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| 189 | LAS ENCRUCIJADAS DEL LIDERAZGO POLÍTICO INDÍGENA EN LA AMAZONIA COLOMBIANA 1 CARLOS DEL CAIRO | Pontificia Universidad Javeriana E n Colombia, las reformas a la estructura del estado y la implementación de políticas multiculturales propuestas en la Constitución Política de 1991 son procesos paralelos que han promovido la modernización del estado y la autonomía política de sus entidades territoriales, incluidos los resguardos indígenas. Sin embar- go, desde los cabildos indígenas, en el escenario local, hasta los partidos políticos in- dígenas, en el escenario nacional, las diversas estructuras de representación política indígena han enfrentado los desafíos que implica la construcción de una autonomía en los marcos propuestos por el estado. Esos desafíos giran en torno a la necesidad que advierten muchos sectores indígenas de controvertir los términos restrictivos de la autonomía indígena desde la óptica estatal, que se expresa a través de una di- versidad de aspectos, entre los que podrían identificarse la definición misma de qué es una comunidad indígena, cómo los cabildos deben administrar apropiadamente los recursos de transferencia que reciben del gobierno central y cuáles son los me- canismos que deben contemplar las formas de consulta previa que agentes externos deben concertar con las comunidades indígenas para llevar a cabo actividades en sus territorios. Todos ellos son aspectos donde se aprecia con claridad el carácter restric- tivo de la autonomía que el estado viene otorgando, dado que es él quien define los términos y las variables centrales en cada uno de esos procesos. Por la misma razón, cada vez son más frecuentes las tensiones y desafíos que esos procesos generan en las comunidades locales. 1 Este artículo se basa en los resultados de la investigación “Políticas de la identidad en dirigencias de organizaciones indígenas amazónicas” adelantada con Esteban Rozo entre 2004 y 2005, con el apoyo del Departamento de Antropología y la financiación de la Vicerrectoría de Investigaciones de la Pontificia Universidad Javeriana. Se complementa con un artículo de nuestra coautoría (Del Cairo y Rozo, 2006). Agradezco a Virginie Laurent y Esteban Rozo por sus comentarios y sugerencias a versiones preliminares de este artículo y a Margarita Chaves, quien leyó y comentó minuciosamente las diferentes versiones de este escrito. No sobra aclarar que la responsabilidad por las ideas aquí expuestas es enteramente mía.

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lAs encruciJAdAs del liderAzgo Político

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carlos del cairo | Pontificia Universidad Javeriana

En Colombia, las reformas a la estructura del estado y la implementación de políticas multiculturales propuestas en la Constitución Política de 1991 son

procesos paralelos que han promovido la modernización del estado y la autonomía política de sus entidades territoriales, incluidos los resguardos indígenas. Sin embar-go, desde los cabildos indígenas, en el escenario local, hasta los partidos políticos in-dígenas, en el escenario nacional, las diversas estructuras de representación política indígena han enfrentado los desafíos que implica la construcción de una autonomía en los marcos propuestos por el estado. Esos desafíos giran en torno a la necesidad que advierten muchos sectores indígenas de controvertir los términos restrictivos de la autonomía indígena desde la óptica estatal, que se expresa a través de una di-versidad de aspectos, entre los que podrían identificarse la definición misma de qué es una comunidad indígena, cómo los cabildos deben administrar apropiadamente los recursos de transferencia que reciben del gobierno central y cuáles son los me-canismos que deben contemplar las formas de consulta previa que agentes externos deben concertar con las comunidades indígenas para llevar a cabo actividades en sus territorios. Todos ellos son aspectos donde se aprecia con claridad el carácter restric-tivo de la autonomía que el estado viene otorgando, dado que es él quien define los términos y las variables centrales en cada uno de esos procesos. Por la misma razón, cada vez son más frecuentes las tensiones y desafíos que esos procesos generan en las comunidades locales.

1 Este artículo se basa en los resultados de la investigación “Políticas de la identidad en dirigencias de organizaciones indígenas amazónicas” adelantada con Esteban Rozo entre 2004 y 2005, con el apoyo del Departamento de Antropología y la financiación de la Vicerrectoría de Investigaciones de la Pontificia Universidad Javeriana. Se complementa con un artículo de nuestra coautoría (Del Cairo y Rozo, 2006). Agradezco a Virginie Laurent y Esteban Rozo por sus comentarios y sugerencias a versiones preliminares de este artículo y a Margarita Chaves, quien leyó y comentó minuciosamente las diferentes versiones de este escrito. No sobra aclarar que la responsabilidad por las ideas aquí expuestas es enteramente mía.

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En la región amazónica, en particular, la introducción de reformas multicultura-les ha ido de la mano de la promoción de agendas ambientales ligadas a la etnicidad indígena, intensificando lo que, siguiendo a Ramos (1994), podemos catalogar como la burocratización de la representación política indígena. Esa burocratización se ca-racteriza como el tránsito de formas locales y tradicionales de organización indígena a unas más estructuradas –asumiendo ciertas formas jerarquizadas y especializadas a través de la designación de cargos específicos, tales como: presidentes, juntas direc-tivas, vocales, tesoreros, fiscales, etc.– que buscan responder y amoldarse a las de-mandas y expectativas de agencias de gobierno y no gubernamentales, sobre la base de que ese modelo organizativo permite administrar “adecuadamente” los recursos políticos y económicos que les transfieren a tales organizaciones (Ramos, 1994). En los casos que analizo aquí, la burocratización de las formas de representación políti-ca indígena es el resultado de dos procesos relacionados: por una parte, la necesidad que las instituciones del estado y las ONG tienen de formalizar la representación de las comunidades indígenas locales para potenciar su acción institucional; por la otra, el interés de las propias comunidades o de facciones dentro de ellas de consolidar vo-ceros y estructuras de representación que les permitan una participación estratégica en los diferentes escenarios que han surgido en los nuevos contextos.

Pero ese mismo proceso de burocratización también lleva aparejado el proble-ma de la legitimidad de quienes asumen el rol de representación política y de las estructuras mismas que han surgido (Greene, 2004: 223). La legitimidad se pone a prueba en diversos ámbitos, pero es claro que uno de los aspectos más persuasivos para otorgar legitimidad lo constituye el tipo de discurso que proyectan los líderes indígenas. De hecho, para ser eficaz, este debe parecer apropiadamente indígena bajo los cánones externos que prefiguran ideas acerca de la manera adecuada como debe hablar un indígena (Graham, 2002).

Paradójicamente, mientras las comunidades indígenas en toda la región expe-rimentan una articulación cada vez mayor a la economía, la política y la cultura nacionales, las reformas multiculturales han demandado de sus organizaciones el imperativo de desarrollar un discurso sobre la diferencia cultural indígena en los términos que la entiende el estado, para poder refrendar sus aspiraciones bajo las nuevas reglas de juego democrático (Jackson 1989, 1995). Esa diferencia cultural en el caso amazónico está estrechamente vinculada con una visión romántica de los indígenas como sabedores milenarios y ecologistas por naturaleza dignos de ser imitados (República de Colombia, 1990). En ese proceso, los dirigentes indígenas han terminado por aceptar y reproducir los términos de un discurso exógeno sobre “la cultura indígena”, en el que se proyectan concepciones esencializadas sobre la diferencia cultural. Exacerbadas por los estereotipos de exoticidad que predominan en el contexto amazónico (Brown, 1993; Jackson, 1995; Ramos, 1994; Graham, 2002; Lauer, 2006; Conklin y Graham, en este volumen), las representaciones que los líderes amazónicos manipulan en los diferentes escenarios de su participación política –en la mayoría de los casos, de manera acrítica– reproducen la misma

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suerte de esencialismo que en un comienzo resultaba estratégico, pero con el paso del tiempo ha perdido su poder y desembocado en construcciones racializadas de la diferencia cultural. Efectivamente, en el escenario amazónico colombiano, el liderazgo indígena se debate entre estas dos tendencias, que a mi modo de ver se relacionan con la configuración de instancias de representación política indígena altamente determinadas por las modalidades históricas de articulación local y re-gional al contexto nacional.

