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Papá espía

Amor y traición en la Españade los años cuarenta

JIMMY BURNS

Traducción deAna Momplet Chico

PAPA ESPIA (5G)8 12/1/10 11:58 Página 5

www.megustaleer.com (c) Random House Mondadori, S. A.

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Título original: Papa Spy

Primera edición: febrero de 2010

© 2009, Jimmy Burns© 2010, de la presente edición en castellano para todo el mundo:

Random House Mondadori, S. A.Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

© 2010, Ana Momplet Chico, por la traducción

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo losapercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial deesta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o me-cánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma decesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares delcopyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográfi-cos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún frag-mento de esta obra.

Printed in Spain – Impreso en España

ISBN: 978-84-8306-849-6Depósito legal: B-2.853-2010

Compuesto en Fotocomposición 2000, S. A.Impreso y encuadernado en Liberdúplex

C 8 4 8 4 9 6

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A Kidge

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Índice

Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

1. Raíces católicas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 272. Los autores se posicionan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 523. El Ministerio de Información . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 764. Reconocimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1065. Embajada en misión especial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1296. De príncipes, curas y toros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1527. Juegos de espías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1758. Tiempo de jacintos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2279. Artes negras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 252

10. Engaño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27711. Amar en Madrid . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30112. Matrimonio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32513. Liberación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35014. Las secuelas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 376

Apéndice . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 403Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 405Selección bibliográfica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 457Índice alfabético . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 465

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Lo que caracterizaba al conspirador de entonces,como el espía de hoy, que en muchas cosas se leparece, era, esencialmente, el gusto puro, románti-co, desinteresado de la intriga. Le importaba, cla-ro es, que su intriga triunfase, pero si no triunfaba,no por eso daba su trabajo por perdido. A veces, sila intriga era accidentada, pintoresca, peligrosa, lode menos, en efecto, era que saliese bien o mal.

Gregorio Marañón,del prólogo al libro Memorias íntimas de Aviraneta

de José Luis Castillo-Puche

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Prefacio

En el estudio donde estoy escribiendo este libro hay una foto algodesgastada de mi padre, Tom Burns, conmigo, su hijo menor, cuandoera un chaval que crecía entre España e Inglaterra. Aparece pintan-do una marina desde un acantilado en algún lugar del País Vasco, sino me equivoco, donde solíamos pasar las vacaciones familiares. Yoestoy sentado detrás de él, sobre la hierba, estirando el cuello comosi intentara averiguar qué hay sobre el lienzo.

La fotografía fue tomada a mediados de la década de 1950, cuan-do mi padre ya tenía una enorme reputación como destacado editory contaba con un extraordinario círculo de amigos y colegas, forma-do a lo largo de veinte años. Entre ellos estaban los escritores EvelynWaugh y Graham Greene, cuyas primeras obras ayudó a promover ypublicar, figuras destacadas de la BBC y de los servicios de inteligen-cia, e incluso una integrante de la familia real británica, como pudeaveriguar años más tarde.

Dedicó gran parte de su vida pública a la edición, incluida la delinfluyente semanario católico Tablet en sus últimos años, y por ellafue recordado en las necrológicas publicadas en los periódicos britá-nicos tras fallecer de cáncer en 1995.

Sin embargo, a través de mis experiencias con mi padre, desde elinterés compartido por las obras de Ian Fleming, Len Deighton oJohn Le Carré hasta las conversaciones con algunos de sus amigosmenos conocidos en los clubes de Londres, fui descubriendo otrosaspectos de su vida que parecían apuntar a un servicio esforzado enalgún departamento secreto del gobierno, si bien permanecían en-vueltos en el misterio, por no decir la leyenda.

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Una noche, cuando yo todavía vivía en su casa en los años se-tenta, volvió de una recepción en la embajada soviética con una bo-tella de vodka en la mano. Días más tarde, al enterarse de que unagregado ruso del que se hizo amigo había sido expulsado del Rei-no Unido por presuntas actividades de espionaje, reaccionó entusias-mado. Y más enardecido aún se mostró al saber que Kim Philby, elagente del MI6 que traicionó a su país, había muerto en Moscú.Como dijo con furia mientras brindaba con whisky: «Era un traidorque vendió a varios amigos míos».

Tuve la ocasión de conocer personalmente a algunos de aque-llos «amigos» cuando empecé a trabajar como periodista, entre ellosvarias figuras destacadas del Foreign Office y del Ministerio de De-fensa, miembros importantes del MI6 y del MI5, y hasta el mismodirector del Ejecutivo de Operaciones Especiales durante la guerra,que, aunque siempre dispuestos a ayudarme, mantuvieron en todomomento su leal discreción en lo referente al pasado y el presente demi padre.

Mi padre se llevó unos cuantos secretos a la tumba, y gran partede su labor durante los años de la guerra fría permanece envuelta enel secretismo oficial, se supone que para proteger a los agentes, lasoperaciones y hasta a los familiares que le sobrevivimos. Pero tam-bién dejó un rastro de apetitosas pistas que me indujeron a embar-carme en este viaje lleno de descubrimientos.

Recuerdo pocos objetos que me fascinaran tanto de niño comoun revólver de fabricación alemana y una cámara en miniatura Mi-nox que mi padre guardaba en su despacho de nuestra casa en Lon-dres. La pistola, según me confesó cuando yo ya tenía edad paracomprenderlo, era un pequeño «trofeo» que se había llevado de laembajada alemana en Madrid. La Minox era una útil «herramienta»de trabajo para fotografiar documentos. Más tarde, descubrí que setrataba de un artilugio habitual entre los espías y sus agentes duran-te las décadas de 1940 y 1950.

Crecí sabiendo muy poco sobre lo que mi padre había hecho du-rante la Segunda Guerra Mundial. Lo único que sabía era que no ha-bía combatido como soldado, como los padres de la mayoría de misamigos, sino que había «servido al gobierno británico» en España, un

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país conocido por su guerra civil y por un sanguinario dictador llama-do Franco. Tardé mucho tiempo en descubrir hasta qué punto su tra-bajo estuvo a caballo entre el mundo de la propaganda y del espiona-je, así como su polémica contribución, junto con otros en la embajadabritánica en Madrid, al proyecto de guerra de Churchill para reforzarla influencia aliada en la Europa meridional y evitar que los alemanesocupasen España y el norte de África con la ayuda de Franco.

El Generalísimo llevaba apenas cinco meses en el poder cuando lasdivisiones panzer nazis marcharon sobre Polonia en septiembre de1939. Había salido victorioso de una sangrienta guerra civil que ha-bía dejado un millón de muertos, una economía hecha trizas y a lamayoría de los españoles totalmente reacios a involucrarse en otroconflicto. Cuando los aliados declararon la guerra a Alemania, Fran-co anunció que su país adoptaría una posición estrictamente neutral.Sin embargo, esta declaración apenas sugería el papel crucial que Es-paña acabó desempeñando en la resolución de la Segunda GuerraMundial.

El apoyo brindado por Alemania a Franco durante la GuerraCivil había dado a Hitler un punto de apoyo al sur de los Pirineosque el Führer estaba decidido a explotar. Por su parte, Franco se ha-bía rodeado de veteranos de la Guerra Civil que se sentían muyidentificados con las potencias del Eje. Cuando en mayo de 1940 elejército alemán barrió el norte de Europa y se dispuso a atacar Fran-cia, Franco pareció bastante seguro de la victoria alemana y se plan-teó firmar una alianza militar con Hitler y Mussolini. Churchill eraperfectamente consciente de las consecuencias que tal alianza podíaacarrear: grandes cantidades de tropas alemanas cruzarían los Piri-neos y tomarían Gibraltar y los puertos españoles y del Mediterrá-neo, asestando un golpe potencialmente definitivo a la causa aliada.

En semejante coyuntura, Churchill decidió nombrar embajadoren España a uno de sus políticos más expertos, sir Samuel Hoare, yasignarle una «misión especial». Su tarea consistiría en intentar con-trarrestar la creciente influencia alemana en la península Ibérica,mantener la neutralidad española y, con ello, ganar tiempo para que

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los aliados pudieran preparar una contraofensiva tras la caída deFrancia.

Hoare no fue el único en llegar a la capital española. Poco des-pués, y sin la parafernalia pública y bien documentada que rodeó alnombramiento de Hoare, llegaba Tom Burns, enviado como nuevoprimer secretario y agregado de prensa de la embajada. Más allá desu labor oficial para el poderoso Ministerio del Interior dirigiendo lapropaganda aliada en la península Ibérica y el norte de África, Burnstambién desempeñaba una misión secreta en la embajada, que incluíael mantener informado al agregado naval, el capitán Alan Hillgarth.Hillgarth trabajaba como consejero personal de Churchill en todo lorelacionado con la Península desde la Guerra Civil, supervisando to-das las operaciones especiales, las rutas de huida de los prisioneros deguerra y, principalmente, las actividades de los servicios de inteligen-cia con sede en Madrid, incluido el soborno de los generales y ofi-ciales de Franco.

En sus memorias, publicadas en 1946, Hoare —que nunca des-tacó por su generosidad con otros pares y menos aún con sus subor-dinados— destacó en unas pocas líneas la trascendencia del trabajode Burns en Madrid. Según Hoare, gracias a su «vigorosa dirección,una sección insignificante de la embajada se convirtió en una orga-nización importante e imponente».

Sin embargo, los detalles de esa transformación no han sido co-nocidos hasta ahora, fundamentalmente porque siempre se ha im-puesto la versión de la diplomacia oficial en lo tocante a lo sucedidodurante la guerra mundial en España, la de quienes hicieron carreragracias a ello junto a otros protagonistas más conocidos públicamen-te. Y también porque mi padre se movió en ámbitos que los espíaspreferían mantener en secreto, al menos hasta que pudieran escribirsu propia versión de lo acontecido.

Han pasado muchos años desde que aquel niño que contempla-ba la marina de su padre comenzó a trabajar como periodista con uninterés especial por España y una inmensa fascinación por el mundodel espionaje. Me considero afortunado al haber podido forjar un es-trecho vínculo personal con mi padre siendo ya adulto, vínculo queme ha dado acceso a un mundo cuyas puertas han permanecido ce-

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rradas demasiado tiempo al público y, con ello, a un análisis más pro-fundo.

Estas conversaciones y sus propias memorias, breves y selectivas,escritas apresuradamente mientras veía apagarse la luz de su vida—e inevitablemente incompletas al ser redactadas deprisa por unhombre a punto de morir—, añadieron algunos indicios sugerentesa una existencia vivida parcialmente en secreto. Después de que mipadre falleciera en 1995, comencé a considerar la posibilidad de uti-lizar sus experiencias para bosquejar una imagen más amplia delprotagonismo que tuvieron la propaganda y el espionaje de la Se-gunda Guerra Mundial en España y en la vecina Portugal, con Ma-drid como centro de operaciones especiales tanto para los aliadoscomo para los nazis.

