fragmento el fantasma y el poeta

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El fantasma y el poeta rescata el placer de la lectura con historias sobre personas que existieron o, dicho de otro modo, sobre leyendas de personas; sobre eventos que pudieron o no haber acontecido, de aquellos que tal vez fueron como sus leyendas los describen; sobre sueños con desenlaces reales y realidades con tramas oníricas. En cualquier caso, el manejo del lenguaje que hace Boullosa disuelve la tenue línea del presente y conforma un marco en el que los tiempos se funden, los sentidos no son sólo cinco y la muerte pierde su carácter anacrónico y es protagonista de una serie de historias que permanecerán en la mente de los lectores.

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Se ha escrito mucho acerca de los límites de la existencia. Sobre la coexistencia de los diversos estadios que supone la misma y la interacción de aquellos seres que un día estuvieron con los que están. Éste no es un libro que se empeñe en hablar de manera ex-plícita al respecto. Más bien, lo hace de la mejor forma en que se puede mostrar algo: retratándolo.

Rubén Darío expele con una flatulencia el fantasma de Jan Rodrigues que había ingerido tras una sesión espiritista y lo deja varado en la fachada de un edificio en Nueva York; la madre Tere-sa visita un hospital público de Nueva York, recién salida a flote de las páginas de su Libro de la vida, y crea un alboroto al hallar-se en un paisaje tan inusual para ella, entre inmigrantes y emi-grantes que en distintas lenguas tratan de conciliar y encontrar algún punto desde el cual se puedan comunicar; una cleptómana, un pleito entre Nikola Tesla y Edison y otra vez Rubén Darío; un monólogo hecho diálogo sobre la genialidad y aparente misogi-nia de Pedro Páramo; y otros relatos diversos conforman un vo-lumen cuyas formas parecen un caleidoscopio que entremezcla sustancias, tiempos y lenguas.

El fantasma y el poeta rescata el placer de la lectura con his-torias sobre personas que existieron o, dicho de otro modo, sobre leyendas de personas; sobre eventos que pudieron o no haber acontecido, de aquellos que tal vez fueron como sus leyendas los describen; sobre sueños con desenlaces reales y realidades con tra-mas oníricas. En cualquier caso, el manejo del lenguaje que hace Boullosa disuelve la tenue línea del presente y conforma un marco en el que los tiempos se funden, los sentidos no son sólo cinco y la muerte pierde su carácter anacrónico y es protagonista de una serie de historias que permanecerán en la mente de los lectores.

CARMEN BOULLOSA comenzó a publicar poemas en la década de 1970 de la Ciudad de México, a los que siguieron teatro, novelas y ensayos, abarcando desde escenarios domésticos y atmósferas inti-mistas, hasta pasajes épicos y cuadros multitudinarios, con los que ha trazado un periplo muy personal que la sitúa como uno de los más reconocidos autores de nuestra lengua. Recibió el Premio Xavier Villaurrutia, el Anna Seghers de la Academia de las Artes de Ber-lín, y el Liberatur de la ciudad de Frankfurt; fue becaria del Centro Mexicano de Escritores, de la Fundación Guggenheim, del Center for Scholars and Writers of the New York Public Library. Tres décadas después de su primera publicación, entrega al lector aquí su primer libro de relatos, escritos desde Nueva York, donde vive actualmen-te, pero arraigados en la rica tradición narrativa latinoamericana.

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ISBN 978-84-96867-13-0

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El fantasma y el poetaCarmen Boullosa

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El fantasma y el poetaCarmen Boullosa

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Copyright © Carmen Boullosa, 2007

Primera edición en español: 2007

Fotografía de portadaDonna Ferrato

Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2007San Miguel # 36Colonia Barrio San LucasCoyoacán, 04030México D.F., Méxicowww.sextopiso.com

DiseñoEstudio Joaquín Gallego

ISBN 10: 968-5679-52-5ISBN 13: 9-789685-679527

Derechos reservados conforme a la leyImpreso y hecho en México

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Al doctor Mike Wallace, y a mis hijos, Juan Aura y María Aura

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Mi copa, las tres de Darío, las tres veces de Pedro

y la obsesión por el número tres de Nikola Tesla 19

La visión 34

Los enfermos del Dulles 36

El reporte del diablo 42

Santa Teresa visita el Beth Israel 44

Insomnio y fuga 54

El pez pequeño se come al grande 60

Yo sé quién soy 65

El cuento de nunca, con sapo y azuquítar 70

El fantasma y el poeta 88

La Sagrada y otras 106

Las fronteras sin moda 120

Diálogo entre el señor y la ofendida 128

La bola que me pasó Marshall Berman 132

Julieta Escopeta 138

ÍNDICE

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LaS vErDaDES Y LaS MENTIraS DE CarMEN BouLLoSa

Juan antonio Masoliver ródenas

Frente a los que todavía defienden la independencia del tex-to con respecto a su autor, he estado siempre convencido de que en la mayoría de los grandes escritores su personalidad y sus experiencias quedan reflejadas en su obra. De otro modo no existirían ni el Quijote ni Los detectives salvajes, por mencio-nar un clásico y un contemporáneo. Como ocurre con Margo Glantz, no sólo su singular personalidad queda reflejada, sino que hay una voluntad de que sea así: de que leamos no sólo la escritura sino a sus escritoras. Y esta visión de la literatura da sin duda frutos excelentes, nacidos de un sentido de libertad y del humor que se traduce en desparpajo, en irreverencia, en una heterodoxa visión del mundo excitada por la imaginación.

He conocido bien a Carmen Boullosa. años tras años ella y el multifacético, divertido y algo histriónico (¿o sólo lo era su voz?, ¿o su condición de actor?) alejandro aura, me han aco-gido en su casa de la calle Tiépolo, a walking distance del Hotel

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Diplomático donde solía alojarme. La energía de la pareja era apabullante, y resultado de esta energía lo fue El hijo del cuer-vo, el bar más concurrido de Coyoacán, si no de toda la Ciudad de México, donde se celebraban (palabra exacta) todo tipo de actividades. Como fui testigo de tanta fiesta también lo fui, lamentablemente, de la crisis de la pareja, hoy excelentes ami-gos. Él vive en Madrid, organizando actividades disparatadas en el mejor sentido de la palabra, y escribiendo buenos poemas, pese a que su desbordante personalidad no le ha ayudado a pro-yectarse como merece como poeta. Carmen, que vive en Nueva York con su actual marido, el conocido historiador Mike Wa-llace, también se entrega a diversas actividades públicas, pero en su caso todo surge de su literatura o gracias a la literatura. En este sentido su entrega es total, casi obsesiva, aunque esta ob-sesión raramente se refleja en su obra (Cielos de la tierra o De un salto descabalga la reina podrían ser la excepción).

