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FRIEDRICH VON GENTZ DOS REVOLUCIONES LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA COMPARADA CON LA REVOLUCIÓN FRANCESA Traducido por Rigoberto Juárez-Paz UNION EDITORIAL, S. A. ÍNDICE Introducción............................................... ........................................................... ............ 4 I. El origen de la revolución norteamericana............................................. ..................... 5 II. El derecho a la revolución................................................. ........................................ 11 III. Revolución defensiva y revolución ofensiva................................................... ......... 16 IV. Los fines específicos de la revolución americana y la "hybris" de la revolución francesa................................................... .................. 20 Notas...................................................... ........................................................... .............. 27 La Revolución francesa es considerada por muchos como un hito fundamental en la historia del liberalismo. Fraguada en las ideas "progresistas" de los filósofos de la Ilustración, su propósito inmediato era acabar con los privilegios del clero y de la nobleza mediante la destrucción del antiguo régimen. Su ambición, sin embargo, era mucho más amplia: instaurar un orden nuevo basado en

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FRIEDRICH VON GENTZ

DOS REVOLUCIONES

LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA COMPARADA CON LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Traducido por Rigoberto Juárez-Paz

UNION EDITORIAL, S. A.

ÍNDICE

Introducción...................................................................................................................... 4 I. El origen de la revolución norteamericana.................................................................. 5 II. El derecho a la revolución......................................................................................... 11III. Revolución defensiva y revolución ofensiva............................................................ 16IV. Los fines específicos de la revolución americana y la "hybris" de la revolución francesa..................................................................... 20Notas............................................................................................................................... 27

La Revolución francesa es considerada por muchos como un hito fundamental en la historia del liberalismo. Fraguada en las ideas "progresistas" de los filósofos de la Ilustración, su propósito inme-diato era acabar con los privilegios del clero y de la nobleza mediante la destrucción del antiguo régimen. Su ambición, sin embargo, era mucho más amplia: instaurar un orden nuevo basado en el reconocimiento de los derechos del hombre y presidido por la trinitas sancta de la Igualdad, la Libertad y la Fraternidad.

Seguramente es ésta una visión excesivamente simplista de unos hechos que en todo caso fueron muy complejos y, en muchos aspectos, contradictorios. En realidad, la Revolución francesa no fue "una" revolución, sino varias revoluciones que fueron surgiendo al hilo de los acontecimientos, entremezclándose, potenciándose e incluso inhibiéndose unas a otras, y en algunas de esas "revoluciones" tienen su origen muchas de las corrientes totalitarias que posteriormente se han venido manifestando en Europa.

Ni la proclamación de los derechos del hombre fue aportación original de la Revolución francesa —con anterioridad habían sido proclamados en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América— ni, lo que es más importante, esos derechos fueron efectivamente instaurados y respetados. Bajo una embriaguez "constructivista", fueron atropellados los derechos reales del ciudadano en nombre de unos derechos abstractos del Hombre, lo mismo que hoy lo son a menudo en nombre de los derechos de la Sociedad, del Estado o del Pueblo.

En este sentido, es útil comparar la Revolución francesa con la norteamericana, ésta sí auténticamente liberal en sus propósitos, en su desarrollo y en sus resultados.

Es lo que se hace en el importante documento que publicamos a continuación, escrito por Friedrich von Gentz (1764-1832) a principios del siglo XIX, cuando aún no se habían apagado los ecos de las armas revolucionarias. El autor, que anteriormente había tenido tan alta opinión de la Revolución francesa que llegó a considerarla "el primer triunfo práctico de la filosofía", cambió posteriormente de opinión cuando escribió este ensayo. Éste fue publicado en la "Revista de Historia" y muy pronto traducido al inglés por John Quincy Adams, sexto Presidente de los Estados Unidos, quien, en el breve prólogo a su versión, destacaba entre otras cosas el interés que el texto tenía para los americanos, especialmente —dice— "por el hecho de que libera a la revolución

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norteamericana de la infortunada imputación de que la revolución francesa se basó en los mismos principios".J. M. F.INTRODUCCIÓN

La revolución de América del Norte fue, en el curso de la historia, la más próxima a la de Francia. Un considerable número de personas que fueron contemporáneas y testigos de la segunda también habían sobrevivido a la primera. Algunos de los personajes más importantes que figuran en la revolución francesa hacía diez años escasos que habían participado en la de Norteamérica. El ejemplo de esta hazaña, que culminó en el más completo triunfo, tuvo un influjo mucho mayor sobre quienes destruyeron el viejo gobierno francés que el ejemplo de cualquier revolución europea anterior. Las condiciones en que se encontraba Francia al inicio de su revolución habían sido creadas, si no totalmente, al menos en su mayor parte, por su participación en la revolución de Norteamérica. Era imposible no percibir —en la conducta y en el lenguaje de la mayoría de los promotores de la revolución francesa— un intento de imitar los planes, las medidas, las formas y, en parte, el lenguaje de aquellos que habían efectuado la de Norteamérica y considerar a ésta, en todo momento, como modelo, y como justificación de la suya.

Por todas estas causas, pero especialmente porque el recuerdo de la revolución norteamericana todavía estaba vivo en la mente de todos; porque los principios a los cuales había dado actualidad todavía sonaban en todos los oídos; porque el espíritu previsor que la revolución norteamericana había estimulado en toda Europa favorecía toda empresa similar, o sólo superficialmente similar, fue muy fácil —para quienes tenían un evidente interés en que se compararan superficialmente y de esa manera se situaran sobre las mismas bases y se confundieran la revolución francesa y la norteamericana— llevar a la gran mayoría del público a este punto de vista que es fundamentalmente falso. En épocas de grandes conmociones, de animadas, vehementes y abarcadoras discusiones, sólo un pequeño número de personas son capaces, y tal vez un número aún más pequeño tiene el deseo de penetrar en la esencia de los acontecimientos y dedicarse a la difícil tarea de formular juicios basados sobre larga meditación y estudio perseverante. La similitud entre las dos revoluciones se aceptó sin discusión, y puesto que muchas personas respetadas por su solvencia intelectual se habían declarado a favor de la revolución norteamericana en voz alta y con decisión, se volvió una especie de respetable lugar común pensar que "lo que había sido justo en Norteamérica no podía ser injusto en Europa". Además, puesto que el resultado final de la revolución norteamericana había sido espléndido y glorioso; puesto que sus efectos habían sido de indiscutible beneficio para los Estados Unidos y para otros estados —Inglaterra misma se benefició, puesto que esta importante circunstancia, a la cual es preciso agregar la mayor moderación e imparcialidad que el tiempo y la tranquilidad dan a los juicios de los hombres, había por fin reconciliado a la revolución con sus violentos enemigos—, por todo esto, una analogía irresistible parecía justificar una expectación similar respecto de la revolución francesa.

Un segundo lugar común, mucho más peligroso que el primero, por cuanto que encontraba su sustancia en el espacio vacío del futuro lejano, reunió a buena parte del género humano bajo el embrujo de la ilusoria esperanza de que "aquello que en los Estados Unidos había redundado en beneficio público también debía redundar, y redundaría, en beneficio público en Francia y en toda Europa".

La triste experiencia de diez años desastrosos ha apaciguado considerablemente esta esperanza. Pero aún no se ha extinguido completamente. Aun aquellos cuya fe ha empezado a flaquear sin, por otra parte, haber abandonado los principios que utilizan para justificar la revolución francesa, se libran de la perplejidad recurriendo a circunstancias externas y accidentales que, según ellos, han entorpecido todo el bien que pudo haber resultado, al supuesto hecho de que la revolución aún no ha concluido, y a otros subterfugios igualmente deleznables. La justicia de origen de ambas revoluciones la dan por sentada; y si una de ellas ha tenido consecuencias más saludables que la otra, ese hecho se lo atribuyen a la fortuna, que aquí favorece y allá abandona las empresas de los hombres. También se da por sentada la igualdad de sabiduría en los promotores de ambas revoluciones, no menos que la igualdad de integridad.

De manera que no será tarea ociosa comparar las dos revoluciones respecto de sus características esenciales, de sus causas, de sus principios fundamentales. Para sentar las bases de dicha comparación, no estará de más mostrar brevemente las principales características del origen de la revolución norteamericana. Es razonable dar por sentado que, puesto que los últimos diez años casi

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han agotado la atención y la memoria, las principales características del origen y desarrollo inicial de esa revolución ya no están presentes con claridad ni siquiera en la mente de muchos de sus contemporáneos. Hay, además, algunos aspectos de este gran acontecimiento que pasaron inadvertidos para casi todos los observadores y que sólo más tarde aparecieron en todo su esplendor ante los penetrantes ojos de la meditación y de la experiencia1.

I

EL ORIGEN DE LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA

Las colonias inglesas de Norteamérica, antes que una institución diseñada por la sabiduría europea, con vistas al futuro, habían sido mucho más producto de la escasa visión e injusticia europeas. La intolerancia política y religiosa, las convulsiones políticas o religiosas, habían hecho que los colonizadores abandonaran sus países. Que sus colonias llegarían a constituir una gran nación en menos de doscientos años y que le darían una nueva forma al mundo, ni ellos mismos ni quienes los expulsaron de su seno podían preverlo.

La base inicial del extraordinario progreso que las colonias norteamericanas habían alcanzado después de la segunda y la tercera generación la constituyó la aparente insignificancia de dichas colonias y el patrón equivocado que utilizó la profunda ignorancia europea para estimar el valor de tan lejanas posesiones. Sólo el oro y la plata llamaban la atención de los gobiernos europeos. Un territorio lejano, en el cual no había ni oro ni plata, lo abandonaban sin pensarlo dos veces. De tales países no se esperaba ningún ingreso, y aquello que no aumenta inmediatamente los ingresos del estado no podía esperar ni su apoyo ni su atención.

Sin embargo, gracias a la especial energía creadora de un grupo de hombres emprendedores e infatigables, favorecidos por un territorio grande, productivo y bien situado; gracias a formas simples de gobierno, bien adaptadas a sus finalidades, y gracias a la profunda paz, esas colonias, que habían sido olvidadas por la madre patria, saltaron con pasos agigantados a la plenitud y consistencia de una brillante juventud, después de una corta infancia. Su inesperada grandeza despertó violentamente a los europeos de su indiferencia, y más tarde les mostró un verdadero nuevo mundo, perfectamente preparado para competir con el viejo y para el cual era, al mismo tiempo, una fuente inagotable de riqueza y de gozo. Aun antes de la mitad de este siglo, todos los poderes marítimos de Europa, pero especialmente Inglaterra, habían descubierto que el único y especial valor de todas las posesiones europeas externas residía en que constituían amplios mercados para la industria de la madre patria; que ni una vacía soberanía sobre grandes territorios, ni el estéril derecho de propiedad sobre minas de oro y plata, sino más bien la mayor facilidad para la venta de productos europeos y el ventajoso intercambio de productos de las más lejanas regiones fue lo que determinó que el descubrimiento de América fuera considerado como el acontecimiento más importante entre los que han beneficiado al mundo. Tan pronto como se tuvo la menor conciencia de esta gran verdad, todos los esfuerzos de la madre patria se concentraron en extender lo más posible el comercio con las colonias y en la dirección más ventajosa. Y con este fin, aun en tiempos tan próximos al presente como lo son aquellos a los que me refiero, el monopolio fue el único medio que se les ocurrió. Al forzar a los habitantes de las colonias a recibir exclusivamente de la madre patria todos los productos europeos que necesitaban y a vender exclusivamente a ella todos sus productos, se creyó que ese vasto mercado, cuya importancia se hacía más evidente año tras año, sería mejorado en su totalidad y se crearían las condiciones más provechosas.

El error sobre el que descansa este sistema era comprensible. Los verdaderos principios de la naturaleza y las fuentes de la riqueza y de los genuinos intereses de las naciones comerciales apenas si habían germinado en unas pocas mentes distinguidas y no habían sido desarrollados y menos aún reconocidos. Es más, si en esa época un solo estado se hubiera elevado a la altura de esos principios, si, por ejemplo, hubiera renunciado a todos los prejuicios y hubiera tenido la convicción de que la libertad y la competencia en general deben ser las bases de toda verdadera política económica y el más sabio principio de comercio con las colonias, aun así ese estado no habría podido adoptar estos principios sin sacrificarse a sí mismo. Pues al liberar a sus colonias hubiera corrido el riesgo de verlas caer en manos de otro estado que lo habría excluido de su comercio. Un estado así no tenía el privilegio de ser sabio él solo, y esperar que hubiera acuerdo entre las potencias comerciales habría

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sido locura. Y puesto que un comercio colonial, basado en el monopolio, era mejor que nada, un estado en la situación de Inglaterra, aun cuando felizmente hubiera anticipado el resultado de una larga experiencia y de la meditación profunda, no podía menos de adoptar el sistema de monopolio.

Lograr para sí el comercio exclusivo de las colonias era, en esas circunstancias, necesariamente la más alta finalidad de la política de Inglaterra. El establecimiento del comercio exclusivo, que surgió naturalmente de las relaciones originarias entre las colonias y la madre patria, no había sido difícil para el estado, pues los emigrantes nunca recibieron la más pequeña ayuda. La posesión de las colonias era la ocasión de guerras. La guerra de los ocho años entre Francia e Inglaterra, que concluyó en 1763 con la paz de Fontainebleau y que aumentó la deuda nacional inglesa en cerca de cien millones de libras esterlinas, tuvo el interés colonial como su único objeto. La conquista del Canadá en sí misma no hubiera valido ni un décimo de lo que esa guerra costó, pero el establecimiento del monopolio comercial era su verdadero propósito y para ello se gastó.

Queda por establecer si, independientemente de las infortunadas diferencias que surgieron inmediatamente después de la conclusión de esa guerra, sus consecuencias no fueron más perniciosas que saludables para Inglaterra. La destrucción del poder francés en la América del Norte completó la existencia política de las colonias inglesas y, apoyadas por el poder de su riqueza y de su vigor, adquirieron una conciencia de seguridad y de estabilidad que tarde o temprano habría de poner en peligro su conexión con la madre patria. No era probable que esta conexión habría de ser para siempre. Es difícil creer que en las mejores circunstancias habría durado otro siglo. Ninguna nación gobernó a sus colonias sobre la base de principios más liberales y justos que lo hizo Inglaterra. Pero el artificial sistema, que encadenó el crecimiento de un gran pueblo al exclusivo interés comercial de un país, a mil leguas de distancia, no podía durar para siempre, aun con la más liberal organización posible2. Sin embargo, no hay duda de que se habría mantenido durante los siguientes cincuenta años y tal vez se hubiera disuelto de una manera más suave y feliz si Inglaterra, bajo el más infortunado hechizo, no se hubiera propuesto lograr, además del beneficio de un comercio exclusivo, otro beneficio inmediato: el de los impuestos norteamericanos.