Uno de mis primeros retos fue intentar localizar a los pocos su-pervivientes de una generación de hombres y mujeres que conocie-ron a mi padre en la década de 1930, y que estaban desapareciendorápidamente. Fue una labor difícil que me llevó desde una residenciade ancianos en Wiltshire hasta una aldea de montaña en la sierra ma-drileña, y que incluso me impulsó a cruzar el Atlántico. Durante elcamino entrevisté a un grupo verdaderamente variopinto de perso-najes retirados: desde veteranas secretarias inglesas que habían mane-jado códigos secretos hasta condesas españolas que trabajaron comoespías, pasando por ancianos que habían llevado mensajes secretospara la embajada británica cuando solo eran unos chiquillos huérfa-nos de la Guerra Civil y antiguos embajadores. Algunos de los quequería entrevistar estaban perdiendo ya la memoria, y otros admitíanhaber trabajado para mi padre o junto a él, pero se aferraban a la Leyde Secretos Oficiales.

No obstante, encontré suficientes testigos en condiciones razo-nablemente buenas entre el círculo de amigos y antiguos colegas demi padre, dispuestos a cooperar aun sabiendo que iba a escribir un li-bro retratándole con todas sus imperfecciones. Junto a ellos, muchoshijos e hijas de quienes desaparecieron hace mucho me ayudaron allenar algunos vacíos dejados por su ausencia.

He contado con el apoyo absoluto de mi familia, tanto en Espa-ña como en Inglaterra, empezando por mi madre Mabel Marañón,

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ya fallecida, que compartió generosamente sus recuerdos conmigoantes de que desaparecieran con la demencia. Este libro también cuen-ta su historia, pues mis padres se conocieron en España durante laguerra y su boda se convirtió en todo un acontecimiento en la his-toria de las relaciones anglo-españolas.

Me gustaría señalar que, a pesar de la información que aporta so-bre una etapa crucial en la vida de mi padre, este libro no pretende seruna biografía, y menos aún una biografía oficial. Me he centrado enla figura de Tom Burns como pieza polémica en la guerra secreta quetuvo lugar en España, para arrojar nueva luz sobre las tensiones ideo-lógicas y personales que subyacieron a la Guerra Civil y sobre algu-nos de los dramáticos episodios de la Segunda Guerra Mundial.

A la hora de contextualizar y desarrollar mi trabajo, he tenido lafortuna de contar con una bibliografía cada vez más extensa sobrela España de Franco y una ingente cantidad de libros dedicados almundo de la inteligencia publicados a lo largo de los años a amboslados del Atlántico. Y aunque soy consciente de la popularidad deciertas obras que novelaron la España de la guerra, mi intención hasido siempre centrarme en los hechos y aventurarme solo en conta-das ocasiones en especulaciones sobre posibilidades razonables. Elperíodo de tiempo que este libro cubre contiene tal riqueza de per-sonajes e incidentes reales que no tiene sentido inventarlos.

Este libro ha ido cobrando forma y sustancia a lo largo de cincoaños de investigación entre numerosas entrevistas, cientos de docu-mentos enterrados en archivos gubernamentales o familiares, y bi-bliotecas universitarias en el Reino Unido, España y Estados Unidos.

Cuando estaba inmerso en mi investigación, tuve el privilegiode acceder a los archivos personales de Franco, que, además de con-firmar su férreo control del poder, me hicieron comprender hastaqué punto controlaba a la policía secreta española —a menudo encolaboración con los alemanes— y las actividades de la embajadabritánica, y saber que consideraban a mi padre una pieza fundamen-tal en un juego de inteligencia que, por lo general, era más toleradoque obstruido por las autoridades españolas.

Desde un punto de vista más personal, descubrí cientos de car-tas de amor que mi padre escribió a la desaparecida Ann Bowes-

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Lyon durante la guerra, fruto de la tempestuosa relación que mantu-vo con ella antes de conocer a mi madre, y que Ann —prima de lareina— mantuvo en secreto hasta su muerte. Las cartas habían per-manecido guardadas en un cobertizo de su casa de campo hasta quesu hijo, Anton d’Abreu, me habló de ellas en un gesto muy amablepor su parte.

Ann y su polémico pretendiente Burns tenían varios amigos co-munes dentro del círculo de amistades católico, si bien no todosaprobaban su relación. Así, Auberon Waugh, el hijo de Evelyn Waugh,afirmó que en cierta ocasión mi padre pidió consejo al suyo sobre loque debería ponerse en presencia de la aristocrática familia de Ann.La respuesta de Evelyn fue: «Un caballero probablemente llevaríatweed, pero tú, Burns, deberías ponerte botas de tacón alto y clave-les detrás de las orejas».

Mi padre tuvo la suerte de encontrar en mi madre una relaciónmás estable, que le permitió crecer profesionalmente y cultivó unprofundo amor por España y su gente; un sentimiento que pudo lle-gar a nublar su juicio ante el régimen de Franco, hasta el punto deque varios detractores le consideraran un agente alemán.

Una de las certezas que me ha quedado tras mis investigacioneses que mi padre no fue el jefe del MI6 en España durante la Segun-da Guerra Mundial, como sospechaba Franco y afirma Stephen Do-rrill en su historia de la agencia. Era una figura demasiado polémicay estridente en su trabajo como para someterse al control de cual-quier organización. Ahora bien, sí que reclutó agentes, recogió ytransmitió información secreta, y estuvo involucrado en las opera-ciones secretas y de propaganda más arriesgadas de la España de laguerra junto con otros espías.

En febrero de 2008, mientras escribía el primer borrador deeste libro, una fuente amiga me informó repentinamente de quehabían aprobado el acceso a ciertos expedientes sobre mi padreguardados en secreto durante sesenta y siete años por el servicio se-creto MI5, y que podría revisarlos antes de que vieran la luz. Así fuecomo descubrí que mi padre había hecho tantos enemigos comoamigos en el mundo de la inteligencia durante la Segunda GuerraMundial.

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Estos expedientes constituían un material bastante más rico quelos dispares documentos secretos que hasta entonces había obtenidoa través de varias fuentes, y formaban parte de los últimos expedien-tes relacionados con la Segunda Guerra Mundial que el MI5 cedióal Archivo Nacional para su consulta pública, tras un proceso de se-lección en el que participaron varios historiadores oficiales.

Los expedientes que llegaron a mis manos cubrían los años quemi padre pasó en Madrid, de 1941 a 1946, y contenían una serie deinformes redactados por agentes dobles, así como intercambios in-ternos entre agentes del MI5 y del MI6, memorandos escritos pormi padre y por otras personas que él creía eran sus amigos.

La información que contenían abarcaba desde hechos aparente-mente indiscutibles —como las cartas de mi padre para apoyar a perio-distas españoles que más tarde fueron sospechosos de trabajar comoagentes alemanes— hasta comentarios frívolos y cotilleos de mal gustoacerca de asuntos como el hecho de que mi padre no hubiese nacidoen Gran Bretaña y hablara con un acento ligeramente extranjero, o elhecho de que le gustara bailar y que tuviera reputación de mujeriego.

En suma, lo más sorprendente de estos expedientes era que lamayoría fueron redactados o reunidos por individuos que acabaronsiendo o bien delatados, o bien sospechosos de ser agentes rusos,como Kim Philby, Anthony Blunt o Tomás Harris. Todos ellos de-mostraban una profunda parcialidad en contra de mi padre por suapoyo a Franco durante la Guerra Civil española y por su oposición acualquier intento de los aliados o de la izquierda de promover el de-rrocamiento del régimen español durante la Segunda Guerra Mun-dial, aunque también es cierto que fueron redactados en un mo-mento de paranoia generalizada sobre la posibilidad de que existierauna quinta columna formada por agentes alemanes.

Sin embargo, los expedientes también demuestran que la sospechade que Burns pudiera ser un fascista y un traidor no estaba extendidapor otros sectores del mundo de la inteligencia y menos aún en el Fo-reign Office, donde se valoraban mucho sus fuentes y la informaciónque llegaba a través de ellas. A pesar de que no tenía formación comoespía y de que algunos compañeros le veían como un Walter Mitty enpotencia por su sangre «extranjera» y su ferviente catolicismo, Burns

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deslumbró a las figuras más importantes de su embajada y a miembrosdestacados del gobierno de Churchill gracias a la calidad de sus fuen-tes y la precisión de sus informes desde Madrid, Lisboa y Tánger. Elúltimo volumen de los expedientes que revisé acaba en 1948, mo-mento en que la guerra fría empezaba a materializarse. Pocos años des-pués, Philby y otros espías de Cambridge fueron delatados y deserta-ron, pero para entonces mi padre ya estaba «en el lado de los buenos».

El verdadero Burns que desde un principio me propuse cono-cer sigue escurriéndose entre mis manos, aunque solo sea por unosorígenes mestizos y un catolicismo que justifican sus contradiccionestanto en la paz como en tiempos de guerra. Se enamoró de dos mu-jeres muy distintas, tenía un círculo de amigos que trascendía las ba-rreras ideológicas, culturales y teológicas, disfrutaba igual en el Ga-rrick Club y en las corridas de toros, era liberal en lo religioso yconservador en lo político, un tipo pragmático y testarudo y un ro-mántico empedernido, y al final pasó a la historia como un buen yun mal espía, tanto en lo ético como en lo profesional.

He entretejido la historia de mi padre en el gran tapiz de la vidaen Londres, España, Portugal y el norte de África durante los añosclave de la Segunda Guerra Mundial. La imagen resultante es un re-lato de valentía, intrigas, pasión, traición y fe inquebrantable.

Siempre estaré en deuda con Tom Ferrier Burns y Mabel Mara-ñón Moya, ambos desaparecidos ya, sin cuya existencia no habría his-toria que contar ni escritor para narrarla. Me brindaron todo su apo-yo en mi carrera como periodista y escritor a lo largo de sus vidas, yfueron los mejores padres que hubiera podido soñar. Aunque es po-sible que no diesen su aprobación a algunos detalles que revelo eneste libro, siempre alentaron en mí un respeto a la verdad, el mismocon el que he escrito esta obra.

Las memorias de mi padre, The Use of Memory, publicadas en1993, dos años antes de morir, fueron el detonante de mi proyecto.No pretenden ser una autobiografía, sino una elegante compilaciónde cartas, escritas desde varias posturas, que giran fundamentalmen-te en torno a su fe católica, desde sus días de estudiante con los je-suitas hasta sus campañas como editor en defensa de las reformas delConcilio Vaticano II. La obra ha sido alabada por la hábil y perspicaz

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caracterización de las fascinantes amistades que enriquecieron suvida, pero dejó a la crítica —sobre todo a la católica— enfrentadarespecto a su interpretación de la fe.

