fundamentos del derecho estatal de castigar. por fernando salgueiro (argentina)
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Fundamentos del derecho estatal de castigar
Fernando Salgueiro, estudiante de Derecho de la Universidad Argentina John
F. Kennedy
Sumario: I. Introducción. - II. Clasificación. - III. Teorías absolutas. La
retribución y la expiación. - IV. Teorías relativas. A- La prevención
especial positiva. B- La prevención especial negativa. C- La prevención
general negativa. D- La prevención general positiva. - V. La teoría negativa
o agnóstica de la pena. - VI. Crítica a la teoría negativa de la pena.
I. Introducción.
La estructura de la vida social implica y requiere de un mecanismo de reacción
pública contra todos aquellos comportamientos particulares que afecten los
intereses más vitales de la comunidad.
Las normas del Derecho, al regular el obrar humano en relación a terceros,
individualizan los valores que la gran mayoría de los miembros que conforman
la sociedad comparten, tratando de desmotivar aquellas acciones desviadas
que tiendan a afectarlos de alguna manera.
El Derecho en general tutela los intereses generales de las personas,
brindando mecanismos para su protección; y el penal, en particular, reacciona
con la imposición de un castigo, ante todos aquellos actos que se opongan
(sea lesionando, sea poniendo en peligro) a los valores e intereses de mayor
relevancia, es decir, los que hacen a la esencia de la convivencia social
organizada, pacífica y civilizada, dentro del ámbito protectorio del Estado de
Derecho.
Las normas que componen el sistema del Derecho penal parten de un juicio de
valor por el cual se afirma que una determinada situación o estado tiene un
carácter positivo. Así, por ejemplo, a la norma que prohíbe el homicidio la
subyace un juicio de valor que reza: “la vida vale”. Por ende, la norma (sea ésta
un mandato o una prohibición) va a motivar a los individuos a abstenerse de
todo comportamiento (acción u omisión) que afecte aquel juicio de valor del
imperativo. Las acciones (u omisiones) que tiendan a afectar la vida, entonces,
se oponen a la norma, puesto que son contrarias al juicio de valor mencionado.
Esto ocasiona que el Estado, como único titular del ejercicio del Derecho penal,
impulse la aplicación de la sanción que la norma contiene contra el sujeto que
dirigió una voluntad contraria a su mandato. A este comportamiento que
quebranta el imperativo (el ilícito), si además fue realizado por alguien que tuvo
la posibilidad de motivarse correctamente, se le da el nombre de delito, en
tanto que a la sanción que se le impone como consecuencia, pena. La pena es,
entonces, la consecuencia jurídica de la comisión de un delito.
Si bien la gran mayoría de las normas que conforman el ordenamiento jurídico
cuentan con una sanción además de su precepto, sólo las normas del Derecho
penal asignan este tipo particular de sanción (la pena), como consecuente de la
realización de la conducta allí descripta.
Por ello es posible afirmar que la pena es el instituto característico del Derecho
penal y el que lo diferencia de las demás ramas que estructuran la totalidad del
Derecho positivo.
Al decir que el Estado, como único sujeto activo del Ius Puniendi, responde
con la aplicación de una pena ante aquellos comportamientos que se opongan
a una norma, por contener éstos un juicio de disvalor que atenta contra el valor
del cual surge aquélla (sea este juicio de disvalor definido como una decisión
final dirigida a la afectación de un bien, o como la realización objetiva de un
determinado estado de cosas, según prevalezca en el concepto de ilícito el
disvalor de la acción o el del resultado), estamos respondiendo a la pregunta:
¿Por qué se impone la pena? Es decir, estamos intentando afirmar que la pena
es la consecuencia concreta de la destrucción de un valor fundamental para la
sociedad, cuya subsistencia ésta no está dispuesta a abandonar1.
Ahora bien, el objetivo de este breve trabajo es explicar cómo la dogmática del
Derecho penal responde a la compleja pregunta: ¿Para qué se impone la
pena? O sea, cuál es el fin de la pena estatal y por qué toda estructura social la
aplica mediante su Estado a las acciones desviadas de mayor gravedad.
1 Sobre una explicación sobre los juicios valorativos de las normas y su relación con la fundamentación del ilícito, Sancinetti, Marcelo, Teoría del delito y disvalor de acción, Hammurabi, Buenos Aires, 2004, p. 15 y ss.
Puesto que, como se dijo, la pena es el instituto que define al Derecho penal,
resulta de trascendental importancia establecer cuál es el fundamento del
mismo, por un evidente motivo: el fundamento de la pena será el fundamento
de todo el Derecho penal. Sea cual sea el fin que se le otorgue a la pena, todo
el sistema penal que gira en torno a ella estará orientado hacia el sentido que
dicho fin indique.
Para concluir, se puede realizar el siguiente juicio: la misión del Derecho penal
dependerá de la postura que se adopte (la respuesta a la pregunta ¿Para qué
se reprime?) sobre la finalidad de la pena pública.
Las distintas formulaciones vertidas en lo concerniente a este importante y
complejo tema por la doctrina jurídico penal, suelen englobarse bajo el rótulo
de “fines de la pena”, “función del Derecho penal” o, más comúnmente: “teorías
de la pena”.