Es difícil determinar cuál de los secretos motivos, atribuidos por ambas partes al ministerio británico de finanzas de ese tiempo, dio origen al pernicioso proyecto. El más comprensible de todos —el deseo de aligerar la carga impositiva al pueblo de la Gran Bretaña, especialmente a los terratenientes, una carga que la reciente guerra había aumentado considerablemente— es por desgracia también el motivo más improbable. Dinero circulante era exactamente lo que menos abundaba en Norteamérica. Establecer un impuesto de alguna importancia en ese país jamás se le habría ocurrido, a ningún inglés que tuviera la menor información; y que, por causa de los muchos obstáculos para recaudar tal impuesto, el producto neto para el tesoro siempre se reducirá a nada, es algo que no podía escapar a la sagacidad de ninguna persona versada en el asunto. Si examinamos la cuestión desde todos los ángulos, si observamos ciertas expresiones de los ministros de ese tiempo y las que más tarde serían sus ideas favoritas, así como el curso de las transacciones norteamericanas, no es difícil llegar a la conclusión de que aquello que generalmente se considera la conveniencia del primer plan del tesoro, esto es, los celos de la ilimitada supremacía del Parlamento, fue más bien el motivo de este plan; y el secreto temor de que Norteamérica podía cansarse de sus grilletes los llevó al peligroso experimento de ponerle cadenas aún más apretadas.

El primer paso de este nuevo experimento se dio inmediatamente después de la paz de 1763 y bajo las condiciones menos favorables. El Ministerio de Finanzas, George Grenville, por lo demás un estimable y excelente estadista, pero cuya mente no era suficientemente grande o no era suficientemente flexible para considerar el nuevo plan en todos sus aspectos, creyó que podía forzar su realización precisamente cuando, por medio de severas decisiones del Parlamento, él había reducido las relaciones comerciales entre Inglaterra y las colonias a un monopolio; había perseguido el contrabando norteamericano con las más opresivas medidas y de esa manera había provocado descontento general. El impuesto con el cual deseaba hacer su primera prueba fue el de poner un timbre en los historiales judiciales, periódicos, etc. A principios de 1763 el Parlamento aprobó este impuesto.

Hasta entonces las colonias sólo habían pagado los impuestos que eran necesarios para la administración interna; y estos proporcionalmente insignificantes pagos habían sido aprobados por las asambleas de representantes de cada una de las colonias. En casos de urgencia, como sucedió durante la reciente guerra, estas asambleas habían recaudado y entregado al gobierno extraordinarias contribuciones voluntarias, pero hasta entonces no había habido ningún impuesto público, decretado por el Parlamento. Si bien es cierto que en la ley reguladora del comercio el Parlamento había a

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veces introducido un insignificante arancel de entrada o de salida en las transacciones públicas, no había habido el menor indicio del propósito de hacer, que Norteamérica contribuyera directamente a la satisfacción de las exigencias del imperio británico.

Una larga y venerable costumbre había sancionado la inmunidad colonial; una y mil consideraciones de equidad, pero especialmente el hecho de que el monopolio británico era en sí mismo equivalente a un oneroso impuesto, justificaba esta costumbre. Y lo que era aún más importante: la autoridad del Parlamento para violar esa inmunidad era controvertible con instrumentos que proveía el espíritu de la Constitución inglesa. Siempre había sido una importante norma de esta Constitución que a ningún británico se le podía obligar a pagar impuestos que no hubieran sido acordados por sus propios representantes, y sobre esta máxima descansaba todo el poder constitucional de la Casa de los Comunes en el Parlamento. Nadie ponía en duda que los habitantes de las colonias eran británicos, en todo el sentido de la palabra; y el Parlamento, que se consideraba autorizado para ponerles impuestos, por el hecho mismo los reconocía como conciu-dadanos. Sin embargo, ellos no tenían representantes en el Parlamento y, a causa de la distancia, no podían razonablemente pretender tenerlos. Por consiguiente, si respecto de ellos tenía vigencia el principio constitucional, sus contribuciones sólo podían ser prescritas por sus asambleas coloniales y el Parlamento no tenía más derecho de imponerles contribuciones a ellos que a los habitantes de Irlanda.

Pero aun cuando este derecho hubiera sido solamente dudoso, de todas formas fue una medida falsa y peligrosa ponerlo a discusión. Provocar una controversia acerca de los límites del poder supremo del Estado, sin que para ello hubiera urgente necesidad, es en todos los casos contrario a las más elementales normas de política estatal. Doblemente peligrosa había de ser tal controversia en este caso, ya que se trataba de una organización cuya naturaleza y límites nunca antes habían sido definidos y que tal vez no eran susceptibles de definición. La relación entre una colonia y la madre patria es tal que no admite un esclarecimiento preciso. Derechos de soberanía de tan peculiar y extraordinaria naturaleza a menudo desaparecen al intentar analizarlos.

Ahora bien, cuando la madre patria tiene una Constitución como la de Gran Bretaña, es extremadamente difícil introducir en esa relación una armonía que satisfaga el entendimiento y a la vez la idea de derecho. Nunca se había estudiado hasta dónde llegaba la autoridad del Parlamento respecto de las colonias. Sin embargo, las colonias habían aceptado, y hubieran aceptado por mucho tiempo, que el Parlamento tenía plena autoridad para dirigir y restringir su comercio, en la acepción más general del término. Sólo esto estaba claro y sólo esto era esencial para Inglaterra. El intento de ir más lejos equivalía a arriesgarlo todo.

La aparición del impuesto del timbre en Norteamérica fue la señal para la conmoción generalizada. Las nuevas leyes contra el contrabando (o libre comercio) ya habían irritado al pueblo, pues ponían de manifiesto el propósito de mantener el monopolio comercial británico con mayor fuerza; pero estas leyes fueron recibidas en silencio porque nadie pretendía tener el derecho de protestar contra ellas. Pero ahora se trataba de introducir un nuevo sistema, el de recaudar en Norteamérica un impuesto para el tesoro de Inglaterra y en una forma que necesariamente repugnaba a las colonias; pues el impuesto del timbre, por diversas causas locales, siempre había sido en Norteamérica un impuesto tiránico.

La oposición cundió en pocos días entre todas las clases sociales. En las clases bajas se manifestó en excesos de todo tipo; en las altas, en una deliberada y terca resistencia, manifestada especialmente en el acuerdo general de no importar ninguna mercancía de Gran Bretaña mientras no se derogara el impuesto del timbre. Si se tienen en cuenta el espíritu que prevalecía de un extremo a otro de las colonias y la conocida perseverancia, que rayaba en la obstinación, del autor del proyecto, se puede afirmar que esta primera lucha pudo haber terminado en una separación total si precisamente en esos días no hubiera cambiado de manos la administración en Inglaterra.

El ministerio que se encargó de los asuntos de la nación en el verano de 1765 rechazó el sistema de imposición directa en Norteamérica. Los moderados principios del marqués de Rockinham lo in-clinaban en contra de un proceder en el cual sólo la violencia podía conducir a la meta perseguida; y el Secretario de Estado, el general Conway, había sido el más ardiente y poderoso oponente de Grenville cuando el asunto se discutió en el Parlamento. El impuesto del timbre fue derogado en la primera sesión de 1766. Y para evitar que el honor del Parlamento se hundiera completamente, la derogación fue acompañada de una declaración intitulada "Acuerdo para asegurar la dependencia de las Colonias", en la cual se afirmó solemnemente el derecho de Gran Bretaña a legislar para las colonias en todos los casos, sin excepción.

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Los norteamericanos no podían permanecer indiferentes ante esta última medida. Pero la alegría por la derogación del impuesto del timbre fue tan grande, que no se puso ninguna atención a las posibles consecuencias de la subsiguiente medida del Parlamento, que fue agregada para compensar el peso de la derogación. Y es probable que la paz y la concordia hubieran sido restauradas y ase-guradas por mucho tiempo si en mala hora el ministro inglés no hubiera revivido el fatal proyecto de recaudar fondos en Norteamérica. La administración del marqués de Rockingham fue disuelta poco después de la derogación del impuesto del timbre y sustituida por otra a la cabeza de la cual estaba el nombre pero no el genio del conde de Chatham. Charles Townsend, ministro de Finanzas (chancellor of the exchequer), un hombre de magníficos talentos, pero de carácter frívolo e inestable, quien aspiraba a obtener el mayor influjo en el estado cuando la muerte prematura lo alejó de su carrera, en 1767 propuso un impuesto de importación al vidrio, al papel, a las pinturas y al té que llegaban a las colonias. Pese a que varios ministros, y entre otros el duque de Grafton, quien era director del departamento del Tesoro, se opusieron a la propuesta, el Parlamento la adoptó como ley. Los defensores de este plan se escudaban en el débil argumento de que si bien el Parlamento había renunciado a la imposición directa al derogar el impuesto del timbre, de ahí nada se podía inferir acerca de la imposición indirecta, que estaba íntimamente relacionada con el derecho de regular el comercio.

Este razonamiento, que ni siquiera silenció a la oposición en el Parlamento, de ninguna manera estaba diseñado para satisfacer a las colonias. El propósito hostil del nuevo estatuto no podía escapar ni a las mentes menos sagaces. Puesto que los impuestos prescritos fueron anunciados meramente como aranceles aduaneros, podían reconciliarse con la letra de la inmunidad tan próxima a los afectos de los colonizadores, pero su secreta intención no podía ser otra que lograr por medio de un ardid aquello que no se atrevían a lograr por la fuerza, esto es, el derecho de la imposición directa sobre las colonias. Lo insignificante del beneficio que Inglaterra podía derivar de esos impuestos —aproximadamente veinte mil libras— confirmaba abundantemente la sospecha; y el peculiar carácter de las nuevas regulaciones —la inequidad de gravar las importaciones de un pueblo que estaba obligado a comprar lo que necesitaba exclusivamente a la madre patria— hacía completamente odioso el proyecto.

Los impuestos de 1767 funcionaban exactamente como el impuesto del timbre. El acuerdo de no importar fue renovado en todas las colonias. Las controversias entre las asambleas coloniales y los gobernadores reales; las violentas confrontaciones entre los ciudadanos de diversos pueblos y el ejército; la resistencia por una parte, las amenazas por la otra; todo esto anunció el golpe que pronto sacudió al Imperio Británico en sus bases.

Sin embargo, el ministerio parecía querer adoptar una postura más, al borde del precipicio. En 1769, por medio de una circular del ministro de Finanzas a las colonias, se abrió ante las asambleas coloniales la posibilidad de que pronto serían relevadas de los odiosos impuestos de importación, y la decidida aversión del duque de Grafton a los impuestos apoyaba las esperanzas que la circular había alentado. Pero tan pronto como el duque de Grafton renunció, a principios de 1770, el asunto tomó otro rumbo. Su sucesor, lord North, al principio propuso que se derogaran los impuestos de im-portación, con la infortunada excepción de que el impuesto sobre el té debía mantenerse, como prueba de la legítima autoridad del Parlamento. Y ni la vehemente oposición conjunta de los partidarios de Rockingham y Grenville, que pintó en la forma más vivida la locura de continuar la lucha, pudo nada contra el infortunado plan3. De ahí en adelante parecía claro que el único propósito del ministerio era hacer que las colonias sintieran sus cadenas. Los primeros pasos en este resbaladizo camino se fundaban en ideas falsas y juicios parciales. En vez de estos errores, se introdujeron peligrosas presiones, y la paz y el bienestar de la nación habían de ser sacrificados ante una falsa ambición de unos destructivos celos.

Mientras tanto, la decisión de resistir se había arraigado profundamente en todas las colonias; y en la medida en que las acciones de la madre patria se alejaban de su propósito inicial, la resistencia de los norteamericanos se alejaba de su carácter original. Al principio ellos solamente habían negado el derecho del Parlamento a ponerles cargas impositivas. Poco a poco el área de su oposición se extendió y empezaron a poner en duda la autoridad del Parlamento en general. Una vez tomaron esta postura, en vano podía esperarse que la abandonarían. La conciencia de su estabilidad, de su distancia de Inglaterra; el justificado orgullo proveniente de su herencia británica; el recuerdo de las circunstancias que habían inducido a sus antepasados a trasladarse a Norteamérica; la conciencia de haber transformado en un período de ciento cincuenta años un desierto inhabitable en un lugar próspero; la injusticia y el rigor de aquellos que en lugar de aliviar la dependencia por medio de un

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trato suave se empeñaban en hacerla cada día más opresora. Todo esto alentó el nuevo impulso que sus ideas y sus deseos habían adquirido.

La locura de Gran Bretaña en abandonar el tranquilo goce de una relación que aun en un indefinido estado era tan ventajosa por la inútil discusión de un derecho problemático, se hizo cada vez más evidente. Y en vez de tratar de restañar la peligrosa herida con delicada cautela, todas las medidas que se tomaron contribuyeron a inflamarla. Casi todas las medidas que el gobierno tomó durante este infortunado período respecto de la administración interna de las colonias, de los tribunales de justicia, de las asambleas provinciales, de las relaciones entre las autoridades civiles y militares, parecían diseñadas para exacerbar y fortalecer el descontento. Y el espíritu de insurrección, que hacía tiempo se había apoderado de todos, saltó de repente con la mayor violencia ante el nuevo atentado del ministerio.

La firme decisión de los norteamericanos de no importar té mientras no se derogara el impuesto prescrito en 1767 y reafirmado en 1770 había causado pérdidas considerables a la East-India Company, en cuyas bodegas se perdían grandes cantidades de esta mercancía. Representantes de la compañía ofrecieron al ministerio pagar el doble del impuesto de tres peniques por libra, que tanto detestaban las colonias, pero esta propuesta, que no sólo era ventajosa, sino que significaba una honorable solución a la crisis, fue rechazada porque no se adecuaba a la política de reducir a Norteamérica a una sumisión incondicional. Pero, puesto que la difícil situación de la compañía empeoraba cada día, trataron de resolver el problema embarcando el té por su cuenta y riesgo, pagando en Norteamérica el impuesto por medio de sus agentes y luego vendiendo el té. En esos días el Parlamento había acordado eliminar los impuestos de exportación, de manera que, pese al impuesto que se pagaría en Norteamérica, el precio del té sería menor que antes. Se esperaba que los norteamericanos abandonarían sus escrúpulos y que al no sentir el impuesto en el precio de la mercancía, ya no resistirían más.

Los acontecimientos pronto revelaron cuán vana había sido esta esperanza. El tiempo había permitido que las colonias reflexionaran acerca de su situación y que juzgaran la actuación del ministerio sólo en lo que era esencial. Los comerciantes que se habían enriquecido por medio de la venta ilegal de tés extranjeros, mientras duró el acuerdo norteamericano de no importar té británico, tal vez condenaban el nuevo plan de la East-India Company, sancionado por el gobierno, sólo a base a consideraciones comerciales. Pero la gran mayoría del pueblo y los más iluminados patriotas vieron y condenaron el evidente propósito de ejercer el derecho de decretar impuestos del Parlamento británico. El extraordinario hecho de que Inglaterra rehusara el mayor ingreso que representaban los impuestos de exportación para obtener el mucho menor impuesto recaudado en Norteamérica evidenciaba una apasionada obstinación que, junto a muchas otras manifestaciones de hostilidad, presagiaba para las colonias un negro futuro.