Aunque comprendo que la conciencia de mi padre le empujara acentrarse en la relación con su dios en sus últimos días, no fui el úni-co en considerar sus memorias como una oportunidad desaprove-chada de adentrarse más en sus experiencias durante la guerra, queapenas quedan esbozadas en una serie de impresiones. No obstante,un crítico describió el breve relato que hace de su estancia en Ma-drid como una «brillante tragicomedia comparable con algunas pá-ginas del mundo de Graham Greene». Mi padre cierra el capítulo encuestión con un enigmático comentario sobre cómo durante su «pa-rentético destino nada fue exactamente lo que parecía ni nadie erarealmente quien aparentaba ser».

El instinto que me impulsaba a investigar este mundo de intri-gas fue azuzado inicialmente por mi agente, Caroline Dawnay, dePeters, Fraser & Dunlop, y por Mike Jones, mi editor en Bloomsbu-ry por aquel entonces. Aunque ambos acabaron cambiando de em-presa, su generosidad de espíritu les impulsó a cerciorarse de que elproyecto siguiera adelante.

Nicholas Scheetz, de la Universidad de Georgetown, fue unaenorme ayuda en mis investigaciones sobre la correspondencia entremi padre y algunos de sus amigos, y a la hora de ampliar la lista decontactos útiles entre la comunidad retirada de los servicios de inteli-gencia en Estados Unidos. Los empleados y residentes de la bibliotecaJohn J. Burns y el padre Philip Kiley de St. Mary’s, en el Boston Co-llege, también contribuyeron a la búsqueda de material importante.

Durante mi extenso período sabático en Estados Unidos, pudedisfrutar de la generosa hospitalidad de Jackie Quillen en George-town, Washington DC, y de mis sobrinos James y Peter Parker y susrespectivas esposas, Kristen y Susie, en Boston y Nueva York. EnMassachusetts, Nigel y Katherine Adam me ofrecieron su compañíay alojamiento. Quisiera dar las gracias especialmente a la señora deArchibald Roosevelt, vieja amiga de mi familia en España, por una

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velada sumamente enriquecedora, por nuestra correspondencia elec-trónica y un libro.

Hayden B. Peake, director de la Colección de Inteligencia His-tórica de la CIA, me aportó datos muy útiles sobre Kim Philby du-rante una velada en el Club de las Fuerzas Especiales, y KatherineGresham me ayudó a ordenar y dar sentido a los documentos perso-nales de su tío, Walter Bell, agente del servicio de inteligencia ya de-saparecido, y de su viuda Tatti, también fallecida. Hay otras personasque me ayudaron desde ambos lados del Atlántico, pero respeto sudeseo de no ser nombrados.

Varios expertos en la materia en el Reino Unido acudieron enmi ayuda en las frustrantes ocasiones en las que topé con el muro delsecreto oficial y la burocracia de Whitehall. Tuve la extraordinariafortuna de contar con la orientación del profesor Peter Hennessy,experto en Whitehall, del profesor Keith Jeffery, historiador oficialdel M16, y, en mayor medida, del profesor Christopher Andrew y eldoctor Peter Martland, historiadores oficiales del MI5.

Además de su profundo conocimiento, Chris y Peter me dieronla posibilidad de establecer un intercambio de información sumamen-te fructífero con sus inspirados y tenaces estudiantes de posgrado ycon otros colegas de la Universidad de Cambridge, especialmente conCalder Walton, Owen Ryan y Tony Craig.

Quisiera dar las gracias a mi ayudante en el centro de comuni-caciones secretas (GCHQ), y a Duncan Stuart y el profesor MichaelFoot por aportarme documentos de gran relevancia e informaciónvaliosa acerca de ciertos aspectos de la inteligencia de señales y ope-raciones especiales. Antony Beevor también me ayudó generosa-mente aportando elementos de gran utilidad para comprender yaclarar ciertos aspectos en la última fase de mi investigación.

En España y Alemania, José Antonio de Pascual Luca de Tena hademostrado ser un investigador concienzudo y Ana Momplet, unabuena garantía para no perder el sentido en la traducción. En el PaísVasco, Juan Carlos Jiménez de Aberasturi me animó a buscar vías al-ternativas y contactos católicos ocultos.

En Portugal, el municipio de Cascais, Ana Vicente y MichaelStowe, así como los descendientes de Roy Campbell, con Frances

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Cavero a la cabeza, me ofrecieron su hospitalidad y su apoyo en todomomento.

Entre otras personas que me ayudaron en el proceso se encuen-tran el profesor Paul Preston, el profesor Hugh Thomas, el profesorLuis Suárez, el doctor Collado Seidel (en Alemania y en España), Ja-vier Juárez, Pablo Kessler, Antonio Lopera, Victor y Philip Mallet,Mary Uzzell Edwards, Magdalene Goffin, Jonathan Stordy, el desa-parecido Peter Laing, la desaparecida marquesa de Santa Cruz, lacondesa de Romanones, Mary Keen, Bernard Dru, Mary Walsh,Septimus Waugh, Ian Thomson, Tessa Frank, Michael Walsh, PhilipVickers, Alma Starkie, Alan Hunt, Carlos Sentís, José Luis García Fer-nández, Patricia Martínez Vicente, Tristan Hillgarth, Dolores Jara-quemada, Pepe Maestre, las familias Haynes y Gómez-Beare, RafaelGómez Jordana —padre e hijo—, Philip Wright (condecorado conla Orden del Imperio Británico), Frank Porral, Julia Stonor, PatrickBuckley, Julia Holland, Hallam y John Murray, Jaime Carvajal de Ur-quijo, Piru Urquijo, Michael Richey, Denis McShane, Iñaki Goioga-na, Vincent O’Doherty, sir Raymond Carr, Pat Davies, José AntonioMuñoz Rojas, Paul Burns, John Cumming, Juan Fernández Armes-to, Felipe Fernández Armesto, Rafa Gandarios, Íñigo Gurruchaga,Jaime Salas, Colin Creswell, la desaparecida Barbara Wall, Olive Stir-ling, Helen Oliver, Begoña Cortina, Tom Catan, Mark Mulligan,Leslie Crawford e Isa Gutiérrez de la Cámara.

Mi agradecimiento también al personal de la biblioteca del Fi-nancial Times —Peter Cheek, Bhavna Patel y Neil McDonald—, asícomo a todas aquellas personas que me indicaron dónde buscar en losArchivos Nacionales de Kew, en la Biblioteca de Londres, en la Fun-dación Francisco Franco, en la Hemeroteca Municipal del Ayunta-miento de Madrid, en el Museo de Historia de Madrid, en la Biblio-teca Histórica Municipal de Madrid, en la biblioteca del Ministeriode Asuntos Exteriores español, en el Archivo de Nacionalismo Vasco-Fundación Sabino Arana, en la biblioteca de la Universidad de Cam-bridge, en la embajada británica en Madrid y en el Garrick Club.

Mi antiguo editor, Lionel Barber, y los compañeros del FinancialTimes, sin olvidar a George Parker, Alex Barker y Jim Pickard, meofrecieron tiempo, acomodo y mucho sentido del humor en las pri-

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meras fases de mi investigación para este libro, antes de dejar el pe-riódico. Quiero dar las gracias especialmente a Ben Fenton y FredStudemann, así como a Richard Norton-Taylor y Alan Travis, delGuardian, por sus consejos, sus traducciones y su apoyo logístico.

Los primeros borradores tomaron cuerpo gracias a la meticulo-sa lectura de Robert Graham, Peter Martland, Hugh Thomas, mihermano Tom Burns y Anton d’Abreu.

Mi hermano David Burns y mi hermana lady Parker demostra-ron su apoyo permitiendo al menor de la familia consultar el archi-vo familiar sin poner objeciones al proyecto.

Gracias asimismo a Annabel Merullo y Tom William, de la agen-cia literaria PFD, y a Bill Swainson y Anna Simpson, de la editorialBloomsbury, a Miguel Aguilar de la editorial Debate, y a mi amigaAna Momplet, que demostró tanta pasión por el tema al traduciral castellano el libro. Y el mayor de mis agradecimientos para Kid-ge, Julia y Miriam por padecer este libro, desde la gestación hasta elalumbramiento.

Londres-Madrid, diciembre de 2009

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Paul Richey en su Spitfi re

Michael Richey de uniforme en el HMS Goodwill

Enero de 1941: la catedral de St. Paul durante un bombardeo. Varias editoriales, incluida la de Tom Burns, fueron destruidas

Cortejando a la realeza: Burns y Ann Bowes-Lyon en 1938

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Madrid, mayo de 1943: Tom Burns con Leslie Howard y la actriz Conchita Montenegro

Mabel en el cortijo de Belmonte Febrero de 1945: los Burns con unos amigos en un restaurante «seguro» en las afueras de Madrid

Corrida de toros en la primavera de 1945: Mabel

y Tom con Belmonte, su hija Yola y el escultor

Sebastián Miranda

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Raíces católicas

No sabemos qué pasó exactamente por la mente de sir Samuel Hoa-re, embajador de Su Majestad británica, la primera vez que vio a TomBurns avanzando a grandes pasos hacia él desde el otro extremo de lasala, pero podemos imaginar que se preguntó si Burns estaba dotadoo no de los heterogéneos requisitos necesarios para encargarse deasuntos tan delicados como la diplomacia, la propaganda y el serviciode inteligencia en la España de la Segunda Guerra Mundial. Antes detrasladarse a la capital española, Hoare había sido jefe de estación delMI6 en la Rusia prerrevolucionaria, diplomático de alto rango enRoma, ministro de Asuntos Exteriores, primer lord del Almirantazgo,lord del Sello Privado, ministro del Interior, secretario de Estado de laIndia y secretario de Estado del Aire.

Cuarenta años de experiencia en el servicio público le habíandotado de una cautela instintiva ante los desconocidos y, a primeravista, este último fichaje de la embajada durante la guerra, con su ca-bello oscuro, su aspecto elegante y sus modales impecables, le pare-ció alguien que interpretaba el papel de inglés sin serlo en realidad.Su nombre, sus ojos verdes claro y su piel blanca sugerían un origencelta, pero también tenía cierta arrogancia latina. Además, el hechode que Burns hubiese nacido en Chile y fuera un ferviente católicoalimentaba aún más sus reticencias.

Hoare tenía entonces sesenta años, casi el doble que Burns. Consu aspecto inconfundiblemente anglosajón y sus firmes orígenes an-glicanos, el embajador estaba hecho de una pasta muy distinta aBurns. En sus memorias, se describió como «muy inglés, muy respe-table y muy tradicional».1 Según los expertos del College of Arms

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había pocas familias con ascendencia tan antigua y completamenteinglesa como la de los Hoare, y el embajador también era un versa-do conocedor de la historia militar y colonial británica. Cuandohablaba del reto de su misión especial durante la guerra —a saber,evitar que los alemanes se hiciesen con la España neutral—, Hoaresiempre citaba un memorando enviado por uno de sus héroes, el du-que de Wellington, al vizconde Castlereagh tras acabar las guerras na-poleónicas. «No hay en toda Europa país como España, en cuyosasuntos a los extranjeros les resulte tan difícil interferir y conseguiralgo. No hay país en el que los extranjeros sean tan malmirados, in-cluso despreciados, y cuyos modales y costumbres sean tan pococompatibles con los de otras naciones de Europa.»2

Sea como fuere, la responsabilidad de sir Samuel Hoare era man-tener la neutralidad de la España de Franco, y a pesar de ello ahora leenviaban a este apasionado católico inglés para hacerse cargo de laoficina de prensa y ganar la guerra de la propaganda.