En el marco de esos procesos, mi interés en este artículo es analizar comparativa-mente dos organizaciones políticas indígenas de subregiones amazónicas fuertemen-te contrastadas. Me refiero a la Organización Regional Uitoto del Caquetá, Amazonas y Putumayo (Orocapu), con sede en Florencia, Caquetá, y a la Asociación Consejo Regional Indígena del Guainía (Asocrigua), con sede en Inírida, Guainía. La Orocapu tiene el perfil de una organización estructurada alrededor de la identidad étnica de un grupo y se localiza en la Amazonia occidental, mientras que Asocrigua tiene una composición heterogénea en términos de las afiliaciones étnicas de sus integrantes y se localiza en la Amazonia oriental. Así, sobre la base de una aproximación microso-ciológica a partir de la cual me enfoco en las percepciones que los líderes de estas dos organizaciones tienen acerca de los procesos que les dieron origen y las dificultades que han tenido en diversas coyunturas, quiero abordar los dilemas que genera la autonomía política promovida por las reformas multiculturales.

los procesos de representación política indíGena en contexto

La burocratización de las organizaciones indígenas amazónicas comienza en firme en los años ochenta, momento en el que en la región se conforman la gran mayoría de ellas. A diferencia del Consejo Regional Indígena del Vaupés (Criva), que fue promovido por misioneros católicos y se convirtió en la primera organización indígena regional, hacia 1973 (Jackson, 1989), una considerable parte de las nuevas organizaciones fue el resultado de los estímulos organizativos realizados por programas estatales como el Desarrollo Rural Integrado (DRI) o la Capacitación para la Participación Campesina (Capaca), orientados a generar estructuras organizativas locales que habilitaran a los indígenas como beneficiarios de las políticas gubernamentales de desarrollo agrope-cuario y de reforma agraria, en un momento en que el estado establecía formas de intervención regional amazónica más continuas y sistemáticas.

Con poco más de 400.000 km2, la Amazonia colombiana representa cerca del 37% de la superficie del país (Domínguez, 2005), aunque su población solo equivale al 1,7% del total nacional (DANE, 2007). Históricamente, la región ha sido pensada como una frontera marginal a los procesos sociales, económicos y políticos que su-ceden en el interior del país (Ramírez, 2001, Serje, 2005; Santoyo, en este volumen), pero central en las sucesivas olas de explotación de recursos con destino al mercado mundial. Así, en una región tan basta, los procesos de articulación de gentes y de espacios no han sido homogéneos. De acuerdo con las tendencias históricas de su articulación, hoy es posible diferenciar entre la Amazonia occidental, caracterizada

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como una frontera de colonización agraria, y la Amazonia oriental, que proyecta una frontera de recursos (biológicos y minerales), que han dado por resultado configuracio-nes demográficas y económicas contrastadas (Domínguez, 2005; Ariza et al., 1998).

La Amazonia occidental la conforman los departamentos de Caquetá, Putuma-yo y Guaviare, cercanos al piedemonte de la cordillera oriental. Esta es un área de colonización por excelencia, articulada de manera temprana a las dinámicas del po-blamiento andino. Allí se han combinado formas de dominación colonial de la más variada raigambre, que van desde las economías extractivas hasta los programas estatales para la promoción del desarrollo empresarial y campesino, pasando por la dominación misional y las colonizaciones espontáneas y dirigidas. En esta región se ubican los frentes de colonización amazónica más antiguos y dinámicos (si bien con muestras de agotamiento), por lo cual la población mestiza es predominante y la indígena tan solo una pequeña fracción, que representa alrededor del 8,2% del total (DANE, 2007). En la actualidad cuenta con una importante presencia de instituciones del estado colombiano, que ha ido creciendo a medida que este ha entrado a dispu-tarle el control territorial a los grupos armados insurgentes y a intentar erradicar los cultivos de uso ilícito que jalonan la economía regional. La economía de esta subre-gión está sustentada principalmente en una producción agropecuaria poco competi-tiva y una expansión del comercio sustentada por el flujo de dinero que producen las actividades vinculadas con el narcotráfico.

Lo que se conoce como Amazonia oriental, por su parte, corresponde a los depar-tamentos de Guainía, Vaupés y Amazonas. Se trata de una región débilmente integra-da a la economía nacional, pero cuyos vínculos históricos con la economía mundial han sido importantes a través de intensas actividades extractivas (caucho, oro, recur-sos forestales y faunísticos, entre otros). Aquí la población indígena es mucho más significativa en términos demográficos que en la Amazonia occidental, y representa casi la mitad de la población total (49,2%) (DANE, 2007). Hasta hace relativamente poco tiempo, la Iglesia católica tuvo una fuerte injerencia en la administración de estos territorios. A pesar de que puede ser pensada como una región más marginal que la Amazonia occidental con respecto a los procesos sociopolíticos del interior del país, los recientes procesos de reordenamiento territorial del estado la han equipara-do con dinámicas políticas que hoy son centrales en todo el país. La ocupación del espacio y la colonización son procesos limitados que se activan intermitentemente con el auge de alguno de sus recursos naturales en los mercados internacionales. Su comercio circula por vía fluvial o aérea, ya que carece de carreteras que vinculen sus asentamientos con el interior del país.

La proporción demográfica diferencial de los indígenas en la Amazonia oriental y occidental también se refleja con claridad en los casos específicos de los departamen-tos donde son capitales Florencia e Inírida: solo el 1,61% de los 337.932 habitantes del Caquetá se identifica como indígenas (DANE, 2007). Entre ellos predominan los grupos étnicos uitoto, coreguaje, embera, nasa, andoque, muinane, catío y pijao. En Guainía, en cambio, el 64,9% de los 18.797 habitantes se identifica como indígena

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(DANE, 2007), con un predominio de grupos curripaco, piapoco, puinave y algunas comunidades de la familia lingüística Tucano Oriental que migraron desde el Vaupés desde la década de 1970.

Florencia e Inírida, las capitales departamentales, son la sede de la mayor parte de las organizaciones indígenas de estos departamentos. De hecho, estos centros administrativos han aglutinado los procesos de urbanización indígena en sus alrede-dores con el fin de facilitar el acceso a las instancias de gobierno regional e incluso la intermediación con el gobierno nacional. Florencia, no obstante, tiene casi diez veces la población de Inírida2 y es epicentro de una intensa actividad que se extiende por una amplia área alrededor de múltiples y variadas actividades económicas y admi-nistrativas. El movimiento de gentes por diversos sectores de la ciudad se relaciona con la presencia activa de pequeñas industrias y de un comercio que se nutre en parte de los dividendos de la economía de la coca. Es una ciudad, sin embargo, que ado-lece de serios problemas en cuanto a equipamientos básicos y donde la opulencia de algunos sectores contrasta con la abrumadora precariedad que se advierte en otros. En el momento en que estuve entrevistando a los líderes indígenas de la región, se experimentaban ciertas tensiones entre los coreguaje, los uitoto y los de otros ca-bildos urbanos de Florencia, que estaban reivindicando la asignación de tierras de resguardo cerca del casco urbano, pero la gobernación del departamento se resistía sistemáticamente a hacerlo.

Inírida, por su parte, es un pueblo apacible y pequeño cuya intensidad comercial se concentra alrededor del puerto sobre el río Inírida que se conecta con la calle prin-cipal. Solo recientemente algunas de sus calles se empezaron a pavimentar, mientras que la mayor parte de la población carece de servicios básicos; el servicio de acue-ducto es bastante limitado, ya que cubre solo a un tercio de la población urbana, y la energía eléctrica es un bien de acceso restringido, incluso para aquellos pocos que cuentan con conexión a la red eléctrica. En Inírida, a diferencia de Florencia, no se advierten fuertes contrastes entre las condiciones socioeconómicas de sus poblado-res, por lo cual los barrios en su mayoría son marginales y con una población predo-minantemente indígena.

