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Javier Marías Tu rostro mañana 3 Veneno y sombra y adiós ALFAGUAR A H

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  • Javier Marías

    Tu rostro mañana3 Veneno y sombra y adiós

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  • Para Carmen López M,que ha tenido la gentilezade quererme seguir oyendo

    pacientemente hasta el final

    Y para mi amigo Sir Peter Russell,y mi padre, Julián Marías,

    que generosamente me prestaronbuena parte de sus vidas,

    in memoriam

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  • V Veneno

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  • —Uno no lo desea, pero prefiere siempreque muera el que está a su lado, en una misión oen una batalla, en una escuadrilla aérea o bajo unbombardeo o en la trinchera cuando las había, enun asalto callejero o en el atraco a una tienda oen un secuestro de turistas, en un terremoto, unaexplosión, un atentado, un incendio, da lo mismo:el compañero, el hermano, el padre o incluso elhijo, aunque sea niño. Y también la amada, tam-bién la amada, antes que uno mismo. Todas esasocasiones en las que alguien cubre con su cuerpo aotro, o se interpone en la trayectoria de una bala ode una puñalada, son excepciones extraordinariasy por eso se destacan, y la mayoría son ficticias, es-tán en las novelas y en las películas. Las pocas quese dan en la vida son impulsos irreflexivos o dicta-dos por un sentido del decoro aún muy fuerte ycada vez más raro, hay quienes no podrían sopor-tar que su hijo o su amada se fueran al otro mun-do con la idea última de que uno no impidió sumuerte, no se sacrificó, no dio su vida por salvar lade ellos, como si se tuviera interiorizada una jerar-quía de vivos que ya va quedándose anticuada ypálida, los niños merecen más vivir que las muje-res y las mujeres más que los hombres y éstos másque los ancianos, algo así, así era antes, y esa viejacaballerosidad pervive en algunas personas, cada vez

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  • en menos, en los de ese decoro tan absurdo si biense mira, porque, ¿qué debería importar el pensa-miento último, el despecho o la decepción fugacesde quien un instante después ya estará muerto, sinmás capacidad de decepción ni despecho ni de pen-samiento? Es verdad que aún hay unos pocos quetienen esa preocupación arraigada y a los que esoimporta, y que por lo tanto actúan para el testigo aquien salvan, para quedar bien ante él o ella, y serrecordados con admiración y agradecimiento eter-nos; sin acordarse de veras en el decisivo momento,sin plena conciencia entonces, de que nunca disfru-tarán esa admiración ni ese agradecimiento, porqueserán ellos quienes un instante después ya se habránmuerto.

    Y mientras él hablaba me vino a la cabezala expresión difícilmente comprensible si no intra-ducible, que por eso no dije en el acto, me habríallevado un rato explicársela a Tupra: ‘Es lo que no-sotros llamamos vergüenza torera’, me acudió alpensamiento, y en seguida: ‘Claro que los toreroscuentan con un montón de testigos, una plaza en-tera más millones de telespectadores a veces, y pue-de entenderse mejor que piensen: “Yo de aquí salgocon la femoral reventada, yo de aquí salgo cadáverantes que como un cobarde, ante tanta gente quelo contaría sin fin ya para siempre”. Esos torerostemen el horror narrativo más que a la peste, el malpaso último que los defina, para ellos su final sí cuen-ta mucho, como para Dick Dearlove y casi cual-quier personaje público, me imagino, cuya historiaestá a la vista de todos en todos sus tramos, o en suscapítulos, hasta el desenlace que acaba marcándolaentera, o que le da injusto y falaz sentido’. Y luego

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  • no pude evitar soltarlo, aunque interrumpiera conello a Tupra, brevemente. Pero era una aportacióna lo que él decía, y una manera de fingir el diálogo:

    —A eso lo llamamos en español ‘vergüenzatorera’. —Y dije tal cual las dos palabras, para acontinuación traducírselas—. ‘Bullfighter’s shame’,literalmente, o ‘sense of shame’. Otro día te explica-ré en qué consiste, aquí no tenéis toreros. —Peroni siquiera estaba seguro de que fuera a haber otrodía, en aquel momento. Ni un día más a su lado,ningún día.

