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DELITO GABRIEL D ANNUNZIO Ediciones elaleph.com

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D E L I T O

G A B R I E LD ’ A N N U N Z I O

Ediciones elaleph.com

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DELITO

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ENTONCES..., usted quiere saber... ¿Qué cosaquiere saber, señor? ¿Qué cosa debo decirle? ¿Quécosa?... ¡Ah!, ¡todo! Entonces es necesario quecuente todo, desde el principio.

Todo, ¡desde el principio! ¿Cómo haré?... Si yano recuerdo nada, no sé nada, realmente. ¿Cómoharé, señor? ¿Cómo?...

¡Dios mío! Espere, se lo ruego..., espere y tengapaciencia. Sólo un poco de paciencia, porque no séhablar. Aunque recuerde algo, creo que no lo sabrénarrar... Cuando vivía entre los hombres, erataciturno. Hasta cuando bebía, continuaba siéndolo.Siempre.

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No... ¡no siempre! Con él hablaba; tan sólo conél. Ciertas tardes de verano, en el umbral de lapuerta o en las plazas, en los jardines públicos... Elponía, su brazo bajo el mío, aquel pobre bracitodescarnado, tan liviano que casi no lo sentía. Ycaminábamos juntos, conversando.

Once años..., ¿se da cuenta, señor?... Tenía nadamás que once años, y razonaba como un hombre, yera tan triste como un hombre. Parecía conocer yatoda la vida, haber padecido todos los sufrimientos.¡Su boca conocía ya las palabras amargas, esas quehacen tanto daño y que nunca se olvidan!

¿Quién olvida alguna cosa?... ¿Quién?Yo le decía: no sé nada, no recuerdo nada. No

es cierto.Aún recuerdo todo..., ¡todo! ¿Comprende

usted? Recuerdo sus palabras y sus gestos, susmiradas, sus lágrimas, sus suspiros, sus gritos, y cadaacto de su existencia, desde el momento en quenació hasta la hora de su muerte.

El murió. Ya hace dieciséis días que murió. ¡Yyo vivo todavía! Pero debo morir; cuanto másrápido sea posible; yo debo morir. Mi hijo quiereque vaya con él: Todas las noches viene, se sienta yme mira. ¡Y está descalzo, pobre Ciro! Es necesario

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que esté con los oídos atentos para que puedaescuchar sus pasos. Por eso, continuamente, desdeque oscurece, estoy escuchando. Continuamente.Cuando pone sus pies sobre el piso, es como si lohiciera sobre mi corazón, pero sin hacerme daño...,tan liviano..., ¡pobre alma!

Y está descalzo ahora, todas las noches. Pero,créame usted, nunca en su vida fue descalzo. Se lojuro, nunca.

Le diré una cosa. Escúcheme bien: si se muereun ser querido, no deje que en la casa falte nada.Vístalo usted mismo, con sus propias manos, si le esposible. Vístalo minuciosamente, como si debieserevivir, levantarse, salir. Nada debe faltar a quien seva del mundo; nada. Recuérdelo.

Mire..., mire estos zapatos. Usted tiene hijos,¿no? Bueno, entonces no puede saber, no puedeentender qué cosa son para mí estos dos zapatitosque han contenido sus pies, que han conservado laforma de sus pies. Yo no sabría explicarlo; ningúnpadre se lo podrá decir nunca...

En aquel momento, cuando entraron en lahabitación, cuando fueron a llevarme, todas susropas, ¿no estaban allí, sobre la silla, junto allecho?... Y entonces, ¿por qué yo no busqué otra

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cosa que sus zapatos, ansiosamente, bajo el lecho,sintiendo destrozarse mi corazón ante el pensa-miento de no hallarlos?..., y los escondí, como sidentro de ellos hubiese quedado un poco de suvida... Ah, usted no puede entenderme...

Ciertas mañanas frías, de invierno, a la hora dela escuela... ¡Sufría de sabañones, el pobre pequeño!De invierno tenía los pies llagados, ensangrentados.Yo le ponía las medias, los zapatos. ¡Sabía hacerletanto bien! Luego, al abrazarme, sentía que susmanos, apoyadas en mis hombros, temblaban defrío. Y yo me conmovía... ¡Usted no puedecomprenderme!

Después, cuando murió, éste era el único parque tenía. Y yo lo llevé. Por eso él fue sepultadocomo un pobre, sin zapatos. ¿Quién lo amaba, fueradel padre?... Y ahora todas las noches, tomo estosdos zapatitos y los coloco uno junto al otro en elpiso, para él. ¿Si los viera al pasar? Tal vez los ve,pero no los toca... Quizá sabe que me volvería loco,por la mañana, si no los encontrase allá, en supuesto, uno junto al otro...

Ah, ¿pero usted me cree loco?... ¿No?... Mepareció leerlo en sus ojos. No, señor, no estoy

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todavía loco. Esto que le cuento es verdadero. Todoes verdadero. Los muertos retornan.

El otro también vuelve, a veces. ¡Horrible! ¡Oh,es horrible!

Mire..., noches enteras he temblado así, me hanentrechocado los dientes, sin poder detenerlos; hecreído que por el terror se me romperían los huesosen las articulaciones, y he sentido los cabellos sobrela frente como agujas, hasta la mañana, duros,derechos. ¿No tengo todos los cabellos blancos?Dígame: ¿no están blancos?...

Gracias, señor. Mire: ya no tiemblo más... Estoyenfermo, muy enfermo. ¿Cuántos días de vida medaría usted, a juzgar por mi aspecto? Usted lo sabe:debo morir, cuanto antes mejor.

Pero, sí..., sí, estoy perfectamente calmo. Lecontaré todo, desde el principio, como usted quiera:ordenadamente. La razón no me ha abandonadotodavía. Créame. Todo comenzó así. En una casa delos barrios nuevos, una especie de pensión, hacedoce o trece años. Comíamos allí una veintena deempleados, entre jóvenes y viejos. Ibamos a cenartodas las noches, juntos a una. gran mesa. Nosconocíamos bastante bien, pese a no trabajar en las

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mismas oficinas. Fue allí donde conocía Wanzer,Julio Wanzer, hace doce o trece años...

¿Usted vio... el cadáver? ¿No le pareció quehabía algo extraordinario en aquel rostro, enaquellos ojos claros? Claro, que los ojos estabancerrados. Los dos no. Ya lo sé. Tengo que morirpara librarme de la sensación que me ha quedadoen. los dos, cuando toqué aquel párpado que seresistía... La siento aquí, siempre. Como si hubiesequedado prendida en el dedo un poco de su piel.Mire... Esta es una mano que ha comenzado amorir. Mire...

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Si, es verdad. No es necesario pensarlo. Perdó-neme. Ahora iré directamente al final. ¿Dóndehabíamos quedado? ¡Había comenzado tan bien! ¡Yde pronto, me he olvidado! Debe ser el efecto delayuno, no por otra cosa, ciertamente. Hace casi dosdías que no tomo nada.

Antes, recuerdo, cuando estaba con el estómagovacío experimentaba una especie de delirio ligero,un tanto extraño. Parecía desaparecer; veía cosas...

Ah, sí..., tiene razón. Contaba que allí conocí aWanzer.

Era un hombre dominante. Mandaba sobretodos en la pensión; no sufría contradicción alguna.Siempre alzaba la voz, y algunas veces las manos.No pasaba noche sin que tuviese un altercado. Eraodiado y temido, como un tirano. Todos hablaban

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mal de él, murmuraban, conjuraban; apenas aparecíahasta los más rabiosos callaban. Los más tímidossonreían, lo acariciaban. ¿Qué tenía aquel hombre?

No lo sé. En la mesa estaba casi enfrente de él.Sin quererlo lo tenía con los ojos clavados casicontinuamente.

Experimentaba entonces una sensación extraña,que no puedo describir exactamente: una mezcla derepulsión y atracción, indefinible.

Era algo así como una fascinación malvada,muy malvada, la que aquel hombre fuerte y violentoenviaba hacia mí, un, ser débil -ya en aquella época-y enfermizo. Irresoluto, y, realmente, un poco vil.

Una noche, al fin de la comida, surgió unadiscusión entre Wanzer y un tal Ingletti, que sesentaba junto a mí. De acuerdo al momento,Wanzer alzaba la voz y se airaba. Ingletti, tal vezvuelto audaz por el vino, le hacía frente. Yopermanecí casi inmóvil, con los ojos fijos en miplato, no osando levantarlos, y el estómago se mehabía cerrado en una forma desagradable.

De golpe, Wanzer tomó un vaso y lo arrojócontra su adversario. El golpe falló y el vaso fue aromperse contra mi frente. Todavía tengo lacicatriz, ¿la ve usted? Apenas sentí en el rostro la

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sangre caliente, perdí el conocimiento. Cuando lorecuperé, tenía la cabeza vendada. Wanzer estaba ami lado con aire dolorido; murmuró algunaspalabras de disculpa. Me acompañó a casa, con elmédico; asistió a la segunda cura y quiso permane-cer en mi habitación hasta tarde A la mañanasiguiente volvió. Volvió siempre. Y comenzóentonces mi esclavitud.

Yo no podía experimentar hacia él otro senti-miento, otra actitud que la del perro asustado.Cuando entraba en mi habitación, parecía ser elamo. Abría mis cajones, se peinaba con mi peine, selavaba las manos en mi lavatorio, fumaba en mipipa, jugaba con mis barajas y leía mis cartas. Sellevaba las cosas que le gustaban. Día tras día suprepotencia se hacía mayor, y día tras día mi alma seenvilecía, se hacía más pequeña.

No tuve más voluntad propia. Me sometí ple-namente, sin protestas. El me quitó todo sentido dedignidad humana, así, de un golpe, con la mismafacilidad con que me hubiese quitado un cabello.

Y yo no estaba embrutecido, no. Tenía concien-cia de todo lo que hacía, de mi debilidad y de m:abyección; y especialmente de la imposibilidad en

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que me hallaba de sustraerme al poder de aquelhombre.

Yo no sé definir, por ejemplo, el sentimientooscuro y profundo que derivaba de aquella cicatriz.Y no podía explicar la turbación que me invadiócuando, un día mi verdugo me oprimió la cabezacon las manos para mirar esta cicatriz, que todavíano estaba formada del todo, y tras pasarle el dedopor encima varias veces dijo:

-Está perfectamente cerrada. Dentro de un mesno se verá nada. Puedes dar gracias a Dios.

Me pareció, en cambio, desde aquel momento,tener en la frente no una cicatriz, sino una marcaservil, un signo vergonzante y visible que duraríatoda mi existencia.

Y así fui con él siempre que quiso; lo aguardéhoras enteras en la calle, frente a una puertacualquiera; permanecí despierto durante las nochespara terminar los trabajos que debía hacer él; fui deun extremo a otro de Roma para entregar cartassuyas; cien veces subí las escaleras del montepío ycorrí de usurero en usurero para conseguirle la sumaque debía salvarlo; cien veces permanecí hasta elalba, muerto de cansancio, tras el asiento que élocupaba en un garito, lleno de náuseas, enfermo por

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las explosiones de blasfemias y el humo acre que memordía la garganta; y él se impacientaba por mi tos yme culpaba de su mala suerte, y luego, si habíaperdido todo, salía por los barrios desiertos, enmedio de la neblina, me arrastraba como a unestropajo, gesticulando e imprecando, hasta quesurgía en una esquina la sombra de alguna tabernadonde tomar un vaso de aguardiente. ¡Ah, señor!¿Quién sabrá revelarme este misterio, antes que yome muera?... ¿Quiere decir que sobre la tierra hayhombres que, encontrando otros hombres puedenhacer con ellos lo que quieren..., pueden hacerlosesclavos? ¿Entonces es posible arrebatar a un serhumano la voluntad, como se quita de entre losdedos una brizna de paja?... ¿Se puede hacer esto,señor? Pero..., ¿por qué?

Frente a mi verdugo no he tenido nunca vo-luntad. Y sin embargo tenía inteligencia; y sinembargo, tenía el cerebro lleno de ideas, y habíaleído muchos libros, y sabía y comprendía muchascosas... Una sobre todas las cosas comprendía: queestaba perdido... irremisiblemente.

Tenía siempre, en el fondo de mí mismo, undesfallecimiento, un temblor; desde la noche en queme hirió, me había quedado un temor profundo a la

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vista de la sangre. Las crónicas de los periódicos meturbaban, me quitaban el sueño. Ciertas noches,cuando caminando con Wanzer pasaba por un lugaroscuro, una escalera en tinieblas, y los fósforos seapagaban, experimentaba temblores y los cabellos seme erizaban. Mi pensamiento constante era que,una noche cualquiera, aquel hombre me mataría.

Pero no fue así. Fue en cambio aquel que nopodía ser... Yo pensaba: “Moriré en esas manos, unanoche, atrozmente, éste es mi destino seguro...” Encambio... Pero escúcheme. Si aquella noche Wanzerno hubiese venido hasta la pieza de Ciro; si yo nohubiese visto en la mesa el cuchillo...; si alguien nohubiese entrado en mi cuerpo de improviso, paradarme aquel ímpetu terrible..., si... ¡Ah! Es cierto...Usted tiene razón; todavía estamos en el principio,yo estoy hablando del final. ¡Usted no podrácomprender si primero no le cuento todo!

Y, sin embargo, estoy fatigado, me confundo.No tengo nada más que decir, señor. Siento lacabeza ligera, como un balón lleno de aire. No. Notengo nada más que decir. Amén.

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Bueno, ya ha pasado. Gracias. Y usted es muybueno, tiene piedad de mí. Nadie tuvo piedad de míen la tierra.

Me siento mejor; puedo proseguir. Le contaréacerca de ella, de Ginevra.

Después del episodio del vaso, algunos compa-ñeros abandonaron la pensión, y otros declararonque se quedarían si se excluía a Giulio Wanzer. AsíWanzer fue expulsado por la patrona de la casa.Después de haber protestado contra todos, segúnsu costumbre, se fue. Y cuando yo pude salir,pretendió que lo siguiera.

Por mucho tiempo, anduvimos vagando de sitioen sitio. Nada era más triste para mí que aquellahora que para los otros seres fatigados representa latranquilidad y, para algunos, el olvido. Comía

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apenas, haciendo esfuerzos, experimentando undisgusto creciente al escuchar el rumor que hacíanlos maxilares de mastín de mi compañero, quepodrían haber destrozado un pedazo de acero.

Y poco a poco comenzaba a sentir la sed,aquella sed que, una vez encendida, dura toda laexistencia.

Pero una noche, Wanzer me dejó en libertad. Yel día después me anunció que había encontrado unlugar muy agradable, donde quería conducirme deinmediato.

-He encontrado..., verás. Estarás contento.La nueva pensión, en realidad, era mejor que la

antigua. Las condiciones me convenían. Además,algunos de mis compañeros de trabajo estaban allí, yotros que no me eran desconocidos, también. Mequedé. No hubiera podido, de cualquier manera,irme.