No recuerdo si conocí primero a Carmen o a sus libros. No importa: desde hace años mantengo una excelente relación con ambos. recuerdo sí, la impresión que me produjo su libro de poemas La salvaja. En ellos y en sus novelas Son vacas, so-mos puercos y El médico de los piratas veo la raíz de toda su obra, tanto la poética como la dramática y, para lo que nos importa, la narrativa. Los relatos de El fantasma y el poeta hay que leer-los bajo este referente. Pero, asimismo, hay que integrarlos, como si se tratase de una trilogía, a sus recientes La otra mano de Lepanto y El Velázquez de París. Si en el primero recrea, con su singular capacidad de invención, a Cervantes, la batalla de Lepanto y la guerra de las alpujarras, la misma recreación, en la que verdad y aventura se unen, se da en el segundo.

Pues bien: entre los mejores relatos de El fantasma y el poeta están, precisamente, los dedicados a poetas y pintores. al igual que la erudita y humanista Margo Glantz, no hay cul-turalismo en estas páginas. Le interesan, no sólo la obra, sino las misteriosas razones personales que llevaron a dicha obra. Y le interesa proyectarlas en esta barrera en la que se encuentran realidad y ficción, donde cabe la aventura y lo inverosímil, la

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realidad y lo visionario. El título del libro es, pues, fiel a lo que en él se expresa. Título tomado de uno de los cuentos, el más disparatado y al mismo tiempo inquietante, «El fantasma y el poeta» está narrado, como tantos otros relatos, en primera persona, aunque aquí no hay elementos autobiográficos, salvo la referencia a Mixcoac y a Brooklyn. El fantasma se llama Jan rodrigues y había trabajado para los comerciantes de pieles. El fotógrafo Steinton se hace amigo de Darío y le propone ir a Governors Island, donde la médium Esther, magníficamente retratada, invoca a rodrigues. Darío devora al fantasma, al que acabará, tras una crisis de alcohol y opio, arrojando por el culo. Carmen Boullosa no sólo ha sabido recrear un mundo deli-rante, sino todo el dramatismo del gran poeta nicaragüense, separado ya de Francisca y que encuentra en la enfermera del hospital a su ultima musa. Y entonces, en una curiosa vuelta de tuerca, Jan rodrigues «resucita» en 1945 para aparecérsele a octavio Paz, que por aquel entonces trabajaba en el Consu-lado de Nueva York. También él se traga a rodrigues aunque lo expulsará, más dignamente, por la boca. Y si en el caso de Darío interesaba su delirante y destruida personalidad, ahora se rinde homenaje a Paz, incorporando versos de uno de sus más grandes poemas, Piedra de sol, que dan un nuevo sentido a un relato por lo demás divertido, agitado y disparatado.

rubén Darío reaparece como el protagonista de «Mi copa, los tres Daríos, las tres veces de Pedro y la obsesión por el número tres de Tesla», relato con el que se abre el libro y donde Boullosa, además de imponer claramente su presencia (la referencia a su hija María o a su marido el historiador), es capaz de dar unidad a distintas situaciones y permitir el encuentro de personajes que pertenecían a otra historia que aquí acaba por ser la misma. Las tres copas que rechazó Darío (dudo que rechazase muchas más) son el tema central, pero en cierto modo también lo es la personalidad negativa de Thomas alva Edison, que se apropia la fama, y el dinero que la fama trae, al padre de la electricidad, Nikola Tesla, extraño personaje obsesionado con el número tres, obsesión que le llevará precisamente a coincidir con Darío.

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«Las fronteras sin moda», donde de nuevo hace presen-cia la narradora («impertinente, muy de mi carácter») está centrado en Chateaubriand y en Gustave Doré quien, como otros personajes del libro (especialmente en «El pez pequeño se come al grande»), conoce el triunfo, no siempre merecido, y el fracaso. De nuevo hay un extraordinario retrato, el de la hija mayor del barón Chaplain, y una extraordinaria vitali-dad. Y de nuevo hay referencias a las distintas versiones de los hechos, por eso «esto aquí escrito no necesita ser cuento, quedó armado con lo que le dio la realidad, las verdades y las mentiras de éstos y aquéllos, sin necesidad de que intervenga yo en el salón».

En «Santa Teresa visita el Beth Israel», centrado en El li-bro de la vida de la religiosa, se confunden las extrañas visio-nes del marido enfermo, provocadas por la morfina, con las de la santa, aterrorizada ante lo que ella cree que es el diablo. En «Los enfermos de Dulles», Boccaccio sirve de pretexto para hablar sobre el engaño. «Yo sé quién soy» es una feroz burla de los concursos literarios, así como de los críticos y, sobre to-do, los editores, pero también un homenaje a Bolaño. De nuevo la realidad, o la interpretación que nosotros hacemos de ella, pierde su prestigio ante las distintas versiones de los hechos. «Julieta Escopeta» es una ocurrente lectura de Romeo y Julie-ta, la tragedia de Shakespeare aquí en clave de comedia, donde se nos revela «la verdadera historia que escondía romeo, más afecto a los encantos masculinos que a los de las féminas». Y, finalmente, en este recorrido literario, «Diálogo entre la se-ñora y la ofendida», es un divertido diálogo, en realidad un monólogo, sobre la supuesta misoginia de Pedro Páramo, ro-tundamente afirmada y luego negada con la misma pasión por el mismo personaje.