A pesar de las diferencias entre las dinámicas urbanas y el peso demográfico indígena en Florencia e Inírida, el tipo de liderazgo indígena que se ha conformado en estos escenarios es muy similar a primera vista: predominantemente masculino (los cuadros de las organizaciones, cuando visité la región, eran casi exclusivamente varones), con estructuras organizativas de carácter principalmente étnico. Entre los líderes de las organizaciones hay quienes aspiraban a cargos de elección popular en el ámbito local y regional (alcaldías y gobernaciones, sobre todo) y quienes, a pesar de mediar la relación entre sus comunidades y las instituciones del estado, no tenían as-

2 De acuerdo con los datos del censo oficial de 2005, Florencia tenía una población de 137.896 e Inírida de 15.676 (DANE, 2007).

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piraciones electorales inmediatas3. Pero, aun cuando ni Orocapu ni Asocrigua cons-tituyen partidos políticos4, en el caso de esta última es fácilmente discernible una tendencia a circunscribir las prácticas organizativas alrededor de la participación in-dígena en elecciones para corporaciones públicas. Así, mientras que en el Guainía la participación electoral es un dinamizador importante del liderazgo –dado el balance demográfico a favor de los indígenas–, en Caquetá su marginalidad los obliga a rea-lizar un juego de alianzas con representantes de los partidos políticos en condiciones de clara desventaja. Las consecuencias de este tipo de estrategias diferenciales es, entre otras, que en Guainía, como lo expondré más adelante, los indígenas están más cerca del acceso a instancias de decisión para una concertación de programas de gobierno con menor interferencia de los mediadores, mientras que en Caquetá los sectores de intermediarios tienen más importancia, dejando un espacio de maniobra política y de decisión casi nulo a los líderes indígenas, ya que, al fin y al cabo, los votos indígenas que representan y que interesan a los políticos vinculados con los partidos tradicionales son sustancialmente pocos.

Para el análisis de las encrucijadas que hoy atraviesan Orocapu y Asocrigua rea-licé alrededor de 30 entrevistas abiertas y en profundidad con líderes y funcionarios públicos de ambas localidades. Estas me permitieron identificar las tensiones que han surgido en los procesos de consolidación de las organizaciones bajo examen y reflexio-nar sobre los procesos microsociales que las envuelven a partir de los discursos de sus líderes. El análisis de esos discursos resulta central para examinar la manera como se propone y se lleva a la práctica la representación y la mediación étnica: a nombre de quién hablan los líderes y cómo permean su discurso las prácticas y la cultura política locales y externas (Greene, 2004; Graham, 2002). Mi interés en la escala microsocial debe mucho a la recomendación de Brown (1993: 320) a propósito del liderazgo ama-zónico. Brown argumenta que para comprender las transformaciones que experimen-tan las estructuras políticas indígenas, una vez se lleva a efecto su articulación con los sistemas nacionales, es necesario considerarlas en una escala microsocial, de manera que los significados locales alrededor del poder adquieran relevancia. Esta recomen-dación resuena en las palabras de Michel Agier cuando advierte que, lejos de que la

3 Se puede identificar un tercer tipo de liderazgo indígena, que no es materia de análisis de este artículo, representado por aquellas personas que se caracterizan por su capacidad de proponer discursos políticos sobre la diferencia cultural y la posición ideológica de los indígenas. Este tipo de liderazgo lo componen algunos ancianos –cuyo conocimiento es valorado por ser “tradicional”– hasta los profesores indígenas –varios de ellos educados formalmente en universidades–, que tienen una particular habilidad para poner en sintonía discursos globales y procesos locales y, desde ese locus, potenciar formas novedosas de concebir las identidades étnicas en la actualidad.

4 Aunque utilizo la noción de partido para referirme a las organizaciones aptas para presentar candidatos a cargos de elección popular, hay que señalar que este término es poco utilizado por las organizaciones étnicas indígenas, dadas las connotaciones negativas asociadas con las prácticas políticas de los partidos tradicionales (Laurent, 2007: 117). Para una caracterización detallada del origen, plataforma ideológica y experiencia electoral de los principales partidos políticos indígenas en Colombia, véase Laurent (2005).

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escala de análisis microsocial pueda concebirse como una aproximación ingenua, en un momento en el que se reivindican las articulaciones de procesos locales y globales, su pertinencia está justificada cuando se considera que es justamente en este nivel que “emerge una multitud de pequeñas narrativas identitarias que ocupan el espacio deja-do por grandes narrativas en crisis –misión cristiana, destino de las clases, proyección nacional”– (Agier, 2000: 11). Además, nos recuerda Agier, las narrativas identitarias constituyen el fermento de la actividad política de los colectivos constituidos alrededor de las pertenencias étnicas y aparecen en los contextos más diversos, pero son cons-trucciones hibridas, bricolages, que se nutren de las más diversas fuentes, estas sí lo-cales y globales a la vez. Acogiendo esta perspectiva, mi análisis se centra en experien-cias locales de liderazgo político indígena, buscando un contrapunto con las retóricas globales del multiculturalismo y la indigeneidad, para dar cuenta de la trama compleja que revela la condición subalterna en la agencia de estos líderes (Spivak, 1988).

orocapu: los desafíos de una organización indígena

para el pueblo uitoto

La tendencia organizativa indígena que predomina en el Caquetá desde los años ochen-ta, cuando empezó su burocratización, es la creación de estructuras de representación circunscritas a un grupo étnico en particular (una organización para los uitoto, otra para los nasa, etc.). Aunque los indígenas de la región han hecho un esfuerzo por esta-blecer organizaciones zonales que vinculen a los pobladores indígenas de un área geo-gráfica delimitada, e independientemente de su filiación étnica, en el Caquetá aún no existe una agremiación supraétnica que abarque a todas las poblaciones indígenas del departamento, como sucede en la mayoría de departamentos del país. Al aproximarme a los procesos organizativos de los indígenas en el Caquetá, encontré que la fragmen-tación es su principal rasgo y a la vez el mayor escollo para consolidar una organiza-ción supraétnica. Esa fragmentación se hace palpable, por ejemplo, en las diferentes organizaciones indígenas que convergen en una ciudad como Florencia, donde cada grupo étnico tiene una organización, o incluso donde un mismo grupo tiene varias organizaciones, como en el caso de los coreguaje, lo que hace que cada una reivindique sus intereses particulares y muchas veces haya rivalidades manifiestas entre unas y otras, al competir por recursos escasos y espacios políticos bastante limitados. Esta situación se ha convertido en un factor que afecta negativamente la visibilidad política y la capacidad de maniobra de los indígenas de la región, pues, además de ser minoría en la composición demográfica del departamento, la dispersión de los esfuerzos de las múltiples organizaciones indígenas les resta eficacia a sus reivindicaciones.

En ese contexto, Orocapu se constituyó en 1987 como respuesta a la necesidad de formar una organización que representara los intereses de las comunidades uitoto de los departamentos de Amazonas, Caquetá y Putumayo5. Para la época se empezó a

5 Como un indicador de su extensión, vale decir que el área total de esos departamentos es de 223.515 km2.

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imponer la necesidad de configurar organizaciones indígenas por “pueblos”, de acuer-do con los valores e ideologías promovidos por el Convenio 169 de la OIT, donde la defensa de los derechos de los “pueblos indígenas” se convirtió en sí misma en una reivindicación política fundamental, al caracterizar a las comunidades indígenas con el estatus de pueblos indígenas. A pesar de la imposibilidad de lograr una representación efectiva y unificada del pueblo uitoto que habitaba un área tan extensa, los líderes de esta organización mantienen en la actualidad su interés por alcanzar ese objetivo.