Aquella primera noche, apenas se llevó la comi-da a la mesa, dos o tres comensales preguntaron,con singular vivacidad:

-¿Y Ginevra? ¿Dónde está Ginevra?La respuesta fue que estaba enferma. Entonces

todos se informaron acerca de la enfermedad,mostrándose preocupados. Pero se trataba de algo

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sin importancia. En la conversación, el nombreausente pasó por todas las bocas; proferido enmedio de frases ambiguas que traicionaban undeseo sensual de todos aquellos hombres, viejos yjóvenes. Yo trataba de escuchar todas las palabras,de una a otra punta de la mesa. Un joven libertino,frente a mí, habló de la boca de Ginevra largamente,acalorándose; y al hablar me miraba, porque yo loescuchaba con extraordinaria atención. Recuerdoque entonces se formó en mi imaginación la figurade la ausente, que era casi igual a la que después vi.

Recuerdo también el expresivo gesto que hizo,Wanzer, y del movimiento casi diría de avaricia queoprimió sus labios al pronunciar una frase obscenaen dialecto. Y recuerdo que, saliendo de allá, mesentía yo también contagiado del deseo por aquellamujer no vista aún, y una ligera inquietud, una ciertaexaltación muy extraña me dominaba en forma casiprofética.

Salimos juntos, yo, Wanzer y un amigo deWanzer, un tal Doberti, el mismo que hablaba de laboca de Ginevra. Caminando, los dos continuabancomentándolo mismo, y se detenían de tanto entanto para prolongar la risa. Yo permanecí un pocomás atrás. Una melancolía casi afanosa, una

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abundancia de cosas oscuras y confusas me llenabael corazón, tan estrecho, tan envilecido ya...

Hoy, después de doce años, recuerdo aquellanoche. No he olvidado nada; ni siquiera lasparticularidades más insignificantes. Ahora sé, comosentí entonces, que aquella noche se decidió misuerte. ¿De dónde me llegaba pues el aviso? ¿Esposible? ¿Es posible? Un simple nombre de mujer,tres sílabas sonoras abren frente a uno un abismoinevitable, que usted ve, y que sabe es inevitable.

¿Es posible esto?¿Presentimiento, clarividencia, vista anterior?¡Palabras! ¡Palabras! Lo he leído en los libros.

¡No es así, no es así!... ¿Alguna vez se miró ustedadentro? ¿Alguna vez espió su propia alma?

¿Y usted sufre y su sufrimiento le parece nuevo,nunca experimentado?... ¿Usted goza y su alegría leparece nueva, nunca sentida?... Error, ilusión. Todoha sido probado y experimentado antes. Su alma secompone de miles, de centenares de miles defragmentos de almas que han vivido toda la vida,que han producido todos los fenómenos y hanasistido a todos. ¿Comprende a qué punto quierollegar?... Escúcheme bien, porque le digo la verdad;la verdad descubierta por un hombre que ha pasado

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años y años mirando dentro de sí mismo, solo enmedio de los demás seres humanos. Solo.

Escúcheme bien, porque ésta es una verdadmucho más importante que los hechos que ustedquiere conocer. Cuando...

¿Otra vez?... ¿Mañana? ¿Por qué mañana? ¿Noquiere usted que le explique mi pensamiento?

¡Ah, los hechos, siempre los hechos! Los hechosno son nada, ni significan nada. Hay cierta cosa enel mundo que vale mucho más, señor...

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Y bien: otro enigma. ¿Por qué Ginevra separecía tanto a la figura que había imaginadointeriormente? Dejemos estar.

Tras dos o tres días de ausencia entró nueva-mente en la sala llevando una sopera que le velaba elrostro con el vapor.

Sí, señor. Era una camarera, servía una mesa deempleados...

¿Usted la ha visto? ¿La ha conocido? ¿Hablócon ella? ¿Y ella ha hablado con usted? Entoncesusted también experimentó la turbación inexplicableque produce, si le toca con la mano. Todos loshombres la han deseado, todos la desean, la quieren;la quieren todavía. Wanzer ha muerto. Ella tendráun amante, cien amantes, hasta que sea vieja, hastaque se le caigan de la boca los dientes. Cuando ella

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pasaba por la calle, el príncipe desde su carroza sevolvía para mirarla, y el que caminaba se deteníapara poder verla.

En todos los ojos he sorprendido la mismamirada, el mismo pensamiento. Ahora estácambiada. Muy cambiada. En aquella época teníaveinte años. Me he esforzado siempre inútilmenteen verla otra vez, dentro de mí, como la vi laprimera vez. Allí está el secreto. ¿No ha notadousted nunca esto? Un hombre, un animal, unaplanta..., cualquier cosa le da ese aspecto verdaderouna sola vez, en el momento fugaz de la primerapercepción. Es como si le entregara su virginidad.Inmediatamente después, no es más aquella, es otracosa. Su alma, sus nervios la transforman, la falsean,la oscurecen. ¡Adiós!

Y bien. Yo siempre he envidiado a las personasque veían por vez primera a aquella criatura.¿Comprende? Tal vez no, no me entiende. Ustedpiensa que me vanaglorio, que me confundo ycontradigo. Es inútil. Dejemos estar y volvamos alos hechos.

...Una habitación iluminada con gas, demasiadocaliente, con un calor árido, que hace resecar la piel;y el olor y los vapores de los comestibles, y el rumor

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de voces sobre las que se escuchaba la de Wanzer.Luego, de tanto en tanto, una interrupción, unsilencio que me parece espantoso. Y una manotoma el plato delante de mí, coloca otro, y meprovoca un escalofrío, como si me acariciase.Todos, en torno a la mesa, sucesivamente,experimentan el mismo escalofrío. Es visible. Y elcalor se hace insoportable; las orejas se encienden,los ojos relucen. Una expresión baja, casi bestial,aparece en las caras de aquellos hombres que hanbebido y comido, que han alcanzado el único fin desus vidas cotidianas. La emanación de tantaimpureza me hiere tan agudamente que creodesmayarme. Me encojo en mi silla, retiro los codosde la mesa para aumentar la distancia que hay entremis vecinos y yo. Una voz grita:

-¡Epíscopo tiene dolor de vientre!Otro contesta:- No, Epíscopo está sentimental. ¿No habéis

visto qué cara pone cuando Ginevra le cambia elplato?

Yo trato de reír. Alzo los ojos y encuentro losde Ginevra fijos en mí con una expresión ambigua.

Ella salió de la habitación. Entonces FilippoDoberti hace una propuesta bufonesca:

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- Queridos míos: no hay otra posibilidad... Unode nosotros debe casarse con ella... ¡por cuenta delos demás!

No dijo precisamente eso. Dijo la palabrabrutal, indicó el acto, la función de los otros.

-¡Que se vote! ¡Que se vote! ¡Es necesario elegiral marido!

Wanzer gritaba:-¡Epíscopo! “¡Epíscopo y Compañía!”Los gritos aumentaban. Entra Ginevra nueva-

mente. Tal vez ha escuchado. Sonríe, con unasonrisa calma y segura, que la hace parecerintangible.

Wanzer grita:-¡Epíscopo, haz tu pedido!Otros dos, con estudiada gravedad, avanzan y

preguntan en mi nombre, si Ginevra quiereconcederme su mano.

Ella contesta, con su misma sonrisa:- Lo pensaré.Y nuevamente encuentro su mirada. Y no sé

realmente si se trataba de mí, si se habla de mí, si yosoy aquel Epíscopo de quien se ríe. Y no alcanzo aimaginar la expresión de mi rostro...

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Un sueño, un sueño. Todo aquel período de mivida fue un sueño. Es imposible que usted puedacomprender o imaginar el sentido que experimenta-ba de mi persona, y la noción que tenía de los actosrealizados.

Revivía, en sueños, una parte de mi vida yavivida. Asistía a la repetición inevitable de una seriede acontecimientos ya ocurridos. ¿Cuándo? ¿Quiénlo sabe? Agregue usted que yo no estaba seguro dese yo. En realidad me parecía haber perdido mipersonalidad; a veces, creía tener una artificial. ¡Quémisterio, el sistema nervioso del hombre!

Abrevio. Una noche Ginevra dejó su trabajo,nos dejó. Dijo que no se sentía bien, que iba aTívoli, que se quedaría allá en casa de su hermana.

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Todos, al despedirse, le dieron la mano. Ellarepetía a todos, sonriendo:

-¡Hasta la vista, hasta la vista!Y a mí, riendo:-Estamos comprometidos, señor Epíscopo,

recuérdelo.Fue aquella la primera vez que la toqué, y fué la

primera vez que la miré en los ojos con intención esde penetrar en ella. Pero permaneció siendo unsecreto para mí.

La noche siguiente pareció tétrica. Todos pare-cíamos desilusionados. Wanzer dijo:

-En realidad, la idea de Doberti no era mala.Algunos, entonces, se volvieron hacia mí, yprolongaron estúpidamente la conversación.

La compañía de aquellos idiotas me resultabainsoportable, pero no traté de alejarme.

Continué frecuentando la casa, donde, en mediode las charlas y las risas, podía alimentar misfantasías oscuras y dulces.

Por muchas semanas, entre las peores angustiasmateriales, entre las humillaciones, las inquietudes ylos terrores de mi vida esclava, probé todas lasangustias del amor más delicado y más violento.

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A los veintiocho años aparecía en mi alma unaespecie de tardía adolescencia, con todos susmomentos lánguidos, con todas sus ternuras, contodas sus lágrimas. ¡Ah, señor! Imagine este milagroen un ser como yo, viejo, árido, reseco hasta sufondo. Imagine una flor inesperada que se abre enla punta de una estaca. Otro acontecimientoextraordinario, inesperado, me atontó y meconvulsionó. Ya desde hacía algunos días Wanzerme parecía más duro, más irascible que decostumbre. Había pasado las cinco o seis últimasnoches en un garito. Una mañana había subido a mihabitación, pálido como un cadáver, se habíaarrojado sobre una silla, y dos o tres veces trató dehablar. Luego, de un gesto, renunciando, se habíaido, sin volverse para decirme una sola palabra, sincontestar, sin mirarme.

Desde aquel día no lo volvía ver. En la comidano estaba. Al día siguiente, tampoco.

Estábamos a la mesa cuando entró un talQuestori, un colega de Wanzer, y dijo:

-¿No saben? Wanzer se ha fugado...Desde el principio no comprendí bien, no lo

creí. Pero el corazón me saltó hasta la garganta.Algunos preguntaron:

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-¿Qué dices? ¿Quién se ha fugado?-Wanzer, Giulio Wanzer.No sé realmente qué sentí, pero lo cierto es que

aquella primera agitación mía gran parte fue deplacer. Hice un esfuerzo por contenerme. Y escuchétodos los resentimientos, todos los rencores, todoslos odios reprimidos estallar contra el hombre quehabía sido mi amo.

-¿Y tú?... -me gritó uno de ellos-. ¿Tú no ha-blas?... ¿No eras el sirviente de Wanzer? ¿No lehabrás llevado las valijas a la estación?

Otro me dijo:-Has sido marcado en la frente por un ladrón.

Harás carrera.Y otro:-¿Al servicio de quién te pondrás ahora? ¿Pasas

a la Policía?...Así me insultaban, por el placer de hacerme mal

porque me sabían vil.Me levanté y salí. Por las calles, sintiéndome

libre, vagué a la ventura. ¡Libre, libre al fin!Era una noche de marzo, serena, casi tibia.

Caminé por las Cuatro Fuentes hacia el Quirinal.Buscaba los lugares amplios, quería beber de unsolo sorbo una inmensidad de aire, mirar las

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estrellas, escuchar el rumor del agua... Hacercualquier cosa poética, soñar un porvenir. Dentrode mí una voz parecía repetir: “¡Libre..., libre! ¡Soyun hombre libre!”

Estaba en una especie de borrachera. No podíareflexionar, ordenar mis pensamientos, examinar misituación. Experimentaba deseos pueriles. Hubieraquerido realizar mis actos en un instante para darmecuenta plena de mi libertad. Pasando frente a uncafé, me alcanzó una ráfaga de música y penetróhasta el fondo de mi ser. Entré con la cabeza alta.Me parecía tener un aire fiero; ordené coñac, hicedejar la botella y bebí dos o tres copas.

El interior del café era sofocante. El acto dequitarme el sombrero me hizo recordar la cicatriz, ydespertó en mi memoria la frase cruel: “Estásmarcado en la frente por un ladrón.”

Me pareció que todos me miraban la frente ynotaban el signo. Pensé: “¿Qué creerán? Pensarántal vez que es una herida recibida en un duelo.” Yyo, que no me hubiera batido nunca, me complacíen este pensamiento. Si alguien se hubiera sentadojunto a mí para conversar, habría encontrado laforma de contarle el duelo. Pero no vino ninguno.Tras algún tiempo un hombre se acercó y tomó la

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silla que estaba frente a mí, de la otra parte de. lamesa. No me miro, no me pidió permiso: no cuidó,al sacarla, que no estuviesen apoyados mis pies. Fueuna falta de delicadeza, ¿verdad?...

Salí a la calle nuevamente, y eché a andar a laventura. La borrachera desapareció de golpe, y mesentí profundamente infeliz, sin saber por qué.Luego una inquietud vaga despertó de aqueldesasosiego. Y creció, aumentó hasta sugerirme unpensamiento: “¿Si él estuviese todavía en Roma,oculto? ¿Si anduviese por las calles, huyendo? ¿Sime esperase delante de la puerta de mi casa, parahablarme? ¿Si me esperase en la oscuridad de laescalera?...”

Tuve miedo; me volví dos o tres veces haciaatrás, para asegurarme de no ser seguido; entré enotro café, buscando refugio.

Tarde, muy tarde, me resolvía dirigirme a micasa. Todos los que se cruzaban conmigo, todos losque hacían ruido eran causa de temores en mí. Unhombre acostado en la vereda, en la sombra, me diola impresión de ser un cadáver. “¡Ah! ¿Por qué no seha matado?... Y, sin embargo, era lo único que debíahacer”, pensaba. Comprendí que la noticia de la

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muerte, mejor que la de la fuga, me hubieratranquilizado.

Dormí poco y con sueño inquieto. Pero a lamañana, apenas abrí los postigos, un sentimiento detranquilidad comenzó nuevamente a difundirse portodo mi ser; un sentido particular, que usted nopodría comprender, porque no ha sido jamásesclavo.

En la oficina tuve una información más detalla-da sobre la fuga de Wanzer.

Se trataba de una gravísima irregularidad ysustracción de valores de la Tesorería Central,donde estaba empleado desde hacia algunos años.Había sido dictada contra él una orden de arresto,pero sin efecto. Muchos creían que se había puestoa salvo...

Entonces, libre con toda seguridad, no viví másque para mi amor, para mi secreto. Me parecía casiser un convaleciente; sentía mi cuerpo más ligero,menos material; tenía una facilidad casi infantil paralas lágrimas. Los últimos días de marzo, losprimeros de abril, tuvieron para mí dulzuras ytristezas cuyo solo recuerdo, ahora que muero, meconsuelan de haber nacido.

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Por aquel solo recuerdo, señor, yo perdono a lamadre de Ciro, a la mujer que tanto daño nos hahecho. Usted no puede comprender, señor, quésignifica para un hombre endurecido y pervertidopor el padecimiento y la injusticia, el descubri-miento de su propia bondad oculta, la revelación deun fondo de ternura en lo más íntimo de su propiapersona. Usted no puede comprender, y tal vez nisiquiera creer lo que le digo. En algunos momentos,Dios me perdone, he sentido en mí algo de Jesús...