Cuando llegaron a Norteamérica las primeras noticias de que los barcos de té se habían hecho a la mar, de New Hampshire a Georgia se hicieron preparativos para una activa resistencia. En ninguna parte se atrevieron los agentes de la compañía a recibir los embarques. En Nueva York, Filadelfia y muchos otros lugares hubo tan fuerte oposición a que se descargaran los barcos que éstos fueron forzados a regresar intactos. En Boston, donde el espíritu de resistencia desde el principio había sido el más violento, el gobernador Hutchinson tomó medidas para que el regreso de los barcos fuera posible, pero su rigor sólo sirvió para aumentar el mal. Un pequeño número de personas decididas subieron a un barco y, sin hacer ningún otro daño, abrieron 342 fardos de té y lanzaron al mar su contenido.

El relato de estas tumultuosas acciones llegó a Inglaterra en 1774, poco después de la apertura del Parlamento, e inmediatamente la sed de venganza dominó todo otro sentimiento; el celo por mantener el honor se impuso sobre toda otra política, no sólo en la mente de los ministros, sino en la opinión general de la nación. En este momento crítico no se tuvo en cuenta que fue sólo después de diez años de soportar medidas mal intencionadas y molestias deliberadas, cuando la justificada indignación estalló en actos ilegales.

La necesidad de tomar medidas extremas era ahora evidente aun para los más moderados. Infortunadamente, el resentimiento sobrepasó los límites de la equidad, y el orgullo herido los de la sana política. Los responsables directos de los excesos de Boston podían justamente haber sido castigados; la East-India Company pudo haber sido justamente indemnizada por las colonias; los norteamericanos, por sus actos de violencia, evidentemente se habían colocado en desventaja y sus faltas proveyeron la más favorable oportunidad para volverlos, sabiamente, a sus límites. Pero Inglaterra pareció despreciar todas las ventajas de su situación y empezó una guerra que era más bien

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contra su propio bienestar y seguridad que contra la oposición de las colonias. La primera medida que propuso lord North fue una ley para cerrar, por el tiempo que el Rey lo estimara necesario, el puerto de Boston y pasar la aduana de esa próspera e importante ciudad comercial a otro sitio. Inmediatamente después apareció una segunda ley que afectó aún más profundamente al status vital de las colonias, una ley que escasamente podía ser justificada por las más exageradas ideas acerca de la autoridad del Parlamento y que no podía menos de desesperar a quienes casi habían sido obligados a la insurrección por el impuesto de importación. Esta dura ley declaró inválida la Constitución de la bahía de Massachusetts y sometió a esta provincia, que por su riqueza, su organización y los sentimientos de sus habitantes parecía ser la más peligrosa para el gobierno, a una nueva reorganización, fundada en la absoluta dependencia de la Corona. Al mismo tiempo, otra decisión del Parlamento ordenó que aquellas personas que durante los desórdenes en Norteamérica habían ofendido a servidores públicos y que a juicio del gobernador no podían tener un juicio imparcial allí, debían ser enviadas a Inglaterra para ser juzgadas; una disposición que, según las ideas británicas, merecía ser calificada de tiránica. Finalmente, el ministro llevó al Parlamento una ley que daba al Canadá —que hasta entonces poseía una administración meramente provisional— una organización completamente distinta de la de los otros gobiernos coloniales. Y aun cuando la reciente experiencia parecía justificar la actitud del gobierno, no pudo menos de producir el más negativo efecto en las colonias, las cuales creían ver su futuro destino en el tratamiento que se le daba al vecino país.

Tan pronto como estas medidas fueron conocidas en Norteamérica, la indignación general, que ya había sido estimulada aún más por los refuerzos de tropas en Boston y por otras desagradables circunstancias, alcanzó los más altos y peligrosos niveles. Inmediatamente corrió la voz de que el conflicto con Inglaterra sólo podía ser resuelto por medio de la fuerza. Las preparaciones para la más decidida defensa ocupaban a todos por doquier y los ejercicios militares llegaron a ser el único oficio de los ciudadanos. Cincuenta y un diputados de todas las provincias se reunieron en congreso en Filadelfia el 4 de septiembre de 1774 para discutir sus comunes quejas y los medios para hacer frente al peligro común. El primer acuerdo de esta asamblea consistió en la solemne declaración de que la injusta y opresora conducta del Parlamento contra la ciudad de Boston y la provincia de Massachusetts sería considerada contraria a todas las colonias; y en la recomendación a los habitantes de Norteamérica de suspender todo comercio con Gran Bretaña hasta que las justificadas quejas de las colonias fueran desagraviadas. El Congreso también resolvió enviar un memorial a la nación británica y otro al Rey de Inglaterra, en los cuales describía con energía y valentía y a la vez con moderación la angustiosa situación de Norteamérica, en un lenguaje que consideraba la separación de la madre patria como algo muy malo.

Ya no podía ocultarse ni al más ojiapagado que el conflicto con las colonias había adquirido un nuevo y formidable carácter y se había extendido tanto que ya amenazaba a todo el imperio británico. Sin embargo, nada es más cierto que en este momento decisivo todavía dependía del Parlamento concluirlo o no felizmente. Ninguna resolución que no consistiera en la derogación de todas las leyes promulgadas desde 1766 era adecuada a las dimensiones del peligro, y el reconocimiento de que la inminente pérdida de Norteamérica estaba en juego debió haber hecho que todos aceptaran este único medio de salvación.

Por desgracia, la profunda exasperación, el inflexible orgullo, la falsa ambición, las inflamadas pasiones que el sistema había introducido y alimentado, también hacían posible su predominio. Y el fatal error de creer que la victoria sobre las colonias sería fácil e infalible se alió a todas esas pasiones. A principios de 1775, en un extraordinario memorial al Rey, el Parlamento declaró que ambas cámaras, convencidas de que una abierta rebelión había estallado en la provincia de la bahía de Massachusetts, fielmente lo apoyarían en todas las medidas contra súbditos rebeldes. Inmediatamente después, muchas leyes de despiadada severidad se aprobaron por aplastante mayoría; leyes que prohibían a las colonias todo comercio exterior y, lo que era peor aún, la pesca en las costas de Nueva Escocia, que era tan importante para su subsistencia. Algunos de los más venerables y sabios estadistas, tales como lord Chatham4, lord Camden, lord Shelburne, en la cámara alta, y Edmund Burke, el coronel Barré y otros en la cámara de los Comunes, en vano usaron su asombrosa e insuperada elocuencia en contra de estas desesperadas resoluciones. Los diversos planes de conciliación que ellos propusieron fueron rechazados, siempre con disgusto y a veces con desdén. El único plan para lograr la paz que se probó descansaba sobre un proyecto de lord North, un proyecto ineficaz de principio a fin, que no podía satisfacer a las colonias al principio de la contienda y que ciertamente no podía lograrlo en 1775.

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El Congreso se reunió por segunda vez en mayo de 1775 y declaró que "la violación de la constitución de la bahía de Massachusetts había disuelto la relación entre esa colonia y la Corona". Los proyectos conciliatorios de lord North fueron rechazados; se crearon un ejército continental y el papel moneda; se nombró al coronel Washington comandante en jefe de las tropas norteamericanas, etc. A estas alturas la guerra ya había estallado. Se había iniciado con la batalla de Lexington el 19 de abril y mientras el Congreso adoptaba estas resoluciones, una segunda y más sangrienta batalla se libró en Bunker Hill. Las pérdidas sufridas por el ejército inglés dieron una severa, si bien inútil, lección a quienes habían tratado con tanto desdén la resistencia y los talentos militares de los norteamericanos.

Aun cuando toda esperanza de paz ya había desaparecido por completo, el Congreso no desistió de hacer un último intento de conciliación y resolvió enviar un segundo memorial al Rey. En este memorial, que expresaba sumisión y el ferviente deseo de las colonias de permanecer unidas a Gran Bretaña, se pedía con urgencia que el Rey aceptara cualquier plan que prometiera concluir la infor-tunada lucha. El memorial fue presentado el 10 de septiembre de 1775 por Mr. Penn, de Pennsylvania, uno de los más respetables ciudadanos de Norteamérica, a quien se le informó que "no habría respuesta al memorial".

Poco tiempo después el ministro llevó al Parlamento la ley que prohibía toda relación con las colonias y declaraba que sus barcos podían ser apresados legalmente, ley que justificadamente fue considerada como una declaración de guerra contra Norteamérica y por algunos como una renuncia formal al derecho del gobierno sobre las colonias. Al mismo tiempo, el Rey concertó alianza con varios príncipes alemanes, quienes comprometieron sus tropas para una gran campaña; y las preparaciones de toda clase anunciaban que sólo la fuerza decidiría el destino del Imperio Británico.

Al concluir la sesión del Parlamento, en febrero de 1776, la amargura había alcanzado su mayor intensidad. Ni siquiera el peligro de que las potencias extranjeras —Francia, en especial— pudieran intervenir en los disturbios de Norteamérica y aprovechar los apuros de Inglaterra hizo ceder al Parlamento y a los ministros. Cuando a principios de 1776 algunos miembros de la oposición afirmaron que ya había empezado un acuerdo entre el Congreso de Filadelfia y la corte francesa, se negó no sólo la verdad, sino también la mera posibilidad de tan bien fundado hecho. Se pensó que "tal extraordinaria fantasía" no podía atribuirse a una nación "que también posee colonias; a ningún gobierno que deseara mantener la obediencia de sus súbditos". Este razonamiento, que en sí mismo descansaba sobre principios correctos, perdió todo su peso en boca de aquellos que, víctimas de una similar fantasía, habían llegado al punto de arriesgar, por estúpida obstinación, una de sus más preciadas posesiones y la mitad de su imperio.

La guerra rugía en el corazón de las colonias desde los últimos meses de 1775. El lenguaje de las resoluciones del Parlamento en el invierno de 1775-76 hizo ver a los norteamericanos que sería una guerra a muerte. Todos los lazos de unión se rompieron. La mano de hierro del destino inexorable había cerrado todas las puertas contra el retorno de los días felices de antaño. El 4 de julio de 1776, el Congreso declaró la independencia de los trece estados unidos.

No es propósito de este ensayo continuar esta recapitulación histórica, pues sólo me estoy refiriendo al origen de la revolución norteamericana. Sin embargo, es bien sabido que el desenvolvimiento y el resultado de la guerra corroboraron ampliamente los temores de quienes deseaban evitarla a cualquier precio. Es igualmente bien sabido en qué medida las consecuencias de esta guerra han falsificado las expectativas de todos. Quienes apoyaban la guerra se basaban en la idea de que había que arriesgarlo todo para mantener la posesión de las colonias. Quienes se oponían se basaban en la idea de que era preciso sacrificarlo todo para no perderlas. Por consiguiente, ambos estaban de acuerdo en que la pérdida de las colonias sería una profunda y tal vez irreparable herida al Imperio Británico. La experiencia ha dado su veredicto. Pocos años después de la pérdida de las colonias, Inglaterra ha llegado a ser tanto o más poderosa que nunca; y cualquiera que haya sido el influjo perjudicial de la pérdida de las colonias sobre Europa, sólo Francia lo ha sufrido; sólo Francia, la cual, según la opinión generalizada, debía derivar las mayores ventajas de la revolución norteamericana.

Si meditamos con cuidado sobre la serie de hechos que en forma breve he relatado y sobre otros igualmente verdaderos y auténticos a los que me referiré más adelante, aparecerán los siguientes puntos de comparación entre las revoluciones norteamericanas y francesa, que mostrarán con claridad la diferencia esencial entre la una y la otra.

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II

EL DERECHO A LA REVOLUCIÓN

La revolución norteamericana se basó parcialmente en principios que eran evidentemente legales; parcialmente, en principios que era al menos muy dudoso que no fueran legales; y, de principio a fin, no se basó en ningún principio que fuera clara y decididamente ilegal. La revolución francesa fue una ininterrumpida serie de medidas cuya ilegalidad no puede dudarse por un momento, sobre la base de criterios rigurosos.

La cuestión relativa al derecho a la revolución ha sido, en cierta forma, arrinconada entre los pasatiempos inútiles de pedantes escolásticos por la frivolidad intelectual, por la sofistería superficial y aun por los grandes destrozos y la estúpida indiferencia que ha surgido de ellos en esta edad revolucionaria. Muchos de los que se consideran estadistas ya no creen ni siquiera que valga la pena plantearse la cuestión. Sin embargo, para los que piensan, para los que son buenos y sabios, siempre será la primera y la última cuestión.

La relación entre los habitantes de una lejana colonia y el gobierno de la madre patria nunca debe compararse en todos los respectos con la relación entre el gobierno y sus súbditos inmediatos. Siempre habrá en la primera algo forzado, algo equívoco, algo no natural, pues no puede negarse que la más firme base de la soberanía reside en los deseos de los gobernados; y esos deseos son más débiles, son más dudosos, y se ocultan, para así expresarme, a los ojos y al sentimiento cuando el gobierno está a mil leguas del país que debe obedecer sus leyes. Además, todos los Estados europeos que fundaron o fomentaron la fundación de colonias en otras partes del mundo consideraron a estas colonias, más o menos, como meros instrumentos para enriquecerse y aumentar su propio poder, y trataron a las personas que las habitaban simplemente como medios para lograr una más feliz existencia para sí mismos —política que no podía reconciliarse ni con el propósito general de la sociedad, del cual las colonias debían tener tan clara conciencia como la madre patria, ni con la conciencia de una estabilidad independiente que las colonias tarde o temprano alcanzarían. Por consiguiente, el derecho de una nación europea sobre sus colonias siempre habría de ser necesariamente un derecho tambaleante, inseguro, indefinido y a menudo indefinible.

Sin embargo, si la forma de gobierno de la madre patria es simple y las condiciones sobre las que se funda la colonia son en sí mismas claras y definidas, entonces la inevitable anómala relación será menos perceptible. Por otra parte, cuando la madre patria tiene una organización compleja, cuando las formas en que las colonias están relacionadas con ella, cuando los derechos de los que gozan por causa de su particular organización y el lugar que las colonias han de ocupar en esa organización no están todos definidos en la forma más precisa desde el principio, las dificultades deben ser mucho mayores y los conflictos mucho más frecuentes y violentos.

Ambas situaciones se daban en las colonias inglesas en Norteamérica. ¿Hasta dónde habían de llegar los derechos y las libertades de un nuevo estado, fundado por británicos, bajo la constitución británica? ¿Cuál habría de ser la relación específica de los habitantes con las diversas partes de esa organización mixta? Estas eran cuestiones que debieron haber recibido la mayor atención desde el principio, pero que nunca se les ocurrieron. Las colonias se originaron cuando la constitución británica aún no había alcanzado su consistencia y perfección5. Las constituciones se originaron todas en la Corona. El Parlamento nunca había tenido nada que ver en su establecimiento.

Las formas internas de gobierno de estas colonias eran tan variadas como las circunstancias en las que habían sido fundadas o formadas. Algunas de las más importantes habían sido otorgadas como propiedad hereditaria a personas privadas, de manera que ellas o sus herederos podían gobernarlas como les pluguiera y dependían sólo nominalmente de la Corona. De esta forma Maryland había sido otorgada a lord Baltimore; las dos Carolinas a lord Clarendon; Pennsylvania y Delaware pertenecían a la familia de los famosos Penn. Oirás, como New Hampshire, New York, New Jersey y Virginia eran llamadas provincias reales y en ellas el Rey era considerado como el

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soberano inmediato. Finalmente, había una tercera clase de colonias, las cuales eran llamadas privilegiadas y en las cuales el poder del monarca era limitado por las constituciones originales. Así era la organización de Massachusetts, de Rhode Island y de Connecticut.

