juan kruz iguerabide texto para gretel

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Juan Kruz Igerabide Sarasola Y me dio por escribir No sé dónde empezó esto. Le he dado muchas vueltas y no logro explicármelo del todo. Vine al mundo en un pueblecito rural y pasé mi infancia entre gallinas, huertas, iglesia y escuela rural, maestro cascarrabias y padres angustiados por progresar para el día de mañana. Señales hubo, mirado en perspectiva: aquellas anginas de repetición que me obligaban a estar junto al fuego de la cocina días y días, aburrido. Mi madre cosiendo, yo mirando por el ventanuco al cielo gris y a los fantasmas oscuros del bosque; mi madre cosiendo y contándome cuentos y sucedidos. Y algo: aquel sabor indefinible en el paladar al escuchar absorto algunos de los cuentos, por ejemplo el muy temprano de los Siete cabritillos, unos tres años tendría, peligro-salvación-transfiguración, y en mi boca un cielo. Reacciones sinestésicas se denominan dichos fenómenos según aprendí de mayor. Y crecí un poco y aprendí a leer a lo bestia, ya puede imaginarse con un maestro franquista; y otra vez mi madre, “ahora que ya sabes leer, me contarás tú a mí”. Ahí estoy con un libraco de vidas de santos, leyendo con voz anginosa a mi madre, que escucha absorta, sin dejar de coser. Me siento mago por mantenerla en ese trance hipnótico. Señales hubo, pero yo me inclinaba por los camiones, instrumentos musicales imposibles de conseguir y aparatos mecánicos de todo tipo. A misa iba por obligación; hasta monaguillo me hicieron, por costumbre entre los niños de mi edad. Y ocurrió en la iglesia unas cuantas veces: un texto misterioso que me arrebataba, un canto gregoriano con un fragmento del Apocalipsis muy bien traducido al euskara que hablaba de unas señales celestes, de una mujer vestida de sol y con la luna a sus pies y una corona de estrellas en la cabeza. Y también otro texto narrando en verso la tragedia del Gólgota, una sucesión de breves estrofas de tres versos como los haikus, que aún mantengo en la memoria. Eso lo puedo barruntar ahora; entonces eran acontecimientos sobrevenidos sin más. Esas “magias” me llevaron a desear ser cura, y me fui con diez años a un seminario donde el niño cascarrabias y travieso que era se convirtió en un tímido obediente e hipersensible. Allí descubrí la “Biblioteca” y el arrebato de la lectura; allí experimenté la música y formé un trío con dos amigos para cantar las canciones de la época. Pero no me daba por escribir, excepto para manipular canciones e inventar letras nuevas. Señales hubo en la adolescencia, venerando y detestando a diestro y a siniestro; para detestar teníamos la dictadura e incluso la educación religiosa y tradicional recibida, que pusimos en solfa acompañados de nuestros ídolos, Joan Báez, Paco Ibáñez, Mikel Laboa, Gabriel Aresti… una larga lista de artistas venerados, músicos en su mayoría. Pero no me daba por escribir, excepto para resumir textos clásicos marxistas o redactar panfletos y poemas de protesta, como aquel que fuimos pegando por las paredes de Tolosa cuando mataron a cinco obreros en Vitoria. Ya para entonces estudiaba magisterio, con intenciones pedagógicas no muy ortodoxas, más atraído por las ideas de Paulo Freire y Summerhill (por poner dos extremos, uno revolucionario y liberal el otro), que por el programa de estudios vigente en la universidad.

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Juan Kruz Igerabide Sarasola

Y me dio por escribir

No sé dónde empezó esto. Le he dado muchas vueltas y no logro explicármelo del todo. Vine al mundo en un pueblecito rural y pasé mi infancia entre gallinas, huertas, iglesia y escuela rural, maestro cascarrabias y padres angustiados por progresar para el día de mañana.

Señales hubo, mirado en perspectiva: aquellas anginas de repetición que me obligaban a estar junto al fuego de la cocina días y días, aburrido. Mi madre cosiendo, yo mirando por el ventanuco al cielo gris y a los fantasmas oscuros del bosque; mi madre cosiendo y contándome cuentos y sucedidos. Y algo: aquel sabor indefinible en el paladar al escuchar absorto algunos de los cuentos, por ejemplo el muy temprano de los Siete cabritillos, unos tres años tendría, peligro-salvación-transfiguración, y en mi boca un cielo. Reacciones sinestésicas se denominan dichos fenómenos según aprendí de mayor. Y crecí un poco y aprendí a leer a lo bestia, ya puede imaginarse con un maestro franquista; y otra vez mi madre, “ahora que ya sabes leer, me contarás tú a mí”. Ahí estoy con un libraco de vidas de santos, leyendo con voz anginosa a mi madre, que escucha absorta, sin dejar de coser. Me siento mago por mantenerla en ese trance hipnótico.