Tom Burns nació en la localidad costera de Viña del Mar, Chile, en1906. Era el séptimo hijo de David Burns, un escocés emigrado aSudamérica desde su Brechin natal para buscarse la vida como ge-rente de un banco. Su madre, Clara Swinburne, descendía de una fa-milia del norte de Inglaterra y tenía sangre vasca, pero había nacidoy crecido en Chile. Los Burns se fueron a Londres después de queun devastador terremoto destruyera la casa familiar y estuviera apunto de costarle la vida a su hijo recién nacido. Mi padre apenas te-nía seis meses cuando el techo de la casa se derrumbó sobre él, de-jando a su niñera medio sepultada bajo los escombros; milagrosa-mente, él solo sufrió un corte en el labio. La cicatriz que aquel cortele dejó fue para él un recuerdo perenne de la supervivencia en me-dio del desastre. Tom Burns era católico de nacimiento, y recibió suprimer alimento espiritual de su madre, Clara.

De hecho, era tal la influencia de su madre en la familia que, alllegar a Inglaterra, su marido se alejó del presbiterianismo escocés yacabó uniéndose a la Iglesia católica, que por entonces estaba resur-giendo en toda Europa, especialmente en Gran Bretaña. A principios

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del siglo xx, la labor del cardenal Newman en la atracción de angli-canos hacia Roma, unida al caché literario de escritores católicoscomo Hilaire Belloc o G. K. Chesterton, alimentaron una nueva ge-neración de jóvenes intelectuales que veían en su religión la únicaalternativa válida al caos.3

El padre de Burns era un hombre austero dedicado a su vida enla City londinense, donde los clientes acudían a sus banqueros comoconsejeros. Consumado lector, había vuelto de Chile con una enor-me biblioteca, que incluía títulos de Conrad, Dickens, Henry James,George Eliot y los clásicos franceses, encuadernados en bonitas edi-ciones. En sus escasas inmersiones en la vida familiar le gustaba citara Shakespeare como principal punto de referencia. Cuando oía a sushijas peleándose en la sala de juegos, murmuraba para sus adentros:«Su voz siempre fue suave, dulce y tenue, una cualidad excelente enla mujer». A veces también recurría a Keats, como en una ocasiónen que pisó un excremento de perro al salir de casa y se lamentó di-ciendo: «No distingo qué flores hay a mis pies». Tales excentricida-des dejaron huella en su hijo menor, y más tarde alimentarían su in-conformismo. Sin embargo, la profunda religiosidad de su madreprevaleció en él. Al igual que sus tres hermanos mayores, Burns fueeducado por los jesuitas. Como afirma el dicho jesuita, «dadme a unchico a los siete años y será mío toda la vida». A los siete años, Burnsfue enviado al Wimbledon College, un colegio de la Compañía aloeste de Londres, y allí empezó su instrucción formal en los princi-pios del dogma católico tal como preconiza el catecismo.

Burns absorbió los misterios de una fe que partía de la doctrinade la Verdadera Presencia. Cuando recibió la primera comunión ybebió del cáliz, creyó sinceramente que se trataba del cuerpo y lasangre de Cristo, tal como decía el sacerdote, y escuchó las palabrascon el mismo misticismo que experimentaron los apóstoles en la Úl-tima Cena.

El segundo año de Burns en el colegio católico coincidió con elcomienzo de la Primera Guerra Mundial. Aquellos años, como re-cordaría más tarde, le acercaron a su padre al ser el único hijo quequedó en casa. Jugaban mucho al ajedrez y se pasaban horas con-templando un gran mapa del frente occidental, cambiando banderi-

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tas en función del desarrollo de la guerra. Sin embargo, el sufrimien-to humano que subyacía en estos símbolos no tardaría en golpear alos Burns de manera repentina y brutal.

Burns, sus padres, sus cuatro hermanas (tras él había nacido Ali-ce, dos años menor) y dos hermanos (el tercero de ellos, George, es-tudiaba para sacerdote) estaban pasando las vacaciones en Felixstowe,Suffolk, cuando el 4 de agosto de 1914 la vida que habían disfru-tado juntos, con búsquedas de tesoros en el jardín, bailes de tarde ypartidos de tenis, se esfumó. Aquel día, la portada del Daily Mirrortraía a toda página una foto del káiser, con su bigote engominado yel casco de los Húsares de la Muerte. Esa misma tarde, los soldadosbritánicos empezaron a cavar trincheras en el jardín frente al mar.Los hermanos mayores de Burns, Charles y David, se alistaron en elejército, y su hermana mayor Dorothy abandonó el colegio de mon-jas para trabajar como enfermera voluntaria en un hospital militar.

Charles fue rechazado para el servicio por invalidez tras caer he-rido, retomó sus estudios de medicina y sobrevivió, pero David, ofi-cial de la Guardia Negra, murió en la batalla de Ypres, en Flandes, el1 de octubre de 1918, pocos días antes de cumplir los veinte años yseis semanas antes del armisticio.

Como el resto de los Burns, David era un gran aficionado a lacorrespondencia y se escribía regularmente con su hermana menor,Alice, por entonces una colegiala de nueve años. Durante sus últimassemanas de vida le envió varias cartas que apenas insinuaban los ho-rrores de las trincheras encharcadas y los campos de la muerte al otrolado de las mismas. A principios de septiembre de 1918, decía contintes de humor negro: «Muchas gracias por tu interesante carta y midibujo con una máscara antigás. Haré todo lo que pueda para satis-facer tus deseos de tener un casco de huno, pero me temo que lomás cerca que he estado del astuto boche hasta ahora es cuando vie-ne y nos bombardea como hizo anoche».4

Burns tenía doce años cuando, estando con su hermana peque-ña, Alice, y su madre, recibieron el telegrama que informaba de lamuerte de David. Clara lo abrió y se desplomó en una silla del ves-tíbulo con el papel en la mano, enmudecida por el golpe, esperandoa que su marido volviese del trabajo en la City. Pidió a sus hijos que

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contuvieran las lágrimas y se lamentaran en silencio. «Ya no hubomás juegos con banderitas sobre el mapa —recordaba Burns más tar-de—. Nuestra guerra había terminado. Y pronto terminó para todosy se volvieron locos de alegría, una horrorosa ironía para nuestromundo, que se había quedado vacío.»

Días más tarde, un capellán católico escribió a los Burns paracomunicarles que David había comulgado pocos días antes de caerabatido de un disparo en la pierna y otro en la cabeza por una ame-tralladora alemana. El jefe de su regimiento alabó su destreza comomensajero y su valor en la línea de fuego. Y cuando su edecán, TimMilroy, volvió del frente, se casó con la segunda hermana de Burns,Clarita. Luego Tim presentó a su hermano Bill a Alice, que tambiénacabaron casándose. La fe de Burns en Dios volvía a encenderse. Du-rante mucho tiempo atesoró con una mezcla de adoración y temorel recuerdo de su querido y heroico hermano David, desaparecidoen la flor de la vida, como un singular ejemplo del generoso sacrifi-cio por el deber.

Dos años después de acabar la Gran Guerra, cuando tenía cator-ce, Burns entró a estudiar en el Stonyhurst College, un importanteinternado católico dirigido por jesuitas en el norte de Inglaterra.5

Stonyhurst era una institución única en Inglaterra desde su funda-ción por jesuitas exiliados durante la persecución de la Iglesia cató-lica en tiempos de la reina Isabel, con alumnos hijos de familias re-cusantes de Blackburn y Lancashire. Además de su firme catolicismo,la identidad de Stonyhurst se fundamentaba en una sólida lealtad alEstado británico;6 de ahí la presencia de una sala centenaria decora-da con retratos originales dedicados a la dinastía de los Estuardo—cuyo linaje truncó la Reforma—, creada en recuerdo del más deun millar de ex alumnos que murieron por el rey y el país, seis de loscuales fueron condecorados con la Cruz Victoria.

En el colegio, el mejor amigo de Burns se llamaba Henry John,hijo del pintor Augustus John. Henry era una especie de soldado,pero no en el sentido tradicional de la palabra. Tenía un carácteraventurero y problemático que dio paso a un espíritu de indagaciónque transmitían a sus estudiantes algunos profesores, especialmente elerudito padre Martin D’Arcy.7 Bajo su tutela, Burns y John desarro-

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llaron su pasión por la teología y la firme creencia de que la clavepara enfrentarse al materialismo de la cultura dominante estaba en lafe de cada uno. Ambos decidieron convertirse en evangelizadoresmilitantes.

Animados por sus profesores, Burns y John pasaron las vacacio-nes en el Rincón del Orador de Hyde Park, y allí, encaramados so-bre cajas de jabón, estos jóvenes cruzados expusieron las «verdades»de su doctrina católica entre los abucheos de una multitud mayori-tariamente agnóstica.

Al terminar el colegio, se encontraron con la realidad de saber-se en un mundo inmenso, que despertó en ellos una necesidad aúnmayor de formar parte de una iglesia universal capaz de transformarla experiencia de ese mundo. John siguió el consejo de sus mentoresjesuitas y fue a Roma para continuar con sus estudios religiosos convistas a ingresar en la orden. Cuando estaba a punto de tomar los úl-timos votos, Burns le propuso hacer un viaje, lejos de los rigores dela vida junto al Vaticano. Y así, los dos amigos viajaron a Libia y Tú-nez en barco, tren y camello, en busca de los trogloditas que vivíanbajo tierra y de las ouled nail, bailarinas de la danza del vientre de sen-sualidad legendaria. Hallaron restos de trogloditas en el sinfín de cue-vas excavadas en los lados de los enormes cráteres cerca de Togourt,y encontraron la huella y las palabras de san Agustín entre las piedrasde Cartago.

La aventura acabó siendo el punto en que sus caminos se separa-ron. John volvió a Inglaterra y retomó la última parte de su forma-ción en el sacerdocio, mientras que Burns decidió no solicitar plazaen Oxford ni Cambridge a pesar de tener un expediente académicolo bastante bueno, consciente de que sería una carga económica parasus padres y que significaría aparcar su partida hacia el desafiantemundo que ansiaba descubrir más allá de las costas británicas.