El lector advertirá enseguida que esta colección de relatos perfectamente estructurada y sin más punto de referencia que la propia Boullosa, pese a centrarse en figuras de la literatura o de la pintura tienen muy poco de culturalistas, precisamente por la fusión que hay entre personaje y, más implícitamente,

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obra, entre realidad y ficción y entre las distintas interpreta-ciones que tenemos de un mismo hecho. Tal vez en los relatos «pictóricos» la presencia de la obra es más determinante aun-que, curiosamente, está igualmente acentuado el elemento de disparatada invención, con un humor muy cervantino. En «El cuento de nunca, con sapo y azuquitar» hay un fuerte ingre-diente autobiográfico, evidentemente exagerado: la narrado-ra y su marido son escritores y mal pagados, los dos tienen 52 años y quieren dejar de dar clases, por lo que deciden buscar otro esposo o esposa con dinero. Ponen un anuncio, visitan el Museo de Cleveland y allí aparece el candidato, el joven os-car, un Cupido muy parecido a James Gallatín, secretario de embajador de los Estados unidos desde los quince años y que debe su fama póstuma a un diario y a que fue modelo de J. L. David. El cuadro que contemplan es Psique y Cupido, un pintor aburrido, felizmente casado, convertido en jacobino, «es un pintor intelectual (y eso debiera gustarnos), es un pintor de la revolución (eso debiera gustarnos), pero es frío, amanerado, grandilocuente, atroz». a las observaciones pictóricas se añade el divertido desenlace del joven oscar clavado ante el cuadro, posiblemente como si se mirara en un espejo, y mostrándo-se despectivo con la pintura de vermeer y con el desesperado matrimonio.

«La Sagrada y otras» es el relato central y el más complejo del libro. Hay una divertida y aguda interpretación de la Huida a Egipto de Caravaggio. Hay asimismo una declaración estéti-ca que vale para todo el libro: «los que dormitan, con los ojos cerrados, generan vida». Y hay un personaje muy completo del que se nos van revelando todas sus frustraciones y su reconci-liación final. Estudia en una academia de pintura romana en la especialización de copista, cuando lo que ella hubiese querido era ser creadora. Tuvo una infancia difícil, «mi maldita infan-cia», sin entrar en demasiados detalles sobre el pasado y los pa-dres que le tocaron en desgracia. Es solterona y poco agraciada físicamente, como vemos en otros de los magníficos retratos caricaturescos o despiadados. Pero el mismo Caravaggio que

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despertó en ella sentimientos negativos le hace comprender que «lo mío es observar y reproducir, dominar la técnica, fi-jar las formas, gobernar el pincel y controlar el color», que es el proceso por el que ha de pasar todo creador antes de llegar a esta libertad que tanto admiramos en Carmen Boullosa.

Los relatos que no están basados en escritores o pintores suelen ser los más breves. registros siempre distintos en tor-no a obsesiones parecidas. En «La visión» los personajes se mueven como en la realidad de la vigilia y la paradoja es que la única persona aterrorizada ante la visión del muerto, que los demás describen con absoluta naturalidad, es ella, precisa-mente porque estaba cegada por el miedo. «Insomnio y fuga» es una inquietante pesadilla contada como si fuese real como lo es, por supuesto, para el que la vive. Y, finalmente, están los relatos alimentados por el sarcasmo. En «El reporte del dia-blo», la narradora está convencida de que la muerte de Pi-nochet es tan falsa como lo fueron sus enfermedades. Y en el mencionado «El pez pequeño se come al grande» asistimos a triunfos y fracasos de los escritores famosos y atractivos frente a los pobretones y feúchos, para convertirse, al final, en una implícita referencia a George Bush, un Pez Chico que «ha in-vadido países, comenzado guerras que parecen interminables. Encima, todavía millones de personas lo aman, avalando que un pececito tan pequeño como un charal rascuache se engulla peces chicos, medianos, grandes y hasta ballenas». Más que en ningún otro relato se alimenta también de la vitalidad de la lengua. Carmen Boullosa acude a coloquialismos o a pala-bras inventadas que en ningún momento alteran esa armonía cervantina (del Cervantes de las Novelas ejemplares) a la que he hecho referencia y que subrayan la relación entre ficción y realidad, el desenfado, el buen humor y el extraordinario sen-tido de libertad que alimentan toda su obra y, por supuesto, a El fantasma y el poeta, voz familiar y al mismo tiempo nueva y refrescante. Cosas que el lector podrá comprobar por su cuen-ta sin necesidad de tanto discurso crítico. un discurso que en realidad sólo quiere ser un homenaje.

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EL FaNTaSMa Y EL PoETa

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MI CoPa, LaS TrES DE DarÍo, LaS TrES vECES DE PEDro Y La oBSESIóN Por EL NúMEro TrES DE NIkoLa TESLa

Mi copa viene a cuento porque se la birló de casa una visita, alguien que vino a cenar. Era Salviati, un regalo muy especial que recibimos de Marisa, irreemplazable porque han descon-tinuado el modelo, preciosísima.

Las tres de rubén Darío, el gran poeta —y gran borra-cho— son las veces que declinó una copa durante su última estancia aquí, en Nueva York, en el invierno de 1914 y la pri-mavera del 15.

Las de Pedro son las que renegó del Salvador, ya las conoce-mos pero vale la pena volver a ellas a la luz del recién descubier-to Evangelio de Judas. Siguiendo la lógica de este manuscrito, Pedro no sería un cobarde sino un hombre impecablemente leal que aparenta traicionar para comprobar que el Maestro no se equivoca nunca, da fe de la infalibilidad de su palabra. Le tocó en suerte pasar a la historia como un collón de quinta, bailar con la fea, como a Judas.

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Nikola Tesla, padre de la electricidad y de la radio, se ob-sesionó con el número tres. repetía tres veces las rutinas de sus caminatas, escribía tres veces su nombre en una carta, requería en la mesa tres servilletas dobladas, tres copas y tres vasos, etcétresra. Tesla es casi desconocido, no tiene la repu-tación que se merece, sombra inversa de Judas.

Eso, en cuanto al título, baste como explicación y pasemos a lo que sigue.

una tarde, me bajé del subway dos estaciones antes que la habitual para ir a cortarme el pelo con Sheril, que en realidad se llama Toya. Es colombiana, lleva la mitad de su vida en Nueva York, habla un inglés impecable y tiene manos de ángel. Es la única peluquera que no ve con horror el largo y aspecto de mi cabello y esto no per se sino porque sabe que mi hija María es la novia del-hijo-del-árabe en la telenovela que se llamó Los Pla-teados. Está convencida de que somos como de la familia, cree que se lo ganó porque ella sí vio todos los capítulos completos, excepto el último que cayó en la fecha en que consiguió para su mamá un boleto a Colombia de tarifa irresistible. Siente que conoce a María mejor que yo. además, por lo del último capítulo, porque su mamá enfureció cuando supo que Toya le había comprado el boleto para el día del último episodio de Los Plateados y porque su enojo desencadenó una tensión aún irre-soluta y enervada entre ellas, Sheril-Toya está convencida de que nos une una complicidad inquebrantable que tiene que ver con la relación madre-hija. Yo, la madre de la hermosa actriz de aspecto virginal que es forzada en el capítulo treinta y pico por el galán Humberto Zurita y abandonada por el novio un momentito antes de ser despachada por los productores rumbo a Europa, y ella, mi peluquera, que arrebató a su mamá (y a sí misma, porque la acompañó al aeropuerto, «cómo dejarla irse sola») el último y ansiado episodio de Los Plateados.

