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FUIMOS INMORTALES L.C.

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La noche de Fin de Año, unos amigos y yo nos fuimos a una casa de campo. Decidimos tomar trufas alucinógenas con las campanadas, y nos quedamos tripando la noche entera. Y esto fue lo que pasó.

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FUIMOS INMORTALES

L.C.

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John F. Kennedy y el escritor Aldous Huxley murieron el mismo día.

JFK murió por varios impactos de bala.

Aldous Huxley pasó al más allá

tras recibir una inyección de LSD,

mientras le era susurrado al oído

el Libro Tibetano de los Muertos.

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INTRODUCCIÓN

Esta historia podría comenzar de muchas maneras.

Por ejemplo, podría empezar con el desconcertante bucle de las

dos y las tres de la mañana. Esta historia también podría empezar con la

vez que fui a salvar a Tuerto de un monstruo que no le dejaba dormir. O

podría empezar con cualquiera de las tres veces que estuve asomado a la

ventana del Infierno, situada en la chimenea. También podría, de manera

lógica, empezar como empezó: cuando Jaguar juró y perjuro que el cuadro

del pescador acababa de moverse.

Esta historia podría empezar de mil maneras, y a la vez de

ninguna, ya que, en realidad, todo lo que sucedió la noche de fin de año

está demasiado confuso, aún después de haber pasado un tiempo y de

haber superado la horrible resaca de después. Es más, en esta historia, en

este relato, tal y como sucedió, el tiempo no existe. Con la única referencia

temporal del bucle de las dos y las tres, las cosas se sucedieron a su

alrededor de una manera tan caótica como mágica. De esta forma, y a la

mañana siguiente, todo acabo pareciendo un sueño. Un sueño.

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De hecho, esta historia también podría empezar a la manera de

cualquiera de las otras siete personas que estuvieron conmigo en

Valdemaqueda la noche de fin de año de 2014.

Pero, para mí, creo que esta historia sólo se puede empezar a

contar de una única manera.

Y es así:

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CAPÍTULOS 2, 3, 4, 5, 6 Y 7.

Creo que me senté en el sofá. Todo hacía mucho ruido a mi

alrededor, de forma que era prácticamente imposible no sentirse dentro

de un macabro tornado de caos general. Me senté en el sofá, me dejé caer

desconcertado y me miré el dorso de la mano. En ella estaba escrito, con

bolígrafo, lo siguiente:

Me he preparado un vaso de agua

y hace una hora y media que me lo he bebido.

Tampoco recuerdo cuanto tiempo pude pasarme leyendo aquella

frase, antes de releerla en alto para el resto de los que estaban en el salón.

Algunos estaban en los sillones. Alguien atrapado en la chimenea, alguien

gritando… y Fernando se estiraba una y otra vez sus desconcertantes

mallas con estampados de flores y algunos miraban, fascinados. Reían.

Todo hacía mucho ruido. Así que, para llamar su atención, grité:

―¡Eh!

Y procedí, tal cual:

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―Me he preparado un vaso de agua y hace una hora y media que

me lo he bebido.

Y Fernando se puso a reír. Dijo algo así como “¿¡Qué!?”

―¿¡Qué!?

Y entonces yo lo repetí un par de veces. Hasta traté de explicarlo.

Traté de explicarlo pero era imposible, porque miles de millones de

conceptos se abotargaban en mi cabeza. Las palabras se me atragantaban

en el pensamiento como si aún estuviera aprendiendo a hablar. Parecía

que una tormenta de conceptos se precipitaba dentro de mi mente, no

dejándome pensar racionalmente ni durante un segundo. Así que desistí.

Pero había sucedido de verdad.

Aquella fue la primera de las dos paradojas temporales que sufrí

esa noche. La primera y la más radical, diría yo. De hecho, hasta que no me

senté en aquel sofá y leí lo escrito por mí en mi propia mano, no recordé

que tal cosa había sucedido. De esta manera, si jamás me lo hubiera

apuntado, jamás lo habría recordado, y por lo tanto, aquel vaso de agua

del pasado nunca habría existido. Porque, como muchas otras cosas que

sucedieron esa noche, simplemente se habría perdido entre otro montón

de cosas que no pudimos retener en nuestra mente.

Al leerme la mano, recordé que acababa de volver de la cocina, de

prepararme un vaso de agua. De prepararme un vaso de agua que me bebí

una hora y media antes de servírmelo. Sé que suena absurdo, pero

recuerdo que sucedió así. Y a pesar de saber que aquello era imposible,

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tenía la certeza de que había sucedido así y ahora sólo recuerdo que

pasara de tal forma.

Una hora y treinta minutos antes yo me había bebido un vaso que

acababa de servirme una hora y media después.

Y, por supuesto, no recordaba haberme apuntado aquello en la

mano.

Desconcertado, y con las risas, la música y la locura de fondo, me

tumbé frente a la chimenea y volví a prepararme para sumergirme en las

llamas. Minutos después veía, por tercera vez, en Infierno dentro de

aquellos maderos quemándose.

Pero eso sucedió mucho después. Creo.

MI MANO

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La chimenea nos atrapaba y resultaba realmente hipnótica. La

chimenea, junto al techo, el espejo del baño, los platos colgantes y el

cuadro del pescador; formaban el conjunto de portales que nos llevaron a

cada uno a sitios completamente recónditos a lo largo de aquella noche.

Podían atraparte dentro de ellos y tú tenías la sensación de que no

regresarías jamás. Pero, aun así, sería maravilloso.

Instantes antes de que entráramos en el bucle de las dos y las tres,

Drago y Martínez se sentaban ante la chimenea como dos críos

completamente embobados delante de un televisor. De espaldas a mí, y

con el fuego proyectando sus sombras en todas partes, les hice una foto.

Aquella foto saldría velada y jamás podré recordar con precisión aquella

escena en la que ambos se sumergían en el fuego.

Las sombras fueron confusas toda la noche. Parecía que las

paredes de la casa se habían transformado en un gigante folio sobre el

que proyectaban sombras de juegos de manos, con nuestras formas...

Hasta el humo, del peta número dos mil que se había rulado Olga esa

noche, parecía tener una sombra realmente diabólica.

Las cosas sucedían de fondo mientras yo miraba aquella

chimenea. La gente iba y venía. Hablaba, gritaba. La música estaba puesta

para sordos y retumbaba por todas las paredes de la habitación, de

manera que los bajos, graves y agudos se introducían como un rayo por

las orejas y taladraban el cerebro. Daba la impresión de que uno estaba

sufriendo una insólita sobredosis de música.

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Y mientras tanto, en la chimenea; los troncos ardían, las llamas

consumían la madera y caían gotas de sudor derretido de los maderos. A

mi alrededor, como acelerados, a veces se sentaban Drago y Martínez, y se

asomaban conmigo a completar la fantástica naturaleza de la destrucción

del fuego.

Un rato antes de que entráramos en el bucle de las dos y las tres,

Martínez se sentó a mi lado y me contó que las llamas tenían una esencia

blanca que lo atrapaba. También habló de las sombras que esas llamas

proyectaban al fondo de la chimenea, en el ladrillo de color granate

quemado. Luego soplaba ligeramente y los bordes de los maderos

disparaban finas líneas naranjas, que parecían respirar como si

estuvieran vivas. Y Martínez reía y reía, con aquella voz grave que tiene

que parece contener una auténtica caverna en lugar de garganta, pero yo

tan sólo le escuchaba como la música de fondo. Adentro, en la chimenea,

veía el Infierno por primera vez. Y era maravilloso.

Para mí, la chimenea fue como una ventana al Infierno. Como

cuando uno, llevado por la curiosidad que le suscita el interior de un

edificio cualquiera, se las arregla para auparse (sobre un banco, por

ejemplo) y se asoma a duras penas a una ventana sobre la que puede

vislumbrar el interior. Así era.

Y el Infierno brillaba para mí, por primera vez aquella noche. En

él, se desplegaba un teatro gigante, cuyas arcadas apuntaban a mi

posición. Y yo, desde el centro, veía a un montón de espíritus de color gris

en las tribunas de ése teatro, que contemplaban, satisfechos, como una

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ciudad entera ardía en llamas. Y sonreían, con sonrisas gigantes y

alargadas como rodajas de sandía. La ciudad, en el centro de aquella

especie de Coliseo romano incendiado, se consumía y el sonido de las

llamas arañando la superficie de esa ciudad era magnífico, increíble.

Conseguí decir:

―Joder, el sonido de las llamas es increíble.

Y Olga, de fondo, perifumada, contestó algo así como:

―Ya ves.

Y era cierto. El chisporroteo de las lenguas de fuego consumiendo

la madera sonaba tan profundo y contundente, como si, tras meter las

palomitas en el microondas, pegases la oreja al cristal del

electrodoméstico, apreciando cada ligero estertor del maíz explotando.

Aquella vez, la primera que me asomé al Infierno, fue la única en la

que casi sentí entrar dentro de él, y caerme dentro. Mi mente por poco

tropieza y me precipita al inframundo. Para perderme para siempre en el

más allá. Tuve la sensación de estar a punto de ser engullido por esa

chimenea, cuyos ladrillos se estiraron en torno a mí como si fueran una

especie de gusano tratando de tragarme entero, vivo. Una especie de

anaconda enorme que abrió sus fauces y cuyo interior estaba tapizado de

grecas color ladrillo, estiradas como si fueran chicle. Pero, antes de caer

para siempre, algo me sacó, y no recuerdo el qué. Quien quiera que me

salvase de morir quemado en el Infierno de mi mente, ha muerto en el

anonimato.

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La tercera vez que me asomé al Infierno, fue mucho después. Fue

bastante más cerca del bostezo de las 5:10. Lo cual quiere decir, que la

diferencia entre la realidad y el viaje, eran cada vez más marcadas.