Así fue como, con «la mente abierta y un billetero pequeño»,decidió irse a estudiar a Francia, y un día de 1924 se subió a un trencon destino a París, en busca de la vibrante vida intelectual que poraquel entonces florecía entre los católicos franceses afincados en laorilla izquierda del Sena. Acababa de cumplir dieciocho años. A sullegada, Burns alquiló una habitación en un «sórdido hotel» de Mont-

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parnasse antes de zambullirse en las obras de filósofos católicos fran-ceses que anunciaban abiertamente el comienzo de una nueva era detransformación social y espiritual. Sus lecturas abarcaban desde el neo -fas cis mo de la Action Française de Charles Maurras hasta el neo to -mis mo de Jacques Maritain, filosofía políticamente de izquierdaspero opuesta al agnosticismo que proclamaba la inminencia y la in-mediatez de Dios en todas las cosas.

Durante su estancia en París, Burns coqueteó con la bohemia dela famosa librería de la orilla izquierda Shakespeare & Company,punto de encuentro de jóvenes estadounidenses aspirantes a escritores.Allí vivió un enamoramiento platónico mutuo con Gwen John, her-mana de Augustus, amante de Rodin y de la cuñada de Maritain. Burnsy Gwen —tía de su mejor amigo, y mucho mayor que él— pasarongran parte del tiempo alimentando su tensa relación en conversacio-nes íntimas y escribiéndose cartas sobre su fe común.8

A su regreso a Londres un año después, Burns retomó sus dis-cursos en público proclamando el renacer del catolicismo paneuro-peo. Más tarde compararía el proselitismo con el trabajo de un «agen-te secreto en tierra extraña, realizado con una mezcla de emoción ymiedo a traicionarse a uno mismo». Reclutado por el Gremio de laEvidencia Católica, una organización de voluntarios seglares, Burnshizo campaña con el celo misionero que le inculcaron los jesuitas,convencido de la verdad de su fe y dispuesto a debatir con quienesle abucheaban.

Entre ellos había fanáticos de la Alianza Protestante y de la Aso-ciación Racionalista, que, como recordaba más adelante, «con susbombines y sus gabardinas, sus voces fuertes y ásperas, me parecíanhombres del KGB». El Gremio había sido fundado en 1918, un añodespués de la Revolución rusa.

A través del Gremio, Burns conoció a sus primeros jefes, unaustraliano llamado Frank Sheed y su esposa inglesa, Maisie Ward.Además de su labor como evangelizadores callejeros, la pareja teníauna exitosa editorial familiar. Por su parte, Burns llevaba la ediciónen la sangre, pues su tío abuelo James fue un católico converso quese dedicó a publicar las obras de Newman bajo el sello de Burns &Oates.

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La editorial no disfrutó de continuidad, ya que el hijo de JamesBurns se hizo sacerdote, pero Tom siempre veneró el recuerdo de sutío abuelo y soñaba con hacer que la familia volviera al negocio edi-torial. Burns dio sus primeros pasos como jefe de sección antes deser ascendido a gerente de Sheed & Ward, cuyos propietarios intuye-ron el potencial comercial del incipiente renacer católico y su rela-ción con el debate literario y político dominante.

En 1926, poco después de empezar a trabajar para Sheed & Ward,Burns dio un golpe magistral al conseguir los derechos de A Com-panion to H.G. Wells’Outline of History, de Belloc. El libro estaba im-plicado en el apasionado debate entre Belloc —uno de los iconosliterarios y de los padres del renacer católico— y Wells, ateo quedaba prioridad a las visiones utópicas sobre las realidades espiri-tuales.

Burns conocía a Belloc desde su época de colegial. Tras leer suobra Camino de Roma, escribió al autor pidiéndole consejo para cru-zar los Pirineos a pie, tema central de otro de sus libros, en el quemezclaba la afición de los católicos por la peregrinación con la pa-sión de un explorador por la aventura a través de los viajes. Bellocrespondió a la carta del jovencito invitándole a reunirse con él en elReform Club. Allí le hizo varios croquis de senderos por la monta-ña y le recomendó una posada para alojarse en la frontera entreFrancia y España.

Sin embargo, cuando finalmente llegó a España, Burns se encon-tró completamente perdido en las montañas. No llevaba brújula, y lasinstrucciones de Belloc resultaron ser un punto de referencia pocopreciso para la cantidad de senderos que aparecían ante él en todas di-recciones. Burns siguió el que corría paralelo a un riachuelo hasta to-parse con lo que creyó era un ángel de la guarda, una mujer con unburro cargado con leña, de camino a una aldea cercana. Allí, cuandoel sol ya se escondía tras las montañas, encontró una procesión reli-giosa encabezada por un sacerdote vestido con una casulla doradaque, bajo palio, sostenía una custodia con la Sagrada Forma.

Burns cogió una vela y se unió a los aldeanos que caminabanlentamente detrás del cura por las calles adoquinadas, arropados poruna letanía susurrada de cantos de alabanza y oración. Era la fiesta

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del Corpus Christi, uno de los grandes acontecimientos del calenda-rio católico. Así fue como, desde su primera experiencia en España,Burns quedó cautivado por su folclore y su poderoso misticismo,que, para él, estaban fundidos como en ningún otro lugar.

Pasó el resto de su estancia en los Pirineos viajando por las al-deas de la zona con una troupe de perros artistas y sus propietarios. Sunúmero más famoso consistía en una boda entre dos perros vestidosde novios oficiada por un terrier vestido de cura. La broma consistíaen que la «novia» se apartaba una y otra vez de la ceremonia y se ti-raba en el lecho nupcial con las patas traseras en al aire, obligando al«cura» a agarrarla y devolverla a la ceremonia. Así se le presentaba Es-paña, con una singular mezcla de devoción, sensualidad y anárquicairreverencia. Al reflexionar sobre aquellos tiempos en sus memorias,Burns veía un presagio de posteriores episodios decisivos de su vida,que, aunque no supo reconocer en el momento, cobraron sentido amedida que pasaron los años. Por eso llamaba a esta aventura pire-naica de juventud su «primer prólogo español».

Después de Belloc, Burns fue añadiendo nuevos «nombres» a su cre-ciente lista de publicaciones. Otro icono literario católico, G. K.Chesterton, le ofreció un libro de versos, Our Lady of the Sorrows, ydespués un libro de artículos. En una de las raras ocasiones en que elescritor no estaba de borrachera con Belloc ni enclaustrado con sumujer en su casa de Beaconsfield, Chesterton invitó a Burns a dar unpaseo en taxi por el centro de Londres.9 Cuando pasaban junto alCenotafio, G. K. interrumpió la conversación y alzó silenciosamentesu sombrero en reverencia al monumento en honor a los soldadosbritánicos caídos en la guerra. Al igual que los retratos de los exalumnos condecorados con la Cruz Victoria en Stonyhurst, el re-cuerdo de este homenaje de Chesterton quedó grabado en la me-moria de Burns como un ejemplo de que los católicos ingleses po-dían defender su fe y ser al mismo tiempo leales patriotas. G. K. habíasido uno de los ídolos de Burns en sus años de colegio, y durante dé-cadas el joven editor siguió admirando su estilo (ligero, diestro yatemporal como una barquilla de cuero).

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Sin embargo, el autor más innovador —y polémico— de la car-tera inicial de Burns probablemente fuera Eric Gill, grabador y escul-tor cuyas obras literarias y plásticas ejercieron una influencia trascen-dental en muchos católicos durante los años veinte y treinta.10 Laprimera vez que le visitó, Burns tenía diecisiete años —veinticuatromenos que Gill—, pero la diferencia de edad pareció acortarse encuanto descubrieron sus afinidades en temas de fe y de arte. Gill vivíacon su familia en una comunidad de artistas y artesanos en Ditchling,Sussex, y después se trasladaron a Pigotts, cerca de High Wycombe, enBuckinghamshire, donde Burns iba a visitarles con bastante frecuenciacomo amigo y editor. «Pigotts se convirtió en mi “hogar lejos del ho-gar” los fines de semana —recordaba Burns más tarde—. En aquellosaños estaba alerta a todo lo que la vida podía ofrecerme, me movía enun campo minado de ideas y emociones en tierra de nadie y entretrincheras enfrentadas: la de mi fe y la del mundo exterior. Pigotts meparecía el cuartel más seguro que podía haber, si es que había alguno.»

A principios de la década de 1930, Burns vivía en Glebe Place,junto a King’s Road, en Chelsea, cerca de su amigo Harman Grise -wood, un locutor de la BBC destinado a llegar muy alto en la em-presa.11 Grisewood había estudiado en Oxford con Evelyn Waugh,quien en su novela Cuerpos viles inmortalizó sus cócteles al describir-los como fiestas organizadas «en sótanos por locutores con granos»,aunque es posible que Waugh se estuviera refiriendo de manera me-nos agradable a John Heygate, un jefe de redacción de la BBC aquien culpaba de su ruptura con su primera esposa, Evelyn Gard-ner.12 Una carta escrita por Grisewood en esta época demuestra has-ta qué punto disfrutaba Burns de la vida en su tiempo libre. Iba diri-gida a David Jones, artista y escritor galés que Burns había conocidoen casa de Eric Gill, y que desde entonces había añadido a su cre-ciente red de amigos católicos. Aunque Grisewood escribía con laintención de dar consejos a Jones para su creación literaria, el locu-tor parece distraerse una y otra vez con la presencia de Burns, apa-rentemente inmerso en un estado de euforia inducida por las muje-res: «Tom está bailando de manera estupenda y su habitación estásembrada de corbatines blancos desparramados y de misteriosos frag-mentos de un encantador collar de cristal».

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A mediados de la década de 1930, muchos integrantes de aque-lla generación que en la década anterior rendían culto a la juventudcual bohemios hedonistas, se fueron alejando del resto y, como dijoD. J. Taylor, algo de la «chispa original» de estas Bright Young Things*se extinguió, convirtiendo a aquellos fanáticos de las reuniones so-ciales en hastiados veteranos.13 Sin embargo, los jóvenes católicos si-guieron relacionándose entre sí, gracias a un círculo que daba cabidaal éxito y a la inquietud espiritual al mismo tiempo.

Mientras Burns seguía progresando en su carrera como editor yse agenciaba una imponente lista de autores, su mejor amigo del co-legio, Henry John, se sumió en una crisis emocional provocada porla intensa —aunque platónica— amistad que había forjado con sumentor, el padre D’Arcy, y en su lucha por mantener el celibato im-puesto por su formación como jesuita. En 1934, John abandonó losjesuitas y se embarcó en una serie de aventuras amorosas condenadasal fracaso. En el verano de 1935 John se enamoró de Olivia PlunketGreene, una de las eternas supervivientes de la sociedad de las BrightYoung Things.