    —Bien, pero no te olvides. No, no tene-mos. —Tupra sentía siempre curiosidad por lasexpresiones de mi lengua sobre las que de tarde entarde yo lo ilustraba, cuando venían a cuento yeran llamativas. Pero ahora me estaba ilustrandoél a mí (ya sabía hacia dónde iba, y también él osu camino me provocaban curiosidad, más allá delrechazo al término del trayecto que preveía), demodo que prosiguió—: De eso a dejar morir aotro para salvarse hay sólo un paso, y a procurarque sea ese otro quien muera en lugar de uno mis-mo, y hasta a propiciarlo (ya sabes, es él o yo), tansólo uno más y muy corto, y ambos se dan fácil-mente, sobre todo el primero, lo da casi todo elmundo en una situación extrema. Por qué si noen los incendios de teatros y discotecas muere másgente aplastada y pisoteada que abrasada o asfixia-da, por qué en el hundimiento de un barco hayquienes ni siquiera esperan a llenar un bote antesde descolgarlo, con tal de alejarse ellos pronto ysin carga, por qué existe esa misma expresión de‘Sálvese quien pueda’, que supone prescindir de to-do miramiento hacia los demás y reinstaurar de

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  • pronto la ley de la selva, que todos tenemos natu-ralmente asumida y a la que no nos cuesta volver niun segundo, aunque llevemos más de media vidacon ella en suspenso o manteniéndola a raya. En rea-lidad nos hacemos violencia para no seguirla y noobedecerla en todo momento y en cualquier circuns-tancia, y aun así la aplicamos mucho más de lo quenos reconocemos, sólo que disimuladamente, conun barniz de civilidad en las formas o bajo el disfrazde otras leyes y regulaciones respetuosas, más lenta-mente y con numerosos rodeos y trámites, todo esmás trabajoso pero en el fondo es la ley que rige,es la que manda. Así es, piénsalo. Entre las personasy entre las naciones.

    Tupra había dicho el equivalente inglés de‘Sálvese quien pueda’, que quizá denote aún menosescrúpulos, ‘Every man for himself ’, esto es, ‘Cadahombre por su cuenta’ o ‘Cada uno a lo suyo’: quecada uno mire por su pellejo y se ocupe de sí mis-mo tan sólo, de ponerse a salvo por cualquier me-dio, y allá se las compongan los otros, los más dé-biles, torpes, ingenuos y tontos (también los másprotectores, como mi hijo Guillermo). En ese ins-tante se permite implícitamente empujar y arro-llar y pasar por encima soltando coces, o abrirle lacabeza con el remo al desgraciado que intente re-tener nuestro bote y subirse a él cuando ya se des-liza hacia el agua conmigo y con los míos dentro,y nadie más nos cabe, o no queremos compartirloni correr así el riesgo de que nos lo vuelquen. Conser las situaciones distintas, esa voz de mando per-tenece a la misma familia o género que otras tres,las que ordenan fuego a discreción, una matanza yuna desbandada, una huida en masa: la que autori-

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  • za a disparar a mansalva y sin ningún criterio, a quienuno aviste y a quien uno pille, la que insta a pasara bayoneta o cuchillo y a no hacer prisioneros ni adejar cuerpo vivo (‘Sin cuartel’, es el aviso, o aúnpeor, si es ‘A degüello’), y la que urge a salir corrien-do, a retirarse con las filas rotas e indisciplinadas,pêle-mêle en francés o pell-mell en el inglés que localca, es decir, en tropel o atropelladamente; o biendispersas, cada soldado en una dirección acaso y nohay suficientes para separarlos, atento sólo a su ins-tinto de supervivencia y desentendido entonces dela suerte de sus compañeros, que ya no cuentan y enrealidad dejan de serlo, aunque vayamos aún todosuniformados y sintamos el mismo miedo en la fu-ga única, más o menos.

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  • Me quedé mirando a Tupra a la luz de laslámparas y a la luz del fuego, ésta hacía su tezmás cobriza que de costumbre, como si tuvierasangre india de América —quizá sus labios erande sioux, se me ocurrió entonces—, y más que decolor cerveza se le veía del color del whisky. To-davía no había llegado a destino, acababa de ini-ciar su recorrido y no lo haría muy lento, y era se-guro que antes o después volvería a preguntarmeaquello, ‘¿Por qué no se puede? ¿Por qué no sepuede ir por ahí pegando y matando, según hasdicho?’. Y yo aún no tenía respuestas que con élvalieran, debía seguir pensando en lo que nuncapensamos porque lo damos por universalmenteacordado, es decir, por inmutable y consabido ycierto. Las que me rondaban la cabeza valían parala mayoría, tanto que cualquiera podía enunciar-las; pero no para Reresby, tal vez era aún Reresbyo nunca dejaba de serlo y era siempre todos, a lavez Ure y Dundas y Reresby y Tupra, y quiénsabía cuántos más nombres a lo largo de su vidaagitada en tantos sitios distintos, aunque ahorapareciera estabilizado. Seguramente eran legión susnombres y él no los recordaba hasta el último, ohasta el primero, quienes acumulan tanta experien-cia suelen olvidarse de lo que hicieron en algunaépoca, o en varias. Ni siquiera hay rastro en ellos de

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  • quienes fueron entonces, y es como si no hubie-ran sido.