Por esto, por el final que ni ella ni yo vimos, es que le pone el corazón a sus tijeras y me corta el cabello maravillo- samente. La adoro tal vez tanto como ella a mi hija en su versión novia-del-árabe interpretado por un actor mexicano, el hijo del

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dueño del estanquillo, lo que aquí en Nueva York llaman deli y en otros lados «tienda pequeña», que no se parece nada a nin-gún comercio de atlantic avenue sino a los que antes había en la Ciudad de México en cada segunda esquina y que han sido devo-rados por las cadenas de supermercados. La familia de mujeres con burkha (pasé por una Islamic Fashion para que sirviera de modelo al vestuarista —aunque nunca entendieron bien a bien cómo se encasqueta el velo, las actrices mexicanas lo usaron estilo virgen de pastorela—) lleva a la pantalla un ingrediente de la vida de los mexicanos inmigrantes en Nueva York, y —un tiro para dos pájaros— hace sentir al espectador nostalgia por un México antiguo. Los Plateados juega a ser Sheril y Toya, los productores suman ésta a la anterior telenovela donde también actuó María (El alma herida), las vicisitudes de una familia dividida por la frontera. De las dos telenovelas no vi sino los fragmentos donde buscaba yo a mi hija, muchas veces con suer-te, tratando de encontrar en el personaje no ya a la actriz (por supuesto que no al personaje y menos la trama en que estaba envuelta) sino a mi vástaga, a quien extraño perramente. No era mucho el alivio a mi ansia materna verla siempre llorando.

Estaba yo con Sheril en el salón de belleza, frente a la hi-lera de cuatro espejos y de espaldas a los otros cuatro, contán-dolos una y otra vez hasta llegar a ocho, un pálido equivalente al tres que obsesionó a Tesla, quien también fue despojado por un ser honorable y de algo de mayor valor que una copa Salviati, Thomas alva Edison le había prometido el equivalente a un millón de morlacos si resolvía los problemas de los motores que fabricaría en serie, Tesla lo consiguió y Edison se negó a pagarle un clavo arguyendo que, como era serbio, no había entendido el humor norteamericano en su (bromístico, que no generoso) ofrecimiento. No sólo eso, a la larga Edison también le robó la autoría de sus hallazgos. No sólo eso, le negó un alza de sueldo cuando pidió veintitrés en lugar de los dieciocho semanales. No sólo eso, a Nikola Tesla le dio un enfado tan podrido que renun-ció. No sólo eso, Edison fue cada día más rico, Nikola Tesla cada día más pobre, un inventor medio pirado, sin reconocimiento,

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que por ende o sin ende se convirtió en un maníaco obsesi-vo con particular fijación en el número tres. Ya estuvo suave de nosoloesos, aunque sólo sean cuatro, la mitad de mi ocho querido, continuó:

aquel día en el salón de belleza, dejé de pensar en Tesla y Edison y pretendí ya no contar los espejos o recordar mi copa. No me era fácil, vicky fue quien me recomendó el lugar para cortarme el cabello (vive sólo a unas cuadras del salón, está a un paso de la uni de Columbia) y fue precisamente en casa de vicky donde yo había re-encontrado a la Caco a quien conozco porque es mexicana, por esto amiga de amigos, somos como muéganos, nuestras redes sociales son pegajosísimas, y fue esa vez en casa de vicky donde la invitamos, a ella y a su esposo, a cenar a casa. a vicky no porque al día siguiente de aquella reunión en su casa voló a roma.

Mi copa, ¡mi copa, como el tiempo perdida sin posibilidad de recuperación! ¿Por qué se la robó? ¿Es cleptómana? ¿obede- ce a una voluntad superior a la propia, como Judas, o es un ser deleznable, como fue desde tiempos remotos el dicho? ¿ o es una iluminada y en un rapto divino se apropia de lo ajeno?

¿Tengo derecho a despreciarla? ¡Mi copa! ¿Se lo cuenta a su marido? a él no lo veo tolerándole esta

bajeza, sea por plegarse a una voluntad superior o por la pro-pia. a nadie le puede caber duda de que es un hombre decente, de pe a pa, así como es fácil saber que ella tiene un ladito de volada, pasa a menudo entre artistas. Él es en cambio un his-toriador, como mi marido, también gringo, aunque en honor a la justicia debo decir que no faltan en su campo (ni en su país) los pirados, pero en todo caso no lo veo a él robando la copa número ocho. Si no por intuición, lo descarto porque no traía dónde embolsársela, así que él está fuera de toda sospecha, lo mismo la otra pareja invitada esa noche, amigos de hace ya tiempo, que antes se dejarían quemar los pies a lo Cuauhté-moc que rebajarse a robarme una copa, así sea esa preciosidad irreemplazable y que tampoco traían bolsas o anchos vestidos donde esconderse mi Salviati.

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En cuanto a la ratera, de seguro no le cuenta a su marido, debe de esconder su botín en su estudio, porque como es artis-ta tiene uno quesque para pintar, su guarida, su madriguera, cueva de ladrones. Si acaso le cuenta al célebre historiador, su cónyuge, que se ha robado mi copa valiosísima (en dinero y en afecto), si el renombrado sabe que Ella, la vil, la Judas de los de antes, me robó mi copa y si él incluso se lo celebra, es por imitar a Humberto Zurita, el galán sin par de la televisión mexicana, un caballero en la vida real pero que actúa papeles de barbaján, como cuando forzó a la personaja que interpretaba María en el capítulo treinta y tantos, con el agravante de que estaba casado —en la telenovela— con su mismísima hermana (mi hija era su hipotética cuñada) y de que era un marido abusivo y cruel, en su maldad no hay fin porque el personaje es precisamente Malo y encima de esto un impostor, los Plateados bandidos que dan nombre a la serie son los legítimos dueños de la fortuna que él usufructúa, el usurpador, como Edison de los inventos de Nikola Tesla. Zurita va de boca en boca hecho un Judas, un maldito, pero es en el fondo un caballero.