Plunket Greene era una mujer compleja con una estela de aman-tes destrozados tras de sí, entre ellos el mismo Evelyn Waugh, queatraía a los hombres como la luz a las polillas. Su sexualidad reprimi-da, unida a la fe religiosa, eran un espejo para el joven John. La mis-ma joven que se divertía saliendo, emborrachándose y provocando asus pretendientes hasta llegar a la puerta del dormitorio, luego ase-guraba tener visiones de la Virgen María instándola a una vida decastidad.14

Aquel verano, Plunket Greene rechazó los ruegos de John paraque accediera a acostarse con él por medio de una carta en la que de-cía que no podían embarcarse en una relación «inmoral». Poco des-pués de recibirla, John se adentró en el mar en la costa de Cornuallesy se ahogó. La marea devolvió su cuerpo dos semanas más tarde,

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* Expresión acuñada para describir a una generación de jóvenes, en su ma-yoría de las clases altas británicas, que destacaron entre la sociedad fundamental-mente en la década de 1920 y principios de la de 1930 por una vida de sofisticadafrivolidad en tiempos de sobriedad económica. (N. de la T.)

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como dijo su padre Augustus, después de haber «sufrido las atencio-nes de las gaviotas».15 Burns, uno de los viejos amigos de Olivia, conla que compartía una atracción no consumada, se negó a aceptar la hi-pótesis compartida por la mayoría de que su amigo se había suicidado.

Burns sintió cierta culpabilidad por el lamentable encuentro—después de todo, él había presentado a Henry John y PlunketGreene—, aunque más tarde comentaría que a mediados de la déca-da de 1930 su relación con su mejor amigo del colegio ya se habíaenfriado bastante; como afirmaba en sus memorias, «Henry habíaalegrado mucho mi juventud, pero sus últimos años habían abiertoun abismo entre nosotros y me habían llenado de aflicción».16

Aquellos fueron años de tranquilidad, antes de que se intuyeransiquiera los rumores de la guerra, años de agendas repletas de cócte-les, bailes de debutantes y clubes nocturnos. Burns descubrió queformaba parte de una lista informal de anfitriones, muy requeridopor su aspecto apuesto, su inteligencia, sus modales y sus dotes comobailarín. Cuando no se enfundaba el frac y el corbatín blanco parallevar a una joven a su baile de debutante, Burns solía irse a tomarunos whiskies de las botellas que tenía a su nombre en sus pubs fa-voritos, The Gargoyle, The Hell y The 43, donde la luz era más te-nue, la música más descontrolada y las mujeres más sueltas.

Una de esas noches, Tom Burns conoció a Evelyn Waugh en unclub nocturno de dudosa reputación. El hecho de que Burns tuvie-ra sangre extranjera y no hubiera estudiado en Oxford le hacía dife-rente a cualquiera de los amigos universitarios que Waugh había he-cho desde el colegio. Tenían amistades comunes que habían hechopor separado, compartían una extensa red de contactos en el mundoliterario y ambos habían aprendido a moverse en los círculos patri-cios. Waugh y Burns compartían un esnobismo que les atraía y leshacía admirar a la clase alta inglesa, y a ambos les fascinaban los asun-tos de la fe. Según Burns, cuando conoció a Waugh, el escritor —porentonces a punto de convertirse al catolicismo— se tenía por unhombre que se había unido a un regimiento «cuyas tradiciones y re-glas nunca cuestionó». Para un hombre como Burns, que se habíasubido a una caja de jabón para defender la fe católica, esa lealtad eradigna de respeto.

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Burns y su círculo de amigos católicos contemplaban el auge delcomunismo y el crecimiento del industrialismo y temían que lo sa-grado sufriese la erosión de la rutina en un momento histórico alie-nante que amenazaba con destruir a la humanidad. Su reto debía serdar vida a la Iglesia católica y a sus miembros de tal forma que aumen-taran su importancia y su influencia en la sociedad moderna.

Los medios de comunicación eran un campo de batalla clavepara el movimiento reformista, y Burns no tardó en fijarse en el Ta-blet como su principal objetivo. El Tablet era un semanario católicointelectual propiedad del primado católico de Gran Bretaña y arzo-bispo de Westminster, el cardenal Bourne, que había optado poruna línea editorial que Burns consideraba «sectaria, puritana, pom-posa y provinciana». A principios de la década de 1930, Burns ini-ció una campaña de crítica velada al semanario, dirigida especial-mente a su director, Ernest Oldmeadow, un conservador en materiateológica.

El conflicto entre Burns y Oldmeadow ni siquiera necesitó unmotivo concreto para convertirse en una guerra abierta.17 La chispaque hizo saltar todo fue la publicación de la novela Merienda de negros,de Evelyn Waugh, en 1932. Aunque el libro fue aclamado mayorita-riamente, Oldmeadow consideraba moralmente reprensible e indig-no de alguien que acababa de abrazar la fe católica su visión cómicade la política africana y de las costumbres sociales, especialmente laparodia sutilmente encubierta que hace de la enseñanza católica so-bre el control de la natalidad. Por ello, el 7 de enero de 1933 Oldmea -dow publicó una crítica de Merienda de negros en la que calificaba lanovela de «una deshonra para cualquiera que se diga católico».

Dos semanas más tarde, el 21 de enero, Waugh respondió con unpoderoso contraataque planeado y ejecutado por Burns, y auspiciadopor la alianza entre destacados católicos seglares y miembros del cle-ro, que firmaron una carta dirigida al Tablet acusando a Oldmeadowde «exceder los límites de la crítica legítima» con comentarios queequivalían a «imputaciones de mala fe». En menos de tres años, Burnsse hizo con las riendas del Tablet, dejándolo en propiedad de católicosseglares y sustituyendo a Oldmeadow por Douglas Woodruff, un vie-jo compañero de Oxford y escritor destacado del Times.

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Animado por Burns, Waugh se puso a escribir una biografía deEdmund Campion, jesuita y mártir católico de la época isabelina, ycedió los derechos al Colegio Jesuita de Oxford, Campion Hall, diri-gido en aquel entonces por el viejo profesor de Burns, el padreD’Arcy.18 Cuando la obra se volvió a publicar, en 1961, Waugh dijo:«Estamos más cerca de Campion que cuando escribí sobre él». El es-critor planteaba una analogía entre la crueldad contra los católicos enla Inglaterra de los Tudor y el «salvajismo» aún mayor cometido porlos regímenes comunistas en Europa del Este contra sus súbditos ca-tólicos.19 En este sentido, su descripción de una iglesia obligada a es-conderse bajo tierra y cuyos sacerdotes se convirtieron en mártirespresagiaba la postura profranquista que tanto él como el propio Burnsy muchos otros católicos adoptaron durante la Guerra Civil española.

Antes del comienzo del conflicto en España en julio de 1936,Burns había entablado amistad con otro autor, Graham Greene. Seconocieron en 1929, poco después de que Burns terminara de leerHistoria de una cobardía, tercera novela de Greene y primera en serpublicada. Más adelante, Burns recordaba así su primer encuentro:«Graham apareció en mi vida como un duende que, por turnos, po-día ser ingenioso, escurridizo, nervioso o sardónico. Destacaba en loscírculos que frecuentábamos entonces, integrados sobre todo poreditores y escritores que compartían alegremente planes y proyectos.Nada era estereotipado ni predecible, pues, ignorantes de la esclavi-tud que se avecinaba, el mundo tal y como lo conocíamos era libre».

Fue más o menos en aquellos años cuando Greene dijo que suevolución política había sido hasta entonces «bastante sinuosa»,20 unadescripción que se quedaba corta teniendo en cuenta la volatilidaddemostrada en sus lealtades políticas desde sus años en la universidad.Empezó apoyando al Partido Conservador en Oxford, luego coque-teó con la posibilidad de unirse a los liberales, en 1925 se afilió «debroma» al Partido Comunista, trabajó de voluntario como agente dela policía especial para disolver la huelga general de 1926, y en 1933se hizo miembro del Partido Laborista Independiente (ILP), cuyopresidente acusaba al Partido Laborista de ser contrarrevolucionario.Cuando Greene se unió al ILP, el periódico del partido, el New Lea-der, empezaba a difundir cartas de León Trotsky, y durante la Guerra

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Civil española publicó artículos de apoyo al POUM (Partido Obrerode Unificación Marxista), partido trotskista que también defendíaGeorge Orwell. En 1938, Burns convenció a Greene —que se habíaconvertido al catolicismo en 1926, un año antes de casarse con VivienDayrell-Browning— de escribir su primer artículo para el Tablet.

Tres años antes, durante el verano de 1935, Burns había visitado Es-paña por segunda vez, y de nuevo había vivido una experiencia pro-videncial. Sus mejores amigos, la escritora Barbara Lucas y su espo-so, el académico Bernard Wall, ex alumno de Stonyhurst, le invitarona unírseles en su luna de miel en Pamplona para disfrutar de unas va-caciones de vino y tapas, y de una faena de Juan Belmonte.

A principios de la década de 1930, Belmonte se había labradocierta fama internacional gracias a Fiesta, la conocida novela de Er-nest Hemingway, y ya era un veterano que veía cerca el final de sucarrera. De hecho, acababa de volver a los ruedos para reflotar su frá-gil economía. La leyenda había vuelto. Hemingway afirmaba queningún hombre había estado tan cerca de un toro bravo como Bel-monte, y por ello se urgía a los no iniciados a verle antes de que lomatara uno. Burns soñaba con conocerle, y vivo.

Su oportunidad llegó cuando menos se lo esperaba. Poco des-pués de que los Wall emprendieran su viaje de novios hacia España,Burns recibió un telegrama desde Pamplona. Era de Barbara, y pedíaayuda.21 Tres días después de empezar la luna de miel, los jóvenes re-cién casados aún no habían logrado consumar su unión. Barbara ro-gaba a Burns que viajara a Pamplona lo antes posible para ayudarlescomo mediador y consejero. En un principio Burns se sintió algo in-cómodo, pero la larga amistad y la lealtad que le unían a Barbara y aBernard acabaron prevaleciendo. Como diría más tarde: «Hacer decarabina a una pareja enamorada no entraba en mi concepción de ladiversión ni del deber. Pero su llamada venía claramente desde el co-razón».

Burns convenció a otro amigo común, René Hague, yerno deEric Gill, para que le acompañara en el viaje. Cogieron el primerferry que salía de Folkestone hacia Boulogne, después un tren de ter-

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cera clase hacia el sur, y finalmente cruzaron los Pirineos. Apenas ha-bían bajado del tren y comenzado a caminar desde la estación haciael hotel de los Wall, cuando Burns y su compañero vieron un cartelque anunciaba una corrida de Belmonte la tarde siguiente, en Lo-groño.

Belmonte había matado más de mil toros a lo largo de su carre-ra, pero conforme se hacía mayor insistía en que los animales no fue-ran demasiado grandes ni tuvieran astas demasiado peligrosas. Sinembargo, aquella tarde se lanzó sobre el toro, con el traje de luces ro-zando su negra piel y la mandíbula prominente desafiándole. Habíamomentos en los que se separaba del animal y, como decía Heming-way, se mostraba «sumamente altivo e indiferente» ante lo que lamultitud pudiera pensar de él. A esas alturas de su carrera, muchosaficionados creían que el torero ya estaba «acabado», es decir, dema-siado viejo y sin fuerza. Pero aquella tarde Burns vio sobre la arena aun artista cara a cara con la muerte. Así nació una pasión poco in-glesa por los toros que le acompañaría toda su vida.