Las relaciones entre los gobernadores reales y las asambleas provinciales eran definidas y modificadas diferentemente en todas las colonias; pero en todas partes, fuera la provincia originalmente privilegiada, real o hereditaria, las asambleas provinciales estaban más o menos acostumbradas a ejercer el derecho de aprobar leyes sobre la policía de la provincia, a decretar impuestos para cubrir los gastos públicos del estado y a tomar parte importante en todo aquello que concerniera a la administración del territorio. En ninguna colonia, independientemente de su situación respecto de la dependencia de la Corona, había ningún vestigio de autoridad constitucional y legal conferida al Parlamento británico. Las constituciones provinciales no reconocían ninguna; ninguna ley, ni siquiera ningún estatuto parcial de Gran Bretaña, jamás había proclamado o mencionado tal autoridad.

Al principio el Parlamento vio con gran indiferencia su absoluta exclusión de la soberanía de las colonias. Durante el siglo anterior los límites de su poder en general fueron tan poco definidos que ninguna duda había surgido respecto de la autoridad del Rey para dar, conceder, organizar, otorgar privilegios, gobernar por sí mismo o permitir que otros gobernaran un inmenso continente en Norteamérica. Además, esa lejana e inculta tierra era demasiado despreciada para que el Parlamento se preocupara de su organización.

Pero cuando, por una parte, después de la revolución de 1688, el influjo del Parlamento sobre todos los asuntos de gobierno aumentó, se hizo más firme y más general; y cuando, por la otra, la extraordinaria importancia de las colonias se hizo cada día más evidente por el rápido crecimiento de su población, por el constante mejoramiento de su cultura, por su inesperada y floreciente prosperi -dad, a todos se les ocurrió que tan grande y esencial parte del Imperio Británico no podía sustraerse a la supervisión del Parlamento, aun cuando hasta entonces nada se había dicho acerca de ello en las transacciones públicas.

El Parlamento siempre había ejercido poder legislativo sobre las colonias en un solo e importante respecto: en todo aquello que tenía que ver con el comercio, ya fuera de exportación o de importación. Pese a que en esto residía el poderoso monopolio que parecía conferir a las colonias todo su valor y que, por otra parte, no pudo haber favorecido su desarrollo como lo habría hecho la libertad, las colonias voluntariamente se sometieron a las regulaciones y restricciones de toda clase que emanaban en buena parte del Parlamento. Les parecía natural y justo que el supremo poder legislativo del imperio regulara y dirigiera un asunto que no interesaba exclusivamente a Norteamérica sino también a Inglaterra, y en grado mucho mayor. Por consiguiente, el derecho del Parlamento a prescribir a las colonias leyes relativas al comercio y todo lo relacionado con él jamás fue puesto en duda.

Pero tan pronto como el Parlamento decidió ir más allá de este derecho y decretó impuestos en Norteamérica, sin el consentimiento de los representantes locales, no podía dejar de aparecer la más vehemente resistencia. Y esta resistencia no podía menos de aumentar cuando, en el desarrollo de la disputa, se propuso que Norteamérica quedara sujeta al Parlamento en todos los casos, propuesta que se derivó de lo que se llamaba la supremacía legal del Parlamento.

La omnipotencia del Parlamento, proclamada con tanta frecuencia y a grandes voces por los enemigos de las colonias, era un principio justo para Inglaterra, pero no era válido para Norteamérica. Norteamérica nada tenía que ver con el Parlamento, exceptuadas las leyes de comercio que los colonizadores aceptaron por necesidad y las creían convenientes. Norteamérica no tenía representantes en el Parlamento ni jamás se le ocurrió al Parlamento conferirles ese poder, el cual realmente no había podido ejercerse sin grandes dificultades. Sin embargo, las colonias poseían las ventajas de la organización inglesa y la mayor parte de sus formas. Casi en todas ellas había una asamblea de representantes que correspondía a la Cámara de los Comunes, y un senado, que correspondía a la Cámara de los Lores. Estas asambleas se ocupaban, con la aprobación del monarca, de todos los asuntos que en Inglaterra e Irlanda competían a los parlamentos. Aprobaban leyes, decretaban impuestos y deliberaban sobre las necesidades y la administración de sus provincias. Ellas formaban, de acuerdo con el Rey y sus gobernadores, un gobierno completo, organizado completamente en el espíritu de la organización inglesa, y no necesitaba de ninguna injerencia del Parlamento británico. Las constituciones de las diversas colonias sólo reconocían al Rey y a las cámaras provinciales de representantes y tenían tanto que ver con el Parlamento de Gran Bretaña como con el de Francia.

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Estas colonias habían existido durante más de un siglo sin saber absolutamente nada del Parlamento inglés a no ser las regulaciones del comercio, las cuales no siempre habían sido especialmente agradables. El pretendido derecho del Parlamento a legislar para ellas y establecer impuestos era un supuesto arbitrario contra el cual las colonias tenían derecho de actuar, como lo hubiera hecho Gran Bretaña si, de acuerdo con el Rey, cualquiera de las asambleas provinciales hubiera decretado impuestos sobre Inglaterra o Escocia o intentado destruir la organización municipal de Londres o de Westminster, de la manera que el Parlamento había destruido la constitución de la bahía de Massachusetts.

La resistencia de las colonias y la inevitable insurrección eran perfectamente legales en lo que se refería al Parlamento. El Parlamento, respecto de las colonias, debía considerarse como una potencia extranjera. Mientras esa potencia se mantuvo dentro de la tácitamente aceptada esfera de acción, las colonias se habían sometido a ella. Legislar más allá de esos límites era tan poco justificado como lo hubiera sido el poder legislativo de cualquier otra nación. Los norteamericanos podían combatirla con el mismo derecho con que hubieran podido combatir la Asamblea de Holanda o el Consejo de Indias de Madrid, si estas entidades hubieran intentado imponerles sus regulaciones de manufactura o impuestos del timbre.

Más difícil de responder es la pregunta: ¿Con qué derecho podrían las colonias combatir al Rey, quien era, en todo caso, su legal y aceptado soberano? Pero si a este respecto es dudosa la legalidad de su conducta, podría señalarse que dicha ilegalidad no podía probarse; y un examen más cuidadoso de la cuestión nos llevará a un resultado mucho más favorable y a la justificación de esa conducta. Pues hay una evidente distinción entre una insurrección en una organización simple y otra en una organización compleja o mixta. En un gobierno simple toda resistencia al poder supremo es absolutamente ilegal y no es necesario examinar más el asunto para condenarla. En un gobierno mixto es posible imaginar casos en los cuales el asunto es muy complejo y por consiguiente problemático y dudoso.

En un gobierno mixto el poder supremo o el soberano propiamente hablando siempre consta de varias partes componentes, unidas y reguladas por la constitución. Cada una de estas partes tiene sus derechos y prerrogativas constitucionales; y los de una parte, aunque en sí mismos sean más importantes, no pueden ser más sagrados que los de cualquier otra. Cuando cualquiera de ellas se excede en sus atribuciones legales y oprime o trata de destruir a otra, esta última —a menos que la constitución sea una palabra vacía— debe tener el derecho de resistir; a menos que la guerra que resulte de esta resistencia sea evitada por algún afortunado recurso, si el antiguo balance no puede ser restituido de nuevo, la disputa debe legal y necesariamente concluir con la disolución de la constitución. Pues entre dos elementos independientes del poder supremo de un estado no puede haber un juez, como no puede haberlo entre dos estados independientes. Que ésta es una infortunada situación para una nación, es evidente. El peor resultado que acarrea es, sin lugar a duda, que en tal controversia la población no sabe a quién obedecer ni a quién resistir; por quién declararse y a quién atacar; que todos los derechos y deberes se confunden y se oscurecen y que resulta problemático determinar quién está dentro y quién fuera de la insurrección. Este mal es inseparable de las formas mixtas de gobierno6, y por grande que el mal sea, la posibilidad de su existencia nunca puede ser excluida de tales formas de organización. Si, por ejemplo, las dos cámaras del Parlamento británico trataran de aprobar leyes sin la autorización del Rey o éste tratara de hacerlo sin el consentimiento del Parlamento, la parte ofendida sin duda resistiría y lo haría con energía. Y nadie podría negar que, aun cuando esta resistencia se transformara en guerra civil y llegara a destruir la organización, sería perfectamente legal.

Las colonias norteamericanas estaban exactamente en esta situación o, al menos, en una situación muy similar. Su forma de gobierno antes de la revolución era evidentemente una monarquía, más o menos limitada por el influjo de las asambleas provinciales. El poder ejecutivo y el legislativo estaban divididos entre el Rey y las asambleas provinciales de la manera que en Inglaterra estaban divididos entre el Rey y las cámaras del Parlamento.

El Rey y su gobernador sólo tenían poder de veto y las asambleas provinciales tenían una considerable participación en el gobierno. En todas las provincias (exceptuada Pennsylvania, desde 1700) las asambleas provinciales estaban divididas en dos cámaras, en cuyas funciones se asemejaban mucho a las dos cámaras del Parlamento británico. La cámara baja o asamblea de representantes tenía el derecho exclusivo de acordar impuestos. En algunas colonias, Maryland, por ejemplo, el Rey había renunciado expresamente al derecho de imposición, como constaba en la constitución de la colonia. En varias otras colonias sólo se había reservado el título vacío de sobera-

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nía, en la acepción literal del término. Connecticut y Rhode Island eran democracias perfectas. Las asambleas coloniales de éstas elegían a sus gobernadores sin la confirmación del Rey y los destituían cuando les placía; no permitían apelaciones de sus cortes de justicia; sus leyes no necesitaban la aprobación del Rey y, lo que es todavía más extraordinario y que constituye prueba de su independencia absoluta, sus constituciones les conferían el derecho de declarar la guerra o firmar la paz.

Por consiguiente, el poder del Rey era más o menos limitado en todas las colonias. En algunas no podía compararse con su legítimo poder en Gran Bretaña; y las asambleas coloniales tenían el derecho constitucional de oponérsele cuando él violara sus derechos constitucionales. Ahora bien, las medidas del Ministerio de Comercio de 1764 fueron evidentes ataques a esos derechos. Que el Parlamento hubiera aconsejado o ratificado esos ataques era asunto que nada tenía que ver con las colonias, corno ya hemos demostrado. Las colonias se entendían con el Rey, y éste, según sus constituciones, no podía exigir impuestos que no fueran los que las asambleas proponían. El impuesto del timbre de 1764 constituía, en consecuencia, una violación de sus derechos; el arancel de 1767 constituía una violación de sus derechos; el acuerdo de 1770, que mantenía el impuesto sobre el té para afirmar la supremacía del Parlamento, era una tosca e insultante violación de sus derechos. Castigarlos por su resistencia constitucional a estas disposiciones constitucionales era una repugnante injusticia. La forma de castigo (la ley de Boston, la ley que disolvió la constitución de Massachusetts, etc.) no era una mera violación de sus derechos, sino una disolución de los mismos. No fue más que reconocer un hecho lo que hizo el Congreso de 1775 al declarar que "al abolir la constitución de Massachusetts, la conexión entre esa provincia y la Corona fue disuelta". No había más alternativa que repeler la fuerza con la fuerza. La convocatoria del primer Congreso no era ilegal en sí misma. Originalmente, este Congreso sólo ejerció los mismos derechos que sin lugar a duda tenían todas las asambleas provinciales. Representaba una resistencia legal y trataba de encontrar los medios para preservar la forma de gobierno que Norteamérica hasta entonces había tenido. Tan sólo cuando el ministerio despreció la paz, rechazando todo intento de conciliación y exigiendo sumisión incondicional, esto es, sólo cuando disolvió la constitución, el Congreso hizo la declaración que ponía un nuevo gobierno en el lugar del que había sido destruido.

Si bien es cierto que en esta disputa las colonias tuvieron el propósito (y no puede negarse que lo manifestaron con claridad) de separar completamente al Rey del Parlamento, también lo es que no tuvieron a su alcance los medios para conducirse de acuerdo con un sistema fundado en dicha separación. Había la más íntima relación entre el Ministerio de Comercio y el Parlamento, y no era posible resistir a uno sin pelear con el otro. El Rey sancionaba los actos hostiles del Parlamento; él dejó de ser el monarca constitucional de las colonias y se alió con aquellos que eran considerados usurpadores desde el punto de vista legal. Si el Rey se hubiera aliado con una potencia extranjera (en un sentido constitucional, el Parlamento no era otra cosa para las colonias) contra el Parlamento de Gran Bretaña, ¿cómo habría el Parlamento podido tomar las armas contra esa potencia extranjera sin atacar al Rey de Inglaterra? Expresándolo de otra manera, ¿no incluiría una tal alianza la inmediata justificación de cualquier medida defensiva que tomara el agraviado, así como una absoluta renuncia a la constitución?

Creo que he desarrollado suficientemente el primer punto de la comparación que me he propuesto —el que se refiere a la conducta de Norteamérica—. Ahora sólo me resta la fácil tarea de mostrar el segundo —el que se refiere a la conducta de Francia.

El único período de los disturbios franceses en que se hizo mención de derechos militantes fue cuando intervino el Parlamento: en 1787 y 1788. Si las prerrogativas de estos parlamentos no eran tan grandes e indudables como ellos creían, el recurrir a ellos dio al menos un aire de legalidad a sus esfuerzos. Sin embargo, ese período sólo debe considerarse como preparación para la verdadera revolución.

Desde el inicio de esta revolución jamás surgió la pregunta acerca de la legalidad de lo que hacían sus dirigentes —un extraordinario e indudable hecho—. El término derecho habría desaparecido del idioma francés si no hubiera sido por el imaginario derecho de la nación a hacer lo que a ellos o a sus representantes les pluguiera, derecho que apareció como una especie de sustituto de todos los derechos.

No es éste el lugar adecuado para analizar el derecho de la nación, a veces también llamado derecho del hombre, una especie de hechizo que disolvió insensiblemente todos los lazos de unión entre las naciones y la humanidad. Aquellos que lo propusieron lo fundaban en el quimérico principio de la soberanía del pueblo. Los dirigentes de la revolución, bajo la protección de este

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talismán, se ahorraron la dificultad de inquirir acerca de la legalidad de sus acciones. En su sistema todo aquello que era decidido en nombre del pueblo o de la humanidad era correcto.

Para juzgar estas acciones de acuerdo con sus méritos, deben sacarse del tribunal que ellas mismas crearon y llevarlas a otra corte, cuyas leyes estén más acordes con la razón impoluta y con las prescripciones eternas del verdadero derecho.

Cuando los diputados de los estados se reunieron en 1789 tenían, sin lugar a duda, el derecho de hacer grandes reformas en el gobierno y aun en la constitución de la monarquía francesa. Sin embargo, este derecho sólo podían ejercerlo bajo las siguientes condiciones. Primera: que debían observar las formas de una asamblea de los estados en Francia mientras estas formas no fueran legalmente cambiadas o abolidas. Segunda: que sus resoluciones no tendrían la fuerza de leyes hasta que el Rey las sancionara. Tercera: que siguieran las instrucciones de sus electores.