Drago se acercó a mí. Apareció de la nada, como todas las cosas

que aparecieron esa noche. Penetró adentro de mi campo visual y yo le vi

llegar, consiguiendo evadirme de todo aquello que el fuego me estaba

contando. Le miré y me hablaba, pero era incapaz de entenderle con

exactitud. Así que me propiné una potente bofetada en la cara para volver

a la realidad, y entonces le escuché.

Dijo:

EL FUEGO

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―Tío, es increíble cómo… cómo…

Drago, como yo y todos a lo largo de la noche, sufría un atropello

de palabras y de conceptos que era incapaz de describir en aquel

momento. La mitad de nuestras conversaciones eran de puros

subnormales, inacabadas, dibujos incompletos o descripciones vagas. Si

alguien hubiera puesto una cámara de video sin sonido, apuntando desde

el techo a todos los que estábamos corriendo de arriba abajo por el salón

de la casa, se habría sentido como un científico viendo a unas

blanquecinas ratas de laboratorio de afilados dientes y ojos rojos;

enloquecer dentro de su jaula.

Drago dejó de hablar. Yo conseguí articular palabras y ambos

decidimos que aquella hoguera era maravillosa. Y que, a pesar de ser la

misma cosa la que todo estábamos viendo, constituía un crisol de

interpretaciones de lo más diversas. Hasta dónde yo sé, yo fui el único que

vio el Infierno en aquella chimenea. Pero Martínez coincidió conmigo en

que había una ciudad en llamas y, por un momento, llegué hasta a ver

dibujadas montañas. Montañas ardiendo con llamas de proporciones

elefantiásicas, que quemaban el oscuro cielo de la chimenea en el incendio

más monstruoso y bello que jamás podré contemplar.

Minutos después de que Drago nos rescatara de El Bucle, alguien

correteó por los pasillos. Yo me atreví a salir por segunda vez del salón y

adentrarme en las tripas de la casa. La primera vez que salí del salón,

había sucedido durante El Bucle, y tuve que volver, porque supe que

adentro del pasillo había algo demasiado siniestro para mí. Aunque nunca

supe el qué.

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En fin, salimos disparados por los pasillos. Conseguí no perderme

y encontrar a la turba, formada por casi todos. Drago había abierto la

puerta de uno de los cuartos, en el cual estaban Celaya y Fernando.

Semidesnudos, en la cama. Nos quedamos todos en la puerta, mirando

como completos imbéciles.

Fernando y Celaya, tan alterados como nosotros, disparaban sus

miradas por todas partes. Acababan de encender la luz y todo era un

continuo cacareo de voces por todas partes. Ruido y más ruido. Supongo

que estarían desconcertados.

Todo era un intercambio de gritos. Ninguno podíamos entender lo

que estaba pasando. Todo a mi alrededor era veloz, rápido. Apenas se

dejaba ver. Como un animal exótico en mitad de la jungla, asustado,

corriendo, huyendo. Algo así.

Celaya dijo:

―Me noto raras las tetas.

Todos mirábamos, desde la puerta. Era absurdísimo.

―Mirad, tocadme las tetas ―Insistió Celaya.

Yo ya no sabía si me estaba riendo o no. Todos estábamos

alterados.

―¿Te las toco? ―Dije yo.

―¡Claro! ―Dijo Fernando.

Y ya no recuerdo lo que pasó después. Pero está claro que no lo

hice. De hecho, en palabras de Drago, cuando amaneció horas después,

para él aquella escena se desplegó en muchos universos paralelos que

hubieran cobrado vida o no dependiendo de lo que yo hubiera hecho en

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aquella absurda situación. ¿Qué había pasado si yo le hubiera tocado las

tetas a Celaya? Ni idea.

Y Fernando… Fernando estaba completamente convencido de que

lo que debíamos hacer en aquel momento era despelotarnos todos, y

meternos en la cama con ellos. Sabe Dios qué clase de universo paralelo se

hubiera desarrollado si nos hubiera dado por hacerle caso.

El caso es que no recuerdo lo que pasó después. No recuerdo en

qué momento de aquella absurda escena, decidí enfrentarme al espejo del

cuarto de baño. En algún punto de aquella patética situación, me

teletransporte frente al espejo del baño. Por fin.

Ya había habido un intento. Un intento de introducirme en aquel

espejo, pero había sido demasiado perturbador. Aquel espejo no era

bueno. En ése primer intento, mientras pensaba que Tuerto (que estaba

mirándose en el espejo, a mi lado) estaba a punto de romper el espejo y

de rajarse con sus cristales, yo traté de verme reflejado, pero supe que no

estaba preparado para aquel espejo y me largué. Fue cuando salí por

primera vez del salón y sucedió durante El Bucle.

También hubo una entrada después, pero no recuerdo dónde va

ése otro momento encajado en la línea temporal de esta historia. Fue una

vez que entré a mear al cuarto de baño y fue cerca del fin del viaje, eso sí.

Recuerdo, al entrar aquella vez, de haberme reído, porque ya sabía que

aquel espejo estaba embrujado. Y me acordé de las advertencias de Jaguar

y de Tuerto. Y aquella vez que entre en el baño, sin mirar al espejo, para

mear, simplemente, eso: meé. No me atreví a volver a mirar a ése espejo,

pues ya me había quedado atrapado dentro de él.

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Aun así, mientras miraba fijamente el rebotar de mi meada en el

fondo del retrete, pude advertir como, de pronto, apareció mi cara al otro

lado, vomitando. Como si el retrete fuera, de nuevo, el espejo de una

realidad paralela. Me reí, de nuevo, sabiendo que era otra treta de mi

cabeza, compinchada con aquel cuarto de baño encantado, para intentar

atraparme. Aquel cuarto de baño conocía mis miedos, mis terrores. Hice

oídos sordos, meé encima de mí mismo vomitando al otro lado, tiré de la

cadena, y me fui. Me largué descojonándome. Pero sin mirar al espejo,

claro.

Esa fue la tercera y última vez que entré en aquel maldito baño

durante mi viaje.

La segunda, la vez en que me quedé atrapado, antes de perderme,

pensé que estaba preparado. Nunca sabré como acabé ahí, pero tras salir

del cuarto de Celaya y Fernando, aparecí ante aquel espejo. El del baño.

El espejo parecía grande, inmenso. Me puse enfrente y me vi

reflejado. Había algo que iluminaba mi cara y le daba a todo un aspecto a

caballo entre lo gracioso y lo tétrico. Parecía que aquel reflejo era más real

que mí mismo. Tuve la terrible sensación de que yo era el reflejo de aquel

ser real en el espejo, que era el ser humano de verdad. De los dos, mi

reflejo parecía yo, y yo parecía mi reflejo. ¿Era yo real?

Me miré durante un tiempo indefinido. No recuerdo lo que vi, pero

me dejó fascinado. Al otro lado de aquel espejo, en lo más profundo, mi

mente se perdió y se cayó como una moneda en lo profundo de un oscuro

pozo. Sonando con el eco del tintineo que cae en la oscuridad. Y se hundió

y se hundió. Jamás recordaré lo que había en aquel espejo, pero si no llega

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a ser por Jaguar, podría haberme pasado horas cayendo, como esa

moneda, en ése pozo infinito.

Pero Jaguar apareció. Con la cámara del móvil. Se movía a

espasmos como si fuera una lagartija escapando de la presa de una mano

gigante. Llevaba el móvil en el regazo, se acercó como si supiera

perfectamente que mi reflejo había cobrado vida y no quisiera que éste se

diera cuenta de su presencia, se protegió la boca con la mano, y me

susurró:

―Estoy grabando.

Y me enseñó el móvil con disimulo, como si alguien nos fuera a

pillar grabándonos en vídeo y se nos fuera a caer el pelo. Nuestros

reflejos, por ejemplo. Entonces yo le contesté algo que no recuerdo que

fue. Luego me despegué de aquel espejo, y me escapé al salón. No volví a

salir del salón hasta que decidí intentar dormirme por primera vez.

Mucho, mucho tiempo después. Ya me había quedado lo suficientemente

claro que el interior de la casa era demasiado para mí.

Me escapé cuatro veces del salón en dónde pasé toda la noche,

antes de intentar irme a dormir de una vez por todas. Dos de ellas fueron

al pasillo y al baño, y otra cuando me perdí en el espejo. La que queda, la

cuarta vez, no fue físicamente. Me escapé espiritualmente, como un

fantasma.

Cuando me caí del techo debíamos de estar a punto de entrar en El

Bucle. Debió de ser una señal. Yo me había sumergido en el techo hasta el

punto de que habría jurado que jamás había habido otra cosa en mi vida

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que aquel techo. Es más, jamás se me ocurrió, mientras sucedía, que yo

fuera una persona. Creo que si en algún momento me olvidé de que estaba

vivo, fue mientras estaba en el techo.

Yo era aquel techo. Me había fusionado hasta tal punto, que las

cosas desaparecieron a mi alrededor y yo tan sólo podía ver en aquel

techo, dentro de aquel gotelé, como se dibujaban figuras en espiral, que

giraban en hélices. Luego aparecían hombrecillos, dibujados como

pinturas rupestres, bailoteando a un ritmo cíclico, ritual.

Antes de quedarme atrapado dentro de aquel techo y convertirme

en él definitivamente, tuve unos cuantos accesos que se venían

intensificando desde que todo empezase a cambiar. Subía y bajaba del

techo, me sumergía en él y me caía de golpe, en cuanto alguien decía algo

a mi alrededor.

Intenté fotografiar las figuras del techo, pero desaparecían ante el

objetivo de la cámara. Las perdía de vista y volvían las espirales, girando y

girando. Pero, espera, ¡miento! Por un momento, apareció, en mi objetivo,

un drakar vikingo. Un drakar dibujado con ése trazo de pintura rupestre.

Se movía, mientras sus remeros se empleaban a fondo para escapar de mi

campo de visión. Grité:

―¡Acabo de ver un drakar!