Mientras Burns reparaba el matrimonio inicialmente disfuncional delos Wall, llegaron las noticias de la guerra en Abisinia. Los italianoshabían desarrollado un fuerte resentimiento contra Etiopía desde suvergonzosa derrota en 1896 a manos del emperador Menelik II, su-puesto descendiente del rey Salomón y de la reina de Saba. Despuésde varios meses de guerra «ficticia» consistente en escaramuzas mili-tares en charcas y territorios en disputa y de débiles protestas diplo-máticas, las tropas italianas atacaron en masa en octubre de 1935. Conel cuadragésimo aniversario de la humillación anterior en ciernes,Benito Mussolini, il Duce, se propuso construir un nuevo imperio ro-mano en África oriental, uniendo Etiopía con Eritrea y la Somali-landia italiana.

George Steer, corresponsal sudafricano del Times, fue testigo delos hechos.22 En un artículo para Spectator, describía a Etiopía comoel «último imperio africano en ser invadido por el poder blanco, enun momento en que el sentimiento contra la barrera de color estácreciendo por todo África». Avisaba de que la subyugación de Etio-

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pía acarreaba el riesgo de encender un fuego «por toda la selva afri-cana». En todos sus artículos, Steer reflejaba el claro contraste que ha-bía entre los etíopes, pobremente equipados pero valientes (luchabanesencialmente con fusiles, espadas y lanzas), y el ejército bien pertre-chado y brutal de la maquinaria militar fascista, que recurría a cual-quier medio con tal de lograr la victoria, incluido bombardear obje-tivos civiles para desmoralizar al enemigo.

El círculo de católicos que Burns había reunido a su alrededorno comulgaba con la percepción de Steer. La primera vez que hablócon Waugh, el escritor acababa de volver de Abisinia, donde habíacubierto la coronación de Haile Selassie para el Times. De hecho,Waugh había conseguido su acreditación con dicho periódico enparte gracias a un colaborador cercano de Burns, Douglas Woodruff,después de haber sido rechazado por varios periódicos. La experien-cia de su primer viaje a Abisinia contribuyó a que se forjara unaamistad entre Waugh y Burns y condujo a su primer proyecto edito-rial conjunto.

Al regreso de su segundo viaje a España, Burns se puso en con-tacto con Waugh. El novelista estaba cortejando activamente a LauraHerbert mientras esperaba a que desde Roma llegara la anulacióndel matrimonio con su primera esposa, Evelyn. Pero los trámites es-taban siendo tortuosamente lentos, hasta el punto de llevar a Waughal borde de la depresión. Burns también estaba envuelto en el cena-gal emocional en torno a las hermanas Herbert, pues mientras suamigo Waugh pretendía casarse con Laura, él había entablado amis-tad con su hermana Gabriel, más extrovertida y locuaz.

En estas circunstancias Burns seguía aumentando su lista enLongman y decidió aprovechar una oportunidad comercial y políti-ca encargando a Waugh un libro sobre la guerra en Abisinia. A su jui-cio, era un proyecto que vendería y ofrecería el punto de vista cató-lico acerca de una operación militar rechazada por la mayoría de losbritánicos.

La invasión de Mussolini había generado un interés considera-ble entre los medios de comunicación, tanto en el Reino Unidocomo en otras partes de Europa, y los escritores como Waugh, conuna fama literaria cada vez mayor y cierto conocimiento de la re-

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gión, estaban especialmente en alza. Burns contrató a Waugh comoparte de un acuerdo a tres bandas con el Daily Mail tras negociar conel astuto agente del novelista, Augustus Peters, por el cual Waughtendría los gastos pagados y recibiría una cantidad igualmente gene-rosa por una serie de reportajes desde Abisinia.23

El fruto de este viaje fue el segundo libro de ensayo de Waughsobre Abisinia, Waugh in Abyssinia. Burns tenía ya decidido el títulode la obra, pensando que el juego de palabras con el nombre del autorresultaría ingenioso, contundente y, sobre todo, comercial. Waughquería titularlo A Disappointing War («Una guerra decepcionante»),tal como confesó a su biógrafo y amigo Christopher Sykes: «Tom[Burns], como editor profesional, sabía que un título que sugirieradecepción solo podía traer ventas decepcionantes». El escritor, ani-mado por su editor, retrató la guerra en Abisinia como un choque decivilizaciones, en que los italianos representaban el progreso socioe-conómico y los lugareños, la barbarie. Sykes veía en el libro deWaugh un claro influjo del viejo patriarca seglar católico Hilaire Be-lloc, que consideraba a Mussolini como a Napoleón, la encarnacióndel poder benevolente y la grandeza.

Cuando el libro salió a la luz a finales de 1936, el público britá-nico y los europeos en general ya estaban posicionándose de nuevo,en esta ocasión sobre el conflicto en España. Aunque se trataba deuna guerra civil, los argumentos giraban en torno a asuntos simila-res; los gobiernos británico y francés eran proclives a una política deno intervención, mientras que Italia, Alemania y Rusia se apresura-ron a involucrarse militarmente en bandos opuestos. Una vez más,los católicos intentaron influir en la política, en esta ocasión para de-fender la figura del general Franco como una fuerza de la civiliza-ción cristiana que intentaba evitar que España cayera en las garras delcomunismo ateo.

En las primeras horas del 11 de julio de 1936, un pequeño avión depasajeros despegaba de un aeródromo de Croydon dando inicio auna operación secreta que acabaría desencadenando la guerra civilmás sangrienta de la historia moderna. A bordo del Dragon Rapide

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iban Luis Bolín, corresponsal del periódico monárquico derechistaABC en Londres, y dos elegantes jóvenes de diecinueve años, DianaPollard y su amiga Dorothy Watson, supuestamente turistas de cami-no a las islas Canarias.

Bolín era solo uno de los jugadores en una compleja conspira-ción para hacer que el general Francisco Franco, en aquel momentojefe militar de las islas Canarias, se uniera a un levantamiento militar.Para asegurarse su participación en el golpe contra el gobierno civilde España, los principales conspiradores del ejército y sus aliados ci-viles planearon que un avión pequeño volara desde Inglaterra, reco-giera a Franco y le llevara al Marruecos español, donde las fuerzas re-beldes estarían concentradas.24

La operación fue financiada por Juan March, un millonario ma-llorquín que había amasado su fortuna con el contrabando de taba-co y el comercio de armas durante la Primera Guerra Mundial. Ín-timo amigo de Franco, March había creado lazos con la inteligenciabritánica a través de Alan Hillgarth, el cónsul británico en Palma deMallorca. March realizó la transferencia de los fondos necesarios paraalquilar el Dragon Rapide —dos mil libras— a una cuenta abierta enla sucursal de la Fenchurch Street de Kleinwort Benson & Sons, unbanco mercantil en el corazón de la City londinense.

Bolín fue quien alquiló el avión con la ayuda de varios españo-les afincados en Londres, encabezados por el embajador oficioso delas fuerzas nacionales en la capital británica, el monárquico duquede Alba, y un grupo de católicos ingleses, con Douglas Jerrold, tory yeditor de derechas, a la cabeza. Si bien no hay pruebas que demues-tren la participación directa de Burns en la trama, es razonable pen-sar que estaba al corriente a través de su buen amigo Jerrold y quedecidió mantenerlo en secreto.

Jerrold presentó a Bolín y a Hugh Pollard, oficial retirado del ejér-cito y católico, que fue elegido para organizar los aspectos logísticos dela operación, como reclutar a un piloto de la RAF que actuara comomercenario, misión que encomendó al capitán William Begg.

De todos los conspiradores, Pollard era el más intrigante; segúnsus amigos, era «uno de esos ingleses románticos especializados en lasrevoluciones de los demás». Educado en el colegio de Westminster y

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licenciado en ingeniería por la Universidad de Londres, Pollard, granaficionado a la caza y al tiro, se alistó en la caballería de los Húsaresde Northumberland.

Antes de su servicio voluntario con el ejército británico en laPrimera Guerra Mundial, Pollard ya había utilizado su destreza enla monta y el tiro en la Revolución mexicana, y había ayudado a pla-near la huida del dictador Porfirio Díaz tras ser derrocado en 1911.Luego participó en el levantamiento de 1913 en Marruecos a favorde los españoles, que situó a Mulay Hafid en el trono en detrimentodel sultán Abdul Aziz. Pollard y March tenían un vínculo en comúnen el norte de África, pues gracias a la presencia colonial de Espa-ña en Marruecos, el empresario mallorquín multiplicó su fortuna yestableció un monopolio del tabaco. Tras la Primera Guerra Mun-dial, Pollard trabajó durante algún tiempo de consejero de la policíaen el castillo de Dublín, donde se interrogaba a irlandeses republicanossospechosos. A partir de ese momento, su carrera se pierde en unanebulosa, probablemente porque se unió a la inteligencia británica.En 1940, el servicio de seguridad MI5 empezó a investigarle comosospechoso de pertenecer a la Unión Fascista Británica y ser simpa-tizante nazi, para descubrir finalmente que en realidad había sido re-clutado como agente del MI6 después de su servicio para la inteli-gencia militar y en operaciones gubernamentales de propaganda,bajo la tapadera de periodista. Dominaba varios idiomas y escribióuna serie de libros sobre temas militares, entre los cuales destaca unmanual para expertos en armas pequeñas por encargo del Ministeriode la Guerra.

Por lo tanto, es casi seguro que Pollard trabajaba de espía cuan-do le informaron del complot de Franco; decidió volcarse por com-pleto en el plan, convencido de que con ello servía a la causa de lareligión católica. De hecho, fue él quien ofreció voluntarias a su hijaDiana y a una amiga como coartadas. Y así, las dos debutantes lleva-ron consigo instrucciones operativas entre las hojas de sus revistasVogue mientras volaban a bordo del Dragon Rapide. Seis días después,el 17 de julio, hacia las cinco de la tarde, se produjeron los primeroslevantamientos militares coordinados en Marruecos. Había empeza-do la Guerra Civil española.

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La incipiente tormenta que representaban la expansión territorial yel militarismo alemanes durante los años treinta, unida a la aparentelentitud del rearme británico frente a la amenaza, suscitaron la apa-sionada denuncia de Winston Churchill dentro y fuera del Parlamen-to. Sin embargo, cuando estalló la Guerra Civil española, Churchillacordó con el ministro de Asuntos Exteriores, Anthony Eden, queera vital para Gran Bretaña mantenerse neutral en la contienda. Elmotivo principal para ambos era de índole estratégica y, a su juicio,buscaba únicamente lo mejor para los intereses británicos, evitandoque el conflicto español se convirtiera en el campo de batalla centralde un conflicto generalizado en Europa.

