían sangrías en lugares distintos. El dónde se efectuaban esas sangrías era, pues, crucial. ¿Por qué? El término phleps [φλέψ] (plural: phlebes [φλέβες]) es traducido a menudo como «vena». Pero las phlebes no son las venas en el sentido moderno, es decir, las venas en tanto que opuestas a las arterias. Las venas y las arterias fueron distinguidas por vez primera por los diseccionadores helenísticos, mucho después de Hipócrates. Tampoco se refieren simplemente al conjunto formado

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por arterias y venas, a una vaga e indistinta intuición de los vasos sanguíneos, libre de las precisas distinciones de la anatomía. Tal y como se describe en los tratados hipocráticos, como en Sobre la enfermedad sagrada, Sobre la naturaleza del hombre, Sobre la naturaleza de los huesos, y Sobre los lugares en el hombre, o en la Historia de los animales de Aristóteles, el recorrido de las phlebes se inicia, a menudo

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abruptamente, desde el recorrido de las arterias y las venas que conocemos en la actualidad449. Las phlebes no sólo eran anatómicamente indeterminadas; eran también anatómicamente falsas. Si limitamos la verdad del cuerpo a las verdades de la disección, las phlebes aparecen como meras fantasías450. Con todo, sabemos –pues los testimonios antiguos nos lo dicen explícitamente, e informalmente, como si no hubiera nada destacable en ello– qué clase de experiencias sostuvo un día la creencia en esas venas: la topología de las phlebes va mano a mano con la topología de la sangría. Sus extraños recorridos reflejan una comprensión de la conexidad corporal enraizada no ya en el escrutinio del muerto, sino en el cuidado del vivo. Es preciso sangrar el codo derecho para las dolencias del hígado y el izquierdo para los problemas del bazo, porque la vena en el codo derecho corría hasta el hígado mientras que la del codo izquierdo conducía directamente al bazo. Ésta era la lógica de la es-pecificidad de los lugares: para tratar una dolencia en una parte particular del cuerpo, se tenía que sangrar la vena que irrigaba esa parte. La elección de la vena apropiada era especialmente crucial dado que en la Grecia antigua ninguna teoría sobre el sistema vas-cular postulaba una circulación continua451. En gran parte, las phlebes irrigaban el cuerpo como canales independientes, con escasas interconexiones. Drenar sangre de una determinada phleps podía ser, pues, inútil e incluso perjudicial al tratar partes u órganos irrigados por otras. Así, pues, los médicos hipocráticos podían justificar la sangría topológica apelando a la estructura de las venas. Por supuesto, el orden original del descubrimiento podía haber sido el contrario. Podríamos suponer que los sanadores observaron en primer lugar los efectos de la sangría en ciertas partes sobre otras partes remotas del

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cuerpo y, a partir de estas observaciones, elaborar una red de canales enlazados. Más probable aún, las teorías de las venas y las prácticas de la sangría evolucionaron a la vez, con inferencias recíprocas. En cualquier caso, las phlebes hipocráticas no eran vulgares anticipaciones de las arterias y las venas de la anatomía posterior. Antes bien, expresan una aproximación alternativa al cuerpo, una que concibe la estructura somática a través de la topología del dolor y su alivio. El discurso actual sobre el dolor se centra en el cerebro y los nervios. Se nos dice que en aquellas partes en que los nervios son escasos, o están ausentes, o muertos, se siente poco dolor o ninguno. Nuestras curas bloquean los senderos neuronales o, dicho de un modo más coloquial, «atenúan» los nervios. Apenas pensamos en la sangre en conexión con nuestros achaques o agonías, o lo hacemos sólo en términos de heridas. Pero en Hipócrates, la hemorragia estaba asociada con la misma frecuencia a la cura del dolor como a la causa de éste, y el alivio del dolor es el motivo principal para drenar sangre. También en la China antigua la sangría pretendía a menudo sofocar el dolor. Las inhalaciones perjudiciales localizadas en el mo Yin Menor que sube desde el pie causan, según explica el Suwen, dolores de corazón, hinchazones violentas, saturación del pecho, de los costados y de las extremidades. ¿La cura? Efectuar sangrías cerca de la fuente del mo, en frente del maléolo interno452. El dolor de espalda ofrece un caso particularmente elocuente. Si el dolor se extiende a lo largo de la espalda, desde la nuca hasta las nalgas, entonces se debe drenar sangre del lugar xizhong del mo Yang Mayor (lo que nosotros denominamos ahora la vena poplítea, situada en la parte posterior de la

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rodilla). Por otro lado, el dolor de espalda que hace que el paciente sea incapaz de darse la vuelta debiera ser tratado sangrando el lugar wailian del mo Yang Menor. Otros tipos de dolencias dorsales requerían sangrías en otros lugares pues cada mo atraviesa una región diferente de la espalda453. Drenar sangre en un lugar de una vena para solventar el sufrimiento en otra parte. Drenar sangre de la pierna o del brazo para aliviar el dolor de la cabeza, por ejemplo, o del hígado. Hallamos

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también el mismo principio en Hipócrates. En ocasiones, los tratamientos griegos y chinos llegan incluso a coincidir: en ambas tradiciones, los médicos realizan sangrías en la parte posterior de la rodilla para tratar el dolor de espalda. Además, un gran número de curas hipocráticas, tales como las sangrías en el maléolo interno para el dolor testicular, ofrecen estrechas analogías con la acupuntura. Aunque la coincidencia entre los recorridos de las phlebes y de los mo no sea casi nunca exacta, ambos comparten probablemente más elementos entre sí que con las arterias y venas definidas por la disección. En la antigüedad, los médicos griegos y chinos articularon los vínculos entre la sangre y el dolor a través de conductos que resultan inquietantemente similares. Lo cual sugiere dos provocadoras posibilidades. Una consiste en que la acupuntura pudiera haber evolucionado a partir de la sangría454.Probablemente, no sólo a partir de la sangría, por supuesto: los relatos médicos más antiguos que se conservan a propósito de los mo no se refieren, recordémoslo, ni a las sangrías ni a la acupuntura sino tan sólo a la moxibustión. Es más, tal y como hemos señalado en el capítulo 1, la idea de los mo estaba originalmente entrelazada con los vasos sanguíneos visibles en la superficie corporal y fue a partir de esos mo como se desarrollaron también los meridianos jingluo de la acupuntura. Muchos puntos cruciales de acupuntura se sitúan en la superficie de venas y arterias y, a veces, hallamos los mismos lugares desplegados tanto en la acupuntura como en la sangría para tratar una afección dada. La segunda posibilidad consiste en un vínculo genético entre los desarrollos de la Grecia antigua y los de la China antigua. El movimiento de gentes y de bienes entre regiones orientales y occidentales de Eurasia es prehistórico, y no resulta difícil concebir que una cura como el drenaje de sangre en la rodilla para aliviar el dolor de espalda migrara a través del continente. En particular, sabemos que los escitas y otros pueblos nómadas se expandieron a lo largo de Eurasia y que tuvieron un contacto bastante amplio tanto con la cultura griega como con la china. Sabemos también, a partir del texto Sobre los aires, aguas y lugares, que los escitas, al igual que los griegos los chinos, cauterizaban y drenaban sangre. Y lo que resulta aún

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significativo, sabemos que las sangrías escitas presuponían vínculos entre remotas partes del cuerpo, vínculos que muestran sorprendentes paralelismos con las propuestas de los antiguos griegos y chinos. Para tratar las varices y la cojera, los nómadas no drenaban sangre localmente, de las piernas, como cabría esperar, sino de «la vena situada detrás de cada oreja»455.

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En efecto, el vínculo entre las prácticas griegas y chinas podría explicarse de maneras muy diferentes. Podríamos suponer que los sanadores de ambas tradiciones drenaban sangre en lugares similares para dolencias similares porque al hacerlo producían alivio. La convergencia de tratamientos podría estar fundada en la convergencia de la fisiología humana. Los historiadores modernos de la medicina se han mostrado por lo general escépticos acerca de la eficacia de las sangrías. Aunque la condena agresiva se ha vuelto ahora rara, los intentos por justificar la cura fisiológicamente son aún más raros456. De hecho, la popularidad pretérita de las sangrías se ha atribuido, más bien, a factores de orden cultural o psicológico, tales como la autoridad doctrinal y la coherencia del humoralismo galénico, el poder psicosomático de la creencia del paciente, y la lógica de la relación tradicional entre paciente y sanador457. La percepción de Peter Murray Jones acerca de la práctica medieval refleja la tendencia general: «La mayoría de las sangrías realizadas regularmente eran bastante seguras y probablemente proporcionaban a lo sumo una tranquilidad psicológica, pero algunas de las sangrías realizadas durante el tratamiento de una enfermedad producían más daños que beneficios, y puede que causaran muertes innecesarias en casos extremos» (la cursiva es nuestra)458

Me es del todo imposible afirmar si semejante escepticismo está Justificado o no. Desde luego, nadie podrá negar el impacto de las expectativas culturales o psicológicas en terapias de cualquier tipo. Con todo, los paralelismos entre las sangrías topológicas y la acupuntura debieran hacernos vacilar. Por un curioso giro irónico, son muchas las personas en Occidente que están dispuestas a conceder la posibilidad de un fundamento empírico a la exótica técnica de la acupuntura mientras que

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rechazan de improviso la flebotomía, practicada asiduamente en Europa durante cerca de dos milenios. No obstante, tal y como acabamos de ver, la acupuntura y las sangrias topológicas eran en realidad técnicas afines que proponían conexiones similares, a veces idénticas, entre los lugares de tratamiento y las distantes partes afectadas. En la medida en que otorgamos de buena gana la posibilidad de una lógica fisiológica para la acupuntura, también necesitamos repensar la sangría. En todo caso, la consideración de por qué las sangrías chinas e hipocráticas muestran similitudes es menos critica para nuestra investigación que el reconocimiento de que lo son. Pues el telón de fondo de esta temprana congruencia entre las terapias chinas y griegas nos permite definir con mayor nitidez la naturaleza y la magnitud de los cambios subsiguientes. Hace mucho tiempo, los médicos griegos y chinos extraían sangre topológicamente de modo similar. Hacia el final del período antiguo, esta tentadora semejanza daría paso a terapias tan diferentes que pocos podrían sospechar el parentesco entre ellas.

La evolución de la flebotomía griega Dos cambios notables se produjeron en la flebotomía griega entre los tiempos de Hipócrates y los de Galeno. El primero consiste en la emergencia de dudas en torno a la sangría topológica; el segundo, la transformación de la flebotomía en piedra angular de la terapia. El tema expuesto por la primera interrogante de Galeno –sobre si es relevante de qué vena se extrae la sangre– refleja un escepticismo acerca de la sangría topológica en la

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antigüedad tardía que no hallamos en los textos hipocráticos. La mayoría de las referencias hipocráticas ala flebotomía especifican el lugar particular que debería ser punzado. Incluso en el caso de hemorragias nasales espontáneas, los médicos señalan detenidamente si la sangre fluye del orificio nasal izquierdo o derecho, o de ambos. Tanto para la diagnosis como para la terapia, la diferencia entre derecha e izquierda

212 resultaba esencial. Ningún médico hipocrático diría que la elección de las venas fuera irrelevante. No obstante, ésa era la tesis, nos dice Galeno, promovida por algunos de sus contemporáneos459. Aunque aún había aquellos que, como el propio Galeno, rechazaban esta visión460, ya había emergido suficiente incertidumbre a propósito de las prácticas antiguas como para estimular una «investigación extensa» y para convertir la relevancia de la selección de las venas en el problema más urgente de la flebotomía. No es que la sangría topológica sufriera un declive repentino, definitivo. Después de todo, contaba con un eminente abogado como Galeno y al menos cierta atención sobre los lugares persistió a lo largo de toda la historia de la flebotomía461. Sin embargo, las prácticas de extracción de alguien como Areteo (81-138 d. C.) muestran ya un evidente escepticismo acerca de la selección tradicional del lugar462 ¿Qué hay detrás de este cambio? De nuevo, la emergencia de la disección desempeñó probablemente una función importante. La inspección anatómica desacredita la sangría topológica al exponer las discrepancias entre los recorridos propuestos para las phlebes hipocráticas y la anatomía de las venas y las arterias463. De manera más fundamental, vino a destacar una nueva concepción de la conexidad, una concepción basada no ya en las inferencias derivadas de las respuestas fisiológicas, sino en las continuidades percibidas en el cadáver. Los médicos aún podían argumentar que para evacuar sangre de un órgano dado algunas venas eran más eficientes que otras, mi virtud de su proximidad estructural; y fue precisamente apoyándose en esos fundamentos como los apologistas como Galeno defendieron la sangría al tiempo que rechazaban las teorías previas de his phlebes464. Pero este argumento no siempre era plausible. Y, así, a partir de la antigüedad tardía persistió una tensión intranquila a lo largo de la historia de la medicina occidental entre las afirmaciones de In anatomía y las prácticas flebotómicas sancionadas por la tradición465 El segundo desarrollo importante que hizo que la selección del r fuera percibida como menos urgente fue la tendencia cre-

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ciente, tras Hipócrates, de igualar la flebotomía con la liberación del exceso de sangre. Al defender la sangría topológica, Galeno sugiere que «el adecuado estudio de los médicos» debe incluir conocer «cuándo debe uno cortar la vena en la frente, y cuándo cortar el rabillo de los ojos, o bajo la lengua, la conocida como vena del hombro, o la que recorre la axila, o las venas situadas en los muslos o alrededor del tobillo»466. Insiste en ello, sin embargo, no tanto contra las críticas que niegan activamente la relevancia de la diferenciación del lugar, sino contra aquellos que desdeñan los lugares porque creen «que uno debe simplemente drenar sangre de los pacientes que se encuen-tran en riesgo de una plethos [πληθος] », una idea que Galeno caracteriza como

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«impropia del arte de Hipócrates»467. Esto me conduce a una de mis tesis principales: la transformación de la sangría de un remedio relativamente menor a un pilar indispensable de la terapéutica griega se hizo, en mi opinión, por temor a la plétora. Re-forzando la devoción a la flebotomía se encontraba el pavor ante el exceso de sangre. La elaboración de esta hipótesis exige alguna precaución. Muchas de las intuiciones fundamentales acerca de la plétora pueden vislumbrarse ya en Hipócrates468. Mi tesis, por tanto, tiene que ver menos con el nacimiento de nuevas ideas que con la cristalización de una conciencia modificada. Mientras Hipócrates apenas habla acerca de la plétora, Galeno invoca el término constantemente. Este cambio en el discurso señala una nueva conciencia del cuerpo y de su papel en la enfermedad, un cambio en el enfoque etiológico. Es este cambio lo que me gustaría dilucidar en última instancia. Pero permítaseme comenzar con las ideas centrales. Los médicos hipocráticos aseveran con frecuencia que la menstruación y otras formas de hemorragia, tales como las hemorroides y las pérdidas de sangre por la nariz (epistaxis [επίσταξις]), poseen un valor curativo y profiláctico. El tratado Epidemias 1 señala, por ejemplo, que durante cierta epidemia aunque muchas mujeres cayeron enfermas, eran menos que los hombres y

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morían con menor frecuencia... Algunas sangraban por la nariz. A veces aparecían a la vez la epistaxis y la menstruación... No conozco a ninguna mujer que muriera si cualquiera de esos síntomas se notaban adecuadamente469. Y de nuevo, los pacientes que sobrevivían eran principalmente aquellos que habían te-cuido una sangría verdadera y copiosa por la nariz. De hecho, no conozco un solo caso en esta constitución que se demostrara fatal cuando ocurría una sangría de verdad470. Epidemias 6 añade que aquellas personas con hemorroides están libres de pleuritis, de perineumonía y de otra serie de aflicciones471. EI escrito Prenociones de Cos sugiere que el expulsar sangre en las defecaciones ayuda a aliviar los dolores cardiacos, hepáticos y periumbilicales472. A la inversa, la ausencia o supresión de semejantes hemorragias deseables puede producir un daño terrible. Prenociones de Cos advierte de que la retención de sangre en amenorrea puede provocar epilepsia473. Epidemias 4 habla de un paciente que ignoró el consejo de su médico para que no tratara sus hemorroides y, en consecuencia, deliró enloquecido474. Y el tratado Sobre las úlceras recomienda purgar la sangre rápidamente de las contusiones y heridas abiertas, pues la sangre que se acumula alrededor de una lesión puede calentarse y pudrirse y, en consecuencia, dar lugar a inflamaciones, pus y úlceras475. En cuanto al origen de la sangre, el tratado 4 de Enfermedades la sitúa directamente en relación con los alimentos. Esto explicaría por qué, inmediatamente después de una comida, las venas yugulares se hinchan y el rostro enrojece476 Esta afluencia de material de-be ser eliminada finalmente por medio de excreciones o sangrías —los autores griegos consideraban habitualmente que la diarrea y la hemorragia, la purgación, el ayuno y la venosección tenían efectos equiparables— o de lo contrario sobreviene la

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enfermedad. Normalmente, el cuerpo se apodera del alimento y el alimento lo hace cre- 215

cer; pero a veces es el alimento el que se apodera del cuerpo, produciendo un amplio despliegue de enfermedades477. Todas estas observaciones hipocráticas –los peligros del exceso de sangre, la utilidad terapéutica de las hemorragias naturales y artificiales, los orígenes de la sangre en los alimentos, y la tendencia de la sangre a pudrirse y causar inflamación– llevan hasta el concepto galénico de la plétora. No obstante, el repaso que acabo de realizar pudiera ser en cierto modo engañoso. En Hipócrates las ideas aparecen sólo como observaciones dispersas; Galeno les con-cede un desarrollo más amplio y sistemático. Esto puede verse como una consecuencia del hecho de que la sangría fuera central para la terapia galénica y sólo periférica para el tratamiento hipocrático. Pero yo considero que la flecha de la causalidad apunta primordialmente en la dirección opuesta: fue el nuevo y urgente hincapié en algunas de las ideas tradicionales lo que propició que las sangrías parecieran vitales para la prevención y la cura de la enfermedad. Incluso en tiempos de Galeno no todas las sangrías estaban en-caminadas a aliviar la plétora. El propio Galeno rechaza explícita-mente esta visión del remedio. «Menódoto está equivocado», afirma, «al decir que la flebotomía debiera aprobarse sólo en el síndrome conocido como pletórico». Las indicaciones para la flebotomía no incluyen principalmente plethos, sino la sospecha de que la enfermedad se está desarrollando. Si parece que ésta será severa, debemos llevar a cabo la flebotomía invariablemente, incluso si ninguno de los síntomas de plethos está presente... Las primeras y más importantes indicaciones para el uso de la flebotomía son... la gravedad de la enfermedad y la fortaleza del paciente, y resulta del todo necesario decir que ésta, y no el síndrome pletórico, es la principal combinación de circunstancias por la que se aprueba la flebotomía478. En consecuencia, a menudo se debe drenar sangre incluso en ausencia de plethos. Galeno se muestra insistente en este punto479. Sin embargo, algunos, como Menódoto, equiparan claramente la

216 sangría con el alivio de la plétora, y el rechazo reiterado de Galeno de esta equiparación sugiere que ésta era la percepción más extendida, incluso la estándar, del problema. Es más, entendida correctamente, la crítica de Galeno, antes que romperlo, refuerza en realidad el vínculo entre flebotomía y plétora. Pues lo que él censura es una preocupación miope respecto de la condición inmediata del paciente, respecto de si la plétora existe en ese preciso momento. En su opinión, la flebotomía sirve no sólo para aliviar un exceso de sangre existente, sino también, y más eficazmente, para prevenir la formación de semejante exceso. El médico competente, siempre consciente de la amenaza de la plétora, drena sangre profilácticamente, antes de que pueda acumularse un exceso480. A veces se requiere la sangría inmediata incluso en ausencia general de plethos, como cuando alguien sufre un golpe o un dolor, «ya que el dolor atrae sangre»481.

