hijos de la madre patria; felìpe gracia

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h INSTITUCIÓN «FERNANDO EL CATÓLICO» · COLECCIÓN ESTUDIOS Felipe Gracia Pérez Hijos de la Madre Patria El hispanoamericanismo en la construcción de la identidad nacional colombiana durante la Regeneración (1878-1900)

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IOS Felipe Gracia Pérez. Nacido en Zaragoza en

1979. Licenciado en Historia por laUniversidad de Zaragoza. Magíster en Historiapor la Universidad Industrial de Santander enBucaramanga, Colombia. Cursó estudios enel programa América Latina Contemporáneade la Fundación José Ortega y Gasset enMadrid. En la actualidad es investigadordoctoral contratado por la Casa de Velázquezy la Universidad de Toulouse II-Le Mirail.Desde el enfoque de la historia sociocultural,el análisis del discurso y la historiografíapostcolonial, su trabajo se centra en el estudiode las elites de poder, los procesos deconstrucción nacional y los discursostransnacionales en Hispanoamérica duranteel siglo XIX.

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FelipeGracia Pérez

Hijos de laMadre Patria

El hispanoamericanismoen la construcción

de la identidad nacionalcolombiana durante

la Regeneración(1878-1900)

Diseño de cubierta: A. Bretón

Motivo de cubierta: Mapa de la Repúblicade Colombia (1856).

Hijos de la Madre Patria analiza la influenciaque el hispanoamericanismo ejerció en laconstrucción de la identidad nacionalcolombiana durante la Regeneración(1878-1900). En las décadas finales delsiglo XIX, Colombia atravesó una de lasetapas de consolidación del Estado-naciónmás importantes de toda la centuria, untiempo signado por la nueva constitución de1886 y la remodelación del imaginarionacional. Este proceso fue protagonizado porla elite letrada regeneradora, figuras comoMiguel Antonio Caro, Rafael Núñez, SoledadAcosta, José Manuel Marroquín o Marco FidelSuárez entre otros muchos, cuyo distintivo fueconjugar el poder político y el intelectual, eldominio del Estado y del discurso sobre elideal de nación. El estudio del corpus narrativoproducido por la elite letrada durante esteperiodo revela la hibridación entre elpensamiento nacionalista regenerador y eldiscurso hispanoamericanista para construiruna idea de Colombia, de su identidadnacional y rasgos constitutivos –raza, lengua,religión, historia y civilización– como deudoresdirectos del legado hispánico. El libro que ellector tiene entre sus manos explora esteproceso así como sus consecuencias: lacreación de una identidad nacional a imageny semejanza de la elite, diseñada para operaral servicio de sus intereses y que renegabade la diversidad sociocultural que componíael país al hispanizar lo colombiano.

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Hijos de la Madre Patria

El hispanoamericanismo en la construcción de la identidad nacional colombiana

durante la Regeneración (1878-1900)

C O L E C C I Ó N E S T U D I O S

H I S T O R I A

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Felipe Gracia Pérez

Hijos de la Madre PatriaEl hispanoamericanismo en la construcción

de la identidad nacional colombianadurante la Regeneración (1878-1900)

Institución «Fernando el Católico» (C.S.I.C.)Excma. Diputación de Zaragoza

ZARAGOZA, 2011

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Publicación número 3.061de la Institución «Fernando el Católico» (CSIC)Organismo autónomo de la Excma. Diputación de ZaragozaPlaza de España, 2. 50071 ZARAGOZATels.: [34] 976 288 878/879 - Fax: [34] 976 288 [email protected]://ifc.dpz.es

© Felipe Gracia Pérez.© De la presente edición, Institución «Fernando el Católico».

ISBN: 978-84-9911-123-0DEPÓSITO LEGAL: Z-2.969/2011PREIMPRESIÓN: Ebro Composición, S. L. Zaragoza.IMPRESIÓN: INO Reproducciones. Zaragoza.

IMPRESO EN ESPAÑA-UNIÓN EUROPEA

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Dedicado a Ivonne Suárez y Rocío Castellanosradiantes fugitivas de un Saturno tropical

y sus fauces comunes.Mujeres dignas y libres en una encomienda

con cuarenta millones de habitantes.

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AGRADECIMIENTOS

Para dar gracias a todas las personas que han hecho posi-ble este trabajo no me alcanza una breve sección de agradeci-mientos, necesitaría una extensa crónica de viajes o un poemaperfecto. Bien sé que no dispongo ni del espacio ni del talen-to para explicarle cabalmente al lector lo mucho que estaspáginas le deben a mi familia, a Ivonne y Daniel, a Julián, aRocío, a Doña y Juan, a Mercedes, a mis compañeros y her-manos de allá, a mis compañeros y hermanos de aquí… a tan-tos y tantos otros que me niego a nombrar porque no se mere-cen que la gratitud se reduzca a la típica retahíla de nombresy deudas que suele acompañar las publicaciones académicas.A todos ellos les debo este libro, pues sin su concurso puedoasegurarle al lector que no lo tendría entre sus manos, peromás aún, les debo los cuatro años más maravillosos de mivida, los que pasé entre el 2004 y el 2007 viviendo a caballoentre España y Colombia.

Bien sé que no puedo devolverles los innumerables donescon los que poblaron mi existencia, el milagro cotidiano de suayuda, amor y presencia. Sólo tengo para ellos un gracias,radiante, profundo, fiel, pero que apenas sirve para dar cuen-ta de todo el bien, toda la belleza, toda la verdad con quepoblaron mi vida. Sólo puedo aceptar humildemente que poruna vez la fortuna me tuvo entre sus elegidos y dispuso quetodos ellos se confabularan para transformar aquellos días enun universo donde la felicidad bendijo cada uno de mis pasos.A medida que el tiempo pasa, la deuda de gratitud que con-traje con ellos se hace cada vez más hermosa, extensa, res-plandeciente. A pesar de que la ausencia y la distancia tejen a

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cada instante el silencio, a pesar del terror que se nos vinoencima como una avalancha de hiel negra, esa deuda de gra-titud me sigue iluminando.

Para empezar a pagarla solicito la ayuda del improbablelector de estas líneas. No concibo una obra como algo ajenoal mundo que envuelve al autor, ese mundo atraviesa las pági-nas que escribe, de un modo intangible pero cierto fluye entrelas frases y los párrafos, conforma el espíritu del escrito. Deigual modo, no creo que sea el escritor quien finalice su obra,es el lector, su mirada, quien la completa en su lectura, quiencierra el texto y abre las puertas del sentido. El autor, comomucho, decide dónde poner el último punto y se hace cargode los errores. De más está decir que en este caso corren todospor mi cuenta.

Por eso pido la ayuda del lector, porque él es a la postrequien ha de reescribir este libro al leerlo, y, por tanto, su últi-mo y definitivo autor. Me gusta pensar que las personas quehicieron posible este libro forman parte de él, están en él, queun pedazo de su sacrificio, su apoyo y su amor quedó impre-so al dorso de las citas, las ideas y los argumentos. Ojalá el lec-tor renueve ese legado con su lectura, ojalá pueda escuchar enlas páginas que siguen el eco de esas voces que me dieron voz,ojalá sienta su cálida presencia, esa música de fondo que lateen el reverso de cada palabra. Si eso llega a suceder, este traba-jo, así como sus desvelos y sacrificios, habrá merecido la pena.No concibo mejor homenaje para las personas extraordinariasde ambos lados del océano que permanecerán por siempre enmi memoria, que irán conmigo donde yo vaya. No tengo otromodo de agradecer la patria luminosa que me regalaron. Unapatria sin más fronteras ni pasaportes que las risas y los abra-zos. Esa patria entre dos continentes donde habito.

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AGRADECIMIENTOS

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Porque tengo noble ancestroDe Don Quijote y QuimbayaHice una ruana antioqueña

De una capa castellana.

(La Ruana de Luis Carlos González)

Somos y no somos europeos. ¿Qué somos entonces? Es difícil definir lo que somos pero nuestras obras

hablan por nosotros.

(Octavio Paz)

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INTRODUCCIÓN

El problema fundacional de América Latina es la identidad.Desde la Independencia hasta la actualidad todos los grandespensadores del continente han dedicado sus mejores esfuerzosa descifrar ese misterio cotidiano, próximo y constante, a lavez que escurridizo, complejo e inasible. Desde Bello hastaFuentes, pasando por Sarmiento, Alberdi, Martí, Vasconcelos,Rodó, Darío, Reyes, Carpentier, Borges, García Márquez, Paz,Rama… en todos los grandes intelectuales del continente laidentidad se erige como pregunta indescifrable, duda, comba-te, medio de exclusión, invisibilidad y silencio. Desde siempre,los pensadores «canónicos» latinoamericanos han buscado unaesencia, un ideario, un proyecto, una construcción, una res-puesta desde la que zanjar esa herida de indeterminación. Sinembargo, es una cuestión que sigue abierta, latente, filosa, quepodemos rastrear en los principales problemas que asedian alcontinente como si remontáramos un río de aguas turbulentasy peligrosas.

A día de hoy, la denominación de América sigue generan-do debate. Latinoamérica es una invención francesa, fruto desu política cultural de unión latine; Hispanoamérica resuena aapropiación española, América está contaminada del abusoestadounidense, Iberoamérica remite en exclusiva a un origenpeninsular, Sudamérica sólo señala una dirección, un espa-cio… Hasta la inclusión de América en lo «universal» —esa«universalidad» que responde a la proyección y reproducciónde Occidente en el mundo— es una paradoja. De todos essabido que Colón intentaba llegar a las míticas Zipango yCatay abriendo una nueva ruta por el oeste, su objetivo era

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alcanzar las Indias, no descubrir América. El nuevo continentequedó preso del error del navegante genovés, se le aplicó unnombre que no le correspondía, «las Indias», sus pobladoresfueron despojados de sus nombres nativos y se convirtieron en«indios»1. Después, Américo Vespucio, el primero en advertirlas gigantes dimensiones de las tierras descubiertas, imprimiósu nombre al continente. América, desde su incorporación a lahistoria del mundo occidental, quedó lastrada por la indefini-ción, convertida en un espacio encadenado a la reformulaciónconstante, presa de las máscaras.

La identidad como problema es el punto de partida deAmérica en lo occidental, su acta de nacimiento. Como bienseñala Andrea Díaz Genis, el descubrimiento y la colonizaciónpor los españoles trae aparejada la negación de otras identi-dades constituyentes de lo latinoamericano: «América Latina (ocomo quiera llamársele) no existía como tal, antes de la colo-nización. El problema de la identidad en América Latina, esdecir, lo que nos lleva a preguntarnos una y otra vez, quiénessomos, y la forma en la que nos lo planteamos, tiene sentido,o se comprende –—tal y como la entendemos en este traba-jo— después de 1492, año en el que Colón llega a América ya todos los acontecimientos que siguen a este hecho»2.

Por tanto, el horizonte final que alienta nuestro trabajo esla identidad como el problema clave para entender Latino-américa. O de otro modo, la incapacidad para constituir unmarco de reconocimiento y proyección colectivo en el que lasdiversidades socioculturales que pueblan el continente puedanexpresarse en pie de igualdad, en base al respeto y la inclu-sión. América Latina, y especialmente Colombia, se ha carac-terizado históricamente por construir identidades nacionales

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FELIPE GRACIA PÉREZ

1 SUÁREZ PINZÓN, Ivonne, «A propósito de lo mestizo en la historia y laHistoriografía colombianas», Revista de Ciencias Sociales, 2005, vol. XI, n.º 1, pp.32-34.

2 DÍAZ GENIS, Andrea, La construcción de la identidad en América Latina.Una aproximación hermenéutica, Montevideo, Editorial Nordan-Comunidad,2004, p. 19.

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en las que el otro, siempre enemigo, extraño, desconocido, notiene cabida. Proyectos nacionales excluyentes, clasistas y dis-criminatorios que impiden que todos sus ciudadanos se reco-nozcan como iguales dentro de un marco político de obliga-ciones, derechos y libertades. Las múltiples diferenciassocioculturales que conforman sus pueblos han sido interpre-tadas —casi siempre hasta hace bien poco— como fuente demales y no de riqueza, entendidas básicamente como peligrospara la unidad nacional, llagas de atraso en el camino hacia elprogreso, amenazas de una multitud de bárbaros contra unaminoría dirigente de civilizados. Así, mulatos, indígenas,negros, mestizos, criollos, paisas, costeños, rolos… componenun cuadro de identidades en disputa sobre las que pareceimposible construir un discurso identitario común.Condenadas al enfrentamiento: la hegemonía de una y la sumi-sión del resto. El silencio y la exclusión para los perdedores;el poder, la autoridad y el privilegio para los vencedores, nor-malmente hombres «blancos», letrados y urbanos. A su vez, laspretendidas identidades hegemónicas, al intentar ser impues-tas sobre tal diversidad, nacen viciadas por el estigma de la ile-gitimidad, siendo fuente de precarios equilibrios políticos quenunca llegan a imponerse del todo, dejando en los ampliosmárgenes de la exclusión y la marginalidad espacios para laconstrucción de proyectos alternativos, origen de las continuasrupturas, inestabilidad y enfrentamientos que han sacudido alcontinente.

Este trabajo propone una reflexión sobre cómo se constru-yó el discurso de la identidad nacional colombiana. El objeti-vo prioritario de la investigación es mostrar cómo una parte dela elite letrada colombiana de fines del siglo XIX, concreta-mente durante el periodo de la Regeneración, entre los añosde 1878 a 1900, empleó el discurso del hispanoamericanismopara forjar desde sus representaciones la identidad nacional.Esta frase que a simple vista puede parecer sencilla, encierrauna complejidad extrema, la asedian cientos de interrogantes,dudas y vacíos. Paradójicamente, los problemas básicos en lainvestigación han sido la falta de estudios y la sobreabundan-

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INTRODUCCIÓN

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cia de fuentes. Por un lado, el hispanoamericanismo es unámbito de estudio poco trabajado en general por el mundoacadémico. Si normalmente resulta difícil mantenerse actuali-zado en cualquier tema por la profusión de publicaciones,también es muy difícil iniciar un trabajo cuando el listado deobras rescatables es muy reducido. En la actualidad, paraColombia no hay un solo trabajo digno de mención sobre elhispanoamericanismo, excepto una ponencia de Aimer Grana-dos, Notas para un análisis del discurso hispanista en Colom-bia y México, 1880-1920, en la cual realiza un estudio compa-rativo entre Colombia y México3. Hasta la fecha, donde seencuentran algunos de los mejores trabajos sobre el hispanoa-mericanismo es en la historiografía española, sobre todo elrecientemente publicado El Sueño de la Madre Patria de IsidroSepúlveda4. Sobre estos y otros trabajos hablaremos con deta-lle en el primer capítulo. Por ahora basta con señalar el pocointerés que ha despertado en el mundo académico un temacomo este y resaltar las dificultades que eso conlleva cuandoun historiador novel se embarca en su investigación. Las pro-babilidades de perderse en ese viaje aumentan pues se trata deun terreno sin cartografiar.

Por si fuera poco, algo muy parecido ocurre respecto alperiodo escogido. Hoy día, no existe en la historiografía colom-biana una biblioteca exhaustiva y coherente sobre el períodode la Regeneración, uno de los más significativos de su histo-ria si tenemos en cuenta, como punto de partida, que en 1886se promulgó la Constitución más longeva de la historia del país,que marcó la convivencia de generaciones y generaciones decolombianos hasta la nueva carta de 1991. Estas carencias, sinosolucionarse, al menos pueden paliarse compilando los dife-rentes capítulos, artículos y ponencias que se han dedicado a

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FELIPE GRACIA PÉREZ

3 GRANADOS GARCÍA, Aimer, «Notas para un análisis del discurso hispa-nista en Colombia y México, 1880-1920», en Memorias del XII Congreso Colom-biano de Historia, Popayán, Universidad del Cauca, 2003.

4 SEPÚLVEDA, Isidro, El sueño de la Madre Patria. Hispanoamericanismo yNacionalismo, Madrid, Ed. Marcial Pons Historia, 2005.

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investigar, a veces desde los campos y perspectivas más disí-miles, aquellos años tan decisivos. Me estoy refiriendo a los tra-bajos de Margarita Garrido, Malcolm Deas, Frédéric Martínez,Eduardo Posada Carbó, Miguel Ángel Urrego, Marco Palacios yotros, sobre los que hablaré en el segundo capítulo.

Sin embargo, como una extraña paradoja, todo lo contrarioocurre con las fuentes documentales. La sobreabundancia dereferencias directas del discurso hispanoamericanista es de talmagnitud en los autores decisivos del periodo que, comoaprendiz de investigador, uno queda tan maravillado comosobrepasado por la riqueza y cantidad de textos disponibles.Uno de los mayores desafíos de esta obra ha sido perfilar, cir-cunscribir y seleccionar las fuentes de mayor calidad a emplearentre un magma de artículos, ensayos y novelas que pugnabanentre sí, a cada cual más interesante que el siguiente. Por esoeste trabajo está salpicado de abundantes citas textuales que, sibien pueden entorpecer la fluidez del texto, son necesariaspara mostrar la ingente producción discursiva del hispanoame-ricanismo colombiano finisecular. Además, en ocasiones no hepodido evitar incorporarlas a mis páginas debido a las imágenestan ampulosas, exageradas y sobredimensionadas que crearony de las cuales se desprende —aparte de una vocación por lahipérbole— la exaltación y el radicalismo de sus creencias. Siel periodista uruguayo Juan Zorrilla de San Martín proclamabaque «La América nació de una herida de gloria que esa Españase hizo en el corazón», el novelista colombiano José CaicedoRojas definía a los conquistadores como «aquella raza titánica,que realizaba la fábula del escalamiento de los cielos». Estasimágenes evidencian el poco espacio que quedaba para discutirdesde posiciones más ponderadas el valor del legado hispánicoen las sociedades americanas o incorporar otras propuestasidentitarias a la construcción de la identidad nacional que auto-res como estos forjaron. Pero por ahora, aún no es el momentode profundizar en esas ideas.

Aunque estos serían los tres problemas más inmediatos, noson ni mucho menos los principales. Como en toda investiga-ción, los verdaderos problemas no nacen de la bibliografía, ni

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INTRODUCCIÓN

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del corpus documental, sino del planteamiento investigativo.El principal de ellos es la diferente perspectiva conceptualcon la que pensamos el hispanoamericanismo, planteamientoque se distancia de los que usualmente son utilizados. Tradi-cionalmente se ha definido al hispanoamericanismo como lacorriente, el ideario o el movimiento que desde la segundamitad del XIX, pero sobre todo en los años finales del siglo ylas tres primeras décadas del siglo XX, persiguió la articula-ción de una comunidad hispánica transnacional de caráctercultural, en la cual los países hispanoamericanos se reuníanen torno a una continuidad cultural compartida que ni lasguerras de la Independencia ni los diferentes procesos nacio-nales pudieron anular y que se levantaba en torno al idioma,la historia, las costumbres, la raza, la religión y la civilizacióncomunes. Elementos identitarios basados en el legado deEspaña, la Madre Patria. En esa reunión, las naciones hispa-noamericanas encontraron un arsenal retórico y simbólicopara consolidar sus respectivas identidades nacionales, aménde un posicionamiento común contra el expansionismo esta-dounidense.

Al estar asociado inevitablemente al análisis del Estado-nación y las elites formadoras de la conciencia nacional, esdefinido como campaña, corriente, ideario, programa, ideolo-gía o movimiento. Sin embargo, creo que para tener unamayor compresión del hispanoamericanismo sería más útilconsiderarlo un discurso en el que lo hispánico se construyecomo el núcleo identitario de las nuevas repúblicas. De estamanera, el hispanoamericanismo fue el productor de una redde categorías de sentido que empapaba las instituciones, lascostumbres, el lenguaje, la historia, la educación, la literatura,la religión…, en definitiva, todos aquellos campos donde sedisputaba la conformación del ser colectivo hispanoamerica-no. Fue un discurso que apelando al fortalecimiento y reuniónde todas las naciones hispánicas en una comunidad asentadasobre los lazos culturales compartidos, construía la identidadde las sociedades latinoamericanas desde la base de su lega-do hispánico.

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Desde esta óptica, el hispanoamericanismo se nos presentacomo un sistema de representaciones que a través de los con-ceptos de raza, historia, religión, lengua y civilización ofrecíaun medio para hacer significativa la realidad social, en nuestrocaso, la identidad colombiana de fines del XIX. Una «rejillaconceptual de visibilidad» que no se limitaba a la esfera de laalta política gubernativa, sino que empapaba el universo men-tal del grupo letrado que hemos escogido para su análisis,quienes disponían de los medios de «significación» para impo-ner a los ciudadanos colombianos un cuerpo de representa-ciones en el que residía la «esencia» de la identidad nacional.Ese era el papel que se atribuían como rectores de la con-ciencia nacional y que ejercían a través de los medios decomunicación, la educación, el ejercicio institucional, el apara-to administrativo, político y legal; la literatura, las artes, la reli-gión y la historia. Es decir, el discurso hispanoamericanistatranscendía la política para encarnarse y mediar en lo político5,en el modelo relacional de convivencia entre los habitantes dela nación colombiana, en su imaginario colectivo. Es precisa-mente en esa mediación simbólica donde se gesta la identidad,

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INTRODUCCIÓN

5 Lo político, tal como lo entiendo, corresponde a la vez a un campo y aun trabajo. Como campo, designa un lugar donde se entrelazan los múltiples hilosde la vida de los hombres y las mujeres, aquello que brinda un marco tanto a susdiscursos como a sus acciones. Remite al hecho de la existencia de una «sociedad»que aparece ante los ojos de sus miembros formando una totalidad provista desentido. En tanto que trabajo, lo político califica el proceso por el cual un agru-pamiento humano, que no es en sí mismo más que una simple «población», tomaprogresivamente los rasgos de una verdadera comunidad. Una comunidad de unaespecie constituida por el proceso siempre conflictivo de elaboración de las reglasexplícitas o implícitas de lo participable y lo compartible y que dan forma a la vidade la polis. […] Al hablar de lo político, califico también de esta manera a unamodalidad de existencia de la vida comunitaria y a una forma de la acción colec-tiva que se diferencia implícitamente del ejercicio de la política. Referirse a lo polí-tico y no a la política es hablar del poder y de la ley, del Estado y de la nación,de la igualdad y de la justicia, de la identidad y de la diferencia, de la ciudadaníay de la civilidad, en suma, de todo aquello que constituye a la polis más allá delcampo inmediato de la competencia partidaria por el ejercicio del poder, de laacción gubernamental del día a día y de la vida ordinaria de las instituciones.ROSANVALLON, Pierre, Por una historia conceptual de lo político, Buenos Aires,Fondo de Cultura Económica, 2003, pp. 15-20.

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dejando claro que nada tiene que ver con «esencias» que hande ser rescatadas y restituidas desde un pasado mítico, sinoque se trata un proceso de significación sujeto siempre a lacontingencia histórica, por el que los individuos de una colec-tividad aprenden, reproducen y trasmiten un modo de ser yestar en el mundo adscrito a unos comportamientos, valoresy creencias compartidos. En la mirada sobre la identidadcomo realización cultural y no como entidad esencial es don-de el discurso se despliega con toda su potencia, donde secomprueba que las categorías de significación de la realidadsocial destinadas a producir sentido, a la vez que dotan designificado el medio social, constituyen también a los sujetossociales. El discurso, la «rejilla conceptual de visibilidad»,media en una relación dialéctica en la constitución significati-va del medio social, los objetos y los sujetos, sus intereses yprácticas, su identidad. Como señala Roberto Sancho: «Ras-trear el pasado ayuda a encontrar esas huellas culturales, esossignos, símbolos y mitos, esos “universos de significaciones”que dan sentido a la realidad, a los sujetos y a la sociedad.Estos universos de sentido o cosmovisiones son espacios demediación simbólica, y principio generador de las prácticasdistintivas entre grupos humanos; eso que podemos definircomo identidad»6.

Además, esta perspectiva nos permite profundizar conmayor precisión en sus orígenes, al remontar la genealogía dis-cursiva que lo conforma. Entre los investigadores del hispano-americanismo no existe quórum para precisar su génesis. Porejemplo, López-Ocón considera que es producto de los inte-reses de la burguesía comercial española, en auge a mediadosdel XIX, en un intento por recuperar el espacio perdido en losmercados latinoamericanos7. La mayoría de los historiadores

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FELIPE GRACIA PÉREZ

6 SANCHO LARRAÑAGA, Roberto (coord.), Por el sendero de la identidadlatinoamericana, Bucaramanga, Editorial UNAB, 2006, p. 44.

7 LÓPEZ-OCÓN, Leoncio, Biografía de «La América». Una crónica hispano-americana del liberalismo democrático español (1857-1886), Madrid, Centro deEstudios Históricos, 1987.

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como Niño Rodríguez8, Mainer9 o Sepúlveda lo ubican en lastres décadas finales del siglo XIX, como producto delRegeneracionismo para los dos primeros, como expresión delnacionalismo español para el último. Sin embargo, no existeuna cronología consensuada y definida. Quien mejor defineesta incertidumbre que nos embarga a todos los que nos acer-camos a su estudio es Aimer Granados, cuando afirma sintapujos que nadie sabe muy bien cuándo apareció el hispano-americanismo. Tal vez al considerarlo un fenómeno de origenespañol y opacar la capacidad activa del medio latinoamerica-no como generador del mismo, considerando las expresionesamericanas como un reflejo de los presupuestos españoles, seha oscurecido su proceso de constitución al dirigir toda la luzhacia su etapa de máxima producción, aproximadamente entre1870 y 1930. Un periodo en el que España fue la principalfuente productora del hispanoamericanismo de todo el mundohispánico y ocupó un lugar privilegiado dentro de la comuni-dad como organizadora del IV Centenario del Descubrimientode América y el Congreso Social y Económico Hispanoame-ricano de Madrid en 1900. Pero un discurso por definicióntransnacional no tuvo un único ascendente directo y en el esta-do actual de nuestras investigaciones creemos que esta tesisdebe ser revisada. El hispanoamericanismo español de lasegunda mitad del XIX brilló y tuvo una difusión e importan-cia de gran calibre, debido a la altura de los intelectuales quelo enarbolaron como bandera, al empuje que recibió de losmedios de comunicación y al asociacionismo que generó, peroeso no significa que América fuese un ente pasivo, ni muchomenos que su origen fuera exclusivamente peninsular.

No existe una contradicción o error al considerar el hispa-noamericanismo como una expresión del nacionalismo español

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INTRODUCCIÓN

8 NIÑO RODRÍGUEZ, Antonio, «Hispanoamericanismo, Regeneración ydefensa del prestigio nacional (1898-1931)», en PÉREZ HERRERO, Pedro, NuriaTABANERA (coords.), España/América Latina: Un siglo de políticas culturales,Madrid, AIETI/Síntesis-OEI, 1993.

9 MAINER, José Carlos, La Doma de la Quimera. Ensayos sobre nacionalis-mo y cultura en España, Madrid, Iberoamericana-Vervuert, 2004.

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y ofrecer entonces como rango cronológico las dos últimasdécadas del XIX y las tres primeras del XX, por ejemplo. Esuna opinión que en cierta medida también comparto, pues enese periodo el nacionalismo español se valió del mismo enuna escala y con una potencia no conocida hasta entonces. Loque ocurre es que esa misma idea podría emplearse enColombia o en México, con variantes específicas propias de lacoyuntura que atravesaban estos países: crisis finisecular yaparición de los nacionalismos subestatales para España, con-solidación conservadora del Estado-nación en Colombia yfuertes contingentes de inmigrantes españoles en México. Entodos ellos el hispanoamericanismo fue utilizado como unmedio para reforzar la cohesión identitaria al interior de sussociedades y como proyección exterior frente al conciertointernacional. No se trata pues tanto de una contradicción sinode una carencia, de emplear una visión limitada para un fenó-meno que tiene unos orígenes mucho más antiguos y atrave-só por diversas fases enunciativas.

Por las propias características y límites de este trabajo, nopodemos dedicarnos a la empresa de rastrear el discurso his-panoamericanista hasta sus orígenes más remotos. Sin embar-go, y aunque será una labor que enfrentaremos en futuros tra-bajos, si estoy en disposición de creer que existen indiciossuficientes como para datar el inicio del discurso hispanoame-ricanista a finales del XVIII y los primeros años del XIX. La pis-ta viene dada por la propia expresión Madre Patria, cuyo ori-gen es incierto, pero se sabe que ya era utilizada en la épocafinal de la colonia10. Comprobar que esa imagen simbólica cen-tral del hispanoamericanismo, tantas veces repetida para repre-sentar a España como una madre dadora de vida a las jóvenesrepúblicas americanas, databa de unas fechas tan anteriores,alimentó mi curiosidad por investigar aunque fuera somera-mente los textos de la primera mitad del XIX y los años de laIndependencia. En esa prospección bibliográfica y documen-

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10 SEPÚLVEDA, Isidro, op. cit., pp. 16-17.

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tal tuve la fortuna de encontrar dos textos fundamentales: Elnacimiento de Hispanoamérica. Vicente Rocafuerte y el His-panoamericanismo 1808-1832, de Jaime E. Rodríguez O.11, yel Plan de Reconciliación entre España y Colombia, redactadopor Francisco Antonio Zea12 en 1820.

La obra de Rodríguez se centra en la figura del ecuatorianoVicente Rocafuerte, hombre con una gran fortuna, publicista ypolítico que participó activamente en los procesos de laIndependencia americana y los primeros compases del Estadoindependiente mexicano, para posteriormente llegar a ser pre-sidente de Ecuador de 1835 a 1839. A través de la biografíapolítica de Rocafuerte, a quien Jaime E. Rodríguez O. conside-ra como uno de los hispanoamericanistas más representativosdel periodo, el autor nos muestra los esfuerzos de un influ-yente sector de la elite intelectual y política de Hispanoaméricainfluenciada por el liberalismo español, por obtener la auto-nomía política de sus países pero dentro de una comunidad denaciones hispánicas que evitara la ruptura de la unidad delmundo hispánico. Al fracasar todas sus propuestas y derrum-barse las experiencias liberales españolas de 1810-1814 y 1820-1823, además de enfrentar la intransigencia y cerrazón delabsolutismo, se vieron abocados a combatir decididamentepor la Independencia, sin renunciar por ello a proyectos co-munitarios, esta vez ya exclusivamente continentales. Sin em-bargo, las disputas internas sobre la organización estatal de lasnuevas naciones entre monarquía o república, liberalismo oconservadurismo, centralismo o federalismo; sumadas a lasgraves dificultades económicas y sociales provocadas por lasguerras, así como la aparición de fuertes tensiones e inclusoagresiones entre los nuevos Estados, pusieron fin a las aspira-

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INTRODUCCIÓN

11 RODRÍGUEZ O., Jaime E., El Nacimiento de Hispanoamérica. VicenteRocafuerte y el Hispanoamericanismo, 1808-1832, México, Fondo de CulturaEconómica, 1980.

12 ZEA, Francisco Antonio, Plan de Reconciliación entre España y Amé-rica, Biblioteca Luis Ángel Arango (Bogotá), Sala de Libros Raros y Manuscritos,MSS 964, 1820.

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ciones del hispanoamericanismo criollo. La labor de hombrescomo José Antonio Miralla, Manuel Lorenzo Vidaurre, JoséMiguel Ramos Arizpe, José Fernández de Madrid, FranciscoFagoaga, Juan de Dios Cañedo, José Mariano Michelena y elpropio Rocafuerte quedó recogida en propuestas confederati-vas como el conocido Plan de Regencias, presentado por ladelegación americana durante el Trienio Liberal como unasolución que permitía ganar la autonomía e igualdad exigidassin quebrantar la unidad del mundo hispánico, puesta en peli-gro por lo que estos autores consideraban una guerra «civil»,que más que entre criollos y peninsulares se sufría entre espa-ñoles americanos y europeos, entre liberales y absolutistas.

El Plan de Reconciliación entre España y América deFrancisco Antonio Zea fue un ejemplo de lo que perseguía estegrupo de hispanoamericanistas. El vicepresidente colombiano,a través del Duque de Frías, propuso al rey Fernando VII unproyecto cuyo plan era que el soberano cediera su soberaníaa las naciones americanas a cambio de que automáticamenteestas entraran a formar parte de una comunidad confederalhispánica. Esta propuesta es analizada en páginas posteriores,por lo que de momento nos limitaremos a señalar que una delas principales preocupaciones del líder de la Independenciaera mantener la unidad política hispánica, en consonancia conla que existía en el uso del idioma, la religión, el carácter, lascostumbres y la historia comunes. De todo esto puede dedu-cirse que en las propuestas para la articulación y reforzamien-to de una comunidad cultural hispanoamericana, núcleo cen-tral del hispanoamericanismo de mediados del XIX enadelante, lo que encontramos más que una propuesta originales la continuidad y ampliación del discurso cultural empleadoya durante los procesos de la Independencia. Si en 1820 Zea,apelando a un idioma, raza, religión e historia comunes, inten-taba mantener la unidad del mundo hispánico reestructurandosu sistema político, una vez que todas las propuestas políticasconfederativas fracasaron, los hispanoamericanistas recogieroncomo bandera el legado cultural para proyectar la reunión delas nuevas naciones, eliminando de sus discursos los proyec-

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tos políticos ya impensables a finales de la centuria. Cuando elhispanoamericanismo político fue inviable, el centro de susanhelos pasó a ser el plano cultural que anteriormente era con-siderado el sustrato sobre el cual levantar el cuerpo político.

Antes de continuar es necesario aclarar las dificultades termi-nológicas que encierra el uso del vocablo hispanoamericanismo,concepto asociado a una enrevesada familia conceptual en laque es fácil extraviarse. Para referirse al mismo existe toda unagama de expresiones que en absoluto se remiten al mismofenómeno: americanismo, hispanismo, hispanidad, panhispa-nismo… Quien mejor hasta ahora ha definido y precisado estapolifonía es Isidro Sepúlveda y en este trabajo seguimos suesquema conceptual que diferencia dos corrientes conforma-doras del hispanoamericanismo13. La primera sería el panhis-panismo, corriente más retórica que práctica y de sesgo clara-mente conservador, que enarboló los aspectos más idealistas,espirituales y esencialistas del hispanoamericanismo, encon-trando en la religión y la pureza idiomática los puntales bási-cos del fortalecimiento hispánico. La segunda sería el hispa-noamericanismo progresista, línea que enfatizaba los aspectosprácticos para la consecución de una comunidad cultural fuer-te, defendiendo la ampliación de los contactos comerciales yla creación de proyectos efectivos de intercambio intelectual.En el caso de Colombia podemos afirmar que el hispanoame-ricanismo fue decididamente panhispanista, si bien, como pre-cisa Sepúlveda para el contexto general, los límites entre unay otra corriente nunca fueron del todo nítidos, perviviendoaspectos de ambas posiciones en la mayoría de las propuestas.Otra precisión importante es diferenciar el uso de americanis-mo, hispanismo e hispanoamericanismo. En este trabajo ame-ricanismo es entendido como el discurso hispanoamericanistaespañol que se proyecta hacia y sobre las repúblicas america-nas, hispanismo, a su vez, sería la versión americana de esteflujo, la elaboración discursiva sobre lo hispánico realizada

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INTRODUCCIÓN

13 SEPÚLVEDA, Isidro, op. cit., pp. 91-175.

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desde América. En cambio, hispanoamericanismo, siempre re-mite a un estadio superior, englobaría al americanismo y el his-panismo por igual, y sería la elaboración discursiva común enla que los lazos de unión entre una y otra orilla del Atlánticoserían el núcleo central.

Escogimos el periodo de la Regeneración para analizar lainfluencia del discurso hispanoamericanista en la conforma-ción de la identidad colombiana porque, como señalan la ma-yoría de sus estudiosos, fue uno de los principales proyectosde construcción del Estado-nación colombiano del siglo XIX,el momento en el que la elite letrada se dió con mayor vigora la definición de la identidad nacional. A finales de la décadade los 70, buena parte de la elite política colombiana abogabapor un cambio en las estructuras del país que limitase las ten-dencias disgregadoras del federalismo y redujese el extremofortalecimiento de los poderes e identidades regionales y loca-les. El malestar y los deseos de cambio se reflejaban en la fra-se de quien sería su principal artífice, Rafael Núñez, cuando en1878 pronunció su famosa sentencia: «Regeneración adminis-trativa fundamental o catástrofe». Desde esta fecha hasta el gol-pe de Estado de 1900, siguiendo la cronología para el periodoque emplea Marco Palacios, Colombia se constituyó como unarepública centralista, presidencialista y unitaria, bajo el signode la autoridad y el orden, aspectos consagrados en la Consti-tución de 1886.

No es este el espacio adecuado para debatir sobre la pro-piedad de dividir la historia de Colombia en periodos más omenos arbitrarios, siguiendo patrones convencionales. Aun asíqueremos precisar que es en esos cortes temporales clásicosdonde el historiador, independientemente de la teoría que guíasu praxis, cae inconscientemente en tópicos que para nada sonneutros e inocentes. Donde reproduce sin advertirlo estereoti-pos historiográficos de vieja data que, más allá de su utilidad,proponen un desciframiento restringido de los problemas so-ciales donde la rigidez cronológica a veces entra en colisióndirecta con la lógica del pensamiento que se ofrece en la in-vestigación. Marco Palacios advierte de estos peligros denun-

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ciando que al seguir las divisiones cronológicas impuestas porla historiografía política oficial se termina explicando el cam-bio histórico por la rotación de los partidos y sus próceres enel poder, legitimando así las acciones políticas como la base dela explicación histórica14. Por eso hemos definido un marcotemporal que va de 1878 a 1900, pero a la vez empleamosfuentes que rebasan esos límites en una fase anterior pero tam-bién posterior. Lo que nos interesa de esos veinte años es elénfasis explícito con el que se construye, aplica y reproduce eldiscurso hispanoamericanista, pero no por ello estamos mos-trando un corte con un principio y fin precisos. Al contrario,el hispanoamericanismo se desarrolla durante todo el XIX, cre-ce a partir de la década de los cincuenta, se hace plenamentevisible en los últimos veinte años del siglo y se convierte en eldiscurso identitario hegemónico durante las tres primerasdécadas del XX. La cronología nos sirve más para definir unrango temporal desde el cual seleccionar las fuentes, que paradatar los inicios del discurso o su final.

Fundamentalmente, la Regeneración puede entendersecomo un proyecto de reorganización estatal en el que, entreotros aspectos, primó la conformación de un ideario nacionalque permitiese la cohesión social, legitimase el monopolio delpoder por parte del Estado y crease los lazos de pertenencia eidentificación entre los ciudadanos en torno a unos valores ycreencias comunes sobre los cuales fundar la nacionalidad.Este es el punto que lógicamente más nos interesa, pues esdonde el hispanoamericanismo desempeñó un papel central.Como afirma Frédéric Martínez —uno de los autores que me-jor ha trabajado el periodo—, la instauración de un nuevo or-den siempre implica en primer lugar el uso desde el poder deun nuevo repertorio discursivo15. La Regeneración fue, según

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INTRODUCCIÓN

14 PALACIOS, Marco, Entre la legitimidad y la Violencia. Colombia 1875-1994, Bogotá, Ed. Norma, 2003, p. 143.

15 MARTÍNEZ, Frédéric, El nacionalismo cosmopolita. La referencia europeaen la construcción nacional en Colombia, 1845-1900, Bogotá, Banco de laRepública, 2001, p. 433.

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el autor, el intento más decidido y claro de construcción delEstado-nación colombiano, junto con la experiencia neobor-bónica de Mosquera en 1845-1849, y la de los radicales entre1867 y 1875. Este nuevo proyecto fue ante todo «una empresaretórica», en la que los conservadores renegaron de las influen-cias exteriores que constituían la base de la legitimación cos-mopolita civilizadora y construyeron «la primera ideologíanacionalista que se haya forjado en Colombia: el nacionalismode la Regeneración»16. La experiencia del viaje a Europa pro-dujo el desengaño para la elite letrada de esa comunidad ima-ginada en la que participaban como punta de lanza de la civi-lización, al comprobar la inferioridad con la que eran tratadospor las elites europeas y los «peligros sociales» que las ideolo-gías europeas habían provocado en sus sociedades, ejemplifi-cados todos ellos en la Comuna de París. La importación demodelos estatales continuó incluso con mayor auge durante laRegeneración, pero los faros de civilización por los que antesse tenía a Francia, Alemania e Inglaterra se fueron oscurecien-do. Frente al «problema social» que tanto atormentaba las cavi-laciones de los letrados colombianos y que a finales de sigloempezaba a descollar como uno de los peligros más seriospara los privilegios que ellos ostentaban en la cima de la pirá-mide social, se imponía la búsqueda de un nuevo paradigmacivilizador que aunara el orden, la cohesión social, el fortale-cimiento de las instituciones nacionales, la autoridad y alejaraal país de los peligros de un progreso estrictamente materialdesbocado por la ausencia de frenos morales. El hispanoame-ricanismo como recuperación de la esencia hispánica cifradaen la civilización católica, marcaría los nuevos rumbos de lanación colombiana.

El concepto de civilización es central para entender laintensidad en la producción hispanoamericanista de la eliteletrada. Como se ha encargado de demostrar la historiografíacolombiana, el deseo civilizador fue el paradigma rector de la

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16 Ibídem, pp. 532-533.

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vida nacional durante el siglo XIX. El faccionalismo político ylas luchas partidistas se disputaron continuamente el modomás adecuado de incluir al país dentro del concierto de lasnaciones civilizadas, pero lo que nunca se puso en cuestiónfue la necesidad de avanzar en pos de la tan soñada civiliza-ción. En las décadas finales del siglo, cuando la cuestión del«problema social» comenzó a inquietar con mayor intensidadque en décadas anteriores a los rectores de la vida nacional, ladefensa de las «libertades» comenzó a ceder terreno frente a ladefensa del «orden» y la «autoridad». A la idea de progresocomenzó a acompañarla la referencia al «orden moral», altiempo lineal del progreso material basado en el evolucionis-mo inalterable e irreversible, se le sumaba la otra gran teleo-logía de la salvación cristiana. La civilización era la ruta quemarcaba el rumbo al paraíso. Al exterior de esta concepciónsólo existían la barbarie y el pecado, y si el progreso condu-cía a que las masas comenzaran a incorporarse a la vida polí-tica mediante el injuriado socialismo, eso no era progreso. Lasoñada modernidad era tan deseada como el mantenimientointacto de la jerarquía social en la que los letrados ocupabanla cúspide. Para tal fin se valieron de los mecanismos diferen-ciadores que anidaban en la supuesta homogenización quebrindaba el hispanoamericanismo, trazaron un orden jerarqui-zado de taxonomías espaciales y poblaciones en las que losletrados se reservaron las cualidades más excelsas, desde lasque legitimaron su derecho inmemorial a ejercer el poder ydetentar el monopolio de los privilegios sociales.

En ese diseño que esculpía la unidad y la desigualdad, sehizo imperioso el retorno del catolicismo como guardián de laconciencia nacional, como el mecanismo que permitía aunarel orden social con el progreso de la nación, así lo entendíaincluso un liberal como Núñez. En esa situación el hispano-americanismo ofrecía un auténtico arsenal discursivo que enca-jaba como un guante en las necesidades de los letrados. Elcatolicismo se insertaba en la sociedad colombiana como atri-buto de la identidad nacional, a la vez que mediante la evan-gelización asumía las funciones de civilizador por excelencia

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de las regiones bárbaras. La devolución de los bienes a laIglesia, la entrega del aparato educativo, la firma delConcordato con la Santa Sede en 1887 y la puesta en marchade las misiones evangelizadoras —por las que el 72% del terri-torio nacional quedó bajo su autoridad—, son muestras, ade-más de la reintroducción de la Iglesia como rector de la vidasocial, de la fusión entre la Iglesia y el Estado, de la plenaidentificación entre civilización y cristianismo, entre identidadnacional y catolicismo. Pero además, mediante la firma delConvenio de Misiones, el Estado colombiano reprodujo a esca-la nacional los mecanismos nacionalizadores con los que elimperialismo de fines del XIX reforzaba la cohesión de lospatriotas en torno a un proyecto civilizador común, alrededorde las glorias y laureles que acompañaban la expansión terri-torial. La campaña de defensa de las fronteras nacionales fren-te a las injerencias territoriales de otros Estados implementadapor los ejecutivos regeneradores y la expansión civilizada másallá de las fronteras interiores dibujadas en las cartografíasnaturalistas, en los ensayos sobre la geografía humana elabo-rados durante todo el XIX, fueron algo más que la afirmaciónefectiva de la soberanía nacional. Pueden enmarcarse en lapuesta en práctica de un imperialismo interior que unía atodos los colombianos de bien, católicos y civilizados, en esaempresa común civilizada, de corte imperialista, de la que lasmisiones evangelizadoras y la reducción de los salvajes quehabitaban los desiertos de la república fue su mejor ejemplo.

Las representaciones históricas de los letrados volvieronentonces su mirada en busca de los orígenes de la nacióncolombiana y en los primeros compases de la conquista y lacolonización hallaron los cimientos primigenios de la patria. Setrazaba así un continuo histórico en el que el pasado forjabala esencia de la identidad nacional que se reconstituía en elpresente y servía de proyección colectiva para el futuro.Alonso de Ojeda, Belalcázar y Quesada se convirtieron en loshéroes míticos de Colombia que a punta de arrojo y fe plan-taron los pilares de la civilización cristiana y la nación colom-biana. Desde ahí la nación tomaba cuerpo y alma en la histo-

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ria, los letrados no la construían a punta de ficciones, sino quela restituían, legitimando en las enseñanzas y valores propiosdel pasado, las acciones políticas del presente. Como afirmabaSoledad Acosta, Colombia había nacido al amparo de dosgrandes generaciones: la de los libertadores que legaron lalibertad a la nación y la de los conquistadores que conquista-ron el suelo patrio. En esa misma línea, el lenguaje era uno delos principales basamentos de la cultura de Hispanoamérica. Elcastellano era el medio de reunión y comunicación de los dife-rentes pueblos hispanoamericanos, en su uso correcto y purose cifraba buena parte de la identidad nacional y la perviven-cia de los lazos culturales con la Madre Patria. Además, era undistintivo y privilegio de los letrados, un marcador social delestatus y la preeminencia, un arma del poder político. A fin decuentas, la escritura capaz de agitar a la opinión pública era unrequisito para ejercer el poder en la Colombia finisecular,como escribió Marco Palacios. Por otra parte, había sido yseguía siendo, el medio con el cual rescatar a los bárbaros delas tierras calientes, la herramienta con la que se difundía elevangelio. Todas estas características hacían que Miguel Anto-nio Caro proclamase que la lengua es la patria. La raza era laúltima bandera del hispanoamericanismo que los letradosenarbolaban en su proyecto regenerador. La raza hispánica,heredera latina de Grecia y Roma, había sido la punta de lan-za de la expansión por todo el orbe de la civilización europea.En la raza se reunían todos los valores que proclamaba el dis-curso hispanoamericanista: espiritualidad, valor sin medida, feinquebrantable… Era el genio que habitaba en el corazón delpueblo. Pero más allá del ejercicio retórico, la raza hispánicaera vista como un plus en el rumbo hacia el progreso, el mes-tizaje entendido como blanqueamiento hacía posible que loscaracteres de las razas inferiores se difuminaran en la mezclacon los hispánicos, considerados superiores por naturaleza.Así mismo, pertenecer a la raza hispánica posibilitaba la iden-tificación con una de las raíces de la civilización: el mundohispánico. Una cultura, costumbres, comportamientos, tipos,creencias y valores específicos que encarnaban la base de laidentidad nacional y un estadio de civilización superior.

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Continuamente, a lo largo de las páginas que siguen, hace-mos referencia a los letrados y la elite letrada. Independiente-mente de la filiación política, y aunque en nuestro trabajohagamos énfasis en intelectuales y políticos conservadores, elconcepto de elite letrada remite a la indisoluble asociaciónentre el ejercicio literario y las responsabilidades de gobierno.La cantidad de ejemplos de este tipo entre la elite políticacolombiana asombra: Miguel Antonio Caro, José ManuelMarroquín, Manuel San Clemente y Marco Fidel Suárez fueronpresidentes de la república, académicos de la lengua y filólo-gos; José María Quijano Wallis y José Joaquín Casas fueronministros y literatos; José Caicedo Rojas ejerció varios cargospolíticos a la vez que fue uno de los más destacados novelis-tas de la segunda mitad del XIX; Soledad Acosta, además deuna de las más prolíficas novelistas colombianas y de estarcasada con una de las principales figuras políticas del XIXcolombiano, José María Samper, fue la representante oficialdel Estado colombiano en las celebraciones del IV Centenariodel Descubrimiento de América, junto con Ernesto RestrepoTirado. En esta definición podríamos incluir a Luis Carlos Ricoy Carlos Martínez Silva, pues ambos ocuparon tanto las tribu-nas públicas como las carteras ministeriales, pero también aJosé Domingo Ospina Camacho, Marcelino Vélez, EliseoPayan, Felipe J. Paúl, Jorge Holguín, José Eusebio Otálora,Antonio B. Cuervo, Antonio Gómez Restrepo, Rafael Reyes,Miguel Abadía Méndez, Francisco Javier Zaldúa, CarlosCuervo Márquez, Rafael María Carrasquilla… el listado podríaser inacabable. Por lo tanto, el concepto de letrado usado enestas páginas remite a la figura en que se une el poder políti-co y el poder de significación. Cetro y pluma fundidos en unasola imagen que amalgama la creación de un mismo ordenpolítico y simbólico, de acción y legitimación; tal y como lohan hecho otros autores ya citados como Palacios y Martínez,pero también Deas o Raymond L. Williams y cómo no, ÁngelRama.

Del empeño de los letrados en forjar una identidad dura-dera, coherente y funcional para sus intereses y los del Estado

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colombiano, al final de esta breve introducción volvemos alprincipio, a las preguntas que no tienen respuesta. Más alláde que el imaginario colectivo trazado por estos hombres seimpusiera y perdurara en el ser colombiano; más allá de quela Constitución del 86 condicionara y reglamentara la vida demillones de colombianos hasta 1991 y su principal artíficefuese el fanático hispanista Miguel Antonio Caro; cabría pre-guntarse ¿por qué la identidad nacional se ha convertido enel puntal sobre el que se organiza la vida en las sociedadescontemporáneas?, ¿cuál es el atractivo tan poderoso queencierran sus imágenes?, ¿qué esconde la nación, ese artefac-to cultural, esa comunidad imaginada, ese plebiscito cotidia-no, para que sus ficciones irracionales encarnen con tal fuer-za en la sociedad y se conviertan en los códigos con los queafirmamos nuestra existencia, en uno de los sustratos básicossobre los que elaboramos nuestra identidad? Son preguntasque hasta hoy no han tenido una respuesta satisfactoria, tansólo intuiciones más o menos acertadas. En esas preguntas,más que la esperanza por encontrar una certeza, anida unaduda que no deja de acosar la conciencia. Esa duda irresolu-ble espolea mi trabajo tanto o más que encontrar la gratifi-cante evidencia documental que sustenta mis argumentossobre el hispanoamericanismo. En el fondo, esto último no esmás que una excusa para seguir al acecho de esa fuerzapoderosa.

Tal vez, el núcleo de poder de la nación, con su simbolo-gía y sus ficciones compartidas, sea que nos dota de un esque-ma referencial en el que podemos encajar la incertidumbreque entraña el acto de respirar. Frente al radical misterio queencierra la existencia, el hombre sólo puede anteponer la futi-lidad de sus preguntas, encadenadas a la frustración de saberde antemano que no hay respuestas que puedan capturar lointangible. Frente a ese vacío se erige el instinto de pertenen-cia: el deseo de pertenecer y ser aceptado. Es en ese puntodonde la nación entra en avalancha desplegando el abanico desus ilusiones, de reyes y batallas, banderas e himnos, tradicio-nes y memorias, pasados remotos y futuros esplendorosos.

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Malabarismos de ilusionista, códigos de integración a un colec-tivo vaporoso. Existen vacíos que el hombre quiere llenar atoda costa, así sea con mentiras.

Todas las épocas se fundan en ese deseo y quimera: miem-bro de una familia, un clan o una tribu; hijos de un Dios; súb-ditos de un reino; ciudadanos de una patria... La perdurabili-dad y adaptación constante de la nación, tan destacada porsus estudiosos, reside en la asombrosa capacidad de mutarque tiene, de adherirse con otras identidades y constituirse enuna segunda piel de las personas. Y a pesar de su irraciona-lidad de base, hasta ahora la nación es más poderosa que nin-guna otra. En nombre de esa ficción colectiva los hombreshan matado y matan en una escala sin igual, con dolor y tam-bién placer, todos y cada uno de nuestros días. Probable-mente porque despreciamos los cuerpos, esta materia confecha de caducidad que habitamos (lo único que estrictamen-te poseemos y nos posee) y deseamos frente a la muerte cier-ta e inevitable, pertenecer a un espacio ideal de inmaculadasimágenes eternas, decididos a ignorar a cualquier precio queesas fábulas de eternidad que llamamos España, Colombia, otambién Proletariado, Liberalismo o Dios, no son más queestúpidos consuelos, esperanzas de cobardes, sombras inúti-les que nuestro miedo le interpone a la certeza inexorable dela nada. En ellas nuestras vidas parecen multiplicarse, expan-dirse y trascender nuestra intrínseca levedad, encuentran unsentido al vértigo de unos latidos que no tienen origen, cau-sa ni motivo; se reconcilian con el Destino, mientras el caos,el azar y el absurdo nos miran pasar con ironía.

En ese sentido vital, gregario y personal de la nación resi-de el núcleo central de su potencia. Por eso también es el másdifícil de explorar para los investigadores y una especie de«piedra filosofal» para los alquimistas del nacionalismo; porquecomo escribe Anthony D. Smith: «Ante la gran variedad de acti-tudes y percepciones humanas, no tiene nada de extraño quelos nacionalistas, sus críticos y todos los demás hayan sidoincapaces de ponerse de acuerdo en los criterios de autodefi-nición y ubicación nacionales. La investigación sobre la perso-

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nalidad nacional y la relación del individuo con ella continúasiendo el elemento más frustrante del proyecto nacionalista»17.Probablemente sea una tarea imposible, podremos armar losmodelos comprensivos más sofisticados y certeros, así comodotarnos de las técnicas de análisis más precisas y fidedignas,y nunca desentrañaremos lo que motiva las acciones, pensa-mientos y emociones de los hombres. Esas quimeras pertene-cen al misterio que nos constituye: esa desolación maravillosaque habitamos.

Por eso quisiera dejar claro que en esta tesis no persigo res-puestas, sino simplemente tratar de comprender. Tampocopretendo afirmar que la identidad nacional colombiana forjadadurante la Regeneración fue el resultado consciente de los des-velos intelectuales de una elite letrada, nada más lejos de miparecer: los letrados colombianos eran tan partícipes comoresponsables de ese imaginario colectivo que los constituía yal que se aferraban para construir la imagen de Colombia quemás se ajustaba a sus deseos e intereses, pero que poco teníaque ver con esa otra Colombia de mestizos, indígenas y negrosen un medio general de pobreza, incomunicación, caciquismo,analfabetismo y violencia. Ni siquiera me atrevería a decir queesa identidad forjada a golpe de ensayo, novela y artículo seimpuso con una claridad y contundencia palpables. A lo másque llego es a afirmar que se intentó imponer. La identidadnacional no es lo que proyectan las elites sino lo que decidencreer, sentir y soñar los ciudadanos.

Esta tesis está estructurada en tres capítulos. He decididotitular al primer capítulo «¿Qué es el Hispanoamericanismo?»por dos motivos: el primero por el desconocimiento que hayen el medio académico sobre este tema debido a los pocosautores que lo han trabajado, y segundo por el diferente enfo-que desde el que lo abordamos en estas páginas. Está estruc-turado en cuatro apartados. El primero lo dedico a realizar un

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17 SMITH, Anthony D., La identidad nacional, Madrid, Trama Editorial, 1997,p. 15.

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balance sobre las principales obras que se han dedicado a inves-tigar el Hispanoamericanismo; en el segundo desarrollo la ideade comprender el Hispanoamericanismo como un discurso; eltercero muestra el Plan de Reconciliación de Francisco AntonioZea como uno de los primeros textos decididamente hispano-americanistas ya en 1820; por último, reservo el cuarto aparta-do para recomponer el contexto histórico general en el que seinsertó el discurso hispanoamericanista colombiano.

El segundo capítulo, «La Regeneración: modernidad a la vie-ja usanza», se centra en el análisis del discurso hispanoameri-canista para construir desde su sistema de representaciones elnúcleo de la identidad colombiana durante el periodo de laRegeneración (1878-1900). Este capítulo también está divididoen cuatro apartados. El primero lo dedico a analizar el perio-do en cuestión, atendiendo especialmente a los temas de iden-tidad nacional y elite letrada, en una síntesis que pretendedibujar un marco general sobre la Regeneración y sus princi-pales aspectos. El segundo apartado se centra en el conceptode civilización, uno de los hilos argumentales que recorre todala tesis y que muestra cómo el concepto de civilización estabapresente en los cimientos del pensamiento letrado como para-digma de sus acciones. También como latía en el corazón delhispanoamericanismo: el medio discursivo que empleó la eliteletrada para identificarse como civilizada a partir del legadohispánico. Fundar la identidad nacional en la civilización his-pánica significaba incorporarse por «naturaleza» al concierto delas naciones civilizadas. El tercero está dedicado a la Iglesia yel catolicismo como elemento identitario común de los pue-blos hispanoamericanos, baluarte del orden social frente a lospeligros de la modernización, vehículo civilizador y atributoindisociable de la identidad nacional diseñada por la Rege-neración. En este punto indago sobre el papel de las misionesevangelizadoras como práctica donde se encarnó el discursohispanoamericanista. En la tarea de civilización de los salvajesencomendada por el Estado a la Iglesia encontramos el primerpaso de la nacionalización del individuo: el umbral de la vidacivilizada y de la ciudadanía lo otorgaba el bautismo. En esa

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tarea, y de la mano del discurso hispanoamericanista, el Estadocolombiano encontró una empresa nacional que unió en unmismo proyecto compartido a toda la nación. En la consolida-ción de las fronteras, el dominio de los desiertos y la redenciónde los salvajes, los letrados hallaron un remedo de las virtudesnacionalizadoras del imperialismo a gran escala, que nosotroshemos definido como imperialismo interior.

El tercer y último capítulo, «El legado hispánico», se centra enel análisis de la biografía nacional que los letrados construye-ron desde el hispanoamericanismo, en el empleo de la litera-tura como medio de difusión y creación hispanoamericanista,así como en la reconfiguración del castellano como un ele-mento esencial de la identidad colombiana. Dedicamos el pri-mer apartado al diverso corpus textual desde el cual los rege-neradores divulgaron una mirada histórica en la que el pasadode la nación principiaba con la gesta conquistadora y coloni-zadora de los españoles. Desde las lecciones que podían ex-traerse de ese pasado hispánico, Colombia aparecía como unanación cuyas esencias nacían con la imposición de la civiliza-ción hispánica en la Sabana de Bogotá. Esa historia regenera-da otorgaba a la patria un linaje más antiguo, mostraba la raízindiscutiblemente civilizada del país y servía como arma delegitimación de políticas basadas en la tradición en las cons-tantes disputas de la arena política. El segundo analiza el papeljugado por la novela y la poesía en la creación de un imagi-nario hispanoamericanista más divulgativo y de mayor rangode difusión. Por último atendemos a la representación del len-guaje como elemento constitutivo de la identidad colombiana,herramienta de civilización y diferenciación social, además deuno de los principales vectores de unión entre las naciones delmundo hispánico. La apertura de la Academia Colombiana dela Lengua, correspondiente de la Real Academia de la LenguaEspañola, la primera de su género en América, ejemplifica ade-más de esa política idiomática, la institucionalización del dis-curso hispanoamericanista.

Todas las fuentes documentales empleadas en la elabora-ción de este trabajo pertenecen a la Sala de Libros Raros y

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INTRODUCCIÓN

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Manuscritos, los fondos de hemeroteca y depósito de laBiblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. En esta investigaciónnos hemos ceñido a los textos que mostraban el pensamientode los letrados descartando otro tipo de documentos genera-dos por los mismos autores, pero que apuntaban a las laborespropias de sus acciones en los gobiernos regeneradores.Nuestro objetivo es la tarea escrituraria con que se diseñó elideal nacional, los artículos en prensa, ensayos, trabajos histo-riográficos, novelas, poemas, monografías, columnas periodís-ticas, discursos académicos, manuales educativos donde losletrados plasmaron el deber ser de la nación colombiana. Enesta investigación consideramos que la identidad nacional seforja antes que nada como un ejercicio narrativo de las elites.Esta óptica nos ha conducido por la senda de unos escritos enlos que se cartografía el entramado ideológico, emocional, his-tórico, político, simbólico desde el que se intentaba construiruna identidad nacional que recubriera el frío esqueleto dedecretos y leyes que sustentaba al Estado-nación colombianoen las dos últimas décadas del XIX. Podríamos hacer nuestraslas palabras de Jaime Jaramillo Uribe en el prefacio de ElPensamiento Colombiano en el siglo XIX, cuando señala que elobjetivo de su obra es «intentar un ensayo de comprensión delpensamiento de algunas figuras que, por la magnitud y calidadde su obra, tuvieron en su tiempo considerable influjo sobrela opinión de sus conciudadanos y en alguna medida han con-tinuado teniéndolo»18. Pensamiento que desde el discurso his-panoamericanista emplearon para significar una realidad, unpasado y un futuro en el que Colombia lucía las galas de unaidentidad pura, radical y esencialmente hispánica.

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18 JARAMILLO URIBE, Jaime, El pensamiento colombiano en el siglo XIX,Bogotá, Editorial Planeta, 1997, p. 13.

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1¿QUÉ ES EL HISPANOAMERICANISMO?

Una investigación sobre el hispanoamericanismo es unaapuesta arriesgada. Se trata de un concepto escurridizo, pro-blemático y polimorfo, plagado de interpretaciones diversas,por lo tanto una aproximación al mismo es una pelea continuacon autores, trabajos y múltiples definiciones en pos de obte-ner alguna claridad, de rescatar una serie de planteamientos eideas coherentes desde las cuales afrontar su estudio. El his-panoamericanismo fue un fenómeno trabado de ideologías,corrientes y postulados, con manifestaciones en los más diver-sos ámbitos, desde las relaciones comerciales a las diplomáti-cas, pasando por la creación de representaciones identitariastransnacionales hasta el fortalecimiento de idearios nacionalis-tas y la elaboración de proyectos culturales. Su investigaciónse convierte en una tarea titánica si se quiere mostrar toda suamplitud o un ejercicio en constante peligro de reduccionismosi se opta por un enfoque limitado a una sola de sus manifes-taciones, puesto que se trata de un fenómeno histórico —y megustaría remarcarlo— plenamente interconectado entre todassus expresiones. Además, no podemos fijar una periodizaciónclara del mismo puesto que, como bien dice Aimer Granados,es difícil establecer certeramente dónde y cuándo se originó elhispanoamericanismo19. Tal vez sean estas algunas de las razo-nes por las que ha sido escasamente trabajado, las responsa-

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19 GRANADOS GARCÍA, Aimer, Debates sobre España: el hispanoamerica-nismo en México a fines del siglo XIX, México D. F., El colegio de México/Uni-versidad Autónoma Metropolitana, 2005, p. 17.

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bles de que, en nuestra opinión, no haya recibido la dedica-ción que se merece por parte del mundo académico.

¿Qué es el hispanoamericanismo?, es una pregunta mássencilla de plantear que de responder. Las respuestas son casitan variadas como el número de autores que han intentadoresolver esa cuestión20. Dependiendo de qué aspecto enfaticecada autor las definiciones cambian: corriente de pensamien-to, campaña americanista finisecular, movimiento para la arti-culación de una comunidad transnacional, relaciones cultura-les entre España y América... En ocasiones, directamente seomite una definición del concepto y se pasa a un análisis desus características, expresiones y devenir histórico. A esta «in-definición» —producida más bien por una sobresaturación deformulaciones dispares— se suma una coral conceptual de tér-

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20 A los trabajos ya citados de Aimer Granados García, Isidro Sepúlveda, JoséCarlos Mainer, Jaime E. Rodríguez O., Antonio Niño Rodríguez y Leoncio López-Ocón, habría que sumar la obra de RAMA, Carlos, Historia de las relaciones cul-turales entre España y la América Latina, México D. F., Fondo de CulturaEconómica, 1982. Para comprender la evolución de las definiciones sobre los con-ceptos emparentados con el hispanoamericanismo y las diversas visiones quesobre el mismo se han elaborado es necesario recurrir a la lectura de los «pione-ros», PIKE, Fredrick, Hispanismo, 1836-1898. Spanish Conservatives and Liberalsand their relations with Spanish America, Notre Dame, University of Notre DamePress, 1971, y VAN AKEN, Mark J., Pan-hispanism: Its Origin and Development to1886, Berkeley, University of California Press, 1959. Otros textos interesantes paraprofundizar en aspectos relacionados con las definiciones conceptuales, la vincu-lación entre hispanoamericanismo y la construcción de identidades nacionales, lainfluencia de los viajes transatlánticos, el desarrollo de los congresos y conmemo-raciones y los procesos de unificación latinoamericana son: RIVADULLA, Daniel,La «amistad irreconciliable». España y Argentina, 1900-1914, Madrid, EditorialMapfre, 1992.; PASCUARÉ, Andrea, «Del Hispanoamericanismo al Pan-hispanismo.Ideales y realidades en el encuentro de los dos continentes», Revista Complutensede Historia de América, 2000, n.º 26.; ÁLVAREZ, Federico, «Retrato del hispanoa-mericanismo español», Debats, 2002, n.º 78, Valencia, Diputación de Valencia,2002.; MARTÍN MONTALVO, Cesilda; M.ª Rosa MARTÍN DE VEGA y M.ª TeresaSOLANO SOBRADO, «El hispanoamericanismo, 1880-1930», Quinto Centenario,1985, n.º 8.; MORALES MANZUR, Juan Carlos, «Bases teórico-doctrinarias y filosó-ficas de la integración latinoamericana», Revista Dikaiosyne, 1998, Año 1, n.º 1.;BERNABEU ALBERT, Salvador, 1892: el IV Centenario del Descubrimiento deAmérica en España: coyuntura y conmemoraciones, Madrid, Consejo Superior deInvestigaciones Científicas, 1987.

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minos que aun cuando están relacionados entre sí y parecenremitir a un mismo significado, en realidad representan dife-rentes versiones y construcciones ideológicas de un fenómenopor naturaleza heterogéneo21. Así proliferan en las monografíasy artículos conceptos como panhispanismo, hispanoameri-canismo, hispanismo, americanismo, hispanidad, usados conescasa precisión o patente mala interpretación, lo cual dificul-ta una aproximación rigurosa y precisa al tema. De ahí quenuestra primera tarea será abrirnos paso a través de esa vorá-gine terminológica.

Como al parecer, dar una definición conceptual sobre elHispanoamericanismo se ha convertido en una «costumbre» detodo aquel que encara el tema, ofreceremos nuestro propioaporte a la «polémica» —más correcto sería hablar de ausenciade la misma tratándose de un concepto con tanta carga ideo-lógica y política— y enunciaremos el posicionamiento teóricoy conceptual que vamos a seguir en la redacción de este tra-bajo. No se trata simplemente de continuar con esa «costum-bre», son dos las razones que nos llevan a hacerlo. En primerlugar, la perspectiva con la cual abordamos el problema: lasdefiniciones dadas hasta el momento se ciñen a otras visionessobre la materia, guiadas por otros intereses investigadores, yno encajan en nuestro planteamiento, por lo tanto creemosnecesario explicar qué es lo que nosotros entendemos por his-

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21 Para remarcar esta idea quisiéramos hacer nuestras las palabras de IsidroSepúlveda cuando señala: «El libro que el lector tiene en sus manos trata sobre tanvariado conjunto de temas que, de forma aislada, arrojan una luz nítida sobre cam-pos tan aparentemente alejados —en su aplicación y su tratamiento epistemológi-co— como las relaciones internacionales, el nacionalismo, la historia de las ideaspolíticas, los estudios culturales, la psicología social y la geopolítica. En el presentetrabajo todos ellos tienen una interrelación directa, tanto en el tratamiento comoen las metodologías de análisis; el conjunto puede producir en ocasiones unasuerte de vértigo académico, pero aquí se ha considerado que resulta necesariohacer un esfuerzo de readaptación de los instrumentos de investigación paraencontrar explicaciones no sectoriales a un fenómeno extremadamente complejo,cuya visión parcial tan sólo puede conducir al reduccionismo y, con él, al soste-nimiento de ideas comúnmente aceptadas, pero no por ello acertadas». SEPÚLVE-DA, Isidro, op. cit., pp. 11-12.

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panoamericanismo. La segunda razón es que desde nuestroposicionamiento profesional, creemos indispensable mostrarexplícitamente el aparato conceptual que guía nuestro análisis,puesto que desde su propiedad y acierto, adquieren consis-tencia y validez los resultados de la investigación. Ocultar elaparato teórico-metodológico con el cual hacemos frente alproblema evidencia una falta de rigor profesional o un escasoconocimiento de la materia, ya que toda definición conceptualemite un juicio y estos se forman en base a exclusiones y cons-trucciones subjetivas, por lo tanto sujetas a la crítica, la refor-mulación y el error. Pero esta es la única manera de dar aconocer al lector todas las herramientas con las que creamosnuestros escritos, «científicos», para que él pueda elaborar a suvez un dictamen sobre la utilidad y validez de nuestro trabajo.

1.1. UN CONCEPTO ESQUIVO

¿Por qué hay quórum entre la mayoría de los historiadores ala hora de entender el fenómeno hispanoamericanista y, sinembargo, no hay consenso para precisar el concepto que ha deenglobarlo? Tratándose de historiadores no es muy difícil enten-der el porqué. Como en la mayoría de los casos, basta con remi-tirse a las fuentes. Es en los documentos, en las declaracionesde los diversos autores latinoamericanos y peninsulares, en losprogramas y estatutos de las asociaciones hispanoamericanistas,en los discursos y las proclamas políticas donde encontramos lamultitud de expresiones que hoy día pueblan las monografías yartículos: americanismo, iberoamericanismo, hispanismo, pan-hispanismo, hispanoamericanismo, hispanidad…

El hispanoamericanismo ha sido tradicionalmente entendidocomo un movimiento ideológico, político e intelectual propug-nado por las elites intelectuales españolas con la réplica y apo-yo de sus homólogos americanos. Su objetivo era la afirmacióny consolidación de una comunidad cultural transnacional, en lacreencia de que existía una continuidad cultural entre España yAmérica que la separación y disgregación política provocada

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por la Independencia no había podido romper. En la construc-ción de esa identidad común, todas las naciones hispanoame-ricanas se reunían y homogeneizaban en torno a una historia,una lengua, unas costumbres, una religión, una raza y una civi-lización compartida. Visto de este modo, tuvo sus primerosantecedentes en el primer tercio del XIX y se hizo fuerte a par-tir de la segunda mitad de este siglo, sobre todo en las déca-das finales y en las tres primeras del XX, con los momentos demáxima exaltación hispánica producidos por el IV Centenario,la guerra hispano-cubano-estadounidense y las conmemoracio-nes de los primeros cien años de la Independencia.

Esta definición general es la que comparten la mayoría delos autores referenciados en la bibliografía estudiada. Las dis-crepancias —si se puede decir de ese modo— surgen a la horade señalar a partir de qué momento podemos hablar clara-mente del hispanoamericanismo como un fenómeno consoli-dado. Para Leoncio López-Ocón hay que situar en la década delos cincuenta del XIX el inicio del hispanoamericanismo. Su prin-cipal promotor fue la burguesía comercial y modernizadora dela España isabelina que en la coyuntura económica expansivade esa década perseguía un acercamiento con las antiguascolonias en un intento por recuperar el espacio perdido en losmercados americanos. Dentro de esa «ofensiva americanista»,como la define López-Ocón, nacieron una serie de revistas enlas que se plasmaba el nuevo interés por reconstruir los lazosde solidaridad y unión de la comunidad hispanoamericana, asícomo se delineaban las prácticas económicas, políticas y socio-culturales que debían fomentar la reconciliación y el reen-cuentro. Algunas de las publicaciones que señala el autor son:Revista Española de Ambos Mundos (1853-1855), El MuseoUniversal (1857-1869), Revista Hispanoamericana (1864-1867),La Ilustración Española y Americana (1868-1921), El Correo deEspaña (1870-1872), Revista Hispanoamericana (1881-1882),La Unión Iberoamericana (1886-1926) y El Centenario (1892-1894). Su trabajo se centró en el análisis de una de estas revis-tas americanistas, La América. Crónica Hispano-americana(1857-1874), órgano del partido liberal-radical, fundada por

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Eduardo Asquerino, diplomático y miembro de la burguesíarevolucionaria y comercial gaditana: «La América asimismo esun jalón más, quizá el más elocuente, de una ofensiva ameri-canista que desencadena la burguesía comercial española enplena euforia económica. La América, orientando a la opiniónpública y presionando al poder político, se esfuerza por hallaruna salida al enrevesado panorama americano existente en laEspaña de 1857 a través del complejo movimiento político ycultural del panhispanismo y del reformismo colonial»22.

Romero Larrañaga, Galdós, Francisco de Paula Canalejas,Emilio Castelar, José María Samper23, Torres Caicedo, RafaelMaría de Labra, José Arias y Miranda, Eusebio Asquerino yotros, fueron algunas de las firmas que colaboraron con larevista, dedicados desde posiciones liberales, krausistas ylibrecambistas a defender un acercamiento entre las nacioneshispánicas mediante el comercio y el intercambio cultural, elfomento del unionismo, la civilización y la reforma del sistemacolonial.

En Historia de las relaciones culturales entre España y laAmérica Latina, Carlos Rama hace avanzar una década elreencuentro entre americanos y españoles, justo a partir de1866, cuando España abandona definitivamente su política dereconquista. La obra abarca todo el siglo XIX y muestra cómo,excepto entre los años de 1878 a 1895, la centuria es un espa-cio yermo donde la tónica general de las relaciones fue el ais-lamiento diplomático, los conflictos y el extrañamiento produ-cido por los odios y rencores generados en las guerras deemancipación. Sin embargo, sobreponiéndose a esa dinámica,en el plano cultural los reiterados contactos intelectualessuplieron la carencia, cuando no el enfrentamiento abierto, delas relaciones políticas y económicas. Es precisamente en elcurso de esas relaciones culturales donde se forjaron las bases

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22 LÓPEZ-OCÓN, Leoncio, op. cit., p. 25.23 Entre Marzo de 1858 y Febrero 1860, José María Samper publicó cuatro

artículos titulados España y Colombia, América y España y La cuestión de las razasy La unión hispano-americana.

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más fuertes del hispanoamericanismo, revitalizando el papelde la historia común y la unidad de la lengua como elementosbásicos de una identidad compartida. En medio de la crisisgeneralizada en la que Hispanoamérica se debatió durante elXIX, los contactos entre escritores e intelectuales de ambas ori-llas del Atlántico, establecidos mediante viajes, publicaciones,colaboraciones periodísticas, asociaciones como la UniónIberoamericana y eventos como el IV Centenario, sirvieronpara reedificar los lazos rotos con la Independencia y paliar losdesencuentros constantes producidos por las acciones «recon-quistadoras», tales como el bombardeo de El Callao (1866) y lareincorporación de Santo Domingo (1861-1865). Fue en estasrelaciones culturales en donde se asentaron los puentes másfructíferos y duraderos del hispanoamericanismo decimonóni-co. A este respecto, Carlos Rama afirmaba para referirse al XIX:

Han sido decisivas, en primer lugar, para salvar la unidadde los pueblos de España con los de la América hispana.Mientras los ejércitos se han combatido, los «políticos» hanintercambiado proclamas e injurias, los fanáticos han abomi-nado mutuamente de sus contendientes y los agentes econó-micos han creado resentimientos, ha sido gracias a esas olvi-dadas relaciones culturales que se ha salvado el lazo másfirme, y diríamos que decisivo, entre España y los americanos.España ha desaparecido del comercio de América, su impor-tancia política es mínima o negativa; pero nadie le discute enAmérica la calidad de Madre Patria, de solar de las raíces dela cultura iberoamericana y su admirable calidad de puebloculturalmente creador24.

Como vemos, ambos autores hacen énfasis en los agentesintelectuales y el plano cultural como eje principal del reen-cuentro entre las antiguas colonias y la ex metrópoli. Ese esuno de los planteamientos que comparten la mayoría de losautores. Frente a una política de agravios y contraprestaciones,una diplomacia torpe o ausente, unos intercambios económi-

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24 RAMA, Carlos, op. cit., p. 15.

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cos caracterizados por su debilidad, y hasta que en el últimotercio del siglo la masiva emigración española se convirtiera enuno de los principales motores del hispanoamericanismo; fue-ron los intelectuales de todo género y filiación, en todo elmundo hispánico, los que sostuvieron la bandera del acerca-miento y la reconciliación entre las naciones hispánicas.

En esta línea José Carlos Mainer encuadra lo que definecomo la «campaña americanista finisecular», ligada al Regene-racionismo español y en el marco general de «la crisis de finde siglo»25. El inmovilismo, caciquismo y corrupción del siste-ma de la Restauración surgido de la mano de Cánovas delCastillo y la Constitución de 1876 —asociado con el famosofraude político del pucherazo—, provocó el distanciamientode la política tradicional en las clases medias en ascenso y laburguesía profesional que actuaban como punta de lanza de lamodernización española. En una sociedad en proceso de cam-bio acelerado, como la que muestra Mainer, pero lastrada porestructuras económicas, sociales y políticas de herencia esta-mental, las incipientes clases medias y burguesas perseguían lareforma del país para fomentar su avance hacia la modernidad.Frente al inmovilismo estatal de los gobiernos regidos por laoligarquía tradicional de rentistas y terratenientes, los regene-racionistas plantearon la iniciativa privada, canalizada a travésde asociaciones y corporaciones como las Sociedades deAmigos del País y las Cámaras de Comercio, como un mediopara regenerar la nación y avanzar sin rémoras por los cami-nos del progreso industrial y la expansión de la civilización.No se trató de un enfrentamiento político abierto, muy al con-

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25 El dolor de patria del 98, el pesimismo y desencanto en la coyuntura defin de siglo, fue la versión española de una crisis finisecular generalizada en lospaíses latinos que a su tiempo tuvo sus acontecimientos homólogos en otros paí-ses como Italia tras el desastre de Adua en 1896; en Portugal con la «crisis del ulti-mátum» de 1890 o en la Francia del 98, con los acontecimientos de Fashoda. Estossucesos vinieron a repercutir negativamente en la imagen internacional de estospaíses, lo que sirvió para legitimar los discursos de algunos intelectuales europeosque sostenían la inferioridad y el declive de las potencias latinas frente a la supe-rioridad de las razas anglosajonas y germánicas.

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trario, el Regeneracionismo apelaba a la unidad nacional parasolventar los problemas que aquejaban a la nación, cuyo cenitllegó con la crisis del 98. Por tanto, como afirma el autor, elprincipal interés del Regeneracionismo era el fortalecimientode la identidad nacional:

Como ocurrió en la Italia del Risorgimento, en la Rusia deNicolás II y, en parte, en la Alemania Guillermina, el pensa-miento burgués más independiente pensó que algo habíafallado en el proceso histórico del XIX, cuando sus resultadosse cotejaban con los de otros países: ni había imperio colonialque explotar, ni industrialización, ni laicismo, ni educaciónnacional, ni unidad en un solo espíritu patriótico. […] En estecontexto intelectual —privatización y nacionalización, socie-dad frente a Estado, recuperación del tiempo perdido— esdonde vamos a hallar la campaña americanista finisecular.Vinculada a muchos de los grupos que se han ido mencio-nando, quiso ser —según principios regeneracionistas para-digmáticos— la vindicación de una historia que no había teni-do continuidad económica «natural» —la de la colonia—, eltestimonio de una realidad sociológica que tendió a verse conojos favorables en sus fines (la presencia americana de fuertescontingentes emigratorios españoles), la urgencia de una afir-mación de latinidad creadora (que, como se verá pronto, tuvoel concurso interesado de muchos intelectuales transatlánti-cos) y la posibilidad de una expansión económica para unaindustria en crisis de superproducción26.

El Regeneracionismo contó entre sus filas con lo más gra-nado de las plumas intelectuales y literarias del momento.Rafael María de Labra, Joaquín Costa, Ángel Ganivet,Francisco Giner de los Ríos, Rafael Altamira, Lucas Mallada,Adolfo Posada y Ricardo Macías Picabea, entre otros, fueronalgunas de sus mejores y más prolíficas firmas. Sus iniciativasdieron pie a la celebración de encuentros como los fastos delIV Centenario y el Congreso Social y Económico Iberoamericanoen 1900, que revitalizaron, fortalecieron y fomentaron la reu-

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26 MAINER, José Carlos, op. cit., p. 136.

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nión de las naciones hispanoamericanas bajo el estandarte deuna cultura común en la que intentaban abrirse paso planes yproyectos de acción conjunta, desde los que se fortalecía unethos hispánico compartido, forjado por la historia a partir de1492 y que debía avanzar al unísono por la senda de los para-digmas ideológicos y socioculturales de la época: el progreso,la modernidad y la civilización.

Siguiendo los planteamientos de Mainer, Niño Rodrígueztambién define el hispanoamericanismo como una manifesta-ción del regeneracionismo español27. Para el autor, Hispano-americanismo y Regeneracionismo están íntimamente ligadoscomo expresión de los mismos problemas: la carencia de unapolítica estatal clara de modernización de la nación, el descré-dito internacional del país y la pérdida de influencia enAmérica por la competencia de otras potencias. Así, la miradadel autor lo define como:

El hispanoamericanismo será, para este grupo de intelec-tuales regeneracionistas, un componente más, aunque impor-tante, de ese programa «nacional» de regeneración y su limita-da trascendencia política se explica por haber sido formuladocon la misma carga de idealismo y voluntarismo que caracte-rizaron al regeneracionismo reformista. Su función inicial erala de contribuir a superar el pesimismo nacional que paraliza-ba las voluntades, abrir un nuevo campo de actividad que reu-niera a todos los grupos y sectores del país en una empresaauténticamente patriótica, y recuperar por este medio algo delprestigio internacional perdido28.

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27 «[…] se trata, básicamente, de la manifestación hipercrítica del descontentopolítico de las clases medias españolas, especialmente de las capas profesionales eintelectuales, con el Estado de la Restauración por su incapacidad para solucionarel bloqueo del proceso de modernización propio de un Estado y una sociedad bur-guesa. Manifestación ideológica que se basó en la apelación a unas hipotéticasfuerzas “nacionales” e interclasistas, capaces de modernizar la sociedad españolamediante la acción privada —la intervención en la sociedad civil, diríamos ahora—y al margen de las divisiones políticas. El Desastre colonial de 1898 no sería sinoel acontecimiento que agudizó ese descontento al provocar lo que se llamó una“crisis de la conciencia nacional”». NIÑO RODRÍGUEZ, Antonio, op. cit., p. 16.

28 Ibídem, p. 19.

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Uno de los aspectos que más nos interesa señalar de los quecita Niño Rodríguez, es la defensa de una identidad comúncomo parte fundamental del hispanoamericanismo. Tras laderrota española en la guerra hispano-cubano-estadounidensede 1898, con la amenaza del expansionismo estadounidense cer-niéndose claramente sobre Suramérica, apelar a una identidadcompartida era un medio de defensa frente al peligro imperia-lista. El fin era subrayar la preservación del carácter de unacomunidad de pueblos diferenciada pero unida por una mis-ma raíz cultural: «La meta última del americanismo regenera-cionista era pues el sostenimiento y la defensa de la identidadcomún, sustentada en una herencia y en un proyecto comu-nes. La herencia, es decir, la construcción de una memoriacolectiva común a los pueblos hispanos, pasaba por la recon-quista del prestigio espiritual de España y por la rehabilitaciónde nuestra historia»29. En este sentido se insertaban las pro-puestas del hispanoamericanismo positivo y práctico que ana-liza el autor y que de la mano de intelectuales como RafaelAltamira intentaba superar la sobreabundancia retórica y lasdeclaraciones grandilocuentes, que en poco ayudaban a laconsecución de hechos tangibles y materiales sobre los queasentar el desarrollo de los vínculos hispánicos. A esta ten-dencia se deben iniciativas como la organización de intercam-bio de profesores, becarios y publicaciones entre los centrosdocentes iberoamericanos, la institucionalización del estudiode la historia americana en el sistema educativo español, elestablecimiento de un centro de Relaciones Hispanoamericanasy la creación en Sevilla de un centro de estudio e investigaciónsobre el Archivo de Indias. Algunas de estas medidas fueronrecogidas por la Real Orden del gobierno español del 16 deabril de 1910 en la que se instaba a la Junta de Ampliaciónde Estudios e Investigaciones Científicas a fomentar las relacio-nes científicas con Latinoamérica, pero la mayoría no contó conla gestión necesaria para su desarrollo. Así pues, el hispanoa-mericanismo regeneracionista trató de salvar la crisis abierta en

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29 Ibídem, p. 23.

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la conciencia española, la marginación que España sufría en elplano internacional, evidenciada por los recurrentes estereoti-pos de inferioridad, mediante el fortalecimiento de las relacio-nes culturales con América. Era la manera de reconstruir su«prestigio espiritual» y encontrar una nueva imagen regeneradade sí misma.

Esa dinámica del hispanoamericanismo como ideario desti-nado a fortalecer la identidad nacional, es una de las que des-taca el colombiano Aimer Granados. Este historiador investigasu desarrollo en el México de finales del siglo XIX, poniendoespecial atención a dos líneas de análisis: por un lado, las rela-ciones entre México y España condicionadas por la masivaemigración española y los contactos intelectuales; y, por otro,el uso del hispanoamericanismo en la construcción de la iden-tidad nacional mexicana, dividida entre los hispanófilos y losdefensores de la memoria indígena. Durante el Porfiriato, laalta elite intelectual y política mexicana, en conjunción conla elite económica española salida de la emigración y agrupa-da alrededor del Casino Español, fomentaron el hispanoame-ricanismo como catalizador de la identidad nacional en proce-so, apelando al legado de la civilización española como elinicio de la nacionalidad mexicana:

Precisando un poco más, defino el hispanoamericanismomexicano como las acciones emprendidas en el orden cultu-ral e ideológico, destinadas a reafirmar y dar a conocer lalabor civilizadora de España en esta parte del mundo. En estaaproximación al concepto no solamente importan el legadocultural y la memoria histórica de la gesta descubridora y con-quistadora de España en América, sino también el papel cul-tural y económico que desempeñó la colonia española enMéxico durante la época de estudio. Además de esto, por ellado de los intelectuales mexicanos interesados en el hispa-noamericanismo, hubo la intención de buscar en los referen-tes de la civilización hispánica, algunos elementos que dieransentido a la identidad del mexicano. Igualmente, el hispanoa-mericanismo mexicano asumió la preservación del legado cul-tural hispánico en América, en momentos en que la doctrina

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Monroe, en su versión panamericana, reaparecía en el esce-nario latinoamericano30.

En la búsqueda de estas raíces colaboraron medios decomunicación como El Correo Español, La Raza Latina,La Voz de México, y autores como Francisco Sosa, FranciscoG. Cosmes y Justo Sierra entre otros. Granados es el únicoautor que de una manera abierta, precisa y clara se ha dedi-cado a estudiar el hispanoamericanismo en Colombia, aun-que, lamentablemente, en una escueta ponencia31. En la mis-ma hace una comparación de la recepción del discursohispanista en México y Colombia a finales del siglo XIX yprincipios del XX. En esencia, lo que someramente muestra sutexto es cómo el hispanoamericanismo formó parte indisocia-ble del programa conservador: «En Colombia los elementos dela hispanidad, o lo que hemos identificado como la tradiciónespañola, sirvieron para cohesionar a la sociedad y aun paraque los conservadores se apoyaran en esta tradición para per-petuarse por cerca de medio siglo en el poder. La resultantefue un nacionalismo conservador»32. Sobre esta base muestracómo el lenguaje y la religión fueron utilizados por persona-jes como Rufino José Cuervo, Marco Fidel Suárez, pero sobre

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30 GRANADOS GARCÍA, Aimer, Debates sobre España: el hispanoamerica-nismo en México a fines del siglo XIX, op. cit., p. 27.

31 Aunque son muchos los autores que de una u otra manera han señaladola influencia de la tradición hispánica en la formación cultural de Colombia, has-ta la fecha desconozco un trabajo que, fuera de la ponencia de Aimer Granados,use el concepto hispanoamericanismo para analizar en profundidad y de formaexplícita el papel jugado por el hispanoamericanismo en la formación del idearionacional en Colombia. Normalmente, los historiadores que han trabajado la cons-trucción de la identidad nacional colombiana señalan la influencia de la tradiciónhispánica en el pensamiento los letrados conservadores. En este sentido podemoshablar de Margarita Garrido, Jaime Jaramillo Uribe, Javier Ocampo, ArmandoMartínez, Eduardo Posada, Frédéric Martínez, Marco Palacios, Andrés Gordillo,Roberto Pineda, Malcolm Deas, Jorge Orlando Melo, Jorge Arias de Greiff y FabioLópez de la Roche, entre otros. Sin olvidar a Julio Arias Vanegas que, en nuestraopinión, es quien mejor, con mayor claridad y calidad, ha señalado la importan-cia de lo hispánico en la construcción de la nacionalidad colombiana.

32 GRANADOS GARCÍA, Aimer, Notas para un análisis del discurso hispa-nista en Colombia y México, 1880-1920, op. cit., p. 4.

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todo Miguel Antonio Caro, en la conformación de un idearionacional colombiano.

Como vemos, varios autores coinciden en considerar el his-panoamericanismo como una herramienta ideológica para con-solidar la identidad nacional en las sociedades hispanas. Hastala fecha, quien mejor ha trabajado esta línea en particular, y elhispanoamericanismo en general, ha sido Isidro Sepúlveda. Elautor de Comunidad cultural e Hispanoamericanismo, retomael tema de aquel libro para posicionar su trabajo en un nivelsuperior de amplitud y calidad en la obra que aquí reseñamos:El Sueño de la Madre Patria. Hispanoamericanismo y nacio-nalismo. En este libro el hispanoamericanismo es analizadocomo expresión del nacionalismo español de las dos décadasfinales del siglo XIX y las tres primeras del XX —la cronologíava de 1885 a 1936—. Sin embargo, como es inevitable a la horade abordar este tipo de problemática, hay una serie de aparta-dos dedicados a la primera mitad del siglo XIX y también a losaños de la dictadura franquista. La razón de este amplio aba-nico es que para la compresión global del mismo se debeexplorar en campos muy variados y diversos y, a la vez, mane-jar una horquilla cronológica que no se ciña a una demarca-ción estricta para evitar juicios excesivamente reducidos. Estoexige al investigador un gran esfuerzo de síntesis, erudición ymanejo fluido de los diferentes marcos teórico-metodológicosy técnicas investigativas, en lo que Sepúlveda define acertada-mente como «vértigo académico», necesario por otra parte paralograr un análisis que no caiga en los clásicos reduccionismos,la reiteración de lugares comunes y los errores en el manejoconceptual. De esta suerte, a la par que aumentan los peligros,si el autor es capaz de manejarse con soltura en medio de esavorágine, los resultados de la investigación arrojan una com-presión más rica y panorámica del problema.

Sepúlveda define el hispanoamericanismo de la siguientemanera: «Movimiento cuyo objetivo era la articulación de unacomunidad trasnacional sostenida en una identidad culturalbasada en el idioma, la religión, la historia y las costumbres ousos sociales; comunidad imaginada que reunía a España con

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el conjunto de repúblicas americanas, otorgándole a la antiguametrópoli un puesto al menos de primogenitura, cuando no deascendente, bajo la muy extendida expresión de MadrePatria»33. Como vemos, casi todos los trabajos coinciden en queel hispanoamericanismo perseguía la creación de una comuni-dad transnacional que uniese a todas las naciones hispanoa-mericanas en torno a una continuidad cultural y espiritualcompartida más allá de la Independencia. También, a la vistade lo expuesto, comprobamos que donde hay multitud de opi-niones encontradas es a la hora de precisar su carácter (movi-miento, campaña, ofensiva, relaciones) y la cronología de suconsolidación efectiva. En estos puntos los autores aún no hanlogrado establecer una terminología, ni una cronología con-sensuada. Lo que sostiene Sepúlveda es que el movimientohispanoamericanista fue una manifestación del nacionalismoespañol en la búsqueda de reafirmarse frente al surgimiento denacionalismos subestatales como el vasco y el catalán, en lasdécadas finales del XIX34. Por lo tanto, uno de los objetivoscentrales del libro es señalar que el hispanoamericanismo esta-ba dirigido en primera instancia a reforzar, desde la imagenque se proyectaba al exterior, los fundamentos sobre los quese construía la identidad nacional en el interior del país.

Su obra se asienta sobre cuatro pilares bien consolidados:el desarrollo del nacionalismo español en relación conAmérica; la corrientes conformadoras del hispanoamericanis-mo; sus elementos identificadores: la raza, la lengua, la histo-ria y la demarcación de un enemigo externo —tan necesarioen cualquier ideario nacionalista—; y los agentes operativosdel mismo: intelectuales, cuerpo diplomático, emigración y

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33 SEPÚLVEDA, Isidro, op. cit., p. 13.34 El Partido Nacionalista Vasco fue fundado por Sabino Arana en 1894 y el

moviendo catalanista había logrado una amplia base social en la federación deasociaciones agrupadas en Unió Catalanista, cuyo famoso programa es conocidocomo las Bases de Manresa, de 1892. En paralelo se desarrollaba la conciencianacionalista en escritos como los de Prat de la Riva y Pere Muntayola, Compendide doctrina catalanista de 1895, y El Partido Carlista y los Fueros Vasko-Navarros,de Sabino Arana en 1897.

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asociaciones americanistas. Donde Sepúlveda sienta un prece-dente para todos los historiadores que en el futuro se embar-quen en el estudio del hispanoamericano es en la precisión,delimitación y conceptualización de las corrientes que lo con-formaron, fuente constante de errores y tergiversaciones delfenómeno analizado. El autor identifica dos grandes corrientesenglobadas en lo que conocemos como hispanoamericanismo:el panhispanismo y el hispanoamericanismo progresista. Elpanhispanismo es presentado como la vertiente más conserva-dora, basado en la religión católica, la reivindicación del pasa-do colonial español, el sostenimiento de un orden social jerar-quizado y el reconocimiento de la hegemonía moral paraEspaña: «Para el panhispanismo América constituía un objetivode definición nacionalista, un recuerdo de la grandeza pretéri-ta, un espejo de su propia identidad. América importaba entanto mantuviera la herencia del pasado colonial, se identifi-cara en el presente con la España coetánea y aceptara el pro-tagonismo dirigente de la antigua metrópoli. América radicabasu importancia para el panhispanismo en tanto fuera una pro-longación española y, reflejada en el vasto continente, Españapudiera afirmar en él su identidad»35. Sepúlveda identifica susbases intelectuales y políticas con los escritos de Menéndez yPelayo y las declaraciones políticas de Segismundo Moret, asícomo los discursos con los que se inauguró la UniónIberoamericana en 1885. A esta corriente se suscribieron lamayoría de los autores colombianos estudiados en este traba-jo: Caro, Cuervo, Suárez, Reyes, Acosta, Caicedo Rojas, Casas…con las notables excepciones de personajes como CaicedoTorres y José María Samper que por sus escritos estarían situa-dos en el hispanoamericanismo progresista. Esta últimacorriente se caracterizó porque entendía que el estrechamien-to de las relaciones con las repúblicas americanas era un prin-cipio dinamizador para regenerar a España y superar su crisisfinisecular. Basado en el positivismo y el krausismo, apelabacomo medio aglutinante a la identidad cultural, abogaba por el

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35 Ibídem, p. 103.

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fomento de las relaciones comerciales y el intercambio inte-lectual como el medio más eficaz para la implicación entre lasdos orillas del Atlántico. La figura que mejor lo encarnó fueRafael Altamira con sus denodados esfuerzos por poner enmarcha un americanismo práctico basado en proyectos comu-nitarios concretos.

Es necesario poner en claro estos conceptos y otros comohispanismo, americanismo e hispanidad porque en su delimi-tación precisa e inequívoca radica la claridad de los resultadosde la investigación. En la mayoría de los trabajos encontramosque los autores emplean hispanismo, hispanidad e hispanoame-ricanismo, como si remitieran al mismo fenómeno, cuando noes así. Como señala Niño Rodríguez36, fueron los trabajos deFredrick Pike, Hispanismo. 1898-1936 en 1971, y el de VanAken, Pan-hispanism en 1959, los que introdujeron la confu-sión reinante en el uso de la terminología. Al emplear hispa-nismo estamos empleando un término que remite a los giroslingüísticos del español en otra lengua, y al estudio de la len-gua y la cultura española, para nominar un fenómeno ideoló-gico, cultural y político. Por lo reiterado de su uso, en la actua-lidad hispanismo es empleado para referirse a los esfuerzoshispanoamericanistas emprendidos desde América, del mismomodo que americanismo nos remite al hispanoamericanismoproducido desde España. Van Aken introdujo panhispanismopor afinidad con términos como panamericanismo o pangerma-nismo pero para referirse a la reestructuración ideológica delimperialismo español en relación a sus antiguas colonias y labúsqueda de nuevas oportunidades expansionistas, así pan-hispanismo no sería más que un producto del neocolonialismohispánico. Término, por cierto, que ya había sido empleado en1910 por el cubano Fernando Ortiz. Otros autores emplean ibe-roamericanismo, cuando este término incluía también la fusióncon Portugal y sus antiguas colonias, corriente deudora deliberismo propuesto por Antonio Sardinha en La Alianza

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36 NIÑO RODRÍGUEZ, Antonio, op. cit., p. 16.

