francisco massiani

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A Eulimar Núñez Socorro Sábado 6 de febrero, 2010 Una de la tarde. Manejo por la Cota Mil. Suena mi celular. Es Pancho. –Épale, Pancho, qué hubo... –Luis, ¿cómo estás, vale? ¿Conseguiste el libro? –Sí, ayer. –Qué bueno. He estado escribiendo estos días a mi hija, a Cristine... Mira, ¿por qué no te vienes a la casa hoy? –Hum. Hoy no puedo, Pancho. Pero mañana puede ser... –¿Como a las tres? –Ajá. –Ok. Te espero. –Vale, seguro. –Aló... ya va... –Sí, dime...

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Page 1: Francisco Massiani

A Eulimar Núñez Socorro

 

Sábado 6 de febrero, 2010

Una de la tarde. Manejo por la Cota Mil. Suena mi celular. Es Pancho.

–Épale, Pancho, qué hubo...

–Luis, ¿cómo estás, vale? ¿Conseguiste el libro?

–Sí, ayer.

            –Qué bueno. He estado escribiendo estos días a mi hija, a Cristine... Mira, ¿por qué no te vienes a la casa hoy?

–Hum. Hoy no puedo, Pancho. Pero mañana puede ser...

–¿Como a las tres?

–Ajá.

–Ok. Te espero.

–Vale, seguro.

–Aló... ya va...

–Sí, dime...

            –¿Has hablado con Euli estos días? ¿Por qué no la llamas y se vienen los dos con un vinito?

–Ok. Yo la llamo y le pregunto.

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            –Perfecto. A las tres entonces. Mañana. Con Euli. Con el libro. Con vino.

–Perfecto.

 

Domingo 7 de febrero

            Diez de la mañana. En casa, releyendo El guardián entre el centeno. Suena mi celular. Es Pancho.

            –Aló, Pancho, ¿cómo está la cosa?

            –Luis, ¿tú vienes por fin hoy? ¿Llamaste a Euli?

            –Sí, a las tres estoy allá. Te voy llevando el libro, como quedamos. Llamé a Euli, pero no puede hoy, Pancho. Tiene que estudiar para unos exámenes.

–...

–Pero te manda saludos y besos. Que va en la semana.

            –Qué vaina, Luis... Pero tú vienes por fin, ¿no?

            –Claro.

            –¿Cómo?

            –Que claro.

–¿Y el vino?

            –Aquí lo tengo. Tinto. Chileno.

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            –Perfecto. ¿A las tres entonces?

            –Ajá.

            –Pero, ¿segurito?

            –Seguro, Pancho.

            –Nos vemos a las tres.

            –Nos vemos.

  

 

  

           Tres y quince. Empujo la reja blanca de su casa. Llego a la segunda reja y toco el timbre. Desde allí veo asomarse la cara de Pancho, al fondo en la biblioteca. Me ve y grita: “¡Sheeeella!” La infatigable Shella se acerca con la llave. Viste su bata blanca y sonríe. Siempre está sonriendo. “Tiempo sin verte –me dice cariñosa– ¿Cómo está el trabajo, la familia?” “Todo bien, Shellita, ¿y por acá?” “Sin novedad en el frente”, responde. Y paso.

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            Saludo a Pancho que tiene puesta una franela de los Leones del Caracas y observa la pantalla de un televisor sin volumen. Le entrego el libro y me siento en la silla grande de madera que está frente a su sofá-cama.

             –Llegas tarde, Luis.

             –Unos minutos... 

–Mal hecho.

–Vivo lejos, Pancho. ¿Y esa franela?

–Me la trajo el Niño Jesús.

–Te luce.

             –Por cierto, ¿te enteraste? Los Leones perdieron ayer también. Ya nos fregamos.

–Pero ganaron el campeonato de acá, por lo menos.

–Sí, pero están jugando malísimo ahora.

–Pésimo.

–Bueno, qué se hace.

–Cambiar de canal.

–Gracias por el libro, Luis.

–De nada. ¿Abro el vino?

            –Claro –me pasa el sacacorcho, se pasa la mano por el pelo que le cae sobre la cara, abre la cajetilla de cigarros–. Entonces Euli no pudo venir, qué vaina.

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–No, Pancho. Pero viene en la semana.

            –Ojalá... Mira, Luis. Ahí está lo que escribí. Revisa entre esas carpetas. He pintado y escrito mucho estos días.