De acuerdo con los documentos estatutarios escritos en 1987 como parte de toda la formalidad burocrática de las nuevas organizaciones indígenas, en el momento de su surgimiento el proyecto político y organizativo de Orucapu pretendía “la integra-ción de todos los indígenas uitoto alrededor de lazos comunes, […] exaltar y rescatar los valores, tradiciones, costumbres y creencias ancestrales con el fin de preservar la identidad y mantener viva la cultura” (Orocapu, s.f.). En sus propósitos se advierten las retóricas que permeaban las organizaciones indígenas de la época, claramente influenciadas por la estrategia de conformar organizaciones que velaran por los de-rechos de los indígenas como “pueblos”, y también en un momento en el que la idea de la cultura y los valores tradicionales se convirtieron en el principal capital simbó-lico de los indígenas amazónicos, ante audiencias externas ávidas de enfatizar sus conocimientos ecológicos ancestrales. Además, la organización decía procurar “la convivencia pacífica con el hombre occidental (blanco) para que conjuntamente se trabaje por el desarrollo y el progreso de nuestra patria” (Orocapu, s.f.). Así, además de reivindicar el estatuto de los uitoto como pueblo indígena, Orucapu promovía la necesidad de que los uitoto aportaran a los valores centrales del estado colombiano, representados en el “desarrollo” y el “progreso” del país, alineando retóricamente las expectativas del pueblo uitoto con las promesas de desarrollo y bienestar que las ins-tituciones del estado promovían para la época (década de 1980) entre los habitantes indígenas de esta región de la Amazonia.

Según sus líderes, la identidad y la cultura se entienden como prácticas y dis-cursos que hay que mantener y preservar. En la consideración de esas categorías como esencias (“hay que preservar la identidad y mantener viva la cultura”) conver-gen influencias externas y nociones locales que indican la creatividad, plasticidad y agencia de estos líderes, ya que al autoesencializar esas nociones –al apropiarse de la necesidad de preservar la identidad y la cultura en su plataforma política–, lejos de agotar el discurso de la diversidad, contribuyen a potenciar las reivindicaciones de autonomía a las que aspiran las organizaciones indígenas, como lo sugieren Jackson y Warren (2005: 559-560).

En sus inicios Orocapu contó con el apoyo de las instituciones de gobierno regio-nal a través de la ejecución de proyectos de envergadura regional, como el fortaleci-miento de la participación de los indígenas en los programas de formación de coope-rativas y en la promoción de cultivos alternativos a la hoja de coca, pero a comienzos de los años noventa la organización comenzó a mostrar síntomas de fatiga cuando algunos líderes desestimaron la posibilidad de alcanzar una representación eficaz

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y unificada del pueblo uitoto, como lo preveían los estatutos de la organización, y cuando varios de los proyectos de “desarrollo” en los que estaban involucrados no lograron consolidarse.

Para conocer la perspectiva de sus líderes sobre los orígenes de Orucapu, dialo-gué en Florencia con Custodio Joinama, un líder uitoto de 55 años aproximadamente, con formación universitaria y quien al momento de la entrevista trabajaba como profesor en una escuela, al tiempo que lideraba el proceso de consolidación de uno de los cabildos urbanos de los uitoto. Custodio comentó:

… yo fui fundador [de Orucapu]. Prácticamente fui el ideólogo de cómo tenía que funcionar eso. Y me ambicioné tanto que le coloqué el nombre tan grande de Orocapu que era para abarcar Amazonas, Caquetá y Putumayo. Y es que yo reconozco, o sea, mi ambición fue tan grande [que] pensé que con eso iba a poder trabajar con el grupo, pero nunca miré la parte de [las] debilidades [a las] que tenía que enfrentarme. Primero, no tuvimos una organización política seria, definida, que tuviera un perfil de un desarrollo sociocultural. Nunca la hubo, sino, como dice mi paisano, nació a punta de “madrazos”. La criamos pero no la pudimos mantener. Eso es difícil (diciembre de 2004)6.

Las palabras de Custodio revelan uno de los aspectos más característicos de la capacidad de agencia de los líderes políticos: la retórica sobre los escenarios ideales que buscan las organizaciones que representan. Sin lugar a dudas, el escenario de Oru-capu que se configura en la retórica de Custodio responde a las expectativas de orga-nización indígena que promovían sectores externos en esa época (sustentados en la plataforma transnacional sobre la cuestión indígena), pero hacía parte de un escenario anhelado, difícilmente alcanzable, por las características de dispersión geográfica e incomunicación entre los uitoto. Para entonces, finales de los años ochenta, el discurso de la especificidad cultural de los indígenas y de la necesidad de adaptarse a ella en el desarrollo de las intervenciones del estado ya había hecho carrera y los indígenas comenzaban a apropiarse de ese lenguaje. Esto tenía lugar en un contexto en el cual el estado pretendía neutralizar por medio de mecanismos de cooptación las reivindicacio-nes que venían exigiendo las comunidades andinas (Jackson, 1995). Hasta entonces, los programas del estado en las áreas de colonización de la Amazonia occidental no diferían mayormente entre indígenas y campesinos, ya que ambos eran vistos fun-damentalmente como agricultores, y, adicionalmente, al seguir un formato de origen gremial, organizaciones como Orucapu privilegiaban un discurso de clase. A pesar de que el discurso sobre la diferencia cultural iba teniendo incidencia en el balan-ce de las relaciones de poder entre indígenas y campesinos colonos (véase Chaves, 1998), la naciente dirigencia indígena de la región no se detuvo en controvertir los

6 Para hacer más fluida su lectura, edité los fragmentos de las entrevistas que cito aquí, eliminando reiteraciones o muletillas y en algunos casos introduciendo conectores o palabras para indicar el sujeto de la acción, los cuales se indican entre corchetes.

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perfiles “socioculturales” que promovían los programas de desarrollo. Se centraron casi exclusivamente en seguir las recomendaciones de las instituciones para conver-tirse en beneficiarios de los planes de gobierno. Esto explica en parte por qué razón el formato de organización gremial fue el que se adoptó primariamente en muchas comunidades de la Amazonia occidental, aunque es claro que su adopción generó debates y recios enfrentamientos entre los mismos indígenas.

La ausencia de un “desarrollo sociocultural” a la que se refiere Custodio está en relación con el discurso específico de instituciones como el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA) o el DRI, encargadas de adelantar programas de desarrollo en co-munidades indígenas que asumieron modalidades como el Capaca, antes menciona-do. Las palabras de Custodio sugieren la fuerte influencia que tuvieron las demandas estatales en la conformación de organizaciones indígenas en el Caquetá, que actua-ron como una instancia de intermediación que les permitiera transferir proyectos sociales y de desarrollo en la región amazónica.

Además de los problemas señalados, Orucapu no tenía claridad sobre su pro-yecto político, en un momento en que las condiciones generadas por las reformas multiculturales exigían una adecuación del discurso de las organizaciones indígenas y la participación electoral –a través de la creación de la circunscripción especial in-dígena– revitalizaba las expectativas electorales a escala local y regional de muchas de ellas. Entre esas condiciones estaba el énfasis de la retórica en lo autóctono y lo tradicional (opuestos a la articulación con el desarrollo y progreso que promulgaban los estatutos de la organización), que muchas organizaciones indígenas y sus líderes adoptaron rápidamente.

En términos de Custodio, Orucapu debía tener una aspiración, más allá de crear una organización y consignar unas metas y estrategias políticas para la participación electoral. Así, con las reformas multiculturales de principios de los años noventa, organizaciones como Orucapu enfrentaron el reto de desarrollar y enfatizar un pro-yecto político centrado en los valores culturales minoritarios que caracterizan a los indígenas. Hoy, la totalidad de las reivindicaciones políticas de las organizaciones indígenas en Florencia parten de enfatizar su condición étnica minoritaria (Del Cairo y Rozo, 2006).