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Peninsular. Esta obra influyó notablemente en la definición deHispanidad, el concepto más recurrente y a la vez el más pro-blemático, que constantemente se asocia con el hispanoameri-canismo.

La hispanidad fue la doctrina fascista de Estado adoptadapor el franquismo y no sólo el medio de propaganda del régi-men en América, que si bien parte de coincidencias progra-máticas con el panhispanismo, significó una ruptura y supera-ción del mismo en la que América interesaba únicamentecomo un ideal de abstracción que marcaba el destino históri-co, católico y evangelizador de la España intemporal en sumisión universal. El punto de partida para la concepción ante-rior es La defensa de la Hispanidad, escrita por Maeztu y publi-cada en 1934, tras su estancia como diplomático en BuenosAires. Los apóstoles de la hispanidad como llama Sepúlveda37 aZacarías de Vizcarra, García Morente, García de Villada y elcardenal Isidro Gomá, fueron los principales promotores deesta doctrina esencialista, ahistórica, providencialista, seudofi-losófica, voluntarista y fascista que Maeztu condensó en suobra, en la que hispanidad es definida como la comunidadespiritual de las naciones hispanas. La identidad común ya noes definida a partir de la lengua o la historia, sino de los valo-res espirituales que encarna la Hispanidad, en analogía clara ala Cristiandad, que remite a la reunión de los pueblos cristia-nos. La idea de imperio es central en su retórica, así como lade destino histórico, entendido como la misión que España ylos países nacidos de su obra civilizadora y misionera cumplenen los designios universales de Dios.

Como si no fuera suficiente con las dificultades que entra-ña abrirse paso a través de las investigaciones propiamentededicadas al hispanoamericanismo, ya sea entendido comohispanismo, panhispanismo, americanismo, iberoamericanis-mo, etcétera…, existe una línea de investigación emparentadacon el mismo que se ha dedicado a conceptuar el hispanoa-

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37 SEPÚLVEDA, Isidro, op. cit., pp. 53, 95-96, 155-175.

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mericanismo desde un posicionamiento radicalmente diferen-te. Esta corriente asume el hispanoamericanismo como una delas tendencias dentro del marco general del integracionismolatinoamericano. Recordemos que aunque el hispanoamerica-nismo finisecular enfatizaba la necesidad de proyectos comu-nes, y sobre todo el fortalecimiento de lazos culturales com-partidos, las proposiciones de una unión política no pasaronde ser poco más que testimoniales, y que aunque despertabansimpatías se consideraban inviables38. Incluso, cuando avanza-do el siglo XX este tipo de reclamos se hicieron algo más usua-les, no dejaron de ser más que ensoñaciones retóricas.

Sin embargo, la línea a la que nos referimos ahora no tienenada que ver con ese contexto. Hablamos del hispanoamerica-nismo analizado por autores como Jaime E. Rodríguez O. parareferirse a los proyectos que desde finales del siglo XVIII, perosobre todo en la coyuntura de la Independencia, abogaban porreformar el entramado político del imperio español para obte-ner nuevas formas de relación en las que los territorios ameri-canos gozasen de autonomía, pero sin romper políticamente launidad del mundo hispánico. Hispanoamericanismo e hispa-noamericanistas como Vicente Rocafuerte, José AntonioMiralla, Miguel Ramos Arizpe, Diego Tanco, Tomás Gutiérrezde Piñeres, Manuel Lorenzo Vidaurre y los colombianos JoséFernández de Madrid y Francisco Antonio Zea entre otros,quienes, ante el fracaso del liberalismo español y la deroga-ción definitiva de la Constitución de 1812, en la cual se gesta-ba aquella España de «todos los españoles de ambos hemisfe-rios», con la esperanzas de reconocimiento y participaciónpolítica que había abierto, optaron por defender la vía inde-pendentista como único medio de asegurarse las formas degobierno que deseaban: constitucional y liberal. Estos defen-

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38 Aprovechando el buen momento del hispanoamericanismo durante laPrimera Guerra Mundial, debido a las simpatías que despertó la posición neutralde España, el diputado catalán Rafael Vehils propuso la formación de un parla-mento representativo de todos los países americanos, como primer paso de launión política.

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sores de la Constitución del 12, vivían las guerras de emanci-pación no como batallas entre americanos y españoles, sinoentre constitucionalistas y absolutistas, serviles y liberales, tal ycomo Rocafuerte escribía en Rasgo Imparcial, folleto publica-do en 1820 en respuesta a un artículo de Tomás Romay. Paraél, los verdaderos patriotas debían «procurar la feliz pacifica-ción de América para que, animados todos del espíritu de lagran familia española y electrizados con los efectos de laSagrada Constitución, formemos establecimientos que tenganpor base el conocimiento anticipado de nuestros recíprocosintereses, fortificados y corroborados por el poderoso lazocomún de idioma y religión»39.

En líneas posteriores de nuestro texto, dedicamos un aparta-do a estudiar las implicaciones del Plan de Reconciliación deFrancisco Antonio Zea que podría encuadrarse en esta corrien-te. A pesar de que por limitaciones obvias no podemos profun-dizar en este aspecto, si queremos señalar que en nuestra opi-nión no podemos comprender cabalmente el sentido global delhispanoamericanismo, si no prestamos atención a las conclusio-nes que arrojan trabajos como el de Rodríguez O. Hasta ahorahemos visto como la mayoría de los autores considera el hispa-noamericanismo como un fenómeno de origen español. Pero ala luz de escritos como los de Rocafuerte o Zea se infiere queel discurso hispanoamericanista tendría una genealogía muyanterior a la que señalan las monografías actuales, que podríapartir del reformismo borbónico del XVIII y su concepción delimperio como un todo homogéneo integrado bajo el poder rec-tor de la corona. Probablemente, en paralelo a las medidas paramejorar el gobierno del absolutismo ilustrado y maximizar losbeneficios del Estado monárquico en cada uno de los territoriosbajo su dominio, se potenció esta corriente discursiva que poníaen valor la igualdad y homogeneidad cultural entre todas lasposesiones del imperio español. Se construía así una identidad

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39 ROCAFUERTE, Vicente, «Rasgo Imparcial», en RODRÍGUEZ O., Jaime E.,op. cit., p. 52.

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imperial hispánica que ligaba y cohesionaba a todos los reinosen torno a la monarquía española, fortaleciendo al régimenBorbón. Hablamos más que de hipótesis, de intuiciones queescapaban a los objetivos propuestos para esta investigaciónpero que esperamos poder probar en futuros trabajos. Sea comofuere, y a bien de aclarar esta definición del hispanoamericanis-mo como producto de los españoles americanos en el transcur-so de las guerras de emancipación, nos remitimos de nuevo alas palabras de Rodríguez O.:

Los largos años de ver los sucesos en la perspectiva delimperio o de la comunidad de naciones hispánicas acostum-braron a muchos a concebir a Hispanoamérica como un todo,actitud especialmente cierta en los que tuvieron fe en que elsegundo periodo constitucional lograra alcanzar la reconcilia-ción de España y América. Al quedar la Península nuevamen-te bajo el yugo del absolutismo, poniendo fin a los sueños deuna comunidad de naciones hispánicas, aquellos hombresconcibieron un nuevo ideal: el hispanoamericanismo. No sólolo propusieron a las nuevas naciones, sino también se esfor-zaron porque estas tuvieran éxito y obtuvieran el reconoci-miento diplomático, con la esperanza de que, en última ins-tancia, fuera posible formar una confederación de EstadosUnidos de Hispanoamérica40.

La antesala de este hispanoamericanismo sinónimo de inte-gracionismo americano, basado exclusivamente en la integra-ción de las nuevas repúblicas americanas, habría sido un his-panoamericanismo imperial que, sin romper los lazos sobre losque se erigía la unión cultural con la metrópoli —lengua, reli-gión, costumbres, raza, historia, carácter…—, propuso un dise-ño totalmente nuevo de las relaciones políticas que debíanregir el imperio hispánico mediante propuestas autonomistas yconfederativas.

Llegados a este punto podemos hacer un breve balance decómo ha sido analizado en términos generales el hispanoameri-

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40 Ibídem, p. 73.

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canismo. La primera conclusión es que, aun cuando se lo cata-logue de diversas maneras —corriente de pensamiento, doctrinao movimiento— los historiadores están de acuerdo en que elobjetivo del hispanoamericanismo era la ampliación, fortaleci-miento y defensa de una comunidad de naciones hispánicas entorno a una identidad cultural común basada en la lengua, laraza, la religión y la historia. En segundo lugar, también hayacuerdo en situar los orígenes del hispanoamericanismo en unmomento indefinido del primer tercio del siglo XIX. Las discre-pancias surgen a la hora de especificar a partir de qué momen-to podemos hablar de un hispanoamericanismo consolidado yplenamente operativo. Este hecho se habría producido en algúnmomento de la segunda mitad del siglo: o bien a partir de loscincuenta o en las tres décadas finales. La mayoría de los auto-res considera que es un fenómeno de origen español. El hispa-noamericanismo habría supuesto el ideal compensatorio delnacionalismo español al verse reducido a una potencia de segun-do orden durante el XIX, finalmente humillada y despojada desus últimas colonias en 1898. Frente a esta situación, el hispano-americanismo habría apelado al papel imperial de la historia deEspaña en la obra universal, un revulsivo con el que proyectaruna imagen de prestigio y honorabilidad hacia el exterior, desti-nada a mantener su status frente al concierto internacional denaciones, ya no como potencia imperial, pero al menos como«imperio cultural» al lograr, por parte de todos los países de uncontinente, el reconocimiento de su legado colonizador y civili-zador. Esta proyección a su vez habría servido para potenciar elnacionalismo español frente a nuevos nacionalismos como elvasco y el catalán, en una coyuntura signada por la pérdida delas últimas posesiones coloniales, el estancamiento de la moder-nización española y el anquilosamiento del Estado de laRestauración, así como para restañar con un baño de patriotismolas primeras fracturas sociales de una sociedad en la que nuevosgrupos sociales como el proletariado habían irrumpido en la vidapolítica con un discurso de clase internacionalista.

Aunque, como vemos, la idea de atribuir un origen exclu-sivamente español al hispanoamericanismo resulta coherente y

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es uno de los puntales sobre los que los autores construyensus trabajos, en nuestra opinión no diríamos que es totalmen-te errónea, pero sí limitada. Se trata de un juicio a priori embe-bido de eurocentrismo que condena a los hispanoamericanis-tas de América Latina a ser meros replicantes de los postuladosespañoles y que reproduce el prejuicio tradicional de conside-rar a América como un simple receptor pasivo de los discur-sos europeos. Esta crítica no responde simplemente a unintento obsesivo por mostrar la contraparte americana comoun foco creativo, ansiedad en la que suelen caer quienes bus-can desesperadamente romper con la vieja dicotomía produc-tor-receptor que durante décadas dominó los estudios cultura-les que ponían en relación a Europa con Latinoamérica. Setrata de una afirmación que responde al propio núcleo discur-sivo del hispanoamericanismo en la formulación de una iden-tidad transnacional, los problemas comunes que se afrontabanen ambas orillas del océano y el resultado que arroja la masadocumental analizada.

Es cierto que en las décadas finales del XIX España fue unode los centros productores del hispanoamericanismo más des-tacado por la potencia literaria e intelectual de algunos de lospersonajes que se encontraban en sus filas como Menéndez yPelayo, Emilio Castelar, Rafael María de Labra o Rafael Alta-mira. Potencia que se vio respaldada por la organización delIV Centenario —de hecho, la primera vez en la historia que seconmemoraba la empresa colombina — y la profusión de con-gresos, actos y encuentros que le siguieron, con lo cual se ase-guraba un papel destacado, de liderazgo, dentro de las nacio-nes hispánicas. También es cierto que uno de los principalesbeneficiados de las manifestaciones de fraternidad y reconoci-miento hacia la Madre Patria por parte de las repúblicas ame-ricanas era el nacionalismo español, tanto al interior de Españacomo en su proyección exterior. En su suelo se dieron cita lasprincipales asociaciones hispanoamericanistas, los proyectosmás elaborados de confraternidad y desarrollo, así como de élpartió la espectacular riada de emigrantes españoles hacia tierrasamericanas. Esta acumulación de factores distorsiona la imagen

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general del hispanoamericanismo, situando sus orígenes comosi fuera un fenómeno exclusivamente español.

Los textos analizados permiten aseverar que esta prepon-derancia española no significa que automáticamente el restode los países hispánicos se limitasen a ser la simple compar-sa de las declaraciones, proyectos y discursos peninsulares.América fue tan productora, creativa y protagonista del hispa-noamericanismo como España. Probablemente no se tiene encuenta que el hispanoamericanismo en América tenía quelidiar con otro tipo de macroproyectos identitarios, de corteunionista como el panamericanismo y el indigenismo.Además, una parte de los pensadores liberales latinoamerica-nos más influyentes del siglo, cifraban en el legado español lacausa de todos los males que aquejaban sus sociedades, comofunestas herencias del pasado colonial. Bastaría con citar losejemplos de Bilbao, Lastarria, Alberdi o Sarmiento41. Mientrasque el espacio peninsular ofrece una imagen homogénea defomento de las relaciones culturales con América en las últi-mas décadas del XIX, el espacio americano muestra un reper-torio de voces contrapuestas sobre el valor del legado español.Pero debemos recordar que uno de los objetivos prioritariosdel hispanoamericanismo era el reconocimiento y la exalta-ción de una continuidad cultural, por encima de los desen-cuentros y las rupturas políticas; que el hispanoamericanismotrataba de forjar una misma y única identidad hispánica quese extendía de los Pirineos hasta Río Grande y Tierra deFuego. No apelaba a una identidad hispánica española y otraamericana, entre uno y otro lado del Atlántico se extendía unacomunidad de naciones iguales erigida sobre una misma raza,un mismo idioma, una historia y una religión compartidas,una sola civilización. Las únicas diferencias reconocidas eranlas que repartían los papeles que se jugaban dentro de ese

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41 El Facundo de Domingo Faustino Sarmiento, aparecido en 1851, se asien-ta sobre la dicotomía entre civilización y barbarie que recorrería todo el XIX. Lacivilización se asocia a Europa (excluyendo a España) y los Estados Unidos, y labarbarie a la Hispanoamérica de herencias españolas.

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teatro discursivo: una, España, era la madre; el resto, las repú-blicas americanas, eran las hijas. Que las mismas figuras yrepresentaciones aparezcan en ambos escenarios no significala asimilación indiferenciada por los americanos de las formase imágenes españolas, lo que viene a resaltar es que esa dife-renciación que nosotros hacemos entre dos escenarios, noexistía a finales del XIX para los letrados hispanoamericanis-tas de ambos hemisferios.

Así las cosas, todos los letrados hispanoamericanistas cola-boraron desde sus respectivos países a esa empresa común,claro está, desde las particularidades e intereses propios de laposición y país en el que se encontraban. Evidentemente, elhispanoamericanismo era una manifestación del nacionalismoespañol, pero también lo era del mexicano, el argentino o elcolombiano. A España le permitía una especie de «autoridadmoral» sobre Latinoamérica, el reforzamiento de la identifica-ción de sus ciudadanos con aquella patria que un día acumu-ló unos dominios «sobre los que no se ponía el sol», le otor-gaba un pasado que legitimaba su permanencia entre laspotencias imperialistas en base a un virtual «imperio cultural».A las naciones americanas, y especialmente a Colombia por lacoyuntura que atravesaba en la recta final del siglo, le ofrecíala posibilidad de integrarse de pleno dentro del corpus denaciones civilizadas, como heredera de una de las más viejasy principales naciones civilizadoras. Se distanciaba así delreconocimiento efectivo de la diversa composición socioculturalde su población y encontraba la fuente de la que más deseabanbeber las elites constructoras de la nación colombiana: laempresa universal de la civilización. Bajo el flamear de unaidentidad nacional nacida de la gesta conquistadora y coloni-zadora española, dadora de los cimientos de la nación colom-biana, el cristianismo y la civilización occidental, los letradosconservadores colombianos encontraron su lugar bajo el sol,el discurso nacional homogeneizador que llevaba insertas lassemillas de la diferenciación y la jerarquía sociocultural yracial. Ellos, los herederos más puros de lo hispánico, encar-naban la punta de lanza de una vanguardia de civilizados en

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tierras de salvajes, trabajando por llevar a su país al buen puer-to del progreso y la civilización.

Además, el hispanoamericanismo les brindaba todos losrecursos para la construcción de una nación homogénea, via-ble y cohesionada según los patrones de la segunda mitad delXIX: la raza, la lengua, la religión y la historia. Que en esasimágenes nacionales no hubiese espacio para incluir en plenoderecho e igualdad a las identidades indígenas y negras pare-cía no tener mucha importancia. Sin embargo, esto que podríaconsiderarse como una falla, era en realidad un mecanismo dedominación en el que bajo la supuesta homogeneizaciónlatían las categorías diferenciadoras que reproducían escalasde poder jerárquico asegurando su posición de privilegio. Enrealidad, dentro de ese hispanoamericanismo sí existían meca-nismos de asimilación: la conversión religiosa que otorgaba elboleto hacia la vida civilizada y el blanqueamiento a través delmestizaje, la hispanización de la población, al creer que en elcruce racial los caracteres de lo hispánico, superiores por natu-raleza, se imponían a los inferiores, depurando y perfeccio-nando la raza. Por eso consideramos a Caro y MenéndezPelayo, Cuervo y Castelar, Acosta y Altamira, como receptoresy productores por igual del hispanoamericanismo. Todos elloscompartían el mismo objetivo: potenciar una identidad hispá-nica transnacional, común y unitaria, que sirviera para cohe-sionar ideológica, social y culturalmente los respectivos proce-sos de construcción nacional que encaraban en las últimasdécadas del siglo de las naciones.

1.2. EL DISCURSO HISPANOAMERICANISTA

Probablemente, lo expuesto hasta aquí se comprendemucho mejor si en vez de asociar el hispanoamericanismo demanera exclusiva y limitada como manifestación del naciona-lismo español, intentamos una mirada mucho más abarcadorade sus presupuestos. Mirada de amplio y largo alcance comola que nos ofrece comprenderlo como un discurso. Las cam-

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pañas y proyectos, las corrientes de pensamiento y los movi-mientos, serían expresiones del discurso hispanoamericanista.Discurso con tres objetivos claros: fortalecer una comunidadtransnacional de naciones hispánicas vinculadas entre sí por elsupuesto de compartir una misma identidad cultural; servir deimaginario colectivo en la conformación de las respectivasidentidades nacionales; y, por último, y en nuestra opinión, elrasgo más determinante del hispanoamericanismo, hispanizarese mundo hispánico en el que España y las repúblicas ame-ricanas aparecen como una unidad indisociable, haciendo desa-parecer la pluralidad de identidades socioculturales que sedaban en su seno bajo el manto de plomo imperial de unaraza, una lengua, una religión y una historia.

El hispanoamericanismo, más allá de un ideario o un progra-ma nacionalista, habría sido una red conceptual de categoríasdesde las cuales incorporar la realidad y dotarla de significado,otorgando los referentes de sentido desde donde los individuosguiaban su práctica social y se asimilaban como miembros deuna identidad colectiva que superaba los marcos locales y regio-nales, para insertarse en un estadio superior, la nación. En nues-tro caso la nación colombiana, que a su vez, desde el hispano-americanismo, formaba parte de una comunidad aún mayor, elmundo hispánico, ente de máxima filiación identitaria, matrizcultural y espiritual, núcleo generador del imaginario colectivoque otorgaba una base sólida de proyección exterior, y de articu-lación política y sociocultural al interior.

Para realizar tal afirmación apelamos a la evolución teóricade las investigaciones históricas de las últimas décadas. Desdehace aproximadamente treinta años, el trabajo historiográficoha incorporado la esfera cultural al núcleo de la compresiónhistórica de los fenómenos sociales. Este viraje, más acusadoaún en los últimos quince años, se ha centrado en la desacra-lización del causalismo socioeconómico, considerando a laesfera subjetiva o cultural como productora activa de las prác-ticas y relaciones sociales, en una reformulación profunda delmodelo teórico social. Esa nueva corriente fue denominada

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historia sociocultural, que si bien no rompió radicalmente con elesquema dicotómico de determinación unívoca entre contextosocial y conciencia, transformó esa relación de causalidad, eninteracción. Ha sido la historia discursiva la que, partiendo deestos presupuestos, los ha transcendido para afirmar que losconceptos a través de los cuales los individuos hacen signifi-cativa la realidad social no se tratan de un reflejo de esta, sinoque parten de una esfera social específica, regida por su pro-pia lógica causal e historicidad; espacio relacional en el que seconforman tanto los objetos como los sujetos. Sin embargo, noes desde ese nuevo paradigma histórico desde el que encara-mos esta investigación. Nuestro marco teórico son las reglas dejuego socioculturales, en las que los individuos encuentranespacios de autonomía para sus prácticas sociales, sujetas alrepertorio de posibilidades que les ofrece el medio social, perono determinadas unívocamente por este42.

El punto de base es que la realidad no se incorpora por símisma a la conciencia, sino que lo hace a través de su con-ceptualización, de su constitución significativa por parte de losindividuos, donde los imaginarios mentales intervienen activa-mente en la construcción del sentido, y por tanto en las prác-ticas sociales. A esta conclusión se llega desde la convicciónde que la base socioeconómica no determina causal y objeti-vamente lo cultural, es decir, que las condiciones socioeconó-micas no generan de por sí una subjetividad adscrita a unaidentidad, intereses y acciones predeterminados. La forma enque las personas aprehenden el mundo interactúa con lasestructuras sociales, que si bien condicionan las posibilidadesde sus acciones, no determinan sus respuestas. Por lo tanto, nose trata de caer ni en determinismos socioeconómicos, ni en

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42 Para una ampliación de los modelos teóricos sobre los problemas, deba-tes y planteamientos que afectan a la labor histórica debido al cambio de para-digma encuadrado en la crisis de la modernidad y la reformulación de los con-ceptos analíticos de conocimiento de la teoría modernista social, recomendamosencarecidamente a CABRERA, Miguel Ángel, Historia, lenguaje y teoría de la socie-dad, Madrid, Ediciones Cátedra, 2001, e Historia Social: Ficción, verdad, historia,2004, n.º 50, número dirigido por Julián Casanova.

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utópicos agentes ideales, sujetos libres de toda influenciacuyas acciones son guiadas en exclusiva por su razón. Es elpunto de cruce entre las condiciones socioeconómicas y lascategorías de apropiación significativa de la realidad, dondelos individuos generan el sentido social. Esto se debe, quisié-ramos recalcarlo, a que la realidad siempre es percibida porlos individuos no de una manera directa y objetiva, sinomediante un dispositivo cultural de categorías y conceptos através de los cuales la ordenan significativamente y la incor-poran a su práctica43. Ese dispositivo cultural de categorías yconceptos significantes sería el discurso tal y como lo defineCabrera y adoptamos nosotros en este trabajo:

En el plano puramente descriptivo, lo que el término dis-curso designa es el cuerpo coherente de categorías medianteel cual, en una situación histórica dada, los individuos apre-henden y conceptualizan la realidad (y, en particular, la reali-dad social) y en función del cual desarrollan su práctica.Dicho de otro modo, un discurso es una rejilla conceptual devisibilidad, especificación y clasificación mediante la cual losindividuos dotan de significado al contexto social y confierensentido a su relación con él, mediante el cual se conciben yconforman a sí mismos como sujetos y agentes y mediante elcual, en consecuencia, regulan su práctica social44.

Discurso que, como señala Nieto45, más allá de su nociónde enunciado y lenguaje, nos remite a su carácter de prácticasociocultural, articulada sobre las características que lo defi-nen: su esencia histórica y su fin como productor de sentido,por lo tanto su propia constitución como hecho social:

En síntesis, abordar un tema como el discurso, no llevasólo a intentar algunas acepciones sobre este, significa teneren cuenta y penetrar en el tejido de relaciones sociales, de

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43 CABRERA, Miguel Ángel, op. cit., pp. 28-46.44 Ibídem, p. 51.45 NIETO, Judith, «Sobre el discurso histórico y el discurso literario», Anuario

de Historia Regional y de las Fronteras, 2004, n.º 9, p. 179.

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identidades próximas y lejanas, que se expresan en conflictoshechos visibles en las manifestaciones culturales en un momen-to histórico y de unas características socioculturales particulares.En la búsqueda de la noción de discurso y en lo que esta tieneque ver con las representaciones literarias, se aspira a com-prender el constitutivo de identidades socioculturales que lascaracterizan, las que son reflejo del todo social, además de losdiscursos provocados a su interior. Pensado así, el discursomuestra el espíritu de una época, el cual de manera diferentepresentan tanto el texto histórico como el literario46.

El núcleo del discurso, aquello que trasporta y que a la vezlo constituye, es lo que autores como Roger Chartier47 definie-ron como representaciones de la realidad social. Desde estaóptica, el objeto de interés prioritario del historiador se des-plaza de la estructura socioeconómica al sistema de represen-taciones que opera en el núcleo de la mediación simbólica,«[…] al considerar que no hay práctica ni estructura que no seaproducida por las representaciones, contradictorias y enfrenta-das, por las cuales los individuos y los grupos dan sentido almundo que les es propio»48. Así, en el discurso es donde esasrepresentaciones colectivas se convierten, también según Char-tier, en «matrices de prácticas constructivas del mundo socialen sí». Representación comprendida a la manera de Stuart Hall,como «una parte esencial del proceso mediante el cual se pro-duce sentido y se intercambia entre los miembros de una cul-tura»: «El sentido depende de la relación entre las cosas en elmundo —gente, objetos y eventos, reales y ficticios— y el sis-tema conceptual, que puede operar como representacionesmentales de los mismos. […] La relación entre las cosas, con-ceptos y signos está en el corazón de la producción de senti-do dentro de un lenguaje. El proceso que vincula estos treselementos y los convierte en un conjunto es lo que denomi-

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46 Ibídem, p. 185.47 CHARTIER, Roger, El mundo como representación, Barcelona, Ed. Gedisa,

1992.48 Ibídem, p. 49.

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namos «representaciones»49. Representación social que según elDiccionario de análisis de discurso, es un término deudor dela sociología de Durkheim, bajo el nombre de «representacióncolectiva», orientado hacia el problema de la relación entre lasignificación, la realidad y su imagen. En el análisis de discur-so vendría a significar:

Así pues, las representaciones se configuran en discursossociales que dan testimonio, unos, de un saber de conocimien-to sobre el mundo; otros, de un saber de creencia abarcador desistemas de valores que los individuos se proveen para juzgaresa realidad. Estos discursos sociales se configuran de maneraexplícita al «objetalizarse» (Bordieu, 1979) en signos emblemáti-cos (banderas, pinturas, íconos, palabras o expresiones), o biende manera implícita por alusión (como en el discurso publicita-rio). Estos discursos de conocimiento y de creencia cumplen unpapel identitario, es decir, constituyen la mediación social quepermite a los miembros de un grupo edificarse una concienciade sí y por lo tanto una identidad colectiva50.

Este último punto es el que nos interesa destacar especial-mente: el discurso como el catalizador en la mediación socialque permite tomar conciencia de una identidad colectiva.Identidad que no es una esencia que buscar o rescatar, que noes un objeto definido y puro, estable, determinado por el lugarque se ocupa en la esfera social. Identidad como resultado deuna historicidad concreta, en cuyo seno se dan cita la tradicióny la ruptura, diferentes códigos sociales como la clase, el gru-po, la etnia, la filiación política, en la amalgama de los cam-bios y las mutaciones, que necesita del discurso para ser acti-vada o no, para erigirse en bandera desde la que el sujeto seafirma y desde la que interviene en el medio social. Por eso

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49 HALL, Stuart, «El trabajo de la representación», en HALL, Stuart (ed.), Repre-sentation: Cultural Representations and Signifying Practices. (trad. Elías Sevilla).Londres, Sage Publications, 1997. Cap. 1, pp. 13-74. http://socioeconomia.univalle.edu.co/profesores/docuestu/download/pdf/EltrabajodelaR.StuartH.PDF

50 CHARAUDEAU, Patrick y MAINGUENEAU, Dominique, Diccionario deanálisis del discurso, Buenos Aires, Amorrortu, 2005, pp. 505-506.

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quien gestiona el discurso puede validar unos atributos identi-tarios y excluir otros, posee la capacidad de consolidar unasrepresentaciones como vectores de identificación colectiva ynegar la entrada de otras al Olimpo de la imaginería colectiva.Esta mirada, el discurso como eje en la construcción de la iden-tidad nacional colombiana, es uno de los aspectos que destacaJorge Orlando Melo refiriéndose a la identidad nacional:

Debemos verla más bien como una forma de autopercep-ción, en la que cada colombiano define su pertenencia aColombia en cuanto reconoce a los demás como miembros dela misma comunidad y se ve como parte de ella al ser reco-nocido por los otros como tal. […] Esa identidad es esencial-mente un discurso: sus unidades formativas son las imágenes,los términos y las palabras que recibimos en la infancia, en laescuela, en los periódicos, en todas las formas de comunica-ción. Los discursos sobre la identidad se configuran con sím-bolos, frases, mitos, estereotipos, nociones vagas, imágenescolectivas. Las descripciones de ella son elementos en su for-mación misma. Además, se trata de un discurso que es pre-dominantemente elitista: los grupos populares hacen parte degrupos primarios, en los que todos se conocen, pero no con-forman espontáneamente comunidades abstractas como lanación o la clase social, que requieren un discurso para defi-nirse como miembros de ella y permitir que se reconozcancomo tales sujetos individuales51.

El discurso hispanoamericanista cumplió ese rol crucialdurante la Regeneración. El hispanoamericanismo fue el pun-tal decisivo en esa nueva fase de la construcción estatalemprendida a partir de 1878, pero sobre todo de 1885 y 1886en adelante; fue la base del discurso nacional, el más potenteque tuvo Colombia durante todo el XIX y que legó buena par-te de su imaginería al XX. Los letrados hispanoamericanistas

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51 MELO, Jorge Orlando, «Etnia, región y nación: el fluctuante discurso de laidentidad», en Memorias del simposio identidad étnica, identidad regional, identi-dad nacional. V Congreso Nacional de Antropología, Villa de Leyva (Colombia),Conciencias-FAES, 1989, p. 28.

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colombianos fueron hombres de gobierno, presidentes, minis-tros, diplomáticos, senadores, secretarios…; alternaron el ejer-cicio del poder, las leyes, las actas y los decretos, con los ensa-yos, las novelas, los poemas y los artículos. Desde estastribunas ejercieron su rol de educadores sociales, rectores dela conciencia colectiva. Había que regenerar Colombia, su vidapolítica, sus instituciones, su administración y sus leyes, perotambién, parafraseando a D’Azeglio, había que regenerar a loscolombianos, enseñarles que su historia comenzó con Colón yQuesada, que el único idioma que merecía tal nombre era elcastellano, que la civilización de la que participaban y se esfor-zaban por hacer avanzar llegó de la mano del evangelio, quela raza hispánica era la raza en la que debía fundirse y con-fundirse el resto de las razas por el bien del desarrollo de lapatria, de su adaptación y evolución hacia el progreso. Esa fuela obra de Núñez, Caro, Cuervo, Caicedo Rojas, Abadía Mén-dez, Holguín, Acosta, Martínez Silva, Antonio Gómez, Reyes,Marco Fidel Suárez, Casas, Quijano Wallis y tantos otros.Desenvainar el discurso hispanoamericanista para otorgarle elvalor de encarnar las esencias del ser colombiano, anclarse enla afirmación del somos lo que somos porque fuimos lo que fui-mos, como si aparentemente ese somos y ese fuimos fueran ver-dades escritas en mármol, cimientos tangibles, cuantificables.Como si no fueran simplemente palabras que abarcaban a otrascientos de miles de palabras desde las que se amasaba, seesculpía y diseñaba la ficción de una esencia colombiana.

Los valores y creencias, la patria y la historia nacional, asícomo el carácter, la raza, la cultura, el idioma y la fe, inclusolas metas colectivas de futuro representadas por la civilizacióny el progreso, eran consideradas herencia del legado hispáni-co que había que proteger, ensalzar y profundizar. La eliteletrada al mando de la construcción de la identidad nacionaldurante el periodo de la Regeneración, reprodujo e impulsó eldiscurso hispanoamericanista tanto como el hispanoamerica-nismo a su vez anidaba en sus esquemas mentales de desci-framiento de la realidad social. Desde su posición de privile-gio y poder sobre los medios de significación masivos, tejió su

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red de categorías significantes, un repertorio de imágenes, sím-bolos, mitos, creencias e historias en los que se rescataban losnúcleos primordiales de la nacionalidad, producidos desde elinterior del discurso hispanoamericanista. Así, se valieron delentramado simbólico identitario legado por tres siglos de colo-nización española y de la reactualización del hispanoamerica-nismo elaborada en todo el mundo hispánico en la segundamitad del XIX. En las últimas décadas del siglo, en plena diná-mica del progreso material y el imperialismo, se rediseñó laobra civilizadora de la conquista y la colonización, encon-trando en sus hitos paradigmáticos el legado histórico queinsertaba a las naciones hispánicas en un continuo histórico delucha secular entre la civilización y la barbarie.

El recurso al hispanoamericanismo residía en la necesidadde elaborar un imaginario colectivo sobre el que erigir la legi-timidad del Estado-nación en construcción, que proporcionasea los integrantes de la comunidad imaginada colombiana todoun corpus coherente y sistemático de representaciones comu-nes en las que identificarse, logrando crear una ficción de soli-daridad y homogeneidad entre todos los colombianos, asegu-rando así la cohesión social y la legitimidad de un aparato depoder supuestamente colectivo. Frente a otros discursos iden-titarios, el hispanoamericanismo ofrecía la virtud de su natu-ralidad, de ser la reivindicación de un entramado culturalconstituyente de lo colombiano por naturaleza, ya que todolo que definía a Colombia tenía su origen en el descubrimien-to, conquista y colonización del Nuevo Mundo por los espa-ñoles. Esa naturaleza era la que se creaba desde el discursohispanoamericanista. Evidentemente, más que rescatar y resti-tuir, más que evitar corrupciones del alma nacional por doctri-nas extranjeras, el fin último del discurso hispanoamericanistaera anular cualquier otro tipo de identificación colectiva por lahispanización radical de Colombia: hacer descender el carác-ter de sus gentes del imaginado carácter español: nobleza,honor, idealismo, hidalguía, coraje; continuar en la labor deapropiación-expropiación simbólica de los nombres y territo-rios: hombres y espacios bautizados con nombres cristianos,

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castellanos: José, San Antonio, Andrés, San Vicente, Pablo, SanAgustín…; afianzar el castellano como lengua única y el cato-licismo como la religión de la patria. En primer lugar, porquelos letrados se veían a sí mismos como herederos del legadohispánico, descendientes de españoles no sólo por sangre,sino sobre todo como guardianes de esa empresa de civiliza-ción por la que tenían a la conquista española: civilizacióncatólica frente a salvajismo pagano, una lengua ilustrada fren-te a simples dialectos52; practicantes de un historia occidental,maestra de la vida y las verdades, frente a la superstición, lasleyendas y el mito; miembros de una raza blanca y europeasuperior, frente a un multitud de bárbaros mestizos, indígenasy negros.

En segundo lugar, el hispanoamericanismo era la herra-mienta discursiva perfecta para los problemas que asediaban alas naciones hispanoamericanas. El primero de ellos, y comúna todo el ámbito hispánico, era la expansión estadounidense.Desde los visos más oscuros de la Doctrina Monroe, pero sobretodo a raíz de la apropiación de territorio mexicano en 1848,se hizo patente que el poder de los Estados Unidos no iba a per-manecer por mucho más tiempo recluido dentro de los límitesde sus fronteras. Al igual que Cuba y Puerto Rico para España,Panamá y los proyectos del canal interoceánico en Colombia,suponían espacios apetecidos por los intereses estadouniden-ses. Frente a esa expansión, el discurso hispanoamericanistabrindaba el ficticio refugio de la unidad hispanoamericana;unidad en la retórica sobre las glorias comunes, la afirmacióndel indómito valor de la raza hispánica, pero una unidad inca-paz de articular medidas prácticas y reales de acción conjuntapara evitar entre otros hechos la guerra de Cuba en 1898 y lapérdida de Panamá en 1903. Lo hispánico entendido como eltronco cultural común de las nuevas repúblicas, fue izado comouna bandera de identidad en la que se reunían y afirmaban

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52 Hobsbawm define dialecto como aquellas lenguas «que, como todo elmundo sabe, son lenguas que no poseen ejército ni una fuerza de policía». HOBS-BAWM, Eric J., La era del imperio, 1875-1914, Barcelona, Ed. Crítica, 2003, p. 166.

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todas las naciones ante la creciente hegemonía de Estados Unidosen todo el continente. Con esa enseña combatieron y protes-taron contra el imperialismo estadounidense autores emble-máticos como Rodó y Darío53.

Pero si esa era una de las caras del discurso hispanoameri-canista, al interior de las respectivas naciones este tenía otrotipo de funcionalidades, intereses muy concretos para solucio-nar o enmascarar. Por ejemplo, la creciente preocupación porlo que los letrados llamaban «la cuestión social». La incorpora-ción de las masas a la vida política estaba desestabilizando laestructura jerárquica y piramidal de la sociedad donde el letra-do ocupaba la cúspide de poder y privilegio. Frente a las nue-vas dinámicas de la clase media, el incipiente obrerismo y sugama de filiaciones horizontales, se extremaba la urgencia derenacionalizar a la población. En la búsqueda de la fórmula«modernización sin modernidad», como bien precisó MarcoPalacios, el hispanoamericanismo permitía la reincorporaciónplena de controles jerárquicos y morales en la vida social. Elprimero de ellos, la fusión entre el Estado y la Iglesia, la reac-tualización del pacto entre el altar y el trono. De la mano delos letrados regeneradores, el catolicismo volvió a ser el guar-dián del orden y la moral de la población, el medio para ase-gurar una instrucción pública basada en la autoridad. Uno delos elementos constitutivos del ser colombiano era el catolicis-mo, como pretendían demostrar —a la vez que así lo imple-mentaban— los escritos de Caro, de Carrasquilla, de Moreno o

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53 Darío, con El triunfo de Calibán en 1898, publicado en El cojo ilustradode Caracas, y José Enrique Rodó con su Ariel en 1900, hacían una relectura de unade las obras más influyentes de Shakespeare en Hispanoamérica: La Tempestad.Los personajes del autor inglés se reconvertían en iconos culturales, enfrentandoel utilitarismo material, agresivo de los Estados Unidos, simbolizado por Calibán,contra el idealismo noble y espiritual de América, encarnado por Ariel. La obra deDarío apareció como una protesta contra la intervención estadounidense en Cubay en defensa de España. A su vez, influyó notablemente el trabajo de Rodó, unalección alegórica dedicada a la juventud hispanoamericana que causó tal impactoque dio pie a una corriente de pensamiento entre los intelectuales del XX, cono-cida como arielismo. La buena acogida entre los hispanoamericanistas quedóreflejada en el prólogo de Rafael Altamira a su edición española.

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Medinas, en la línea del discurso hispanoamericanista másconservador y reaccionario, el panhispanismo. La fe católicaera algo más que una creencia religiosa, era uno de los atri-butos de la nacionalidad. Junto a esta función básica, la Iglesiadesempeñó otra campaña central en el proyecto regenerador.Mediante las misiones evangélicas se pretendía ejercer la sobe-ranía en amplios espacios del país como el Putumayo o elCaquetá, donde la presencia estatal era inexistente y estabanamenazados por las injerencias de otros Estados; pero tambiéncivilizar a esas poblaciones, incorporarlas a la nación median-te la difusión de la doctrina de Cristo. Donde no llegaba elejército, ni la escuela pública, llegaban los capuchinos, domi-nicos y franciscanos, continuando una obra de cuatrocientosaños que, como decía Leónidas Medina, obispo de Pasto, era«no sólo de utilidad para nuestra santa religión, sino tambiénde grandes y magníficos resultados para nuestra amada patriacolombiana»54.

Otra de sus funciones fue asegurar y legitimar la posiciónde privilegio social que ocupaban los letrados. Como muestraHobsbawm, los códigos por los que se definía el carácter delas naciones sufrieron una mutación a partir de la década de1870 a 1880, «la identificación nacional alcanzó una difusiónmucho mayor y se intensificó la importancia de la cuestiónnacional en la política». Pero lo que es más importante, secomenzó a definir la nación según criterios étnicos y lingüísti-cos55. Como ya señalamos, el discurso hispanoamericanistabrindaba en ese proceso todo su arsenal de representaciones,en este caso concreto, una raza hispánica y una lengua tenidapor civilizada como el castellano. Además de ofrecer los atri-butos para forjar una nacionalidad con toda la carga de legiti-mación pretérita que fuese necesario, ofrecía a los letrados unespacio de poder y privilegio: se intitulaban como los rectoresde ese proceso que reforzaba las características y el saber pro-

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54 MEDINA, Leónidas, Sobre las misiones del Caquetá y Putumayo, Bogotá,Imprenta de San Bernardo, 1914, p. 1.

55 HOBSBAWM, Eric J., op. cit., p. 154.

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pios de su grupo social. El idioma castellano no sólo consoli-daba y aseguraba la unidad nacional, al defender a ultranza suunidad en los países hispanoamericanos y su mantenimientopuro, tal y como fue llevado a sus cuotas más altas de rique-za y expresión por los autores del Siglo de Oro, se asegurabantambién la preeminencia sobre una herramienta de discrimi-nación social. El español pertenecía en última instancia a la eli-te de gramáticos y filólogos que lo conservaban inmaculadofrente a las corrupciones de extranjerismo, pero también fren-te a los vulgarismos y degradaciones al que lo sometía el pue-blo, llenándolo de regionalismos y nuevos vocablos. Se con-vertía así en un indicador de posición social, su buen usodenotaba la pertenencia al grupo rector, reforzando su podery consolidando a la comunidad de letrados56.

La raza no solamente era el depósito donde residía la matrizcultural. El término raza remitía también a su condición bioló-gica, faceta totalmente desechada en la actualidad por el mun-do académico. Se trataba de una hibridación que era validadapor el racialismo y el darwinismo social. Unos caracteres bio-lógicos limitaban, disponían y explicaban las formas de ser yestar en el mundo. El camino abierto por Gobineau a media-dos de siglo para la catalogación de la humanidad en razassuperiores e inferiores, se revestía a finales del XIX con losropajes de la ciencia. Las últimas líneas de investigación sobrela nación muestran como el propio discurso que erigía lahomogeneidad nacional fomentaba la diferencia, lo heterogé-neo, con la función de revalidar el clasismo social57. En esascartografías raciales, los letrados, bajo un barniz sociológico, omeramente costumbrista, construían una heterogeneidad tannecesaria para legitimar su poder como el apuntalamiento deuna homogeneidad implícita en la idea de nación, indispensa-

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56 DEAS, Malcolm, Del poder y la gramática. Y otros ensayos sobre historiapolítica y literatura colombianas, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1993, pp. 25-60.

57 En esta línea ubicamos los trabajos de Cristina Rojas, Peter Wade, AlfonsoMúnera, Julio Arias Vanegas, deudores en muchos casos de los problemas, plan-teamientos y debates abiertos por la historia postcolonial y de la subalternidadencarnada por Ranahit Guha, Bhikhu Parekh, Homi K. Bhabha, Partha Chartejee.

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ble para su constitución. En ese doble juego de lo uno y lodiverso, reforzaban su poder y posición social, su legitimidadpara ejercer la potestad de gobierno, haciendo coincidir suimagen con las virtudes que atesoraban las categorías superio-res que se creían más evolucionadas y sobre las que se asen-taba el pasado, el presente y el futuro nacional: la Colombiacivilizada, católica e hispánica de los hombres blancos de ori-gen europeo.

La connotación que adquirió esta imagen con el discurso his-panoamericanista fue la posibilidad de reivindicar el linaje deese estado superior por la vía de la genealogía familiar hispáni-ca. José Joaquín Casas se preciaba de descender de frayBartolomé de las Casas58, por ejemplo. Por otra parte, la pro-puesta racial desde el hispanoamericanismo era el mestizajeentendido como blanqueamiento59. José María Samper y Sal-vador Camacho Roldán habían celebrado en Ensayo sobre lasrevoluciones políticas y Notas de Viaje, las virtudes que apareja-ba el cruzamiento entre lo indio y lo negro con lo español parael mejoramiento evolutivo de la raza, siguiendo tesis lamarckia-

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58 OCAMPO LÓPEZ, Javier, José Joaquín Casas. Su vida, obra y aporte a lasletras, la educación y la cultura nacional, Bogotá, Instituto de Cultura Hispánica,1992, p. 34.

59 «Estas imágenes sobre el mestizaje se basaban en la concepción de estecomo un proceso moral, civilizador y cultural de cruces y razas, tendiente a unaregeneración o degeneración de estos procesos. Hasta que el darwinismo evolu-cionista, la teoría mendeliana sobre la herencia y el neolamarckianismo no toma-ron fuerza a principios del siglo XX en Colombia, el mestizaje no era visto comoun asunto de mezcla genética sino de cruce o fusión de razas, entendidas comoconjuntos poblacionales de apariencia somática particular, pero sobre todo conuna historia moral y de civilización específica. Por tal razón, los proyectos políti-cos de inmigración de la segunda mitad de siglo no se basaron en la introducciónde una nueva sangre con un conjunto biológico particular, sino de razas y pue-blos con unos valores particulares, en especial, para el trabajo agrícola, artesanaly la colonización de territorios despoblados. En este sentido, el mestizaje deseadoera uno tendiente hacia el blanqueamiento, no sólo como un hecho físico sinomoral y cultural. El blanqueamiento se refería a la generación de nuevas pobla-ciones en torno a los valores racializados como blancos: la laboriosidad, la ilus-tración, la civilización, el vigor y la moralidad». ARIAS VANEGAS, Julio, Nación ydiferencia en el siglo XIX colombiano. Orden nacional, racialismo y taxonomíaspoblacionales, Bogotá, Ediciones Uniandes, 2005, p. 47.

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nas60. En esta misma línea se manifestaba de nuevo José MaríaSamper en el prólogo que escribió para la novela de su esposa,Soledad Acosta, Episodios Novelescos de la Historia Patria. Lainsurrección de los comuneros, publicada en 1887, cuando dibu-jaba la imagen de los habitantes de Charalá como trabajadoresinfatigables, emprendedores e independientes, resultado delcruzamiento entre guanes, catalanes y andaluces61.

La historia cumplía la misión de preservar, difundir y reivin-dicar el legado hispánico. Era una historia de gestas y hazañas,consagrada a los héroes de la raza, enamorada de los conquis-tadores, admiradora de la colonia, senda de ejemplo para el pre-sente, animada por el genio de los prohombres que encarnabanen sus acciones el espíritu de toda una época, a la vez que erancapaces de transcenderla y llevar el umbral de los tiempos a unnuevo horizonte, testimonio de la providencia en el destino delos hombres, hija y copia de las obras de los cronistas. Así loexpresaba Caro: «Mostró a las claras la Divina Providencia susplanes en el gobierno de la sociedad humana, cuando hizo queel descubrimiento del Nuevo Mundo coincidiese con el altísimogrado de vigor religioso y de fuerza militar que había alcanza-do la nación predestinada a someter y civilizar estas vastas yapartadas regiones»62. Además de ser la correa de transmisiónque traía al presente la tradición de la nación colombiana y pro-poner una trama en la creación de una memoria histórica nacio-nal, la historia cumplía también una función primordial en laproyección exterior del país al hacerlo formar parte de lasnaciones imperiales en plena edad del imperialismo.

El imperialismo fue algo más que la expansión territorial delas naciones europeas por el todo el orbe. Cumplió un papel

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60 MÚNERA, Alfonso, Fronteras Imaginadas. La construcción de las razas yde la geografía en el siglo XIX colombiano, Bogotá, Ed. Planeta, 2005, pp. 25-41.

61 SAMPER, José María, «Prólogo», en ACOSTA, Soledad, Episodios Novelescosde la Historia Patria. La insurrección de los comuneros, Bogotá, Imprenta de laLuz, 1887, pp. 5-8.

62 CARO, Miguel Antonio, «Joan de Castellanos II. Castellanos como cronis-ta. Paralelo con Oviedo», El Repertorio Colombiano, 1879, n.º 18, p. 435.

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crucial en la construcción de un imaginario homogéneo en elque todos los grupos sociales podían identificarse como miem-bros de una empresa nacional y gloriosa, en palabras deHobsbawm: «De forma más general, el imperialismo estimulóa las masas, y en especial a los elementos potencialmente des-contentos, a identificarse con el estado y la nación imperial,dando así, de forma inconsciente, justificación y legitimidad alsistema social y político representado por ese estado»63. Esa fueuna de sus funciones en España durante la política de presti-gio de O’Donnell y posteriormente con las guerras deMarruecos, esa era su encarnación en los símbolos patrios queconstantemente recordaban el nacimiento de España median-te la Reconquista y el descubrimiento de América. Pero tam-bién ejerció un papel similar en América de la mano del his-panoamericanismo y la reivindicación gloriosa del pasadohispánico contra las representaciones de la leyenda negra. Losterritorios americanos fueron reconfigurados históricamentepor los hispanoamericanistas como parte integrante de unimperio, más provincias que colonias de la Monarquía espa-ñola, y por lo tanto, miembros de esa empresa civilizadora ini-ciada con el descubrimiento. Tanto los peninsulares como losamericanos del XIX, eran herederos de aquella España impe-rial, conquistadora y civilizadora, y como herederos de la mis-ma se presentaban entre las naciones imperiales, miembros depleno derecho de la obra occidental, encontrando en el pasa-do tanto un factor de cohesión interna como un elemento deproyección exterior. Aunque ya no pertenecían a ese imperiocon visos de universalidad, eran sus descendientes y partícipesde ese otro imperio más retórico y ficticio, el imperio culturaly espiritual que conformaban todas las naciones hispánicas,que en vez de ostentar nuevas posesiones, se aferraba a lasglorias pasadas, a las ruinas de un pasado de grandeza. Parailustrarlo sirven las palabras de Pedro María Ibáñez que cerra-ba así su biografía sobre Gonzalo Jiménez de Quesada: «La glo-ria de una nación no es solamente la de sus hijos; ella abraza

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63 HOBSBAWM, Eric J., op. cit., p. 79.

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también los actos de valor y justicia de sus fundadores. Alsacudir el polvo que el transcurso de 313 años ha acumuladosobre la losa del sepulcro de GONZALO JIMÉNEZ DE QUESADA

[…], creemos haber desempeñado una tarea patriótica»64.

Al final, lo que se lograba con esta red de desciframientode la realidad, era hispanizar España y América. Como el lec-tor habrá podido imaginar, nos basamos en este punto en lastesis del ya clásico trabajo Orientalismo, de Edward W. Said.Muchas de sus ideas forman parte de nuestra manera deentender y aproximarnos al concepto de discurso hispano-americanista que empleamos en estas páginas. Creo que aportauna gran riqueza para comprender nuestro tema establecer unparalelo entre el orientalismo de Said como una forma espe-cial de Occidente de relacionarse con Oriente e incorporarlo ala experiencia de Europa occidental, como zona de expansióncolonial en la que Occidente define una imagen de sí mismo,una mirada cultural e ideológica que se encarna y representaen imágenes, instituciones y doctrinas que poco tienen que vercon la realidad de Oriente, sino con la representación occi-dental que se construye desde una posición hegemónica. Lamisma función que ejercía hacia el exterior el orientalismo, eraimplementada por el hispanoamericanismo hacia el interior delterritorio sobre el que se desplegaba. Mientras que el orienta-lismo se constituyó como una ficción dicotómica entre unOccidente y un Oriente, creado por el primero y que nos dicemás sobre los presupuestos occidentales sobre los que fundóla «otredad oriental» que sobre el Oriente verdadero, el hispa-noamericanismo, aunque desempeñó este rol frente a las cul-turas indígenas y el racialismo con el que se definieron lasgeografías humanas latinoamericanas, fue la exaltación de laidentidad hispánica común a ambos lados del océano. Ese otroque se construyó desde el orientalismo, correspondía a unespacio territorial claramente diferenciado de Occidente, encambio, la otredad construida y excluida desde el discurso his-

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64 IBAÑÉZ, Pedro María, Ensayo biográfico de Gonzalo Jiménez de Quesada,Bogotá, Imprenta de la Luz, 1892, p. 76.

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panoamericanista formaba parte integrante de las poblacionesautóctonas, ocupando un mismo espacio territorial. Empresadiscursiva elaborada por las elites letradas hispanoamericanas,amplificada y difundida por sus medios de comunicación, pla-nificada y potenciada por las asociaciones hispanoamericanistas,institucionalizada en congresos, concordatos y celebracionescomo ejercicio laudatorio de la supremacía de la civilización his-pánica, la más pura de las civilizaciones cristianas.

Además, en cuanto se refiere a su estudio, las propias pala-bras de Said sirven para ejemplificar problemas comunes: «Si locomparamos con los términos estudios orientales o estudios deáreas culturales (area studies), el de Orientalismo [en nuestrocaso Hispanoamericanismo] es el que actualmente menos pre-fieren los especialistas, porque resulta demasiado vago y recuer-da la actitud autoritaria y despótica del colonialismo del siglo XIXy principios del XX. […] La realidad es que, aunque ya no sea loque en otro tiempo fue, el orientalismo [hispanoamericanismo]sigue presente en el mundo académico a través de sus doctri-nas y tesis sobre Oriente [Hispanoamérica] y lo oriental»65. Sébien que relacionar hispanoamericanismo y orientalismo esuna empresa peligrosa, que fácilmente puede caer en inter-pretaciones pueriles y simplistas, comparaciones fáciles yextrapolaciones carentes de sentido. Queremos remarcar estepeligro para evitar en lo posible cualquier confusión. La referen-cia a Orientalismo tiene más de ejercicio intencional que deadopción sistemática de sus presupuestos para el análisis quenos ocupa. El libro de Edward W. Said es una «referencia», nouna «guía». El punto de anclaje básico de este trabajo a las tesisde Said viene dado por la definición primordial de orientalismocomo discurso y la función básica del mismo: orientalizar. Elautor palestino se vale de la definición de discurso que toma delos trabajos de Michel Foucault para mostrar como el orientalis-mo fue un estilo occidental para dominar, reestructurar y tenerautoridad sobre Oriente, para «orientalizarlo»66. La misma función

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65 SAID, Edward W., Orientalismo, Madrid, Ed. Libertarias, 1990, p. 20.66 Ibídem, p. 24.

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que tuvo el Hispanoamericanismo, como ya dijimos, hispanizarEspaña y América, y aunque las divergencias entre un tema yotro son tan profundas y radicales como obvias, en este aparta-do son coincidentes.

Como el lector más avezado habrá notado, hasta aquí hemospuesto sobre la mesa demasiadas ideas con muy poca docu-mentación que las sustente como prueba. En este apartado sólopretendo mostrar la cartografía desde la que me muevo en lainvestigación sobre el hispanoamericanismo, el objetivo esentregar un manual de ruta al lector desde el cual pueda validarla interpretación que hemos hecho de las obras estudiadas. Porotra parte, la presencia del hispanoamericanismo tiene tal fuer-za en los autores seleccionados, que buena parte de lo que res-ta de trabajo es un mosaico de citas. En muchas ocasiones hedecidido no incluirlas en el cuerpo de la tesis como citas indi-rectas y he preferido sangrarlas, mostrarlas en su totalidad. Larazón es que al no existir trabajos de referencia sobre el temapara Colombia he creído conveniente dar protagonismo a ladocumentación, hacerla todo lo presente posible para mostrarque este abanico de ideas que he expuesto obtienen su nítidoreflejo en las obras de los letrados regeneradores.

Por último, nos hemos servido de la lectura de Foucaultpara emplear su descripción sobre qué es un comentario ycuál es su función, como técnica de análisis de las fuentesescogidas. Si recordamos las palabras de Michel Foucault en Elorden del discurso (la maravillosa lección inaugural con la quesucedió a Jean Hypólite en el Collége de France), al referirsea la función del comentario dice que «el comentario no tienepor cometido, cualesquiera que sean las técnicas utilizadas,más que el decir por fin lo que estaba articulado silenciosa-mente allá lejos. Debe, según una paradoja que siempre des-plaza pero a la cual nunca escapa, decir por primera vez aque-llo que sin embargo había sido ya dicho»67. Este es el objetivo

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67 FOUCAULT, Michel, El orden del discurso, Barcelona, Ed. Tusquest, 2005,p. 29.

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que persigo cuando me enfrento a los autores y los textos quehe seleccionado como representativos del discurso hispano-americanista: decir por fin lo que estaba allá lejos, ya dicho. Setrata de un ejercicio mucho más limitado que la riqueza verti-da por el autor francés en esa reflexión, ya que no aspira adescifrar los significados profundos de qué significa ese por finy ese allá lejos. El propio Foucault previene que se trata de unejercicio sin punto final, sin meta de llegada, es lo propio delas interpretaciones, son eslabones de una cadena intermina-ble. La intención de utilizar esta perspectiva sobre el comenta-rio es —como mis aspiraciones, capacidades y este propio tra-bajo— mucho más modesta: crear un nuevo sentido a partirdel expresado por el autor en unas circunstancias, unas fechasy con unas intenciones determinadas, sentido que tal vez ilu-mine algunas de las representaciones enmascaradas en el tex-to y pueda así mostrar nuevos significados. Sentido creado apartir de las palabras de los diferentes escritores, pero leídasdesde un nuevo enfoque, con la intención de mostrar cómo eldiscurso hispanoamericanista permeó los diferentes ámbitosrepresentacionales sobre los que se erigió la identidad nacio-nal colombiana. En definitiva, incorporar la fuente a la redac-ción para tejer un diálogo analítico en el que una voz leinquiere a la otra sobre eso que está allá lejos, a la vez que ensu interpretación se desvela que considera el historiador quees ese por fin constantemente revelado, pero siempre inalcan-zable. Y en el fondo, simplemente, el intento de dar otra mira-da sobre esas miradas.

1.3. LOS ORÍGENES DEL HISPANOAMERICANISMO: EL PLAN DE RECONCILIACIÓN DE FRANCISCO ANTONIO ZEA

Como hemos visto a lo largo del capítulo, no existe unaperiodización precisa sobre cuándo y dónde surgió el hispa-noamericanismo. Hasta la fecha, los historiadores dedicados asu estudio sitúan su génesis en el primer tercio del XIX y suconsolidación en la segunda mitad siglo XIX. La mayoría de losautores vincula la difusión y el auge del hispanoamericanismo

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con los intentos de recuperación del prestigio internacional ylos espacios comerciales de España en las décadas centrales yfinales del siglo XIX, de la mano de la incipiente burguesía isa-belina, el regeneracionismo y la reafirmación nacional frente alnacimiento de los nacionalismos subestatales como el vasco yel catalán.

Fenómenos tan complejos como el hispanoamericanismo,donde se entremezclan aspectos culturales, sociales, económi-cos e ideológicos, con una multitud de formulaciones en diver-sos ámbitos y con manifestaciones que se producen en todaHispanoamérica, son difíciles de registrar con fechas exactasde nacimiento, desarrollo y declive. Por otra parte, datar el dis-curso hispanoamericanista no es tan importante como tratar decomprender cuáles eran sus bases discursivas y su función. Elregistro cronológico importa cuando añade un elemento másde reflexión al problema y varía una concepción sobre el mis-mo, a la vez que aporta mayor precisión a su evaluación. Estaúltima es la intención que perseguimos a la hora de presentarel Plan de Reconciliación entre España y América de 1820,redactado por Francisco Antonio Zea, como un documento enel cual se elabora una clara y decidida propuesta hispano-americanista en la propia coyuntura de los procesos de laIndependencia. Si el Hispanoamericanismo tenía por uno desus objetivos principales la articulación de una comunidadtransnacional de carácter espiritual y cultural con todas lanaciones hispánicas basada en unos elementos identitarioscomunes como la lengua, la raza, la religión, las costumbres yla historia, como es aceptado por la mayoría de los autores,uno de los primeros documentos que muestra la convergenciay utilización de estos factores es el proyecto de Zea.

En septiembre de 1820, Francisco Antonio Zea se puso encontacto con el embajador español en Londres, BernardinoFernández de Velasco, Duque de Frías y Uceda, para comuni-carle las intenciones de su proyecto de confederación y susdeseos de que fuera él quien lo hiciera llegar a la Corte deMadrid. «Voy a bosquejar este precioso Decreto en cuya exe-cucion [sic] está ciertamente vinculada la felicidad de España y

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de la América, de la patria de mis padres y de la mía, […]Procuraré en la redacción de este decreto que el Rey hable ellenguaje de un padre al emancipar sus hijos»68. Así se expresa-ba el vicepresidente de la República de Colombia, a la sazón«primer enviado especial y plenipotenciario» a Europa paranegociar con España y el resto de las potencias europeas elreconocimiento internacional de su independencia, y el quefuera presidente del Congreso de Angostura en 1819, dondequedó constituida por su «ley fundamental» del 17 de diciem-bre, la unión del Virreinato novogranadino y la Capitanía Ge-neral de Venezuela en la República de Colombia, nación inde-pendiente de la monarquía española también conocida comola Gran Colombia. ¿Por qué Zea, un hombre que había sufri-do directamente los desastres y el horror de las campañas béli-cas de Morillo, se preocupaba por «la felicidad de España»?,¿qué interés tenía el vicepresidente de la República de Co-lombia en que el rey Fernando VII hablase «el lenguaje de unpadre al emancipar sus hijos»?, ¿cómo es posible que uno delos principales miembros que dirigía el proceso de la inde-pendencia apelara al rey como «padre»?

Tales palabras fueron para muchos contemporáneos de Zeaprueba de alta traición. Sin entrar en la farragosa espiral de lafidelidad y las deslealtades, sobre lo que no hay duda es queFrancisco Antonio Zea había diseñado un proyecto políticoque transcendía con mucho las fórmulas políticas usuales de laépoca. La puesta en marcha de su plan significaba acabar conlas guerras de reconquista e independencia que asolabanHispanoamérica, alcanzar la autonomía política que las colo-nias americanas exigían a la metrópoli española y a la vezmantener los vínculos de unión política y cultural con España.La solución que propuso el diplomático fue crear una confe-deración de pueblos hispánicos en la que el monarca españolrenunciaba a su soberanía sobre los territorios de ultramar acambio de que las nuevas repúblicas se sumasen a una confe-

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68 ZEA, Francisco Antonio, Plan de Reconciliación entre España y América,op. cit., f. 4.

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deración federal en pos del beneficio y el progreso común. Lametrópoli seguiría ejerciendo un papel de liderazgo, no yacomo dominadora, sino como miembro rector de la comuni-dad. Se trataba, como el mismo autor la definía, de «unaempresa eminentemente política y eminentemente filantrópi-ca», cuyas aspiraciones iban mucho más allá de conseguir lapaz: «No es esta solamente la reconciliación y reunión de nues-tra gran familia discorde y dispersada; es la creación de unnuevo imperio y la institución de una nueva política»69. El Plande Reconciliación intentaba solventar los principales proble-mas que amenazaban a los territorios americanos, así comoproponía una fórmula para lograr sus objetivos primarios: elreconocimiento de su independencia. El proyecto estaba abier-to a la reconsideración, cambio y reformulación de todos suspuntos, excepto dos esenciales e inalterables:

1ª. La emancipación general de la América declarada y pro-metida de una vez; pero gradual y sucesivamente executada[sic.], comenzando por Colombia, que da el ejemplo de solici-tarla de la Madre Patria de un modo respetuoso y filial.

2ª. La condición de confederación general sobre el princi-pio de unidad de poder y de interés, y de la supremacía de laMetrópoli conforme a lo dispuesto en el último artículo delproyecto70.

De este modo se cumplía efectivamente el objetivo de lamisión de Zea en Londres: el reconocimiento de la indepen-dencia política de Colombia. Pero a la vez, al inscribirse inme-diatamente en una confederación, las nuevas repúblicas seprotegían del peligro de injerencia por parte de otras poten-cias europeas y de la disgregación de los territorios america-nos en una multitud de estados autónomos, como parecíainevitable debido a la rivalidad y recelos mutuos, lo que lesrestaría capacidad de acción y protagonismo en el concierto

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69 Ibídem, f. s. n.70 Ibídem, f. s. n.

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internacional. El pacto confederativo, ateniéndose a la coyun-tura que atravesaban, perseguía el beneficio de las dos partesinvolucradas: «Nada perdería España al conceder la emancipa-ción a sus provincias americanas, antes al contrario, ganaría entodo estando “en inminente peligro de perderlo todo”. Pero asu turno, nada perdería la América aceptando su emancipaciónde España, y menos perdería confederándose con ella, estan-do como estaba en peligro de perderse y desintegrarse, singanar nada a cambio»71.

La propuesta llegaba en un momento delicado de la vidapolítica de España y del concierto Europeo. En 1820 el pronun-ciamiento de Riego en Cabezas de San Juan restauró laConstitución de 1812, comenzando así el periodo conocidocomo El Trienio Liberal, uno de los más agitados y turbulentosde la vida política española. A las divisiones entre doceañistas yexaltados se sumaron continuas crisis políticas y revueltas comola de los «comuneros» provocada por el cambio de gabineteordenado por Fernando VII que reemplazó el cuerpo ministerialpor doceañistas desconocidos, o el intento de reasunción de supoder absoluto con la ayuda del Cuerpo de Guardias Reales el30 de junio de 1822, evitado por la acción del coronel EvaristoSan Miguel. La creciente conflictividad favorecía la intervenciónde la Santa Alianza, las potencias absolutistas europeas conAustria, Rusia y Prusia a la cabeza, además de la connivencia deFrancia, para restituir al Deseado en su poder absoluto, lo quepodía derrumbar el equilibrio europeo alcanzado tras las res-tauraciones que siguieron a las guerras napoleónicas en 1815,sancionado en el Congreso de Viena. Francia veía renacer lasesperanzas de llevar a cabo el llamado «pacto de familia» yexpandir a los territorios ultramarinos una hegemonía borbóni-ca con sede en la corte de París, algo que Inglaterra no acepta-ba de ninguna manera por lo que significaba para sus interesescomerciales en el Nuevo Mundo, al tiempo que una interven-

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71 NAVAS SIERRA, J. Alberto, Utopía y atopía de la Hispanidad. El proyectode Confederación Hispánica de Francisco Antonio Zea, Madrid, EdicionesEncuentro S. A., 2000, p. 24.

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ción implicaría el reconocimiento inmediato de los nuevosgobiernos americanos por Washington y pondría fin al «sistemade congresos», como así fue cuando los «cien mil hijos de SanLuis» entraron en España en 1823 devolviendo el trono absolu-to a las manos de Fernando VII72.

En este contexto la propuesta confederal de Zea era unasalida que a la vez que mantenía el statu quo internacional,ofrecía una opción favorable para los intereses de la metrópo-li y las colonias. El proyecto de Zea no surgió de la nada, conanterioridad al mismo, ya se habían dado las propuestas delConde de Aranda y de Godoy de convertir los virreinatos enreinos confederados sujetos a España por «pactos de familia» yque trataban de solventar el problema cada vez mayor de man-tener el imperio ultramarino. Así lo señala Navas Sierra cuan-do afirma que: «Desde los años ochenta del siglo XVIII hastalos días inmediatamente anteriores al estallido de la guerra de1808 (que fue la que condujo a la Emancipación), Carlos IIIprimero y su hijo después recibieron una larga serie de escri-tos, de personalidades de su entorno, donde se les avisaba quela posesión de América era insostenible y que, siendo sagaces,lo mejor que podían hacer era adelantarse: dividir las Indias enreinos, poner al frente de cada uno de ellos a un infante de lacasa real española y reservarse como rey de España el títulode emperador, un primus inter pares»73.

Precisamente, la división del territorio americano en dife-rentes reinos con un príncipe español a la cabeza era una delas propuestas que los diputados americanos llevaron a lasCortes españoles tras la restauración constitucional de 1820.Cuando la noticia de la nueva proclamación de la Niña Bonita,como también se conocía a la Carta Magna de 1812, llegó aAmérica, fue recibida con alborozo y explosiones populares dealegría en buena parte de las posesiones ultramarinas74. El nue-

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72 Ibídem, pp. 44-45. 73 Ibídem, p. 10.74 RODRÍGUEZ O., Jaime E., La independencia de la América Española,

México, Fondo de Cultura Económica, 1996, pp. 237-238.

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vo régimen liberal intentó una política de acercamiento y con-ciliación con los insurgentes mediante el Tratado de Trujillo,proclamando un alto al fuego, el intercambio de prisioneros yel inicio de las conversaciones de paz e invitando a la partici-pación en las nuevas elecciones a Cortes. Cuando las Cortes sereunieron de nuevo en 1820, los diputados suplentes america-nos, con los delegados de Nueva España a la cabeza, volvie-ron a plantear la «cuestión americana» que se basaba primor-dialmente en la obtención de mayor autonomía. Dospropuestas en este sentido partieron de los diputados ameri-canos en 1821:

Los americanos, sin embargo, insistieron en presentar antelas Cortes el plan de Michelena. El 25 de junio propusieron ladivisión del Nuevo Mundo en tres reinos: Nueva España yGuatemala, Nueva Granada y las provincias de Tierra Firme, yPerú, Chile y Buenos Aires. Cada reino dispondría de sus pro-pias Cortes y gobierno, que se regirían por la Constitución de1812. Un príncipe español o una persona nombrada por el reypresidiría cada territorio. España y los americanos manten-drían especiales relaciones comerciales, diplomáticas y dedefensa. […]. Al día siguiente, Ramos Arizpe y José MaríaCouto pusieron a consideración una propuesta alternativapara la autonomía de Nueva España. A diferencia de lo queproponía el anterior plan americano, el suyo no solicitaba elnombramiento de un príncipe español como gobernante ypreveía que se mantuvieran lazos estrechos con la MadrePatria al demandar que algunos diputados de la legislatura deAmérica septentrional también ejercieran sus funciones en elParlamento español75.

Como sabemos, ninguna de estas propuestas fue atendida.La monarquía española ciega e impotente ante lo que estabaocurriendo, seguía confiando en la lealtad de los súbditosamericanos para con la Corona y el nuevo ejecutivo constitu-cional creía viable la reconquista militar. Pero como bien seña-laba Zea en su proyecto, no quedaban más que dos opciones:

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75 Ibídem, p. 245.

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o aceptar su propuesta federativa o perder las posesionesultramarinas para siempre. El vicepresidente colombiano enfa-tizaba el deseo de independencia de los pueblos americanosy, en un lenguaje plagado de metáforas, comparaciones astro-nómicas y símbolos masónicos76, exhortaba a la metrópoli aponer fin a los intentos de sujetar por la fuerza a las nacionesultramarinas, puesto que en ellas el deseo de independenciaeran tan natural como el océano que separaba a España deAmérica, y ninguna constitución ni ejército iba a poder frenar-lo. Haciendo gala a la vez de un idealismo sin límite en lostriunfos y glorias imperiales que podía lograr la confederaciónhispánica, unido a un gran pragmatismo en cuanto a la situa-ción y el sentir general por el que atravesaban las antiguascolonias y el estado de opinión que regía la política española,Zea proponía la que él creía la única salida viable:

Ocho años hace que medito sobre este asunto observandocuidadosamente la marcha política y moral de España y de laAmérica, y cada día me convenzo más de que no hay otromedio que una estrecha confederación, para conservar la uni-dad de poder y de interés, de relaciones y de movimiento, quenecesitan para existir con gloria y para engrandecerse y pros-perar. Pensaban de otro modo, si es que pensaban esosMinistros absurdos de un Gobierno más absurdo que ellos, ypor poco no pierden la Nación por su obstinación en lademencia de hacer retroceder el torrente que arrastraba lospueblos de la América, en lugar de hacerlo mudar de direc-ción. No se necesita ser un pensador profundo; basta no serimbécil para conocer que no hay fuerza ni persuasión bastan-te a hacer retrogradar pueblos que impetuosamente correnhacia la independencia77.

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76 No deja de ser curioso que buena parte de los protagonistas involucradosen el proyecto de Zea fueran masones. Lo era Zea y también el Duque de Frías,y aunque no se conocían directamente, habían compartido los mismos ambientesy salones de reuniones cuando el novogranadino fue director del Real JardínBotánico de Madrid en 1804. Pero también eran masones los otros diputados ame-ricanos que proponían una solución «confederativa», Michelena y Ramos Arizpe.

77 ZEA, Francisco Antonio, op. cit., f. 15.

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Y Francisco Antonio Zea sabía de lo que hablaba, puesto quehabía sido uno de los primeros y más destacados líderes inde-pendentistas. Poco después de obtener su título de abogado enel Colegio de San Bartolomé, había iniciado una intensa activi-dad pública. En 1791 publicó en El Papel Periódico su artículo«Avisos a Hebephilo», una carga de profundidad contra la filoso-fía escolástica que lo convirtió en uno de los miembros más ilus-tres de la inteligencia criolla, junto a figuras como AntonioNariño y Pedro Fermín de Vargas. También en ese año se incor-poró como discípulo del sabio gaditano José Celestino de Mutisa la Expedición Botánica de Santafé. Sin embargo, en 1794 fueencarcelado bajo la causa de «Sedición, pasquines e impresiónclandestina de los Derechos del Hombre». El joven Zea, que poraquel entonces contaba con veintiocho años, fue enviado a lapenínsula, donde pasó cinco años cumpliendo condena en elCastillo de San Sebastián en Cádiz hasta que su caso fue sobre-seído por el Consejo de Indias en 1799. De la mano del científi-co valenciano Antonio Josef de Cavanilles, Zea se vinculó a loscírculos científicos e intelectuales de Madrid, gracias a los cualesobtuvo una beca con la que pasó dos años en París prosiguien-do con sus estudios en botánica y química, y estableciendo con-tactos europeos que le serían de gran utilidad en etapas poste-riores de su vida. A su regreso a Madrid obtuvo el puesto desegundo profesor en el Real Jardín Botánico de Madrid en 1803,y un año más tarde alcanzó el puesto de director.

Tras la invasión napoleónica, Zea se declaró «afrancesado»y «josefino». Como testigo de las abdicaciones de Bayona ycomprometido con la nueva corte de José I, hermano de Na-poleón, formó parte de la comitiva que condujo al nuevomonarca al trono de Madrid en 1808. Bajo el régimen napo-leónico, Zea trabajó en el Ministerio de Interior y desempeñóel cargo de Prefecto de la Provincia de Málaga. Leal a su jura-mento en Bayona, abandonó la península en 1813 con la reti-rada definitiva de José Bonaparte. Después de una breveestancia en Francia en la que se dedicó de nuevo a la cienciay a ejercer de publicista, en 1815 decidió viajar a Jamaica paraunirse a los venezolanos y neogranadinos derrotados por Mo-

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rillo, que preparaban en la isla el regreso a la lucha por la In-dependencia, comandados por Simón Bolívar. Poco despuésde su llegada a Kingston, Zea entró en la jerarquía de mandode la expedición independentista en estrecha relación con elLibertador. A su lado participó en las campañas libertadorashasta que nuevamente, tras el Congreso de Angostura en 1819como ya vimos, regresó a Londres como enviado plenipoten-ciario78.

Una vez allí entró en contacto con el Duque de Frías, concuyo padre había compartido la comitiva de José I desdeBayona a Madrid, y con la discreción y el secretismo que re-quería el caso, le envió su Plan de reconciliación entre Es-paña y América para que este lo hiciera llegar al gobierno deMadrid. Además de por las implicaciones políticas de su pro-yecto, el texto impresiona por la belleza literaria del mismo,la habilidad negociadora de Zea, su franqueza y lucidez a lahora de analizar la coyuntura que atraviesa el mundo hispá-nico, las perspectivas de futuro según se llegase a una solu-ción pactada o bélica, y el arrojo vital y la honestidad éticaque desprenden sus palabras. Francisco Antonio Zea, quedebido a su mala salud tenía mermadas sus energías físicas,—de hecho murió poco tiempo después, en Bath, una pobla-ción cercana a Londres, el 28 de noviembre de 1822—, nodudó incluso en ofrecer su vida como prueba para poner fina las devastadoras guerras en que se habían convertido las«disputas de familia»:

Deseo con toda la alma y todo el corazón, que esta alian-

za o confederación se verifique con la madre Patria, porque es

más natural, porque está más en el orden, y porque puede

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78 En la redacción de este breve resumen biográfico hemos empleado losdatos y referencias del trabajo de Navas Sierra que analiza con gran brillantez,rigor e intensidad la biografía de Zea, haciendo énfasis en su filiación masónica ycómo la pertenencia a la misma, tejió un recorrido vital en el que su desempeñocientífico, político y patriota estuvieron indisolublemente ligados por una trama derelaciones, oportunidades y contactos personales relacionados con la francmaso-nería.

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hacerse de un modo ventajoso para todos y para todos venta-

joso y fausto. Tan convencido estoy de esta verdad y tanto

anhelo por ver abrazarse los pueblos de la América y de

España y volverse a llamar hermanos, que ofrezco desde aora

[sic.] bajo el más solemne juramento constituirme no digo pri-

sionero, pero presidiario en Ceuta o el Peñón hasta que la

experiencia haya acreditado el acierto de esta operación vital.

No sólo esto, sino que si dentro de quatro [sic.] o a lo más cin-

co años no se felicitase de ella el Rey y la Nación, les aban-

dono mi vida en expiación de mi error. ¿Puedo hacer más por

mi patria, por la de mis padres, por la América en general y

por la Humanidad?79.

Tal vez sea acertado, para comprender el ímpetu, el arrojoy pasión de sus palabras, además de tener en cuenta el con-texto político de crisis en el que están enmarcadas, las profun-das convicciones hispánicas de Zea, descendiente de españo-les, y que Navas Sierra destaca como las dos líneas principalesde su ideología y praxis política: «la nunca desarraigada con-vicción de la necesidad de mantener y conservar un gran y for-talecido ethos y pathos hispánico» y «la no menos arraigadaconvicción de un insustituible origen y contenido europeo dela cultura hispanoamericana»80.

Y efectivamente, las profundas convicciones hispánicasempapan todo el documento. Junto a las propuestas y el aná-lisis de la situación política, el texto es un decálogo de la ima-ginería simbólica del hispanoamericanismo: España es laMadre Patria, el rey es el padre, los países de ambas orillas delAtlántico son una familia, pueblos hermanos; la aspiraciónmáxima es la unidad de los mismos en una asociación frater-nal basada en la religión, el carácter y el lenguaje comunes;la independencia se convierte en emancipación… Tal es lavinculación emocional y política con la metrópoli que el pro-pio Zea llegó a admitir que:

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79 ZEA, Francisco Antonio, op. cit., f. s. n.80 NAVAS SIERRA, J. Alberto, op. cit., p. 117.

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Cualquiera que lea este proyecto de decreto, lo creerá más

bien obra de un español que de un americano. Tal es el cui-

dado que he puesto en evitar toda parcialidad por mi país, y en

conservar a la Metrópoli toda especie de consideración y

supremacía. Animado del puro amor del bien y de un deseo

ardiente de reunir en un mismo sentimiento tantos pueblos en

quienes es imposible extinguir el espíritu de separación y de

divergencia, todos mis conatos se han dirigido a fixar [sic.] en

la Metrópoli un centro de atracción a cuyo rededor giren

como los planetas alrededor del Sol81.

Porque además, uno de los mayores temores del vicepresi-dente colombiano era que, aprovechando el enfrentamientobélico, otras potencias se atrevieran a intervenir en la crisis his-pánica de manera directa. Por eso recalcaba «[…] que es de infi-nita urgencia terminar estas disensiones de familia en el seno dela familia misma, antes que otros acaben por decidirse a inter-venir en ellas»82. Para que eso no sucediera fijó el modelo derelación y acción confederal de España y las que serían nuevasrepúblicas en ocho artículos. El decreto fue redactado como sifuera Fernando VII quien de su puño y letra lo hubiese escritoy lo entregase al pueblo. Actuando en nombre del bien de lanación renunciaba a la soberanía sobre las «provincias»83 disi-dentes de América, para fundar un pacto federal con las mismas,único medio posible para la reconciliación:

En consecuencia he resuelto con arreglo a la Acta deemancipación decretada a propuesta mía por las Cortes decla-rar y declaro en nombre de la Nación y en el mío.

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81 ZEA, Francisco Antonio, op. cit., f. 13.82 Ibídem, f. 5.83 Zea emplea indistintamente el término de colonias y provincias en su tex-

to para referirse a los territorios ultramarinos de la monarquía hispánica. En laactualidad continúa el debate historiográfico sobre si la terminología más adecua-da para referirse a los mismos es la de provincias, como territorios miembros delimperio hispánico, o bien la de colonias enfatizando las transformaciones políti-cas y económicas que las Reformas Borbónicas de la segunda mitad del siglo XVIIIintrodujeron para maximizar los beneficios que podían extraerse siguiendo elmodelo de explotación francés de sus colonias en el Caribe.

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Que la República de Colombia, compuesta de las provin-cias de la Capitanía General de Venezuela y de las delVirreinato de la Nueva Granada, conforme a la ley fundamen-tal de su reunión, queda reconocida por la Nación y por mícomo potencia libre e independiente baxo [sic] las condicio-nes expresadas en los artículos siguientes.

Artículo 1º.- La República de Colombia será desde hoy ypara siempre amiga, aliada, y confederada íntimamente con laEspaña, y la España con ella en términos de identificarmutuamente sus intereses y de mirar cada una como amigoso enemigos suyos a los amigos o enemigos de la otra84.

Los dos países, además, se comprometían a prestarse auxi-lios mutuos en caso de agresión por un tercero; colaborar acti-vamente mediante intercambio de bienes y tecnología a la pros-peridad y enriquecimiento de ambos, y restituir y pagar losdaños ocasionados por la guerra, entre otros aspectos.Queremos destacar dos artículos, el número 4 y el 6, por la rele-vancia que tienen para el tema que nos ocupa y las reflexionesque se pueden extraer de los mismos. El artículo cuarto sancio-naba la libertad total de comercio entre Colombia y España queera una de las demandas más deseadas por la inteligencia crio-lla al considerar las restricciones comerciales del imperio una delas principales cargas para el desarrollo material del país:

Artículo 4º.- Todos los productos de la industria y del sue-lo español serán admitidos en todos los puertos de laRepública de Colombia sin pagar otros derechos que los quelos mismos españoles pagan de puerto a puerto de laMonarquía por los mismos productos; y recíprocamente todoslos productos de la industria y del suelo colombiano seránadmitidos en todos los puertos de la Monarquía sin pagarotros derechos que los mismos colombianos pagan por losmismos productos de puerto a puerto de la República. Esdecir, que el español traficará en Colombia con las mismasventajas y libertad que en su propio país; y recíprocamente elcolombiano en los puertos de la Monarquía85.

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84 Ibídem, f. 8.85 Ibídem, f. 9.

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Más allá de un liberalismo extremo, lo que llama poderosa-mente la atención de esta propuesta es que, de haberse imple-mentado, el concepto de frontera virtualmente desaparecíaentre ambos países. Así fueran sólo las fronteras comerciales,en el diseño de Zea no existía una diferencia entre la penínsu-la y América, ambas se convertían en un mismo espacio deintercambio mercantil sujeto a las mismas condiciones en lasdos orillas del océano. España y Colombia aparecían como dospaíses administrados políticamente según sus propios criterios,pero religados en una misma y única entidad en todo aquelloque tuviera que ver con sus relaciones comerciales directas. Sinembargo, el decreto aún iba mucho más allá: «Artículo 6º.-Conviniendo a los intereses de ambas partes estrechar cada díamás sus relaciones y amistad, se declara que por el mero hechode establecerse un español en territorio de la República deColombia adquiere los derechos de ciudadano y lo mismo elcolombiano en territorio de la Monarquía española»86.

Este artículo planteaba una vieja reivindicación de la elitecriolla: la igualdad entre americanos y peninsulares. Recor-demos que si bien esa igualdad se buscaba en el sistema derepresentación y gobierno, el discurso que la sustentaba era elde la igualdad cultural e identitaria entre ambos espacios, deahí la expresión españoles americanos y españoles peninsula-res. La identidad sobre la que se constituían era tanto la ame-ricana, desarrollada en la segunda mitad del XVIII en buenaparte debido al mejor conocimiento del medio americano gra-cias a los avances científicos como los arrojados por laExpedición Botánica de Mutis, como la española al conside-rarse descendientes directos de los primeros conquistadoresespañoles que pisaron el Nuevo Mundo. Tal vez uno de lostextos paradigmáticos de la Independencia, donde mejorpodemos observar esta idea, es en el Memorial de Agravios delCabildo de Santa Fe a la Junta Central de España, escrito porCamilo Torres en 1809:

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86 Ibídem, f. 10.

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Las Américas, Señor, no están compuestas de extranjeros ala nación española. Somos hijos, somos descendientes de losque han derramado su sangre por adquirir estos dominios a laCorona de España […] Tan españoles somos, como los descen-dientes de don Pelayo, y tan acreedores por esta razón, a lasdistinciones, privilegios y prerrogativas del resto de la Nación[…] ¡Igualdad! ¡Santo derecho de la igualdad! Justicia que estri-bas en esto, y en dar a cada uno lo que es suyo; inspira a laEspaña europea estos sentimientos a la España americana;estrecha los vínculos de esta unión; que ella sea eternamenteduradera, y que nuestros hijos, dándose recíprocamente lasmanos de uno a otro continente bendigan la época feliz que lestrajo tanto bien87.

Zea llevaba esta idea un paso más adelante al convertir lanacionalidad de ambos países en un mero atributo de la pre-sencia en uno u otro. La nacionalidad española reconocida yplena para todos se hibridaba con la hispánica. Como miem-bros de la confederación hispánica, las respectivas nacionali-dades se convertían en un mero referente, en una determina-ción del suelo en que se encontraran y no en un atributo delpaís en que nacieron. Es decir, ser colombiano y español eralo mismo, la diferencia no estribaba en la patria de nacimien-to sino en los 8.000 kilómetros que separan un país del otro.Esta situación se hacía extensible al resto de Hispanoamérica,puesto que como figuraba en el proyecto, el rey renunciaría asu soberanía siempre y cuando la colonia, a partir de entoncesindependiente, se sumara automáticamente al pacto federal. Apartir de entonces, tanto americanos como españoles se reu-nirían bajo una misma identidad, la hispánica, en virtud de lacual podrían transitar de un país a otro como ciudadanos natu-rales. O de otro modo, el hecho de pertenecer a la Confede-ración Hispánica concedía el privilegio de disponer de una

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87 TORRES, Camilo, «Memorial de Agravios», en Repertorio Boyacense, 1966,núms. 264-267, pp. 2600-2618, en OCAMPO LÓPEZ, Javier, «El proceso político,militar y social de la Independencia», en Nueva Historia de Colombia, Bogotá, Ed.Planeta Colombiana S.A., 1989, p. 33.

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nacionalidad plural, reconociendo así como base, dentro de ladiversidad de naciones, la natural unidad común:

El mutuo interés obrará en nuestra política como la mutuaatracción obra en la Naturaleza, y la unidad será la base denuestro sistema. Unidad de miras y de operaciones, unidad decomercio, unidad de poder y de existencia, unidad en todocomo la hay en Religión, carácter, costumbres y lenguaje: estapreciosa unidad será el grande objeto de la ley orgánica de laconfederación española, luego que se halle reunida88.

Estas eran las razones básicas para hacer realidad el pactoconfederal: unidad política como la hay en la religión, el carác-ter, las costumbres y el lenguaje; los ejes representacionalesque a lo largo del siglo XIX se repetirán en infinidad de textosa ambos lados del Atlántico y desde los cuales proclamar lacontinuidad cultural entre América y España. Son estos, pues,los elementos representativos del entramado sociocultural his-pánico desde los que Zea reformulaba la unión política delmundo hispánico, para pasar de un imperio monárquico a unaentidad federal que se ajustara al interés y las necesidades detodos los actores implicados en el decisivo momento históricoque vivían. España seguiría jugando un papel decisivo en elconcierto de potencias mundiales y América lograría la inde-pendencia y la igualdad política, para dejar de ser colonia yconvertirse a su vez en potencia confederal.

De haberse llevado a cabo la propuesta, Zea había previs-to que una gran fiesta nacional recordaría el momento cuando«[…] el Pueblo español emancipó los pueblos de la América,uniéndose con ellos por los lazos indisolubles de la benevo-lencia y de la amistad en una asociación fraternal»89. Aunqueesa celebración propuesta por Zea nunca vio la luz, la idea decelebrar una gran fiesta común a todo el mundo hispánico fueretomada muchos años más tarde con el nombre de Fiesta de

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88 ZEA, Francisco Antonio, op. cit., f. 6.89 Ibídem, f. 13.

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la Raza y se convirtió en uno de los grandes logros del his-panoamericanismo de principios del XX, de lo cual hablare-mos en el apartado que sigue. El 9 de octubre de 1820, Fríasremitió las proposiciones de Zea al primer secretario delDespacho, don Evaristo Pérez de Castro. Este le contestó el 9de noviembre con la respuesta del Gabinete de gobierno y deFernando VII, desestimando las propuestas de Zea al conside-rarlas inadmisibles. Frías envió un lacónico mensaje al vice-presidente colombiano trasmitiendo la negativa española a suproyecto90. Francisco Antonio Zea aún habría de intentar sacaradelante una vez más su Plan de reconciliación entre Españay América en 1821 con idénticos resultados. Ante la reiteradanegativa consiguió el reconocimiento formal de los EstadosUnidos en abril de 1822 y un reconocimiento de facto por par-te de las potencias europeas poco antes del fin del TrienioLiberal y de su propia muerte.

Así se cerraban las posibilidades de supervivencia del impe-rio hispánico en el mundo contemporáneo. Los países deambas orillas del Atlántico se sumirían en una sucesión cons-tante de pronunciamientos militares, caudillismo, crisis econó-micas, guerras civiles, continuas experiencias centralistas yfederales de inciertos resultados, tal como muestra la tónicaimperante a lo largo del siglo XIX. La cerrazón de España areconocer la realidad de la Independencia americana, más loshorrores y sufrimientos de las guerras de reconquista poblan-do la memoria del reciente imaginario republicano, implicóque las relaciones de las nuevas repúblicas y la península que-daran rotas, atravesadas de recelos mutuos. Sin embargo, labases del hispanoamericanismo ya habían sido asentadas ydefinidas. Condensando la mentalidad de la elite criolla definales del XVIII y los primeros años del XIX, FranciscoAntonio Zea elaboró una de las propuestas hispanoamerica-nistas que con mayor nitidez y claridad muestran el discursohispanoamericanista.

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90 NAVAS SIERRA, J. Alberto, op. cit., pp. 32-33.

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Cuando en la segunda mitad del siglo comenzaron a norma-lizarse las relaciones, frente a la conciencia de enfrentar proble-mas comunes en lo que se refiere al difícil proceso de cons-trucción nacional y los primeros atisbos de expansionismoestadounidense, frases e ideas semejantes a las escritas por Zeacincuenta años atrás volvieron a estar presentes en los círculosintelectuales de Colombia y España, y llenaron las páginas deensayos, discursos, revistas, novelas, celebraciones, congresos,proyectos y programas. La reactualización del discurso hispano-americanista que fundaba la identidad nacional en los elemen-tos representativos de lo hispánico, revitalizó la idea de un acer-camiento, de propender a la articulación de una unidad, ya nopolítica, pero si cultural, entre todas las naciones hispanoameri-canas bajo el palio común de la lengua, la historia, la religión,la raza y la civilización compartidas. Una empresa en la que,como vemos, Colombia ocupó un papel más que destacado.

1.4. EL RETORNO A LA MADRE PATRIA

En este apartado nos proponemos mostrar los encuentros ydesencuentros entre España y Colombia en el marco del desa-rrollo general del hispanoamericanismo durante el siglo XIX.Hasta las décadas finales de esa centuria, las relaciones oficia-les de España con Latinoamérica estuvieron marcadas por eldesencuentro. La ruptura política iniciada con los procesos dela Independencia se mantuvo, en líneas generales, en los dosprimeros tercios del siglo. La principal responsable de estasituación fue la antigua metrópoli, enquistada en una políticade reconquista y no reconocimiento de las nuevas naciones,de injerencia en la vida de esos países mediante accionescomo el bombardeo de las costas del Pacífico, la intervenciónen México, la ocupación de Santo Domingo y el apoyo a pla-nes como el del general Flores91. Por su parte, las naciones

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91 El general venezolano Juan José Flores, antiguo independentista y presi-dente autoritario de Ecuador entre 1830-1834 y 1839-1845, conocido por la cons-titución de 1843 que los ecuatorianos llamaron «la carta de la esclavitud», marchó

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americanas pronto abandonaron la realización práctica de sussueños unionistas, sobre todo cuando las posibilidades realesde una intervención a gran escala por parte de alguna poten-cia europea se fueron disipando. El unionismo soñado se con-virtió en disgregación efectiva, fomentada por las rivalidadescrecientes, las disputas territoriales y la inestabilidad interiorfruto de continuos enfrentamientos entre centralistas y federa-les, liberales y conservadores o, simplemente, entre faccionescaudillistas.

Aunque la puesta en práctica de políticas institucionalescomunes tendría que esperar, la idea unionista no despareciónunca, amparada en la defensa de una continuidad culturalcompartida por todos los países hispanoamericanos. En esacultura compartida, España desempeñaba un rol decisivo. Parabuena parte de la intelectualidad americana la península aúnera la matriz cultural. Sin embargo, la intransigencia de lossucesivos ejecutivos españoles a reconocer la pérdida delimperio ultramarino, especialmente durante el reinado deFernando VII; la tan reiterada como impotente y nefasta polí-tica de reconquista hasta la década de 1860, obstaculizaronuna reconciliación inmediata que habría servido para borrar laimagen en las repúblicas americanas de una metrópoli quesólo entendía el lenguaje de la fuerza92. Fruto de esta políticafueron el desembarco en la Guayra del teniente coronel deartillería José Arizabalo, en julio de 1826, y las expediciones aMéxico del brigadier Isidro Barradas en septiembre de 1825 yen julio de 1829. Los primeros pasos de los nuevos Estadosindependientes en el difícil proceso de su consolidación favo-

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al exilio europeo en 1845. Se instaló en Madrid donde se ofreció al ejecutivo espa-ñol presidido por Istúriz para comandar una tropa que habría de invadir Ecuadory Colombia para restaurar la monarquía. Al parecer la reina regente María Cristinapretendía colocar a su hijo, el duque de San Agustín, como soberano de Ecuador.Estos planes, diseñados con el apoyo de Francia e Inglaterra, fueron conocidospor la prensa, provocaron gran escándalo y dinamitaron el acercamiento entreEspaña y Colombia que por esas fechas parecía estar a punto de fructificar en elreconocimiento de su independencia.

92 SEPÚLVEDA, Isidro, op. cit., pp. 60-63.

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recían el distanciamiento, ya que el incipiente nacionalismoforjó la imagen de España como el principal enemigo nacionalpara legitimar la ruptura y el nuevo sistema de poder. Estohizo imposible un acercamiento efectivo que debía reflejarseen los tratados y pactos de reconocimiento. Además, los go-biernos que se sucedieron a la muerte de Fernando VII no su-pieron emprender una política de reconciliación con losEstados hispanoamericanos y en lugar de un reconocimientogeneral optaron por negociaciones y tratados individuales paraobtener ventajas y privilegios. Durante las diversas conversa-ciones quedó patente la falta de una política de estado preci-sa y clara a la hora de abordar los problemas candentes: deu-da, condiciones de los residentes españoles en las nuevasrepúblicas e indemnizaciones. La ilógica política española eneste aspecto, unida a las dificultades americanas para fortale-cer sus Estados-nación, dilató las políticas de reconocimientoen un rosario de tratados que van desde 1836, con la firma deltratado de paz y amistad entre España y México, hasta 1894cuando se selló el último de ellos con Honduras93. Colombiafue uno de los últimos países en obtener el reconocimiento desu independencia a pesar de las numerosas conversaciones ini-ciadas desde 1819. No fue hasta 1881 que España y Colombianormalizaron sus relaciones diplomáticas. Básicamente, fuerondos las causas de esta larga demora: la insistencia española enque se efectuaran pagos de compensación, tal y como habíafirmado México sentando un precedente para el resto de lospaíses, y la crisis continua de la hacienda colombiana paraenfrentarlos.

Si estas fueron las razones del bloqueo diplomático, una delas que incentivó el acercamiento fue el expansionismo norte-

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93 Después de México, el segundo Estado con el que la península estableciórelaciones diplomáticas fue Ecuador (1840). En las décadas centrales del siglo elproceso de reconocimiento se aceleró. En veinte años España reconoció a Chile(1844), Venezuela (1845), Bolivia (1847), Costa Rica y Nicaragua (1850), RepúblicaDominicana (1855), Guatemala y Argentina (1863), Perú y El Salvador (1865). Añosmás tarde reconocería a Uruguay (1870) y Paraguay (1880).