En menos de seis semanas habían quebrantado las tres condiciones fundamentales. Los diputados del tiers état, sin ninguna autoridad y en vergonzosa violación de los derechos de los otros estados, declararon que sólo ellos constituían la asamblea nacional. Cuando el Rey trató de hacerles volver de su monstruosa usurpación a sus límites correctos, contestaron que no lo harían, formalmente negaron que le debían obediencia y lo forzaron a ordenar a los otros dos estados que reconocieran la usurpación.

A fin de que en el inmoderado camino que los dos actos de violencia habían abierto no encontraran oposición, declararon que las instrucciones de sus electores no tenían ninguna autoridad sobre ellos.

Ya habían llegado hasta ese punto cuando estalló la rebelión en París, en parte por su influjo y ejemplo, en parte por errores de la Corte, los cuales no es necesario considerar aquí, ya que sólo nos ocupa la cuestión de derecho. Pero en vez de condenar esta rebelión, la cual, a diferencia del levantamiento del pueblo en Norteamérica, no tenía ninguna relación con los objetivos legales de la asamblea nacional, la apoyaron, le dieron fuerza y consistencia legislativas, impusieron coronas cívicas a sus autores, la llamaron una santa y virtuosa insurrección y se preocuparon de mantenerla viva durante todo el período de su gobierno.

Bajo la sombra de esta insurrección, quienes estaban a la cabeza de la misma y habían asumido toda la responsabilidad en un período de dos años cometieron la mayor violación de todos los derechos, públicos y privados, que el mundo jamás había contemplado. Ellos elaboraron, sin ni siquiera solicitar el libre asentimiento del Rey, una mal llamada constitución, cuya incompetencia, impracticabilidad y ridículo absurdo eran tan grandes que ninguno de sus autores la hubieran defendido seriamente; y forzaron al Rey a suscribirla y jurarla, so pena de su derrocamiento inmediato.

Apenas había sucedido esto cuando sus sucesores, quienes sólo en virtud de esta constitución tenían una especie de existencia legal y autoridad, en vez de gobernar de acuerdo con esta constitución, dirigieron todas sus medidas, públicas y privadas, a destruirla. En menos de un año consumaron la nueva usurpación. Sin tener siquiera un pretexto legal, suspendieron la constitución, derrocaron al Rey, se arrogaron —en nombre del pueblo— el derecho de convocar una convención nacional y proclamaron la república con menos formalidades de las que observa una persona al cambiarse de ropa. Largamente habituados a no estimar ningún derecho, atormentados por todas las furias, arrojados a las profundidades de la estupidez criminal, declararon formalmente la guerra a la humanidad y a todos sus derechos; y para quemar las naves del retorno a la cordura y romper el último hilo que los unía a una existencia legal, finalmente, asesinaron a la justicia misma, personificada en el más escrupuloso y honrado monarca que jamás adornó un trono.

Por consiguiente, la revolución francesa empezó con una violación de derechos, cada etapa de su desarrollo fue una violación de derechos y consiguió instaurar lo absolutamente ilegal como la su-prema máxima de un estado completamente disuelto, que sólo existía en sangrientas ruinas.

III

REVOLUCIÓN DEFENSIVA Y REVOLUCIÓN OFENSIVA

La revolución norteamericana fue, de principio a fin, meramente una revolución defensiva; la francesa fue, de principio a fin, en el más claro sentido de la palabra, una revolución ofensiva. Esta

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diferencia es en sí misma esencial y decisiva. Sobre ella descansa, más que sobre ninguna otra, el especial carácter que ha distinguido a estas dos revoluciones.

El gobierno británico empezó la revolución norteamericana al tomar decisiones para las cuales no tenía ningún derecho; las colonias hicieron todo lo que estaba a su alcance para repelerlas. Las colonias deseaban mantener su antigua organización; el gobierno la destruyó. La resistencia que las colonias hicieron a la madre patria en cada uno de los períodos de la infortunada lucha fue exactamente proporcionada a la naturaleza del ataque. La separación total sólo se decidió cuando se probó la absoluta imposibilidad de mantener la antigua situación.

El impuesto del timbre produjo una gran conmoción en Norteamérica. Escenas tumultuosas, aunque sin actos de violencia sangrienta, se produjeron en todas las provincias7. Pero en ninguna parte fueron formalmente sancionadas por medio de la aprobación de las autoridades legislativas. El pequeño Congreso de 28 diputados de varias colonias que se reunió en Nueva York en 1756 y que sirvió de modelo a la posterior más grande asamblea sólo aprobó la resolución de que "las colonias sólo podían sufrir los impuestos de sus representantes" y expresaron esta legal resolución en peticiones al Rey. La única medida general que se tomó —la de no importar mercancías de Gran Bretaña— fue un acuerdo voluntario y por consiguiente no sancionado por ninguna autoridad pública.

La declaración que apareció en 1766, así como la derogación del impuesto del timbre, no podía ser agradable a las colonias, puesto que expresaba y mantenía solemnemente el derecho del Parlamento británico a legislar para ellas en todos los casos. Sin embargo, la declaración fue recibida con extraordinaria tranquilidad; y si a partir de entonces el gobierno británico se hubiera abstenido de sus infortunadas innovaciones; si hubiera continuado gobernando las colonias de acuerdo con los antiguos principios constitucionales, nunca se habría escuchado una voz de protesta contra la declaración. Fue mucho tiempo después, cuando las colonias habían sido provocadas por toda clase de ataques, cuando la asamblea provincial de la bahía de Massachusetts declaró que ese estatuto (la declaración de 1766) constituía opresión.

La resistencia contra los impuestos de importación de 1767 fue de la misma naturaleza que la que tuvo lugar respecto del impuesto del timbre. Este nuevo infortunio de las colonias fue acompañado de situaciones del tipo más odioso: el aumento de las tropas, la dureza de algunos gobernadores, la violenta disolución de asambleas provinciales, todo lo cual estaba calculado para poner a peligrosa prueba la paciencia de los norteamericanos. Sin embargo, ellos nunca sobrepasaron los límites que el sistema de organización y las leyes prescribían; y en sus numerosas protestas y peticiones se atuvieron rigurosamente a lo que la ley permitía. Cuando en 1770 se produjo una violenta disputa entre algunos de los soldados reales y ciertos ciudadanos de Boston que terminó con la primera escena sangrienta que habían visto las colonias en su reyerta con Inglaterra, los tribunales, con gloriosa imparcialidad, declararon inocentes a la mayor parte de los soldados que habían sido acusados.

La continuación del impuesto sobre el té en 1770 sólo logró fortalecer el acuerdo voluntario en contra de la importación de té inglés. La resolución de autorizar en 1773 a la East India Company a que exportara el té libre de impuestos y la ejecución de la misma sólo pudo producir aún más desfavorables resultados. Esta medida fue diseñada para provocar la insurrección general de las colonias. Sin embargo, las colonias se mantuvieron rigurosamente dentro de los límites de una defensa necesaria. La destrucción del té en Boston en realidad sólo fue una medida defensiva. La venta de este té o una parte de él habría implicado la imposición de un impuesto cuyo pago hubiera significado la pérdida de la organización de las colonias y de todos sus derechos. Pero aun entonces no hicieron más que lo que era inevitable y adecuaron la resistencia a la intensidad del ataque. El té fue lanzado al mar y el hecho no fue seguido de ningún acto de hostilidad. Es más, pese a que las autoridades de Boston y de toda la provincia, al igual que todos los ciudadanos, consideraban que la acción había sido necesaria, todos estaban dispuestos a indemnizar a la East India Company.

Si en esta ocasión el ministerio se hubiera contentado con una satisfacción adecuada; si los castigos que creyeron necesarios hubieran sido tolerables y proporcionados a la falta, no cabe duda de que Norteamérica habría mantenido su antigua organización. Pese a que una buena parte de los habitantes, en espera de un futuro tormentoso y difícil, exigieron energía y armas, esta actitud aún estaba muy lejos de ser común. Es un hecho, por ejemplo, que en la importante provincia de Pennsylvania la mayoría de los ciudadanos habrían votado en contra de las medidas que se tomaron en Boston, si no hubiera sido porque la dureza y torpeza del Parlamento había inflamado y unido a todos los ciudadanos.

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La aparición del decreto que cerró el puerto de Boston y que inmediatamente después le quitó su constitución a Massachusetts; el recuento de todo lo que había pasado en el Parlamento en esa oca -sión; la evidente imposibilidad de erradicar pacíficamente una amargura tan profundamente arraigada, todo ello contribuyó a que la súbita explosión fuera probable y muchas de las resoluciones del Parlamento fueron indiscutiblemente calculadas para proveer un motivo suficiente para tal explosión. Pero las asambleas provinciales se limitaron a enviar diputados a un congreso general. Ninguna medida precipitada empañó el carácter pacífico y legal de su conducta en este duro período.

El Congreso que se reunió en Filadelfia se expresó con enérgica libertad acerca de los derechos constitucionales de las colonias y de las medidas opresoras del Parlamento, pero sus primeras resoluciones fueron tal vez más moderadas de lo que Inglaterra esperaba. La invitación a un acuerdo general en contra del comercio con Gran Bretaña fue todo lo que se permitieron hacer, y después de todo lo que había hecho el Parlamento esta medida era de escasa importancia. Cuán lejos estaban ellos de una separación total y en qué medida la conducta de las colonias merecía el calificativo de defensa legal puede colegirse de la conclusión del memorial que el Congreso, inmediatamente antes de disolverse, envió al Rey:

Sólo pedimos paz, libertad y seguridad. No deseamos que disminuyan las prerrogativas reales; no exigimos ningún nuevo derecho. Esperamos de la magnanimidad y justicia de Su Majestad y del Parlamento que se escuchen (redress) nuestras quejas (grievances). Estamos firmemente convencidos de que una vez desaparezcan las causas de nuestras actuales quejas, nuestra conducta no desmerecerá el trato suave al que en mejores tiempos estuvimos acostumbrados. Invocamos al Ser Supremo como testigo de que ningún motivo que no sea el temor a la destrucción que nos amenaza ha tenido influjo alguno en nuestras resoluciones. Por consiguiente, rogamos a Su Majestad, como padre amante del pueblo, unido a usted por lazos de sangre, por leyes, por el afecto, por la fidelidad, que no permita —en aras de un incierto resultado, que nunca podría compensar la infelicidad que su logro implicaría— ninguna otra violación de esos sagrados vínculos. De modo que en un largo y glorioso reinado goce Su Majestad toda bienaventuranza y que esta bienaventuranza caiga sobre sus herederos y los herederos de ellos hasta el fin de los tiempos.

Los delegados norteamericanos en Londres: Bolian, Franklin y Lee, pudieron ser oídos en el Parlamento en apoyo de este memorial, pero su solicitud fue denegada.

Poco después, el cruel decreto, que quitaba a las colonias toda la navegación y la pesca, adquiría el status de ley; y el momento en que se aprobó esta dura ley fue escogido para hacer la única propuesta de conciliación que el Parlamento jamás hizo. Según esta propuesta, que es conocida como el Plan conciliatorio de lord North, las colonias cuyos representantes se comprometieran a contribuir proporcionalmente a las exigencias del imperio y a sufragar, además, los gastos de su administración interna —siempre que el Parlamento y el Rey aprobaran sus ofertas— estarían exentas de todo otro impuesto adicional.

Haciendo de lado que el único propósito de este plan era dividir a las colonias, que fue ofrecido por una mano armada, que la sospechosa condición hacía que las consecuencias favorables de su aceptación fueran muy dudosas, el plan decidió el meollo de la contienda en una forma completamente contraria a los principios de los norteamericanos. El Parlamento renunció a un derecho que evidentemente no le pertenecía, pero renunció a él sólo para ejercer de una vez por todas lo que había querido ejercer ocasionalmente.

La injusticia y la inconveniencia de esta propuesta no podían escapar a las colonias. El segundo congreso general, que se reunió el 10 de mayo de 1775, la rechazó sobre bases cuya fuerza debe sentirla toda mente imparcial:

Si la aceptáramos —dicen ellos en su respuesta a la propuesta británica— expresamente declararíamos el deseo de comprar el favor del Parlamento, sin saber cuál sería su precio. Consideramos superfluo exigirnos, con violencia o amenazas, una contribución proporcional para sufragar las exigencias generales del estado, pues todo el mundo sabe, y el Parlamento debe reconocerlo, que siempre que se nos ha pedido, en forma constitucional, hemos contribuido abundantemente. Es injusto requerir contribuciones permanentes de las colonias en tanto que Gran Bretaña tiene el monopolio de su comercio. Este monopolio es, en sí mismo, la más pesada de todas las contribuciones. Es injusto querer que tributemos doble-

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mente. Si debemos contribuir en la misma proporción que contribuyen otras partes del imperio, que se nos permita, como a ellos, libre comercio con el resto del mundo.

Estos incontrovertibles argumentos estaban muy lejos del lenguaje de la rebelión insolente.Cuando, finalmente, el Congreso resolvió que el país debía armarse, la defensa era todavía su

único y exclusivo objeto. La organización política hacía tiempo había sido destruida sin que ellos tuvieran culpa alguna. Pudieron haber proclamado una nueva organización sobre las ruinas, pero recurrieron a las armas para mantener la misma organización, de la cual las colonias habían sido despojadas con tanta violencia.

La más clara prueba de esta gloriosa moderación es que ellos mismos, una vez iniciadas las hostilidades, y cuando buena parte de los habitantes de Norteamérica exigían medidas más enérgicas, no dejaron de hacer otro intento de lograr lo que deseaban. En medio de las más vigorosas preparaciones para una defensa desesperada, resolvieron, en julio de 17758, enviar otro memorial al Rey, al cual le dieron el significativo nombre de ramo de olivo.

Aun en este último memorial leemos, con asombro, entre otras cosas, lo siguiente:

Dedicados a la persona, la familia y el gobierno de Su Majestad, con la fidelidad que sólo el sentimiento y los principios pueden inspirar, unidos a Gran Bretaña por los mas fuertes lazos que pueden mantener juntas a las sociedades, afligidos por cualquier acontecimiento que pueda debilitar esta unión, solemnemente aseguramos a Su Majestad que nada deseamos más ardientemente que la restauración de la antigua armonía entre Inglaterra y las colonias y una nueva unión, fundada sobre bases permanentes, capaz de transmitir esa bendita armonía a las últimas generaciones y transmitir a una posteridad agradecida el nombre de Su Majestad, rodeado de la gloria inmortal que ha sido conferida en todas las edades a los salvadores del pueblo. Declaramos a Su Majestad que, no obstante todos nuestros sufrimientos en esta infortunada contienda, los corazones de sus fieles colonizadores están muy lejos de desear una reconciliación en condiciones que pudieran ser incompatibles con la dignidad o el bienestar del estado del cual se originaron y al que aman con ternura filial. Si las ofensas que ahora nos agobian hasta el suelo con dolor inexpresable pudieran de alguna forma corregirse, Su Majestad encontrará a sus fieles súbditos en Norteamérica prestos a mantener, preservar y defender los derechos e intereses de su soberano y de la madre patria con sus vidas y sus fortunas.