He sido el más vil y el más bueno de todos loshombres.

Ahora déjeme solo, déjeme llorar un poco. ¿Vecómo corren mis lágrimas? En tantos años desufrimiento he aprendido a llorar así, sin sollozos,sin suspiros, para no ser oído, para no afligir a lapersona que me amaba..., para no aburrir a lapersona que me hacía sufrir. Pocos en el mundosaben llorar así. Y bien, señor, que esto al menospermanezca entre lo que usted dirá sobre mí...; dirá,cuando yo haya muerto, que el pobre GiovanniEpíscopo supo al menos llorar en silencio toda lavida...

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Por qué aquella mañana dominical -era Domin-go de Palmas- me hallé en la calle de Tívoli, en eltranvía, realmente no recuerdo... ¿Fue un acceso dedemencia? Realmente no lo sé.

En realidad, iba hacia lo desconocido. Medejaba llevar por lo desconocido. Una vez más elsentido de la realidad huía de mí. Me parecíahallarme circundado de una atmósfera particularque me aislase del mundo exterior. Y esta sensaciónmía no era solamente visual, sino cutánea. Yo no séexpresarme bien. El campo que atravesaba, porejemplo, me parecía infinitamente lejano, separadode mí por distancias incalculables...

¿Cómo podría representarse usted un estadomental tan extraordinario? Cuanto yo le describodebe parecerle necesariamente absurdo, inadmisible,

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antinatural. Y bien..., piense que yo he vivido hastahoy en estos desórdenes, en estos disturbios, enmedio de estas alteraciones casi continuas.

Parestesia, diestesia... Inclusive han dado nom-bres a mis enfermedades y me los dijeron. Sinembargo, nadie ha podido curarme. He permaneci-do toda mi vida al borde de la locura, sabiéndolo,como un hombre inclinado sobre un abismo,esperando de un minuto a otro el vértigo final, lainmensa oscuridad.

¿Usted qué cree? ¿Perderé la razón antes decerrar los ojos? ¿Hay en mi rostro alguna señal de loque digo? ¿Se ha dado cuenta de algo?... ¡Contéste-me sinceramente, señor, contésteme!

¡Y si no debiese morir! ¡Si debiese sobrevivirmucho tiempo en un manicomio, loco!

No; le confieso que éste no es mi verdaderotemor. Usted sabe... que lo que realmente meatemoriza es que vengan por las noche “los dos”juntos. Porque una noche, seguramente, Ciro seencontrará con "el otro"; lo sé, lo preveo. ¿Yentonces?... El estallido de la furia, la locura furiosa,en las tinieblas... ¡Dios mío, Dios mío! ¿Este será mifin?...

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Alucinación, sí, nada más. Usted lo ha dicho. Sí,sí, es cierto. Una luz será suficiente para que yo estétranquilo, para que duerma profundamente. Unaluz, tan sólo una luz... Gracias, señor.

¿Dónde estábamos?... ¡Ah, sí, en Tívoli!Un olor agudo a aguas sulfurosas, y luego, por

todas partes, olivos, bosques de olivos. En mí laextraña y primitiva sensación, que se pierde poco apoco en el viento de la carrera. Bajo del vehículo; lagente está en la calle; las palmas relucen al sol; lascampanas redoblan. Yo sé que la encontraré.

-¡Oh, señor Epíscopo! ¿Qué hace por acá!...Es la voz de Ginevra; es Ginevra, con las manos

extendidas frente a mí.-¿Por qué está tan pálido? ¿Ha estado enfermo?

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Ella me mira y sonríe, esperando que me atrevaa hablar. ¿Es ésta la mujer que daba vueltasalrededor de la mesa, en la habitación llena devapor, bajo la luz del gas?... ¿Es posible que seaésta? Yo balbuceo, por fin, algunas palabras.

Ella insiste:-¿Pero cómo está aquí?... ¡Qué sorpresa!-Vine para verla.-¿Entonces recuerda que estamos comprometi-

dos?Diciendo esto, ríe, y agrega:-Esta es mi hermana. Acompáñenos a la iglesia.Se quedará con nosotras hoy, ¿verdad?... Hará el

papel de mi novio..., ¡diga que sí!Así habla, alegre, locuaz, llena de cosas impre-

vistas, de seducciones nuevas. Está vestida en formasimple, sin pretender mucho, pero con gracia, casicon elegancia. Me pregunta noticias de los amigos.

-¿Y Giulio Wanzer?Ella ha sabido por los periódicos todo lo ocu-

rrido.-Ustedes dos eran muy amigos..., ¿no?...No contesto. Sigue un breve silencio, y ella

parece pensativa. Entramos en la iglesia, llena depalmas benditas. Ella se arrodilla junto a la hermana

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y abre un libro de misa. Yo, de pie a sus espaldas, lemiro el cuello, y al descubrirle un pequeño lunar seme produce un temblor inefable.

En ese preciso instante, ella se vuelve un poco yme envía con el ángulo de sus ojos una miradaextraña.

Entonces siento que toda memoria del pasadoha quedado abolida, y que el futuro no me inquieta.Nada existe fuera de la hora presente; nada haysobre la tierra, para mí, fuera de esa mujer. Sin ellano me es posible otra cosa que morir. Al salir, sinhablar, me ofrece una palma. Yo la miro, ensilencio, y me parece que con aquella mirada ella hacomprendido todo. Nos encaminamos hacia la casade la hermana. Me invitan a entrar. Ginevra medice, yendo hacia un balcón:

-¡Venga, venga un poco aquí, a gozar del sol!Estamos en el balcón, uno junto al otro. El sol

nos rodea, el eco de las campanas pasa sobrenuestras cabezas. Ella dice en voz baja, comohablando consigo misma:

-¡Quién lo habría pensado!El corazón se me llena de una ternura inmensa.

No resisto más. Le pregunto con una vozirreconocible:

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-Entonces... ¿estamos comprometidos?Ella calla un momento. Luego contesta, muy

bajo, ruborizándose un poco y bajando los ojos:-¿Usted quiere? Bueno..., estamos comprometi-

dos.Nos llaman desde adentro. Es el cuñado; hay

también otro pariente, están los niños de la casa. Yohago realmente el papel de novio. En la mesa,Ginevra y yo estamos sentados juntos. En unmomento nos tomamos de la mano, bajo el mantel;yo creo que estoy apunto de perder el sentido. Elcuñado, la hermana, los parientes, todos me mirancon una curiosidad mezclada con estupor.

-¿Pero cómo nadie sabía nada?-¿Pero cómo tú, Ginevra, no nos habías dicho

nada?Sonreímos, embarazados, confusos, atontados

por todo lo que está ocurriendo, con la facilidad deun sueño, con su mismo sentido absurdo...

Sí. Absurdo, increíble, ridículo; sobre todoridículo. Pero ha ocurrido, entre un hombre y unamujer de este mundo, entre yo, Giovanni Epíscopo,y ella, Ginevra Canale, así, tal cual lo he contado.

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¡Ah, señor! Usted puede reír, si quiere. No meofenderé.

La farsa trágica... ¿Dónde he leído eso? Real-mente, nada más ridículo, más innoble y más atroz...

Fui a casa de la madre; era una vivienda vieja, dela calle Montanara, a la que se llegaba por unaescalera estrecha, húmeda como la de una cisterna,donde apenas se veía una luz pálida, verdosa, casisepulcral, ¡inolvidable! Todo está en mi memoria.Subiendo, me detenía casi en cada escalón, porqueme parecía perder en cada paso el equilibrio, comosi apoyara los pies en un trozo resbaladizo de hielo.Más subía y más fantástica me parecía aquellaescalera bajo esa luz, llena de misterio, de unsilencio vacío, donde venían a morir ciertas voceslejanísimas, incomprensibles. De pronto, se oyó

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abrir una puerta con violencia, en el piso de arriba, yun estallido de improperios que aullaba una vozfemenina resonó por toda la escalera, luego lapuerta se cerró con un gran golpe que hizo temblarla casa hasta los cimientos. Yo también temblé,intimidado, y quedé allí, dudando. Un hombrebajaba poco a poco, y parecía resbalar sobre lapared como una cosa fláccida. Mascullaba,lloriqueando, bajo el ala de un sombrero blancuzco;cuando tropezó conmigo levantó la cabeza. Y yome vi frente a un par de anteojos oscuros, de esosque parecen orejeras, enormes, que surgían de unacara rojiza, como un trozo de carne cruda.

El hombre, creyendo reconocerme, me llamó:-¡Pedro!Y me tomó del brazo, poniéndome bajo la cara

su aliento aguardentoso. Pero se alcanzó a darcuenta del error, y continuó bajando. Yo entoncesreinicié mi ascensión, maquinalmente. Emperoestaba seguro, no sé por qué, de haberme cruzadocon alguien de la familia.. . Me encontré frente a unapuerta en la que leí: “María Canale, tasadora en elMontepío, autorizada por la Real Prefectura.” Pararefrenar mi excitación, hice un esfuerzo, y luego tiré

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del llamador, pero -sin quererlo- tan fuerte que lacampanilla se puso a resonar estrepitosamente.

Una voz iracunda contestó desde adentro. Erala misma voz de los improperios.

La puerta se abrió, y yo, presa del pánico, sinver, sin esperar, hablé mascullando las palabras:

-Soy Epíscopo... Giovanni Epíscopo... Hevenido, como usted sabe..., por su hija... Perdóne-me, he tirado de la campanilla un poco fuerte...

Me hallaba delante de la madre de Ginevra, unamujer todavía hermosa y joven, que llevaba uncollar de oro, dos gruesos pendientes y anillos entodos los dedos, de oro también. Y hacía tímida-mente una propuesta de matrimonio, ¡la famosapropuesta de Filippo Doberti! Usted lo recuerda,¿verdad?...

¡Ah, señor! Puede reír, si quiere, no me defende-ré...

Debo contarle todo, minuciosamente, día pordía, hora por hora. ¿Quiere todas las escenasmínimas, todos los pequeños hechos, toda miexistencia en aquellos momentos, tan curiosos, tancómicos, insensatos y miserables? ¿Hasta el granacontecimiento? ¿Acaso quiere reír?... ¿O quierellorar? Yo puedo proporcionarle todo. Decirle todo.

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Leo en mi pasado como en un libro abierto. Estagran claridad se produce en los que están próximosa su fin.

Pero estoy fatigado. Me siento débil. Y ustedtambién debe estar un poco cansado. Es mejorabreviar.

Abreviaré. Obtuve el consentimiento fácilmen-te. La mujer parecía informada de mi empleo, demis entradas y mi condición. Tenía una voz sonora,gesto resuelto y mirada maligna, rapaz casi, que aveces se hacía acariciadora, lasciva, semejante a la deGinevra.

Cuando me hablaba, de pie, se me acercabademasiado, me tocaba continuamente, me daba unpequeño pellizco, o me tiraba de un botón del saco,o quitaba una mota de polvo del hombro, o mequitaba de encima un cabello o una hebra de hilo.Para todos mis nervios era una verdadera torturaaquel constante toqueteo de manos de una mujercuyo puño había visto alzarse muchas veces contrael esposo.

Este era en verdad el hombre de la escalera, elde los anteojos verdes. Un pobre idiota.

Había trabajado de tipógrafo. Una enfermedaden los ojos le impedía trabajar más. Y vivía a carga

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de la mujer, del hijo y de la nuera, maltratado portodos, martirizado, como un intruso. Tenía el viciode la bebida, el hábito de la eterna embriaguez...: lased, la terrible sed. Nadie en la casa le daba uncentavo para beber, pero, para poder hacerlo, adiario realizaba en las calles, pequeños trabajosinnobles, por cuenta de quién sabe qué clase degente.

Cuando se presentaba la oportunidad, ponía lasmanos sobre los objetos de la casa, y corría avenderlos, para poder beber, para abandonarse a suirrefrenable pasión. No lo detenía el miedo a losimproperios y los castigos. Por lo menos una vez enla semana la mujer le pegaba sin piedad. Por dos otres días no tenía el valor de volver a la casa.¿Dónde estaba? ¿Dónde dormía? ¿Cómo vivía? Yole resulté simpático desde el primer día, cuando loconocí. Mientras estaba sentado y aguantaba lacharla de mi futura suegra, él estaba frente a mí,sonriente, con una risa continua que le hacíatemblar el colgante labio inferior, pero que no setransparentaba a través de los anteojos queocultaban sus pobres ojos enfermos.

Cuando me incorporé para irme, él dijo en vozbaja, con manifiesto temor:

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-¡Salgo yo también!Salimos juntos. Las piernas parecían fallarle un

poco. Una vez en la escalera, viéndole vacilar ytambalearse, le dije:

-¿Quiere apoyarse?El aceptó y se apoyó. Cuando estuvimos en la

calle continuó teniendo su brazo bajo el mío, pese aque hice un movimiento para librarme. Se callódurante un trecho, pero de tanto en tanto se volvíay me colocaba el rostro tan cerca del mío que metocaba con el ala del sombrero. Sonreía todavía,acompañando su sonrisa con un sonido particularde su garganta, para romper el silencio.

Aún lo recuerdo. La tarde era dulcísima. Estabaanocheciendo, y la gente paseaba por las calles. Dosmúsicos, uno con flauta y el otro con guitarra,tocaban frente a un café un aria de "Norma".Todavía me acuerdo que pasó cerca nuestro uncoche llevando a un herido acompañado por dosguardias.

El dijo, por fin, oprimiéndome el brazo:-Estoy contento, ¿sabes? ¡Estoy realmente

contento!... ¡Qué buen hijo debes ser tú! Ya tequiero como si lo fueras, ¿sabes?...

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Dijo esto como si estuviera en una especie deorgasmo, teniendo un solo pensamiento fijo, unsolo deseó y temiendo expresarlo. Luego rióconvulsivamente, y hubo otro intervalo. De nuevohabló:

-¡Estoy contento!De nuevo rió, convulso. Comprendí que una

agitación nerviosa lo dominaba y lo hacía sufrir.Cuando nos hallamos frente a una vidriera con lucesrojas que brillaban desde adentro, dijo, deimproviso, rápidamente:

-Bebamos una copa juntos...Y se detuvo, y me arrastró hasta aquella puerta

de reflejos rojizos. Sentí que temblaba; la luz mepermitió, mirar a través de los anteojos a esospobres ojos castigados.

- Entremos...- repuse.Nos introdujimos en la cantina. Había pocos

bebedores; jugaban a las cartas, en un grupo.Nosotros nos sentamos en un ángulo. Canaleordenó:

-¡Un litro de vino!Parecía hallarse dominado por un súbito ataque.

Sirvió el vino en los vasos, temblando como unparalítico, y bebió de un sorbo; mientras se relamía

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sirvió otro vaso. Luego rió, dejando la botella en, lamesa, y confesó ingenuamente:

-¡Hacía ya tres días que no bebía nada!-¿Tres días?-Sí, tres días. No tengo dinero. En casa nadie

me da un centavo. ¿Comprendes? ¿Compren-des?...Y no puedo trabajar más, con estos ojos...,mira, hijo mío...