Pero no me oyó nadie, porque cada uno estaba flipando por su

lado. Así que volví a apuntar, cacé aquel drakar que trataba de escaparse

flotando por la superficie del techo y le hice una foto. ¡Flash!

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Otra de las veces que bajé del techo, traté de asestarle un

puñetazo a Drago, y me caí al suelo, perdí el equilibrio. Me zambullí en el

sofá y me quedé encajado en algún punto entre la pierna de Drago y un

cojín. Con la mirada fija en el techo, como si fuera una trampa, me quedé

atrapado en él hasta que empezó El Bucle.

Ésa y mil más, fueron las veces que me perdí por el techo,

disfrutando de las infinitas formas que dibujaba mi mente en él. Su

Ahí abajo, se supone, había un drakar.

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sensación envolvente me atrapaba y me perdía ahí como… como un crío

en un centro comercial. Desconcertado y sobre-estimulado.

Al principio, después de que Martínez empezase a ver como el

techo se abultaba y hacía extraños estertores, yo caí y empecé a dejar de

parpadear, hasta el punto de que no quería perder ni un solo detalle de lo

que sucedía en aquel techo. En un momento, una lágrima se me deslizó

por la comisura del ojo izquierdo, por culpa de que llevaba demasiado

tiempo sin parpadear.

Los ojos se me estaban secando, me ardían, pero no podía

parpadear y dejar de observar aquella preciosa visión del techo que,

mágico se derretía en mil y una formas. Era maravilloso

Martínez, hipnotizado con el techo.

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Más adelante, después de El Bucle y cuando empezó El Bajón, pasé

del techo y me sumergí de lleno en la hoguera. Me dejé caer en las llamas

y pasé ahí eternidades enteras viendo como el fuego creaban formas

confusas y grotescas. Todo era terrorífico o siniestro, pero yo estaba en

un estado de euforia máximo que me hacía disfrutar por completo de

aquellas visiones infernales. Me sentí de manera que jamás había sentido

antes. Una especie de terror eufórico, una sensación de poder extraña e

inexplicable. Ante las llamas, volaba y volaba. Tan sólo salía de la hoguera

para, de vez en cuando, cambiar de canción.

(Página siguiente)

La euforia sube y baja, pero yo sé que la

controlo.

SUENA THE PASSENGER…

LA, LA, LA…

SI CIERRO MIS OJOS, LOS NOTO PARPADEAR

RESPIRAR

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Sonó Jimi Hendrix, Guns and Roses, The Doors, Lou Reed, Iggy

Pop… Fue, concretamente, con The End de los Doors, y cuando cada vez

más estaba sintiéndome más dentro de la realidad que fuera; cuando

entendí el sentido que estaba teniendo mi viaje. No era cuestión de

emociones o sensaciones “simples”, como el miedo o la felicidad. No,

estaba por encima de eso. Era más bien una sensación de fascinación por

lo grotesco, de belleza de lo misterioso.

Al acabar la noche, al amanecer y tratar de recordar todos

progresivamente nuestras impresiones, fuimos intentando definir con

palabras lo que sentimos aquella noche. Drago y Martínez coincidieron en

que su viaje había sido feliz, más cerca de lo sensorial; y Martínez

concretamente habló de que le acercó más y más al conocimiento de sí

mismo. Fernando se pasó prácticamente toda la noche encerrado con

Celaya en un cuarto a oscuras, con lo que su viaje fue completamente

distinto al que pudiéramos haber tenido cualquiera de nosotros. Jaguar se

había escapado de la realidad el primero de todos, y todos coincidimos en

que debía de haber entrado en una especie de quinta dimensión. Tuerto,

que empezó con un jari tremendo, tuvo un intenso y extraño viaje (su

opinión se acercaba bastante a la mía), que él mismo definió como “sentir

con los ojos”.

Y yo, en aquel momento, frente a la hoguera, determiné que las

palabras que podrían definir mi viaje, serían algo así como:

“fascinantemente inquietante”. Esa noche me sumergiría en el techo una

infinidad de veces, vería el Infierno hasta en tres ocasiones y estuve a

Page 31: FUIMOS INMORTALES

30

punto de ser atrapado por mi propio reflejo. Tenía más de veinte fotos de

lo más extrañas, junto con anotaciones en mi cuaderno que habían sido

hechas la mayoría durante el bucle y que narraban cosas fascinantes,

tétricas en su mayoría, pero que estaban hechas desde un estado de

euforia máxima, por encima de cualquier tipo de sensación de felicidad

que yo hubiera experimentado antes.

Había sido como vivir una pesadilla. Una pesadilla fantástica.

(Página siguiente)

TAKE A WALK ON THE WILD SIDE, de Lou Reed…

Antonio ha sido engullido por los pasillos de esta

casa.

LOU REED SEGURO QUE ERA UN BUEN TIPO, PERO

ME HABRÍA ENCANTADO PEGARLE UN PUÑETAZO

EN LA CARA

Las cenizas intentan ver lo que escribo, pero no dejo

que lo hagan…

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Page 33: FUIMOS INMORTALES

32

De esta manera, creo que la sensación de mi viaje fue parecida a la

que experimenté cuando escuché por primera vez “The End” de los Doors.

Exacto, no existen palabras exactas para definir lo que sentí, pero si

pudiera describirlo con una canción, esa sería “The End”. Esa sensación de

incertidumbre, desconcierto. Ése atractivo halo de misterio que cubre una

canción siniestra, pero a la vez hipnótica. Todo ello desde una euforia que

tenía picos verdaderamente vertiginosos.

Creo que otra sensación a la que podría comparar lo que

experimenté aquella noche, debe de ser la que se ha de sentir cuando uno

se sumerge en el acuario de los tiburones del zoológico. Algo así. Creo que

ése sería otro símil que se acercaría mucho a lo que fue mi viaje. Yo, que al

mar (y, por lo general, a cualquier cantidad de agua mayor de la que

pueda albergar mi bañera), le tengo un respeto máximo, me sentía de la

misma manera que cómo me imagino que debe sentirse uno, rodeado de

escualos, nadando entre ellos. Los tiburones no se fijarían en mí, pasarían

a mi lado, lentos, despacio, contundentes, gigantes. Con sus afilados

dientes y sus negras y mortecinas miradas perdidas en alguna parte. Yo,

ralentizado por la densidad del agua nadaría silencioso, observando lo

que sucede más que participando.

Así habría sido mi viaje. Como nadar con tiburones en un acuario.

De hecho, fue en un estado de completa euforia, y escuchando

precisamente “The End” de los Doors, cuando vi por última vez el Infierno.

Y aquella tercera vez el Infierno se me mostró como un coche en llamas,

destrozado. Era una representación simple, pero poderosa, mientras las

llamas ardían al ritmo de la música de los Doors y yo comprendía el

verdadero significado de mi viaje.

Page 34: FUIMOS INMORTALES

33

Una lluvia de pensamientos atormentaba mi cerebro. Me abofeteé

la cara para huir de aquello y me levanté. Miré a Drago. Le dije:

―¿Cuándo amanece aquí?

Y Fernando y él comenzaron a reírse.

(Página siguiente)

(Tachado)

VOY A UNA VELOCIDAD DE MIL MINUTOS POR

PENSAMIENTO

Le he preguntado a Drago que a qué hora

amanece.

Page 35: FUIMOS INMORTALES

34

Page 36: FUIMOS INMORTALES

35

A partir de aquí, de la tercera vez que vi el Infierno, todo se fue

tornando cada vez más real. Fueron sonando otros grupos y yo estaba

recogido mirando a la hoguera, viendo como el fuego devoraba la madera.

No volví a ver nada (o al menos eso recuerdo) en el fuego, más que

ciudades y formas confusas. Martínez se acercaba de vez en cuando a

observar, y soplaba. Y cuando soplaba, volvían a aparecer aquellas líneas

naranjas que iluminaban los bordes de los maderos, como si fueran las

venas de los troncos, palpitantes, latentes. Líneas de un bello color

naranja fosforito, que se apagaban casi al instante, haciendo de aquel

efímero estallido de color, un acto realmente mágico.

Jaguar se me acercó cuando sonó “Hotel California”. Me dijo:

―¡Escucha esa guitarra! ¡Escucha ésa jodida guitarra!

Y se carcajeó como un loco.

Pero tenía toda la razón. Aquella guitarra era fantástica.

Fui a ver a Tuerto a su habitación, en cierto momento. No

recuerdo qué me llevó a ir a verle, pero según entré, me lo encontré

acurrucado en su saco de dormir, que ya parecía que formaba parte de su

cuerpo. Tumbado en la cama, con la tétrica luz del flexo apuntando de

manera dramática a las esquinas de la habitación, miraba con cierto

temor a algún punto del techo. Me dijo:

―¡Ahí está! ¡Es Davey Jones! ¡En ésa gotera! ¡Quiere matarme!

Yo volví la cabeza a la gotera en cuestión. Y lo ví. Ahí estaba,

efectivamente. Y pensé para mí mismo: no, jamás. Jamás dejaré que

ningún monstruo de ningún tipo se meta con mi amigo Tuerto, tenga la

forma que tenga. Así que tranquilicé a Tuerto, cogí una toalla que había en

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36

el suelo y azoté con energía aquel negro manchurrón que hacía esquina

entre el techo y la pared. Y la gotera se movía como hacen los reflejos de

luz en un agua oscura. Como serpientes.

Le asesté unos cuantos golpes, con fuerza. Después, para

asegurarme de que mi amenaza había quedado comprendida por aquel

extraño ser que había creado la mente de Tuerto, lancé unos cuantos

Aunque no se vea nada, ése es Tuerto, en el

momento en que le vi acurrucado en la

cama, mirando con terror aquella mancha.

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37

puñetazos al aire. Como si estuviera noqueando a un fantasma. Y gritaba

improperios, cosas como:

―¡Que te jodan!

Por ejemplo. Algo así.

Cuando acabé, me sentía como un súper héroe. Había salvado a mi

amigo. A mi amigo Tuerto.