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La preocupación por el exceso de sangre no se limita a abogar por la flebotomía. Erasístrato, nos dice Galeno, también recomienda que «la gente ponga la máxima atención en su salud sabiendo por adelantado cómo reconocer y protegerse contra la afección de la plétora». Los médicos se esforzaban por interceptar la plétora «cuando está acercándose, antes de que la enfermedad haya comenzado»482. No obstante, Erasístrato esquivó aparentemente las sangrías y defendió en su lugar el ayuno483. De ahí las privaciones de comida en caso de fiebre: «[Cuando] las enfermedades están co-menzando y se inician condiciones inflamatorias, todas las comidas descuidadas deben ser eliminadas junto con los sólidos, pues las inflamaciones que dan paso a las fiebres emergen en la mayor parte de los casos como resultado de la plétora. Si se proporciona alimento en esos momentos y la digestión y la distribución llevan a cabo sus funciones, los vasos sanguíneos se llenan con nutrientes y se producirán entonces inflamaciones aún más poderosas»484. Existía, por tanto, un desacuerdo en torno al mejor remedio para la plétora. Aunque reconoce la utilidad general del ayuno, Galeno objeta que en muchos casos las sangrías eran el remedio más eficiente, incluso la única cura eficaz485. Pero ambos, tanto él como Erasístrato, están de acuerdo a propósito de la urgencia del trata-

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miento, y éste es para nosotros el punto crucial de la cuestión. Los méritos relativos del ayuno frente a las sangrías nos importan menos que el hecho de que estas dos prácticas –la primera aún se practica con asiduidad en la actualidad, aunque sus usos y su pretendida lógica hayan cambiado, mientras que el segundo método ha sido condenado ampliamente y olvidado– fueran tradicionalmente percibidas como prácticamente equivalentes. El ayuno reduce la ingestión de comida, las sangrías eliminan sus residuos486. A pesar de que se aproximan al problema desde extremos opuestos, ambos métodos reflejan la obsesión por el exceso de sangre. La plétora se apoderó de la imaginación griega con una intensidad que la mera lógica de la ingestión y del consumo es incapaz de explicar. Tan terrible era el peligro percibido que los médicos llegaban a veces a desangrar a sus pacientes hasta el desmayo y la pér-dida de control sobre sus esfínteres. La plétora era exceso y, en con-secuencia, patológica por definición. Pero al contrario de lo que cabría esperar (el equilibrio era per se la suprema preocupación), la descongestión, lo opuesto a la plétora, no provocaba ninguna vigilancia ansiosa comparable. El impulso de purgar era inseparable del temor hacia el exceso de sangre. Galeno es explícito: la mejor preparación para estudiar su Sobre la cura por flebotomía, advierte, consiste en leer su ensayo sobre la plétora487. El caliente y estancado exceso pletórico pudre e inflama, con-vierte incluso la sangre buena en biliosa, genera fiebres488. Se debe purgar con rapidez, antes de que la inflamación (phlegmone [φλεγµονή]) comience. Anticiparse a la inflamación era vital489. La inflamación emerge, pensaba Galeno, del flujo de sangre. Una herida o una fractura podía inducir el flujo, pero también podía ser el resultado del desvío de una plétora general hacia alguna parte «más apta para recibir» la sangre sobrante. La mezcla humo-ral determinaba el carácter de la inflamación resultante: la sangre en que predominaba la bilis amarilla producía herpes [ερπης]; la bilis muy caliente, erysipelas[ερυσίπελας]; la sangre caliente y espesa, anthrax [ανθραξ]; la flema, oidema [οιδηµα]. Una mezcla de

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bilis negra y de sangre causaba la inflamación conocida como scirrhos 218

[σκίρρος], una de cuyas formas podía transformarse en cáncer. Un fIujo de pura bilis negra producía cánceres (karkina [κάρκινα] )490. Si los griegos se preocupaban más por las inflamaciones de lo que nosotros lo hacemos hoy, ello se debe en parte a que el concepto poseía un mayor alcance. El concepto galénico de inflamación abarca las lesiones cancerosas, los tumores benignos y los quistes inflamatorios. En consecuencia, su obra Sobre los tumores paranaturales (Peri ton para physin onkon [Περι των παρα φύσιν ογκων]) tiene realmente más que ver con lo que podríamos considerar inflamaciones que con los verdaderos tumores (onkoi [ογκοι]) en su sentido moderno491. Antes de la Teoría de los tejidos de François Bichat y de la aplicación de la teoría celular de Johannes Mueller a la patología, los neoplasmas, los tumores benignos y los quistes inflamatorios eran todos ellos localizados en las concentraciones de sangre corrupta. Al observar las «inflamaciones» de esa manera, comenzamos a apreciar el apremio con que los antiguos médicos procuraban prevenirlas. Los médicos griegos reconocían que, una vez reconocidos, muchos cánceres resultaban fatales; la salvación residía en la intervención temprana o, mejor aún, en la profilaxis. La purga de sangre oportuna salvaba vidas. Con todo, resultaría anacrónico reducir la antigua obsesión por la plétora a los contemporáneos temores sobre el cáncer. El cáncer no se cernía tanto en la antigüedad como lo hace ahora, dado que la mayoría de la gente sucumbía previa-mente a otras enfermedades antes de que hubiera alcanzado las edades en que el cáncer se cobra el mayor número de víctimas. Finalmente, las persistentes preocupaciones en torno a la plétora no estaban tan enraizadas en la gravedad de las enfermedades particulares, sino en la intuición de que la plétora era virtualmente responsable de toda enfermedad. En las pruebas recogidas sobre la visión de Hipócrates acerca de las sangrías he citado varios pasajes pertenecientes al tratado 1 de las Epidemias. Pero, de hecho, las observaciones en torno al problema de la retención de sangre y los beneficios de la liberación de sangre conforman sólo una parte menor de las consideraciones del tratado

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acerca de las causas y las curas. La obra prodiga más atención a factores que nosotros tendemos a olvidar en la actualidad, factores tales como el clima de la estación y el viento. Galeno sostiene por el contrario que, «sea cual sea lo que enferma el cuerpo desde un mal interno posee una doble explicación, o la plétora o la dispepsia»492. Esta última resulta de tomar alimentos inadecuados o de una dieta desequilibrada; la primera, de ingerir más nutrientes que los que son consumidos por el cuerpo en sus actividades o evacuados en los desperdicios. Tomadas en sí mismas, puede que las observaciones de Galeno parezcan complementar simplemente el ambientalismo hipocrático, dirigir las causas internas de la enfermedad, mientras que los tratados como Epidemias 1 y Sobre

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los aires, aguas y lugares describen las circunstancias externas. Pero en los análisis galénicos, el estado interno del cuerpo es absolutamente fundamental: la presencia o ausencia de males internos determina en gran parte el daño causado por elementos externos. Presagiando ulteriores ideas a propósito de los gérmenes, por ejemplo, Galeno se refiere a «las semillas pestilentes» (loimou spermata [λοιµου σπέρµατα]) de la enfermedad. No obstante, le interesa no tanto la naturaleza de las semillas per se como la cuestión de por qué algunas sucumben a la pestilencia mientras que otras sobreviven. Su conclusión es inequívoca: «Debemos recordar siempre... este principio: que ninguna de las causas [de la enfermedad] puede operar sin una predisposición en el paciente». Y, de nuevo, «gran parte de la generación de padecimientos reside en la preparación del cuerpo». La inhalación de agentes patógenos no causa, en sí misma, la enfermedad. Las semillas pestilentes se instalan y se desarrollan sólo en un cuerpo predispuesto a la corrupción, un cuerpo repleto ya de atracones, de indolencia y de indulgencia sexual. Un cuerpo pletórico493. Mientras que la teoría de las semillas de la enfermedad ocupa solo una posición menor en la patología de Galeno (únicamente la menciona en unos pocos pasajes)494, la misma creencia en la prioridad de los estados internos también recorre su análisis de las formas más básicas de aflicciones externas, es decir, las heridas. A veces, observa, el pinchazo de la aguja más fina puede producir una enorme

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inflamación. La disparidad manifiesta entre la causa aparente y el efecto demuestra que el principal culpable no es realmente la aguja, sino el cuerpo en el que ésta ha penetrado. Si una diminuta herida se infecta masivamente con pus, ello se debe a una plétora pre-existente de residuos no evacuados495. En cuerpos carentes de exceso, incluso un corte profundo cicatriza rápidamente, sin inflamación ni enconamientos496. Incluso en el paradigmático caso de la causa externa, incluso cuando un paciente sufre cortes o golpes, el alcance de la lesión depende en última instancia de la complexión interna del cuerpo; depende, pues, de la plétora o de su ausencia. Cómo se reconoce la plétora? Ya hemos pronosticado algunas de las indicaciones: una tez rubicunda, venas dilatadas, un gran pulso y un historial de inactividad física, de excesos en comida y en bebida, y la supresión de evacuaciones. Sin embargo, lo que resulta notable a propósito del diagnóstico galénico de la plétora es su énfasis en las sensaciones propias del paciente. Los síntomas en los que pone mayor atención son la pesadez en el cuerpo entero, lentitud, tensión en las extremidades, dolor y laxitud497. Dicho en otras palabras, se llega a reconocer la plétora no sólo por medio de signos objetivos tales como el pulso, sino también y sobre todo en la experiencia subjetiva del cuerpo de la propia persona. Pesadez, inercia, tensión, dolor. Se trata de sensaciones familiares. En momentos diferentes y en grados distintos, todos las experimentamos. Y ello sugiere el modo en que la plétora pareció estar tan extendida y la necesidad de purgar sangre rutinariamente. Al escrutar la gente de nuestro alrededor podemos notar algunos individuos de rostro enrojecido que podemos juzgar pletóricos; pero, principalmente, nos es difícil imaginar el exceso de sangre como algo más que una extraña rareza. Esto es en parte lo que hace que el entusiasmo pretérito por la sangría parezca tan insólito.

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Por un lado, cuando pasamos de la noción abstracta de exceso de sangre a los síntomas que supuestamente la anuncian, la afección asume un papel más íntimo. Aunque nunca hayamos creído padecer de plétora, sabemos lo que es sentirse pesado y lento, o sufrir de músculos tensos, doloridos.

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La plétora era, en consecuencia, una indisposición no sólo en el sentido objetivo, clínico, del desequilibrio humoral, sino también la in-disposición de la incomodidad subjetiva, la quejumbrosa reclamación del cuerpo ante la conciencia. Galeno habla con frecuencia de la pesadez (barutes [βαρύτης]) del cuerpo pletórico, mediante la cual se refiere no ya a su peso absoluto, sino a la sensación de lentitud en un cuerpo que responde a la voluntad pero que lo hace lánguidamente y de mala gana. Su descripción reproduce curiosamente la caracterización del cuerpo que hallamos en Platón, un pensador que Galeno admiraba profundamente. El alma que sigue a Dios y que obtiene la visión de la verdad, declara Sócrates, está libre de todo perjuicio; pero el alma que no es capaz de seguirlo y de verla está «llena de omisión y maldad, y se hace pesada, y cuando se hace pesada... cae a la tierra» 498. Así, el peso plúmbeo del mal no es otra cosa que la carga del cuerpo. Mientras que el alma aspira naturalmente hacia arriba hasta los cielos y Dios, el cuerpo es «oneroso, pesado, y terrenal» y cae por su propio peso hacia abajo499. Especialmente sugerente en esta cuestión es el origen de la sangre en la comida. Una vieja creencia sostenía que el alma podía escapar ocasionalmente de su confinamiento en la penumbra del cuerpo material y recobrar su clarividencia natural. Durante el sueño, por ejemplo; de ahí la presciencia de las ensoñaciones. Por otro lado, las dietas especiales transforman el cuerpo en sí mismo, haciéndolo más transparente a las visiones psíquicas. Así, las leyendas en torno al visionario Epiménides especulaban con que no comía alimentos terrenales, sino que se nutría de un sustento etéreo proporcionado por las ninfas500. Tras predecir la plaga en Efeso, Apolonio se defendió de los cargos de brujería al ubicar su previsión en una dieta excepcionalmente ligera, que le confería una claridad celestial501. En sus Églogas proféticas, Clemente de Alejan-dría sostenía enérgicamente los vínculos entre el ayuno y la capacidad espiritual: «El ayuno vacía el alma de materia y la hace, junto con el cuerpo, clara y ligera para la recepción de la divina verdad». El alimento excesivo, «hunde la parte intelectual hasta la insensibilidad». Las comidas debían, por tanto, ser siempre senci-

222 llas y simples a fin de facilitar la digestión y asegurar «la ligereza del cuerpo»502. Para Platón, el alma es ligera, luminosa y eterna mientras que el cuerpo es lento, oscuro y corruptible; la pesadez es intrínseca a la propia condición de la encarnación. Para los médicos, por el contrario, la torpe inercia de la plétora es una patología temporal, si bien es un peligro crónico. La coincidencia entre los discursos no es, pues, exacta. Con todo, evidentes ecos resuenan entre el retrato de Galeno de la lentitud pletórica y la grave situación del alma platónica aprisionada en la carne. El cuerpo pletórico es el cuerpo que se experimenta cuando uno se ve forzado a ser consciente de él, cuando ha cesado de ser el instrumento dócil de la voluntad y el deseo para transformarse en una onerosa y resistente carga que arrastra hacia abajo.