Al preguntarle a Custodio si consideraba que Orucapu tenía una forma propia-mente indígena de hacer un trabajo político, decía que otros líderes de la organi-zación insistían en que efectivamente había en ella una forma indígena de hacer política sustentada en la percepción de la naturaleza como la “madre tierra”. Esto implicaba que los hijos de la madre tierra, los indígenas y, por ende, los políticos indígenas, encarnaban esa forma prístina de respetar la madre tierra promoviendo valores de honestidad y pureza. Sin embargo, para él, “eso ya es un cartucho que-mado”. Con ello reconocía el valor estratégico de fomentar el estereotipo que algunos han llamado del “noble salvaje ecológico” (Redford, 1991), que les había reportado importantes dividendos en su posicionamiento con actores transnacionales, como las ONG ambientalistas (Conklin y Graham, en este volumen), y que incluso había

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sido parcialmente promovido por el mismo estado colombiano, como lo demuestra la Política Amazónica de finales de la década del ochenta (véase Del Cairo, 2006). De hecho, bajo la premisa según la cual “tierra e indígenas se pertenecen” (Barco, 1990: 18), el gobierno de entonces desarrolló una argumentación que reforzaba la imagen conservacionista de los indígenas amazónicos:

La dinámica básica de producción y redistribución [de los indígenas amazónicos] se fundamenta en la visión cósmica que tienen de los recursos (energía vital), como una cantidad limitada que no aumenta ni disminuye. […] Esta visión de reciclaje de energía entre los dueños de los hombres, maloqueros, y de los animales, conlleva un control de la demanda social sobre oferta ambiental y, por lo tanto, un tipo de administración de los recursos naturales a largo plazo y una distribución comunitaria lo más equitativa posible, reafirmando la cohesión social, lo cual asegura la unidad del grupo para su propia reproducción (República de Colombia, 1990: 61).

Más allá de si esa visión se ajusta o no a la realidad “etnográfica” de la multi-plicidad de grupos indígenas amazónicos, la valoración positiva del indígena que en ella se perfiló resulta paradigmática, ya que congela en una esencia el modelo ético y la visión particular del mundo de estas comunidades, para justificar el reconocimien-to de tierras de resguardo a las comunidades indígenas de la región que hizo el esta-do en la época (véase Del Cairo, 2006). El ejemplo del discurso de la “madre tierra”, que tanto sentido hace para audiencias externas, indica que, al considerarla como un principio rector que determina la forma indígena de hacer política, los líderes de Oro-capu están entrampados en los dilemas de la representación subalterna sobre la base de las demandas de los discursos y estrategias hegemónicos que la engloban, porque en los procesos de autoafirmación identitaria irremediablemente afloran retóricas y modos hegemónicos de entender la diversidad (Briones, 2003: 42).

Otra encrucijada que enfrentaron estas organizaciones indígenas consistió en que, al burocratizarse la representación indígena en estructuras organizativas altamente jerarquizadas y con manuales de funciones y deberes para cada uno de sus cargos, con estatutos registrados ante el gobierno, etc., la representación tendió a asumir un modelo de arriba-abajo, alimentando las ambiciones personales de sus líderes y gene-rando pequeñas élites de representación indígena que se debían más a los intereses de las instituciones que los patrocinaban que a las bases que decían representar. Esto, en el caso de Orucapu, se tradujo en la carencia de una articulación sólida entre las bases comunitarias y sus representantes, pues, como lo señalaba Custodio:

La información que tenía que ser para el bien de la población solamente llegaba arriba, al presidente o al representante legal de la organización. La gente de base no se daba cuenta qué era lo que estaba pasando: si podían apoyar o no a los procesos que se estaban haciendo […] Cuando una cosa no tiene base, no tiene sentido el trabajo que se va a hacer, porque todos los trabajos que pensaba hacer Orocapu eran para que impactaran o tuvieran beneficio, pero nunca tuvieron acogida [entre las bases] por la razón de que nunca se trabajó desde la base (Florencia, diciembre de 2004).

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El hecho de que la organización surgiera de un proceso de arriba hacia abajo, a través de vías de autoproclamación, hace problemática la función de representación que encarnan los “ejecutivos de la identidad” (Agier, 2000: 11). En la narración de Custodio, no se trata de una representación efectiva, sino de una que el representante reivindica para potenciar su rol, situación que caracteriza este nuevo tipo de lideraz-go desde su surgimiento. Adicionalmente, al no articularse con los líderes tradiciona-les, se produjo una fractura casi insalvable entre estos y los nuevos líderes. Mientras que el liderazgo tradicional había prevalecido hasta entonces, ahora el liderazgo po-lítico suele estar en manos de personas separadas por una brecha generacional y un capital cultural diferenciado: los jóvenes cuentan con una educación y socialización más próximas a la cultura occidental colombiana que les permite desenvolverse –a diferencia de aquellos– con más propiedad en las estructuras burocráticas del estado; los viejos, en cambio, cuentan con el conocimiento de su historia y de las maneras de hacer propias de su pertenencia indígena, hoy valoradas solo por fuera del juego político. Mientras que los ancianos fungían como un bastión del liderazgo “tradicio-nal”, muchos de los líderes de las nuevas generaciones empezaron a mostrarse más versátiles para enfrentar los retos de la institucionalización de las organizaciones indígenas, ya que algunos contaban con la educación en los internados, la competen-cia lingüística y el conocimiento del mundo de los “blancos” a través de experiencias como haber prestado el servicio militar o haber tenido la oportunidad de realizar viajes al interior del país (Laurent, 2005, 2007).

Como consecuencia de la imposibilidad de hacer efectiva la pretensión de Orocapu de representar a los uitoto de una vasta región, a mediados de la década del noventa surgieron otras organizaciones indígenas regionales de menor cobertura, como es el caso de la Asociación de Cabildos Indígenas del Caquetá (Ascainca), que sigue el mode-lo de representación política indígena de las asociaciones de cabildos promovidas en la Constitución de 1991, en la cual el resguardo se convierte en el eje fundamental de in-corporación cívica de los indígenas del país. La diferencia entre una organización como Orocapu y una como Ascainca radica en que obedecen a dos modelos diferentes: en el primer caso, a uno de inspiración gremial parcialmente promovido por las instituciones del gobierno en los años ochenta; y en el segundo, a uno contemporáneo que privilegia el estado colombiano y que está estructurado en torno a las unidades territoriales (res-guardos), que son reguladas por la normatividad estatal.

Asocrigua: los retos de la participación electoral

Inírida ofrece un punto de comparación interesante con respecto a Florencia en rela-ción con las formas de organización política indígena. Desde la década del noventa, los procesos de organización y participación política indígena han tenido en esta región resultados paradójicos que se advierten en la elección de personas avaladas por organizaciones políticas indígenas en importantes cargos públicos y, al mismo tiempo, en sus continuos problemas organizativos y profundas divisiones internas suscitadas por la manera de manejar la organización. Aunque las condiciones de las

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poblaciones indígenas del Guainía son significativamente diferentes de las del Cauca, los orígenes de Asocrigua están relacionados con la crisis del Consejo Regional Indí-gena del Guainía (Crigua I), organización que se constituyó sobre el modelo y la in-fluencia del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), vanguardia del movimiento indígena en Colombia desde los años setenta. Crigua I se creó en 1982 con el objetivo político de lograr el reconocimiento legal del territorio que tradicionalmente habían ocupado o que hacía parte de la geografía simbólica de las comunidades indígenas de la región. Este hecho pone en evidencia un aspecto crucial que diferencia los procesos organizativos de las comunidades de la Amazonia occidental y oriental: mientras que en la occidental existe una mayor necesidad de ampliar y recuperar territorios indígenas (como las pretensiones de los cabildos urbanos de Florencia) en la oriental se trata más bien de legalizarlos.

Debido a problemas administrativos relacionados con la personería jurídica de Crigua I, sus miembros decidieron cambiarle el nombre y crear nuevos estatutos para obtenerla más fácilmente. Según sus estatutos, “el objetivo principal y único de Aso-crigua es el de luchar por los derechos e intereses de los pueblos indígenas del De-partamento del Guainía, por su unidad, territorio, cultura y autonomía” (Asocrigua, s.f.: 2). Estas son las mismas reivindicaciones promovidas primero por el CRIC y luego por la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC). Asocrigua asumió un modelo organizativo y de representación diferente del de Orocapu: mientras que esta última se estructuró alrededor de un comité central que representaba a un grupo étnico en particular y operaba en la capital departamental, aquella estableció seis zonales, distribuidas por los principales ríos de la región, cuyos líderes mantenían un contacto directo con sus comunidades y periódicamente viajaban a Inírida para compartir las experiencias y dialogar sobre las procesos, las estrategias y los fines políticos de la organización. Se trataba de un ejercicio orientado a mantener un flujo de información constante entre el epicentro político regional (Inírida) y las poblacio-nes ribereñas asentadas a lo largo de los ríos de la región.