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americano iniciado con la anexión de territorios mexicanos en1848 (dos años antes, Colombia firmaba con la potencia losprimeros tratados sobre el Canal de Panamá, el Tratado deComercio). En las décadas posteriores, la unión de las nacio-nes hispanoamericanas frente al coloso del norte iba a suponeruno de los principales acicates en el desarrollo del hispano-americanismo finisecular. No se equivocaban quienes veían enlos Estados Unidos la mayor amenaza para los países hispa-noamericanos. España perdería Cuba y Puerto Rico en la gue-rra del 98 —más que guerra un ejercicio de tiro al blanco dela marina estadounidense contra la obsoleta armada españo-la— y Colombia contemplaría impotente como perdía Panamáen 1903.

Con la revuelta de Riego en 1820 y el inicio del TrienioLiberal que restituyó la Constitución de 1812, se abrió un com-pás de espera en la guerra independentista. Bolívar consideróque era el momento adecuado para entablar negociacionescon España, a la vez que el nuevo régimen peninsular exhor-taba a los americanos a reconocer la Constitución de Cádiz,participar en la elección a Cortes y suspender las hostilidades.De esta coyuntura salió el Tratado de Armisticio y Suspensiónde armas del 25 de noviembre de 1820, más conocido comolos Tratados de Trujillo, por ser en esa ciudad donde se firmóla tregua de seis meses. Estos tratados, según Gloria InésOspina, «constituyen el primer acto internacional de la NuevaRepública, porque en ellos se reconoció, por parte de España,la existencia de un gobierno de Colombia con todos los atri-butos de la soberanía»94. Como resultado del armisticio seenviaron dos comisionados de paz colombianos a Madrid, JoséRafael Revenga y Tiburcio Echeverría que tenían como objeti-vo el reconocimiento por parte de España de la absoluta sobe-ranía de Colombia como Estado independiente. Sin embargo,la declaración de Maracaibo como independiente el 28 de ene-

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94 OSPINA, Gloria Inés, España y Colombia en el siglo XIX. Los orígenes delas relaciones, Madrid, Ed. Cultura Hispánica, 1985, p. 52.

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ro de 1821 y la posterior ocupación por el ejército bolivariano,pusieron fin a los primeros acuerdos entre la República y lametrópoli, reiniciando los hostilidades y haciendo que loscomisionados colombianos fueran expulsados de Madrid. Araíz de la ruptura, Colombia buscó un sistema de alianzas con-tinentales con México, Perú, Chile y Buenos Aires que profun-dizarían la distancia política con España, convertida en un ene-migo declaradamente hostil a cualquier entendimiento.

En 1836, desaparecido ya Fernando VII, se aprobó unamoción por la que se autorizaba al ejecutivo español a iniciartratados de paz y amistad con las nuevas repúblicas, fruto dela cual se restablecieron las relaciones comerciales entreEspaña y la Nueva Granada. Sin embargo, a pesar de estos ges-tos de buena voluntad, el reconocimiento y restablecimientode las relaciones diplomáticas entre los dos países siguió ensuspenso95. En 1851, Medardo Rivas, Cónsul general enCaracas, entabló amistad con el Encargado de Negocios espa-ñol en esa misma ciudad, Julián Broguer de Paz, surgiendo laposibilidad a través de sus contactos personales de restablecerlas relaciones entre ambos países. Al parecer, el ejecutivo deMadrid recibió de buen agrado sus propuestas. Sin embargo,las negociaciones emprendidas por Rivas no recibieron ningu-na autorización, ni siquiera respuesta, por parte de Bogotá. Apesar de no llegar a buen puerto, lo que nos interesa destacares que el discurso hispanoamericanista fue empleado porRivas para legitimar sus acciones y el acercamiento entre lasdos naciones. Al respecto, Gloria Inés Ospina recoge las pala-bras del diplomático colombiano: «Asimismo vuelve a subrayar[Medardo Rivas] la necesidad de una “unión leal, fuerte y sin-cera, entre los españoles de ambos continentes”, pues él loconsidera “una necesidad de la época, de la civilización, asícomo la causa de la humanidad lo reclama”»96. Es lógico supo-ner que dentro del lenguaje diplomático se emplearan expre-

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95 Ibídem, p. 87.96 Ibídem, p. 146.

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siones de cortesía. Sin embargo, a la altura de 1851, que uncónsul colombiano se refiriera aún a «los españoles de amboscontinentes», indica cuando menos la fuerza y el arraigo de lasviejas fórmulas identitarias.

Tras este intento no habría otro factible hasta finales de losaños 60. Los casi veinte años de silencio que median entre unafecha y otra estuvieron enmarcados en la nueva «política deprestigio» que inició el Estado español. Con la llegada al poderde Leopoldo O’Donnell para el periodo 1858-1863, Españabuscó reincorporarse al pabellón de las naciones imperialistasbajo el estandarte de las acciones bélicas y la anexión territo-rial. Esa fue la raíz de la conocida «política de prestigio» queincluyó las expediciones militares a la Cochinchina, la guerrade Marruecos de 1859-1860, la intervención en México, la ocu-pación de la República Dominicana y los bombardeos a lascostas de Valparaíso y el Callao en 1866. Expediciones queaportaron más retórica inflada de orgullo nacionalista queganancias materiales, pero que sirvieron, como toda campañaimperialista, para fortalecer el ego nacional y fomentar la inte-gración social en torno a esa empresa colonizadora, legiti-mando políticamente al sistema que la auspiciaba. El objetivoprioritario hacia el exterior era que España recuperase su pres-tigio perdido y fuese tomada en cuenta por las naciones euro-peas. La reincorporación voluntaria de la RepúblicaDominicana en 1861, ofrecida por el presidente Pedro Santana—uno de los pocos casos conocidos en los que una coloniaconvertida en república independiente pide a la antigua metró-poli reconvertirse en colonia— se saldó con heridos y muertospor las protestas de los que se oponían a la restauración colo-nial y el abandono de la isla en 1865. La expedición españolaal México de Juárez como consorte militar de Francia eInglaterra, bajo el pretexto de hacer cumplir los pagos de ladeuda internacional y colocar en el trono a Maximiliano deAustria, terminó con la retirada de las tropas de Prim y el fusi-lamiento del Habsburgo. Retirada que también emprendieronlas tropas españolas en Indochina. En el caso de los bombar-deos de Valparaíso y El Callao en 1866, nuevamente se buscó

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una razón de tono menor para lucir banderas, navíos y pom-pa. Debido a un enfrentamiento armado entre peruanos y emi-grantes españoles, al no ser atendidas las reclamaciones delgobierno de Madrid, en 1864, se decidió la reconquista de lasislas Chincha, gracias a lo cual el almirante Pinzón logró apo-derarse para el erario patrio de todo el guano que estas islasproducían. La guerra del Pacífico, con el consiguiente bloqueonaval que se extendió a las costas de Chile, Perú, Ecuador yBolivia, dejó, además de un saldo tragicómico97, la imagen deuna España imperialista y agresiva que aún no cejaba en susintentos de reconquista. Sin embargo hay que tener en cuentaque estas acciones «en buena parte estuvieron animadas por elauspicio que recibieron desde la misma América por sectoresnuméricamente muy reducidos, pero influyentes y poderosos,de miembros de las colectividades españolas residentes y has-ta por criollos que, por ejemplo, en Colombia, México y laRepública Dominicana, se mantuvieron fieles al recuerdo de ladominación peninsular […]»98. La trascendencia real que tuvie-ron estas acciones fue la exaltación del espíritu patriótico enEspaña, el enmascaramiento de las tensiones sociales y laidentificación con el Estado. Encumbrar a las portadas de losdiarios una exaltación nacionalista desatada a costa de estasacciones y otras, por ejemplo, como la toma de Tetuán en laguerra con Marruecos, victoria de la que se hacían eco laspáginas de La América. Crónica Hispano-americana:

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97 Como era quimérico intentar patrullar una costa de seis mil kilómetros conuna escuadra de media docena de buques de tan mala andadura que habían teni-do serias dificultades para cruzar el Estrecho de Magallanes, se refugiaron dondepudieron y pasaron unas semanas pensándose qué podían hacer; finalmente deci-dieron bombardear durante unas horas las ciudades de Valparaíso y El Callao,donde apenas había artillería para responderles, y emprender a continuación elregreso a España proclamando su «victoria». La más importante contribución deaquella empresa a la construcción nacional fue la romántica frase del almiranteMéndez Núñez, cuando le advirtieron de los riesgos que corría su escuadra en latravesía: «Más vale honra sin barcos, que barcos sin honra». ÁLVAREZ JUNCO, José,Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, Ed. Taurus, 2001,p. 517.

98 RAMA, Carlos, op. cit., p. 86.

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Nada más difícil, más atrevido, más arduo, más absoluta-mente imposible que describir, que dar una idea siquiera dela inmensa alegría, del delirante júbilo, del infinito regocijo, delas variadas, caprichosas, innumerables, febriles y gigantescasmanifestaciones de entusiasmo a que España entera se haentregado al difundirse por todos sus ámbitos, con la veloci-dad del rayo, la noticia de la triunfante entrada de nuestrasvalerosas tropas en una de las principales ciudades del impe-rio marroquí, después de haber destrozado en la siemprememorable batalla del 4 de febrero a un ejército numeroso ysólidamente atrincherado: […] vamos a hacer algunas reflexio-nes sobre la significación moral que a nuestros ojos tiene esacalurosa expansión nacional que ha logrado suspender porespacio de tres días las luchas de partidos, ahogar todos losresentimientos, apagar todas las discordias, borrar los colorespolíticos y confundir en uno solo los latidos de tantos corazo-nes estremecidos, inflamados, devorados por el único, exclu-sivo y absoluto sentimiento de la patria y la gloria99.

Tras estos episodios y una vez finalizada la política dereconquista, una nueva oportunidad para el restablecimientode las relaciones entre Colombia y España se dio a partir de1868. En esa fecha, el español José María Gutiérrez de Alba,librero, intelectual y espía, envió una memoria-exposición alMinisterio de Estado sobre las relaciones con los pueblos deAmérica. En ella exhortaba al gobierno español a profundizarsus lazos con América por el bien del comercio nacional, yaque podía encontrar en el continente campo abierto a sus pro-ductos. Sobre todo hacía énfasis en materia editorial, ante lacarestía de libros españoles que se comercializaban y la grandemanda que de ellos había, situación que lastraba las posibi-lidades de un conocimiento mutuo más fructífero. También eneste caso, el hispanoamericanismo aparecía como el motor y ellegitimador de las acciones que debían emprenderse. Según suspalabras, que recoge Ospina: «España despierta simpatías ydonde muchos suspiran aún por nuestra amistad, porque

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99 ORTIZ DE PINEDO, Manuel, «La nacionalidad española», en La América.Crónica Hispano-Americana, 1860, Año III, n.º 24, p. 5.

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hablan nuestra lengua, porque llevan nuestros nombres, por-que sienten latir en sus venas nuestra misma sangre»100. ParaGutiérrez de Alba, los gobiernos españoles no habían hecho losesfuerzos suficientes para establecer unas relaciones cordialesentre «los miembros de una misma familia». A raíz de estamemoria, el gaditano fue enviado en misión oficiosa y reserva-da a Colombia en 1870, para investigar cuáles habían sido enla república los motivos por los que se habían frustrado lasnegociaciones y qué podía esperar España del restablecimien-to de las mismas. El principal obstáculo que encontró De Albafue el apoyo que recibían los cubanos exiliados en la repúbli-ca de Colombia. Situación esta que aceleró el interés de la anti-gua metrópoli por firmar los tratados de reconocimiento paraimpedir que el país se convirtiera en un foco decidido de auxi-lio a la insurgencia cubana. Su labor se extendió de 1870 a1872, tiempo en el cual estuvo enviando continuos informes alEstado español. Cuatro años después se iniciaron las conversa-ciones formales que desembocaron en la firma del Tratado deAmistad entre España y Colombia, en París, en enero de 1881.

Aunque en la documentación analizada no hemos encontra-do rastro alguno que pueda servirnos de prueba, si queremosseñalar que coincidente con la estancia de José María Gutiérrezen Bogotá, en 1871, se produjo el establecimiento de laAcademia Colombiana de la Lengua, correspondiente de la RealAcademia de la Lengua Española. La Academia y sus corres-pondientes fueron uno de los principales motores del discursohispanoamericanista, trabajando por el mantenimiento de la uni-dad idiomática en todo el mundo hispánico según los patronesdel «español puro de Castilla». La iniciativa de la correspondien-te colombiana, la primera de todas en América Latina, corrió acargo de José María Vergara y Vergara, episodio al que dedica-mos un análisis pormenorizado en otro capítulo. Las sospechasde que Gutiérrez de Alba jugó un papel importante en tal hecho

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100 OSPINA, Gloria Ines, op. cit., p. 181. En este punto, como en lo que serefiere a las relaciones diplomáticas entre España y Colombia, hemos utilizado sutrabajo.

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parten, no sólo por la clase de misión que desarrolló enColombia, sino porque fue uno de sus miembros fundadores, yaque rápidamente se integró en la vida intelectual y literaria dela capital. Por ejemplo, colaboró con el maestro Oreste Sindicien la elaboración de la zarzuela El pecado original y el 1 de abrilde 1879 fundó el periódico satírico El Cachaco.

Ante el difícil panorama político, diplomático y comercial, lasrelaciones intelectuales cargaron con todo el peso del hispano-americanismo. Fueron los intelectuales, los escritores, ensayis-tas, poetas, en fin, los hombres del saber ligado a la política, losletrados, quienes mantuvieron viva la llama de un futuro y ple-no reencuentro de esas naciones que se consideraban miembrosde la misma familia, surgidas del mismo tronco cultural. Si unade las caras del discurso hispanoamericanista era bregar por laarticulación de una comunidad cultural de naciones hispánicas,este comenzó primero por fortalecer la comunidad de intelec-tuales en ambos lados del Atlántico. A fin de cuentas, eran ellosquienes desde sus textos debían legitimar el reencuentro. Eneste aspecto, las relaciones epistolares fueron fundamentales enuna época de largos y peligrosos viajes. A través de colabora-ciones periodísticas, cartas y prólogos laudatorios se fue dandocuerpo a una comunidad de pensamiento hispanoamericanoligada al mundo intelectual y las elites de gobierno. En la docu-mentación encontramos que las más prominentes figuras delpensamiento colombiano y español mantenían una correspon-dencia fluida y constante, donde intercambiaban halagos, pro-yectos e ideas, influenciándose mutuamente.

Paradigmático es el caso de Rufino José Cuervo. Basta decirsobre él, por lo conocido y renombrado de su figura, que nacióen Bogotá en 1844, hijo de doña María Francisca Urisarri y dedon Rufino Cuervo, «varón que en sus diversas actuaciones deperiodista, profesor, gobernador, diplomático y vicepresidenteejerció no pequeño influjo en la política colombiana del pasa-do siglo»101. Compartió con Caro las aulas del colegio de San

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101 MESA, Carlos E., Epistolario de Rufino José Cuervo con corresponsalesespañoles, Bogotá, Publicaciones del Instituto Caro y Cuervo, 1989, p. 16.

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Bartolomé regentado por los padres jesuitas, quien colaboróen la Gramática de la Lengua latina para uso de los quehablan castellano de 1867. Su obra magna fue el Diccionariode construcción y régimen de la lengua castellana, principiadoen 1872, donde también participó Marco Fidel Suárez. Comoseñalaba Carlos E. Mesa, la producción intelectual de RufinoJosé Cuervo fue reconocida dentro y fuera de Colombia, espe-cialmente en España donde: «El señor Cuervo, al fin comoauténtico sabio cristiano, se pagaba poco de loas y encareci-mientos; pero a cualquier otro le hubieran halagado testimo-nios como el de Menéndez y Pelayo, Valera, Miguel Mir. Elpolígrafo montañés calificó a Cuervo como el filólogo másinsigne que la raza española produjo en el siglo XIX. Para donJuan Valera, el Diccionario es un portento de erudición, debuen gusto, de tenacidad y paciencia»102. La calidad de sus tra-bajos y el influjo que ejerció mediante ellos en materias lin-güísticas le llevó a cartearse con lo más granado de la intelec-tualidad española: Ramón Menéndez Pidal, Rafael Altamira,Marcelino Menéndez y Pelayo, Juan Eugenio Hartzenbusch,Antonio Machado y Álvarez, Leopoldo Alas «Clarín», BaltasarOrtiz de Zárate, Ramón de Campoamor, Francisco Pi y Margall,Gaspar Núñez de Arce, etcétera, el listado sería interminable103.

Como recoge la publicación del Instituto Caro y Cuervosobre estos encuentros epistolares, en ellos residen los basa-mentos de una fructífera relación internacional en pos de forta-lecer la que se consideraba una cultura común compartida enambas orillas. Era «un momento estelar en la vida de la raza que,de este modo, toma cada vez más conciencia de sí y del desti-no que le cabe en la historia de la cultura de los pueblos»104.Efectivamente, la correspondencia entre los intelectuales de lasdos orillas sirvió para crear esa conciencia de pertenecer a unmismo tronco cultural, para afirmar vínculos de fraternidad y

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102 Ibídem, p. 31.103 Ibídem, pp. 667-712.104 MARTÍNEZ, Fernando Antonio, Ramón Menéndez Pidal y Rufino José

Cuervo. Correspondencia Epistolar, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1969, p. 7.

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laborar en su desarrollo. Por ejemplo, entre las cartas que seenviaron Ramón Menéndez Pidal y Rufino José Cuervo, ademásde la admiración mutua, el intercambio de noticias, libros ydebates filológicos, Pidal le escribía a Cuervo el 27 de mayo de1898 sobre la situación del conflicto en Cuba: «Ya ve V. qué malhe hallado a mi país; la única preocupación es la guerra que nosrodea por todas partes. Vd. Sentirá como hermano los malesque sufre España, pues la suerte de nuestra raza común estábastante unida. Quiera Dios que salgamos pronto de esta difícilsituación»105. A las palabras del filólogo español respondía unsentido Cuervo el 30 de mayo: «No puedo ponderar a U. lo queme contrista la situación actual: toda mi vida la he pasado conla mejor parte de UU., con el alma de España, representada porsus grandes escritores de ayer y de hoy, que por fuerza son loscompatriotas de mi entendimiento y de mi corazón. Por otraparte, jamás he podido simpatizar con los yanquis, que siemprehan despreciado a los americanos españoles»106. Entre temascomo estos y los «su verdadero amigo y ferviente admirador»que se transmiten, la correspondencia se centra en temas lin-güísticos, comentarios de obras y referencias indirectas a amigoscomunes con los que colaboraban como Menéndez Pelayo,Juan Valera, Caro y Antonio Gómez Restrepo. Lo que se traslu-ce entre los apuntes sobre sufijos, pronunciación y diccionarioses una profunda admiración y respeto mutuos, así como la cer-teza de que sus trabajos representaban frente a Europa la mues-tra de calidad intelectual hispánica. Cuervo se congratulaba deque Pidal fuera reconocido en el exterior como uno de los filó-logos españoles más importantes: «No puedo decir a U. la satis-facción que me causa leer en castellano y bajo el nombre de unamigo tan bueno como U. libros verdaderamente científicos enque van admirablemente hermanados el scire con el supere.Poniéndolos al lado de los de Wolf y Morel-Fatio, descansa tran-quilo mi orgullo de raza»107.

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105 Ibídem, p. 18.106 Ibídem, p. 20.107 Ibídem, p. 33.

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Las misivas ponen de relieve, fundamentalmente, la con-formación de una red de contactos, influencias y crítica.Altamira le pedía a Cuervo en 1895 que colaborara en su nue-va publicación Revista Crítica de Historia y Literatura Espa-ñolas, a lo que el gramático colombiano accedió gustoso;Menéndez y Pelayo le agradecía en 1896 a Cuervo el regalo desu Apuntaciones Críticas sobre el Lenguaje Bogotano, a la vezque este le pedía al cántabro que leyese y comentase el pró-logo de su Diccionario antes de pasarlo a la imprenta. Se tra-taba de relaciones basadas en el respeto y la admiración com-partida, en la colaboración de unos con otros en sus diversosproyectos y favores. Así se creaba una red de pensamiento ycomunicación decisiva a la hora de movilizar a la cúpula inte-lectual en pos de trabajar por el acercamiento de ambos con-tinentes. Como es lógico pensar, tratándose de establecer unaidentidad transnacional las influencias eran recíprocas, entreiguales. Como recoge Miguel Ángel Urrego: «En su visita aBogotá, el poeta español Villaespesa afirmó que en 1897 sehabía conocido la poesía de Silva en Madrid y que ella habíaorientado el trabajo de personas como Juan Ramón Jiménez»108.

Entre los letrados colombianos el autor español que másinfluencia ejerció fue Marcelino Menéndez y Pelayo, muy porencima de otras insignes figuras hispanoamericanistas como elrepublicano Emilio Castelar, Labra o el progresista Altamira.Esto nos da la tónica del discurso hispanoamericanista que conmás fuerza caló en la mentalidad de los regeneradores, el pan-hispanismo. Si recordamos, se trató de la corriente más retró-grada de todas las tendencias hispanoamericanistas. La afirma-ción de lo hispánico se llevaba a cabo desde una exacerbaciónnacionalista, la vindicación a ultranza de la conquista y la colo-nia en una sentido histórico netamente providencialista, laexaltación de la unidad espiritual dada por el catolicismo otor-gando a la religión uno de los principales valores de la unidadhispánica y la defensa de la hegemonía moral de España sobre

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108 URREGO, Miguel Ángel, Intelectuales, Estado y Nación en Colombia,Bogotá, Siglo del Hombre Editores, 2002, p. 65

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el resto de las naciones hispanoamericanas. Desde la adopciónde estos presupuestos, los hispanoamericanistas colombianosmostraron su adoración por Menéndez y Pelayo. Con motivode su muerte, Antonio Gómez Restrepo, ministro de Rela-ciones Exteriores en 1897 y 98, e hispanoamericanista conven-cido, redactó un discurso apologético a su memoria. «El sol hasufrido un eclipse en los dominios espirituales de Castilla», erala metáfora que ante el duelo por su pérdida inspiraba su dis-curso en la Academia Colombiana de la Lengua. En Menéndezy Pelayo, según Gómez Restrepo, se daban las más altas virtu-des del hombre hispánico, «orgullo de nuestra raza», tal comolo definía:

En MENÉNDEZ Y PELAYO [sic] se unieron armoniosamentela España antigua, la de las grandes y venerandas tradiciones,y la España moderna, en todo cuanto esta tiene de propio yoriginal. Él dio la voz de paz entre lo pasado y lo presente,que reñían en violenta lucha; y demostró que no hay prepa-ración más adecuada para la formación del carácter nacional,que el conocimiento exacto de lo que cada pueblo fue y sig-nificó en la serie de los tiempos. […] En MENÉNDEZ fue encar-nado, cada día con mayor amplitud y pujanza, el espíritunacional, hasta llegar a ser el español más representativo desu estirpe; y gracias a él principalmente y a la acción decisivaque ejerció sobre la generación posterior, España tuvo, quizápor vez primera, la revelación completa de su propio genio; ypudo dar su justo valor, tanto a las negaciones denigrantes desus enemigos, como a los falsos ditirambos de pretendidosapologistas109.

La influencia que el cántabro ejerció en el ideario de losletrados colombianos era puesta de manifiesto por el autor:«Los que empiezan ahora su carrera, difícilmente podrán expli-carse el género de fascinación que produjo Menéndez y

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109 GÓMEZ RESTREPO, Antonio, «Discurso de don Antonio Gómez Restrepo,en la junta solemne con que la Academia Colombiana conmemoró el tercer cen-tenario de la muerte de Cervantes», Revista del Colegio Mayor de Nuestra Señoradel Rosario, 1916, vol. 12, n.º 115, pp. 4-5.

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Pelayo sobre los que nos iniciamos en las letras en la épocaque el astro del célebre joven ascendía en vuelo rápido y triun-fador sobre el horizonte literario. […] y cuya aparición repen-tina en el campo de batalla había producido en las filas ene-migas un efecto parecido al que causaba Santiago en lashuestes de la morisma»110. Gómez Restrepo, que ocupó laLegación de Colombia en Madrid de 1893 a 1896, se congra-tulaba de haber podido conocer a «aquella fuerza de la natu-raleza puesta en actividad». El texto completo es un canto a sufigura: «Hombre del Renacimiento», «ser dominador y provi-dencial», «memoria sobrenatural», etcétera. Sin embargo, másallá de las adulaciones al difunto, lo que demuestra AntonioGómez Restrepo en su discurso es que había leído y estudia-do con sumo cuidado y dedicación las obras de Menéndez. Elrecorrido biográfico que dibuja sobre él es paralelo al análisisde su producción intelectual, en cada etapa vital el autorcolombiano identifica las formas propias del pensamiento deMenéndez que se plasmaron en sus libros, analiza su produc-ción periodo a periodo con las influencias que lo marcaron yla evolución que lo fue signando. Gómez nos habla del pen-sador español, del poeta, el orador, el crítico, el historiador, elfilósofo católico, el polemista, a la par que desgrana suscomentarios sobre Biblioteca de Traductores, Historia de lasIdeas Estéticas en España, Tratado de Romances Viejos,Historia de la Poesía Americana, Estudios de Crítica y deHistoria, Historia de los heterodoxos españoles. Del análisis detodas estas obras se desprende la conclusión de lo que signi-ficó para la posteridad su trabajo:

Menéndez y Pelayo se ha dedicado a probar que unanación no puede romper con la tradición de su pensamiento,como no puede romper con su historia. Su mentalidad es elresultado de un elaboración secular, y ninguna ilusión másfunesta que la de esperar transformarla bruscamente. […] VinoMenéndez y demostró que un pueblo que rompe los lazos que

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110 Ibídem, p. 6.

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lo unen a la tradición, está condenado a esterilidad, como unárbol cuyas raíces se separan de la tierra; y que la única mane-ra de engrandecer a España era ponerla en la corriente delgenio nacional, para encaminarla así, fácil y lógicamente,hacia la meta de sus naturales destinos111.

No es difícil de comprender la analogía que el escritor ypolítico colombiano quería establecer con Colombia, en unmomento en el que se buscaba en las raíces hispánicas laesencia de la identidad nacional. La tradición, su recuperacióny defensa, era una prioridad para el destino de la nación.Tradición que veremos cómo es exaltada y reclamada en mul-titud de ocasiones, tradición que se constituía como una unidadde discurso tendente a enmascarar las rupturas y los cambios, ala manera como fue pensada por Foucault, configurando unatemporalidad basada en lo continuo112. Tradición que ofrecía,además de unos ejes referenciales temporales para las accio-nes de los pueblos, legitimación para aquellas políticas que sedisfrazaban como sus herederas. Estos códigos encajaban per-fectamente con las ideas vertidas en las obras del polígrafoespañol, con su providencialismo histórico, su fanatismo cató-lico y su ultraconservadurismo político. Así, MarcelinoMenéndez y Pelayo se había constituido en una referenciaintelectual inexcusable para los letrados colombianos:

Para la América española la desaparición de Menéndez yPelayo tiene triste significación, porque él era el centro quemantenía nuestra unión literaria con España, debilitada portantos años de aislamiento y por el influjo preponderante delpensamiento y del arte de otros pueblos europeos. A él volvían

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111 Ibídem, p. 34.112 Tal es la noción de tradición, la cual trata de proveer de un estatuto tem-

poral singular a un conjunto de fenómenos a la vez sucesivos e idénticos (o almenos análogos); permite repensar la dispersión de la historia en la forma de lamisma; autoriza a reducir la diferencia propia de todo conocimiento, para remon-tar sin interrupción en la asignación indefinida del origen; gracias a ella, se pue-den aislar las novedades sobre un fondo de permanencia, y transferir su mérito ala originalidad, al genio, a la decisión propia de los individuos. FOUCAULT,Michel. La arqueología del saber. Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2005, p. 33.

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los ojos todos los escritores americanos, y buscaban, comogarantía del acierto, su fallo, considerado inapelable, […] Y deesta simpatía queda un hermoso monumento en la Historia dela poesía americana, único trabajo magistral que existe hastahoy sobre literatura del Nuevo Continente. Allí Colombia estátratada con regia consideración, y sobre nuestra poesía escri-bió páginas de imperecedera belleza. Si algún día se formauna galería de los retratos literarios de MENÉNDEZ Y PELAYO,habrá que colocar allí la semblanza, penetrante y magnífica,que hizo de nuestro insigne José Eusebio Caro113.

Esta referencia a José Eusebio Caro alentaba al autor arecordar a otros intelectuales colombianos como Rufino JoséCuervo y Miguel Antonio Caro, que además de trabar continuaamistad con el pensador español, formaban parte del panteónintelectual de la «raza», para cerrar su texto en un remedo poé-tico sobre Pelayo: «Salud, glorioso titán, que con el potentemartillo de tu genio golpeaste en la roca viva de tu raza, paramodelar la imagen de una España nueva; heredera, no enemi-ga de la antigua, serena en la conciencia de su misión históri-ca; iluminada a un tiempo por la luz de la estrella de lo pasa-do, que brilla sobre su frente, y por los resplandores de auroraque anuncian el porvenir»114.

Tanto las relaciones epistolares como las alabanzas com-partidas, así como la comunicación y la elaboración conjuntadel discurso, nos revelan una conciencia hispánica elaboradano sólo desde la recreación cultural, sino también a partir deunas condiciones sociales y materiales semejantes. Mainer, ensu artículo sobre el hispanoamericanismo y el regeneracionis-mo, señala la similitud de condiciones entre un ámbito y otro.La incorporación al mercado mundial de América latina comoproductora de materias primas, el incremento demográfico, eldesarrollo urbanístico, «ampliaron el espectro sociológico delas clases medias en una estructura todavía muy estamentali-

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113 GÓMEZ RESTREPO, Antonio, op. cit., p. 36114 Ibídem, p. 37.

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zada», proceso paralelo a la transformación social en la penín-sula. Desestabilización de la jerarquía social tradicional que seprofundizó con la masiva llegada de emigrantes italianos yespañoles. Tensiones interiores crecientes a las que iba asumarse la cada vez más clara política colonialista estadouni-dense, con episodios como el que vivió Colombia en 1903.Frente a estos problemas:

La recepción del positivismo sociológico, al calor de lasnuevas condiciones históricas, desarrolló una suerte de 98 ode regeneracionismo americano, preocupado por los proble-mas de la psicología colectiva de los pueblos, por la crisis dellatinismo y por los primeros esbozos de sociología nacionalcrítica. Unas cosas y otras trajeron a primer plano el problemade los orígenes coloniales, la pugna de las razas y, como telónde fondo no siempre explícito, la desazón nacionalista ante lanueva emigración y, más claramente, ante el reto económico-político del panamericanismo alentado por los Estados Unidoscomo máscara fácil de un nuevo espíritu colonial. […] La bús-queda de una identidad cultural —a través del análisis ideoló-gico o de la innovación artística— llevó al encuentro de lasminorías culturales que compartían su condición de tales enámbitos sociológicos y morales muy similares a veces115.

Coyuntura finisecular en la que, en ambas orillas, se llevóa cabo una relectura de la identidad nacional a la luz de estosproblemas y tensiones: incapacidad crónica a lo largo del XIXde alcanzar un modelo político de convivencia que permitierael desarrollo de países cruzados de corruptelas, caudillismos yguerras civiles; reordenamiento de los patrones nacionalizado-res dados por el imperialismo; amenaza creciente del expan-sionismo Norteamericano; transformación de la pirámide socialtradicional de la mano de las clases medias y el incipienteobrerismo; encuadramiento internacional como pueblos infe-riores o decadentes. Todos estos factores desencadenaron laapropiación del discurso hispanoamericanista y su reelabora-

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115 MAINER, José Carlos, op. cit., pp. 141-143.

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ción finisecular en pos de un arma defensiva hacia el exteriory desde el cual restañar una identidad nacional en crisis:

A través de una dialéctica que se comprende muy bien, laescasa elite, con su maravillosa cultura humanística y europei-zante, transformó el retraso económico, tecnológico y militarde los propios países en una superioridad humana y cultural.[…] En definitiva, en ambas orillas del Atlántico existía un mis-mo problema de identidad cultural entre ciertas elites intelec-tuales, expresado en la forma de un reflejo defensivo que osci-laba entre la demanda de reconocimiento de los supuestosvalores propios y los esfuerzos por integrarse en el grupo delas naciones desarrolladas116.

Existían, pues, además de los lazos culturales compartidos, laconciencia de enfrentar los mismos problemas en la construcciónde los respectivos Estados-nación contemporáneos. Por ejemplo,Rafael Altamira aludía a la singular coincidencia de que las nue-vas repúblicas y la vieja metrópoli compartían los mismos pro-blemas políticos: «Por último, hasta existe el motivo de ciertaparidad muy significativa entre la historia política de las más delas Repúblicas Hispano-americanas y España durante el sigloXIX. Los conflictos fundamentales que nosotros hemos ido resol-viendo con gran derroche de sangre y energías, entre los princi-pios liberales y el régimen antiguo autoritario, y aun entre lastendencias federales y autonómicas y el sentido de unidad máso menos centralizador, son esencialmente los mismos que la his-toria contemporánea de América nos ofrece»117.

Donde mejor se observaba esta coincidencia era en lasvisiones aberrantes que se configuraban desde Europa sobrelos países latinos. Aspecto que compartían Colombia, Españay el resto de los países hispanoamericanos: la visión negativapor parte de otras naciones, el estereotipo común de atraso,barbarismo e inferioridad. José María Samper lo denunciaba en

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116 NIÑO RODRÍGUEZ, Antonio, op. cit., pp. 26-27.117 ALTAMIRA, Rafael, La huella de España en América, Madrid, Ed. Reus,

1924, p. 47.

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su Ensayo sobre las revoluciones políticas de 1861, al asegurarque en Europa se conocían mejor las condiciones materiales ynaturales de América que a sus pueblos, y que este descono-cimiento teñía de ignorancia y juicios someros a las nuevasrepúblicas, sobre todo a través de los escritos de los viajerosextranjeros: «La mayor parte de los viajeros, o visitando apenaslas costas, o deteniéndose durante pocos días en algunas ciu-dades, o tratando sólo con las clases inferiores de la sociedad,no han venido a propagar en Europa sino errores, nocionestruncas y exageradas, o extravagancias de que se ríen los lec-tores en Colombia. El hecho es que en Europa se ignoran pro-fundamente las condiciones sociales, políticas e históricas delos pueblos hispano-colombianos»118. En 1896, Rafael Altamiradenunciaba los mismos tópicos injuriosos impuestos por lamirada europea sobre la sociedad española, que podían ras-trearse en la literatura europea desde el siglo XVI, y que enbuena medida eran creados por los textos cargados de prejui-cios redactados por los viajeros:

Sigue no habiendo más españoles, para muchos extranjeros,que los gitanos, los cantaores andaluces, los toreros y los «ban-didos» de Sierra Morena; siguen (incluso personas de cultura yde mundo) preguntando en confianza si llevan aún navaja enla liga nuestras mujeres; siguen copiándose los juicios de viajesdel siglo pasado y comienzos del presente, como si, aparte delos disparates de todo tiempo que suelen contener, no hubie-sen variado las cosas desde entonces; siguen viniendo a estu-diarnos gentes que no hablan y apenas entienden nuestra len-gua, a pesar de lo cual se atreven a escribir juicios acerca denosotros; siguen, en fin, tratando con tal ligereza de nuestrascosas, con tanto desenfado y tranquilidad, que no parece sinoque la característica de España se les comunique por cienciainfusa, sin que haga falta estudiarla, despacio y con interés,como tocante al resto del mundo se hace119.

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118 SAMPER, José María, Ensayo sobre las revoluciones políticas, Bogotá, Ed.Incunables, 1984, p. 4.

119 ALTAMIRA, Rafael, Escritos Patrióticos, Madrid, Compañía Ibero-Americana de Publicaciones, S. A., 1929, p. 51.

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Como vemos, los hispanoamericanistas compartían condi-ciones sociales y políticas semejantes, así como el interés enfortalecer la unión cultural del mundo hispánico como mediode regeneración. De ahí que la preocupación por el conoci-miento mutuo y el fortalecimiento de lazos culturales entre lasdos orillas fuera una constante en el mundo intelectual hispa-noamericano de finales del XIX. El chileno, Alberto del Solar,contaba en una epístola a Rafael Reyes, cómo Juan Valera lehabía confesado que una de las motivaciones de sus CartasAmericanas era: «[…] dar a los españoles alguna noticia —puestienen poquísima—del movimiento intelectual de sus hermanosdel Nuevo Mundo. Convine a V. y a nosotros que se establez-can relaciones mentales entre España y las que fueron sus colo-nias»120. Precisamente Rafael Reyes representaba un nuevo tipode hispanoamericanista colombiano, entrados ya en el sigloXX. Marroquín, Acosta, Caro, Núñez, Caicedo Rojas, CalderónReyes, etcétera, habían mostrado un interés mayor por recupe-rar para la identidad colombiana finisecular, el legado culturaldel pasado hispánico, en esa formulación hispanoamericanistamás retórica que práctica, en la que pesaban menos el estre-chamiento de lazos en el presente, que las lecciones de moral,valores y civilización que aportaba el estudio del pasado. Encambio Reyes, sin dejar de trabajar en ese apartado simbólicode exaltación hispánica, pretendía dar un paso más adelante,colaborando codo a codo con personajes de toda la comunidadhispanoamericana en el fortalecimiento de un programa deacción conjunta por la cohesión y afianzamiento de los lazosculturales entre las naciones hispanoamericanas:

Consideramos que es muy importante para contribuir a larealización de esta obra, fomentar y promover las relacionesintelectuales y sociales, sin descuidar las comerciales, entretodos los pueblos de nuestra raza. […] Para fomentar este movi-miento de viajes y de relaciones sociales convendría que losClubs de esta clase, que existen en las capitales de las Repúblicas

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120 REYES, Rafael, España y América, Ginebra, Imprenta de Ch. Zoellner,1911, p. 8.

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Hispano-Americanas y los de España, se pusieran de acuerdocon los Ministros Plenipotenciarios y las personalidades notablesde cada país, para recomendar recíprocamente a los viajeros yde este modo relacionarlos socialmente. […] En el campo inte-lectual deberían los profesores, literatos y oradores, tanto deEspaña como de América, trabajar en todos los países, como enel propio, siguiendo el ejemplo de los distinguidos profesoresdon Rafael Altamira, de la Universidad de Oviedo, y de donAdolfo Posada, quienes dictaron cursos en las Universidades deBuenos Aires y de la Plata; de don Vicente Blasco Ibáñez y dedon Juan Antonio Cavestany, quienes dieron conferencias enBuenos Aires; de los colombianos don Carlos Holguín y donJosé María Quijano Wallis y del chileno don Alberto del Solar yotros, quienes las dieron en el Ateneo de Madrid121.

Como parte del programa del hispanoamericanismo pro-gresista, que representaba por antonomasia Rafael Altamira, sediseñaron planes de intercambio de profesorado e intelectua-les, así como de estudiantes y publicaciones conjuntas, y lacreación de instituciones como el Centro de Relaciones His-panoamericanas. Reyes compartía y fomentaba estas ideas des-de Colombia:

Se ha iniciado la idea de fundar una o varias Universidadesen España y en las capitales más notables de Hispano-América, en las que se eduquen los jóvenes de nuestra raza,tanto americanos como españoles. Esta es una hermosa ideaque los Gobiernos de los diferentes países habrán de realizar,más o menos tarde, en mutuo beneficio; que dará grandes yfecundos frutos y que hará que esta juventud, que actualmen-te se ignora y se desconoce, se trate y se estime y trabaje encomún por el progreso de cada país en particular y por el denuestra raza en general. Así se conseguirá también salvar amuchos jóvenes de la peligrosa educación en pueblos de otralengua, otra religión y otros ideales, en donde en lugar deaprender a estimar en su justo valor las virtudes patrias y deraza, llegan hasta desestimarlas y despreciarlas122.

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121 Ibídem, p. 21.122 Ibídem, p. 22.

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Las profundas convicciones hispanoamericanistas del quefuera Presidente de Colombia, le llevaron a solicitar auxilio alrey Alfonso XIII para que lo relacionase en España con otrospensadores que como él trabajaban por el fortalecimiento dela comunidad hispánica. En una carta escrita el 19 de julio de1911, desde Vichy, el general exhortaba al monarca a prose-guir en «todo lo que se refiere al engrandecimiento de Españay de los pueblos del Continente Americano que le deben laexistencia, la lengua, la religión y la civilización […]»123. Comoaval de la nobleza y convicción de sus creencias, Reyes le ase-guraba al soberano:

Yo he trabajado desde niño: en exploraciones amazónicas,en la prensa, en la milicia, en la administración pública, etc.,etc., por el engrandecimiento de nuestra raza […]. En cuantoa Colombia, mi patria, tengo la satisfacción de haber iniciadoese movimiento desde que era estudiante, de haberlo sosteni-do con constancia hasta el presente y de haber conseguidodurante mi Administración que el Congreso Nacional decreta-ra que a la entrada de la capital, Bogotá, se levantaran las esta-tuas de Isabel la Católica y de Colón, cuya inauguración tuvolugar en presencia del Ministro de S.M., en medio de gritos deentusiasmo y de amor a España124.

La idea de una gran comunidad de naciones hispánicas cre-cida alrededor de los vínculos que formaban la historia, la reli-gión, la raza y la lengua tomaba cuerpo también en las pala-bras de otro Presidente de la República de Colombia, MarcoFidel Suárez. El 17 de julio de 1910, en plena conmemoracióndel centenario de la Independencia, pronunciaba en laAcademia Colombiana de la Lengua su famoso discurso El cas-tellano en mi tierra. Cien años después, para Suárez la histo-ria demostraba que las independencias de los pueblos eran«alteración de las relaciones jurídicas, pero no una destrucciónde naturales lazos». Ese planteamiento era el que le permitía

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123 Ibídem, p. 25.124 Ibídem, p. 26.

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fundar una gran comunidad de naciones herederas de la colo-nización de España:

[…] una gran comunidad de pueblos, que forman una aso-ciación natural de ochenta millones de almas, no mantenidapor los tratados sino por vínculos que jamás se quiebran: laraza y la tradiciones en lo pasado; el comercio y las comuni-caciones en lo por venir, la religión y la lengua siempre. […]Entre aquellos lazos de tradiciones, comercio, desenvolvi-miento económico, religión e idioma, los más poderosos noson los más fuertes en el sentido material. Los más estables yvalientes son los más espirituales: la cruz plantada hace siglospor Colón en la primera playa americana y recién puesta pordos florecientes Repúblicas sobre la cima de los Andes austra-les; y la lengua del Cid y de Isabel la Católica hablada porCaldas y Bolívar. […] Así como eran débiles, nulos casi porcompleto, los vínculos que ataban las numerosas pero mise-rables hordas de este continente, así han de ser poderosos yrobustos los que relacionan ahora a nuestras Repúblicas unascon otras y al través de la distancia con España125.

Así, la historia se convertía en un arma de legitimación delos presupuestos políticos del presente. Servía además paraprofundizar en el conocimiento mutuo de las sociedades his-panoamericanas y relanzar una nueva imagen frente a lasnaciones foráneas. Pero antes, debía ser depurada de las con-notaciones negativas asociadas al periodo colonial y en gene-ral sobre la España imperial, urdidas por la leyenda negra. Esaera una de las tareas prioritarias que reclamaba Altamira: «Llevomuchos años de predicar que una de las grandes bases pararecuperar nuestro prestigio en el mundo es barrer los prejuiciosque contra nosotros ha esparcido un equivocado —cuando nocalumnioso—, conocimiento de nuestra Historia»126. La vindica-ción del pasado y la labor civilizadora de España en Américatenían como objetivo la restauración de una imagen de presti-

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125 SUÁREZ, Marco Fidel, El castellano en mi tierra, Bogotá, ImprentaEléctrica, 1910, pp. 4-5.

126 ALTAMIRA, Rafael, Escritos Patrióticos, op. cit., p. 73.

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gio frente al resto de los países civilizados y a la vez unamisión pedagógica al interior de las naciones para desterrar dela opinión pública nacional concepciones negativas que aleja-ban a los ciudadanos de la identificación con su propio pasa-do. Se trataba de rescatar las grandes obras y los grandes per-sonajes de la conquista y la colonia en todas las actividades ycampos que pudieran ofrecer un ejemplo de virtud, y paraello, eventos como la celebración del IV Centenario eran elmejor expositor posible.

El Centenario del Descubrimiento de América de 1892 mar-có el cenit del acercamiento entre España y las RepúblicasAmericanas. Representó el momento más álgido del discursohispanoamericanista en todo el periodo estudiado: momentode exaltación, reconciliación y acercamiento. Para España erala oportunidad de mostrar el prestigio de la monarquía espa-ñola y el régimen de la Restauración, así como para presentaruna nueva imagen en el concierto internacional como matrizcultural de una comunidad hispánica fortalecida. Para lasnaciones americanas servía como escaparate ante la comuni-dad internacional mostrándose como una unidad de paíseshermanos, miembros herederos de la colonización española ypor tanto copartícipes de la empresa civilizadora iniciada porla cultura occidental cuatro siglos atrás. Nuestro enfoque eneste punto coincide con el de Mario Aguilera Peña cuya mira-da sobre el centenario era sintetizada así: «El control de la con-memoración permite la adecuación ideológica de los hechosdel pasado a los fines políticos del presente mediante la accióndel sistema de instituciones ideológicas y políticas, y por elmismo efecto movilizador de las ritualidades públicas»127.

En aquel 92 se ponía fin a una década de expansión de laeconomía española que había favorecido las políticas y losproyectos de aproximación. El crecimiento económico de la

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127 AGUILERA PEÑA, Mario, «Una fiesta religiosa y prehispánica», en GUE-RREO RINCÓN, Amado (comp.), Ciencia, cultura y mentalidades en la historia deColombia. VIII Congreso Nacional de Historia de Colombia, Bucaramanga,Publicaciones UIS, 1992, p. 25.

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década de los ochenta había repercutido en el incremento delas relaciones comerciales con América. Reflejo de esta coyun-tura expansiva fue la creación de la Compañía Trasatlántica,en Barcelona en el año 1881, y la empresa Pinillos, Sáez y Cía,en Cádiz en 1884, por ejemplo. La emigración se convirtió enotro agente de acercamiento entre las dos orillas: sólo Argentinaentre 1886 y 1890, recibió 135.000 inmigrantes españoles.Además, el ejecutivo de Sagasta contó en la cartera de Estadocon la figura de Segismundo Moret, hispanoamericanista con-vencido que reorientó la política exterior española fomentandoen mayor grado las relaciones con Hispanoamérica. A su laborse debe la realización de la Exposición Universal de Barcelona(1888) y el Museo y Biblioteca de Ultramar (1888), así como lafundación de la Unión Iberoamericana en 1885128 de la cual seabrieron al año siguiente filiales en Quito, Río de Janeiro,Montevideo, Caracas, inaugurándose la de Bogotá en 1887. Las

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128 Debemos resaltar el papel que diferentes asociaciones cumplieron en lalabor de intensificar los lazos hispanoamericanos. Entre este movimiento asocia-cionista destacó por encima de las demás, la Unión Iberoamericana. El 25 de ene-ro de 1885 se formalizó la fundación de la Unión Iberoamericana, inaugurada el22 de mayo en el Paraninfo de la Universidad Central. Era el fruto de la labor deuna Comisión organizadora formada por Protasio G. Solís (presidente), JesúsPando y Valle (secretario) y Félix S. Alfonso, Luis Vidart, Manuel Tello, AntonioCarton, Antonio Balbín de Unquera y Pedro Govantes. Su aparición estuvo prece-dida de un proceso embrionario, que se inició en 1883, cuando en la redacciónde Los Dos Mundos se reunieron varios escritores y publicistas para preparar unbanquete en honor de Cristóbal Colón, que se celebró el 12 de octubre del mis-mo año. Entonces nació la idea que adquirió consistencia doce meses después enuna segunda reunión, esta vez celebrada en casa de Jesús Pando y Valle. Segúnsus estatutos, la Unión Iberoamericana pretendía ser «una Asociación Internacionalque tiene por objeto estrechar las relaciones de afecto sociales, económicas, artís-ticas y políticas de España, Portugal y las Naciones americanas, procurando queexista la más cordial inteligencia entre estos pueblos hermanos». La UniónIberoamericana incentivó desde sus páginas el incremento de las relacionescomerciales y económicas con las antiguas colonias, pero también sostuvo conahínco la unión intelectual: «La asociación abogó por una auténtica solidaridadintelectual, a la que había que aspirar para que la “raza española” cumpliese su“misión civilizadora”. Aspiración que exigía unas condiciones previas, entre lasque figuraba la extensión e intensificación de la enseñanza, el intercambio de lasideas científicas y de los métodos educativos y la firma de tratados de propiedadliteraria». MARTÍN MONTALVO, Cesilda; M.ª Rosa MARTÍN DE VEGA y M.ª TeresaSOLANO SOBRADO, «El hispanoamericanismo, 1880-1930», op. cit., p. 164.

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publicaciones de la Asociación vinieron a unirse a toda unacampaña publicista que se desarrollaba en España desde lasegunda mitad del XIX. En esta campaña, las acciones másfructíferas correspondieron a la Real Academia de la LenguaEspañola en el establecimiento de organismos correspondien-tes en el continente. En la década de los ochenta se estable-cieron en Venezuela (1883), Chile (1885), Perú (1887) yGuatemala (1887)129. También a esa década corresponde la fun-dación de otras agrupaciones americanistas como la SociedadColombina Onubense, el 21 de marzo de 1880, cuyo centrooficial era el convento de La Rábida. Entre sus actos destacabala celebración cada 3 de agosto del inicio de la expediciónhacia las Indias, con la intención de revestirla de un carácternacional; también trataba de fomentar los estudios americanis-tas mediante la fundación de una biblioteca, un museo y larealización de congresos, como el IX Congreso de Americanis-tas que se encargó de preparar y celebrar en la Rábida duran-te los actos del Centenario.

La organización del IV Centenario acabó convirtiéndose enuna cuestión de estado para España, al conocerse los prepara-tivos de los Estados Unidos en 1887, para realizar un proyec-to conmemorativo. Resultado de esto fue la creación de unacomisión española para la preparación de los festejos en 1888.También se dieron cambios en el nombre del evento, que fren-te a los proyectos estadounidenses e italianos que volcabantoda la atención en la figura del almirante Colón, se decidiódenominar a los festejos de 1892 «IV Centenario del Descubri-miento del Nuevo Mundo» para destacar la empresa conquis-tadora española. El Presidente español Cánovas del Castillo fuedecisivo para llevar adelante las celebraciones, puesto queante la ineficiencia y demora de la comisión en la preparacióndel evento, creó una Junta organizadora en 1891, que fue laprincipal responsable de la organización.

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129 BERNABÉU ALBERT, Salvador, 1892: el IV Centenario del Descubrimientode América en España: coyuntura y conmemoraciones, op. cit., pp. 19-30.

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En Colombia la conmemoración colombina fue celebradacomo la evocación de la llegada de la civilización y la religióna tierras americanas. Los hombres de la Regeneración enfati-zaron el aspecto religioso y los homenajes a España. SegúnAguilera Peña, «se consideró que con la llegada de Colón y losespañoles a América, se había introducido la religión comofactor básico para acceder a la “civilización”, al “progreso” y alos beneficios que la divinidad otorgaba a los creyentes. Lacelebración fue también un homenaje a España no sólo por supapel de agente “civilizador” sino porque representaba a la“madre patria” formadora de nuestro lenguaje, valores y tradi-ciones»130. En territorio colombiano los actos del Centenariotuvieron un marcado tinte religioso. A los desfiles militares del12 de Octubre, se sumaron las misas y la consagración deBogotá al Sagrado Corazón de Jesús, encuadrada en una cam-paña de deificación del Sagrado por todas las municipalidades,que terminaría en 1902 con la consagración de toda la nacióna esa imagen religiosa. Además, en esa fecha se puso la pri-mera piedra de un monumento a Colón y de un hospital conel nombre de Isabel «La Católica»131.

En España las fiestas del Centenario comenzaron del 2 deagosto en Huelva, y el 11 de octubre en Madrid, aunque unode los encuentros intelectuales y científicos más importantes sedio con anterioridad en el ciclo de conferencias pronunciadasen el Ateneo de Madrid de febrero de 1891 a mayo de 1892,que aparecieron recopiladas en los tres tomos titulados El con-tinente Americano. Algunos de los representantes latinoameri-canos más destacados fueron Rubén Darío, Ricardo Palma,Zorrilla de San Martín y Soledad Acosta. Los congresos y reu-niones fueron « las principales y más fructíferas muestras de losdeseos de acercamiento a las Repúblicas Hispanoamericanas,por parte de ciertos colectivos españoles, durante el IV Cente-nario, se celebraron once (Americanista, Pedagógico, Geográfico,

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130 AGUILERA PEÑA, Mario, «Una fiesta religiosa y prehispánica», op. cit.,p. 25.

131 Ibídem, p. 27.

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Jurídico, Mercantil, Militar, Literario, Africanista, Librepensador,Espiritualista y Católico), a los que hay que añadir otros dosproyectados (Orientalista y Médico) durante los meses de octu-bre y noviembre en Madrid; a excepción del Americanista,celebrado en la Rábida, y el Católico, en Sevilla»132.

En los congresos científicos y en la Exposición HistóricoAmericana fue donde más destacó la delegación colombianaencabezada por Soledad Acosta y Ernesto Restrepo Tirado.Para el IX Congreso de Americanistas celebrado en el conven-to de la Rábida entre el 7 y el 11 de octubre, Cánovas delCastillo fue elegido Presidente de Honor. Entre los vicepresi-dentes honoríficos figuraban los embajadores de Chile, Mé-xico, Estados Unidos, Portugal y Colombia. Los temas versaronsobre la historia americana y española principalmente, con elobjetivo claro de reivindicar el descubrimiento y la conquistacomo dos de los mayores sucesos de la humanidad. En lainauguración del 7 de octubre, Ernesto Restrepo Tirado fueuno de los vicepresidentes de la mesa inaugural junto a LucienAdam, Guido Cora, Ricardo Palma, Desiré Pector y Manuel Ma-ría Peralta. En los discursos inaugurales Ernesto Restrepo Ti-rado133 se mostró como uno de los más fervientes defensoresde la conquista dedicado a restablecer su crédito históricocomo obra magnánima para la humanidad. En el acto de aper-tura proclamaba:

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132 BERNABÉU ALBERT, Salvador, op. cit., p. 76.133 Vale la pena que nos detengamos brevemente para trazar un apunte bio-

gráfico del escritor, historiador y etnólogo nacido en Medellín en 1862. En 1901 seharía cargo de la jefatura civil y militar de Boyacá. En 1902 fue uno de los miem-bros fundadores de la Academia Colombiana de Historia, de la que llegaría a servicepresidente y presidente, así como fue miembro correspondiente de la Aca-demia Nacional de Historia de Venezuela en 1911 y de la Academia Antioqueñade Historia en 1922. Entre sus principales obras figuran Ensayo etnológico yarqueológico de la provincia de los Quimbayas en el Nuevo Reino de Granada(1892), Descubrimiento y conquista de Colombia (1917), De Gonzalo JiménezQuesada a don Pablo Morillo (1928) e Historia de la provincia de Santa Marta(1929). De 1910 a 1920 dirigió el Museo Nacional de Colombia, siendo uno de susdirigentes más emblemáticos y preocupados por su desarrollo. Dejó este cargo,para ocupar el de cónsul general de Colombia en Sevilla.

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Parece llegado el tiempo de que se haga alguna justicia alos conquistadores españoles. Aquellas fábulas de la capri-chosa destrucción de la raza indígena por los españoles debendesaparecer. Por lo menos tocante a las tribus colombianaspuede asegurarse que estaban entregadas a tales vicios que noparecía lejano el momento de su desaparición y exterminio delas unas por las otras. Opino que en aquella época ningunaotra nación había hecho conquista tan humanitaria, tan nota-ble como la que realizó la nación española; ninguno de losarchivos del mundo conserva leyes tan humanitarias y conci-liadoras134.

Soledad Acosta, además de participar en el Congreso deAmericanistas, formó parte de la mesa de honor en elCongreso Literario Hispanoamericano —junto a nombres co-mo Juan Zorrilla de San Martín, Concepción Arenal, AntonioAugusto de Costa Simoens— y en el Congreso PedagógicoHispano-Portugués-Americano, inaugurado el 13 de octubreen el Paraninfo de la Universidad Central y clausurado el 27del mismo mes en el Ateneo. La gran figura del congreso fuesu inspirador Rafael María de Labra, que vio así reunidas susdos aspiraciones regeneracionistas: el acercamiento hacia La-tinoamérica de la mano de la educación. Entre las propuestasdel Presidente destacaba la creación de una sociedad de ins-trucción pública elemental, educación popular y divulgacióncientífica para toda Hispanoamérica. El trabajo que presentóSoledad Acosta se tituló Aptitud de la mujer para ejercer todaslas profesiones. La pregunta principal que recorría su discursoera si se debía dar la suficiente cuota de libertad a la mujerpara que recibiese una educación profesional equivalente a lade los hombres. Acosta defendía la libertad educativa sin per-der o desmejorar las cualidades naturales al género femenino:la dulzura, la moral y la virtud. Su escrito presentaba una seriede mujeres relevantes que a lo largo del siglo XIX habíandemostrado la valía del intelecto femenino para desempeñarcualquier tipo de actividad: misioneras que expandían la civi-

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134 Ibídem, p. 78.

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lización; damas de caridad que ayudaban a desfavorecidos;intelectuales, artistas y científicas que a la par de los hombreshacían avanzar el conocimiento humano. Además en las gue-rras de la Independencia peninsular y americana las mujereshabían demostrado tanto valor como los varones: «¡Y qué dire-mos de las Españolas en la época de la invasión francesa, y dela magna guerra de la Independencia! ¿Se olvidarán jamás losnombres de Agustina Zaragoza y de Mariana Pineda, y de lasmuchas que se distinguieron en Hispanoamérica en las guerrasallí habidas? Todas estas, inspiradas por el patriotismo se con-dujeron con un ánimo, un valor sereno digno en todo de lasvirtudes de su raza»135.

Según Soledad, la forma en que la virtud femenina debíaservir a la sociedad era mediante una correcta educación quecapacitase a cada mujer según sus talentos e intereses. El resul-tado sería que unas mujeres seguirían por voluntad propia elmodelo tradicional que ocupaban en la sociedad, mientras queotras podrían dedicar su potencial al desarrollo social. Sinembargo, todo ello no debía ser óbice para que olvidaran cualera «el lugar que le tiene señalado la Divina Providencia»: «Enel siglo que en breve empezará la mujer tendrá libertad paraescoger una de esas dos vías, pero jamás será respetable; nun-ca será digna del puesto que debe ocupar en el mundo, sirenuncia a ser mujer por la cualidades de su alma, por la bon-dad de su corazón, y si no hace esfuerzo para personificarsiempre la virtud, la dulzura, la religiosidad y la parte buenade la vida humana»136. Es decir, Acosta defendía en el congre-so pedagógico de los festejos hispanoamericanistas, la reformadel modelo de género patriarcal, no su superación. Una aper-tura reformista en la que se mantuvieran los roles femeninos ala vez que se permitían pequeños espacios de apertura indivi-dual mediante la educación, ajustando el rol femenino a los

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135 ACOSTA, Soledad, Memorias presentadas en congresos internacionalesque se reunieron en España durante las fiestas del IV Centenario del descubri-miento de América en 1892, Chartres, Imprenta de Durand, 1893. p. 76.

136 Ibídem, p. 84.

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cambios sociales ocurridos en el XIX. La preocupación cons-tante de Acosta por el papel de la mujer en la sociedad habríade repetirse en otros textos que veremos más adelante.

Acosta narró las impresiones y episodios del IV Centenarioen su libro Viaje a España en 1892. Es curioso comprobar quela autora colombiana repite, aunque tímidamente, algunos delos tópicos y lugares comunes más usuales de la literatura deviajes sobre España: amenazas de bandidos y salteadores, losconstantes retrasos en los medios de transporte a los que lacolombiana responde con un lacónico «cosas de España», loscaracteres pintorescos de los españoles que va conociendo,etcétera. El libro destaca constantemente dos aspectos centra-les: la religiosidad y la historia. El viaje de dos meses y medioque realizó Acosta acompañada de una de sus hijas fue unconstante ir y venir de iglesias, catedrales, hospicios, asilos,monasterios, conventos, capillas, basílicas y templos. La auto-ra visitaba casi exclusivamente los edificios religiosos de lasciudades a donde acudía y aprovechaba cualquier apunte oanécdota histórica —un relicario, unos huesos, una estatua—que estuviera emparentada con la historia de la nación, paraentregarle al lector pequeñas lecciones de historia española.Claro está, historia entendida como la sucesión de Wamba,don Pelayo, el Cid, los Reyes Católicos, la Reconquista, lasNavas de Tolosa… Parece que en la mirada de la autoracolombiana no hubiese separación entre un ámbito y otro,como si la historia y la religión fuesen de la mano, entretejidaal recorrido que ella hacía por los caminos y conventos de lapenínsula. Las páginas están trufadas de frases como «a la horadicha se presentó el señor Conde de Doña Marina y, con aque-lla franca hospitalidad del español que ve en los americanosde las antiguas Colonias de España, hermanos que vuelven avisitar el solar de sus mayores»; o por ejemplo: «El vicio de laembriaguez, tan común en todas las Repúblicas Sud-Americanas, no ha sido herencia de los españoles sino de losindígenas que poblaban la América», hasta llegar a la declara-ción de españolismo abierta y franca: «A cada paso en Españanos encontramos con recuerdos de la ausente patria, y no

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podemos negar que somos hijas legítimas de la PenínsulaIbérica, no solamente por los defectos de que adolecemos,sino también por las cualidades que hemos heredado de nues-tra madre»137.

A pesar de todo, y aún en el contexto del IV Centenario, laescritora colombiana detectaba un malestar incluso en los másconvencidos americanistas en cuanto se hablaba de laIndependencia. Señalaba con sorpresa que los peninsulares aúnno habían aceptado la derrota y la emancipación de las colonias,y que guardaban un sordo y velado resquemor hacia los ameri-canos. Como contraparte, la autora afirmaba que en América seentendían como propias todas las glorias históricas de la raza. Silos peninsulares no habían sido capaces de hacerlo, de sentir tansuyos al Cid como a San Martín, Acosta aseguraba que era porignorancia de lo que en realidad había sido la Independencia:

Creo que esto depende en gran parte, de la ignorancia enque están acerca de la historia moderna de la América espa-ñola, y de todo lo concerniente a la revolución que tuvo porconsecuencia la emancipación de las colonias de ultramar. […]No es extraño, pues, que les repugne la memoria de lo suce-dido en América, en donde los vencedores de los francesesfueron a su turno derrotados por los criollos de las coloniasde ultramar. Olvidan indudablemente que esos criollos triun-faron porque la mayor parte de sus Capitanes eran peninsula-res o hijos de peninsulares, y casi todos ellos se habían edu-cado en España. Olvidan que esos combates no tenían lugarentre razas diferentes, que era más bien una guerra civil, y quelas ideas de libertad e independencia que predicaban enAmérica, las habían heredado de sus antepasados españoles,de aquellos que decían a sus Reyes: «¡seréis los amos mientrasque respetéis las leyes y nuestros fueros, y si no, no!». […]Olvidan que el espíritu español es el que en América prevale-ce, puesto que los antiguos colonos bebieron en las mismasfuentes de civilización. ¿Por qué, pues, enfurecerse con el

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137 ACOSTA, Soledad, Viaje a España en 1892. Tomo I, Bogotá, Imprenta deAntonio María Silvestre, 1893, pp. 25, 31, 216.

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resultado de la revolución de la independencia, si somos hijosde un mismo tronco?138.

También narra los encuentros con la flor y nata de la inte-lectualidad española y la calurosa acogida que le prodigarondesde Menéndez y Pelayo a Castelar pasando por Rafael Maríade Labra y Núñez de Arce. Un pasaje que queremos destacares la identificación que la escritora hace de algunos paisajespeninsulares con los de América. Por ejemplo, valida la mira-da de Quesada sobre la Sabana de Bogotá cuando afirmasobre su estancia en Granada: «Desde aquel magnífico terradose alcanza a ver la ciudad de Granada, y a lo lejos los camposde la Vega circundados por una cadena de cerros bajos.¡Cuánta razón tuvo Gonzalo Jiménez de Quesada, exclamé, encomparar la Sabana de Bogotá con la Vega de Granada!»139. Porsu parte, Acosta destacaba la participación de la comisióncolombiana integrada por Ernesto Restrepo Tirado, BendixKoppel, José T. Gaibrois, Quijano Wallis e Isaac Arias, sobretodo en el papel jugado en la Exposición Histórica Americana.De todos los materiales presentados por las delegaciones ame-ricanas, para Acosta la colección colombiana era la más bri-llante: «Pero no se puede negar, y esto sin que me ciegue elpatriotismo, que la Exposición de Colombia era la que pre-sentaba los objetos más valiosos, […]»140. Colombia había pre-sentado en la exposición la colección del tesoro Quimbayaque después regaló a la Reina Regente María Cristina141.

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138 Ibídem, pp. 226-227.139 ACOSTA, Soledad, Viaje a España en 1892. Tomo II, Bogotá, Imprenta de

Antonio María Silvestre, 1893, p. 17.140 Ibídem, p. 213.141 El llamado Tesoro de los Quimbayas, también conocido como el Tesoro

de Calarcá, fue encontrado por guaqueros en 1890 en La Soledad (Quindío). Setrata de una colección de más de 120 piezas de oro adquirida por el gobiernocolombiano de la época por 10.000 pesos. A propuesta del entonces ministro deasuntos exteriores, Carlos Holguín, la colección fue regalada a María Cristina deHabsburgo, en gratitud por el laudo arbitral dictado por la Corona en 1891 a favorde Colombia, en relación a las viejas disputas territoriales con Venezuela. En laactualidad se halla en el Museo de América, en Madrid, aunque el gobiernocolombiano realiza gestiones desde los años setenta para lograr su retorno.

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Después de todo, a la hora de evaluar la trascendencia eimportancia que para el fomento efectivo de las relacionesentre ambas orillas del Atlántico tuvo el Centenario, el resulta-do era muy desigual. Acosta destacaba el acercamiento frater-nal entre los miembros de la comunidad intelectual hispano-americana: «Aquella escena fue alegrísima: todos brindaban,todos discurrían con la elocuencia hija del entusiasmo queproducía el sentimiento de confraternidad que unía a Españacon América en aquellos momentos solemnes»142. Sin embargo,para ella el resultado práctico del Centenario era más biendifuso, por no decir que nulo: «Igual cosa sucedió en todos losCongresos que se reunieron en España durante las fiestas delCentenario. Se pronunciaron muy bonitos discursos; se pre-sentaron memorias importantes; se trataron cuestiones muyserias y se discutió largamente acerca de ellas; oímos discurrira hombres eminentísimos en todas las ciencias de uno y otrohemisferio; pero un resultado práctico, útil, provechoso para lacivilización no se vio en ninguna de esas reuniones»143. Era unaconclusión que compartían muchos de los participantes y quedespués han confirmado los autores dedicados a estudiar laimportancia del Centenario, los congresos y las conmemora-ciones. Salvador Bernabéu señala que la grave crisis económi-ca que se desencadenó en ese año hizo inviable la mayoría delos proyectos por falta de fondos. Algunos de ellos serían res-catados décadas más tarde, aunque también con un resultadoprácticamente testimonial. Sin embargo, en un fenómeno fun-damentalmente discursivo como fue el hispanoamericanismo,donde los planos simbólicos y retóricos ocupaban un papelprotagónico, tal vez los festejos, cabalgatas, marchas maríti-mas, fiestas, proclamas y discursos eran tan importantes comolos proyectos comunes, los planes de intercambio y las accio-nes políticas colectivas. Esas reuniones reforzaban entre las eli-tes políticas e intelectuales de ambos hemisferios la pertenen-cia a un imaginario colectivo, que si bien no se plasmó de

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142 Ibídem, p. 121.143 Ibídem, p. 192.

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manera efectiva en proyectos transatlánticos de envergadura, siactuó con una potencia desmedida en la construcción de unaidentidad colectiva hispanoamericana. Tal vez la clave esté enpreguntarse no por lo que no fue, o para lo que no sirvió elIV Centenario, sino centrarse en analizar con cuidado lo queefectivamente aportó para la difusión y consolidación del dis-curso hispanoamericanista. En el fondo, esta es una reflexiónextensible a todo el significado histórico que tuvo el hispano-americanismo.

Por ejemplo, el 12 de octubre de 1892 la reina regente MaríaCristina firmó el proyecto de ley para declarar fiesta nacional lafecha del descubrimiento de América. Igual medida emprendióel gobierno colombiano con el decreto 36 del 5 de septiembrede 1892 que declaraba el 12 de Octubre fiesta nacional. Se ofi-cializaba así una de las principales propuestas de la UniónIberoamericana, que sin embargo tuvo que esperar un cuarto desiglo más para recibir la denominación oficial de Fiesta de laRaza y para que se sumaran a ella todos los países de la comu-nidad hispánica. De ese modo, esa fecha además de una fiestanacional se convirtió en una fiesta hispanoamericana. La fiestadel 12 de Octubre se transformó en el mayor logro simbólico delhispanoamericanismo. Al conseguir que fuese declarado día decelebración común en todas las naciones hispánicas, se obteníauna plasmación directa y material del hispanoamericanismo,una cita anual que servía de escaparate a las reivindicacionespolíticas en pos de fortalecer la unión y ejercicio retórico sobrelas glorias hispánicas. A partir de la sucesiva aceptación por lospaíses latinoamericanos de la Fiesta de la Raza, cada 12 de Octu-bre los desfiles, proclamas y celebraciones aparecieron en lasprincipales ciudades de Hispanoamérica144. Hoy en día sigue

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144 Se instituyó en 1912 en la República Dominicana, en 1913 en Guatemalay Puerto Rico; en 1914 en Bolivia, Honduras y Paraguay; 1915 en Ecuador, ElSalvador y Uruguay; en 1917 Argentina y Perú. Curiosamente, Colombia y Españafueron de los últimos países en decretar el 12 de Octubre como Fiesta de la Raza,ambos lo hicieron en el mismo año, 1918. Les siguieron Venezuela y Chile en1921; Cuba en 1922 y por último México en 1928, después de que el Parlamentoaprobara, vía decreto, la declaración oficial.

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celebrándose, si bien es en América donde mantiene su nom-bre original. En Colombia, tras la constitución del 91 pasó a lla-marse el Día del Idioma, y en España el franquismo transfor-mó su denominación en Día de la Hispanidad. Miguel AntonioCaro, vicepresidente del gobierno en 1892, recogía muy bienel sentimiento con el cual los hispanistas celebraban la fechadel descubrimiento de América:

Esta fiesta de dos mundos es también fiesta de laCristiandad. Ella recuerda los vínculos que nos ligan a los pue-blos europeos y la gratitud que debemos a nuestros antepasa-dos y maestros; ella aviva al propio tiempo el sentimiento defraternidad entre todas las naciones que han surgido en elNuevo Mundo, donde todo se asimila fácilmente y propende ainculcar el concepto de una sociedad continental, a que debe-mos adherir como elemento de emulación generosa entregrandes grupos nacidos de una misma civilización, jamás comouna rivalidad mezquina, petulante, e indigna de hidalgos cora-zones. Consagremos grato, especial recuerdo a las dosHesperias, cuyos hijos vinieron juntos en las osadas carabelas,y homenaje de respeto al Padre común de los fieles, que en lalucha secular con la barbarie, en las cruzadas contra la invasiónmusulmana, en la evangelización de América, y hoy mismo enla redención de los esclavos africanos, aparece siempre bendi-ciendo e impulsando las grandes empresas que honran a lahumanidad y determinan su progreso. Enviemos afectuososaludo a todas las coetáneas naciones del Nuevo Mundo, deluno al otro polo, sin sombra de rencor ni de recelo, segurosde que los mismos elementos que por su diversidad pudieranproducir choques, por designio providencial concurrirán a for-tificar la grandiosa unidad de nuestros armónicos destinos145.

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145 CARO, Miguel Antonio, «Alocución del vicepresidente de la Repúblicaencargado del poder ejecutivo, a los colombianos (12 de octubre de 1892)», enRESTREPO CANAL, Carlos, España en los clásicos colombianos, Bogotá, InstitutoColombiano de Cultura Hispánica, 1952, p. 22-23.

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2LA REGENERACIÓN:

MODERNIDAD A LA VIEJA USANZA

Al igual que ocurre con el hispanoamericanismo, laRegeneración es uno de los periodos de la historia deColombia menos cuidado por su historiografía. Sin embargo,hay consenso a la hora de definirlo como uno de los momen-tos capitales para comprender la constitución del Estado-nación colombiano. El mejor ejemplo para mostrar la influen-cia del régimen en el siglo XX es la prolongada vigencia de laConstitución de 1886 que, con sucesivas reformas —sobretodo las de 1910 y 1936—, siguió en vigor hasta la Nueva Cartade 1991. Aunque aún queda mucho trabajo por hacer, en laactualidad la historiografía colombiana brinda un considerablenúmero de tesis, artículos y libros dedicados al periodo quepermiten trazar un cuadro definido desde el cual orientar lainvestigación. Por Regeneración se conocen los años que vande 1878 a 1900, formando parte de un periodo mayor conoci-do como la Hegemonía Conservadora que se extendería hasta1930. Fue un régimen que atravesó por diferentes fases: de1878-1885, puede considerarse un proyecto de reformas libe-rales dominado por el enfrentamiento entre radicales e inde-pendientes; tras la guerra civil del 85, independientes y con-servadores se fusionan en el Partido Nacional que en elejercicio del poder irá virando paulatinamente hacia el conser-vadurismo; a partir de 1887, el partido se dividió entre nacio-nalistas e históricos. Estos últimos comenzarán su política deoposición a partir del 91 y se redoblará la tensión cuando losnacionalistas, a la muerte de Núñez en el 94, radicalicen sus

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programas desembocando en el golpe de estado de los histó-ricos contra Sanclemente en julio de 1900, en medio de la gue-rra de los mil días (1899-1902). Asumimos esta periodizacióntal como la maneja Palacios146 y también en el sentido de perio-do fundacional según Carlos Uribe Celis, por la trascendenciaque tuvo el Estado-nación regenerador para el siglo XX147. Sinembargo, el término regeneración era usado en el vocabulariopolítico colombiano desde la década de 1870, cuando el pre-sidente Santos Gutiérrez proclamó ante el Congreso una nue-va era de prosperidad en la que la nación había entrado en«una vía de regeneración»148.

2.1. CUANDO EL VERBO SE HIZO NACIÓN

El triunfo en la guerra civil de 1876-77 le valió al generalTrujillo, caucano y mosquerista, la presidencia en 1878,siguiendo con una de las tradiciones de la cultura políticacolombiana: la facción vencedora toma el gobierno y su gene-ral la presidencia. Formas y fondos de la política colombianaque se ejemplificaban en las palabras que le escribía MiguelAntonio Caro a Marroquín años después, en 1896, al respectode las tensiones entre los nacionalistas y los históricos: «Esosseñores pueden venir al gobierno cuando tengan mayoría paraganar elecciones o fuerza para ganar batallas; ¡antes no!»149.Trujillo se alejó de los radicales, buscando en el apoyo de losnuñistas la forma de rebajar la tensión religiosa, consiguiendoel favor de algunos conservadores. Esta nueva línea de con-

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146 PALACIOS, Marco, La clase más ruidosa y otros ensayos sobre política e his-toria, Bogotá, Ed. Norma, 2002, pp. 133-153.

147 URIBE CELIS, Carlos, «¿Regeneración o Catástrofe? (1886-1930)», en Histo-ria de Colombia, Bogotá, Ed. Taurus, 2006, pp. 217-264.

148 MARTÍNEZ, Frédéric, «En busca del Estado importado: de los Radicales ala Regeneración (1867-1889)», Anuario Colombiano de Historia Social y de laCultura, 1996, n.º 23, p. 118.

149 CARO, Miguel Antonio, «Obras completas», en BERGQUIST, Charles, Caféy conflicto en Colombia (1886-1910), Bogotá, Banco de la República, 1999, p. 103.

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certación abrió las puertas para que Núñez, el político conmayor prestigio del momento, alcanzara la jefatura del Estadopara el periodo 1880-1882150. Así se ponía fin a la PrimeraRepública liberal, federal y radical, la que tenía como emble-ma la Constitución de Rionegro de 1863151, aquella carta mag-na que según Víctor Hugo se había redactado para ángeles. Erala reacción contra lo que se consideraba excesos promovidospor el Olimpo Radical: laicismo a ultranza y un federalismoexacerbado que debilitó el orden público y anuló al ejecutivonacional, agravado por la coyuntura de crisis en la economíaexportadora.

La primera medida claramente regeneradora del nuevoPresidente fue la creación del Banco Nacional en 1881. Estamedida se oponía a la dispersión económica que producían loscuarenta y dos bancos que había en el país, además de crearuna herramienta para el apuntalamiento del mercado nacional.El fomento de la industria y el mercado nacional era una delas prioridades del proyecto regenerador en su lucha por lamodernización del país. En los ejecutivos siguientes de Núñez,se retiró el patrón oro, se instituyó el papel moneda de cursoforzoso en 1886, se implementó una política arancelaria pro-teccionista y se fomentó el desarrollo de los ferrocarriles y laextensión del telégrafo. Es preciso señalar que pocos resulta-dos tendrían estas medidas en la economía colombiana, suje-ta, por no decir encadenada, tras el fracaso de las experienciasfabriles de los años cuarenta, a la economía exportadora deproductos tropicales y materias primas, y por ende, a los tem-pestuosos vaivenes del mercado internacional. No obstante,más allá de su eficiencia o fracaso, lo cierto es que estas medi-das respondían a lo que Henderson definió como una de lasprioridades de las elites colombianas: «La Regeneración consis-tió en una serie de medidas a través de las cuales las élitesmodernizadoras racionalizaron el Estado con el fin de alcanzarel progreso que consideraban deseable, necesario e ineludi-

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150 PALACIOS, Marco, op. cit., p. 54.151 URIBE CELIS, Carlos, op. cit., pp. 217-264.

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ble»152. Así se quería, además de controlar el sistema producti-vo del país, unir a las diferentes elites locales y regionales entorno a un proyecto nacional.

Durante la administración Zaldúa-Otálora (1882-1884), elpolítico cartagenero profundizó sus contactos con dirigentesconservadores. Cuando de nuevo fue elegido para el mandato1884-1886, y las divisiones entre los liberales desataron la gue-rra civil de 1885, Núñez ocupaba la cúspide de una amplia redde concertación y alianza política que reunía a conservadoresy liberales independientes. La guerra del 85 sería la excusaperfecta para acabar con el poder de los radicales y rediseñarde arriba a abajo las estructuras del país. Bajo la frase «La cons-titución de Rionegro ha dejado de existir», que pronuncióNúñez en el balcón presidencial en 1885 ante una multitudexpectante tras la batalla de La Humareda, se vislumbraba unnuevo diseño estatal y la intención de instaurar un punto yaparte en la caótica política colombiana. Era el momento de«paz y ferrocarriles que lo demás es pura charlatanería», comole gustaba repetir al líder cartagenero. El eje central sobre elque construir ese país soñado de orden, paz y progreso quenunca se dejaba alcanzar fue la constitución del 86. Su princi-pal valedor fue Miguel Antonio Caro, que había sido llamadoa las filas del nuñismo otorgándole la dirección de la BibliotecaNacional en 1881. Con el tiempo, y desde la vicepresidencia,Caro se convirtió en la otra figura indiscutible de la Regenera-ción. Si Núñez fue el principal político de esos años decisivos,el arquitecto de la reestructuración estatal, Caro fue el ideólogoque marcó con su batuta prohispánica, ultracatólica y tradicio-nalista, los tempos del nuevo imaginario nacional hegemónico.

La constitución del 86 tuvo un objetivo muy claro: garanti-zar el orden del país. La gran obsesión de los políticos delmomento era desterrar de la vida colombiana el caos que ori-ginaban los continuos enfrentamientos facciosos, así como la

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152 HENDERSON, James D., La modernización en Colombia, Medellín,Editorial Universidad de Antioquia, 2006, p. 22.

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inestabilidad general que se achacaba al ordenamiento político-jurídico del sistema liberal153. En este nuevo diseño, la Ley fun-damental del 86 reservó al Estado central el papel de regular,administrar y controlar en primacía absoluta la vida nacional.De ahí sus tres características principales: centralismo, presi-dencialismo y restricción de acceso al sufragio154.

Los artículos 76, 118, 119, 121, 122 y 129 institucionalizabanel presidencialismo. El presidente podía declarar el estado desitio en el casi perpetuo e indefinido caso de conmoción inter-na, así como disfrutaba de amplias prerrogativas en la formu-lación de las leyes, la capacidad de dictar decretos legislativosprovisionales en caso de alteración del orden público y hacer-se con el poder judicial y la autoridad administrativa supremaen caso de guerra. También elevó el periodo presidencial dedos años a seis, se prohibieron las juntas políticas permanen-tes, se ratificó mediante los artículos 166 y 168 la creación deun ejército nacional estable, es decir, el Estado se hacía —o almenos lo intentaba— con el control del monopolio de la vio-lencia. La carta magna reintrodujo la pena de muerte, redefi-nió la libertad de expresión sujetándola a algo tan arbitrariocomo la responsabilidad en las afirmaciones. El sufragio direc-to quedó reducido a la elección de los electores que elegiríanal Presidente y Vicepresidente, mediado también por requisi-tos de alfabetismo, renta y propiedad155.

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153 La inestabilidad crónica del Estado-nación colombiano en el siglo XIX sehace patente en el número de conflictos que padeció, la cantidad deConstituciones que se sancionaron y la variedad de nombres que tuvo el país.Como recoge Marco Palacios, Colombia vivió a lo largo del siglo 64 revueltas y 11Constituciones. El país se llamó Colombia entre 1819 y 1830, e incluía a Venezuelay Ecuador; Nueva Granada entre 1832 y 1857; Confederación Granadina de 1857a 1863; Estados Unidos de Colombia en el periodo 1863-1886 y República deColombia a partir de 1886.

154 MELO, Jorge Orlando, «La Constitución de 1886», en TIRADO MEJÍA, Álva-ro, Nueva Historia de Colombia, Bogotá, Ed. Planeta, 1989, p. 48

155 Además de buscar la instauración de un orden político y social estable, laConstitución también se preocupaba por el control público de la moral y la urba-nidad, con un celo que podríamos definir cuando menos como intenso. En laCarta aparecen artículos difíciles de definir y que podríamos catalogar como el

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Aunque se sancionó la libertad de cultos, el catolicismo sedeclaró religión oficial del Estado y la educación pública debíaceñirse a la doctrina de la Iglesia, que de esta manera se con-vertía en el elemento clave del orden social. La concertacióncon la Iglesia obedecía, entre otras causas, a las reflexionesque en su estancia europea Núñez había extraído de la mar-cha de estas sociedades: la moral debía llenar el vacío que lamodernización dejaba en los valores humanos. Además, laConstitución debía reconocer un hecho inapelable si queríaperdurar, tenía que acomodarse a la «realidad» del pueblocolombiano, como intentaban hacer desde el Consejo deDelegatarios, y reconocer en la ley fundamental que la inmen-sa mayoría de los colombianos eran católicos, que por lo tan-to, ir en contra de los principios católicos era contrariar una delas características genuinas de la nación. Al año siguiente, conla firma del Concordato con la Santa Sede, la Iglesia recuperólas prerrogativas perdidas con el liberalismo: se le asignó unacantidad anual de cien mil pesos a pagar por el Estado colom-biano, se le restituyeron los bienes desamortizados que nohabían pasado a terceros y recuperó el fuero eclesiástico.

Una vez tomadas estas medidas, Núñez se dedicó algobierno absentista. El «filósofo del Cabrero», se retiró a su fin-ca y dirigió el país desde la distancia, por medio de los vice-presidentes de sus ejecutivos (Eliseo Payán 1887-88, CarlosHolguín 1888-92 y Miguel Antonio Caro 1892-98), entre 1886 y

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resultado de la preocupación de los Delegatarios por tallar en la población colom-biana una ciudadanía abstemia. El artículo 17 señalaba las causas por las que sesuspendía el ejercicio de ciudadanía, a parte de la enajenación mental y causas cri-minales pendientes, el punto tercero rezaba: Por beodez habitual. En el país de lachicha y el guarapo, los diciembres explosivos y los carnavales a diario, en el quese fomentaba el alcoholismo para mayor gloria de los impuestos estatales y lasarcas de su hacienda, resulta cuando menos temerario retirar la ciudadanía porcumplir con la inveterada costumbre de intoxicarse etílicamente en cuanto la oca-sión se dispusiera. De haberse cumplido este artículo con la escrupulosidad debi-da a la ley, es probable que en algunas zonas hubiera serios problemas pararedactar el censo electoral y encontrar sujetos capaces de ejercer el funcionariadopúblico. Por otra parte, la constitución no amplía en este punto las medidas opor-tunas para diferenciar entre asiduos levantadores de codo, reiterados catadores delicor o simples achispados crónicos.

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1894, año de su muerte. Sin embargo, en todo momento retu-vo las verdaderas riendas del poder interviniendo cuando locreyó necesario y manteniendo una tutela moral e ideológicasobre la vida política, mediante sus artículos publicados en ElPorvenir. Pronto el cariz nacional de la Regeneración se con-vertiría en partidista, sectario, intransigente y autoritario. Lacensura se intensificó blandiendo una disposición transitoriade la Constitución, el artículo K. En 1886 las publicaciones LaSiesta de Antonio José Restrepo y El Liberal de NicolásEsguerra, fueron clausuradas, aunque el caso más sangrantefue el de El Relator, dirigido por Santiago Pérez, jefe del parti-do liberal y máximo defensor de la corriente pacifista paraacceder al poder, clausurado el 4 de agosto de 1893. Cerradopor la mano de Caro, que a su vez en 1876 había sufrido elcierre por parte de los radicales de El Tradicionalista, publi-cación que él dirigía. En 1887 Núñez envió al exilio a AquileoParra y Daniel Aldana. Comenzaron las divisiones internasentre nacionales como Caro y Suárez, e históricos comoMarcelino Vélez y Carlos Martínez Silva. A la muerte de Núñezen 1894, año también de la muerte de Holguín, las divisionesinternas y la oposición de los radicales aumentaron contra elejecutivo de Caro. Los radicales, sin mucha preparación, cre-yeron llegado el momento de retomar el poder, se alzaron enarmas en una campaña mal diseñada que fue aplastada fácil-mente por generales legitimistas como Rafael Reyes, PrósperoPinzón y Juan N. Mateus. La guerra del 95, contienda tambiénconocida como de los Sesenta Días, fue un fracaso para losliberales pero incitó una vez más a la toma violenta del poder.A partir de ahí el liberalismo se dividió en pacifistas y belicis-tas, y el conservatismo en históricos y nacionales. Los libera-les pacifistas creían posible un acuerdo con los sectores delconservatismo histórico que también defendían reformas a laConstitución del 86, como por ejemplo la eliminación delpapel moneda de curso forzoso, el freno a la corrupción, elaperturismo en la libertad de prensa y sobre todo la reformaelectoral que permitiera al liberalismo obtener el mismo pesoen la representación parlamentaria que tenía entre la pobla-ción. El sector más influyente del Olimpo Radical, Salvador

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Camacho, Santiago Pérez, Aquileo Parra y Sergio Camargo, sedeclararon pacifistas o civilistas. Mientras, figuras del partidocomo Rafael Uribe Uribe, Cenón Figueredo o Justo L. Durán,Foción Soto, Luis A. Robles eran los máximos exponentes delos belicistas.

No pintaban mejor las cosas para el conservatismo que en1896 se dividió definitivamente con la presentación por partede los históricos de un documento conocido como Manifiestode los 21, que al año siguiente fue completado con otros 19puntos de crítica en un texto llamado Las bases, donde se reco-gían las críticas al régimen de la Regeneración y las propues-tas de reforma a la Constitución del 86156. Estas proposicionesfueron desestimadas por la intransigencia de Caro. Tras la falli-da experiencia de los cinco días de gobierno de QuinteroCalderón, Caro buscó una nueva fórmula para retener el poderde los nacionales frente a los históricos en los comicios del 98:la paleontología política, es decir: lanzar la candidatura deManuel Sanclemente de 84 años como presidente y de JoséManuel Marroquín de más de setenta como vicepresidente, aquien los liberales apodaban Torquemada por su ultracatoli-cismo. Este dúo de sobrada juventud acumulada, logró la vic-toria en las elecciones pero, desde la vicepresidencia,Marroquín buscó acuerdos de apertura con los históricos. Enese momento Caro forzó a Sanclemente a ejercer sus poderescerrando el espacio a reformas políticas. En los actos de losnacionalistas encontraron munición los liberales belicistas parajustificar sus acciones frente a los pacifistas. En 1899 estallabala Guerra de los Mil Días (1899-1902), la más cruenta de lasguerras civiles del XIX colombiano con un saldo de unos100.000 muertos. En 1900 Marroquín dio un golpe de estadoque acabó con el poder de Sanclemente y los históricos sehicieron con las riendas del gobierno en medio de la mayorsangría conocida por el país. Tras las primeras victorias libera-

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156 JARAMILLO, Carlos Eduardo, «Antecedentes generales de la guerra de losMil Días y golpe de estado del 31 de julio de 1900», en TIRADO MEJÍA, Álvaro,Nueva historia de Colombia, Bogotá, Ed. Planeta, 1989, pp. 65- 87.

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les en Peralonso, las fuerzas conservadoras se rehicieron ysellaron el fin del liberalismo en la batalla de Palonegro. A laguerra de fuerzas regulares le siguió la guerra de guerrillas queterminó con los tratados de rendición de los ejércitos liberales,el de Neerlandia firmado por Rafael Uribe Uribe y los deChinácota y Wisconsin en 1902, firmado por el generalBenjamín Herrera en el barco de guerra estadounidense delmismo nombre fondeado frente a la ciudad de Colón, enPanamá.

La mayor consecuencia de la Guerra de los Mil Días, aménde la masacre y la crisis económica, fue la separación dePanamá en 1903. La quinta intentona del istmo por separarsede Colombia fue la que le dio su independencia, gracias a lacolaboración y conspiración de los Estados Unidos. Los deseosseparatistas unidos a la crisis bélica que alejó definitivamentea las elites panameñas de las colombianas, las torpezas ydemoras en la negociación del tratado Herrán-Hay, la negli-gencia e ineptitud de la clase política colombiana junto con laagresiva política estadounidense, propiciaron la separación dePanamá, permitiendo a Theodore Roosevelt pronunciar sulapidario «I took Panamá», y a José Manuel Marroquín procla-mar la frase que encierra toda su labor de gobierno al frentede la República de Colombia: «Puedo decir lo que muy pocosestadistas: recibí un país y le devolví al mundo dos».

Esta breve secuencia cronológica sirve para ilustrar some-ramente el devenir histórico de esos años. No desconocemosque faltan muchos otros planos para iluminar totalmente elperiodo y que apenas unas páginas de gastada y repetida cró-nica política no dicen mucho. Habría que hablar también,como lo hace Charles Bergquist157, de la influencia decisiva quela economía exportadora tuvo en la política colombiana deesas décadas, como ya señalaban algunos dirigentes de la épo-ca. Las subidas y bajadas de la economía agro-exportadora

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157 BERGQUIST, Charles, Café y conflicto en Colombia (1886-1910), Bogotá,El Áncora Editores, 1999.

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marcaron los hitos de tensión y calma política, encumbraron ydespeñaron del poder tanto a liberales como a conservadores,dibujaron un mapa de filiaciones políticas con fiel reflejo endeterminados sectores productivos y laborales, sobre todo entorno al producto paradigmático de aquellos días: el café, cuyaproducción se quintuplicó de 1887 a 1898 pasando de 110.000sacos a 500.000, como antes había ocurrido con el tabaco y laquina. Sería necesario mostrar además ese país fragmentadoque dibuja Palacios158, constituido por regiones con escasa rela-ción entre sí; donde las comunicaciones eran difíciles cuandono insalvables, en el que una mercancía tardaba cincuenta díasen cruzar el Atlántico y noventa en llegar de Barranquilla aBogotá; país en proceso de colonización interior; dominadopor caciques locales, tinterillos y párrocos furibundos; con unacorrupción congénita a la cotidianidad política; país de guerrasciviles, caudillos y levas, con una minoría de ricos alfabetiza-dos y una inmensidad de pobres analfabetos. Es decir, habríaque prestar atención también a los condicionantes socioeco-nómicos y mostrar los balbuceos del progreso tal como lo haceHenderson en La modernización en Colombia159, ese vivocuadro de análisis y descripciones, de pequeños detalles quese hilvanan con las explicaciones generales. Este autor, dela mano de la vida de Laureano Gómez, dibuja los años de laRegeneración como una época a caballo entre el atraso y elincipiente desarrollo, donde las elites políticas e intelectualesestaban tan decididas a aniquilarse como a poner al país en laruta hacia la modernidad; donde se daban cita los telégrafos,las traviesas y las instituciones modernas con las legiones demendigos, la suciedad y las enfermedades que relataban losviajeros extranjeros, donde las encíclicas de Pío IX condenan-do el liberalismo se difundían a la par que el positivismo deAugusto Comte proclamaba el advenimiento del mejor mundoposible de la mano de la razón, del conocimiento positivo

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158 PALACIOS, Marcos, Entre la legitimidad y la violencia: Colombia 1875-1904, op. cit.

159 HENDERSON, James D., La Modernización en Colombia, op. cit.

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aplicado a la política y la sociedad. Sin embargo, trazar esaimagen del periodo regenerador excede con creces tanto loslímites que puede abarcar este trabajo, como sus objetivosprioritarios.

Una de las autoras que mejor ha sabido empatar ambasesferas, la socio-económica con la cultural, ha sido MargaritaGarrido. Su trabajo, La Regeneración y la cuestión nacionalestatal en Colombia sigue siendo, a pesar de los años y de laoxidación de algunos de sus puntos de vista, una de las mejo-res investigaciones sobre el periodo. Para Garrido, laRegeneración fue una «propuesta de organización estatal cen-tralizada» como reacción a la experiencia federal. El marcogeneral en el que se insertaría el régimen colombiano es lalucha secular de los países de América Latina en la constitu-ción de sus Estado-nación. La Regeneración fue un episodiomás en los esfuerzos por consolidar una estructura de poderque se hiciera con el monopolio fiscal y de la violencia. Sinembargo, lo reseñable de tal experiencia es que en suscomienzos despertó las simpatías de miembros de todo elespectro político, cansados de la paulatina desarticulaciónpolítico-social producida por el federalismo. Los gobiernosregeneradores fueron una respuesta centralista frente al fede-ralismo y básicamente se centraron en los tres pilares de loque Garrido considera «la cuestión nacional». El primero «launidad estatal nacional centralizada» que perseguía la unidad eintegración administrativa de las regiones, la reafirmación de lasoberanía nacional en algunos territorios de frontera y «la crea-ción de un fuerte aparato estatal, burocrático y militar»160. Elsegundo era «el control nacional-estatal del sistema productivoexportador», para lo que se necesitaba la vinculación de las eli-tes a su proyecto nacional, la creación de un verdadero mer-cado nacional que integrase los mercados regionales y la cohe-sión de las diferentes clases sociales bajo las fórmulas del

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160 GARRIDO, Margarita, La Regeneración y la cuestión nacional estatal enColombia, Bogotá, Programa Centenario de la Constitución, Banco de laRepública, 1983, p. 4

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corporativismo social. El tercer pilar del proyecto de reformas eraconstruir un discurso nacional que superara las filiaciones loca-les y regionales. Para conseguirlo, la Iglesia recuperó sus prerro-gativas ya que el catolicismo ofrecía el cemento social necesariopara legitimar las posiciones de privilegio y a la vez imponerunos valores morales que garantizaban el orden y la unión detodos los colombianos en un referente simbólico compartido161.

Sin embargo, como señala la autora, una cosa era el pro-yecto de reformas estatales propuesto durante la Regene-ración, las ideas de Núñez y la Constitución del 86, y otra cosadistinta las decisiones políticas del caballero cartagenero y suescudero Caro, sin contar por supuesto con la lectura partidis-ta de la Carta Magna. Una cosa eran las propuestas de rege-neración en el papel y otra las herencias socio-políticas quepretendían desterrar, pero en las que cayeron inmediatamente.Como vimos, la censura, la corrupción (el monopolio de lasminas de sal ni siquiera tenía libros de cuentas), los destierros,los torcidos electorales, el autoritarismo desmedido, etcétera,que deslegitimaron el régimen convirtiéndolo en un tiempomás de banderías políticas, como había sido todo el XIX162. Elvalor del trabajo de Garrido es que incorpora un aspecto cen-tral para comprender la labor de los letrados regeneradores.Estos, además de rediseñar el ordenamiento estatal, se preo-cuparon especialmente por dotar a Colombia de un discursonacional que superara las identidades locales y regionales yvinculara a todos los habitantes del país de una forma muchomás férrea y decidida con el Estado-nación. En pocas palabras,los regeneradores se preocuparon tanto de la estatizacióncomo de la nacionalización, y precisamente, este último aspec-to es el menos trabajado por la historiografía y hacia el cualnosotros dirigimos esta investigación.