El vacío en la medicina china

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Las leyendas de la China antigua nos hablan de sabios que «rehusaron los cereales» (bigu), es decir, que rechazaron los bastos alimentos de los comunes mortales. Al morar en brumosas montabas, se alimentaban sólo de exquisitas bocanadas del aire de las al-turas y como resultado de ello disfrutaban de una longevidad extraordinaria y de una existencia liviana. Según se cuenta, flotaban por entre las nubes. De nuevo, hallamos asociaciones entre dietas ligeras, cuerpos livianos y sabiduría, asociaciones que además influyen a veces en el régimen actual. Sepultado junto con los textos médicos en las tumbas de Mawangdui, encontramos por ejemplo un tratado sobre «el rechazo de los cereales y la alimentación con vapores»503. Y el Shiji relata que Zhang Liang, consejero del primer emperador de la dinastía Han, se retiró de la política específicamente para entregarse por completo a ejercicios de respiración, el repudio de cereales y el proyecto de qingshen, iluminar el cuerpo504. No obstante, la medicina china no llegó a desarrollar un equivalente real de las cuitas griegas en torno a la plétora. Sí, desde luego,

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la comida es concebida como la fuente última de la sangre y, sí, un exceso de alimentos inflama los vasos sanguíneos y se desborda en hemorragias505. Pero el eijing menciona hemorragias nasales y hemorroides sólo como desórdenes, jamás como crisis de salud. Sí, ciertamente los médicos en China condenaban comer en exceso, como también condenaban los excesos de cualquier clase y, sí, llegaron a reconocer complicaciones derivadas de congestiones locales de sangre. Pero nunca estuvieron obsesionados ante la posibilidad de que un excedente de sangre embutiera el cuerpo en su totalidad. Resulta especialmente revelador a este respecto considerar un desorden ante el cual expresaron su preocupación y que ofrece algunos parecidos interesantes con la plétora. Me refiero al término shi. «Plenitud» podría ser una traducción razonable; expresiones tales como youyu (excedente), man (repleción) y guo (exceso) lo sustituyen a menudo como sinónimos. Como en el caso de la plétora, la amenaza potencial del shi es enorme: si no se trata tempranamente, las acumulaciones de shi podrían derivar en hinchazones dolorosas, úlceras pustulosas, excrecencias no deseables, tumores fatales; al igual que con la plétora, el mejor tratamiento es la prevención506. Más aún, muchas de las indicaciones comunes del shi —un mo pleno y duro, tensión, dolor y fiebre— reproducen los signos característicos de la plétora. Buena parte de las patologías que Galeno denominó como pletóricas habrían sido calificadas como shi por sus contemporáneos chinos. Pero el shi difiere evidentemente de la plétora en tres aspectos. Primero, el shi no fue concebido principalmente como un problema sanguíneo. Segundo, la plenitud en China presupone un complemento necesario: casi siempre, las referencias al shi conjuran simultáneamente el problema del xu, vacío, y ambos eran típicamente hermanados en un compuesto, xushi, vacío-y-plenitud. Tate cero, en este emparejamiento del xu y del shi, el primero encarna la preocupación más fundamental. Si el exceso de plétora era el temor conductor del flebotomiano, las reflexiones chinas en torno a la enfermedad comienzan, al contrario, con el mermado vacío. Las nociones de «vacío» y de «plenitud» poseen en la medicina

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China dos significados opuestos. En las discusiones generales sobre la higiene, el vacío

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designa la realidad más profunda del ser y el estado más elevado de espiritualidad humana. La Vía (dao) es vacío, celebran los taoístas, y también lo es el sabio. El vacío sabio es el vacío de una mente alejada de los sentidos, desprovista de deseo, lúcida, límpida, serena507. Apreciado por algunos como un fin supremo en el perfeccionamiento de sí mismo, semejante vacío era promovido por los médicos como el secreto último del vigor y de la longevidad. Sólo a través de una mente vacía de anhelos es como puede mantenerse un cuerpo rebosante de vitalidad; para alcanzar la plenitud de la vida uno debía atenerse a la nada del vacío (xuwu) 508 Desgraciadamente, la mayoría de la gente fracasaba al tratar de abrazarse a esa plenitud. «El necio nunca tiene suficiente [vitalidad] », se lamenta el Suwen, «el sabio la posee en abundancia»509. Las gentes de los tiempos arcaicos... no se extenuaban en vano. Así, les era posible que su cuerpo y su conciencia estuvieran unidos, de suerte que vivían más allá de los plazos naturales de vida y fallecían cuando ya habían sobrepasado los cien años. Las gentes de nuestro tiempo no son de esta guisa. El vino es su bebida, el capricho, su norma. Penetran borrachos en el lecho de amor, agotan su esencia seminal en la lujuria, diseminan su vitalidad innata en el deseo. Ignoran cómo mantener la plenitud (buzhi chiman)... Al carecer de auto-control en sus actividades, se extinguen a la mitad de los cien años

510. La mayoría derrocha sus vidas. Si la plenitud es salud, entonces el vacío es enfermedad. Éste es el segundo y más común significadodel término xu en medicina, el significado que nos preocupa aquí: la merma enfermiza. El vacío en ese sentido es patológico dado que corresponde a la disminución de posibilidades. Los sentidos y las extremidades, que deberían permanecer despiertos y vigorosos durante cien años, vacilan ya a los cincuenta. El ayuno de vitalidad hace que los ojos y los oídos pierdan su acuidad, que las piernas pierdan su esplendor y se vuelvan prematuramente grises. Peor aún, cuerpo mermado es un cuerpo vulnerable, un cuerpo expuesto

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a la invasión. El vacío patológico, xu, conduce al shi, a la plenitud patológica. El Emperador Amarillo preguntó: «Qué se entiende por xu y shi?». Qi Bo respondió: «Cuando las inhalaciones nocivas [del exterior] (xieqi) están en auge, eso es shi; cuando las inhalaciones esenciales (jingqi) [de una persona] están mermadas, eso es xu»511. Una mente desprovista de deseo, un cuerpo repleto de vitalidad, éstos son el vacío y la plenitud en tanto que ideales positivos del régimen. En la mayoría de las ocasiones, sin embargo, los médicos hablan del vacío y de la plenitud como patologías; del vacío en tanto que merma de la vitalidad y de la plenitud en tanto que estado de un cuerpo repleto de males invasores. Lo que hace que xu y shi estén entrelazados como patologías, y ello merece ser enfatizado, no es, por tanto, la simetría ni la lógica del equilibrio, el temor de excederse o de quedarse corto en un sentido abstracto. No, más bien ambos están unidos por una jerarquía de causalidad. El vacío define la necesaria precondición de la plenitud. La lógica imperante es por tanto la de la guerra: shi es el exceso de un cuerpo ocupado por intrusos extraños, mientras que xu es la merma de fuerza interna que invita a la intrusión512. La primera corresponde a una abundancia de xieqi, inhalaciones nocivas desde el exterior; la segunda, a la falta de vitalidad interna. El Suwen resume la cuestión sucintamente: «Se produce shi cuando penetra el qi y se produce el xu cuando sale el qi»513.

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A decir verdad, éste no era siempre el caso. «Reducir lo que resulta excesivo y complementar la insuficiencia (sun youyu bu buzu)» es, nos enseña Laozi, la Vía del Cielo514; y este principio de compensación formula el sentido de la acupuntura. Mientras que la flebotomía se concentra en el exceso, la acupuntura reequilibra las oscilaciones en ambas direcciones: dispersa el exceso (xie youyu), pero también complementa la insuficiencia (bu buzu)515. En líneas generales, xu y shi señalan a veces los desequilibrios relativos en la capacidad interna y son sinónimos de deficiencia (buzo) y superfluidad (youyu), de quedarse corto (buji) y de sobrepasarse (guo). Una mer-

226 ma (xu) en los riñones, por ejemplo, puede tener como resultado el auge patológico (shi) del bazo. Una circulación dañada que sufre un golpe puede también causar una congestión shi local. Sin embargo, en la medida en que los médicos chinos concibieron algo más que el desequilibrio relativo o localizado, en la medida en que imaginaron el exceso genuino, tendieron a apelar al modelo de las influencias ajenas (del viento, del frío y de otros males que penetraban desde el exterior). Si la plenitud pletórica de los griegos emergía del interior del cuerpo, la plenitud del shi enfatizaba las amenazas del mundo circundante. Las directrices presumiblemente más antiguas acerca de la acupuntura contenidas en el tratado 1 del Lingshu resultan históricamente sugerentes: .Si vacío (xu), entonces llénalo (shi); si repleto (man), entonces nivélalo; si viejo, entonces elimínalo; si dominan las inhalaciones nocivas [del exterior], entonces vacíalas (xu)»516 En este punto nos encontramos no ya con dos, sino con cuatro principios de tratamiento, correspondientes a cuatro estados patológicos. El primero compensa el vacío, los otros rectifican tres clases diferentes de plenitud. El clásico análisis del vacío-plenitud, xushi, obliteraba por consiguiente las distinciones entre las tres clases de plenitud y se las incluía todas bajo la sola rúbrica del shi. Y de esa manera se minimizaban las dos patologías equiparables a aquéllas Tratadas por la flebotomía occidental, esto es, la repleción (que emerge presumiblemente desde el interior del cuerpo) y la persistencia de sustancias estancadas. Al definir la noción shi en tanto que Influjo de inhalaciones nocivas que proceden del exterior, la medicina clásica china se distanció de los excesos propios del cuerpo y enfatizó el paradigma de la ocupación invasora. Permítanme aclarar este punto. Nada nuevo hay aquí a propósito de los temores sobre las intrusiones ajenas. El pavor ante los ata demoníacos se remonta hasta los tiempos de los Shang y permaneció inalterable en las creencias populares. Sin embargo, el paradigma promovido por la medicina erudita de la dinastía Han se distanció de esa tradición en dos cuestiones notables: en primer lugar, expulsó a los demonios y a los espíritus maléficos e identificó a los intrusos casi exclusivamente entre los elementos meteorológicos

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tales como el viento, el frío, el calor, la humedad y la sequedad; y, en segundo lugar, convirtió el perjuicio de esos elementos en contingentes de una debilidad interna. Esto último supuso la principal innovación de la teoría del vacío-plenitud, xushi, el desarrollo

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definitorio en la formación de la comprensión clásica china de la enfermedad y del cuerpo. Los vientos se adentran típicamente a través de los poros fláccidos (un signo de merma) para luego escarbar más profundamente, hasta el mo, luego hasta la carne y por último hasta alcanzar los órganos y los huesos. Pero no todos se convertían en sus víctimas. Semejantes males podían introducirse sólo en los cuerpos mermados517. La teoría del xu y del shi proclama la prioridad de la vulnerabilidad, es decir, del vacío. El Lingshu asevera: «Si el viento, la lluvia, el frío o el calor no encuentran una merma [de la vitalidad corporal], su solo xieqi no puede perjudicar a la gente. Cuando uno se halla inesperadamente frente a una tormenta de viento o de lluvia y no enferma, la razón de ello reside en que no hay merma y en que el xieqi no puede por sí solo perjudicar a la gente. Sólo cuando un viento mermador se encuentra con un cuerpo mermado puede [el viento] poseer el cuerpo»518. En un cuerpo rebosante de vitalidad, simplemente no hay espacio para que las influencias nocivas puedan penetrar. En consecuencia, las medicinas griega y china se desarrollaron análogamente en este sentido: ambas coincidieron en subrayar la prioridad del estado interno del cuerpo. Los gérmenes de la enfermedad, las hendiduras y las magulladuras, los vientos violentos, y el frío pueden desde luego herir y matar; pero eran aún preocupaciones secundarias. Realmente ponían en peligro a aquellos que estaban predispuestos hacia la enfermedad, sólo perjudicaban a quienes, de algún modo, estaban ya enfermos. Para el flebotomiano, las pestilencias y las heridas se enconaban únicamente en los cuerpos cargados por el exceso de comida y la indolencia, en los cuerpos repletos de residuos corruptores; para el acupuntor, era el vacío de la alidad despilfarrada lo que invitaba a las invasiones del viento y del frío. En otras palabras, la flebotomía y la acupuntura subrayan la tendencia de los seres humanos a enfermar, pero difieren en sus concepciones de la disolución.

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La putrefacción, un fenómeno escasamente mencionado en la acupuntura, domina la imaginación del cuerpo del flebotomiano. La enfermedad es esencialmente corrupción. La sangre es la sustancia de la carne sana, pero el exceso de acumulación, en forma de residuos en los cuerpos letárgicos, indulgentes, alimenta las fiebres y las inflamaciones, se endurece en tumores monstruosos, se pudre en úlceras pustulosas. De ello se colige la necesidad de vigilancia constante sobre las plétoras incipientes, la necesidad de sangrías profilácticas. Por el contrario, en China, el desasosiego gira en torno a la disipación y la dispersión. El célebre aforismo de Zhuangzi equipara la vida con la concentración de hálito (qi) («El qi reunido es vida; el qi disperso es muerte»519), y durante el final del período de los Reinos Combatientes y los inicios de la dinastía Han emergió una exquisita sensibilidad acerca de cómo, en momentos de descuido, la vida se escapa literalmente. Los partidarios del yangsheng, del cultivo de la vida, dieron vueltas acerca de la pérdida de preciosas esencias vitales en el desenfreno sexual. Pero también sentían huir a la vitalidad por todos los orificios. Se escurría por los ojos cuando uno se entretenía en hermosas visiones, y por los oídos cuando uno se perdía en cautivadoras armonías. Los orificios eran «las ventanas del espíritu vital», y las vistas y los sonidos sacaban ese espíritu hacia fuera, vaciando el cuerpo, invitando a la dolencia520. Se trata del deseo, el derrame a raudales de energía vital hacia el objeto deseado. Tanto en un sentido literal, como figurado, el deseo implica la pérdida de sí mismo; los

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recesos en la autoposesión y la merma de vitalidad no son más que las dos caras de una misma enfermedad. A la inversa, la integridad somática y el autocontrol emocional convergen en la salud. Tal y como concluye el filósofo Ilan Fei (fallecido en el año 233 a. C.): «Cuando el espíritu no huye hacia fuera, entonces el cuerpo está completo. Cuando el cuerpo está completo, se le denomina poderoso (de). Lo poderoso se refiere a la autoposesión (zide)» 521. Aunque para nosotros los hombres de las figuras 22 y 23 puedan parecernos gruesos –modelos, estaríamos casi tentados a decir, de a qué no debiera parecerse un cuerpo–, lo que despliega en realidad

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su aspecto físico es la promesa del régimen apropiado. Se encuentran demostrando ejercicios para el yangsheng, para el cultivo de la vida. Debemos ver en ellos no tanto una panza fofa propia de personas de mediana edad, sino un océano de vitalidad acumulada en el bajo abdomen. Si recordamos nuestra primera estampa (figura 1), vemos también en el hombre de la acupuntura la insinuación de la relajada y espaciosa plenitud. No obstante, la acumulación quietista evocada por el yogui sentado no representa el único ideal. Hua Tuo sostiene que «el cuerpo desea ejercitarse (laodong)» y promueve ejercicios que imitan los movimientos de animales. Pero en este caso el acento se sitúa en la estimulación del flujo y en conferir flexibilidad al cuerpo. El término daoyin denota «el arte de hacer flexibles las articulaciones» (liguan zhi shu). Si la auto-contención constituye una meta, la fluidez ágil constituye otra. Los estiramientos y los balanceos que aseguran la salud podían también ser demostrados mediante esbeltas mujeres y modelos cuyas togas aparecen abultadas como si fueran insufladas por brisas secretas (figuras 24, 25 y 26). La disciplina de la persona no requiere, ni implica, la muscularidad del hombre de Vesalio. En el contexto griego, el ejercicio es prácticamente sinónimo de un trabajo extenuante (ponos [πόνος] ). En ese sentido, Galeno señala: «El término [ponos] me parece que tiene el mismo significado que ejercicio». Y, de nuevo: «En el cuidado de la salud, el trabajo figura en primer lugar». El ejercicio y el trabajo confieren el tono al cuerpo e impulsan la eliminación de desechos; es decir, luchan contra la tendencia hacia los excesos pletóricos522. A diferencia de sus homólogos chinos, que se inquietaban por los poros en tanto que avenidas para la intrusión, los médicos griegos los concebían principalmente como senderos de excreción, como aberturas para la expulsión de superabundancias. Sus preocupaciones giraban en torno a los males de la retención, antes que en torno a los peligros de invasión. De ahí el énfasis de Galeno en la regularidad menstrual. Resultaba esencial, afirmaba, que «los sexos femeninos, que se encuentran en el interior, al no entablarse en un trabajo extenuante ni exponerse directamente a la luz solar —ambo factores conducen al desarrollo de la plétora— tuvieran un remedio

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natural mediante el cual fuera liberada»523. La menstruación es el sustituto de la naturaleza para la vida activa masculina524. De modo similar, Aristóteles observó que las mujeres acostumbradas a una vida de trabajo duro (ponetikos bios [ποντικός βίος]) tenían un parto sencillo: «La razón de ello reside en que el esfuerzo del trabajo agota los

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residuos, mientras que las mujeres sedentarias poseen una gran cantidad de tal materia en sus cuerpos debido a la ausencia de esfuerzo, así como al cese de las descargas menstruales durante la gestación, y acusan los dolores del parto gravemente. Por otro lado, el trabajo duro procura la ejercitación de la respiración (ho de ponos gymnazei to pneuma [ο δε πόνος γυµνάζει το πνευµα]) »525 Antes que la tranquila acumulación o la jovial flexibilidad, el ejercicio griego promueve un físico articulado libre de exceso y un espíritu temperado por el esfuerzo extenuante. El hálito vital no es algo que debe ser conservado y almacenado, sino vigorosamente trabajado a través del ardor de la voluntad. Subyacente a la escisión entre la sangría y la acupuntura hallamos, por tanto, la diferencia entre los temores a la corrupción y los miedos a la disipación, entre los temores a la retención y los miedos a la pérdida. Mientras que la medicina griega enfatiza los beneficios de la menstruación, las hemorragias nasales y las hemorroides en tanto que medios para anticiparse y aliviar el exceso, los médicos chinos no veían nada bueno en las hemorragias nasales y en las hemorroides; simplemente trataban de detenerlas. Y a pesar de que reconocían la necesidad de menstruaciones periódicas, consideraban la ausencia de sangrías menstruales no tanto como una supresión peligrosa, como una causa potencial de enfermedades, sino, antes bien, como un signo de sangre exhausta, como una consecuencia de una merma precedente526. Diferencias similares oponen las visiones acerca de las relaciones sexuales. La inactividad sexual en las mujeres, en opinión de Galeno, y la retención de la semilla femenina resultante podían inducir más daños perniciosos incluso que la supresión de las descargas menstruales. Podían, por ejemplo, hacer que una mujer se volviera histérica y se sofocara. Y mientras que algunos hombres se debilitaban indudablemente por un exceso de sexo, otros «si no tienen

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unas relaciones sexuales regulares, sienten pesadez en la cabeza, padecen náuseas y fiebres, y tienen un pobre apetito y una mala digestión». Incluso el filósofo cínico Diógenes, «conocido por ser el más autocontrolado de todos... se mostraba indulgente respecto a las relaciones sexuales ya que pretendía liberarse de las inconveniencias causadas por la retención de esperma»527. Los vínculos entre sexo y enfermedad despiertan también des-velos en China; pero esas preocupaciones no giran en torno a las semillas contenidas. Ni los médicos ni los atletas yoguis promovieron la necesidad del alivio profiláctico. Muy al contrario. Les preocupaba el exceso de relaciones sexuales, no su ausencia. La vida era concebida como un recurso finito, ya sea conservado sabiamente hasta el final durante muchos años de salud o prematura e imprudentemente arruinado. Las semillas suponen las concentraciones más pu-ras de esa vida y cada porción perdida significa una reducción de las posibilidades vitales. Ésta es la razón por la que los adeptos a la disciplina sexual del fangshu estudiaron tan escrupulosamente las técnicas para retener y «retornar» el semen durante las relaciones sexuales528. Una patología de la corrupción frente a una patología de la disipación. Las aprehensiones acerca de la retención y el exceso frente al pavor ante la pérdida y la falta. Al investigar las motivaciones de la flebotomía y la acupuntura, hemos desvelado algunos contrastes provocativos. Como siempre, los contrastes son relativos: en China, los médicos reconocían ciertamente los problemas del exceso y sus homólogos griegos no ignoraron las enfermedades de la merma. Sin embargo, en conjunto, las intuiciones