Las teorías de la pena, entonces, son todas las elaboraciones dogmáticas a
través de las cuales se intenta dar una explicación teleológica a la pena. Es
decir, las construcciones intelectuales de los pensadores del Derecho penal,
orientadas a buscar respuesta al interrogante sobre la misión del mismo.
II. Clasificación.
Elaborar una clasificación de las teorías de la pena resulta dificultoso,
especialmente porque las distintas explicaciones vertidas a lo largo del tiempo
obedecen a aspectos completamente discordantes y se torna arduo encontrar
puntos de contacto entre ellas como para poder organizarlas de alguna forma
en base a pautas generales.
No obstante, hay ciertos criterios notorios sobre los cuales puede elaborarse la
siguiente clasificación, con el objetivo de facilitar una comprensión integral de
todas las posturas dogmáticas sobre el tema.
Las teorías pueden agruparse de la siguiente manera:
- Según el contenido o el principio del cual partan, pueden ser absolutas o
relativas:
Teorías absolutas: Las dos principales teorías dentro de la categoría de las
teorías absolutas (retribución y expiación) encuentran su fundamento en el
aforismo “punitur, quia peccatum est” (castigar, porque se ha pecado). Esto
implica que el fin de la pena es la pena en sí misma y lo que ésta representa.
La pena debe ser impuesta ante toda infracción a una norma, con total
prescindencia de su beneficio o perjuicio para la sociedad. Es decir, para las
teorías absolutas, la pena se fundamenta de manera autosuficiente y es
positiva por sí misma. El efecto que esta tenga sobre la sociedad es algo ajeno
a la finalidad de la sanción.
Teorías relativas: Estas parten del principio “punitur, ne peccetur” (castigar,
para que no se peque). Surge con claridad en base a ello, que este sector
doctrinal halla en la reacción penal un fin que no se encuentra contenido en la
misma pena (a diferencia de las absolutas), sino en la interferencia positiva que
ésta provoque en el orden social.
Todas las teorías relativas establecen que la sanción penal debe cumplir una
función de carácter preventivo (se castiga para que no se peque = se reprime
para que no se delinca).
La prevención, entonces, sería la misión a la que el Derecho penal debe
tender al aplicar una pena al caso concreto. La pena se fundamenta, de este
modo, en relación con el efecto que su aplicación implique para la sociedad, el
cual ha de ser siempre la prevención de acciones que se opongan al orden
jurídico.
- Según la clase de efectos que le otorguen a la pena, las teorías pueden ser
positivas o negativas.
Teorías positivas: La mayoría de las opiniones dogmáticas relativas a la
fundamentación de la reacción represiva del Estado encuentran en ésta un
efecto positivo sobre la sociedad. Esto se ve con total claridad en las teorías
preventivas (relativas), para las cuales la finalidad del castigo público es la
protección de los intereses más vitales de la comunidad mediante la
disminución de la criminalidad. Pero incluso las llamadas teorías absolutas le
dan a la pena fines benignos, tales como el mantenimiento del valor justicia,
que resulta vulnerado por el delito; la reafirmación de todo el Derecho, que se
ve afectado de la misma forma; e incluso el hacer posible la expiación de la
culpa de quien delinque.
Teorías negativas: Para los autores que ocupan este pequeño sector de la
doctrina, la pena no cumple ninguna función beneficiosa para la sociedad. En
realidad, la única opinión científica que podría catalogarse como teoría de la
pena (a fin de ser incluida en el objeto de esta investigación) es la nombrada
“teoría agnóstica o negativa de la pena” de Zaffaroni, que merece ser
mencionada en base a la influencia de este autor en la literatura penal del
continente latinoamericano, aunque desconozco cuál fue la acogida que tuvo
dicha postura en la dogmática penal.
No obstante, hay varias posiciones que, si bien no pueden ser incorporadas en
este tema doctrinal (teorías de la pena), valen mencionarse aquí por tener
cierta vinculación. Es el caso de las corrientes “abolicionistas” y “minimalistas”.
Las primeras establecen la ineficiencia del Derecho penal para solucionar
conflictos y el perjuicio que la imposición de una pena ocasiona en la sociedad,
por lo cual, justifican su eliminación y correspondiente reemplazo por otras
medidas no formales. Las segundas, sin llegar a tal extremo, abogan por una
restricción del poder punitivo de forma tal que este no se aplique sino a casos
elementales para evitar un mal mayor: la venganza ilimitada con que la
sociedad respondería si el Estado dejara de intervenir penalmente ante las
lesiones de los intereses comunitarios de mayor trascendencia. Para el
“minimalismo”, impulsado por Baratta y Ferrajoli, la pena podría considerarse
utilitaria en tanto y en cuanto no se aplique de una forma desproporcionada y
excesiva y, además, sólo si esta se impone para evitar el mayor crecimiento
criminal que la eliminación absoluta del Derecho penal traería aparejada.
- Según los medios que consideran que la pena utiliza para la obtención del fin,
las teorías pueden ser de “medios positivos” o de “medios negativos”.