Señales hubo, pero yo me inclinaba por los camiones, instrumentos musicales imposibles de conseguir y aparatos mecánicos de todo tipo. A misa iba por obligación; hasta monaguillo me hicieron, por costumbre entre los niños de mi edad. Y ocurrió en la iglesia unas cuantas veces: un texto misterioso que me arrebataba, un canto gregoriano con un fragmento del Apocalipsis muy bien traducido al euskara que hablaba de unas señales celestes, de una mujer vestida de sol y con la luna a sus pies y una corona de estrellas en la cabeza. Y también otro texto narrando en verso la tragedia del Gólgota, una sucesión de breves estrofas de tres versos como los haikus, que aún mantengo en la memoria.

Eso lo puedo barruntar ahora; entonces eran acontecimientos sobrevenidos sin más. Esas “magias” me llevaron a desear ser cura, y me fui con diez años a un seminario donde el niño cascarrabias y travieso que era se convirtió en un tímido obediente e hipersensible. Allí descubrí la “Biblioteca” y el arrebato de la lectura; allí experimenté la música y formé un trío con dos amigos para cantar las canciones de la época.

Pero no me daba por escribir, excepto para manipular canciones e inventar letras nuevas.

Señales hubo en la adolescencia, venerando y detestando a diestro y a siniestro; para detestar teníamos la dictadura e incluso la educación religiosa y tradicional recibida, que pusimos en solfa acompañados de nuestros ídolos, Joan Báez, Paco Ibáñez, Mikel Laboa, Gabriel Aresti… una larga lista de artistas venerados, músicos en su mayoría.

Pero no me daba por escribir, excepto para resumir textos clásicos marxistas o redactar panfletos y poemas de protesta, como aquel que fuimos pegando por las paredes de Tolosa cuando mataron a cinco obreros en Vitoria. Ya para entonces estudiaba magisterio, con intenciones pedagógicas no muy ortodoxas, más atraído por las ideas de Paulo Freire y Summerhill (por poner dos extremos, uno revolucionario y liberal el otro), que por el programa de estudios vigente en la universidad.

Un buen día, por avatares del destino y por una maestra que pidió el traslado, me vi en la escuela unitaria de mi niñez, recién titulado, frente a un grupo de niños y niñas que me recordaban mi propia infancia. Fue una experiencia impactante, feliz, que lijó a fondo mis actitudes extremoizquierdosas.

Tampoco esta vez me dio por escribir, pero me encontré con la literatura infantil en vivo; eché mano de la literatura popular y de la culta; me puse a traducir al euskara lo que me gustaba, a crear textos breves para mis alumnos, a emprender estudios literarios por las noches, a matricularme en Filología. Poco a poco, brotó la necesidad de pulir aquellos escritos creados para la ocasión, a redactar textos más íntimos.

Publicar, ni se me pasaba por la cabeza. Y menos para niños. En el futuro, ya convertido en padre de familia y doctorado en Filología, un premio de poesía me daría la oportunidad de dar a luz mi primer libro para adultos. Fue un acontecimiento dichoso pero accidental para alguien cuya ocupación principal era ser profesor e investigador de la literatura.

Hasta que un amigo poeta, curioseando entre mis inéditos, se fijó en unos textos infantiles reunidos sin mucho orden y me dijo que era un crimen no publicarlos. Con su ayuda ordené el material que dio lugar a Poemas para la pupila, que resume y condensa mi trayectoria vital como maestro de escuela.

Así comencé mi andadura como escritor de literatura infantil. Pedagogía y literatura han ido de la mano siempre a lo largo más de tres décadas; no el didactismo, por favor, sino la pedagogía como experimentación y descubrimiento de la vida a fondo en sus diversas facetas y manifestaciones. Eso me ha motivado a escribir y a compartir el conocimiento con mis alumnos; el conocimiento como pasión vital por saber, no por memorizar datos sino por comprender y descubrir la poética de cualquier manifestación de la vida, desde unas uñas sucias a base de experimentar y experimentar, hasta unas pestañas que brillan por haber vislumbrado la luz del conocimiento o de la experiencia estética.

En el fondo de mi conciencia me importa un bledo cuánto he escrito y los títulos que he publicado, si dejo a un lado el latir que he querido expresar en cada frase, lograda o no, no importa, en la que me he implicado a mí mismo y a las personas y personajes que he amado e incluso odiado. Escribir es blandir alma y martillo, derrumbando y construyendo a base de parpadeos de conciencia. Lo demás son florituras más o menos hermosas, que no condeno, pero que están de sobra si falta la savia que las sustenta.

Desde la perspectiva que me dan las canas, veo que mi madre costurera, el texto del apocalipsis con música gregoriana, la tragedia del Gólgota en tercetos muy particulares, las agonías adolescentes bajo la dictadura, la rebelión pedagógica, la aventura de aprender enseñando, los ojos asombrados de mis alumnos y de mis hijos al compartir historias y poesía… todo ello brota desde mi inconsciente cuando me pongo a emborronar cuartillas.

Aún no sé bien cómo me dio por ahí, como un pato que no sabe muy bien qué está haciendo en el agua. Señales hubo, creo, pero igual son imaginaciones mías. Vete a saber.

Juan Kruz Igerabide