―Ni se ha inmutado ―Me dijo Tuerto.

Pero yo, en el fondo, sabía que sí, que lo había noqueado. Me había

pegado con un fantasma, ¡faltaría más! Así que me fui satisfecho del

cuarto y corrí a apuntar tamaña gesta.

(Página siguiente)

―Davey Jones está amenazando a Tuerto desde la cama.

Tiene forma de gotera. Así que me he puesto a darle

puñetazos al aire, al techo. Y lo he ahuyentado. Tuerto me ha

dicho:

―Ni se ha inmutado.

Y yo sé que sí, que y he amenazado a Davey Jones, le he dicho

que jamás volverá a asustar a mi amigo.

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38

Page 40: FUIMOS INMORTALES

39

El Bajón, el fin del viaje la recuerdo de manera confusa. Tan sólo la

consigo resucitar en mi mente, marcada por las risas de Fernando y

Drago, en el sofá. Corrían los petas, como siempre. Recuerdo bostezar en

un momento, y darme cuenta de aquel bostezo. Por insignificante que

fuera, en mi mente aún perjudicada por el veneno de las trufas, pensé que

aquello era una clara señal del fin de mi viaje.

―¡Acabo de bostezar! ―Dije. ―¿Qué hora es?

Celaya se rió.

―¿Realmente vas a apuntar eso? ―Dijo, carcajeándose.

―¡Por supuesto!

Y es que tenía la increíble sensación de que hacía años que no

bostezaba. De que aquel viaje había durado toda una vida y de que aquel

bostezo presentaba una primera evidencia de que había vuelto a ser

humano otra vez. De que había vuelto a ser mortal.

Corrí a apuntarlo:

He bostezado

a las 05:10 AM.

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40

Poco a poco, los protagonistas de aquel extraño viaje fueron

desapareciendo, para dormir, agotados de flipar; y así poder volver a la

realidad al despertar. Tuerto y Jaguar cayeron, a la vez. Se sumergieron

dentro del humo de sus propios porros y, dentro de la habitación en la

que Tuerto había visto sus pesadillas hechas realidad, desaparecieron

entre la densa cortina del humo de los petas, como espejismos en la

niebla. Olga y Martínez se durmieron en el mismo salón, tumbados sobre

los sofás que nos habían visto tripar. Celaya desapareció en un punto que

no recuerdo. Yo estaba ansioso de poder hacerlo, ¡sobarme!, incluso

intenté acostarme una primera vez. Pero fue inútil.

Aquella primera vez, recuerdo meterme en la cama de matrimonio

de la primera habitación, dónde yo había de dormir con Drago. Las

sábanas tenían impregnado en ellas un frío extraño, que me fue

completamente obtuso al tacto. Y olían perfumadas. Olían perfumadas

como el cuello de alguien que aún no puedo recordar. Me encerré en las

sábanas como suelo hacer siempre que calmo imperativamente a mi

cuerpo para que se duerma y esperé minutos enteros a que jamás me

entrara el sueño.

En su lugar, tintando mis cerrados párpados, y como

salvapantallas de Windows; extrañas y retorcidas grecas de colores flúor

se dibujaban en la oscuridad de la habitación. Molinos, cuadrados,

rectángulos… una locura de formas y colores que parecían querer

mantenerme despierto por eternidades enteras. En un momento, incluso

dejé caer una agotada mano por el borde de la cama y sentí como si mi

Page 42: FUIMOS INMORTALES

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mano fuera una nave espacial, con diminutos alienígenas acudiendo a

repararla.

Aquello fue demasiado para mí, y volví al salón.

Fernando y Drago reían. Hablamos.

―¿Por qué no salimos afuera, a ver el amanecer?

Todos dormían. Nosotros no podíamos dormir. Así que nos

abrigamos, nos amordazamos con toda clase de protección contra el frío

asesino que nos esperaba afuera, con sus afilados y congelados dientes

para mordernos en todas las partes del cuerpo, y salimos despacio, de

aquella mágica casa.

Al abrir la puerta, tuve una inquietante sensación como de abrir la

compuerta exterior de un cohete hacia la luna. Era atronador, ver el

exterior, todo negro, pausado, tranquilo. Sin aquel tremebundo ruido que

me había acompañado durante toda la velada. El viento soplaba muy

débil, pero gélido, acariciando los árboles, las piedras. Poner un pie en el

suelo del exterior de la casa conllevó el crujido de la tierra bajo mis pies, y

me gustó. El silencio era total. Era precioso. Una espesa niebla teñía

cualquier cosa que estuviera quizás a más de cien metros de nosotros.

Apenas se dibujaban las montañas, las casas a lo lejos. Salimos al jardín y

mi sensación fue como la de volver de un viaje que podía haber durado

siglos, pero que estaba tan fresco en mi memoria como un efímero sueño

que sé que apenas podré recordar. Y viendo aquel congelado paisaje,

aquellas grandes casas heladas y rodeadas de naturaleza, tuve la

sensación de estar en un avión, volviendo a casa, observando desde la

ventanilla el diminuto paisaje familiar de mi hogar. De la realidad.

Page 43: FUIMOS INMORTALES

42

Abrimos la verja, caminamos por el asfalto de la calle. Todo seguía

en silencio. Las luces de las farolas proyectaban unas sombras gigantes

que nacían de nuestros pies, y que nos seguían a todas partes. En las

faldas de un contenedor de basura que encontramos por el camino,

dormían los restos despedazados de algo, con sus huesos y la carne

congelándose con aquel frío del primer día del año. Una tibia, una

escápula. Restos de vete-tú-a-saber-qué.

Cuando llegamos a la esquina de la calle, hacia abajo, se escuchaba,

lejano como un murmullo, el runrún de una melodía de música

electrónica. Era una rave, en aquel pueblo perdido en el ojete de la madre

Tierra. Parece imposible escapar de los tópicos de las fiestas de Fin de

Año, aunque nos fuéramos a pasarlo al Fin del Mundo.

Llegamos a la avenida principal, subimos al pueblo. Todo estaba

desierto, como si Dios hubiera decidido, en su total sabiduría, exterminar

a todos los seres de la tierra menos a nosotros. Habría sido, sin duda, una

decisión harto maravillosa. Salvados por los alucinógenos.

Nuestros pasos retumbaban entre los edificios. Detrás del

ayuntamiento, acabamos en una especie de plaza circular, tapizada con

piedras negras. Drago y Fernando se tumbaron. Yo necesitaba moverme,

el frío me estaba empezando a morder hasta lo más profundo de mis

rodillas. El cielo estaba negro, y no recuerdo haber visto estrellas en esa

inmensidad oscura. A lo lejos, en el horizonte, una delgada línea de color

azul indicaba que cada vez quedaba menos para que se descubriera el día

y muriera lo poco que quedaba de aquella noche de locura. Como si fuera

la verja hierro que se levanta a primera hora de la mañana de una tienda

cualquiera, el negro de la noche se iría para siempre y se acabaría el

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43

extraño viaje, que, como un recuerdo lejano en el tiempo, se irá

difuminando cada vez más en nosotros, hasta casi desaparecer.

Nos levantamos. Debíamos acostarnos. El sol parecía no querer

salir jamás y el sueño y el frío hacían estragos. Conseguí convencer a

Fernando y a Drago, que seguían ahí, tumbados, a merced de las estrellas;

de que debíamos regresar.

De vuelta, en mitad de aquel pueblo silencioso y oscuro, las luces

de un bar se encendieron como si quisieran indicar que, al fin y al cabo, no

teníamos la suerte de haber escapado de un apocalipsis mundial mientras

nos encontrábamos encerrados en la casa de Drago.

―¿Nos tomamos un café? ―Dijo Fernando.

Y subimos las escaleras del garito.

Recién abierto, una señora mayor encendía las luces y fregaba las

esquinas. Aparecieron grupos de cuarentones, no debían de llegar a la

mano en número. Se apiñaron en una mesa circular, desearon el año

nuevo. A nosotros se nos había olvidado felicitarlo, es una de las muchas

consignas pusilánimes que me parecen de lo más absurdas. Como si el que

yo le deseara a la gente un feliz año nuevo fuera a poder evitar que, por

ejemplo, murieran atropellados a la mañana siguiente.

Esperamos un rato en la barra, no nos atendieron. Como si

fuéramos invisibles. Tampoco hicimos muchos esfuerzos, a decir verdad.

Nos retiramos de la misma silenciosa manera que habíamos venido. Como

espíritus, con disimulo. Creo que conseguimos que nadie advirtiera

nuestra presencia.

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44

Deshicimos el camino hecho, con más oscuridad, silencio y frío

que antes. Parecía que nunca fuera a amanecer, como si nuestros deseos

de que aquella mágica noche no acabara nunca, hubieran llegado a oídos

de Lucifer y realmente se hubieran hecho realidad.

―¿Te imaginas que Tuerto se ha levantado y ha matado a todos?

Sonaba factible, de veras.

Y a la vuelta, volvimos a escuchar los susurros de la rave lejana. El

contenedor de basura seguía ahí, con el despedazado cadáver de un

animal a sus pies, como si lo acabara de vomitar. Nuestras sombras,

pegadas a nuestros pies, nos perseguían ésta vez, a nuestras espaldas,

protegiéndose de la luz anaranjada de las farolas.

Abrimos la blanca verja.

Entramos en casa.

Me acosté.

Y amaneció, por fin, en el primer día del año.

Pero yo no pude verlo, porque estaba soñando.

Soñando dormido, soñando de verdad.

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EL BUCLE

El Bucle de las dos y las tres, no empezó a las dos de la mañana. El

Bucle de las dos y las tres empezó en algún punto cercano a las dos y

cuarto de la mañana. Yo, fui consciente de El Bucle cuando bajé del techo.