A mi modo de ver, y a diferencia del caso del Caquetá, el éxito de la experiencia de Asocrigua como organización supraétnica departamental se debe a dos factores. En primer lugar, al peso demográfico de los indígenas en Guainía, el cual motivó la organización de las diferentes comunidades para traducir ese peso en un capital electoral. En segundo lugar, porque Asocrigua heredó el carácter supraétnico de la primera organización indígena en la región, el Crigua I, que abarcaba a todas las comunidades del departamento. Es decir, mientras que en Caquetá cada grupo étnico se organizó de manera independiente para buscar su participación en las esferas políticas departamentales, en Guainía la heterogeneidad de los asentamientos hizo inviable ese modelo desde un inicio. Es probable que esta situación le haya permitido a Asocrigua madurar desde su origen estrategias políticas que priorizaban la unión del electorado indígena y los valores del panindigenismo para resistirse al juego de las prebendas partidistas y fragmentadas de los políticos “blancos”.

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La capacidad de representación supraétnica que caracteriza a Asocrigua la hace una organización poderosa, ya que actúa en nombre de la mayoría de la población del departamento, que son los indígenas. Esto ha hecho que desde las reformas multiculturales de principios de los años noventa Asocrigua haya jugado un papel de importancia en los procesos electorales regionales. En un principio, estableció alianzas con algunos partidos tradicionales para apoyar los candidatos de estos últimos; luego avaló candidatos “blancos” –como allí suelen llamar a los no indíge-nas– acogidos por partidos políticos indígenas7, y en las elecciones de gobernador de 2003 decidió escoger y avalar a un indígena para candidatizarlo por un partido político indígena. El que Asocrigua tomara la decisión de escoger y avalar candi-datos indígenas estuvo sustentado en el reconocimiento de que, al actuar unidos, los indígenas del Guainía representados por Asocrigua tenían un peso electoral decisivo. Pablo Acosta, miembro de la junta directiva de Asocrigua, describió lo que fue identificar esa estrategia:

Nosotros necesitábamos empezar a hacer un proyecto nuevo, un proyecto político con una ideología indígena. Porque es que estábamos apoyando a la gente [blanca] y ¿qué beneficios habíamos recibido nosotros? ¡Nada! Esa idea se regó aquí entre todo el mundo, entre unos líderes que siempre han trabajado con los conservadores, con los liberales, y así. Esos líderes indígenas sí son políticos de verdad. Me escribieron que bajara a Inírida a ver cómo era la cuestión, cuál era la idea principal de mi propuesta. Yo me reuní con ellos y les dije: tenemos que montar un proyecto de nosotros, que es sobre el movimiento indígena, así como hacen los campesinos. Les dije: miremos a los campesinos. ¿Cómo se organizan los campesinos? El campesino se reúne en un solo grupo y tumba al que quieren tumbar, y ese es el movimiento, les dije. Nosotros como pueblo indígena tenemos que ser un solo grupo sin discriminar a nadie. Puede ser un curripaco o un puinave, pero deben estar en un solo grupo y pelear por nuestros derechos. ¿Para qué? Pues para montar un gobernador, montar un alcalde, montar un representante a la cámara (Pablo Acosta, Inírida, agosto de 2005).

Las elecciones de 2003 fueron el escenario para poner en marcha ese proyecto político con “ideología indígena”, como lo describió Pablo. En cuanto que ese proceso revela un tipo de encrucijadas distinto del que describí para el caso de Orucapu, me centraré en las particularidades que rodearon la escogencia, elección y crisis de gobernabilidad de ese candidato. En efecto, con el propósito de hacer “democrático” el proceso de selección de su propio candidato a la gobernación para las elecciones de 2003, Asocrigua organizó una serie de convenciones en las cuales debía partici-par la totalidad de delegados de las zonales que la componen, para escuchar a los aspirantes a candidatos exponer sus planteamientos políticos y organizativos. Para formalizar la candidatura, Asocrigua sumó sus fuerzas con AICO, un partido político con una importante trayectoria en la región andina del país. Los líderes de Asocrigua

7 Como ocurrió con la elección del gobernador Arnaldo Rojas en 1998 en representación de la Alianza Social Indígena, con el aval de Asocrigua, quien luego fue destituido de su cargo (Laurent, 2005).

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lograron negociar un pacto que satisficiera sus expectativas: ellos movilizarían a las bases indígenas para que votaran por el candidato de AICO y este les correspondería con cuotas burocráticas en el gobierno departamental. La alianza beneficiaba a las partes de manera conveniente: Asocrigua proveía a AICO con las redes políticas y la capacidad de movilización de las bases indígenas, en un departamento donde AICO apenas empezaba a hacer proselitismo político. Por su parte, AICO, que contaba con los requerimientos jurídicos de un partido político, le brindaba al candidato elegido por Asocrigua su aval y prestigio.

La junta directiva de Asocrigua estaba buscando un candidato indígena que tu-viera habilidad en el manejo del español, conocimientos sobre el funcionamiento burocrático de las instituciones, capacidad de liderazgo y capital político. El perfil más cercano a lo que estaban buscando lo representaba Efrén de Jesús Ramírez. Pero Ramírez tenía una particularidad: era un mestizo, o cabuco, como se les denomina usualmente en la región, hijo de madre indígena y padre “blanco”. Sin embargo, Aso-crigua se inclinó por él, en parte porque Ramírez se presentaba mucho más cercano a los intereses de la organización que un candidato “blanco” y tenía un mejor perfil que los demás aspirantes indígenas: contaba con experiencia laboral en instituciones estatales del orden departamental y había sido concejal en el municipio de Inírida por un partido tradicional, hecho que refrendaba su conocimiento del modus operandi de los políticos tradicionales. Para Asocrigua, esa experiencia facilitaría en algún grado la negociación de la agenda del movimiento indígena con las fuerzas políticas tradicionales del departamento. En su pragmatismo, AICO no tuvo inconveniente en avalar a Ramírez, ya que se presentaba como un candidato con opciones reales de ganar la contienda electoral. Ramírez, por su parte, enfatizaba su linaje indígena materno para ganar el respaldo de las autoridades indígenas, argumentando que su condición de indígena le facilitaba su gestión de gobierno. En otras palabras, mien-tras que los miembros de Asocrigua lo veían como un mestizo, él se presentaba como indígena. En una entrevista, el gobernador Ramírez argumentó que “la condición de ser indígena ha sido muy ventajosa, porque me ha abierto las puertas” (Inírida, mayo de 2005).