Uno de los autores que se ha preocupado por esta temáti-ca es Miguel Ángel Urrego en su libro sobre la vida cotidiana

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161 Ibídem, p. 4.162 Ibídem, p. 17.

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en la Bogotá de finales del XIX y primeras décadas del XX, Se-xualidad, matrimonio y familia en Bogotá 1880-1930. Urregoanaliza la identidad cultural que se construye en esa época detransición a través de la familia como núcleo generador, tras-misor y receptor de las tramas simbólicas e identitarias de lasociedad colombiana. En ese marco, la capital de la repúblicay sus formas específicas de significación e identificación desem-peñaron un papel protagónico al constituirse como un mode-lo dominante que se trató de implantar en el resto del país163:«[…] la Regeneración construyó un Estado nacional concebidopara el altiplano cundiboyacense, la cultura bogotana tiende aconstituirse en la forma dominante que las clases hegemónicasinstitucionalizan como cultura nacional, a partir de la cual sedefinirán lecturas simbólicas que permitan la identidad delos nacionales»164. Ese modelo, según el autor, determinaba losfundamentos básicos de la nacionalidad: hispanismo, culturacristianizada, un Estado sin presencia nacional, una políticamaniquea y el reconocimiento de una región dominante165. Esdecir, lo hispánico se convirtió en uno de los baluartes de laidentidad nacional:

La recuperación de la tradición, nexo con España, seexpresó en la difusión de los estudios gramaticales, que sepreocuparon, fundamentalmente, por el mantenimiento de unlenguaje puro, sin reconocer la existencia de casi 100 lenguasde minorías étnicas; la institucionalización de la herencia espa-ñola en la cultura nacional; el proponer el catolicismo españolcomo un modelo de catolicismo; y la ejecución de actos degobierno que destacan la afirmación del nexo con España,

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163 Aspecto que también destaca Marco Palacios: «Quisiera sugerir que sin losritmos de la actividad comercial bogotana después de 1885 y la modesta infraes-tructura bogotana de bibliotecas, librerías, sociedades de artes, música y ciencias,de profesionalización de campos como la ingeniería, la medicina y el periodismo,que se aceleró por las mismas fechas, es imposible pensar en la viabilidad de unanación como proyecto cultural, cualquiera que fuese su signo ideológico». PALA-CIOS, Marco, La clase más ruidosa, op. cit., p. 149.

164 URREGO, Miguel Ángel, Sexualidad, matrimonio y familia en Bogotá1880-1930, op. cit., p. 55.

165 Ibídem, p. 13.

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como la inauguración del Teatro Colón, la construcción de laAvenida Colón —con su monumento a los Reyes Católicos—,la celebración del IV centenario de la llegada de los españo-les a América, el regalo de tesoros indígenas a las autoridadesespañolas, etc. La hispanización de la cultura pretendió que seconsiderara el pensamiento liberal como ajeno a las tradicio-nes nacionales, es decir, como una ideología foránea e impo-sible de aplicar en nuestro país166.

La recuperación de la tradición española supuso un virajeradical en las referencias europeas que servían de guía en laerección del Estado-nación. Quien mejor ha trabajado las refe-rencias europeas en la conformación del discurso nacional yen las políticas de importación institucional para el fortaleci-miento de la modernización, la centralización, el orden y laautoridad ha sido Frédéric Martínez en su obra seminal Elnacionalismo cosmopolita. Para el autor, la Regeneración fueel intento más decidido de todo el XIX colombiano en la edi-ficación del aparato estatal. La primera característica que des-taca de este régimen fue el reordenamiento discursivo de losmodelos europeos empleados hasta entonces en las políticasde construcción nacional, en un viraje decidido hacia lo his-pánico: «Esa mutación discursiva es la primera marca caracte-rística de la Regeneración, haciendo de ella, ante todo, una for-midable empresa retórica que introduce una profundatransformación de la referencia discursiva a Europa»167. A laregeneración de la esencia colombiana se unió el abandonode Francia y Alemania como insignes faros de civilización; des-de entonces, la Restauración española y la monarquía consti-tucional inglesa se convirtieron en los modelos de sistemaspolíticos a imitar. Esto fue posible gracias a un relativismo polí-tico en el que los valores irrevocablemente buenos del sistemarepublicano dieron paso a un ecléctico interés por las formasmás adecuadas para el «buen gobierno», independientementedel sistema político del que se obtuvieran las respuestas para

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166 Ibídem, p. 38.167 MARTÍNEZ, Frédéric, El nacionalismo cosmopolita, op. cit., p. 433.

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tal fin. Este reordenamiento discursivo obedecía, según el his-toriador francés, al temor desatado entre la clase alta colom-biana por la efervescencia del conflicto social que se observaen Europa, sobre todo en Francia, tras la comuna de París en1871. A partir de entonces, la «cuestión social» se convertirá enuno de los principales puntos de la agenda política del país. Eltemor a las consecuencias que podía acarrear la independen-cia del cuarto estado para el ordenamiento social jerárquico,exclusivista y clasista era una preocupación compartida enotros países, tanto europeos como americanos. Que se tratabade un tema candente lo muestra la alarma en la voz de ErnestoQuesada, el padre de la sociología argentina, además de his-panoamericanista convencido, y que escribía: «La solución dela “cuestión social” es hoy el problema más serio que preocu-pa a estadistas y pensadores en Europa y América; tanto más,cuanto no es posible demorar aquella solución, desde que lainmensa mayoría de las poblaciones, desesperada por la mise-ria y exacerbada por la injusticia, comienza a enceguecerse ya ser presa de fanáticos y de agitadores que la conducen porcaminos errados, aspirando a derribar el orden social existen-te[…]»168.

La solución que proponía el pensador argentino era laimplementación del catolicismo social, seguir a pies juntillaslos puntos de la encíclica Rerum Novarum de León XIII publi-cada en 1891. Asociacionismo obrero en corporaciones católi-cas protegidas y dirigidas por el trabajo conjunto del Estado yla Iglesia, alejando el peligro de revolución y nuevo ordensocial que proponían algunas sectas políticas. Es decir, la insti-tucionalización de la caridad y el blindaje del orden moral ysocial de la población a manos de la Iglesia. Ideas en conso-nancia con las que patrocinaban los regeneradores, frente almiedo a las masas, o mejor dicho, el miedo a la importaciónde doctrinas foráneas que inculcaran en el pueblo el virus delsocialismo. Temores que parecieron hacerse realidad los días

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168 QUESADA, Ernesto, La iglesia católica y la cuestión social, Buenos Aires,Arnoldo Moen Editor, 1895, p. 13.

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15 y 16 de enero de 1893 con la huelga de artesanos y los arre-batos de violencia que produjeron los disturbios y su represión,dejando un saldo, según fuentes oficiales, de un policía muer-to y otros veintiún agentes heridos, frente a treinta y un arte-sanos heridos; aunque fuentes extraoficiales citaban cincuentay cinco muertos. La impresión que produjeron en el entoncesPresidente de la República es recogida por Henderson: «RafaelNúñez, al recordar los desórdenes públicos que había presen-ciado durante sus años en Europa, consideró esta manifesta-ción como evidencia de que “el flagelo del socialismo” habíainvadido a Colombia»169. Frente al miedo a las masas, alderrumbe de la jerarquía social producido por la influencia delas corrientes liberales europeas, por las revoluciones france-sas de 1789 y 1848, y su perniciosa influencia en la políticaradical de medio siglo, el conservatismo social de la España dela Restauración se convirtió en un atractivo modelo170.

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169 HENDERSON, James D., op. cit., p. 31.170 Los conservadores y nuñistas siguen con interés los comienzos de la

Restauración de los Borbones. El paralelo entre las fórmulas políticas colombia-nas y españolas comienza a ser evidente en la década de 1880. La Sociedad deSalud Pública, creada en Bogotá en 1881 por los liberales beligerantes remite,además de la Revolución Francesa, al Comité de Salud Pública fundado enMadrid en 1873 por el cantonalista Roque Barciá. El término de república auto-ritaria utilizado por Caro para designar la Regeneración remite al mismo califi-cativo aplicado, en 1874, al viraje conservador de los últimos meses de la PrimeraRepública española. La fórmula del liberalismo conservador que reivindican losregeneradores remite a la formación política creada en los primeros años de larestauración española por Cánovas. Una referencia española que traspasa el merocampo de la semántica política para extenderse a varios de los principios funda-mentales de la Regeneración. La restricción de la libertad de prensa, la consoli-dación administrativa, la modernización del ejército y la restricción del sufragioque figuran en el programa de la Restauración española, se encuentran unos añosmás tarde en el programa de los nuevos dirigentes colombianos. Los trabajosconstitucionales se responden: mientras que la Constitución española de 1876 esesbozada por una Asamblea de Notables, la nueva Constitución colombiana va aser elaborada, diez años después, por un Consejo de Delegatarios reunido porNúñez; las dos tendrán en común las limitaciones a la libertad de prensa y alsufragio: en 1884, Miguel Antonio Caro señala que varios liberales españolesdefendían el principio según el cual «el sufragio de las capacidades vale más quela brutalidad del número». MARTÍNEZ, Frédéric, El nacionalismo cosmopolita, op.cit., pp. 456-457.

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Ese viraje discursivo en que la España restauradora apare-ce como una referencia para la Colombia regeneradora, coin-cidió con la reactivación del discurso hispanoamericanista enel mundo hispánico, cuando se creía que al rescatar en elpasado hispánico la esencia nacional se deslegitimaba laimportación de corrientes de pensamiento e ideologías extran-jeras, obteniendo así un arma política frente a los radicales.Pero también, cuando se reconfiguraron los atributos naciona-les que pasaron de las categorías civilistas a las étnicas y lin-güísticas, justo cuando el imperialismo se convirtió en políticade estado para las naciones occidentales. En esa coyuntura, eldiscurso hispanoamericanista brindó la oportunidad de obte-ner un plan de proyección exterior en el que Colombia for-maba junto a España y el resto de las naciones latinoamerica-nas una gran comunidad cultural, un remedo de imperiocultural. Todo esto en una fase de conservatización de los esta-dos occidentales como señala Palacios: «Por otra parte, eleclipse liberal fue un fenómeno mundial después de 1880, desuerte que la conservatización colombiana no fue tan estrafa-laria como algunos suponen. En el último cuarto del siglo XIX,tanto en Europa como en los Estados Unidos se hizo mani-fiesto el declive de los partidos liberales y el ascenso de losconservadores. Se fortalecieron los poderes del ejecutivo, apo-yados en burocracias expansivas y modernas171.

En ese panorama, Martínez destaca el auge de colombianosque viajaron a España. Entre los viajeros que cita figuran JustoArosemena, Ramón Gómez, José María Quijano Wallis, AlbertoUrdaneta, Soledad Acosta, María Teresa Arrubla, y delegacio-nes diplomáticas y literarias como las de Carlos Holguín, JoséMaría Quijano Otero o Santiago Pérez Triana. Experiencia deviaje que, como señala el propio autor, era un rasgo distintivoy diferenciador de la elite colombiana. En esos viajes se fraguóel desencanto cosmopolita de la elite colombiana, ya que losletrados podían alcanzar el reconocimiento y aprecio personal

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171 PALACIOS, Marco, La clase más ruidosa y otros ensayos sobre política e his-toria, op. cit., p. 146.

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por parte de las elites intelectuales europeas pero eran consi-derados como representantes y miembros, muy a su pesar, deunos países salvajes, bárbaros e incivilizados. Este hecho lesllevó a rotar de una comunidad imaginada cosmopolita, civili-zadora y occidental, de la cual se sentían partícipes, a otra enla que podían reconocerse como miembros ilustrados y nota-bles: la nación. A este respecto, el viaje a España aportaba unrasgo distintivo que no obtenían en otras naciones. Mientrasque en Francia, Inglaterra o Alemania se veían a sí mismoscomo extranjeros, en España su experiencia era la del regresoa un remedo de segunda patria, de antiguo hogar familiar. Elpropio Martínez recoge las palabras de Samper en su primerviaje a la península en 1859: «¡Qué sensación tan profunda laque uno experimenta cuando, después de algún tiempo deausencia, vuelve a pisar el suelo patrio! ¿Y es acaso esta laimpresión que siento al llegar al primer puerto de España? Esalgo semejante, pero complicado […] Es que hay una patria delo pasado, como la hay de lo futuro, y que cada hombre estáligado a las tradiciones y glorias de su raza, como el retoño delárbol nace ligado al tronco»172.

Este renovado interés por España se cristalizó en los inten-tos por atraer emigración de la península que sirviera parapotenciar la modernización del país, «[…] en el sentido de ayu-dar a los gobernantes a implantar la religión y la disciplinasocial»173, sin los peligros de una emigración italiana tildada deanarquista o de denigrante como era para los letrados la chi-na. A favor de la emigración española actuaba según recoge elautor, la unidad de religión y lengua, así como la semejanza enlas costumbres. El espejo en el que los regeneradores veían lasvirtudes de la emigración era Argentina, puesto que buena par-te de su desarrollo se achacaba a la ingente emigración euro-pea que en esas fechas cruzaba el Atlántico para instalarse ensu suelo. Para Caro la emigración española hacia la repúblicadel cono sur era responsable en buena medida del desarrollo

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172 MARTÍNEZ, Frédéric, El nacionalismo cosmopolita, op. cit., p. 460.173 Ibídem, p. 475.

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que exhibía aquella nación: «El progreso de la república argen-tina, próspera entre sus hermanas, tiene múltiples causas; perono es de olvidarse, al contemplarlo, la creciente inmigraciónde los españoles, que de años atrás han hallado allí una segun-da patria en la patria de sus hermanos independientes. ¿Quésería de la fisonomía propia de la república si en esta masaauxiliar de gentes consanguíneas no hubiese hallado vigorbastante para dominar el extranjerismo de otras inmigracionesque sobre ella se derraman?»174.

Sin embargo, ninguno de los proyectos para atraer inmi-gración española hacia Colombia llegaría a buen puerto175.Mejor suerte corrieron los intentos de contratación de congre-gaciones religiosas, docentes y evangelizadoras, con el objeti-vo de reconducir la educación y proseguir en las tareas civili-zadoras de la sociedad. Entre las numerosas organizacionesreligiosas europeas, tanto de vieja data como de las nacidas alcalor de la renovación católica, que desembarcaron en suelocolombiano (lazaristas, claretianos, redentoristas, agustinos,lasallistas, salesianos, etcétera), primaron las de origen españolpor afinidad cultural y lingüística176.

La Regeneración tuvo dos líneas claras en su proyecto deEstado-nación colombiano. En cuanto a las políticas de estati-

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174 CARO, Miguel Antonio, «La lengua es la patria», en RESTREPO CANAL,Carlos, España en los clásicos colombianos, op. cit., p. 32.

175 «En 1889, un oficial superior de la Marina española, Arturo Llopis, escri-be a Núñez, que se compromete a promover la idea de mandar a Colombia unaparte de los emigrantes españoles que generalmente parten para Argentina, Chileo Brasil, que el proyecto gubernamental exige algunas mejoras, en especial laapertura de un enlace marítimo directo entre los dos países. En 1893, un decre-to posibilita el nombramiento de agentes de inmigración en Europa y prevé lainstalación de un agente en Tenerife, con un sueldo mensual de 250 pesos. Elgeneral conservador Leonardo Canal es nombrado unos meses después agentegeneral de inmigración en Europa. Canal acepta el cargo pero, enfermo, no pue-de salir de Bogotá donde muere en mayo de 1894. En octubre del mismo año,un tal Augusto Raemy, instalado en Barranquilla, obtiene del gobierno una pro-mesa de ayuda financiera para un proyecto de inmigración canaria que final-mente no se concretará». MARTÍNEZ, Frédéric, El nacionalismo cosmopolita, op.cit., p. 478.

176 Ibídem, pp. 479-493.

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zación, hubo poco de regeneración y mucho de innovación encuanto a los instrumentos institucionales que se importaron yen medidas como la ley de 1887 que anuló «[…] de un pluma-zo toda la legislación española que había sido conservada has-ta ese momento, y seguía rigiendo en caso de ausencia de unalegislación posterior a la Independencia»177. Pero en cuanto a lanacionalización, hubo un claro giro a regenerar el discursoidentitario basado en la tradición hispánica, es decir, en el dis-curso hispanoamericanista que además de dotar a la nación deuna identidad clara, potente y asentada en el pasado, proyec-taba a Colombia hacia el estadio superior, transnacional, dereunión con el resto de las naciones hispanoamericanas en tor-no a la identidad cultural compartida por igual, encauzada enuna de las líneas de acción de más vieja raigambre en losnacionalismos americanos: el unionismo.

Otro de los textos consultados que expone de forma clara yprecisa los objetivos culturales que se delinearon durante elperiodo de la Regeneración es el de Armando MartínezGarnica, «Las determinaciones del destino cultural de la nacióncolombiana durante el primer siglo de vida republicana».Mientras que la mayor parte de los autores centran su análisisen el desarrollo material y las medidas institucionales para elfortalecimiento del Estado llevadas a cabo por los ejecutivosregeneradores, Martínez Garnica inquiere sobre los atributosculturales que se emplearon para fortalecer la nacionalidadcolombiana durante ese periodo. El autor identifica cuatro pila-res sobre los que se erigió la identidad cultural de Colombia enlas décadas finales del XIX: la civilización como destino cultu-ral de la nación; el castellano como la lengua nacional; la con-servación de las tradiciones españolas y el catolicismo178.

Estos cuatros atributos culturales de la nacionalidad colom-biana eran, como mostramos en el capítulo anterior, parte de

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177 Ibídem, p. 500.178 MARTÍNEZ GARNICA, Armando, «Las determinaciones del destino cultu-

ral de la nación colombiana durante el primer siglo de vida republicana», enRevista Historia Caribe. Nación, Ciudadanía e Identidad, 2002, vol. 2, n.º 7, 2002.

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las categorías de visibilidad y significación que se configura-ban en el discurso hispanoamericanista para dotar de sentidoy orientar la práctica social de los letrados colombianos quegobernaron el país durante la Regeneración. Al señalar esoscuatro ejes referenciales como los pilares de la identidadnacional en construcción, Martínez Garnica positiva las líneasmaestras de la nacionalidad colombiana tal y como la soñaronlos regeneradores. «La civilización como el destino fijado a lanación colombiana»179, porque ese era el destino cultural de lahumanidad, el ideal que perseguían las naciones modernas, alas cuales Colombia se esforzaba por imitar y alcanzar. La len-gua como el atributo cultural de mayor relevancia porque enella se cifraba una parte esencial de la nacionalidad: servir demedio de comunicación y encuentro entre las naciones hispá-nicas. De ahí la defensa a ultranza del castellano según lospatrones del que se hablaba en Castilla y que tuvo como suprincipal valedor al cuerpo intelectual de la AcademiaColombiana de la Lengua180. El tercer atributo, la conservaciónde las tradiciones españolas, como reacción contra las doctri-nas utilitaristas de Bentham y las influencias del pensamientofrancés mediante autores como Lamartine, Sue, Blanc, Fouriero Proudhom, que alejaban a la nación de lo que se considera-ban sus raíces culturales. «La defensa de la “obra de España enAmérica” como reafirmación del proyecto cultural original dela nación colombiana, pues los españoles americanos eranherederos del destino providencial de España en su expansiónde la civilización cristiana por el orbe»181. Y por último la rein-troducción del catolicismo como elemento indispensable parael progreso del país, como reclamaban Sergio Arboleda, JoséEusebio Caro y su hijo Miguel Antonio Caro: «El proyecto cul-tural básico de la nación colombiana, como lo había sido parala nación española, era entonces el de su formación básica enel espíritu de la religión católica, por el Clero, de lo cual se

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179 Ibídem, p. 7.180 Ibídem, pp. 10-23.181 Ibídem, p. 25.

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derivaría el progreso general de todas las demás manifestacio-nes de la cultura»182.

El ensamblaje de estas referencias bibliográficas arroja unaimagen bastante coherente sobre nuestro periodo de estudio.La Regeneración fue el proyecto de modernización y consoli-dación del Estado-nación colombiano más significativo detodo el XIX, hasta tal grado que su impronta, de la mano dela Constitución del 86, se extendería a lo largo de todo el sigloXX. El primer objetivo de Núñez, Holguín, Caro y el resto delos regeneradores, fue consolidar un régimen basado en elorden y la autoridad, para ello el Estado central debía refor-zarse y avanzar en la senda institucional de la modernidad. Ala par que se desmontaban las bases del régimen radical y seimplementaba un plan general de reestructuración del Estadocolombiano, el desarrollo de la identidad nacional fue uno desus objetivos prioritarios. Para refundar un Estado fuerte queasegurase la paz y el desarrollo, el avance en el arduo proce-so de civilización y el fortalecimiento de las instituciones de lamodernidad en suelo colombiano, era necesario fomentar loslazos de pertenencia a un imaginario colectivo que asegurasela cohesión social y la legitimidad del poder estatal comoencarnación de la voluntad general. Esa construcción de laidentidad nacional se realizó a partir de la extensión del mode-lo cultural de la elite bogotana para el resto de los territoriosde la República.

En la conformación de ese imaginario colectivo regeneradotodos los referentes simbólicos de lo hispánico fueron activa-dos. Hubo un acercamiento a los programas institucionales dela Restauración española y a sus formas políticas; también sequiso atraer inmigración española que favoreciese el progresonacional sin desvirtuar las raíces culturales y raciales de lanación colombiana. Aunque los proyectos de inmigración fra-casaron, mejor suerte corrieron las peticiones de congregacio-nes misioneras religiosas para ayudar en dos puntos clave del

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182 Ibídem, p. 26.

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sistema de la regeneración: la educación y la evangelización.Pero más importante aún fue la empresa retórica de construc-ción de una imagen nacional fundada en la raíz hispánica: len-gua, historia, costumbres, religión y civilización eran la supre-ma herencia del legado de la conquista y la colonizaciónespañola en la definición de la nación colombiana. Colombiaera una nación hispánica porque había nacido a la vida, omejor dicho, a la historia occidental, de la mano de la empre-sa colombina, con la fundación de Santafé por las huestes deGonzalo Jiménez de Quesada. Todos los elementos que defi-nían la nación eran herencia española y para fortalecer lanación bastaba con regenerar ese legado. Jorge Orlando Melolo expresa con mayor concisión:

El periodo de la regeneración es bastante significativo,pues representa el triunfo temporal de una definición militan-te de la identidad nacional. Las vacilaciones de la elite, expre-sadas en la contraposición entre mestizaje e hispanidad, sereducen: somos una nación porque somos españoles, por unidioma y una religión. Según don Carlos Holguín, España noslegó «unidad de religión, unidad de lengua y unidad de legis-lación». En otra parte dice: «Los hispanoamericanos tenemosen realidad dos nacionalidades: la del nacimiento, que esAmérica, donde hemos visto la luz primera; y la de extracción,España, donde se mecieron las cunas de nuestros padres»183.

En nuestra opinión, para comprender en su globalidad porqué se diseñó la identidad nacional a partir del discurso his-panoamericanista, es necesario incorporar otra serie de plan-teamientos que no sólo tienen que ver con la dinámica de lapolítica colombiana. En las tres décadas finales, además de ins-tituciones de gobierno se importó también el miedo a la plebedesatado tras la comuna de París, y aunque en este punto losletrados colombianos no necesitaran mucha influencia denadie —mucho menos los hijos y nietos de los hacendados

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183 MELO, Jorge Orlando, Etnia, región y nación: el fluctuante discurso de laidentidad, op. cit., p. 37.

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esclavistas— sí es cierto que la problemática sobre la «cuestiónsocial» se convirtió en una prioridad de los ejecutivos regene-radores. Este sería un buen ejemplo de cómo las dinámicasglobales empaparon hasta los huesos la vida política colom-biana.

En la segunda mitad del XIX se reactivó un discurso iden-titario transnacional que abarcaba todo el mundo hispánico,forjado en las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras delXIX, al compás de las Constituciones independentistas y la deCádiz, con el sonido de fondo de los tambores que marcabanel paso de un guerra revolucionaria para unos, civil para otros.Los objetivos prioritarios de ese discurso eran proveer a lasnaciones hispanoamericanas de un repertorio de representa-ciones desde las cuales construir las respectivas identidadesnacionales a la vez que se proyectaban en el plano interna-cional como una comunidad de naciones hermanas. El reco-nocimiento de su idiosincrasia era el primer paso de su políti-ca exterior y la primera línea de defensa frente a las apetenciasimperialistas de países como los Estados Unidos. Sin el deseode hispanizar el ser esencial de las naciones hispanoamerica-nas frente a otro tipo de identidades, no podemos compren-der cabalmente la reiteración constante en el discurso de losregeneradores a la grandeza del Imperio hispánico, la apolo-gía y defensa de la madre patria, la génesis nacional vislum-brada en el descubrimiento y la conquista, la erección del cas-tellano y la raza hispánica como representaciones nacionales yla restitución de la Iglesia católica como suprema vertebrado-ra de la disciplina social.

Sin el discurso hispanoamericanista tampoco se entiendeese afán civilizador de los letrados en un panorama mundialdividido en razas superiores y razas inferiores, naciones civili-zadas y bárbaras. Jerarquías y discursos de dominación en losque Colombia no salía muy bien librada, teorías raciales yracialistas que los letrados empuñaban con fervor blandiendoasí el mismo puñal que los amenazaba. La civilización, enten-dida como la autoconciencia occidental, según la defineNorbert Elías, se había convertido en el paradigma que guiaba

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las políticas internacionales y nacionales; autoconciencia de sírevestida de una superioridad que les sirvió a las potenciaseuropeas para legitimar sus guerras coloniales184. Al respecto,hemos de tener en cuenta que la Regeneración fue, comoseñalan los autores aquí trabajados y corriente a la que mesumo, el intento más serio hecho por la elite letrada colom-biana durante todo el XIX para incorporarse a las dinámicaspolíticas, económicas y socio-culturales que regían las relacio-nes de Occidente y sus códigos de conducta. Paradigma civi-lizador donde se daban cita la fe en el progreso general de lahumanidad; la redención católica; la diferenciación entre razascivilizadas y salvajes que daría paso a la catalogación globalentre naciones civilizadas y salvajes; las creencias positivistasde mejoramiento inalterable de las condiciones humanas liga-das a la aplicación constante de la razón en los campos de laciencia y la compresión de las sociedades; así como la fe inque-brantable en el progreso industrial, técnico y científico comomotores del desarrollo de las más altas cualidades humanas.

Sin embargo, la reconfiguración de la empresa civilizadorauniversal en una escala de desigualdad racial donde unasnaciones se intitulaban como civilizadas para legitimar suexpansión colonial, transformó profundamente los códigos depertenencia por los que la elite letrada se adscribió e identifi-có como perteneciente a la empresa civilizadora. El mismo dis-curso que legitimaba su derecho a gobernar la nación colom-biana, la imagen de rectores de las masas y del destinonacional en el rumbo a la civilización, los ubicaba en el dis-paradero expansionista de las potencias imperialistas. El dis-curso hispanoamericanista solventaba esta contradicción. Sibien a sus ojos amplias zonas del país sufrían el lacerante malde la barbarie, la civilización había plantado sus semillas ensuelo colombiano cuatro siglos atrás, en las ciudades de las tie-rras frías de vieja colonización por la raza blanca hispánica.Los letrados, como herederos de sangre, cultura y funciones de

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184 ELÍAS, Norbert, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéti-cas y psicogenéticas, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1987, p. 99.

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gobierno de aquella civilización cristiana hispánica, continua-ban en la labor de civilizar el país, eran la punta de lanza, laprimera línea de fuego de la empresa universal por la reden-ción de la humanidad. Por lo tanto, el hispanoamericanismoera el discurso que encajaba como un guante en la construc-ción de una nacionalidad supuestamente homogénea, peroenvenenada de diferencias raciales, sociales y culturales quehabían de consolidar una escala jerárquica y desigual de per-tenencia a lo nacional, de acceso a la plaza pública y detenta-ción del poder.

El discurso hispanoamericanista protegía a los letrados delos aspectos más dañinos de la civilización para con su posi-ción de privilegio y los fundamentos con los que gobernabanel país. Limaba las aristas más peligrosas para su imagen ymantenía vivo el núcleo civilizador, la lente de sentido occi-dental desde la cual modelaban y se apropiaban de la realidad.Por si fuera poco, tenía además otra función mucho más con-creta en la conformación de un proyecto civilizador nacional.Desde el hispanoamericanismo, los letrados podían adoptar lasfunciones nacionalizadoras del imperialismo y emplearlas enlas tareas de fortalecimiento del sentimiento nacional. Si, porejemplo, a España le servía para proclamarse como cabeza deun imperio cultural, una vez que la realidad la había transfor-mado en una potencia de rango menor, a Colombia le servíapara lucir las galas de una vieja provincia, miembro de aquelimperio en el que nunca se ponía el sol. Ese imperialismo cul-tural que la mayoría de los historiadores sobre el hispanoame-ricanismo han atribuido en exclusiva a España era en realidaduna construcción ideológica compartida por igual en todo elmundo hispánico.

Como ocurre con el resto del discurso hispanoamericanis-ta, las variantes en el uso de sus representaciones no estabanen el fondo, sino en las formas, en el papel que el discursoatribuía a cada uno de los actores. España era la madre y rec-tora de un imperio civilizado y el resto de las naciones sushijas, provincias del imperio en vez de colonias. Esta imagense observa cuando Miguel Antonio Caro comparaba la España

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del XVI con la Roma antigua, estableciendo un paralelismoentre ambas como pueblos donde se reunían las mejores cua-lidades de su época, «naciones legisladoras y colonizadoras,encargadas de sembrar, por la razón y por la fuerza, las semi-llas de una civilización común a todas las gentes»185. El presi-dente formulaba así una identidad imperial que cobijaba atodas las naciones hispánicas por su ascendente español. Otrotanto podría decirse de Ernesto Quesada que en 1900, desdeBuenos Aires, con ocasión de la celebración del 12 de Octubrepublicaba su conocido texto Nuestra Raza, y en él manifesta-ba que: «España renovó, en la época moderna, la homéricaempresa que en los tiempos antiguos realizara Roma, cuandodominó esta el universo conocido, personificó su civilización,y llevó por doquier su lengua y su religión»186. Esta asociaciónsugería varios significados. Uno de ellos, y principal, era la rei-vindicación de la obra de España para la civilización occiden-tal, en un contexto internacional en el que, como el propioQuesada señalaba, los pueblos anglosajones despreciaban alos latinos, «para ellos nuestra casta, tanto en la penínsulacomo en el continente americano, va lentamente a su ocaso;es, pues, presa segura, cuyos despojos se preparan tranquila-mente a repartirse»187. Pero a la vez, al considerar a las nacio-nes hispánicas como antiguas provincias de aquel imperio, sereformulaba esa idea imperial que ya no era territorial, sinobasada en los lazos espirituales y culturales. Con mayor clari-dad se revelaba esta connotación imperialista en la reivindica-ción de unas glorias literarias comunes. A esa grandeza litera-ria, la Colombia finisecular aportaba escritores, pensadores ygramáticos de una talla sin igual, como en el pasado, Hispaniahabía dado emperadores al Imperio Romano:

Se ha discutido últimamente la calidad de provincias inte-grantes del territorio de Castilla, y no de colonias, que tuvie-

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185 CARO, Miguel Antonio, Joan de Castellanos, op. cit., p. 436.186 QUESADA, Ernesto, Nuestra Raza, Buenos Aires, Librería Verdal, 1900,

p. 10.187 Ibídem, p. 9.

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ron las de América; encontradas opiniones han emitido sobreeste punto respetables historiadores, de donde ha venido aresultar que la nueva doctrina haya alcanzado no poco ascen-diente en el campo de la crítica histórica por lo que hace a lasprácticas de gobierno y de administración, pues en lo que ata-ñe al aspecto legal y jurídico no cabe duda alguna. En lo lite-rario e ideológico la integridad subsiste, porque es un hechoevidente que las que fueron en lo antiguo provincias españo-las de América y son hoy repúblicas independientes, constitu-yen en los dominios de la lengua un todo armónico, en el quela variedad que muestran los caracteres de cada nación con-tribuyen, como he dicho, a la mayor belleza y al mayoresplendor del conjunto. Y aún la que fue antaño metrópoli delimperio político, recibe hoy, como recibió Roma ilustresemperadores de España, el valiosísimo aporte de los escrito-res hispanoamericanos al acervo del idioma común, en formatan importante y esencial como el que le llevó don Rufino JoséCuervo y como el que le aportaron los escritores con cuyasopiniones se ilustra este volumen188.

Sin embargo, el imperialismo adscrito al discurso hispano-americanista no se quedaba en la retórica de un imperio cul-tural, por el que todas las naciones hispánicas se sumaban a lagran corriente civilizadora universal en un estadio de desarro-llo superior que ya no se basaba en la dominación y la con-quista sino en la afirmación, creación y recreación de unadimensión cultural compartida, que por su tamaño, unión ymagnanimidad se autoproclamaba imperial. El rostro guerreroy combativo, redentor y expansionista encontraba espacio enel hispanoamericanismo, se engranaba a un proyecto denación que reproducía los esquemas imperialistas globales a laescala del territorio estatal.

Una de las vertientes del imperialismo más destacadas porlos analistas del nacionalismo es su capacidad para desarrollarlos vínculos de adhesión para con el Estado que lleva a cabo

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188 RESTREPO CANAL, Carlos, España en los clásicos colombianos, op. cit.,pp. 8-9.

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la expansión territorial. Por ejemplo, uno de los criterios sobrelos que Hobsbawm señala que descansaba la identidad nacio-nal en la segunda mitad del XIX era «la capacidad de conquis-ta»: «El tercer criterio, y es lamentable tener que decirlo, erauna probada capacidad de conquista. No hay como ser unpueblo imperial para hacer que una población sea conscientede su existencia colectiva como tal, como bien sabía FriedrichList. Además, para el siglo XIX la conquista proporcionaba laprueba darwiniana del éxito evolucionista como especiesocial»189. A iguales conclusiones llega el historiador ÁlvarezJunco en su estudio sobre el nacionalismo español: «A medidaque pasaron las décadas, el sentimiento nacionalista se fuedesvinculando del constitucionalismo, la soberanía popular ylos derechos individuales, sus compañeros de infancia en lostiempos de las revoluciones americana y francesa, para asen-tarse sobre el colonialismo; la posesión de un imperio pasó aser el criterio supremo para valorar, no ya un Estado, sino a lanación a la que representaba190. En definitiva, el imperiodemostraba la superioridad de la nación que lo ostentaba y delEstado capaz de movilizar todos los recursos logísticos y mate-riales para su efecto.

Si nos adentramos en la idea de imperio, lo que late bajo lamisma es la expansión territorial en la rivalidad con otrasnaciones y la imposición sobre el otro de los parámetros cul-turales de un yo que se autodefine como superior. El pulsocultural que sostiene las anexiones de tierras y pueblos es elansia de dominio del otro y la duplicación en él de una ima-gen —o máscara— que se considera superior por naturaleza.A tales efectos, la extensión y consolidación de las fronterasinteriores en Colombia ejercía el atractivo imperialista que paraotras potencias resultaba de la extensión de sus dominios másallá de sus fronteras históricas. Se trataba de la misma función: elmismo fusil y la misma Biblia que algunas potencias europeas

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189 HOBSBAWM, Eric. J., Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Ed.Crítica, 1990, p. 47.

190 ÁLVAREZ JUNCO, José, op. cit., p. 503.

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empuñaban hasta los confines del África salvaje, Colombia losapuntaba hacia ese interior configurado como extraño, peli-groso y salvaje por los textos geográficos y naturalistas de losletrados decimonónicos, hacia esas regiones de frontera deno-minadas desiertos, porque la vida civilizada no estaba presen-te. A fin de cuentas, el imperio espiritual y cultural del que sesentían partícipes, la nación definida como madre patria, laidentidad que enarbolaban como emblema, para los letradosregeneradores, como para el resto de los hispanoamericanis-tas, había nacido al mundo en la tenaz y sufrida lucha contrael moro, contra el infiel, sostenida durante siete siglos porEspaña en lo que se conoce como la Reconquista, cruzada queprecisamente había culminado su victoria en el año de 1492.Como afirmaba el presidente español Cánovas del Castillo, enpalabras que reproduce Álvarez Junco: «colonizar pueblos sal-vajes era la nueva cruzada o misión divina que las nacionescultas y progresivas tenían que cumplir para extender su pro-pia cultura y plantear por donde quiera el progreso, educan-do, elevando, perfeccionando al hombre»191.

Como Garrido señala en su texto, una de las prioridades delrégimen regenerador fue la afirmación efectiva de la soberaníanacional en las débiles y amenazadas fronteras. Pero curiosa-mente, esta tarea no se encargó al ejército, sino que se dejó enmanos de misiones evangelizadoras. Evidentemente, había uninterés claro por hacer presencia institucional en territorios defrontera amenazados por las apetencias territoriales de otrosEstados. También señala esta autora que el Estado colombianono tenía fondos con los que llevar a cabo esta empresa y quepor ello se optó por entregar a las misiones el control de estosterritorios. Lo sorprendente es que el Estado sí tuviera fondospara asignar una cantidad anual de 100.000 pesos a la Iglesiay prefiriera entregar dicha tarea a la alta jerarquía católica,antes que destinarla a otras instituciones estatales como elcuerpo militar y de policía, si en afirmar la soberanía nacionalradicaba solamente el interés que había en esos espacios de

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191 Ibídem, p. 503.

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frontera. Nuestra tesis, que desarrollamos en el apartado dedi-cado a analizar el papel de las misiones evangelizadoras, esque se entregó a la Iglesia la misión de afirmar la soberaníanacional porque se consideraba al cuerpo eclesiástico como elmás idóneo para desempeñar esa función. La misión de civili-zar a los salvajes había sido una labor históricamente desem-peñada por la Iglesia desde los tiempos de la conquista y lacolonia, épocas donde los letrados regeneradores signaban elcomienzo de la nación colombiana. Además, el primer pasocivilizador era la conversión religiosa al cristianismo, así seaseguraban de que dos de los atributos primigenios de lanacionalidad colombiana formarían parte de los salvajes quehabía que transformar en patriotas: se convertirían en ciuda-danos civilizados y católicos. Por otra parte, dotaban al imagi-nario nacional civilizado de un proyecto colectivo: la civiliza-ción de los salvajes, la incorporación al Estado-nación de lastierras bárbaras que se abrían más allá de las fronteras cultu-rales y socio-raciales en que pensadores como Caldas y expe-riencias como la Comisión Corográfica habían dividido el terri-torio colombiano. Proyecto civilizador, remedo imperialista aescala nacional, que conectaba la trayectoria histórica del paístanto con la empresa civilizadora que se llevaba a cabo a esca-la mundial, como con la tradición histórica de la nación que sereelaboraba desde el discurso hispanoamericanista.

Ese empeño patriótico y civilizador era el que había empu-jado a Florentino Calderón por las selvas y ríos del Caquetádurante más de nueve años. En 1902 el periódico El NuevoTiempo le pedía, como buen conocedor de la zona, que pusie-ra a disposición del gran público, cuáles eran las riquezasnaturales más rentables de aquellas zonas y los medios másidóneos de colonización. Calderón respondió afirmativamentey relató sus experiencias en aquellas regiones desiertas. Peroantes de narrar sus andanzas y revelar el conocimiento sobreel medio que había atesorado durante sus años de vida en esasregiones, el autor exponía los motivos que lo impulsaron adirigirse hacia aquellas tierras y los que debían guiar a quiendecidiera embarcarse en la ardua tarea de la colonización:

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Los que así procedan y tengan el valor y la abnegación deconsagrarse a trabajos serios, conquistarán en breve tiempo,no solamente porvenir independiente y holgado, sino tambiénla admiración y la gratitud de los colombianos, por haberhecho sentir en las inmediaciones de nuestras fronteras, al tra-tarse en especial del Caquetá, el dominio que corresponde alos derechos de Colombia. Y no será dudoso suponer que elGobierno dicte —ya es tiempo— medidas que tiendan aamparar las vidas y los intereses de colombianos que vayan aesas desconocidas regiones a trabajar y a decir siquiera: «soycolombiano»192.

Si lo que Calderón reclamaba al gobierno era que prote-giese los intereses de aquellos colombianos que iban a esasregiones a decir siquiera soy colombiano, lo que se deduce esque los habitantes de esas regiones no eran tenidos por tales,no formaban parte de los ciudadanos que componían laRepública. Cabe añadir que Florentino Calderón llegó a ocu-par el puesto de socio industrial, la mayor categoría dentro delos empleados de las empresa de explotación de quinas ElíasReyes & Hermanos, de la que formaba parte el futuro presi-dente de Colombia, Rafael Reyes. Años más tarde, LaureanoGómez, ejemplificaría como nadie esta tesis. El adalid de losconservadores en el siglo XX y Presidente de la República,educado durante la Regeneración en instituciones como elColegio de San Bartolomé, como describe Henderson en labiografía sobre el político, trazaba un mapa funesto sobre lanación. En su polémica conferencia Interrogantes sobre el pro-greso de Colombia, dictada en el Teatro Municipal de Bogotáel 5 de junio de 1928, dibujaba una Colombia lastrada, casicondenada, por los determinantes antropogeográficos: las cié-nagas malsanas, las selvas agresivas y los páramos estérilescuyos rigores enfermaban de inmovilidad a los hombres quelos habitaban. La nación estaba en peligro de quedar varadaen el camino de la civilización si no se guiaba su gobierno con

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192 CALDERÓN, Florentino, Nuestros desiertos del Caquetá y del Amazonas ysus riquezas, Bogotá, Imprenta de Luis M. Holguín, 1902, p. 4.

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suprema inteligencia, si no se afirmaba el espíritu de loscolombianos en su lucha secular contra el medio natural:

En los reductos erigidos por la rebeldía geológica [laCordillera de los Andes], el hombre, ansioso de dominaciónsobre la tierra inhóspita, se defendió de las asechanzas de losclimas megatérmicos, y se refugió en las tierras elevadas, don-de las temperaturas eran bajas, pero sometiéndose, y no sinpeligros ni dificultad, a las también bajas presiones atmosféri-cas. Si con la imaginación, suprimiéramos de nuestro territoriolos levantamientos andinos, veríamos la manigua delMagdalena juntarse con la del Patía y el San Juan, el Putumayoy el Orinoco. La selva soberana y brutal, hueca e inútil, o lasvastas praderas herbáceas y anegadizas se extenderían de unmar a otro mar apenas pobladas por tribus vagabundas. Elpavoroso fenómeno vital de la selva amazónica se generaliza-ría sobre nuestro territorio. La naturaleza impondría su repre-sentación trágica en el alma de los salvajes, pobres seres erran-tes, atormentados por el terror. Dondequiera que la naturalezatropical obtiene pleno dominio por las condiciones de hume-dad y de temperatura, impone su grandeza con tales caracte-res de fuerza descomunal y arrebatadora que el espíritu huma-no se desconcierta y se deprime. El dominio de su monstruosaadversaria se transforma de terror en divinización. El alma seanega, se disuelve en el éxtasis de esa belleza desmedida ydevoradora; se comprende la inutilidad de la lucha del minús-culo ser inteligente contra los infinitos hijos del lujurioso con-nubio de la tierra húmeda y el sol. Ese es el origen de la meta-física de la India, que hace posible la sujeción de 320 millonesde hombres alucinados por el calor y la selva, a unos cuantoscentenares de hombres modelados por el frío y el mar193.

En estas palabras, donde resuena el eco de La Vorágine, lanovela de José Eustasio Rivera publicada cuatro años antes,comprobamos como Gómez analizaba las condiciones del paíspara abrirse al desarrollo material, y si el medio geográfico erael primer obstáculo, no lo eran menos las razas que habitaban

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193 GÓMEZ, Laureano, Interrogantes sobre el progreso de Colombia, Bogotá,Editorial Minerva, 1928, pp. 17-19.

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el país. Desde las reflexiones de Vattel para el análisis de losEstado-nación, Laureano relataba una tipología de civilizacio-nes como la inglesa, la francesa o la alemana, atendiendo a loscaracteres de su territorio y la composición racial de su pobla-ción. En el caso de Colombia, ni en su territorio, ni en supoblación, encontraba Gómez nada rescatable que pudieraservir de aliciente hacia el progreso, ni siquiera esa herenciahispánica tan mentada por sus educadores regeneradorescomo Casas, que por su carácter fundamentalmente idealista einstintivo no terminaba de encajar en los modelos que serequerían para propender al progreso de la nación. Sin embar-go, a pesar de no ser la raza idónea para los tiempos que co-rrían, Laureano Gómez lo tenía claro y era categórico: «Nuestraraza proviene de la mezcla de españoles, de indios y denegros. Los dos últimos caudales de herencia son estigmas decompleta inferioridad. Es en lo que hayamos podido heredardel espíritu español donde debemos buscar las líneas directri-ces del carácter colombiano contemporáneo»194. Hacemos refe-rencia a Laureano Gómez para mostrar otra característica de laidentidad nacional que forjaron los letrados desde el hispano-americanismo: su profunda huella en el pensamiento de losintelectuales y políticos colombianos del XX, pudiendo ras-trearse su influjo a lo largo de todo el siglo, especialmente, ycon una potencia desbordante, durante la primera mitad.

Los hombres que gobernaron la Regeneración estuvieroncaracterizados por lo que conceptualizamos como letrados.Cuando constantemente repetimos el término de letrado lohacemos basándonos en las definiciones que otros autoresantes que nosotros dieron a ese término para estudiar la elitedel periodo. Hemos preferido emplearlo frente a otros térmi-nos como elite de poder, elite intelectual o cultural, porqueintegra de una forma clara y unívoca las dos funciones queejercieron personajes como Rafael María Carrasquilla, CarlosMartínez Silva o Antonio Gómez Restrepo: la potestad degobierno unida al ejercicio escrito y simbólico de diseño ideo-

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194 Ibídem, p. 47.

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lógico que justificaba las acciones políticas y tejía los entrama-dos identitarios que daban consistencia a la identidad nacio-nal. Los letrados fueron los encargados de legitimar, construiry dirigir el Estado-nación colombiano. Si desde las carterasministeriales, las secretarías, la cámara de representantes y elsillón presidencial ejercieron la jefatura de la estructura depoder del país; desde tribunas y publicaciones se dieron sindescanso a la tarea de forjar una identidad nacional que recu-briera con una piel de identificación y emocionalidad, decohesión y legitimidad ese esqueleto de acción institucional.Por esta característica, que numerosos autores han destacado,la de ser una elite de poder que aunaba en su desempeño elejercicio político y el literario, hemos preferido la definición deletrados para referirnos en conjunto a los autores analizadosen este trabajo.

Letrados que a lo largo del siglo XIX, más que un grupo deprivilegio al servicio del poder, se convirtieron en la clase depoder político, fundiendo en un solo cuerpo social el ejerciciodel poder y la legitimación del mismo. No se trató simple-mente de un grupo hegemónico fincado en la riqueza; másque industriales y comerciantes, sobre todo eran pensadores,los creadores y agitadores de la opinión pública, educadores.Como afirma Marco Palacios, «ser rico en la Colombia decimo-nónica no era condición necesaria para pertenecer a la elite ynunca fue condición suficiente. Para estar y permanecer arribahabía que demostrar capacidad de opinar y crear y agitar laopinión pública»195. Esas características son las que destacaMalcolm Deas, en su artículo seminal Miguel Antonio Caro yamigos: Gramática y Poder en Colombia, en el que se dedicaa explorar las relaciones entre gramática, educación y poderque se dieron en los Caro, Marroquín, Suárez, Cuervo, etcéte-ra, como estandartes de la cultura bogotana que se proyecta-ba para el resto del país. A la hora de definir a Miguel AntonioCaro escribe:

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195 PALACIOS, Marco, La clase más ruidosa y otros ensayos sobre política e his-toria, op. cit., p. 121.

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Caro estaba destinado, inequívocamente, para la política.Es representante de cierta clase, pero de una clase que tienesu existencia en el gobierno, no en ningún sector o faceta par-ticular de la economía. Es heredero de la antigua burocraciadel imperio español, tal como los Cuervo, los Marroquín, losVergara. Estas familias estaban acostumbradísimas al poder, sinposeer grandes tierras ni riqueza comercial. En eso se mani-festaban no interesadas, o mejor, desinteresadas: el poder síles interesaba. No les parecía, en lo más mínimo, anormal oinverosímil que este fuera ejercido por letrados, como muchosde sus miembros, cuyos antepasados habían venido a lasAméricas a gobernar a cualquier título. Para los letrados, paralos burócratas, el idioma, el idioma correcto, es parte signifi-cativa del gobierno. La burocracia imperial española fue unade las más imponentes que el mundo haya jamás visto, y noes sorprendente que los descendientes de esos burócratas nolo olvidaran; por eso, para ellos lenguaje y poder deberíanpermanecer inseparables196.

Esta cita nos sirve para poner de relieve las conexionesentre el discurso hispanoamericanista, la memoria del linajefamiliar y las funciones de poder que cumplían los autoresanalizados. Además de ocupar un papel político directamentelegado por las funciones de gobierno durante el periodo colo-nial, letrados como Caro podían establecer un vínculo familiaren el desempeño de esas funciones. El propio Deas, al remon-tar el árbol genealógico del vicepresidente, escribe: «El primerCaro en llegar a la Nueva Granada fue Francisco Javier Caro,nacido en Cádiz en 1750. Llegó en 1774, como protegido delvirrey Flórez; hacia 1782 era oficial mayor de la secretaría delvirreinato, y se había casado con una de las damas de honorde la virreina. Dejó, entre otros escritos varios, un diario nota-ble, que recoge con minuciosos y maliciosos detalles doce díasde rutina burocrática en agosto de 1783»197. En esa memoriafamiliar se fundía el ascendente español con las funciones aso-ciadas a las tareas de gobierno, que se repetirían invariable-

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196 DEAS, Malcolm, op. cit., p. 42.197 Ibídem, p. 41.

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mente en la figura de su abuelo Antonio José, en la de supadre José Eusebio Caro, uno de los fundadores del partidoconservador y su principal órgano de expresión, La Civili-zación, y que ocuparía a su tiempo el propio Miguel Antonio.

Pero a la par que se heredaba el modelo familiar de letra-do, se repetía la inveterada misión que fundía el saber escritu-rario con el poder político de manera indisociable, tal comohabían sido constituidas las formas de gobierno durante elperiodo colonial. Quien mejor analizó la relación entre la plu-ma y el trono en las sociedades latinoamericanas fue ÁngelRama en su gran obra, La ciudad letrada, donde nos muestracomo una cohorte de funcionarios, religiosos y diversos inte-lectuales, detentadores de la palabra en sociedades analfabetas,formaban un anillo alrededor del poder político como repro-ductores, ejecutores y legitimadores del poder imperial que seasentaba en las ciudades como centros que irradiaban la civili-zación al resto del territorio198. Las características principales conlas que el autor define a los letrados son las de ser un grupourbano que forma parte de la estructura orgánica de los centrosde poder; ostentar como signo de cohesión y prestigio el mane-jo de la letra en un medio de iletrados, sacralizando su funcióncomo un bien de máximo valor, y sobre todo ser los interme-diarios en el manejo de los medios de comunicación social y,mediante ellos, desarrollar la ideologización del poder destina-do al público. Rasgos todos estos que bien pueden aplicarse alas funciones que desempeñaron los letrados regeneradores.Rama pone especial énfasis en remarcar su función como pro-ductores de ideologías destinadas a la legitimación del poder,«su especificidad como diseñadores de modelos culturales, des-tinados a la conformación de ideologías públicas»199.

De este modo, el letrado del XIX, heredero directo de lasfunciones del letrado colonial, instituye su poder mediante laexcelencia en la práctica ideologizante y simbólica. Ellos son

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198 RAMA, Ángel, La ciudad letrada, Hanover, Ediciones del Norte, 1984, p. 25.

199 Ibídem, p. 30.

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los dueños de la escritura, el signo y el código, en un mediode iletrados, pero también de la ley, del bando, del reglamen-to, del contrato, la cédula y la propaganda; ellos gestionan larepresentación de la realidad; en la simbolización se apropiande la cosa, de ahí su poder. Son los constructores del tejidosignificativo que, según Rama, «como una red se ajusta sobrela realidad para otorgarle significación». A través de las publi-caciones y los sermones redefinieron las representacionescolectivas a las que debía ceñirse la identidad colombiana. Enbuena parte, el interés desmedido que se observa sobre laeducación en la Colombia del XIX —tanto que la guerra civilde 1876 es conocida como la guerra de las escuelas— hay queatribuirlo a que se consideraba uno de los ámbitos primordia-les de su función social. La educación del pueblo era una delas tareas propias del letrado, a la par que uno de los mediosimprescindibles para civilizar y domeñar a las masas. El letra-do encontraba en el magisterio su motivo de ser, su legitima-ción para conducir el destino colectivo, pues él y su saber ilus-trado eran los únicos que podían pilotar a la nación hacia elparadigma civilizador. Al respecto Marco Fidel Suárez exponía:«En su desarrollo el Progreso se halla sujeto a varias influen-cias, cuales son la religión, la enseñanza, la legislación, la cos-tumbre y hasta las condiciones físicas del medio en que sevive. Ese cúmulo de influencias constituye la educación, pala-bra de significado profundo, pues quiere decir tanto comoacción de sacar las facultades del estado de inercia al de acti-vidad»200.

También Cristina Rojas pone de relieve la importancia delos letrados en la producción y divulgación del discurso civili-zador sobre cuyo régimen de representaciones se construyó launidad y la diversidad nacional, por el que se definieron lasidentidades raciales, de género y regionales en la Colombiadecimonónica. La autora enfatiza que es en la representaciónmarginal de una serie de identidades respecto los patrones

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200 SUÁREZ, Marco Fidel, «El progreso», en El Repertorio Colombiano, 1882,n.º 46, p. 303.

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nacionales donde se localiza el primer ejercicio de violencia,sin embargo el aspecto de su obra que nos interesa en estepunto es ofrecer sus palabras sobre la utilidad que tenía eri-girse con la posesión del saber civilizado para legitimar laposesión del poder político:

El poder se concentraba en quienes poseían los secretosde la civilización occidental: los hombres criollos letrados, quese reservaron su propio lugar en el régimen de representación,pues eran los únicos que poseían el conocimiento necesariopara dirigir la nueva república por la ruta apropiada. Se reser-varon su propio espacio conservando el lugar civilizado en lasociedad: los letrados llegaron a ser políticos prestigiosos, ylos políticos gozaban de un alto status. Los letrados fueron losarquitectos de la civilización y su poder estaba cimentado ensu capacidad de producir, circular y valorar su bien más pre-ciado: las palabras201.

En la misma tónica se pronuncia Julio Arias Vanegas, quienprecisamente realiza una lectura de los textos de la elite letra-da entre las décadas de 1850 y 1880, para analizar los meca-nismos de homogeneización y diferencia que signaron la cons-trucción de la nación colombiana decimonónica. Para el autor,los letrados fueron los máximos responsables en la definiciónde una nacionalidad «entendida como estrategia textual» apli-cada a la constitución de un orden simbólico que escenificaseal pueblo nacional. Una estrategia textual que delineaba unaunidad igualitaria indispensable para imaginar el cuerpo nacio-nal, a la vez que perfilaba una escala de diferencias valorati-vas que permitía a los letrados mantener su posición de lide-razgo privilegiado e indiscutido202.

No quisiéramos cerrar este apartado sin dar paso a las pala-bras con las que los propios regeneradores definieron susobras, sus motivos y aspiraciones al frente de los destinos de

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201 ROJAS, Cristina, Civilización y violencia. La búsqueda de la identidad enla Colombia del siglo XIX, Bogotá, Editorial Norma, 2001, p. 140.

202 ARIAS VANEGAS, Julio, op. cit., p. XVI.

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la República de Colombia. Para ello dos buenos ejemplos sonlos textos de Marco Fidel Suárez y Carlos Calderón, en los cua-les se justifican las razones que hicieron indispensable el adve-nimiento de una regeneración política nacional. En el texto deSuárez se comprueba como los hombres de la Regeneraciónveían el radicalismo, no como un ala del partido liberal, sinocomo una escuela revolucionaria, encaminada, en palabras delautor, «a desarraigar los fundamentos de la sociedad política ycivil». El problema para este autor era que el radicalismo repre-sentaba un abismo, no ya en políticas de gobierno, sino enfundamentos filosóficos y teóricos sobre la sociedad, lo quehacía imposible cualquier entendimiento: «Darle la mano, envez de procurar su extinción, es labor antipatriótica, cuyacomplicidad no se excusa ni por el olvido de lo pasado ni porla imprevisión del porvenir». Frente a esa «anomalía del radi-calismo», se había erigido la Regeneración:

La Regeneración ha sido, ante todo, una gran rectificación.A la disolución de la patria, que bajo la forma del más exage-rado federalismo iba cambiando a un fraccionamiento compa-rable al de la América Central, se sustituyó la unidad nacional,con todas las consecuencias que ella produce en bien delorden público y de la recta administración de justicia. Lasinfluencias de un filosofismo sectario y causa de permanentescolisiones entre el Estado y la Iglesia y entre el Gobierno y elPueblo, quedaron suplantadas por ideas acertadas y justas,que produjeron el reconocimiento de la Religión nacional yrelaciones de amistad entre las dos potestades. Y en lugar dela licencia reglamentada, que había convertido al Gobierno enautor o cómplice de inmoralidades monstruosas, se establecióla noción verdadera de la libertad, es decir, la efectividad delderecho público y privado. En segundo lugar, la Regeneraciónes obra educadora, que ha permitido a la experiencia hacer oírsus voces y al patriotismo determinar rumbos más acertados203.

La cita aquí empleada es un vivo ejemplo de la reacciónregeneradora contra todo el edificio estatal y doctrinal que el

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203 SUÁREZ, Marco Fidel, La Regeneración, Bogotá, Imprenta de La Época,1896, p. 1.

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liberalismo había erigido a partir de la Constitución deRionegro sancionada en 1863 y que Eduardo Posada Carbóseñalaba acertadamente como la antítesis del Estado-naciónque habría de construirse durante los ejecutivos regeneradoresen su cruzada por el orden y la autoridad sancionada en laConstitución del 86. Los aspectos contra los que había que re-generar al país eran los mismos que representaba la Cons-titución de Rionegro del 63: el federalismo; la disminución delEstado central y la debilidad del ejecutivo; las medidas contrala Iglesia; y en definitiva, un régimen de libertades en el queel orden ocupa un papel secundario204. En esos términos seexpresaba Carlos Calderón Reyes haciendo hincapié en la res-titución del orden y la unidad nacional como los ejes cardina-les que perseguía la Regeneración:

El liberalismo vencedor en 1860 había establecido comocredo suyo la Constitución de Rionegro, expedida bajo la pre-sión de diversas influencias, entre las cuales preponderó laque, realizando los ideales de la escuela gólgota de 1850, deja-ba la autoridad convertida en una sombra, establecía la pug-na entre la Iglesia y el Estado, a fuerza de separarlos; llevabala alternabilidad hasta confundirla con la inestabilidad; priva-ba a la sociedad del derecho a la paz y al ciudadano de dere-cho a la vida, eliminando las sanciones penales; armaba losEstados unos contra otros; dejaba sin garantías el sufragio, alcual confió, sin embargo, el movimiento del mecanismo, ydecretaba la pugna social por medio de la prensa, que, irres-ponsable y absolutamente libre, había de atizar la hoguera porlas concitaciones a la guerra, el ultraje a las autoridades cons-tituidas, la calumnia contra los hombres más respetables de laNación, y la irrisión y la burla de las creencias religiosas de losciudadanos. […] Había en verdad diez gobiernos, diez políti-cas, diez legislaciones, diez sistemas de administración; perono había paz, ni tranquilidad en las conciencias, ni reposo enlos talleres, ni confianza en los campos. Es decir, que una

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204 POSADA CARBÓ, Eduardo, El desafío de las ideas. Ensayos de historiaintelectual y política en Colombia, Bogotá, Banco de la República, Fondo EditorialUniversidad EAFIT, 2003, pp. 83-120.

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sociedad que tenía tantos organismos para gobernarse carecíacon todo de gobierno205.

La titánica tarea de reconstruir el entramado estatal y nacio-nal que el radicalismo había pulverizado era capitaneada por launión de Núñez y Caro en las tareas de gobierno. Alianza defi-nida por Calderón como uno de los acontecimientos más afor-tunados que pudo ocurrirle al país. A su entender, ambos secomplementaban políticamente y suponían para la república laseguridad de avanzar hacia la conciliación de los opuestos.Para buscar un ejemplo de lo que significaba tal pareja gober-nando los destinos de la nación, la imagen que dibujaba era lasiguiente: «Caso extraordinario es este de nuestra historia enque aparecen unidos en la solución de un gran problema polí-tico dos hombres que procedían de puntos diferentes del hori-zonte filosófico; al modo de aquel otro, no menos extraordina-rio, en que convergieron al corazón mismo del Nuevo Reino deGranada los tres conquistadores españoles, como si la casuali-dad se empeñase en demostrarnos que para recorrer las etapasde nuestra civilización, hemos de tener el concurso de las fuer-zas capaces de realizarla. Ese acuerdo era también el de dospartidos»206. El recurso a la imagen de Belalcázar, Quesada yFedermann patentiza el uso del hispanoamericanismo comoherramienta de legitimación en las contiendas políticas de laColombia finisecular. A la hora de justificar las acciones políti-cas del tándem que formaban Caro y Núñez, se buscaba en lahistoria de la conquista la pátina de respetabilidad, pero másque eso, la imagen de una refundación de la nación colombia-na, la apertura de una nueva «etapa de nuestra civilización» dela mano de los dos estadistas, en la misma forma que se habíainiciado cuando los tres conquistadores convergieron a untiempo sobre la Sabana de Bogotá.

En este breve ejemplo vemos como el discurso hispanoa-mericanista constituyó una pieza fundamental del pensamien-

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205 CALDERÓN REYES, Carlos, Núñez y la Regeneración, Sevilla, Librería eImprenta de Izquierdo y C.ª, 1895, pp. 11-16.

206 Ibídem, p. 79.

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to letrado en sus formas de dotar de sentido la realidad políti-ca y sociocultural. Se otorgó al país la ficción de una identidadnacida cuatro siglos atrás con el descubrimiento y la conquis-ta realizada por los españoles, con la llegada a América de lacivilización cristiana. Desde esa identidad, Colombia se suma-ba a la coral de las naciones hispánicas como miembro de unacomunidad de destino transnacional, obteniendo inmediata-mente una proyección exterior que la identificaba como here-dera de la civilización europea en su lucha contra la barbarie,partícipe de su misión redentora de pueblos salvajes. De estaforma, los letrados regeneradores dejaban de ser los dirigentesde un país salvaje para convertirse en la primera línea de fren-te de esa batalla universal. Al poder incorporar al imaginariocolectivo las lecciones que otorgaba un pasado de glorias com-partidas, encontraron una fuente de legitimación de su podery de adhesión para con el Estado-nación, ya que la identidadnacional se reorientaba de una república aérea a una naciónhistórica, heredera de la tradición cultural de uno de los mayo-res imperios que conoció la humanidad. Esta mirada permitíaa su vez obtener todo un arsenal discursivo para justificar polí-ticas concretas como la plena reintroducción del catolicismoen la vida social colombiana, elemento que consideraban bási-co para la homogeneización y cohesión de la sociedad, parael mantenimiento del orden social. La civilización, la raza, elcatolicismo, la historia y la lengua fueron las representacionesen las cuales residía la esencia de la identidad nacional colom-biana, que se construía y reconstruía en las décadas finales delXIX en busca de una unidad envenenada de diferencias queexcluían y marginaban. Eran las lentes de un discurso con elque los letrados descifraban y dotaban de significado y senti-do la realidad nacional, la misma que desde sus tronos y tri-bunas moldeaban a su imagen, sin que arrojara su semejanza.

2.2. LA CIVILIZACIÓN HISPÁNICA

El concepto de civilización es crucial para entender la men-talidad letrada del siglo XIX. En su nombre se forjaron las cate-

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gorías sociales, culturales, económicas y políticas de la Colom-bia decimonónica. La civilización fue el paradigma del desa-rrollo humano, la escala temporal inquebrantable que arranca-ba al hombre de la barbarie, el núcleo de todo un arsenaldiscursivo que dotaba de sentido las acciones de los indivi-duos y grupos sociales, un conglomerado de abstraccionesideales donde habitaban las máximas aspiraciones de lanación: progreso, desarrollo, orden, seguridad, justicia… Perotambién fue la herramienta de la exclusión, la subordinación yla violencia; en su nombre se combatió al adversario políticoy el país fue sistematizado en razas superiores e inferiores, entierras calientes de barbarie y en centros urbanos fríos de civi-lización. En la configuración discursiva del paradigma civiliza-dor, el hispanoamericanismo aportó las connotaciones deorden moral, religión, historia, raza hispánica y tradición, tanrequeridas por los letrados de la Regeneración, ausentes enotros modelos europeos de referencia como el inglés o el fran-cés. Desde el discurso hispanoamericanista se diseñó una civi-lización que aunaba la defensa del progreso, pero sujeto alorden social que otorgaba la fe católica. La identificación ple-na de las elites letradas regeneradoras con la empresa civiliza-dora hispánica, la reivindicación de su legado y su imagencomo herederos de la misma, los rescataba de la clasificacióngeneral europea que consideraba a la mayor parte de los paí-ses de América, Asia y África, como países bárbaros pobladospor salvajes. Se veían a sí mismos y se legitimaban frente aEuropa, como la avanzada civilizadora en naciones atrasadas,pero en las que desde cuatro siglos atrás se habían plantadolas semillas de la civilización.

La relación con esa escala jerárquica de naciones bárbarasy civilizadas encadenadas a una línea temporal de progresoinalterable provocaba unos problemas difíciles de sobrellevar.Si bien gobernaban sus países legitimando su poder en nom-bre de la civilización, también las potencias imperialistas justi-ficaban su expansión mundial en nombre de la misma, expan-sionismo donde las naciones hispanoamericanas quedabanencuadradas bajo la órbita de las «rescatables» por la mano de

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acero del progreso. «La visión europea amenazaba algo másque su propia imagen, estaba dirigida a cuestionar el derechode las elites a gobernar» como bien precisa Cristina Rojas207.Bajo esta amenaza, que en las décadas finales del siglo y en lafigura de los Estados Unidos jugó un papel crucial en la difu-sión y fortalecimiento del hispanoamericanismo, el retorno alos orígenes y la continuación de la obra civilizadora hispáni-ca permitió a la elite letrada sostenerse dentro del marco de lacivilización europea, pero también alejarse de fórmulas ymodelos que podían favorecer la injerencia de otras potenciasen sus fronteras. Lo hispánico era una variante dentro de lacivilización europea que compartía el fomento del desarrollo yel progreso material, pero adecuado a las especificidades delas costumbres, la historia, la raza y la moral de las nacioneshispánicas. Se protegían así de «excesivos aleccionamientos» depaíses como Francia, Estados Unidos o Inglaterra, a la vez quesolventaban dentro de la misma tradición que ellos encarna-ban los problemas que el desarrollo material había provocadoen esos países en los que se contemplaba con horror la irrup-ción del proletariado en la vida política. Cuatrocientos añosdespués ellos eran los guardianes que custodiaban y fomenta-ban la labor emprendida por sus ancestros.

Aunque el termino civilización tiene su cuna en la antiguaGrecia, el origen de su uso moderno proviene de la obraL’ami des hommes, publicada en 1756 por el Marqués deMirabeau. En ella escribe: «Con razón los Ministros de laReligión tienen el primer rango en una sociedad bien ordena-da. La Religión es, indiscutiblemente, el primer y el más útilfreno de la humanidad; es el primer resorte de la civilisation,nos predica y nos recuerda sin cesar la confraternidad, dulcifi-ca nuestro corazón, etc.»208. Con el tiempo, esta acepción quenace ligada a la religión habría de dar paso a otras connota-

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207 ROJAS, Cristina, op. cit., p. 57.208 MIRABEAU, Victor de Riqueti, «L’ami des hommes», en GOBERNA FAL-

QUE, Juan R., Civilización. Historia de una idea, Santiago de Compostela, Serviciode Publicaciones e Intercambio Científico, 1999, p. 31.

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ciones fundadas en el laicismo y el imperio de la razón. Perosi hemos escogido esta cita del extracto que Goberna Falquereproduce en su texto es porque ilustra el tipo de pensamien-to civilizador que anidaba en la mente de letrados como Caro,Suárez o Carrasquilla. En el uso y manejo del concepto de civi-lización se fusionaban ideas asociadas al progreso científico ymaterial del positivismo comtiano y spenseriano, con los valo-res y la moral cristiana de redención y providencia, siguiendolos postulados de obras como las de Federico Schlegel. En estesentido, los letrados colombianos simplemente se sumaban ala corriente general que asociaba la idea de progreso con la ideacristiana de providencia. Al respecto, Robert Nisbet, en Historiade la Idea de Progreso, ya señala este fenómeno en autores tanseñalados como Herder, Priestley o Hegel, «[…] que tenían feen la posibilidad de demostrar científicamente el progreso sinabandonar por ello la fe en el Dios de los cristianos»209. Es más,lo que nos muestra este autor es que progreso y religión for-maban parte de la misma imagen teleológica210.

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209 NISBET, Robert, Historia de la idea de progreso, Barcelona, EditorialGedisa, 1991, p. 244.

210 «Los griegos, incluso durante su era del racionalismo no abandonaronnunca la fe en sus dioses, como muestran en forma palpable las declaracionessobre el progreso hechas por Hesíodo, Esquilo, Platón, y otros. Lo mismo puededecirse en general de los romanos. Luego, con la aparición del cristianismo, queunió el pensamiento judaico con el griego, la idea de progreso alcanzó la formay el contenido que fueron transmitidos al mundo moderno: la visión del avancenecesario de toda la humanidad en un proceso gradual, por etapas, que arrancóen un remoto pasado primitivo para dirigirse inexorablemente hacia un lejano yglorioso futuro, de acuerdo con el plan inicial trazado por la Providencia. Estavisión culminó, dentro de la época cristiana, en la floración artística y científica delmovimiento puritano del siglo XVII. Incluso durante el Siglo de las Luces, con laexcepción de Condorcet y algunos otros, la idea de progreso siguió estrecha yprofundamente vinculada al cristianismo, como puede comprobarse en la obra deLessing, Kant, Herder, Priestley y otros muchos. Lo mismo ocurre en el siglo XIX.Aunque Marx trabajara desde una perspectiva laica, hubo muchísimos pensadoresque, sin dejar de profetizar el progreso, basaron sus ideas en el cristianismo o enalgún tipo de base religiosa que los sustituía. Los textos de la madurez de Saint-Simon y de Comte, dos autores importantísimos de la historia de la idea de pro-greso, dan testimonio de lo que afirmo. Incluso John Stuart Mill, que aparente-mente fue un ateo casi toda su vida, acabó declarando en sus últimos años que elcristianismo era tan indispensable para el progreso como para el orden social.

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La crítica de muchos autores hacia los letrados regenerado-res tildándolos de antimodernistas y reaccionarios montaraces,que embestían desde su ultracatolicismo contra todo tipo deavance modernizador, no es del todo acertada. Simplementeseguían una de las vías dentro del discurso civilizador queaunaba el progreso teleológico de la humanidad con la reli-gión. Además de esta hibridación entre los designios divinos yel desarrollo inalterable de la humanidad hacia el paraíso de larazón, otros rasgos definitorios que los autores decimonónicosatribuyeron al concepto de civilización fueron su pluridimen-sionalidad, como define Goberna Falque al hecho de la inclu-sión de numerosos elementos políticos, sociales, económicos,antropológicos y culturales como medio de análisis de la evo-lución de las sociedades; y también la idea de civilizacióncomo un movimiento progresivo y lineal:

El carácter lineal de la idea de historia de la civilizaciónestá indisolublemente unido a la idea de subordinación deunas épocas a otras o de unas culturas a otras, puesto que enuna progresión lineal unas culturas y épocas funcionan comoantecedentes y otras como consecuentes, estando curiosa-mente las primeras en cierto modo, subordinadas a las segun-das, en tanto que estas suponen una fase superior de des-arrollo. […] La subordinación y la necesidad históricas poseenun enorme interés porque ambas se encadenan con otrosprincipios de la idea de la historia de la civilización: su carác-ter etnocéntrico y su carácter providencial211.

Precisamente, ese carácter lineal, teleológico, en el queunos estadios de desarrollo antecedían a otros que eran supe-riores por definición, dibujaba un esquema mental cruzadopor códigos de horizontalidad y verticalidad que se daban cita

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Spencer se burlaba del ateísmo y decía que la Primera Causa era de esencia divi-na. Y aunque Marx repudiase de todas las religiones, su Dialéctica tiene un ori-gen que se remonta a San Agustín, y cumple en el sistema marxista un papel fran-camente providencial. En resumen, es evidente que desde Hesíodo hasta Toynbee,Schweitzer y Teilhard de Chardin, siempre ha habido una relación orgánica entrela religión y el concepto de progreso». Ibídem, p. 488.

211 GOBERNA FALQUE, Juan R., op. cit., p. 263.

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para crear una ficción de empresa universal cierta, inalterable,inevitable, que englobaba por igual a toda la humanidad, almismo tiempo que perfilaba una jerarquía de subordinaciónde unos estadios de esa escala sobre otros. En ese cruce decaminos donde se daban cita la unidad y la desigualdad, aque-llos que iban un paso por delante en la línea evolutiva podíanemplear su posición de ventaja y superioridad para guiar yacelerar el paso de los rezagados, es decir, podían emplearesta justificación discursiva como bandera en las guerras por lacolonización y el dominio mundial. Rescatar a la humanidadque habitaba en peldaños inferiores era una misión eminente-mente filantrópica, y a punta de la filantropía que encierran lasbayonetas, se ayudaba a los bárbaros a avanzar, así fuera aculatazos, en su peregrinaje por la evolución del ser humanohacia la perfección, la misma que encarnaban las potenciaseuropeas que se expandían por todo el planeta amparadas porel discurso civilizador:

En la segunda mitad del siglo XVIII, aunque la práctica dela colonización sea vivamente criticada por algunos filósofosfranceses, también es cierto que el tema de la necesaria «civili-sation des sauvages» es desarrollado ampliamente. Esta idea,que refleja el imperialismo de Occidente y, a los ojos de lamayoría de los contemporáneos, lo justifica, permite resolver laaparente contradicción que existe entre una visión de la histo-ria que integra a todos los pueblos en el mismo movimiento de«civilisation» y una visión del mundo que los discrimina en doscategorías, los pueblos salvajes y los pueblos civilizados. Estaoposición entre salvajes y civilizados, que está en la base detodo el pensamiento antropológico del siglo no proviene deuna diferencia de naturaleza, de esencia, sino que está desti-nada a disolverse, y esto precisamente merced a la «civilizaciónde salvajes», por su integración progresiva en el universo de lospueblos civilizados, dicho de otro modo, de Occidente212.

En el viraje del siglo XVIII al XIX, la civilización, el cursotemporal que conducía al perfeccionamiento del hombre y su

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212 Ibídem, p. 45.

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estado ideal, dejó de ser una empresa que cobijaba a toda lahumanidad para hacer referencia al estadio evolutivo de unospueblos sobre otros, de unas razas y unas naciones en refe-rencia a otras. Asociada a esa linealidad ascendente de unosestadios civilizados sobre otros bárbaros, se dio forma a la ideade unas naciones avanzadas e ilustradas y otras salvajes, don-de las primeras tenían la obligación y el deber de tender unpuente de desarrollo entre un estadio y otro. La clave de esepensamiento estaba en una vivencia del tiempo exclusivamen-te lineal, incapaz de reconocer otras formas de temporalidad.Al ubicarse en la realidad como el eslabón de una cadena conun principio y un fin definidos —alfa y omega si se prefiere—e intitularse como el estadio de desarrollo más avanzado enesa única vía por la que había de transitar irremediablementetoda la humanidad, las naciones que ocupaban esa posiciónde avanzada encontraban su razón de ser en el mundo.Detentadoras de un estadio evolutivo superior fijaban una ima-gen satisfactoria de sí mismas que legitimaba su expansiónmás allá de sus fronteras en nombre del bien supremo para lahumanidad. El primer acto de violencia simbólica se ejecutabaen esa representación temporal lineal, unívoca, teleológica,que anulaba sin remisión otras maneras de ser y sentir la tem-poralidad humana.

Esta idea de avance temporal inalterable y de superioridadde unas naciones sobre otras estaba incardinada en el núcleodel paradigma civilizador. Por ejemplo, François Guizot, elautor de Historia de la civilización en Europa, conocido ade-más por ser uno de los primeros historiadores en asociar laidea de civilización con la historia de las naciones europeas,especialmente de Francia, en sus cursos de historia en laSoborna en 1828 y 1829, fundía civilización y progreso a laidea de un pueblo que camina por esa senda ascendente: «Meparece que el primer hecho que está comprendido en la pala-bra civilización es el hecho de progreso, del desarrollo; quesuscita la idea de un pueblo que anda, no para cambiar delugar, sino para cambiar de estado; de un pueblo cuya condi-ción se ensancha y mejora. La idea del progreso, del desarro-

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llo, me parece que es la idea fundamental contenida en lapalabra civilización»213.

Así, la civilización unitaria del XVIII se transformó en lascivilizaciones del XIX, de la humanidad como un todo se mutóa la idea de la evolución de unas naciones sobre otras.Mutaciones discursivas aparte, lo que nunca se puso en dudafue el amplio acuerdo en considerar la civilización como unaempresa de alcance universal, fundamental y radicalmentebeneficiosa para la humanidad. El progreso como tal era larepresentación del bien supremo para los hombres, progresoque no se limitaba a la esfera de los adelantos técnicos y mate-riales, que abarcaba también todos los planos de desarrollo dela sociedad en sus vertientes intelectual, moral y social. En esaidea de progreso como paradigma del pensamiento decimo-nónico, la nación contemporánea aparecía como el estadio dedesarrollo y organización política más avanzado que se habíaconocido dentro de la evolución humana. Hobsbawm se refie-re a este hecho de la siguiente manera: «[…] El desarrollo delas naciones era indiscutiblemente una fase de la evolución oel progreso humano desde el grupo pequeño hacia el grupomayor, de la familia a la tribu y la región, a la nación y, final-mente, al mundo unificado del futuro, en el cual, citando alsuperficial y por ende típico G. Lowes Dickinson, “las barrerasde la nacionalidad que pertenecen a la infancia de la raza sefundirán y disolverán bajo el sol de la ciencia y el arte”»214. Portanto, no sólo es que civilización y nación estuviesen estre-chamente ligadas en el pensamiento político de las elites inte-lectuales y políticas, sino que la nación en sí era la protago-nista, el medio y el fin al que dedicaban todos sus desvelos ensu lucha por la civilización.

El siguiente punto que queremos destacar en nuestra argu-mentación sobre la idea de civilización en el pensamientoletrado, dada la importancia que tuvo en la conformación de

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213 GUIZOT, François, «Historia de la civilización en Europa», en GOBERNAFALQUE, Juan R., op. cit., p. 54.

214 HOBSBAWM, Eric J., Naciones y nacionalismo, op. cit., pp. 42-47.

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la nación colombiana finisecular, es que a las ideas de progre-so y evolución se les unieron durante el XVIII las tesis racia-listas que explicaban las diferencias entre estadios civilizatoriosa partir de las supuestas diferencias raciales. No era precisa-mente una hipótesis innovadora, la catalogación racial era tanantigua como la humanidad. Como escribe Nisbet: «La con-ciencia de raza y la superioridad racial es desde luego un fenó-meno muy antiguo. Es improbable que haya ningún pueblocon una larga historia y altos logros que no haya tenido nun-ca conciencia de este tipo. La encontramos efectivamente entrelos chinos, los judíos, los griegos, los romanos y también enotra serie innumerable de etnias»215. Lo interesante de esteperiodo es que la división racial y la explicación del avancecivilizador como el patrimonio de los caracteres de unas razasu otras, fue el resultado de una reconfiguración del discursocientífico occidental. Análisis, descripción, catalogación, tipo-logía y jerarquización racial construida desde la ciencia, la mis-ma que alimentaba las calderas del motor que movía al pro-greso: «El impacto del descubrimiento europeo de nuevospueblos en otras partes del mundo invitó inevitablemente aestablecer comparaciones entre los pueblos según fueran susrespectivas culturas, pero también en términos de sus diferen-cias de capacidad mental entendidas como consecuencia delas diversas predisposiciones biológicas»216.

Un pionero en este sentido fue George Louis Leclerc, con-de de Buffon, y su monumental Historia Natural, publicada en15 volúmenes entre 1749 y 1767, en la que para explicar laexistencia de las razas, a la par que se mantenía dentro de lospostulados de la Iglesia que sostenían la unidad de la especiehumana, recurrió al concepto de «degeneración»: «[…] según elcual del estado de perfección encarnado por la raza europeablanca se había degenerado hacia formas inferiores como la dela raza negra, por influencia del clima»217. En este esquema los

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215 NISBET, Robert, op. cit., p. 397.216 Ibídem, p. 398.217 MÚNERA, Alfonso, op. cit., p. 27.

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habitantes de América fueron considerados como seres infe-riores. De ahí a catalogar la supremacía mundial europeacomo resultado obvio de su supremacía racial, había sólo unpaso. Una de las figuras responsables del afianzamiento y difu-sión de esta teoría fue Joseph Arthur de Gobineau y su Ensayosobre la desigualdad de las razas humanas de 1853-55, dondese marcó a fuego la idea de que el progreso material occiden-tal se debía a su superioridad racial, y por lo tanto, la fuerzaque movía los engranajes de la civilización era el tipo racial.Este planteamiento era compartido por otros autores comoLord Kames, Houston Steward Chamberlain, G. Vacher deLapouge, Francis Galton o el mismísimo Charles Darwin, quiensegún Nisbet, tuvo un papel destacado en la catalogación delos europeos como pueblos superiores, imagen sostenida co-mo consecuencia de la obra de la selección natural en la espe-cie humana218. La consecuencia de estas teorías racialistas fuela racialización de los esquemas de desciframiento y atribuciónde sentido de la realidad. Esta categoría de significación iba aser una de las lentes prioritarias en la construcción de lasnaciones a lo largo del XIX. Quien mejor explica tanto el con-cepto de racialismo como su instrumentalización en la cons-trucción de la identidad nacional colombiana es Julio AriasVanegas:

Desde finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX,el pensamiento racialista fundamentó el orden jerárquico de ladiferencia poblacional en el orden global. Esto permitió, par-ticularmente, naturalizar y fijar la «índole» y el «genio» variadode la población según las diferencias raciales. En general, lasvariadas relaciones entre distintos pueblos y territorios estu-vieron, entonces, mediadas por una constante marcación delas diferencias, pensadas desde valores raciales; raciales por-que habían sido fijadas en «la naturaleza» de los grupos huma-nos, tanto porque las esencializaba en algo intrínseco, propioe invariable, como porque las fijaba en los cuerpos y en la cor-poralidad de los hombres y mujeres. El punto central del racia-

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218 NISBET, Robert, op. cit., p. 407.

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lismo es particularmente retórico, porque desde su lógicacientificista pasa en su argumentación de lo físico-natural a lomoral-social (Todorov 1989). Esta racialización de las diferen-cias fue un ejercicio político de carácter mundial, puesto quesustentaba las relaciones de poder y dominación. A este ejer-cicio se refiere Quijano (2000) cuando utiliza el término «colo-nialidad del poder». En esta colonialidad surgieron categoríasraciales que se constituían en unidades poblacionales fijas yvistas como evidentes. En América las más corrientes fueronblancos-europeos, indios-americanos y negros-africanos,según la fisonomía-origen. A cada una de ellas fueron adjudi-cados valores morales, comportamientos, actitudes, costum-bres, grados de civilización y hasta grados de racionalidad ohumanidad-animalidad219.

Esta cita ilustra una de las tesis principales del magnífico tra-bajo de Arias Vanegas: el discurso civilizador que la elite letra-da implementó en la construcción de la nación colombianaestaba dirigido tanto a crear la unidad, como a signar las dife-rencias de la población, diseñando un orden valorativo en elque la elite detentaba la cúspide. La racialización poblacional yespacial fue la herramienta que emplearon los letrados paramantener y legitimar su poder. Fisonomías, costumbres, actitu-des, expresiones, potencialidades, desarrollo histórico, moral,inteligencia, etcétera… fueron ancladas a la raza, explicadaspor ella, fueron racializadas. La definición racial se convirtió enuna herramienta de conocimiento y por lo tanto de poder.Fundido a ese racialismo, aparecía el racismo como un meca-nismo de subordinación y dominio, el propio autor precisa quela diferencia entre racialismo y racismo es la misma que existeentre la teoría y la práctica. Tanto en ese orden jerárquicoracial, como en el imaginario compartido por todo el cuerponacional, la elite se reservó las más excelsas categorías racialescomo un medio de sustentar su jefatura y privilegio social:

Uno de los propósitos centrales de las elites estatales neo-granadinas fue construir la unidad nacional desde estrategias

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219 ARIAS VANEGAS, Julio, op. cit., p. 70

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y dispositivos especialmente escriturarios. Pero no una uni-dad, en el sentido al que remite la categoría culturalista decomunidad, sino una en la que se procuró enmarcar a unapoblación bajo una misma visión u horizonte, donde se com-partan los mismos términos y criterios para delimitar lo nacio-nal y para definir el quién y el qué es, lo que en últimas per-mite establecer una hegemonía de lo nacional. Por ello,dispositivos y estrategias, como la instrucción pública —enparticular la enseñanza de geografía e historia patria—, losmanuales de urbanidad, las gramáticas, los catecismos o lasconstituciones (Castro-Gómez 2000a), más que civilizar homo-géneamente o estandarizar cultural y socialmente a una pobla-ción, difundiendo los valores de una «clase alta», pretendieronunificar, instituir y fijar lo normal-nacional, como una lineali-dad vertical generadora de clasificaciones jerárquicas internas,la cual, aunque se basaba en construir y modelar un supues-to pueblo, único y particular, se inscribía en proyectos civili-zadores que desbordaban los límites nacionales220.

Como Arias Vanegas expone, la identificación con el pasa-do, el linaje y la tradición hispánica fue para los letrados laestrategia prioritaria en la construcción de la diferencia social.En este sentido, la identificación con la historia del imperiohispánico, con el descubrimiento, la conquista y la colonia,pero también con el linaje racial legado por los españoles ytodos sus atributos morales y culturales, eran indispensablesen la conformación de su imagen como elite. Al respecto elautor es categórico: «Era la mitología de la élite, de los des-cendientes de los primeros españoles; a fin de cuentas, losletrados no se podían presentar a sí mismos como hijos y here-deros de los pueblos indígenas»221. Y no podían hacerlo porqueera algo inaceptable para su mentalidad, o mejor dicho, abe-rrante, ya que suponía una degradación de su estatus racialcivilizado, el mismo que justificaba su jefatura social y loscohesionaba como grupo. De ahí el énfasis en la herencia his-pánica como un constitutivo básico de la biografía nacional:

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220 Ibídem, p. 4.221 Ibídem, p. 8.

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En general, la elite nacional se identificó, durante la segun-da mitad del siglo XIX, más como hispanoamericana quecomo americana. Esto se debía a que Estados Unidos yacomenzaba a apropiarse del rótulo de lo americano y, preci-samente, la elite hispanoamericana se reconocía como unacomunidad de origen compartido claramente diferenciado dela tradición anglosajona (Torres 1865, Samper 1861). Por estomismo, el uso reiterativo de lo hispanoamericano evidenciabala incapacidad de la elite nacional de pensarse como grupodominante por fuera de la descendencia española tan latentetodavía y tan efectiva como marcador de distinción social. Así,lo hispanoamericano podía funcionar paralelamente comouna vía de ser en el mundo civilizado, al ser parte de una tra-dición europea, una forma de unificar a la población nacionalen torno a lo hispánico, y una estrategia de diferenciacióninterna por medio del mantenimiento de una comunidadtransnacional con sus «hermanos [los españoles] por la raza, lastradiciones y otros poderosos vínculos» (Samper 1861:12)222.

Todas estas funciones que Arias Vanegas atribuye al usoideológico de lo hispanoamericano, son visibles en las fuentesque hemos analizado y por tanto compartimos plenamenteestas afirmaciones223. A la hora de hablar de la civilización

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222 Ibídem, p. 24.223 De todas las referencias bibliográficas empleadas en este trabajo, quien

mejor muestra la importancia de lo hispánico en la conformación de la nacióncolombiana es sin duda Julio Arias Vanegas. Si no hemos incluido su texto en elcapítulo dedicado al análisis de los autores que han estudiado la influencia del his-panoamericanismo en la Colombia decimonónica, es porque los intereses investi-gativos del propio autor se dirigen en otro sentido. En primer lugar, no llega aemplear el concepto de hispanoamericanismo como herramienta de comprensiónhistórica, y en segundo, su objetivo es el análisis de cómo los letrados diseñaronla estrategia de diferenciación socio-racial y regional sobre la cual se levantó lanación colombiana, estrategia en la que lo hispánico era un componente más. Sinembargo, a pesar de que sus prioridades investigativas difieren de las nuestras, lospuntos de encuentro con las tesis de este autor son múltiples. Especialmente encuanto se refiere al rango de fuentes empleadas para la elaboración de su obra:los textos de los letrados de 1850 a 1886. Al compartir el interés por el mismo suje-to histórico y la preocupación por la misma problemática general, la construcciónde la nación colombiana, coincido con él en buena parte de sus afirmaciones. Ensu obra, especialmente en el primer capítulo, reside el mejor análisis para com-prender la funcionalidad de la raíz hispánica que habitaba en el pensamiento letra-

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como el discurso de base en el pensamiento letrado, es nece-sario tener en cuenta además de este trabajo, el de CristinaRojas, Civilización y violencia. El modelo de explicación his-tórica que la autora emplea para descifrar la construcción delas identidades es el antagonismo inherente al régimen derepresentaciones asociadas al proceso de civilización que divi-día tajantemente la realidad social entre civilizados y bárbaros,desde el cual se construyeron y definieron las identidadessociales. Es en las representaciones excluyentes que se cons-truyen desde el discurso civilizador donde la autora encuentrael germen primigenio de la violencia, en el régimen de repre-sentación basado en el deseo civilizador, adoptado, reproduci-do y reelaborado por la elite criolla, dentro del cual se consti-tuían las identidades raciales, de clase, de género que llevabanen su seno la violencia de la exclusión: «Las representacionesque definen jerarquías, ejercen autoridad y definen la legitimi-dad, aquellas que apoyan la dominación y silencian a losdominados, son inherentes a la producción y reproducción dela violencia»224. Y también añade:

El deseo civilizador como lugar de encuentro entre el pasa-do colonial y el futuro imaginado, como paso entre barbarie ycivilización, fue violento. La violencia de la representaciónestaba asentada en actos de supresión de la historia: las histo-rias nativas, locales y femeninas no tuvieron lugar en el pro-ceso civilizador. La violencia también estaba asentada en elestablecimiento de jerarquías diferenciadoras y en estrategiasde civilización impresas en los cuerpos de los criollos, losmulatos, los zambos, los negros y los indios, fueran estoshombres o mujeres225..

En la base de ese deseo civilizador estaba «el deseo mimé-tico de ser europeos», deseo que se convirtió en el eje rector

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do. En nuestra opinión, Nación y diferenciación en el siglo XIX colombiano, es unlibro indispensable para todo aquel que se embarque en el estudio de la nacióncolombiana decimonónica.

224 ROJAS, Cristina, Civilización y violencia, op. cit., p. 18.225 Ibídem, p. 72.

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de toda la organización de la república: «los criollos no cues-tionaron el deseo civilizador sino que asumieron la tarea decompletar el proyecto europeo. Anhelaban la civilización por-que querían el reconocimiento de los europeos». Pero esereconocimiento entrañaba los peligros de quedar atrapados enla reconfiguración del discurso civilizador que había mutadode la imagen global de la humanidad a la de razas civilizadasy bárbaras, en la que los letrados colombianos y la nación querepresentaban, quedaban encadenados a la barbarie. Es lo queRojas llama, parafraseando a Bolívar, el «dilema vergonzoso»que «no se solucionaba rechazando de plano la visión euro-pea, sino con la creación de un sentimiento igualitario y dis-tanciador de los europeos, que se reflejaba en la doble misiónde «contrarrestar el espíritu salvaje» y, a la vez, luchar contra «elimperialismo occidental»226. Desde la civilización, la construc-ción nacional quedó lastrada al no poder incluir en la repre-sentación colectiva a la gran masa de los habitantes del país:zambos, mulatos, indígenas y mestizos, para los que no habíaningún tipo de representación digna dentro de lo colectivo. Larepresentación nacional se hizo a la medida de los que gober-naban, no de los gobernados. Para las razas catalogadas comoinferiores el único futuro que les deparaba el deseo civilizadorque alentaban los letrados desde el poder era el mestizajecomo blanqueamiento, del que Pedro Fermín de Vargas fueuno de los máximos exponentes. Sobre este personaje escribeJorge Orlando Melo:

Vargas afirma que: «sería necesario españolizar nuestrosindios. La indolencia general de ellos, su estupidez y la insen-sibilidad… hace pensar que vienen de una raza degenerada…Sabemos por experiencias repetidas que entre los animales,las razas se mejoran cruzándolas, y aun podemos decir queesta observación se ha hecho igualmente entre las gentes deque hablamos, pues las castas medias que salen de indios yblancos son pasaderas. En consecuencia… sería muy de de-sear que se extinguiesen los indios, confundiéndoles con los

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226 Ibídem, p. 60.

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blancos, declarándolos libres del tributo y dándoles tierras enpropiedad»227.

Frente a este tipo de sentencias no es de extrañar la con-clusión a la que llega Rojas y que nosotros compartimos. Laconstitución del Estado-nación colombiano decimonónico, alestar indisociablemente unida a la definición de unas identi-dades civilizadas y otras bárbaras, fue incapaz de construir unmito colectivo fructífero y duradero, que permitiese la plenaidentificación de todos los habitantes del país con un imagi-nario colectivo nacional compartido en pie de igualdad: «Eldeseo civilizador como régimen de representación impidió laformación de una identidad común y, por ende, la formaciónde una nación. El mestizaje como proceso de blanqueamientosuprimió las identidades de los indios, de los negros y de lasmujeres, al ubicarlas en el lado no civilizado de la dicotomíacivilizado-bárbaro»228.

Otro autor que pone de relieve la importancia de los textosletrados y del paradigma civilizador desde el que estos soñaronla nación colombiana es Alfonso Múnera en FronterasImaginadas. Para este autor, la nación fue un ejercicio narrati-vo que se implementó desde la región andina por las elitesbogotanas hasta llegar a ser compartida por el resto de las eli-tes regionales del país229. Fundamentalmente, porque como

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227 MELO, Jorge Orlando, Etnia, región y nación: el fluctuante discurso de laidentidad, op. cit., p. 31.

228 ROJAS, Cristina, op. cit., p. 287. El trabajo de Cristina Rojas se inserta enuna fecunda línea de investigación que atendiendo especialmente a los términosde región, raza e identidad hace énfasis en la construcción de tipologías diferen-ciadoras y jerarquizantes dentro de los proyectos nacionales. Autores como Wade,Appelbaum, Mary Roldán, Claudia Stenier, Múnera o Arias Vanegas pueden encua-drarse en esta línea de análisis que reacciona contra aquellos que enfatizan losdiseños nacionales exclusivamente como un imaginario compartido y homogéneo.Deudores de la teoría poscolonial y autores como Chaterjee o Bhabha muestrancómo los análisis del nacionalismo desde la óptica de la estandarización cultural,tales como los de Gellner o Anderson, se ven limitados por visiones totalizantes yeuropeizantes, ajenas a las relaciones coloniales imperantes en los procesos deconstrucción nacional en los países periféricos.

229 MÚNERA, Alfonso, op. cit., p. 22.

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señala el autor, compartían el sentimiento de superioridad racialimpreso en esos textos fundacionales de la nación colombiana.Superioridad racial legada por la pertenencia al linaje hispánicocomo señala Arias Vanegas. En esa nación narrada, los estudiosque construyeron una geografía racializada al calor científico ycivilizador «de las luces de finales del siglo XVIII europeo», fue-ron los cimientos de la construcción discursiva de la nación. Ladiferencia en la corriente general que establece Múnera es quefija el inicio de esa labor escrituraria que define regiones y tipossociales en base a una perspectiva climista y racial, en los añosfinales de la colonia en la Nueva Granada, de la mano de auto-res como Caldas y Pombo. Su labor científica encontraría eco ycontinuación en la de autores como Juan García del Río, JoséMaría Samper, Manuel Ancínar, Francisco Vergara y Velasco, yCamacho Roldán. El autor sintetiza las consecuencias de imagi-nar la nación en esta manera:

La imposibilidad de resolver estas tensiones, con las herra-mientas de una ideología profundamente señorial, heredada dela Colonia, y fortalecida por los discursos eurocéntricos y racis-tas que llegaban de Europa, dominantes no sólo en Colombia,sino en toda la Latinoamérica del siglo XIX, llevó a las clasesaltas criollas a la construcción de un modelo de nación exclu-yente, que dejaba por fuera a la inmensa mayoría de sus habi-tantes, que les negaba por tanto a estos el ejercicio de los máselementales derechos de la ciudadanía y que imaginaba sugeografía como constituida por fragmentos, gobernados poruna jerarquía que asignaba lugares de predominio de unosterritorios sobre otros y que, más grave aún, convertía esas trescuartas partes de su extensión total en espacios marginales yno aptos para la construcción de la nación, y no sólo por lascaracterísticas del suelo y de su clima, sino también por lasupuesta pésima calidad de sus habitantes. La nación del sigloXIX estaba, por eso, condenada a una profunda e insoluble cri-sis política y cultural, y la separación definitiva de Panamá enlos albores del siglo XX, iniciada y propiciada por los mismospanameños, sería uno de sus símbolos230.