Estaba, entonces, con el cabello bajo las tijeras de Toya- Sheril y suspirando por mi copa perdida, cuando vi entrar a vicky.

—¡vicky!—¡Carmen! ¡Qué sorpresa!—¿Cuándo llegaste?—apenas ayer… —Pensaba en ti… —Yo también estaba pensando en ti, Carmen, pero no te

va a gustar el motivo.Dijo las últimas palabras en español.—¿El motivo?vicky es de familia italiana, sabe algo de mi lengua pero

era la primera vez que me dirigía la palabra en castellano. En sus e-mails sí firma «besos», pero en persona parla sólo in-glés o italiano.

—un el motivo muy delicado, molto. Tiene que ver con una amiga tuya, mejor dicho nuestra.

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Suspiró hondo y continuó explicando que ya se había convencido de no comentarme nada, pero como se había to-pado conmigo, qué coincidencia, ante la fuerza del destino (en italiano) cómo negarse a decirme lo que le quemaba la lengua.

—¿Qué es, vicky?, dime.—En realidad es una tontería, dirás, pero el cenicero era

de mi mamá y no sería la gran cosa pero la verdad es que sí lo era, una joya… y la he tenido conmigo tantos años… lo trajo mamá de Florencia…

Su peinadora llegó por ella, hola, hola, vicky es tan cá-lida, tan adorable, cómo resistirla y se fue a que le lavaran el cabello, sólo a cinco pasos de donde estábamos pero ya fuera de la vista de los ocho espejos, ocho, como mis copas cuando fueron ocho.

Conque el motivo y no los del lobo a los que les escribió Darío, El varón que tiene corazón de lis, alma de querube, lengua celestial. No me cabía la menor duda de que yo sabía de qué el motivo quería hablarme vicky, pero como me había acorda-do del poema le pregunté a Sheril-Toya «¿sabe usted quién es rubén Darío?».

—Pero claro. ¡El poeta! Margarita está linda la mar y malaqui-tas y elefantes y cosas, lo aprendimos de memoria en la escuela.

—¿usted sabe que vivió aquí?—¿Qué me está usted diciendo? —dice Toya sinceramente

sorprendida y completamente Toya, liberada de toda preten-sión Sheril.

—Como le cuento. vino cuatro veces, en su cuarta vez pasó medio año en Nueva York. Y en ésa, aunque era un borracho sin remedio, sabemos que tres veces declinó una copa…

—¡Carmen! —dijo vicky desde su asiento— ¡Dilo en inglés!, quiero oír, ¿de qué hablan?

—De rubén Darío, vicky, el poeta, uno de los más grandes de nuestra lengua. Estuvo aquí unas veces…

vicky me estaba regalando la perfecta oportunidad para ahorrarle el enfado y entrar de lleno al tema de los motivos de la loba ladrona o cleptómana. Expliqué rápidamente dos o tres

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cosas de rubén Darío, las obvias (poeta niño, nicaragüense, genial, amadísimo, al final dipsómano, enfermo) y conté que en su último viaje a Nueva York rechazó tres veces una copa y le dije que me acordaba de esto porque «yo había estado pensando en ti, vicky, por otro el motivo: una copa que alguien sustrajo de mi casa y que se escapó en la bolsa de una visita que muy probablemente es la misma que cargó con tu cenicero y que no es amiga mía (quiero dejarlo bien claro), sino conocida, amiga de amigos en México».

oí a vicky reírse.—¿Y la bolsa era anaranjada, Carmen? —preguntó, con la

voz todavía alterada por la risa.—Sí, naranja.—¿Llevó la misma bolsa a tu casa?—una horrible, sí, la misma. Se la vi en la sala de tu casa,

la tenía con la boca abierta a sus pies. Seguramente dispuesta a tragar ceniceros o copas…

Más risas de vicky. añadí: —así que fuma a escondidas, ella que compra todo

en el green market. También bebe martinis a solas. Más risas de vicky. —¿Y rubén Darío vivió aquí entonces? —dijo en inglés la

Toya algo Sheril que no podía seguir la fábula de la loba la-dronzuela y que no quería verse cortada de la plática.

—Sí, aquí vivió, en la ciudad, la llamó «la capital del cheque», no un apodo demasiado imaginativo.

—¿También es el poeta de Ahí viene el cortejo, ahí suenan los claros clarines?

Dijo el verso en español. —Sí. —No tuve corazón para decirle a la joven Toya y aún

más joven Sheril que le fallaba la memoria, citaba mal los ver-sos del Cortejo triunfal.

—¿Hablaba inglés?Ya comenté que su acento era impecable, pero aquí lo mo-

duló un poco pícaramente, a que sonara colombiano.

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—un inglés de quinta, también lo mal leía. Fue más tre-pando e imaginando que siguiendo la letra como leyó a Poe y a Whitman.

—¿Quiénes?—Poetas de aquí, Sheril. —¿Y qué vamos a hacer de la copa y el cenicero? —preguntó

vicky, que quería volver al chisme de la robona.—Demasiado tarde, me parece, yo no sabía de esta costum-

bre o de su el motivo… ojalá me hubieras contado, ojalá hubie-ras estado aquí y no en roma, hubieras venido a casa a cenar y me hubieras cubierto las espaldas, me prevenías y no sacaba esas copas, la raterilla hubiera bebido en vasos desechables. además, ni falta que dijeras nada, si contigo hubiéramos su-mado nueve y yo sólo tenía ocho copas, ¡ay!, ya nomás me quedan siete (rematé en español, aludiendo a la imbécil canción de los perritos, Yo tenía diez perritos/ yo tenía diez perritos/ uno se cayó en la nieve/ ya nomás me quedan nueve).

—¿Y las copas? —preguntó Sheril, para volver a las de Darío—, ¿a quién no se las aceptó?