–Voy a buscar unos vasos primero.

–Ok.

            Voy a la cocina, traigo los vasos y sirvo el vino. Busco entre las hojas que están sobre una pila de libros, papeles, revistas y recibos. Encuentro tres hojas sueltas, mecanografiadas en su destartalada Olympia, la misma donde escribióPiedra de mar.

–¿Son éstas?

–A ver lee una...

–“Amores, la dicha...”

            –Sí, ésas son. Ese es el último que escribí –lucha con el yesquero hasta que por fin enciende el cigarrillo–. Léelo a ver qué tal.

            –“A Alejandra, Shella, Lorena, Cristina, Eleonora, María Eugenia, Norma, Clara...”  Pancho, esto es el catálogo de las naves... ¿Media cuartilla de dedicatoria no te parece dema...?

–Coño, Luis... A mí me gusta así. No vayas a empezar. Lee, vale.

–La guía telefónica tiene menos nom...

–¡Luis, por Dios!

            Termino la dedicatoria y sigo leyendo. Las palabras de Pancho dan la impresión de estar desnudas. Como recién nacidas. Están repletas de amores y pájaros, de sol y versos y vino. Pero sobre

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todo de mujeres. Me gusta lo que leo y se lo digo. De pronto suena el timbre. Shella abre y aparece la poeta Eleonora Requena. Nos saluda y se sienta en el sofá grande. Se ve contenta.

            –Oye, qué bueno que llegaste, mi amor. Pensé que ya no venías –dice Pancho y le lanza un beso con la mano.

            –Pues sí, me tardé un poco. Es que vivo lejos, Panchito.

            –Todos viven lejos, carajo –se persigna y toca tres veces la repisa de madera sobre la que descansa la radio, unos casetes, el cenicero– Pero ya están aquí que es lo importante. Sigue, Luis.

            Le sirvo vino a Eleonora y termino de leer la primera hoja. Luego le paso a ella el resto. Prefiero escucharla. La voz de Eleonora tiene una cadencia musical. Los poetas leen con un cantadito que a mí no me sale. Pancho se acomoda para escuchar. No hay vanidad en sus gestos, en sus ganas de oír lo que ha escrito. Sólo el deseo de compartir sus últimas alegrías. Sólo eso. Que es bastante. Eleonora empieza a leer un texto hermoso, sobre la vez que Pancho ganó un concurso de baile en un trasatlántico rumbo a Europa. Pancho interrumpe para añadirle condimentos a la anécdota. Habla del invierno del 69. De Tenerife. De París. Nos dice que busquemos en el álbum rojo sobre la mesa de libros. Que ahí está la foto de él bailando con Cristine Cousin en el barco.

            –Ganamos esa noche... Cristine estaba bellísima y yo me volví loco, por supuesto.

  

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Pancho y Eleonora Requena

  

            En eso tocan la puerta. Es José Luis, primo de Florencio Quintero, un gran amigo de Pancho y de nosotros. Llega con una chica muy bella. Pancho inmediatamente le clava la mirada, le extiende la mano y le dice:

–Mucho gusto... ¿Y tú cómo te llamas?

–Ana, un placer.

–Eres una mujer preciosa, Ana.

–Muchas gracias.

–De nada. Siéntate, por favor.

            José Luis y Ana se sientan al lado de Eleonora. Les sirvo vino. Ya soy el mesero de la tarde. Pancho parece haberse olvidado de sus textos. Se le queda mirando a Ana y le pregunta:

             –¿Y tú qué estudias, Ana?

             –Psicología.

             –¿Cómo?

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             –¡Psicología!

             –Pero por Dios, Ana. Por Dios. Debiste haber estudiado otra cosa. Arquitectura. Cocina. Tenis. Cualquier otra cosa. Pero psicología, no. ¿Qué hace uno con la psicología?

             Ana no dice nada. Está medio apenada. Se sonroja un poquito y dice que a ella sí le gusta su carrera. Mira a José Luis que se acomoda los lentes. Eleonora apura el vaso. Todos nos quedamos callados. Pancho siente el silencio y lo rompe:

            –Coño, Ana, no me hagas caso. Estoy echando broma. De verdad. Psicología está bien. Es una linda carrera. Estaba bromeando, de verdaíta. A mí me gusta la psicología... He leído a Freud, a una pila de locos, aunque me gusta mucho más Carl Jung. No me hagas caso.