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230 Ibídem, p. 103.

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¿Qué aporta esta corriente de estudio sobre la conforma-ción de la nación colombiana para nuestro trabajo? Por unlado, deja claro que la civilización como paradigma de deseonacional y el discurso científico europeo sobre el que descan-saba la idea del progreso, estaban en los cimientos de la cons-trucción del discurso nacional. El reclamo de pertenencia y larestauración del prestigio de la civilización hispánica persegui-da por el hispanoamericanismo se insertarían en ese deseocivilizador como paradigma del pensamiento letrado. Desde eldiscurso civilizador se racializaron las imágenes de la pobla-ción colombiana y sus regiones, diferenciando entre espaciosy razas salvajes y civilizadas. Así se fabricó un eje referencialde lo nacional que sustentaba un orden social jerárquico, en elque los letrados, los encargados de imaginar la nación, searrogaron el derecho a gobernar basándose en su saber civili-zado, en su pertenencia por linaje al escalafón máximo deaspiración nacional: la civilización europea, blanca, el estadiode desarrollo más avanzado conocido en el curso de la civili-zación. ¿Qué papel jugó lo hispánico en esta forma de pensarla nación? El legado hispánico fue el referente identitario de laelite letrada, su marcador de diferenciación sociorracial, elmedio de apropiarse de los parámetros civilizadores europeossin verse expuestos a sus intempestivas catalogaciones y tam-bién la forma de rehabilitar y relanzar el progreso en las tie-rras colombianas. Si el progreso era patrimonio de unas razas,la clave para sumarse a él estaba en el mestizaje como unmedio de mejoramiento de la raza nacional, en ese mestizaje,desde los planteamientos de Vargas a Samper, debía primar elelemento hispánico. Gracias a las teorías lamarckianas y susideas evolucionistas: «el ser humano evolucionaba de las for-mas inferiores a las superiores, y no por la simple lucha y vic-toria de los más fuertes sobre los más débiles, sino por laadaptación al medio ambiente y la transmisión de hábitosadquiridos a través de la herencia. Así, aplicadas sus conclu-siones al ser humano, derivadas de sus investigaciones sobrela evolución de las plantas y los animales, las razas inferioresaparecían como estadios de la evolución hacia las formas

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superiores, encarnadas por la raza blanca europea»231. Era unmestizaje entendido como el blanqueamiento pero no sóloracial, sino también moral y cultural que se perseguía median-te la inmigración, la «generación de nuevas poblaciones en tor-no a los valores racializados como blancos y encarnados porlos letrados: la laboriosidad, la ilustración, la civilización, elvigor y la moralidad»232. En este punto cabría recordar los pla-nes para atraer inmigración española que intentaron llevar acabo los ejecutivos regeneradores sin mucho éxito. A pesar deque algunos letrados consideraban que tampoco la raza his-pánica era la más óptima para adaptarse al progreso, frente aindios y negros, eran los valores, caracteres y rasgos hispáni-cos los que debían primar. Eran los únicos que permitían laperfectibilidad de las razas inferiores que poblaban el país,dando lugar a tipos raciales rescatables para la obra de la civi-lización como el mulato que describía José María Samper:

El mulato hispano-colombiano, que no objeto de desdén odesprecio como el de Suramérica, gracias al carácter españoly a nuestras instituciones fraternales, es un compuesto de lasmás bellas cualidades del español y el negro, y sus defectosson los de toda casta mestiza en su principio, y los inherentesa una situación transitoria. Nuestros mulatos tienen del negrola resistencia física, la fidelidad, el tierno amor a la familia y laaptitud para los trabajos fuertes; del español, el sentimientoheroico, el espíritu de galantería, el instinto altamente poético,el orgullo caballeresco que no tolera ningún ataque contra ladignidad y el honor, el genio impresionable, bavard o picote-ro, fanfarrón y expansivo; y del colombiano, el amor instinti-vo a la libertad y las tendencias poco sedentarias233.

La raza hispánica servía para el mejoramiento de las razasque habitaban Colombia, pero además era el medio de reu-nión con el resto de las naciones definidas como hispánicas.Era el mecanismo homogeneizador e inclusivo, junto a otros

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231 Ibídem, p. 28.232 ARIAS VANEGAS, Julio, op. cit., p. 47.233 SAMPER, José María, Ensayo sobre las revoluciones políticas, op. cit., p. 90.

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como la lengua, la historia o la religión, por el cual los paíseshispanoamericanos se afirmaban como una comunidad dedestino en lo universal. Si recordamos, dentro del curso civili-zador la nación era un estadio más hacia la unidad total de lahumanidad, el siguiente paso en esa escala era la unión de lospueblos provenientes del mismo tronco cultural, de la mismafamilia. Ahí es donde el discurso hispanoamericanista se des-plegaba con toda su potencia. En su misión principal, en laafirmación de una identidad transnacional hispánica, la razafue uno de los vectores principales de reconocimiento y unión.Al respecto Caicedo Rojas escribía:

Mientras exista el vínculo general y solidario de la lenguaentre la madre y las hijas, y mientras este vínculo de unidadque las allega y entrelaza se mantenga intacto y puro, ellas noformarán sino un solo todo indivisible y homogéneo. En vanosería pretender hablar de literatura americana como cosa dis-tinta e independiente de la literatura española, […] así comosería en vano hacer diferencia entre la raza blanca que se con-serva en los países hispanoamericanos, y la raza ibérica, dedonde aquella desciende, aunque accidentes de poco momen-to, provenientes del clima, alimentos &ª [sic] puedan hacerlasparecer diversas234.

La raza, pues, no sólo era una herramienta de diferencia-ción social al interior de la nación colombiana, era tambiénuna forma de inclusión a un estadio transnacional en el quelos países hispanoamericanos encontraban su lugar en la obrauniversal. Pero no solamente la raza era uno de los elementosque se reconfiguraban como civilizados desde el hispanoame-ricanismo. La clave para ese pensamiento letrado fincado en lacivilización como máxima aspiración de deseo es que el dis-curso hispanoamericanista proveía de todas las representacio-nes identitarias civilizadas requeridas en la construcción nacio-nal: lengua, religión, historia y raza eran engranajes de la

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234 CAICEDO ROJAS, José, Escritos escogidos, Bogotá, Imprenta de Vapor deZalamea Hermanos, 1883, p. 363. El texto fue redactado en 1874, para este traba-jo contamos con la edición publicada en 1883.

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civilización hispánica a la que pertenecían. La historia princi-piaba con la colonización española; bajo el manto de la madrepatria habían nacido las naciones americanas. A España ledebían su ser civilizado: «Deudores somos de nuestra civiliza-ción a la madre España. Ya pasaron aquellos días en que lashijas hacían cargo a su madre de todos sus infortunios, y enque la madre apellidaba a las hijas emancipadas, ingratas yrebeldes. […] Las hijas se inclinan ante la grandeza secular dela madre, y ella se yergue orgullosa, con el pensamiento dehaber dado al ser treinta naciones independientes y libres»235.La identificación con la civilización legada por la conquista yla colonización españolas empapaba todos los ámbitos repre-sentativos de lo colombiano. Así, la defensa de la unidad delespañol en sus formas más castizas y castellanas, frente a otrospensadores latinoamericanos como Juan María Gutiérrez oSarmiento, que habían propuesto americanizar el idioma, erauna de las batallas por la civilización. La divergencia idiomáti-ca para Caro, podía conducir a la barbarie, asociada con losdialectos, por eso propender desde instituciones como laAcademia de la Lengua, al mantenimiento del castellano puroy castizo, en su estadio evolutivo máximo como había sidoconfigurado por la literatura del Siglo de Oro, era tambiénfomentar la civilización en América:

La libertad en la unidad, el progreso en el orden, es rum-bo lógico de una sociedad que aspira a alcanzar alto grado decivilización. La unidad de la lengua no es el vínculo quemenos afianza la fraternidad de Repúblicas que, si sólo a inte-reses políticos atendiesen, no siempre tendrían motivo plausi-ble de apellidarse hermanas. Multitud de tribus, discordantesen las ideas y en el habla, órgano de las ideas, poblaban nues-tra América. La conquista estableció la unidad de culto y de lalengua. La emancipación acarreó un nuevo elemento de gran-deza, la libertad. Combinados estos elementos serán factoresde civilización progresiva. Sin libertad, el progreso se estanca

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235 CARRASQUILLA, Rafael María, «La santa fe católica de España, nombre deBogotá», en RESTREPO CANAL, Carlos, España en los clásicos colombianos, op.cit., p. 179.

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por falta de motor. Pero sin unidad, las fuerzas se fraccionany descarrían, y el progreso social no sólo se entorpece, sinoque se hace imposible, hasta que esfuerzos nuevos se conju-ran a restablecer la perdida unidad. La corrupción creciente deuna lengua arguye desorganización social; y entregarse conindolencia o con placer a esa corriente, es seguir sin miedo oadoptar con respeto al que sacando a los pueblos del estadosalvaje los encamina a sus gloriosos destinos236.

En su lucha por la civilización, los letrados regeneradoresse valieron del hispanoamericanismo y sus representacionesfundacionales —lengua, historia, raza...— como un medio paraforjar el nacionalismo al interior del país, cuya meta era la his-panización de la realidad nacional. Hispanizar América fue unobjetivo prioritario desde los primeros compases de la con-quista. Muchas de las nuevas tierras incorporadas a la Coronarecibieron su nombre como resultado, de una pretendidasemejanza con tierras españolas. De ahí las cientos de Trujillo,Medellín, Córdoba, Barcelona, Valencia, Málaga y demás deno-minaciones que remiten hoy día a ciudades tanto peninsularescomo latinoamericanas. Pero no se trataba solamente de darnombre al territorio. El primer paso para hacer frente a lo des-conocido era nominarlo, así se ejercía la apropiación de unmedio extraño, una dominación que expandía y reproducía lastierras y ciudades peninsulares más allá de sus fronteras. Uncaso paradigmático fue Santafé, que según los cronistas reci-bió su nombre del parecido que con los parajes próximos aGranada encontró Gonzalo Jiménez de Quesada al contemplarla Sabana de Bogotá. Esta hispanización comenzada cuatrosiglos atrás era sostenida y potenciada por los letrados quedefinían desde sus escritos la identidad colombiana. El primerpaso para tal fin era el reconocimiento y la asunción de la obrade los conquistadores, sobre todo en el aspecto referido a laduplicación de los nombres peninsulares para los territorios yciudades americanas. Ese hecho no era considerado como la

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236 CARO, Miguel Antonio, «Americanismo en el Lenguaje», en El RepertorioColombiano, 1878, n.º 1, p. 13.

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negación y exclusión del pasado de las culturas indígenas, sinocomo el principio de la construcción de un espacio civilizado.Los letrados regeneradores contemplaban la españolización delos nombres de lugares y poblaciones desde la empatía emo-cional con los conquistadores, a fin de cuentas este era elhecho que daba inicio a la Historia civilizada en el continente.Por ejemplo, monseñor Rafael María Carrasquilla escribía en eldiscurso de su posesión como miembro de la Academia de laLengua en 1890:

Al pasar los peninsulares a tierra americana trajeron, juntocon los defectos, las egregias dotes de su raza, y pudieron cul-tivarlas, templando mejor las voluntades con los azares ypenalidades de la conquista, heroicamente sobrellevados, sinperder ni las creencias, ni el amor a la tierra natal, que, encen-dido por la ausencia, les hacía bautizar con nombres españo-les las regiones descubiertas y las ciudades que iban fundan-do, y crear un Nuevo Reino de Granada, y echar las bases denueva Santafé, cuya situación, al pie de los Andes y a raíz denuestra hermosa sabana, les recordaba la Sierra Elvira y las lla-nuras regadas por el Genil237.

La racialización del territorio no se llevaba a cabo sólo des-de los textos naturalistas. En la recreación histórica, en la ima-gen que se elaboraba sobre la historia de la nación colombia-na, anidaba la primera semilla de la racialización geográfica:los nombres dados a los espacios americanos por su semejan-za con tierras peninsulares eran una prueba de civilización. Ensu bautismo como nuevas granadas y santafés, adquirían losvalores morales y culturales de terrenos propicios para la civi-lización. El miedo a lo desconocido y la imaginación preñadade nostalgia y desarraigo con la que Quesada había reconfi-gurado el espacio americano y nominado el nuevo territoriosometido, eran asumidos, revividos y restaurados por los letra-dos. Se recordaba y compartía con orgullo la ficción oníricaque establecía paisajes paralelos entre la Sierra Elvira y la

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237 CARRASQUILLA, Rafael María, «Pureza de la fe española», en RESTREPOCANAL, Carlos, España en los clásicos colombianos, op. cit., p. 174.

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Sabana. La necesidad de dar por cierta esa homologaciónespacial estribaba en que así se sellaba a fuego la relaciónentre conquista y civilización. La secuencia lógica era muy sim-ple: si los fundadores encontraron equivalencias espacialesentre los paisajes peninsulares y los americanos, ese hecho eraprueba de aptitud territorial para la civilización. Los civilizadosse asentaron en zonas óptimas para la civilización, a las queotorgaron nombres semejantes, cuando no idénticos, a suslugares de procedencia. Esa nominación era una demostraciónpalpable de que las tierras incorporadas a la Corona españolahabían sido desde el comienzo un espacio propicio para lacivilización. La providencia reservaba al pueblo español, forja-do en la Reconquista de siete siglos contra el infiel, la tarea depoblar y civilizar el nuevo mundo. El pueblo elegido era laraza idónea para acometer la empresa evangelizadora y civili-zadora, tanto por virtudes raciales y culturales, como por losespacios geográficos en los que había nacido e iba a encontraren el continente: frente a las selvas por domeñar, un Valle delos Alcázares en el que sentirse como en casa. El siguientepaso casi podría considerarse como obvio: lugares semejantesgeneraban hombres semejantes, tal como dictaba el determi-nismo geográfico imperante durante el XIX. Así Carrasquillaañadía: «No es raro que en estas comarcas la raza españolaofreciera muestras de su ingenio muy semejantes a las quedaba en la Península, y que podamos ufanarnos de una escri-tora mística seguidora de las huellas de Santa Teresa»238. Esascomarcas eran la copia fiel de España en el Nuevo Mundo paraque los conquistadores y misioneros, para que los civilizado-res, pudieran desarrollar su misión providencial. Un hogardonde la península se reproducía y duplicaba, desde el que lasgeneraciones venideras continuarían el destino civilizador pro-pio de la raza hispánica. La futura cuna de los hijos de lamadre patria.

Por todo esto queremos enfatizar que el hispanoamerica-nismo era por encima de todo un discurso civilizador, y que

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238 Ibídem, p. 175.

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así lo entendían sus pensadores más destacados. Por ejemplo,Rafael Altamira, quien relacionaba el hispanoamericanismocon el conocimiento de la esencia de lo humano que se mani-festaba en las relaciones entre los pueblos, lo que él definíacomo la «modalidad hispana». El objetivo era perfeccionar losrasgos civilizatorios particulares de cada grupo cultural: «Así escomo positivamente llegaremos a incorporarnos, cada vez másíntima y eficazmente, al movimiento universal por el que, encada nación, una minoría selecta y animosa se esfuerza porhacer de día en día más fácil, más fraternal, más perfecta yhumana la ascensión dolorosa con que la humanidad varemontando el áspero camino que conduce, desde la antiguabarbarie, al ideal de perfección en que todos soñamos algunavez y que nos alienta en los momentos difíciles de nuestravida. He aquí, señores, cómo entiendo yo la finalidad de nues-tro hispanoamericanismo»239.

En la defensa de esa modalidad hispana contra los ataquesde aquellos que desprestigiaban los logros de la civilizaciónhispánica, Altamira enumeraba los aportes españoles a la cul-tura europea. Desde el arte pictórico prehistórico, pasando porla escultura ibérica cuya mejor presentación era la Dama deElche, hasta la obra filosófica de Séneca, el autor hacía unrepaso por los grandes hitos que España había dado al pro-greso universal. De más está nombrar el primordialismo laten-te en la mirada nacionalista del autor, quien no tenía empachoen catalogar a íberos y visigodos como plenos españoles.Simplemente seguía los parámetros nacionalistas comunes a sutiempo por los que las naciones eran consideradas entesintemporales cuyo ser se extendía desde el albor de los tiem-pos hasta el presente. En la representación temporal lineal yteleológica adscrita al pensamiento civilizador, el historiadorespañol se limitaba a remontar la secuencia temporal de esta-dios que habían desembocado lógica e inalterablemente en lamodalidad hispana que podía observarse en el presente.

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239 ALTAMIRA, Rafael, Últimos escritos americanistas, Madrid, Compañía IberoAmericana de Publicaciones, S. A., 1929, p. 32.

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Además de los acontecimientos ya referidos, Altamira destaca-ba como hecho crucial para la civilización que los estados cris-tianos españoles hubieran sido capaces de detener el avance dela invasión musulmana, guerreando en una cruzada sostenidadurante ocho siglos tanto por la Reconquista del solar patrio,como para salvar a la civilización europea. La cantidad de avan-ces científicos, expresiones artísticas y literarias, adelantos téc-nicos, mejoras en los sistemas políticos y jurídicos que enume-ra el autor en defensa de la obra civilizadora española esapabullante. Sin embargo, un suceso destaca por encima detodos, el descubrimiento, conquista y colonización de América,este era el supremo aporte a la obra universal y la gesta dondela civilización hispánica había alcanzado la madurez240.

Si desde España, Altamira se esforzaba por delimitar los ras-gos de la modalidad hispana y reivindicar la importancia de losaportes de la civilización hispánica para el progreso general dela humanidad, en Colombia pensadores como Ospina, Suárezy Arboleda centraban su interés en definir los pilares que cons-tituían el curso de la civilización y demostrar que los mismoshabían llegado a América de la mano de la conquista y la colo-nización española. El texto de Suárez241, El progreso, es un buenejemplo de cómo el pensamiento letrado colombiano diseña-ba las reglas y principios que constituían la civilización. Elministro regenerador y futuro presidente de la república, defi-

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240 ALTAMIRA, Rafael, Escritos Patrióticos, op. cit., p. 99.241 Marco Fidel Suárez era el hijo de una humilde lavandera de Hatoviejo,

Antioquia. Gracias al párroco de su pueblo logró cursar estudios en el seminariodiocesano de Antioquia, donde en vez de ordenarse prefirió dedicarse a la docen-cia. En 1880 llegó a Bogotá, donde ganó un concurso literario con su obra, Ensayosobre la gramática castellana de don Andrés Bello, que lo catapultó a las altas esfe-ras de la política. Precisamente, fue tal la resonancia de ese triunfo literario queno sólo Caro lo adoptó como su pupilo, sino que su pueblo natal cambió de nom-bre para dejar de ser Hatoviejo y convertirse en Bello. Este podría ser un buenejemplo de la trascendencia, el poder y el prestigio social que tenían los estudiosgramáticos en la Colombia finisecular: los pueblos cambiaban de nombre y abríanlas puertas del ascenso social. Más tarde Suárez, una vez asentado entre la eliteletrada, ocupó la cartera del Ministerio de Relaciones Exteriores y de InstrucciónPública durante el ejecutivo de Caro, como ya referimos, hasta que en el ejerciciode la política llegó a ocupar el sillón presidencial entre 1918 y 1921.

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nía el progreso de la humanidad como: «Razón, libertad y sen-timiento, he aquí las facultades cuyo desarrollo debe constituirel Progreso real y no utópico, determinado y no indefinido. Laposesión de lo verdadero, por medio de la ciencia; la conse-cución de lo bueno por medio de la libertad en el ordenmoral; la satisfacción del sentimiento y de las necesidades físi-cas por medio del arte y de la industria, tales tienen que serlos fines del Progreso, que podemos definir: la actividadhumana dirigida a la civilización»242.

Esa posesión de lo verdadero y lo bueno (cualidades que elpolítico ligaba al catolicismo) por medio de la ciencia, hibri-daba el conocimiento científico con las verdades espiritualespor las que el hombre debía regir su existencia. La civilización,asumida como la fusión entre el progreso y la religión, se con-vertía en un nuevo catecismo científico que a la manera de unmapa guiaba los pasos que debían seguirse en la nueva etapahistórica por la que atravesaba la humanidad. Ese nuevo dog-ma científico cristianizado era el código desde el que se otor-gaba sentido a la realidad y guiaba las prácticas sociales.Verdad científica y bien cristiano que se fusionaban para haceravanzar al hombre por la senda de la civilización. El artículoes un repertorio de frases donde la ciencia y la religión se danla mano en la tarea de perfeccionar las cualidades humanas,de dotar a los hombres de mayor bienestar y profundas con-vicciones fundadas en la moral. Así, Suárez escribe que: «Eladelanto intelectual es la aproximación lenta pero efectiva delhombre a la divinidad»243. La unión entre catolicismo y progre-so que Suárez enaltecía hacía más atractiva la plena reincor-poración de la Iglesia a su tradicional tarea de cimentar la dis-ciplina social. Así se ligaban los dos deseos de los dirigentesregeneradores: por un lado seguir en la senda hacia la moder-nización y por otro mantener, legitimar y fomentar los contro-les de orden moral entre la población para fijar una sociedadelitista y clasista como lo era la colombiana.

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242 SUÁREZ, Marco Fidel, El progreso, op. cit., p. 286.243 Ibídem, p. 288.

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Una vez expuesta la relación indisociable entre progreso yreligión que alentaba la civilización de la humanidad, el autorreflexionaba sobre los ítems en los que descansaba ese proce-so de civilización ineluctable que conducía al hombre hacia elmejor de los mundos posibles. La primera piedra de la ascen-sión en el cultivo de las cualidades humanas era la educación,le seguían el arte, el trabajo, la ciencia, la industria y los gran-des hombres, los genios. Estos eran los pilares constitutivos delprogreso. Sin embargo, eran los pilares del progreso siemprey cuando sirviesen al bien y a la verdad, los dos conceptos cla-ves para entender el texto de Suárez, dos términos que repitesin cesar una y otra vez a lo largo de sus páginas. Bien yVerdad, como si bastasen por sí mismos para explicar, justifi-car y legitimar cualquier razonamiento al que fuesen adosados,ideales supremos desde los cuales significar la realidad yorientar la práctica social.

El pensamiento letrado regenerador, del que Suárez y esteartículo son un vivo ejemplo, se urdía desde una dicotomíaradical que transforma la realidad social, política, económica ycultural en absolutos de bondad o absolutos de maldad. Esdecir, estaba fincado en representaciones ideales y esencialesdel bien y del mal, propias de los códigos de significacióncatólicos, de ese principio de virtud absoluta y todopoderosaque con verbo, barro y costillas construyó la realidad para ins-taurar un mundo dividido por la lucha sin cuartel entre el bieny el mal que había de terminar en el gran espectáculo del jui-cio final y el Apocalipsis. Es, en definitiva, una forma de pen-samiento que no razona, que no comprende, que juzga acor-de a unas reglas sagradas. El apuntalamiento de esenciasinnegociables como ejes rectores de lo social implica de por síla práctica de la exclusión. Estas formas, aplicadas a la cons-trucción de la identidad nacional, fueron la primera piedra dela violencia. Lo colombiano, definido como una representa-ción esencial, ejemplificada en una tipología de rasgos, formas,conductas y valores absolutos, empujaba fuera de los límitesde lo colectivo a todo aquello que no encajara en el molde deesa esencia. Cualquier parámetro sociocultural que no se adap-

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tara a ella era declarado enemigo de la causa nacional, al quehabía que silenciar o combatir. La raíz europea, hispánica, civi-lizada, al constituirse como el absoluto de la identidad nacio-nal abría de par en par las puertas para que la exclusión seapoderara del imaginario colectivo.

Una vez asentados los pilares sobre los que descansaba elaccionar del progreso, Suárez se preocupaba de cuestionesmás mundanas como emplear la idea del progreso para bajara la arena política y desprestigiar las corrientes del liberalismoque, tal como el utilitarismo, eran consideradas perniciosaspara la marcha de la civilización cristiana. La doctrina liberalno podía aplicarse en naciones asediadas por los conflictosinternos, puesto que: «[…] cuando tal criterio se establece ennaciones turbulentas por carácter y por hábito, no acostum-bradas al orden ni a la práctica de la verdadera libertad, singrandes intereses ya creados, entonces aquella filosofía es nue-va causa de ruina, porque lanzada en medio de las faccionesy de los mezquinos intereses, a todos los escuda, y por lo mis-mo es causa de mayor desorganización»244. Pero mucho peoraún era que se implantara el liberalismo cuando tal ideologíaera ajena a las tradiciones del pensamiento nacional: «¿Quépatriotismo es aquel que en vez de buscar el bien serio y ver-dadero convierte la patria en campo donde se ensayan extra-ñas utopías?»245.

Este es un buen ejemplo de cómo el pensamiento letradoiba constantemente dirigido hacia la acción política. Al hablarde Suárez estamos frente a un pensador, un gramático, un lite-rato, pero también, sobre todo, ante un político que legitimasu accionar en la res publica desde su producción intelectual.Más allá de los planteamientos intelectuales de sus obras tene-mos que tener presente que el fin último que persiguen losletrados, más que la elaboración de un conocimiento válido,es dotarse de armas discursivas para la lucha política. Por defi-

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244 Ibídem, p. 299.245 Ibídem, p. 298.

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nición, sus textos encubren bajo el barniz académico lasluchas por el poder político. Así, la idea de progreso ligada ala fusión entre los avances científicos guiados por la moral cris-tiana, se transforma más que en una teoría de conocimiento,en una formulación política que legitimaba las prácticas degobierno de la Regeneración, en las que hombres como Núñezmostraban su preocupación por el progreso científico de lasociedad pero también por mantener el orden social de la mis-ma. Al hacer compatibles progreso y religión se eliminaban lastensiones entre las aspiraciones civilizadoras de vieja data a lasque debía dirigirse la nación colombiana y se legitimaba elretorno por sus fueros —y nunca mejor dicho— de la Iglesiacomo institución que aseguraba un discurso colectivo que sedesplegaba en todos los grupos sociales del país. Durante laRegeneración, la Iglesia y el catolicismo refundaron su invete-rada misión en la sociedad colombiana como guardianes de ladisciplina social, gracias al adoctrinamiento de la poblaciónbasado en el acatamiento de la autoridad y la sumisión a losdictados de la Providencia, dictados providenciales que solíancoincidir con los intereses de las elites que ejercían el poder.

¿Qué suponía esta fusión de ciencia y religión en la marchadel progreso? Además de contrarrestar la imagen de los libera-les como los auténticos impulsores de la civilización europeaen Colombia, permitía recuperar en toda su pureza, en todo sulinaje, con toda su grandiosidad, la civilización hispánica: lacivilización católica, espiritual, idealista por antonomasia, quedesde el discurso hispanoamericanista se configuraba comouna de las representaciones esenciales de la identidad nacio-nal colombiana. Al demostrar la valía y la propiedad de fundirel bien con la verdad, la ciencia con la religión, el camino paralegitimar que la civilización en tierras americanas había princi-piado cuatro siglos atrás quedaba despejado, ya que de lamano de los conquistadores y misioneros españoles había lle-gado el catolicismo al nuevo mundo, el primer aldabonazo dela civilización.

Otro intelectual señero que se preguntaba por el qué, elcómo y el cuándo del progreso en Colombia era Mariano

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Ospina Rodríguez246 en su texto La Civilización, reeditado en1884 y una de las obras clave para entender el uso del concep-to de civilización que empleaban los letrados. Originalmente,el trabajo de Ospina fue publicado por primera vez en el pri-mer número del periódico de mismo nombre aparecido el 9 deagosto de 1849. Fue una de las obras que con mayor claridaddefinieron el paradigma sociocultural que la elite letrada per-seguía cuando insistentemente repetía la necesidad de poten-ciar la civilización. Con la contundencia habitual que caracte-riza sus escritos, el autor señalaba en la primera página que elobjetivo de su escrito era «promover y defender la civilizaciónen la Nueva Granada y en toda la América española».Inmediatamente después pasaba a definir: «Civilización, pues,llamamos nosotros al conjunto de medios de todo género queel linaje humano ha acumulado para su perfección y felicidad.[…] Así, el cúmulo de medios de perfección y felicidad queposee el género humano se comprende en estas tres palabras:INSTRUCCIÓN, MORALIDAD, RIQUEZA [sic]»247. Esos eran lospilares de un texto en el que Ospina consideraba la civiliza-ción como una idea que representaba la totalidad absoluta delmedio social y las posibilidades de acción del ser humano: porfuera de ella no existía nada, ni siquiera la barbarie, porqueesta última formaba parte indisociable de ese binomio con elcual desentrañaba la realidad. Todo lo humano se encuadrabadentro de esa relación dicotómica entre civilizados y bárbaros,especialmente la historia, cuya función era examinar el «curso

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246 Hablar de Mariano Ospina Rodríguez es hacerlo sobre uno de los princi-pales baluartes del partido conservador, uno los intelectuales decimonónicoscolombianos más señalados, miembro del gabinete del general Herrán (1841-45)desde donde influyó notablemente en la elaboración de la Constitución del 43,hasta llegar a la Presidencia de la nación en el periodo de 1857 a 1861. Ospina,como letrado, escribía y pensaba por y para el Estado-nación, como gobernador,como rector del Colegio Académico, como cerebro del proyecto de reforma edu-cativa de la presidencia Herrán, la mayor parte de su vida giró en torno a losambientes intelectuales y políticos desde los que se decidía la suerte del país, setomaban las decisiones políticas y se construía el ideario nacional.

247 OSPINA RODRÍGUEZ, Mariano, Artículos escogidos, Medellín, ImprentaRepublicana, 1884, pp. 2-4.

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de la civilización en cada país, de las causas que la favorecen,y de las que la combaten; porque el país más civilizado no estáfuera de peligro de caer de nuevo en la barbarie»248. El puntocrucial de su explicación no es tanto que Ospina admita retro-cesos o que incluso los esfuerzos civilizadores puedan sucum-bir y desaparecer, sino que para él no existe nada más fuerade ese tiempo lineal con victorias y retiradas, no hay lugar paraotras temporalidades. Todos los hombres, todas las nacionesquedaban dentro de ese esquema temporal lineal que noadmitía otras formas de entender lo que eran la perfección yfelicidad humanas: «Desde las hordas de salvajes nómadas, quesin ley, sin jefe ni doctrina, apenas se distinguen de los brutos,hasta esas naciones que hacen la admiración del mundo porel inmenso desarrollo de la inteligencia y de la riqueza, hayuna larguísima escala de sociedades, que cada una llama civi-lizadas a las que le aventajan, y bárbaras a las que le vienenen zaga»249.

Para entender los problemas, violencias y exclusiones quegeneró el paradigma civilizador hay que dar un paso atrás y,además de ver los valores que se trataban de imponer, anali-zar el esquema mental de desciframiento de la realidad queanidaba en la mente de los civilizadores. La raíz del problemaestribaba en que fuera de ese corpus de categorías no existíanada, no había ningún tipo de margen en ese pensamientobasado en estadios ascendentes y descendentes que se impo-nía para descifrar la realidad social. Todo era o civilizado o sal-vaje, en una línea de destino temporal para la humanidad quecon etapas de desarrollo y retroceso terminaría inexorable-mente con el triunfo de la civilización. En el fondo, (más queel enfrentamiento entre los valores radicalmente positivos dela civilización contra un barbarismo radicalmente negativo) loque hacía inviable cualquier mediación, reconocimiento onegociación frente a otras formas de ser y estar en el mundo,era la ausencia de unas formas de pensamiento que hicieran

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248 Ibídem, p. 5.249 Ibídem, p. 4.

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factible reconocer, precisamente, otras formas de pensar cómoser y estar en el mundo. Nos referimos, a ese todo o nada mar-cado a fuego en la batalla entre civilización y barbarie, perosobre todo a la manera de percibir el tiempo como una líneasujeta al principio y al fin, el alfa y el omega, el Génesis y elApocalipsis, que eliminaba cualquier resquicio para ver y reco-nocer a otras comunidades humanas habitantes de tiemposcíclicos o circulares, por ejemplo. En la forma de aprehenderel tiempo, ya estaba implícita la negación, así no fuera cons-ciente ni se afirmara abiertamente, de otras formas de conce-bir el mundo. Esto se debe a que los tiempos teleológicos ensu propia constitución niegan la existencia de cualquier otrotipo de representación de la temporalidad: el tiempo teleoló-gico afirma lapidariamente un devenir temporal anclado a unprincipio y a un fin inderogable. La consecuencia de esto,teniendo en cuenta que los hombres son capaces de com-prenderse a sí mismos y a los otros a partir de representacio-nes temporales fundidas a su forma de significar la realidad, esque la civilización negaba otras representaciones temporalesde la peor y más contundente manera posible: sin ni siquieraadmitirlas.

El texto de Ospina ofrece dos imágenes muy significativasque permean el resto de su argumentación. La primera es elénfasis en las creencias, ideas y doctrinas como determinantesdel curso civilizador del hombre: «Es siempre una creencia,una idea, una doctrina lo que le arranca de la barbarie, y loarrastra por la desconocida senda de la civilización»250. Evi-dentemente, para el líder colombiano esa doctrina era la reli-gión católica. La segunda es la contraposición de la ciudadcomo espacio de civilización frente al medio natural comofoco de barbarie. Estas dos imágenes se funden cuando elautor afirma que una doctrina «[…] hace pasar el hombre, sinque el vea el brazo que le conduce, del cieno pestilente de unbosque espeso y bravío, en que se distinguía apenas de las fie-ras, a las suntuosas ciudades en que florecen las ciencias y las

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250 Ibídem, p. 6.

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artes, […]»251. Esta idea que presenta a la ciudad como centrode civilización contra un medio salvaje, es uno de los princi-pales vectores del pensamiento letrado hispanoamericano delXIX, como han mostrado numerosos autores, entre ellos conespecial trascendencia Ángel Rama. La aparición de la ciudadcomo espacio privilegiado fue fruto de los primeros compasesde la modernidad durante el Renacimiento; y en América, obrainiciada por los conquistadores:

Más que una fabulosa conquista, quedó certificado el triun-fo de las ciudades sobre un inmenso y desconocido territorio,reiterando la concepción griega que oponía la polis civilizadaa la barbarie de los no urbanizados. […] La fuerza de este sen-timiento urbano queda demostrada por su larga pervivencia.Trescientos años después y ya en la época de los nuevos esta-dos independientes, Domingo Faustino Sarmiento seguiráhablando en su Facundo (1845) de las ciudades como focoscivilizadores, oponiéndolas a los campos donde veía engen-drada la barbarie. Para él la ciudad era el único receptáculoposible de las fuentes culturales europeas […] a partir de lascuales construir una sociedad civilizada. Para lograrlo las ciu-dades debían someter el vasto territorio salvaje donde seencontraban asentadas, imponiéndole sus normas. La primerade ellas, en el obsesivo pensamiento sarmientino, era la edu-cación letrada252.

Esa educación letrada era la instrucción y la moralidad queOspina erigía como puntales de la civilización, una instruccióny moralidad urbanas impuestas sobre el resto de la población.Una vez definido el concepto de civilización, y desarrollada suargumentación sobre las doctrinas y medios espaciales quehacían propicio el proceso civilizador, Ospina se embarcabaen el estudio histórico del inicio de la civilización en laAmérica española. Para el político colombiano el panorama nopodía ser más desalentador:

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251 Ibídem, p. 7.252 RAMA, Ángel, La ciudad letrada, op. cit., pp. 14-16.

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Los pueblos conquistados fueron reducidos a la servidum-bre, y repartidos entre los conquistadores para que los explo-tasen, condición la más adversa del desarrollo de su inteli-gencia. Los europeos que venían a poblar la América erangeneralmente hombres ignorantes y de los más atrasados desu país, por consiguiente habían de ser muy escasas la ins-trucción e industria que traían. Exterminada la mayor parte dela población americana, por la guerra de la conquista, por lasemigraciones, por los trabajos de las minas en climas opues-tos a su constitución, y más que todo por las epidemias impor-tadas del antiguo mundo, los conquistadores quedaron espar-cidos en un dilatadísimo país, separados por altas cordillerasy selvas impenetrables, sin comercio ni comunicación, e igno-rantes de lo que pasaba en el resto del mundo, situación quecontrariaba eficazmente todo progreso253.

Era difícil plantear un punto de partida más adverso al des-arrollo civilizador. La Independencia en poco había mejoradola situación, pues, para empezar, era el resultado de lasinfluencias de la Revolución Francesa y la Independencia delas Trece Colonias, por lo tanto, era «una idea importada, ino-culada». Además, el estado de la industria, el comercio, la edu-cación y la organización política al momento de la ruptura conla metrópoli, no pudieron permitir un avance claro y sosteni-do hacia la civilización. Aunque las «semillas» ya habían sidoplantadas, aún no habían arraigado con la suficiente fuerza.Sumado todo esto a la difusión de doctrinas contrarias a lanaturaleza del país, habían provocado el reguero de enfrenta-mientos, inestabilidad y anarquía que lastraban a la nación,pues un pueblo profundamente religioso no podía más quedesconfiar de unos dirigentes liberales hostiles a sus creencias,socavando así cualquier tipo de gobernabilidad254. Poco máspodía ir mal para el progreso del país, y aunque parecía queOspina había fundado todos los errores en la artera labor delos primeros conquistadores, a la hora de marcar el rumbo que

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253 OSPINA RODRÍGUEZ, Mariano, Artículos escogidos, op. cit., p. 15.254 Ibídem, p. 90.

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debía seguirse para engarzarse rápidamente al desarrollo de lacivilización, exhortaba a seguir el ejemplo de la vida y las cos-tumbres españolas de la colonia:

Seguramente se nos responderá lo que todos los días serepite en los periódicos y en los escritos oficiales: que la cau-sa del mal está en los hábitos y costumbres españolas. Talsolución no nos satisface; porque es falso que nuestros padresy abuelos, que han habitado la América en los últimos siglos,tuviesen el hábito y costumbre de existir matándose en gue-rras intestinas; de aprovechar cualquiera coyuntura para suble-varse contra la autoridad pública, y entregarse a todo génerode excesos al compás de los gritos de libertad e igualdad, deencomiar la traición y los delitos contra la sociedad, comoactos de virtud. Por el contrario, sus hábitos eran los más pací-ficos que puedan imaginarse: los de sumo respeto y sumisióna la autoridad, de repugnancia y de horror a la traición y atodos los delitos que afectan la seguridad y el orden público.Si hoy conservásemos las costumbres de nuestros padres vivi-ríamos en el seno de la paz, las leyes serían profundamenteacatadas, las autoridades respetadas, execrados los traidores ysediciosos; y por consiguiente gozaríamos de plena seguridad,y el país habría alcanzado ya un alto grado de prosperidad.Parece, pues que no son los hábitos de nuestros padres, sinolos hábitos contrarios, que nosotros hemos adquirido, los queproducen el mal255.

Si así de tajante se mostraba Ospina en la crítica de la erarepublicana y en la defensa de la Colonia, otro autor de granpeso e influencia, también defensor de la obra civilizadora deEspaña, fue Sergio Arboleda. En su ensayo, La República en laAmérica Española, reflexionaba sobre las causas que habíanimpedido un rápido avance hacia la civilización en las nuevasnaciones. Desde un enfoque global en el que inquiría sobreaspectos económicos, políticos, geográficos, sociales, filosófi-cos, raciales y culturales, el pensador colombiano intentabadesentrañar la madeja de guerras civiles, golpes militares, cau-

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255 Ibídem, p. 93.

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dillos y caciques, inestabilidad y atraso, que sacudían el conti-nente. A la hora de examinar el legado histórico de la con-quista y la colonia, el autor defendía la obra de España comola adecuada a lo que podía hacerse en esa época. A fin decuentas, según Arboleda, España simplemente había sido elinstrumento de la voluntad divina:

Lo hemos dicho: como los individuos, tienen los pueblossu misión providencial, y parece que la de España fue descu-brir un mundo, poblarle, y unir en él todas las razas con losvínculos de una sola lengua, de una sola historia y de una mis-ma fe y caridad, fuente perenne de civilización, para designiosque, hasta hace poco, se escondían a la escasa penetración delhombre y que hoy apenas se revelan. Mientras más meditamoslos acontecimientos de los últimos siglos, más nos confirma-mos en este pensamiento: el carácter del pueblo español, sufervor religioso, su pasajera prepotencia, su rápida caída, lasideas y hechos que motivaron la conducta de su gobierno, yaún sucesos cumplidos fuera de España, todo parece dispues-to por la Mano Suprema, dirigido a preparar los destinos deAmérica256.

Si Dios había empleado a España como instrumento pararevelarse en América, era a su fe y a su clero a quienes corres-pondía ejercer un papel central en sus sociedades. El plantea-miento era que el catolicismo era la doctrina sin la cual loshombres vagaban inmersos en la ignorancia, en la barbarie yel pecado; la palabra de Dios civilizaba a las comunidadeshumanas, pues a partir de su irrupción, como si de un bálsa-mo encantado se tratara, todas las tensiones sociales se diluíanen el «amaros los unos a los otros» de los evangelios. Losencargados de custodiar y enseñar las palabras de Cristo eranpues una pieza imprescindible para el buen funcionamientode la vida social, como lo habían sido en la colonia y comodebían serlo en el futuro:

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256 ARBOLEDA, Sergio, La República en la América Española, Bogotá,Imprenta a cargo de Foción Mantilla, 1869, pp. 25-26.

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[…] el clero, compuesto en lo general de lo más selecto delas tres razas, e ilustrado y virtuoso, aunque no en igual gra-do en todas las colonias, hace que la fe religiosa sea en estassociedades como la atracción en el mundo físico, la fuerza quetodo lo rige y conserva: bajo su suave, pero eficaz influjo,todos los órdenes giran bajo la mano del respectivo gobierno;clases rivales viven en fraternidad nunca desmentida por loshechos; y los individuos de cada clase, repartidos en gruposheterogéneos, concurren sumisos al mantenimiento de estetodo armónico que llamamos régimen colonial, sin que obs-ten para ello ni las antipatías de raza y profesión, ni los odiosy envidia que nacen espontáneos en el terreno de la des-igualdad y el privilegio. Despojad a estos pueblos de las creen-cias católicas, y cual si anularais de repente la fuerza que sos-tiene el universo, formaríais el caos257.

La religión católica era la suprema encarnación de la civili-zación en tierras americanas y la Iglesia su instrumento paraarrancar a las jóvenes repúblicas del caos en el que se encon-traban. Caos surgido para Arboleda de las revoluciones eman-cipadoras que habían dotado a los pueblos americanos deunos elementos que por su ignorancia y juventud no estabanpreparados para manejar: libertad, igualdad y democracia. Eranecesario pues un gobierno que siguiese los preceptos de laSanta Madre Iglesia y condujese al pueblo como el pastor alrebaño. En las elites letradas y católicas debía fincarse el podery los instrumentos para restablecer el orden, el progreso y lajusticia en los pueblos americanos, un gobierno de sabios queiluminase el camino de la nación con la tea del catolicismo. Elespejo en el que debían mirarse los gobiernos republicanosera la Colonia. Durante los siglos de vida bajo el manto pro-tector de la monarquía uncida por el catolicismo, las socieda-des americanas habían prosperado a pesar de las dificultadesque la geografía imponía al progreso y de la complicada tareade conciliar los diversos humores de las tres razas que pobla-ban el continente. Incorporar a la memoria de las naciones

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257 Ibídem, p. 82.

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independientes los mejores rasgos de los gobiernos colonialesera un deber de sus dirigentes, así como dotar a esos jóvenespueblos de una referencia pasada que se asemejaba a honrary respetar la memoria de los abuelos en la vida familiar:

Dígase lo que se quiera, la colonia nos legó pueblos cons-tituidos sobre firmísimas bases, y bien organizados en lomoral, lo social y lo civil, aunque su constitución y régimencomo todas las instituciones humanas, adolecieran de faltas ylunares. Sin duda había atraso en las ciencias y en las artes; laindustria y el comercio se sentían oprimidos por las restriccio-nes; la sociedad estaba dividida en clases, y la esclavitud delos africanos mantenía abierta una úlcera peligrosa; peroEspaña nos dejó buenas costumbres, admirablemente consti-tuida la familia, hábitos arraigados de respeto a la autoridad yde consideración a la mujer, un clero virtuoso, creencias reli-giosas morales y uniformes, cristianizados y puestos en vía decivilización los indios y los negros, y unidas por lazos de sin-cera fraternidad todas las razas que se iban confundiendo enuna sola y gran familia. La justicia en la colonia era recta eimparcial, y el ejército permanente, que la moralidad del pue-blo permitía reducir a muy poco, cimentado sobre los princi-pios de lealtad y honor, servía apenas para mostrar conhechos, que la fuerza debe estar siempre subordinada a la leyy a la autoridad. […] Digámoslo con franqueza: en cuanto eraposible a la imperfección humana, el Español supo cumplir sudifícil y complicada misión. ¡Cosa admirable! ¡Obra portentosadel catolicismo! En siglos de ignorancia, ese pueblo atrasadoconstituyó estas sociedades con sabiduría; esa nación esen-cialmente monarquista [sic], echó en América los cimientos dela república; ese gobierno, el más despótico de la Europa cris-tiana, nos preparó para la libertad. Sí, España cumplió sumisión providencial: ahora bien, nosotros, que recibimos desus manos esta sociedad ya formada; nosotros que tan fre-cuentemente la acriminamos, haciéndola responsable hasta denuestros propios excesos; nosotros que nos preciamos de libe-rales y ponderamos tanto las luces de nuestro siglo; nosotros¿hemos cumplido, por ventura, la nuestra?258.

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258 Ibídem, pp. 236-237.

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Por desgracia la respuesta era negativa, más bien paraArboleda quedaba todo por hacer. Había que devolver al cato-licismo su lugar como garante del orden moral y la virtud delpueblo, como escudo que protegía a la principal columna dela sociedad, la familia cristiana. También era necesario prose-guir en la civilización de los indígenas para poder incorporar-los a la sociedad, había que sancionar como sagrado el dere-cho a la propiedad, refundar el poder judicial como la piedraangular de la organización política, contener los desmanespasionales en las asambleas que dirigían al país, crear un ejér-cito permanente, etcétera. Pero sobre todo había que recordarlas raíces de la nación: «Seamos lo que somos: no ingleses, nofranceses, no americanos del norte, sino españoles de Américadel Sur. Nada tenemos que envidiar a las demás razas del glo-bo: descendemos de esa heroica nación donde se alzaronSagunto y Numancia, de la raza de los Pelayos y de losAlfonsos, de ese pueblo singular de los Ercillas, Cervantes yGarcilasos, que sabe triunfar con el acero y entonar despuésen la lira de oro el himno de la victoria»259.

Arboleda, Caro, Ospina, Carrasquilla, Caicedo Rojas, Suá-rez… todos ellos eran letrados con funciones de gobierno,hombres que combinaban textos como estos, donde plasma-ban su pensamiento, con los decretos, las leyes y las constitu-ciones. La piedra filosofal que dotaba de sentido a su mundoera la civilización. Una civilización que aunaba en su seno elcatolicismo, el progreso y el hispanoamericanismo. Civiliza-ción hispánica como vertiente de la gran civilización europeaen la que se identificaban, en pos de la cual lanzaban a lanación colombiana. No importaba si en esa representacióncivilizada que construían no tenían sitio el resto de los grupossocioculturales que poblaban Colombia, si aparecían margina-dos, subordinados, excluidos… Su imagen y su legitimidadpara detentar el poder estaban a salvo del otro lado. Las raícesde la identidad nacional colombiana eran hispánicas porque

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259 Ibídem, p. 251.

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esas eran las raíces de los letrados. Su labor de gobierno debíacontinuar en la senda civilizada abierta en el continente cuatrosiglos atrás por las huestes y los misioneros castellanos. Habíaque regenerar Colombia alejándola de doctrinas extranjerizan-tes que contaminaban su sustrato fundamental, unirse al restode sus naciones hermanas, nacidas del mismo tronco familiar,en la tarea de perfeccionamiento de las cualidades del serhumano. Había que honrar a la madre patria de la que habíanheredado una raza, una lengua, una historia, una religión civi-lizadas y fomentar el desarrollo de las excelsas virtudes de esacivilización hispánica que los dotaba de un lugar y una misiónen la obra universal.

2.3. CATÓLICOS HASTA LA MÉDULA NACIONAL

Durante el periodo de la Regeneración las prerrogativasdevueltas a la Iglesia significaron su plena reinserción en lavida social y cultural del país. A partir de ese momento, la fecatólica ocupó algo más que el viejo papel de garante delorden y la educación moral del pueblo, fue considerada unatributo inapelable de la nacionalidad colombiana, legitimadapor su pertenencia sustancial al proyecto civilizador y comoparte de la tradición histórica del pueblo colombiano. Las rela-ciones entre los gobiernos de la Regeneración y la cúpula ecle-siástica fueron de mutua colaboración. La Iglesia se identificóplenamente con el régimen político instaurado por Núñez yeste, a su vez, vio en el catolicismo la única doctrina capaz decobijar bajo sus valores a todos los colombianos en la preten-dida homogeneización de la nación y el apuntalamiento de ladisciplina social que asegurase el control de la población. Ladoctrina católica era la única capaz de lograr, curiosamente, lapretendida «paz científica». Este encuentro habría de justificar-se en base a la historia del país, restituyendo la creencia deque la alianza entre el altar y el trono era una de las tradicio-nes políticas básicas de la nación.

Para demostrar y legitimar esta alianza, el discurso hispa-noamericanista dotó a la política regeneradora de los instru-

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mentos retóricos necesarios. Los letrados regeneradoresreconstruyeron históricamente un pasado colonial de paz,orden y consenso entre el poder terrenal y el espiritual. Así,además de desacreditar al liberalismo laico, se presentaba alcatolicismo como la doctrina indispensable para el buengobierno de la sociedad colombiana. Para afianzar la identifi-cación entre catolicismo e identidad nacional, se diseñó unaimagen histórica en la que la religión aparecía como el primerorden de la civilización en tierras colombianas. A la vez, eraconsiderada uno de los lazos más importantes para la interre-lación del mundo hispánico. Como vimos en el apartado ante-rior, si algo diferenciaba a la civilización hispánica de otrascomo la anglosajona, era su carácter profundamente espiritual,que rescataba los atributos más idealistas del hombre de lospeligros de un excesivo materialismo. Este era uno de los prin-cipios compartidos por todas las naciones hispánicas.

Las luchas y complementariedades entre Iglesia y Estadorecorrieron todo el XIX colombiano, en un reguero de desen-cuentros, guerras civiles, momentos de afinidad y disputas. Losproblemas de la conciliación entre los de intereses de ambospoderes no eran precisamente algo nuevo a finales del XIX. Yaen 1839, la Iglesia hacía campaña por alcanzar acuerdos conel poder político que favoreciesen a las dos partes:

Entendemos por relaciones necesarias entre la Iglesia y elEstado, aquellas en que la recíproca cooperación de amboscontribuye a facilitar a cada uno los medios de que necesitapara conseguir su objeto inmediato.

Objeto inmediato de la sociedad civil – el orden público.

Objeto inmediato de la sociedad religiosa – el culto inter-no y externo.

La iglesia, haciendo a los hombres más morales, los hacemás gobernables por reglas que por penas. He aquí una coo-peración activa, continua y fecunda en resultados260.

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260 Programa de los principios que sirven de base a los católicos sinceros ensus relaciones con el Estado, Bogotá, Imprenta de Nicomedes Lora, 1839, p. 4.

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La particularidad durante el régimen de la Regeneración esque el catolicismo se consideró un elemento no sólo comple-mentario sino decisivo de la identidad colombiana, y si bienesta concepción venía de décadas atrás, durante este periodose consolidó plenamente como parte del discurso nacional.Desde el pragmatismo que caracterizaba el pensamiento deNúñez, en Colombia no era viable un gobierno que no reco-nociese la mayoritaria creencia católica de la población y quepor ende buscase puentes de entendimiento y colaboracióncon la Iglesia. Reflejo de esta manera de comprender la realidadcolombiana, la Constitución de 1886 sancionaba en su artícu-lo 41 que la educación pública sería organizada y dirigida enconcordancia con la religión católica. Además, a la institucióneclesiástica se le reconocía la personería jurídica y el ejerciciode su autoridad y jurisdicción espiritual sin necesidad de con-sulta del poder civil261. En la misma línea se redactó el Con-cordato con la Santa Sede al año siguiente, por el cual, segúnFernán González: «La Iglesia hace concesiones sobre sus dere-chos económicos a cambio del monopolio en el aparato edu-cativo; esto significó un regreso a la posición de la Iglesiadurante la Colonia, al menos en lo que respecta al problemaeducativo. Con una ventaja adicional: la Iglesia es ahora mu-cho más independiente frente al Estado»262.

Habría que enmarcar esta política de nacionalización delcatolicismo, de reincorporación combativa y decidida de laIglesia al terreno de juego político, como parte de una cam-paña mayor emprendida desde el Vaticano bajo los papadosde Pío IX y León XIII. A partir del Concilio Vaticano I, con laromanización de las estructuras eclesiásticas y de la mano dela Syllabus y la Rerum Novarum, el Papado abrió fuego contra

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261 PLATA QUEZADA, William Elvis, «De las reformas liberales al triunfo delcatolicismo intransigente e implantación del paradigma romanizador», en BIDE-GAIN, Ana María, Historia del Cristianismo en Colombia. Corrientes y diversidad.Bogotá, Ed. Taurus, 2004, p. 276.

262 GONZÁLEZ, Fernán, «Iglesia y Estado desde la convención de Rionegrohasta el Olimpo Radical, 1863-1868», en PLATA QUEZADA, William Elvis, op. cit.,p. 277.

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las transformaciones materiales, sociales, políticas e ideológi-cas que amenazaban con debilitar su poder en la sociedad. Larespuesta de la Santa Madre Iglesia de Roma para adaptarse alos nuevos tiempos fue la reacción: el liberalismo era pecadoy contra los peligros de la cuestión social había que reman-garse la sotana y bajar a la arena de la política social para dis-putarle el alma de los obreros al socialismo a punta de ree-vangelización de las masas y caridad institucionalizadadisfrazada de justicia social. Esta fue la Iglesia que habría deadueñarse del aparato educativo, la que se convertiría en elguardián de los valores y la moral colombiana, la que conti-nuaría en la vieja senda de evangelización de los salvajes:

Infortunadamente para Colombia, la Iglesia católica roma-na estaba entrando en la fase más militante de su resistenciaal complejo de ideas y actitudes basadas en el racionalismo yel empirismo de la Ilustración, que habían llegado a dominarel mundo occidental. Y fue doblemente desafortunado el quelos sacerdotes extranjeros, muchos de ellos españoles quehuían de las guerras carlistas —o que habían sido exiliadospor su excesiva militancia—, fuesen invitados a colaborar enla reinserción de la religión en las escuelas colombianas. […]Incluso en el momento en el que los liberales perdían su acia-ga guerra civil en 1885, el sacerdote español Félix Sardá ySalvany publicaba su incendiario y popular libro El liberalis-mo es pecado. Monseñor Rafael María Carrasquilla, inspiradotanto en la guerra civil liberal de 1895 como en la obra de suanterior colega español, publicó Ensayo sobre la doctrina libe-ral, que alcanzó tres ediciones en cuatro años, donde conclu-ía que ningún liberal podía ser buen católico263.

En la nueva cruzada desatada contra los males surgidos alcalor de los cambios sociales del XIX, uno de los objetivosprioritarios de la Iglesia en Colombia fue reintroducirse en lasinstituciones de poder político. Era desde las estructuras delEstado desde donde se podía imponer la recatolización de lasociedad y asegurarse el mantenimiento de sus prerrogativas y

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263 HENDERSON, James D., op. cit., p. 51.

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poder. En ese objetivo, la Iglesia se convirtió en pastora dealmas y nacionalizadora de colombianos. La fusión de nacio-nalismo y catolicismo se hizo indisociable durante el periodode la Regeneración y el resto de la Hegemonía Conservadora.Desde el nacional-catolicismo, el «restaurador del tomismo»,Rafael María Carrasquilla escribía en el centenario de laIndependencia en 1910:

La patria es nuestra madre. Nos engendró ella en su seno,somos pedazos de sus entrañas, carne de su carne, hueso desus huesos; ella nos crió a sus pechos, nos abriga bajo su ban-dera sin mancha, nos da su nombre, el de colombianos, queyo no cambiaría por otro alguno; nos hace partícipes de suslaureles y triunfos; hermanos de sus sabios, sus poetas, susestadistas, sus héroes y sus mártires. El amor a la patria es vir-tud, es deber imperioso de moral, y de moral cristiana;Jesucristo quiso anunciar antes que a nadie la buena nueva delEvangelio a las ovejas de la casa de Israel, y lloró sobre lasfuturas desgracias de Jerusalén como lloró sobre el sepulcrode Lázaro264.

Sin embargo, no se trataba de una remodelación del nacio-nalismo producida únicamente en Colombia. En España, JaimeBalmes, uno de los autores con mayor influencia entre losletrados colombianos, había comenzado la ardua tarea de fun-dir la religión católica al ser nacional265. Como expone ÁlvarezJunco, desde la década de los cuarenta, el clérigo catalán alfrente del grupo conocido como los neocatólicos, trabajabapor cimentar la esencia de la nación española en el catolicis-mo: «La “desventurada nación” española del siglo XIX sólo

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264 CARRASQUILLA, Rafael María, Sermones y discursos escogidos del doctorRafael María Carrasquilla, Bogotá, Biblioteca de Autores Colombianos, 1955, p. 334.

265 «Efectivamente, la “influencia” española está fuera de duda en el terrenode las ideas y del pensamiento colombiano. La presencia de los pensadores espa-ñoles fue muy marcada en figuras como Miguel Antonio Caro y en los escritorese intelectuales del periodo. Es usual encontrar referencias a Balmes y Menéndezy Pelayo en los escritos de finales del siglo XIX, y en los de comienzos del sigloXX a Ortega y Gasset y Unamuno». URREGO, Miguel Ángel, Intelectuales, Estadoy Nación en Colombia, op. cit., p. 48.

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podía ser “regenerada”, o lograr estabilidad, volviendo a asen-tarse sobre los dos principios que la constituyeron en la EdadMedia y que serían siempre sus bases más profundas y esta-bles, lo que Joseph María Fradera llama sus principios “pre-constitucionales”: la monarquía, como poder político y el cato-licismo, como esquema moral y social»266. El último remache aesta corriente del nacionalismo español se lo puso precisa-mente uno de los campeones del hispanoamericanismo espa-ñol, Marcelino Menéndez y Pelayo, el autor más aclamado porla intelectualidad colombiana: «En efecto, Menéndez y Pelayoera el llamado a dar forma definitiva a la construcción intelec-tual de esa versión católico-conservadora del nacionalismoque se había ido gestando a lo largo de los cincuenta añosanteriores. Para él, era una verdad inconclusa que Españaposeía una personalidad cultural bien marcada, distinta a la delresto de Europa, identificada con la tradición católica, y cuyomomento de esplendor se situaba entre los Reyes Católicos ylos Habsburgo»267.

Era precisamente a través de esta vía donde el discurso his-panoamericanista ejercía su influjo en Colombia. En su ver-tiente más reaccionaria y conservadora, desde el panhispanis-mo, arremetía contra aquellas otras doctrinas que desvirtuabanel alma nacional al atacar a la iglesia católica. El primer ene-migo a extirpar del cuerpo nacional era el liberalismo. Uno delos personajes, aunque más acertado sería llamarlo cruzado, deeste combate bajo la consigna de «el liberalismo es pecado»,era el agustino español Ezequiel Moreno Escandón, obispo dePasto entre 1896 y 1906. Era representante del ultracatolicismoque Christopher Abel señala como responsable de la intransi-gencia religiosa del país: «El ardor clerical en Colombia (yEcuador) se fortaleció con una corriente de sacerdotes y reli-giosos inmigrantes, refugiados de las guerras carlistas y delanticlericalismo de España, el Kulturkampf en Alemania y laguerra entre poderes imperiales en Filipinas. Estos inmigran-

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266 ÁLVAREZ JUNCO, José, op. cit., p. 406.267 Ibídem, p. 456.

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tes, pocos en número, pero articulados y militantes, gravitabanalrededor de ciudadelas clericales como Pasto y Chiquinquirádesde donde llevaban a cabo campañas en los Andes para lapreservación del ultracatolicismo que se había diluido en lasdemás regiones»268. Desde su posición como prelado de la altajerarquía eclesiástica, reprendía a los redactores del Correo delCauca, porque en el número 45 de esa publicación, en un edi-torial titulado Por la Patria se quejaban de que los católicos dePasto no querían unirse al liberalismo. En su pastoral del 30 deabril de 1904, Moreno salía en defensa de los católicos dePasto aduciendo que lo único que hacían era cumplir con lassagradas doctrinas de Pío IX, contenidas en el Syllabus, quecondenaban el liberalismo. Sin embargo, más allá de cumplircon el estricto voto de obediencia como miembro del clero ypor lo tanto rechazar tajantemente las ideas liberales, es inte-resante comprobar las imágenes que el obispo moviliza en suescrito. Una de las razones que ofrecía el padre Escandón parareprender a los liberales eran los ataques que estos vertíancontra la figura de Felipe II:

Lo que causa pena, es ver que se repruebe esa conducta,por hombres que quieren ser tenidos por buenos católicos,como la causa también, ver lo que piensan y lo que dicen delgran rey Felipe II. ¿En qué autores habrán estudiado los escri-tores del Correo del Cauca a Felipe II? Lean buenos autorescatólicos, y verán que Santa Teresa, que además de Santa, erasabia, lo llamaba el Rey Santo. Lean la «Preparación para lamuerte» de San Alfonso María de Liborio, y verán que elSanto, no sólo no rechaza, sino que admite y refiere una reve-lación particular por la que se sabe, que Felipe II está en elcielo. Lean las obras magistrales del célebre sabio PadreMontaña auditor de la Rota en Madrid, sobre Felipe II, y veránlo que fue ese Rey tan desacreditado y odiado de masones yliberales269.

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268 ABEL, Christopher, Política, Iglesia y Partidos en Colombia: 1886-1953,Bogotá, FAES-Universidad Nacional de Colombia, 1987, p. 31.

269 MORENO ESCANDÓN, Ezequiel, Por la religión y como consecuencia porla patria, Pasto, Imprenta de la Verdad, 1904, p. 3.

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La efusiva defensa de Felipe II tenía como misión salva-guardar el prestigio de la imagen del monarca que junto conlos Reyes Católicos y Carlos I mejor ejemplificaba las virtudesde los soberanos que supieron aunar en el ejercicio del poder,la política de Estado con la devoción católica. Era uno de losmiembros de ese santoral seglar que encarnaba las esenciascatólicas de la obra de engrandecimiento del mundo hispáni-co. Desprestigiar a Felipe II era tanto como atentar contra unode los monarcas que ilustraban la fusión absoluta entre el altary el trono, el adalid de la Iglesia apostólica y romana en sulucha contra la herejía y una de las piezas claves de esa histo-ria compartida que servía para legitimar, como parte de la tra-dición de las naciones hispánicas, la alianza de los poderesterrenal y espiritual, la fusión del catolicismo a la identidadnacional. Al igual que en el caso español, se imponía unareconfiguración del pasado para mostrar que en el principiode la nación anidaba el verbo católico. En un marco generalen el que se restauraban las virtudes del legado hispánico, lareivindicación de la Iglesia católica y su obra durante la colo-nia fue una de las empresas discursivas a que se dieron losletrados regeneradores.

Si la conquista significaba el advenimiento de la civilizacióncristiana y la fundación de la patria, la colonia era presentadacomo un modelo de sociedad regida por la moral y el orden,donde reinó la paz y la estabilidad a la par que se extendía laobra civilizadora. El clero que acompañó a los conquistadoresfue el garante del orden social colonial, debía ser reivindicadohistóricamente para defenderlo de los ataques que lo caracte-rizaban como la fuente del fanatismo y el oscurantismo quedurante tres siglos había condenado a la servidumbre y la ig-norancia a los pueblos de la América. Así, redibujando su pa-sado como una fuente de virtudes para la nación colombiana,se justificaba la plena reinserción de la Iglesia al proyecto deorden y autoridad, de moral y mantenimiento de la jerarquíasocial que defendía la Regeneración. A tal tarea se dio RómuloValenzuela, en un ensayo titulado El clero de Felipe II y el demonseñor Velasco, una refutación al artículo de F. A. Vélez en

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el que se denostaba la candidatura de José Joaquín Ortiz a lavicepresidencia de la nación, aduciendo que su fervor católicolo invalidaba para el cargo. En su defensa, Valenzuela rescata-ba el papel secular que la Iglesia había jugado al lado delpoder, fomentando el progreso y la civilización de los pueblos.El punto de partida del debate era la forma de gobierno másacorde a los católicos, o de otro modo, como entendía RómuloValenzuela cuáles eran las fuentes de las que emanaba elpoder: «Para todo cristiano, cualquiera que sea la forma delgobierno que más le plazca, la autoridad humana procede dela divina y le está subordinada aun en el orden puramentetemporal. Y como autoridad divina es la suma fuerza de Dios,la autoridad humana será tanto más fuerte cuanto más seaproxime o imite la divina, o cuanto cumpla sus soberanas dis-posiciones con mayor perfección»270.

El siguiente paso era analizar la labor de la Iglesia en tie-rras americanas para rescatar su valía ya que había favorecidoconstantemente la mejora de las condiciones del país, traba-jando con denuedo por la educación y la civilización de susprimeros pobladores. La Compañía de Jesús encarnaba laorden que con mayor entrega había derramado sobre el paíslas gracias divinas del progreso y la fuerza moral: «Cuán dife-rente fuera hoy la América Latina si Carlos III no hubiera mira-do el clero de Felipe II con los mismos ojos con que hoy lomira el señor Vélez. Quizá nuestra inmensa región oriental yla hermosa Goajira figurarían en nuestro mapa político comounas de sus más bellas e importantes provincias; y quizá alláen la extremidad de esta América, las selvas del Paraná y delParaguay, serían centros de pueblos menos belicosos de loque hoy somos los colombianos»271.

Sin embargo, donde Valenzuela cargaba las tintas en defen-sa del clero y su historia era en la representación de la Iglesia

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270 VALENZUELA, Rómulo, El clero de Felipe II y el de Monseñor Velasco,Bogotá, Imprenta de La Nación, 1891, p. 4

271 Ibídem, p. 9.

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como depósito del conocimiento humano, de la cultura y lasartes. La civilización que había llegado al Nuevo Mundo era lade los hombres que durante siete siglos habían combatido porla Reconquista, en ese tiempo: «Sucedió, pues, que el clero fueel único elemento social donde se conservaron las semillas delos conocimientos humanos y donde se cultivaron con mayoro menor laboriosidad y eficacia, según las circunstancias yvicisitudes de aquella larguísima guerra, excepcional en losanales de la Historia»272. O por decirlo de otro modo, si el cato-licismo estaba en la raíz del ser colombiano, rescatar del pasa-do la imagen de un clero que había preservado los más valio-sos depósitos culturales durante la Reconquista significaba nosólo reivindicar el papel del clero en la expansión de la civili-zación cristiana, sino hacer coincidir por medio de la Iglesia elnacimiento de la esencia nacional colombiana con la de Espa-ña, que para el panhispanismo se había forjado en las luchascontra los reinos musulmanes. Es decir, la identidad transna-cional que se afirmaba desde el discurso hispanoamericanistatenía la misma raíz heroica, se cifraba en la misma serie deacontecimientos. Hispanoamérica era un mismo y único nudocultural labrado en los siete siglos de resistencia y combate delos reinos cristianos peninsulares contra los árabes, esa identi-dad era la que había cruzado el Atlántico en las carabelas dela mano de Colón y los hermanos Pinzón para abrir a la civi-lización cristiana las tierras descubiertas.

A partir de ahí, Valenzuela, podía atacar de pleno la ima-gen creada por la historiografía liberal que pintaba a un clerocolonial reaccionario, enemigo de cualquier avance científico,protagonista de una de las páginas más tenebrosas de la his-toria debido a la Inquisición. Frente a esa concepción liberal—tan ficticia y cegada de leyenda negra como la conservado-ra con su ilusoria arcadia hispánica— se reconfiguraba un cle-ro cuyos más altos personajes habían estado a la vanguardiade las artes y las ciencias: «[…] el número de sus varones pre-

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272 Ibídem, p. 11.

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claros por sus virtudes y por su ciencia, bastaría para honrarno solamente un reinado y una nación, sino un siglo y un con-tinente. La teología, la filosofía, la historia, la literatura, lasmatemáticas, y hasta la medicina y muchos otros ramos delsaber humano encontraron en ese clero inteligencias tan vas-tas, espíritus tan sublimes que los puedan igualar los mayoresque hayan existido o puedan existir en el mundo. Citaré entrelos muchos y como corta muestra a Laínez y Salmerón, Mel-chor Cano y Ludovico Vives, Lope de Vega y Mariana, ambosLuises, de León y de Granada; y los Santos Francisco de Borjay Francisco Javier»273.

Pero quien mejor encarna la defensa de la unión entre elaltar y el trono, la fusión entre el catolicismo y la identidadnacional colombiana, es Rafael María Carrasquilla. Su texto, LaIglesia y el Estado en Colombia, es un vivo ejemplo de cómoentendía la cúpula del clero el deber ser de las relaciones entreel poder civil y el eclesiástico. A raíz del libro homónimo deJuan Pablo Restrepo que comenta en su artículo, el presbíteroreflexionaba sobre las discordias que ambos núcleos de poderhabían sostenido a lo largo de la Historia. En las tensiones tra-dicionales entre el poder espiritual y el terrenal, los nuevostiempos marcaban otra pauta. En el siglo XIX había surgidouna poderosa secta, el liberalismo, obcecada en humillar a laIglesia: «Y esto sí es cosa peculiar y carácter distintivo del sigloque va terminando. La supradicha secta o escuela, desdeñan-do por viejo y desteñido el manto de la herejía se ha organi-zado en todo el orbe, a un tiempo como cofradía filosófica queenseña y como partido que agita si caído, y oprime si vence-dor y triunfante»274. Carrasquilla atribuía al cesarismo y las ideassurgidas de la Ilustración francesa todos los males que sacudíanlas relaciones entre la potestad espiritual y la política que his-tóricamente en el medio hispánico habían sido de concordia ytrabajo en común por el desarrollo de los pueblos y las almas.

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273 Ibídem, p. 12.274 CARRASQUILLA, Rafael María, «La Iglesia y el Estado en Colombia», El

Repertorio Colombiano, 1886, n.º 2, p. 111.

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En la imaginación de Rafael María Carrasquilla, a la sazónministro de instrucción pública en la Regeneración, la Coloniaaparecía como tiempo de paz y fructífera colaboración entreambos poderes. La férrea unión entre la cruz y el trono duran-te el reinado de los Reyes Católicos que «en toda ocasión semostraron hijos obedientes de la Sede Apostólica», habíahecho posible completar la reconquista y gracias a la inter-vención divina, y de la mano de Cristóbal Colón, expandir lafe católica por el Nuevo Mundo. «Dios, a su turno, premió labizarría y esfuerzo castellanos entregándoles, amén del territo-rio que palmo a palmo les arrebataron a los moros, un nuevomundo muy [sic] más rico y hermoso y vasto que el antiguo»275.

Ese amén de monseñor Carrasquilla —un además catequi-zado— encierra un giro coincidente con las tesis que hemosvisto en Valenzuela. La providencia había entregado a la biza-rría castellana además del territorio reconquistado un nuevomundo. Nuevamente se dibujaba una imagen que amalgama-ba en el mítico año de 1492, la forja definitiva de la identidadhispánica, que si bien había iniciado en tierras americanas trasel descubrimiento, tenía su cuna en los reductos montañososdel norte peninsular desde los cuales don Pelayo había princi-piado la reconquista del solar patrio. Es importante destacaresta idea, si bien la civilización hispánica comenzaba en tierrasamericanas con la llegada de las huestes españolas, la identi-dad que traían, que se convertiría en la matriz de la identidadnacional colombiana para los letrados regeneradores, habíanacido en el crisol guerrero y católico de los primeros cristia-nos peninsulares que desafiaron el dominio musulmán.

Esa semilla hispánica era la que había florecido en Américaen la raza, en la historia, en la lengua traída por los conquis-tadores, pero también, en la luz de la civilización cristiana pro-yectada por los misioneros sobre esas tierras que no conocíanla gracia divina. La labor evangelizadora de los misionerosmerecía gratitud general, en el caso colombiano especialmen-

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275 Ibídem, p. 120.

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te por la fundación de Santa Fe de Bogotá: «A los hijos de San-to Domingo y San Francisco corresponde, antes que a nadie,el mérito de haber fijado la cruz en tierra granadina; y en todopecho donde la hidalguía y la gratitud no hayan muerto, vivi-rán los nombres de fray Domingo de las Casas, fray Jerónimode Loasia, y fray Juan de Quevedo, mientras brille entre nos-otros la fe de Jesucristo, y hierva en nuestras venas la sangreque nos trasmitieron nuestro padres»276. Tras los primeros pasosen la cristianización había correspondido a los jesuitas encar-garse de la educación en el nuevo reino, con la especial dedi-cación y calidad que distinguía a figuras como Cristóbal de Torreo Bartolomé Lobo Guerrero haciendo de Bogotá, «de nuestra reti-rada y solitaria capital un trasunto en pequeño de Salamanca ode Alcalá».

Y por si todo esto aún pareciese poco, las gratas relacionesentre los dos poderes se signaban en el prurito con el que seseleccionaba al clero que debía marchar a América, escogidoentre lo mejor de las diócesis peninsulares a las que despuésregresaban tras cumplir su misión: «Muchos obispos de los queilustraron nuestras sedes fueron después a los arzobispados deSevilla, Santiago y Granada». Todo esto hacía que hasta llega-do «el malhadado siglo XVIII», la Colonia fuese en la mente deCarrasquilla un edén de entendimiento, respeto y prosperidadentre las dos partes: «Regían entre nosotros las mismas leyesque en España en lo tocante a las relaciones entre los dospoderes, salvo ciertas disposiciones secundarias concernientesa las Iglesias de las Indias; y acá, lo mismo que en la madrepatria, la cordial armonía entre lo civil y lo eclesiástico fue ori-gen fecundo de bienes para entrambas potestades»277.

Más allá de que Rafael María Carrasquilla construyese unexcelente relato de ficción sobre las relaciones entre la Iglesiay la Monarquía durante la Colonia278, esta imagen arcádica le

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276 Ibídem, p. 120.277 Ibídem, p. 121.278 Para conocer «la cordial armonía entre lo civil y lo eclesiástico» que carac-

terizó los encuentros entre la Monarquía y la Iglesia entre los siglos XVI y el XIX,

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servía para denunciar los males que con la llegada de laRepública sufría la Iglesia colombiana, localizados en las inje-rencias del poder civil apropiándose de las prerrogativas delpatronato real y las expropiaciones de bienes eclesiásticos, asícomo la enseñanza irreligiosa encarnada por el materialismosensualista de Tracy y el utilitarismo de Bentham. El listado deagravios que se habían perpetrado en tiempos republicanos eraamplio: desde la supresión del fuero eclesiástico, a la expulsiónde los jesuitas, hasta llegar a promulgar en 1863, «una de lasconstituciones más impías que haya tenido pueblo alguno».Todos ellos eran desgraciados ataques que alejaban al pueblocolombiano de la creencia que mejor representaba su ser colec-tivo y de la cual la Iglesia era la encargada de su custodia.

En la celebración del primer centenario de la Independen-cia, en el sermón conmemorativo desde la Catedral de Bogotá,el prelado describía la fundación de la ciudad el 6 de agostode 1538, como el inicio de la civilización hispánica en suelogranadino. Fundación que tomaba carta de efecto en la misaque el dominico Fray Domingo de las Casas había celebradoen plena naturaleza, «de retablo, los árboles del bosque; deincienso, los aromas del campo». El cuadro que pinta Carras-quilla desborda sentimentalismo: cuando los españoles searrodillan frente a la hostia, los indios los siguen, «se postranen el polvo, y luego unen los sonidos de sus fotutos y caraco-les al estruendo de los parches y cornetas de sus irresistiblesvencedores». En esa imagen, cobijados por la palabra de Dios,indígenas y españoles se unían en una misma condición, la decreyentes. El nacionalismo, siempre tan necesitado de ritualesy fechas conmemorativas donde confluyan los tiempos pasa-dos con los proyectos de futuro, convertía el 6 de agosto en elalumbramiento de la civilización cristiana, la misma capaz dereunir en su seno, de unir en una misma creencia, la dispari-

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recomendamos encarecidamente el libro de FARRISS, Nancy M., La Corona y elClero en el México Colonial 1579-1821. La crisis del privilegio eclesiástico, México,Fondo de Cultura Económica, 1995. La autora muestra las continuas y furibundasbatallas jurídicas que enfrentaron al regalismo del Estado contra una Iglesia afe-rrada a sus fueros eclesiásticos en el México colonial.

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dad de las razas humanas. Sin embargo, la particularidad delpensamiento de Carrasquilla es que convertía a la Iglesia en elactor principal de la civilización en Colombia:

Aquel día Cristo, hijo de Dios, Cristo redentor de los hom-bres, Cristo civilizador de la tierra, tomó posesión de estascomarcas para no abandonarlas jamás. Y siguió reinando en lostres siglos de la colonia, y venciendo la codicia de conquista-dores y encomenderos y las justicias de presidentes, y oidores,y virreyes, mediante la acción redentora de la Iglesia. Ella abriólos caminos por donde transitamos todavía, fundó nuestras ciu-dades y villas, levantó las iglesias en que oramos, los colegiosdonde aprendimos, los hospicios y hospitales, y asilos que dana los infelices el pan del alma y el cuerpo. La Iglesia fundó allado de cada iglesia parroquial una escuela, al lado de cadaconvento una universidad. Díganlo la Javeriana, dirigida por lospadres jesuitas; la Tomística, regentada por los hijos de SantoDomingo Guzmán. Y ella creó los dos colegios insignes de SanBartolomé y el Rosario, por manos, el uno, de don BartoloméLobo Guerrero; el otro, del Maestro Fray Cristóbal de Torres,arzobispos entrambos de esta sede bogotana, y fue maestra delsacerdote José Celestino Mutis, introductor del moderno saberen nuestra patria. Los padres de la Compañía de Jesús trajeronal Nuevo Reino la primera imprenta. ¡Gloria inmortal a esos ilus-tres obreros de la civilización y del progreso!279.

Estos obreros de la civilización, además habían traído eldiscurso de base para crear los requerimientos intelectualesnecesarios para la Independencia, puesto que el cristianismodenunciaba la servidumbre y proclamaba la igualdad entre loshombres. La generación independiente formada en sus cole-gios: «Habían leído en los libros de Suárez, el eximio, que elpueblo tiene soberanía delegada de Dios, y que todo manda-tario alcanza su autoridad del consentimiento popular tácito oexpreso»280. De esa manera, la Iglesia se constituía en el actor

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279 CARRASQUILLA, Rafael María, La santa fe católica de España, nombre deBogotá, op. cit., pp. 182-183.

280 Ibídem, p. 183.

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fundamental de los dos procesos que se consideraban másdeterminantes de la Historia de Colombia: la conquista y colo-nización, y la Independencia: «Llegó el día, señalado por laProvidencia, en que las colonias españolas alcanzaron lamayor edad, y con ella el derecho de gobernarse por sí pro-pias»281. Estas palabras pueden enmarcarse en la ofensiva ideo-lógica internacional que había emprendido la Iglesia de lamano de Pío IX tras el Primer Concilio Vaticano de 1870. LaIglesia se presentaba en Colombia como una institución: «[…]que había desempeñado un rol único en la consolidación dela colonia y en suavizar la avaricia de los conquistadores.Promulgaba que el bautismo conllevaba una identificación conun status de «civilización» y que el rechazo a la Iglesia signifi-caba adoptar un status de «incivilización» y era comprometersecon la barbarie»282. Pero hacia donde también apuntaban era abuscar en el pasado las pruebas de su incomparable labor enla construcción de la nación colombiana, perseguían antes quenada instituir una representación histórica en la que no fueseposible pensar lo colombiano por fuera de lo católico.

En esa reconstrucción católica del pasado, la identidad cul-tural transnacional que construía el discurso hispanoamericanis-ta brindaba los mecanismos discursivos para fundir el catolicis-mo a la identidad nacional. La hispanización de la sociedadcolombiana, de su pasado, era considerada como una de susprioridades puesto que representaba la adhesión a un corpusde valores, mitos y creencias en los que la religión jugaba unpapel protagónico. Para la jerarquía eclesiástica España habíasido la nación católica por excelencia, de su mano había cru-zado el océano la palabra de Jesucristo y con su espada sehabía defendido contra las herejías de la reforma. Por eso,todo lo que tendiera a fortalecer la identificación con lo his-pánico redundaba en últimas en su beneficio. Las formas depoder político que patrocinaban los letrados eran de plenaasociación entre el poder temporal y el espiritual, legitimadas

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281 Ibídem, p. 183.282 ABEL, Christopher, op. cit., p. 29.

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a través de un pasado marcado por el inicio de los tiemposcivilizados cuando en las playas americanas Colón plantó laCruz y el estandarte de Castilla. Por eso, algunos de los másexaltados hispanoamericanistas, como Rafael María Carrasqui-lla, pertenecían al alto clero. El panhispanismo aseguraba a laIglesia un puesto preeminente en la comunidad que imagina-ban las naciones hispánicas.

La literatura era otro de los medios por los que se difundíael discurso hispanoamericanista, o mejor dicho, la representa-ción sobre la literatura colombiana estaba empapada de his-panoamericanismo. En el aspecto religioso que nos ocupa,Carrasquilla destacaba la literatura mística como uno de losgéneros más propios de lo español, género que en tierrascolombianas destacaba por la figura de Francisca Josefa delCastillo y Guevara. A la «madre Castillo», dedicó el prelado sudiscurso de ingreso a la Academia Colombiana de la Lenguaen 1890, ocupando el lugar vacante dejado por Sergio Arbo-leda. Para el autor, la mística encarnaba la rama del arte mássublime y pura de todas las posibles, puesto que emanaba delcontacto directo con Dios. En este campo no había nación quepudiera rivalizar con la española, su propio carácter la predis-ponía para que sus escritores revelasen la palabra «de loslabios angelicales aprendida»:

Para legítimo orgullo de cuantos pertenecemos a la familiaespañola y hablamos la lengua de Castilla, España entre lasmodernas naciones aventaja a las demás por el número y cali-dad de sus autores místicos; de suerte que no hay idioma vivoque a los nombres de San Juan de la Cruz y Santa Teresa pue-da oponer otros sin desdoro. Esta primacía, extraña a primeravista, no es muy difícil de explicar. La mística necesita antetodo fundarse en creencias firmísimas, en dogmas claros yciertos, cual sólo existe en el seno de la Iglesia católica; comoel ave ha menester punto de apoyo antes de alzar el vuelo; yes sabido que la raza española de todas se distingue en lopuro y firme de su fe, y es refractaria a la herejía, nunca esta-blecida sino de un modo pasajero y accidental en su seno.Obsérvese también cómo el florecimiento de la mística coin-

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cidió con la mayor gloria política, literaria y científica de laMadre Patria. En el siglo XVI, cuando en España había tantovaronil y levantado, lo difícil era no sentirse un hombre capazde realizar prodigios; en nuestra época la mezquindad refina-da y culta en que vivimos empequeñece a los individuos yafloja y desgarra los caracteres283.

Esos caracteres de la raza española eran para Carrasquillaun don divino concretado en un desprecio de los interesesmateriales, la abnegación, el sacrificio, la delicadeza para apre-ciar la belleza en todas sus formas, pero sobre todo, una len-gua capaz de expresar los pensamientos más complejos, subli-mes y profundos. Estos caracteres fueron los que con lacolonización española hicieron posible el desarrollo de la mís-tica en América. Ahora bien, al concebir la mística como ungénero que escapaba a lo meramente literario, al presentarlacomo un fenómeno que sólo se daba en pueblos uncidos porla gracia de Dios, lo que era deseable era propender a sufomento, pues ella en sí misma era prueba de la magnificen-cia divina para con un pueblo. Al final de su discurso,Carrasquilla ofrecía las claves para el retorno de la mística:

Si nos persuadimos algún día de que los dioses entre losciudadanos son delito de lesa patria; si la filosofía cristianaconserva el puesto que ha reconquistado en los que habíansido por doscientos años sus dominios; si Cristo sigue reinan-do en la legislación y las costumbres, la juventud, nutriéndo-se a un tiempo con la leche de la doctrina cristiana y la mielde los estudios clásicos, cuando nos acordemos de que sien-do españoles por raza, lengua y creencias, española ha de sernuestra cultura, las disciplinas literarias que ha florecido encorto radio, y en medio ahogadas por abrojos, darán de síinusitado esplendor, y brotará de nuevo la mística; que sobranaquí almas que conozcan la verdad y amen el bien y admiranla belleza, y sólo esperan que fecunde sus labores el frescorocío de la mañana y los rayos benéficos del sol284.

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283 CARRASQUILLA, Rafael María, Sermones y discursos escogidos del doctorRafael María Carrasquilla, op. cit., p. 366.

284 Ibídem, p. 383.

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Si como españoles que eran los colombianos por raza, len-gua, creencias y cultura podía ser posible el retorno de la mís-tica al solar patrio colombiano como regalo de la gracia divi-na, como españoles también había de seguir la Iglesia en latarea comenzada cuatro siglo atrás de civilización y redenciónde los pueblos bárbaros. Desde el discurso hispanoamerica-nista encontraba la Iglesia uno de sus referentes principalespara con la nación colombiana, la evangelización de los sal-vajes. El cuerpo eclesiástico entraba así de lleno en uno de losprincipales proyectos nacionales implementados por la Rege-neración: la incorporación a la vida civilizada de los pobla-dores de los desiertos colombianos. Si la nacionalidad colom-biana debía su raíz al catolicismo, el primer paso hacia laciudadanía era el bautismo.

2.4. EL IMPERIALISMO INTERIOR Y LAS MISIONES EVANGELIZADORAS

Ya hablamos en este capítulo sobre la importancia quetenía el imperialismo para fortalecer el sentimiento nacional deaquellas naciones que se expandían más allá de sus fronteras.La colonización y dominio de otros pueblos y territorios era unmecanismo de adhesión de los ciudadanos para con el Estadoque alentaba tales empresas, era una prueba de la supervi-vencia de los más fuertes y una forma de mostrar la existenciade un colectivo nacional capaz de llevar a cabo un fin com-partido por todos. El imperialismo se constituyó en una prue-ba de la superioridad de la nación, en un proyecto común enel que las tensiones interiores de la sociedad se diluían en unaimagen autocomplaciente de pueblo conquistador y fuertecapaz de portar e imponer la luz de la civilización en las tie-rras sometidas a la oscuridad de la barbarie. Esta función delimperio como cemento de la nacionalidad, como instrumentocohesionador de la población es destacada por historiadoresdel nacionalismo ya citados como Hobsbawm y Álvarez Junco.

Aunque a priori pudiera parecer que era un agente nacio-nalizador del que sólo podían gozar las grandes potenciasimperialistas, lo que observamos en esta investigación es que

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actuaba también en escalas menores. Así como había un impe-rialismo de grandes dimensiones que se abalanzaba sobreextensos territorios, que desde unas naciones se expandía anivel planetario como en el caso inglés o francés, había otrotipo de imperialismo que se aplicaba al interior de la nación.Como recogen los trabajos de Múnera, Rojas y Arias Vanegas,las categorías del discurso civilizador, con las que se constru-yó el ideal nacional durante el siglo XIX, implementaban unasformas de colonialidad interna en las que el racialismo perfi-laba un orden de diferencias regionales y poblacionales jerar-quizadas por la escala de los parámetros civilizadores que losletrados emplearon para legitimar su poder y arrogarse la cimade la escala social. No es descabellado, pues, afirmar que sidesde el paradigma civilizador se forjó una colonialidad inter-na, también en nombre de la civilización se reprodujeron losesquemas del imperialismo a escala nacional. A fin de cuentas,el núcleo que sustentaba el imperialismo era la expansión, eldominio y la imposición de una imagen autodefinida comosuperior, sobre un otro catalogado como bárbaro, como un serinferior. Que en esa misión se recorrieran miles y miles dekilómetros o apenas unos cientos, que se domeñaran imperioso regiones, implica un cambio de distancias pero no de fines.Que ese agente de la civilización fuera un inglés en las selvasde África, o un bogotano en las selvas del Caquetá implica uncambio de escala pero no de función: ambos adelantaban lagran misión universal y ambos trabajaban por el bien supremode su nación.

Desde esta óptica deben contemplarse las misiones evan-gélicas que, tras la firma del Concordato en 1887 entre elVaticano y el régimen de la Regeneración, se dieron con reno-vado entusiasmo a la civilización, conversión y redención delos salvajes que poblaban los desiertos colombianos. Si el dis-curso hispanoamericanista dotaba a los letrados regeneradoresde una referencia imperial en el plano internacional, el impe-rio espiritual y cultural que reunía a todas las naciones de lafamilia hispánica en torno a una identidad común, también eldiscurso hispanoamericanista proveía las herramientas para

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dotar a la nación colombiana de un proyecto imperialista quecohesionase a todas sus partes en torno a una empresa com-partida: la continuación de la obra civilizadora emprendidacuatros siglos atrás por las huestes y misioneros castellanos.

Desde los núcleos civilizados de la nación colombiana lalabor colonizadora se expandía hasta las últimas tierras indó-mitas del territorio nacional. Era una campaña de afirmaciónde la soberanía nacional frente a las apetencias territoriales deotros Estados como el Perú, y una labor de incorporación alcuerpo nacional de aquellas poblaciones que seguían por fue-ra del curso de la civilización. En un nacionalismo que enten-día como prerrequisitos para la obtención de la ciudadanía laconversión católica y la reducción a la vida civilizada, lasmisiones evangélicas eran el primer frente de batalla del impe-rialismo interior. Las misiones evangelizadoras eran la herra-mienta que empleaban los letrados regeneradores para llevara cabo un proyecto de afirmación nacional que unía a toda lapoblación alrededor de esa empresa eminentemente patrióticay civilizadora. Las misiones eran el arma adecuada para arran-car el estigma de la barbarie en las zonas y en los habitantesdefinidos como salvajes por el paradigma civilizador con elque se construyeron las geografías humanas desde los prime-ros años del XIX, desde que Caldas y Pombo, Codazzi, Pérez,los hermanos Samper, Camacho Roldán y tantos otros carto-grafiaron una Colombia de fronteras interiores, dividida entrezonas y poblaciones civilizadas y salvajes. Nadie mejor que loscapuchinos, franciscanos, jesuitas, dominicos y demás, parallevar a cabo tal campaña civilizadora. En ese proyecto rege-nerador de apropiación efectiva del territorio, se perseguía tan-to la identificación con la empresa universal que adelantabanlas naciones europeas, como restituir al presente uno de lossesgos anclados a la identidad hispánica que se rediseñabadesde el hispanoamericanismo, la continuación de la obraimperial de redención de los pueblos por la mano de la razahispánica, católica, nacida en la lucha de siete siglos contra elinfiel y trasplantada a suelo americano en el mismo año quese culminó la reconquista: 1492.

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Otro aspecto que las misiones revelaban era la indisolublealianza entre el Estado colombiano y la Iglesia Católica. En latarea de extender y consolidar la soberanía nacional en losterritorios de frontera, en civilizar e incorporar a la nación aesas poblaciones, la Iglesia se convirtió en un órgano más delnacionalismo colombiano. Con toda la potencia discursiva queel clero poseía, con toda su influencia en la sociedad colom-biana, el clero se dio a la tarea de catequizar y crear ciudada-nos. Las misiones poseían así un doble significado: fortalecíanel dominio territorial del Estado y reforzaban la cohesión socialde las regiones de vieja colonización, consideradas como lascivilizadas, en torno a las cordilleras andinas. La profusión decampañas para recoger fondos, la cantidad de publicacionessobre los avances de la obra civilizadora, ofrecían el carácterde una misión nacional al conjunto de la población. La nacióncolombiana llevaba a cabo una misión secular, la extensión dela civilización, de la que todos sus miembros podían sentirsepartícipes en alguna medida.

De ahí el nacionalismo furibundo de algunos de los textosde la alta jerarquía eclesiástica. Por ejemplo, el que mostrabaFrancisco Javier Zaldúa, presidente de la Junta Arquidioce-sana Nacional de las Misiones en Colombia, en su texto Evan-gelización y colonización del Caquetá y Putumayo. En unode sus apartados, que recogía una conferencia dictada en laBasílica Primada, el canónigo citaba a la Iglesia como la en-cargada de velar por la Patria, su seguridad y engrandeci-miento. La patria era representada como la otra familia delindividuo, que aunque se regía por idénticos valores de res-peto, autoridad y amor filial a los que debían existir en elhogar paterno, se configuraba en un nivel superior: «Porque lapatria es la unión, la alianza de un pueblo y de una tierra, conuna misma lengua, unas mismas costumbres, una misma reli-gión, una misma frontera sagrada e infranqueable. Unión ínti-ma, estrecha, indisoluble, en que el hombre da y recibe. […]Cada ciudadano tiene en sí algo del presente, algo del porve-nir de la patria. Cada uno va llevando el grano de arena queformará en el porvenir la montaña de futuras grandezas; cada

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cual irá cavando el abismo en que la Patria habrá de sepultar-se»285. Una vez establecida la responsabilidad que cada indivi-duo tenía para con los destinos de su patria, pasaba a refor-mular las convicciones del catolicismo para hacerlasindisociables del patriotismo: «El Dios que me escucha, y regis-tra el fondo de vuestras conciencias, ha sancionado y bende-cido el amor a la patria»286. En su conferencia, Jesucristo setransformaba en el primer patriota, y parte del sufrimiento desu calvario se debía a despedirse de su patria, Jerusalén,preocupado por la suerte que iba a correr en tiempos venide-ros: «Y poco después en la vía dolorosa, al coronar el Gólgotay el ápice del sufrimiento, como para enseñarnos que el dolorpropio nada es y nada vale ante los dolores de la patria,exclama: “Hijas de Jerusalén, no lloréis sobre mí, sino sobrevosotros y sobre vuestros hijos porque los días aciagos seaproximan”»287. En ese maridaje del mensaje religioso y lapatria, en la creación de un nacional-catolicismo colombiano,la misión máxima por cumplir era la extensión de la civiliza-ción a regiones como el Caquetá y el Putumayo, era un deberde los patriotas y una obligación de los católicos:

Es a favor del abandono en que por años y años han per-manecido las regiones del Caquetá y del Putumayo; en elsilencio de sus soledades, bajo la oscuridad de sus selvas, esante la inconsciencia y la debilidad de míseros salvajes, comose ha ido consumando la invasión, ocupando nuestras tierras,tomando nuestras riquezas, quitándonos nuestra herencia. A lasombra de la barbarie y al amparo de la idolatría la línea denuestras fronteras, se confunde, se borra, se estrecha, se vuel-ve movediza y flotante. Atraso y salvajismo, oscuridad y bar-barie, tales son los elementos, tales los recursos, tales los alia-dos de nuestros enemigos. Pues vamos a vencerlos, aarrancárselos; a destruir esos elementos, a inutilizar sus recur-sos, a aniquilar sus cómplices. Vamos a destruir el salvajismo

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285 ZALDÚA, Francisco Javier, Evangelización y colonización del Caquetá yPutumayo, Bogotá, Imprenta de San Bernardo, 1911, p. 11.

286 Ibídem, p. 13.287 Ibídem, p. 14.

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y la barbarie. Corramos a evangelizar esos desgraciados, acruzar de caminos las abandonadas regiones, a descuajar esasselvas, a poblar esas soledades. Volemos a alumbrar la borro-sa línea de las fronteras con la antorcha de la fe, a defender-las con el antemural de la civilización y del progreso288.

Era en esa especie de cruzada católico-patriótica donde eldiscurso hispanoamericanista se insertaba como un marco dereferencia, identidad y legitimación. De la mano del hispano-americanismo esa empresa nacional se encajaba en un conti-nuo temporal de cuatro siglos, el patriota que colaboraba conel éxito de las misiones en el presente era el equivalente alconquistador que había puesto la primera piedra de la civili-zación cristiana en el pasado. Se trataba de culminar una luchasecular que abnegaba las tierras del país, de secundar el lega-do de la herencia hispánica:

Consumemos así la obra empezada hace cuatrocientosaños por los conquistadores; recojamos la herencia que noslegaron nuestros padres, no abandonemos la obra sellada conla sangre de los próceres. Demos la libertad a los salvajes,hagamos una nueva conquista y una segunda independenciavenciendo a la naturaleza. […] Así ha señoreado el Evangeliola tierra, así se han formado las naciones de occidente y adqui-rido adelantamiento y poderío. Así se descubrió y civilizó laAmérica, así recibió Colombia su fe, así llegaron hasta ella lassemillas de su prosperidad. Hace tres siglos que llegó la fe alas comarcas que son hoy objeto de la atención y de la solici-tud nacionales, pero su paso ha sido tardío y difícil, porque enaquel suelo la tierra y el hombre son rebeldes. Pero si elpatriotismo empuja la fe, si esos dos sentimientos concluyensu alianza, entonces se hará en días lo que en siglos no hapodido terminarse289.