    —También hay quien echa una mano, enesas situaciones —murmuré sin el menor énfa-sis—. Hay quien ayuda a subir a otro al bote oquien lo saca de entre las llamas, jugándose la pro-pia vida. No todo el mundo sale despavorido, aponerse a resguardo. No todos dejan atrás a losdesconocidos.

    Y la vista se me quedó helada en las llamas.Cuando llegamos aún había rescoldos de un fuegoanterior en la chimenea, y a Tupra le costó pocoavivarlo, sin duda por gusto o por ahorrar en cale-facción, la noté baja, les da por economizar así amuchos ingleses, no importa si están forrados. Esosignificaba que tenía servicio o que no vivía solo,allí en su casa de tres pisos que en efecto estaba enHampstead, el lugar era casi de lujo o al menos deadinerados, quizá ganaba mucho más de lo que yohabría supuesto (tampoco me había parado a pen-sarlo), no dejaba de ser un funcionario por alta quefuese su jerarquía, y yo no la hacía tan alta. Asíque tal vez la casa no era de él sino de Beryl y ladebía a su matrimonio aún no disuelto, o más bienal primero y a un divorcio ventajoso, Wheeler mehabía dicho que se había casado dos veces y queBeryl se planteaba reconquistarlo por no habermejorado en ningún aspecto desde que se habíanseparado. O bien Tupra contaba con otras fuentesde ingresos aparte de su profesión conocida, o losextras que le aportaba ésta (‘las gratas sorpresasfrecuentes, y en especie’, según Peter) excedíancon mucho mi capacidad imaginativa. Me parecíaimprobable que hubiera heredado semejante casa

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  • del primer Tupra británico y aun del segundo, unou otro habrían sido emigrantes de algún país de es-caso rango. Aunque quién sabía, quizá el abuelo o elpadre habían espabilado y habían amasado una for-tuna rápida, todo puede darse, acaso sucia o de usu-ra o banca que son lo mismo, esas vuelan como re-lámpagos sólo que se quedan y crecen, o eran elloslos que habían hecho gran boda, inverosímilmen-te a no ser que ya poseyeran la sabiduría irresistiblecon las mujeres y fuera ésta un legado de ellos a sudescendiente.

    Estábamos en un salón amplio que no erael único de la casa (había visto otro desde un pasi-llo, o era sala de billar tan sólo, tenía mesa con ta-pete verde), bien amueblado, bien alfombrado, conestanterías muy caras (eso yo sé calcularlo) y enellas muy nobles libros costosos (eso lo sé yo verde lejos, y de una sola ojeada), y divisé en las pa-redes un seguro Stubbs de caballos y lo que meparecieron un probable Jean Béraud de gran ta-maño, escena de casino antiguo elegante, Baden-Baden o Montecarlo, y un posible De Nittis dedimensiones más discretas (pues también de esodistingo), escena de sociedad en el parque con pu-rasangres al fondo, no creía que fueran copias. Al-guien entendía allí de pintura o había entendido,alguien aficionado a las carreras o en general a laapuesta, y desde luego mi anfitrión lo era a aqué-llas, como lo era al fútbol o al menos a los blues delChelsea. Para adquirir tales cuadros no hay que sermultimillonario en libras ni en euros, pero sí leha de sobrar a uno el dinero, o estar muy convenci-do de que va a seguirle entrando después de cadadispendio. El ambiente era más propio del hogar de

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  • un diplomático acomodado o de un profesor emi-nente para el que es prescindible su sueldo, de losque ejercen no tanto para ganarse la vida como pa-ra gozar de reconocimiento, que de un cargo delEjército destinado a indefinibles y oscuras laboresciviles, no olvidaba que las iniciales del MI6 y elMI5 significaban Military Intelligence; y entoncescaí en la cuenta de que Tupra podía tener una gra-duación alta, Coronel, o Mayor, o tal vez Coman-dante o Capitán de Fragata como Ian Fleming y supersonaje Bond, sobre todo si procedía de la Ma-rina, del antiguo OIC que había dado los mejoreshombres según Wheeler, el Operational Intelligen-ce Centre, o de la NID que lo englobaba, la NavalIntelligence Division, poco a poco iba yo estudian-do y enterándome de la organización y distribuciónde esos servicios en los libros que guardaba Tupraen su despacho y que en ocasiones yo hojeaba,cuando me quedaba solo hasta tarde en el edificiosin nombre o llegaba a él temprano para adelantaro completar algún informe, y entonces podía en-contrarme a la joven Pérez Nuix secándose el torsocon una toalla, porque había pasado allí la nocheo eso es lo que me decía.