Teorías de medios positivos: En estos supuestos, además de ser positivo el fin
que la pena busca (por los motivos ya explicados), también lo es el medio de
que se vale para su obtención. En algunos casos, este medio puede consistir
en la educación y readaptación del condenado, para lograr su eventual
reincorporación social (prevención especial positiva), o bien en lograr la
confianza de la vigencia de los comportamientos que las normas imponen (y
que el delito pone en duda), el cual es el medio con el que cuenta la pena para
el logro de su meta según la prevención general positiva. En los dos casos el
fin es positivo (la protección de los bienes jurídicos en uno y la estabilización de
las normas en el otro), pero también lo es el medio necesario para alcanzar su
consecución.
Teorías de “medios negativos”: Aquí el fin es positivo, pero el medio
(aisladamente analizado) presenta un contenido negativo. Es decir, los
partidarios de este sector creen que la sanción penal cuenta con un medio
negativo, para alcanzar un fin positivo. Por ende, sólo puede decirse que este
medio es negativo si se lo separa para su estudio de la meta a la que aspira
(puesto que todo ente que tenga por consecuencia algo beneficioso, será
beneficioso). Así, puede considerarse negativa la neutralización del infractor, o
bien su apartamiento de la sociedad, si se los analiza sólo como medios; pero
el objetivo que estos mecanismos persiguen es de naturaleza favorable (según
sus exponentes). Por ejemplo: mediante el encierro permanente del criminal, se
logra la protección parcial de todos los bienes jurídicos que, de gozar éste de
su libertad, se encontrarían en peligro.
Lo mismo puede decirse del uso de la pena como mecanismo generador de
coacción psicológica para desalentar a los potenciales infractores: el objetivo
que se pretende es benigno (disminuir la delincuencia), pero no lo es el medio
necesario para lograrlo (el miedo y la intimidación de la generalidad, mediante
la condena particular).
Se encuentran en esta categoría la prevención general negativa y la especial
negativa.
- Según sobre quien consideran que recaen los efectos de la pena, las teorías
pueden ser especiales o generales.
Teorías especiales: Para este sector doctrinario, en el que se encuentran las
teorías de la prevención especial positiva y negativa, los efectos de la pena
recaen sobre el individuo cuya acción se opone a la norma. Es decir, sobre el
mismo infractor penalmente condenado. De esta manera, el objetivo al que la
pena ha de dirigirse (por lo general, la protección de bienes jurídicos) se
consigue mediante una intervención estatal contra aquel que actuó en contra
del Derecho. Si éste demostró con su comportamiento una amenaza para la
sociedad, contra él debe actuar la pena, a fin de atenuar o neutralizar dicha
amenaza. La reacción penal, por lo tanto, protege todo el orden social,
interfiriendo contra quien lo lesionó, procurando que tal fenómeno no vuelva a
producirse respecto de este individuo en concreto.
Tal finalidad puede lograrse, o bien proporcionándole al condenado una serie
de medios resocializadores para que éste pueda reinsertarse en la sociedad
con sus dolencias paliadas o, de lo contrario, mediante la neutralización del
mismo: su apartamiento prolongado o permanente de la sociedad cuyo orden
alteró (es el caso de la pena de muerte o de los encierros perpetuos).
Teorías generales: Para éstas, los efectos de la sanción penal no se producen
sólo respecto del infractor que se hace merecedor de la misma por la comisión
del hecho punible, sino que recaen sobre toda la comunidad. La prevención,
entonces, no se logra con la reforma o eliminación del criminal, pero sí a través
de un mensaje simbólico mediante la represión de aquél, que se dirige a todos
los integrantes del cuerpo social.
Este mensaje puede consistir en una amenaza psicológica (el supuesto de la
prevención general negativa) enviada a todos los delincuentes potenciales por
el que se les comunica que se abstengan de realizar comportamientos
criminales o, de otro modo, serán pasibles de las mismas consecuencias
dolorosas que sus pares sociales padecieron con la ejecución del castigo que
se les impuso por actuar en base a impulsos delictivos. La desmotivación del
delito mediante la intimidación es la característica principal de esta postura.
El otro modelo teórico en el que se extrae de la reacción penal una finalidad
con efectos generales, que es el de la prevención general positiva, se erige
sobre la idea de un comunicado a la sociedad, que se expresa mediante la
pena, en el que se afirma que la norma quebrantada por el ilícito sigue vigente,
y que, por ello, la conducta del agente que se le opuso es incorrecta y no debe
ser imitada. De esta forma, se recupera la confianza de la sociedad en el valor
de las costumbres que sus normas imponen, como criterios de orientación para
el desenvolvimiento de los vínculos sociales. El castigo estatal se aplica sobre
el individuo, pero sus efectos se producen respecto de toda la sociedad. ¿El
objetivo? Lograr que la comunidad no pierda la confianza en los valores que las
normas contienen, cuya vigencia es puesta en duda al cometerse el injusto.
Con esta clasificación se ha intentado poner al descubierto cuáles son las
características centrales de las teorías sobre la misión del derecho estatal de
castigar.
Ahora corresponde ahondar en los postulados de cada una de ellas de un
modo particular para marcar con mayor precisión sus contenidos.
III. Teorías absolutas.
Como ya se ha dicho, para las teorías absolutas, la pena no se fundamenta
por la utilidad que ésta representa para la sociedad. No es el medio para lograr
algo, sino que constituye una finalidad en sí misma, absoluta, categórica e
incondicionada. En otras palabras, la pena no es “buena” por lo que mejore en
la comunidad, es “buena” por el sólo hecho de ser pena.