Zaldúa, como él mismo decía «desposado a un mismotiempo con su Iglesia y con su Patria», diseñaba algo más quela fusión de la fe y la patria, entregaba a la nación un proyec-

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288 Ibídem, p. 17.289 Ibídem, pp. 17-19.

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to con el que sus ciudadanos debían identificarse, una misiónnacional en la que el discurso hispanoamericanista ejercíacomo referente que dotaba de coordenadas históricas a surumbo, en cuya consecución se fortalecían los lazos de perte-nencia a una comunidad que trabajaba al unísono por la con-secución de unos objetivos comunes: «¿Qué suma será necesa-ria para emprender con éxito y concluir con rapidez lacolonización del Caquetá? […] Chica o grande esa suma, en lamedida de la necesidad se reunirá. El Gobierno, el Congreso,los ciudadanos, el auditorio aquí congregado competirán enlargueza para dar esta prueba de religiosidad y patriotismo»290.

Quien mejor sabía cómo manejar las fibras de la intimidadnacionalista y la tradicional tarea eclesiástica de recaudar fon-dos para sus obras era Leónidas Medina. También para elObispo de Pasto las misiones eran un deber de la sociedadcivilizada, un cometido indisociable de la patria colombianaefectuado por la Iglesia que, como era natural, «es la gran civi-lizadora del mundo». La historia de la Santa Madre Iglesiahablaba por sí sola, legitimaba su fuero civilizador. Así comolos apóstoles habían sido al principio «doce hombres humildese ignorantes, mas luego ilustrados por la luz divina», las misio-nes evangélicas seguían trabajando para difundir la civilizacióncristiana en la que se cifraba la regeneración del linaje huma-no, por erradicar la ignorancia a golpe de luz divina, perotambién por asentar los cimientos de la patria, como decía elobispo: «Empero, tratándose como se trata, de atender a lanecesidad de fomentar las misiones y de cumplir un deberpatriótico, hemos resuelto poner también nuestro granito dearena en esta magna obra, no sólo de utilidad para nuestrasanta religión, sino también de grandes y magníficos resulta-dos para nuestra amada patria colombiana»291. Curiosamente,este sermón era pronunciado en la Basílica de Bogotá por elObispo de Pasto el día 12 de octubre, el día de la fiesta de laRaza patrocinada por los hispanoamericanistas:

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290 Ibídem, p. 22.291 MEDINA, Leónidas, op. cit., pp. 1-5.

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Y, ¡hecho providencial! Celebramos hoy el día del descu-brimiento de América: uno de los más clásicos de nuestra his-toria, en que la Providencia ofrece a los poderosos de Europacampos ilimitados donde extender sus dominios, para llevar,en su nombre, la fe y la civilización a pueblos incultos. Hoy,en memoria de este hecho sin igual en la historia, y en recuer-do de los que sacrificaron sus más caros intereses por darnosreligión y patria, venimos a pediros, señoras, no las ricas joyasque brillan en vuestras cabelleras, ni a vosotros, señores, loscollares, anillos y brazaletes que adornan a vuestras madres,esposas y hermanas, aunque bien pide nuestra amada patriael sacrificio de una parte, al menos, de estas riquezas. Perovenimos a pediros cercenéis siquiera algo de lo superfluo enbeneficio de tan grandiosa obra292.

Así, desde el hispanoamericanismo se legitimó el cercena-miento de algunas joyas superfluas, pero también la negaciónde otras identidades como parte integrante de la nacionalidadcolombiana. Los habitantes de las zonas catalogadas como bár-baras, tales como el Caquetá y el Putumayo, sólo eran asimi-lables a la nación, sólo alcanzaban su estatus de ciudadanos,una vez que habían pasado por el filtro de la conversión civi-lizadora que otorgaba el catolicismo. Desde la jerarquía ecle-siástica, como demuestran las palabras del Obispo de Pasto, eldiscurso hispanoamericanista revelaba la asociación entre reli-gión y civilización, entre la Iglesia y la conquista, entre el con-quistador que domeñó el territorio y el misionero que con-quistó las almas. En esta misma tónica se emplearon ellenguaje, la historia y la raza: para hispanizar el ser nacional,conformar un ideario nacionalista basado en la tradición y lamoral, el orden y la autoridad y proseguir por la senda «natu-ral» y propia de Colombia hacia la civilización. Como pone derelieve Roberto Pineda al referirse a las misiones: «Durante elsiglo pasado y gran parte de la presente centuria, la políticalingüística colombiana estuvo encaminada a imponer el caste-llano y extirpar las lenguas amerindias y criollas en el marco

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292 Ibídem, p. 28.

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de una política general de “civilización” de los “salvajes” y del“pueblo”; efectuada, principalmente, aunque no de forma úni-ca, a través de las misiones católicas»293.

El trabajo ya clásico de Víctor Daniel Bonilla, Siervos deDios y Amos de Indios, señala la importancia que para elEstado colombiano tuvo la política misional de civilización delos salvajes. Por el Concordato y el Convenio de misiones seinstauró un régimen de privilegio para con las misiones cató-licas, con las que el Estado se comprometió plenamente en sudefensa y sostenimiento: «La intransigencia gubernamental enesta materia llegó a ser tal que, a menudo, se prefirió recortaro eliminar gastos improrrogables, a sacrificar las indemniza-ciones y regalías prometidas a la Iglesia»294. Entre 1890 y 1892se dictaron las leyes 103, 72 y 76 mediante las cuales se auto-rizaba la implantación de misiones en todo el país. En 1898 serenovó el convenio y en 1902 se amplió hasta alcanzar lasdimensiones de prioridad nacional. Los compromisos firmadospor el Estado, con la Iglesia, son resumidos por Bonilla en lossiguientes puntos:

La «obligación solemne de proveer, de manera invariable ysin interrupción, a las misiones expresadas de los mediosnecesarios para su vida y crecimiento». Entregar en manos de«los jefes de las misiones la dirección de las escuelas públicasprimarias para varones que funcionen en las parroquias, dis-tritos o caseríos comprendidos dentro del territorio de la res-pectiva misión». El compromiso de «conceder, en los lugaresdonde las hubiere… la cantidad de tierras baldías requeridaspara el servicio y provecho de las misiones, las cuales tierrasse destinarán para huertas, sembrados, dehesas, etc.», nopudiendo exceder de 1000 hectáreas tales extensiones. Laobligación de hacer «el nombramiento de los Jefes civiles enpersonas de todo punto de vista recomendables y reconoci-

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293 PINEDA CAMACHO, Roberto, El derecho a la lengua. Una historia de lapolítica lingüística en Colombia, Bogotá, Ediciones Uniandes, 2000, p. 100.

294 BONILLA, Víctor Daniel, Siervos de Dios y Amos de Indios. El Estado y lamisión capuchina en el putumayo, Cali, Editorial Universidad del Cauca, 2006,p. 109.

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damente favorables a las misiones y religiosos misioneros,oyéndose previamente al Delegado Apostólico […] y siendocausa suficiente de remoción de los empleos del Gobiernouna queja contra ellos del Jefe de la misión, siempre que seafundada en hechos comprobados»295.

El resultado de estas disposiciones, como señala el propioautor, es que significaron una hipoteca sobre los presupuestosdel Estado, otorgando el privilegio educativo a la Iglesia y lanueva concentración de tierras en manos eclesiásticas. Perosobre todo, a futuro implicó justo lo contrario de lo que bus-caba el gobierno: la merma de la soberanía nacional. El nom-bramiento de los funcionarios estatales quedó subordinado alos gustos eclesiásticos y mediante las renovaciones de 1908,1918, 1928, 1953 y 1968, «el dominio político-religioso se exten-dió sobre el 72% del territorio colombiano»296.

Hipotecas estatales aparte, una manera de leer el trabajo deBonilla es ver la influencia que el clero español tuvo en laevangelización del Alto Putumayo, de la mano de capuchinoscatalanes como el prefecto apostólico del Caquetá yPutumayo, el padre Fidel de Montclar. Otro español ya citadoen nuestro trabajo y que también jugó un papel en la tareamisional fue el famoso padre Ezequiel Moreno Escandón,quien participó en la evangelización de los Llanos deCasanare, «especie de país encantado según muchos, dondesólo se encuentran serpientes venenosas, fieros tigres, salvajessanguinarios, enfermedades y muerte»297. Moreno Escandónnarra sus días de catequización por los caseríos y poblados deTrinidad, Pore, Moreno, Tamé, Chire, Orocué, tratando consálivas y guahivos, intentado instruirlos en fe de Cristo, deplo-rando el estado en el que encontró a la población: «Viven, porlo tanto, sin cuidarse para nada de la salvación de su alma, enel más completo olvido de la otra vida; y entregados a bailes,

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295 Ibídem, p. 110.296 Ibídem, p. 111.297 MORENO ESCANDÓN, Ezequiel, Misiones de Casanare, Tunja, Imprenta

del Departamento, s.f., p. 1.

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juegos, a la embriaguez y a la impureza. Inspiran verdaderacompasión esos infelices, que a pesar de vivir como viven,manifiestan buenas disposiciones, y miran y tratan al Sacerdotecon profundo respeto». La relación de su viaje lo que deja enclaro es que las misiones fueron ante todo una empresa civili-zadora y nacional. Tras exhortar a las autoridades eclesiásticas,a quienes dirige su informe, para que hagan todo lo posiblepor ampliar en la zona la misión evangélica enviando másmisioneros y recursos, las razones que aduce son: «Cada infiel,por consiguiente, que los Misioneros reduzcan a la vida civili-zada, es un ciudadano útil que proporcionan a la república, ycada paso que den, avanzando por los territorios que ocupanlos infieles, es un pedazo más de terreno que de hecho dan ala Nación»298.

Pero a la par de la fusión entre Iglesia y Estado, patria ycatolicismo, un vivo ejemplo de cómo el discurso hispanoa-mericanista se infiltraba en la empresa evangelizadora y civili-zadora de las misiones y la influencia directa que tuvieron losprelados españoles en las tareas civilizadoras, nos lo presentael texto en honor de Fray José María de Valdeviejas, leído ensu funeral en la Catedral de Santa Marta el 29 de abril de 1891por el presbítero Pedro Espejo. José María de Valdeviejas,sacerdote español, había sido el Padre Superior de las misio-nes en la Guajira, Sierra Nevada y Motilones, y era pertene-ciente a la orden de los Capuchinos. En palabras de Espejo,era un redentor de los infelices que «aún viven en las tinieblasdel error y la superstición»; hombre que llevaba en lo profun-do de su alma «aquella religión del cristianismo que ha civili-zado al mundo, echado por tierra las falsas divinidades y obli-gado a conocer su Creador», en definitiva, «un atleta de lareligión de Jesucristo».

La biografía que narra Espejo se parece más a la de santoque a la de un misionero, el objetivo era reconstruir la vida delpadre capuchino como un modelo de virtud que pudiera ser

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298 Ibídem, p. 4.

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imitado por los jóvenes seminaristas que poblaban el recinto.Sin embargo, hipérboles hagiográficas aparte, lo interesantedel texto son dos apuntes claros, nítidos y contundentes. Elprimero es la vehemencia con la que Pedro Espejo muestra elejercicio misionero como parte del curso de la civilización. Lapoblación no católica de la Guajira, Sierra Nevada y Motiloneses catalogada de bárbara, salvaje e infiel, pero además, sobretodo, ignorante. Ese estado era una condición de su aisla-miento, de que la palabra de Dios no hubiera podido llegar asus oídos, cuando lo hizo la conversión y la civilización irrum-pió de una forma fluida: «Él quería sufrir por Jesucristo y ser-virle a Jesucristo en aquellos infieles desgraciados hijos suyosque no le adoran porque no le conocen, quería ir a despeda-zar la coyunda con que el demonio liga a esos infieles que nohan visto la luz de la civilización y sacarlos de tan lamentableestado […]»299. El siguiente punto destacado era que Españaseguía jugando un papel fundamental en la civilización deAmérica, cuatro siglos después de iniciar aquella empresa elclero español desparramado por las misiones evangélicas con-tinuaba en ese empeño bendecido por las palabras de Dios.Por tanto, en las honras a Fray José María de Valdeviejas, habíaun espacio reservado para venerar el destino providencial deEspaña en la obra universal:

¡Salve! oh católica nación española que generosa extendéisvuestro brazos vigorosos para recibir en ellos pueblos ignotospara ofrecerlos a la Iglesia de Jesucristo; y todavía continuáisenviándonos esa multitud venerable de ungidos del Señor,que a semejanza de un Pedro Claver, de un Luís Beltrán y deun Luís Vero, reparten con caridad la palabra civilizadora delEvangelio en bosques semejantes a los que aquellos bizarrose intrépidos Misioneros, les tocó instruir y civilizar. Salve ¡ohmadre patria! que con generosidad nos comunicasteis vuestrascostumbres y esa religión de la cual habéis sido en todos lostiempos fiel depositaria, y con fe y amor la habéis cumplido y

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299 ESPEJO, Pedro, Honras al reverendo padre superior de las misiones deGoajira, Sierra Nevada y Motilones, Fray José María de Valdeviejas, Santa Marta,Imprenta de Juan B. Cevallos, 1891, p. 8.

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vigorizado cada vez más. Vuestro celo por la felicidad de nues-tra República no se ha extinguido al través de las edades,cuando todavía nos enviáis vuestros hijos, esos Franciscanos,entusiastas propagadores de la fe católica y vanguardia de lacivilización para venir a plantar el estandarte de la Cruz en losbárbaros territorios que después de ocho décadas no hemospodido catequizar300.

Este fervor hispanoamericanista asociado a las misionesevangelizadoras era también el que guiaba a Antonio JoséUribe, cuando en 1924 publicó El fomento de las misiones y lacolonización. En ese libro recogía todos los textos que desde1900 a 1924 había escrito sobre las misiones católicas, como Mi-nistro de Estado y Relaciones Exteriores (1901), de InstrucciónPública (1904), o como Presidente de la Cámara de Repre-sentantes (1912), Senador, profesor universitario y publicista.En su texto se realza el papel de las misiones evangelizadorasen la expansión de la fe católica y la consolidación de los terri-torios nacionales. También destaca el trabajo que cumplen losmisioneros recopilando datos sobre las formas de vida entrelos indígenas, sobre todo los estudios sobre las lenguas aborí-genes de Rafael Celedón y su Gramática y vocabulario de lalengua guajira, publicada en 1870; o Pedro Fabo y su Idiomasy etnografía de la región oriental en Colombia y tambiénManuel Fernández y Marcos Bartolomé por su Gramática his-pano-goahiva publicada en Bogotá en 1895. Sin embargo, elhecho principal que resalta de los misioneros y la labor evan-gelizadora es la extensión de la civilización cristiana enAmérica, acontecimiento imprescindible según el autor para sudesarrollo. De la mano de una pregunta retórica, ¿Y qué hanhecho en nuestra patria?, Uribe expone claramente su visiónsobre el aporte de la evangelización para Colombia:

Su obra admirable empieza con la de los conquistadoresque, en el primer tercio del siglo XVI, desembarcaron en lasardientes playas de Santa Marta y Cartagena, que penetraron

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300 Ibídem, p. 15.

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luego en el interior del Nuevo Reino y llevaron su esfuerzohasta las márgenes septentrionales del Amazonas. Desde lostrabajos heroicos de San Luís Beltrán y San Pedro Claver, ennuestro Magdalena, del Padre Fray Domingo de Las Casas,en el interior del país, y de tantos otros que hicieron posible—sin más armas que la Cruz y el Evangelio— la obra de lacolonización española, hasta quienes actualmente permiten ala República, en las dilatadas y mortíferas comarcas limítrofescon los Estados vecinos, consolidar nuestro dominio sobera-no, su historia se confunde asimismo con el origen y el desa-rrollo de nuestra nacionalidad301.

Este punto era clave: consolidación del territorio nacional ydesarrollo de la nacionalidad. En las misiones se daban cita,pues, varios elementos constituyentes de la identidad colom-biana. Por un lado, la ejecución efectiva de la soberanía nacio-nal en territorios catalogados como marginales, de tensión yrivalidad con otros Estados. Pero también, la incorporación ala ciudadanía colombiana de buena parte de la población, através de la conversión religiosa y la incorporación a la vida«civilizada». Este último aspecto era la continuación de unaobra «nacional y civilizadora» iniciada cuatro siglos atrás con lallegada de los conquistadores a las ardientes playas de la CostaAtlántica. Conversión religiosa, civilización y nacionalidad ibande la mano: «Hoy trabajan simultáneamente, en su ardua laborde ganar ciudadanos para la patria colombiana y almas para elcielo […]».

En esa patriótica labor se daban cita los Padres Capuchinosen la Goajira y el Caquetá; los Carmelitas en el Urabá; losPadres del Corazón de María en el Chocó; los Jesuitas en elMagdalena; los Eudistas en el Sarare; los Lazaristas en Arauca;los Candelarios en el Casanare y la costa del Pacífico y losMaristas en el Vicariato de San Martín; con la colaboración deórdenes de religiosas como las Madres Capuchinas, las Herma-nas de la Caridad o las Madres Franciscanas. Dentro del ima-

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301 URIBE, Antonio José, El fomento de las misiones y la colonización, Bogotá,Imprenta de «La Cruzada», 1924, p. IV.

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ginario nacional todas estas regiones quedaban clasificadascomo zonas de barbarie a redimir. El discurso nacional, quenecesita tanto crear una ficción de homogeneidad como deheterogeneidad, creaba la diferencia para legitimar unas zonasde privilegio, preferentemente la zona andina templada y fría,frente a espacios subordinados, de exclusión, zonas de junglay calor extremo. La creación de espacios «salvajes» desde el dis-curso nacional, respondía a la necesidad de los letrados delegitimar su posición de privilegio como forjadores de lanación y defensores de la civilización occidental y cristiana. Elconsorcio de la Iglesia y el Estado en la construcción de lanacionalidad era indispensable pues la conversión religiosa yla ciudadanía eran indisociables:

Es que actualmente en muchos pueblos la idea del apos-tolado se despierta y fermenta, y es bien sabido que la con-quista moral por los misioneros ha precedido siempre a laexpansión nacional, a la colonización efectiva, como lo com-prueba la historia de las naciones más civilizadas del mundo.[…] Las leyes que felizmente rigen en Colombia sobre fomen-to de las misiones católicas, están íntimamente vinculadas aaltísimos intereses de la civilización cristiana y son el mediomás eficaz de consolidar nuestro dominio soberano en losconfines de la República. Velar porque ellas se perpetúen yporque en todo tiempo se cumplan y ejecuten por los pode-res públicos, será servir dignamente a la Iglesia y a la Patria302.

En las misiones, la Iglesia creaba a los patriotas a golpe debautizo y ejerciendo su fuero tradicional, la educación: «En losdocumentos consultados por vuestra Comisión consta que enaquella comarca los niños que la habitan, que serán luchado-res del mañana, ya hablan nuestro idioma, conocen las nocio-nes elementales de Religión, Historia Patria, Lectura, Escrituray Aritmética; que, en medio de la selva, aquellas almas infan-tiles cantan con entusiasmo los marciales acordes del HimnoNacional colombiano, y que por dondequiera la escuela se

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302 Ibídem, p. VII.

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levanta al lado de la Iglesia una y otra coronadas por la cruzde Jesucristo»303.

Desierto es un concepto clave para entender cómo se cons-truía la subordinación y la inferioridad en esas amplias zonasantes citadas. En numerosos escritos sobre las misiones se re-pite que las labores de evangelizar a los indios ocurrían en losdesiertos de Colombia. Antonio José Uribe, como tantos otros304,así lo sostenía: «Bien conocéis, honorables Representantes, losheroicos y prodigiosos esfuerzos realizados en los desiertos dela actual Colombia, durante los siglos XVI, XVII y XVIII, porlos Reverendos Padres Dominicos, Franciscanos y Jesuitas, afavor de las tribus indígenas, en la obra de la civilización cris-tiana»305. Esa imagen de desierto, independientemente de laescasa o abundante población que habitase esos territorios,creaba la ficción de espacio extremo, de frontera, de territoriovacío e indómito, que condenaba a sus habitantes a ser el«otro» salvaje que rescatar para la patria y la civilización. A lavez fijaba unas categorías regionales ancladas en la superiori-dad del centro andino urbano y la inferioridad del desierto enplena naturaleza virgen. Así los denominaba también JoséAntonio Plaza en su Memoria para la Historia de la NuevaGranada, citado por Uribe: «Los trabajos y afanes de estosoperarios de los inmensos desiertos y bosques del Meta, delCasanare, del Orinoco, del Marañón y otros, son casi porten-tosos»306. No deja de ser curioso que párrafos más tarde el pro-pio Uribe afirme sobre uno de esos desiertos: «[…] y la SantaSede creó la Prefectura Apostólica del Caquetá, que compren-de el territorio de los Departamentos del Cauca, Nariño yTolima, con una población indígena que algunos hacen subir

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303 Ibídem, p. 13.304 Por ejemplo, Florentino Calderón, que en 1902, publicaba Nuestros des-

iertos del Caquetá y el Amazonas, una breve relación sobre las riquezas y posibi-lidades que encerraban el Caquetá y la cuenca amazónica. La descripción comodesierto se repite también en los textos de Ezequiel Moreno Escandón.

305 URIBE, Antonio José, op. cit., p. 5.306 PLAZA, José Antonio, «Memorias para la Historia de la Nueva Granada», en

URIBE, Antonio José, ibídem, p. 5.

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a doscientas mil almas, pero que en ningún caso baja de cin-cuenta mil»307. Sin embargo, lo que se ocultaba bajo la deno-minación de desiertos, eran descripciones como la que sigue:

Ahora bien: por demorar aquellas regiones en las zonascálidas, en donde se embota el vigor del espíritu y como queflaquea la virtud; por hallarse tan lejos de los auxilios de laReligión, de la vigilancia de la República y aisladas de la vidacivil, fácilmente acaece que las gentes que allá llegan, si noson de costumbres depravadas, en breve comienzan a perver-tirse, y después, rotos los vínculos del derecho y el deber, seentregan desenfrenadamente a los vicios. Ni se detienensiquiera ante la delicadeza de la edad o del sexo: da vergüen-za mencionar las torpezas y delitos perpetrados en la adquisi-ción y tráfico de mujeres y niños, pues a semejantes crímenesles van muy en zaga los últimos excesos de la corrupciónpagana308.

La idea de continuar una obra de siglos era, además de unaforma de legitimación de las acciones misioneras, una manerade insertarse en un continuo histórico civilizador. Los letradoscolombianos al firmar el Concordato con la Santa Sede en 1887y ampliar los convenios de misiones en 1898 y 1902 encontra-ban una misión histórica que continuar: la reducción de lossalvajes, una campaña para fortalecer la nación colombiana ymedio para reivindicarse como elite nacional. Ellos, en la tran-sición del XIX al XX, se identificaban como grupo social deprivilegio, sosteniendo las riendas que sujetaban al país haciala civilización cristiana, tal como sus antepasados habíanhecho desde el XVI; eran la vanguardia civilizada que tras cua-tro siglos seguía peleando contra los estigmas de la barbarieque retrasaban la marcha del progreso, los herederos de lamisión universal de la civilización hispánica. En su discurso,Uribe define así a los misioneros: «Son las antiguas falanges, lasde los siglos pasados, que han recobrado y levantado sus anti-

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307 Ibídem, p. 10.308 Ibídem, p. 14.

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guos estandartes»309. En este tipo de acciones residía el núcleode su identidad como elite al interior y al exterior de Colom-bia. Dentro, eran los poseedores del discurso que caminaba ala par de los tiempos modernos, se autodefinían como los rec-tores de la sociedad. Fuera, eran la punta de lanza de la civi-lización occidental, los abanderados de los discursos europeosen territorio enemigo, la voz de esas voces del otro lado delAtlántico, siempre tan lejanas y a la vez tan sentidas como pro-pias. «Todo, pues, honorables legisladores: el sentimiento reli-gioso, el amor al país, la imperiosa necesidad de consolidarnuestro dominio soberano, nos obliga a favorecer, antes queninguna otra aquella nobilísima empresa, que será seguromedio de conquistar las simpatías del orbe civilizado y de sal-var la Patria»310.

Para que esta labor no se detuviera, el Congreso colombia-no mediante la Ley 14 de 1912, expedida el 18 de septiembre,se comprometía a entregar a perpetuidad una suma anual decien mil pesos de oro a la Junta Arquidiocesana Nacional delas Misiones de Colombia. La importancia que se le daba a esapartida fue tal que el artículo segundo sancionaba que esasuma de cien mil pesos era «[…] de preferencia a cualquier otradestinada a las obras de fomento»311. Esta disposición eraentendida por Uribe como fundamental para el Estado-nacióncolombiano: «Así pues, la ley sobre auxilio a las misiones, aperpetuidad, debe considerarse como uno de los cánones fun-damentales de nuestras instituciones»312. Uribe lamentaba envarios pasajes la expulsión de los jesuitas como una de lasrazones del atraso y el salvajismo en regiones que de su manohabían iniciado la senda de la civilización. Sin embargo, fueJosé Manuel Groot, quien más claramente expuso la terriblefalta que supuso la ausencia de la Compañía de Jesús en aque-llas zonas. Haciéndose eco de las palabras del gobernador del

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309 Ibídem, p. 9.310 Ibídem, p. 15.311 Ibídem, p. 16.312 Ibídem, p. 24.

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Casanare, que reproducía en su texto Las misiones delCasanare, el advenimiento de la república era considerado undesastre para la civilización en aquellos territorios:

Es un hecho irrevocable que la independencia de la MadrePatria, consumada en Sur América por los esfuerzos bienha-dados de nuestros padres, ha sido una de las causas másdeterminantes entre las que han influido sobre la mala suertede Casanare. Sábese muy bien cómo el Gabinete español, bajolas inspiraciones de algunos Virreyes, interesados en el lustrey progreso de la Colonia, dedicó larga y provechosa atencióna la tarea de realizar en estas regiones, cuyo porvenir oteaba,un vasto y sapientísimo sistema de colonización. Echose manode los sacerdotes de la Compañía de Jesús, varones de espíri-tu que, obrando con absoluta prescindencia de las Encomien-das, planteando un método fraternal y sencillo, y aptos por sucelo y, más que por otra cosa, por su inteligencia, lograronechar las bases de establecimientos prósperos, que más luego,en el curso ascendente de su desarrollo, fueron elevándose alrango de ciudades y villas importantes, nutridas de indígenasreducidos, contentos de su nueva vida y honrados por el tra-bajo. […] Tamaño vuelo vino a cortarse súbitamente con elafamado golpe, largo tiempo rumiado por los ministrosAranda y Pombal, verdaderos señores de la Península y suscolonias, golpe que fue de decisivas y mortales consecuenciaspara Casanare. […] y desde entonces este importantísimo ramosufrió decadencia, hasta que la revuelta de 1810, tan grata yfecunda en bienes para la América en general, le dio fin y re-mate abriendo a Casanare la serie de sus atrasos y desastresno interrumpidos hasta la fecha313.

Groot discrepa con el gobernador, cuyo nombre no apare-ce en el artículo, en la valoración negativa con la que descri-be a los Padres Candelarios, continuadores de la obra de los

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313 GROOT, José Manuel, Dios y Patria. Artículos escogidos, Bogotá, CasaEditorial de Medardo Rivas, 1894, pp. 136-138. El artículo «Las misiones enCasanare» fue publicado por primera vez en El Catolicismo, en el número 286, en1857; la edición citada es la aparecida en la publicación que recogía los artículosmás señeros de Groot, en 1894.

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jesuitas en la región. En el resto, arremete con mayor vehe-mencia aún contra la expulsión de la Compañía de Jesús efec-tuada por la administración del 7 de Marzo, tal como hicieracasi cien años antes Carlos III: «Si no se hubiera cometidoaquella iniquidad, los Jesuitas granadinos que estaban en elnoviciado y que hoy están sirviendo en misiones extranjeras,estarían ya en Casanare y el señor Gobernador no tendría quedeplorar los males que deplora, sino que estaría viendo congusto levantarse de nuevo esa grande obra arruinada por lapragmática de Carlos III: los cuidados que le dan los bárbarosestarían desapareciendo, y la aurora de un feliz porvenir raya-ría ya en Casanare»314.

Para regenerar aquella senda detenida durante la república,para completar la tarea que les imponía su deber como miem-bros de la civilización hispánica, los letrados regeneradoresreactivaron con una potencia desconocida hasta entonces lasmisiones evangelizadoras. En ellas, la Iglesia y el Estadocolombiano encontraban un trabajo conjunto del que ambossalían fortalecidos: fabricar fieles y patriotas que antes habitanen el aberrante estado de la barbarie. Se fortalecía así la iden-tificación entre nación y catolicismo, y lo que era más impor-tante, se insertaba a la nación colombiana en un proyectonacional del que todos sus miembros podían sentirse orgullo-sos y partícipes. Aunque en realidad no todos los ciudadanospodían reconocerse en él, una parte importante de los colom-bianos caía del otro lado de ese imperialismo interior: los habi-tantes de esos desiertos que había que redimir, civilizar y con-vertir al cristianismo para poder ser considerados comocompatriotas. El camino imperial del mundo hispánico se rea-bría en las fronteras interiores de Colombia, las mismas quehabían configurado los letrados, aquella aristocracia de hom-bres blancos que reclamaban en su sangre el legado hispáni-co. Los mismos letrados que enarbolaban las representacionesdel discurso hispanoamericanista para regenerar la identidadnacional del pueblo colombiano.

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314 Ibídem, p. 139.

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3EL LEGADO HISPÁNICO

El primer paso para la afirmación y el acercamiento de lasnaciones hispanoamericanas pasaba por el reconocimiento deun legado cultural compartido. Por lo tanto, el restablecimien-to del prestigio de la historia de España y América de los siglosXVI, XVII y XVIII fue una de las prioridades de los hispano-americanistas. El objetivo era reposicionar el pasado imperial,sus gestas heroicas y sus logros civilizadores, como una épocade grandes beneficios para la humanidad. El descubrimientode un nuevo mundo y su conquista, la conversión cristiana desus pobladores y el ordenamiento político-administrativo de lacolonia, eran los aportes hispánicos al progreso universal delhombre. En ese revisionismo histórico que apuntaba directa-mente a desterrar los prejuicios instaurados por la leyendanegra, se fincaba la pervivencia de unos valores culturales civi-lizados comunes al mundo hispánico. A su vez, implicaba elrescate de una imagen imperial que cobijaba a todos los pue-blos —aunque más acertado sería decir a todas las elites—desde los Pirineos a Río Grande y Tierra de Fuego. Desde esaimagen, como herederos de la misma, podían proyectarsehacia el exterior, hacia el concierto de naciones imperialistas,como miembros directos y pioneros de esa misión universal.

En el plano interior, en lo que respecta a la regeneraciónde la identidad nacional, la restitución de la memoria hispáni-ca al imaginario colectivo era una de las piezas clave. Al incor-porar el pasado colonial a la representación histórica del país,se dotaba a la nación de unas raíces culturales de origen euro-peo y de un legado de siglos como cimientos: patria de carne

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y hueso forjada por los conquistadores, patria de espíritu naci-da de la Reconquista. De este modo, la nación colombianaquedaba ligada a la civilización y encontraba el repertorio deelementos que la constituían y definían: raza, lengua, historia,religión… Se dibujaba una homogeneización del pueblocolombiano a la vez que se perfilaban una serie de diferenciasjerárquicas implícitas en el discurso hispanoamericanista queservían para dirimir el derecho a ejercer el poder que se atri-buían los letrados. Según las lecciones de la historia, habíaunas identidades que reflejaban el paradigma nacional de for-ma más fiel que otras. Si el castellano, la raza hispánica, elcatolicismo y la civilización eran las categorías que otorgabanel sentido a la nación colombiana, los letrados eran su encar-nación por antonomasia. La representación histórica abría laspuertas a los letrados para ocupar con pleno derecho el papelde líderes y transformaba a negros e indígenas en agentes sub-ordinados. En cuanto a los orígenes de la esencia nacional,Colombia nada tenía que ver con estos dos últimos grupossociales. Esta esencia hispánica, además, les era útil a la horade incorporarse a la comunidad iberoamericana relatando laparte correspondiente a esa epopeya imperial y civilizadoraque se inició con Cristóbal Colón y que en suelo colombianotuvo como representante a Gonzalo Jiménez de Quesada. Porotra parte, les servía para desprestigiar corrientes e ideologíasde los adversarios políticos tachadas como extrañas a la tradi-ción política propia de Colombia.

3.1. LA HISTORIA DE UNA NACIÓN HISPÁNICA

La representación histórica —aunque más acertado sería lla-marla imaginación histórica— que los regeneradores esculpie-ron sobre el pasado colombiano tenía varias funciones. La prin-cipal de ellas fue restituir el crédito de la colonización y lacolonia como una época en la cual se generaron los pilares dela nacionalidad colombiana, las instituciones y el entramadode gobierno propio de una nación civilizada. Esa era una de lastareas básicas para la regeneración de la identidad patria y, a la

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vez, la parte correspondiente en la empresa global hispano-americana de restitución gloriosa de la historia compartida.Desde el discurso hispanoamericanista, América entraba en lostiempos históricos, en el panteón de las naciones con historia, apartir del 12 de Octubre, cuando Colón clavó el estandarte deCastilla y la cruz de Cristo en la primera playa americana. Dentrode este esquema, Colombia se constituía como tal con la fun-dación de Santafé por Gonzalo Jiménez de Quesada en 1538. Escurioso el hincapié que se hacía en el hecho de que fueraBogotá la que signaba el inicio de la historia patria y no las fun-daciones de Santa Marta o Cartagena de más antigua data315.

El objetivo prioritario fue cimentar la imagen de que la pri-mera piedra de la identidad nacional coincidía con la primerapiedra cristiana puesta en el «valle de los Alcázares». Para queel pueblo colombiano pudiera identificarse con ese pasado ytrazar un continuo histórico-temporal hasta el presente, eranecesario desterrar la visión negativa que sobre España y suscolonias en América había diseñado la leyenda negra, así comoel imaginario independiente más combativo e hispanófobo.Esa fue una labor compartida por todos los hispanoamerica-nistas y el principal objetivo de algunas de las figuras más des-tacadas como Altamira. Ya dijimos que para España suponíarecobrar su prestigio frente a las naciones europeas y que parala política exterior de las repúblicas americanas significabaincorporarse al concierto internacional como las herederas deuna de las civilizaciones con mayor historia y abolengo.Además, legitimar e incorporar el pasado hispánico permitíauna reconfiguración de la referencia europea, tan importanteen la construcción de las naciones hispanoamericanas, justifi-cando un viraje esencialista y tradicionalista en la conforma-ción de las políticas de nacionalización implementadas por losconservadores, tal y como lo muestran las tesis de Frédéric

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315 Esto responde a la tesis de Urrego, que vimos en el capítulo anterior,sobre cómo los letrados del altiplano exportaron el modelo de identidad culturalal que debía ceñirse el resto del país. URREGO, Miguel Ángel, Sexualidad, matri-monio y familia en Bogotá 1880-1930, op. cit.

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Martínez316. Frente al nacionalismo cosmopolita que primó duran-te el XIX, se erigía un nacionalismo de corte casticista quereclamaba como piedra de toque de la identidad colombianael entramado cultural hispánico y la religión católica. La tareade construir la nación ya no se legitimaba desde fuera, sinoque se buscaban sus cimientos en el propio pasado. Desde eseposicionamiento, con ese nuevo «régimen de verdad histórica»,se podían justificar medidas como el Concordato con la SantaSede de 1887, aduciendo, entre otros motivos, que la religióncatólica, misionera y evangelizadora, era parte del ser esenciale histórico colombiano. El pasado se convertía así en campo debatalla de la política contemporánea.

El discurso histórico desde el hispanoamericanismo se cen-tró en tres pilares: la conquista, la independencia y los gran-des hombres. La imagen general que dibujaron de el descu-brimiento, la conquista y la colonia era la de constituir losbasamentos de la Historia de América, los inicios de la civili-zación y la construcción del Estado-nación moderno. La inde-pendencia era presentada como una guerra civil, un episodiomás de la saga de gestas de la raza hispánica. Los grandeshombres como Colón, Quesada o Bolívar eran consideradoscomo la encarnación suprema de su época y el carácter delpueblo, héroes y genios tocados por la Providencia que guia-ban el destino del resto de los hombres. Ya Colmenares lla-maba la atención sobre la figura del Héroe y su importancia enla simbología de las Historias Patrias, especialmente en textoscomo los de Bartolomé Mitre sobre San Martín o de Vicuñasobre O’Higgins. El culto histórico al héroe nacional se identifi-caba y confundía con el culto a las glorias nacionales de las queel ciudadano se sentía partícipe. El héroe era la encarnación delser colectivo y como tal debía poseer los rasgos del pueblo, omejor dicho, los que se quería inculcar en el pueblo317. Se trata-

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316 MARTÍNEZ, Frédéric, El nacionalismo cosmopolita, op. cit.317 COLMENARES, Germán, Las convenciones contra la cultura. Ensayos

sobre historiografía hispanoamericana del siglo XIX, Bogotá, Tercer MundoEditores, 1997, pp. 59-76.

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ba de una narración histórica ejemplificante y moralizadora, des-tinada a crear unos estereotipos ideales sobre lo nacional, unosmodelos de virtud representados por los grandes hombres.

Habría que dedicar especial atención a la figura del Genio,tan repetida una y otra vez en los textos de los letrados nacio-nales. Sería interesante estudiar las similitudes y diferencias quese trazan en las hagiografías de los personajes patrios segúnrespondan a una categoría u otra, o comprobar cómo se hibri-daban las dos y, en ese caso, qué características encarnabancada ideal. Podríamos adelantar, que héroe es el adjetivo reser-vado para aquellos hombres en quienes prima la acción bélica,revolucionaria y caudillista, en el que se destaca su fuerza devoluntad; mientras que genio remite a rasgos más intelectualesy se asocia más como parte de un don divino entregado a unhombre que ha de servir de instrumento de la Providencia. Seacomo fuere, la línea que los divide es difusa y móvil. El adjeti-vo genio, su repetición, su invocación constante, ese adjetivoque adosado a cualquier hombre lo trasforma en un ser supe-rior, se convirtió en una arma de explicación histórica. Los tiem-pos y las épocas avanzaban al paso de sus genios, ellos eran losmotores de cambio de las sociedades. Entre otros muchos, cua-tro nombres, cuatro genios figuran por encima del resto: Colón,Quesada, Cervantes y Bolívar. Los cuatro hombres mediante laconversión en genios parecían perder su consistencia materialde carne, sangre y huesos para transmutarse en representacio-nes de los más altos destinos de la raza, de los valores del pue-blo, de las virtudes de la nación, especie de demiurgos quemediaban entre los seres humanos y la voluntad de Dios, de laque serían sus mensajeros e instrumentos. Profetas que marcanel paso de la historia, que descifran el alma de las épocas.

En un pensamiento intelectual dominado por el idealismo,el evolucionismo y el providencialismo, el genio se convertíaen el factor de explicación causal de la historia. El genio, ben-decido por Dios y con las armas de su libertad y razón supre-ma, era el hombre capaz de imponerse y despreciar los con-dicionantes culturales, económicos, materiales y sociales. Latradición literaria del mito y la epopeya, junto a las estructuras

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narrativas bíblicas, se fundían al nuevo orden histórico paraofrecer una historia objetiva y científica vista como una narra-ción épica de héroes y profetas. Pero además, el genio era el sercapaz de transitar de un estadio evolutivo a otro, era el agentede cambio que sin rupturas, leía los puentes que podían ten-derse de un estado a otro. Al respecto, por ejemplo, Arboledaempleaba la figura del genio para explicar el paso de una situa-ción histórica a otra: «La crisis dura más o menos, hasta que lle-ga la hora de aparecer una nueva organización sobre la base deesos intereses ya conocidos: entonces se presenta el hombreque la Providencia envía al efecto; cumple su misión, desapare-ce luego y la posterioridad le llama genio bienhechor»318.

Así llegamos al punto sobre cómo entendían los letradoscolombianos la historia, su funcionalidad y sus métodos de tra-bajo. Un ejemplo claro son las palabras de Acosta sobre cómopoder entender y valorar a los pueblos: «La historia es, pues,una ciencia que cada día debe considerarse más importante,no solamente porque registra los hechos pasados sino porquees la clave de los hechos presentes. No deberíamos arriesgar-nos a dar nuestra opinión acerca del carácter de un pueblo siantes no hemos buscado la causa de sus propensiones en laspáginas de la Historia; porque, repito, los actos de los antepa-sados son los responsables de los defectos, de las cualidades,de los vicios y de las virtudes de las poblaciones actuales»319.Miguel Antonio Caro era más conciso y lineal: «Lo pasado esclave de lo presente y sirve a pronosticar el porvenir»320. Enotro de sus textos sobre la fundación de Bogotá, añadía: «Cadapueblo tiene sus tradiciones y sus gloriosas antigüedades, cuyoestudio es parte importante de su cultura, y no débil apoyo alos sentimientos y recuerdos que reúne a muchos hombres enuna misma nacionalidad»321. El marido de doña Soledad Acosta,

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318 ARBOLEDA, Sergio, La República en la América Española, op. cit., p. 95.319 ACOSTA, Soledad, Viaje a España, op. cit., p. 217.320 CARO, Miguel Antonio, Americanismo en el lenguaje, op. cit., p. 21.321 CARO, Miguel Antonio, Ideario hispánico, Bogotá, Editorial Cosmos, 1952,

p. 101.

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José María Samper, elaboraba un poco más su pensamiento yen el prólogo de uno de los libros de su señora escribía:

La historia se compone de dos grandes órdenes de hechosy figuras: el conjunto cronológico y filosófico, y los pormeno-res individuales; o en otros términos: la narración crítica de lossucesos, a través de los cuales se mantiene el hilo conductorde la vida de un pueblo o del modo de ser de una época; yla galería de los hombres que más han caracterizado el movi-miento de los sucesos y de las cosas, retratados de maneraque sus grandes figuras resalten sobre los lineamientos delpaís que les sirve de teatro, y que este quede iluminado, asícomo los hechos mismos, con la luz que despiden aquellasalmas en acción. Sin estos elementos combinados: teatro,hombres característicos y acontecimientos, no hay Historiacompleta322.

Con este esquema historiográfico los letrados se dieron a latarea de restaurar las glorias de la raza hispánica, a tejer unahistoria cortada según sus patrones sociales: historia de loshombres prominentes y sus gestas, padres de la patria queencarnaban y defendían la voz del pueblo. Voz del pueblo quepermanecía en silencio, amordazada por el vacío de no perte-necer a los grandes y nobles vestigios. Se imponía, además, enplena época del positivismo, la frialdad objetiva, la misma quetenía la trascendental tarea de revelar la verdad. Al respecto,Rafael Altamira, uno de los insignes historiadores hispano-americanistas, describía cómo debía ser el ejercicio profesionalde los historiadores: «[…] la reflexión serena, el espíritu ecuá-nime, volviendo por los fueros de la verdad, restablecen la cal-ma en la visión y en el juicio, doman las preferencias perso-nales con el freno de la investigación sincera y dejan hablar alos hechos por sí mismos, sin añadirles voces que no sonsuyas, también ese supremo esfuerzo de la razón, por virtud

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322 SAMPER, José María, «Prólogo» [en línea], en ACOSTA, Soledad, Historia deHombres Ilustres y Notables, Bogotá, Biblioteca Luis Ángel Arango, BibliotecaVirtual. Disponible en: http://www.lablaa.org/blaavirtual/historia/ilustre/ilus1.htm[Consulta: 26 diciembre 2006].

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de su mismo empuje y altura, engendra escritores de cualida-des nuevas y aun contrarias a las que antes se definieron, perono menos grandes en su augusta severidad y sencillez»323. Co-mo es lógico, la objetividad cientificista proclamada por el his-toricismo, desplegada en el siglo de las naciones, se orientaba,según Altamira, hacía unos problemas históricos preferentes:

Por otra parte, los pueblos que conservan el instinto de suvida, continuamente se ven atormentados por uno de estosdos problemas que, dada su generalidad, exceden a todos losque originan partidos y sectas: si son pueblos viejos que deja-ron huella en la Historia, que se reconocen a sí mismos y venclara su imagen, pero han decaído de un pasado esplendor, elproblema del porqué de su decadencia; si son pueblos nue-vos, que, con el sentido íntimo de su personalidad no aciertantodavía a dibujarla con trazos clarísimos en su propia con-ciencia, el problema de definir su carácter, como fundamentosde la orientación de la grandeza que tienen por cierta y a laque rinden acto de fe todos los días. Y unos y otros, a laHistoria vuelven y de ella se preocupan, para buscar su res-tauración unos, para hallar su psicología los otros, proclaman-do el yo original que dará tono a sus hechos324.

El historiador español aludía directamente a los problemasque enfrentaban las naciones de Hispanoamérica. España recu-perar su esplendor perdido, América identificarse como partedel mundo civilizado, y ambas dar con un discurso nacionalque fortaleciese sus débiles estados otorgándoles la adhesiónplena de sus pueblos a sus estructuras de poder y dominio. Enese contexto, la función de la historia era servir de munición alnacionalismo. La labor historiográfica era reivindicada como unmedio para mostrar los aportes nacionales a la empresa uni-versal de la civilización. Por eso Altamira escribía:

Pero desde que en el siglo XVIII vino a plantearse en elterreno de la historiografía, de una manera doctrinal, la cues-

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323 ALTAMIRA, Rafael, La huella de España en América, op. cit., p. 184.324 Ibídem, pp. 185-186.

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tión de lo que cada pueblo había significado hasta entonces,y significaba de momento, en la obra común de la civilización(sin que sea esto decir que la pregunta no estuviera presenteen la inteligencia de los hombres anteriores al XVIII), lo quemás importa a la opinión general que pide a la Historia con-clusiones y juicios, o materia para ellos, es saber que ha hechocada nación en cada una de las esferas de su actividad, quepueda fundar un juicio favorable o adverso de su colaboraciónhumana325.

El primer objetivo para recuperar el crédito nacional e inter-nacional, sobre qué ha hecho cada nación por la civilizaciónhumana, era combatir las imágenes de barbarie, intolerancia,despotismo, opresión y fanatismo que circulaban a lomos dela leyenda negra. Era el primer campo de batalla del hispano-americanismo, el primer y principal obstáculo que, según loshispanoamericanistas, impedía una identificación plena y orgu-llosa entre la historia patria y los integrantes de la nación. Poreso, en el revisionismo histórico de las elites hispanoamerica-nas fundamentalmente latía el deseo de desempeñar una laborpatriótica, ya fuese a través de grandilocuentes retóricas sobrelas glorias pretéritas o mediante estudios serios encaminados amostrar una imagen más veraz y honesta sobre el pasadocompartido. El plan de restauración del prestigio hispánicoconsistió en ofrecer una nueva imagen sobre la historia de laconquista y la colonia, los periodos que debían fundirse a lashistorias nacionales como las épocas de llegada de la civiliza-ción y de asiento de los principios de la nacionalidad. Fue estauna tarea común a todo el mundo hispánico. Por ejemplo, elacadémico argentino Ernesto Quesada, correspondiente de laReal Academia de la Lengua y presidente del Ateneo deBuenos Aires, escribía en 1900:

Y no fue eso sino el preludio de la hazaña misma, porquenada hay en la historia de los tiempos viejos y coetáneos quepueda igualar la epopeya admirable de la conquista, el coraje

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325 Ibídem, p. 112.

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singular de aquellos hombres esforzados que se lanzaron, engrupos diminutos, a conquistar pueblos organizados, ricos, lle-nos de ejércitos aguerridos. Nuestros abuelos dieron entoncesa la humanidad entera un ejemplo sin par: fiados en su fe reli-giosa y persuadidos de la superioridad de su ralea, no repara-ron en la disparidad del número, sino que acometieron condenuedo y con sublime audacia: todo lo arrollaron, todo loconquistaron, lo poseyeron todo. Tan sólo un siglo duró aque-lla titánica contienda: la raza indígena no discutió siquiera lasupremacía de la conquistadora, y se entregó resignada a lafatalidad de su destino. Nobilísima mostrase entonces la madrepatria: acogió como hijos propios a los que de tal guisa sesometieron, y los protegió por medio de una de las legisla-ciones más sabias, y que fue, sin asomo de duda, la más ade-lantada de su época. Esas «leyes de Indias» son tanto másadmirables cuanto que representan un esfuerzo sin preceden-te: […]326.

La bondad de las leyes de Indias para con los pueblos indí-genas se constituyó en uno de los íconos del discurso históri-co. A través de símbolos como el código legal expedido porCarlos I, se revaluó positivamente el legado hispánico, tareaemprendida con el mismo denuedo desde las dos orillas delAtlántico. En la conformación de la identidad transnacional aque apelaba el hispanoamericanismo, los íconos representati-vos eran ensalzados y compartidos por igual. Que el discursohispanoamericanista fue una producción elaborada por todo elmundo hispánico con igual interés, es algo que ya señalabaAltamira en sus escritos, en concreto, en el papel jugado porla historiografía hispanoamericana en el estudio del periodocolonial. Para Rafael Altamira la revalorización del legadoespañol en América era una labor patriótica acuciante, cuyopunto de partida exigía una comprensión más profunda delperiodo colonial que se alejase de los prejuicios e imágenesnegativas del tópico impuesto por la leyenda negra. Ese erauno de los objetivos centrales de su obra y, en La huella de

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326 QUESADA, Ernesto, Nuestra Raza, op. cit., p. 12.

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España en América, alentaba al medio académico español aproseguir con esa tarea «patriótica» que estaba en plena pujan-za en las plumas de los historiadores de las nuevas repúblicas:

Efectivamente; al tiempo mismo que aquí renacían los estu-dios americanistas, dirigiéndose como es natural y en primertérmino a la vindicación de la obra española, producíase enotros países, sobre todo en los de América, un movimiento eru-dito concurrente al mismo fin. De una parte, las Repúblicascontinentales de habla española, pasados los resquemores delos primeros años y reanudada la cordialidad de relaciones conla antigua metrópoli, se dedicaban, una tras otra, a estudiar, nosólo sus propios orígenes como naciones independientes (laextensa literatura de la guerra de la independencia y de susprincipales figuras) y las luchas más notables que para su for-mación actual tuvieron que sostener, sino también los prece-dentes de la época colonial, acumulando materiales para suexacto conocimiento. Y como por mucho que puedan las natu-rales solicitaciones del patriotismo y los rezagos de sentimien-tos hostiles que la guerra produce, la voz de la realidad hierehondamente a los espíritus que tienen verdadero sentido de lainvestigación histórica y son, como el clásico, más amigos dela verdad que de Platón, de esos eruditos e historiadores ame-ricanos salieron (aunque todavía envueltas en una masa gran-de de acusaciones a España) las primeras rectificaciones deleyendas o exageraciones que los documentos comenzaban aquebrantar. El tiempo, trayendo cada vez mayor serenidad y,como también se dice hoy, objetividad, ha ido acentuando estadisposición, sobre todo en algunas naciones donde los histo-riadores contemporáneos se inclinan cada día más hacia losprecedentes españoles y la tradición troncal, con un senti-miento de respeto para ella y con sincero deseo de hallar en lahistoria de nuestra colonización cosas que alabar y errores deconocimiento que desvanecer327.

Entre los historiadores señalados se encontraban Amunáte-gui, Fuenzalida, Barcia, Medina y García. El mensaje final que

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327 ALTAMIRA, Rafael, La huella de España en América, op. cit., 66-67.

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arrojaba esta nueva generación de estudios era: «Precisandomás, diremos que la conquista y la colonización españolas yano se reputan como las peores de las conquistas y coloniza-ciones europeas, monstruosa excepción de crueldad, inhuma-nidad e ineptitud, sino como unas de las que (contados losdefectos inherentes a esas empresas, no sólo en los siglos XVy XVI, sino en nuestro mismo siglo XIX), más alto han mante-nido el derecho de los pueblos inferiores y más servicios hanprestado a la obra universal de la ciencia y la civilización»328.Con expresiones de este estilo se hacía algo más que dar reno-vado esplendor a la historia de la colonización española, a lavez, de forma implícita, se establecía un continuo entre lasconquistas imperialistas del pasado y del presente para incluirde manera natural entre ellas al imperio ultramarino español.En la intención de engrandecer y legitimar la empresa hispá-nica, se la mostraba como una de las más benéficas coloniza-ciones acometidas por Europa. En el difícil contexto de losdebates sobre la supuesta inferioridad de la raza latina frentea la raza anglosajona, demostrar históricamente las bondadesde la colonización hispánica se constituía en un arma defensi-va de cara a las apetencias expansionistas de esas potencias.De este modo, la restauración del prestigio hispánico pasabapor la investigación y divulgación histórica con la intención deformar una ilustre memoria histórica para el amplio público, ysobre todo servir en la educación escolar, al lograr en las gene-raciones futuras una plena identificación con su historia nacio-nal y desde ahí fomentar en el individuo la idea de pertenen-cia a la identidad nacional que se revelaba en la historia:

Con todo esto, se ha avivado mi afán de ver enriquecidanuestra literatura escolar (y cuando digo la «nuestra», quierodecir la de todos los pueblos de origen y habla españoles,herederos comunes de aquellos altos ejemplos) con abundan-tes relatos, y preferentemente extractos y arreglos de los ori-ginales en que se muestre a los jóvenes de hoy, en quienesrevive el culto del esfuerzo corporal y del temple del alma, la

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328 Ibídem, p. 71.

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inacabable teoría de los que fueron, dentro de nuestra mismaraza y sangre, tan «profesores de energía» [se refiere a los des-cubridores, conquistadores y colonizadores] como los quedesde hace tiempo vamos buscando exclusivamente en pue-blos extraños como si fueran productos exóticos de imposibleproducción española329.

Igual que Altamira desde España o Quesada desde Argen-tina, en Colombia Miguel Antonio Caro se sumaba al coro devoces que buscaba restituir el pasado hispánico destacando lasvirtudes de la herencia española contra las difamaciones quetildaban a España y su historia como un rosario de aspectosnegativos. El pensador y político regenerador arremetía contraun artículo titulado Causas del atraso de la raza española, deun autor anónimo y publicado en el Diario de Cundinamarca,en donde se atacaba la figura de Menéndez y Pelayo y se con-denaba sin paliativos el pasado literario y cultural español.Frente a estas afirmaciones, Caro reaccionaba:

Supongamos que el hecho fuese cierto, que en efectopudiese hacerse mesa limpia de la literatura española sin per-juicio de la civilización; ¿contra quién iba el tiro? Contra la razaespañola, herida, según esa afirmación, de radical impotenciaintelectual; y siendo nosotros raza española, no vemos porqué tal descubrimiento hubiera de ser motivo de plácemes.Pensábamos antes que pertenecíamos a una raza inteligente ybenemérita de la civilización; ahora se nos advierte que nues-tra raza es como aquellas enfermas tribus indianas o africanasque con nada han contribuido al desenvolvimiento del sabery la cultura; ¿y habrá de ser esto «muy grato a todos los patrio-tas de Colombia»? ¿Ha de preciarse la rama de pertenecer a unárbol que jamás produjo fruto, y que por su esterilidad mere-ce que le hagan leña y le den fuego?330.

La cita no tiene desperdicio, puesto que además de tildarde enfermas a las tribus indianas, el vicepresidente afirmaba

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329 Ibídem, p. 142.330 CARO, Miguel Antonio, Ideario hispánico, op. cit., p. 146.

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claramente que los colombianos pertenecían a la raza españo-la, y por ende, los ataques contra ella iban dirigidos tambiéncontra ellos. Caro compartía con Menéndez y Pelayo, Altamiray Quesada que para rescatar la valía de lo hispánico había quecomenzar por desempolvar los viejos archivos coloniales yprofundizar en el estudio del pasado colonial como medio defortalecer la desprestigiada historia hispánica que era tambiénla de la propia patria: «Y entre los medios de avigorar el espí-ritu nacional, no sería el menos adecuado proteger y fomentarel estudio de nuestra historia patria, empalmando la colonialcon la de nuestra vida independiente, dado que un pueblo queno sabe ni estima su historia, falto queda de raíces que le sus-tenten, y lo que es peor, no tiene conciencia de sus destinoscomo nación»331. La percepción de que el destino de la naciónestaba en su historia convertía su investigación en una priori-dad nacional y su escritura en un arma de proyección política:si la clave del futuro de Colombia estaba en su pasado, quienescribiera su historia gobernaba el rumbo de la nación.

Años antes de que Caro saliese en defensa del legado his-pánico, ya Vergara y Vergara había hecho lo propio en una dia-triba sostenida con Murillo Toro. El texto del que sería el padrede la Academia Colombiana de la Lengua era un auténtico ale-gato a favor de la herencia española y de sus virtudes. En unaserie de cartas redactadas entre abril y mayo de 1859, respon-día a las acusaciones de Manuel Murillo Toro que achacaba losmales de la república a las funestas trazas españolas que per-vivían en su población. Vergara y Vergara, que se definía a símismo como cristiano y americano español, replicaba en lossiguientes términos:

Ya veis que si defiendo el catolicismo cuando la reaccióncatólica es tan poderosa, también defiendo la causa de Españacuando es moda atacarla e insultarla, cuando tan hábilmentese explota esta idea recordando a un pueblo de índole gene-rosa los horrores de la conquista y los banquillos de los paci-

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331 Ibídem, p. 76.

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ficadores, pero callándose discretamente la felicidad de quegozaron nuestros padres en los primeros siglos de la colonia,la erección de tantos monumentos gloriosos que nos dejó elGobierno español, y no recordándole con lealtad que loshorrores de la conquista no fueron hechos por los españolesque se quedaron en España, sino por los que vinieron aAmérica, y son nuestros abuelos: los de allá son nuestros tíos332.

Para el eminente autor de Historia de la Literatura, des-prestigiar los orígenes españoles de la nación colombiana erafavorecer los intereses imperialistas de los Estados Unidos, yaque según él, nada favorecería más a la sociedad yankee comoel que las jóvenes naciones sobre las que pretendía expandir-se renegaran de su fe católica y su pasado hispánico: «Otracosa explotaría, señor: viendo una nación pobre, pero altiva yvaliente, si esta nación fuera un bocado apetitoso para mí,explotaría el sentimiento de odio contra la metrópoli de suraza. La haría aborrecer el papismo para extirpar el sentimien-to católico, única valla que no podría saltar: la haría separarsedel pensamiento salvador de unirse a las naciones de su raza,de su religión y de su lengua, para que se mantuviera sola, ais-lada, inexperta y poder devorarla»333. De nuevo aparecía aquí laidea de unión con el resto de las naciones hispanoamericanascomo una medida defensiva frente al expansionismo estadouni-dense. La defensa de lazos de unión y afirmación culturalcomún eran escudos contra las injerencias de otras potencias enla comunidad hispánica. Para ello era necesario el acerca-miento entre la antigua metrópoli y las nuevas repúblicas,como ya señalamos en capítulos anteriores, de ahí que el autorafirmase sin tapujos: «Amo la España: deseo sinceramente quese realice su fervoroso deseo de que mi Gobierno y el de laMetrópoli celebren un tratado de amistad y comercio. Ruego aDios para que formemos esos lazos, y que, en la comunicaciónde los dos pueblos, esta afirme nuestras costumbres españo-

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332 VERGARA Y VERGARA, José María, Cuestión Española. Cartas dirigidas alDoctor M. Murillo, Bogotá, Imprenta de la Nación, 1859, p. 6.

333 Ibídem, p. 5.

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las, refresque nuestras tradiciones españolas, rectifique los vi-cios que se han introducido en nuestro idioma español, y loque es mejor, anime nuestro fervor religioso tratando con otropueblo católico»334.

Sin embargo, uno de los escollos para el acercamiento entrelas dos orillas del Atlántico tal como deseaba Vergara era laIndependencia, o de otro modo: la representación históricaque convertía la emancipación en el génesis de las identidadesnacionales latinoamericanas. Si la historia de los diferentesEstados-nación nacía a la vida en la gesta independentista, ellegado hispánico era fulminado tanto de la identidad nacionalcomo de los útiles de legitimación histórica con los cualesarmar un proyecto contemporáneo. Inevitablemente, la ruptu-ra radical de la Independencia asociaba el legado hispánicocon la barbarie absolutista y opresora, no ofrecía ninguna lec-ción válida para el presente diseñado hacia el progreso y lacivilización. Por lo tanto era necesario desterrar ese mito his-tórico y reemplazarlo por otro que permitiera establecer uncontinuo temporal entre la conquista, la colonia y la repúbli-ca. Y para cumplir esa misión disponían de toda la artilleríarepresentacional que brindaba el hispanoamericanismo.

En ese otro mito hispanizante —tan tergiversado, simplistae interesado como lo era el republicano—, las naciones ame-ricanas habían nacido, al igual que la española, del mismoarrojo guerrero y evangelizador que en 1492 puso fin a la pre-sencia árabe en la península y descubrió un mundo nuevo enel que reproducirse y engrandecerse. Un continuo temporalhistórico-cultural, en el que la Independencia no establecióninguna ruptura más allá de la político-jurídica y que se cons-tituía en uno de los episodios más significativos y loables dela saga hispánica. Así, reconquista, descubrimiento, conquista,colonia e independencia constituían el mismo eje referencialpara las dos orillas, el linaje de gloria de la raza compartida enel que ubicarse y tomar conciencia de sí.

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334 Ibídem, p. 6.

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La forma de convertir la Independencia en una fase más dela historia hispánica era convertirla en una guerra civil. De esemodo no había vencedores ni vencidos, la única victoriosa erala raza hispánica que se abría a una nueva era de libertad conla emancipación de sus pueblos. Esa imagen, que como yavimos en el caso de Zea no era una novedad precisamente afinales del siglo XIX, era la que se quería imprimir en la memo-ria histórica de la nación colombiana. Ese planteamiento, porejemplo, era el que seguía el estudio histórico de Holguínsobre la Independencia. El texto del político regenerador, LaIndependencia, de 1878, proponía una reevaluación del epi-sodio independentista para incorporarlo al imaginario nacionalhibridándolo al legado hispánico. El vicepresidente ponía enla palestra una pregunta muy en boga de la época, ¿la situa-ción política que atravesaba Colombia se debía a los errorespolíticos de las generaciones políticas colombianas o al hechomismo de la emancipación? El letrado enumeraba los logrosintelectuales y materiales logrados en los primeros setentaaños de vida independiente: comercio y «comunicación cons-tante e inmediata con los países más civilizados de que haymemoria en el mundo», mediante el cual se hallaban en pose-sión de «los más óptimos frutos de la ciencia europea».Además, se habían levantado escuelas, colegios y universida-des para la formación de la juventud; desde los periódicos ylas tribunas públicas se difundían «hasta la saciedad los másbellos principios de la filosofía cristiana». En definitiva, los idea-les más excelsos de la humanidad se daban cita en las consti-tuciones y leyes colombianas. Sin embargo, cuando se des-cendía de esos ideales a la dura realidad, Holguín describía unpanorama desolador que por la potencia de su crítica repro-ducimos a continuación en su totalidad:

Pero si descendemos de esas regiones cristalinas de laimaginación, nos encontramos en el terreno de la realidad conun lodazal sin salida donde han hallado sepultura inmunda lasmás bellas concepciones del espíritu. Nuestra sociedad no tie-ne ni una sola verdad política sobre que pueda reposar, ni unsolo miembro inteligente que se crea en posesión de ninguno

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de los derechos tan pomposamente garantizados por las insti-tuciones. En los casos particulares de aplicación, nuestraRepública se conmueve ante las discusiones de los principiosmás triviales, y vemos de ordinario sucumbir a la porción quebrega por salvar alguno de esos axiomas rudimentales sobreque reposan las sociedades primitivas. La seguridad personaly la propiedad se discuten aquí todavía, como en Europa lacuestión de Oriente, sin hallar otra solución más compatiblecon la justicia y el derecho que la decisión del sable. En cada20 de Julio inventamos nuevas frases para ponderar los bene-ficios de nuestra independencia nacional, sin preocuparnosjamás con el hecho de que en este triunfo eterno de medianación, la otra media que sucumbió en los campos de batallatiene más obligaciones, y quizá menos derechos, que las queEspaña imponía y los que otorgaba a sus colonos. Nos jacta-mos de nuestras libertades institucionales republicanas basa-das en el hecho de gobernarnos por medio de magistradosque nos damos nosotros mismos libremente; pero jamás pen-samos en que nuestro pueblo tiene tanta parte en la elecciónde sus mandatarios como podía tenerla en la de los virreyesque le venían de Madrid. Dimos en tierra con el vetusto dere-cho divino de los reyes y con el gobierno que de él surgía fun-dado por el per my et per tout, y en su lugar hemos levantadoun tabernáculo para el sacrosanto dogma de la soberaníapopular; pero con tal grosería y tal escándalo hemos falsifica-do este, que no sería extraña la opinión de que, mentira pormentira y superchería por superchería, haya de deplorarse yala ausencia de aquel, que siquiera tenía en su apoyo la san-ción de los siglos y el respeto tradicional de las generaciones.Reemplazamos el absurdo sistema colonial de privilegios ymonopolios con los principios racionales de la ciencia econó-mica moderna basados en la libertad de industria, comerciolibre e inviolabilidad del fruto del trabajo; pero nuestro siste-ma de empréstitos forzosos, expropiaciones y confiscacionespesa más sobre la propiedad particular que todas las alcaba-las y gabelas del gobierno español, llegando en ocasiones aextremos que fueran afrenta al gobierno turco o al de las pro-vincias berberiscas. El cuadro desolador que resulta de las cor-tas líneas en que acabamos de condensar la sustancia de nues-tro modo de ser político puede no gustar bajo muchosaspectos, pero no se aparta de la verdad. Lo que acabamos de

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decir lo ven todos los colombianos y lo confiesan todos conel corazón desgarrado en sus conversaciones íntimas. Nuestroánimo no es exhalar una queja ni hacer un cargo a determi-nado círculo o fracción política, y lo que llevamos dicho tienepor único objeto hoy fijar un punto claro en la cuestión queanalizamos; a dónde hemos llegado en el ejercicio de la liber-tad que nos dio la independencia335.

Frente a esa situación desoladora, el político colombianoempleaba el análisis histórico para comprender cómo se habíallegado a tal punto de degradación. Inmediatamente, su refle-xión se dirigía hacia las condiciones sociales y políticas en lascuales se produjo la Independencia. El primer punto de suestudio lo dedicaba al genio de Bolívar, para el autor, el autén-tico hacedor de la emancipación: «Sin su genio vasto, creadory organizador a un tiempo mismo; sin su mirada adivinadora;sin su heroica perseverancia y sin el prestigio de su nombre,flotarían de seguro todavía sobre las eminencias de los Andeslas banderas españolas con los escudos de Castilla y de Ara-gón»336. Si bien, había algo que ni siquiera el genio de Bolívarpodía superar: la ignorancia del pueblo, el principal responsa-ble de que la gesta independiente hubiera desembocado en ladegradación anteriormente descrita. El nuevo sistema republi-cano se basaba en la soberanía popular, pero cuando seimplantaba sobre un pueblo «sin nociones de lectura ni deescritura, ni noticia de nada más que de la existencia de Diosnuestro señor en el cielo y del rey nuestro amo en la tierra»337,no podía desarrollarse como era debido.

Desde estos prejuicios clasistas, Holguín dibujaba un cua-dro completo y complejo de causas y referencias, opcionespolíticas y errores cometidos. Básicamente, podría resumirseen que la Independencia era un bien necesario que llegó en

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335 HOLGUÍN, Carlos, «Estudios Históricos. La Independencia», El RepertorioColombiano, 1878, n.º 2, pp. 82-83.

336 Ibídem, p. 84.337 Ibídem, p. 84.

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un mal momento, cuando la nación colombiana aún no estabapreparada para la libertad y el autogobierno. No se podía cul-par a los independentistas porque ellos sólo deseaban entregarla libertad a sus pueblos, en todo caso sería España la culpablepor no haber preparado a los pueblos americanos para la vidaen libertad, pero en ese caso también, cómo iba España a hacer-lo si nunca fue ese su cometido, si nunca pensó en tener quesepararse de esos dominios. Casi podría decirse que Holguínseñalaba a la mala fortuna como la responsable del lamentableestado de las naciones americanas y de que la Independenciase hubiese tenido que llevar a cabo en tan adversas circunstan-cias. Mala fortuna unida a la secular ignorancia del pueblo lla-no. En un contexto en el que el pueblo era ignorante, tener quepasar violentamente de una monarquía, que según el autor nonecesita para su gobierno más que de una minoría ilustrada, auna república que requiere de un elevado nivel de educaciónde sus pueblos, había sido un salto inalcanzable. De ahí que laprincipal labor de los gobiernos fuera la instrucción popular, elúnico medio de fortalecer y hacer viable el régimen republica-no ya que: «Si las cosas son como nosotros las vemos, la difi-cultad que oponía a la fundación de la República la ignoranciapopular, era poco menos que insuperable»338.

La ignorancia de las masas se convertía así en la tara de lasnuevas repúblicas, su lastre, su pecado original. Nada mejorpara un letrado puesto que eso le permitía desempeñar contotal legitimidad su papel principal en la sociedad: educadorilustrado de las masas incultas. Pero en cuanto a la imagen queHolguín dibujaba de España, si bien era muy dura y nefasta enalgunos de sus pasajes, hay uno que muestra la dualidad de supensamiento al respecto y que explica históricamente, tantolas deudas de gratitud con la madre patria como la perviven-cia del atraso en las sociedades americanas:

La conquista de América se manchó con excesos y críme-nes que acaso no estuvo en manos de nadie prevenir; pero es

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338 Ibídem, p. 85.

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innegable que sacar un continente del caos a la vida, de labarbarie a la civilización, darle forma, lengua, leyes, religión,fue hacerle un inmenso beneficio, casi tanto como haberledado la existencia. Y de ese beneficio somos deudores aEspaña. La palabra madre patria no era simplemente unametáfora tratándose de nosotros; pues nada menos que unamadre fue España para estas regiones. Crecimos amamantadosa sus pechos, aprendimos su idioma, nos enseñó a conocer yamar a Dios: nos dio cuanto tenía. Para nosotros fundó ciuda-des, universidades, colegios y escuelas; erigió templos, abriócaminos, echó puentes, envió misioneros, introdujo el régi-men municipal y fomentó el desarrollo de casi todas las indus-trias. Con solicitud y tino admirables determinó las diversasproducciones espontáneas de nuestro suelo y fijó reglas inape-lables para la aclimatación de las industrias, sin que nosotroshayamos podido hacer después otra cosa que continuar sulabor. Algunos se quejan de que no nos dejó ferrocarriles,vapores ni telégrafos; otros de que nos trasmitió su fanatismoreligioso, y muchos de que se llevaba la plata y el oro denuestras minas, en una palabra, de que no invirtió las leyesfísicas y morales que rigen el mundo, de que no hizo milagroscomo Jesucristo. Sería más que injusticia, ingratitud, no reco-nocer la previsión y sabiduría con que España legisló paraestos países, las providencias saludables que dictó para sal-varlos de la rapacidad voraz de los aventureros y el incompa-rable beneficio de haberles legado tres unidades que pudieronhaber sido salvadoras: unidad de religión, unidad de lengua yunidad de legislación. Pero si la gratitud no debe desviar lajusticia histórica, tendremos que reconocer también que bajootros puntos de vista el régimen español nos fue fatal. Jamásse pensó en España que podía llegar algún tiempo en que laAmérica saliese de su tutela y debía educársela como un pru-dente padre de familia educa a sus hijos. El pensamiento deconservarnos en servidumbre eterna engendró vicios abyectosen los hombres dispuestos a vivir con la cerviz doblada, yvicios feroces en los dotados de energía para la resistencia. Ynuestro carácter se ha resentido después de esos vicios radi-cales, notándose siempre en nosotros una mezcla de ferocidady de abyección a que ha sido deudores de días de carniceríassalvajes y de indebida tolerancia de humillantes dictaduras. Sila metrópoli hubiera comprendido bien sus intereses y los

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nuestros, habría debido ir cambiando paulatinamente de siste-ma hasta facilitar por las vías naturales nuestra emancipación,y continuar después el comercio más natural todavía de lasbuenas relaciones fundadas en la gratitud y el cariño339.

Pero, ¿qué vías naturales podían conducir a la emancipaciónde los pueblos americanos por parte de una España interesadaen retener su imperio? Casi sesenta años después, el hispano-americanismo que defendía las soluciones federales y autono-mistas sin romper con la unidad del imperio, era retomado porHolguín como la forma en que la monarquía española podíahaber seguido manteniendo sus posesiones. Los proyectos deGodoy o el que Aranda presentó a Carlos III para dividir losterritorios americanos en tres reinos vinculados entre sí y conla Corona española por un pacto de familia, era para Holguínla solución ya inalcanzable, pero idónea para evitar los malesque en el presente aquejaban a las inexpertas repúblicas: «Cual-quiera de estos dos proyectos, mucho más el segundo [el deAranda] que el primero, habría sido salvador para la América,pues nos habríamos acostumbrado a tener gobierno propio, ynuestra ambición, lo mismo que nuestra actividad intelectual,habrían hallado estímulo, alimento y objeto dignos en el patriosuelo. Habríamos vivido al amparo de una monarquía que hoyno podría dejar de ser constitucional y templada, y que siem-pre nos habría parecido una felicidad paradisíaca comparándo-la con el régimen colonial de que salíamos»340.

Sin embargo, aunque esa fuera la solución más acertada, yano había remedio. La fortuna no había querido que así se die-ran las cosas: «Pero parece que esta nación, salida de lasmanos del Creador tan bella, tan rica y tan feraz, hubiese naci-do predestinada como Edipo a vivir eternamente bajo el pesode una fatalidad antigua. […]»341. Y como aquel Edipo que ena-morado de su madre había desatado las iras de la fortuna, la

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339 Ibídem, pp. 101-102.340 Ibídem, p. 103.341 Ibídem, p. 105.

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Independencia, un bien en sí misma, hecho glorificable, habíadesatado la anarquía y el libertinaje. La fatalidad y la aborreci-ble incultura e ignorancia del pueblo llano parecían la únicaconstante que prevalecía en la historia colombiana.

Miguel Antonio Caro seguía en esta línea, para dar un pasomás y elaborar, como siempre, un discurso más cerrado, esen-cialista y directo, sobre el pasado colonial y la Independencia.Retomaba el hispanoamericanismo para explicar las primerasmotivaciones de los independentistas. En su artículo El veintede Julio y la Independencia, escribía en el primer párrafo:

Sea que la idea de independencia no estuviese sino enpocas cabezas, sea que las circunstancias no permitieron lle-var inmediatamente la causa a ese extremo, ello es que aquí,lo mismo que en Quito y Caracas, al decir de los documentosy de los historiadores, los primeros movimientos revoluciona-rios que a principios del siglo se consumaron, no tuvieron porobjeto, ostensible al menos, separar estas colonias de laCorona, sino más bien incorporarlas en la monarquía comoprovincias integrantes de ella y en un todo iguales a las queformaban la Península. A conquistar dentro de la unidadnacional, los mismos derechos de representación y poder delos altivos españoles, se refería, en general, en aquella época,el anhelo de los patriotas americanos342.

El siguiente paso para el presidente Caro era definir, sinpaliativos, la Independencia como una guerra civil, una Iberiajoven combatiendo contra una Iberia vieja. Según narraba enEl Americanismo en el Lenguaje, antes de muchas batallas losgenerales hacían una parada para que familiares repartidos enambos bandos pudieran saludarse; en la que los combatientesno se diferenciaban más que por el uso en algunas palabrasde la zeta o la ese, pronunciación que no era para él propia-mente americana, sino copia de la pronunciación provincial enalgunas regiones de la península: «[…] la guerra de indepen-dencia hispano-americana no fue guerra internacional, sino

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342 CARO, Miguel Antonio, Ideario hispánico, op. cit., p. 119.

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una guerra civil, encaminada a emancipar como emancipó, dela dominación de un Gobierno central, vastos y lejanos terri-torios»343. Evidentemente, el escenario bélico de la guerra teníaesa connotación en una guerra levantada a punta de levas for-zosas, donde ciudades vecinas se peleaban por la autonomíay la preeminencia regional. Pero no es ese sentido el que aquínos interesa, sino el de esa otra guerra civil en la que dosEspañas, una joven y otra vieja, se enfrentaban. En su ensayo,La Conquista, retomaba el mismo tema elaborándolo un pocomás, agregando al conocimiento histórico de esa guerra civil,la utilidad y las provechosas lecciones sociales que podían res-catarse del pasado colonial:

[…] la historia colonial no puede ser para nosotros objetode mera curiosidad histórica y científica, como para los extran-jeros, sino también estudio que ofrece interés de familia y pro-vechosas lecciones sociales. La costumbre de considerar nues-tra guerra de emancipación como guerra internacional deindependencia, cual lo fue la que sostuvo España contraFrancia por el mismo tiempo, ha procedido de un punto devista erróneo, ocasionado a muchas y funestas equivocacio-nes. La guerra de emancipación hispanoamericana fue unaguerra civil, en que provincias de una misma nación reclama-ron los derechos de hijas que entraban en la mayor edad, yrecobrándolos por fuerza, porque la madre no accedía porbuenas a sus exigencias, cada una de ellas estableció su casapor separado. Viendo las cosas en ese aspecto, que es el ver-dadero, debemos reconocer que las relaciones que hemosanudado con la madre España no son las de usual etiqueta,sino lazos de familia, y que no es el menos íntimo de los vín-culos que han de unir a los pueblos que hablan Castellano, elcultivo de unas mismas tradiciones, el estudio de una historiaque es en común a la de todos ellos344.

Sin embargo, el planteamiento de Caro no era precisamen-te de su autoría. Ya había sido esgrimido por José María Ver-

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343 CARO, Miguel Antonio, Americanismo en el lenguaje, op. cit., p. 6.344 CARO, Miguel Antonio, Ideario hispánico, op. cit., p. 72.

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gara y Vergara en su artículo Colombia, publicado en El Hogaren 1869, y antes que él Andrés Bello lo había señalado en susOpúsculos345. Para Vergara, la Independencia era una luchaentre hermanos que encarnaba el despertar de la raza caste-llana de nuevo a otra de sus gestas en pos de la libertad:

Todo el ardor de una raza caballerosa y valiente, como quedescendía del Cid y de los comuneros de Castilla, ilustró aque-lla época corta y solemne. El valor español había dormidodurante trescientos años, y al despertarse asombró al mundo.La política de los Borbones no había amilanado el antiguoespíritu castellano que guió las huestes vencedoras de Isabeldelante de los moros: el espíritu castellano despertó. Nuestroshermanos fueron vencidos, pero no se avergonzaron de suderrota, porque eran su raza y su valor los que triunfaban.¿Quién había de vencer? El que representara mejor a España,y entonces no era España la que combatía a favor de los tira-nos, sino el pueblo americano que luchaba por la libertad346.

La Independencia representada como una pelea de familiaen la que el tiempo había desvanecido los inevitables agraviosy rencores surgidos de la guerra, era una idea repetida, unaimagen histórica común a todo el discurso hispanoamericanis-ta. Por ejemplo, Antonio Dellapiane, Catedrático titular ymiembro del Concejo Superior de la Universidad de BuenosAires, prologaba de la siguiente manera el libro de RafaelReyes, España y América:

El tiempo, ese irresistible disipador de malentendidos ydesavenencias de familia ha realizado su obra reconciliadora

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345 «El que observe con ojos filosóficos la historia de nuestra lucha con laMetrópoli, reconocerá sin dificultad que lo que nos ha hecho prevalecer en ellaes cabalmente el elemento ibérico. Los capitanes y las legiones de la Iberia trans-atlántica fueron vencidos por los caudillos y los ejércitos improvisados de otraIberia joven, que abjurando el nombre, conservaba el aliento de la antigua. Laconstancia española se ha estrellado contra sí misma». BELLO, Andrés,«Opúsculos», en RESTREPO CANAL, Carlos, España en los clásicos colombianos,op. cit., p. 31.

346 VERGARA Y VERGARA, José María, «Colombia», en Artículos Literarios,Londres, Editado por J. M. Fonnegra, 1885, p. 183.

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en la parentela hispano-americana, trocando en profunda ylímpida corriente de acendrado cariño lo que en horas deantagonismo fue turbio torrente de resentimiento y de enco-no; y, en los momentos actuales, tanto la augusta madre patriacomo las veinte repúblicas nacidas de la gentil matrona fecun-da engendradora de naciones, no sólo se sienten vinculadaspor lazos indisolubles de afecto y simpatía sino que empiezana mostrarse orgullosas, la una, de haber dado a luz hijas tanespléndidas y rebosantes de juventud y hermosura, las otras,del hidalgo, del glorioso ascendiente de su estirpe347.

Como era normal dentro del contexto del debate sobre lasupuesta inferioridad de las razas latinas frente a las anglosa-jonas, la familia hispanoamericana era presentada como depo-sitaria de unos valores y creencias propios frente a otros pue-blos y razas. Dellapiane destacaba los siguientes, a los quedefinía como «los rasgos de la fisonomía maternal»: «el culto alo heroico, a lo noble, a lo generoso; el menosprecio de lo ruiny de lo cobarde; el sentido y la aspiración a lo ideal»348. Aten-diendo a estas características, no es extraño que el autor salu-dase a Rafael Reyes como un campeón de la fraternidad his-panoamericana, pues había logrado «[…] hacer aclamar por unpúblico peninsular a San Martín y a Bolívar como héroes espa-ñoles; después de haber arrancado con valentía, a los mismosdelegados yankees, en el Congreso Pan-Americano de México,un saludo respetuoso a la recién vencida y desmembradaEspaña, en mérito a sus eminentes servicios humanitarios porel descubrimiento y conquista de América»349. Si los valoresmáximos de ese hispanoamericanismo eran «la aspiración a loideal», es lógico que demostraciones y gestos «ideales» pesaranmás a la hora de construir y fortalecer la comunidad de nacio-nes hispánicas, que los programas prácticos y reales de coo-peración e intercambio.

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347 DELLAPIANE, Antonio, «Prólogo», en REYES, Rafael, España y América,Ginebra, Imprenta de Ch. Zoellner, 1911, p. 4.

348 Ibídem, p. 5.349 Ibídem, p. 6.

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Cien años después, la Independencia había pasado de revo-lución a guerra civil, en la que los combatientes de ambos ban-dos engrandecían con sus hazañas las glorias de la raza. Esteera un hecho crucial para poder rescatar la obra hispánica dela conquista y la colonia, con sus valores y ordenamientosocial, para hacerla continuar en el XIX. La Independencia,representada como una ruptura definitiva con la época deoscurantismo y atraso que implicaba el legado español, debíaser reconfigurada para rescatar la valía de ese pasado. Así, des-de el siglo XV en adelante, en un continuo histórico civilizador,la historia hispánica era una serie de acontecimientos insignes,acciones de héroes compartidos en el destino de la raza. En eltexto de Reyes, Una visita a la nieta del general San Martín, elmilitar y ex-presidente colombiano reproducía la conversaciónque había sostenido con la nieta del libertador de Argentina, laseñora Josefa Balcarce de Gutiérrez Estrada. Esta mujer, dedi-cada a la «caridad cristiana», que había fundado un asilo y unaclínica para pobres de solemnidad en Brunoy, en las afueras deParís, era para Rafael Reyes: «Tipo de mujer tan hermoso y dig-no, merece ser conocido y estudiado como orgullo de raza, ytambién para que sirva de estímulo y de modelo a nuestrasdamas de Hispano-América, quienes en sus viajes a Europagozarían tratándola»350. Sin embargo, las ideas principales de surelato eran otras. A su lado había hablado de cómo elCastellano, hablado por setenta y dos millones de personas aprincipios del XX, volvía poco a poco a recuperar el papel quejugó en los siglos XV y XVI; de cómo los centenarios por la In-dependencia se habían trocado en un reconocimiento de «amorpor España»; sobre cómo en toda la comunidad hispanoameri-cana se había llorado la perdida de Rufino José Cuervo yMiguel Antonio Caro. En fin, de cómo el fortalecimiento de loslazos entre todos los pueblos hispánicos era un noble tributo ala «madre patria»: «Así se devolverá a España con mutuo yfecundo provecho la sangre y energía que ella nos dio»351. En

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350 REYES, Rafael, España y América, op. cit., p. 16.351 Ibídem, p. 18.

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esa campaña hispanoamericanista el cenit lo ocupaba la trans-mutación de los antiguos enemigos en hermanos de raza,haciendo compartir panteón de hazañas a Morillo y a Bolívar:

Hablamos también de España, de la amada Madre Patria,que se debilitó por dar vida a un Continente; de la corrientede amor y de simpatía, cada día más fuerte, entre ellas y sushijas de la América; del orgullo y respeto con que se habla hoyen España de Bolívar y de San Martín, como héroes de lanoble raza española, a la par que de Morillo, cuyo nieto hasido enviado como delegado de España al Centenario de laindependencia de Venezuela, en donde sabrán apreciar estadelicada atención y reconocer, como reconoció Bolívar, lasgrandes dotes militares y administrativas del Pacificador352.

La ruptura revolucionaria se transmutaba en otro episodiode la historia común. Desde el discurso hispanoamericanista,tan héroe era Bolívar como Morillo, ambos representaban losvalores guerreros de la raza hispánica en una de sus más insig-nes epopeyas: la Independencia, «la guerra civil, fratricida»como la llamaba Caro. Lo importante para Reyes, en unmomento delicado por la expansión del «poderoso vecino delNorte», que ya había dado sus primeros zarpazos en México,Cuba, Puerto Rico y Panamá, era la unión de todos los paíseshispanoamericanos frente al peligro, y para lograrlo el reco-nocimiento de una historia común era la mejor arma posible.La forma de consolidar esa representación histórica era apro-piarse de los mitos independentistas e hispanizarlos.

Quien llevaba al paroxismo esta imagen era José JoaquínCasas, conocido como «el humanista de la colombianidad»,nacido en Chiquinquirá en 1866, y uno de los principalesbaluartes del hispanoamericanismo colombiano. Su devociónhispánica traspasaba lo puramente intelectual. Daniel SamperOrtega lo describía así: «[…] dijérase que Casas es un hidalgode añejo solar, escapado de la corte de los Felipes para venir

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352 Ibídem, p. 16.

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hasta nosotros: ya antes habíamos contemplado la estatuaorante de su sepulcro, acaso en las catedrales de León o deSegovia, o habíamos quizá topado con él en el taller de losArfe de Toledo o paseando a orillas del Manzanares con DiegoVelázquez»353. El propio Casas al hablar de la casa de su abue-la donde se crió decía: «El ambiente de aquella casa era delmás denso y apacible tradicionalismo español neogranadino,[…]». La biografía que sobre él escribió Javier Ocampo asom-bra por el abanico de cargos institucionales y políticos queocupó:

Escritor fecundo, educador integral, político, estadista,magistrado, diplomático, académico, historiador, periodista,orador, y en síntesis, «hombre de acción y de letras». Fundadorde la Academia Colombiana de Historia, Academia de CienciasFísicas y Exactas, Academia de Educación, Academia Cervan-tina, Academia Caro y otras. Presidente de la Academia Co-lombiana de la Lengua y de la Academia Colombiana de His-toria en varios periodos; ministro de Educación Nacional,Relaciones Exteriores y Guerra en el primer lustro del siglo XX[1901-02-03], designado a la Presidencia de la República, mi-nistro plenipotenciario de Colombia en España, senador yrepresentante en el Congreso Nacional, diputado en la Asam-blea de Cundinamarca, concejal de Bogotá, presidente delConsejo de Estado, magistrado y juez de la República354.

El apellido de Casas provenía de la familia española LaCasas Nova de Galicia y Castilla. Según Ocampo, en su gene-alogía figuraban personajes como Fray Bartolomé de las Casasy Fray Domingo de las Casas, el primero en celebrar misa enla ciudad de Bogotá355. Al parecer, el abolengo familiar se trans-mutaba en sus formas de vestir, de ser y parecer. A su muerteen 1951, Carlos E. Restrepo lo describía así: «No ha muchotiempo que vivía un hidalgo de traza cervantina, áurea pluma,

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353 OCAMPO LÓPEZ, Javier, José Joaquín Casas, op. cit., p. 10.354 Ibídem, pp. 19-20.355 Ibídem, p. 34.

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claro talento, agudo ingenio, alta inspiración poética, ilustresangre y noble señorío, que al morir dejó en pos de sí diá-fano ejemplo de perfecto varón de ardiente fe católica, de autén-tico caballero y de gran patriota, que llevaba en el corazón yen la masa de su sangre el más acendrado amor a nuestramadre patria»356. A tal extremo llegaba el españolismo de JoséJoaquín Casas que, además de producir remedos cervantinospara describirlo, sus biógrafos señalan que hablaba diferen-ciando las eses y las zetas. Su padre, Jesús Casas Rojas, parti-dario decidido de la Regeneración, ocupó diferentes cargosdurante el periodo: desde diputado en 1883-84, a ministro deFomento en 1885-1886 y de Instrucción Pública en 1888-90, asícomo profesor en una de las principales instituciones educati-vas del país: el Colegio de San Bartolomé dirigido por jesuitas.El trabajo conjunto de padre e hijo significó que los Casas seconvirtieron en una de las familias más influyentes de la Rege-neración. Ambos se destacaron políticamente por sus medidaseducativas. Cuando Jesús Casas Rojas se puso al frente delMinisterio de Instrucción Pública implementó la educaciónreligiosa en todos los niveles educativos, incluido el universi-tario. Cuando su hijo José Joaquín lo siguió en el cargo, en1903, firmó la Ley fundamental de la educación, que en pala-bras de Ocampo, «dio las bases a la Educación colombiana enel siglo XX»357. Como conservador defendió a ultranza la moralcristiana como vector del orden social en Colombia, perosobre todo nos interesa destacar sobremanera un párrafo queOcampo emplea para describir el conservatismo que encarna-ba Casas:

El conservatismo colombiano manifiesta su afinidad y sim-patía con la tradición histórica española. Los conservadoreshispanistas como don José Joaquín Casas, consideraban quese debe consolidar y fortalecer la idea de Hispanidad, enten-dida como el conjunto de ideas, valores y actitudes que llevana la búsqueda de la unidad de los pueblos hispanos e hispa-

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356 Ibídem, p. 40.357 Ibídem, p. 45.

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noamericanos, con una cultura e historia comunes. Los con-servadores hispanistas manifiestan su interés en destacar lainfluencia de España a América y de supravalorar el ideariohispánico358.

Pues bien, el antiguo ministro de guerra, de instrucciónpública y fundador de la Academia de Historia afirmaba enuno de sus textos que Simón Bolívar era español. En realidad,no era sólo español, sino «un español españolísimo». Así defi-nió José Joaquín Casas al Libertador en el discurso pronuncia-do en Madrid en el centenario de su muerte, el 17 de diciem-bre de 1930. El entonces ministro plenipotenciario del gobiernocolombiano en España, era uno de los encargados de los fes-tejos en honor de su memoria. En el discurso leído en laIglesia de San José, donde se colocó una lápida honrando allíder venezolano, Casas realizó un discurso tejido de continuasidas y venidas emocionales a un lado y otro del Atlántico, asícomo de una simbolización extrema. Para el autor todo estabacargado de significados que se convertían en símbolos de larelación patente entre las dos orillas del Atlántico: las campa-nas que resonaban en la Iglesia le parecía que sonaban tam-bién a la par con las de las catedrales latinoamericanas; Madridera la «gran capital» y su ayuntamiento «representa a todos losayuntamientos españoles», el acto conmemorativo no era unacto sin más, era un «homenaje al hogar español», una «reuniónde familia», en que «la Madre y las Hijas oraban y lloraban jun-tas sobre una misma gloriosa tumba»359. En tono rendidamenteemocional, en el que se mezclan la gratitud, con la remem-branza y la épica, el ministro colombiano llegaba a lo hiper-bólico para referirse a la lápida: «Esta piedra marca una era enla historia de Hispanoamérica. Estamos aquí, no ya repasando;estamos haciendo historia»360. Y en cierta manera, así era. En su

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358 Ibídem, p. 46.359 CASAS, José Joaquín, «Palabras en honor de Bolívar», en RESTREPO

CANAL, Carlos, España en los clásicos colombianos, op. cit., pp. 333-340.360 Ibídem, p. 337.

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discurso insistía en convertir la Independencia en una pelea defamilia, en un episodio más de una historia común y gloriosaligada al destino histórico de España en el mundo: «Despuésde las conmemoraciones militares, en que para mutua satis-facción se ha hecho presente que sólo el aliento español eracapaz de afrontar la constancia de los españoles, que la gue-rra emancipadora fue un episodio de la epopeya secular de losFernando y Bazanes, de los Churrucas y Gravinas, de losPalafoxes y Castaños, que España quedó victoriosa en aquellosmismos que no la vencieron sino con el valor de ella hereda-do y para fundar naciones que son miembros renacientessuyos; […]361. Cien años después de la muerte del Libertador,la Independencia se convertía en algo más parecido a unaemancipación autonomista que en una guerra libertadora. Enuna especie de ritual de olvido, perdón y reconocimiento,Casas clausuraba el pasado de alejamiento mutuo para con-vertir la lápida conmemorativa en un «símbolo y bandera defraternidad indisoluble hispanoamericana para la obra de lapacificación del mundo». Para ello era indispensable queEspaña reconociese al máximo dirigente de la Independenciacomo parte de su historia, miembro de su raza, héroe de sugenio, por eso el ministro plenipotenciario colombiano agra-decía al monarca Alfonso XIII el interés mostrado en la con-memoración de su muerte:

El Gobierno de su Majestad Católica, con altísimo sentidohispanoamericano, toma para sí el realizar y presidir la con-memoración centenaria de la muerte de Simón Bolívar, queaquel a quien con expresión felicísima llama vuestra excelen-cia «el último gran español de América y primer gran america-no de España». La Madre España, en la augusta persona de suMonarca, glorioso heredero de tantas glorias, ha vestido deluto por el héroe americano hijo suyo, que hace hoy un siglo,precisamente a esta hora y bajo el techo de un hidalgo espa-ñol, exhaló el último suspiro362.

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361 Ibídem, p. 337.362 Ibídem, p. 335.

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La apropiación simbólica del líder venezolano era necesa-ria para desarmar otros discursos que propusieran la búsque-da de la identidad americana desde fórmulas autóctonas, comoel panamericanismo. Insertar a Bolívar en el linaje de héroeshispánicos como don Pelayo, El Cid o el Gran Capitán, equi-valía a convertir la ruptura entre las colonias y la metrópoli enuna gesta más de la Historia de la España eterna, permitiendoen el presente contemplar a las naciones hispanoamericanascomo un todo. Así, una vez más, José Joaquín Casas, a travésde la reinterpretación de la figura del Libertador, proclamabala unidad hispanoamericana:

Entre las gentes de estos ilustres Municipios de acá, pues-tos sobre ríos y montes de vieja nombradía y las de esos quelozanean allá sobre una y otra vertiente de nuestros Andes ydesde Anáhuac al Aconcagua, son, comunes, formando unacomunidad de naciones sin semejante en la Historia, la sangre,savia de esta «caña que piensa»; el idioma, vibración del alma;la tradición, prolongamiento de la voz de los patriarcas; la glo-ria, exaltación de la dignidad de la familia; la religión, cadenade afectos y esperanzas con el mundo que no se acaba. Todoeso es la raza; la raza, que, por ser una familia que se multi-plica y ensancha, debe tener algunos propios y característicosderechos de familiares. Conmemorándose aquí, al mismotiempo, el hogar de Bolívar, efímero, sí, pero muy significan-te, este acto es también un homenaje al hogar, al hogar espa-ñol, el gran foco de donde tomaron su lumbre los nuestrosqueridísimos363.

Por todo esto finalizaba Casas agradeciendo las palabraspronunciadas en aquel acto y que hermanaban a las dos ori-llas del Atlántico: «Vuestras palabras, que son también las delpueblo de Madrid, harán eco, estad seguros, en todos losmunicipios de aquella América, que en justicia y ni étnica nihistóricamente está bien apellidada sino apellidándose Amé-rica española»364. En estos últimos pasajes se encerraba uno de

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363 Ibídem, p. 338.364 Ibídem, p. 340.

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los significados profundos del hispanoamericanismo: hispani-zar América. La identidad del continente nada tenía que ver conlas culturas anteriores a la llegada de los españoles, ni tampo-co con otras que llegaron tras la conquista, lo indio, lo negro,incluso lo mestizo se anulaban, no existían ni «étnica», ni «his-tóricamente». América era, única y exclusivamente, española. Laimaginería hispánica con la que se reesculpían las estatuas yretratos de Simón Bolívar —en un proceso de blanqueamientoque le borraba sus rasgos de mulataje— cumplía la función dedesactivar cualquier rasgo identitario exclusivamente criollo ydebía extenderse al resto de los independentistas.