Ramírez fue finalmente elegido y en 2004 tomó posesión de su cargo como go-bernador del Guainía. Sin embargo, la euforia empezó a disolverse poco después de la posesión del gobernador, cuando una facción de Asocrigua le retiró su apoyo argumentando que él no estaba respetando los acuerdos burocráticos ni la agenda política que habían pactado antes de las elecciones. Con los días, algunos miem-bros de la organización rumoraban la causa de su incumplimiento. Se trataba de un argumento racial: al no ser “propiamente” indígena, sino un “medio” o cabuco, él no se debía al movimiento que lo había respaldado. Algunos lamentaban el oportu-nismo del gobernador; aducían que solo había reivindicado su linaje materno para lograr el apoyo de las organizaciones indígenas. Le recriminaban que, una vez fue elegido, hubiese “olvidado” convenientemente los acuerdos pactados con Asocrigua, para congraciarse con los políticos tradicionales de la región, quienes habían visto

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con sospecha, y no poco resentimiento, la elección de un indio como gobernador8. Para convencer a aquellos indígenas –que no lo veían como uno de los suyos– de que estaban equivocados, el gobernador comenzó a usar prendas tradicionales in-dígenas en algunos actos de gobierno y en fotografías publicadas en órganos de comunicación de la gobernación. La resistencia de los dirigentes de Asocrigua a esta estrategia del gobernador se exacerbó luego de que aquel utilizara un “guayuco” en el acto conmemorativo del Día de la Raza, el 12 de octubre de 2004. Al vestir una prenda tradicional que potenciara lo “indígena” de su disputada identidad étnica, antes que ganar adeptos exacerbó la inconformidad de sus críticos. Para la mayoría de los líderes el uso de esta prenda fue una caricaturización de su rol como gober-nador, produjo indignación en algunos sectores de Asocrigua y burlas entre algunos habitantes de Inírida. En reacción a ese evento, Pablo Acosta increpó la actitud del gobernador, cuestionándose: “¿Cómo se va a vestir de esa manera un tipo que nunca se ha colocado eso? Está bien que se lo ponga alguien indígena, de verdad indígena. Pero un tipo de esos poniéndose esos trajes lo que hace es burlarse de nuestra propia cultura” (Pablo Acosta, Inírida, agosto de 2005).

La estrategia del gobernador fue apelar a diacríticos de “la” identidad indígena amazónica (las plumas multicolores o el “guayuco”) que mejor enfatizaran el carácter indígena que quería proyectar. Es claro que los habitantes “blancos” de la localidad consideraban que el gobernador era indiscutiblemente indígena. Cuando Asocrigua le retiró su apoyo, el gobernador se vio en la encrucijada de mantener el apoyo de las bases indígenas y para ello apeló a una estética y a un discurso que resaltaran la per-tenencia étnica indígena, con la esperanza de que le traería mejores dividendos polí-ticos con los sectores indígenas del departamento. Así pretendía aplacar las críticas que le hacían quienes adjudicaban su traición a los compromisos preelectorales a su condición de cabuco. Pero para los líderes de Asocrigua el asunto no estaba resuelto: querían las cuotas burocráticas que habían convenido. A pesar de que en su discurso el gobernador insistía en la diferencia entre el ejercicio de la política tradicional y el indígena –que sustentaba así: “nosotros [los indígenas] somos de pensamiento co-lectivo y el mundo occidental es de pensamiento individual”–, el incumplimiento de los pactos burocráticos con Asocrigua hizo que los mismos indígenas lo catalogaran como un “político tradicional”, aunque en su discurso reivindicara su manera dife-rencial (“indígena”) de hacer política. No obstante, el gobernador insistía vehemente en que su “pelea política” no era con los indígenas, sino con los políticos tradiciona-les –que en el contexto local de Inírida son “blancos”.

Esta situación evidencia la centralidad de las clasificaciones raciales en el ejerci-cio político. El fenotipo aparece como uno de los principales indicadores de etnicidad.

8 Aunque las motivaciones que sustentan la marginación de los políticos indígenas por parte de los políticos tradicionales es un aspecto muy interesante de análisis, no es mi interés señalarlas en este artículo. Quiero anotar, sin embargo, que en buena parte esta marginación obedece a jerarquías raciales alimentadas por estereotipos sobre lo “indio” que hunden sus raíces hasta los procesos coloniales de relación entre “blancos” e “indios”.

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Sin lugar a dudas, el gobernador del departamento era un “indio” para los “blancos” de la región, pero él sabía que los indígenas lo identificaban como cabuco. Por ello, a medida que su liderazgo político se desmoronaba, él intensificaba las estrategias para acentuar su condición “indígena”. Finalmente, el gobernador fue suspendido de su cargo en 2006 por haber violado el régimen de inhabilidades. Aunque estuvo motivada por razones ajenas a las responsabilidades de su cargo, la suspensión del gobernador frustraba las esperanzas de quienes veían en su elección una oportuni-dad histórica para demostrarles a los blancos una forma distinta y eficaz de hacer po-lítica. Para otros, en cambio, la caída en desgracia del gobernador dejaba una lección importante: la organización indígena tenía que aprender a pactar adecuadamente su respaldo a los gobernantes para garantizar el cumplimiento de los acuerdos políticos y ejercer control sobre ellos. Melvino Izquierdo, presidente de Asocrigua y uno de los jóvenes indígenas más activos políticamente en el Guainía, explicaba esa situación a través de la metáfora del bongo o canoa. Decía él que la asociación llevaba mucho tiempo construyendo un bongo para mover a todos los indígenas, pero los aspirantes a cargos públicos con el respaldo de Asocrigua “se subían al bongo en época de elec-ciones y una vez elegidos se bajaban” (Melvino Izquierdo, Inírida, mayo de 2005).

La experiencia electoral de Asocrigua constata que el peso demográfico mayorita-rio del sector indígena y la capacidad de convocatoria electoral de una organización no son garantía para lograr el control político de una región. También, que una cosa es acceder a los cargos de elección popular y otra muy diferente es desenvolverse apropiadamente en el entramado de las relaciones burocráticas que caracterizan a las alcaldías y gobernaciones. La elección del gobernador indígena reveló agudas debilidades de la estructura política indígena en Guainía. Este caso refleja una situa-ción aparentemente paradójica: aunque se trató de un triunfo inmediato, la elección del gobernador desgastó notablemente los consensos políticos que se habían logrado dentro de Asocrigua, al generar agudos debates internos sobre la conveniencia de haber aceptado a un cabuco como candidato de una organización indígena. Se trata-ba de reconocer que los acuerdos preelectorales se habían disuelto, y, en tal caso, las rupturas poselectorales se convirtieron en un escenario que no habían anticipado, si bien el asunto del gobernador Ramírez les dejó la importante lección de anticipar me-canismos de control para garantizar el cumplimiento de los acuerdos burocráticos.

las encrucijadas del liderazGo político indíGena

Las reformas multiculturales en Colombia respondieron en alto grado a las demandas y expectativas de las comunidades andinas, que tienen procesos sociohistóricos y polí-ticos sensiblemente diferentes de los de la región amazónica. Al aplicar esos criterios a una realidad sociopolítica, e incluso demográfica, tan distinta, como la que caracteriza la mayor parte de la Amazonia, en lugar de propiciar soluciones crean o agudizan nuevos problemas ya existentes. Por ejemplo, con el estatus de nuevos departamentos, regiones como el Guainía adquirieron autonomía presupuestal, poniendo a disposición de los burócratas locales importantes presupuestos, que sirvieron para afianzar las

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relaciones de clientelismo que mantenían con las comunidades de la región haciendo muy difícil que prosperaran iniciativas de empoderamiento de sectores marginados y demográficamente poco significativos, como es el caso de las comunidades indígenas en el departamento del Caquetá. No obstante, con el otorgamiento de derechos étnicos en 1991, surgió un reto importante para todos los tipos de organizaciones indígenas y sus líderes: para participar acertadamente en el sistema electoral nacional (distinto a la circunscripción electoral indígena) y aspirar a cargos en las gobernaciones, alcal-días, asambleas y concejos municipales, fue preciso que iniciaran un aprendizaje de cómo negociar con las mismas estrategias político-electorales de los funcionarios de gobierno y de los políticos de oficio, para afianzarse en los circuitos locales y regio-nales de poder, como lo demuestra apropiadamente el caso de Asocrigua.