Dentro de las teorías absolutas, se encuentra en primer lugar la teoría de la
retribución, que a su vez presenta dos variantes.
La primera de éstas es la versión de Kant. Para el filósofo alemán, la pena era
un imperativo categórico de justicia. La pena era justicia en sí misma. Este
imperativo, precisamente por ser incondicionado, no debía estar orientado al
cumplimiento de finalidad alguna. Simplemente debía imponerse cuando
correspondiera, porque así lo exigía el que debiera ser el valor principal de la
sociedad: lo justo. Por ende, ante la comisión de un ilícito, el Estado debía
responder con la imposición de la sanción penal, con total prescindencia de
que esto fuera conveniente o no para la comunidad en el caso concreto.
Para Kant, la pena (al igual que el hombre sobre el que ésta recae) no podía
emplearse como medio utilitario, pues tal maniobra sería contraria al imperativo
categórico de la justicia.
Si la pena era la manifestación del valor justicia en el hecho particular, ésta
debía ser justa, y lo era cuando se caracterizaba por ser proporcional a la
gravedad del delito cometido.
La segunda variante de la teoría de la retribución corresponde a Hegel, para
quien el castigo estatal implicaba una reafirmación del Derecho, que se
debilitaba cuando se quebrantaba alguna de sus normas. Para este filósofo, el
delito era un mal, pues quebrantaba al Derecho (que era un bien). La pena era
otro mal, ya que privaba al particular de algunos de sus derechos subjetivos,
pero, aplicada ésta sobre quien causó el primero (el infractor), traía por
resultado el nacimiento de un bien: la estabilización del orden jurídico.
Entonces, la sanción penal era el medio del que se valía el Estado para hacer
valer la vigencia del pacto social cuestionado por el infractor.
Esta versión de Hegel, de la pena como retribución, es muy similar a la actual
teoría de la prevención general positiva, que detallaré más adelante.
La segunda posición dentro del ámbito de las teorías absolutas es la teoría de
la expiación. Para ella, la pena tendría como fin la eliminación de la culpa del
autor del delito. El delincuente, al infringir el ordenamiento jurídico habiendo
tenido la capacidad y la posibilidad de obrar conforme a él, contrae una deuda
con el cuerpo social. La pena sería, entonces, el mecanismo para liberarse de
dicha deuda, cuya subsistencia obstaculizaría la reconciliación del autor con la
sociedad. Mediante la pena, el infractor reconoce su culpa y la extingue a
través de la ejecución de aquella, pudiendo de esta manera, reincorporarse en
la comunidad a la que previamente vulneró.
IV. Teorías relativas.
Para este sector teórico, la pena no se fundamenta como un fin autónomo
(absoluto), sino como un mecanismo utilitario. La reacción estatal de castigar
debe estar orientada, entonces, a la obtención de un provecho social. La
justicia, la característica principal de la pena para las teorías absolutas, es
reemplazada aquí por la utilidad social a la que el Estado ha de tender con su
ejercicio punitivo.
A. La prevención especial positiva.
En el siglo XIX, de las obras del psiquiatra Cesare Lombroso, del sociólogo
Enrico Ferri y del jurista Rafael Garófalo, nace una corriente de gran influencia
en la ciencia del Derecho penal, conocida como el “positivismo criminológico”.
Esta Escuela Positiva se opone duramente a las ideas de la Escuela Clásica
(partidaria de la teoría absoluta de la pena y del principio de culpabilidad como
parámetro medidor de la misma) en todo lo relativo a la naturaleza del delito y
de la pena.
En primer lugar, sus miembros critican el principio de culpabilidad como
fundamento de la punición estatal, partiendo de la base de que el ser humano
carece de libre albedrío y, por ende, el delito no es producto de una “mala
decisión”, sino de un impulso natural, que determinadas personas (por tener
ciertas características físicas, psicológicas y sociales defectuosas) no pueden
evitar. La culpabilidad, ergo, necesitaba ser reemplazada por un criterio más
eficaz: la peligrosidad.
El criminal es peligroso, puesto que con su infracción demuestra una
personalidad anti-social, una deficiente internalizacíón de las pautas sociales
de comportamiento; por ello, la pena, como consecuencia jurídica del delito,
debía tener por meta eliminar aquella peligrosidad para proteger a la sociedad
que, de otra forma, se vería amenazada.
La pena sería una cura del “estado peligroso”: la proclividad de ciertas
personas al delito.
Surge así la teoría de la prevención especial positiva, según la cual, la
finalidad de la sanción penal consiste en la readaptación social del autor,
mediante la eliminación de las características peligrosas que lo indujeron a
delinquir.
Esta elaboración teórica fue expuesta y sistematizada por Franz von Liszt,
miembro del positivismo jurídico. Para Liszt, la pena era “prevención mediante
represión” y ésta debía adaptarse a las cualidades subjetivas de cada
delincuente para ser lo más eficiente posible. Así, hablaba de una pena
“correctiva” para el delincuente necesitado de corrección y capaz de corregirse,
una pena “intimidatoria” para el criminal que no necesitara dicha corrección y
una pena que tuviera por objeto la inocuización de la peligrosidad del infractor
cuando éste necesitara de corrección pero no fuera capaz de alcanzarla2.