Se quitó los anteojos, y me pareció que se habíasacado una máscara, tanto cambiaba la expresióndel rostro. Los párpados estaban ulcerados,hinchados, sin pestañas, cargados de manchas...,horribles. En medio de esa inflamación, se abríandos pupilas lacrimosas, infinitamente tristes, con esatristeza profunda e incomprensible que tienen en lamirada las bestias cuando sufren. Una mezcla depiedad y repugnancia me conmovió, ante esarevelación. Pregunté:

-¿Le duelen? ¿Le duelen mucho?...-¡Ah, figúrate, hijo mío! Agujas, esquirlas de

madera, trozos de vidrio..., espinas venenosas... Sime clavasen todo eso, no sería nada, frente a misdolores.

Tal vez exageró su sufrimiento porque vio quele compadecía. ¡Sentirse compadecido por un ser

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humano, tras tanto tiempo! ¡Quién sabe cuántotiempo hacía que no oía un acento piadoso! Tal vezexageró, sí, para aumentar mi compasión, parasentirse por una vez consolado por un semejante.

-¿Tanto le duelen?-Tanto.Se pasó sobre los párpados, lentamente, una

especie de trapo sin forma ni color definidos. Luegobajó los anteojos; de un trago bebió el segundovaso. Yo también bebí. El tocó la botella ymurmuró:

-¡No hay otro igual en el mundo, hijo mío!Yo lo miraba. Nada en él recordaba a Ginevra.

Ni una línea, ni un gesto, ni un aire. Nada. Pensé:“No es el padre...”El bebió más. Ordenó otra botella, y luego

continuó hablando con un tono de voz que parecíaun falsete.

-Estoy contento que te cases con Ginevra. Tútambién puedes estar contento..., ¡es una familiahonesta, la Canale! Si no fuésemos honestos, a estashoras... - alzando el vaso tuvo una sonrisa equívocaque me inquietó. Luego prosiguió -: ¡Y Ginevra!...Ella podría haber sido un tesoro para nosotros, sihubiéramos querido. ¿Comprendes?... A ti se te

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pueden decir estas cosas. No una, ni dos..., diez,veinte ofertas por ella... ¡y qué ofertas, hijo mío!...

Yo creía haberme puesto verde.-El príncipe Altino, por ejemplo... ¡Desde

cuánto tiempo me persigue! Una noche, antes queGinevra se fuera a Tívoli, hace unos meses..., dabatres mil liras de inmediato..., ¿comprendes?, y abríaluego una casa para ella, etcétera, etcétera... ¡Ah, no!Emilia siempre ha dicho: “No conviene, noconviene. Hemos casado la primera, casemos a lasegunda. Un empleado, con una hermosa carrera yuna entrada discreta..., lo encontraremos!” ¿Ves?¿Ves? Has venido tú. Te llamas Epíscopo, ¿esverdad? ¡Qué nombre curioso! La señora Epíscopo,entonces...

Se había tornado locuaz. Comenzó a reír:-¿Cómo la has visto? ¿Cómo la conociste?...

Allá, es cierto. ¡En la pensión! Cuenta, te escucho.En ese momento entró un hombre con aspecto

ambiguo, repugnante, entre camarero y peluquero,pálido, con el rostro sembrado de pústulas rosadas.Saludó a Canale.

-¡Salud, Battista!Battista lo llamó, y le ofreció un vaso de vino.

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- Beba, Teodoro, a nuestra salud. Este es mifuturo yerno, el novio de Ginevra.

El desconocido, sorprendido, murmuró mirán-dome con ojos blanquecinos, que me hicieronestremecer como si me hubiese sentido tocado poralgo frío y viscoso:

-¡Ah, entonces, el señor...!-Sí, sí - interrumpió el charlatán -. El señor

Epíscopo...- Ah, el señor Epíscopo .Mucho gusto..., mis

congratulaciones...Yo no abrí la boca. Pero Battista reía, con la

barbilla caída sobre el pecho, tomando un airemalicioso. El otro, después de un momento, seapartó.

-Adiós, Battista. ¡Hasta la vista, señor Epíscopo!Me extendió la mano, y se la estreché.Apenas se hubo alejado, Battista me dijo en voz

baja:-¿Sabes quién, es? Teodoro, el... hombre de

confianza del marqués Aguti, del viejo que tiene elpalacio aquí cerca... Hace un año que me ronda porGinevra, ¿comprendes?... ¡El viejo la quiere, laquiere y la quiere!... Llora, chilla y patea, porque ladesea. El marqués Aguti, aquel que se hacía atar al

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hierro de la cama para hacerse azotar por susmujeres hasta que sangraba... Hemos escuchado susgritos desde casa... Después se ocupó la policía...¡Ah, ah! ¡Pobre Teodoro, cómo ha quedado! ¿Vistecómo ha quedado?... ¡No se lo esperaba! ¡PobreTeodoro!

El continuaba riendo estúpidamente, frente amí, que moría de angustia. De pronto se interrum-pió, y gritó una imprecación. Bajo los cristales desus anteojos, caían dos ríos de impuras lágrimas.

-¡Ah, estos ojos! ¡Cuando bebo, qué espasmos!Nuevamente levantó aquellos terribles anteojos

verdes, y de nuevo vi íntegra aquella cara deforme,que parecía casi sin piel, como el trasero de algunosmonos... ¿comprende? Y vi aquellas dos pupilasdolorosas en medio de dos hagas. Y le vi pasarsesobre los párpados el sucio trapo.

-Es necesario que me vaya... -dije -. Ya es tardepara mí.

-Bueno, vámonos... Espera.Y se puso a buscar en sus bolsillos, como si

quisiera sacar dinero, bufonescamente. Pagué y noslevantamos.

Cuando salimos a la calle él pasó nuevamente subrazo por debajo del mío. Parecía que no estaba

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dispuesto a dejarme, aquella noche. De tanto entanto reía, como un tonto. Y yo percibí que tornabael orgasmo anterior, la agitación, el ansia interna,como quien desea decir algo y no se atreve,avergonzado.

-¡Qué hermosa noche! - dijo, y tuvo la mismarisa convulsa.

De pronto, con, el mismo esfuerzo del tartamu-do que trata de hablar, con la cabeza baja,escondiéndose bajo el ala del sombrero, agregó:

-Dame cinco liras... Te las devolveré.Nos detuvimos. Le puse en las manos temblo-

rosas el dinero. Inmediatamente se volvió, huyó, seperdió en las sombras.

¡Ah, señor, qué pena! ¡El hombre devorado porel vicio, el hombre que se debate en las garras delvicio, y lo siente, y se ve perdido y no quiere nipuede salvarse! ¡Qué pena, señor, qué pena!...¿Conoce usted algo más profundo, más atrayente...,más oscuro?... Diga, diga: ¿qué cosa, entre todas lashumanas, es más triste que el temblor que seapodera de un hombre frente al objeto de su pasiónsin frenos?¿ Qué cosa más triste que las manostemblorosas, las rodillas que vacilan, los labios quese retuercen, todo el ser, convulsionado por la

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necesidad implacable de una sola sensación?... ¿Quécosa es más triste sobre la tierra?... ¿Qué cosa? ¿Yver por todas partes, entorno a uno, este enemigo,verlo con una lucidez prodigiosa, descubrir todas lastrazas, adivinar todas las corrupciones, la devasta-ción oculta?... Ver, ¿comprende usted?... ¿Ver encada hombre el sufrimiento, y entenderlo, siempre,y experimentar una misericordia fraterna por cadaextraviado, por cada atormentado, y sentir en loíntimo de la propia sustancia, la voz de una mismafraternidad humana, que no le deja considerar en lacalle a cada hombre como un simple desconoci-do?...¿Entiende usted?... ¿Puede comprender esto,en mí, en mí, que usted considera un abyectopusilánime, casi un idiota?

No. Usted no puede comprender. Y sin embar-go es así. Hay quien camina en medio de la multitudcomo quien lo hace entre árboles de un bosque,hallando a todos iguales, indiferente; pero hay quienestá continuamente ansioso, que busca en cadarostro la muda respuesta a una muda pregunta. Paraéstos no hay extranjeros sobre la tierra...

¡Porque su corazón pertenece a todos, y ningúncorazón es para él!

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Ya lo sé... ya lo sé. ¿Quién se cuida de él?¿Quién se preocupa por su bondad y su amor? Cadahombre alimenta dentro de sí mismo un sueñosecreto, que no es la bondad ni el amor, sino undeseo desenfrenado de placer y de egoísmo. Lo sé.Ninguna criatura humana ama a otra criaturahumana, y nunca ha sido amada por un semejante.Yo nunca me habría atrevido a confesarme a mímismo la horrible verdad por temor de morir.

Y bien, señor, desde aquella noche yo me sentíligado a ese miserable, me transformé en su amigo.¿Por qué? ¿Por qué afinidad misteriosa?... ¿Por quéatracción instintiva? ¿Tal vez por la influencia de suvicio, que comenzaba a apoderarse también demí?... ¿O por el llamado de su infelicidad, sinesperanzas, sin escapatorias, como la mía?

Desde aquella noche lo vi casi todas las tardes.El venía a buscarme a tocas partes; me aguardaba ala salida de la oficina; me esperaba, de noche, al pie,de la escalera de mi casa. No me pedía nunca. Nihacía hablar a sus ojos, que estaban siemprecubiertos. Me bastaba mirarlo para comprender.Sonreía con aquella sonrisa suya, estúpida oconvulsa, y no pedía nada, esperando. Yo no sabíaresistirlo, no podía echarlo, humillarlo, mostrándole

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un rostro severo, arrojándole una palabra dura.¿Acaso me hallaba sometido a otra tiranía?... ¿AcasoGiulio Wanzer tenía un sucesor? A menudo supresencia me martirizaba, pero no hacía nada paralibrarme. El tenía a veces conmigo efusividades decariño ridículas y entristecedoras, que me oprimíanel corazón. Una vez me dijo, frunciendo la bocacomo hacen los niños cuando quieren comenzar allorar:

-¿Por qué no me llamas papá?Yo sabía que él no era padre; sabía que los hijos

de su mujer no eran suyos. Tal vez él también losabía. Y yo lo llamaba papá, cuando nadie oía,cuando estábamos solos, cuando él tenía necesidadde ser consolado.

A menudo, para conmoverme, me mostrabaalgún moretón, la señal de un castigo, con el mismogesto que los mendigos usan para mostrar susdeformidades y sus males para obtener una limosna.

Por casualidad descubrí que algunas noches secolocaba en los lugares menos iluminados de lacalle, y pedía en baja voz limosna, hábilmente, sinhacerse descubrir, caminando por un trecho al ladode los que pasaban. Una tarde, en el ángulo del

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Foro de Trajano, me vi cercado por un hombre quebalbucía:

-Soy un obrero sin trabajo. Estoy casi ciego.Tengo cinco hijos que no comen desde hacecuarenta y ocho horas. Déme cualquier cosa paracomprar un trozo de pan para aquellas pobrescriaturas...

Reconocí súbitamente la voz. Pero él, en lasemipenumbra, era realmente casi ciego, y no meconoció. Y yo me alejé rápidamente, huí, per miedode ser identificado.

El no experimentaba repugnancia ante ningunabajeza, para satisfacer su atroz sed. Una vez seencontraba en mi habitación: parecía inquieto. Yoacababa de llegar de la oficina y me estaba lavando.Había dejado sobre la cama el saco y el chaleco, yen el bolsillo de este último tenía mi reloj, unpequeño reloj de plata recuerdo de mi padremuerto.

Me lavaba tras un biombo, cuando sentí aBattista moverse por la habitación de un modoinsólito, como si estuviera inquieto. Le pregunté:

-¿Qué hace?Contestó demasiado rápidamente, con voz un

poco alterada:

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-Nada, ¿por qué?Y vino adonde estaba yo, con demasiada prisa.Me vestí. Salimos. A1 pie de la escalera busqué

el reloj en el chaleco para mirar la hora. No lo hallé.-¡Maldición! He dejado el reloj en la pieza.

Tengo que subir de nuevo..., espéreme aquí, vuelvoenseguida.

Subí. Encendí la luz y busqué el reloj por todaspartes sin poder hallarlo. Tras algunos minutos debúsqueda inútil, oí la voz de Battista que pregunta-ba:

-¿Lo has encontrado?...Había subido, y estaba parado en el umbral:

vacilaba un poco.-No. Es raro. Creí haberlo dejado en el chaleco.

¿Usted no lo ha visto?-No.-¿Está seguro?-¡No lo he visto!...La sospecha ya se había apoderado de mí.

Battista permanecía en el umbral, de pie, con lasmanos en los bolsillos. Recomencé a buscar,impaciente, casi colérico.

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-Es imposible que lo haya perdido. Lo tenía,con seguridad, antes de desvestirme; sé que lotenía... aquí tiene que estar. Debo encontrarlo.

Battista se había movido por fin. Yo me volvíde pronto, y leí el pecado en su rostro. El corazónpareció caérseme a los pies.

El repitió mis palabras, confuso.-Aquí tiene que estar..., se debe encontrar.Y tomó la vela y se inclinó a buscar en torno al

lecho, y se arrodilló, balanceándose. Alzó lascolchas ,miró bajo la cama. Se afanaba, y la vela letemblaba en la mano mal cerrada. Aquella comediame irritó. Le grité ásperamente:

-¡Basta! Alcese..., no se afane tanto. ¡Sé biendónde debo buscar!...

El dejó la vela sobre el piso, permaneció unpoco de rodillas, todo curvado, y temblando comouno que se halla a punto de confesar un crimen.Pero no confesó. Se incorporó a desgano, sinhablar. Una vez más le leí el pecado en el rostro; mepareció sentir una espina clavada. Pensé: “Cierto,tiene el reloj en el bolsillo. Es necesario obligarlo aconfesar, a entregar el objeto robado, a arrepentirseEs necesario que yo lo vea llorar de arrepentimien-to”. Pero no tuve fuerza.

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-Vamos... - murmuré.Salimos. Por la escalera el culpable venía tras de

mí, lentamente, apoyándose en la balaustrada. ¡Quépena... ,qué tristeza! Cuando estuvimos en la calle,me preguntó con un hilo de voz:

-¿Entonces tú crees que lo he tomado yo?- No, no... - repuse -. No hablemos más.Agregué, tras un momento:-Me disgusta porque era un recuerdo de mi

padre muerto...Noté en él un movimiento reprimido, como si

hubiera querido sacar algo del bolsillo. Pero no sacónada. Seguimos caminando. Después de unosmomentos me dijo, casi brutalmente:

-¿Me quieres revisar?...-No, no..., no hablemos más. Adiós. Ahora lo

dejo, porque tengo que hacer esta noche.Y lo dejé, sin mirarlo. ¡Qué tristeza!En los días siguientes no lo vi. La tarde del

quinto día se presentó en casa. Yo dije, serio:-Ah, ¿es usted? . . .Y me puse a escribir ciertas cartas de la oficina,

sin agregar nada. Tras un intervalo de silencio, élosó preguntar:

-¿Lo has hallado?