—La historia es un poco larga. rubén Darío estaba fatal de salud. Según el recuento de Bermúdez, que fue quien lo trajo a Nueva York, Darío estaba viviendo en Barcelona porque había dejado Madrid con la intención de separarse de Francisca, en palabras del poeta: «mi vida, por culpa mía, de ella, de la suerte, era un infierno». Justo cuando el poeta se empezaba a recuperar, así fuera relativamente («a mí se me han declarado ya Panchos villas intestinos y riñones; pero he mejorado mucho de los ner-vios, esto es del ánimo»), Francisca se apersonó en Barcelona a pergeñarlo, se instaló en la casita que ocupaba Darío y volvió a lo mismo, a mantenerlo alcoholizado a punta de whiskys acompa-ñada de sus dos cómplices, el secretario del poeta y un amigue-te (Julio Sedeno, mexicano que moriría en París, ejecutado por espía, su vida bien valdría un cuento siempre y cuando el autor supiera evitar hacerlo un «Evangelio Sedeno», sería un fastidio leer en puño y letra del ejecutado que él fue un héroe y no un trai-dor, un Judas más fingiéndose espía y pretendiéndose vampiro

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frente a Darío. vampiro de su cadáver, porque «ya era el cadáver de Darío lo que se disputaban»… «lo que se peleaban de él era ya un cuerpo sin vida», según cuenta vargas vila).

—¿Podemos pedir pena de muerte por mi cenicero y tu copa? —dijo vicky ya de pie—. Sólo bromeo, es una mala broma. —Se sonrojó. Es finísima, se apenó de haber hecho un chis-te políticamente incorrecto—. ¿Qué vamos a hacer, Carmen? ¡Quiero mi cenicero de vuelta en mi mesa! ¡Era de mi mamá!

Habían terminado ya de lavarle el pelo y caminaba hacia su asiento, a mis espaldas. Ya lo dije, cada espejo tenía impresa una imagen diferente, como aquellas un día ocho copas.

Sheril había terminado de cortarme el pelo y comenzó a secármelo, el sonido atronador hizo imposible toda conver-sación. Lancé miradas a vicky por el espejo, me respondió muerta de la risa, pero gesticulaba preguntando insistente «¿qué vamos a hacer?» y yo me contestaba a mí misma: «na-da, qué más. Callarnos la boca. No volverlos a invitar a casa —una pena, el marido es un encanto— y apechugar, como hizo Nikola Tesla con Edison y por motivos más gordos. Nada que hacer, el mundo está lleno de rateros y muchas veces son los que van con la medalla al pecho del éxito. Los que pierden pue-den consolarse con sus manías, si es consuelo, como las tres servilletas de Tesla, doblada cada una tres veces».

Me dispuse a contarme en silencio la historia de las tres copas que Darío no quiso tomarse en Nueva York, a la manera de mis tres servilletas consolatorias. La primera es muy com-prensible. Bermúdez lo encontró en la miseria conyugal en Barcelona y se le ocurrió traerlo a Nueva York creyendo que ganarían pilas de billetes. No era mala idea en teoría, siempre corrieron ríos de oro a los costados de Darío y él siempre se hizo el que no entendía nada, para luego quejarse amargamente de que todos le robaban. El plan de Bermúdez consistía en que él daría discursos por la paz del mundo, Darío leería poemas y el dueto cobraría cantidades gordísimas. Irían con el bolsillo lleno a la mesa, de la mesa a las francachelas, de las francache-las a las putas, de las putas a las arengas por la paz del mundo, de

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las arengas a las carteras llenas, de las carteras a las mesas, de las mesas a las francachelas, etcétera, del ser actor Zurita a Zurita el personaje, de aquí para allá muy orondos.

Como ni Bermúdez ni Darío tenían ni un quinto, el em-prendedor pidió al poeta que escribiera a su amigo el conde de Comillas, dueño de la compañía de transatlánticos, pidiéndo-le dos boletos de primera para viajar a Nueva York. El Conde aceptó. Llegaron al muelle el 14 de diciembre, un día antes del viaje. Bermúdez convenció a los guardias del barco de que les dejaran pasar la noche a bordo, les explicó quién era Darío, les dijo que estaba mal de salud. Darío durmió en su camarote con Francisca y con su hijo rubencito, sería su última noche juntos. Debe de haber sido una noche de mierda que bien val-dría un cuento, o no, quién querrá visitar esa tristeza opaca, boba, resentida, gris, agresiva, vil, así la imagino yo, tal vez le hace falta un evangelio para pasar por revelación iluminada, donde Francisca es luz y Darío el cáliz del futuro del hombre, etcétera, o etcétresra si incluimos a su hijo rubencito.

En el barco planearon mucho, Bermúdez tenía mares de ideas de dónde podrían sablear o sacar provecho, no le cabía duda de que sería muy fácil echar mano del prestigio de Darío y de que de inmediato iban a cobrar fortunas… y a gastárselas. Suena fácil, sobre todo lo segundo. apenas tocan Nueva York, rubén Darío anuncia a todos sus contactos por telegrama que acaba de llegar. uno de éstos, y uno en quien tiene plena confianza, es el ministro de la Embajada de Costa rica, roberto Brenes-Mesén. Ya veía Bermúdez los hoteles cinco estrellas en Washington, los banquetes en la Casa Blanca y las Embajadas, y el río Dólares correr contante y sonante cargado de pepitas de oro… ¡y todo en nombre de la paz universal y de la poesía!

Bien podría haber sido así, si no fuera porque roberto Brenes-Mesén leyó el telegrama como una espontánea mani-festación de amistad sin darse cuenta de que era un sombrero boca arriba, y contestó con otro de contenido muy diferente al que desearan recibir Darío y Bermúdez: «será para mí un gran honor visitarlo en nueva york coma llego en tres días

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por la tarde punto por compromisos previamente adquiridos coma sólo estaré una noche coma pero no quiero deje el país sin verlo». ¡ah, qué pelma! Qué ocurrencias, ¿a qué venía? Lo habían buscado para que les ofreciera una invitación a leer, muchos dólares, el lujo de un hotel de diez estrellas, recepcio-nes, periodistas, multitudes aplaudiéndolos.

apenas cumplirse los tres días, Bermúdez y Darío dejan su hotel desde el mediodía y no vuelven a poner pie en él para evitar ser abordados por el ministro pesado y tico, decididos a negarlo como pedros. al caer la noche, se dirigen al teatro vitagraph, en Broadway y la cuarenta y cuatro —que trae al poeta inolvida-bles recuerdos: en su segundo viaje a la ciudad visitó en Times Square una casa de mala nota, las chicas lo trataron a cuerpo de rey, mucha champaña, y cuando llegó la hora de pagar, la cuen-ta fue una sorpresa que sumaba trescientos dólares que rubén Darío no tenía; dos noches durmió ahí hasta que sus amigos (Fiallo el poeta y Bolaños su compatriota) juntaron el dinero necesario para sacarlo de la casa vuelta de «empeño»—.