    Fijé los ojos cansados en el fuego que Re-resby había encendido y que contribuía no poco ahacer de su salón un lugar de cuento o de encan-tamiento, me vino a la memoria la imagen delLondres más acogedor y en realidad infrecuente sies que no nunca existente, cómo decir, el de lacasa de los padres de Wendy en la versión de PeterPan de Walt Disney, con sus cristaleras cuadricu-ladas por listones de madera lacada en blanco ysus estanterías igualmente blancas, sus racimos de

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  • chimeneas y sus apacibles cuartos abuhardillados,o así recordaba yo aquel hogar visto a oscuras enla infancia, de dibujos animados tan reconfortantesque uno deseaba quedarse a vivir en ellos. Sí, eracómoda y suave la casa de Tupra, de las que ayu-dan a abstraerse y a apaciguarse, algo tenía tambiénde la del Profesor Higgins encarnado por Rex Ha-rrison en My Fair Lady, aunque la de éste estuvie-ra en Marylebone y la de Wendy en Bloomsbury,creo, y la suya allí en Hampstead, más al norte. Qui-zá necesitaba de ese entorno tranquilo y benignopara compensarse y aislarse de sus muchas acti-vidades entrecruzadas y turbias y hasta violentas,quizá su ascendencia extranjera sin categoría o susorígenes en Bethnal Green o en otro barrio depri-mente lo habían hecho aspirar a un modelo dedecoración tan opuesto a lo sórdido que casi no seencuentra más que en las ficciones, para niños sison de Barrie o para adultos si son de Dickens, eraseguro que habría visto esa película que salió delprimero, del dramaturgo, como todos los niños denuestra época en cualquier país del mundo nuestro,yo la había visto un montón de veces, en el mío.

    Sacó uno de sus cigarrillos egipciacos y meofreció, ahora era mi anfitrión y lo tenía presentemaquinalmente, también me había ofrecido unacopa que yo había declinado por el momento, élse había servido un oporto no de botella, sino degarrafa con medallita colgada al cuello, como lasque se pasaban velozmente los comensales (eranvarias, nunca cesaban), en el sentido de las agujasdel reloj, a los postres de las high tables a las que aveces era invitado por mis colegas en mis lejanostiempos de Oxford, quizá los suyos le mandaban

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  • todavía frascas de producción propia, de las queno se consiguen en el mercado, extraordinarias. Nohabía estado al tanto de cuánto había bebido Tu-pra a lo largo de la inacabable velada que aún noacababa, pero no menos que yo, suponía, y a míno me apetecía o cabía una gota más, a él el al-cohol no parecía afectarlo, o sus estragos no se ha-cían en él visibles. No habían sido producto de esosu aterramiento y su castigo o paliza o thrashing aDe la Garza, en todo ello había actuado con preci-sión y cálculo. Pero quién sabía si lo habría sido ladecisión de mostrarle su muerte variante —sus va-riadas muertes— y de dejarnos vivos a ambos paraque las recordáramos siempre, rara vez coinciden laresolución de hacer algo y la ejecución del acto,aunque vayan seguidas y aun parezcan simultáneas,tal vez había tomado aquélla con la cabeza vaporosa,humeante, y se la había despejado y helado durantelos pocos minutos en que yo había permanecidoaguardándolo con nuestra confiada víctima en ellavabo de los tullidos, yo se la había llevado hastaallí con engaño y con la falsa promesa de una bue-na raya, aunque yo ignorara entonces para qué sela ponía donde me la había pedido, a la víctima, yque la promesa era un pretexto. Debía haberloimaginado, debía haberlo previsto. Debía haber-me negado a todo. Se la había preparado a Tupra,se la había servido, había acabado por tener parteen ello. Iba a preguntarle por curiosidad: ‘¿Era co-ca de verdad lo que le has pasado al pobre dia-blo?’. Pero, como ocurre tras los silencios, los doshablamos a la vez y él se adelantó una fracción desegundo, para responder a lo último que yo habíadicho:

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  • —Oh sí. Sí, claro —murmuró Reresby co-mo con pereza—. Siempre hay quien se mira ac-tuar, quien se ve a sí mismo como en una repre-sentación continua. Quien cree que habrá testigosque relatarán su generosa o ruin muerte y que esoes lo que más importa. O que se los imaginan sino puede haberlos, el ojo de Dios, el escenariouniversal, lo que tú quieras, todo eso. Quien creeque el mundo depende de sus relatores y los he-chos de que se cuenten, aunque sea muy impro-bable que nadie vaya a molestarse en contarlos, oen contar esos concretos, quiero decir los de cadauno. La inmensa mayoría de las cosas sólo ocurreny no hay ni hubo nunca registro de ellas, aquellode lo que nos llega noticia es una porción infinite-simal de lo acontecido. La mayoría de las vidas, yno digamos de las muertes, nacen ya olvidadas y nodejan el menor rastro, o se hacen desconocidas alcabo de un poco de tiempo, unos años, unos dece-nios, un siglo, eso es en realidad muy poco tiempo,tú lo sabes. Piensa en las batallas, por ejemplo, encuán importantes fueron para quienes las librarony a veces para sus compatriotas, de cuántas no nosdice nada ni siquiera el nombre, hoy en día igno-ramos hasta la guerra a la que pertenecieron, y ade-más nos traen sin cuidado. ¿Qué significan hoypara nadie Ulundi y Beersheba, o Gravelotte y Re-zonville, o Namur, o Maiwand, Paardeberg y Ma-feking, o Mohacs, o Nájera? —Este último lugarno lo pronunció como es debido—. Pero hay mu-chos que se resisten a eso, incapaces de aceptarsecomo insignificantes o como invisibles, me refieroa una vez muertos y convertidos en materia pasa-da, una vez que no están ya presentes para defen-

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  • der su existencia, para gritar: ‘Eh, que estoy aquí.Puedo intervenir y tener influencia, hacer el bieno causar daño, salvar o afligir, y hasta torcer elcurso del mundo, puesto que aún no he des-aparecido’. —‘Soy aún, luego es seguro que hesido’, pensé, o recordé que lo había pensado mien-tras limpiaba la mancha roja de la escalera de Whee-ler y su cerco no se borraba del todo (si es quehabía habido tal mancha, cada vez más lo duda-ba), el esfuerzo de las cosas y de las personas porevitar que digamos: ‘No, esto no ha sido, nunca lohubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no exis-tió y nunca ha ocurrido’—. Tú hablaste de esosindividuos —prosiguió Reresby, que había ido to-mando un extraño impulso, para elevarse—. Noson muy distintos de Dick Dearlove, según la in-terpretación que de él hiciste. Padecen de horrornarrativo, esa fue tu expresión si mal no recuerdo,o repugnancia. Temen que el final lo emborrone ylo condicione todo, un episodio tardío o últimoarrojando su sombra sobre cuanto vino antes, cu-briéndolo y anulándolo: que no se diga así que noeché una mano, que no me arriesgué por los otroso me sacrifiqué por los míos, piensan en los mo-mentos más absurdos, cuando no hay nadie paracontemplarlos o van a morir quienes los vean, em-pezando por ellos mismos. Que no se propagueque fui un cobarde, un desalmado, un carroñe-ro, un asesino, piensan sintiéndose bajo los focos,cuando nadie los enfoca ni va a hablar jamás deellos, por su poca importancia. Serán vivos anóni-mos y serán muertos anónimos. Serán como si nohubieran sido. —Se quedó callado un instante, dioun sorbo a su oporto y añadió—: Tú y yo seremos

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  • de esos, de los que no imprimen huella, dará lomismo lo que hayamos hecho, nadie se ocupará decontarlo, ni siquiera de averiguarlo. No sé tú, peroyo no pertenezco a esa clase de sujetos, los que soncomo Dearlove aunque no sean celebridades sinotodo lo contrario. Hablaste de ellos. Los que pade-cen el complejo K-M, según nuestra jerga, en algu-na de sus modalidades. —Se paró, miró de reojo ala lumbre y agregó—: Yo sé que soy invisible, y loseré aún más cuando esté muerto, cuando ya sólo seamateria pasada. Materia muda.

    —¿K-M? —pregunté, pasando por alto susúltimas frases proféticas o vaticinadoras—. ¿Y esoqué es, Matar-Asesinar? —Hablábamos en el in-glés con él obligado, luego dije ‘Killing-Murder-ing’, así sí coincidían las iniciales.

    —No, no significa eso, aunque podría, nose me había ocurrido —respondió Tupra sonrien-do muy levemente a través del humo—. Sino Ken-nedy-Mansfield. El segundo apellido fue un em-peño de Mulryan, al que siempre fascinó la actrizJayne Mansfield, era su favorita desde la infancia,apostó a que perduraría en la memoria de todo elmundo y no sólo por su singular muerte, se equivo-có de plano. La verdad es que era el sueño de cual-quier niño o adolescente, ¿no? Y de cualquier ca-mionero. ¿La recuerdas? Seguramente no —siguiósin darme tiempo a contestarle—, lo cual demos-traría aún más lo inapropiado y gratuito, lo exage-rado de su M para dar nombre a ese complejo. Pe-ro bueno, así lo llamamos ya desde hace tiempo, esla costumbre, y casi siempre es para uso interno.Aunque no creas —rectificó—, así han acabadollamándolo algunos altos cargos, por contagio

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  • nuestro, y hasta ha aparecido el término en al-gún libro.