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Yo fingí reír, y seguí escribiendo. Tras otrolargo intervalo agregó:

- Yo no lo he tomado.- Sí, sí. . ., está bien. ¿Todavía piensa en:. eso?Viendo que ya permanecía sentado en el escrito-

rio, después de un rato agregó:-¡Buenas noches!Lo dejé ir así, sin detenerlo. Pero me arrepentí;

quise llamarlo. Era demasiado tarde, ya se habíaalejado.

Por tres o cuatro días todavía, no apareció. Porfin lo vi, cuando estaba por casa, poco antes de lamedianoche, bajo un farol. Lloviznaba.

- Oh, ¿es usted . . . ¿A esta hora?No se podía mantener en pie. Me pareció ebrio.Pero, cuando lo miré bien, advertí que se halla-

ba en estado miserable; cubierto de fango como sise hubiera revolcado en el pantano, inmundo,destrozado ,con una cara casi violeta.

-¿Qué le ha pasado? . . . Hable.El estalló en un gran llanto, y se me aproximó

como para caérseme en los brazos, y así, desdecerca, sollozando, trataba de contar entre sollozosque lo sofocaban, entre las lágrimas que le rodabana la boca.

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¡Ah, señor! Bajo aquel fanal, en medio de lalluvia ,¡qué cosa terrible! ¡Qué cosa tremenda lossollozos de ese hombre que no había comido desdehacía tres días!

¿Conoce usted el hambre? Ha visto alguna vez aun hombre medio muerto de hambre sentarse a unamesa y llevarse a la boca un trozo de pan, unpedazo de carne y masticar los primeros bocadoscon sus pobres dientes debilitados, que vacilan enlas encías? ¿Lo ha visto alguna vez? ¿Y no se le hadesgarrado el corazón de tristeza. . ., de ternura?

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En realidad yo no quería hablarle de aquelpobre hombre. Me he dejado llevar, he olvidadotodo el resto: no sé por qué. Pero, realmente, aqueldesdichado fue mi único amigo y yo he sido elúnico amigo suyo en la vida. Lo he visto llorar, y mevio llorar él a mí más de una vez. Y yo vi reflejadomi vicio en su propio vicio. Y también hemossufrido juntos el mismo padecimiento, la mismainjuria, y hemos llevado la misma vergüenza.

No era el padre de Ginevra, no. No había dadola sangre que corría en las venas de esa criaturaqueme ha hecho tanto daño.

Yo he pensado siempre, con una curiosidadinquieta e inextinguible en el padre verdadero, eldesconocido, el inominado. ¿Quién podía habersido? Ciertamente, no era un plebeyo. La delicadeza

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física ,unida a los movimientos naturalmenteelegantes, la crueldad, las perfidias demasiadorefinadas y luego ese instinto del lujo, el enojo fácil,y esa forma particular de herir y de desgarrar con larisa; todas esas cosas que revelan algunas gotas desangre aristocrática. ¿Quién era entonces el padre?¿Tal vez un viejo obsceno, como el marqués Aguti?¿O tal vez un sacerdote, uno de aquellos cardenalesgalantes que sembraban hijos en todas las casas deRoma?

Lo he pensado siempre. Y algunas veces, inclu-so algunas veces, se presentó en mi imaginación lafigura de un hombre, no vaga y variable, sino biendefinida, con una fisonomía especial, con unaexpresión particular, que parecía vivir con una vidaextraordinaria intensa.

En verdad, Ginevra debía saber, o por lo menossentir, que no tenía ninguna comunidad de sangrecon el marido de su madre. Realmente yo nuncapude percibir en sus ojos, cuando se dirigía aldesdichado, una mirada de afecto o de piedad.

En cambio, la indiferencia y hasta la repulsión,el odio, aparecían en las pupilas de ella cuandomiraba al pobre hombre.

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¡Ah, aquellos ojos! Decían todo; decían muchascosas en una fracción de segundo, cosas distintas,que me hacían extraviar...

Como al acaso se encontraban con los míos, yparecían de acero brillante, impenetrable. A veces,de improviso, se cubrían como de un pálido velo yperdían toda dureza. Parecían la hoja de un cuchilloempañado por el aliento... Pero no. Yo no puedohablarle de mi amor..., no puedo. Nadie sabrá nuncacuánto la he amado, nadie. Ella nunca lo supo y nola sabe. Yo, yo sí sé que ella nunca me ha amado, nisiquiera por un día, por una hora, por un minuto.

Y sabía esto desde el primer momento: lo sabíacuando me miraba con los ojos velados. No meilusionaba. Mis labios no osaron nunca repetir lapregunta que murmuran todos los amantes: “¿Mequieres?” Y recuerdo que, estando cerca, sintién-dome invadido por el deseo, pensé más de una vez:“¡Oh! ¡Si pudiese besarla en la cara, sin que ella sediese cuenta de mis besos!”

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No. No puedo hablarle de mi amor. Le diré máshechos todavía, le contaré los pequeños hechosridículos, las pequeñas miserias, las pequeñasvergüenzas. El matrimonio fue arreglado. Ginevrapermaneció todavía en Tívoli por algunas semanas,y yo iba a visitarla. Me quedaba algunas horas yvolvía. Era mejor para mí que ella estuviese lejos deRoma; mi preocupación mayor era que algúncompañero de oficina pudiese descubrir mi secreto.¡Ponía gran cautela en mis movimientos, buscabapretextos, decía mentiras, todo para ocultar lo quehabía hecho.., lo que hacía..., lo que estaba porhacer! Ya no frecuentaba los lugares de costumbre;contestaba siempre evasivamente a cualquierpregunta; me ocultaba en cualquier cantina, portón

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o calle transversal cuando veía aproximarse a algunode mis antiguos camaradas.

Pero un día no pude esconderme de FilippoDoberti. Me alcanzó, me detuvo; en realidad, meaferró.

-¡Oh, Epíscopo! ¡Cuánto tiempo hace que nonos vemos! ¿Qué has hecho?. . . ¿Has estadoenfermo?

Yo no llegaba a vencer mi agitación irracional.Contesté sin reflexionar:

-Sí, he estado enfermo.-Se ve..., estás pálido. Pero ahora, ¿qué vida

haces? ¿Dónde cenas? ¿Dónde pasas la noche?Contesté alguna otra mentira, evitando mirarle

el rostro.-Hablábamos de ti las otras noches. . . - conti-

nuó él -. Efrati contaba que te había visto en la calleAlessandrina del brazo con un borracho...

-¿Con un borracho?.. . -repuse-. Efrati sueña.Doberti estalló en carcajadas.-¡Ah, ah! ¿Y te pones colorado? Siempre vas

buscando lindas compañías, tú... A propósito... ¿Notienes noticias de Wanzer?

-No, no sé nada.-¡Cómo! ¿No sabes que está en Buenos Aires?

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-No sé nada. ¡Ah, pobre Epíscopo! Adiós, tedejo. Cuídate. Te noto muy desmejorado.

Dio vuelta en la esquina, dejándome presa deuna agitación que no alcanzaba a reprimir. Todas laspalabras de aquella tarde lejana, cuando él habíahablado de la boca de Ginevra, volvían hasta mí conprecisa claridad. Y volvían otras palabras máscrudas, más brutales. Y volví a ver en la habitacióniluminada por gas la larga mesa en torno a la cual sesentaban todos aquellos hombres satisfechos, llenosde vino, un poco entorpecidos, mancomunados enla misma preocupación obscena. Y oí nuevamentela risa, la algarabía, mi nombre propuesto a gritospor Wanzer, aclamado por los demás, y luego laspalabras atroces: “¡Casa Epíscopo y Compañía!” ¡Ypensar que la cosa horrible había podido tenerlugar!...

¡Tener lugar...! Pero, ¿entonces es posible unaignominia semejante?. .. ¿Es posible que unhombre, al menos ni loco ni idiota, se deje llevarhasta una ignominia semejante?

Ginevra volvió a Roma. El día del matrimoniofue establecido.

Fuimos así por las calles, con la madre, en uncoche, buscando un pequeño departamento,

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comprando el lecho nupcial y los demás mueblesnecesarios, y para todos los preparativos comunes.Yo había tomado un depósito de unas quince milliras, que eran toda mi fortuna de huérfano.

Fuimos, pues, en un coche por toda Roma,triunfalmente: yo sentado en el balancín, y las dos,mujeres frente a mí, con las rodillas contra misrodillas. ¿Quién no nos encontró?... ¿Quién no nosreconoció?... Más de una vez, pese a que iba con lacabeza baja, alcancé a ver de reojo a alguno quedesde la vereda gesticulaba hacía nosotros. Ginevrase alegraba, volviéndose y diciendo cada vez:

-¡Mira a Questori! ¡Mira a Michelli! ¡Mira aPalumbo, con Doberti!

El coche era una berlina...Y la noticia se esparció. Fué para mis antiguos

compañeros de oficina, para los antiguos comensa-les, para todos los que me conocían, un motivo deburla sin fin. Yo leía en todos los rostros miradas deironía, de irrisión, de hilaridad maligna: algunasveces, una cierta compasión insultante.

Nadie me evitaba su pinchazo, y yo, para haceralgo, ante cada alusión sonreía, siempre con elmismo gesto, como un autómata impecable.

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¿Qué otra cosa hubiera podido hacer? ¿Ofen-derme? ¿Airarme? ¿Tornarme feroz?... ¿Entregarmea la violencia? ¿Dar algún cachetazo? ¿Romper untintero contra alguien?... ¿Blandir una silla? ¿Batirmea duelo? Pero todas estas cosas... ¿no hubieran sidotambién ridículas?

Un día dos "jóvenes espirituales" simularon uninterrogatorio en la oficina. El diálogo era entre unjuez y Giovanni Epíscopo. A la pregunta del juez:"¿Profesión?"; Giovanni Epíscopo contestaba:"Hombre al que se falta al respeto". . .

Otro día llegaron hasta mí las siguientes pala-bras: "No tiene sangre en las venas, ni una gota desangre. La poca que tenía se la sacó de la frenteGiulio Wanzer. So ve que no le ha quedado ni unagota. . .”

Era cierto. Era cierto...

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¿Cómo fue que me resolví, de golpe, a escribiruna carta a Ginevra para romper el compromiso?. . .Sí, yo escribí una carta para terminar con elproyecto de matrimonio; yo, con esta mano, laescribí. Y la llevé al correo yo mismo.

Era de noche. Lo recuerdo. Pasé muchas vecesfrente al correo, agitado como un hombre que sehalla a punto de suicidarse. Me detuve, finalmente, ypuse la carta en el buzón, pero me pareció no poderdespegar los dedos. ¿Cuánto tiempo permanecí enesa actitud? No podría decirlo. Un guardia me tocóen el hombro, preguntándome:

-¿Qué hace? . . .Yo abrí los dedos y dejé caer la carta. ¡Y por

poco no me desmayo en brazos del guardia!

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-Dígame... -barboté, casi llorando-. ¿Cómopuedo hacer para recuperarla?

¡Y a la vuelta, las angustias de esa noche! ¡Y a lamañana siguiente, la visita a la nueva casa, la casaconyugal, lista para recibir a los esposos, y depronto transformada en algo inútil, en una casamuerta! ¡Oh! ¡Aquel sol, aquellos rayos de sol, casicortantes, sobre todas esas cosas nuevas, brillantes,intactas, que enviaban un olor de negocio,insoportable! . . .

Al otro día, a las cinco de la tarde, saliendo de laoficina, encontré a Battista en la calle, esperándome.

-Te quieren ver en casa, inmediatamente... -medijo.

Echamos a andar. Yo temblaba como unmalhechor! atrapado. En cierto momento pregunté,para prepararme:

-¿Qué querrán?...Battista no sabía nada. Se encogió de hombros.

Cuando llegamos a la puerta me dejó. Subí laescalera poco a poco arrepintiéndome de haberobedecido, pensando con temor en las manos de lamadre de Ginevra, en aquellas terribles manos Ycuando alcé los ojos al entrepiso y vi la puerta

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abierta, y allí a la mujer, presta ya a arrojarse sobremí, grité súbitamente:

-¡Fue una broma..., fue una broma!Y, una semana más tarde, se celebró el matri-

monio. Mis testigos fueron Enrico Efrati y FilippoDoberti. Y Ginevra y la madre quisieron que yoinvitara la fiesta al mayor número posible de miscolegas para disminuir a la plebe de Vía Montanaray los contornos. Todos los comensales de lapensión, según creo, estaban allí.

Conservo un recuerdo confuso, vago, interrum-pido, de la ceremonia, de la fiesta, de aquellamultitud, sus voces, sus rumores...

Me pareció, por momentos, que por aquellamesa se deslizaba el mismo soplo impuro que sobrela otra mesa tiempo atrás. Ginevra tenía el rostroencendido y los ojos muy brillantes. Muchos ojos,en derredor, brillaban; muchas sonrisas relucían...

Conservo el recuerdo de algo semejante a unatristeza enorme, pesada, quo me llovió encima yocupó mi raciocinio, obstruyéndolo.

Y me parece ver todavía, allá, en el extremo dela mesa, muy lejos, a una distancia increíble, a aquelpobre Battista, que bebe, bebe, bebe, bebe...

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¡Por lo menos una semana! ¡No digo un año, unmes; tan sólo una semana, la primera! Pero no.Nada. Sin misericordia. Ella no esperó ni siquieraun día, comenzó inmediatamente, la misma nochede la boda a torturarme.

Si viviese un siglo no podría olvidar aquel estaestallido de risa inesperado, que me alcanzó en laoscuridad de la alcoba y humilló mi timidez y miinocencia.

Yo no veía su rostro en la oscuridad, peropercibí por primera vez toda su maldad en aquellarisa acre, burlona, impúdica, nunca oída, irreconoci-ble. Me di cuenta que a mi lado respiraba unacriatura venenosa.

-¡Ah, señor! ¡Ella tenía la risa en los dientes,como las víboras tienen el veneno! . . .

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Nada, nunca, sirvió para apiadarla, ni mi muda,adoración, ni mi sumisión silenciosa, ni mi dolor ymis lágrimas. Nada. Probé todo para enternecerla,todo. Inútilmente. Ella me escuchaba, algunasveces, seria, con los ojos graves, como si se hallase apunto de comprender, y, de pronto, se echaba a reírcon aquella risa espantosa, aquella risa inhumana,que le brillaba más en los dientes que en los ojos...

Y yo permanecía allá, empequeñecido.No, no: No es posible. Déjeme, señor, que calle;

déjeme hablar de otra cosa. No puedo hablarle de,ella. Es como si usted me obligase a masticar unacosa amarga, de una amargura mortal, insoportable.¿No ve que se me tuerce la boca mientras hablo? . . .

Una noche, cerca de dos meses después denuestros esponsales, ella tuvo un malestar, unaespecie de mareo. Yo estaba presente. Y al darmecuenta de su significado, yo que esperaba aquellarevelación, aquel indicio, tembloroso, caí de rodillasfrente a ella como frente a un milagro. ¿Era verdad¿Era verdad? Sí. ;Ella me lo confirmó, me lo dijo.¡Tenía dentro de sí otra vida! . . .