            Ana sonríe y asiente. Luego Pancho se le queda viendo a Eleonora y la apunta con el dedo:

–Queda una hoja –dice.

Y ella termina de leer un texto dedicado a su hija Alejandra.

            Animado por la lectura, por las visitas de esa tarde, pero más que nada por la presencia de Eleonora y Ana, a quien ya le ha pedido el teléfono y regalado un ejemplar del Señor de la ternura, Pancho empieza a hacer lo que mejor sabe. Echar cuentos. Dispara su más celebrado repertorio. La vez que quiso conocer a Rita Pavone –aquí Pancho empieza a mover los brazos y a cantar en italiano “No me importa el mundo...”–, pero terminó conversando con Mario Moreno Cantinflas en el Hotel Tamanaco. El día en que no conoció a Julio Cortázar en París. El fin de semana que se quedó limpio en Margarita después de gastarse todo el dinero del premio que fue a recibir. Su viaje en una camioneta llena de huevos por las calles de Bogotá con Harold Alvarado. El par de cafés en Caracas con Pepe Donoso. Su viaje a Europa y el recuerdo persistente de la bella Cristine Cousin...

           Pancho está indetenible. En su mejor momento. Es un lanzador imbatible de historias. Todos nos reímos y esperamos más. He escuchado ya varias de esas anécdotas, pero igual las disfruto. Las mujeres inspiran a Pancho. Por ellas sigue pintando, escribiendo, echando cuentos. No conozco a nadie que celebre la vida como él. Francamente.

  

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Ana, José Luis y Eleonora

  

            Pasan las horas y Ana y José Luis se despiden. Eleonora también. Yo me quedo un rato más. Pancho se ve cansando, pero tranquilo. Me habla de Tomás Eloy Martínez. De la vez que estuvo ahí, en su casa.

            –Un hombre sencillo, Luis. Muy culto, muy informado. Y muy sencillo. Conversamos sobre política y literatura argentina. Un tipazo. Qué tristeza que haya muerto.

Después recuerda a Salinger.

            –Lo conocí gracias a Waldo Mazelis, un gringo amigo mío, que me regaló varias novelas norteamericanas, allá por el año 67. Entre ellas, The catcher in the rye, o El cazador oculto, que era la traducción que yo tenía. Cojonuda la novela. La leí hasta la mitad, pues alguien me la quitó y no me la devolvió. Después de años la terminé. También leí sus Nueve cuentos. Me gustaron todos, pero en especial “Un día perfecto para el pez banana” y “Linda boquita y verdes mis ojos”. Esos dos. Extraordinarios relatos. Pero los presté hace un bojote de años y tampoco me los regresaron. Qué vaina con la gente que no devuelve los libros.

            Le digo que acabo de releerme The catcher in the rye. Mi traducción es El guardián entre el centeno. Le pregunto a Pancho si se acuerda del guante de béisbol del hermano de Holden Caulfield. Es una imagen que me persigue desde la mañana.

–No, no me acuerdo. ¿Cuál es?

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            –Stradlater, uno de los amigos de Holden, le pide que lo ayude con una tarea de inglés. Una descripción de una casa o un cuarto. Él le dice que lo va a pensar. Cuando Stradlater se va, Holden se anima, pero no le seduce escribir sobre una casa o un cuarto, sino sobre el guante de béisbol de su hermanito Allie, que murió de leucemia. Es un guante para zurdos, lleno de poemas escritos con tinta verde. Allie los escribió para tener algo que leer cuando estaba en el terreno y nadie bateaba. Holden lo tiene guardado en su cuarto, lo busca y hace la descripción para su amigo.

–Oye, no me acordaba de esa parte. Es hermosa, coño.

–Sí.

            Ambos nos quedamos pensando en el guante del hermano de Holden. Sólo se escucha el rumor del radio. Creo que es una canción de Nicola Di Bari. “Los días del arco iris”, me parece, pero no se oye bien. Pancho enciende un cigarrillo. Luego se me queda mirando fijamente y me pregunta qué me pareció Ana.

–Linda.

            –Sí, ¿verdad? Voy a llamarla. Para que venga el martes. Voy a llamarla ahorita.