Para ello, Carlos Calderón Reyes, el que fuera hombre demáxima confianza de Núñez y ministro en varias ocasionesdurante la Regeneración, aprovechaba las loas y conmemora-ciones en los cien años de la Independencia. En su discurso,España y América, la exaltación patriótica se fundía con laexaltación hispanoamericana. Si bien cantaba a las glorias delsitio de Cartagena, del «fabuloso San Mateo» y la «abnegaciónde los mártires, entre quienes no perdonó el cadalso al Sabioy al Tribuno», así como «la campaña homérica desde las pam-pas ardientes»365, la explicación que encontraba para narrartales hazañas residía tres siglos atrás:

Cuando estos prodigios se narran o recuerdan, la lógica dela historia nos lleva a unirlos en el pensamiento con los nom-bres de aquellos capitanes que habían paseado la bandera delos leones y castillos desde las misteriosas almenas de laAlhambra, hasta las cumbres del imperio Chibcha, con elAdelantado Quesada, con Pizarro en Cuzco y con Valdivia has-ta las llanuras araucanas. Por qué asombrarnos de tanto valor,de tanta resistencia heroica y tanto desprecio a la muerte, siaquellos hombres eran hijos de estos y la espada omnipoten-te que dio la libertad fue forjada por los titanes de laConquista, en las fraguas de la raza que acababa de luchar porsiete siglos contra los hijos del Islam366.

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365 CALDERÓN REYES, Carlos, «España y América», en RESTREPO CANAL,Carlos, España en los clásicos colombianos, op. cit., pp. 341-352.

366 Ibídem, p. 344.

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De más esta insistir en la plena identificación que los letra-dos de la Regeneración hicieron entre conquistadores y liber-tadores, en las acciones de unos y otros consideradas comogestas y hazañas hispánicas latía el mismo pulso histórico: elindómito destino de España en la obra universal. Si los padresfundadores de la República recibían su genio como herenciade la raza española, de ahí a considerar Colombia como unaextensión de la raza española sólo había un paso, o mejordicho, un párrafo:

Colombia, menos que otra alguna de las naciones creadaspor el genio español en América, podía dar por disueltos nirelajados esos vínculos. Ella había heredado en su plenitud detodas la formas en que la colonización modeló los pueblos delNuevo Mundo; en ella se habían infundido el soplo de laConquista y todos los atributos del pueblo español, modifica-dos por el influjo de la zona, por las condiciones de la vida enun Continente salvaje, arrancado a la ignorancia por la auda-cia y entregado al mundo como teatro de la humanidad futu-ra, no por la acción individual de los Conquistadores, sino porla virtualidad del Estado, que quiso hacer de él parte inte-grante de la Corona de los Fernandos y Felipes367.

Lo más sorprendente de afirmaciones como esta, no es tan-to la presentación de Colombia como creación de la conquistay la colonización española, idea repetida hasta la saciedad portodos los autores analizados, sino que considerase al Estado elconstructor directo de la misma. Las acciones del Estado monár-quico ocupaban el principal papel como regulador y adminis-trador de la benéfica dominación del suelo americano en larepresentación histórica de Calderón. Esta idea era combatidapor quienes responsabilizaban a la política de los monarcasespañoles del atraso, la ignorancia y la barbarie con la que ellosmiraban la realidad latinoamericana, e incluso era respaldadatímidamente por algunos conservadores que asumiendo lascarencias y los errores de la dominación, la justificaban enten-

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367 Ibídem, p. 345.

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diendo las políticas de los Austrias y Borbones como el preciomenor a pagar a cambio de la incalculable bondad de la civili-zación cristiana, la lengua castellana y la raza hispánica. Sinembargo, para Calderón, el Estado moderno español, represen-taba el mayor benefactor posible para el desarrollo de laAmérica puesto que sus acciones habían salvado a las nacionesamericanas de los peligros que sufrían territorios colonizadospor otras potencias: el enfrentamiento racial y la rapiña econó-mica. Para él, España no había fundado colonias, simplementese había proyectado al otro lado del océano, renaciendo en sue-lo americano: «En tales circunstancias, lo que el poder españolalcanzó en América, como fruto de su portentosa empresa, dig-na de geniales estadistas, no fue Colonias como Java o Ceilán,sino dilatar los dominios españoles desde Magallanes hastaTejas, crear una España Americana, con la lozanía del trópico ylos suaves calores de la zona austral, y extender por la terceraparte del orbe el espíritu de la raza, con todas sus excelsas vir-tudes, su alma idealista y creyente y su corazón leal y genero-so368. Insertamos esta frase para mostrar que se consideraba lalabor colonizadora de España como superior a la de otraspotencias imperialistas. Para finalizar, Calderón valoraba elbenéfico legado español que encontraron los independentistas:«La generación a quien tocó la obra de la Independencia hallócomo valiosa herencia lo que en el lenguaje moderno de la polí-tica se llama una “nacionalidad”. Nacionalidades fue, en efecto,lo que España creó y organizó en América»369.

La historia, maestra de vida, pulverizaba con las palabras deCarlos Calderón Reyes, cualquier opción política, étnica o cul-tural de entender la nación colombiana por fuera del discursohispanoamericanista. Las naciones americanas, especialmentela colombiana, eran el resultado de la acción conquistadora ycolonizadora del Estado español monárquico a través de esos«titanes y cíclopes» como definía a los conquistadores; Españano dominaba pueblos, se reproducía y recreaba, embebida de

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368 Ibídem, p. 346.369 Ibídem, p. 350.

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la religión católica y engrandecida por el castellano. Esta con-cepción de la historia difuminaba la Independencia en un con-tinuo sujeto a la grandeza de España, la esencia de lo colom-biano residía en lo español, en sus valores cristianos, en elgenio de su raza, en las lecciones de su historia.

No podríamos terminar este apartado dedicado a mostrar lamirada histórica de los letrados regeneradores sin hacer refe-rencia, aún someramente, a otras representaciones históricasempleadas por estos autores. Por ejemplo, la idea de que lagénesis de la nación colombiana se inició con la fundación deBogotá, es una de las imágenes más repetidas y reproducidas.Santafé el 6 de agosto de 1538, una y otra vez se reproduce lamisma iconografía: la reunión de Quesada, Belalcázar yFederman en la Sabana, la decisión de fundar la ciudad en ellugar llamado Teusaquillo, las doce primeras cabañas en honora los doce apóstoles, Quesada montado en su caballo con laespada desenvainada recorriendo la plaza, retando a quien seopusiera a la fundación, la cruz y el estandarte de Castilla cla-vados en su centro, la primera misa oficiada por fray Domingode las Casas, etcétera. Uno de los autores que mejor sintetizatodos los significados que encerraban estas descripciones esRafael María Carrasquilla, en un sermón pronunciado el 6 deagosto en la catedral de Bogotá:

Considero esta fecha como aniversario patriótico porqueno creo, como muchos, que nuestra patria principiara con laindependencia. España se envanece aún con el recuerdo deSagunto y de Numancia y los italianos reputan timbre de sunobleza las glorias de la antigua Roma. Y no digan algunosque los conquistadores no nos pertenecen por haber nacidomás allá del océano. Dos cosas forman la patria: el suelo enque vivimos y la raza a que debemos nuestro origen; y máscerca nos pertenece el linaje que el territorio. Más satisfacciónnos causa a nosotros el recuerdo de las glorias españolas queel de las hazañas de cualquiera de los caciques que mandaronestas tierras antes de descubiertas por Colón370.

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370 CARRASQUILLA, Rafael María, Sermones y discursos escogidos del doctorRafael María Carrasquilla, op. cit., p. 178.

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En su sermón, Dios a través de España había dado aColombia el máximo bien posible: la fe católica. Pero también,de la mano de la metrópoli se habían implantado los rasgosdel carácter nacional: «Recibimos de España la civilización y lacultura, las artes y las ciencias y nuestra rica y majestuosa len-gua castellana». Contra la idea de que en el trato recibido porlos gobiernos de la península se cifraban las causas del atrasodel país, Carrasquilla replicaba que había sido en la Colonia,en sus costumbres e instituciones, donde se habían criado loshombres que más tarde libertaron la nación y que además:«España no nos dio más porque nada más tenía para darnos;los defectos que nos enseñó eran sus propios defectos, y nopodemos acusarla de no haber inventado para nosotros lo quepara sí no había inventado»371. Precisamente, era dando el sera la nación, entregando hasta la última gota de su carácter alNuevo Mundo, como España había sellado que algún díaaquellos territorios, según Carrasquilla, desearían su libertad:

Se olvidó España de que con su sangre nos había legadosu carácter y aquel amor a la independencia innato en nues-tra raza. Un día la generación de grandes hombres formadapor la Madre Patria en las colonias se sintió llegada a la mayoredad, y quiso, como era justo, vivir vida propia y emprendiópara ello una guerra que no cedió en heroísmo y en grande-za a ninguna de las que admira la historia. No fue aquella unaguerra internacional de raza a raza y de pueblo a pueblo; fuelucha de españoles con españoles y por eso de héroes conhéroes; y cuando se terminó, los vencidos no padecieronafrenta, porque ellos eran los que habían enseñado a triunfara los vencedores372.

La labor histórica de Miguel Antonio Caro, como vimos, sebasó en la exaltación de lo hispánico, en la recuperación delos héroes y glorias de lo que él consideraba el pasado de lanación colombiana, es decir, los conquistadores y la reivindi-

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371 Ibídem, p. 180.372 Ibídem, p. 180.

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cación del periodo colonial. Dentro de esa empresa, era nece-sario a su vez, recuperar a los cronistas españoles como inte-grantes de la literatura histórica nacional. Un caso paradigmá-tico es la investigación que realizó sobre Juan de Castellanos(Joan de Castellanos en el original de Caro), publicada en ElRepertorio Colombiano en 1879. La publicación de Elegías devarones ilustres de Indias, hecha por Rivadeneyra en 1847,permitió al autor colombiano tener noticias más fidedignas delas usuales sobre este personaje, al que definía de la siguientemanera:

Entre aquellos hombres de hercúlea raza que vinieron adescubrir y poblar el Nuevo Mundo, hay uno que nos mereceespecial consideración por el carácter curioso y singularísimode su persona, de sus escritos y de su fama misma. Tal esJOAN DE CASTELLANOS. Soldado primero y luego clérigo, mili-tó por su Rey y por su Dios en una y otra conquista, la de latierra y la de las almas; ejercitó lo mismo la espada que la plu-ma; y fue a un mismo tiempo, hasta donde caben mezclarse yconfundirse cosas entre sí tan extrañas, cronista y poeta, enuna obra larga y de trabajo sumo, tan importante por los datoshistóricos que contiene, cuanto original y monstruosa en sufortuna literaria373.

El personaje desde luego le brindaba al político colombia-no la oportunidad de fundir en una sola persona los dos ras-gos principales de la obra civilizadora española, la conquista«de la tierra y la de las almas». El objetivo prioritario del texto,como casi toda investigación erudita que se preciara como tal,era rescatar los hechos de la vida de Castellanos, perdidosdurante siglos en los manuscritos de la Real Academia deHistoria y actualizar la autobiografía que Castellanos habíaescrito en sus Elegías en octavas para presentarlas al lectorcontemporáneo de una manera más accesible ya que su lectu-ra, al parecer, era más que dificultosa y había puesto en aprie-

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373 CARO, Miguel Antonio, «El himno del Latino», El Repertorio Colombiano,1879, n.º 17, Bogotá, Librería Americana y Española, 1878, pp. 353-368.

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tos al propio Caro que confesaba haberla leído a saltos, de locual se excusaba diciendo: «Lícito sea entretanto, tratándose deun escritor en cierto modo nacional, que tanto nos interesa, ya quien tan poco conocemos, consignar algunas noticias yobservaciones en un ligero artículo de revista que ningunaobligación seria impone, ni de guardar el mejor método, nimenos de agotar el argumento». Entre el rigor profesional o eldar a conocer la vida de un escritor en cierto modo nacional,aunque no se respetasen los cánones de la investigación his-tórica, Caro escogió lo último. A continuación, y apoyándosea la vez que rectificando un texto anterior sobre las Elegías deVergara, inicia la reconstrucción de la vida y obra de Joan deCastellanos, en la que se destacan por encima de todas las cir-cunstancias, su coraje y azares en su faceta de guerrero, su rec-titud y bondad una vez instruido como cura. El objetivo últi-mo que persigue con la reconstrucción biográfica delconquistador sevillano es sintetizado por el propio Caro en elpárrafo final de su artículo: «Cuando para honrarnos a nosotrosmismos hayamos principiado por honrar la memoria de losvarones ilustres que fundaron la civilización cristiana en nues-tro suelo, no yacerán olvidadas las cenizas de JOAN DE CASTE-

LLANOS, ni leeremos su obras en ediciones ultramarinas»374.

En la continuación de su investigación sobre Castellanos,Caro dejaba ver el providencialismo religioso que animaba supensamiento histórico. La historia de los hombres era en rea-lidad la historia de los designios divinos ejemplificados en lasvidas de los grandes hombres: «Mostró a las claras la DivinaProvidencia sus planes en el gobierno de la sociedad humana,cuando hizo que el descubrimiento del Nuevo Mundo coinci-diese con el altísimo grado de vigor religioso y de fuerza mili-tar que había alcanzado la nación predestinada a someter ycivilizar estas vastas y apartadas regiones»375. Básicamente, lo

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374 CARO, Miguel Antonio, «Joan de Castellanos. Noticias sobre su vida yescritos», El Repertorio Colombiano, 1879, n.º 17, Bogotá, Librería Americana y Es-pañola, 1879, pp. 353-368.

375 CARO, Miguel Antonio, «Joan de Castellanos. Castellanos como cronista.Paralelos con Oviedo», op. cit., p. 435.

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que Caro pretende con la biografía de Castellanos, además deuna loa rendida y enfática sobre su vida y obra es restituir elprestigio de los cronistas como fuente indudable de conoci-miento histórico. En los cronistas como Castellanos o GonzaloFernández de Oviedo y Alonso de Ercilla residía la verdad his-tórica: «Si algunas veces pecaron por credulidad, ateniéndosea ajeno testimonio, jamás incurren en error voluntario, y cuan-do hablan como actores y testigos son irrecusables»376.

Por último, es necesario indicar que el cuadro de regenera-ción histórica que llevaron a cabo los letrados de finales de siglono estaría completo sin hacer mención a la imagen que dibuja-ron sobre Cristóbal Colón: una de las pocas figuras sobre lasque había consenso general en atribuirle el papel de padre deAmérica. Colón fue uno de los personajes históricos más citadosy renombrados en los discursos hispanoamericanistas: él habíasido la mano que guió la Providencia para descubrir América, elenviado de Dios para traer la civilización al continente: «Al cele-brar ese centenario recordemos que Colón acometió su empre-sa alentado por su fe en la Providencia, impulsado por el amora los hombres, y con la mira de glorificar al Supremo Hacedorextendiendo la civilización cristiana. Por eso el cielo guió lospasos del marino y coronó sus esfuerzos con verdadera largue-za, pues no sólo le concedió hallar un nuevo paso ente elOriente y el Occidente, sino que en su camino le presentó elNuevo Mundo, ostentando todas las riquezas de la tierra e ilu-minado por todas las constelaciones del firmamento»377.

En lo que se refiere a la glorificación de la empresa colom-bina destaca un texto de Rafael Núñez que con motivo de laconmemoración del IV Centenario publicó en El Porvenir el 16de octubre de 1892. Núñez, como buen político, empleó elrelato histórico sobre la figura de Colón para hacer política. Eldiscurso tiene varios planos, a nivel literario se trata de un tex-

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376 Ibídem, p. 446.377 CARO, Miguel Antonio, Alocución del vicepresidente de la República

encargado del poder ejecutivo, a los colombianos (12 de Octubre de 1892), op. cit.,p. 21.

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to analítico y descriptivo que establece una mirada seria sobrela trascendencia que para el mundo y la civilización tuvo laacción descubridora del almirante. Para el presidente colom-biano la figura de Colón merece el reconocimiento universal:«Como de el provecho material o moral, o de ambas especies,ha sido para todo el orbe civilizado, es de deber y de con-ciencia que todo él contribuya a la conmemoración. Nosotros,llamándonos Colombia, nos hemos, en cierto modo, anticipa-do y nos mantenemos, por así decirlo, en actitud de perma-nente veneración»378. Después de venerar en unas pocas pági-nas la figura del navegante genovés, el político colombianopasa a enumerar las ventajas que para la civilización trajo suaventura, definida como una «extensa y fecunda revolución enmaterias navales y comerciales»: la revolución del tráfico inter-nacional, la difusión de nuevos productos que aumentaron elcomercio y el bienestar de los pueblos, pero sobre todo, unatransformación de los principios políticos.

Desde el positivismo spenceriano, Núñez destacaba en sumirada histórica, el aspecto religioso de la empresa: «Pero enel descubrimiento de América hay, sobre todo, que admirar lasfaces [sic] de religiosa trascendencia, que forman evidente-mente la nota dominante»379. La relación que establecía entre eldescubrimiento, el imperio de la fe y la reconquista españolaera indivisible, tal y como marcan los cánones de la redacciónhistoriográfica positivista: en el lento pero gradual e inaltera-ble avance del progreso material, en las fases anteriores dedesarrollo anidan ya la semillas de la evolución que ha de lle-var ineluctablemente al estadio superior de civilización. Elgenio, en este caso Colón, es quien puede hacerlas germinar.Así escribía: «No sabían los Reyes Católicos que el sitio deGranada era preparación de cosas tan grandes en latitudesremotas que sólo Colón había visto con la misteriosa adivina-ción del genio; pero es verdad comprobada, durante la infati-

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378 NÚÑEZ, Rafael, «El cuarto centenario del descubrimiento de América», enRESTREPO CANAL, Carlos, España en los clásicos colombianos, op. cit., p. 62.

379 Ibídem, p. 68.

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gable urdimbre de los sucesos históricos “que el hombre seagita y Dios lo conduce”. América debía ser cristiana para quepudiera ser libre en tiempo maduro; y no podía ser cristianasino colonizada por raza fuertemente imbuida en la santacreencia»380. De nuevo aquí aparece la figura del genio como elúnico capaz de desentrañar el misterio del destino, elevarsepor encima de su época y leer cual es el rumbo a seguir arras-trando tras de sí a la historia.

Sin embargo, donde mejor se revela la función política quetenía el escrito del Presidente es en el último párrafo de su tex-to. Tras hacer suyas las palabras del pontífice León XIII añadía:«El descubrimiento de América fue epopeya divina; y este gran-dioso continente no será en verdad libre, como aspira con ardorconstante a serlo, sino cuando comprenda bien que la libertadque no tiene por principal asiento la conciencia y el alma y pordecálogo de derechos el incomparable Sermón de la Montaña yla oración dominical, no pasará mucho de ser —sobre todo parala muchedumbre— el más estéril y peligroso espejismo»381.Prácticamente, se trataba de una declaración de principios sobreel sustento ideológico del régimen regenerador y del propiopensamiento de Rafael Núñez. A su regreso de Europa, el lídercartagenero creía necesario para el óptimo desarrollo político ysocial de la nación colombiana aunar el progreso y el orden, for-jando la unión de la autoridad del Estado con el control socialy moral ejercido por la Iglesia. Así, la conmemoración delIV Centenario le servía al presidente para, desde el discurso his-panoamericanista, legitimar el pensamiento conservador que enesos momentos dirigía el timón de la nación.

3.2. HISPANOAMERICANISMO LITERARIO

Una de las funciones primordiales de la literatura latino-americana en general, y de la colombiana de la segunda mitad

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380 Ibídem, p. 69.381 Ibídem, p. 70.

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del XIX en particular, fue la construcción de un imaginariocolectivo entendido como las representaciones por medio delas cuales la sociedad intentaba explicarse a sí misma. Desdela literatura se tejió una parte muy importante de la urdimbrede categorías de desciframiento de la realidad social y, entreotros géneros, la novela y el relato fueron dos de sus meca-nismos privilegiados. Fueron vehículos de difusión ideológicade los que se sirvió el discurso hispanoamericanista paradifundir sus presupuestos. La potencia de la literatura a la horade construir redes de significación radica en la especial rela-ción que el lector establece con el texto: el lector se identificacon la historia, con el texto que construye en su propia lectu-ra, y establece un poderoso vínculo emocional con los prota-gonistas. A través de ese enganche con el lector, no sólo cir-cula la emoción y el entretenimiento o el saber, sino que seintroduce en la mente de este toda una carga ideológica. Deahí la funcionalidad de la novela en la construcción de undeterminado tipo de identidad nacional. Es eso que JonathanCuller ha llamado ejemplaridad, en su libro Breve introduc-ción a la Teoría Literaria. Esa ejemplaridad se explica porquela literatura siempre nos remite a la condición humana, porqueen últimas sus planteamientos invitan a una reflexión por par-te del lector sobre él mismo y sus circunstancias, porque lapráctica literaria tiende a la universalidad, a un discurso con laposibilidad de transformar la mente lectora382.

Además, la novela tenía un papel claro en la formación deeso que Benedict Anderson ha llamado Comunidades Ima-ginadas. Dispositivos escriturarios como la novela y el perió-dico permitían construir un imaginario compartido en el cualmiembros de la comunidad que nunca habría de conocerse sesentían partícipes de una misma temporalidad, rasgos, valoresy vivencias colectivas: «Podrá entenderse mejor la importanciade esta transformación, para el surgimiento de la comunidadimaginada de la nación, si consideramos la estructura básica de

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382 CULLER, Jonathan, Breve introducción a la teoría literaria, Barcelona, Ed.Crítica, 2000, p. 51.

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dos formas de la imaginación que florecieron en el siglo XVIII:la novela y el periódico. Estas formas proveyeron los mediostécnicos necesarios para la «representación» de la clase decomunidad imaginada que es la nación»383. La literatura fue unade las herramientas más útiles para edificar un entramado sim-bólico igualitario y horizontal, unos códigos de identificaciónempleados en la conformación de lo nacional y compartidospor toda la comunidad de lectores, divulgados por las prácti-cas de lectura. Otro autor que, como ya vimos, ha hecho unclaro énfasis en la relación entre literatura y poder es ÁngelRama, mostrándonos como la constitución de lo que se enten-día por literaturas nacionales formaba parte de la construcciónde la identidad nacional:

La constitución de la literatura, como un discurso sobre laformación, composición y definición de la nación, habría depermitir la incorporación de múltiples materiales ajenos al cir-cuito anterior de las bellas letras que emanaban de las elitescultas, pero implicaba asimismo una previa homogenización ehigienización del campo, el cual sólo podía realizar la escritu-ra. La constitución de las literaturas nacionales que se cumplea fines del XIX es un triunfo de la ciudad letrada, la cual porprimera vez en su larga historia, comienza a dominar a su con-torno. Absorbe múltiples aportes rurales, insertándolos en suproyecto y articulándolos con otros para componer un discur-so autónomo que explica la formación de la nacionalidad yestablece admirativamente sus valores. Es estrictamente para-lelo a la impetuosa producción historiográfica del período quecumple las mismas funciones: edifica el culto de los héroes,situándolos por encima de las facciones políticas y tornándo-los símbolos del espíritu nacional; disuelve la ruptura de larevolución emancipadora que habían cultivado los neoclásicosy aun los románticos, recuperando a la Colonia como la oscu-ra cuna donde se había fraguado la nacionalidad384.

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383 ANDERSON, Benedict, Comunidades Imaginadas. Reflexiones sobre el ori-gen y la difusión del nacionalismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1992,pp. 46-47.

384 RAMA, Ángel, La ciudad letrada, op. cit., p. 91.

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Así, la ficción era tan importante a la hora de la reconstruc-ción histórica como la investigación rigurosa, incluso más. Lavisualización de los héroes patrios en largas descripciones llenasde colorido, detalles y pasajes vivaces permitía un acercamientomás próximo y divulgativo con la historia de la patria, a la vezque una identificación mayor con los personajes. De ahí buenaparte de los relatos novelescos sobre la fundación de Bogotá yotros pasajes de la conquista y la colonización del Reino de laNueva Granada que poblaban los textos de los letrados. Porejemplo, Vergara y Vergara relataba así, en una carta abierta aFernán Caballero, cómo Quesada había decidido los nombresque lucirían a partir de su llegada las tierras «descubiertas»:

Todo este territorio, le contesta Quesada, desde la costa deVeragua, que descubrió el almirante don Cristóbal, hasta las deVenezuela, de donde venimos, Federmán, ha de llamarse elNuevo Reino de Granada. Este sitio ha de perder su nombrede Teusaquillo; y así como doy al territorio el nombre de mipatria, ha de llamarse esta ciudad Santafé, por la semejanzaque advierto en estos lugares con los de la vega de Granada.Mirad esa serrezuela que queda al nordeste, y es el principa-do de nuestro buen amigo, el cacique de Suba, el primer cris-tiano que ha habido en esta tierra, y a quien hemos llamadodon Alonso de Aguilar. ¿No se os figura, Belalcázar, a la Sierrade Elvira? Ese pueblecito que nos queda al frente y que losnaturales llaman Fontibón, ¿no ocupa exactamente el mismolugar que nuestro Santafé en la vega del Genil? Esas colinasllamadas de Soacha, que nos quedan al sur, ¿no se asemejana las del Suspiro del Moro, donde Boabdil se despidió de supatria con una lágrima? Aquí quedará Santafé al pie de esosdos cerros, como Granada al pie de sus collados; y esos doscerros los llamaremos al uno Monserrate, y al otro Guadalupe,y edificaremos en esa cumbre dos capillas385.

Pero quien destacó por encima de otros escritores en latarea de rescatar héroes hispánicos para el santoral de la his-

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385 VERGARA Y VERGARA, José María, «Carta a Fernán Caballero», en RESTRE-PO CANAL, Carlos, España en los clásicos colombianos, op. cit., p. 56. Publicadopor primera vez en El Hogar, en el número 60 del 20 de Marzo de 1869.

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toria patria, fue Soledad Acosta de Samper. Ella fue uno de losbaluartes fundamentales del hispanoamericanismo enColombia. Tal como la define Frédéric Martínez, era «una delas más conspicuas representantes del hispanismo conserva-dor»386. La importancia que tiene su figura y su obra para nues-tro trabajo radica en varios aspectos: pertenecía a lo más gra-nado de la elite letrada colombiana y junto con su marido JoséMaría Samper formaba una de las parejas más influyentes dela elite bogotana, siendo una de las escritoras más famosas yleídas de la Colombia finisecular. Pero además, el rasgo distin-tivo de su creación era el profundo interés que tenía sobre lostemas históricos que llenaron buena parte de su extenso lega-do literario bajo el nombre de relaciones y narraciones histó-rico-novelescas que, según la autora, perseguían: «[…] presen-tar cuadros de la historia de América, bajo el punto de vistalegendario y novelesco, sin faltar por eso a la verdad de loshechos en todo aquello que se relacione con la Historia.Nuestra intención es divertir instruyendo es instruir divirtien-do, […]»387. Por su propio carácter, se trataba de relatos convocación popular, con la intención de llegar al máximo núme-ro de lectores posibles. De ahí que prestemos especial aten-ción a todo lo relacionado con su producción intelectual,puesto que en sus textos reside la más depurada producciónliteraria sobre el pasado hispánico según los cánones del dis-curso hispanoamericanista.

Soledad Acosta nació en Bogotá en 1833 y murió en 1913.Hija de Carolina Kemble y del general de la Independencia,escritor, ensayista, historiador y geógrafo Joaquín Acosta, rea-lizó sus primeros estudios en Bogotá, en el Colegio de LaMerced, uno de los colegios vinculados a la formación de laclase alta femenina. A los doce años de edad fue enviada aHalifax, Nueva Escocia, para asegurarle la mejor educaciónposible, al cuidado de su abuela materna, y de allí a París para

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386 MARTÍNEZ, Frédéric, El nacionalismo cosmopolita, op. cit., p. 445. 387 ACOSTA, Soledad, Los españoles en América. Episodios Histórico-

Novelescos, Bogotá, Imprenta de la Luz, 1907, p. 11.

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proseguir estudios en varios colegios. Fue su padre quien laintrodujo en las tertulias y reuniones científicas en dondeconoció a los más importantes escritores de Europa, con loscuales mantuvo estrecha amistad y larga correspondencia. A suregreso a Colombia, casó en 1855 con el escritor, político ypublicista José María Samper, con quien mantuvo siempre unarelación de estrecha colaboración intelectual. Con él vivióalgunos años en París. Allí publicó sus primeros trabajos bajolos seudónimos de Aldebarán, Renato, Bertilda y Andina. Apartir de 1858 comenzó a publicar en Biblioteca de Señoritas yen El Mosaico, de Bogotá. En 1862 José María Samper fuenombrado jefe de redacción del diario El Comercio, de Lima,y el matrimonio se trasladó al Perú. Juntos fundaron allí laRevista Americana. De regreso a Bogotá, José María Samperfue nombrado nuevamente miembro del Congreso y se con-virtió en uno de los personajes más importantes de la políticacolombiana388.

Acosta fue siempre una activa escritora preocupada por laeducación y la orientación de la mujer. Fundó y dirigió variosperiódicos y revistas dedicados a la mujer y la familia: La Mujer(1878-1881), Lecturas para el Hogar (1884-1885), El Domingode la Familia Cristiana (1889-1890), El Domingo (1898-1899) yLecturas para el Hogar (1905-1906). En esas publicacionescolaboraron casi todos los escritores, poetas y periodistas desu época, con artículos sobre los más variados temas: historia,costumbres, antropología, moda, ciencia, noticias curiosas,religión, moral, consejos a la mujer y reflexiones sociológicas.Esas revistas eran mucho más que una simple publicación dediversos temas. A través de un amplio abanico temático, pro-ponían a las potenciales lectoras un código de conducta, unaformación ética que las orientara en su cotidiano. Es decir, enesas revistas encontramos la propuesta de género aceptada ydifundida en la sociedad colombiana: «Ubicadas como puente

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388 SAMPER, Santiago, Acosta de Samper, Soledad [en línea], Bogotá, BibliotecaLuis Ángel Arango, Biblioteca Virtual. Disponible en: http://www.lablaa.org/blaa-virtual/biografias/acossole.htm [Consulta: 7 noviembre 2006].

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entre lo público y lo privado las publicaciones dirigidas a lamujer buscaron no sólo controlar los vínculos religiosos ymorales de la sociedad; a la vez, fueron publicaciones decarácter liberal o conservador que tuvieron como propósitofundamental configurar un modelo de forma de ser»389.

Acosta fue una de las escritoras más prolíficas de la litera-tura colombiana. Publicó más de dos docenas de novelas yescribió más de doscientas noventa biografías. Cultivó prácti-camente todos los géneros: relato breve, teatro, ensayo, historia,etcétera. Algunas de sus obras más conocidas son: Novelas ycuadros de la vida suramericana (1869), Episodios novelescosde la Historia Patria, La Insurrección de los Comuneros (1887)o Los piratas en Cartagena (1885). Fue miembro activo ycorrespondiente de numerosas academias literarias del país yeuropeas: de la Academia de Historia de Colombia, de la Aca-demia de Historia de Venezuela, de la Sociedad de Geografíade Berna, de la Sociedad de Escritores y Artistas de Madrid390.También fue delegada oficial de la República de Colombia alIX Congreso Internacional de Americanistas en el Conventode La Rábida, en España (1892), representante y jefe de ladelegación colombiana en los congresos conmemorativos delCuarto Centenario del Descubrimiento de América, junto conErnesto Restrepo Tirado. En la breve referencia personal queMcGrady redacta sobre ella destaca que además era una mujer«patriota»391.

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389 ACOSTA PEÑALOSA, Carmen Elisa, Leer literatura: ensayos sobre la lectu-ra literaria en el siglo XIX, Bogotá, Cooperativa Editorial Magisterio, 2005, p. 49.

390 McGRADY, Donald, La novela histórica en Colombia 1844-1959, Bogotá,Editorial Nelly, 1982, p. 37.

391 Esta característica de su personalidad es una de las que más destaca subiógrafo Gustavo Otero Muñoz: «Amaba a Colombia con un patriotismo digno delos tiempos heroicos. Cuando, el 3 de noviembre de 1903, Panamá efectuó suseparación, mediante el apoyo armipotente [sic] del los Estados Unidos del Norte,redactó ella un enérgico y bellísimo manifiesto, que fue firmado por más de tres-cientas damas bogotanas, en el cual señalaron estas una línea de dignidad y dealtivez al vicepresidente de la República, para dejar enhiesto el pabellón de lapatria en medio de la infausta tribulación: «No os faltan, señor, ejemplos que imi-tar —le decían—. No necesitamos recordar a los héroes de otras razas; en la nues-

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Aunque McGrady hace una crítica muy desfavorable de suliteratura no es el valor artístico de las obras de Acosta lo queaquí nos interesa, sino su construcción decidida de un imagi-nario literario en donde lo hispánico se constituyó como el ejerector de su producción. La importancia de la figura deSoledad Acosta de Samper radica en su condición de mujer yletrada. Acosta fue una de las pocas mujeres que pudo hacer-se un hueco a punta de talento y trabajo en un medio literariomanejado exclusivamente por hombres. En su desempeño pú-blico se dieron cita las mediaciones y rupturas con ese mundomasculino. Si bien defendió desde la estricta moral cristiana ylas convenciones sociales imperantes que la mujer debía ser elalter ego de armonía, feminidad y virtud frente al hombre queencarnaba la fuerza, el poder y la responsabilidad, tambiénproponía la educación plena de la mujer como un requisitonecesario para el desarrollo de la sociedad. Sin embargo, elaspecto central que nos interesa son sus profundas conviccio-nes hispanistas. Las novelas de Acosta, el género que más tra-bajó, son un auténtico repertorio del discurso hispanoamerica-nista al servicio de la construcción de la identidad colombiana.

En una de sus narraciones «histórico-novelescas», Los pira-tas en Cartagena, publicada por primera vez en 1886 y dedi-cada al presidente Núñez, la autora narraba los ataques corsa-rios que la ciudad tuvo que soportar durante el periodocolonial. Con buen ritmo narrativo y no poca imaginación, laautora narra los asaltos, sitios y combates a los que se vioexpuesta la ciudad a causa de pertenecer al imperio español:

La envidia, la emulación y el odio que el gran poderío deEspaña en el nuevo mundo despertó entre las demás nacioneseuropeas, se había traducido por medio de ataques y vías de

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tra los hay con profusión. ¿No arrojaron los españoles de su suelo a todo unNapoleón, que llevaba por séquito la Europa entera? Y en Suramérica no olvidéislas hazañas de Francisco Solano López, aquel presidente de una nación muchomás débil, mucho más atrasada, mucho más pobre que la nuestra. ¡Ah! Permitidque os hablemos de este heroico paraguayo y de su nación...». OTERO MUÑOZ,Gustavo, «Soledad Acosta de Samper», en ACOSTA, Soledad, Los piratas enCartagena, Medellín, Ed. Bedout, 1969, p. 12.

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hecho: cosa natural en un tiempo recién emancipado de labarbarie y que acababa de salir de la edad media. Aquellosataques injustos contra España se pusieron en planta por cier-tas asociaciones y compañías de piratas, corsarios, filibusteros,bucaneros y aventureros de diferentes naciones, y particular-mente ingleses y franceses, los cuales, con el pretexto de auxi-liar a sus gobiernos y reyes —casi continuamente en guerracon España—, se dieron a robar los tesoros que llevaban delas colonias a la madre patria, cometiendo al mismo tiempoinnumerables desafueros y cruelísimas acciones en los puertoshispanoamericanos, como podía temerse de malandrines sinDios ni ley392.

Acosta no dejó por fuera de su narración ninguno de losgrandes acontecimientos de este tipo que sacudieron a Carta-gena, desde el ataque de Francis Drake en 1586, a la numanti-na defensa de la fortaleza de San Fernando por el castellanoSancho Jimeno en 1697, pasando por el asalto del pirata Morgana Santa Marta y la expedición del almirante Vernon en 1738, epi-sodio que ocupa la mayor parte de la narración. Aunque no hayaquí espacio para un análisis pormenorizado de la novela, eltexto destaca por los estereotipos que pueblan cada uno de suscapítulos. Los ingleses son: «¡Mala raza! —exclamó el goberna-dor—; ¡estirpe de malandrines!...»; las mujeres de alta alcurniason la voz de la conciencia masculina: «¡Basta, basta, señor capi-tán!, —exclamó ella—. Repito que un militar no deja nunca ellugar que le han encomendado defender. […] ¿Preguntáis lo quehace el hombre de honor delante de los enemigos?... ¡Morir enel puesto defendiéndose, o ir a unirse a los suyos para lucharpor su rey y por su patria hasta rendir el alma!... ¡Eso hace uncaballero que prefiere la muerte a la deshonra!». El castellanoSancho Jimeno es la encarnación del valor: «Ni me rindo ni pidocuartel; yo no entrego el castillo, sino aquestos cobardes, queno han tenido ánimo para rendir la vida en su defensa». Encambio el gobernador Diego de los Ríos es presentado como un

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392 ACOSTA, Soledad, Los piratas en Cartagena, Medellín, Ed. Bedout, 1969,p. 27.

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«perezoso» y un «inepto». Los negros y los indios son «cobardes»,«asustadizos» y «traidores». El obispo Piedrahita consigue que elpirata Morgan, cual oveja descarriada, abandone su vocación depillaje y tormentos: «¡Bendito sea Dios! —exclamó el obispo,dando señales de una grande alegría—; a lo menos se logrósacar esta alma del camino de la irremediable perdición». Loscorsarios franceses son de tal calaña que cuando enterraron enla catedral de Cartagena a uno de sus líderes caídos, la reaccióninmediata del cuerpo eclesiástico fue: «Cuando se fueron lospiratas y volvimos a la ciudad, el señor obispo mandó sacar elcadáver, arrojarle a un muladar y bendecir la iglesia de nuevo».A pesar de narrar detalladamente, todos estos episodios, hayuno del que la autora se abstiene de pronunciarse: el asedio delas tropas españolas de Morillo en 1815, uno de los episodiosmás dantescos de las batallas por la Independencia. Es la pro-pia autora quien, en una novela dedicada a narrar «las tragediashistóricas ocurridas en Cartagena», explica por qué prefierecallar tal episodio:

Quisiéramos describir también el más heroico de los sitiosque ha sufrido Cartagena: el del pacificador Morillo en 1815[…] Pero preferimos no discutir aquellos hechos dolorosísimosde la epopeya de nuestra independencia, en la cual los des-cendientes de los mismos que combatieron juntos para recha-zar al extranjero, se hacían entre sí ruda guerra […] Corramosun velo sobre aquellos acontecimientos; y por ahora no recor-demos sino que las glorias de España fueron también las nues-tras durante tres siglos en América, así como las habían cele-brado nuestros mayores desde la época de Numancia hasta lade Zaragoza, bajo una misma bandera393.

Con este párrafo cierra la autora esta novela forjando laimagen que recorre todo el libro, la imagen que página a pági-na se traslada a la mente del lector: hubo un tiempo en queamericanos y españoles compartían una misma bandera. Elmismo patrón que utiliza en esta obra se repite en Episodios

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393 Ibídem, p. 257.

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Novelescos de la Historia de la Patria. La insurrección de loscomuneros: al amparo de una narración folletinesca de aven-turas y amoríos, la autora vierte su imaginación histórica. Enesta obra analizaba la rebelión de los comuneros como unmotín antifiscal por el aumento de las cargas fiscales llevado acabo por el recaudador Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres aquien dibujaba como «hombre recio y de malas entrañas». Larebelión de 1780-81 quedaba plasmada de la siguiente forma:

En tanto seguía adelante la rebelión contra el Gobierno deEspaña, y en Marzo de 1781 el Socorro estaba ardiendo. Lamultitud, encabezada por los que sí sabían lo que deseaban,se arrojó sobre las casas de estancos y edificios del Gobierno,despedazando cuanto encontraba a mano. Aunque mucho seha encomiado, como símbolo de odio al poder español, el queel pueblo arrancase los edictos y pisotease las armas reales,estos hechos, indudablemente, no significan tal cosa, sino queeran hijos de aquel amor a la destrucción que caracteriza atodas las multitudes que, ciegas, atacan a las autoridades, seancuales fueren. Repetimos que el desenfrenado populacho nosabía, en realidad, lo que hacía, y su cólera era inflamada porlos Jefes, que veían con gusto a sus instrumentos llenos deentusiasmo proclamando una libertad que no entendían. […]Mientras maduraban aquellos planes de lesa raza, Berbeosabía que podría exigir del trunco Gobierno de Santafémuchos privilegios, pues en aquel momento era el más fuer-te, y comprendía el terror que inspiraba a los cultos habitan-tes de la Capital la idea de que la invadiesen los revoltososejércitos que él comandaba394.

En este marco, la autora dibujaba la imagen de Galán, héroetrágico en cuyo análisis sirven las palabras de Colmenaresdedicadas a la invención del héroe en las historias patrias his-panoamericanas. El historiador escribía: «En la invención delhéroe contribuían ciertas formas básicas de autorepresentacióncolectiva. El héroe debía compendiar los rasgos más esencia-

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394 ACOSTA, Soledad, Episodios Novelescos de la Historia Patria. La insurrec-ción de los comuneros, op. cit., pp. 16-21.

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les, así fueran contradictorios, con los cuales cada pueblo pre-fería identificarse. Por eso la objetividad del retrato era indife-rente»395; y Acosta parecía replicarle en su semblanza de Galán:

Al crecer se manifestó valiente, denodado, generoso, com-pasivo con el desgraciado, defensor del desvalido, de maneraque ejercía grande influencia en el lugar de su nacimiento; yaún en las poblaciones circunvecinas su voluntad era todopo-derosa; sus actos eran siempre tan enérgicos y audaces, ydemostraba tanta altivez cuando algún miembro de la clase altase le encaraba, que los hidalgos españoles consideraban a aquelcriollo, con razón, como a su enemigo declarado. «Amigo de susamigos», los defendía sin vacilar, y hacía respetar los derechosque los criollos habían logrado, poco a poco, arrancar alGobierno español en el transcurso de muchos años396.

Por si todo esto fuera poco, aún añadía la escritora queGalán era «emprendedor y amante del progreso», «muy religio-so», «amante de las diversiones populares» y la «música», «humil-de y sumiso» frente a su madre, etcétera. Este José AntonioGalán que nos presenta la autora toma un giro extraño a lahora de explicar los motivos de su rebelión. La trama estámontada sobre una historia de amor entre Galán y Antonia deAlba, perteneciente a una familia de alta alcurnia, descendien-te directa de españoles. Si bien, la autora nos muestra a unGalán atrevido en el reclamo de los derechos de los criollos,más que la vena independiente, en el texto de Acosta lo quedecide al héroe a tomar las armas son las penas de amor alnegarse Antonia, por temor al «qué dirán» de su padre hidalgo,a aceptar casarse con un plebeyo como Galán: «Aquella cóle-ra con los que se consideraban más nobles que los criolloshonrados, se aumentó cuando Antonia no quiso acceder aabandonar su hogar y casarse con él, atropellando todas lastradiciones de su familia. Encolerizado, exasperado contra losespañoles empezó a nutrir en el fondo de su corazón inmen-

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395 COLMENARES, Germán, op. cit., p. 63.396 ACOSTA, Soledad, Episodios Novelescos de la Historia Patria. La insurrec-

ción de los comuneros, op. cit., pp. 58-59.

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so deseo de humillarles a su vez; uniendo en su pecho el en-cono del amante despreciado con el del criollo humillado porlos que se creían superiores a él»397. De más está decir queAntonia acaba enamorada hasta el tuétano de Galán, y queentre amor de reja, aventuras y desdichas, la autora aprovechapara deslizar frases como la que sigue: «¡Viva el Rey! —excla-mó—, ¡pero muera el Visitador Piñeres! […] vitoreando al Reyy a la Libertad, ocupó la plaza […] Estremecíme al notar queel primero de todos y el más entusiasta era Galán»398.

Al final, en la representación de Soledad Acosta, uno de losmitos precursores de la propaganda independentista, laRebelión de los Comuneros, quedaba reducido a un motínantifiscal, en el que aquello que verdaderamente se criticabaeran los abusos de la administración por parte de algunos fun-cionarios. Para poner en pie este planteamiento la autora em-pleaba 191 páginas de amores edulcorados y platónicos entreel jefe comunero y una descendiente de los españoles. En lamisma línea de recuperación y rediseño de los héroes patriospuede analizarse su libro Descubridor y Fundador. En estarelación histórico-novelesca, los protagonistas son CristóbalColón y Gonzalo Jiménez de Quesada. A primera vista, la líneaargumentativa que vamos a encontrar en el texto viene dadaya por el título. El objetivo es presentar a Colón como el des-cubridor —y hasta ahí poco que decir sobre esa representa-ción— y a Quesada, como el fundador. Es este matiz el quenos interesa, la representación del español que diseña Acostano es la de un conquistador sino la de un fundador. Bien escierto que el adelantado puso la primera piedra de Santafé,pero poner todo el énfasis de su figura en este aspecto dice yamucho de aquello que después encontramos en las páginasdedicadas a él. Sobre Colón poco añade de nuevo la autora,se limita a relatar una breve biografía del genovés destacandolos episodios más heroicos, dramáticos y ejemplarizantes de suvida. Toda la carga sobre el personaje viene dada en el párra-

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397 Ibídem, p. 63.398 Ibídem, p. 67.

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fo final, en el cual Soledad Acosta cita las palabras de un escri-tor norteamericano sobre el cual no da referencia bibliográficaalguna: «Diremos sin vacilar que el hombre más grande esaquel a quien el mundo debe mayores beneficios. Compara-dos los hechos con los resultados, nos atreveríamos a asegu-rar que Cristóbal Colón es el primero entre los hombres real-mente grandes, y su puesto tiene que estar a la cabeza de lalista de los hombres más ilustres de todos los tiempos»399. Másallá del panegírico sobre Colón y Quesada, la idea principalque alienta el libro es combatir desde sus páginas contra eloscuro imaginario que la leyenda negra vertía sobre la historiahispánica. Como ya dijimos, para que el pueblo pudiera iden-tificarse con su historia y así validar las representaciones inten-cionales que los letrados construían desde ese pasado paralegitimar sus intereses presentes, era necesario reconstruir unaimaginería histórica respetable. Lo que menos importaba en eltexto de Acosta era ceñirse a la «realidad pasada», sino reela-borarla para que sirviera de corpus de valores y enseñanzashispánicas que creasen un continuo temporal en el cual loslectores se sintieran partícipes de una historia de grandeza ybuenas lecciones.

Al igual que Galán, Quesada es un hombre «fuerte y ágil,audaz y parco en la guerra, sufrido y paciente en los trabajos,atento y comedido con sus soldados»400, que como héroe seenfrenta sin pestañear a los peligros de las selvas, las enferme-dades y fatigas propias de una expedición conquistadora. Lasfuentes con las que construye sus textos son las obras de loscronistas Castellanos y Zamora, en un discurso histórico querecompone y retoma los datos, las fechas, los episodios y el esti-lo de aquellos para actualizarlos. La mirada histórica presente sefunde con las representaciones históricas pasadas y cargada delecciones morales y valores conservadores parece que estoshubieran estado por siempre latentes en las acciones de los per-

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399 ACOSTA, Soledad, Descubridor y fundador, Bogotá, Instituto Colombianode Cultura, 1971.

400 Ibídem, p. 27.

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sonajes históricos analizados, de los cuales se sigue sin saber aciencia cierta —y nunca mejor dicho— poco más que susfechas, nombres y correrías varias. Después, ese código de des-ciframiento del pasado se traslada a la empresa de recuperar elprestigio de estos personajes frente al mal decir de la leyendanegra y desde ahí justificar, legitimar y respaldar intereses suje-tos a la estricta actualidad política, social, económica y culturaldesde donde se escribe esa historia. En ese viaje de ida y vuel-ta de la conciencia histórica, los a priori históricos tejidos en elpresente regresan revestidos de la pompa legitimadora delpasado. Por ejemplo, de sobra es conocido el catolicismo mili-tante de doña Soledad Acosta, valores emblema del cristianismocomo la bondad, la caridad, la castidad, el perdón o la compa-sión pueblan sus relatos. Ella los integra a sus personajes, a sushéroes, a los íconos que dibuja y con los cuales el lector se rela-ciona. Para el caso que nos ocupa, escribe sobre Quesada:

Según la costumbre de aquellas expediciones, las tropasconquistadoras llevaban en pos suya recuas de indios cargue-ros que hacían las veces de acémilas, pero a quienes elAdelantado Quesada trataba, según parece, con mucho menoscrueldad que otros españoles. A pesar de esto los indios sefugaban en todas las paradas, y había que ir a los vecinoscaseríos en busca de otros. Cuéntase que, habiendo un díasalido a enganchar cargueros en los alrededores del campa-mento, los baquianos lograron apoderarse de unos pocos quesorprendieron en sus casas, a quienes echaron la carga de losque se habían fugado. A poco andar se presentó una indiadesgreñada y afligida, y atravesando por en medio del ejérci-to, sin manifestar temor, se fue a arrojar llorando en brazos deun mocetón recién cautivado. Preguntó el Adelantado a losintérpretes qué significaba aquello, y le contestaron que laindia llorosa era una madre que venía a constituirse prisione-ra para ir en compañía de su hijo. Enternecido el caudillo,mandó que desataran al momento no sólo al indio reciénapresado, sino a todos los que habían cogido en el pueblo, enpremio de la noble acción de la buena madre401.

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401 Ibídem, p. 29.

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Que esta acción sea cierta o no es lo de menos, que Que-sada liberara a los prisioneros o que todo sea una invenciónpara cargar las tintas dramáticas de la semblanza del héroe noimporta. Lo importante es la representación que modelaAcosta con sus palabras, la reflexión moral que provoca: hidal-guía, nobleza, compasión. Aún más, la imagen de un tribunoromano que se apiada de una madre que ve marchar a su hijoa cargar con el peso de su selvático vía crucis. Este código dedesciframiento histórico servía también para justificar y probarhistóricamente prejuicios raciales contemporáneos: «Quesadatrató de entablar negociaciones con el Zipa de Bogotá; peroeste no quiso dejarse ver de los invasores, ni lograron que lesdiera jamás una respuesta clara y categórica. ¡Tan cierto es queel carácter de las razas se conserva a través de los siglos y detodas las vicisitudes posibles, que hoy día no se puede obligara un descendiente de los chibchas a que diga sí o no!»402. Lasnegociaciones de Quesada con el Zipa sirven para que la mali-cia indígena de la Colombia finisecular se transmute en unacaracterística racial avalada por la historia. Pero sobre todo,para crear unos atributos raciales como marcadores de dife-renciación social tendentes a la creación de unas jerarquíasdentro del discurso nacional en las que los letrados ocupabanla cúspide. De este modo, dentro de la recreación de la histo-ria hispánica de la patria se configuraban tanto patrones dehomogenización como de diferencia.

En este sentido, es interesante cómo a continuación la auto-ra resalta la figura de Quesada como un letrado que tambiénse desempeña en el arte militar. Alaba su oratoria de abogadocon la cual consiguió persuadir a sus hombres para continuarla expedición en los momentos más críticos, su capacidad lite-raria, su carácter legislador y político, amén de forjador de loscimientos de la colonia. Así escribe: «Empero llama la atenciónque un letrado como Quesada tuviese todas las cualidades deun caudillo militar y tan desarrollado el don de mando. […]

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402 Ibídem, p. 49.

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Quesada creyó conveniente, antes de alejarse, dejar fundada laciudad en toda forma. Nombró Gobernador interino a su her-mano; eligió Alcaldes y un Ayuntamiento, Regidores y todo eltren de lo que entonces era indispensable para que se consti-tuyese un Gobierno»403. Al destacar esta nota fundadora delconquistador y ligarla con el ejercicio y los talentos caracterís-ticos de los letrados, Acosta sellaba el pacto secular, desde losinicios del Nuevo Reino de Granada, entre la pluma, la espa-da y el trono. El fundador era a la vez el primer caudillo mili-tar y el primer literato de la nación. Esta asociación entre elejercicio intelectual y el ejercicio del poder se encontraba deesta manera en los mismos cimientos de la ciudad de Santaféde Bogotá, y por lo tanto de la nación. Las reflexiones finalesde Acosta se dirigían a mostrarnos, desde la insigne y benéfi-ca figura de Quesada, las bondades que los españoles habíantraído a la tierra colombiana. El aparato de gobierno y legisla-ción, las artes y el urbanismo propio de las naciones civiliza-das, así como la benéfica redención civilizadora de la religióncatólica. El resultado pues no podía ser más que el siguiente:

No se puede decir, pues, que el Gobierno español dejabade castigar a los que trataban con crueldad a los indígenas, y siestos fueron desgraciados, no fue culpa de España, sino de lasinjusticias de los particulares. Muy de otro modo se han mane-jado los gobiernos humanitarios de este siglo, y en prueba deello podemos recordar las desdichas de los árabes bajo los fran-ceses, de los indianos bajo Inglaterra, y de los aborígenes de laAmérica del Norte, regidos por la República de los EstadosUnidos. […] Hemos querido citar esta página entera parademostrar una vez más que cuando el Gobierno español llega-ba a ser bueno en estas colonias, era inmejorable, y que hoydía, con nuestra decantada civilización no podríamos hacer mása favor de la raza conquistada. Al contrario, hacemos menos,puesto que los indígenas que antes tenían su tierra propia, yano la tienen y andan pidiendo limosna por campos y aldeas404.

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403 Ibídem, pp. 63-66.404 Ibídem, pp. 81-93.

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De esta manera, el pasado de la conquista y la colonia que-daba restituido a los ojos del pueblo como fuente de legitimi-dad en el ejercicio de poder de los letrados. Era un vector deidentidad horizontal donde anidaban a la vez las representa-ciones de las desigualdades socioculturales sobre las que seasentaban las demarcaciones simbólicas de un orden jerárqui-co. Pero también se configuraba como un arsenal simbólico enlas luchas políticas. Eran el mecanismo legitimador de lasacciones políticas y los planes de desarrollo estatal implemen-tados por liberales al interior de Colombia. Al rescatar el pasa-do hispánico, la identidad colombiana podía completar su ima-gen, restañar la memoria histórica de esas profundas corrientesculturales que aún pervivían a finales del XIX y que el apara-to propagandístico de la Independencia, en su necesaria cons-trucción del enemigo, había tildado de un tiempo de barbarie,oscurantismo y atraso. A la vez, podía emplearse ese «pasado»como una fuente de enseñanzas, como un muestrario de lec-ciones donde encontrar precisamente los ejemplos históricosmás convenientes. Por ejemplo: los constructores del Estadoeran los letrados, pero letrados que sabían leer la verdaderaesencia nacional y recoger la tradición hispánica de hombrescomo Quesada en el fomento de la civilización, el progreso yla evangelización, sin necesidad de recurrir a discursos extran-jerizantes que desvirtuaban el sustrato profundo, hispánico, dela patria.

Este planteamiento venía a reforzar una vez más que losorígenes de la nacionalidad colombiana había que buscarlosen la empresa colonizadora española. En Biografía de Hom-bres Ilustres o Notables es donde mejor se sintetiza esta idea.La obra, tal como reza su patente de privilegio firmada por elPresidente de la nación, Francisco J. Zaldúa y el Secretario deFomento, Felipe Paúl, estaba destinada al servicio de la ins-trucción pública: «La presente obra, publicada con los auspi-cios del Gobierno nacional y la Dirección de instrucción públi-ca del Estado de Cundinamarca, está principalmente destinadaal servicio de los Colegios y Escuelas de Colombia, y de lajuventud estudiosa». Pues bien, en el primer párrafo de la

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introducción de ese libro dedicado a reseñar las biografías delos principales conquistadores españoles de la historia deAmérica, la autora escribe:

Si bien es cierto que se han dado a luz algunas vidas depersonajes importantes de las crónicas historiales deColombia, casi todos han sido bocetos o biografías de los quehan hecho un papel más o menos notable en la guerra de laIndependencia, y de los hombres de partido de los últimoscincuenta años. Esto proviene de que nos hemos acordadomás de aquellos que nos dieron la libertad, que de los que nosconquistaron el suelo patrio; que simpatizamos más con losque pusieron a nuestro alcance la fruta del bien y del mal, ynos hemos olvidado de los que, a costa de una pujanza y unvalor incomparables, nos dotaron de un territorio propio405.

En este párrafo se sintetizaba la labor histórica del discursohispanoamericanista: la nación colombiana principiaba con losconquistadores. Así, las dos grandes generaciones de la memo-ria histórica nacional quedaban definidas como los conquista-dores, los dadores del territorio, y los libertadores, los dadoresde la soberanía, los dos atributos básicos e irrenunciables decualquier Estado-nación. Pero aún había más, unos párrafosmás adelante la novelista añadía:

Todas las naciones del mundo tienen sus héroes popularesa quienes respetar, y cuyas hazañas, narradas de padre en hijo,interesan a la juventud, que aprende así a amar las virtudes desus antepasados y a odiar a los perversos. Nosotros no tene-mos más héroes populares que los de la Independencia, cuyoshechos no pueden todavía ser narrados con suficiente impar-cialidad por sus inmediatos sucesores. Es preciso, pues, quevolvamos los ojos más atrás, que recorramos con la imagina-ción los siglos pasados y conozcamos lo más posible a losque, atravesando los mares, vinieron a plantar sus tiendas en

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405 ACOSTA, Soledad. Historia de Hombres Ilustres y Notables [en línea],Bogotá, Biblioteca Luis Ángel Arango, Biblioteca Virtual. Disponible en:http://www.lablaa.org/blaavirtual/historia/ilustre/ilus2.htm [Consulta: 23 noviem-bre 2006].

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estas tierras tan lejanas, y a fundar naciones cristianas en don-de reinaban la barbarie, la superstición y la idolatría406.

Ese era el punto de quiebre de la mentalidad letrada de laColombia finisecular, el punto de fusión entre liberales y con-servadores: sin la inclusión de pleno en la corriente de la civi-lización occidental, sin el reclamo de ser sus herederos y pun-ta de vanguardia, la única opción que encontraban era labarbarie. Identificarse como hijos de la madre patria suponíapara los letrados regeneradores una vía de inclusión a la civi-lización más «natural» pues les bastaba con remontarse en elárbol genealógico unas cuantas generaciones atrás. Reclamarseherederos del linaje español suponía insertar en su sangre y sumemoria el legado de la civilización, se convertían automáti-camente en descendientes de esa empresa universal iniciadacuatros siglos atrás y que por aquellas fechas atravesaba sufase imperialista más aguda. Tiempos precisamente en los quepara desgracia de los letrados, España no gozaba de muy bue-na reputación como nación civilizada. Sin embargo, era su líneaevolutiva natural, su linaje, su abolengo, desde el cuál engan-charse al tren de la civilización y el progreso. Porque desdeesa mirada histórica, todo lo que quedaba a sus espaldas,como referente existencial que no fuera hispánico, era barba-rie, superstición e idolatría. Aunque quien mejor lo escribía eraAcosta a la hora de justificar el porqué de rescatar para la his-toria patria a los conquistadores:

Ninguna enseñanza moral se desprende de la historia delos antiguos indígenas, y la debemos estudiar más bien comouna curiosidad etnográfica, que no como un conocimientoútil. A pesar de la gran mezcla de la raza indígena con la blan-ca que existe en Colombia, la primitiva tiende a desaparecer;y aunque esta exista por muchos años aún, la civilización deque gozamos nos viene de Europa, y los españoles son losprogenitores espirituales de toda la población. Así pues, aestos debemos atender con preferencia, si deseamos conocerel carácter de nuestra civilización407.

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406 Ibídem, s. p.407 Ibídem, s. p.

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Acosta lo podía decir más alto, pero no más claro. El pasa-do prehispánico no formaba parte de los conocimientos útilescon los cuales formar a las nuevas generaciones colombianas.Estos eran simplemente curiosidades etnográficas. Colombiapertenecía por la gracia divina de la conquista española a lacivilización occidental, desde ahí debía construirse, o de otromodo, regenerarse. El resto de sujetos históricos que poblabanel territorio colombiano no tenían cabida en la construcción dela identidad nacional que se erigió desde el discurso hispano-americanista. Pero esto parecía no ser suficiente aún para lanovelista. Lo hispánico tenía funciones mucho más prácticas,por ejemplo servir de modelo de género para las mujerescolombianas. Acosta, tan preocupada siempre por la forma-ción de la mujer y el papel que esta debía desempeñar en lasociedad, encontraba en el pasado hispánico una fuente devalores que rescatar para el presente. En su breve narración,La mujer española en Santafé de Bogotá, la autora se preocu-pa por describir e ilustrar «los diferentes tipos de mujeres espa-ñolas que vinieron a América en los primeros siglos despuésde la conquista»408.

Para empezar, presenta los nombres de las seis primerasmujeres españolas que llegaron a la Sabana de Bogotá, aclaran-do la duda antecedente sobre si fueron cinco o seis. De SantaMarta salieron en 1540 seis mujeres rumbo a la Sabana, una deellas fue secuestrada por los indios en Tamalameque, con locual el grupo se redujo a cinco, pero el nacimiento de una niñaen el camino completó el número inicial, y efectivamente fue-ron seis mujeres las que llegaron. Isabel Romero, madre de larecién nacida a la que llamaron María; Elvira Gutiérrez, a la cualensalza la autora por ser la primera mujer que «hizo pan de tri-go» en Bogotá; Catalina de Quintanilla; Leonor Gómez y MaríaDíaz. Tras esta vanguardia, y una vez que los conquistadores seconvirtieron en colonizadores, el número de mujeres españolasque alcanzó la Sabana aumentó. Acosta se centra en mujeres de

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408 ACOSTA, Soledad, «La mujer española en Santafé de Bogotá. CuadroHistórico», Revista literaria, 1890, vol. 1, n.º 1, p. 41.

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alta alcurnia como María de Orrego, miembro de una familianoble de Portugal; Catalina de Somente, la esposa del Visitadordon Juan de Montaño; la esposa del «presidente doctor» AndrésDíaz Venero, María de Dondegardo; la Marquesa de Sufraga,Inés de Salamanca; la Baronesa del Prado, María Luisa deGuevara, Catalina de Céspedes, Úrsula de Villagómez, IsabelCampuzano Villagómez, Antonia de Chaves, Juana Ochoa deOlariega, Margarita de Santodomingo y «Margarita». Todas ellaspertenecen a la clase alta de la ciudad y la mayoría son espa-ñolas o hijas y nietas de españoles. La novelista sólo aportainformación sobre mujeres que pertenecían a sectores nobles.La única que no tiene antepasados directos españoles es la quela autora llama, simplemente, «Margarita», a pesar de que en supropio texto aparecen los nombres completos de su padre y sumadre (Francisco Verdugo Briceño y María de Lara yMatamoros). De ella comenta que nació en Tunja en el seno deuna «familia distinguida, pero pobres»409.

Los escritos en que se basa Soledad Acosta de Samper paracomponer su narración son los cronistas Juan Rodríguez Freyle,Zamora y Ocáriz. Acosta realiza simplemente una reelaboración«histórico-novelesca» de los textos de estos autores puesto queen ningún momento cuestiona las fuentes que maneja o susplanteamientos, ni enriquece con otro tipo de aportes las tesisde estos autores. Al contrario, a la escritora le basta con repetirconstantemente: dicen los cronistas de la época, como si de unbaremo de objetividad inapelable se tratara. Únicamente recon-viene a Freyle por las inmorales historias que escribe en su«Carnero», cuando a pesar de esas historias sobre mujeres mal-vadas, «se tenía en tanto el buen nombre de las mujeres deSantafé, que cualquier hablilla ociosa y ligera castigaban susmaridos y sus hermanos sangrientamente y sin vacilar»410.

El único aspecto en el que Acosta «silencia» los relatos desus fuentes es sobre las referencias que esos autores hicieron

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409 Ibídem, p. 48.410 Ibídem, p. 45.

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sobre otro tipo de mujeres que quiebran el modelo que ellapretende enfatizar. Al igual que «había muchas damas nobles yvirtuosas, también las hubo perversas y de malos instintos,apasionadas y crueles, las cuales causaron grandes descon-ciertos en la naciente sociedad y dieron motivo para que secometiesen crímenes escandalosos»411. Sobre esas mujeres demalos instintos y apasionadas, la autora no ofrece dato algu-no, contraviniendo incluso la autoridad de sus fuentes, ya queen los textos de los cronistas si hablan sobre esas mujeres ylos escándalos que desataron. Más concretamente, y teniendoen cuenta los autores que emplea para su narración, se refie-re al famoso crimen cometido por el Oidor Luis Cortés deMesa en 1580, descendiente de Gonzalo Jiménez de Quesada.El crimen fue recogido por primera vez en la obra de JuanRodríguez Freyle El Carnero, escrita entre 1636 y 1638. A suvez, durante el periodo colonial contamos con otras dos refe-rencias sobre el hecho, la que formula Juan Flórez de Ocárizen las Genealogías del Nuevo Reino de Granada de 1671, y lade Fray Alonso de Zamora en su Historia de San Antonio delNuevo Reino de Granada en 1701, como ya mostramos, las tresfuentes de Acosta de Samper. Sin embargo, la impronta que elcrimen del Oidor dejó en el imaginario colectivo fue de talcalibre que en el siglo XIX se escribieron varias obras sobre elmismo o crónicas que lo incluían entre sus acontecimientosdestacados. Algunas de ellas fueron El Oidor de Santa Fé deJuan Francisco Ortiz (1845), El Oidor. Romance del siglo XVI deJosé Antonio de Plaza (1850), El Oidor. Drama histórico deJermán Gutiérrez de Piñeres (1857), El Oidor de Santa Fé deEladio Vergara y Vergara (1857) y Una traición de (1859) fir-mado por José Joaquín Borda con el seudónimo El Bardo412. La

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411 Ibídem, p. 44.412 Sobre cómo los autores del siglo XIX reformularon la historia del crimen

del Oidor Luis Cortés de Mesa y establecieron una relación con su pasado colo-nial a través de las novelas que recogen este suceso, remitimos a ACOSTAPEÑALOZA, Carmen Elisa, Leer Literatura: ensayos sobre la lectura literaria en elsiglo XIX, op. cit., pp. 120-150.

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escritora justifica su negativa a escribir sobre esos temas adu-ciendo: «Pero la humanidad es igual en todos tiempos y luga-res, y si entonces se cometían faltas y aun crímenes, estos sehacían generalmente a las claras y sin ambages, y como nues-tros antiguos cronistas se complacen en narrar los escándalosde su tiempo, más bien que las buenas obras que se hacían,de lo malo nos acordamos y lo bueno generalmente lo igno-ramos»413. Esa es la función que se atribuye, su misión, tomarlas obras de Freyle, Ocáriz y Zamora, y pulirlas, extirpar «lomalo» y rescatar para la memoria histórica colectiva «lo bueno».

La mujer española que reconstruye Acosta en el resto de surelato es un dechado de virtudes cristianas, es decir, buenaesposa y mujer caritativa, equilibrio natural del ímpetu y laagresividad masculina. Sobre Catalina de Somente escribe:«Esta señora, según dicen los cronistas, fue tan prudente, mise-ricordiosa y deseosa de hacer el bien, cuanto su marido semanifestó arrebatado, cruel y vengativo con los míseros indí-genas y tiranizados colonos. Doña Catalina se constituyó endefensora de los desgraciados perseguidos, y continuamentepredicaba al déspota Visitador que procurase cambiar de con-ducta, […]». Inés de Salamanca y María Luisa de Guevara «sir-vieron mucho en la Colonia para dar tono al Gobierno y dul-cificar los modales soldadescos de los conquistadores». A lavez pone especial atención y cuidado en narrar la fundacióndel convento La Concepción, financiado por Lope de Ortiz,que se empezó a edificar el 29 de septiembre de 1593 y cuyasfundadoras fueron Catalina de Céspedes, Úrsula Villagómez eIsabel Campuzano; el Monasterio del Carmen fundado porElvira de Padilla y el convento de Santa Inés que costó sesen-ta mil pesos a cargo de Antonia de Chaves, y en cuyo regla-mento para ingresar «se excluían las mulatas o pertenecientesa toda mala raza y a las de nacimiento ilegítimo»414.

Aun a pesar de extenderme en exceso, el texto de SoledadAcosta en tan rico en imágenes y descripciones, tan útil y sig-

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413 ACOSTA, Soledad, La mujer española en Santafé de Bogotá. Op. cit., p. 44.414 Ibídem, p. 46.

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nificativo para los fines que persigue este trabajo, que no pue-do resistirme a trasladar la descripción que hace de JuanaOchoa de Olariega Ocáriz, nacida en Sanlúcar de Barramedaen 1597:

Doña Juana era mujer de talento claro y distinguido, demodales muy nobles, llena de dignidad, que imponía por suporte culto y severo a cuantos se le acercaban; poseía unaelocuencia natural que persuadía a la par que infundía res-peto por su gran virtud. Veíasela frecuentemente en las igle-sias, de las cuales era la nata protectora, y más todavía entodas partes donde hubiese desgraciados y menesterosos. Sucaridad era proverbial, y no había pobre en toda la ciudadque no la amase y al mismo tiempo tuviese miedo a susreconvenciones cuando obraba mal. A pesar de que hacíapomposísimas fiestas religiosas; que fue la fundadora de lasHermanas del Rosario y que sus limosnas eran muy abun-dantes, no por eso descuidaba el boato y riqueza con quevivía su familia, y su casa era el modelo de todas las demás,tanto en el ornato como en el orden y la sabia economía quereinaba allí»415.

Su muerte, cuenta Acosta, fue considerada una «calamidadpública», el único consuelo por su pérdida para toda la comu-nidad bogotana fue que «su agonía fue tranquila y serenacomo había sido su vida, y hasta el último momento se mani-festó llena de fe en Dios y de mansedumbre y bondad para losque la rodeaban». El resto de las mujeres descritas sigue el mis-mo patrón. Margarita de Santodomingo se dedicó a cuidarenfermos y asistir ajusticiados, labrar ornamentos para iglesiaspobres, leer libros piadosos a los analfabetos, educar niños yaconsejar madres, consiguiendo así ser «adorada por toda lapoblación». La única mujer cuya imagen reconstruye Acosta yque difiere en algo del modelo seguido hasta ahora es«Margarita», la mujer pobre sin apellido, para quien la rutahacía la excelencia femenina, debido a sus orígenes humildesdebía ser otra. Tratándose de Soledad Acosta no podía ser de

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415 Ibídem, pp 46-47.

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otro modo que mediante la educación y el trabajo, así «seentretenía en casa de sus padres en leer cuantos libros le caíana las manos» después «se dedicó al trabajo hasta dar lucidaeducación a sus seis hijos»416. Por último, por conclusión, ycomo si todo lo anterior no fuera suficiente, la autora cierra sutexto con un recordatorio a modo de moraleja:

De este corto estudio se deduce, según pensamos, que lasprimeras mujeres que colonizaron a Bogotá no eran despre-ciables, sino dignas de nuestro respeto; y si vinieron algunasmalas y aventureras, la mayor parte de ellas se comportabancomo matronas honradas y dignas de todo elogio: eran bue-nas madres de familia y abnegadísimas esposas, puesto queacompañaban a los colonos en sus trabajos y penalidades, y aquienes debemos estar muy agradecidas por la saludable ycristiana influencia que tuvieron en la marcha de la civiliza-ción en nuestra patria417.

La palabra clave de este último párrafo es agradecidas. Laidea de que las mujeres del presente de la Regeneración de-bían estar agradecidas con las mujeres españolas del pasadointenta forjar un vínculo emocional entre el presente y el pasa-do, entre la mujer colombiana de fines del XIX y la mujer espa-ñola del periodo colonial. Esa mujer honrada, digna, buenamadre y abnegada esposa se convierte en el modelo de mujera seguir en la Colombia finisecular puesto que tuvo unainfluencia saludable y cristiana en la marcha de la civilizaciónen Colombia, la misma pretensión que se perseguía con tododeseo en las últimas décadas del siglo XIX. Si las españolas dela Colonia colaboraron exitosamente a ese proyecto a punta devalores y virtudes cristianas, la senda estaba abierta para quelas mujeres colombianas, al menos las de buena raza, siguie-ran el modelo de género creado por la ficción sobre las pri-meras mujeres españolas en Santafé.

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416 Ibídem, p. 48.417 Ibídem, p. 49.

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No sólo a la novela le correspondió la tarea de servir paraforjar una representación histórica más divulgativa y ejem-plarizante, donde lo colombiano se fundiese a lo hispánico.La poesía fue otra de las herramientas utilizadas en la tareade regenerar la memoria nacional. El canto de las glorias ygrandezas de la patria, de sus héroes y episodios épicos, erala plataforma ideal para insertar acontecimientos a los que seatribuía una dimensión sin precedente alguno, como el des-cubrimiento o la titánica empresa de la exploración y con-quista del continente. La particularidad de la producción poé-tica hispanoamericanista es que venía desnuda de todocondicionante o matiz, como si la mirada poética que se des-plegaba en los versos borrara cualquier velo o mediación ala hora de ofrecer limpia y desnuda la iconografía hispánicaque se fundía a la idea nacional. El discurso hispanoamerica-nista, más que ocultarse en las metáforas, adquiría un toquehiperbólico que revelaba claramente cuáles eran sus catego-rías significativas y la función que perseguían. La libertadimplícita en lo poético eliminaba cualquier restricción paradibujar una Colombia nacida por la espada y la cruz españo-las. Como no podía ser menos, el fanatismo hispanoamerica-no de Miguel Antonio Caro también encontró su lugar paraverse reflejado en versos que cantaban el legado español yque repetían la imagen de reunir en un mismo significadohistórico a los conquistadores y los independentistas comolas generaciones dadoras de la patria colombiana. Por ejem-plo, en su poema Los padres de la patria, el Presidente de laRepública cantaba:

¿No ves ¡oh Patria! los augustos manesDel que dejando la mansión nativaTe convirtió a la fe; del que cautiva, Consagró a redimirte, sus afanes?

Héroes ambos en luchas de titanes,Anudada a la sien mística oliva,Írguense allá sobre la cumbre altivaDel Andes gigantesco y sus volcanes.

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¡CONQUISTADOR!... ¡LIBERTADOR!... HonoresY adoración filial ambos merecen;Genios son de Colombia protectores418.

Como ya vimos al hablar de los textos de Acosta, imaginara los conquistadores y a los libertadores como las dos genera-ciones fundadoras permitía incorporar el pasado hispánico a lahistoria nacional, retrotrayendo tres siglos el inicio de la histo-ria patria: los primeros en calidad de padres del territorio y lacivilización cristiana, los segundos como dadores de la sobe-ranía y la libertad. En El Himno del Latino, poesía que le valióa Miguel Antonio Caro una mención honorífica en el concur-so abierto por la Sociedad de Lenguas Romanas de Montpelier,se explayaba en la formación de poderosas imágenes en tor-no a la reunión de las naciones latinas. Este poema es unavariante del ultracasticismo del discurso hispanoamericanistade Caro. Francia, representada en los versos como la Galia,quedaba dentro de esa comunidad de lengua, glorias y desti-no a la que cantaba Caro (a fin de cuentas el concurso era enMontpelier). La idea central era incorporar de pleno la imagende América dentro de lo latino. Su objeto poético eran las glo-rias y virtudes de la raza latina, haciendo hincapié en la fra-ternidad entre todos los pueblos latinos, la necesidad de estre-char sus lazos y su misión de raza como redentora de pueblosmediante la expansión de la fe católica, todo ello dentro delmás puro providencialismo religioso:

[…]Mi patria no es breve comarca;Objeto de culto y amor,Mi patria dos mundos abarcaY siglos de inmenso esplendor.

Es Roma mi madre adorada;La Historia, cual regio ataúd,Encierra su cetro y espada, Mas viven su gloria y virtud.

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418 CARO, Miguel Antonio, «Los padres de la patria», El Repertorio Colombiano,1884, n.º 11, p. 384.

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Doquiera yo escuche un idioma,Cantiga o fugaz yaraví,Que acentos repita de Roma,Mi patria, mi hogar está allí

[…]Y alcance a las cumbres AndinasEl lazo fraterno también,Pues brotan ciudades LatinasEn ese vivífico Edén.

¡Honor a la raza sublimeQue lleva a otros mundos la luz, Y pueblos sin cuento redimeDoquiera plantando la Cruz!419.

Toda la imaginería hispanoamericanista se desplegaba versoa verso en el poema. La búsqueda y defensa de la unidad entrelas naciones que formaban una sola raza sobre el océano, la his-toria común como un canto de glorias y virtud, el idioma comoelemento esencial de la nacionalidad, la raza civilizadora de pue-blos bárbaros mediante el cristianismo…, en fin, todo el abanicode representaciones con que dotar de significado al pasado y elpresente hispanoamericano. Pero sobre todo, lo que pretendíaabrazar el poema era la identificación plena con la civilizaciónoccidental, con el legado de la Roma imperial. Proclamar la lati-nidad, era proclamar la occidentalización. Roma se reprodujo enlas naciones latinas que a su vez lo hicieron en tierras america-nas, los lazos con ese pasado buscaban en el lector configuraruna imagen de nación occidental e imperial. Pero además fun-dar una secuencia temporal en la que la identidad de la patriarecibía el sustrato cultural del imperio romano por vía de la colo-nización española. Tampoco es casualidad que Caro escriba:«Pues brotan ciudades Latinas / en ese vivífico Edén». La ciudadera el icono de la civilización, el hábitat del letrado en su luchacontra la barbarie encarnada por el medio natural y sus pobla-dores. La historia de la romanización, así como historia de lacolonización española se ejemplificaba sobre todo en la funda-

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419 CARO, Miguel Antonio, El Himno del Latino, op. cit., pp. 367-368.

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ción de ciudades que habían de convertirse en los centros depoder político y económico, desde los cuales irradiar la nuevacultura hegemónica al resto del territorio. Otro aspecto significa-tivo de la poética carista aparecía en el cántico La Reconciliación:la transmutación de Bolívar de héroe de la libertad americana ahéroe de la raza hispánica. Aquí, Caro volvía por sus fueros amachacar retóricamente las obsesiones hispanistas que una yotra vez aparecían en su pensamiento: Bolívar no era solamenteun héroe americano, su figura ejemplificaba todas las virtudes dela raza hispánica. Para que esta mutación tuviera efecto era nece-sario convertir la Independencia en una guerra civil, tras la cualllegaba la fraternidad entre los pueblos hermanos:

[…]No, no todo eres nuestroTu cuna asombra el Ávila;Mas la tenaz constancia,La inquebrantable fe,Virtud es de la tierraQue bate el mar Cantábrico;De vascos genitoresHerencia sólo fue.

[…]Lidió contra sí mismaCruel la raza ibérica, Mas el cielo piadosoDel mal suscita el bien.Harto expiado habemosOdios, furores, crímenes…Y ya se anudan laurosDe Boyacá a Bailén.

[…]¡Qué amplio el patrio horizonte!Madre y adultos vástagosConcorde unión estrechanTras la nefasta lid420.

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420 CARO, Miguel Antonio, Ideario hispánico, op. cit., pp. 33-35.

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La conversión de Bolívar de líder de la Independencia aejemplo del valor y el genio de la raza hispánica era necesariapara reducir el principal escollo que en el campo de la historiaencontraba el hispanoamericanismo: la desmembración delimperio hispánico en las guerras emancipadoras y la ruptura delos lazos entre las dos orillas. La reconfiguración discursiva dela imagen de Bolívar equivalía a la reconfiguración de laIndependencia en la que los valores de la raza, más que mos-trar una clara ruptura, ejemplificaban una guerra de hermanosnecesaria para llevar al mundo hispánico a un nuevo estadiomás acorde con las características de los tiempos que parecíanseñalar el triunfo de las naciones frente a los imperios dinásti-cos. Esa reestructuración ponía fin a las luchas por el poder polí-tico y daba paso a la afirmación y el encuentro de las nacioneshispánicas en los valores y rasgos que se consideraban másfecundos y duraderos que las tensiones que originaba la orga-nización política anterior: la lengua, la historia, la raza… De ahíque Caro cantara en los últimos versos a lo que él creía comouno de los medios más idóneos para la ampliación y el fortale-cimiento de los lazos culturales entre las naciones hispánicas, lareligión católica, «del uno al otro mar, y al padre bendiciendo enapacibles cánticos de la concordia honramos el restaurado altar».Sin embargo, donde Caro llegaba al paroxismo hispánico era ensu poema A España, publicado por primera vez en el periódicoLa Política, de Madrid, el 15 de septiembre de 1870:

Yo desde lejos con pasión te miro,¡España! Tu memoriaEs legado de amor: filial suspiroBrota del pecho al recordar tu historia.

[…]

Salve, tú, cuya imagen me acompaña, ¡Oh patria dulce! ¡oh nidoAntiguo de mi gente! ¡Salve España,Tierra de promisión! ¡Edén perdido!421.

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421 Ibídem, pp. 37-39.

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Aquel Edén perdido, se recuperaba mediante poemas comoeste, construyendo una patria poética ideal, católica e hispáni-ca, antigua hija y ahora hermana de España. Para ahorrarle allector el resto de la letanía poética hispanista, sólo añadir queen el resto del poema, el que sería Presidente de la Repúblicade Colombia, se figuraba que por fin pisaba la tierra de susancestros —Caro no salió en su vida de los alrededores de laSabana— para ver sus monumentos, los usos del pueblo,caminar a la orilla del Tormes, «Beberé el aire de tus sierraspuro», etcétera. Para no alargar más el recorrido por la obrapoética hispanoamericanista de Caro, que bien daría para otrotexto dedicado en exclusiva a su estudio, simplemente vamosa seleccionar algunas estrofas de otros poemas que ilustrenmatices de su panhispanismo. Por ejemplo, en A la guerra entreEspaña y Chile, publicada en 1866, Caro dibujaba un enfrenta-miento entre hermanos, entre la Madre, representada porEspaña, y la hija, Chile. Los bombardeos de Valparaíso y elCallao se convertían en la imaginación del letrado en el horrorde la misma raza enfrentada contra sí misma: «No tuyo enteroclames / el lauro antiguo que en tus sienes brilla / ¡España! Ytú no infames, / América, a Castilla / Que ese insulto dos veceste mancilla! / Vencedor o vencido, / Tú eres ibero, y tú: lleváisiguales / Habla, sangre, apellido; / Fe y rencor, gloria y males,/ ¡Oh en mutuo daño a un tiempo criminales!»422. En A laEspaña revolucionaria, aparecido en 1869, se dolía del repu-blicanismo español: «Con la vista perdiste la memoria; / esetrono que vuelcas es tu asiento, / y esas glorias que insultasson tu historia»423. En La Unidad Católica y la Pluralidad deCultos, el autor daba rienda suelta a su catolicismo más mili-tante. El poema, inspirado por el agrio debate de las Cortesespañolas del año 69 en torno a las cuestiones religiosas, erauna defensa a ultranza de los principios católicos en la acciónpolítica que debía dirigir la sociedad: «Esta es la sociedad, elhombre es este / Barca impelida de hálito celeste / o de infer-

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422 Ibídem, p. 43.423 Ibídem, p. 47.

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nal aliento». Al parecer, entre el «amaos los unos a los otros» y«el que no está conmigo está contra mí» de los evangelios, estáclaro que el intelectual colombiano prefería el segundo: elhombre solo podía ser o hálito celeste o aliento infernal. Así,el laicismo de la vida política en España, aparecía como si depronto el ateísmo se hubiera apoderado de ella, amenazandocon llevar a pique su convivencia, y lo que era peor, la memo-ria de su misión universal que, como la de todos los pueblosescogidos por el índice divino, era la expansión de la fe cris-tiana por el orbe: «Recordad, españoles, vuestra historia; /Vuestra herencia de fe prenda es de gloria; / Luego, ved eseabismo!». Frente al abismo del ateísmo Caro imploraba elregreso de la España imperial para frenar sus peligros: «De sugloria y su nombre bajo el peso… / ¡Cuánto pesa ese solo nom-bre: España! / ¡Vuelva! que de Pelayos y Guzmanes / Torvos lemiran los sagrados manes / Con elocuencia muda / Ya en sucaballo aéreo de batalla / Santiago los bajeles desencalla / Conla espada desnuda»424.

En otros apartados hemos hablado de la importancia delimperialismo en la configuración y fortalecimiento del nacio-nalismo. La expansión territorial y el dominio de otros pueblosgeneraba en la población de la potencia imperial un fuertesentimiento de cohesión para con el Estado que llevaba a caboel engrandecimiento de la patria. Es interesante como en laproducción poética aparece una y otra vez la imagen de laEspaña imperial, pero también los deseos de su retorno. El dis-curso hispanoamericanista brindaba la oportunidad de identi-ficarse como partícipe y heredero de un imperialismo históri-co, cultural y espiritual, que si bien no podía ofrecer en elpresente un relato actualizado de conquistas, ofrecía la memo-ria de lo que se consideraba la mayor empresa jamás acome-tida por el ser humano —con la venia de la crucifixión deCristo—, el mayor acontecimiento de la humanidad: el descu-brimiento y la conquista del Nuevo Mundo. Así como había un

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424 Ibídem, pp. 48-53.

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discurso imperialista para cohesionar la población en torno asu Estado-nación y que podía leerse en los periódicos y dia-rios que narraban las empresas militares en tierras distantes dela metrópoli, había otro imperialismo que podríamos llamarhistórico, que cumplía una función semejante y que se encon-traba en los libros y relatos de historia, en los poemas que can-taban las glorias del pasado, la de los héroes que cuatrocien-tos años atrás habían puesto su vida al servicio delengrandecimiento de la comunidad, de la gloria imperial de lanación. Como parte del mismo debería entenderse el ejerciciolaudatorio hacia la figura de los conquistadores. Por ejemplo,Manuel Medardo Espinosa escribía sobre la figura de Núñez deBalboa, para ponerse en su piel y tratar de sentir como él eimaginar qué habría hecho en caso de ser el extremeño:

Después el rumbo a mi bajelBuscando el cielo de la heroica España Hasta llegar a las ardientes costas Que el mar Atlante en sus desbordes baña.

[…] Y allí tomando con afán de loco Las manos de mi madre y de mi amada Venid, hubiera dicho a voz en cuello Y con la faz en lágrimas bañada:

[…]La fama de mi nombre; conmovido Y abrazado a mi madre le diría: El mar lleva mi nombre desde el trópicoHasta el hielo del polo, madre mía425.

Para poder cantar a la mística del poder supremo, el deotorgar el nombre a las cosas, bastaba remontarse cuatro siglosatrás e identificarse con esa empresa de dominación y nomi-nación que había sido el descubrimiento y la conquista. Lamisma a la que se lanzaban con fervor las potencias europeas

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425 MEDARDO ESPINOSA, Manuel, Vasco Núñez de Balboa, Bogotá, Imprentade Pizano, 1884, pp. 2-7.

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por las fechas en que Medardo Espinosa se metía en la piel deBalboa para escribir estos versos. También José Joaquín Casasse sumó al festín de la recreación emocional del legado his-pánico. El fervor hispanoamericanista de Casas ocupó buenaparte de su producción literaria, destacando en sus poemaspatrióticos, de pulcro estilo casticista, en los que reiteraba lasimágenes clásicas del hispanoamericanismo poético: Españacomo la matriz de la que nacieron las naciones americanas:

[…]Cuantas grandezas nuestro afán construya,¡Oh España, oh Madre, la en grandezas sola!Son episodios de la historia tuya.

Triunfa tu genio do tu idioma impera;Las banderas que América tremolaSon jirones de luz de tu bandera426.

En la construcción de un imaginario colectivo hispánicoversos como estos últimos eran fundamentales. Las antiguasglorias de España lo eran también de las naciones a las queesta había dado el ser, pero las glorias futuras de las repúbli-cas lo eran a su vez de la antigua metrópoli puesto que res-pondían al genio entregado por la madre patria. Se trataba enúltimas de una misma identidad, de una misma raza que repar-tida en dos continentes, al igual que compartía una mismaesencia y memoria, también estaba ligada a un mismo destinoy futuro. Significaba también la adhesión, por la vía de la exal-tación del pasado, a ese imperio espiritual y cultural con quelas naciones hispánicas se identificaban y presentaban revesti-das de prestigio imperial, colonizador y civilizador, frente a lacomunidad internacional. Sin embargo, no era patrimonioexclusivo de la Atenas Sudamericana emplear la poesía comomedio de creación y recreación del patrimonio hispánico. Entoda la comunidad hispánica se redactaban textos reivindican-

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426 CASAS, José Joaquín, «A España», Revista Colombiana, 1933, vol. 1, n.º 10,p. 341.

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do la colonización española, se escribían biografías sobre losconquistadores, se publicaban ensayos sobre el carácter de lacivilización hispánica y se empleaba la poesía para expresar lavertiente más emocional y lírica del hispanoamericanismo. Porejemplo, en Ecuador, Remigio Crespo Toral recibió el premiode poesía creado por el gobierno en 1888 con una obra titu-lada América y España en lo porvenir. La primera estrofa deja-ba claro el sentido de su texto:

América gentil, la que al futuroLleva el paso triunfal y llevó un díaEspaña, de tu imperio el yugo duroI el cetro de tu gloria, hoy se adelantaAl castellano hogar, como solía;Y aunque ayer destrozó con lucha rudaTu espada secular, te ama y te cantaComo en la hermosa edad de tu osadía. Y pues la tierra americana escudaDe ibérico valor la gallardía,Y es castellana aquí toda grandeza, Tu América ¡oh España, te saluda!427.

Todas las imágenes icónicas del imaginario hispánicoencuentran cabida en los versos del ecuatoriano Crespo ycoinciden con las que recreaba Caro en la empresa común deresucitar los valores hispánicos. La grandeza del imperio espa-ñol es cantada por el autor buscando en la historia otro poderque se le iguale sin encontrarlo: «Tu imperio es de los siglos elimperio / ¡Ídolo de mi culto, grande España!». Además delimperialismo hispánico, se rescataba también de ese pasadovalores como los de la fe y el guerrero: «Quiero el reñir airosode la espada / Del ingenio y las armas la realeza / La fe quesalva en la tormenta airada, / De las lides el lustre y la gran-deza; / La voz robusta, el ánimo altanero, / ¡España, el siglo detus glorias quiero!»428. El descubrimiento de América es presen-

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427 CRESPO TORAL, Remigio, Últimos pensamientos de Bolívar y América yEspaña en lo por venir, Quito, Imprenta del gobierno, 1889, p. 45.

428 Ibídem, p. 47.

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tado como la acción del genio de Colón, al que llama padre;los conquistadores son recreados como: «¡Cuán grande aquellaraza soberana / de esos incultos, horridos leones / Timbre ymengua de Iberia! No palpitan / Corazones cual esos corazo-nes / De fieras y titanes! Aun se agitan / Las entrañas deAmérica a su nombre»429. Por otra parte, la Independencia setransforma en una lucha entre miembros de una misma fami-lia, guerra fratricida que más que con la ruptura termina conla emancipación y la reconciliación:

¡Somos libres! y libres te saludan, No colonos, altivos ciudadanos, De tu sangre herederos, herederosDel valor de los libres castellanos…Mas, de esa lucha nadaQuede en las almas; y la lira airadaQue en la lucha rugió con voz tonante,Pues nos trajo la paz serenos días, De fraternal concordia el himno cante.

[…]No hijas tuyas, hermanas,Las hijas de Colón siguen tu pasoY detienen el sol de tu grandezaQue rodaba en las sendas del ocasoY, como el tuyo, soberano el brazoLevantan con fiereza, Y el trono te señalan… ¡Noble España!430.

El resto de la obra sigue en la misma tónica alabando entono hiperbólico las gestas consideradas comunes, los geniosdel siglo de Oro, la labor de los Reyes Católicos, las luchas deFlandes y África, la memoria de Sagunto y Numancia, en defi-nitiva, cantando al imaginario simbólico del hispanoamerica-nismo más reaccionario y conservador, para finalizar pidiendola reunión de todas las naciones hispánicas bajo el palio del

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429 Ibídem, p. 50.430 Ibídem, pp. 51-53.

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ardor guerrero y conquistador de la raza. Lo más interesante alanalizar la producción poética del discurso hispanoamerica-nista es que sintetiza, clarifica y multiplica la iconografía his-pánica. Es como si la poesía no admitiese falsedades o doblessentidos, y como si cada verso se esculpiera en piedra, comouna sentencia. Así, sin disfraces, los autores dejaban volar suimaginación en la construcción de un imaginario emocionalpoblado de héroes y glorias históricas, imperios pasados yfuturos, banderas unidas en una misma familia. Así se exalta-ba el legado imperial compartido que abrigaba a las nacioneshispánicas frente las ansias expansionistas de otras potencias;se denunciaban como falsos, en base a una herencia de gran-deza y plenitud, los discursos que tildaban de decadentes a lasrazas latinas; se proyectaba una imagen imperialista en la quelos letrados gozaban de reconocerse. Así se incorporaba elsentido más emocional a la labor de legitimación del legadohispánico en la ardua tarea de la construcción de una identi-dad nacional forjada al calor de otra transnacional, de unapatria suprema de mar a mar.

3.3. LA LENGUA ES LA PATRIA

Si tuviéramos que decidir cuál es en la actualidad el símbo-lo más fecundo del hispanoamericanismo sería sin duda el idio-ma. En el castellano reside el elemento más poderoso de reu-nión de todas las naciones hispanoamericanas. A través de esaunidad idiomática se refuerzan constantemente los lazos cultu-rales e históricos que ligan a las dos orillas del Atlántico, repre-senta el ejemplo vivo de un pasado compartido. Mantener launidad del idioma fue una de las primeras tareas de los hispa-noamericanistas, puesto que así se fomentaba el sostenimientode una continuidad cultural común a todo el mundo hispánico.Sin embargo, desde los primeros compases de la Indepen-dencia, brotaron voces reclamando la americanización del len-guaje como un rasgo distintivo de las nacientes repúblicas fren-te a la metrópoli y voces alegando en favor de la conservacióndel lenguaje según los rasgos lingüísticos de Castilla como

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medio de acercamiento entre el mosaico de naciones indepen-dientes dejado por las guerras emancipadoras.

En la lucha por el lenguaje se dirimían cuestiones que ibanmás allá del empleo correcto de las eses y las zetas. La lenguaera uno de los elementos definitorios de la nacionalidad, portanto, las modificaciones introducidas en ella afectaban a ladefinición de la identidad nacional. Esta figuración permitía alos letrados, los poseedores del saber escrito, los sacerdotesdel lenguaje, consolidarse como el grupo social encargado dedirigir el destino del pueblo en el largo camino de la cons-trucción del Estado-nación. El lenguaje, el buen manejo delespañol, daba poder a las elites letradas y reforzaba su discur-so destinado a dar unidad e identidad a la nación. También fuevisto como el valor más poderoso para mantener unas rela-ciones comerciales y culturales entre las nuevas repúblicas yEspaña. Adquirió el status de pasaporte natural de una patriatransnacional, una comunidad que principiaba más allá de lasfronteras del Estado y que abarcaba toda Hispanoamérica. Poreso, en la política de fortalecimiento y desarrollo del conti-nente, el mayor peligro que temían los hispanoamericanistasera que a la disgregación política le siguiese la idiomática,haciendo inviables los proyectos de articulación de una comu-nidad de naciones hispánicas reunidas en torno a sus lazosculturales compartidos. Además, el uso correcto del lenguajese instituyó como un mecanismo de diferenciación y cohesiónsocial entre la elite letrada bien hablante y el resto de la masasocial. También, en la Colombia regeneradora del fanatismolingüístico, el talento y la capacidad innata para el buen usodel lenguaje podía ser un medio para la promoción social,como en el caso de Marco Fidel Suárez, quien siendo hijo deuna humilde lavandera, consiguió introducirse en los círculosde la alta sociedad bogotana gracias a sus dotes preclaras parala gramática, llegando a ocupar el sillón presidencial.

En este marco general, en estos combates por el idioma,Colombia tuvo las mejores piezas de artillería de todaHispanoamérica y con sus andanadas barrieron toda oposiciónque se resistiera al uso y mantenimiento del idioma en conso-

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nancia con el peninsular. La Atenas Sudamericana, según cuen-ta la casi leyenda, fue el nombre que le atribuyó Menéndez yPelayo a la Bogotá de los Caro, Cuervo, Marroquín, Suárez ydemás filólogos, lingüistas y gramáticos que desde Santafé tra-bajaban por limpiar, fijar y dar esplendor al idioma. Aunque enel caso colombiano más acertado es decir que trabajaban desdeel lenguaje por la patria, ya que el lema que reza en el escudode la Academia Colombiana de la Lengua, correspondiente dela española es: La lengua es la patria. Ese era el grito de losnacionalistas polacos que Miguel Antonio Caro recogió en unode sus textos titulados de igual forma y en el que exponía lasmotivaciones de la Academia colombiana y sus líneas de traba-jo. Tal lema basta para ver hasta qué grado de politización lle-gó el manejo del idioma en el país de los letrados.