Este fue el memorial que el señor Penn entregó a lord Darmouth el 10 de septiembre, sobre el cual días más tarde se le informó que ninguna respuesta se le podía dar. Sólo cuando este último intento resultó infructuoso, cuando un estatuto despiadado había puesto a los barcos norteamericanos fuera de la ley, cuando el haber llamado a las armas a tropas extranjeras sólo les había dejado la elección de disolver su organización, con sumisión incondicional, o disolverla con la libre elección de una nueva; sólo entonces el Congreso aprobó la resolución —que la razón y la necesidad prescribían— que declaraba las colonias independientes, pues la independencia era un mal menor que la dependencia de la voluntad arbitraria; y su difícilmente mantenida y dolorosamente defendida dependencia de las antiguas leyes se perdió para siempre.

Por consiguiente, la revolución norteamericana fue, en todos los sentidos de la palabra, una revolución dictada por la necesidad. Inglaterra la había efectuado por sí sola por medio de la violencia. Durante diez largos años Norteamérica había peleado en contra de la revolución y no contra Inglaterra. Norteamérica no buscó la revolución; cedió a ella, impelida por la necesidad, y no porque deseara obtener una situación mejor que la anterior, sino porque deseaba evitar otra peor, que le habían preparado.

Exactamente lo opuesto de todo esto fue el caso de Francia. La revolución francesa fue ofensiva en su origen, ofensiva en su desarrollo, ofensiva en su totalidad y en cada momento característico de su existencia. Así como la revolución norteamericana había sido modelo de moderación en la defensa, la francesa fue modelo sin precedentes de violencia y furia en el ataque. Así como la primera había adecuado rigurosamente sus medidas defensivas a la necesidad, la segunda se hizo cada vez más violenta y terrible en la medida en que había más razones para que fuera menos violenta.

Si los destructores de un trono, los maestros y los héroes de una edad revolucionaria hubieran podido formar el carácter de un príncipe bajo cuyo gobierno empezarían su terrible experimento,

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jamás habrían podido conseguir lo que el cruel destino puso en sus manos. Luis XVI promovió la revolución con los buenos y los malos aspectos de su carácter. De seguro él no estuvo a la altura de las circunstancias en las que le tocó actuar ni a la altura de los peligros que tenía que vencer, pero fueron sus virtudes las que hicieron fatal su falta de energía. Si hubiera sido menos honorable, menos benevolente, menos humano, menos consciente, tal vez habría salvado la monarquía. La triste certeza de que para él era imposible, aunque sólo fuera por un momento, ser un tirano, hizo que él y el estado fueran víctimas de la más vergonzosa y asqueante tiranía que el mundo había visto. Su buena disposición a fomentar todo lo que llevara el nombre de reforma le indujo a adoptar las primeras medidas que sacudieron su trono. Su horror a la violencia le arrancó el cetro de las manos benevolentes. Su integridad fue el mejor aliado de aquellos que lanzaron a Francia y a él al precipicio.

Él vio con simpatía la asamblea de los estados cuyos efectos habían sido preparados con malevolencia mucho antes. Ellos lo premiaron con decretos que lo excluían del gobierno del reino. Él no podía concebir que sus tropas usaran la fuerza contra los primeros insurgentes. Ellos lo premiaron con la insurrección general en la capital y en las provincias. Aun después de haber perdido todo su poder y sufrido tantas aflicciones como las que sólo un monarca derrocado puede conocer, trató de transformar el mal en bien...

Puede sostenerse que casi todo lo que se ha dicho acerca de la resistencia de la corte y de las personas influyentes, acerca de sus conspiraciones, de sus intrigas en contra de la revolución, es una mera fábula. Que los injuriados, los oprimidos, los despojados, no podían ser amigos de los opresores y los ladrones, es evidente; y, en la medida en que el simple odio es resistencia, hubo una enorme resistencia en contra de la revolución; sus dirigentes habían creado ellos mismos las secretas e internas hostilidades de las que a menudo se quejaban. Hubieran tenido que destruir la naturaleza humana para poder lograr que se les perdonara o para que hubiera una disposición a favor de sus crueles acciones. Pero ellos no encontraron resistencia activa, y lo único que podía hacer creíbles sus continuas fricciones de complots, contra-revoluciones, etc., es que ellos merecían todo lo que decían sufrir.

Si seguimos esta revolución a lo largo de su desarrollo, descubriremos que la principal motivación para efectuar mayores usurpaciones, para perpetrar mayores injusticias, para cometer mayores crímenes, siempre fue que uno menor había sido cometido inmediatamente antes. El único motivo para perseguir a unos era que las víctimas ya habían sufrido otras persecuciones. Este fue el carácter de la revolución francesa, en grande y en pequeño. Quienes sufrían debían ser castigados simplemente porque habían sufrido. En ésta, la más amarga de las guerras ofensivas, cautelosamente se evitó todo aquello que ofrecía alguna resistencia, de manera que era más fácil que se perdonara a un enemigo combativo que a otro indefenso.

Los vestigios de la antigua organización, antes que barreras para el poder omnipotente y desolador de la revolución, eran más bien marcas de su victorioso progreso. La organización de 1791 era sólo una corta y voluntaria pausa; una especie de descanso que nadie esperaba fuera largo. La segunda asamblea nacional no tomó ni una sola medida que no fuera un ataque a alguna ruina de la monarquía. El establecimiento de la república no satisfizo a sus autores. La ejecución del Rey apenas si apaciguó la sed de sus carniceros por un momento. En 1793 la sed de destrucción había llegado tan lejos que ya le costaba encontrar algún objeto que la satisficiera. El conocido dicho de que Robespierre deseaba reducir la población de Francia a la mitad se fundaba en la viva sensación de que era imposible saciar la revolución con algo menos que tal hecatombe.

Cuando en el país ya no había nada que atacar, el frenesí ofensivo se dirigió contra los estados vecinos y, finalmente, en solemnes decretos, declaró la guerra a toda sociedad civil. Ciertamente no fue por falta de decisión en quienes conducían la guerra por lo que Europa logró preservar algo, además del "pan y el hierro". Afortunadamente, ninguna fuerza era suficientemente grande para apoyar por mucho tiempo tal voluntad. El inevitable agotamiento de los atacantes y no la fuerza o el mérito de la defensa que se hizo fue quien salvo a la sociedad, y finalmente redujo los talleres en que se fabricaban armas de destrucción a su función benéfica.

Puesto que la revolución norteamericana fue defensiva, terminó ni el punto en que había vencido al ataque que la había causado. La revolución francesa, fiel a su carácter de una revolución ofensiva, tenía que continuar mientras hubiera algo que atacar.

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IV

LOS FINES ESPECÍFICOS DE LA REVOLUCIÓN AMERICANAY LA "HYBRIS" DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

La revolución norteamericana, en todos los estadios de su desarrollo, tenía un objetivo definido y procedió dentro de límites establecidos y en una dirección específica hacia ese objetivo. La revolu-ción francesa nunca tuvo un objeto definido y, en mil direcciones que se cruzaban, se movió en el espacio ilimitado de una voluntad arbitraria y de una anarquía sin fin.

Era parte de la naturaleza de una revolución defensiva, como la norteamericana, perseguir fines específicos. La peculiar situación y el peculiar carácter de los norteamericanos le dieron esta cualidad moderada y benéfica al desarrollo de su revolución. Hubo dos períodos principales: el que va desde el inicio de la contienda en 1765 hasta la declaración de independencia en 1776, y el que va desde la declaración hasta la paz con Inglaterra.

En el primer período, los pueblos y las provincias, y después los miembros del congreso general, sólo perseguían salvaguardar su organización y sus derechos y libertades de las usurpaciones del Parlamento británico. Y creo haber mostrado con claridad, en secciones precedentes de este ensayo, que todas las medidas que ellos tomaron durante ese crítico período estaban diseñadas para preservar y no para conquistar, para resistir innovaciones y no para buscarlas; para defender y no para atacar.

Durante el segundo período apareció, en verdad, un objetivo distinto del que hasta entonces habían perseguido: el jefe del Parlamento británico obligó al congreso a declarar la independencia de las colonias, pero aun esta decisiva medida no lanzó a Norteamérica al precipicio de la ilegalidad o al resbaladizo camino de quiméricas y extravagantes teorías. La maquinaria del gobierno estaba y continuó completamente organizada: la revolución despojó al Rey del poder del veto sobre decisiones legislativas, que era casi la única prerrogativa esencial que en su calidad de soberano de las colonias ejerció. Pero cada provincia se preocupó de que esta importante función la desempeñara otra autoridad diferente de la legislativa, y sólo Georgia y Pennsylvania confiaron el poder legislativo a un senado unitario. Los gobernadores reales, quienes hasta entonces habían estado encargados del poder ejecutivo, fueron reemplazados por otros, escogidos por las propias provincias; y puesto que los anteriores gobernadores, por causa de la gran distancia a que se encontraban de la madre patria, siempre habían tenido poderes altamente discrecionales e independientes, este cambio no se sintió mucho. Las exigencias inmediatas de la vida social, la administración local, la policía y el curso de los procedimientos judiciales continuaron como antes. Sólo el débil lazo que había atado Norteamérica a Inglaterra fue roto. No se alteró ninguna de las relaciones internas. Todas las leyes permanecieron vigentes. Las condiciones de las personas y de la propiedad no sufrieron ninguna otra revolución que no fuera la que acarreó la revolución misma. "El pueblo", afirma el bien informado historiador norteamericano Dr. Ramsay, "apenas se dio cuenta de que se había efectuado un cambio en su organización política."

Puesto que los promotores y realizadores de la revolución norteamericana supieron, desde el principio, exactamente hasta dónde llegarían y dónde debían detenerse; puesto que la nueva existencia de su país, las constituciones de las diversas provincias y aun la organización del gobierno federal les fueron prescritas, al menos en sus principios; puesto que su propósito de ninguna manera era erigir un nuevo edificio, sino preservar el viejo y liberarlo de engorrosos andamios externos, y puesto que nunca pensaron reformar, en la acepción estricta del término, ni siquiera su propio país, y menos aún el mundo entero, evitaron el más peligroso de todos los escollos, que en nuestro tiempo amenaza a los instigadores de cualquier gran revolución, cual es la mortífera pasión de hacer experimentos políticos con teorías abstractas y sistemas aún no probados. Al juzgar la revolución norteamericana, es de la mayor importancia no perder de vista este hecho, mayormente porque ciertas expresiones en las primeras resoluciones del congreso, las opiniones de algunos escritores y, especialmente, porque las frecuentes referencias de los primeros dirigentes de la revolución francesa al ejemplo de sus predecesores en Norteamérica, han apoyado y difundido en otros países la opinión de que los norteamericanos iniciaron las especulaciones, revolucionarias y abrieron el camino hacia la anarquía sistemática.

Es cierto que la declaración de independencia publicada por el congreso en nombre de las colonias es precedida de una introducción en la que se consideran los derechos naturales e inalienables de la humanidad como el fundamento de todo gobierno.

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No es menos cierto que después de esta afirmación, tan vaga y tan expuesta a mala inteligencia, hay unos principios, no menos definidos y no menos susceptibles de ser mal entendidos, de los cuales se podría inferir que el pueblo tiene un derecho ilimitado de cambiar su sistema de gobierno y aquello que, en el nuevo lenguaje revolucionario, se llama su soberanía. También es cierto que la mayoría de las constituciones de los Estados Unidos contienen esas ociosas declaraciones de derechos, tan peligrosas en su aplicación, las cuales tanta miseria causaron a Francia y al mundo civilizado en un período posterior. Sin embargo, tanto como uno hubiera deseado que los legisla-dores norteamericanos se abstuvieran de esta vacía pompa verbal; que se limitaran a los claros y legales motivos de su resistencia —y una resistencia que al principio fue constitucional y luego se hizo necesario que se mantuviera dentro de los límites de sus indiscutibles derechos— no puede escapar a la atención de quienes estudien cuidadosamente la historia de su revolución que ellos no permitieron que estas ideas especulativas tuvieran el menor influjo sobre sus resoluciones y sus medidas prácticas, ideas que, equivocadamente, creyeron necesarias para justificar el primer paso9, pero aquí el dominio de la especulación vacía fue abandonado para siempre.

En todo el proceso de la revolución norteamericana jamás se invocaron los derechos del hombre para justificar la destrucción de los derechos de un ciudadano. Nunca se usó la soberanía del pueblo como pretexto para socavar el respeto a las leyes y los cimientos de la seguridad social. Jamás se dio el caso de un individuo, ni de una clase de individuos o sus representantes, que se escudara en la declaración de derechos para escapar a la obligación positiva o para dejar de obedecer al soberano común. Finalmente, nunca se le ocurrió a ningún legislador o estadista en Norteamérica atacar la legalidad de constituciones extranjeras y establecer la revolución norteamericana como una nueva época en las relaciones generales de la sociedad civil.

Aquello que de vez en cuando decían algunos escritores debe distinguirse cuidadosamente de los principios y la forma de pensamiento de los norteamericanos que fueron reconocidos y admirados como ejemplos y autoridades, pero especialmente de aquellos que participaron activamente en el nuevo gobierno. Ciertamente hubo en Norteamérica un Thomas Paine, y no negaré que su celebrada obra influyó en ciertos grupos, y en esa medida contribuyó a promover la revolución10.

Pero juzgar el espíritu y los principios de la revolución norteamericana por esa obra sería injusto, como lo sería confundir a los dirigentes activos de la revolución inglesa de 1688 con los autores de alguna sátira popular contra los Estuardos, o confundir la oposición de lord Chatham con la del señor Wilkes. Cuando en 1776 apareció la obra de Paine, la revolución norteamericana hacía tiempo que había adquirido su forma y consistencia general, y los principios que para siempre la caracterizarían ya estaban vigentes. En ninguna decisión pública, en ningún debate público, en ningún documento del congreso se encuentra la más remota aprobación, tácita o expresa, de una política revolucionaria sistemática. Y ¡qué contraste el que hay entre la declamación rapsódica y extravagante de Paine y el tono moderado, suave y considerado de las cartas y los discursos de un Washington!

La claridad de los objetivos, la uniformidad de los medios y la moderación de los principios que caracterizaron a la revolución norteamericana en todos sus períodos también dieron a la guerra que la estableció y la completó un carácter preciso, definido y, en consecuencia, menos formidable. Todos los males que generalmente acompañan a las guerras, y especialmente a las guerras civiles, estuvieron presentes en ésta. Pero puesto que tenía un solo objeto, que era claramente conocido y situado dentro de estrechos límites, sus posibles resultados y sus posibles consecuencias, y asimismo su posible duración, podían ser calculados en cada caso.

Norteamérica tenía que mantener o perder su independencia. En esta sola alternativa estaba comprendido el destino total de la contienda; y cualesquiera que fueran los efectos de cualquiera de los dos acontecimientos en un futuro lejano, ni la victoria del Parlamento británico ni la del Congreso norteamericano podrían alterar el balance de Europa o poner en peligro su paz. La paz que concluyó la guerra norteamericana logró para la nueva república federal la existencia independiente de Inglaterra, por la cual exclusivamente había luchado, e inmediatamente después estableció con aquellos estados, incluida Inglaterra, las relaciones que los comunes deseos y las comunes leyes de las naciones requieren que haya entre estados civilizados.