En el teatro vitagraph, el programa consiste en un en- tremés cómico, una película con antonio Moreno y Jane Novak y otro entremés cómico. No es que fuera demasiado apetecible, aunque toda la ciudad hablaba de esto, pero entre la respuesta del tico, los delirium tremens que arreciaban contra Darío cada vez más a menudo y la incertidumbre que caía con su garra so-bre las ilusiones Bermúdez, no estaban de humor de gran cosa. además, lo que querían hacer era escurrírsele al palurdo, no tenían ningunas ganas de «charlar» amigablemente con el costarricense que sin darse cuenta les había dado con una puerta en sus narices.

Brenes-Mesén se registra en el astor, el hotel más lujoso de la ciudad, e intenta contactar a Darío, ya sabemos que sin suerte. «Qué extraño», piensa para sí, «le avisé que estaría aquí sólo por una noche, algo le habrá ocurrido al poeta» pero como no es hombre de bilis sino de buenos momentos, deci- dido a sacar el mayor provecho de su viaje, se encamina a un teatro famoso por sus hermosas chicas.

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Cuál no sería su sorpresa, escribió años después, al en-contrar sentado a su lado a rubén Darío. Lo dejo en sus pro-pias palabras: «Salimos del teatro y caminamos un rato sobre Broadway, donde tendríamos libertad para charlar. Concerta-mos que nos reuniríamos al día siguiente para comer juntos en el angelo, un restorán famoso por su cocina española. Les invité a una copa de vino pero Darío la rechazó».

El motivo del rechazo de esta copa es evidente. Darío no tiene ninguna gana de departir con el ministro costarricense sino de recibir de él un cañonazo de algunos cientos de dóla-res. Dice «no» porque es a él a quien le está diciendo «no no y no». La copa se la tomará después con su amigo Bermúdez mientras maldicen al tico.

El segundo rechazo, la segunda copa que se negó a tomar Darío, fue en un club muy distinguido, el más en boga en la ciudad, el university o el Century o el Nickequiénsabecuál. Frank Crane, el filósofo popular, muy influyente en la sociedad neoyorkina pero despreciable para sus intelectuales, invitó al poeta, quería presentarlo a su círculo de amigos, lo más selec-to del mundo editorial. La cita era a las seis de la tarde. Como de costumbre, Darío y su cortejo aparecieron una hora tarde, cuando Crane ya se despedía, iba a hablar en una cena de be-neficencia. Sacándose sólo un guante y dejándose el izquier-do enfundado, lleva a Darío y sus amigos a lo que restaba de su grupo y se despide cortésmente diciendo que lo que beban correrá a su cuenta. ¿Sabía a qué se estaba exponiendo? ¿Lo cor- tés no quita lo valiente?

apenas salió, alguno de la pandilla de Darío voceó: «¡pida- mos champaña!», pero el poeta, ofendidísimo por el trato y el guante puesto y lo poco interesante de la partida que restaba para departir, no quiso beber nada. algunos han intentado explicar la intención de la negativa de Darío diciendo que era de caballeros —otros que porque ese día estaba en opiáceas y no le apetecía el alcohol—, en realidad fue por berrinchudo, ya para entonces y para sus pulgas, Nueva York no le daba bola. Sí, había salido un artículo en el New York Times y lo habían in-

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vitado a un par de cenas, pero ahí había parado todo. No habían tardado mucho en darse cuenta de que su gira triunfal no lo sería, comenzó y terminó con una lectura en la uni de Columbia organizada por Huntington (a quien Pedro Henríquez ureña apoda en su correspondencia con reyes el Jelly Fish. ¿Por qué el Jelly Fish? ¿Qué pleitos tendría Henríquez ureña con el filán-tropo enamorado del mundo hispano? Jelly Fish son palabras mayores. Que Tesla le dijera a Edison Mr. Jelly Fish, valga, pero que un hombre de letras le apodara así a un millonario que gastaba todo en su amor por la cultura española… En fin).

Pero antes de frenar en seco, vino la tercera copa. ocu-rrió en la cena rimbombantísima que organizó en su honor la author’s League en casa de la aristocrática Ms. Woodruf. Tres-cientas personas se congregaron para saludar al poeta, entre ellos Thomas alva Edison, que sería lo que fuera pero era en efecto un genio, el creador de una gran empresa. También ha-bían invitado a Nikola Tesla, quien daba vueltas en hatos de tres a la manzana. El maníaco obsesivo no podía convencer-se a entrar, creía imprescindible encontrar un grupo de tres personas a punto de cruzar la puerta en el preciso momento en que él terminaba de dar una vuelta número tres. Y cada vez que terminaba su trilogía le tocaban grupos de cuatro, de dos, de cinco, una persona a solas, pero nada de tres… Ya casi había perdido la fe de que esto pasara cuando corrió con suerte, rubén Darío, Bermúdez y el secretario de ambos arribaron a la puerta y se les unió. reconocido de inmediato por la gente de la casa, Tesla fue conducido a su lugar especial donde tres ser-villetas dobladas cada una tres veces habían sido especialmen- te dispuestas para tranquilizarlo. Cuando había ya tocado las servilletas y chequeado sus dobleces, alzó la vista y encontró sentado al otro lado de la mesa, exacto frente a su lugar… ¡a Thomas alva Edison! En un arranque de ira, Nikola Tesla se levantó apresuradamente, golpea con el hombro la orilla de una charola que va llevando un mesero, la vuelca, caen copas, no sé exacto cuántas pero no tres, como le hubiera gustado a Nikola, ni ocho, como me habría gustado a mí tenerlas, sin duda más de

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doce. Manoteando y gritoneando improperios contra Edison, dejó la casa de Ms. Woodruf. Esto ensombreció infinito el áni-mo de rubén Darío, que conocía la fotografía de Mark Twain en el estudio de Tesla y que simpatizaba con las áreas digámosle menos científicas de su cerebro y dinamitó, diríamos, uno de los más siniestros delirium tremens que padeció jamás en su vida y que por suerte tuvo un aspecto de mera catatonia. El poe-ta colapsó en su asiento y no fue sino hasta que robert Shores leyó en voz alta una poesía de su autoría (muy latosa, según Henríquez ureña) dedicada a Darío, que el demonio de su alucinación despertara y que muy a lo Tesla echara chispas, por un pelo nuestro poeta ar-ma un escándalo. No lo hizo porque supo controlarlo su otra mitad, Bermúdez, pero lo que sí es que esa noche fue la última vez que Darío rechazó una copa en Nueva York.