Había conseguido escapar espiritualmente de la habitación, de tal manera

que, cuando volví al sillón, después de haber navegado por todo ése

pantano de formas circulares, de hipnóticas espirales de color amarillo,

naranja, blanco y beige del techo; caí en el salón como un meteorito. Mi

alma volvió a mí como si fuera un rayo estrellándose contra un árbol,

quemándolo hasta las puntas de las raíces: ¡Bang!

Miré a mi alrededor. Pregunté la hora, y Drago me contestó que

eran “algo así como las dos y cuarto”. Luego me quedé mirando a Drago y

me di cuenta de que acababa de bajar del techo. Es decir, yo me había

convertido en aquel techo. Durante Dios-sabe-cuántos minutos, yo había

dejado de ser persona y me había transformado en el techo. Me había

olvidado de que era un humano. Así de sencillo. Cuando bajé a aquella

habitación para preguntar la hora, me costó darme cuenta de que estaba

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ahí, en la casa de la Sierra de Drago, y que estaba con mis amigos en la

noche de fin de año. El techo había conseguido hacerme olvidar de que

existía.

Entonces, Drago dijo:

―Me vuelvo al techo.

Y se volvió al techo. Así de sencillo. Perdió la mirada y su alma

debió de salir catapultada hacia el techo, consiguiendo ser absorbida por

aquel hipnótico techo. Como si vomitara su fantasma con los ojos.

Yo intenté reconcentrarme en mi situación. Moví la cabeza como

intentando ordenar mis ideas, cuando, en realidad, mi cerebro estaba tan

en orden, como un caleidoscopio. Mover la cabeza sólo sirvió para

cambiar el patrón de colores de dentro de mí. Era imposible volver a la

cordura. Volví a concentrarme en el techo, quería dejar de ser persona

otra vez.

Durante El Bucle de las dos y las tres tan sólo sonó Pink Floyd.

Primero fue The Wall, y, después, el Dark Side of The Moon. Me es

imposible recordar que canción sonaba exactamente cuando Tuerto se fue

a vomitar. Lo único que sé, es que cuando los estertores de Tuerto

interrumpieron mi ascensión al cielo del techo, me tapé los oídos con

todas mis fuerzas y me hice un ovillo en el sofá. Y la que quiera que fuese

la canción que sonaba en aquel momento, se ensordeció y retumbó en mi

interior como si Pink Floyd estuviera dando un concierto en las

profundidades del océano. De un océano en la bañera de mi cabeza.

Cerré los ojos con fuerza y traté de evadirme de la situación. Odio

los vómitos con todas mis fuerzas, y sabía que aquello podía

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48

derrumbarme, mandándome directamente a un mal viaje de lo más

catastrófico. Así que traté de huir de ahí, pero ya no era tan fácil.

Abrí los ojos y descubrí mis orejas mucho más tarde. Drago y

Martínez estaban absortos en la hoguera. Me acerqué a ellos. Estaban

mudos, fascinados por las llamas. Drago dijo algo así como:

―Tío, ¿y si la realidad no es real?

Yo decidí no pensar en ello, tenía que evadirme de un posible

acceso de mal rollo. Así que fijé la vista en el fuego e intenté colarme

dentro de él, como la primera vez que vi el Infierno.

Así empezó El Bucle de las dos y las tres, sobre las dos y cuarto de

la madrugada del día de Año Nuevo de 2014.

Tuerto chilló, a lo lejos. Chilló con una fuerza tal, que parecía que

estuviera siendo atacado por cosas horribles, monstruosas. Parecía que se

estaba muriendo. Parecía que estuviera presenciando el espectáculo más

horrible que había visto en su vida. Y, a pesar de que la música retumbaba

fuerte en las paredes de aquella mágica habitación, y de que el fuego me

tenía atrapado, me fue imposible no escuchar los lamentos de Tuerto. Así

que nos levantamos y salimos corriendo adentro de aquel pasillo que se

perdía por los intestinos de la casa, a buscar a Tuerto. Yo hice el amago,

pero supe que no estaba preparado para cruzar el pasillo. A saber lo que

había ahí adentro, pensé. Así que volví a la chimenea. Tenía miedo de

perder el control.

Tuerto, mientras tanto, gritaba, chillaba. Y es que podía ver como

las palabras le salían de la boca, en espiral, serpenteantes. Y gritaba para

sacarlas, más y más. Tuerto estaba invocando palabras, vomitándolas.

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Podía ver sus palabras. Así que gritó fuerte, para observarlas retorcerse

mejor que nunca.

De vuelta a la chimenea, yo estaba guerreando conmigo mismo.

Pensaba que Tuerto estaba sufriendo el chungo de su vida, y sentía como

me contagiaba. Así que, pegado a las llamas, repetía una y otra vez que

todo estaba bien.

―Todo está bien. Estoy viajando.

Y todo se volvió normal y seguí concentrado, adentro de la

chimenea.

Fue en éste punto, cuando decidí sacar mi cuaderno y escribir la

primera de las notas que tomaría de toda aquella noche de locura.

Y esa nota dice así:

(Página siguiente)

HOLIDAYS IN HOLLANDIA

Estamos mirando el fuego. Tuerto grita “¡Explosión!”

desde su cuarto, y Jaguar acaba de huir (algo

tachado).

Estas palabras estarán para siempre escritas en este

cuaderno. Y para

Viajo y no sé a donde estoy yendo. Tuerto grita

desde…

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51

Y era cierto. Tuerto había gritado “¡Explosión!” y Jaguar había

salido disparado a verle. A mi lado, Martínez se sumergía en un

introspectivo mundo de fantasía, y Drago seguía atrapado en el techo.

Olga, que era la única que no había decidido viajar con nosotros, estaba en

coma por petas y, simplemente nos observaba, calmada y paciente, con

los ojos achinados. Yo pensaba que nosotros cinco debíamos de ser, en

aquel momento, un auténtico espectáculo.

Intenté sumergirme en la chimenea, pero era incapaz. Estaba

demasiado preocupado por Tuerto y por intentar no contagiarme. Drago

se levantó y se fue con la música a otra parte, yo me acurruqué junto a

Martínez, que continuaba frente a la chimenea y le confesé que estaba

preocupado. Que estaba entrando en un círculo vicioso de ansiedad y que

la euforia me estaba bajando. Así que él me dijo:

―No te rayes.

Y volví al fuego. Y me olvidé de todo. Aquel fuego era mágico.

Así pudieron pasar minutos enteros, horas. La sensación de que el

tiempo volaba mientras nosotros nos refugiábamos adentro de esa

hoguera, se destrozó en cuanto Drago volvió a mirar la hora.

Las dos y veinte de la madrugada.

―¡Son las putas dos y veinte!

Era imposible.

―¡Es imposible! ¡No puede ser!

Volvimos a la hoguera.

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Intenté capturar lo que veía dentro del fuego. Y esto fue lo que salió.

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53

Sólo me sacó de la chimenea la voz de Tuerto, que me llamó desde

las profundidades de la casa. Requería mi presencia.

―¡Qué venga Alfonso!

Yo no quería ir, porque sabía que perdería el hilo y me consumiría

otra vez en el mal rollo. Estaba absorto en la hoguera y tan sólo quería

estar ahí por siempre.

Pero fui.

Aquella fue la primera vez que salí del salón.

(Página siguiente)

Tuerto viaja, pero no solo.

Jaguar y Martínez

Tuerto acaba

No acabo las frases porque no es más que la ola.

La Ola de colores que vive en esta habi

Tuerto me llama. Voy a sacarle de la nada salvarle

la vida.

Tuerto es un buen tipo.

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55

Me introduje en los pasillos de la casa, que eran de un extraño

color naranja. Tenía la impresión de estar entrando en un lugar maligno,

prohibido. Como si fuera Harrison Ford en algún Templo perdido de

Petra, a saber qué cojones podía haber ahí adentro.

Tuerto estaba en el baño. Metido en un saco de dormir, de pie

frente al espejo, disparaba una mirada de auténtico psicópata a su propio

reflejo. Se giró y me miró. Se señaló la cara y me dijo:

―Mira esta marca roja que tengo en la cara. Tío, ¿qué cojones es?

Era cierto. En su cara, en la orilla de su ojo izquierdo, había una

extraña marca de color carne, puntillada por diminutas marcas rojizas.

―Algo me ha sentado mal ―decidió.

Yo le dije que no. Que era porque había estado haciendo el cabra

en el pasillo y porque se había apoyado en una de las esquinas de las

paredes, de manera que le había dejado marca. Drago acudió. Le dijo que

no se rallara. No recuerdo muy bien si al final le dijimos, o le dije, que

aquello era un mero producto de su imaginación, pero tuvimos una

enérgica discusión a gritos en el baño, sobre los motivos por el cual

aquello no era un brote de alergia. Tres tíos alucinando en un mismo

cuarto de baño. Aquello debía de ser como meter a tres babuinos en celo

dentro de un microondas.

Tengo un flash vacío a partir de ése momento, y sé que en algún

punto aparece Martínez en escena. Se sitúa al lado de Tuerto en el espejo

y se mira, detenidamente. Tuerto comienza a deformarse la cara y dice

algo así como:

―Dios, puedo arrancarme la piel de la cara si quiero.

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56

Y comienza a dilatar las pieles de su cara, con las manos,

alargándolas y estirándolas como un chicle. Hace un tubo con su boca,

desde el cual yo veo hasta las profundidades de su boca, y se queda

fascinado. Su boca, de labios a campanilla, parece una catedral, desde la

cual se despliega una infinita gama cromática de colores rojos y carmesíes

que se pierde en las entrañas de su garganta. Martínez a su lado, medio

ríe, medio observa callado. Tuerto me invita a imitarle, me dice:

―Mira, Alfonso, ven a verte en éste espejo.

Pero no. No estaba preparado para ése espejo. Así que volví a la

habitación y regresé al sillón, mientras todo se sacudía a mi alrededor.