Es cierto que en tiempos posteriores la revolución norteamericana tuvo un influjo determinante sobre los acontecimientos que en la actualidad hacen gemir a Europa, pero sería injusto no reconocer que este influjo sólo fue accidental. En el origen de la revolución norteamericana no había nada que pudiera justificar otra revolución o las revoluciones en general. Ningún estado en el cual no se dieran nuevamente todas las extraordinarias circunstancias de las colonias podría considerar su conducta

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como justificación de una conducta similar y adoptar los principios sobre los que ellas actuaron. La precisión y legalidad de su objetivo excluyen cualquier aplicación de estos principios a revoluciones que no pueden mostrar un objetivo igualmente específico y un derecho igualmente claro de perseguir ese objetivo.

La sabia moderación que los dirigentes de la revolución norteamericana introdujeron en todas sus declaraciones y en todas las medidas que tomaron; su gloriosa aversión por toda extravagancia, manifestada aun por aquellos que actuaban con entusiasmo; su alejamiento de lo que podría llamarse proselitismo o propaganda; todas estas características de su actuación deben, desde un punto de vista legal, proteger para siempre a la humanidad de las consecuencias maléficas de esta revolución, cuyos únicos vestigios deben ser la prosperidad de un gran pueblo y, sobre todo, la sana advertencia que hizo a las potencias de la tierra contra todo ataque a los derechos y constituciones de los estados, ya fuera por ambición o por un espíritu de innovación.

Sería muy injusto culpar a los norteamericanos de los males que el mal entendido y mal empleado ejemplo de su revolución ha producido en los últimos tiempos. Fue la obra de un demonio hostil haber condenado a las postrimerías del siglo dieciocho a ver las yemas de la destrucción nacer de los acontecimientos más benéficos, y las más venenosas frutas, de las flores de sus mejores esperanzas.

El contraste entre la revolución francesa y la norteamericana, cuando se las compara respecto de sus objetivos, no es menor que el que resulta de compararlas respecto de su origen y desarrollo. Así como la mayor precisión de objetivos y, en consecuencia, de principios y medios, caracterizó a la revolución norteamericana mientras duró, así la carencia de precisión en sus objetivos y, en consecuencia, un constante cambio en la elección de medios y en la modificación de principios, fue una de las más tercas, esenciales, y ciertamente una de las más terribles características de la revolución francesa. Su historia no es más que una larga serie de ininterrumpidos desarrollos de ese extraordinario fenómeno. Aunque esta circunstancia no tenga precedente, no asombrará a quien reflexione sobre su origen y naturaleza, pues tan pronto como en una gran empresa se da un paso completamente fuera de los límites de derechos específicos y se declara legal todo aquello que inspira la imaginaria necesidad o la pasión descontrolada, inmediatamente se ingresa en el campo ilimitado de la voluntad arbitraria. Y una revolución que sólo se funda en el ataque a la organización existente necesariamente llegará a todos los extremos que puedan imaginarse y a la culpabilidad criminal.

Cuando, por causa de la impotencia y los errores del gobierno y el éxito que coronó a sus primeros enemigos, se disolvió a la antigua organización de Francia, todos aquellos que se interesaron por la revolución (que fueron muchísimos, precisamente porque nadie sabía qué significaba "revolución") estaban de acuerdo en que debía efectuarse un cambio esencial y completo de la organización política del estado. Pero hasta dónde llegaría el cambio, hasta qué punto debía mantenerse el antiguo orden y cómo había de organizarse el nuevo, respecto de esto no había dos personas que estuvieran de acuerdo. Si nos circunscribimos sólo a las opiniones de aquellos que en esta época de ilimitada anarquía escribieron o hablaron en público, pronto nos convenceremos de que entonces no había en Francia dos, tres o diez sectas o partidos políticos, sino miles de ellos. La imposibilidad de señalar tantas variantes individuales, distinciones, sub-distinciones y matices de todas clases obligó a los contemporáneos a clasificar la infinita variedad de opiniones en ciertos grupos, y de esa manera borrar los nombres de realistas puros, de completos e incompletos monarquistas, de feuillants, de jacobinos, etc. Sin embargo, cada uno de estos partidos podía tener tantos sub-partidos como afiliados.

Algunos de estos partidos se basaban en la monarquía limitada, en la acepción británica del término; otros sobre infinidad de modificaciones a la constitución y eran monárquicos sólo de nombre; otros desde el principio quisieron ver en la revolución sólo un paso de transición hacia la total abolición de la monarquía. Estos últimos sentenciaron a muerte todos los privilegios de las clases altas; otros deseaban dejarles la prerrogativa del rango. Algunos abogaban por la reforma de la organización de las iglesias; otros por la destrucción de la religión. Algunos mostraban clemencia en esta general destrucción, al menos respecto de los derechos de propiedad; otros deseaban someter todo el derecho positivo a la hoz de la igualdad.

La constitución de 1791 fue un intento desesperado e impotente de reconciliar todas estas teorías y los muchísimos intereses y la ambición y la vanidad que iban de la mano con ellos. Desde luego, el intento fracasó, pues por causa de la total y absoluta imprecisión y la imposibilidad de descubrir el objetivo final de la revolución, cada ciudadano francés creía que él tenía tanto derecho de mantener

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su opinión y perseguir sus propios propósitos como los miembros de un comité. Además, no se sabía con certeza si los mismos autores directos de esta impráctica constitución la consideraban como algo definitivo.

Bajo el abrigo de la inexpresable confusión, en la cual la tormenta de los primeros debates envolvió al país, surgió el único partido consistente, el que siempre había sostenido la opinión de que sería una locura poner límites a la revolución francesa. Este partido, al igual que los demás, tenía una multitud de subdivisiones y sistemas a menudo en conflicto. Pero todos aquellos que lo formaban estaban de acuerdo en que la revolución debía considerarse como uno de esos acontecimientos que dan una nueva forma a la sociedad y que debe envolver a toda la humanidad y no como algo local. El teatro que Francia ofrecía a su sed de destrucción era demasiado pequeño para la ambición o el entusiasmo de este insaciable partido. Deseaban destruir el mundo y empezar una nueva era para la humanidad. Que éste era su propósito, aun antes de la revolución, no es necesario que lo aprendamos de los cuentos de proselitismo y los misterios de los illuminati. Sus propios escritos lo prueban más allá de toda duda.

Para aproximarse a la realización de tan gigantesco plan, primero tenían que destruir los últimos vestigios de la forma monárquica de gobierno en Francia. Es difícil sostener que después de lo que había sucedido a partir de 1789 no tenían ellos tanto derecho de fundar una república como lo tenían los llamados monarquistas de introducir una democracia real. Lo único que militaba en contra de ellos, en lo que respecta al derecho, era el juramento que habían hecho con todos los otros de apoyar la constitución de 1791. Pero después de que tantas promesas habían sido rotas, sólo cabezas vacías podían suponer que una mera formalidad sería capaz de contener el torrente. En el preciso momento en que tranquilizaban a unos cuantos crédulos con el grito de "la constitución o la muerte", ellos ponían la bomba que haría estallar todo el edificio.

Pero precisamente en este importante momento se vio en una nueva y terrible luz la absoluta vaguedad del objetivo de la revolución francesa, es decir, su principal característica. Se había proclamado la república, pero esta república era una palabra sin significado específico, el cual todos creían que podían explicar de acuerdo con sus inclinaciones y con los caprichos que ellos llamaban principios. Había tantos sistemas republicanos compitiendo por la hegemonía como partidos monárquicos había habido. Francia fue ensangrentada para decidir si Brissot o Marat, los federalistas, los unionistas, los girondistas, o los montañeses o los dantonianos... debían elaborar una constitución republicana. Sólo la fuerza podía decidir el resultado de esta horrible contienda y la victoria debía necesariamente ser para el más audaz.

Después de que durante casi un año le desgarraron las entrañas a su país, sin poder ponerse de acuerdo acerca de la forma de su república, una facción audaz finalmente encontró el extraño plan de crear el estado revolucionario en sí mismo como un gobierno provisional; y bajo el nombre de gobierno revolucionario creó lo que se llamó el reinado del terror —un monumento monstruoso y sin precedentes al error y al frenesí, que en tiempos venideros hará que la historia de nuestros tiempos parezca una fábula—. Una facción menos cruel derrocó y asesinó a los inventores de esta gigantesca villanía. Un poco más tarde, otra facción diseñó un nuevo código de anarquía, que se llamó la constitución del tercer año. Es bien conocida la serie de revoluciones y contrarrevoluciones por medio de las cuales también la constitución fue conducida a su inevitable destrucción.

Precisamente en este tiempo, cuando el partido republicano obtuvo el poder supremo, estalló la lucha entre ellos y la mayoría de los estados europeos. Ellos habían proclamado la destrucción de to -dos los gobiernos. Habían declarado que entre su revolución y aquellos que la rechazaban ya no podía haber ninguna relación. Habían exonerado a todos los súbditos de la obediencia que debían a sus gobiernos. La revolución se preparó contra Europa y Europa contra la revolución, una guerra con la cual sólo las más temibles guerras religiosas pueden compararse. Por parte de los estados aliados no podía haber duda acerca del objetivo correcto de esta guerra. Pero, por parte de Francia, el objetivo fue tan indefinido como el de la revolución misma.

Algunos de ellos —Robespierre, por ejemplo— sólo deseaban mantener el derecho de transformar a su país en carnicería, con impunidad, y reducir a sus habitantes a la mitad. Otros habían elaborado extensos planes de conquista y deseaban realizar para Francia los sueños que la ambición había dictado anteriormente a Luis XIV. Otros más habían jurado nunca deponer sus armas hasta que hubieran logrado que los principios de la revolución triunfaran en todo el mundo civilizado o al menos hubieran sembrado el árbol de la libertad, desde Lisboa hasta el mar del Norte y hasta los Dardanelos.

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Esta guerra, con cortos intervalos de una paz insegura y traicionera, ya ha desolado la tierra durante ocho largos años. Sin duda ya ha perdido su alcance durante algún tiempo y mucho de su carácter original, y ya casi se ha transformado en una guerra común. Sin embargo, cómo y cuándo terminará, todavía es un problema que avergüenza a la inteligencia humana. La suerte de la revolución francesa está, en buena medida, atada a la suerte de esta guerra, pero su resultado final depende de una infinidad de combinaciones. Tal vez todavía no ha habido ninguna persona que pueda siquiera imaginar cuál será ese resultado. Cuando una gran masa del mundo físico se desvía de repente de su centro de gravitación y se lanza con prodigiosa fuerza al vacío, es mucho más difícil determinar el punto en que se detendrá que suponer la continuación de su movimiento. Y, en verdad, puesto que la pregunta: ¿Quién podía tener derecho de empezar tal revolución? no ha sido contestada, nada es más difícil de contestar que esta otra: ¿A quién le pertenece el derecho de terminarla?

La revolución norteamericana tuvo una resistencia mucho menor y pudo, por esa razón, formarse y consolidarse en una forma más fácil y más simple. La revolución francesa, en cambio, retó a casi todos los sentimientos humanos y todas las pasiones a la más vehemente resistencia y, por consiguiente, sólo pudo abrirse paso por medio del crimen y la violencia.

Antes de la revolución, las colonias norteamericanas habían alcanzado un alto grado de estabilidad, y la supremacía del gobierno británico en Norteamérica era menos la de un soberano inmediato que la de un producto superior. Por esta razón la revolución norteamericana tuvo la apariencia de ser una guerra contra un poder extranjero más que una guerra civil.

El sentimiento común de que su causa era justa y un interés común en su resultado deben haber animado a la gran mayoría de los habitantes de Norteamérica. Los gobernadores reales y las pocas tropas de su majestad constituían el único partido de oposición permanente. Si algunos ciudadanos independientes se hicieron del lado del ministerio —por principio o por inclinación—, ellos eran demasiado débiles para ser peligrosos para los demás, y la impotencia misma los protegía contra el odio y la intolerancia de sus conciudadanos.

En las colonias no había prerrogativas personales, distinciones de rango que no fueran las que se originaban en los cargos públicos. Por causa de lo reciente del establecimiento de la sociedad civil, la propiedad estaba mucho más distribuida que en los países del viejo continente y las relaciones entre los ricos y las clases trabajadoras eran más sencillas y, por consiguiente, más benéficas. Puesto que la revolución alteró muy poco la organización interna de las colonias; puesto que sólo disolvió una conexión externa que los norteamericanos siempre habían considerado una carga más que una ventaja, no había ninguno, con la posible excepción de los pocos que participaban en la administración del país, que tuviera un interés inmediato o esencial en preservar la antigua organización. Lo que tenía de bueno y útil permaneció incólume. La revolución sólo eliminó lo que había sido opresor.

¡Cuán infinitamente diferente fue la situación de Francia en este respecto! Si la revolución francesa se hubiera contentado con destruir la antigua organización, sin atacar los derechos y las posesiones de las personas, habría, sin embargo, sido contraria a los intereses de una numerosa e importante clase de personas, aquellas que, por causa de la disolución de la antigua forma de gobierno, perdieron sus cargos y sus ingresos, y que por sí solas hubieran formado una poderosa oposición. Pero cuando en su desarrollo la revolución ya no respetó ningún derecho privado, cuando declaró que todas las prerrogativas políticas eran usurpaciones y despojó a la nobleza no sólo de sus privilegios reales sino también de su rango y título, robó al clero sus posesiones, su influencia y hasta su dignidad, quitó arbitrariamente a los dueños de propiedades la mitad de sus ingresos, convirtió a la propiedad misma en algo incierto y equívoco por medio de constantes violaciones del derecho de propiedad, mantuvo la espada sobre las cabezas de todos aquellos que tenían algo que perder, por medio de la adopción de principios de la más peligrosa tendencia, y agravó la infelicidad que por doquier regó, por medio del ridículo y el desprecio que atribuyó a todo aquello que tuviera el nombre de posesión o privilegio, en esas circunstancias la revolución no podía menos de acumular en contra de sí una gran resistencia que no podía ser dominada con medios ordinarios.

Si los amigos de la revolución francesa declararan que esta circunstancia fue meramente accidental, si atribuyeran sólo a la buena fortuna de la nación norteamericana el hecho de que no encontraron impedimentos locales para el establecimiento de su nueva organización y a la mala fortuna de los franceses que tuvieran que luchar contra muchos enemigos obstinados, si consideraran el primer caso sólo como algo envidiable y el segundo como algo que sólo merece compasión, el

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observador imparcial nunca olvidará cuánto mérito había en la buena fortuna y cuánta culpa en la mala.