    —Creo que sí recuerdo a Jayne Mansfield—dije aprovechando una mínima pausa.

    —¿Ah sí? —Tupra se mostró sorprendi-do—. Bueno, tienes edad para ello, pero no sabíasi en tu país se llegaban a ver esas películas frívo-las. Durante la dictadura.

    —En lo único en que no estábamos aisla-dos era en el cine, a Franco le encantaba y tenía supropia sala en El Pardo, el Palacio en el que vivía.Veíamos casi todas las películas, excepto unas po-cas que la censura prohibía terminantemente (nopara él, desde luego: le gustaba escandalizarse, co-mo a los curas, y admirarse de las infamias del mun-do exterior, de las que nos protegía). Otras las pro-yectaban cortadas o con los diálogos cambiados enel doblaje, pero la mayoría se estrenaban. Sí creo re-cordarla, a Jayne Mansfield. No es que se me apa-rezca ahora mismo su cara, pero sí su estampa. Unarubia platino voluptuosa, ¿no?, llena de curvas, ha-cía comedias en los años cincuenta o quizá sesenta.Bastante tetuda.

    —¿Bastante? Santo cielo, no la recuerdasen absoluto, Jack. Espera, te voy a enseñar unafoto divertida, la tengo por aquí a mano. —No lecostó mucho a Tupra encontrarla. Se levantó, fuehasta un estante, agitó los dedos como si fuera aactivar con tiento la combinación de una caja fuer-te y sacó de él lo que parecía un libro grueso peroresultó ser una caja de madera y no metálica, que sefingía un volumen. La tumbó, la abrió allí mismo yrebuscó un par de minutos entre las cartas que guar-daba, a saber de quién serían, para tenerlas tan loca-

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  • lizadas, tan cerca. Mientras lo hacía arrojó ceniza ala alfombra, el pulgar contra la boquilla de su Ra-meses II, como si no importara. Contaba con servi-cio, seguro. Permanente. Por fin extrajo una postalde un sobre, con cuidado, el índice y el corazón ha-ciendo pinza, me la acercó—. Aquí está. Mira. Aho-ra la recordarás mejor, con toda nitidez. En ciertosentido es inolvidable, si la descubrió uno de chico.Puede comprenderse la fascinación de Mulryan.Nuestro amigo ha de ser más lujurioso de lo que pa-rece. Sin duda privadamente. O lo fue en su tiem-po —añadió.

    Cogí la foto en blanco y negro con los mis-mos dedos que Tupra había empleado, y en efectome hizo sonreír al instante, mientras él me la comen-taba con palabras similares a las de mi pensamiento.Sentadas a una mesa, codo con codo, en plena cenao antes de empezar o a los postres (hay unos tazo-nes que desorientan), dos actrices entonces céle-bres, a la izquierda de la imagen Sofia Loren y ala derecha Jayne Mansfield, su rostro dejó de ser-me desvaído nada más volver a verlo. La italiana,que precisamente nunca fue plana sino exuberan-te —otro sueño de muchos, de duración larga—,luce un muy púdico escote y mira de reojo peroindisimuladamente, las pupilas se le van sin poderdominarlas, como con mezcla de envidia, perple-jidad y susto o es decir con incrédula alarma, lospechos mucho más abundantes y descubiertos desu colega americana, en verdad llamativos y des-tacados (hacen aparecer exiguo su busto, por con-traste), y aún más en una época en la que la ciru-gía aumentativa era improbable, o infrecuente entodo caso. Las tetas de Mansfield, hasta donde pue-

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  • de juzgarse, se ven naturales, sin rigidez, sin hiera-tismo, con blandura grata y movimientos imagina-bles (‘Ojalá me hubieran tocado unas así a mí estanoche y no las rocosas de Flavia’, pensé fugazmen-te), y debieron de ser apoteósicas en aquel restau-rante romano o americano, quién sabe, meritoriala impasibilidad del camarero que se divisa entrelas dos, al fondo, sólo la figura, la cara le queda ensombra, aunque cabría preguntarse si no utilizabasu servilleta blanca como escudo o como panta-lla. A la izquierda de Mansfield hay un comensalmasculino de quien sólo se ve una mano que su-jeta una cuchara, a él se le debían de fugar los ojoshacia su derecha tanto como los suyos a Loren ha-cia su izquierda, con distinta avidez seguramen-te. A diferencia de ésta, la rubia platino mira defrente a la cámara con sonrisa cordial un poco he-lada, y si no con despreocupación —es bien cons-ciente de su muestrario—, sí con tranquilidadabsoluta: ella es la novedad en Roma (si es que es-tán en Roma), y a la gloria local la ha hecho men-guar, la ha convertido en pacata. Una mujer gua-pa de rasgos, Jayne Mansfield, sí me alcanzó unrecuerdo de infancia y con él acudió un título, Larubia y el sheriff: grande la boca y los ojos gran-des, toda ella belleza vulgar y grande. Para niños,era cierto; también para mucho adulto, como yomismo.