Volví al salón. Allí, todos nos retorcíamos, emocionados, por las

cosas que percibíamos. Jaguar correteaba arriba y abajo, y no dejaba de

asombrarse por cosas que veía en cada rincón de la casa. Incluso se puso a

llamar por teléfono a todo cristo, aullando acerca de las cosas que se

distorsionaban a su alrededor.

―¡El cuadro se está moviendo! ―Le gritó a alguien por teléfono,

como si ése alguien supiera perfectamente de qué cuadro estaba Jaguar

hablando. Como si los cuadros se movieran todos los días.

Yo, no recuerdo por qué, me fui un momento a la puerta que daba

al campo, que estaba en ése mismo salón. La abrí. Se desplegó ante mí el

exterior, el patio cercado de la casa de la Sierra de Drago, con su verja, su

piscina y algunos esqueléticos árboles esporádicos desafiando un frío

asesino.

Es decir, todo estaba tal y como la realidad lo había dejado antes

de que empezáramos a flipar. Eché varias bocanadas de humo, y observé

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57

como el vaho de mi boca se perdía en la inmensidad de la noche. Parecían

espíritus flotando, disparados desde las profundidades de mi garganta.

De repente, miré a la piscina, y la piscina comenzó a moverse, a

desplazarse lentamente hacia la casa. Pensé, “Oh, joder, se va a puto

estrellar contra la casa”. Comencé a reírme. Luego, desvié la vista de la

piscina, todo para que dejase de moverse. Fijé la mirada en el primer

arbolito de en frente de la casa, que estaba iluminado como un alienígena.

Todo el exterior se tornó oscuro como el ojete de un oso, y aquel árbol,

con su anoréxico tronco sosteniendo su precario cuerpecillo, se puso

blanco fosforescente. Sus ramas parecían patas de una enorme araña

albina, sacudiéndose espídicas en mitad de la oscuridad de la noche más

profunda y tenebrosa que había visto en mi vida. Me quedé unos

segundos atrapado en aquella extraña visión, hasta que escuché a Tuerto

gritar de fondo algo así como: “Hay un señor oscuro que me persigue”.

―¡Hay un señor oscuro que me persigue!

Y entonces, decidí abstraerme de aquel fantasmal árbol, y cerré la

puerta de golpe. No podía haber nada bueno ahí afuera, decidí. Estaba

contento, radiante. De vuelta al salón, Martínez dijo:

―Puedo tocar el techo.

Y tocó el techo.

―¡Qué cabrón! ―Dijo Drago.

Y yo toqué el techo también.

Era mágico. Estábamos volando con la mente.

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58

Volví a mi cuaderno y me lancé a escribir. Todo estaba de repente

fluyendo en mi cabeza. Escribí páginas y páginas diciendo más o menos lo

mismo.

(Página siguiente)

Tuerto grita desde)… su habitación. Drago y ha ido a verle

(Este cuaderno es infinito)

―Me suda la polla…

Soy

Le he prometido a Drago que seremos inmortales. Y jamás

vamos a morir, ni Tuerto, ni Jaguar, ni Fernando o Martínez…

Jamás vamos a morir porque no nos pueden matar.

He surfeado una playa en el techo de esta habitación.

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60

Y es que, por un momento, sentí que jamás iba a morir. Por un

momento, sentí que tenía el poder de hacer que fuéramos inmortales para

siempre jamás. Estaba extático, eufórico, poseído. Jamás había sentido

que la muerte fuera tan insignificante para salvarme a mí mismo y a mis

amigos de ella.

Escribí infinidad de frases con palabras infinitas, permanentes.

Durante El Bucle, tras burlar aquella especie de árbol-tarántula fantasma

y sentarme a escribir, tuve la certeza de que nos haría inmortales, ahí

mismo. Yo nos salvaría a todos de convertirnos en polvo, cenizas, nada.

Entre las paredes de ése salón. Así que escribí nuestros nombres en mi

cuaderno, fotografié a los que había a mi alrededor, y les prometí a todos

que les haría inmortales.

Palabras como “siempre”, inmortal” o “muerte” y “nunca”,

rebotaban por toda mi cabeza, y salían disparados por la punta de mi

bolígrafo. Por un momento, dejé de escribir y callé mis pensamientos.

Llevaba mucho tiempo creyendo que tenía un obsesión con la muerte, ya

que siempre que escribo, mis personajes son o suicidas despreocupados,

o asesinos, o inmortales. Y aquella, ¡aquella era la maldita prueba! Mi

subconsciente me dictaba palabras perennes, inmortales, eternas. Por un

momento me entristecí. Pero se me pasó.

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Siempre he creído que hay dos maneras de morir. La espiritual y la

física. Todos morimos físicamente. Y, menos mal, porque si no, la vida

sería infinita, y, por lo tanto, un coñazo. Pero yo les estaba regalando a mis

amigos la inmortalidad espiritual. La verdadera inmortalidad. Y me juré a

mí mismo que jamás dejaría que ellos cayeran en el olvido.

Así que escribí y escribí. Porque las personas pueden morir, pero

las historias pueden vivir para siempre. No sé si esta historia vivirá para

siempre, pero, al menos, siempre podré protegerla mientras viva. Y, en

cuando permanezca en éste mundo aunque tan sólo sea hasta el día

después de que yo muera, eso la hará inmortal. Porque mi historia me

habrá sobrevivido y yo jamás habré podido verla morir.

Eso era lo que yo sentía en aquel momento.

Y así, de aquella manera, nos hice inmortales.

(Página anterior)

Le he prometido a Drago que voy a regalarle la

inmortalidad, porque la inmortalidad es lo más bonito que

puedo regalarle. Ojalá estas palabras duren por siempre.

La música no para de sonar. Olga descansa. Tuerto

―Quitaros del fuego, que lleváis 2 horas y quiero yo.

Martínez y Drago están frente a la hoguera. Viajan.

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63

Y se lo hice saber a todos. A Martínez, a Jaguar, Drago, Tuerto…

Intenté besar a Tuerto, que fumaba un peta aparecido de la nada. No me

dejó. Drago se escribía por el móvil con Speedy, que no podía estar con

nosotros. Chateaba con él y le pedí que me dejara el móvil. Necesitaba

decirle a Speedy que había conseguido salvarnos de la muerte. Drago me

miró con burla y me dijo:

―Ni se te ocurra trolearme.

Yo le dije:

―Tío, estoy flipando en colores. En lo último en lo que estoy

pensando es en trolearte.

Y era verdad.

El móvil brillaba como las luces de neón de cualquier calle lluviosa

y pequeña de una ciudad cualquiera, por la noche. Y Speedy estaba al otro

lado. No recuerdo con exactitud lo que le escribí. Tan sólo recuerdo

haberle enviado un montón de mensajes recordándole que somos

inmortales. Le dije: “Somos inmortales”. Y luego, al final, le puse: “Somos

estrellas”.

También le hice una foto a algo que yo había escrito, y se la envié.

Había puesto, con mayúsculas, en una hoja del cuaderno, lo siguiente:

(Página siguiente)

NO VOY A LEER ESTAS PALABRAS EN ALTO, PORQUE SALDRAN

VOLANDO COMO MARIPOSAS Y SE QUEMARÁN EN EL FUEGO.

HE MUERTO Y HE RESUCITADO. Y AHORA JUAN ESTÁ A MI LADO.

POR LO TANTO, TODO ESTÁ BIEN.

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65

Y era cierto. Realmente estaba convencido de que, si las leía;

aquellas palabras se escaparían de mi cuaderno y volarían, convertidas en

mariposas, hasta la hoguera de la chimenea, para suicidarse entre las

llamas y perderse para siempre.

Mandé una foto con aquellas palabras a Speedy, y devolví el móvil

a Drago. Miré la hora. Tan sólo eran las dos y veinticinco. ¡Las putas dos y

veinticinco! ¡Era imposible! Aquella era la locura más horriblemente

fantástica en la que me había visto inmerso hasta ahora. Leí la hora en

alto y Drago y Jaguar no salían de su asombro. Gritaban, ¡aquello era

absurdo!

―¡Menudo canteo!

Me senté de nuevo, releí las palabras que no había de leer en alto,

y me tuve que tapar la boca para contenerme. No quería estropear todo

aquello, vociferar aquella frase, y que se quemara. Drago se intentó

asomar a mi cuaderno, pero pasé rápido de página y protegí aquellas

palabras, evitando que se escapasen volando, se quemaran, y murieran

para siempre.

Martínez se sentó en el sillón. Se puso a hablar de los pelos de su

brazo, susurrándoles cosas ininteligibles. Estaba fascinado con su textura,

su longitud y su forma. Nadie le hacía caso, menos yo, que por casualidad

le estaba mirando, embobado con la manera en que se acariciaba el brazo,

con delicadeza. Y me puse a mirar los pelos de su brazo, que realmente

parecían gruesos y largos como los pelos de un sobaco, casi. Mientras

tanto, Jaguar caminaba dando tumbos tras el sofá, a la vez que le volvía a

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66

comunicar a grito pelado, a alguien por teléfono, que lo que estaba

sucediendo era alucinante. Drago había vuelto a perder su vista hacia el

techo. Olga parecía un jarrón, no se había movido de su posición desde la

última vez que la había visto.

Entonces, viendo el brazo de Martínez desnudo, me acordé del

mío. De mi brazo, cubierto por la sudadera que llevaba, protegiéndome

del frío. De mis tatuajes, grotescos. Siempre había temido que llegase el

día de alucinar en colores y tener que verme mis tatuajes. ¿Se rebelarían

contra mí? ¿Me volvería loco observándolos?

No me lo pensé dos veces. Elevé el brazo con majestuosidad como

si fuera una especie de weirdo de circo a punto de presentar su número

estrella, y una vez hube llamado la atención de los presentes, me

arremangué el brazo.

―¡Los tatuajes! ―Gritó Drago, creo.

Y entonces se abalanzaron sobre el brazo pintado, las miradas de

Martínez, Jaguar y Drago. Todos habían salido de su mundo y estaban

analizando los tatuajes. Yo no estaba demasiado concentrado en ellos, no

quería que mis temores se cumplieran. Tan sólo veía sus colores de la

forma más bella y viva que jamás había contemplado.