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acerca de la flaqueza humana en esas dos tradiciones recurren a temores opuestos. Permítaseme regresar ahora al tema aludido al comienzo de este capítulo, es decir, a la relación entre la sangre y la respiración. La flebotomía y la acupuntura parecen diferir ante todo en este punto: la primera trata la sangre y la segunda, el qi, el hálito vital. Pero esta caracterización es imprecisa. En la medicina china, la sangre y el qi son esencialmente lo mismo. Por supuesto, los médicos resaltan de vez en cuando distinciones. Por ejemplo, la sangre posee forma mientras que el qi es informe; la primera es constructiva,

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compone la sustancia del cuerpo, y la segunda es protectiva, resguarda de los patógenos externos. Desde un punto de vista diagnóstico, un mo resbaladizo indica más sangre que qi, mientras que un mo áspero denota lo contrario. Desde una perspectiva terapéutica cuando aún se practicaban las sangrías, algunos achaques exigian al médico «drenar sangre, pero no qi», mientras que para otros era preciso «liberar qi, pero no sangre». Sin embargo, todo ello supone diferencias en el aspecto, no en la esencia. En última instancia la sangre y el qi son facetas complementarias de una única vitalidad, sus manifestaciones yin y yang529. Las dicotomías tajantes tienden a oponer la sangre y el pneuma en el pensamiento griego. Para el presocrático Diógenes, la división entre el aire y la sangre refuerza el contraste entre el placer y el dolor530. En la embriología de Aristóteles, la sangre femenina procura la sustancia material del cuerpo mientras que el pneuma procedente del esperma masculino articula la forma del cuerpo531. Aunque las antiguas ideas sobre el pneuma sufrieron complejos cambios, y aunque la sangre y el pneuma permanecieron asociados en muchos aspectos, podemos discernir con todo una tendencia gradual hacia la polarización por la cual la sangre llegó a identificarse con la materialidad pasiva, corruptible, del cuerpo mientras que el pneuma quedaba vinculado a las actividades y la esencia del alma532. Sugerentemente, los médicos chinos supusieron que la vitalidad fluía en una única red de canales, los mo, mientras que la medicina griega segregó muy pronto la sangre y el pneuma en conductos separados: las venas conducían principalmente sangre y sustentaban semejantes funciones «vegetativas» como la nutrición y el crecimiento, mientras que los nervios, repletos únicamente de pneuma, conducen las sensaciones y la voluntad533. La sangre conducida por las venas se con-vierte en carne; pero es el pneuma que corre por el cerebro y a través de los nervios el que transforma la carne casi vegetativa en músculo, en un organon psychicon [οργανον ψυχικόν], en un instrumento del alma534. Existen además las arterias, los conductos de una tercera clase, de cuyos movimientos los médicos adivinaban el pasado, el presente y el futuro de la vida del paciente. Las aseveraciones sobre la eva-

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cuación nos permiten ahora reconsiderar tales adivinaciones bajo una nueva luz; reconsiderar también por qué a los diagnosticadores griegos no les bastaba sólo con los latidos y las pausas, por qué debían rastrear la arteria en sus contracciones y dilataciones.

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Los seres vivos están calientes, los cadáveres están fríos y conforme cumplen años los cuerpos de los humanos se vuelven más fríos; fácilmente helados. Desde al menos el Timeo de Platón, las reflexiones griegas a propósito de la vitalidad vieron una significación especial en los vínculos entre la vida y el calor535. La preservación d la vida requiere almacenar una suerte de fuego fisiológico interno, mantener lo que Aristóteles denominaba como calor innato. El al mento procura el combustible esencial; sin él, el fuego se extinguiría. Sin embargo, para aquel que estaba bien alimentado el peligro más inminente era lo contrario. Hasta que uno ha alcanzado la vejez y el calor innato palidece, una persona necesita una refrigeración constante para evitar quemarse536. Ésta es la razón por la que se tiene que respirar para vivir. Cuando se inhala la respiración y se llenan los pulmones, enfría y contrarresta el calor del fuego innato Cuando la respiración es expelida, saca fuera los residuos calientes y humeantes. Es precisamente este mismo ciclo de enfriamiento y de eliminación lo que define también el uso del pulso. En este punto, médicos tan diversos como Erasístrato, Asclepíades y Galeno concurren: e: propósito de la pulsación es regular el calor innato537. Si el pulso procura un sensible indicador de la vida humana se debe parcial mente a que desempeña, por sí mismo, un papel fundamental sal. vaguardando esa vida. Los movimientos del pulso se asemejan a los movimientos del tórax. Los médicos griegos imaginaron diminutos poros en las pare. des arteriales que funcionaban como la nariz y la boca en el sistema respiratorio. La diástole correspondería a la expansión del tórax: ambos movimientos inhalan aire procedente del exterior y refrigeran el cuerpo. Por otro lado, la sístole arterial y el declive del pecho en la exhalación se afanan en expulsar residuos humeantes, expulsándolos fuera. Por tanto, las únicas diferencias entre la respiración y la pulsación son: (1) mientras que la primera refrigera y purifica 236 el corazón, el pulso cumple con esas mismas funciones para el cuerpo como totalidad; y (2) mientras que la respiración podría ser alterada por la voluntad —uno podría aguantar la respiración, por ejemplo, al menos durante un tiempo— las arterias se mueven involuntariamente538. El esfuerzo físico y la fiebre incrementan naturalmente tanto el volumen como la frecuencia de los movimientos respiratorios y del pulso; estos cambios compensan el aumento de calor y residuos. Específicamente, en relación con el pulso, Galeno señala que en las gentes que duermen después de comer copiosamente, «el latido expansivo del pulso es tenue y se hace tanto más bajo como más lento; por otro lado, la contracción se incrementa en ambos sentidos y pare más rápido que antes y llega más profundamente»539. Ello se debe a que el proceso digestivo atrae el calor hacia adentro y porque el desglose de los alimentos produce una gran cantidad de superfluidades que necesitan ser expelidas. La sístole también se acentúa en los niños, «puesto que la generación de humores resulta particularmente grande en ellos debido a su crecimiento. Por otro lado, los ancianos suelen tener una contracción muy lenta y poco profunda debido a que la fabricación es floja y débil y apenas genera humores, pues resulta innecesario»540

Las instrucciones de Galeno sobre el posicionamiento de los dedos y la presión sobre las arterias se dirigen hacia un fin: la aprehensión nítida de la sístole541. Ahora entendemos por qué. Los dos movimientos de la arteria poseen implicaciones distintas y separadas542. Si se es incapaz de percibir la sístole, entonces se es sordo acerca de al menos la mitad del mensaje del pulso. Sería imposible inspeccionar la función cuyas vacilaciones son responsables de tantas calamidades. Sería imposible juzgar la eliminación de las superfluidades.

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Capítulo 6

El viento y el sujeto Llovía mucho en Tasos hacia la época del equinoccio otoñal y en la estación de las Pléyades. Caía suave y continuamente, y el viento procedía del sur. Durante el invierno, el viento soplaba sobre todo del sur; los vientos del norte eran escasos y el clima era seco. En general el invierno era como la primavera; pero la primavera era fría con vientos meridionales y la lluvia era poca. El verano era en su mayoría nubloso aunque no llovía. Los vientos etesios eran ralos y ligeros y soplaban en intervalos dispersos543. Estas líneas inauguran el diario hipocrático, Epidemias 1. Las imaginamos fácilmente en el diario de un campesino o en el cuaderno de un farero. Tampoco serían extrañas como inicio de algún relato Iírico. Inverosímilmente, resulta más difícil leerlas como lo que realmente son, en tanto que observaciones médicas acerca de los signos del sufrimiento inminente. Raras veces reparamos ahora en el viento cuando pensamos en la enfermedad. Las brisas del sur y los suaves vientos etesios no cuentan ya entre las fuerzas fundamentales de la vida. No obstante, el viento fue un día una preocupación constante. El agudo sentido de su influjo a propósito de qué, cuándo y cómo afligen las dolencias, tan llamativas en el tratado 1 de las Epidemias, reaparece en muchos escritos hipocráticos –en Epidemias 3, en Aforismos, en Sobre los aires, aguas y lugares, y en los tratados Sobre los flatos, Sobre los humores, Sobre la dieta, y Sobre la enfermedad sagrada544. Un invierno húmedo con brisas del sur seguido de una prima-vera seca con vientos del norte provoca abortos, disentería, oftalmía seca y catarros. Por otro lado, «si el verano es seco con vientos del norte, el otoño húmedo con vientos del sur, el invierno acarrea riesgo de cefaleas y de gangrena cerebral». Los ataques epilépticos son propensos «con cualquier cambio de viento, especialmente cuando

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es del sur»545 Sin ningún género de dudas, es con estas lecciones en mientes como la obra Sobre los aires, aguas y lugares cita, como dos de las primeras cuestiones que el aspirante a médico debe dominar, «el efecto de cada una de las estaciones del año» y «los vientos fríos y cálidos, tanto aquellos comunes a cada país como aquellos que son peculiares de una localidad particular»546. Nadie podía pretender conocer el cuerpo sin conocer los vientos. Tampoco esta visión es exclusiva de los griegos. En los clásicos de la medicina china, los vientos (feng) suscitan resfriados y cefaleas, vómitos y calambres, vértigos y entumecimientos, pérdidas del habla. Y esto sólo es el comienzo. Si una persona es «herida por el viento» (shangfeng), arde de fiebre. «Golpeada por el viento» (zhongfeng), otra cae de pronto inconsciente. Los vientos pueden trastornar, incluso matar. Aunque ahora apenas hagamos responsable al viento de ninguna dolencia, tradicionalmente los médicos chinos pre-sentían sus estragos por doquier. «El viento es el patrón de las cien enfermedades», declara el eijing. Y de nuevo: «Las cien enferme-dades proceden del viento»547. La imaginación de los vientos permanece virtualmente invisible en la historiografía de la medicina. Los índices de los grandes malnuales precedentes –como los de Singer y Underwood, Neuberger, Garrison, Castiglione, Sigerist, Ackerknecht, Bass y Gordon– contienen naderías referentes a pelucas y al aceite de gaulteria, el impuesto sobre las

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ventanas y a Wong, el coleccionista de proverbios; pero ninguno de ellos menciona el viento548. Y mientras que los historiadores culturales más recientes han esbozado las extravagancias de la mente y el cuerpo, de los alimentos y el cuerpo, el cuerpo sexuado, el cuerpo político, pocos son los que hayan siquiera señalado la existencia, muchos menos quienes hayan ponderado el significado, de los vínculos que unen al cuerpo con el viento549. No obstante, para muchos en el pasado esos vínculos se m fiestan prodigiosamente potentes y profundos. Los vientos e pían la forma y las posibilidades del cuerpo, moldeaban los d y los humores, infundían todo su ser a la persona. Los que viven distritos expuestos a los vientos del norte, señala la obra Sobre los ai-

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res, aguas y lugares, son «firmes y magros, tienen tendencia al estreñimiento, sus entrañas son intratables, pero sus torsos se moverán fácilmente... Dichos hombres comen con buen apetito, pero beben poco... Su carácter es feroz antes que dócil». Al contrario, aquellos que viven en áreas expuestas a los vientos procedentes del noreste y del sureste, «poseen una voz alta y clara, y... son de mejor tempera-mento y más inteligentes que aquellos expuestos al viento del norte»550. De la misma forma, Platón cita la diversidad de los vientos corno una de las razones principales por la cual «algunos lugares producen hombres mejores, y otros, peores» y por la cual deben for-jarse también diferentes leyes para cada localidad. Pues los vientos locales, junto con la tierra y los alimentos locales, «no sólo afectan a los cuerpos de los hombres para bien y para mal, sino que también producen estos mismos resultados en sus almas»551 El término chino para las costumbres locales, fengsu, engloba creencias paralelas. De acuerdo con el Hanshu, el compuesto fengsu contiene la palabra feng, viento, debido a que la naturaleza de las personas viene literalmente inspirada por el aire que respiran: «Aunque la naturaleza humana viene enmarcada por las cuatro constancias, algunas personas son más rígidas, otras, más flexibles, otras, sosegadas, otras, tensas, y sus voces difieren en el tono. Todas estas cualidades dependen del hálito ventoso (fengqi) de la región. I ta es la razón por la cual el término para las costumbres (fengsu) Invoca la noción de viento (feng) »552 La geografía era el destino y el viento el instrumento del sino. En el fengshui, el arte de «el viento y el agua», los adivinos escrutan el flujo de los hálitos en cada localidad e indagan los mejores lugareshabitables para los vivos y el mejor emplazamiento de reposo paralos muertos. Sugerentemente, denominan esos lugares como xue, cavidades o cavernas, un nombre que recuerda las asociaciones entre los vientos y los huecos de la tierra553 y que es idéntico al que los acupuntores utilizan para designar los lugares que perforan con sus agujas para canalizar el flujo de qi. En inglés los lugares de acupuntura que perfilan el cuerpo en la figura 2 se tildan de «puntos». Sin embargo, el término original, xue, conjura una visión del cuerpo para el cual los vientos brotan o salen de orificios estratégicos situados

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en la piel, al igual que los vientos bufan en las cavernas de la tierra. Estas observaciones apuntan hacia un aspecto crucial de los vínculos entre el cuerpo y el viento: tanto en la antigüedad china como en la griega, se supone que los vientos que

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soplan alrededor del cuerpo se encuentran relacionados con los hálitos que sustentan la vida en el interior. Hiraoka Teikichi, Akatsuka Tadashi y otros expertos han señalado hasta qué punto el discurso sobre el qi, que emergió durante la época de los Reinos Combatientes, está enraizado en la aún más antigua tradición de meditaciones en torno al viento554. De hecho, incluso en la dinastía Han, los términos feng y qi eran a menudo intercambiables. «El viento es qi» (fu feng zhe, qi ye), glosa Wang Chong; y, a la inversa, el eijing explica que «lo que se entiende por qi saludable (zhengqi) es un viento saludable (zhengfeng)»555. En la Grecia clásica, la intimidad entre el viento y el hálito aparece incluso de manera más evidente: el mismo término, pneuma, sirve para evocarlos. Cuando el coro canta a propósito de Antígona: «Aún de idénticos vientos / las mismas ráfagas su alma dominan», habla simultáneamente de los vientos externos que impulsan los destinos y de los bruscos virajes de las pasiones internas556. Así, pues, las meditaciones acerca de la vida humana fueron en un tiempo del todo inseparables de las reflexiones en torno al viento. Pero en la actualidad tendemos a olvidarlo: un profundo olvido separa el presente del pasado, y la exquisita sensibilidad antigua hacia el viento se nos antoja ahora como un sueño extraño y distante. Ya no poseemos una receptividad inmediata para la experiencia vi-tal que el viento refleja. Cuando nos disponemos a indagar en la imaginación de los vientos en la antigüedad sólo podemos estar seguros de esto: la historia del cuerpo es, en última instancia, una historia de los modos de habitar el mundo. ¿Qué suerte de mundo era aquel en que los cuerpos estaban tan afectados por el viento? ¿Y cómo pudo la creencia en la influencia del viento, compartida en otro tiempo tanto por los médicos griegos como por los chinos, asociarse a las divergentes concepciones del cuerpo que se desarrollaron en la medicina griega y china? Las son las vastas cuestiones que definen el esquema del capítulo final de nuestra investigación.

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¿Qué es el viento? De los múltiples enigmas que envuelven al viento, el de su identidad es quizás el más desconcertante. Oímos hablar de vientos que producen ataques, parálisis y locura, se nos dice que dan forma a cuerpos y a mentes, y no podemos sino preguntarnos: ¿qué es el viento? A menudo, los vientos que soplan en los textos antiguos re-suenan como los vientos que hoy reconocemos. Soplará el viento del este?» .Soplara el viento del oeste?» «¿Se levantará un viento destructor?» «¿Provocará el viento lluvia mañana?» Semejantes interrogantes son recurrentes en las inscripciones chinas más antiguas, las preguntas de los adivinos Shang que datan del siglo XIII a. C. La referencia a la lluvia insinúa un interés fascinante: el viento es clima y el clima, en última instancia, viento. Los lingüistas nos informan de que la palabra inglesa «weather» [clima] se deriva de la raíz indogermánica we, «soplar». Los vientos pueden acarrear lluvias revitalizadoras para los cultivos o cubrirlos de gélida escarcha, pueden provocar tormentas que conviertan las batidas de rara en peligrosas o permanecer en calma y causar abrasadoras sequías. La lluvia, el hielo, las tormentas y las sequías pueden decidir la hambruna o la prosperidad de millones de personas, incluso en la actualidad. En el pasado, cuando la vida dependía aún más peligrosamente de actividades sensibles al clima como la agricultura, la y la pesca, parece natural que el viento pudiera inspirar temor.