    Esto decía Tupra y esto pensaba yo, mien-tras él me iba ilustrando. Intercalaba risas breves,le hacían gracia la foto y la situación, y es verdadque la tenían.

    —¿Puedo mirar cómo la titularon? ¿Puedodarle la vuelta? —le pregunté, no fuera yo a ver sin

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  • permiso lo escrito por quien se la hubiera mandadoen su día.

    —Claro, adelante —me contestó con unademán de generosidad.

    Nada notable ni imaginativo ni chusco, lapostal sólo rezaba ‘Loren & Mansfield’, The Lud-low Collection, llegué a ver eso, no me entretuveen intentar leer lo que le habían garabateado conrotulador tiempo atrás, dos o tres frases, algún sig-no de admiración bromista, con una letra quizáfemenina, amplia, algo redonda, mi vista cayó so-bre la firma un segundo, nada más que una ini-cial, ‘B’, podía ser Beryl, también sobre la palabra‘fear’, que es ‘miedo’ en inglés. Una mujer con hu-mor, si era mujer quien se la había enviado. Dehecho con un humor sobresaliente, fuera de lo co-mún, porque una foto como esa divierte sobre todoa los hombres y por eso me reí con ganas del apren-sivo rabillo del ojo de Sofia Loren, de su encogi-miento y recelo ante el victorioso e intimidatorioescote transatlántico, reímos al unísono Reresby yyo con la risa que une desinteresadamente, igualque aquella vez en su despacho, cuando le habléde los posibles zuecos del tiranuelo elegido, vota-do, y del estampado de estrellas patrióticas que lehabía visto en la camisa por televisión, y al decir yo‘liki-liki’, esa palabra cómica que es imposible es-cuchar o leer sin querer repetirla inmediatamente:liki-liki, ya está. Me había preguntado en aquellaocasión, al reparar en las risas que tanto desarman,en la suya y la mía unidas, si en el futuro quedaríaél desarmado o lo quedaría yo, o tal vez los dos.Parte de aquel mañana estaba ya aquí, y de mo-mento, me di bien cuenta, el desarmado era yo.

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  • ‘Tiene cojones’, pensé con grosería a lo Dela Garza, con irritación; ‘ha logrado que me ríadesenfadadamente en su compañía. Hace apenasun rato estaba furioso con él y en realidad lo estoyaún, esto va a durar; hace muy poco más que heasistido a su brutalidad, he temido que matara aun desgraciado con frialdad metódica, que le re-banara el cuello sin razones de peso, si es que al-guna lo puede ser; que lo estrangulara con su pro-pia redecilla ridícula y lo ahogara en el agua azul;y he visto de cerca la paliza que le ha propinadosin recurrir a sus manos para asestarle un solo gol-pe, pese a los guantes puestos amenazadores.’ Tu-pra no se había olvidado de ellos: lo primero quehabía hecho tras avivar el fuego había sido sacarlosdel bolsillo de su abrigo y arrojarlos a las llamascon las tiras de papel toalla en que los había en-vuelto. Por fin se iba disipando el olor a cuero y alana quemados o era predominante el de la leña,se habrían secado bastante desde nuestra salida delcuarto de baño de los discapacitados, ‘La peste nodurará’, había dicho al lanzarlos con gesto casi ma-quinal, como depositar las llaves o las monedas alregresar de la calle. Los había conservado hasta po-der destruirlos, eso no se me había escapado, y ensu propia casa además. Era cauto hasta con lo queno había que serlo. ‘Y ahora ya está tan tranquilo,enseñándome una foto chistosa y comentándolacon jovialidad. (En el abrigo sigue la espada, cuán-do va a sacarla, cuándo la guardará.) Y también yoestoy tan tranquilo, viéndole la gracia a la escena yriéndome con él, oh sí, resulta un hombre simpáti-co, en primera y en penúltima instancia, y no pode-mos evitarlo, tendemos a llevarnos, a caernos bien.’

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  • (Ya no lo resultaba en la última, pero esa no solíallegar, aquel día sí.) Rastreé rápida, mentalmente(algo era algo, aunque no mucho para mi recobradoenfado) el origen de la postal. Durante unos ins-tantes hasta había perdido de vista qué hacía allíaquella foto, y qué hacíamos allí él y yo. No erauna noche para reírse, y sin embargo nos habíamosreído juntos poco después de que él se convirtieraen Sir Punishment. O en el Caballero Venganza,quizá Sir Revenge. Pero en ese caso de qué se habíavengado, era un exagerado, un drástico: de una ni-miedad, de una estupidez.