Las experiencias organizativas de Orucapu y Asocrigua, aunque se refieren a procesos diferentes, dan elementos sustanciales para comprender la pluralidad que caracteriza las organizaciones políticas indígenas de la Amazonia colombiana. Se trata de organizaciones marcadas por el contexto y la historia de articulación con el interior del país de estos segmentos de población y sus territorios. De allí que la diferenciación entre las dos subregiones de la Amazonia occidental y oriental sea significativa en la caracterización de las encrucijadas políticas que enfrentan estas organizaciones indígenas. A esto se le suma el reto de consolidar un discurso que pri-vilegie la condición étnica y cultural de sus representados, a tono con las demandas externas sobre la autenticidad indígena que traen implícitas las reformas multicultu-rales. Aunque ha habido experiencias individuales de algunos de sus miembros que se han lanzado a la arena electoral con el aval de partidos tradicionales, Orucapu no tiene un capital de negociación ni de presión política para desplegarlo con los políti-cos locales y regionales, porque sencillamente la población indígena es bastante mar-ginal en términos demográficos. Hoy sus líderes enfrentan un reto más inmediato y localizado: desarrollar una estrategia política propiamente indígena para reivindicar que los uitoto de Florencia sean vistos como legítimos.

En el caso de Asocrigua, como señalé, se advierte que sus orígenes en el formato de organización regional supraétnica, estimulada tanto por el modelo del CRIC-ONIC como por los misioneros de la región, le permitió consolidar la representación de la mayoría de la población del departamento, situación que ha sabido capitalizar en términos electorales. En efecto, luego de las reformas de 1991, los intereses políticos de Aso-crigua han estado estrechamente articulados a la participación electoral avalando candidatos y partidos, negociando el capital electoral de los que son sus voceros para obtener participación burocrática con los gobernantes de turno. Sin embargo, inevitablemente, esa participación ha traído problemas y lecciones que van desde las fracturas internas por avalar o no a un candidato, hasta la importancia de desarrollar mecanismos para garantizar el cumplimiento de los pactos preelectorales.

En común, los casos de Orucapu y Asocrigua permiten identificar con claridad que las nuevas reglas del juego que imperan en el escenario multicultural los han llevado tomar conciencia de la importancia de promover un modo indígena de hacer

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política. Sin embargo, ese modo parece reducirse por ahora a fórmulas como la de la “madre tierra” o la del “pensamiento colectivo”. Es claro que esas referencias discursi-vas expresan las constricciones del discurso indígena que las expectativas occidentales han creado, ya que, como lo ha señalado Graham (2002), los líderes indígenas ama-zónicos deben demostrar una autenticidad y pureza que se ajuste a esas expectativas, porque, de lo contrario, las audiencias externas interesadas en ese discurso (funciona-rios de gobierno, activistas de ONG, etc.) lo interpretarán como carente de autenticidad y contaminado, lo que debilita la eficacia de su valor simbólico (Graham, 2002: 188). Lo interesante de esos discursos es que se alimentan de y reproducen formas hege-mónicas acerca de qué es ser indígena en la actualidad (Spivak, 1988; Briones, 2003; Jackson 1989). A este respecto, Jackson (1995) ha sugerido una paradoja interesante que enfrentan estas organizaciones en la Amazonia: el tipo de intermediarios cultu-rales (cultural brokers) que demanda el estado en las comunidades debe aparecer de la manera más tradicional posible para hacer más eficaz su política. En ese proceso el papel de los ejecutivos de la identidad (Agier, 2000) es paradójico: aunque riñan con el liderazgo tradicional, su eficacia depende del énfasis que hagan en lo tradicional; pero es claro que esta última percepción de lo tradicional se produce en el juego de espejo que plantean las expectativas occidentales sobre las comunidades indígenas En otras palabras, el empoderamiento de la autonomía de las comunidades indígenas bajo las nuevas reglas del juego democrático que enfatizan lo multicultural pasa por reproducir modelos externos acerca de lo indígena y la cultura tradicional.

Quizás uno de los aspectos más innovadores y alternativos de “lo político” (Mou-ffe, 2005) que demuestra la experiencia de Orucapu y Asocrigua es que han convertido un tipo de capital simbólico (la condición étnica reforzada por estereotipos esencialis-tas globales acerca del “indio”/“lo indio”) en un tipo de capital político (su uso como bandera política por excelencia de los candidatos indígenas en contiendas electorales) en el cual lo “indio” y la autenticidad que se le atribuye han servido para promocionar el lugar de los líderes indígenas en los escenarios políticos locales y regionales. Esa transición de un tipo de capital a otro indica teóricamente la jerarquización entre mo-dalidades diferentes de capital (Bourdieu, 2003), en la cual el capital simbólico que pro-vee el presentarse en el escenario político como un “indio” y reforzar los estereotipos que lo acompañan, busca ser redimido en términos electorales. En otras palabras, el escenario político regional amazónico sugiere que el capital simbólico de promo-verse como un candidato indígena que encarna lo mejor de la nobleza y el apego y respeto por la naturaleza es eficaz solo cuando se traduce en votos suficientes para ser elegido. Por lo demás, no resulta una estrategia muy efectiva ante los políticos tradicionales presentarse como “indio” para negociar agendas de gobierno; allí lo que interesa es acordar cuotas burocráticas y promover filiaciones y lealtades sobre la base del modelo de relaciones patrón-cliente. Como lo indica Lauer (2006), entre los líderes ye’kwana de la Amazonia venezolana, el reproducir las expectativas occi-dentales sobre lo indio trae beneficios con ONG e indigenistas externos, pero afirma pocas alianzas en los circuitos políticos locales.

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Por otra parte, uno de los aspectos más complejos que enfrenta el liderazgo indíge-na amazónico está vinculado con el manejo de recursos públicos. El acceso al manejo y ejecución de presupuestos que acompaña usualmente a los cargos de liderazgo al que aspiran muchos indígenas ha generado apetencias burocráticas en muchos de ellos, que ven la posibilidad de fortalecer su rol de liderazgo a través de la generación de redes clientelistas al acceder a esos cargos. En ese proceso, el tema de la corrupción encarna uno de los más grandes desafíos para las organizaciones indígenas (Laurent, 2005; Meneses, 2002). Es claro que el acceso a los recursos públicos ha generado se-rios problemas organizativos en la mayoría de organizaciones indígenas amazónicas. El impacto de esta forma de manejar recursos ha cobrado un alto costo para varios de sus líderes y ha afectado el fortalecimiento de los procesos organizativos. Es frecuente que algunos de ellos se vean envueltos en investigaciones judiciales, principalmente por acusaciones por malversación de dineros públicos. Incluso algunos han sido des-tituidos, encarcelados e inhabilitados para ejercer cargos públicos, mientras que otros han sido incluso declarados objetivo militar y asesinados por las Farc, al ser tildados por esa organización como corruptos, como sucedió con algunos líderes indígenas del Caquetá (Alicia Perdomo, Florencia, junio de 2005. Comunicación personal).

Sobre la base de las conversaciones con varios de los políticos indígenas, resulta evidente que el problema de los manejos de los recursos públicos y las transferencias se ha convertido en un desafío crucial por la frecuencia con que se presenta. Se trata de una de las encrucijadas que enfrentan al asumir la autonomía promovida por las reformas constitucionales. Según la particularidad de estas prácticas políticas de manejo de dineros públicos y la generalidad con que se identifican, cabe proble-matizar si estas prácticas constituyen un ejercicio de malversación de recursos o se trata más bien de una manera de articulación a la participación política concebida desde lógicas culturales diferentes. De acuerdo con el enfoque de Gupta (1995), la “corrupción” pasa de ser un “aspecto disfuncional” a ser comprendida como un factor discursivo que construye al estado en la localidad (1995: 376) y, añadiría yo, refleja la naturalización de la idea según la cual lo público es para lucrarse y utilizarlo a favor de quien está en el cargo. Por lo tanto, prácticas catalogadas en la lógica judi-cial como malversación de recursos tienen matices sociales y culturales enmarcados en las concepciones locales acerca de qué es el estado y lo público, que no admiten una simplificación de la idea de la corrupción, por cuanto introducen ideas acerca de cómo hay que proceder cuando se accede al “poder” que otorga un cargo público. En otras palabras, en la configuración del estado “en sus márgenes” (Das y Poole, 2004) se hace necesario indagar por las percepciones de lo público y la participación en las esferas del estado que alimentan el interés de los pobladores locales por vincularse a una de sus instituciones.

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