La peligrosidad como fundamento de la represión, además de implicar una
probable lesión al principio de igualdad ante la ley (consagrado en el art. 16 de
nuestra Constitución Nacional), puesto que ante dos hechos iguales, la
reacción del Estado variaría según la necesidad concreta de prevención, atenta
completamente contra el principio de culpabilidad (rector del Derecho penal,
junto con el de legalidad), dado que, según dicha garantía, para la aplicación y
graduación de la pena se debe tener en cuenta la motivación defectuosa del
autor en la realización del hecho y no los rasgos antisociales de su
personalidad. Lo contrario sería favorecer un Derecho penal “de autor”, en el
que en vez de castigar la infracción al Derecho, se reprima una forma de ser de
la persona humana.
2 Bacigalupo, Enrique, Derecho penal Parte general, Hammurabi, Buenos Aires, 1999, p. 35.
No obstante, nuestro ordenamiento jurídico parece receptar esta teoría cuando
el art. 1º de la ley 24.660 (Ejecución de la pena privativa de libertad) menciona
que la finalidad de la pena es “… lograr que el condenado adquiera la
capacidad de comprender y respetar la ley procurando su adecuada reinserción
social…”. Igualmente, el art. 41, inc. 2º del Código Penal argentino, con un
evidente criterio positivista, establece que a los efectos de la individualización
de la pena, han de tenerse en cuenta todas aquellas circunstancias que
permitan inferir la “…mayor o menor peligrosidad…” del autor.
La figura de la reincidencia (art. 50 del Cód. Pen.) tampoco escapa de la
inmersión de nuestro Derecho positivo en esta corriente, aunque el análisis de
la misma excede el objeto de esta investigación.
B. La prevención especial negativa.
Esta teoría de la pena sería de aplicación para los criminales “incorregibles”.
Cuando la peligrosidad que el autor representa para la sociedad es
insubsanable, el único medio para la protección de los bienes jurídicos es la
neutralización del delincuente: su apartamiento de la sociedad. La pena de
muerte (de imposible imposición en nuestro ordenamiento jurídico por expresa
prohibición constitucional mediante el art. 75, inc. 22) es una clara aplicación de
esta postura.
Si bien, como ya se mencionó, nuestro Derecho positivo penal parece receptar
la teoría de la prevención especial positiva, la figura de la reclusión
indeterminada regulada en el art. 52 del Cód. Pen. no puede responder a otra
fundamentación que no sea de prevención especial negativa. Esta sanción
(que la doctrina considera una medida de seguridad) implica la privación de la
libertad por duración indeterminada (hasta que el autor demuestre haberse
rehabilitado socialmente) ante casos de reincidencia múltiple.
Básicamente, la prevención especial negativa se basa en lo siguiente: Como la
función de prevención positiva no ha podido conseguirse respecto del autor,
que sigue oponiéndose al Derecho (sigue siendo peligroso), se lo aparta de la
comunidad por tiempo indefinido. Se podría decir que la función de prevención
especial negativa de la reacción penal se aplica en nuestro Código de manera
subsidiaria con la prevención especial positiva: si la tentativa de resocialización
del agente se torna imposible, se procede a su neutralización mediante un
encierro prolongado.
C. La prevención general negativa.
La función del castigo estatal, en este caso, es desmotivar a los potenciales
delincuentes de la comunidad a través de la coacción psicológica que la
represión sobre el autor particular produce sobre aquellos. Cuando un sujeto
infringe el Derecho, el Estado lo castiga, transmitiendo de esta forma un
mensaje a todo el cuerpo social sobre los perjuicios que padecerían en caso de
imitar su conducta desviada.
La propuesta en cuestión ya era defendida por algunos de los pensadores que
formaban parte del movimiento filosófico del siglo XVIII que se conoce como la
Ilustración.
Uno de sus autores más destacados, Cesare Beccaria, en su conocida e
influyente obra “De los delitos y de las penas”, establece que el fin de la pena
“… no es otro que impedir al reo causar nuevos daños a sus ciudadanos y
retraer a los demás de la comisión de otros iguales”. De estas líneas se extrae
que para el pensador italiano la pena cumpliría, además de una función de
prevención especial negativa, otra de prevención general. Para el cumplimiento
de esta meta, Beccaria proponía la elección de las penas que causaran la
mayor impresión a la generalidad (para disminuir los ánimos delictivos) y el
menor dolor al condenado3.
Con una explicación muy similar, otro exponente de “la Ilustración”, Cayetano
Filangieri, consideraba que la pena tenía que ir en pos del mismo objetivo. Ya
de su concepto de pena como “… una parte de la ley que ofrece al ciudadano
la elección del cumplimiento de un deber social o de la pérdida de un derecho
social”, puede entenderse que, para Filangieri, la pena era un mecanismo
desmotivador del impulso delictivo mediante la amenaza de la pérdida de
derechos. El autor, con elegancia y precisión, se explaya sobre el tema de la
siguiente manera: “Si la sociedad está autorizada para conservarse, debe
estarlo también para valerse de los medios que exija esta conservación, y estos
medios son las leyes, que presentan a la voluntad de los hombres los motivos
3 Beccaria, Cesare, De los delitos y de las penas, Altaya, Barcelona, 1994, pp. 45-46.
más a propósito para alejarlos de las acciones perjudiciales al interés común”.