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Temor es el término exacto. Los vientos de la dinastía Shang no eran meros movimientos de aire, sino presencias divinas. Los sacrificios solicitan su advenimiento o su retirada. Y la dirección desde la cual soplan era también crucial: las direcciones cardinales jalonan diferentes moradas espirituales imbuidas con distintos poderes, y los vientos que surgen de ellas gobiernan las metamorfosis del mundo557. Cambian su dirección, y la caza otrora abundante escasea; vuelve a cambiar, y la batalla perdida se convierte en victoria. Los monarcas de la dinastía Shang debían permanecer siempre alertas ante esa dinámica. «¿Debe el rey cazar en el este?» Ya se trate de reales expediciones o de partidas de caza, el destino de todas las nades gira en torno a la orientación oportuna. «Debe el rey ini-

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ciar su gira en el norte?» «¿Encontrará el rey un gran viento en la caza de hoy?» Cazar al oeste cuando debería hacerse en el este podía ser, cuando menos, estéril, si no fatal. Por otro lado, de un monarca que presumiblemente prestaba atención a los oráculos se nos cuenta: «Hoy, el rey cazó en el este, y así capturó tres verracos»558 Las épocas posteriores hablarán menos de dioses, pero permanecerá una sensación de asombro. Soplan las brisas primaverales y, de pronto, los insectos comienzan a revolotear, los caballos y las reses son sacudidos por la urgencia de aparearse559. El Huainanzi se maravilla ante las obras del viento, ante su dimensión y su eficacia sin esfuerzo: Cuando llega el viento de primavera, caen suaves lluvias que nutren las miríadas de cosas... Las hierbas y los árboles se abren y florecen, y los pájaros y los animales se reproducen. Todo esto se lleva a cabo y aún no se percibe el esfuerzo. El viento de otoño trae el hielo, la retirada, el declive... Las hierbas y los árboles se repliegan en sus raíces, los peces y las tortugas se apiñan en la profundidad de las aguas. Todo se reduce a una desolación informe; sin embargo, no se percibe el esfuerzo560. Un día nos deleitamos ante un mundo de maravillosos colores y sutil abundancia y al día siguiente nos enfrentamos a una inclemencia gris y estéril. Tenemos a nuestro lado un amigo que hace un año contemplábamos reír contento, vigoroso; ahora sólo vemos la sombra de una persona demacrada, desdibujada, al borde de la muerte. ¿Cómo ocurren tales cosas? Muchos rebuscaron el secreto en el viento. Los vientos anticipaban el cambio, ejemplificaban el cambio, provocaban el cambio, eran el cambio. Presagiaban la expansión y el declive del carisma imperial561, alertaban sobre guerras y hambrunas inminentes. De entre las obras de He Xiu, la gran autoridad de la dinastía Han acerca de la obra Anales de las primaveras y otoños, se encuentra un comentario sobre el fengzhan, la adivinación por medio del viento562; y el historiador Sima Qian describe cómo el adivino Wei Xian interpretó los vientos en el crepúsculo del primer día del nuevo año:

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Si el viento procede del sur, habrá una gran sequía. Si procede del suroeste, una sequía menor. Si procede del oeste, se producirán sublevaciones militares. Si procede del noroeste, los brotes de soja madurarán óptimamente, las lluvias serán escasas y se moverán las tropas. Si procede del norte, la cosecha será regular. Si procede del noreste, una cosecha excepcional. Si procede del este, inundaciones. Si procede

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del sureste, habrá epidemias entre las gentes y la cosecha será mala...563 En consecuencia, los vientos poseen la clave de las cosechas ricas y (le las fatales hambrunas, de las inundaciones y las epidemias, de la guerra y de la paz. Y más aún: Wang Chong relata que sus contemporáneos rastreaban su dirección y su momento con el fin de pronosticar los humores cambiantes de la población e, incluso, con el propósito de predecir las fortunas individuales564. Los enigmas de la mutabilidad fueron siempre centrales en la fascinación por el viento. En la tragedia griega, el viento encarna regularmente los caprichos de la suerte, en tanto que hálito de los dioses inmortales que altera el destino. «¡Necios!», enseña Teseo en Eurípides, «Instruíos en los padecimientos del hombre». Las dificultades constituyen nuestra vida. La fortuna viene Con prontitud para unos, con tardanza para otros; algunos La gozan ahora. Su dios se deleita. No sólo es honrada por el desventurado En la esperanza de días mejores, sino que los afortunados La exaltan también por temor a perder el viento565 Aquellos que gozan de una apacible singladura se muestran in-quietos ante la posibilidad de perder el viento, mientras que los me-nos afortunados esperan poder atraparlo. Para ambos, el carácter pneumático de la vida convierte en frágil toda felicidad, en insegura toda paz. En cualquier momento un «cambio de dirección del viento» puede transformar la fortuna en infortunio566 A la interpelación de Teseo acerca de cómo pudo surgir la guerra entre dos antiguos aliados, Edipo contesta,

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Queridísimo hijo de Egeo, sólo a los inmortales Dioses no Ies llegan ni la vejez ni la muerte. Todo lo demás el omnipotente tiempo lo arrasa. Se agota el vigor de la tierra; brota la deslealtad. E imperceptiblemente varía el viento Entre un hombre y su amigo, entre dos ciudades. A unos antes y a otros después, Sus placeres enferman; o vuelve el amor567. E imperceptiblemente varía el viento. Los amantes se despiertan una mañana y descubren que su ardor se ha enfriado inexplicablemente. Por alguna razón, antes de darse cuenta de ello, los amigos íntimos se tornan desconfiados. Las durante años abundantes lluvias se secan abruptamente. De noche, un pueblo pacífico se vuelve sediento de sangre. Las meditaciones sobre los oscuros orígenes de semejantes cambios se sitúan de nuevo en el secreto de los vaivenes del viento. Estos cambios de viento –entre ciudades aliadas, entre amigos y amantes– son por supuesto metafóricos. Sin embargo, para apreciar en su plenitud toda la fuerza de la metáfora debemos introducirnos de nuevo en un mundo en el cual los vientos se sienten aún como poderes inmanentes, como vívidas presencias. Al enviar justas brisas, al insuflar vendavales, al detener el viento totalmente, los dioses podían transportar a los marineros lejos de casa, o ahogarlos, o dejarlos a la deriva, sin rumbo –tal y como nos recuerda la Odisea. Eolo, guardián de los vientos, suministra a Odiseo un enorme saco lleno de vientos

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tormentosos para su viaje de regreso a casa. Los hombres de Odiseo, sospechando que el saco contiene oro y plata, lo abren desatando así un huracán que los arrastra lejos de su rumbo568. Los hombres de Odiseo se comportaron quizás neciamente, pero, en cierto sentido, no andaban muy equivocados: el saco con-tenía de hecho un tesoro, el más valioso para un marino -viento, la fortuna misma. «¿Soplará el viento del este?», se preguntaban los chamanes Shang. «Soplará el viento del oeste?» Ese verano, observa el tratado 1 de las Epidemias, los vientos etesios fueron escasos, suaves y so-

246 plaron a intervalos dispersos. Los poetas que comparaban los bruscos virajes de las pasiones con los cambios de dirección del viento vivían junto a los marineros cuyas vidas giraban con el viento, junto a los adivinos y los médicos que creían que los vientos traían la fortuna y el infortunio, la salud y la enfermedad. Nos preguntábamos acerca de las fuentes de la preocupación médica por el viento. Hallamos atisbos de una respuesta en las aseveraciones sobre el cambio. Por un lado, el estudio de la enferme-dad es el estudio de los estados alterados; por otro, tal y como lo resumen los comentarios chinos, «el viento es transformación» (feng hua ye). Heródoto observa que los egipcios están sanos porque sus estaciones no cambian. «Pues es probable que la gente sea sacudida por las enfermedades durante los cambios; cambios de cualquier índole, pero, en especial, cambios de estaciones.»569 La historia del viento y del cuerpo es la historia de las relaciones entre el cambio y el ser humano.

El viento y el hálito Cómo se logra que una población ame el bien y siga el recto camino de la virtud? El pueblo puede ser impredecible. Una semana está dominado por la furia de la revolución, y la siguiente acepta hasta las más modestas reformas. Un año rechaza los viejos valores porque son viejos, y una década después abraza los viejos valores porque son viejos. Todos los gobernantes deben resolver los entre- silos de semejantes giros. Ji Kangzi preguntó a Confucio acerca del gobierno: «¿Qué pensaría si, para acercarme a los que poseen la Vía, aniquilo a los que no siguen la Via?». Confucio contestó: «En la administración de vuestro gobierno, ¿qué necesidad tiene usted de matar? Desead el bien, y el pueblo será bueno. La virtud del hidalgo es como el viento; la virtud del pueblo llano es como la hierba. El viento sopla sobre la hierba y la hierba se doblega»570.

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El Huainanzi se maravillaba ante la eficacia sin esfuerzo del cambio estacional, ante cómo los vientos podían vestir la tierra entera con deslumbrantes colores o teñirla de apagados marrones y grises, todo ello sin rastro de fatiga. La visión del gobierno de Confucio refleja unos instintos similares a propósito del cambio en el corazón humano, acerca de lo que hace que el pueblo vire del mal hacia el bien. No se trata de la

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fuerza bruta o del temor. Una lógica más espiritual, es decir, más aérea, gobierna su corazón. El gobierno de los hombres no es tanto una cuestión de coerción o de intimidación como de influencia, suave e indirecta. Una manera muy similar a como la música conmueve al corazón. El Clásico de las odas, la más antigua colección de poesía china, se inaugura con una sección denominada Guofeng, literalmente «Aires de los países». Ése es otro de los significados principales del término feng: canciones, aires. La danza ritual estaba dirigida por los ocho tonos y los ocho aires (bafeng) . La música comprendía las «cinco notas, las seis flautas tonales, los siete tonos, los ocho aires y las nueve canciones»571. Los gobernantes conocían al pueblo en función de las canciones que éste cantaba. Cuando el príncipe Ji Zha del reino de Wu sitó a Sun Muzi le pidió que sus cantantes interpretaran canciones de cada uno de los países. Tras el recital, consideró que los aires del país de Zheng eran demasiado refinados y profetizó que Zheng perecería pronto, mientras que juzgó que las canciones del país de Qi eran «grandes aires» (dafeng) que daban voz a un Estado con fantásticas posibilidades572. Presumiblemente, Ji Zha discernió en los aires de los diferentes países los sentimientos y los humores de los pueblos que los cantaban. El texto Lüshi chunqiu observa al respecto: «Si se escucha la música [de un país], se conocen sus costumbres' (feng) Examinando esas costumbres, se conocen sus aspiraciones (zhi) y escrutando esas aspiraciones, se conoce su virtud: si es emergente o decreciente, si [el pueblo] es prudente o necio, sabio o mezquino. Todo ello se manifiesta en la música y no puede ser ocultado»573. Sería posible traducir este último pasaje alternativamente: «Al escuchar la música de un país se conoce su disposición (feng) ». Los ai-

248 res, la disposición, las costumbres, todo ello expresa el espíritu de un lugar. Todo ello emerge de los vientos locales. Los aires musicales eran también feng dado que influían y transformaban, puesto que alteraban los sentimientos y los comportamientos. De nuevo, la clave consiste en la dirección: «Por medio de los aires (feng), los superiores transforman a sus inferiores, y por medio de los aires, los inferiores satirizan a sus superiores. La cuestión principal reside en su estilo, pues el reproche es insinuado ingeniosamente. Pueden ser pronunciados sin ofender y basta escucharlos para hacer que el pueblo sea circunspecto en su conducta. Ésta es la razón por la que se les denomina feng»574. Los Guofeng fueron compilados por vez primera, de acuerdo con Io relatado en el Gran prefacio al Clásico de las odas, porque «la Vía real había declinado y la conveniencia y la justicia habían sido abandonadas»575. Se recopilaron aires apropiados con el fin de salvar el país reorientando sus actitudes, modificando sus conductas. El Segundo prefacio añade que «los aires se originaron como medios para transformar (feng) el imperio y regular las relaciones entre el marido y la esposa». A la hora de modificar los usos (yifeng yisu), exclama Confucio, nada supera a la música576. No obstante, fue Zhuangzi en sus meditaciones acerca de «la música del cielo» quien ofreciera quizás el sumario más elocuente de la Interacción entre viento, música, sensación e identidad humana: El Gran Terrón (la tierra) expele hálito y su nombre es viento. Mientras no arriba, nada pasa. Pero cuando arriba, entonces las diez mil oquedades comienzan a aullar salvajemente. ¿Acaso no las oyes o es que se han ahogado? En los bosques de las montañas que flamean y se balancean, se encuentran gigantescos

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árboles de miles de palmos de circunferencia cuyas oquedades y aberturas son como narices, bocas, oídos, cántaros, copas, grietas., ranuras. Braman como olas, silban como saetas, suenan a chillidos, resuellos, lamentos, gemidos, quejidos y aullidos, y los que están delante exclaman ¡yeee! y los que están detrás exclaman ¡yuuu! Si sopla una brisa apacible, contestan suavemente, pero cuando arrecia el vendaval, el coro es gigantesco. Una vez pasado el viento furioso, todas las oquedades quedan nuevo silenciosamente vacías.

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Zhuangzi califica esta sinfonía de viento que se precipita por entre las oquedades de «música de la tierra». Pero esta música terrestre reitera «la música del cielo», la música silenciosa del sujeto pneumático: Alegría y cólera, pesadumbre y contento, ansiedad y lamentos, volubilidad y temores, impulsividad y extravagancias, indulgencia y obscenidad, todo esto surge cual música procedente de las oquedades o cual hongos de la humedad. Se alternan día y noche ante nosotros, pero ignoramos de dónde brotan... Sin ellos (los sentimientos arriba mencionados) no habría yo. Y sin yo, ¿quién los experimentaría? Estamos muy cerca. Pero ignoramos qué los produce577. Primero, los vientos de persuasión moral, los aires que rectifican el corazón, y ahora, la música celeste del júbilo y la tristeza. Todos ellos indican una fluida, etérea existencia en un fluido, etéreo mundo. Un ser vivo no es sino una concentración temporal de hálito (qi) mientras que la muerte sería la dispersión de ese hálito578. Hay un yo, nos asegura Zhuangzi, un sujeto. Pero ese sujeto no es ni una resplandeciente alma órfica aprisionada en la oscuridad de la materia, ni una mente inmaterial enfrentada al cuerpo material. No está anclado ni en la razón ni en la voluntad, es un sujeto sin esencia, el lugar de los humores y de los impulsos cuyos orígenes se sitúan más allá del cálculo, un sujeto en el cual emergen espontáneamente, por sí mismos, pensamientos y sensaciones como los vientos que soplan a través de las oquedades de la tierra. Los antiguos escritores griegos también aluden a la inseparabilidad del respirar y el ser. Los héroes homéricos repletos de súbitas pasiones y energía «respiran menos»579; en Esquilo, los guerreros en el campo de batalla «respiran Ares». Hasta cierto punto, estas imágenes expresan observaciones familiares, cotidianas: conocemos la pintura a grandes rasgos de aquellos apremiados a esfuerzos extraordinarios, el espasmódico empuje de la gente abrumada por la emoción. Sin embargo, Ruth Padel

250 ha señalado con astucia la ambigüedad de esas frases, cómo «a menudo resulta imposible para un oyente conocer de dónde fluye el hálito de la emoción y, en consecuencia, dónde se encuentra su fuente». Cuando Esquilo habla de un hombre «respirando Ares», podemos entenderlo como «respirando una rabia belicosa» e imaginar que la respiración que el guerrero inhala en la batalla «es» el dios-guerra. Más tarde, en la misma obra, Casandra contempla la casa respirando phobon («derramamiento de sangre»). Pero en otra obra, los «hálitos de Ares» aparecen como si pasaban de los dioses a los hombres, arrasando la ciudad, empujando a los sitiadores. Alguien está entheos

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(poseído) con (o por) Ares. Teniendo en cuenta las resonancias griegas de la posesión como penetración de un hálito divino, esto sugiere que Ares respira en el guerrero580 En tragedia clásica, la palabra pneuma se refiere con más frecuencia al viento que a la respiración. «El invierno llega con afilados vientos», canta el coro en Suplicantes de Esquilo. «El curso del viento varía», dice la Creúsa de Eurípides581. Pero casi siempre, los vientos evocados en ese sentido están ligados al curso de las vidas humanas, a las vicisitudes de la fortuna, a los pensamientos cambiantes de la gente, al flujo de los sentimientos. Padel señala: .Cuando su coro (el de Euripides) alaba a Electra por un piadoso cambio de actitud, dice, "tu pensamiento ha variado de nuevo con Ia brisa". Peleas piensa que Menelao debiera haber ignorado la partida de Helena: "Pero sin alentar tu pensamiento en esa dirección". Menelao era desde luego el timonel de su pensamiento, pero además había vientos reales a su alrededor»582. Éste es quizás el rasgo más llamativo del discurso antiguo sobre Ios vientos –la notable holgura de lo que ahora se nos antoja como límites firmes, la vaguedad de la división que separa los flujos externos y la vitalidad interna, los vientos y la respiración. Pero éstas son las palabras de poetas y filósofos. Cabría esperar

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más rigor por parte de los médicos. Y, de hecho, el tratado hipocrático Sobre los flatos establece distinciones: el pneuma en el interior del cuerpo es denominado respiración (physa) ; en el exterior del cuerpo, aire (aer); y, por último, la circulación de este aire es viento (anemos). Pero la verdadera cuestión en es obra consiste en afirmar la unidad del pneuma externo e interna del viento y la respiración, y en culpar a las alteraciones en su flujo, de provocar todos los padecimientos. Al mismo tiempo que describe las aflicciones que emergen de la respiración bloqueada dentro; del cuerpo, la obra se muestra elocuente acerca de cómo el pneuma cubre el cielo y la tierra, acarrea el verano y el invierno, guía incluso el curso del sol y de los astros583. Sin duda, algunos han juzgado el texto Sobre los flatos como una, obra sofística, más notable en cuanto al lucimiento retórico que en cuanto a su relevancia médica; puede que no sea la mejor de las pruebas584. Consideremos, pues, el texto Sobre la enfermedad sagrada, uno de los tratados hipocráticos más admirados. Rechaza las causas supernaturales, argumenta a favor de las disecciones post mórtem, y como cualquier otra obra hipocrática se aproxima a la influyente noción de nervios repletos de pneuma. El aire inhalado por medio de la boca y la nariz, describe el tratado, fluye en primer lugar hacia el cerebro y provoca la inteligencia; tras viajar desde el cerebro hasta las venas, media por el movimiento de las extremidades. Ésta es la razón por la que cuando las flemas obstruyen el paso del aire por las venas una persona pueda perder la capacidad de habla o sufrir convulsiones585. De acuerdo con este escrito, los ataques epilépticos, popularmente atribuidos a posesiones divinas, surgen realmente del aire bloqueado. El término utilizado aquí para referirse al hálito bloqueado no es, de hecho, pneuma sino aer, un pequeño detalle pero que resulta digno de ser mencionado pues las mismas historias que reclaman el papel pionero de ese texto en el desarrollo del pneumatismo griego desdeñan regularmente los pneumata que el propio tratado denomina pneumata. Rara vez tienen en cuenta el hecho de que el tratado le otorga tanta relevancia a la influencia del viento como al flujo de la respiración interna.