Usted no puede comprender. Aunque fuesepadre, no podría comprender el sentimientoextraordinario que entonces se apoderó de toda mi

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alma. ¡Piense, señor, piense en un hombre que hapadecido todo lo que bajo el cielo es posiblepadecer, a un hombre sobre quien la ferocidad desus semejantes se ha encarnizado sin tregua, a unhombre que nunca fue amado por ninguno y que,sin embargo, tiene en lo profundo 'de su ser tesorosde bondad y ternura, inextinguibles;- piense, señor,en las esperanzas de ese hombre, cuando espera unacriatura de su sangre, un hijo, un ser pequeño ydelicado, dulce, infinitamente dulce, del que podráhacerse amar! Podrá hacerse amar... ¿Comprende?...¡Hacerse amar!

Era septiembre. Lo recuerdo. Eran esos díascalmos, dorados, un poco pesados, cuando muere elverano. Yo soñaba siempre con él, con Ciro,indeciblemente. Un domingo, en el Pincio,encontramos a Doberti y Questori. Ambos hicieronmuchos elogiosa Ginevra y se unieron a nosotrospara pasear. Ginevra y Doberti caminaron adelante.Yo y el otro quedamos atrás. Pero egos dos,adelante, a cada paso dado, parecía quemepisoteaban el corazón. Hablaban mucho, reíanjuntos, y la gente se volvía a mirarlos. Las palabrasme llegaban fragmentadas, entre las ondas demúsica, pese a que estiraba la oreja para aferrar

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alguna. Mi pena era tan visible, que Questori llamó ala pareja diciendo:

-¡No tan rápido! No se alejen tanto, que Epís-copo explota de celos ...

Bromearon y se burlaron de mí. Y continuaroncaminando adelante, riendo y hablando, entre lamúsica fragorosa que tal vez los exaltaba yembriagaba, mientras yo me sentía tan infeliz que,caminando a lo largo del parapeto, tuve elpensamiento loco de precipitarme allá abajo, deimproviso, para terminar inmediatamente aquelsufrimiento.

Hasta Questori en determinado momento calló.Me di cuenta que seguía con una mirada atenta lafigura de Ginevra, y que el deseo lo turbaba. Otroshombres, caminando hacia nosotros, se volvían doso tres veces a mirarla, y tenían en los ojos el mismoanhelo. Siempre era así. Siempre era así, cuando ellapasaba entre la gente, sembrando un surco deimpureza. Me pareció que el aire en torno anosotros estuviese contaminado por aquellaimpureza; me pareció que todos deseaban a aquellamujer, y creían fácil obtenerla, y tenían fija en elcerebro la misma idea obscena.

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Las ondas de música se alargaban en una luzdensa; todas las hojas de los árboles brillaban; lasruedas de las carrozas, en mis oídos, hacían unruido ensordecedor. Y en medio de aquella luz, deaquel sonido, de toda esa multitud, en medio deaquel espectáculo confuso, viendo frente a míaquella mujer que se dejaba tomar poco a poco perese hombre, sintiendo a mi alrededor toda esaimpureza, pensé en una terrible agonía, con unespasmo de todas mis fibras más íntimas, en lapequeña criatura que comenzaba a vivir, en el serpequeño e informe que sufría tal vez las contraccio-nes de la matriz donde comenzaba a vivir...

¡Dios mío, Dios mío! ¡Cómo me hizo sufrir esepensamiento! ¡Cuántas veces ese pensamiento medesgarró antes que él naciese! ¿Comprende usted?...El pensamiento de la contaminación... ¿Compren-de?...

La infidelidad, la culpa, no me afligían tanto pormí como por el hijo que aún no había nacido. Meparecía que alguna parte de aquella vergüenza, deaquella fealdad debían pegársele, debían mancharlo.¿Comprende usted mi horror?

Y un día tuve el valor inaudito. Un día en que lasospecha era más fuerte, tuve el valor de hablar.

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Ginevra estaba en la ventana. Lo recuerdo. Erael Día de Todos los Santos; las campanas redobla-ban; el sol iluminaba las persianas. El sol, en verdad,es la cosa más triste del universo. ¿No le parece? Elsol siempre me ha hecho doler el corazón. En todosmis recuerdos más tristes siempre hay un poco desol, algunos rayos amarillos, como en torno a lascoberturas mortuorias.

Cuando era niño, una vez, me dejaron solo en lahabitación donde estaba el cadáver de unahermanita mía, expuesto en el lecho, entre coronasde flores.

Todavía me parece verlo, aquel pobre rostropálido, todo lleno de sombras violáceas, al que debíaparecerse tanto, en los últimos momentos, el rostrode Ciro. . .

Ah, ¿qué decía?... Mi hermana, sí, una hermanayacía en el lecho, entre flores. Bien, decía eso. Pero,¿por qué? Déjeme pensarlo un poco..., ¡ah, claro! Yome acerqué a una ventana, agobiado. Era unaventana pequeña. La casa de enfrente parecíadeshabitada, no se escuchaba voces humanas, todoestaba tranquilo. Pero sobre el techo una grancantidad de pájaros hacía una bulla tremenda,continua, sin fin. Y bajo el techo, bajo el tejado,

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junto al muro gris, en la oscuridad gris, una estría desol, un trazo amarillo, derecho, agudísimo, brillabasiniestramente con una intensidad increíble.

Yo no me atrevía a volverme, y miraba fijo eltrazo amarillento, como fascinado, y sentía tras demí, ¿comprende usted?, mientras mis oídos estabanllenos de aquel sonido, sentía el silencio espantosode la habitación, ese silencio frío que siempre rodeaa los cadáveres...

¡Ah, señor! ¡Cuántas veces en la vida he visto latrágica estela del sol! ¡Cuántas veces!

Y bien... ¿a propósito de qué? Era Ginevra,entonces, que estaba en la ventana; las campanassonaban, el sol entraba en la habitación. Había,también, sobre una silla, una corona de siemprevi-vas con una cinta negra, que Ginevra y la madredebían llevar al Campo Verano para la tumba de unpariente... "¡Qué memoria!" - usted piensa -. Sí.Ahora tengo una memoria tremenda.

Escúcheme. Ella comía una fruta con aquellasensualidad provocante que ponía en todos susactos. No me miraba; no se daba cuenta que laestaba observando. Y nunca, frente a aquellaindiferencia profunda, me había afligido tanto comoese día; nunca había comprendido con tanta

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claridad que ella no me pertenecía, que podía ser detodos, que tal vez había sido de todos, inevitable-mente, y que yo no podría jamás haber hecho valerningún derecho de amor, ningún derecho de fuerza.Y la miraba..., la miraba.

¿No le ha ocurrido nunca, al mirar una mujer,que se borren para usted todos los rasgos de suhumanidad, de su estado social, de los vínculossentimentales que le ligan a ella y ver, con unaevidencia aterradora, la bestia, la esencia femenina...,la abierta brutalidad del sexo? . . .

Yo vi esto, mirándola, y comprendí que ella noera apta más que para una labor carnal, para unamisión innoble. Y otra verdad horrenda se hizopresente en mi espíritu: ¡el fondo de la existenciahumana, y de todas las preocupaciones humanas, esuna verdadera porquería! ¡Verdad horrible...,horrible!

Y bien, ¿qué cosa podía hacer yo? Nada. Peroaquella mujer llevaba en el vientre otra vida, nutríacon su sangre a la criatura misteriosa que era misueño continuo y mi esperanza y mi supremaadoración...

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Sí, sí. Antes que é1 viese la luz, yo lo adoré, lloréde ternura por él, y le dije dentro de mi corazónpalabras indecibles.

Piense, señor, piense en este martirio: no poderseparar una imagen ignominiosa de una imageninocente; saber que el objeto de su adoración idealestá ligado a un ser de quien usted teme la peorinfamia. ¿Qué experimentaría un fanático si viesesobre el altar los Sacramentos cubiertos por unaceniza inmunda? ¿Qué sentiría si no pudiera besar elobjeto divino más que a través de un veloenvilecido? ¿Qué sentiría?

Yo no me sé expresar. Nuestras palabras sonsiempre vulgares, como nuestros actos, estúpidos,insignificantes, cualquiera que sea la magnitud delsentimiento del cual derivan. Yo tenía dentro de mí,aquel día, una inmensidad de cosas dolorosas,sofocadas, que se mezclaban; empero todo seresolvió en un pequeño diálogo cínico, en unaridiculez vil. ¿Quiere usted saber los hechos?¿Quiere conocer el diálogo?... Fue así.

Ella estaba, como dije, en la ventana. Yo meacerqué. Permanecí un poco en silencio. Luego, conun esfuerzo enorme, la tomé de la mano y lepregunté:

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-¿Ginevra, me has engañado?Ella me miró, asombrada, y preguntó a su vez:-¿Engañado?... ¿Cómo?Yo le rogué:-¿Tienes ya un amante?... ¿Acaso... Doberti?Ella me miró, todavía, porque yo temblaba

terriblemente.-Pero, ¿qué escena es ésta? ¿Qué te ha ocurrido?

¿Estás loco?-Contéstame, Ginevra.-¿Enloqueces?Y mientras yo trataba de tomarle todavía de la

mano, ella gritó, evitándome:-¡No me fastidies! ¡Basta!Pero yo me eché de rodillas y la retuve por el

orillo del vestido.-¡Te lo ruego, Ginevra! ¡Ten piedad, un poco de

piedad! Espera al menos que nazca la pobrecriatura..., mi pobre hijo... Es mío, ¿verdad?...Espera que nazca. Después harás todo lo que teplazca; yo callaré y sufriré todo. Cuando vengan tusamantes, yo me iré. ¡Si tú me lo mandas, les limpiarélos zapatos en la otra pieza..., seré tu esclavo, sufrirétodo! Pero ¡espera..., espera! ¡Dame primero a mihijo! Ten piedad...

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¡Nada, nada! En su mirada había apenas unacuriosidad risueña. Y retrocedía, repitiendo:

-¿Enloqueces?... Luego, como yo continuabasuplicando, ella me volvió la espalda y salió,cerrando la puerta tras de sí. Y me dejó allí, derodillas en el suelo. Había sol en el suelo; estabatambién aquella corona mortuoria, en la silla, y misollozo no cambiaba ninguna cosa ¿Qué cosapodemos cambiar nosotros? ¿Acaso pesan nuestraslágrimas? Cada hombre es uno cualquiera, al que leocurre una cosa cualquiera. Eso es todo, no haynada más. Amén...

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Estamos fatigados, señor. Yo de contar. Usted,de escuchar. En el fondo, yo he divagado un poco.He divagado tal vez demasiado. Porque, usted losabe bien, no se trata de esto. El asunto es otro.Faltan diez años todavía para llegar al asunto. Diezaños: diez siglos de dolor, de miseria, de vergüenza.Y sin embargo todo se podía remediar todavía. Sí.Aquella noche, cuando oí los aullidos que profería,durante el parto, gritos inhumanos, irreconocibles,de bestia martirizada, pensé, con una convulsión entodo mi ser:

"Si ella muriera..., ¡oh! ¡Si ella muriera, dejándo-me la criatura viva!" Y gritaba tan horrendamente,que seguí pensando: "¡Quién grita así no puededejar de morir!" Tuve este pensamiento. Sí. Tuveesta esperanza.

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Pero ella no murió. Ella permaneció para laperdición mía y de mi hijo.

Mío, realmente mío, de mi sangre. Tenía en elhombro izquierdo la misma mancha particular quetengo yo desde mi nacimiento. ¡Dios sea benditopor esa mancha que me hizo reconocer a mi hijo!Ahora le contaré nuestro martirio durante diezaños. ¿Le diré... todo?... No es posible. No llegaría alfin. Y, además, quizá usted no me creería, pues loque hemos sufrido es increíble.

Estos son, pues, los hechos. Mi casa se trans-formó en un lupanar. A veces me encontraba, en lapuerta, con hombres desconocidos. No llegué ahacer lo que había dicho; no llegué a limpiarles loszapatos, pero me transformé en mi propia casa enuna especie de servidor bajo y despreciable.

Battista era menos infeliz que yo; Battista eramenos humillado. Ninguna bajeza humana podrájamás ser comparada a la mía. Jesús habría lloradosobre mí todas sus lágrimas, porque yo, entre loshombres, he tocado el fondo de todas las bajezas ytodas las humillaciones.

Battista, usted me comprende, el miserable,podía tener piedad de mi situación.

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Y no fue nada en los primeros años, cuandoCiro todavía no comprendía. Pero cuando me dicuenta que su inteligencia se desarrollaba, cuandoadvertí que en ese ser débil y frágil la inteligenciacrecía en forma prodigiosa, cuando escuché en suslabios la primera pregunta cruel, entonces me sentíperdido.

¿Cómo hacer? ¿Cómo ocultarle la verdad?¿Cómo salvarme? Ya me veía perdido.

La madre no se preocupaba por él. Lo olvidabadurante días enteros; a veces le hacía faltar lo másnecesario, y hasta le pegaba. Yo, por largas horas,debía permanecer alejado; no podía cubrirlocontinuamente con mi ternura; no podía hacerle lavida dulce, como había soñado, como quería... Lapobre criatura pasaba casi todo su tiempo, en lacocina, en compañía de una sirvienta.

Lo puse en una escuela. A la mañana lo acom-pañaba yo mismo; a la tarde, a las cinco, iba abuscarlo y no lo dejaba más hasta que se habíadormido. Al poco tiempo aprendió a leer, a escribir,hizo progresos extraordinarios y superó a todos suscompañeros. Tenía inteligencia en los ojos. Curadome miraba con sus grandes ojos negros, profundosy melancólicos, que le iluminaban el rostro, yo

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sentía dentro de mí una sensación curiosa y nosostenía por mucho tiempo la mirada.

Y a la noche, en la mesa, cuando estaba lamadre y sobre los tres caía el silencio..., toda miangustia muda se reflejaba en aquellos ojos purosPero los días realmente terribles tenían que llegartodavía. Mi vergüenza estaba demasiado expuesta ala vista de todos. El escándalo era demasiado grave:la Señora Epíscopo era demasiado famosa. Ademásyo descuidaba mis deberes de la oficina. Cometíaerror tras error en los papeles; algunos días el pulsome temblaba tanto que no me era posible escribir.

Yo era considerado por mis colegas y por missuperiores como un hombre deshonrado,degradado, embrutecido, vil... Tuve dos o tresamonestaciones; luego fui suspendido del empleo ymás tarde, destituido en nombre de la moralidadultrajada...

Hasta aquel día, yo había representado por lomenos el valor de mis gastos. Desde ese momentono valí ni siquiera lo que una basura.

Nada puede dar una idea de la ferocidad, delencarnizamiento que demostraron mi mujer y misuegra para atormentarme.

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Y, sin embargo, me habían quitado los pocosmiles de liras que me quedaban, y la madre deGinevra instaló a mis expensas un negocio demercería. Con aquel pequeño comercio la familiapodía vivir.

Pero yo fui considerado como un haragánodioso, me colocaron a la altura de Battista. Yotambién, algunas noches, encontré la puerta cerrada,y yo también pasé hambre. Y me adapté a todos lostrabajos, a todas las fatigas, a todos los servicios másdegradantes y reducidos; para conseguir un centavome di vuelta de la mañana a la noche; hice elmandadero, fui apuntador en una compañía deoperetas, trabajé en la oficina de un periódico, fuiempleado en una agencia de colocaciones... Hicetodo lo que era capaz de hacer, bajé el cuello antetodos los yugos...