           Pancho descuelga el teléfono. Siempre tengo esa imagen cada vez que pienso en Pancho. Él sentado en su sofá-cama, marcando el teléfono y luego hablando con una mujer a quien invita a su casa, a quien espera. De quien, casi siempre, está desesperadamente enamorado. O conversando con un amigo, preguntándole el nombre de un escritor o de un libro o de una calle que no recuerda. Me viene otra frase de la novela de Salinger: “Los libros que de veras me encantan son esos libros que cuando uno termina de leerlos, desearía ser íntimo amigo del autor y hasta llamarlo por teléfono y todo”. Y pensar que así conocí a Pancho hace diez años. Qué vaina. 

           –Aló, Ana. Gracias por venir, vale. La pasé muy bien... No, no... gracias a ti, mi amor. Mira, pásate el martes... Sí, vale. No importa. El martes... No importa, te vienes después de clases. Claro. Te espero el martes. Saludos a José Luis… ¡Ana, me encanta la psicología!

Cuelga.

–Listo –dice sonriendo, botando el humo del cigarrillo–. Viene el martes.

           Está oscureciendo. En la televisión, Sylvester Stallone esta sentado en unas escaleras y conversa con una chica. Luego llegan los comerciales. Pancho me dice que esa película ya la vio. Que está cansado. Entonces se acuesta completamente y cruza los brazos sobre su pecho. Sé que es hora de irme, pero antes le pido un favor.

–Pancho, ¿me prestas tus textos para publicarlos en ReLectura?

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–¿Los que leímos hoy?

–Ajá.

–¿Y ahí puede leerlos quien quiera?

–Sí, Pancho, quien tenga acceso a Internet. Yo los copio y te los devuelvo.

–Perfecto. Llévatelos.

–Gracias.

–Luis...

–Ajá.

–Pero déjales la dedicatoria completa, coño...

–Seguro, Pancho. 

Y me voy con los textos, que ahora transcribo. Tal cual.

 

Luis Yslas

 

 

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I. 1 de febrero

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Amor, hija mía, Alejandra

Para Alejandra, mi hija.Y para Adolfo, su esposo, con afecto y gratitud

 

          Basta que sonrías para llenarme de dicha. Hoy es lunes, no tengo dónde pintar. Pero escribo.

          Más que un poema me gustaría un sol enorme sobre mi piel y la compañía de una joven con la piel tostada, una risa franca, alegre. Que le guste Louis Armstrong, Nicola Di Bari, la Nana Mouskouri, Aznavour, la Piaf, y también el vino, los cielos despejados repletos de estrellas. Que ame a Giacometti, a Prévert, a Neruda, a Eluard, y que se entregue al amor sin reservas.

          Conocí a una joven sencilla. Escribe cuentos, le gusta el vino y las baladas de amor. Se llama Lorena. No estoy solo. No me siento solo, aunque me hace falta, sobre todo en la noche, un relámpago de amor.

         ¿Por qué no contártelo?

          A veces viene María Eugenia. No es una muchacha pero tiene un cuerpo sólido, la voz cantarina, no tan dulce y grata como la tuya, pero con un gran apetito de vida. Ella entibia mi corazón bandolero, mi corazón eternamente enamorado. Al igual que Lorena, disfruta de mi compañía y el vino tinto.

          No. No estoy solo. Amo a Dios y a la vida. También la amistad, las canciones de amor, el vino, escribir, pintar, leer versos que me recuerden que la vida es un maravilloso misterio, como es y será milagroso y misterioso el amor.

          Sí, hoy primero de febrero, soy feliz por estar vivo. Te entrego todas las flores de ternura, hija mía. Y te digo que por ti siento admiración, amor y gratitud.

          Sí, hay que apostar a la felicidad. Y vivir enamorado.

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          Te adoro, hija.

          Tu papá, Pancho.

          Olvidé añadir que la palabra hoy está de luto. Ha muerto Tomás Eloy Martínez. También murió Salinger. Sí, hay que amar, hija mía, ser feliz.

 

Cristine Cousin 

 

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II. 3 de febrero

Viaje para un eterno amor

 

 

Para Cristine CousinY también a Alejandra, Shella, María Eugenia, Penagos, Mauricio, Rodrigo, Lorena, José Luis, Miriam, el Indio Guerra

 

           Conocí a Cristine Cousin en el trasatlántico Rossini, en febrero de 1969. Como al tercer día de viaje, llamaron para un simulacro y la vi: Era hermosa. O lo es. (Tengo una foto tuya, Cristina: vestida de blanco con tu espesa cabellera color caoba, tu rostro hermoso, repleto de dignidad y tu sonrisa sensual, tus labios gruesos, tu lucidez y sentido del humor, Cristina, una de las criaturas más generosas que haya conocido en mi vida). Desde la primera vez que la vi –que te vi, Cristine, Cristina– quedé seducido por su extraña y descarada belleza.