    Le devolví la postal, él estaba junto a mibutaca, de pie, mirando por encima de mi hom-bro cómo yo miraba a las dos actrices o símbolossexuales pretéritos —uno mucho más remoto queel otro—, compartiendo o más bien contemplan-do mi inesperada diversión.

    —¿Qué pasa con Jayne Mansfield? —lepregunté—. ¿Qué tiene que ver con Kennedy? ¿ElPresidente Kennedy, supongo? ¿También fue aman-te suya? ¿No era Marilyn Monroe la que se cuentaque estuvo con él y no sé qué historia de un cum-pleaños sensual? Mansfield debió de ser una imi-tación, ¿no?

    —Oh, sí, hubo varias —respondió Tupramientras volvía la foto al sobre, el sobre a la caja yla caja al estante, todo en orden—. Hasta en In-glaterra tuvimos una, Diana Dors, ¿no recordarása Diana Dors? Fue casi sólo de consumo nacional.Era más basta, aunque no fea ni mala actriz, concara un poco de bruta y cejas demasiado oscuraspara su melena rubio platino, no sé por qué no selo tiñeron todo igual. Yo la conocí, ya cuarentona;

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  • coincidíamos en locales del Soho que estaban demoda, a finales de los años sesenta o en los prime-ros setenta, ya empezaba a amatronarse entonces,había hecho siempre sus incursiones en la bohemia,creía que eso la rejuvenecía o la modernizaba. Sí,era más basta que Mansfield, y también algo másturbia, menos jovial —añadió como si lo hubierasopesado un instante—. Pero de haber estado sen-tada a esa mesa de la postal, ya no sé quién habríaasustado a quién. En su juventud tenía una figu-ra de clepsidra. —E hizo con las manos el movi-miento antiguo de muchos hombres para dibujaruna mujer llena de curvas, yo creo que la botellade Coca-Cola imitó ese trazo en el aire y no al re-vés. ‘She had an hourglass figure’, eso dijo Tupra eninglés. Hacía largo tiempo que no veía a nadie ha-cer ese gesto, también ellos caen en desuso comolas palabras, porque casi siempre son sustitutivosde éstas y corren por tanto su misma suerte: de he-cho son decir sin decir, a veces con gravedad y eranmotivo de duelo, aún lo son de desafío y muerte.Y así hasta cuando nada se dice todavía se habla yse significa y se cuenta, qué maldición; si yo mehubiera tocado la papada dos o tres veces seguidascon el envés de la mano en presencia de Manoia, élhabría comprendido el ademán italiano de menos-precio o de oídos sordos al interlocutor y habríadesenvainado su espada contra mí, si acaso llevabatambién él una oculta, quién sabía, a su lado Re-resby parecía razonable y manso.

    Sí, Tupra me estaba distrayendo con susanécdotas, con su conversación o era cháchara. Yoseguía cabreado aunque se me olvidara a ratos, ydeseaba mostrárselo, pedirle cuentas por su acción

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  • salvaje, más en regla, más en serio que durantenuestra despedida falsa frente al portal de mi casaen la Square o plaza, pero él me iba conduciendode una cosa a otra sin centrarse del todo en nin-guna, sin ir al grano de lo que me había anunciadoo casi exigido que oyera, dudaba que finalmen-te fuera a contarme nada de Constantinopla o deTánger, había mencionado esos lugares sentado alvolante, se había especializado en Historia Medie-val, quién lo hubiera adivinado, en Oxford, y enese campo sí podía haber sido oficioso discípulode Toby Rylands, que a su pesar fue Toby Wheelerdurante breve tiempo, en su lejana y borrada Nue-va Zelanda, lo mismo que del hermano Peter. Tam-bién me había prometido Tupra unos vídeos queguardaba en casa y no en la oficina, ‘no son paraque los vea cualquiera’, había dicho, y en cambio amí sí iba a enseñármelos, de qué serían y por quéhabía de verlos, quizá yo prefiriera no tenerlos antemis ojos nunca; podría siempre cerrarlos, aunquecuando uno decide hacerlo se cierren inevitable-mente un poco tarde, un poco demasiado tardepara no vislumbrar algo y hacerse una horrible idea,y para no enterarse. O bien cree, una vez apretados,que la visión o la escena han concluido cuando aúnno lo han hecho —el sonido engaña, y aún más en-gaña el silencio— y entonces los abre demasiadopronto.

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