Ahora, dígame usted, tras todos estos trabajos,en esos días interminables, ¿no merecía un poco detregua, un poco de olvido?

A la noche, cuando podía, apenas Ciro se habíadormido, salía a la calle. Allí me esperaba Battista.Juntos íbamos a la taberna y bebíamos.

¿Qué tregua? ¿Qué olvido? ¿Quién ha sabidojamás el significado de estas palabras: "Ahogar la

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tristeza en el vino''? ¡Ah, señor! Yo siempre hebebido porque me he sentido quemar por una sedinextinguible; pero él vino nunca me dio un ánimode alegría. Nos sentábamos allí, uno junto al otro, yno teníamos voluntad de hablar. Nadie, en realidad,hablaba allí adentro.

¿Alguna vez entró usted en una de estas canti-nas silenciosas? Los bebedores están solitarios,tienen el rostro fatigado, apoyan la cabeza en lapalma de la mano; .frente a ellos está la copa, y susojos se fijas en ella, pero tal vez no la ven. ¿Esvino? ¿Es sangre? Sí, señor, es una y otra cosa.

Battista se había vuelto casi ciego. Una noche,mientras caminábamos juntos, se paró junto a unfarol y palpándose el vientre me dijo:

-¿Ves cómo está hinchado?Luego, tomándome una mano para hacerme

sentir la dureza de la hinchazón, me dijo con unavoz alterada por el miedo:

-¿Qué será?Hacía muchas semanas que se encontraba en

ese estado, y no había revelado nada a nadie.Algunos días más tarde lo conduje al hospital

para hacerlo ver por un médico. Se trataba de untumor. En realidad, de un grupo de tumores, que

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crecían rápidamente. Se podía intentar unaoperación. Pero Battista no quiso, pese a que noestuviese resignado a morir.

Arrastró su enfermedad algunos meses todavía,y luego se vio obligado a ponerse en cama, para nolevantarse más.

¡Qué larga y qué atroz agonía! La mujer lo habíaencerrado en una especie de altillo, una habitaciónremota y sofocante, para no oírlo lamentar.

Y yo todos los días entraba allí, y Ciro queríavenir conmigo, quería ayudarme... ¡Ah! ¡Si lohubiese visto mi pobre pequeño! ¡Qué valiente eraen aquella obra de caridad junto a su padre!

Encendía un trozo de vela para ver un pocomejor, y Ciro me iluminaba. Y descubríamosentonces el gran cuerpo deforme, que gemía y noquería morir. No, no era un hombre invadido poruna enfermedad; era más bien..., ¿cómo expresar-me?, era más bien, no sé, una figura de la enferme-dad..., una cosa más allá de la naturaleza, un sermonstruoso, que vivía de por sí, al, que estabanunidos dos miserables brazos humanos, dosmiserables piernas humanas y una pequeña cabezadescarnada, rojiza. ¡Horrible! ¡Horrible! Y Ciro mealumbraba; en aquella piel estirada, brillante como

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mármol amarillento, yo inyectaba la morfina conuna jeringa ferruginosa.

Pero basta..., es suficiente. Tenga paz esa pobrealma. Se trata, ahora, de llegar al momento. Nodebemos divagar más.

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¡El Destino! Habían pasado diez años, diez añosde vida desesperada, diez siglos de infierno. Y unanoche, en la mesa, en presencia de Ciro, Ginevrame dijo inesperadamente:

-¿Sabes? Ha vuelto Wanzer.Yo no palidecí, es cierto. Hace ya mucho tiem-

po que tengo en la casa este color, inmutable, que nila muerte cambiará, que llevaré así, tal cual, bajotierra. Pero recuerdo que no conseguí mover lalengua para proferir una sola palabra.

Ella me miraba con aquella mirada aguda,inclusive cortante, que me producía siempre lamisma impresión que un arma afilada produce a unpusilánime. Recuerdo que ella miraba la cicatriz quetengo en la frente, y sonreía con un gesto irritante,intolerable.

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Y me dijo, sabiendo que me hacía daño:-¿Te has olvidado de Wanzer? Y sin embargo te

ha dejado en la frente un lindo recuerdo Entonceslos ojos de Ciro miraron mi cicatriz, y yo leí en surostro la pregunta que hubiera querido, hacerme.

-¿Cómo? ¿No me contaste que una vez teheriste cayendo? ¿Por qué mentiste? ¿Y quién es esehombre que te ha asustado?

Pero bajó los ojos y calló.Ginevra continuó hablando:-Lo encontré esta mañana. Me reconoció inme-

diatamente. Yo, de improviso, no lo conocí, porquese dejó crecer la barba. No sabía nada de nosotros.Me dijo que te está buscando desde hace tres ocuatro días, te quiere ver nuevamente. Debe haberhecho fortuna en América, por lo menos deacuerdo a la apariencia...

Hablando continuaba con sus ojos encima mío,sonriendo inexplicablemente. Ciro, de tanto entanto, me echaba una mirada, y yo sentía que élpercibía mi sufrimiento.

Tras una pausa, Ginevra dijo:-Vendrá esta noche, dentro de un rato.Afuera llovía muy fuerte. Y me pareció que el

continuo rumor monótono no viniera de fuera, sino

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que se estuviese produciendo dentro de mí, cómo siyo hubiese tomado una gran cantidad de quinina.

Y percibí, de pronto, el sentido de la realidad, yfui circundado por aquella atmósfera aislante de laque lo que ocurría y lo que estaba por ocurrir yahabía pasado antes.

¿Comprende usted? Creía todavía asistir a larepetición inevitable de una serie de acontecimien-tos ya ocurridos. ¿Acaso eran nuevas las palabras deGinevra? ¿Era nueva la ansiedad de la espera?...¿Era nuevo aquel malestar que me daban los ojos demi hijo, vueltos demasiado a menudo hacia mí,hacia mi frente, hacia esta maldita cicatriz?... Nadaera nuevo.

Los tres, en torno a la mesa, callábamos. Elrostro de Ciro expresaba una inquietud insólita. Esesilencio tenía en sí mismo algo de extraordinario, unsignificado profundo y oscurísimo que mi alma noalcanzaba a penetrar. De pronto la campanillaresonó.

Nos miramos, yo y mi hijo. Ginevra me dijo:-Es Wanzer. Ábrele tú.Abrí. El acto lo realizaba mi cuerpo, pero mi

voluntad era ajena. Wanzer entró.

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¿Debo describir la escena? ¿Debo contar suspalabras? Nada fuera de lo común en lo que dijo ehizo, en lo que dijimos e hicimos. Dos antiguosamigos que se reúnen y se abrazan, y cambian lasmismas preguntas y las mismas respuestas; ésta fuela apariencia.

Llevaba una gran capa impermeable con capu-chón, que ya le he hablado antes, y percibí lasensación de todo mojado, de la lluvia, brillante.Parecía más alto, más gordo, más feroz. Usaba treso cuatro anillos en los dedos, una alfiler de corbata,una cadena de oro. Hablaba sin sentirse molesto,seguro de sí mismo. ¿Acaso era el ladrón que vuelvea la patria después de la prescripción?

Me dijo, entre otras cosas, mirándome:- Estás muy envejecido. La señora Ginevra en

cambio está más joven que antes. - Y mirónuevamente a Ginevra, cubriendo los párpados conuna sonrisa sensual.

La deseaba ya y pensaba que la poseería...-Pero dime la verdad... - agregó -. ¿No he sido

yo quien combinó este matrimonio? ¿No fui yomismo? ¿Recuerdas? ¡Ah, ah, ah! ¿Recuerdas?

Se puso a reír, y Ginevra también rió, y yo tratéde hacerlo. Rehacía bastante bien el modo de

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Battista. Aquel pobre Battista, tenga paz su alma,me había dejado en herencia su manera de reír,convulsa y relajada. ¡Tenga paz su alma!

Pero Ciro miraba a la madre y a mí, y al extraño,incesantemente. Y su mirada, cuando se posaba enWanzer, tomaba una expresión de dureza que yonunca le había conocido.

-Se te parece mucho este hijo tuyo... - continuóél- . Se parece más a ti que á la madre...

Y estiró la mano para acariciarle los cabellos.Pero Ciro hizo un movimiento con la cabeza y evitóel contacto de aquella mano tan violentamente queWanzer quedó estupefacto.

-¡Toma! - gritó la madre -. ¡Malcriado!La cachetada resonó fuerte.-¡Llévatelo! ¡Llévatelo inmediatamente! - me

ordeno, pálida de cólera.Me levanté y obedecí. Ciro tenía el mentón

sobre el pecho, pero no lloraba. Escuché apenascrujir sus dientes cerrados.

Cuando estuvimos en nuestra pieza, le alcé lacabeza en la forma más dulce que pude encontrar;sobre su pobre mejilla descarnada se advertía laseñal de los dedos, la traza roja de la cachetada. Laslágrimas me cegaron.

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-¿Te duele? Dime: ¿te duele mucho?... ¡Ciro,hijo mío, contéstame! ¿Te duele mucho?

Le decía inclinándome con una desesperadaternura sobre aquella mejilla ofendida, que hubieraquerido regar no con mis lágrimas, sino con algúnungüento maravilloso...

El no contestaba, no lloraba. Nunca había vistoesa expresión dura, hostil, casi salvaje: aquella frentearrugada, aquella boca apretada y ese color lívido.

-¡Ciro, Ciro, contéstame!No respondía. Se apartó de mí, caminando

hacia su cama, y comenzó a desvestirse en silencio.Yo me puse a ayudarlo con gesto casi tímido, casihumilde, sintiéndome morir al pensar que pudieratener algo contra mí.

Me arrodillé frente a é1 para quitarle los zapa-tos; me arrodillé allí en el piso, poniendo micorazón a sus pies, un corazón que parecía unamasa de plomo, que creía no poder aguantar más.

-Papá... papá.. . - estalló de pronto, aferrándosea mis sienes. Y tenía en sus labios la preguntaangustiosa.

-Habla!... Dímelo... - le supliqué siempre allí, asus pies.

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Se interrumpió y no dijo nada más. Se acostó yse cubrió con las mantas, hundiendo la cabeza en laalmohada.

Y, después de un momento, comenzó a tiritar,como hacía ciertas mañanas de invierno, cuandohelaba. Mis caricias no lo calmaban. ¡Ah, señor,quién ha experimentado lo que yo, en aquellosmomentos!

¿Pasó tan solo una hora? Me pareció que por finCiro se tranquilizó. Cerró los ojos como paradormir: el rostro se le compuso, poco a poco; eltemblor cesó. Yo permanecí junto al lecho, inmóvil.

Afuera continuaba lloviendo. A intervalos, ungolpe de lluvia más fuerte sacudía los cristales, yCiro abría los ojos, para cerrarlos luego.

-Duerme... duerme... estoy acá. . . - le repetía.Pero yo tenía miedo, no podía sofocar mi

miedo. Sentía sobre mí, en torno a mí, unatremenda amenaza. Y repetía continuamente:

-Duerme, duerme...Un grito agudísimo, lacerante, estalló sobre

nuestras cabezas. Ciro se alzó y se sentó en el lecho,se prendió a mi brazo, agobiado, ansioso.

-Papá, papá... ¿has oído?

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Y los dos, estrechados uno junto al otro, soste-nidos por el mismo terror, escuchamos, esperamos.

Otro grito, más largo, como de una personaasesinada, nos alcanzó, a través de las paredes; luegootro grito más largo, más desgarrador, que yoreconocí, que yo había oído en una noche lejana...

-¡Cálmate, cálmate! No tengas miedo. Es unamujer que tiene familia, en el- piso superior, ¿sabes?La Bedetti... cálmate, Ciro, no es nada.

Pero los aullidos continuaban, atravesando lapared, nos destrozaban los tímpanos, se hacíansiempre más brutales. Era como la agonía de unabestia degollada.

Entonces, instintivamente, los dos nos tapamoslos oídos con las manos, esperando que la agoníaconcluyese.

Los gritos cesaron; recomenzó el azote de lalluvia. Ciro se tapó con las frazadas, cerró de nuevolos ojos. Yo le repetí:

-Duerme . . . duerme... no me muevo de aquí.Pasó un tiempo indefinido.Yo quedé a merced de mi destino, como un

vencido está a merced de un vencedor implacable.Estaba, de cualquier manera, perdido, inexorable-mente.

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-Giovanni, ven... Wanzer se va.¡La voz de Ginevra! Me di cuenta que Ciro

también había escuchado, pero sin mover lospárpados. ¿Acaso no dormía? Esité, antes deobedecer. Ginevra abrió la puerta del dormitorio, yrepitió:

-Ven... Wanzer se va.Entonces me incorporé y salí del dormitorio,

esperando que Ciro no se diese cuenta. Cuando mehallé bajo la mirada de ese hombre, leí en sus ojos laimpresión que le producía. Debí parecerle unmoribundo sostenido todavía en pie por una fuerzasobrenatural. Faro no le produje piedad.

Me miraba, me hablaba en la misma forma a untiempo.

Era un patrón que había encontrado nueva-mente a su siervo. Pensé:

-Durante estas horas, ¿qué cosas habrán hecho,qué habrán dicho... qué habrán conjurado?...

Noté en uno y otra un cambio. La voz deGinevra, cuando le dirigía la palabra tenía un acentodistinto del anterior. Los ojos de Ginevra, cuandose posaban en él, se cubrían de aquel velo...

-Llueve mucho ...- dijo ella -. Sería necesario quefueses a buscar un coche.

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¿Comprende usted? Era una orden dada a mí.Wanzer no se oponía. Le parecía natural que yofuese a buscarle un coche... ¿No me había yareclamado para su servicio? ¡Y apenas me sosteníaen pie! Y los dos podían darse cuenta de ello.

Crueldad inconcebible. Pero, ¿qué podía hacer?¿Negarme? ¿Comenzar en ese mismo momento unarebelión? Habría podido decir: "Me siento mal". Encambio callé. Tomé el sombrero y salí a la calle.

En la escalera las luces estaban apagadas. Peroyo veía en la oscuridad una cantidad de resplando-res, y en mi cerebro se sucedían con la rapidez delrayo pensamientos extraños, absurdos, sin nexo.Permanecí un momento en el entrepiso, creyendooír moverse a la locura en las tinieblas. Pero noocurrió nada. Escuché distintamente reír a Ginevra;oí rumores de los inquilinos de arriba. Encendí unfósforo y descendí.

Mientras estaba a punto de salir a la calle, perci-bí la voz de Ciro que me llamaba. Tuve unasensación real, como aquella producida por las risasy los ruidos. Me volví, volví a subir la escalera enuna fracción de segundo, con una facilidadinexplicable.

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-¿Tan pronto? - exclamó Ginevra, viéndomellegar de vuelta.

Yo no podía hablar, por la fatiga. Alcancé abalbucir:

-No puedo... no me siento bien...Y corrí hacia mi hijo.-¿Me has llamado? - le pregunté de pronto, en-

trando.Lo encontré sentado en la cama, como si escu-

chase. Me contestó.-No, no te he llamado. .Pero yo creía que no decía la verdad.-Tal vez lo hiciste en sueños. ¿No dormías

acaso?-No.Me miraba inquieto, lleno de sospechas. -¿Y tú

qué tienes? - preguntó a su vez --. ¿Por qué estás tanafanado? ¿Qué has hecho?