Pocos días después cayó sobre Darío el freno total que ya he anticipado. No se movía nada, la ciudad lo ignoraba, excepto por míseras migas que dejaban caer en su plato de vez en vez. Lo escribió el Evening Post: «la américa del Norte y del Sur no se miran la una a la otra», y cita como case in point el de Darío, que se encuentra en la ciudad sin que nadie le haga caso. Bermúdez lo abandonó. Dicen las malas lenguas que porque Bermúdez se robó una plata que le había sacado a archer Huntington, el Jelly Fish. otros cuentan que porque Bermú-dez se enfadó con Darío porque cuando él le pidió que le mendigara a Huntington cinco mil dólares, rubén le escribió pi-diéndole sólo quinientos. Y por último otros, defensores del Jelly Fish, dicen que

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Huntington le ofreció cinco mil al poeta y que rubén Darío sólo quiso aceptar quinientos. a saber. Ya para entonces ha-bían perdido toda esperanza de que el río de oro se les acer-case. Darío quedó sin promotor, abandonado, en mala salud, cambió a una pensión más económica —la Casa Méndez, en la Calle 14—, contrajo pulmonía.

Sheril-Toya terminó de secarme el cabello. una vez más comprobé que tiene manos de ángel, el corte le quedó sen- sacional. Para entonces peinaban a vicky bajo la ruidosa seca-dora, el reloj corría, se acercaba mi hora de clase, me despedí de ella sin poder hablar ya más ni de mi copa ni de su cenicero que me temo no podremos nunca más recuperar, y salí a la ca-lle. En dos paradas de metro llegué a City College, organizaría hoy la clase dividiendo el grupo de veinticuatro alumnos en tres para hacer a cada uno de éstos ocho preguntas que después presentarían verbalmente ocho alumnos que elegiría el azar… Pero no saldrían mis cuentas: uno de los grupos, el de los más brillantes, mis alumnos joya, sólo estuvo formado de siete, uno se ausentó sin previa justificación, robado de nuestra se-sión por algún motivo Judas, Pedro, Tesla, Darío, Toya o Sheril. o incluso tal vez por un motivo Edison o por alguno de otros ocho que desconozco.

Cuando llegué en la noche a casa, encontré un mensaje en mi contestadora: Carmen, I´ve been… he estado llamando a tu portátil y no contestas —recórcholis, había olvidado prenderlo después de clase—, quería preguntarte si puedo encontrar alguna buena traducción del poeta de los perritos. ¿Y me repites su nombre? ¿Ramón Radío?

Y aquí me citó correctamente: «yo tenía diez perritos, yo tenía diez perritos, uno se cayó en la nieve / ya nomás me quedan nueve».

Coda: En cuanto a Huntington, me siento en el deber de regre-sarle un poco del glamour perdido por el comentario displicente de otros. Cito a Carrera andrade, en un poema que trata tanto

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de él como de Cabeza de vaca: Loor a Mister Húntington (noten el acento) —filántropo nacido en el país de las manzanas, / las antiguas Misiones coloniales / y las rojas ardillas—/ que legó su fortuna / para que los granjeros de su pueblo / / pudie-ran admirar los manuscritos / de Cabeza de vaca, navegante, / descubridor de Texas, / señor del cacto y de la arena cálida. / Contra las pobres flechas de los indios / luchó con su arcabuz y su armadura / y lanzó su caballo de batalla / contra los pies desnudos. / Conquistador de polvo: yo bendigo / al pueblo de las flechas.»

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Se ha escrito mucho acerca de los límites de la existencia. Sobre la coexistencia de los diversos estadios que supone la misma y la interacción de aquellos seres que un día estuvieron con los que están. Éste no es un libro que se empeñe en hablar de manera ex-plícita al respecto. Más bien, lo hace de la mejor forma en que se puede mostrar algo: retratándolo.

Rubén Darío expele con una flatulencia el fantasma de Jan Rodrigues que había ingerido tras una sesión espiritista y lo deja varado en la fachada de un edificio en Nueva York; la madre Tere-sa visita un hospital público de Nueva York, recién salida a flote de las páginas de su Libro de la vida, y crea un alboroto al hallar-se en un paisaje tan inusual para ella, entre inmigrantes y emi-grantes que en distintas lenguas tratan de conciliar y encontrar algún punto desde el cual se puedan comunicar; una cleptómana, un pleito entre Nikola Tesla y Edison y otra vez Rubén Darío; un monólogo hecho diálogo sobre la genialidad y aparente misogi-nia de Pedro Páramo; y otros relatos diversos conforman un vo-lumen cuyas formas parecen un caleidoscopio que entremezcla sustancias, tiempos y lenguas.

El fantasma y el poeta rescata el placer de la lectura con his-torias sobre personas que existieron o, dicho de otro modo, sobre leyendas de personas; sobre eventos que pudieron o no haber acontecido, de aquellos que tal vez fueron como sus leyendas los describen; sobre sueños con desenlaces reales y realidades con tra-mas oníricas. En cualquier caso, el manejo del lenguaje que hace Boullosa disuelve la tenue línea del presente y conforma un marco en el que los tiempos se funden, los sentidos no son sólo cinco y la muerte pierde su carácter anacrónico y es protagonista de una serie de historias que permanecerán en la mente de los lectores.

CARMEN BOULLOSA comenzó a publicar poemas en la década de 1970 de la Ciudad de México, a los que siguieron teatro, novelas y ensayos, abarcando desde escenarios domésticos y atmósferas inti-mistas, hasta pasajes épicos y cuadros multitudinarios, con los que ha trazado un periplo muy personal que la sitúa como uno de los más reconocidos autores de nuestra lengua. Recibió el Premio Xavier Villaurrutia, el Anna Seghers de la Academia de las Artes de Ber-lín, y el Liberatur de la ciudad de Frankfurt; fue becaria del Centro Mexicano de Escritores, de la Fundación Guggenheim, del Center for Scholars and Writers of the New York Public Library. Tres décadas después de su primera publicación, entrega al lector aquí su primer libro de relatos, escritos desde Nueva York, donde vive actualmen-te, pero arraigados en la rica tradición narrativa latinoamericana.

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