Martínez cogió mi brazo, enfocó su mirada de loco a la cabra de

seis ojos con patas de langosta y dijo:

―¡La cabra!

Y Jaguar dijo:

―¡Le está trepando por el brazo!

Justo lo que yo temía. Pero no me importó.

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Hay otro flash incompleto. No sé qué sucedió entre cuando saqué

mi brazo y cuando Tuerto reapareció a mi lado. Bueno, de hecho, no vi a

Tuerto directamente. Drago gritó algo así como:

―¡Tuerto, te estás gozando el peta, eh!

Y miré a mi lado, y en el sofá, acababa de aparecer Tuerto, al que

creía engullido de nuevo por los intestinos de la casa, perdido en alguno

de los estómagos de sus habitaciones. Y Tuerto, efectivamente, estaba en

trance, mirando con sus ojos desorbitados sostenidos por unas ojeras

monstruosas, como la yerba y el tabaco se mezclaban aplastadas por las

yemas de sus dedos. Si apretaba el oído, hasta yo mismo podía escuchar

como raspaban las hojas de tabaco y maría con la carne de prensada de

sus falanges: rsk, rsk, rsk.

―¡Sí tío! ―Gritó Tuerto, eufórico.

Y acto seguido salió disparado, de nuevo, desapareciendo otra vez

de mi lado, tan fugazmente como había venido.

―¡Necesito arena! ―Gritó, más eufórico todavía. Como un maestro

en el arte de la locura.

Y desapareció por el pasillo, que se lo volvió a tragar de buena

manera. De vez en cuando, las entrañas de la casa eructaban con el

sonido de Tuerto gritando algo así como:

―¿¡Dónde están mis zapatos!?

Apareció la cara de Jaguar, muy cerca de la mía. Amplificada,

distorsionada e hinchada. Como vista a través de un ojo de pez. Me dijo:

―¡Di que Jaguar te ha dicho que apuntes cosas!

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Y se largó moviendo sus manos excitado, como si en realidad no

fueran sus manos, si no las patas de una cucaracha gigante, moviéndose

extáticas, del revés, disfrazadas de guantes de carne humana.

A mí me pareció un completo absurdo, así que apunté aquella

frase en mi cuaderno como si fuera una cita, y me reí. Me carcajeé mucho,

tanto que me tuve que sujetar las tripas para que no estallaran ahí mismo.

Y Drago también, y Jaguar y sus excitados brazos también. Y yo me

escuché reírme, es decir, escuché como Fernando y Celaya me oían

carcajearme sonoramente desde su habitación. De alguna forma, era como

si yo me hubiera teletransportado, como un espíritu, al cuarto de ambos,

me hubiera oído reírme de la cita de Jaguar, en el salón a lo lejos; y luego

hubiera vuelto a mi cuerpo.

Me apresuré a apuntar aquello también.

(Página siguiente)

“DI QUE JAGUAR TE HA DICHO QUE APUNTES COSAS”

FDO: JAGUAR.

Acabo de oir como Fernando y Celaya me oían.

Soy un mago. A Martínez le enseño cosas. A Martínez lo

estoy tripando.

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Prácticamente de inmediato, guiado por la música de Pink Floyd,

comencé a dibujar en el cuaderno. Hice unos tachones sin ningún sentido

y luego dibujé un gran ojo, cuyas líneas temblaban bajo mi caligrafía.

Aquel ojo no tenía ningún significado en especial, simplemente era eso, un

ojo. Era como si estuviera poseído por la música y fuera aquello lo que yo

debía dibujar, independientemente de mi estado de consciencia.

Pegado al cuaderno, observando con cara de psicópata, Martínez

seguía cada una de las líneas de mi dibujo. Como si fuera una

prolongación del bolígrafo. Me decía:

―¡No pares!

Y yo seguía. Martínez me decía que yo era su trip, que yo le estaba

guiando. Y me sentí como un mago, llevando de la mano a Martínez por un

truco oscuro. Me pidió que no parara de escribir jamás, que continuara.

Que veía a las líneas moverse y cobrar vida. Yo ya no sabía que escribir así

que empecé a notar como mis manos bailaban solas sobre la superficie del

papel, sin que yo diera órdenes.

―Vamos a vernos una peli ―Dijo Martínez.

Jamás entendí ésa frase.

Y, acto seguido, comenzó a describirme una escena que había en

su mente, y que yo había de dibujar. Era algo así como un barco, en mitad

del mar. Había nubes en el cielo y un tipo encima del barco. Yo no podía

más, así que paré de dibujar y le tendí el cuaderno a Martínez, que cogió el

testigo y se puso a garabatear como un poseso. Tenía ojos de loco, y la

cara iluminada en rojo anaranjado, como si toda la sangre del cuerpo se le

hubiera subido a la cabeza. Como si fuera un pomelo humano.

Le dejé el cuaderno y me acurruqué frente a la hoguera.

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Jaguar también relevó mi cuaderno, aunque yo nunca me enteré,

ni le vi dibujar en él un abstracto dibujo que me encontraría a la mañana

siguiente. Según alguien me explicó, el dibujo representaba una especie de

Drácula. Martínez vio moverse a aquel dibujo.

(Página anterior)

Sigo escribiendo porque soy el tryp de Martínez. ¿Por

qué escribimos? Es sinuoso. Se mueve. En plan…

Mis manos se despegan de mí.

“Vamos a vernos una peli”

(Siguiente página)

DIBUJO DE JAGUAR

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73

Tuerto aparecía y desaparecía, con aquella marca diabólica bajo su

ojo, y encerrado en su saco de dormir. Daba trompicones, saltos. Recuerdo

que en algún momento, mientras yo estaba hipnotizado por las llamas,

Tuerto se puso a dar saltos por el pasillo. Se asomó a uno de los sillones,

con el rostro iluminado y grito:

―¡Dios, como rentaría un skatepark ahora!

Y volvió al pasillo. Descubrió una losa del parqué que estaba

suelta, y se puso a surfear con ella, de adelante a atrás, dando golpes en el

suelo con la fricción. Sonaba: tup, tup, tup.

En algún momento vino cerca de nosotros. Yo me puse a dar saltos

sobre el sofá, como una de esas ardillas espídicas de parque público que

corren a esconderse de la gente a la velocidad de la luz. Así estaba yo,

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sobre los sillones. Dando saltos, girando la cabeza rápidamente. Mi

tortícolis había desaparecido, sentía que podía girar mi cuello hasta

trescientos sesenta grados si quisiese, como la niña de El Exorcista. Pero

no quise. En su lugar, seguí brincando y me sentí exactamente como

Johnny Depp haciendo de Hunter S. Thompson en “Miedo y Asco en las

Vegas”.

―Dios ―pensé― es realmente así. Me siento como Thompson

debía de sentirse en aquellas habitaciones de hotel… los mismos

movimientos, la misma sensación de ruido y de que la realidad me

supera… ¡es cierto!

¡Era cierto!

Era un descubrimiento fascinante. Durante apenas unos minutos,

fui Hunter S. Thompson. Me imaginé a mí mismo con la boquilla, el cigarro

humeante y las gafas de sol tostadas, y el gorro de pescador ridículo. La

camisa hawaiana, los shorts y las Converse. Fui el Doctor Gonzo.

En algún momento Tuerto volvió a entrar en un bucle negativo.

Mientras yo experimentaba la terrible sensación de que tenía litros y

litros de cocaína líquida en las venas y me sacudía por el sofá como un

Doctor Gonzo en pleno pico de sus virtudes lisérgicas; Tuerto volvió a

sujetarse la cabeza con las manos, proyectando sus pelos aquí y allá,

dejándolos como si se acabase de levantar de una siesta de seis millones

de años. Gritó cosas que no escuché (o que no recuerdo) y yo le contesté

algo así como:

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―Tío, tranquilo. Estamos aquí en la casa de Drago… tú, yo, Drago,

Martínez, Jaguar… todos. ¡Todos! Y podemos entrar y salir del viaje

cuando queramos. ¡Yo puedo entrar y salir de la realidad cuando quiera!

Y me di de bofetadas para demostrárselo.

¡Bofetada! Y dentro del trip.

¡Otra bofetada! Realidad.

Etcétera, etcétera.

Drago se carcajeó, pero me dio la razón. Todo parecía tan sencillo

como eso.

(Página siguiente)

Y aquí se acumula todo el amor. Bueno amor

es una palabra un poco cutre.

Parece que vivimos un cuento de hadas.

Acabo de darme bofetones para demostrar

que puedo entrar y salir cuando quiera.

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El dibujo que hizo Tuerto en mi cuaderno, lo debió hacer en ésta

parte de esta historia, de mis recuerdos. Se abalanzó sobre las hojas y,

armado con un boli, empezó a garabatear, con nosotros, una horda de

(Arriba)

EL DIBUJO DE MARTÍNEZ

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fieles a sus pies que, con ojos desorbitados, afirmaban ser testigos de las

mayores e increíbles proezas.

―¡Las líneas se mueven! ―Gritó Martínez.

Etcétera, etcétera.

Mientras tanto, Tuerto, como poseído, casi que se sumergía dentro

del papel, y apuñalaba su superficie con el bolígrafo. Yo me levantaba, de

vez en cuando a escrutar el proceso, pero no veía las líneas moverse. Veía

el subconsciente de Tuerto proyectándose como una diapositiva, sobre el

blanco de las hojas de mi cuaderno. Como si su mente vomitara su esencia

ahí mismo, sin pudor ni reparo.

Cuando Tuerto acabó, cogí el dibujo y lo miré detenidamente. Y lo

que más me impresionó, aparte de las formas y el desesperado trazo, fue

que uno de los monigotes de su dibujo, tenía aquella marca rojiza que el

propio Tuerto se había visto en el espejo. Los puntos granates bajo el ojo.