           Esa noche había un baile. Yo tomaba cerveza y hablaba en inglés, que en aquel entonces, porque lo he olvidado, era bastante aceptable. Tú, Cristina, te encontrabas sentada y acompañada de dos señoras chilenas. Me dirigí a tu mesa y te pregunté en el idioma de Lawrence si podías bailar conmigo. Tenías puesto un liviano vestido mexicano, bordado de flores. Pero no bailamos. Salimos con cervezas y cigarros (tú no fumabas mucho, yo sí) a cubierta. Era una noche cálida y escuchábamos de la orquesta un éxito del Festival de San Remo. Era una pequeña orquesta y, con la música, el rumor del mar chocando contra el casco del barco, el dulzor del aire marino y la suave noche, nos conocimos. Amabas a François Couperin, la excelente poesía de Francia, de la gran Francia. Te había encantado Los premios de Cortázar y vivías en París donde tu familia tenía una librería en la avenue du Maine. ¡Ah, Dios, qué encanto de noche!

         

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Compartías tu camarote con tu mejor amiga, Ana. Y yo el mío con un viejo encantador de Andorra, que había peleado en la Guerra Civil Española, en el sufrido bando del poeta Hernández, y que me llamaba murciélago porque yo llegaba al camarote en la madrugada.

          ¿Nos educaron, nos prepararon para la felicidad? ¿Para el amor? Con Cristine –contigo, Cristina– fui absolutamente feliz en el Rossini. Jamás olvidaré cuando ganamos el concurso de baile, o la sorprendente llegada a Santa Cruz de Tenerife, al majestuoso Mediterráneo. Eres adorable, Cristina. Te vi en el hotelito Wetter, caminamos por Montparnasse. En la travesía nos amamos pero, como dicen los versos de Prévert, “la vida separa a los que se aman. Muy suavemente, sin hacer ruido. Y el mar borra sobre la arena los pasos de los amantes desunidos”.

           De sólo pensarte y ver tu foto, recordar nuestro amor en el Rossini, vuelvo a amarte y soy feliz.

 

Cristine Cousin y Francisco Massiani, trasatlántico Rossini, 1969.    

 

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III. 6 de febrero

Amores, la dicha

 

A Alejandra, Shella, Lorena, Cristina, Eleonora, María Eugenia, Norma, Clara, Cecilia Ortiz y María Elena Giusti.Y a mis amigos Luis, Florencio, Rodrigo, Penagos, Mauricio y José Luis.

 

 

          Shella, dulce amiga, ayer perdimos en deporte, pero no hemos perdido la palabra. Lo primero, el verbo, Dios, el amor.

          ¿Puede haber algo más maravilloso que el amor? ¿Que un beso? ¿Que dos cuerpos se entreguen con pasión a la dicha?

          Me preguntaba, mi amada amiga Eleonora, que por qué escribía. Pues bien, por la misma razón que bebo vino, fumo, escucho música. Que abrazo a la vida, a un amigo. Que me enamoro todos los días y eternamente de la mujer amada.

          Ayer no vino María Eugenia. Amo sus pechos redondos, sus muslos gruesos, sus ojos locos. Pero en cambio llegaron Cristina y Lorena. La adorable Lorena. Su mirada de brisa nocturna marina. Su cuerpo perfecto y repleto de hambre de placer. Su ardiente apetito. Su gusto por las cosas sencillas. Por el vino y el mar. Por un pájaro salvaje. Un verso feliz.

          Bebimos, gozamos de una fresca noche y cuando se fue, cuando con Cristina se despidió de mí, sentí una prematura nostalgia y que, en lo más oculto del corazón, estaba enamorado. Que la amaba.

Page 18: Francisco Massiani

          Y tú, Cristina, tienes sangre lusitana. De Pessoa, de Queirós. Te estremeces con el tango y los fados. Tus ojos: dos cielos celestes. Tus jóvenes y desesperadas ganas de ser feliz. Sí, Cristina Da Silva, también te amo, muchacha traviesa.

          ¡Ah, Shella, dulce amada amiga! Estoy enamorado y escucho “La Vie en Rose”. Sí, a pesar de la noche, se encendió el sol en los cristales de mi ventana y fui joven otra vez.

 

Pancho Massiani

La Florida. Febrero, 2010