Luego, con palabras prácticamente iguales a las de Beccaría, dice que el fin de
la pena “… no puede ser sino impedir que el delincuente haga otros daños a la
sociedad y retraer a los demás de imitar su ejemplo, por medio de la impresión
que debe causar en sus ánimos la pena que él padece4”. De la misma manera,
el autor prefería aquellas penas que (siempre siendo proporcionalmente graves
en relación al ilícito) produjeran el mayor terror posible en todos aquellos que
pudieran sentirse inclinados a delinquir, y la menor cantidad de dolor sobre el
criminal.
Fue Paul Johann Anselm Ritter von Feuerbach, jurista alemán, quien tiempo
después se convertiría en el principal expositor y defensor de esta postura,
siendo éste uno de sus principales aportes a la ciencia del Derecho penal (junto
con la formulación actual del principio de legalidad –nullum crimen, nulla poena
sine lege). Para Feuerbach, el hombre delinquía por la “sensualidad” que dicha
acción contenía. El delito se le representa a quien lo comete como algo
placentero y satisfactorio. El método para desmotivar dicho comportamiento
sería, ergo, un mensaje por el cual se le informe a aquel que tras esa
sensación de placer, seguiría otra de amarga insatisfacción. La pena cumpliría,
para este autor, la función de eliminar el impulso de delinquir, demostrando a la
comunidad que la consecuencia jurídica del delito produciría una angustia
mucho mayor de la que podría surgir de abstenerse de realizar el hecho
punible. El criminal potencial, por lo tanto, debería renunciar al intento de
obtener la satisfacción que el delito le otorgaría, puesto que con su comisión se
estaría exponiendo a la pérdida de placeres mayores, tales como su libertad o
parte de su patrimonio.
El principal defecto de esta teoría es que su aplicación estricta debería
conducir a la consecuencia de que la pena debería ser proporcional (o mayor)
al beneficio que el infractor esperara obtener con el hecho y no al daño
causado a la sociedad. Por ejemplo: si una persona tuviera la intención de
volverse rica mediante un homicidio, la sanción más efectiva para disuadirla no
sería la privativa de libertad (que sí sería la más proporcional al daño causado),
sino una elevada pena de multa, y esto sería intolerable para cualquier
sociedad.
4 Filangieri, Cayetano, Ciencia de la legislación, tomo sexto, París, 1836, p. 5 y ss.
D. La prevención general positiva.
Las posturas dogmáticas hasta aquí desarrolladas presentan en común el
hecho de que todas ellas, si bien de distintas maneras, buscan la misma meta
mediata: proteger bienes jurídicos. Ya sea mediante una coacción psicológica
generalizada, a través de la eliminación de la peligrosidad del infractor o por
medio de su resocialización, las variantes preventivas previamente tratadas se
orientan en pos de un objetivo compartido, el cual no es otro que la defensa
“física” (real) de los intereses más vitales de la sociedad.
La prevención general positiva, cuyo desarrollo corresponde al influyente
jurista alemán Günter Jakobs, concibe en la naturaleza teleológica de la
sanción penal una característica muy diferente. La pena, incapaz de proteger
bienes jurídicos en sentido estricto (pues ésta se aplica una vez destruido
aquél), tendría una función simbólica en lugar de “física”. Expresado en
palabras del maestro Sancinetti, “la pena sólo “protege” en el sentido de una
“comunicación” trabada entre infractor y sociedad y entre los miembros de la
sociedad”5. Con esto quiere decirse que no puede apreciarse en la amenaza
penal un “escudo” que se levanta ante los bienes jurídicos, por la simple razón
de que el castigo estatal es la consecuencia de haber lesionado (o puesto en
peligro) el bien en cuestión. No puede protegerse aquello que ya ha sido
menoscabado. Resulta oportuno mencionar en este momento la conocida frase
de Hans Welzel: “el derecho penal llega demasiado tarde como para proteger
bienes”.
Esta función simbólica que Jakobs asigna a la pena consiste en reafirmar la
vigencia de la norma quebrantada por el delito.