Los norteamericanos fueron suficientemente sabios para circunscribirse a los límites que el derecho y la naturaleza de las cosas les marcaron. En su atolondramiento, los franceses no aceptaron los mandatos del más claro derecho ni de la naturaleza. Eran tan orgullosos que creyeron poder dominar a la imposibilidad con el brazo de la violencia, y tan atrevidos que creyeron que el más claro derecho debía ceder a las máximas de su arbitraria voluntad. La resistencia de que se quejaban podía preverse con certeza, pues residía en las leyes inalterables de los sentimientos y las pasiones humanas; era una resistencia justa, era necesaria, era imposible creer que no se haría sentir. Aquellos que la habían provocado por medio de las más crueles injurias la declararon punible y castigaron a millares cuyo único crimen consistía en rehusar alegrarse de su propia ruina. Pero esta doble injusticia creó una nueva resistencia que sólo podía ser dominada por nuevos actos de violencia. De manera que, por fin, en el bárbaro código de la revolución, el sufrimiento mismo constituía una ofensa imperdonable. El temor a una justa reacción condujo a los autores de estas medidas opresoras a otras de más profunda crueldad en contra de las víctimas de los primeros crímenes; y el suponer que un odio natural e inevitable se suscitaría en contra de ellos por causa de sus crímenes fue razón suficiente para tratar a todos aquellos que inmediata y activamente no se asociaban a ellos como delincuentes que merecían la muerte.

Aun cuando la revolución norteamericana nunca se vio envuelta en este horrible laberinto, en el cual todo crimen anterior fue la única justificación de cientos de crímenes posteriores, tampoco escapó completamente al infortunio que parece ser inseparable de todos los cambios violentos en las relaciones civiles y políticas de la sociedad. Lo pequeño de la resistencia que encontró y la moderación de quienes la dirigieron protegió a la revolución norteamericana de la multitud de medidas crueles, desesperadas y deshonorables que han anunciado otras revoluciones, pero sus mejores amigos no se atreverían a afirmar que estuvo totalmente exenta de violencia e injusticia. La amargura en contra del gobierno inglés a menudo degeneró en persecución... El odio entre los amigos de la independencia y los partidarios del ministerio inglés —los whigs y los tories, como se les llamó, siguiendo la nomenclatura de los antiguos partidos ingleses— estalló a veces en violentas escenas que destruyeron la armonía de las comunidades y a veces hasta de las familias. El trato cruel que a veces se dio a los prisioneros hace recordar la característica peculiar de la guerra civil. Los derechos de propiedad a menudo fueron violados en algunos estados y en algunas comunidades, y, en algunos pocos casos, con la cooperación de la suprema autoridad. La historia de los descendientes del gran y benévolo Penn, quien fue sacado del paraíso que él había creado y luego forzado, al igual que otros que eran leales a Inglaterra, a buscar refugio en la generosidad de ese país, no constituye ciertamente una página honorable en los anales de los Estados Unidos de Norteamérica.

Pero ¿qué son estos casos aislados de injusticia y opresión si se les compara con el torrente universal de ruina y de miseria que la revolución francesa echó sobre Francia y sobre todos sus vecinos? Si aun en Norteamérica el odio privado o las circunstancias locales amenazaron la propiedad y la seguridad personal, si en casos aislados las autoridades fueron instrumento de la injusticia, de la venganza y de la persecución, el veneno nunca se difundió por el cuerpo social. Nunca, como sucedió en Francia, fue el desprecio por todos los derechos y por los simples preceptos de humanidad transformado en máxima de legislación y en prescripción absoluta de la tiranía sistemática. Si en Norteamérica la confusión del momento, el impulso de la necesidad o la erupción de las pasiones a veces hicieron infelices a los inocentes, jamás, al menos nunca como sucedió en Francia, la razón misma —la abusada e insultada razón— subió al teatro de la miseria para justificar solemnemente, recurriendo a sangre fría a principios y a deberes, estas confusiones revolucionarias. Y si en Norteamérica algunas familias y distritos sintieron la bota de la revolución y de la guerra, nunca, al menos nunca como sucedió en Francia, se decretaron confiscaciones, exilios, encarcelamientos y muertes en masa.

Cuando concluyó la revolución norteamericana, el país se ocupó rápidamente de establecer una nueva, feliz y próspera organización. Por supuesto que la revolución no había causado destrozos esenciales. Los lazos del orden público permanecieron más o menos tranquilos durante la larga y sangrienta contienda, la industria habría sufrido muchas violentas interrupciones, las relaciones de propiedad, el cultivo de la tierra, el comercio interior y exterior, el crédito público y privado, todos habían sufrido por causa de las tormentas revolucionarias, por la inseguridad de las relaciones exteriores y especialmente por la devaluación del papel moneda11.

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Una descripción de las condiciones en que la revolución ha dejado a Francia es una tarea demasiado compleja para ser intentada aunque fuera sólo de paso. La misma idea de un resultado final de una revolución como ésa todavía tiene que ser indefinida y tal vez aventurada. Pero sí se puede afirmar con certeza que comparar los resultados de la revolución francesa y los de la norteamericana es algo que no puede ser ni siquiera concebido.

Podría continuar el paralelo entre las dos revoluciones respecto de muchos otros aspectos. Creo, sin embargo, que los cuatro principales puntos de mira que he expresado con relación a la legalidad del origen, el carácter de la conducta, la calidad del objetivo y la medida de la resistencia cumplen el propósito que me trace. Y me parece suficientemente evidente que cualquier paralelo que se establezca entre estas dos revoluciones servirá mucho más para establecer diferencias que para establecer similitudes entre ellas.

NOTAS

1. Por ejemplo, entre todos los estadistas y escritores que hablaron o escribieron a favor o en contra de la revolución norteamericana sólo hubo dos que previeron que la pérdida de las colonias no representaría una desgracia para Inglaterra. Uno de ellos, Adam Smith, era poco leído y tal vez poco comprendido. El otro, Dean Tucker, era considerado como un visionario excéntrico.

2. En tanto que los colonizadores encontraran superior ventaja en el cultivo de la tierra, probablemente podrían soportar su dependencia. Pero cuando llegara el período crítico, cuando en el natural progreso de la sociedad una considerable parte del capital fuera invertido en la industria, el monopolio inglés se haría insoportable.

3. Lord North declaró formalmente en el Parlamento que, después de lo que había sucedido, una derogación de todos los nuevos impuestos no podría hacerse mientras Norteamérica no se postrara a los pies de Gran Bretaña.

4. Este gran hombre —quien, fiel a los principios de la antigua sabiduría y animado por el más grande celo por la gloria y el bienestar de su país, el cual bajo su administración había alcanzado el zénit de su grandeza, consideraba la separación de las colonias como el peor de los males— dijo, entre otras cosas, en un impresionante discurso con el cual había introducido la moción de que se retiraran las tropas de Boston, el 20 de enero de 1775: "Yo les anuncio, mis lores, que algún día nos veremos forzados a derogar estas opresoras regulaciones; deben ser derogadas; ustedes mismos las retirarán; se lo prometo; arriesgo mi reputación en ello; me agradaría que se me considerara un idiota si no son derogadas.»

También es muy interesante el hecho de que la desaprobación de las medidas contra Norteamérica no está circunscrita a los que entonces eran partidarios de oposición, sino que era compartida por varios de los principales ministros. El duque de Grafton, quien fue primer lord del Tesoro de 1766 a 1770 y guardasellos del Rey de 1771 a 1775, siempre se manifestó en contra del sistema vigente. Los mismos sentimientos fueron atribuidos al conde de Darmouth, secretario de estado para Norteamérica. Se decía que el mismo lord North, quien desde 1770 era considerado primer ministro en deliberaciones de gabinete, a menudo sostuvo puntos de vista distintos de los que más tarde apoyó en el Parlamento. Pero nada puede ser más sorprendente que el hecho de que en uno de los más violentos debates que tuvo lugar en la cámara de los lores, hasta lord Mansfield, un hombre altamente estimado y de grandes talentos, considerado por el partido de los whigs como un partidario exagerado de los derechos de la Corona y

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como uno de los peores enemigos de los norteamericanos, arrastrado por el calor del debate declarara formalmente que la creación de impuestos de importación en 1767 había sido la más absurda y perniciosa medida que pudo haberse tomado y había sido la verdadera causa de todas las posteriores desgracias.

5. La mayoría de las colonias fueron fundadas antes de la mitad del siglo diecisiete, y todas fueron fundadas antes de la revolución de 1688. La provincia de Georgia, la colonia que está más al sur y que originariamente formó parte de Carolina del Sur, fue la única que recibió una constitución separada desde el principio del siglo dieciocho (1732) y la única en cuya fundación y mantenimiento el gobierno británico había incurrido en algún gasto.

6. Esta es, sin lugar a duda, la mayor objeción que puede hacerse en contra de las formas mixtas de gobierno. Afortunadamente, debe reconocerse que la probabilidad de tal disolución es tanto menor cuanto más la organización se acerca a la perfección. Pues en la medida en que una de las autoridades constituidas puede fácilmente resistir a la otra, menor será la necesidad de recurrir a las armas. Por otra parte, en la medida en que el balance es imperfecto, mayor será el peligro de la guerra civil. En esto reside precisamente la evidente superioridad de la organización británica sobre todas las demás formas complejas de gobierno que han sido o que probablemente jamás serán diseñadas.

7. En muchos lugares, las personas nombradas para recaudar el impuesto del timbre fueron colgadas o decapitadas, pero sólo simbólicamente.

8. Se dice que un poco antes el Congreso había resuelto hacer una declaración en la cual las colonias ofrecían "en el futuro, en tiempo de guerra, hacer contribuciones extraordinarias, y, además, siempre que se les permitiera el libre comercio, pagar anualmente durante cien años una suma suficiente para cancelar la totalidad de la deuda británica", pero que ya no la aprobaron sólo porque se supo de las nuevas medidas hostiles del Parlamento.

Este extraordinario hecho, sin embargo, lo menciono sólo basado en las declaraciones de un escritor —un severo crítico del ministerio, aunque muy bien informado—. Se trata de BELSHAM, Memoirs of George III, vol. 2, p. 166.

9. Creo que en la primera sección de este ensayo he mostrado con claridad la legalidad de la revolución norteamericana, sobre la base de principios legales. Sin embargo, se observará que en ese análisis la esfera de los derechos inalienables del hombre, la soberanía del pueblo y principios similares ni siquiera se mencionan.

10. La opinión generalizada, así como el testimonio unánime de todos aquellos escritores conocidos que han estudiado los asuntos norteamericanos, no ponen en tela de juicio este hecho, aun cuando por el honor de los norteamericanos yo con todo gusto lo cuestionaría. Su Sentido común es un panfleto tan despreciable, casi en toda su extensión, y tan alejado del buen sentido como todos los otros por los cuales se le ha llegado a conocer. Para apreciar el carácter y orientación de esta obra, que tal vez nunca ha sido juzgada como se lo merece, y para llegar a la conclusión de que fue diseñada exclusivamente para impresionar a las mayorías y, especialmente, a ciertas sectas religiosas que se encontraban ampliamente diseminadas en Norteamérica, el lector sólo tiene que descubrir el espíritu de los argumentos favoritos del autor, extraídos todos del Antiguo Testamento, y el absurdo razonamiento con el cual no ataca al Rey de Inglaterra, sino a la monarquía en general, llamándola una invención atea.

Si una obra de tal naturaleza pudo haber causado la revolución norteamericana, lo mejor que pudieron haber hecho hombres razonables era no ocuparse más de tal acontecimiento. Pero siempre fue considerada, por los más sabios y mejores hombres, sólo como un instrumento para convertir a la causa común a las mentes más débiles.

La diferencia entre este escritor y las grandes autoridades sobre la revolución norteamericana, tales como Dickinson, John Adams, Jay, Franklin, etc., se verá mejor si observamos la diferencia entre los dos partidos en Inglaterra que accidentalmente, persiguiendo el mismo objetivo, pero difiriendo mucho en la elección de medios y argumentos, se pronunciaron ambos a favor de esa revolución. Quien compare, por ejemplo, los escritos del doctor Price (quien, pese a sus muchos errores, no merece ser puesto en la categoría de Paine) con los escritos y discursos de Burke durante la guerra norteamericana, a veces le costará convencerse de que ambos están luchando por lo mismo y, en realidad, sólo nominalmente ambos argumentaban a favor de lo mismo.

Otra prueba indirecta, aunque no carente de importancia, de la exactitud y necesidad de hacer la distinción que aquí se señala la constituye la indudable aversión de la mayoría de los grandes estadistas norteamericanos por la revolución francesa y por todo lo que después de 1789 ha sido llamado principios revolucionarios. Una anécdota, de la cual fue testigo Brissot, prueba cuán temprano ya existía dicha aversión. En una conversación que él tuvo con el señor John Adams, actual presidente de los Estados Unidos, poco antes del inicio de la revolución francesa, Adams le dijo que estaba convencido de que por medio de la inminente revolución Francia no lograría ni siquiera la libertad de que gozaba Inglaterra, y lo que es aún más importante, que los franceses no tenían el derecho de efectuar la revolución que

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planeaban. Brissot trató en vano de combatirlo, recurriendo al contrato original, a la imprescriptibilidad de los derechos del pueblo y a similares declamaciones revolucionarias. BRISSOT, Nouveau Voyage dans les Etats Unis de L'Amerique, vol. I, p. 147.

11. En ningún punto es la similitud entre la conducta de los dirigentes de la revolución francesa y de la norteamericana tan impresionante como en esto. Sin embargo, es preciso no olvidar que los norteamericanos fracasaron, en parte, por causa de su inexperiencia, y, en parte, por necesidad, mientras que en Francia sabían muy bien lo que estaban haciendo y abrieron y ampliaron el precipicio deliberadamente.

La historia de las emisiones de assignats en Norteamérica es casi la misma que la historia de las emisiones en Francia, sólo que en menor escala y sin estar acompañada de increíble crueldad. El súbito salto de dos millones a doscientos millones de dólares; la credulidad con que fueron recibidos los primeros billetes, el inmerecido crédito de que gozaron por algún tiempo, su rápida caída posteriormente —a tal punto que en 1777 respecto del oro estaban en la proporción de 1 a 3, en 1778 de 1 a 6, en 1779 de 1 a 28, a principios de 1780 de 1 a 60, inmediatamente después de 1 a 150 y finalmente ya no pasaban—. El intento de reemplazar los billetes gastados continuó hasta que se hizo necesario establecer una devaluación formal, las leyes que se aprobaron para apoyar el valor del papel, el establecimiento de precios máximos de las provisiones, la ruina general de la propiedad y las perturbaciones ocasionadas en las relaciones civiles, la infelicidad y la inmoralidad que siguieron: todo esto forma parte del cuadro que los dirigentes revolucionarios franceses parecen haber tomado como modelo. Es realmente extraordinario que los franceses copiaran exactamente a los norteamericanos sólo en dos cosas, de las cuales una era la más inútil y la otra la más objetable: en la declaración de los derechos del hombre y en el papel moneda.

Hasta la moral y el carácter de las personas fueron afectados esencialmente, y no siempre favorablemente, por la revolución. Aun cuando de esa circunstancia no podemos hacer inferencias respecto del futuro, la historia debe poner atención y preservar con cuidado la confesión de un testigo imparcial, hasta ahora el mejor historiador de la revolución norteamericana (Ramsay): "Por causa de esta revolución, los talentos políticos, militares y literarios del pueblo de los Estados Unidos fueron mejorados, pero sus cualidades morales se deterioraron."