-Vamos, quédate tranquilo, Ciro - rogué evitan-do responderle, acariciándolo -. Estoy contigo; nome muevo más. Duerme, pues... ¡duerme!

Se dejó caer sobre la almohada, con un suspiro.Luego cerró los ojos, para contentarme, fingiendodormir.

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Pero los abrió nuevamente, después de algunosminutos, me miró en la cara. Y dijo con un acentoindefinible:

-¡No se ha ido todavía!

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Desde aquella noche el presentimiento trágicono me dejó más. Era una especie de vago horror,misteriosísimo, que se adentraba en lo másprofundo de mi ser, allá donde la luz de laconciencia no podía llegar.

En medio de tantos abismos que había descu-bierto dentro de mí, aquélla permaneceríainexcrutable, y era por eso más horrendo. Lavigilaba continuamente, casi diría, afanosamente,con una ansiedad tremenda, esperando que una luzrepentina lo iluminase y me lo hiciese ver íntegro.

Algunas veces me parecía sentir que surgía pocoa poco lo desconocido, y que se acercaba a la zonade la conciencia, hasta tocarla casi, sentirla y luego;retirarse al fondo, a la oscuridad, dejándometurbado, pero sin hacerme sufrir. ¿Me comprende

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usted?... Imagine, señor, para comprenderme, que seencuentra al borde de un pozo cuya profundidad noes posible calcular. El pozo está iluminado, hasta uncierto punto, por luz natural; pero usted sabe que enlas tinieblas inferiores se oculta una cosa terrible eignota. Usted no la ve, pero la siente moverconfusamente.

Y esta cosa poco a poco sale, se arrastra hasta elconfín de la penumbra, donde usted no puededistinguirla aún. Todavía un poco más, un pocomás, y usted la verá. Pero la cosa se detiene, seretrae... huye... Lo deja ansioso, desilusionado,aterrado...

No, no... no es puerilidad... Usted no puedecomprender...

Los hechos, he aquí los hechos. Después dealgunos días, Wanzer había tomado posesión de micasa. Y yo por lo tanto continuaba siendo un siervoy temblaba. ¿Es necesario, de cualquier manera, quele cuente estos hechos?... ¿Es necesario explicarlos?¿Le parecen extraños, tal vez? ¿Y debo enumerarletodos los sufrimientos de Ciro? Sus cóleras mudas yoscuras, sus palabras amargas, a las que hubiesepreferido algún veneno? Sus gritos y sus pesadillasdurante la noche, que me hacían erizar los cabellos,

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y la inmovilidad cadavérica de su cuerpo en el lecho,espantosa; sus lágrimas, sus lágrimas que a vecescomenzaban a rodar de improviso, una a una, de losojos que permanecían abiertos y puros, que no seinflamaban, que no enrojecían...

Ah, señor... es necesario haber visto llorar aaquel niño, para saber cómo llora el alma...

Merecemos el Cielo. Jesús, Jesús... ¿no merece-mos el cielo?...

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Gracias, señor, gracias. Puedo proseguir. Déje-me seguir ahora, pues de lo contrario no llegaréhasta el final.

Yo estaba en la trastienda de una droguería,inclinado sobre el escritorio haciendo cuentas,afanado por la fatiga y el calor, devorado por lasmoscas, lleno de náuseas por el olor de las drogas.Podían serlas tres de la tarde. A menudo interrum-pía el trabajo para pensar en Ciro, que aquellos díasse sentía peor que de costumbre. Contemplaba enmi corazón, su figura consumida por el padeci-miento, frágil y pálida como un cirio.

Advierta usted una cosa, señor. De un tragaluz,abierto en la pared a mis espaldas, brotaba un rayodel sol... Note, esta otra cosa. Un muchacho,corpulento, dormía sobre las bolsas, inerte; y las

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moscas caminaban sobre él como sobre uncadáver... El patrón entró de pronto y se dirigióhacia un lavatorio. Le sangraba la nariz, y caminabacon la cabeza inclinada hacia adelante para nomancharse la camisa: las gotas de sangre caían alsuelo, dejando un reguero continuo...

Siguieron unos minutos de silencio tan profun-do que parecía que la vida se había suspendido. Nohabía llegado un solo cliente; no pasaba ni un solocoche; el durmiente no se movía.

De pronto oí la voz de Ciro.-¿Está papá?Y lo vi aparecer delante mío, en aquel lugar

bajo, entre las bolsas, los barriles y la suciedad; a él,tan fino, tan diáfano, ¡que tenía casi la apariencia deun espíritu!

La frente le penaba en gotitas de transpiración,los labios le temblaban, pero me pareció que estabaanimado por una energía casi selvática.

-¿Cómo? . . . ¿Tú aquí, a esta hora? - pregunté -.¿Qué ha ocurrido?

-¡Ven, papá, ven!Tenía la voz ronca pero resuelta.Yo dejé todo, diciendo:-En seguida vuelvo...

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Y salí con él, descompuesto, vacilando sobre laspiernas que se me doblaban. Estábamos en la calledel Tritón. Subíamos, hacia la plaza Barebrini, quese había transformado en un lago de fuego, desierto.No sé si estaba desierta, en realidad, pero sí queestaba convertida en un lago de fuego... Ciro metomó de la mano.

-¿Y bien?... ¿No hablas? ¿Qué ha ocurrido? - lepregunté por tercera vez, temiendo lo que estabapor decir.

-Wanzer le ha pegado... ¡le ha pegado!La furia le destrozaba la voz en la garganta.

Parecía que no podría decir más. Apuraba el paso.-Lo he visto... - continuó -. Desde mi habitación

sentí que gritaban: escuché las palabras... Wanzer lacubrió de vituperios, la llamó con todos losnombres posibles... ¿Entiendes?... Y lo vi cuando sele arrojó encima con las manos alzadas, gritando..."¡Toma! ¡Toma! ¡Toma!" En la cara, en el pecho, enlos hombros... muy fuerte... Y le decía todas esascosas... ¡ah, tú no sabes!...

Aquella voz era irreconocible; ronca, estridente,sibilante, rota por la sofocación y el odio, tanfurioso que yo pensé:

"Ahora se cae, destrozado, sobre la vereda. ..”

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Pero no cayó, continuó apurando el paso,arrastrándome bajo aquel sol terrible.

-¿Crees tú que yo me oculté? ¿Crees que estuveencerrado, quieto, que tuve miedo?... No, no. Notuve miedo. Me adelanté y me puse a gritarle; lotomé por las piernas, le mordí una mano... no pudehacer otra cosa. Me arrojó a tierra y luego se echósobre mamá y la tomó por los cabellos... ¡Ah, quévil..., qué vil!

Se interrumpió sofocado.-¡Qué vil! La tomó de los cabellos y la arrastró

hacia la ventana... la quería tirar abajo... Luego ladejó. "Me voy para no matarte", dijo. Y se fue...¿Ah, si hubiera tenido un cuchillo!

Se interrumpió nuevamente, sofocado. Estába-mos en la calle de San Basilio, desierta. Yo lesupliqué, temiendo caer viéndolo caer a él:

-¡Detente, detente un poco, Ciro! Descansemosun poco aquí, en la sombra. Tú no puedes más...

-No, debemos apuramos, tenemos que llegar atiempo. ¿Y si Wanzer volviese para matarla?...Mamá tenía miedo de verlo volver, de que lamatara... La oí decir a María que tomara la valija, ypusiera la ropa adentro, para irse rápido de Roma, a

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Tívoli, creo... a casa de tía Amalia. Tenemos quellegar a tiempo. ¿La dejarás irse, tú?...

Se detuvo tan sólo para mirarme fijamente en lacara. Yo apenas balbucí:

- No... no . . .-¿Y a él lo dejarás entrar nuevamente a casa?

¿No le dirás nada? ¿No le harás nada? . . .No contesté. Y él no se dio cuenta que yo

estaba a punto de morir de vergüenza y de dolor.No se dio cuenta, porque tras unos instantes desilencio, me gritó de improviso, con una vozdiferente

-Papá, papá, tú no tienes miedo... tú no tienesmiedo de él, ¿verdad?

-No.. . no... - murmuré.Y seguimos caminando hacia la casa, bajo el

fuerte sol, por los terrenos baldíos de villa Ludovisi,entre troncos abatidos, entre pozos de cal, que meatraían poderosamente:

“Es mejor morir quemado vivo en uno de estospozos...”, pensé, “...que afrontar a lo ignoto quevendrá...”

Pero Ciro me había tomado de la mano y mearrastraba con él, hacia el Destino, ciegamente.

Llegamos; subimos.

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-¿Tienes la llave? - me preguntó Ciro.La tenía; abrí la puerta y entramos, Ciro el

primero, gritando:-¡Mamá! ¡Mamá!Nadie contestó.-¡María!Nadie contestó tampoco. La casa estaba vacía,

llena de luces y de un silencio sospechoso.-¡Ya partió! - dijo Ciro -. ¿Qué harás?Entró en una pieza. Dijo:-Ocurrió aquí.Una silla todavía estaba caída. Yo recogí del

piso una horquilla torcida y un fleco roto. Ciro, quese agachaba conmigo, buscando, encontró algunoscabellos, muy largos, se inclinó y los alzó,mostrándomelos.

-¿Ves?Le temblaban los dedos y los labios. Su energía

había cesado. Las fuerzas le faltaban. Lo vi vacilar yluego desvanecerse entre mis brazos. Lo llamé:

-¡Ciro! ¡Ciro, hijo mío!Estaba inerte. Ignoro cómo hice para vencer la

debilidad que estaba por apoderarse de mí. Unpensamiento me horrorizó. "¿Y si Wanzer entrase

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ahora?" No sé cómo pude sostener a la pobrecriatura, cómo pude transportarla hasta su lecho.

Reaccionó. Le dije:-Es necesario que descanses. ¿Quieres que te

desvista? Tienes fiebre. Voy a llamar al médico...pero primero te acostaré. ¿Quieres?

Yo repetía aquellas palabras como si no debieseocurrir nada, como si las cosas comunes de la vida,los cuidados para mi hijo, debiesen ocupar todo elresto del día. Pero sentía, sabía, que no ocurriría así,que no debía ser de esa manera. Un pensamientoúnico me taladraba el cerebro, las ansias de una solaespera me retorcían las vísceras.

El horror acumulado en lo más profundo, sepropagaba por toda la substancia de mi cuerpo, yhacía erizar mis cabellos sobre sus raíces.

-Déjate desvestir y acostar... - repetí.-No. Quiero permanecer vestido... - dijo Ciro.Su voz era nueva, sus palabras nuevas, graves,

pero no produjeron en mi interior el efecto de supregunta simple y constante: "¿Qué harás?”

-¿Qué harás? ¿Qué harás? ¿Qué harás?Cualquier acción era inconcebible para mí.Me era imposible determinar un propósito,

imaginar una solución, meditar una ofensa... una

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defensa. El tiempo continuaba pasando y nadaocurría. Tendría que haber ido a llamar al médico,por Ciro. ¿Pero mi hijo habría consentido endejarme salir? En tal caso, él hubiera quedado solo.Yo habría podido encontrar a Wanzer en la escalera.¿Y entonces? O Wanzer podría haber entradodurante mi ausencia. ¿Y entonces?

Según las imposiciones de Ciro, yo no debíadejarlo entrar. Tenía que hacer y decir algo...

Además podría haber cerrado con el pasador lapuerta. Wanzer, al no poder abrir con la llave,habría llamado, golpeando estrepitosamente. ¿Yentonces? Esperamos.

Ciro estaba acostado en el lecho. Yo estaba a sulado, teniéndole una mano y tomándole el pulso conmi dedo pulgar. Los latidos aumentaban con unarapidez asombrosa.

En el marco de la ventana se profundizaba elazul del cielo; las golondrinas volaban muy bajo,como a punto de entrar. Las cortinas se inflabancomo respirando; sobre la pared el sol dibujabaexactamente el rectángulo de la ventana, y lassombras de las golondrinas que jugaban. Todasestas cosas no tenían para mí más realidad; no eranmás la Vida, tan sólo la simulaban.

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De cualquier manera, mi angustia era imagina-ria.

¿Cuánto tiempo transcurrió?Ciro me dijo:

-Tengo mucha sed. Dame un poco de agua.Me levanté para darle de beber. Pero la botella

que estaba sobre la mesa no tenía agua. La tomé ydije:

-Voy a la cocina a llenarla.Salí de la pieza y fui a la cocina. Puse la botella

bajo la canilla del agua corriente y esperé.La cocina estaba junto a la sala. Hasta mi oído

alcanzó, distintamente, el sonido de la llave en lacerradura, girando. Quedé paralizado, en laimposibilidad absoluta de moverme. Pero oí abrirsela puerta y reconocí el paso de Wanzer. Llamó:

-¡Ginevra!Silencio. Dio algunos pasos. De nuevo llamó:-¡Ginevra!Silencio. Otros pasos. Evidentemente la busca-

ba por las piezas. Y yo continuaba en la imposibili-dad absoluta de moverme.

De improviso escuché el grito de mi hijo. Ungrito salvaje, que concluyó inmediatamente con miparálisis. Los ojos se me fueron solos hasta un largo

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cuchillo que brillaba sobre la mesa, y al mismotiempo mi mano corrió a aferrarlo, y una fuerzaprodigiosa me corrió por el cuerpo, y me sentítransportado a la puerta de la pieza de mi hijo,como un turbión, vi a Ciro prendido ferozmente alcuerpo enorme de Wanzer, y vi las manos de éstesobre mi hijo... Dos, tres, cuatro veces clavé elcuchillo en su espalda, hasta el mango.

¿Ah, señor, por caridad, no me deje, no me dejesolo! Antes de la noche moriré; le prometo quemoriré. Entonces se podrá ir... me cerrará los ojos yse irá. No, ni siquiera esto le pido; yo, yo mismoantes de expirar, los cerraré. Mire mi mano. Hatocado aquellos párpados, y se ha helado... Pero yoquería bajarlos, porque Ciro de tanto en tanto sealzaba en el lecho, y gritaba:

-¡Papá, papá! ¡Me mira!...¿Pero cómo podía mirarlo, si estaba cubierto?...

¿Acaso los muertos miran a través de las mantas?Y el párpado izquierdo se resistía... frío, frío.

¡Cuánta sangre! ¿Pero es que un hombre puedecontener un mar de sangre?... Las venas se venapenas, son tan sutiles que apenas se ven. Y sin

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embargo... No sabía dónde poner los pies, loszapatos se empapaban como dos esponjas; esextraño, ¿verdad?... Como dos esponjas.

Uno, tanta sangre, y el otro, ni siquiera una gota:un lirio...

¡Oh, Dios mío! ¡Un lirio! ¿Es que todavía exis-ten cosas blancas en el mundo? ¡Cuántos lirios!

Pero mire, señor... ¿qué cosa se apodera de mí?¿Qué es esta sensación de bienestar que me llena?...Antes de la noche... oh, antes de la noche.

Entró una golondrina...Dejen entrar... aquella golondrina...