Como ya ilustré en la introducción de este trabajo, las normas que conforman
el orden jurídico toman como punto de partida los valores que la sociedad
acepta como válidos y necesarios para el tráfico de la vida. El Estado, para
reforzar dichos valores y para asegurar su permanencia en el tiempo, prohíbe
la realización de acciones que los afecten. El hecho punible, por tal motivo,
además de oponerse a la norma, lo hace también respecto del valor que
5 Sancinetti, Marcelo, Casos de Derecho penal. Parte general, tomo primero, Hammurabi, Buenos Aires, 2005, p. 47.
subyace a aquélla. Podría afirmarse, por consiguiente, que las normas del
Derecho (sobre todo las que conforman el sistema penal) tienden a fomentar la
formación de una costumbre en los miembros de la sociedad, es decir, buscan
que todos los individuos del sistema se comporten de una manera determinada
en las relaciones con el prójimo. Así, verbigracia, los imperativos que integran
nuestro ordenamiento jurídico penal intentan motivar la conducta de los
particulares, de forma tal que éstos, en sus vínculos sociales, se comprometan
a respetar la vida de los demás (arts. 79 y ss. Del Cód. Pen.), a no afectar sus
patrimonios (arts. 162 y ss.), a prestar ayuda a la persona que lo necesite
cuando se den terminadas circunstancias (art. 108), entre varias otras acciones
que pueden tenerse en su conjunto como pautas generales orientadoras del
contacto social correcto. Cuando en el mundo objetivo se realiza alguno de los
comportamientos que las normas prohíben (o mandan), la sociedad entra en un
estado de decepción, puesto que no se cumplió con la expectativa social al que
el imperativo quebrantado tendía. Esto genera una discusión en la comunidad
sobre la vigencia o no de sus normas, puesto que el infractor demuestra con su
actitud que la norma no rige para él (por ello la quebrantó) y transmite este
mensaje a la sociedad y al Estado que la impuso. Llegado este momento, el
Estado tiene dos opciones: o bien le demuestra al infractor que la norma sí
regía para él, haciéndolo a su costa mediante la aplicación de una pena, o, de
lo contrario, no lo reprime, en cuyo caso la vigencia de la norma y de la
conducta debida que ésta contenía para la protección de determinado valor se
diluye. En este último supuesto (si la norma no es debidamente consolidada
mediante el castigo correspondiente), el Estado fracasa en su misión de
orientar a los individuos de una manera valiosa en sus vínculos sociales y
éstos, al perder la confianza en el valor de la prohibición, no tendrán reparos en
realizar el mismo comportamiento, pues una prohibición que al ser transgredida
no es sancionada, no constituye una verdadera prohibición sino una permisión.
El Estado, al no reprimir, consiente implícitamente la realización de aquellas
conductas que otrora prohibía.
Aquí se aprecia entonces cuál es la verdadera naturaleza final de la pena: “el
mantenimiento de la norma como modelo de orientación para los contactos
sociales”6. El Estado le replica al infractor su cuestionamiento de la norma a su
costa, privándolo de ciertos derechos.
De lo expuesto surge por qué se dice que la pena cumple una función
simbólica: se trata de un comunicado entre el infractor y el Estado y entre este
último y la sociedad, mediante el cual se intenta demostrar a la comunidad que
la norma (a pesar de haber sido violada) sigue valiendo como tal y debe ser
respetada, ya que quien se opuso a la misma fue sancionado, expresándose
de esta forma que aquél no estaba en lo correcto. En pocas palabras, la
reacción penal busca afianzar la confianza de la sociedad en la vigencia de sus
normas, pues éstas contienen las pautas sociales de mayor relevancia y son
imprescindibles para el desarrollo de la vida civilizada.
Esto puede apreciarse claramente en nuestra sociedad en particular mediante
un ejemplo que, a mi juicio, puede resultar muy esclarecedor. El Código Penal
argentino, en su artículo 194, amenaza con pena privativa de libertad una
acción muy común en nuestros días: el entorpecimiento del normal
funcionamiento de los transportes por tierra. Conducta utilizada por el argentino
del presente para la materialización de todo tipo de reclamo o manifestación
que, en la mayoría de los casos, resulta injustificada en base a las
circunstancias concomitantes. Nuestro Estado se rehúsa ya desde hace algún
tiempo (por motivos que desconozco) a la punición de este hecho, lo que tuvo
la necesaria consecuencia de que la sociedad dejara de verlo como un ilícito.
De hecho, no son pocas las personas que creen tener el derecho de
obstaculizar el tráfico y de perjudicar con esta acción a gran parte de la
sociedad, como medio para dar satisfacción a toda clase de interés. Si el
Estado argentino dejara de comportarse tan negligentemente y comenzara a
cumplir con el deber que la misma ley le impone (aplicar a este hecho la pena
prescripta en el Código), la sociedad recuperaría (con el tiempo) la confianza
en el valor que la norma protege (la seguridad y el normal funcionamiento del
tráfico, que reviste una importancia fundamental en el mundo moderno) y se
abstendría de afectarlo tan seguidamente.
Lamentablemente, la palabra represión ha tomado en Argentina un matiz
distinto tras la última dictadura militar. Matar, mutilar, torturar y privar de la
6 Jakobs, Günther, Derecho penal. Parte general. Fundamentos y teoría de la imputación, Marcial-Pons, España, p 14.
libertad a cientos de personas no hacen a la naturaleza del concepto “reprimir”,
palabra utilizada repetidas veces en las leyes penales como medio para
expresar la amenaza de pena. Reprimir es, simplemente, asignar una pena
justa a la realización de la acción que resulte prohibida por una norma, en tanto
y en cuanto dicha norma prevea a la pena como su consecuencia. La
represión, por tanto, es una función propia de todo Estado de Derecho que
pretenda mantenerse como tal y, sobre todo, que busque proteger los valores e
intereses de sus miembros.
Un Estado que se rehúsa a reprimir, es un Estado que se rehúsa a gobernar.
VI. La teoría agnóstica o negativa de la pena.
Finalmente, hay quien considera que la pena no cumple con ningún bien para
la sociedad. Es el caso de la teoría negativa, de Eugenio Raúl Zaffaroni.