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El aire bloqueado cuenta sólo para los síntomas inmediatos. En última instancia, la epilepsia y otras enfermedades vienen producidas por «materias que entran y salen del cuerpo, el frío, el sol y los siempre cambiantes vientos». Los achaques ocurren las más de las veces cuando el viento es del sur; menos cuando es del norte, menos aún cuando procede de cualquier otra dirección; pues los vientos del sur y del norte son los vientos más fuertes y los más opuestos en dirección y en influencia. El viento del norte precipita la humedad en el aire de suerte que los elementos nublosos y húmedos se segregan dejando la atmósfera clara y briIlante. Trata de manera similar al resto de vapores procedentes del mar o de otras extensiones acuosas, destilando de ellas los elementos húmedos y oscuros. Produce lo mismo en los seres humanos y es, en consecuencia, el viento más saludable. El viento del sur posee justo el efecto contrario. Comienza vaporizando la humedad precipitada pues, por lo general, al principio no sopla con demasiada fuerza. El período de calma se produce debido a que el viento no puede absorber inmediatamente la humedad contenida en el aire, la cual es previamente densa y coagulada, pero la afloja con el tiempo. El viento del stir tiene el mismo efecto sobre la tierra, el mar, los ríos, los manantiales, los pozos, y cualquier cosa que se crece y contiene humedad. De hecho, todo contiene humedad en mayor o menor grado y por tanto todas esas cosas sienten el efecto del viento del sur y se vuelven oscuras en lugar de brillantes, cálidas en lugar de frías, húmedas en lugar de secas. Los tarros en las casas o en las bodegas que contienen vino o cualquier otro líquido se ven influidos por el viento del sur y cambian su apariencia. El viento del sur hace también que el sol, la luna y los astros sean más apagados que de costumbre. Al contemplar que semejantes cuerpos enormes y poderosos son subyugados y que el cuerpo humano está hecho para sentir y padecer los cambios de viento, se sigue que los vientos del sur relajan el cerebro y lo vuelven fláccido, al tiempo que aflojan los vasos sanguíneos. Los vientos del norte, por su parte, solidifican la parte saludable del cerebro mientras que cualquier parte mórbida es segregada y forma una capa fluida en torno al exterior586.

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Cito este pasaje en su integridad porque ilustra los dos aspectos más sobresalientes de cómo los médicos griegos percibían el viento. El primero de ellos es la atención prestada a las brisas del norte y del sur. La gran mayoría de las múltiples observaciones acerca de los vientos contenidas en Sobre la enfermedad sagrada, en los tratados 1 y 3 de las Epidemias, y en Sobre los aires, aguas y lugares conciernen a aquellos que soplan del norte o del sur; la presencia de otros vientos es mucho menor (los del este u oeste, o los de las direcciones intermedias). Los vientos del norte y del sur son, como hemos visto, los más fuertes y los más opuestos en influencia. Tan estrecho es su supuesto vínculo que el tratado Sobre los humores asevera la posibilidad de predecir la llegada de vientos del norte o del sur a partir de las enfermedades predominantes587. Esta característica está en relación con el segundo aspecto del análisis pneumático griego, esto es, su fundamentación en la dialéctica de cualidades588. El viento del norte es frío y seco mientras que el viento del sur es cálido y húmedo. El propio Homero denomina al viento del norte Aithregenetes , «aquel que crea un cielo despejado»: barre las nubes589. Por el contrario, el propio término para el viento sur, notos, evoca la humedad, notis590. El autor de Sobre la enfermedad sagrada es inequívoco a; propósito de las consecuencias de esas diferentes cualidades: el viento del norte es saludable mientras que el del sur engendra enfermedad591. Los vientos del norte son saludables porque logran que el cuerpo sea más seco, más frío, más firme; los vientos del sur, a su ve producen flaccidez. Las brisas cargadas de

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humedad proceden del sur convierten el aire en neblinoso, añublan el sol, la luna, 1os astros. Empañan hasta los líquidos almacenados en las tinajas. No de extrañar, pues, que afecten de modo similar al cuerpo, y no só al cuerpo, sino también a la mente. El autor de Sobre los aires, a y lugares, recordémoslo, creía que el frío tonificante había hecho: los europeos no sólo más fuertes y más viriles que a los húmedos afeminados bárbaros, sino también más perspicaces. En otras palabras, la oposición entre las brisas del norte y del pertenecía a la madeja de asociaciones que vinculaba lo húmedo con

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lo débil, lo fláccido y lo estúpido, con lo nublado, el exceso, la putrefacción. Los cálidos y húmedos vientos del sur eran los vientos que hacían blandos y enfermizos a los bárbaros; y eran también los vientos de la pestilencia592. Teofrasto, por su parte, discernió los efectos contrarios del aire seco y húmedo en la disparidad intelectual que separa a los humanos de los animales: «El pensamiento... viene causado por el aire puro y seco; ya que una emanación de humedad inhibe la inteligencia; por esta razón el pensamiento disminuye durante el sueño, la borrachera y el exceso. Que la humedad disipa la inteligencia queda probado por el hecho de que otras criaturas vivientes son inferiores en intelecto debido a que respiran el aire procedente de la tierra y toman para sí sustentos más húmedos»593. Los humanos son más inteligentes porque sus cabezas se encuentran más alejadas de la húmeda tierra, porque inhalan un aire más seco. Así, pues, en la medicina griega los vientos transformaban no en tanto que una fuerza especial, independiente, sino en virtud de su sequedad o humedad, su calidez o frescura. Dado que todas las cosas estaban gobernadas por la dialéctica de lo seco y lo húmedo, lo caliente y lo frío, las brisas del norte y del sur inducían cambios irresistibles, permanentes –en las gentes, en la tierra y en el mar circundante, no sólo en el cuerpo humano, sino incluso «en los enormes y poderosos cuerpos» como el sol, la luna y los astros. En definitiva, el hecho de que el calor y la humedad fueran producidos por el viento sur es accidental: el encuentro no se produce tanto entre vientos y cuerpos, sino entre sus cualidades definitorias (la inmersión en algo cálido y húmedo, por ejemplo, o en algo fresco y seco). Los vientos del sur hacían que la visión fuera brumosa, nublaban la mente, propagaban languidez en las articulaciones. Y producían estos efectos no ya invadiendo directamente los ojos o el cerebro, sino de un modo más tortuoso: su calidez húmeda distendía los vasos sanguíneos y la carne, y hacía que vapores húmedos emergieran y ocuparan la cabeza, hincharan el cuerpo. Los vientos dañaban calentando o enfriando, secando o humedeciendo. Aunque notables en cuanto al grado de su influencia, los vientos cálidos, húmedos del sur eran sólo una entre las muchas causas que hacían ir las cosas decayeran.

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Este esquema de vientos y cualidades continuó conformando más allá de Hipócrates, la imaginación de la presencia corporal el mundo. Explicaba, por ejemplo, la prevalencia de los catarros invierno –el descenso de flema desde el cerebro a la nariz, la g ganta y la boca–. Pues «la frialdad comprime el cerebro», observaba Lazarus Rivière, «y distiende

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los humores allí contenidos, como una esponja estrujada con la mano. Tal cambio se produce a menudo en invierno y en especial con ocasión de súbitas alteraciones del aire: como cuando un viento sur, húmedo y caliente, se transforma en viento del norte frío y seco»594. También siguió siendo básico para la concepción de la constitución local. Así, de acuerdo con Jean Bodin (1530?-1596), los norteños eran robustos debido que «los vientos que soplan del sur son cálidos y húmedos; y los del norte, fríos y secos». De la misma forma, Montesquieu (1689-1755) opinaba que la oposición entre el frío norte y el cálido sur dividí a los guerreros fuertes, enérgicos, de las disposiciones fláccidas, sibaríticas595. Los vientos se presentan de un modo bastante diferente en medicina china. Para los médicos chinos, el viento representa menos un distante excitador de enfermedades, incitador de desequilibrios dentro del cuerpo, que la enfermedad en sí, un invasor ajeno. Penetra en el interior del cuerpo y perjudica por intrusión. Cuando ataca la piel, puede producir resfriados, cefaleas, una fiebre ligera; cuando escarba más profundamente, forja sufrimiento más intolerables, más violentos. Los vientos procedentes de las cuatro direcciones formaban, además, un conjunto indivisible. En medicina china, las brisas del norte y del sur no poseen más influencia que los vientos procedentes del este o del oeste, pues los de cualquier dirección podrían sustentar o perjudicar. Así, aunque a menudo el viento atacaba a la par con el frío, o el calor, o la humedad, se lo consideraba básicamente como una fuente independiente de enfermedades. Los vientos jamás fueron agrupados e función de su temperatura o humedad. Se temía al viento en tanto que viento. Sin embargo, ¿qué significaba realmente temer al viento en tan-

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to que viento? ¿Dónde residía el peligro del viento si no era en su frialdad o calidez, en su humedad o sequedad? Las imágenes recurrentes del ataque y la intrusión recuerdan los temores arcaicos ante la furia demoníaca, la posesión violenta por espíritus vehementes. Y ello formaba a buen seguro parte del sentido de esa amenaza del viento en la China antigua; las corrientes que lastimaban eran denominadas xiefeng, vientos malignos. Uno tiende a imaginar malignas influencias volantes. No obstante, el eijing nunca habla de hecho sobre demonios en conexión con el viento. Ni tampoco la subsiguiente literatura médica: la nosología influyente de Chao Yuanfang, el Zhubing yuanhou lun (610), se inaugura con un extenso repaso en torno a las aflicciones del viento y, cerca de un milenio más tarde, la obra enciclopédica Gujin tushu jicheng inicia su exposición de las causas de la enfermedad con no menos de ocho juan o secciones (más de setecientas páginas de la edición original) dedicadas a los desórdenes causados por el viento, de lejos la sección más larga sobre cualquier patógeno. Desde la dinastía Han hasta la Qing, los escritos chinos asignan consistentemente un papel especial, dominante, al viento en el sufrimiento humano. Pero no porque los vientos sean dioses. Sea cual sea el tipo de asociaciones populares del viento con el mundo de los espíritus, los tratados médicos formales se concentraron en un peligro diferente. Las divinidades del viento de la dinastía Shang podían hacer que uno enfermara. Ésta es la razón por la cual los chamanes Shang llevaban a cabo sacrificios con el fin de apaciguarlos596. Con todo, no parece que este fuera el motivo principal: lo que hacía que el apaciguamiento resultara tan urgente era, más bien, la inmensa influencia del viento sobre los cultivos, la caza, el gobierno. En cuanto a la enfermedad, la mayoría de las

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referencias Shang inculpan a la venganza de ancestros infelices597. Gran parte de las fiebres, cefaleas y otros achaques resultaban de las maldiciones de los antepasados. «Adivinación a propósito de la infección de un diente. ¿Acaso debemos celebrar una fiesta por Fuyi?» «Zumbido en los oídos. Acaso debemos sacrificar cien ovejas al Ancestro Geng?» El diagnóstico procuraba descubrir al disgustado ancestro, ya fuera Fuyi, el

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ancestro Geng o algún otro; la prevención y el tratamiento exigían rituales para disipar la insatisfacción del muerto. Durante la era de las Primaveras y Otoños, comenzamos a entrever otros énfasis. ¿Por qué enferman las personas? El médico Yi He (siglo VI a. C.) ignora los ataques demoníacos y, en su lugar, señala como culpables a estas seis causas: el yin, el yang, el viento, la lluvia, la oscuridad, la luminosidad. Todas estas, nos dice, son necesarias para el funcionamiento del mundo, pero en exceso resultan perjudiciales. Demasiado yin produce enfermedades frías, demasiado yang, fiebres; el viento sacude las articulaciones, la lluvia, el abdomen; la oscuridad induce espejismos y la luminosidad, desórdenes de la mente598. Así, pues, aunque Y He reconoció peligros propios del viento, no privilegió su amenaza. En tanto que causa de enfermedades, el viento era meramente una entre seis599. Sólo con el eijing lo encontramos destacado, por vez primera en la historia, como «el comienzo de las cien enfermedades». Las pruebas existentes sobre la medicina Shang y Zhou son escasas, por supuesto, por lo que en sí el argumento a partir del silencio resulta frágil. Con todo, hay otra razón más poderosa para la supuesta novedad del énfasis en el viento que aparece en el eijing. Y tiene que ver con la propia definición del mal del viento. No todos los vientos implican perjuicio. La etiología del viento contenida en el eijing y en la subsiguiente literatura médica se decantó por la división que oponía los vientos «correctos» o «plenos (zhengfeng, shifeng), por un lado, y los vientos «malignos» o «yací (xiefeng, xufeng), por el otro; es decir, la oposición entre los vientos beneficiosos y los vientos dañinos. Los vientos correctos eran esenciales a la salud humana y, en general, al orden cósmico. A veces, es cierto, podían soplar demasiado fuerte y provocar enfermedades pero no por ello dejaban de ser correctos. Las afecciones que podían inducir eran siempre menores y la gente se recobraba de e pronto, incluso sin tratamiento600. Todos los asaltos serios al cue y a la mente eran obra de los vientos malignos. La oposición entre vientos correctos y vientos malignos nada tiene que ver con las cualidades del aire –con las brisas frescas, p por ejemplo, frente a los hálitos contaminados–. Ni la bondad o

258 maldad de esos vientos estaba asignada a direcciones fijas; como tampoco los vientos del norte o del sur eran plenos o vacíos en sí. La clave de la cuestión reside, más bien, en la oportunidad. Los vientos correctos, plenos, eran aquellos que soplaban de la dirección justa en la estación apropiada: los vientos del este en primavera, los del sur en verano, los del oeste

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en otoño, los del norte en invierno. Los vientos malignos, vacíos, eran aquellos que se desviaban de esa regla, que soplaban del norte en verano, por ejemplo, o, al contrario, que se levantaban en invierno desde el sur. Eran malignos porque contravenían el orden ideal. Su intrusión significaba la intrusión del caos601. La etiología del viento se encontraba, pues, enmarcada en el interior de un esquema cósmico. La amenaza del viento era la del tiempo impropio. Ésta es la mejor prueba acerca de la novedad del viento en tanto que «patrón de las cien enfermedades». El concepto de viento vacío se ajustaba a una nueva visión del mundo. Para reconocer el tiempo impropio, incluso para concebir la idea, es necesaria previamente una prescripción precisa del curso oportuno del tiempo, unas expectativas exactas acerca de qué eventos deben ocurrir y cuándo. Se requiere un cosmos gobernado por el ritmo602. Este ritmo tenía un nombre: bafeng sishi, los ocho vientos y las cuatro estaciones. En algún momento hacia el final del período de los Reinos Combatientes, los escritores comenzaron a hablar de ocho vientos (bafeng) en lugar de cuatro, y a nombrarlos mediante nombres especiales; en la dinastía Qin y al comienzo de la Han, la nomenclatura era aún cambiante603. Esta innovación refinó la partición tradicional del espacio al introducir las brisas del noreste, el sureste, el suroeste y el noroeste en medio de los cuatro vientos cardinales. De manera decisiva, propuso un sentido del tiempo modificado. En la adivinación Shang, los espíritus de los vientos cardinales servían al caprichoso Emperador (Di). Las inscripciones oraculares interrogan: «¿Enviará Di viento en el día de hoy?» «¿Debemos sacrificar tres canes de suerte que Di envíe viento?» «¿Soplará el viento del este?» «¿Soplará el viento del oeste?», y evocan un mundo pa-

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ra el cual los vientos emergen, soplan desde nuevas direcciones mueren, de modo impredecible, erráticamente, como los caprichos de un tirano malhumorado. El adivino de la dinastía Han, Zhao Da, vivía en un mundo conmpletamente diferente. Se burlaba de aquellos que escrutaban 1os vientos en el exterior, con un clima duro, mientras él realizaba sus predicciones en el confort de su hogar604. Unas excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en el año 1977 descubrieron algunos tableros adivinatorios del mismo tipo que aquellos presumiblemente utilizados por la escuela de Zhao Da y arrojaron una luz nueva sobre su condescendencia: la técnica de Zhao Da se basaba más en cálculos numéricos que en la observación directa605. Suponía un sistema predecible de las alteraciones del viento. La división en ocho parcelas del espacio estaba anclada en una división del año en segmentos de ochenta y cinco días, cada uno de ellos gobernado por un viento particular. Comenzando por las brisas del este, que traen la primavera, los vientos realizan su trayectoria alrededor de la rosa de los vientos en el sentido de las agujas del reloj, del este al sureste, luego al sur, y así hasta el noreste y, por fin, de regreso al este. En el curso de la dinastía Han, la expresión bafeng sishi se convirtió en una fórmula estanca que afirmaba la inseparabilidad de los ocho vientos y las cuatro estaciones, del viento y del tiempo. Los tableros adivinatorios ligaban la circulación de los vientos con la migración de una deidad, Taiyi, alrededor de los «nueve palacios», esto es, las ocho direcciones y el centro. Los vientos que soplaban desde el palacio ocupado por la deidad Taiyi eran