Me impresionó mucho.

(Siguiente página)

DIBUJO DE TUERTO

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En algún punto volví a la hoguera, de nuevo. La hoguera parecía

un punto de enlace entre viaje y viaje, entre estación y estación de las

distintas paradas de ferrocarril que mi mente iba recorriendo aquella

noche. Las cosas sucedían alrededor, con Pink Floyd sonando como si

quisiéramos destrozar las paredes de la casa con atronadora música rock.

Con frecuencia, durante aquella vez que me volví a sentar frente al

fuego, y todas las veces anteriores y posteriores; era incapaz de

parpadear. Como me pasó con el techo al principio, me negaba a desviar

ni un instante mi mirada de aquellas visiones. Era inconcebible. No

necesitaba parpadear, ¡no debía parpadear! Y, ahí, frente al fuego, apenas

parpadeé dos o tres veces en Dios-sabe-cuánto-tiempo, de manera que,

con frecuencia, notaba como si mis ojos se frieran. Como si fueran un

campo de girasoles secos, sometidos a los asesinos rayos de un sol

enorme, impío, que los fuera a fulminar en cualquier momento,

convirtiéndolos en naturaleza muerta. Sentía como los ojos se secaban, y

me importaba una mierda si se me derretían como un espeso batido de

helado y se derramaban sobre mi regazo.

La segunda vez que vi el Infierno, fue aquella, cuando me sumergí

en la hoguera antes de que por fin terminara El Bucle de las dos y las tres.

Fue la segunda, pero la más potente. La que recuerdo con gran crudeza.

Se dibujó ante mí, adentro en las llamas, una especie de cueva

infernal en cuyas paredes no había roca, si no cuerpos y cuerpos de

colores grisáceos, de formas esqueléticas y retorcidas. Parecía que todos

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quisieran trepar por las paredes de aquella chimenea convertida en

caverna. Como si todos quisieran huir de algo.

Y en el centro, en el grueso de troncos, los maderos se habían

transformado en una especie de tren que se enroscaba sobre sí mismo, en

una espiral concéntrica que se perdía por las profundidades de la

chimenea. El tren, que parecía una anaconda de infinitos metros de

longitud, era de color negro con vivas manchas anaranjadas. Y, en cada

uno de sus vagones, había miles y miles de esos seres, grises y famélicos,

con expresión de horror, tratando de trepar por su superficie. Como si

aquel agujero negro de la hoguera estuviera tragándose el tren, y ellos

quisieran huir de caer para siempre en las llamas del Infierno. Y,

aterrados, gritaban y gritaban.

Así fue mi segunda visión del Infierno.

(Siguiente página)

He vuelto a ver el Infierno en esta hoguera.

Tenía a ranas esqueléticas reptando por vagones

que nacían en espiral del inframundo.

He pensado que igual no vuelvo jamás. Que tripo

por siempre…

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El resto de lo sucedido durante El Bucle, sigue siendo confuso en

mi recuerdo. Tan sólo tengo la certeza de que en algún momento tuve la

sensación de que mi cuaderno estaba infestado de serpientes, y yo

escribía sobre ellas, sin alterar el movimiento de mi bolígrafo, que las

rajaba cada vez que yo escribía una línea.

(Siguiente página)

Ojalá

Martínez acaba de invocar el viaje. Mi bolígrafo no fluía y ¡pam!

Martínez ha sacado mi fantasma.

ESCRIBO SOBRE encima de SERPIENTES,

En esta habitación serán siempre las 2 a.m. Siempre seremos súper

héroes.

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Lo que sí que definió el bucle fue la sensación que tuvimos los

cinco (Martínez, Drago, Jaguar, Tuerto y yo) de que nos habíamos

quedado para siempre atrapados entre las dos y las tres de la madrugada

del día de año nuevo de 2014. Atrapados. Ésa era la palabra que definía el

intenso viaje que sufrimos en el intervalo de una hora, en el que pudimos

estar viajando durante minutos, hora enteras.

Hay dos cosas que aún, días después de aquel viaje, soy incapaz de

explicarme. Y las dos tienen que ver con el tiempo. La primera, es la

ruptura temporal que sufrí, cuando lo del vaso de agua. La segunda, cómo

la hora entre las dos y las tres de la mañana pudo pasar tan lenta. ¿Y si el

tiempo no fuera el tiempo? ¿Y si existiera un tiempo que no fuera capaz de

medirse? Faulkner decía que el tiempo sólo estaba vivo cuando las

manecillas del reloj se paraban. ¿Y si existieran dos clases de tiempo? El

real y el… y el otro tiempo. Esa clase de tiempo que nosotros cinco

experimentamos dentro de aquel salón. El tiempo que jamás llegó a

existir.

El bucle se acabó cuando Drago quiso. O quizás fuera tan sólo una

coincidencia de lo más graciosa, pero así pareció ser. Yo, en mi cuaderno,

escribí lo siguiente:

(Página siguiente)

Tuerto está abatido en el sofá. Tumbado.

MI NOMBRE ES ALFONSO Y ESTOY VIAJANDO POR EL HIPER ESPACIO. HACE

CUATRO SIETE AÑOS QUE SON LAS 2 DE LA MAÑANA. Y JAMÁS DAN LAS TRES.

AHORA QUE DRAGO HA QUERIDO HAN DADO LAS TRES.

“¿QUÉ HABRÁ SIDO DE LAS COSAS?”

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En principio, pensé en poner que habían sido cuatro años en lugar

de siete. Pero tuve que recurrir a Martínez, que volvía a estar observando

como escribía, para llegar a un acuerdo acerca de todo el tiempo que

pasamos secuestrados por El Bucle. Y Martínez determinó que fueron

siete. Siete años de cautiverio lisérgico. Taché el cuatro.

Luego Drago quiso que fueran las tres, y, por fin, lo fueron. Drago

nos rescató del Bucle. Nos reímos, como aliviados, como fascinados del

poder de las drogas. Jaguar no paraba de repetirse:

―¡Y sólo he pagado quince pavos por esto!

Yo estaba feliz. Habíamos viajado por un agujero negro y

acabábamos de salir, los cinco a la vez. Drago miró a la mesa, que antaño

estaba llena de ceniceros, mecheros, comida, platos sucios, tupis, pitis,

moras, bolsas de maría, etcétera.

Y dijo:

―¿Qué habrá sido de las cosas?

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CAPÍTULO 1

Acabaron las campanadas, cada uno apuramos nuestra ración de

trufas y comenzamos a felicitarnos el año nuevo. Jaguar aún seguía dando

sus doce calos al porro de Año Nuevo, y Fernando se carcajeó de él,

mientras en sus carrillos, hinchados como los de un hámster, crujían las

trufas que se había tomado de golpe.

Afuera debía de hacer un frío de cojones, un frío impenetrable. Un

frío asesino. Pero dentro, la hoguera estaba encendida y todo parecía

estar más o menos en su sitio. Yo eché una mirada rápida a unas pocas

porciones de trufas que quedaban en mi bolsa y el amargo sabor que

habían dejado en mi boca, me alertó de que no tomara ni una más.

―¡Con ése sabor de mierda, te están advirtiendo de que no te las

comas! ―Dijo Tuerto.

Nos reímos, nos abrazamos. Yo besé a Fernando, me abracé con

diestro y siniestro y, finalmente, me dejé caer en el sillón, paciente.

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Tuerto desapareció, súbitamente. Nadie supo dónde estaba, ni

reparamos en su ausencia prácticamente, hasta que regresó, alzó los

brazos y gritó:

―¡Chavales, primer jari del año!

Y le ovacionamos, y nos reímos todos. Drago dijo algo así como

que se veía venir. Y era verdad.

Pasó el tiempo, discutimos sobre si dejar o no la tele.

Parloteábamos de cosas sin sentido y de vez en cuando alguien juraba

haber visto algo, pero todos le discutíamos. Todos esperábamos el

comienzo del viaje, del Año Nuevo. Mientras el resto de la humanidad

digería sus doce uvas en el estómago, brindaba con champán y visualizaba

con deseo su borrachera próxima (si acaso no estaban ya borrachos),

planificando su próximo movimiento hacia la misma discoteca a la que

iría el resto del mundo a pasar una nochevieja como otra cualquiera, sin

más; mientras todo aquello sucedía en todas partes, nosotros nos reíamos

en el sofá, de alguna chorrada sádica, esperando el comienzo de un viaje

que duraría toda una noche.

Yo miré a la chimenea, atentamente.

Pensé: seguro que esto va a ser una pasada, luego.

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Y entonces, Jaguar dijo:

―Chavales, os juro que ése cuadro acaba de moverse.

Y nos reímos.

Nadie le creyó.

FIN

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EPÍLOGO

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“De repente, miré a la piscina, y la piscina comenzó a moverse, a

desplazarse lentamente hacia la casa. Pensé, “Oh, joder, se va a puto

estrellar contra la casa”. Comencé a reírme. Luego, desvié la vista de la

piscina, todo para que dejase de moverse.”

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“He vuelto a ver el Infierno en esta hoguera.

Tenía a ranas esqueléticas reptando por vagones que nacían en espiral del

inframundo.”

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“―¡Tuerto, te estás gozando el peta, eh!”

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―El fuego es una locura.

Drago ha sido derrotado por el fuego.

―Flipas hasta con las putas frases.

-------

He escapado del espejo del baño, Tuerto Grita, y Martínez y Jaguar van a

viajar con el.

Van a volar.

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“…desaparecieron entre la densa cortina del humo de los petas, como

espejismos en la niebla.”

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“…Martínez dijo:

―Puedo tocar el techo.

Y tocó el techo.

―¡Qué cabrón! ―Dijo Drago.

Y yo toqué el techo también.”

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ATRAPO MIS PENSAMIENTOS

EN ESTE PAPEL

PARA QUE NO ESCAPEN

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“He vuelto a ver el Infierno en esta hoguera”

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