Las luchas por el lenguaje se dieron a la par que las luchaspor la Independencia. En 1823, desde Londres, Andrés Bello yAgustín García del Río fundaron la Sociedad de Americanos,uno de cuyos propósitos fue redactar una ortografía ajustadaal español hablado en Hispanoamérica. El objetivo fundamen-tal era favorecer el aprendizaje del idioma en las poblacionesmasivamente analfabetas de las nuevas repúblicas americanas.La reforma ortográfica se publicó por entregas en el RepertorioAmericano y en la Biblioteca Americana. Este fue el pistoleta-zo de salida de las disputas sobre el castellano que habría dedurar, con sus altas y bajas, durante todo el siglo XIX. En tor-no a este debate, las posiciones estaban escindidas entre aque-llos que defendían la adopción de los usos y giros propios delcontinente, «el Español de América», como un proceso decreación propia, de emancipación, correlativo al de laIndependencia política, y la de aquellos que sostenían el man-tenimiento del Castellano «lo más puro posible» tal como recla-maban las voces que atribuían como expresión más fiel de lacorrección idiomática el desarrollo lingüístico del Español enCastilla. La cuestión no era de tono menor ya que según lospostulados de Herder la asociación entre pueblo y nación conun idioma único y cohesionado fundaba las bases de la nacio-nalidad. Tesis que adquiere mayor preponderancia en la

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segunda mitad del siglo cuando los criterios políticos de defi-nición nacional entran en declive frente a una nueva forma deseñalar los rasgos nacionales, donde priman los criterios étni-cos y lingüísticos. Por eso, como bien señala Roberto Pineda:

En ese sentido, la gramática castellana es una expresión denuestra condición occidental, pero la creación de una lenguaamericana con su propia historicidad representa un acto deindependencia, un acto de afirmación de nuestra propia iden-tidad, y no meramente una representación universal del pen-samiento y del mundo. La «gramaticalización» de la sociedadcolombiana no sólo era un profundo movimiento para «civili-zarla» —en el sentido de Norbert Elías— sino también un pro-yecto destinado a construir una identidad lingüística propia,una comunidad de hablantes de una misma lengua, vale decirun pueblo o, como entonces se decía, una misma raza431.

De ahí que la importancia de la lengua en la vida pública fue-se capital a lo largo del siglo. Como recoge Pineda, las discusio-nes gramaticales salpicaban las páginas de periódicos como LaBandera Nacional y El Cristiano Errante, donde autores comoAntonio José Irasarri polemizaban sobre el plural de fénix o eluso de la equis432. La pasión por el buen uso del «idioma patrio»que fundamentaba la nación se reflejaba en la multitud de obraspublicadas durante el XIX sobre ese objeto: ObservacionesCuriosas sobre la Lengua castellana o Manual Práctico de laGramática de dicha Lengua, de Ulpiano González, publicado en1848 y cuyo subtítulo era Buen lenguaje y buenas maneras sonlos distintivos del hombre civilizado; en 1847 en Cartagena,Mauricio Vergel editó su Gramática Española; en 1849 aparecióBreves reflexiones sobre el verbo castellano de Domingo Peña yPrincipios de Métrica de Domingo Salazar; Francisco Ortiz firmóComposición y Gramática práctica para las escuelas primariasen 1862, Nuevo Compendio de la Gramática Castellana de 1870y Elementos de Gramática Castellana de 1873; la Gramáticapráctica de la lengua castellana de Emiliano Isaza en 1880;

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431 PINEDA CAMACHO, Roberto, El derecho a la lengua, op. cit., p. 106.432 Ibídem, p. 103.

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Gramática libro del Estudiante de D. R. de Guzmán en 1881;Curso elemental de Gramática Castellana de 1884 por JorgeRoa; el Compendio de Gramática Castellana de José Bellver en1887; la Gramática primaria de la Lengua Castellana de RafaelCeledón 1889; Gramática de la Lengua castellana por FranciscoMarulanda Mejía en 1890; con el mismo título apareció la obrade Marín Restrepo Mejía en 1894; pero por encima de todas sesituó el trabajo de Caro y Cuervo, Gramática de la lengua latinapara el uso de los que hablan castellano, aparecida en 1867 y queen 1882 fue calificada por la Real Academia de la LenguaEspañola como «obra magistral y la mejor de su género en nues-tro idioma»433. Otra serie de libros relacionados con este mismopropósito eran Tratado de Ortología y Ortografía Castellana deJosé Manuel Marroquín, Tratado del Participio y Del uso en susrelaciones con el lenguaje de Caro o Nociones de Prosodia Latinadel último presidente de la hegemonía conservadora MiguelAbadía Méndez en 1893. Como señala Malcolm Deas, la mayo-ría de los autores de estos trabajos eran «personas políticamenteprominentes y comprometidas, líderes en la vida pública»434. Noexistía distinción política en el interés por la producción de tra-bajos filológicos, si bien los conservadores se dieron a la tarea enmayor cantidad y calidad. Destacados líderes liberales tambiénpublicaron libros de este estilo, como Rafael Uribe Uribe —tam-bién miembro de las Academias Colombianas de Historia y de laLengua— y su Diccionario de galicismos, provincialismos ycorrecciones del lenguaje, con 300 notas explicativas, de 1885, elDiccionario Ortográfico de Apellidos y de Nombres Propios dePersonas, con un apéndice de nombres geográficos de Colombiadel radical Cesar Conto, del mismo año; o la obra de SantiagoPérez Compendio de Gramática Castellana de 1853.

Esta proliferación de gramáticas y el extremado celo en elcuidado del idioma, así como los encendidos debates quegeneraba, tenían su razón de ser en la función que se le atri-buía al lenguaje como activo de la civilización: el paradigma

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433 Ibídem, p. 105.434 DEAS, Malcolm, Del poder y la gramática, op. cit., p. 31.

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sociopolítico y cultural de deseo máximo. La elite letradacolombiana que tenía una visión dicotómica sobre el país, des-gajada en dos mitades profundamente diferencias, las regionesandinas frías y «civilizadas», y las tierras calientes y «bárbaras»,asumía el correcto uso del lenguaje como un elemento de dife-renciación social, de cohesión dentro del grupo de privilegioy arma civilizadora. Esta representación del lenguaje no sólopuede encontrarse en los textos de los autores más relevantes.Si se abre el rango de fuentes documentales, más allá de laproducción discursiva circunscrita a las elites letradas, vemoscomo esta tipología discursa se reproducía en otras prácticas yse encarnaba en la sociedad mediante el sistema educativo. El«Establecimiento de Educación Paredes e Hijos» de Piedecues-ta, en Santander, publicaba todos los años un libro que reco-gía los mejores discursos pronunciados por los alumnos. Lostemas a los que los alumnos dedicaban sus esfuerzos iban des-de la Historia a la Geometría, pasando por la Filosofía, loscódigos de buena urbanidad, hasta ensayos sobre Gramática.Precisamente, en el año 1859, un texto anónimo de un alum-no titulado Sobre la Gramática Castellana, antes de presentarun breve resumen histórico sobre la evolución del españoldesde el latín hasta Nebrija, iniciaba su discurso presentado laimagen que el autor tenía sobre la lengua:

Es la lengua castellana, ese idioma armonioso que en untiempo llevaba por el mundo los pensamientos más grandes,i servía de interprete a los inspirados jenios [sic] que cantarona las orillas del Ebro, del Tajo, del Guadalquivir, cubiertos porel hermoso cielo de la apacible Bética. ¡Quién pudiera ahoramismo hacerse dueño de aquellos rasgos sublimes que retra-taban las fogosas, pero nobles pasiones de los briosos caste-llanos de ahora tres siglos! ¡Qué bellos escritos han pasadohasta nuestro tiempo, i pasarán más adelante para hacer impe-recedero el idioma de los hijos de la Iberia!435.

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435 Discursos pronunciados por los alumnos del Establecimiento de Educaciónde Paredes e Hijos en los actos públicos de 1859, Piedecuesta (Colombia), Imprentade Paredes e Hijos, 1859, p. 18.

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Sin embargo, más allá de la emotiva y grandilocuente aspi-ración de poseer los «rasgos sublimes» de aquellos «briosos cas-tellanos», el objetivo por el que ese alumno se había decanta-do por presentar un discurso sobre la necesidad de lagramática en la educación tenía que ver con la asociación exis-tente entre el uso del lenguaje culto como un rasgo de civili-zación: «Las lenguas mejoran o empeoran según el gusto quepredomina en el siglo en que se hablan. Cuando los hombresse entregan más a los trabajos materiales que a las obras delentendimiento, entonces decaen, se hacen bárbaras, i no ofre-cen más interés que el que emana de la necesidad para lacomunicación de los pensamientos». Además, es muy ilustrati-vo comprobar que no todo cuidado gramatical tenía igualvalor, en medio de las batallas por la emancipación idiomáti-ca, frente a aquellos que aspiraban a la preservación del cas-tellano como un legado puro de su raíz peninsular, nuestroalumno precisaba: «Más, no debe olvidarse que hablamos deaquel lenguaje puro y verdaderamente español que casi siem-pre acompaña a los hombres célebres de esta raza».

Nuestro alumno santandereano daba en esa última frase conuno de los puntos más candentes y principales de los combatespor el idioma: ¿en qué criterios debía basarse la evolución y elmantenimiento del castellano, el habla de los pueblos o lasobras de los hombres célebres de esta raza? Para Caro, Cuervo ydemás gramáticos no había duda de que el modelo eran losgrandes escritores de la literatura española y sus obras, dondese destilaban los ejemplos más refinados y precisos del idioma.El mantenimiento y reforzamiento del sistema elitista, exclusi-vista y jerarquizado de la Colombia decimonónica, comenzabapor el lenguaje. Al respecto Martínez Garnica escribe:

La tensión entre el cultivo de la pureza del uso modélicode la lengua castellana, según las tradiciones de sus mejoresescritores, y la dignificación de los provincialismos americanosprovenientes del habla popular quedó así situada en el centrode la disputa por la determinación del proyecto cultural de lanación. La disputa original (lengua americana versus lenguacastellana), que no tenía futuro alguno, dio paso a la nueva

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disputa de la segunda mitad del siglo XIX: la pureza de la len-gua castellana mediante la extirpación de la diferenciaciónprovincial versus la dignificación de los americanismos en elseno de la lengua castellana. Planteada en términos contem-poráneos, se trataba de la disputa entre el proyecto de lahomogeneización «culta» de la lengua castellana y el proyectode la dignificación de la diversidad nacional del uso de la len-gua castellana436.

En ese debate se acusaba a la escuela colombiana de sub-ordinación y subyugación intelectual a los dictados de Madrid,mientras los filólogos colombianos como Caro y Cuervo ataca-ban la dignificación de los americanismos aduciendo que eranun peligro para la unidad lingüística americana, una amenazacapaz de transformar un idioma común en una serie de dia-lectos. La adhesión a los dictados de la Real Academia de laLengua Española era defendida como un medio para preservary hacer evolucionar el castellano «según sus leyes biológicas»:«Si la lengua ha de desviarse de su genuino tipo, que es elhabla de Castilla, lo que debe temerse, lo que está en el ordenregular de las cosas, es que se descomponga en dialectos. Yen verdad que los americanos si tenemos un interés y muyserio, es mantener la unidad de una lengua que constituye elmedio de comunicación fraterna entre las Repúblicas que com-ponen la familia Hispano-Americana»437. El ejemplo repetidopor los regeneradores de lo que podría ocurrir era el derrum-be del latín y el consiguiente caos y anarquía desatada por elfin del Imperio Romano. En definitiva, creían que la corrup-ción y devaluación del castellano implicaba la convulsión polí-tica entre las naciones americanas.

Por otra parte, la pureza del español era políticamente desuma importancia, puesto que en la lengua y su uso correctose cifraba buena parte de la nacionalidad al definir el lengua-je como la representación más elevada de la esencia nacional.

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436 MARTÍNEZ GARNICA, Armando, op. cit., p. 15.437 CARO, Miguel Antonio, Americanismo en el lenguaje, op. cit., p. 19.

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Atentar contra el purismo idiomático era corromper el senti-miento nacional, degenerarlo. En Americanismo en el lengua-je, Caro cita las palabras del académico español Pedro FelipeMonlau para expresar esta idea: «Las lenguas no pueden con-siderarse fijadas hasta que tienen una literatura propia, rica ycompleta. Entonces han alcanzado el máximum de su estatu-ra, y entonces cabe medirlas, o sea formar el inventario de susvocablos, consignar su sistema gramatical, declararlas idiomasnacionales, y asegurarlas un porvenir en la Historia, comoexpresión fiel e indeleble que serán del estado de cultura delespíritu humano en una nación y época dadas […]»438. Ademásde Monlau, el dirigente regenerador se valía de Schlegel parailustrar la idea central del texto: una nación que no cuida sulengua, tarea esta que atribuye a las clases altas, cae bajo laamenaza de la barbarie. La lengua era considerada uno de losprincipales atributos de la nacionalidad y la literatura canóni-ca su paradigma. Por lo tanto, el estudio de los autores y obrascanónicos era de suprema necesidad en la construcción nacio-nal porque: «Así es la verdad: la literatura de un pueblo es sulengua misma, dotada de ánima viviente por sus grandes escri-tores. Identificándose con la literatura, la lengua intima rela-ciones con el estado social y político de los pueblos»439. Y aúnañadía Caro que los monumentos históricos y literarios servíande «columnas firmísimas a cada nacionalidad». Desde esta pers-pectiva, el castellano había alcanzado el rango de idiomanacional en los siglos XVI y XVII de la mano de los autores delsiglo de Oro. Ellos eran el paradigma al que debía sujetarse laevolución del castellano. Las innovaciones debían pautarsesegún el modelo que representaban Cervantes, Calderón oLope. La labor de las Academias era pues diferenciar entre losneologismos que revitalizaban el lenguaje y los neologismos«parasitarios» que lo socavaban. Esta política idiomática fomen-

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438 MONLAU, Pedro Felipe, «Memorias de la Academia», en CARO, MiguelAntonio, «Americanismo en el Lenguaje», El Repertorio Colombiano, 1878, n.º 1,p. 17.

439 Ibídem, p. 3.

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taba una diferenciación clara entre los usos de la masa socialy los de su elite. El problema es que si la nación se construíadesde el lenguaje «culto», buena parte de la nación real que-daba por fuera de esa construcción ideal. Al no reconocer niincorporar el empleo del castellano de los sectores popularesdentro de ese imaginario lingüístico nacional —por no hablarsiquiera de otras lenguas minoritarias dentro del Estado-nacióncolombiano— el noventa por ciento de la población que eraanalfabeta, que no podía acceder a la lectura magistral de losclásicos hispánicos, quedaba por fuera de uno de los princi-pales elementos de adhesión a la identidad nacional. Ya ÁngelRama señalaba en La ciudad letrada que:

En el comportamiento lingüístico de los latinoamericanosquedaron nítidamente separadas dos lenguas. Una fue públi-ca y de aparato, que resultó fuertemente impregnada por lanorma cortesana procedente de la península, la cual fue extre-mada sin tasa cristalizando en formas expresivas barrocas desin igual duración temporal. Sirvió para la oratoria religiosa,las ceremonias civiles, las relaciones protocolares de losmiembros de la ciudad letrada y fundamentalmente para laescritura, ya que sólo esta lengua pública llegaba al registroescrito. La otra fue la popular y cotidiana utilizada por los his-pano y lusohablantes en su vida privada y en sus relacionessociales dentro del mismo estrato bajo, de la cual contamoscon muy escasos registros y de la que sobre todo sabemosgracias a las diatribas de los letrados440.

Diatribas lanzadas contra los neologismos que contamina-ban el lenguaje y desvirtuaban así la esencia nacional.Neologismos de dos tipos, los provincialismos y los extranje-rismos. Este fue uno los principales debates que se dieron entorno al uso del castellano: la corrupción del lenguaje por eluso de extranjerismos o vocablos extraños a la «pureza» dellenguaje tal como se identificaba en los clásicos españoles. Enlíneas generales, había que combatir los neologismos puesto

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440 RAMA, Ángel, op. cit., p 44.

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que degeneraban al idioma que contenía una parte esencialdel ser de la nación. La primera línea de defensa se estableciócontra los extranjerismos que poblaban el uso del lenguajecolombiano por la tremenda influencia que las revolucionesfrancesas de 1789 y 1848, así como la Comuna de 1871, habíantenido en la vida pública del país. Al respecto MartínezGarnica comenta:

Las «traducciones galicadas» de los escritores franceses, tande boga entre la Generación del 7 de marzo, habrían produ-cido «una anarquía de lenguaje e ideas» que, unida a «la inva-sión de la doctrina y el gusto afrancesados», debilitaban «elpoder de la castellana lengua». […] Como resultado general deesa invasión del «espíritu francés» se habría producido «ladegradación y mengua de las letras colombianas». La restaura-ción de su grandeza dependía entonces de «la restauración delgusto español y de las doctrinas que en sus buenos tiempossirvieron para depurarlo», el camino por el cual se podríalevantar la «unidad de la lengua castellana» sobre «el áureopedestal de las letras regeneradas». Esa restauración literariadependía de los trabajos de los hombres de las academias dela lengua, las cuales concertarían sus esfuerzos con los de laReal Academia Española441.

Por su parte, el mejor lingüista colombiano, Rufino JoséCuervo, apuntaba, y nunca mejor dicho, a depurar el castella-no de los perniciosos provincialismos. Uno de los textos quemejor encarnan esta lucha por el castellano puro, por lacorrección en el habla y la escritura del español según pará-metros castellanos, es una de las obras más conocidas deCuervo, Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano. Laobra, publicada en 1872, hacía un recorrido semántico por lahistoria de la lengua castellana en Colombia, pero también unaexhortación al correcto uso del idioma ya que era un indica-dor del buen código de conducta y las virtudes propias de la«gente culta y bien nacida». Para el filólogo, como para Caro y

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441 MARTÍNEZ GARNICA, Armando, op. cit., p. 22.

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otros, el lenguaje era un rasgo distintivo de las personas cul-tas. El uso correcto del lenguaje constituía un indicativo deposición social, una herramienta para el desempeño público.Así lo sostenía en el prólogo a sus Apuntaciones, publicadopor Nicolás Bayona Posada en su recopilación de los escritosliterarios del gramático442: «Es el bien hablar una de las más cla-ras señales de la gente culta y bien nacida, y condición indis-pensable de cuantos aspiren a utilizar en pro de sus semejan-tes, ora sea hablando, ora escribiendo, los talentos con que lanaturaleza los ha favorecido: de ahí el empeño con que serecomienda el estudio de la gramática»443. Pero sobre todo, laidea central de su texto era que en el idioma radicaba uno delos atributos esenciales de la patria:

Nada, en nuestro sentir, simboliza tan cumplidamente a laPatria como la lengua: […]. De suerte que mirar por la lenguavale para nosotros tanto como cuidar los recuerdos de nues-tros mayores, las tradiciones de nuestro pueblo y las glorias denuestros héroes; y cuando varios pueblos gozan del beneficiode un idioma común, propender a su uniformidad es avigorarsus simpatías y relaciones, hacerlos uno solo. Por eso, despuésde quienes trabajan por conservar la unidad de creencias reli-giosas, nadie hace tanto por el hermanamiento de las nacio-nes hispanoamericanas, como los fomentadores de aquellosestudios que tienden a conservar la pureza de su idioma, des-truyendo las barreras que las diferencias dialécticas oponen alcomercio de las ideas444.

Visto de esta manera, los trabajos lingüísticos eran un reme-do de labor patriótica y política. Como letrado, la actividadintelectual traspasaba el frío muro de la torre de marfil parainsertarse en el medio social. Desde la filología se defendíauno de los pilares esenciales de la patria y se consolidaba la

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442 CUERVO, Rufino José, «La Lengua (prólogo de la primera edición deApuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano)», en BAYONA POSADA, Nicolás,Escritos literarios de Rufino José Cuervo, Bogotá, Editorial Centro, 1939.

443 Ibídem, p. 9.444 Ibídem, p. 10.

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reunión de las naciones hispánicas en torno a una mismahoguera cultural. En este sentido, Cuervo compartía con el res-to de los hispanoamericanistas la creencia de que en el idio-ma se hallaba uno de los depósitos más ricos de la cultura his-pánica que había que proteger y preservar a como fuera lugarpues era un valor civilizatorio. Para el insigne gramáticocolombiano, el español a lo castellano era una de las lenguasparadigmáticas de lo que consideraba las naciones civilizadas,aspiración y deseo de civilización que compartían todos lospróceres colombianos: «Ya que la razón no lo pidiera, la nece-sidad nos forzaría a tomar por dechado de nuestra lengua a lade Castilla, donde nació, y, llevando su nombre, creció y seilustró con el cultivo de eminentísimos escritores, envidia delas naciones extrañas y encanto de todo el mundo; tipo únicoreconocido entre los pueblos civilizados, a que debe atenersequien desee ser entendido y estimado entre ellos»445.

A partir de ahí, su pensamiento se dirigía a otros cauces. Loque preocupa vivamente a Rufino José Cuervo era mantenerun idioma culto, heredero y reflejo de los modelos literarioscastellanos, que sirviese como distintivo y cohesionador sociala la elite colombiana. Más bien era como si de la pureza desangre se pasara a la pureza del habla:

Nadie revoca a duda que en materia de lenguaje jamáspuede el vulgo disputar la preeminencia a las personas cultas;[…] el roce con gente zafia, como, por ejemplo, el de los niñoscon los criados, y los trastornos y dislocaciones de las capassociales por los solevantamientos revolucionarios, que encum-bran aun hasta los primeros puestos a los ignorantes inciviles,pueden aplebeyar el lenguaje generalizando giros antigrama-ticales y términos bajos; esto sin contar otras influencias, talvez no tan eficaces, pero que siempre van limando sorda-mente el lenguaje culto de la gente bien educada; […] Así,pues, el uso respetable, general y actual, según se manifiestaen las obras de los más afamados escritores y en el habla de

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445 Ibídem, p. 11.

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la gente de esmerada educación, debe ser el reconocido comolegislador de la lengua y el representado por los diccionariosy gramáticas fieles a su instituto, cuales son el de la Academiaespañola y la de don Andrés Bello446.

¿A qué conducía este tipo de prácticas selectivas en el len-guaje, unidas al desciframiento de la realidad desde el hispa-noamericanismo? A la hispanización del lenguaje. Aunque asimple vista esta frase pueda resultar redundante y extraña—¿hispanizar el castellano?, ¿cuadrar un cuadrado?— nos remi-timos a las fuentes: «Otra cuestión ocurre aquí de más arduasolución, y es: cuando un objeto se conoce con varios nom-bres, ¿cuál de ellos puede reputarse por castizo? Si desde unprincipio se le impuso uno de raíz castellana, no vacilamos enescoger este; verbigracia, preferimos gallinaza o gallinazo agalembo, chulo, chicota, zopilote, etc.»447. Desde el discurso his-panoamericanista la selectiva construcción y reconstrucción dela realidad, su incorporación a los códigos mentales del suje-to, quedaba blindada frente a todo aquello que no fuese his-pánico. Pero, ¿a qué se debía esto? Cuervo ponía en prácticasu modelo de conservación lingüística en el que el habla deCastilla y las obras de los grandes literatos eran el patrón aseguir. Sin embargo, había otro motivo más sutil y emocional,a la vez más velado y profundo: una identificación plena conla imagen de los conquistadores y su obra de apropiación sim-bólica iniciada cuatro siglos atrás. De nuevo es Cuervo quienmejor lo explica:

Objetos indígenas hay también que por parecerse a otrosde la Península llevan nombres castellanos, como el ya dichogallinazo llamado impropiamente por algunos cuervo.Especialmente debe suceder esto en el reino vegetal, que,como bellamente lo dice Humboldt, «a algunas plantas delejanas tierras aplica el colono nombres tomados del suelonatal, cual un recuerdo cuya pérdida fuese en extremo sensi-

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446 Ibídem, pp. 16-18.447 Ibídem, p. 20.

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ble; y como existen misteriosas relaciones entre los diferentestipos de la organización, las formas vegetales se presentan asu mente embellecidas con la imagen de las que rodearon sucuna». No pocas veces hemos contemplado con ternura aque-llos corazones de hierro de los conquistadores reblandecién-dose al tender por primera vez la vista sobre paisajes pareci-dos a los de su patria, y fingiendo en su mezquinas chozasuna Cartagena y una Santa Fe, y, como para completar la ilu-sión, revistiendo en su fantasía los campos por las flores yhierbas, testigos de sus juegos infantiles. Sería curioso compa-rar la flora y la fauna de América con la de España para sor-prender estos afectuosos engaños de la imaginación; peronuestros conocimientos son desiguales a la empresa448.

Lo que no era desigual a la empresa de Cuervo era la ter-nura con la que repetía en el lenguaje la ilusión de continuarcon la obra de hispanización iniciada en la conquista. De lamisma manera que Teusaquillo se convirtió en Santafé, enmanos de Cuervo los zopilotes se transformaban en gallinazos.Al final el punto de llegada siempre era el mismo: la identifi-cación con las representaciones del pasado dominaba lasacciones del presente; la lengua era un constitutivo sustancialde la patria; de la misma manera que la patria era dirigida porlas elites, el lenguaje era gobernado por el elitismo, y todoenmarcado en una campaña de acercamiento y reunión cultu-ral, de exaltación de las glorias de la raza, que servía de ima-ginería simbólica colectiva:

Por otra parte esos odios son ya inoportunos, y sólo nosparecen buenos para fingidos en discursos estudiantiles: laHistoria tiene ya dado su fallo, y en su tribunal oprimidos yopresores han llevado su merecido; rotas las antiguas atadu-ras, unos y otros son pueblos hermanos, trabajadores de con-suno en la obra de mejorarse impuesta por el Señor a la fami-lia humana; en el templo de la gloria se ven hoy resplandecerlos nombres de Ricaurte, Bolívar, Sucre, San Martín apareadoscon los de Guzmán, Padilla, Palafox y Castaños, y todos pro-

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448 Ibídem, pp. 20-21.

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claman al mundo que en su raza son ingénitos la sed de liber-tad y el esfuerzo para conquistarla449.

En esos templos de gloria levantados en nombre de loshéroes de la raza, aparecía con una fuerza y una luz inalcan-zable Miguel de Cervantes. En la mentalidad de una épocaadoradora del genio no podía faltar la rendida apología al granescritor. Antonio Gómez Restrepo fue uno de tantos que escri-bió loas al novelista español y El Quijote, novela de novelasque destilaba los rasgos profundos del alma española.Cervantes representaba al genio que dotado de la capacidadde entender y asir su época la fijaba para la inmortalidad ennegro sobre blanco, a través de sus personajes hablaba el pue-blo convirtiendo a don Quijote en la voz de la nación:

Sólo que don Quijote, héroe nacido cuando se iniciaba latriste decadencia de España, es grande hombre por el pensa-miento; pero fantasma anacrónico en el campo de la acción.En su alma brillan los más puros ideales que han guiado a laraza española en sus mejores empresas y en su corazón ardenlos más nobles y delicados sentimientos. Pero el pobre hidal-go, símbolo doliente de su patria, no tiene fuerzas suficientespara realizar con la punta de la lanza lo que lleva en su exal-tada fantasía. […] Algo de ese espíritu que se ha convenido enllamar quijotesco, se advierte en todas las épocas de la histo-ria de España450.

Todo esto era posible porque el genio representaba la gra-cia que Dios entregaba a los elegidos: «Y el hombre abruma-do ante tanta grandeza dobla la frente, se humilla y adora elpoder divino que así tachona de astros el firmamento comoenciende la llama del genio en la mente del hombre»451. Porotra parte, en la valoración del Quijote y la figura de Cervantes

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449 Ibídem, p. 12.450 GÓMEZ RESTREPO, Antonio, Discurso de don Antonio Gómez Restrepo,

en la junta solemne con que la Academia Colombiana conmemoró el tercer cente-nario de la muerte de Cervantes. Op. cit., pp. 310-311.

451 Ibídem, p. 320.

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se transfiguraban las concepciones del autor sobre el papelque debía desempeñar el escritor en la sociedad. Cervanteshabía leído el alma de la nación española y de los tiempos queatravesaba, escribiendo el Quijote como una advertencia delporvenir:

Cervantes quiso hacer ver a sus compatriotas que la edadheroica había pasado; y se abría la de organización, estabili-dad y reposo; la que sin descuidar las armas debía consagrarlas energías nacionales al desarrollo de la industria y el comer-cio: Cervantes con su genio sereno y equilibrado, quiso poneren fuga los últimos restos del anarquismo medieval, del espí-ritu luchador y pendenciero, engendrador de peligrosas aven-turas; y abrió la edad moderna mostrándosela a sus compa-triotas, no como un palenque listo para celebrar juicios deDios, sino como un campo de luchas en que el triunfo habríade ser para la actividad mejor regida, para la energía más orde-nada, para el que mejor supiera aplicar la experiencia al estu-dio de los fenómenos económicos y sociales452.

Si ya Benedetto Croce nos advertía que toda historia es his-toria contemporánea, lo mismo podría aplicarse a esta inter-pretación del significado del Quijote: toda representación esuna representación contemporánea. En el párrafo de GómezRestrepo hay demasiadas coincidencias con los fines idealesque perseguían los gobiernos de la hegemonía conservadora(organización, estabilidad y reposo, consagrar las energíasnacionales al desarrollo de la industria y el comercio, etcétera.)como para no pensar en que más que revelar un conocimien-to válido sobre la obra de Cervantes, lo que perseguía GómezRestrepo era una instrumentalización partidista del caballerode la triste figura. Por lo tanto, aquí no cuenta tanto que elanálisis de Gómez fuera más o menos acertado, sino ver quéfunciones atribuía al genio literario, a Cervantes, paradigmapor antonomasia del escritor que coincidía con el papel quelos propios letrados se otorgaban como clase rectora de la

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452 Ibídem, p. 314.

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sociedad: el pensamiento del genio se pone a disposición dela nación para guiarle en su camino, para «hacer ver a los com-patriotas» cuál es el destino más óptimo. Se trataba de un tipode escritor que en sus obras debía aglutinar la esencia de loshombres y las épocas, y con ese conocimiento ejercer una fun-ción directora y moralizante. Sin embargo, más allá del justoreconocimiento y la retórica inflamada, Cervantes jugaba unrol que transcendía lo meramente literario, su grandeza era talque: «Cervantes es uno de los más poderosos vínculos deunión entre todas las naciones de origen hispano. Es quizá elúnico nombre que puede congregar a todos los hijos de la razaen un movimiento unánime de generoso entusiasmo y avivarel sentimiento de confraternidad, que otras grandes memoriasson incapaces de despertar de tan enérgica manera»453.

A la rueda del imaginario patriótico-cervantino que instru-mentalizaba Gómez Restrepo, aparece Marco Fidel Suárez conEl castellano de mi tierra, donde también incorporaba a losaltares de las glorias patrias colombianas, puesto que eran detodo el mundo hispánico, la figura de Cervantes y el Quijote.Pero además de eso, daba un paso adelante en la exaltacióndel castellano al considerar que por lo dilatado de su uso enOceanía, América y Europa; por la cantidad de naciones quele daban vida, por la excelencia de su literatura, así como su«riqueza incomparable, cuyo análisis tal vez no puede agotar-se», por todo ello, el Castellano debía considerarse una lenguaimperial, «no simplemente nacional»454. El castellano, por sugran difusión, adquiría proporciones imperiales que engalana-ban la identidad nacional colombiana455.

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453 Ibídem, pp. 303-304.454 SUÁREZ, Marco Fidel, El castellano en mi tierra, op. cit., p. 5.455 Al respecto queremos recordar que 1492, la fecha que para los letrados

regeneradores signaba la llegada de la civilización a tierras americanas, la fechaque marcaba el nacimiento de las naciones americanas, tenía un valor especial entemas lingüísticos. 1492 no fue sólo el año en que se culminó el proceso deexpansión de los reinos cristianos peninsulares contra el Islam, conocido como «LaReconquista», ni únicamente el de el descubrimiento de América. Otro aconteci-miento de significativa trascendencia para el futuro imperio español ocurrió el 18

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El texto de Suárez se estructura en dos líneas principales.La primera, la necesidad de preservar el lenguaje en su estadomás puro, tal y como había sido legado por Castilla, defen-diendo y favoreciendo el casticismo en el habla de los habi-tantes de Colombia, como ocurría en Antioquia: «Que esta pro-cede en parte de las Montañas y de las Provincias Vascongadasde España lo revelan no sólo muchos apellidos que se inclu-yen en los catálogos y cuadros de Hervás y de Llorente, sinola semejanza que liga el idioma de la que se llamó aquí laProvincia con el de aquellas otras comarcas peninsulares. Nohay, pues, quizá osadía en calificar de bastante castiza engeneral el habla de Antioquia»456. La segunda, la literatura delos grandes genios literarios como el modelo a seguir en lareglamentación y conservación del idioma en vez del uso quele den los pueblos. En este aspecto, junto con la literatura mís-tica, Cervantes ocupaba el altar más alto de todo el santoralliterario, él era a las letras lo que Colón a la historia, el genioque abría de par en par las puertas del destino y la figura a tra-vés de la que Dios cumplía sus designios:

Y para que no faltase a esta gloriosa lengua una personifi-cación de toda la literatura, ni una personificación de la socie-dad española en todo tiempo; para que al modo de Grecia,Italia, e Inglaterra tuviese España un astro incomparable porestrella alfa de esa constelación ilustre, hubo un hombre querepresentó en sus facultades el alma patria y cuyos pasos guióDios de modo que fuesen como centro de un círculo de cua-lidades nacionales características. Cervantes sube al nivel delos héroes de Lepanto; […]457.

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de agosto de ese mismo año: la publicación de la Gramática de la LenguaCastellana de Elio Antonio Nebrija a la que seguiría en 1517 Reglas de ortografía enla lengua castellana, aspecto fundamental en la consolidación protonacional de lasdos Coronas y el dominio efectivo de los inmensos territorios adquiridos, así comoen la evangelización de los nativos. La gramática de Nebrija fue una herramientaindispensable para la expansión hispánica. Así, en la conquista del imperio apare-cía el tercer elemento decisivo: la pluma al lado de la cruz y la espada. Con estatriada iconográfica, el discurso hispanoamericanista proveía el utillaje necesario paradar una patina imperialista al brillo de las representaciones nacionales.

456 Ibídem, p. 19.457 Ibídem, p. 8.

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Tras el Castellano imperial y Cervantes, lo que seguía era elestudio de la gramática castellana, transformada en uno de lospilares para el fomento de la identidad nacional, pues ellaencerraba buena parte de las esencias que habitaban en loprofundo del ser colombiano: «Esto es también labor patrióti-ca, porque Colombia no es apenas su territorio y sus habitan-tes, sino su historia inmortalizada por los mártires y los héroes,su fe católica, su lengua castellana; todo lo cual, a despechode egoísmos y extravíos, tiene de fundirse en el “reinado deDios”, que es paz y justicia, en la justicia que es la libertad, enla libertad, que es la República»458. Y para implantar este vastoprograma de regeneración patriótico-literaria no había mejormedio que institucionalizarlo a través de las actividades de laAcademia Colombiana de la Lengua, correspondiente de la RealAcademia Española.

La Academia habría de ser la institución que fomentase lamisión nacional de mantener en Colombia la unidad y elempleo correcto del español, según los cánones castellanos.En su recinto y en sus miembros se ejemplificó la tarea nacio-nal de mantener el idioma como medio de reunión y acerca-miento entre todas las naciones hispánicas, como fortalecedorde los vínculos con la madre patria. Su principal obsesión fuedepurar la lengua de los traicioneros neologismos que corrom-pían el lenguaje culto, herramienta, distintivo y arma de la eli-te letrada colombiana. Sobre la labor de las Academias corres-pondientes, escribía Rama:

Al margen de la sabida ineficacia de estas academias, sal-vo la colombiana que contó con el mejor equipo lingüísticoamericano, su aparición fue la respuesta de la ciudad letradaa la subversión que se estaba produciendo en la lengua por lademocratización en curso, agravada en ciertos puntos por lainmigración extranjera, complicada en todas partes por la ava-sallante influencia francesa y amenazada por la fragmentaciónen nacionalidades que en 1899 provocaba el alerta de RufinoJosé Cuervo: «Estamos, pues, en vísperas de quedar separados,

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458 Ibídem, p. 26.

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como lo quedaron las hijas del Imperio Romano». Contra estospeligros la ciudad letrada se institucionalizó459.

Uno de sus miembros, Caicedo Rojas, lo expresaba de otramanera, cuando echando la vista atrás contemplaba los com-bates por la lengua que habían sacudido a la intelectualidadamericana desde los primeros instantes de la emancipación:

Ya en los días de la emancipación política de nuestra patriase pensó en la creación de una Academia Americana, que sir-viese de centro y autoridad para conservar la unidad de la len-gua en las antiguas colonias; pero con absoluta independenciade la España. Sin duda se quería asimilar la literatura a la políti-ca, confundiendo malamente dos cosas tan diversas que, comoes natural, giran en órbitas diferentes. Se juzgó tal vez, sin muchareflexión, y en el calor de un mal entendido patriotismo, quenuestra separación política, social y mercantil de la España habíade ser eterna. ¿O quizá imaginaba el odio ciego y desapoderadoa esta nación que había de adoptarse aquende el Atlántico unnuevo idioma que no fuese el puro y neto Castellano, que másde seis generaciones habían mamado con la leche?»460.

3.4. LA ACADEMIA COLOMBIANA DE LA LENGUA

La creación de Academias de la Lengua correspondientesde la Real Academia de la Lengua Española fue uno de losámbitos más fructíferos del hispanoamericanismo decimonóni-co. A pesar de su vacilante comienzo constituyen a fecha dehoy uno de los organismos institucionales donde mejor se evi-dencia la colaboración multinacional en la potenciación de loslazos culturales. Desde sus inicios, la Academia Colombianafue una de las más destacadas y contó con el mejor equipolingüístico de América. Su fundador, José María Vergara y Ver-gara, fue el principal promotor de la creación de las corres-pondientes. Su labor fue reconocida por miembros de la Real

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459 RAMA, Ángel, op. cit., p. 83.460 CAICEDO ROJAS, José, Escritos escogidos, op. cit., p. 363.

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Academia de la Lengua Española como Ramón de Campoa-mor, para quien la Academia Colombiana era «la que másimportantes trabajos envía, y más que hacer da a la Comisiónordenadora de trabajos lingüísticos»461.

Sin embargo, en los textos de académicos como Caro, Ru-fino José Cuervo, Marroquín y Caicedo Rojas, además de exce-lentes trabajos filológicos, encontramos los pilares fundamen-tales del discurso hispanoamericanista guiando las prácticasinstitucionales de la Academia. El primero, como ya señalamosrepetidamente, la concepción de que el castellano represen-taba una piedra angular en la conformación de la identidadcolombiana. Los presupuestos básicos eran que el españoldebía conservarse «puro» tal y como lo encarnaron los másrepresentativos genios de la literatura del Siglo de Oro. De esemodo se mantenía alejado el peligro de disgregación idiomá-tica que había de condenar a las repúblicas americanas a unapaulatina separación, de ahí los constantes ataques al «Españolamericano» y a los autores que sostenían una emancipación enel idioma equivalente a la política. Además, la conservación dela lengua acorde a su uso peninsular, protegía a las sociedadesamericanas definidas como hispánicas, de corrupciones en esaidentidad esencial, algo que preocupaba a estos autores por elavance de las influencias culturales foráneas en las nuevasgeneraciones y la falta de intensas relaciones políticas y cultu-rales con España. Por otra parte, el lenguaje entendido comoarma de diferenciación social, patrimonio de las elites letradas,debía seguir estando en la esfera de su dominio, el reconoci-miento de regionalismos y usos populares significaba una vul-garización que aparejaba una pérdida de preeminencia socialde los «bien hablantes»: las clases altas de la Atenas sudameri-cana, detentadoras del español más castizo de América.

El lenguaje era algo más que un instrumento de comunica-ción, significaba el advenimiento de la palabra de Dios en

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461 URDANETA, Alberto, «Viaje a España», El Repertorio Colombiano, 1880,n.º 19, p. 21.

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América, y con ella el comienzo de la civilización cristiana,cuyos valores podían domeñar los peligros de una moderni-zación y un progreso basado en pautas estrictamente materia-les. Por si fuera poco, el lenguaje se constituía en lo que Carollamó una segunda patria, es decir uno de los vectores cons-tituyentes de la nacionalidad. Era el medio más eficaz paravincular a las generaciones presentes con el legado nacionalde las pretéritas, encarnadas por los conquistadores, y proyec-tar un campo de conciencia nacional para las venideras; ladegeneración del idioma significaba pues la del patriotismo.Desde este modo, todos los que compartían un mismo idiomacompartían una misma nacionalidad o segunda patria, que erarepresentada por la reunión de las naciones americanas, lashijas, con España, la madre patria.

A partir de la década de los 60, la Real Academia de laLengua Española comenzó a interesarse por el desarrollo delespañol en los países americanos, iniciando un proceso queculminaría con algunos de los mayores logros en el afianza-miento de lazos culturales estables, fructíferos y duraderos. Esteproceso comenzó con la incorporación a las labores de laAcademia de miembros americanos en calidad de correspon-dientes, como Pardo y Aliaga, Andrés Bello, José VictorianoLastarria, Alejandro Arango y Escandón, y los colombianos JoséManuel Marroquín y Miguel Antonio Caro. El siguiente paso fuela apertura de Academias correspondientes en Hispanoamérica,a iniciativa propuesta por el colombiano José María Vergara yVergara, con el objetivo de mejorar el diccionario oficial. Alparecer, para movilizar a la Academia Española en la creaciónde las correspondientes, Vergara aludió que si no se actuabacon rapidez en materia lingüística ocurriría con el español loque con el imperio hispánico en manos de Fernando VII: laseparación y disgregación radical, y en este caso la apariciónde diversas variantes del castellano. El descendiente del gene-ral español Francisco de Vergara, que salió de Cádiz paraAmérica en 1616, el que fuera Secretario de Hacienda y deGobierno en Popayán en 1854 y 1855, legislador del Estado deCundinamarca en 1859, además de autor de la conocida

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Historia de la Literatura en Nueva Granada, vio recompensadosu esfuerzo el 10 de mayo de 1871 con la apertura de la pri-mera Academia de la Lengua correspondiente de todaLatinoamérica, que instauró como fecha oficial de su fundaciónel 6 de agosto de 1872. Los primeros trabajos de la instituciónse publicaron en la revista El Repertorio Colombiano, y fueronrecogidos más tarde por el Anuario de la misma institución.

Los académicos decidieron escoger el 6 de agosto parahacer coincidir en una misma fecha conmemorativa la apertu-ra de la Academia y la fundación de Bogotá. En ese día, todoslos miembros se reunían en sesión especial y el discurso deapertura tenía un valor añadido: más que a cuestiones lingüís-ticas se dedicaba a la construcción de un puente simbólicoentre la labor de los conquistadores españoles y la de los aca-démicos; la fundación colonial y la fundación de la Academia,en establecer un continuo histórico entre el territorio conquis-tado por Quesada, Belalcázar y Federmann y la patria colom-biana. En definitiva, era un texto dedicado a exaltar todo elimaginario simbólico que el castellano representaba más alláde su connotación meramente lingüística. José Manuel Marro-quín fue quién mejor definió la fusión de los tiempos pasadosy presentes que perseguían al escoger esta fecha:

Creado el Instituto, se acordó que su instalación se verifi-case el 6 de agosto, y se eligió esta fecha en memoria de lafundación de Santafé. De esta suerte, cada celebración del ani-versario, y con ello hace patente que, aunque las tareas a quese consagra sólo tienen que ver con la inteligencia impasibley fría, no le es extraño lo que dice relación a la fantasía y alsentimiento. Ella, mediante una que me atreveré a llamar pia-dosa ficción, confunde el día en que la lengua castellana y lacristiana civilización asentaron por primera vez la planta enestas comarcas, con el día en que la lengua, después de habertanteado sus fuerzas, se atrevió ya a declararse señora y a ejer-cer actos de dominio462.

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462 MARROQUÍN, José Manuel, «Discurso del Director», El Repertorio Colombiano,1884, n.º 12, Bogotá, Librería Americana y Española, 1884, pp. 446-449.

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Unos años antes, Marroquín había publicado otro artículosobre este hecho en el número XIV de El Repertorio Colom-biano. Como era habitual en las celebraciones de la aperturade la Academia correspondiente, el autor abría su discursoseñalando los motivos que los empujaban a festejar esa fecha:«Quiso la Academia Colombiana que su instalación solemne severificase un 6 de agosto, para celebrar de esa manera el ani-versario de la fundación de Bogotá, y consiguientemente el delos actos por medio de los cuales el cristianismo, la civilizacióny la lengua castellana tomaron posesión de nuestra tierra»463.Ese era el tridente rector del pensamiento de los letradoscolombianos, el que guiaba sus acciones en la constitución deuna conciencia nacional que se ajustara a su modelo de socie-dad burgués, jerárquico y moralizante. El escrito de Marroquínse centraba en la descripción de uno de los principales malesque los regeneradores encontraban en la cultura nacional: lacorrupción del castellano por la intromisión de otras lenguas.Para evitarlo el autor proponía dos formulas, por un lado unmayor esmero en la enseñanza del latín, como lengua mater-na del español, lo que aseguraba un uso más preciso y cons-ciente de la lengua; por otro: «El manejo frecuente de los clá-sicos y de todos los escritores correctos españoles enseña aaprovechar los multiplicados recursos con que brinda la len-gua para dar al discurso, ya fuerza y vehemencia, ya elevadaentonación, ya concisión y energía, ya gracia y donosura. Perolos clásicos y aún los autores españoles de todo linaje, han idohaciéndosenos más y más extraños a medida que la literaturafrancesa ha ido invadiendo el país»464. En este párrafo, el futu-ro presidente de Colombia ponía el dedo en la llaga sobre doscuestiones que los hispanoamericanistas de un lado y otro delocéano denunciaron una y otra vez: el extrañamiento de laliteratura española en relación al uso del idioma común y lafalta de una política cultural que potenciara la difusión de

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463 MARROQUÍN, José Manuel, «Discurso», El Repertorio Colombiano, 1879,n.º 14, pp. 117-129.

464 Ibídem, p. 121.

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obras de autores españoles en Latinoamérica. TambiénCaicedo Rojas hacía énfasis en esta situación con mayor con-tundencia si cabe:

Por desgracia, como decíamos, nuestras relaciones políti-cas con la España son ningunas, no obstante que la renova-ción de una generación entera ha debido pasar la esponja delolvido sobre los hechos que se cumplieron en la segundadécada de este siglo, hechos de que no es responsable la pre-sente; las comerciales son de escasa importancia; y las litera-rias tan pocas e indirectas que puede decirse que no existen:todo como consecuencia de ese malhadado e injustificabledivorcio internacional. Prescindiendo de los vínculos quenaturalmente deben ligarnos con nuestros hermanos de ultra-mar —sea cual fuere su actual política doméstica, a la cualsomos absolutamente extraños—, vínculos fundados en lafuerza poderosa de la sangre y afianzados por la identidad decreencias en la masa de los pueblos de una y otra nación, ypor la semejanza de carácter y costumbres; reputamos estasituación excepcional y anómala como la causa, tal vez única,del atraso relativo de nuestra literatura, que, teniendo escasasfuentes donde beber, y eso como a hurtadillas, se ha abreva-do en las cisternas cenagosas de la moderna escuela francesa,tan frívola, en lo general, como dañina y pegadiza. ¡Cuán felizsería nuestra Academia si ella pudiese venir a ser con el tiem-po el lazo de unión entre la Madre y la Hija! A lo menos conel deseo, salvando los mares, ella extiende la mano, aún más,abre sus brazos para estrechar en ellos a su hermana y pro-tectora la Academia Española465.

Treinta años más tarde, este sería uno de los principalespuntos sobre los que seguiría insistiendo el hispanoamerica-nismo, en el caso español ejemplificado en una de sus princi-pales figuras, Rafael Altamira, que intentaría solucionarlomediante la articulación de proyectos editoriales. Las quejaspor la escasez de libros españoles en América fue una cons-tante de todos estos intelectuales en el continente, impotentes

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465 CAICEDO ROJAS, José, Escritos escogidos, op. cit., p. 360.

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frente a lo que ellos consideraban agresiones culturales porparte de potencias como Estados Unidos, pero sobre todo,Francia e Inglaterra. Desde el papel de clases rectoras de lasociedad que se atribuían, asumiendo que una de sus princi-pales tareas como pensadores era cuidar de la educación delas masas, en un ejercicio pedagógico constante en direcciónal progreso y la civilización forjando una nación moderna, quelas nuevas generaciones prefirieran lecturas francesas o ingle-sas era poco menos que una traición a las raíces de la identi-dad colombiana, agravado todo por la imposibilidad de com-petir en un mercado cultural en el que lo inglés, pero sobretodo lo francés, copaban todos los espacios, mientras la conti-nuidad cultural con el resto de las naciones hispánicas se debi-litaba por la falta de medios para intercambiar sus productos.Ese extrañamiento generaba la corrupción del idioma, a la quehabía que combatir con denuedo: «La invasión de la literaturafrancesa, al paso que ha quitado a la española el lugar quehabría debido ocupar, también ha influido directamente en lacorrupción de nuestra lengua. […] De esto han nacido millaresde monstruosas hibridaciones que afean el lenguaje; porque lamezcla de dos lenguas de índole diferente no puede producirotra cosa»466.

Por eso la función de la Academia era ser centinela de losmalos usos, apropiaciones indebidas e injerencias foráneas,porque como también señalaba Marroquín: «Con los idiomassucede lo que con los ríos: sus aguas están más puras cerca desu nacimiento que lejos de él; a medida que de él se alejan, sucaudal, acrecentándose, se enturbia. Entúrbiase el de una len-gua con lo que recibe de corrientes que fluyen de fuentes dis-tintas de la suya». Y aún añadía: «Con el idioma sucede lo quecon las bellas artes: quien busca la perfección en él ha de estarmirando hacia lo pasado». No se trataba de una simple tareade corrección gramatical, de gusto por las raíces «puras» delidioma. Si el lenguaje como arma de poder degeneraba, el

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466 MARROQUÍN, José Manuel, op. cit., p. 124.

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poder que se ejercía a través de él también, y la estructurasocial de privilegio que ocupaba el letrado se debilitaba. Elfuturo presidente de la República tenía claro que el idioma eraalgo más que un medio de que nos entendamos los unos conlos otros, como criticaba, para él «una palabra puede ser, y hasido, instrumento para llevar a cabo las más altas empresas; elarma con que, mejor que con escuadras y cañones, se con-quistan imperios; el medio de producir las revoluciones quecambian el semblante del mundo»467.

La defensa a ultranza de la unidad y «pureza» del castellanoen América, tenía a su vez tintes religiosos. La AcademiaColombiana, a la que Caro atribuía el papel de guardián delidioma como legado de las generaciones pretéritas para lasfuturas, era la herramienta adecuada para impedir un nuevocastigo divino, una Babel americana: «Que si la unidad de len-guaje ha sido siempre una bendición de Dios, un principio defuerza incontrastable, la multiplicación de dialectos ha sido asu vez, desde la ruina de Babel, castigo providencial, anunciode debilidad y presagio de destrucción de naciones enteras»468.También esta idea era sostenida por José Caicedo Rojas, queal referirse a la Independencia y los intentos por extender alidioma la emancipación política afirmaba: «Más, si fue realiza-ble la empresa de sacudir el yugo del gobierno de ultramar, nola habría sido tanto romper el del idioma, ni impedir que lanueva autonomía literaria condujese a estos países a unasegunda Babel, en que al fin los hombres no se entendiesenunos a otros»469. Con esta consideración de la función del len-guaje, según la cual los hombres se entienden en lenguas y noen dialectos, y en el contexto de la conformación de la identi-dad nacional colombiana, el siguiente paso era la asociaciónindisoluble entre idioma y patria. Ya lo había dicho Caro, Lalengua es la patria, a lo que Marroquín añadía: «No es por tan-

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467 Ibídem, p. 128.468 CARO, Miguel Antonio, Ideario hispánico, op. cit., p. 83.469 CAICEDO ROJAS, José, op. cit., p. 363.

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to extraño que cada nación, así en los tiempos antiguos comoen los modernos, haya mostrado tanto amor a su lengua comoa la patria misma. Cada una mira encarnadas en ella sus glo-rias literarias y sus tradiciones históricas, y en ella ve un vín-culo, el más estrecho de todos, después del de la religión, queliga cada generación con las anteriores y con las que han desucederle»470. Sin embargo, era el padre de la Constitución del86 quien expresaba este punto con mayor concisión y vehe-mencia, uniendo indisolublemente la nacionalidad al uso de lalengua, lugar en el que la Academia desempeñaba un rol fun-damental:

Si la lengua es una segunda patria, todos los pueblos quehablan un mismo idioma, forman en cierto modo una mismanacionalidad, cualesquiera que sean por otra parte la condi-ción social de cada uno y sus mutuas relaciones políticas.Institutos que, como la Academia Española, están encargadosdel depósito de la lengua, y que, también como ella, tienenantigüedad y tradiciones bastantes a crear vida independientede los vaivenes de la política, son los llamados por su natura-leza y sus antecedentes a representar esta especie de nacio-nalidad, que llamaremos literaria471.

Si para Caro la lengua era una segunda patria y los pueblosque la compartían formaban una misma nacionalidad, paraCaicedo Rojas un mismo pueblo era aquel que tenía un mis-mo origen y compartía un mismo idioma: «[…] entendemosaquí por pueblo, no la entidad política o geográfica, marcadacon ciertas líneas o ciertos colores en los mapas, y reconocidacomo tal en la gran familia de las naciones, sino más bien unaagrupación de entidades —por más distantes o separadas queen otros aspectos estén unas de otras— que, teniendo un mis-mo origen, hablan un mismo idioma y expresan sus ideas enidénticos términos. […] Para los mismos efectos, pues, laEspaña y sus colonias —que son carne de su carne y hueso de

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470 MARROQUÍN, op. cit., p. 129.471 CARO, Miguel Antonio, Ideario hispánico, op. cit., p. 86.

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sus huesos—, deben considerarse como un solo pueblo»472. Deeste modo, a través de la lengua, sus códigos de uso, el traba-jo filológico, su ascendente histórico y la misión de laAcademia, se llegada a la afirmación plena por parte de losideólogos de la Regeneración y dos futuros presidentes de laRepública, de una identidad nacional heredera de la conquistay colonización española. Sobre ese punto de origen común seerigía un solo pueblo que abarcaba las dos orillas del océano,una misma nacionalidad, y se reclamaban mayores esfuerzosen el acercamiento político y cultural de todos los integrantesde esa comunidad basada en la continuidad de los lazos com-partidos. Las Academias correspondientes eran consideradasun engranaje más, pero de vital importancia, en el sosteni-miento y fortalecimiento de estos lazos de unión:

Más con la lengua de Castilla se ha verificado un fenóme-no que no tiene ejemplo en la historia: que habiéndose exten-dido por derecho de conquista a remotos y dilatados territo-rios, ha venido a ser lengua común de muchas nacionesindependientes. De ser hermanas blasonan las Repúblicas dela América Española, y ora amistosamente, ora sañudos susabrazos, serán siempre, si en paz, hermanas, y si en guerra,fratricidas; anverso y reverso de un parentesco fundado enuna común civilización, y estrechado por vínculos de los cua-les la unidad de la lengua no es el menos poderoso. Deinmensa importancia es, por razones obvias, la conservaciónde esa unidad hermosa […] Y para que este trabajo sea armo-nioso y fructuoso, todas esas corporaciones han de subordi-narse, con razonable adhesión, al principal centro literario deEspaña, como a depositario más calificado de las tradiciones ytesoros de la lengua. Mantener por medios semejantes tangrandiosa y fecunda unidad, fue sin duda el objeto que tuvoen mira la Academia Española cuando acordó establecerAcademias correspondientes en las capitales de todas estasRepúblicas473.

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472 CAICEDO ROJAS, José, op. cit., p. 364.473 CARO, Miguel Antonio, «Del uso en sus relaciones con el lenguaje», El

Repertorio Colombiano, 1881, n.º 38, p. 128.

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Y para que no quedaran dudas de cuál era en este sentidoel objetivo perseguido por la Academia colombiana, CaicedoRojas citaba los propósitos recogidos en su acta fundacional:«avigorar los vínculos de fraternidad que deben ligar a pueblosde un mismo origen, religión, lengua y costumbres». Para des-pués añadir: «Mientras exista el vínculo general y solidario de lalengua entre la madre y las hijas, y mientras este vínculo de uni-dad que las allega y entrelaza se mantenga intacto y puro, ellasno formarán sino un solo todo indivisible y homogéneo»474.

Todo este planteamiento discursivo se iniciaba recordandolos motivos por los cuales la Academia se dotó de una estruc-tura de doce miembros permanentes y se declaró el 6 de agos-to como su fecha oficial. Sus primeros doce miembros fueronVergara y Vergara, Miguel Antonio Caro, José ManuelMarroquín, Pedro Fernández Madrid, Rufino José Cuervo, JoséJoaquín Ortiz, Manuel María Mallarino, José Caicedo Rojas,Venancio González Manrique, Santiago Pérez, Felipe Zapata yJoaquín Pardo Vergara. Para la correspondiente, contar con unmito de origen que le diese unas coordenadas simbólicas dereferencia y proyección dentro de lo hispánico, parecía tanimportante como dotar a la nación colombiana de los mismospresupuestos. Tanto Miguel Antonio Caro como José ManuelMarroquín y José Caicedo Rojas redactaron textos en los querecordaban con agrado como se decidió que la fecha de fun-dación de la Academia correspondiente en Colombia fuera eldía 6 de agosto, coincidiendo con el aniversario de la funda-ción de Santa Fe de Bogotá. Además, como doce fueron lasprimeras casas que levantaron los conquistadores en la sabanase decidió que fueran doce los miembros de la Academia475.Esa reencarnación simbólica adquiría el matiz de una refunda-ción y reafirmación de los valores que estos autores atribuíanal significado de la conquista y de los que se declaraban here-deros, empuñando en sus escritos un nacionalismo de tipo pri-

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474 CAICEDO ROJAS, José, op. cit., p. 363.475 Ibídem, p. 353.

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mordialista, preocupado por proteger la esencia inveterada dela patria colombiana legada por la acción conquistadora de lashuestes españolas. Caicedo Rojas fue uno de los miembros dela Academia en quien mejor se observa esta circunstancia:«Quiso pues la Academia, con generoso acierto, vincular unrecuerdo en otro, eternizarlos ambos, e identificar el naci-miento de esta corporación, primera de su clase en nuestropaís, con el hecho, y al mismo tiempo resultado culminante,de la conquista: la implantación en este suelo de la civilizacióneuropea, representada por la propagación de la lengua caste-llana y el establecimiento del cristianismo»476. Los textos acadé-micos de José Caicedo Rojas son los más representativos de laencarnación institucional de la vertiente conservadora del dis-curso hispanoamericanista: el panhispanismo. Afianzando lacomunión de España con Colombia desde posiciones idealis-tas fundadas en la religión y la lengua, para la Colombia definales del XIX España importaba como una abstracción, en laque las relaciones presentes tenían tanto valor como las pasa-das. España era un ente simbólico materno, que en su empe-ño civilizador de expandir la religión católica dio el ser aColombia mediante las acciones de frailes y soldados, «aquellaraza titánica, que realizaba la fábula del escalamiento de loscielos», según el autor. Por eso en los textos que festejaban elaniversario de la fundación de la Academia, en vez de encon-trar discursos dedicados en exclusiva al estudio del castellano,lo que nos encontramos son panegíricos sobre las figuras delos conquistadores y sus «heroicas hazañas», porque el españolera considerado como ya hemos visto algo más que un idio-ma, un medio de comunicación; era el depósito primigenio dela raza, el baluarte de la civilización contra la barbarie, laherramienta del catolicismo en su labor civilizadora, en defini-tiva, la representación de todos los valores sobre los que sefundaba la identidad nacional en su rumbo hacia la civiliza-ción, el espíritu de la patria de la que el ciudadano recibía losesquemas y códigos de identificación individual y colectiva,

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476 Ibídem, p. 354.

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tanto como la representación simbólica sobre la que proyecta-ban la producción discursiva tendente a afianzar su esenciahispánica, excluyendo de ella cualquier asomo de corrupcióno degeneración encarnado por las influencias culturales forá-neas y las razas inferiores y bárbaras anteriores a la conquista:

Pero no fue, sin duda, la ley de la necesidad la única queobligó a tomar la resolución de quedarse entre los chibchaso muiscas, y fundar en la capital misma de su Imperio unaciudad española, que sirviese de núcleo a la futura colonia:ellos comprendían que en todas direcciones se extendía uninmenso y rico país que conquistar para presentarlo regene-rado al mundo antiguo, un pueblo numerosísimo que civili-zar, reduciéndolo a la vida cristiana por medio de la predica-ción del Evangelio; siguiéndose como consecuencia necesariade tan grande empresa la reducción de otras parcialidadesnómadas, todavía más bárbaras que los adelantados chibchas,compañeras de los tigres y los monos, las serpientes y loscocodrilos477.

Desde este posicionamiento no es difícil comprender lacarencia de recursos que agobió a la Academia en sus prime-ros años, dependiente para su financiación de un Congreso demayoría radical. Las primeras sesiones se realizaban en lascasas particulares de sus miembros, con la consiguiente pre-cariedad y desorganización que conllevaba, algo que por pocoles cuesta la renuncia de una de sus más insignes figuras,Rufino José Cuervo, cuando se cometió el olvido de no reque-rir su presencia a una de las reuniones. Evidentemente, a pesarde la insistencia en el carácter apolítico de los trabajos de laAcademia, la propia composición de sus miembros arrojaba unneto saldo conservador, sólo dos de los doce miembros de laAcademia eran liberales, Felipe Zapata y Santiago Pérez, querenunció aduciendo diferencias políticas por las constantesdisputas que mantenía con Caro. Así, cuando en 1875 solicita-ron al Congreso radical que les cediera el convento de Santo

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477 Ibídem, p. 358.

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Domingo para sesionar en sus instalaciones al carecer laAcademia de un local propio: «Los congresistas se opusieron,acusando a los miembros de la Academia de ser “los soldadospóstumos de Felipe II”, de rezar el rosario en sus sesiones yde escribir la conjunción y así, y no con la i, a la manera deese funesto monarca»478. En cualquier caso, podríamos consi-derar la labor de la Academia como una anécdota de gramáti-cos en un país de fracturas caudillistas y regionales, de no serpor la trascendencia que algunos de sus miembros tuvieronpara la historia de Colombia. Como señala Malcolm Deas, enun lapso de treinta años cuatro de ellos detentaron la jefaturadel Estado: Miguel Antonio Caro, José Manuel Marroquín,Marco Fidel Suárez y Miguel Abadía Méndez. En la actualidad,el escudo de la correspondiente reza Una estirpe, una lengua,un destino, y su lema es la Lengua es la Patria.

De este modo, en los salones de la Academia, desde las tri-bunas y los púlpitos, en los discursos, ensayos y novelas, losletrados regeneradores se dedicaron a la ardua tarea de cons-truir una identidad nacional que fortaleciese su proyecto deEstado. El discurso hispanoamericanista les sirvió para confor-mar una idea de nación asentada sobre los pilares de la civili-zación, la raza, la religión, la historia y la lengua de herenciahispánica. Fue su puente de proyección exterior hacia unacomunidad de países que se reunían al calor de un entra-mado cultural identitario común, su matriz interior para dise-ñar la identidad nacional de mayor calado en todo el siglo XIX.Una identidad nacional que se ajustaba a sus intereses comogrupo social privilegiado, y que representaba, más que al país,a su linaje familiar, a su mentalidad, a su imagen. Una identi-dad que anidaba más en la mirada con la que reconfigurabanlo colombiano, que en la realidad sociocultural del país.Mentira compartida en himnos y banderas, arma discursiva dedominio y subordinación, bambuco entre la realidad y la fic-ción que componía Caro al afirmar:

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478 DEAS, Malcolm, Del poder y la gramática, op. cit., p. 32.

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El año de 1810 no establece una línea divisoria entre nuestrosabuelos y nosotros; porque la emancipación política no supo-ne que se improvise una nueva civilización; las civilizacionesno se improvisan. Religión, lengua, costumbres y tradiciones:nada de esto lo hemos creado; todo esto lo hemos recibidohabiéndonos venido de generación en generación, y de manoen mano, por decirlo así, desde la época de la conquista y delpropio modo pasará a nuestros hijos y nietos como preciosodepósito y rico patrimonio de razas civilizadas479.

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479 CARO, Miguel Antonio, Ideario hispánico, op. cit., p. 102.

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4CONCLUSIONES

El hispanoamericanismo es un fenómeno complejo y difícilde asir por la multitud de campos y ámbitos que abarca. Suinfluencia se despliega en las relaciones internacionales, en laformulación de idearios nacionales, en la erección de proyec-tos culturales, en el fortalecimiento de las relaciones económi-cas y comerciales, en el fenómeno migratorio, en los contac-tos intelectuales entre ambas orillas del Atlántico, etcétera.Debido a este carácter múltiple, las definiciones que se handado sobre él varían tanto casi como el número de autores quelo han trabajado: corriente de pensamiento, manifestación delas relaciones culturales entre España y América, campañaamericanista, movimiento para la articulación de una comuni-dad transnacional… A la indefinición que produce la sobresa-turación de definiciones que pueblan los trabajos que se dedi-can a su estudio, se suma una coral conceptual de términosemparentados pero que remiten a construcciones ideológicasdiferentes. Aunque todas se engloban bajo el término hispa-noamericanismo, para nada enfocamos el mismo objeto siempleamos americanismo, hispanismo, panhispanismo o his-panoamericanismo progresista. Mucho menos si hablamos deHispanidad, un concepto diferenciado plenamente del hispa-noamericanismo, en el cual tiene su raíz, pero del cual se des-gaja formando un fenómeno totalmente diferenciado.

Si bien no existe quórum entre los historiadores para adop-tar un concepto compartido, sí existe un consenso generaliza-do para entender el hispanoamericanismo como el movimien-to intelectual, cultural e ideológico defendido por las elites

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españolas con la réplica y el apoyo de las latinoamericanas,cuyo objetivo era la afirmación y consolidación de una comu-nidad cultural transnacional. Este hecho se sustentaba en lacreencia de que España y América compartían una misma raízcultural generadora de una identidad común, que la divisiónpolítica efectuada por la Independencia no podía romper. Esaidentidad cultural compartida se evidenciaba en los lazos delengua, raza, historia, religión y civilización comunes a todaslas naciones hispánicas, en torno a los cuales se reunían comoun todo homogéneo y unificado. Desde esta perspectiva el his-panoamericanismo tiene una secuencia cronológica que sitúasu nacimiento en algún momento indeterminado del primertercio del siglo XIX, haciéndose fuerte en la segunda mitad delsiglo y sobre todo en las tres primeras décadas del XX.

En esta investigación ha primado como campo de análisisel plano cultural e ideológico en el que se movió el hispano-americanismo colombiano. Elegimos este ámbito porque comoafirman la mayoría de los autores, fue en estos campos y en lalabor de los agentes intelectuales, donde se desarrolló conmayor riqueza, potencia e intensidad la búsqueda de la recon-ciliación, el acercamiento y la afirmación identitaria entre lasdos orillas del océano. Frente a unas relaciones diplomáticasausentes o signadas por el rencor y el desencuentro, ante unosintercambios económicos y comerciales caracterizados por sudebilidad, fueron las elites letradas las encargadas de mantenerviva la llama de la identidad transnacional hispanoamericana.Esfuerzos de intelectuales que, como en el caso de los rege-neracionistas españoles o de los regeneradores colombianos,tenían como objetivo fortalecer las respectivas identidadesnacionales desde la plena identificación con esa identidad his-pánica transnacional.

Para nuestro trabajo hemos empleado como referente laterminología establecida por Isidro Sepúlveda que diferenciaentre hispanoamericanismo progresista y panhispanismo comocorrientes conformadoras del hispanoamericanismo, pero queremitirían a unas bases programáticas diferentes. El primero,basado en el positivismo y el krausismo, apeló al estrecha-

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miento de las relaciones entre las naciones hispánicas comoun principio dinamizador de las respectivas identidades nacio-nales en construcción. Abogaba por el fomento de las relacio-nes comerciales y el intercambio intelectual como el mediomás eficaz para la implicación entre las dos orillas del Atlánticoy la defensa de los intereses comunes frente al expansionismoestadounidense. En cambio, el segundo representaba la ver-tiente más conservadora. Se basaba en la religión católica, lareivindicación del pasado colonial español, el sostenimientode un orden social jerarquizado y el reconocimiento de lahegemonía moral de España al frente de la comunidad hispá-nica. De corte providencialista y más retórico que práctico,consideraba la exaltación discursiva de las representacioneshispanoamericanistas como el medio más acertado de encuen-tro y reunión de toda la familia hispánica. Por esta definicióny su carácter tradicionalista y casticista, afirmamos que el dis-curso hispanoamericanista producido en la Colombia de laRegeneración respondía a esta última tipología.

El primer aspecto que rebatimos en este trabajo sobre laforma tradicional en la que se ha analizado el hispanoameri-canismo es el referido a su origen y datación. La corrientegeneral considera este fenómeno como una manifestación deorigen exclusivamente español. En síntesis, ante la difícil situa-ción internacional que atravesó España durante el siglo XIX,centuria en la que quedó reducida a una potencia de ordenmenor sin ningún peso en el concierto europeo, desde lapenínsula se activó una campaña, un movimiento, una corrien-te de pensamiento que encontraba en la afirmación y consoli-dación de la comunidad hispánica un medio de reconstituir suimagen como potencia imperial, así sólo fuera en el plano cul-tural. El resto de las naciones hispanoamericanas se habríasumado a este movimiento siguiendo los patrones impuestosdesde la Península, en un eco y reflejo de los presupuestosespañoles. Esta mirada, además de caer en el eurocentrismo yen banales explicaciones difusionistas, impide una compren-sión lógica de por qué las naciones americanas se sumaron aesa campaña con una potencia y un entusiasmo equiparable al

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español. Niega la capacidad activa y productora de la intelec-tualidad latinoamericana sin ofrecer un razonamiento cohe-rente y fundado en pruebas documentales para demostrarlo.

Quizás esta investigación carezca de la suficiente masadocumental y de la extensión del corpus bibliográfico necesa-rio a los efectos, ya que estos superaban con mucho los obje-tivos de esta tesis, pero por la prospección investigativa sobreel pensamiento de la elite criolla durante los años de laIndependencia, llevada a cabo en fuentes primarias y secun-darias, estamos en la posición de adelantar que habría querevisar este planteamiento. En textos como el Plan de Regen-cias, el Memorial de Agravios y el Plan de Reconciliación, y enpersonajes como Vicente Rocafuerte, Miguel Ramos Arizpe yFrancisco Antonio Zea se encuentran las primeras manifesta-ciones visibles y consolidadas del hispanoamericanismo. Estosdocumentos y estos hombres intentaron la reformulación polí-tica del imperio hispánico desde presupuestos autonomistas yfederativos para obtener tanto las cuotas de libertad políticaque reclamaban como para mantener la unidad de la comuni-dad hispánica, asentada, como el propio Zea escribía, en loslazos compartidos de lengua, raza, costumbres y religión. Deeste modo, el hispanoamericanismo consolidado y en expan-sión que se observa en las décadas finales del XIX y las tresprimeras del XX, tendría unos orígenes que podríamos datardel periodo colonial y cuya matriz sería la creación de unaidentidad imperial hispánica común a todos los reinos de lamonarquía española.

Este sesgo productor americano está inserto en la propialógica del hispanoamericanismo que era la afirmación y reu-nión de la comunidad hispánica en base a unas mismas raícesculturales. Uno de los objetivos prioritarios era crear una mis-ma identidad que se extendía desde los Pirineos hasta RíoGrande y Tierra de Fuego. Entre uno y otro lado del océanose extendía una comunidad de destino, erigida sobre una mis-ma raza, un mismo idioma, una historia común y una religióncompartida, una sola civilización hispánica. Por lo tanto, atodos competía elaborarla. Las diferencias entre unos países y

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otros eran creadas por el reparto de papeles simbólicos queesa homogeneidad signaba: España era la madre patria, y elresto de las repúblicas sus hijas, pero todas ellas formaban unafamilia, se imaginaban hermanas. Ese reparto al que se leachaca un juicio valorativo jerarquizador, no significa que losletrados americanos fueran meros replicantes, simplementeasumían la posición que les asignaba el discurso hispanoame-ricanista, el mismo que anidaba en su forma de atribuir senti-do al pasado y al presente hispánico, el mismo que cons-truían con un denuedo y una entrega fervorosa. Así pues, losletrados de todos los países de esa comunidad soñada colabo-raron en pie de igualdad a esa empresa común, evidentemen-te, desde las particularidades e intereses propios de cada unode ellos.

Por eso podemos compartir la idea general de que el his-panoamericanismo es fruto del nacionalismo español, sólo quenosotros añadimos que también lo era del mexicano, el argen-tino o el colombiano. A España le permitía recuperar su ascen-dente sobre Latinoamérica; restañar el manto imperial con elque se presentaba frente al mundo mediante la conversión, yaque no en una potencia colonizadora, al menos en un impe-rio espiritual; y consolidar el patriotismo de su poblaciónmediante esa imagen de grandeza y prestigio en un momentoen el que la idea nacional estaba en disputa por la apariciónde los nacionalismos subestatales. A Colombia le aseguraba elingreso por la puerta grande de la Historia al corpus de nacio-nes civilizadas; le otorgaba un paradigma civilizador desde elcual homogeneizar la nación, a la vez que desde el mismoestablecía las diferencias socioculturales y raciales que creabanun orden jerarquizado que legitimaba la posición de privilegiosocial de sus letrados. Además, en las categorías de raza, len-gua, historia, religión y civilización encontraba el arsenalnacionalizador requerido en la construcción de su identidadnacional. Por otra parte, le permitía gestar un firme proyectode adhesión nacional desde una doble vía imperialista. Comoantigua provincia del imperio español, formaba parte de esenuevo y deificado Imperio cultural hispánico que se alzaba

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como una muralla defensiva frente al expansionismo de poten-cias como los Estados Unidos, imagen de prestigio con la queincluirse al concierto internacional. Pero además se apropiabade los códigos imperialistas que se implementaban a escalaplanetaria para redireccionarlos hacia el interior de Colombia,hacia la conquista y el dominio efectivo de sus desiertos comola máxima empresa del deber nacional a la que debían adscri-birse y colaborar todos sus ciudadanos, en la continuación deuna gesta civilizadora emprendida cuatro siglos atrás.

A todos estos planos y usos hemos llegado al considerar elhispanoamericanismo no sólo como una corriente, una mani-festación, una campaña o un movimiento, sino como un dis-curso, una red conceptual de categorías desde las cuales incor-porar la realidad y dotarla de significado. Rejilla conceptual devisibilidad desde la que los letrados incorporaban y dotaban desentido a la realidad social. Dispositivo cultural de categorías yconceptos a través de los cuales ordenaban significativamente larealidad y por el que guiaban su práctica social, en la tarea deconformar la identidad nacional. Nos referimos a la identidadnacional, porque es en el discurso, desde el discurso, medianteél, donde los individuos encuentran los referentes de significa-ción con los que se conciben y conforman a sí mismos comosujetos y agentes, y desde ahí intervienen en el medio social. Esdecir, discurso como el catalizador que media en la toma deconciencia de una identidad colectiva. Desde esta mirada laidentidad deja de ser una esencia definida e inmutable, paraconvertirse en un entramado referencial adscrito a una historici-dad concreta, una práctica formativa que puede rastrearse en elanálisis del discurso que la configuraba. De ahí que nuestroprincipal objeto de interés en esta tesis sean los letrados rege-neradores, ya que eran ellos los gestores del discurso que defi-nía la identidad nacional colombiana finisecular. Por letradosentendemos aquellos hombres que combinaban tanto las labo-res directas de gobierno como el manejo de las tribunas públi-cas, donde desplegaban su pensamiento político, desde las queagitaban a la opinión pública, donde ejercían su magisteriocomo rectores de la conciencia nacional. En sus artículos, con-

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ferencias, ensayos, novelas, poemas, discursos, relatos, editoria-les, etcétera, podemos analizar los anhelos, disputas, proyectos,temores y esperanzas sobre la nación colombiana que ellosdiseñaban mediante esa labor escrituraria. Núñez, Caro, Cuervo,Holguín, Quijano Wallis, Gómez Restrepo, Suárez, Acosta, Ca-sas, Urdaneta, Marroquín, Caicedo Rojas, Carrasquilla, MedardoEspinosa, Uribe, Medina, Calderón, Zaldúa, Reyes… fueron losmáximos representantes de una clase que fundió en un solocuerpo a intelectuales y políticos, el ensayo y el decreto, la plu-ma y el trono. Por eso, rastrear su producción intelectual es tan-to como descodificar el mapa cultural desde el que se constitu-yó el ideal colectivo que, desde el poder, recubrió todo aquelloque tuviera que ver con lo colombiano.

Entre 1878 y 1900, durante el periodo que en la historio-grafía colombiana se conoce con el nombre de laRegeneración, los letrados adscritos a este nuevo régimen, sedieron a la tarea de conformar la identidad nacional con unapotencia muy superior a la de otras fases de la construccióndel Estado-nación. En sus inicios, la mayoría de la clase políti-ca compartía la idea de que era necesario remodelar el país,dividido y debilitado por los continuos enfrentamientos quemarcaron todo el siglo XIX. El Estado-nación colombiano sólohabía alcanzado uno de los objetivos que habían trazado lospróceres de la emancipación: la supervivencia independiente.Como escribía Holguín, no había ni unidad política, ni des-arrollo económico, ni civilización, ni progreso. Se imponíapues la idea de una regeneración de la patria, de las estructu-ras que sustentaban al Estado-nación, cuya transformaciónquedó sellada en la nueva Carta Constituyente de 1886, vigen-te durante ciento cinco años. A la vez que se reconfiguraba elaparato estatal, se puso en marcha la campaña de nacionaliza-ción más contundente de toda la centuria, precisamente elprincipal punto flaco que los letrados regeneradores identifi-caban en el tambaleante y sinuoso discurrir del país por aquelsiglo de guerras civiles y débiles órdenes políticos. DesdeBogotá se impuso para el resto de la República una identidadnacional basada en el modelo cultural de la elite capitalina.

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Colombia respondía así, no sólo a la problemática de sudinámica interna, sino que se adaptaba a los patrones de lacoyuntura internacional. Para finales del siglo XIX, la sobera-nía popular y los derechos individuales que habían sido loscimientos de las naciones a principios de la centuria, dabanpaso a concepciones étnico-lingüísticas e imperiales. La nacióndejaba de ser un sueño a futuro para convertirse en una esen-cia que rescatar y fundar desde el pasado. De la mano del mie-do a la plebe y la cuestión social, los regímenes políticos seconservatizaron en todo Occidente: el objetivo primordial yano eran los furores igualitarios y revolucionarios, sino el ordeny el progreso. El paradigma civilizador que dividía la realidadentre civilización y barbarie, naciones civilizadas y salvajes,razas superiores e inferiores, se convirtió en la regla del pen-samiento hegemónico occidental, el mismo que legitimó suexpansión imperialista por todo el orbe. En ese marco laRegeneración fue el intento más serio por reconducir aColombia hacia la civilización y el progreso.

En este aspecto, el discurso hispanoamericanista se desple-gó con toda su potencia nacionalizadora. Frente a una civili-zación que catalogaba a las naciones americanas como bárba-ras y atrasadas y a sus habitantes como razas degeneradas einferiores, los letrados se reivindicaron como hijos, descen-dientes y herederos de la civilización hispánica. La primeracivilización europea, junto con el imperio portugués, en alcan-zar la hegemonía planetaria. Como miembros por linaje de esacivilización ponían a salvo su imagen frente a la racializacióndenigrante con la que eran signados desde el discurso cientí-fico y civilizador europeo. Así podían mantenerse dentro deesos esquemas ilustrados sin temer por su legitimidad paraejercer el poder y seguir detentando sus privilegios. Ellos eranlos sucesores de una gesta civilizadora iniciada cuatro siglosatrás; la punta de lanza, el primer frente de batalla de esa luchaencarnizada que la civilización universal disputaba contra labarbarie. En el discurso civilizador encontraron las formas dediferenciación con las que establecer un orden nacional jerar-quizado, racializado, en el cual sustentaron sus prerrogativas,

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desde el que construyeron las geografías espaciales y pobla-cionales. En la civilización hispánica encontraron los mediospara hacerlas efectivas. La civilización principiaba con la lle-gada de la raza española a las playas americanas, en los evan-gelios que portaban los misioneros que los acompañaban. Lacivilización y el cristianismo caminaban juntos por esa líneatemporal teleológica que conducía al paraíso, la misma repre-sentación temporal inquebrantable que impedía ver y asimilarotras formas de simbolizar la temporalidad humana. Línea queera frontera, la primera piedra de la negación del otro, de laexclusión y la marginación de otras formas culturales. La razahispánica aportaba las connotaciones raciales de superioridadque desde tesis lamarckianas permitían entender el mestizajecomo un proceso de mejoramiento de la raza, como un mediode blanqueamiento racial pero también cultural, moral y social,la misma raza que lucían los letrados en su imagen y en susárboles genealógicos. Civilización hispánica que dotaba a lanación colombiana de una fecha de nacimiento precisa y cla-ra que aprender y conmemorar en los manuales de historiaescolares, la fundación de Bogotá el 6 de agosto de 1538 porlas huestes de Gonzalo Jiménez de Quesada. Al parecer lasfundaciones anteriores de Santa Marta o Cartagena de Indiasno merecían ese honor. Y por si fuera poco, frente a la babelde dialectos salvajes, la colonización hispánica había traído unlenguaje civilizado y unificador, el castellano, el mismo que lepermitía establecer los lazos de fraternidad con el resto de lasrepúblicas americanas y la madre patria. De esta formaColombia encontraba los ejes cardinales con los que proyec-tarse frente al mundo civilizado, con los que encontrar unaimagen de sí misma acorde con los deseos de los letrados y, ala vez, un arma de fuego para las luchas políticas al poderseñalar como extranjerizantes y extrañas doctrinas considera-das peligrosas para el orden social como el socialismo o deni-grantes de la tradición nacional como el liberalismo.

En la fusión de civilización y cristianismo, el catolicismo seconvirtió en un componente más de la identidad nacional.Aportó al proyecto de la Regeneración la única creencia su-

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puestamente compartida por todos los colombianos, así comolos mecanismos discursivos capaces de asegurar el orden so-cial, tan perseguido por los letrados como negado por la reali-dad. Mediante la Constitución del 86, el Concordato de 1887 yla firma del Convenio de Misiones al año siguiente, la Iglesia setransformó en otra institución del Estado. En esta alianza entreel altar y el trono se perseguía el objetivo de reintroducir en lasociedad colombiana el principal vector de homogeneizaciónde su población, la implementación de una educación basadaen el acatamiento de la autoridad en vista de los peligros socia-les detectados entre las masas y ejemplificados en los disturbiosde 1893, y también encontrar en el ultracatolicismo militante elmejor aliado del régimen frente a sus adversarios políticos. Paralegitimar esta fusión se recurrió al hispanoamericanismo. Lafusión entre el poder terrenal y espiritual era uno de los atri-butos de la historia del país, a partir de entonces el primerrequisito de la ciudadanía sería el bautismo.

En la alianza entre la Iglesia y el Estado se dio además otrofenómeno trascendental para el futuro de la nación colombia-na. Las misiones evangélicas fueron el cuerpo de choque delimperialismo interior con el que se entregó a la sociedad unproyecto común, nacional, civilizador y colonizador, del quetodos los colombianos podían sentirse partícipes. En la era delimperio, la capacidad de conquista fue un instrumento de pro-bada eficacia para la cohesión nacional de las sociedades quesustentaban esas empresas y para con los Estados que las eje-cutaban. En la raíz de esas glorias imperiales latía la rivalidady competencia con otros Estados, la expansión e incorporaciónde territorios al patrimonio nacional y sobre todo la reproduc-ción e imposición sobre un otro considerado inferior de lamáscara de un yo intitulado como superior. En la justificaciónde este imperialismo aparecían las luces de la civilización ennombre de las cuales se combatía la barbarie. Estos mismoscódigos fueron empleados por la Regeneración en su campa-ña civilizadora, colonizadora y evangelizadora de los desiertoscolombianos, de los territorios de frontera interior que habíansido catalogados por la inteligencia letrada durante todo el

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siglo XIX como zonas de barbarie pobladas por salvajes, comoel Caquetá o el Putumayo. Para ello la herramienta adecuadaera la Iglesia, la misma que cuatro siglos atrás había iniciadola conversión de los salvajes. En el imperialismo interior alen-tado por los letrados regeneradores, la nación encontró el pro-yecto común en el que verse reflejada, consolidada y compar-tida por todos los colombianos. Se continuaba la gesta deaquellos conquistadores titanes, de aquellos sufridos misione-ros que cuatro siglos atrás habían plantado las semillas de lacivilización en el país. Pero además era la carta de presenta-ción de la elite letrada frente a sus homólogos europeos en losencuentros por el progreso y la evolución al abrigo de los cen-tenarios y las exposiciones universales.

La Historia fue el principal campo de batalla en las luchaspor el hispanoamericanismo. Rehabilitar el pasado hispánico,la conquista y la colonia, fue una tarea prioritaria de los his-panoamericanistas. El primer enemigo a derribar era la imagi-nería negativa edificada por siglos de leyenda negra, si no seremodelaba ese pasado de oscurantismo, fanatismo e intran-sigencia los ciudadanos hispanoamericanos jamás se identifi-carían con la identidad transnacional que construían.Restaurar el prestigio del imperio hispánico era tanto comopoder incorporarlo a la memoria histórica que se tejía desde elpresente. A esa tarea se dieron con denodados esfuerzos pen-sadores como Menéndez y Pelayo, Ernesto Quesada, MiguelAntonio Caro, Rafael Altamira o Antonio Gómez Restrepo.Regenerar el valor del legado hispánico significaba incorpo-rarse en pie de igualdad a la empresa civilizadora y coloniza-dora que ahora otros pueblos protagonizaban. El mundo his-pánico ya había hecho su trabajo, España había rescatado unmundo perdido para la humanidad, un continente nuevo alque dio su ser, la misma esencia que multiplicada se reprodu-cía en las jóvenes repúblicas americanas, aquella que nació dela cruzada de siete siglos contra el infiel, del ardor castellanoque vino a la vida con la Reconquista. Ese legado era exalta-do y presentado al concierto internacional como la reunión deuna familia bien avenida que compartía esa identidad, en la

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cual se afirmaba como miembro de pleno derecho de las razassuperiores.

Al interior de Colombia esa representación histórica forjadadesde el hispanoamericanismo dotó a la identidad colombianade un pasado inmemorial, tan necesario en un nacionalismoque entendía las naciones como entes inalterables e inmutablesa los que bastaba con seguir sus huellas por la historia paraestablecer su genealogía y aprehender las lecciones necesariaspara forjar el presente y guiar a los pueblos hacia su destinofuturo. Esta tarea se construyó no sólo desde las investigacio-nes académicas, acudieron en su auxilio novelas, relatos, ensa-yos, poemas... Labor escrituraria en la que los letrados pobla-ron el imaginario colectivo con todos los lazos que pudieronimaginar en el pasado. Las novelas de Soledad Acosta son unbuen ejemplo, la novelista más prolífica del XIX colombiano, lamisma que cifraba dos generaciones de titanes como los padresfundadores de Colombia: los conquistadores que otorgaron a lanación el suelo patrio y los independentistas que pusieron a sudisposición la fruta del bien y del mal. En esa Historia hispáni-ca la Independencia se esfumó del santoral patrio. Bolívar eraespañol y la emancipación una guerra civil, entre padres ehijos, entre hermanos. Resultado natural de unos hijos adultosque se alejaron del hogar para fundar el propio, sin olvidar lacasa paterna en la que crecieron. La memoria del mundo his-pánico se pobló de héroes y genios, como Colón el augur delo desconocido, padre primigenio; Cortés, Pizarro, Quesada, loshombres que realizaron la fábula del escalamiento de los cielos,los conquistadores, los fundadores de esas sociedades que conel tiempo habrían de honrar su valor, su fe y su arrojo. Los SanMartín y Bolívar, que a su tiempo retomaron por las armas elardor castellano que latía en sus pechos para proclamar la liber-tad que ningún nacido a la sombra de España podía ver man-cillada, en sus combates renació la epopeya hispánica. Y tam-bién Cervantes, Sor Juana Inés, Calderón y Quevedo, en cuyasobras se ejemplificaban las virtudes excelsas de la raza, ladecantación más depurada de su genio otorgado por Dios.Ellos fueron los profetas que encarnaban los ideales de la

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nación regenerada, los únicos capaces de portar en sus hom-bros el peso de la Historia para transportarla, como motores decausa y efecto, de un estadio a otro en esa línea providencialsignada por Dios y el progreso.

Así los regeneradores se hicieron con un arsenal de repre-sentaciones en las que fundar la identidad nacional que rege-neraban a golpe de tinta y viento, de palabras cultas que ins-tituían la diferencia y la exclusión con el lenguaje burdo delpopulacho. Palabras para enmarcar una realidad a la que con-denaban al silencio. El castellano fue el idioma civilizado lega-do por la madre patria, el mismo que había que proteger ydefender de corruptelas y neologismos en los que se desvir-tuaba su pureza, su hidalguía, la misma que marcaban lospatrones lingüísticos peninsulares a los que había que acoger-se sin remisión. En ellos residía la esencia nacional, no pormenos decía Caro que la lengua era la patria. Lengua nacionalque era vínculo y medio de reunión con el resto del mundohispánico, emblema de civilización, marcador, aglutinante ydiferenciador social de los letrados y la primera herramienta dela estocada profunda que el discurso hispanoamericanistaengullía hasta la bola en la identidad nacional colombiana: lahispanización de la realidad. Los letrados recogieron y conti-nuaron con orgullo y deleite aquella tarea emprendida por susancestros de nominar a la cosas, el medio más efectivo deposeerlas, de sacudirse el miedo a lo desconocido. Málaga,Cartagena, Santafé, Barcelona, Mérida, Valencia… fueron algomás que ciudades fundadas, jalones urbanos desde los quesometer y civilizar el territorio, verdadera cuna y patria de losletrados. Eran la prueba de que la civilización era óptima enalgunos de los enclaves americanos. En la ficción de nominara los territorios americanos por sus semejanzas con los penin-sulares, España se reproducía del otro lado del océano y conella todos sus rasgos. En la validación, adhesión y reconoci-miento de ese bautismo, los letrados encontraron la primerahuella que los convertía en españoles americanos. Fue la prue-ba que desde el pasado legitimaba el ejercicio racializador delos hombres y los espacios, al calor del pensamiento climista,

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del determinismo geográfico imperante en la ciencia del XIX:territorios semejantes generaban hombres semejantes. LaSabana de Bogotá imaginada como la vega del Genil daba piea soñar con españoles nacidos en suelo colombiano.

Y para que estos sueños tomaran cuerpo, o acta de sesiónplenaria, se creó la Academia Colombiana de la Lengua,correspondiente de la española. En ella se dieron cita intelec-tuales, gramáticos y políticos de lado y lado. Fue la primera deAmérica, fundada por los desvelos de Vergara y Vergara en1871. Desde sus sillones reconvertidos en trinchera se renegóde la política de partidos pero se peleó a degüello por esa otrapolítica menos bulliciosa, pero matriz de las formas de ser yestar en el cotidiano. A punta de pronombres y adverbios,extranjerismos, verbos y manuales ortográficos sentaron loscimientos de la institucionalización de lo hispánico. Dieronvida y diccionario al principal elemento que habría de reuniren el futuro a todas las naciones hispanoamericanas en tornoa un único legado: el castellano puro y castizo.

Así los letrados regeneradores construyeron la identidadnacional en las décadas finales del siglo XIX. En el discursohispanoamericanista, desde el hispanoamericanismo, se identi-ficaron, se construyeron, se agruparon. Desde él forjaron laidentidad nacional más potente que tuvo hasta entonces elnacionalismo colombiano. Les permitió proyectarse en unacomunidad transnacional ideal, en una reunión de familia,madre, hijos, hermanos. Por él se incorporaron como miem-bros de derecho al selecto club de los civilizados. Bajo su épi-ca de conquistas y civilizaciones implementaron un imperialis-mo que se ajustaba a sus necesidades e intereses. En susglorias, genios y grandezas encontraron la ruta a la esencianacional. La misma que a partir de entonces, convirtió al cato-licismo en el primer umbral de lo colombiano. El que solapa-do al lenguaje envenenó de diferencias el colectivo imagina-do, el que estampó su huella de plomo y verbo hispanizandolo colombiano. Discurso hispanoamericanista en el que, comoun espejo encantado, los letrados se miraban a diario, refle-jando su imagen, pero sin dejar espacio para el resto de imá-

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genes que pujaban por encontrar un lugar en la nación: indí-genas, negros, mestizos, mulatos… condenando a Colombia ano ser de todos los colombianos.

Las palabras fueron pues los útiles de viento y tinta con losque se esculpió la gran mentira compartida. Un espejo en elque mal podía reflejarse la inmensa mayoría del país, reflejode palabras en castellano puro y castizo cuyo brillo de gloriasimperiales, heroicidades conquistadoras y orden civilizadorcolonial más que iluminar cegaba la realidad colombiana, omejor dicho, la distorsionaba, fragmentaba y rompía en cien-tos de imágenes. Como en los cuentos infantiles, el espejo enel se reflejaba lo colombiano sólo era fiel a la imagen de susdueños: los letrados blancos, aristocráticos, cultos y encarama-dos sobre el resto de la sociedad, herederos por linaje y tradi-ción del poder político y la memoria hispánica. Con sus pala-bras construyeron el régimen político con mayor influencia entoda la historia del país, palabras con las que más que cons-truir invocaban a la realidad para que se dejase modelar a suantojo, palabras que lanzaban a la nación y que les devolvíael eco transformadas en un idioma que ellos ni sabían ni que-rían descifrar: miradas desde el reverso del silencio.

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ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS ........................................................................................... 7

INTRODUCCIÓN ................................................................................................... 11

1. ¿QUÉ ES EL HISPANOAMERICANISMO? .......................................... 37

1.1. Un concepto esquivo .......................................................................... 40

1.2. El discurso hispanoamericanista .................................................. 62

1.3. Los orígenes del hispanoamericanismo: el Plan de Reconciliación de Francisco Antonio Zea ... 81

1.4 El retorno a la Madre Patria .......................................................... 98

2. LA REGENERACIÓN: MODERNIDAD A LA VIEJA USANZA 135

2.1. Cuando el verbo se hizo nación ................................................. 136

2.2. La civilización hispánica ................................................................... 177

2.3. Católicos hasta la médula nacional ........................................... 217

2.4. El imperialismo interior y las misiones evangelizadoras 235

3. EL LEGADO HISPÁNICO ........................................................................... 255

3.1. La Historia de una nación hispánica ........................................ 256

3.2. Hispanoamericanismo literario ..................................................... 297

3.3. La lengua es la patria ......................................................................... 334

3.4. La Academia Colombiana de la Lengua ................................. 354

4. CONCLUSIONES .............................................................................................. 369

5. FUENTES DOCUMENTALES ..................................................................... 385

6. BIBLIOGRAFÍA ................................................................................................. 391

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IOS Felipe Gracia Pérez. Nacido en Zaragoza en

1979. Licenciado en Historia por laUniversidad de Zaragoza. Magíster en Historiapor la Universidad Industrial de Santander enBucaramanga, Colombia. Cursó estudios enel programa América Latina Contemporáneade la Fundación José Ortega y Gasset enMadrid. En la actualidad es investigadordoctoral contratado por la Casa de Velázquezy la Universidad de Toulouse II-Le Mirail.Desde el enfoque de la historia sociocultural,el análisis del discurso y la historiografíapostcolonial, su trabajo se centra en el estudiode las elites de poder, los procesos deconstrucción nacional y los discursostransnacionales en Hispanoamérica duranteel siglo XIX.

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Hijos de laMadre Patria

El hispanoamericanismoen la construcción

de la identidad nacionalcolombiana durante

la Regeneración(1878-1900)

Diseño de cubierta: A. Bretón

Motivo de cubierta: Mapa de la Repúblicade Colombia (1856).

Hijos de la Madre Patria analiza la influenciaque el hispanoamericanismo ejerció en laconstrucción de la identidad nacionalcolombiana durante la Regeneración(1878-1900). En las décadas finales delsiglo XIX, Colombia atravesó una de lasetapas de consolidación del Estado-naciónmás importantes de toda la centuria, untiempo signado por la nueva constitución de1886 y la remodelación del imaginarionacional. Este proceso fue protagonizado porla elite letrada regeneradora, figuras comoMiguel Antonio Caro, Rafael Núñez, SoledadAcosta, José Manuel Marroquín o Marco FidelSuárez entre otros muchos, cuyo distintivo fueconjugar el poder político y el intelectual, eldominio del Estado y del discurso sobre elideal de nación. El estudio del corpus narrativoproducido por la elite letrada durante esteperiodo revela la hibridación entre elpensamiento nacionalista regenerador y eldiscurso hispanoamericanista para construiruna idea de Colombia, de su identidadnacional y rasgos constitutivos –raza, lengua,religión, historia y civilización– como deudoresdirectos del legado hispánico. El libro que ellector tiene entre sus manos explora esteproceso así como sus consecuencias: lacreación de una identidad nacional a imageny semejanza de la elite, diseñada para operaral servicio de sus intereses y que renegabade la diversidad sociocultural que componíael país al hispanizar lo colombiano.