Su definición de pena deja en claro desde el comienzo de su obra cuál es la
concepción que tiene al respecto. Expresa que la sanción penal es “una
coerción que impone una privación de derechos o un dolor, que no repara ni
restituye y ni tampoco detiene las lesiones en curso ni neutraliza los peligros
inminentes”7. La pena, por consiguiente (que según este autor no sería un
fenómeno jurídico, sino político), se trataría de una manifestación puramente
disvaliosa e irracional, una inevitable manifestación del Estado autoritario de
policía que se encuentra inmerso en cualquier tipo de estructura estatal.
Esta versión de la pena como fenómeno oscuro y autoritario parece entrar en
contradicción con algo que el mismo autor expresa más adelante en su obra, al
escribir sobre lo que según el sería la “verdadera” finalidad del Ius Puniendi.
Para Zaffaroni, el Derecho penal, que no estaría conformado por las leyes
penales sino sólo por el saber jurídico que las estudia (pues de otro modo se
vería obligado a afirmar que toda la rama penal del Derecho es disvaliosa, algo
a lo que se abstiene), tendría por misión la restricción de la aplicación de la
pena a la menor cantidad de casos posibles, como única forma de
salvaguardar el Estado de Derecho, que, de otro modo, se vería absorbido por
7 Zaffaroni, Alagia, Slokar, Manual de Derecho penal. Parte general, Ediar, Ciudad de Buenos Aires, 2007, p. 56.
el ejercicio arbitrario del poder punitivo. La pena sería una materialización del
Estado autoritario (infiltrado en mayor o menor medida en el mismísimo Estado
de Derecho), pero como simplemente no se la puede eliminar (según él, una
tarea imposible para la ciencia), el Derecho penal debería satisfacerse con su
contención, todo lo que sea posible.
VI. Crítica a la teoría negativa de la pena.
Considero que esta fundamentación es irracional. Si la pena es un mal en
todos sus aspectos (tal y como surge de la noción que el autor explica), ésta no
debería cumplir con ninguna función positiva. Pues algo negativo, que tiene por
consecuencia lo positivo, ya no puede ser verdaderamente negativo. Pero esto
no es lo que Zaffaroni afirma. De hecho, el explica que si la pena no se aplicara
en absoluto (algo que él debería apoyar si sostiene que el instituto no es
beneficioso), el Estado de Derecho desaparecería aplastado por la furia del
autoritarismo. De esto se puede extraer la siguiente conclusión: si la pena es
necesaria para evitar que el Estado de Derecho (algo, desde ya, positivito) sea
absorbido por el Estado de policía (algo negativo), entonces ya se encuentra
cumpliendo ésta con un fin valioso.
Zaffaroni parece llegar a la conclusión a la que arriba, por considerar que
todas las teorías de la pena hasta el momento expuestas son falsas (las
críticas que formula sobre cada una de ellas no serán tratadas aquí). Pero éste
no parece ser un fundamento plausible. El hecho de que todos los intentos
formulados por la ciencia para explicar la teleología de la sanción penal sean
refutables (algo a lo que me opongo) no es óbice para considerar que ésta siga
cumpliendo con un fin beneficioso. Lo que quiero decir es que la falta de
certidumbre dogmática (algo que por lo general no puede ser de otra forma en
una ciencia como el Derecho) no debería tener por implicación necesaria que
simplemente la pena no “sirva para nada”. Lo contrario sería como afirmar que
antes de Newton, la gravedad no existía.
Lo único lógico que puede extraerse de su formulación es que para que la
pena sea benigna (en su caso, para que pueda mantener vigente al Estado de
Derecho), ésta no debe ser arbitraria, es decir, su aplicación debe ser acorde a
todas las normas que regulan su ejercicio. Pero esto es algo que la dogmática
penal sostiene de manera unánime.
Es imposible establecer que la pena sea carente de una finalidad valiosa, y
esto surge del mismo Zaffaroni, quien se esfuerza por afirmar lo contrario
aunque, a mi parecer, no lo logra.
Una sociedad sin un mecanismo de reacción pública de castigo no tendría
forma de subsistir, puesto que no podría mantener la vida de sus normas y de
los valores y costumbres que éstas contienen.
VII. Bibliografía.
[1]. Marcelo A. Sancinetti, Teoría del delito y disvalor de acción, Hammurabi,
Buenos Aires, 2004.
[2]. Enrique Bacigalupo, Derecho Penal Parte general, Hammurabi, Buenos
Aires, 1999.
[3]. Cesare Beccaría, De los delitos y de las penas, Altaya, Barcelona, 1994.
[4]. Cayetano Filangieri, Ciencia de la legislación, tomo sexto, París, 1836.
[5]. Marcelo A. Sancinetti, Casos de Derecho penal Parte general, tomo
primero, Hammurabi, Buenos Aires, 2005.
[6]. Günther Jakobs, Derecho Penal, Parte general. Fundamentos y teoría de la
imputación, editorial Marcial – Pons, España, 1991.
[7]. Eugenio Raúl Zaffaroni, Alejandro Alagia y Alejandro Slokar, Manual de
Derecho penal, Parte general, editorial Ediar, Ciudad de Buenos Aires, 2007.