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vientos plenos; mientras que se consideraban vientos vacíos a aquellos que soplaban desde los palacios en que Taiyi estaba ausente. Ésta es la razón por la que los vientos apropiados eran sinónimos de los vientos plenos y de por qué los vientos malignos eran también denominados vacíos. Tal y como se desprende de la coincidencia de los términos, la teoría médica a propósito de los vientos plenos y vacíos coincide con la teoría de la adivinación. El análisis más sistemático de la etiología del viento contenida en el eijing aparece, de hecho, en un

260 tratado explícitamente titulado, «Los Nueve Palacios y los Ocho Vientos (jiugong bafeng)»606. El poder del viento continuaba insinuando la presencia divina, como en los tiempos arcaicos, pero hay ahora una insistencia en las cadencias calculables, en los ritmos regulares que incluso dictan el movimiento de las deidades. Tal y como ya señalamos en el capítulo 4, la medicina china asumió su forma clásica en el preciso momento en que China se convirtió, por primera vez, en un imperio unificado, universal. Durante las dinastías Qin y Han, cuando los gobernantes comenzaron a afirmar su autoridad sobre todo lo que se hallaba bajo el cielo, las aseveraciones acerca de la correspondencia entre microcosmos y macrocosmos sirvieron efectivamente para apuntalar el statu quo político. Elaborado durante el confucianismo Han por medio de esquemas tales como el yin y el yang, los cinco elementos, los ocho vientos y las cuatro estaciones, la retórica de la resonancia entre lo humano y lo celeste prescribió y justificó el orden social como un espejo del orden natural. La insistencia del adivino en una regularidad latente al tiempo tiene su correlato en la elaboración de una política regulada por el tiempo. A los ocho vientos, bafeng, les correspondían los ocho modos de gobierno, bazheng. Cuando soplaba el viento del este, que marcaba el inicio de la primavera, aquellos que habían sido encarcelados por delitos menores eran liberados. Cuando, después, el viento variaba hacia el sureste, debían enviarse mensajeros cargados de obsequios confeccionados con seda a los señores regionales607. Para cada viento debían vestirse ropajes especiales, tomarse alimentos especiales y ejecutarse rituales establecidos de antemano. También los preceptos relativos al régimen personal se funden Imperceptiblemente con las directrices del arte de la política. En primavera, aconseja el Suwen, «florecen las miríadas de cosas, engendradas al mismo tiempo por el cielo y la tierra. Tras acostarse al anochecer, uno debe levantarse temprano y caminar pausadamente en el jardín. Con los cabellos sueltos y relajado, uno da origen a sus ambiciones. Engendra y no mates. Concede y no quites. Recompensa y no castigues. Esto es lo que corresponde al espíritu de

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la primavera»608. El manejo de la propia persona y el manejo de la sociedad exigen disciplinas solidarias. Pero la sincronía entre la vida humana y el ritmo de los vientos y las estaciones no era sólo o principalmente una cuestión de elección. consciente. La acompaña un sentido de pertenencia cósmica cuyo pleno ímpetu nos cuesta apreciar ahora. Al igual que los árboles cambiaban de follaje y los animales retozaban o hibernaban, el cuerpo humano

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también tenía sus estaciones. En primavera, el hígado ganaba en influencia, en verano lo hacía el corazón, en otoño los pulmones, en invierno los riñones. Si los anatomistas griegos propusieron una ciencia de las formas articuladas, aquí nos encontramos con un cuerpo articulado por el tiempo. Los vientos del este surgen en primavera y acarrean dolencias al cuello y a la base de la cabeza; los vientos del sur surgen en verano y causan los malestares del pecho; los vientos del oeste surgen en otoño y lastiman los hombros y la parte superior de la espalda; los vientos del norte surgen en invierno y atacan a la parte inferior de la espalda y a las piernas609. Éstos eran cambios palpables, manifiestos al tacto. La aprehensión de las sensaciones estacionales era crucial para conocer el cuerpo. Conforme la primavera se hacía verano y daba paso al otoño y, luego, al invierno, el zang crecía y decrecía y el flujo del mo emergía hasta la superficie o retrocedía hasta las profundidades: «En primavera, el mo es flotante, como el pez que juguetea en las olas. En verano, el mo desborda la piel y las miríadas de cosas conocen la sobreabundancia. En otoño, el mo se encuentra bajo la piel y los insectos se preparan para partir. En invierno, el mo se sitúa en los huesos, los insectos hibernan»610. La teoría de los vientos es, por tanto, una teoría del tiempo. Desde luego, no un tiempo geométrico frío y transparente, una línea sin anchura o profundidad que se extiende al infinito, ni siquiera un círculo repetitivo, sino más bien una presencia real, el cambio perceptible sentido con la piel, olido, visto, oído. La atmósfera que percibimos en invierno cuando caminamos por un sendero en el campo y contemplamos a la gente apretada alrededor de un fuego chisporroteante; o la sensación de primavera cuando oímos el chapoteo de un pez en el riachuelo o vemos insectos y animales emer-

262 giendo del suelo. El espíritu estacional transformaba de inmediato las plantas y los animales circundantes y marcaba las cadencias de la vida interior. Pero esto es sólo la mitad de la historia. Existía una tensión en el corazón de la medicina china. Al tiempo que celebraba la resonancia entre el microcosmos y el macrocosmos, la medicina china sostenía la independencia latente en el 4 cuerpo respecto del viento. A pesar del enraizamiento del ser humano en el mundo, a pesar de la confluencia de los vientos cósmicos y el espíritu personal, el cuerpo permanecía separado del mundo que lo rodeaba. Los estudios modernos sobre el pensamiento médico chino han minimizado generalmente esta ambivalencia, ignorando el poderoso impulso hacia el aislamiento. Sin embargo, tanto la compulsión por preservar la plenitud vital y el temor de la merma y la invasión -temas centrales, como vimos más arriba, en las apreciaciones chinas de la salud y la enfermedad— presuponían una profunda división entre las brisas y vendavales externos y los esenciales hálitos internos. La independencia sobre la volatilidad de los vientos definía la posibilidad misma de la seguridad en la vida, el sueño de la autonomía. ¿Por qué habría de enfermar la gente? Si los ciclos de las estaciones transcurrían regularmente y todas las vidas cambiaban al unísono con el espíritu estacional, la enfermedad no debería existir. Sin embargo, la enfermedad es de hecho dominante. ¿Por qué? A menudo se inculpaba a los vientos erráticos, vacíos. Unas veces, las estaciones eludían el acoplamiento apropiado; otras, era el propio Mempo quien se desviaba. Reflejada en la emergencia del viento en tanto que «patrón de las cien enfermedades» se

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halla una nueva sensibilidad hacia el caos. Las exhortaciones a armonizarse con el cambio cósmico presuponían la regularidad predecible de los ocho vientos y las cuatro estaciones. Pero esa misma previsibilidad promueve también una conciencia más aguda de los vientos que llegan demasiado pronto, demasiado tarde, fuera de turno.

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En ese sentido, la preocupación médica por los vientos vacíos i de la mano con el establecimiento de una teoría de las armonías cósmicas. Los vientos vacíos eran vientos que frustraban las expectativas, que transgredían la conformidad cósmica. Encarnaban la contingencia y el azar, el halo obstinado de incertidumbre que co vertía a toda ciencia en mera aproximación. Debido a que emergí inesperadamente, espontáneamente, irregularmente, y dado q producían cambios violentos, abruptos, los vientos fueron asociad especialmente a las aflicciones más dramáticas y repentinas (apoplejías, epilepsia, locura). Era la volubilidad proteica del viento, falta de regularidad (wuchang) lo que lo convertía en «el origen las cien enfermedades». Para separar y proteger a los seres humanos de la volubilidad caprichosa del viento, se encontraban la piel y los poros. Era precisamente la piel la que sufría el primer embate del viento, la lluvia y el frío, y era a través de los poros como éstos penetraban en el cuerpo611. Junto al tipo de piel, los poros nos proporcionan una idea de los poderes internos. En una persona de tez roja (el color asociado al corazón) los poros finos señalan un corazón pequeño mientras que los poros ásperos indican uno grande. En una persona con u tez blanca (el color correspondiente a los pulmones), los poros finos sugieren pulmones pequeños y los poros ásperos, pulmones grandes612. La sección 47 del Lingshu observa, en líneas más generales, que cuando los hálitos protectores del cuerpo (weiqi) se encuentran armonizados, los tendones son flexibles, la piel es dúctil y los poros están estrechamente unidos (zouli zhimí)613. En consecuencia, añade la sección 50 del Lingshu, aquellos que poseen una piel delgada y un carne fláccida sucumben ante los vientos inoportunos, mientras que aquellos dotados de una piel gruesa y una carne firme no lo hacen614 La piel y los poros manifestaban la fortaleza interna de una persona y, al mismo tiempo, protegían de los peligros externos. Si uno anhelaba vivir durante mucho tiempo y libre de enfermedades, era vital que la sangre y el qi fluyeran sin obstrucción, que los cinco, sabores estuvieran regulados, que los huesos fueran firmes, los tendones dúctiles y, nótese bien, que los poros estuvieran muy apreta-

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dos (mi)615 Cuando la carne y los poros están unidos, ni siquiera los mayores vendavales pueden infligir daño alguno616. Era preciso, pues, evitar los vientos tras el esfuerzo, cuando brotaba el sudor y los poros se encontraban abiertos. Eran muchísimas las catástrofes repentinas que golpeaban bajo la forma de vientos penetrando a través de los poros holgados, desprotegidos617. Los poros apretados significaban y aseguraban al mismo tiempo la vitalidad al demarcar y salvaguardar a la persona del caos circundante. En la actualidad sólo hablamos metafóricamente de los «vientos de cambio». No obstante, la vigilancia con la que los medicos controlaban la piel y los poros nos recuerda que el discurso acerca de los vientos dio un día voz a una experiencia

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encarnada del espacio y del tiempo, a una sensación física de los aires locales, de la atmóslera estacional, de los humores cambiantes, de la contingencia. Era posible que el hálito personal estuviera armonizado con el hálito cósmico y, habitualmente, ambos podían estar razonablemente ajustados; pero nada podría eliminar el azar por completo. Ésta era la verdad última acerca del viento: que siempre, en cualquier momento, podía cambiar abruptamente y soplar hacia horizontes desconocidos.

Incorporación y cambio La conciencia griega del viento también evolucionó. Pero antes que ganar en peligrosidad, como lo hicieron en China, los vientos se desplazaron en la medicina griega hacia la periferia de las inquietudes. Tras Hipócrates hallamos una huella tenue de la sensación, tan vívida en obras como Sobre la enfermedad sagrada y Sobre los aires, aguas y lugares, acerca de la presencia ubicua del viento. Ni Herófilo ni Erasístrato, hasta donde alcanzamos, investigaron los cambios del viento como lo hiciera el autor del tratado 1 de las Epidemias; y en la prolija producción de Galeno solamente un tratado —su comentario al escrito hipocrático Sobre los humores y en un único capítulo— discute los vientos con cierto detenimiento618. En otras partes, a lo lar-

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go de cerca de veinte gruesos volúmenes de las obras completas de Galeno, es posible recopilar apenas un puñado de referencias dispersas, pasajeras619 Los argumentos extraídos a partir del silencio son necesariamente poco convincentes, por supuesto, pero en este caso contamos también con un sugestivo testimonio de otra suerte. Pues, de hecho, tras Hipócrates, los médicos no dejaron de hablar del pneuma. Sólo que ahora hablaban de él en otro sentido. Aunque se ocupaban menos de las frías ráfagas del norte y de las cálidas brisas procedentes del sur, desarrollaron análisis más detallados sobre los hálitos de dentro del cuerpo, los poderes internos, el alma. Puede que ésta sea una razón por la que los historiadores de la medicina rara vez mencionan los vientos en sus compendios. La historiografía refleja en este punto la historia: hacia el final de la antigüedad los vientos ya comenzaron a alejarse significativamente de la conciencia médica620. En consecuencia, los estudios sobre el pneuma se concentran casi exclusivamente en el «viento» interno, en el hálito vital. El clásico de Verbeke, La evolución de la doctrina del pneuma relata la historia de la espiritualización del pneuma y estudia cómo el hálito material de médicos como Alcmeón evolucionó gradualmente en el spiritus inmaterial del cristianismo621. No dice nada acerca de los pneumata en tanto que brisas del norte y del sur. Sin embargo, incluye la historia precedente del pneuma como viento y el proceso de desmaterialización aparece como parte de una trayectoria m amplia, un giro hacia la internalización. En lugar de investigar los res que conforman la vida humana desde el exterior, los médicos mostraron gradualmente cautivados por la noción de los hálitos q conforman y animan a los seres humanos desde el interior. El cuerpo galénico difería del hipocrático no sólo en su mayor riqueza estructural en el detalle, esto es, no sólo debido a la nueva ciencia la disección, sino también en una conciencia distinta del pneuma. ¿Existe una conexión entre estos dos elementos, entre la e gencia del ojo anatómico y el

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cambio en las intuiciones pneumáticas? La creencia en los vínculos entre hálito y ser apenas nada ti de nueva. Los guerreros de Esquilo inhalaban menos y el escrito Sobre la enfermedad sagrada vincula la conciencia al flujo sin obstruc-

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ciones del aire. Las posibles consecuencias del hálito bloqueado, añade el apéndice del tratado Sobre la dieta en las enfermedades agudas, incluyen los temblores, la pesadez en la cabeza, la visión nublada622 Los vientos del norte y del sur configuran no sólo el carácter de los pueblos y los humores pasajeros, sino también su forma visible. Con todo, hemos visto que en la tragedia clásica y en los escritos hipocráticos los vientos y los hálitos se entremezclan habitualmente, sin demarcaciones definitivas. Al contrario, uno de los rasgos distintivos de la teoría aristotélica del pneuma innato (symphyton pneuma) consiste en proponer un hálito innato independiente de los vientos estacionales o regionales, un poder interno decisivo, además, para la forma del cuerpo. El pneuma innato configuraba la sangre en el útero y moldeaba y articulaba el feto, dando forma al cuerpo desde el interior, como un hálito ardiente que se expande hacia fuera antes que como un viento que esculpe el físico desde el exterior. Y una vez que las estructuras internas estaban completamente articuladas, el pneuma innato aseguraba entonces su estabilidad; por sí mismos, los cuatro elementos no podían ni crear formas ni preservarlas623. A lo largo de la antigüedad, los médicos griegos imaginaron por tanto los pneumata afectando el modo en que la gente parecía, sentía y actuaba. Pero mientras que en obras hipocráticas tales como Sobre los aires, aguas y lugares, Sobre la enfermedad sagrada y Epidemias 1 y 3 los pneumata eran vientos que procuraban, de algún modo, el contexto del ser humano, los escritores desde Aristóteles hasta Galeno concibieron el pneuma como un contenido interno. Así, pues, el pneuma psíquico de Galeno hundía sus raíces en el pneumatismo anterior de Diógenes y en la obra Sobre la enfermedad sagrada, y estaba alimentado por el aire inhalado desde el exterior; pero, una vez dentro del cuerpo, ese aire tenía que ser substancialmente alterado –hacerse más sutil, más ligero– antes de que fluyera por el cerebro y los nervios e hiciera posible el pensamiento, la sensación y el movimiento. Para cristianos como Orígenes y Agustín, el spiritus constituía

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Hoy en día tendemos a dar por sentado que la instrucción de un médico debiera comenzar con el estudio de unas estructuras y funciones internas, con el dominio de la anatomía y la fisiología. Pero hubo una época en que el cuerpo representaba algo diferente de la entidad que ahora imaginamos: un ente discreto dado, un objeto independiente y aislado. Hace mucho tiempo, toda reflexión acerca de lo que denominamos el cuerpo era inseparable de la investigación de los lugares y las direcciones, las estaciones y los vientos. Hace mucho tiempo, el ser humano estaba arraigado en un mundo. El declive de esta conciencia es una historia larga y compleja. La certeza de los vínculos entre los cuerpos celestes y terrestres hizo qua la consulta astrológica fuera parte

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integrante de la medicina medieval. Una influyente tradición neo-hipocrática continuó durante el siglo XIX dando vueltas periódicamente a las afirmaciones sobre el clima y el aire625. Para trazar totalmente la erosión de esa conciencia meteorológica deberíamos rastrear, además, muchos desarrollos posteriores (la cultura renacentista de la disección, la observación clínica del siglo XIX, el reino de la tecnología contemporáneo). No obstante, la internalización del pneuma en la antigüedad representó un giro momentáneo –que ayudó a situar firmemente el conocimiento anatómico en el centro mismo del conocimiento médico626 -pues redefinió la naturaleza del cuerpo. Debemos distinguir, nos advierte el tratado hipocrático Sobre la medicina antigua, entre la enfermedad debida a «fuerzas» y la enfermedad debida a «formas»: «Por fuerzas entiendo aquellos cambios en la constitución de los humores que afectan al funcionamiento del cuerpo; por formas entiendo los órganos del cuerpo»627. Así dice la versión a cargo de Chadwick y Mann. A su vez, Littré traduce de manera similar la última parte: «Llamo figuras a la conformación de los órganos que están en el cuerpo». Sin embargo, la sentencia original en griego no habla de órganos. Se refiere tan sólo a «aquellas [cosas] que están en un ser humano» (hosa enestin en toi anthropói)628. La traducción de Chadwick y Mann continúa con la descripción de «los órganos que atraen la humedad», los «órganos sólidos y redondos» y los «órganos que están más extendidos». Nos informan

268 de que los órganos «que son esponjosos y de textura holgada tales romo el bazo, los pulmones y los pechos femeninos» absorben fácilmente fluido de partes cercanas del cuerpo y cuando lo hacen se hacen duros e inflamados. Semejantes órganos no absorben fluido para luego descargarlo día tras día como lo haría un órgano hueco que contuviera fluido, pero cuando han absorbido fluido y todos los espacios e intersticios están llenos, se hacen duros y tensos en lugar de volverse blandos y flexibles. Ni digieren el fluido ni lo descargan, y ése es el resultado natural de su construcción anatómicas