Churchill llevaba más de treinta años sin prestar especial aten-ción a los asuntos españoles. En 1895 viajó a Cuba en una misión se-mioficial como observador militar y como reportero del Daily Gra -phic. Cuba era una de las pocas colonias que quedaban del Imperioespañol, y por entonces ya se palpaba una incipiente rebelión porparte de los isleños. Churchill quedó asombrado ante la corrupciónde la administración colonial, casi comparable con China,25 aunquetambién quedó impresionado por la profesionalidad y el valor de lastropas españolas y de su comandante, el general Valdez, cuya campa-ña vivió de cerca. El ejército español honró a Churchill —oficial decaballería formado en Sandhurst— con una medalla al valor en elcampo de batalla.

Los informes muestran a un Churchill que, aunque conmovidoante la causa de los rebeldes cubanos, estaba horrorizado por unastácticas militares que describía dignas de «incendiarios y bandoleros;queman campos de caña, disparan desde los arbustos, atacan campa-mentos mientras el enemigo duerme, destruyen la propiedad, destro-zan trenes y lanzan dinamita». Tales tácticas, concluía, eran «perfecta-mente legítimas en la guerra, sin lugar a dudas, pero no son actossobre los que construir un Estado». Su experiencia en Cuba volveríaa su mente más tarde, cuando al comenzar la Segunda Guerra Mun-dial promovió la formación del Ejecutivo de Operaciones Especiales(SOE) con órdenes de prender fuego a Europa.

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Quizá hubiera alguna razón para que Churchill olvidara Españadespués de su experiencia en Cuba y centrara sus intereses en asun-tos como la estrategia militar durante la Primera Guerra Mundial o elEstatuto de Gobierno de Irlanda. Sin embargo, la Guerra Civil des-pertó sus recuerdos de Cuba, que era lo más cerca de la guerra queChurchill había visto a los españoles. Desde el comienzo de la con-tienda, Churchill trató de evitar cualquier crítica al levantamientomilitar pero, en cambio, manifestó su rechazo por el gobierno repu-blicano, un gobierno para él revolucionario y manchado por su his-torial de violenta militancia industrial y agraria y su anticlericalismo.

Cuando en octubre de 1936 le presentaron al nuevo embajadorrepublicano español en Londres, Pablo de Azcárate, Churchill se pusorojo de rabia mientras mascullaba «sangre, sangre, sangre» y se negó adarle la mano.26 Esta opinión fue alimentada por los informes parti-distas sobre la ejecución sumaria de simpatizantes de Franco que lellegaban del Foreign Office a través de católicos ingleses influyentesy especialmente de Hillgarth, oficial de inteligencia de la marina deservicio en Mallorca y hombre de confianza de Churchill en asuntosespañoles durante más de una década.27

Hijo de un cirujano de Harley Street, Hillgarth ingresó en laescuela naval siendo aún un muchacho, se unió a la Marina Realcomo guardia-marina y cayó herido en la campaña de los Dardanelos,durante la Primera Guerra Mundial, en la que Churchill sirvió comoprimer lord del Almirantazgo. Durante los años veinte Hillgarth tra-bajó como asesor militar de la Legión Extranjera española en susenfrentamientos con las tribus del Rif, en Marruecos. Uno de losoficiales fundadores de la Legión era precisamente un joven coman-dante llamado Francisco Franco.

A su vuelta a Londres, Hillgarth se introdujo en los círculos so-ciales que reunían a las clases altas con las figuras literarias emergen-tes, y en 1929 se casó con Mary Gardner. Como escribió EvelynWaugh en su diario un par de días antes, «un joven llamado AlanHillgarth, muy seguro de sí mismo, que escribe novelas sensaciona-listas, ex marino».28

Hillgarth había planeado disfrutar de una prolongada luna demiel navegando alrededor del mundo en una goleta holandesa res-

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taurada, pero su romántica idea se fue al traste con la caída de la bol-sa. Menos adinerados de lo que prometía su educación, los Hillgarthnavegaron desde Inglaterra hasta Palma y allí vendieron el barco.

El dinero de la venta les ayudó a comprar Son Torrella, una resi-dencia palaciega algo venida a menos con una finca cuya propietaria,una aristócrata española, había dejado tras enviudar para tomar los vo-tos. Cuando los Hillgarth se instalaron en 1932, la casa estaba medioocupada por vacas, monos y mulas. Los pasillos estaban llenos de ta-baco de contrabando y se habían llevado el sistema hidráulico de laprensa de aceitunas. Tardaron dos años en hacer de la casa un lugarhabitable, con la ayuda de albañiles locales, los ingresos particulares deMary Hillgarth y un décimo de lotería premiado que el matrimoniohabía comprado «a medias» con un barman austríaco llamado Joe.

Acristalaron las ventanas, hicieron tallar e instalar estanterías,rehicieron los alicatados de las habitaciones, las pintaron y las amue-blaron con una mezcla de piezas antiguas mallorquinas de madera yretratos de la familia Gardner. Además de la minuciosa restauraciónde la casa, Mary Hillgarth se dedicó a crear su jardín, un pedazo deInglaterra injertado en el Mediterráneo. La casa conservaba cipreses,palmeras y azufaifos que habían sido plantados por los antiguos pro-pietarios para dar sombra y refugio de las tormentas y los cálidos ve-ranos mediterráneos. Mary plantó setos y cientos de irises (variedadwedgewood holandesa y Aquilegia chrysanthus).

Son Torrella ya era un paraíso cuando Winston Churchill y suesposa, Clementine, visitaron a los Hillgarth a finales del otoño de1935. Era un lugar tranquilo que rebosaba esencias y colores, lo cualsuponía un contraste enorme con la oscura sombra de la expansiónmilitar alemana que se cernía sobre el continente y con la frustraciónde Churchill por la indiferencia de sus pares políticos ante sus que-jas. Las esperanzas de Churchill de volver al gobierno después demucho tiempo en la oposición se habían esfumado al quedar fueradel gabinete de Stanley Baldwin a pesar de su contribución a la apa-bullante victoria de los conservadores en las urnas. Dolido y al bor-de de la desesperación, Churchill decidió enfrentarse al renaciente«perro negro» de su depresión tomándose unas largas vacaciones paratrabajar y pintar.

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Por aquel entonces, Hillgarth era el vicecónsul honorario deGran Bretaña en Mallorca. En un principio, su trabajo consistía ensacar de las cárceles españolas a marineros británicos borrachos, peroa Hillgarth no tardó en encomendársele una misión «secreta», en vir-tud de la cual también trabajaba de espía. Así, utilizaba hábilmente sucargo para acercarse a personas influyentes de la comunidad local yhacerse con información política y militar útil en una isla de granimportancia estratégica como base naval en el Mediterráneo. Cuan-do llegó Churchill, Hillgarth fue el anfitrión perfecto; le dejó pintary le agasajó con grandes cantidades de comida y bebida entre con-versaciones sobre asuntos preocupantes del panorama internacionaly la creciente volatilidad de la política española.

La preocupación más inmediata de Hillgarth no era tanto laamenaza de una guerra con Italia como la decepción cada vez ma-yor de muchos de sus amigos mallorquines ante la política revolu-cionaria de la izquierda española. Uno de sus principales informado-res en la isla, tradicionalmente ultraconservadora y derechista, era elempresario Juan March. En apenas unos meses, Hillgarth y March seimplicaron en la trama para financiar la participación de Franco enel levantamiento militar.

Años más tarde, cuando Tom Burns —para entonces un viejo amigodel capitán Hillgarth— reflexionaba sobre los años treinta, sentíacierta culpabilidad por los pecados de omisión a los que sin saberlohabía contribuido, como apoyar a Mussolini en Abisinia a través delpacto formulado por Samuel Hoare, en aquel momento ministro deExteriores y futuro embajador en Madrid, el darse cuenta demasiadotarde de la maldad de Hitler o aceptar la ficticia no intervención enEspaña con su pasividad. «El auge de las dictaduras se difundió demanera atenuada y distorsionada: era un acontecimiento desagra-dable, mejor mantenerlo fuera de la vista. La conformidad oficialcon los tratados rotos y los esfuerzos casi criminales para satisfacer elexpansionismo nazi ofreciéndoles territorios que no eran nuestros;esa era la moneda de nuestra diplomacia. El rearme, según el señorBaldwin, sería electoralmente peligroso con vistas a las elecciones, y

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esta era para él una perspectiva más alarmante que cualquier amena-za beligerante procedente del extranjero.»

Por su parte, en opinión de Burns, Winston Churchill fue el úni-co en criticar públicamente y «a la más mínima oportunidad» la po-lítica del gobierno y su apatía, y solo él intentó demostrar sin cesar lavulnerabilidad del ejército británico y el creciente poder de la Ale-mania nazi. Y sin embargo, a pesar de la formidable elocuencia deChurchill, no le tomaron en serio. No solo no lo tuvieron en cuentaen el Parlamento. Como admitía Burns: «Recuerdo que pensé queestaba agravando los peligros por el mero hecho de denunciarlos. Lasperspectivas de paz iban desapareciendo conforme se arrojaban nue-vas andanadas de insultos y acusaciones contra Hitler. La mayoría demis amigos compartían mi opinión. Leímos con incredulidad el MeinKampf, publicado aquí en 1931; desconfiábamos del Club de Lecturade Izquierdas y sabíamos tan poco de los campos de concentraciónalemanes y de la persecución de los judíos como del archipiélago gu-lag o la esclavización y “liquidación” de millones de disidentes políti-cos en la Unión Soviética. Por una parte, los protagonistas de la pro-testa contra tales horrores me parecían testigos sospechosos, y esto,unido al hecho de que mi vida y mi trabajo estuvieran en plena efer-vescencia, hizo que no me involucrase en estos asuntos».

Según Burns, la omisión no se debió a una falta de testigos. Élmismo conoció en los años treinta a bastantes católicos italianos, ale-manes y rusos, que habían logrado huir de la represión política de suspaíses para viajar a Londres como refugiados. Entre ellos estaban Lui-gi Sturzo, fundador del Partito Popolare que Mussolini había prohi-bido, miembros del partido de centro alemán, desbancado a la fuerzapor Hitler, y el filósofo cristiano ruso Berdiáiev, que había escapadode Stalin. «Estos profetas y testigos solitarios fueron recibidos concompasión, como si hubieran escapado de un terremoto, pero de unterremoto muy lejano a nuestra isla.»

Sin embargo, la Guerra Civil española acercó el terremoto mu-cho más de lo que Burns podía imaginar en aquel momento. El con-flicto fue más allá de la política común e inflamó y dividió a la opiniónpública británica como pocos asuntos extranjeros lo habían hechodesde la Revolución rusa.

RAÍCES CATÓLICAS

PAPA ESPIA (5G)8 12/1/10 11:58 Página 51

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