629. Aunque órgano (organon) es desde luego una palabra griega, no aparece sin embargo en ninguna parte en el escrito Sobre la medicina antigua. Todas las referencias a los «órganos» en esta traducción, así como la frase tendenciosa «construcción anatómica», traducen otro término griego: schema, forma o figura. Y es, obviamente, de figuras de lo que trata este pasaje. De sus figuras se siguen natural y necesariamente las propiedades de las diferentes partes, su propensión a atraer humedad o no, a retener fluidos o a repelerlos. La teoría de un cuerpo construido alrededor de órganos maduró sólo tras Hipócrates y, cuando lo hizo, la teoría no era rotunda-mente –y ésa es la razón de que la terminología sea importante– una teoría de los procesos que ocurren naturalmente, por sí mismos. Era una teoría de la acción. Galeno lo explica: «Llamo órgano a la parte del animal que es la causa de una acción completa, como el ojo lo es de la visión, la lengua, del habla, y las piernas, del caminar; así, también las arterias, las venas y los nervios son tanto órganos como partes de los animales»630. Las partes del cuerpo pueden distinguirse de muchas maneras: por su tamaño o figura, su color, localización, o textura. Lo que convertía en órgano a una parte era, sin embargo, su papel en alguna actividad, el hecho de que posibiliten acciones tales como ver, hablar, caminar. Los organa eran herramientas –es el sentido original del término–,

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instrumentos con usos específicos. Y presuponían un usuario. 269

Los escritos populares tienden normalmente a ligar el énfasis occidental en la disección con una postura reduccionista, mecanicista, respecto al cuerpo, y a contrastar ese mecanismo con el presunto «organicismo» de la medicina china. Pero esta visión es histórica-mente indiscriminada. Olvida que la percepción anatómica tradicional del cuerpo en tanto que organización de órganos requería la presencia de un alma activa. «La utilidad de todos los órganos», declara Galeno, «está relacionada con el alma. Pues el cuerpo es un instrumento del alma y, en consecuencia, los animales difieren enormemente respecto a sus partes debido a que su alma también difiere. Así, algunos animales son bravos y otros tímidos, algunos, salvajes y otros, dóciles... En cada caso el cuerpo está adaptado al carácter y las facultades del alma»631. El capítulo 3 concentró la atención en las intuiciones acerca de la acción propositiva que definieron la disección griega. Para ver el cuerpo anatómicamente era crucial ver cada parte como una estructura forjada para algún fin. El concepto de órgano intensifica aún más los lazos entre la acción y la anatomía, pues sugiere cómo el propósito activo no sólo dirige la formación original del cuerpo, sino que también anima sus partes. El alma y el cuerpo orgánico estaban entrelazados desde los inicios de la anatomía. Aristóteles, pionero de la disección en tanto que modo de conocimiento, también forjó la teoría del organismo, la idea del cuerpo como un implemento. «Así como la mente actúa en vista de algún propósito», sostiene, «también hace lo propio la naturaleza, y ese propósito es su meta. En las criaturas vivientes el alma procura tal propósito... pues todos los cuerpos naturales son instrumentos del alma»632. Obviamente, hacia el siglo XVII, esta visión tuvo que hacer frente a retos crecientes. Los yatrofistas comenzaron a analizar los funcionamientos del cuerpo en términos puramente mecánicos, y concepción cartesiana de la mente como pura reflexión —la retractación del alma respecto del cuerpo— impulsó el nuevo concepto de reflejo, una acción corporal qué ocurría sin la intervención del alma. Pero la creencia en los órganos y el gobierno de los hálitos internos, el sentido de un alma pneumática, se desvaneció sólo gra-

270 dualmente. En 1686, Daniel Duncan podía razonar aún: «El alma es un diestro organista que da forma a sus órganos antes de tocarlos. Resulta notable que en los órganos inanimados, el organista es diferente del aire que él hace fluir mientras que en los órganos animados el organista y el aire que produce la música son la sola y misma cosa, de lo cual infiero que el alma es extremadamente similar al aire o hálito»633. Las concepciones chinas del interior del cuerpo se centraban en torno a los cinco zang y los seis fu. Los cinco zang eran el hígado, el corazón, el bazo, los pulmones y los riñones; los seis fu incluían la vesícula, el intestino delgado, el estómago, el intestino grueso y la vejiga634. Si leyéramos esta información despreocupadamente, podríamos decir: he aquí un listado de órganos. Un manual chino moderno nos advierte, sin embargo, de que «no podemos simplemente imponer las concepciones de la medicina occidental de los órganos internos» a los conceptos zang y fu; y Nathan Sivin añade: «lo que aprendemos acerca de la concepción

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china no es anatómico, sino fisiológico y patológico... no ya lo que son las vísceras, sino cómo intervienen en la salud y en la enfermedad»635 La observación es acertada. Las discusiones en torno a los zang y los fu en el eijing tienen menos que ver con las estructuras discretas percibidas en la disección que con las configuraciones de poderes simpáticos. Así, la «enfermedad de la vesícula» podría referirse tanto a desórdenes como el vértigo o el zumbido en los oídos como a una dolencia en la propia vesícula. Cuando los expertos insisten en que las vísceras chinas difieren de los órganos occidentales, esto es lo que pretenden expresar en última instancia: los zang y los fu no fueron concebidos anatómicamente. También diferían de los órganos de la medicina griega en otro sentido más sutil. Los zang y los fu no eran instrumentos de una fuente controladora, no eran implementos del alma. Literalmente, los términos zang y fu se refieren a los repositorios y en ello reside precisamente su función principal en el cuerpo. Ambos almacenan qi, el hálito vital. Los fu eran depósitos huecos, como el estómago, los intestinos y

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la vejiga, que acopian temporalmente las esencias más ordinarias, más turbias, que luego serán expulsadas mientras que los zang nombran las vísceras sólidas que «ocultan (zang) el qi refinado y no lo dejan escapar»636. Los zang eran aún más vitales, porque acumulaban las esencias más puras y porque las retenían; y de entre los zang los riñones eran los más cruciales, dado que guardaban el qi más refinado. La jerarquía que estructura el cuerpo chino no estaba definida por la lógica del gobernante y el gobernado, sino por el imperativo del almacenamiento y la retención. Las exposiciones modernas de la medicina china subrayan habitualmente las teorías del yin y yang o de los cinco elementos, esquemas universalizantes que incorporan un cuerpo microcósmico en orden macrocósmico. Así, Ilza Veith, el primer experto en ofrece una traducción extensa del Huangdi neijing, explica: Los chinos de la antigüedad estaban sobrecogidos por el curso inmutable de la naturaleza que ellos denominaban Tao, la Vía... La fuerza d mediante la cual actúa el Tao era el yin y el yang... Ambos eran mantenidos para ser transportados por el cuerpo por medio de doce hipotéticos canales principales, o Ching Lo, que corresponden a los doce meses año... En el hombre, la salud resulta de un equilibrio entre el yin y el y se creía que todas las enfermedades eran debidas al desequilibrio de e fuerzas

637. En el mismo sentido, la pródigamente citada monografía Manfred Porkert, Los fundamentos teóricos de la medicina china, ti el revelador subtítulo de «Sistemas de correspondencia» y los capítulos inaugurales discuten, en primer lugar, el yin y el yang y los cinco elementos, en segundo lugar, los ritmos del cambio cósmico y, en tercer lugar, el reflejo del orden macrocósmico en el cue microcósmico. Por supuesto, nadie puede negar que la familiaridad con el el yang y con los cinco elementos sea indispensable para comprender los escritos de la medicina china. Pero también resulta importante reconocer que estos escritos destacan, y elaboran con de el impacto de factores que las exposiciones actuales reconocen sólo

272 con asentimientos breves, superficiales. Me refiero a la amenaza del frío y del calor, de la humedad, de la sequedad y, en especial, del viento. A lo largo de la retórica de las

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armonías cósmicas, hallamos un ideal de ser opuesto, que concibe el cuerpo como una realidad que se contiene a sí misma, gobernada por su propia lógica interna. Reflejada en esta ambivalencia se encuentra la ambigüedad del viento. La cosmología de la dinastía Han eliminaba el caos ingobernable por decreto, afirmando el gobierno de la regularidad y enmarcando agresivamente el cambio en el interior de los ritmos del yin y del yang, de los cinco elementos, de los ocho vientos y las cuatro estaciones. No obstante, el mismo esfuerzo por imponer el orden cristalizó en la conciencia del azar impredecible, en la amena-¡a persistente de los vientos vacíos. Si la visión autoritaria del orden universal hablaba de armonía y equilibrio, y promovía la perfecta unidad de la persona y el mundo, la cautela ante el caos inspiró un impulso opuesto hacia el aislamiento permanente, el sueño de un sujeto autónomo, insensible a los vaivenes del viento. El ensamblaje entre el microcosmos y el macrocosmos no representaba, por tanto, más que una faceta de las aspiraciones chinas respecto del cuerpo. Los médicos insistían con la misma rotundidad en separar el interior del exterior, la independencia latente del sujeto en relación con el mundo. De ahí la aten-ción dedicada, por ejemplo, a aquello que separaba a ambos. Los poros apretados, unidos, protegían al sujeto de las incursiones del viento. Sin embargo, la verdadera seguridad reside en la plenitud interna. En la medida en que los depósitos zang mantenían a buen re-raudo los hálitos vitales en el interior del cuerpo, la persona podía eludir los peligros del cambio caótico. Los vientos vacíos no podrían Infligir daño alguno pues la plenitud interna no les dejaba ningún resquicio para penetrar. El Lingshu sostiene: sólo cuando un viento Inoportuno halla merma en el interior del cuerpo, puede poseer el cuerpo638. Ningún principio era más básico al pensamiento chino sobre la enfermedad. Pero la evitación del caos exterior no constituye la única ventaja. La plenitud funcionaba también contra las erosiones graduales de

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la edad. Acumulando cuidadosamente vitalidad, no permitiendo que el deseo derrame el cuerpo de vida, una persona podía diferir el acercamiento del declive y de la muerte, retrasar el paso de los años. Ésta es la razón por la que los textos chinos sobre el régimen hablan con tanta frecuencia de estar libres de enfermedad y, al mismo tiempo, de obtener la longevidad, de que veamos ancianos plasmando las rutinas de la disciplina yóguica (figura 26). La salud era virtualmente sinónima de longevidad, de inmunidad frente al cambio639. Desde las brisas externas, pues, a los hálitos internos; de los giros impredecibles de los vientos de la fortuna al cambio acompasado internamente, por los sujetos autónomos. Tales divisiones marcaron las concepciones del cuerpo tanto en el pensamiento griego como en el chino. Pero la autonomía entre las dos tradiciones venía definida por dos aproximaciones diferentes al tiempo. La plenitud de las figuras yóguicas en China (figuras 22 y 23) retratan sujetos que preservan su integridad resistiendo el derrame mermante de vida, la pérdida de energías vitales y de tiempo. A su vez, la autonomía del hombre muscular reside en la capacidad para la acción genuina, en el cambio que no se debe ni a la naturaleza ni al azar, sino que depende exclusivamente de la voluntad. «En cuanto a lo que se conoce como el arte de la medicina», ase-vera Platón en su Epinomis, «también es, por supuesto, una forma de defensa contra los estragos cometidos en el organismo vivo por las estaciones con sus inoportunos fríos, calores y similares». Los médicos son nuestros defensores.

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Pero ninguno de sus dispositivos puede añadir reputación al más verdadero conocimiento; se hallan en un océano de conjeturas extravagantes, sin someterse a una regla. Sería posible conceder también el nombre de defensores a los capitanes de la mar y a sus tripulantes, pero yo no debiera alentar nuestras esperanzas proclamando que son sabios. Ninguno de ellos puede conocer la furia o la benevolencia de los vientos y es precisamente éste el conocimiento codiciado por todos los navegantes640.

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Al igual que los capitanes marinos defienden las embarcaciones de los vientos cambiantes, la tarea del médico consiste en proteger al cuerpo contra el frío y el calor que no son propios de la estación. La analogía está inteligentemente calculada. En el Político, Platón invoca de nuevo el arte de la navegación y la medicina juntos, igualando el primero con el estudio de la práctica náutica y, la segunda, con la investigación de «los vientos y las temperaturas»641. Por tanto, para este contemporáneo de Hipócrates, la primera preocupación del médico reside en el clima, es decir, en los vientos inescrutables. Esta dependencia de «la furia o la suavidad de los vientos», común tanto a los médicos como a los capitanes marinos, convertía sus artes en fatalmente contingentes. Impedía que tanto la medicina como la navegación llegaran a ser auténticas ciencias. Pues los vientos no podían conocerse verdaderamente. La resignación de Platón ante la incertidumbre de la medicina dio paso más tarde a la concepción galénica de la medicina en tanto que edificio axiomático modelado en el método geométrico, una ciencia basada en verdades fijas antes que en el arte de manipular el azar642. Para Galeno, el aprendizaje del médico no comenzaba ya con el estudio de los vientos –caprichosas influencias que moldean el ser humano desde el exterior–, sino que debía basarse en la lógica propia del artesano que organiza la vida desde el interior. Donde el escrito Sobre los aires, aguas y lugares repasaba el modelado del físico por los aires locales, las formas anatómicas del diseccionador reflejaban la articulación resuelta de la materia por el hálito interno643. Las partes dejaron de ser meras figuras, schema, y se convirtieron en órganos, en implementos de un alma; y los músculos, en particular, nacieron como los órganos del movimiento voluntario, de las acciones determinadas por el sujeto. Donde un día el pneuma sirvió a la suerte, en la flexión de los músculos expresaba la decisiva voluntad. Ocultos por su transparencia física y por siglos de olvido, los vientos son invisibles en las ilustraciones que presenta este libro. Sin embargo, pasar por alto su presencia latente en las figuras 1 y 2 supondría soslayar una parte crucial de lo que significan esas mismas

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ilustraciones. Pues la espaciosidad del primer cuerpo y la muscularidad del segundo representan, entre otras cosas, respuestas divergentes al problema planteado enérgicamente en su día por el viento, esto es, cómo imaginar el ser humano en un mundo de cambia incesante.

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Epílogo ¿Qué separa lo vivo de lo muerto? La presencia de la vida se manifiesta a los sentidos pero, con todo, elude el alcance de nuestra comprensión. Vemos con claridad las metamorfosis de la vitalidad en alguien que corre, se detiene, mira hacia atrás, palidece; podemos oír la fuerza dúctil de la vida en la acuidad de una dicción precisa y en las suaves insinuaciones del tono; podemos aprehender incluso el poder vital con nuestros dedos, en la muñeca, sentirlo latiendo o fluyendo. Pero, al final, el misterio persiste. Cuando decimos que una persona viva posee un alma, un espíritu o un hálito vital, sólo estamos inventando nombres para la ignorancia. En última instancia, penetramos en ese misterio al examinar los desacuerdos entre las impresiones del cuerpo pertenecientes al pasado. Pues, si por cuerpo entendemos algo directamente accesible a la vista y al tacto, entonces, en la historia de la medicina, el cuerpo no es tanto el objeto real de conocimiento como tampoco las letras individuales impresas son el objeto final de la lectura. Al igual que las letras interesan al lector principalmente en tanto que portadoras de un sentido insensible, al tomar el pulso o sentir el mo, al diseccionar los músculos o escudriñar el color, los médicos se esforzaban sobre todo por comprender qué expresaba el cuerpo. Procuraron conocer la verdad invisible, inaudible, intangible de los seres vivos por medio de expresiones corporales que podían ser vistas, oídas y palpadas, para retroceder desde sus signos manifiestos a su secreta fuente vital. La verdad, sin embargo, es que no hay no un solo camino de regreso ni unos signos fijos e inconfundibles. Un vasto abismo se abre entre el alcance irrevocablemente limitado de la conciencia humana, en una era y en un lugar dados, y la ilimitada plenitud de las ma-

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nifestaciones de la vida. Los cambios y los rasgos que hablan con elocuencia a los expertos en una cultura pueden, en consecuencia, parecer mudos e insignificantes, pasar desapercibidos en otra. Quienes tomaban el pulso en Grecia ignoraban las variaciones locales que sus homólogos chinos consideraban tan reveladoras; y los médicos chinos no vieron nada de la anatomía muscular. Éste es el modo en que las concepciones del cuerpo divergen, no sólo en los sentidos que cada uno adscribe a los signos corporales, sino, más fundamentalmente, en los cambios y rasgos que cada uno reconoce como signos. Las diferencias en la historia del conocimiento médico giran tanto alrededor de qué y cómo percibe y siente la gente (aprehendiendo el cuerpo como un objeto y, al mismo tiempo, experimentándolo en tanto que seres incorporados) como alrededor de lo que piensan.

He presentado ilustraciones concretas de semejantes diferencias en la antigua medicina griega y china, y he tratado de identificar algunos de los factores que las configuran. He propuesto paralelismos entre modos de ver y de tocar, por un lado, y modos de hablar y escuchar, por el otro; he subrayado la inseparabilidad de las percepciones del cuerpo y

las concepciones de la persona; y he enfatizado la interacción entre el sentido del sujeto incorporado y la experiencia del espacio y del tiempo. A través de todo ello, no

obstante, también he perseguido transmitir una lección más general y más íntima. He procurado sugerir hasta qué punto la investigación comparativa acerca de la historia del

cuerpo nos invita, y de hecho nos fuerza, a reconsiderar incesantemente nuestros propios hábitos de percepción y de sensación, y a imaginar posibilidades alternativas de

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ser, de experimentar el mundo de nuevo. Tal es para mí el gran reto de trazar la geografía del entendimiento médico. Y también su tentadora promesa.

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