juan rulfo - 4 short stories

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Juan Rulfo (México, 1918-1986) No oyes ladrar a los perros (El Llano en llamas, 1953) —TÚ QUE VAS allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte. —No se ve nada. —Ya debemos estar cerca. —Sí, pero no se oye nada. —Mira bien. —No se ve nada. —Pobre de ti, Ignacio. La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante. La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda. —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio. —Sí, pero no veo rastro de nada. —Me estoy cansando. —Bájame. El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había

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Contains "No oyes ladrar los perros" "Es que somos muy pobres" "El llano en llamas" and "Lluvina"

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Juan Rulfo

Juan Rulfo(Mxico, 1918-1986)

No oyes ladrar a los perros(El Llano en llamas, 1953)

T que vasall arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna seal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.No se ve nada.Ya debemos estar cerca.S, pero no se oye nada.Mira bien.No se ve nada.Pobre de ti, Ignacio.La sombra larga y negra de los hombres sigui movindose de arriba abajo, trepndose a las piedras, disminuyendo y creciendo segn avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.La luna vena saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. T que llevas las orejas de fuera, fjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acurdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qu horas que hemos dejado el monte. Acurdate, Ignacio.S, pero no veo rastro de nada.Me estoy cansando.Bjame.El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredn y se recarg all, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quera sentarse, porque despus no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que all atrs, horas antes, le haban ayudado a echrselo a la espalda. Y as lo haba trado desde entonces.Cmo te sientes?Mal.Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos pareca dormir. En ratos pareca tener fro. Temblaba. Saba cundo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traa trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. l apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:Te duele mucho?Algo contestaba l.Primero le haba dicho: "Apame aqu... Djame aqu... Vete t solo. Yo te alcanzar maana o en cuanto me reponga un poco." Se lo haba dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso deca. All estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscureca ms su sombra sobre la tierra.No veo ya por dnde voy deca l.Pero nadie le contestaba.E1 otro iba all arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y l ac abajo.Me oste, Ignacio? Te digo que no veo bien.Y el otro se quedaba callado.Sigui caminando, a tropezones. Encoga el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.Este no es ningn camino. Nos dijeron que detrs del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningn ruido que nos diga que est cerca. Por qu no quieres decirme qu ves, t que vas all arriba, Ignacio?Bjame, padre.Te sientes mal?STe llevar a Tonaya a como d lugar. All encontrar quien te cuide. Dicen que all hay un doctor. Yo te llevar con l. Te he trado cargando desde hace horas y no te dejar tirado aqu para que acaben contigo quienes sean.Se tambale un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvi a enderezarse.Te llevar a Tonaya.Bjame.Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:Quiero acostarme un rato.Durmete all arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llen de luz. Escondi los ojos para no mirar de frente, ya que no poda agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendra si yo lo hubiera dejado tirado all, donde lo encontr, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy hacindolo. Es ella la que me da nimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo ms que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergenzas.Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volva a sudar.Me derrengar, pero llegar con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volver a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para m usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de m. La parte que a m me tocaba la he maldecido. He dicho: Que se le pudra en los riones la sangre que yo le di! Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, all esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautiz a usted. El que le dio su nombre. A l tambin le toc la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: Ese no puede ser mi hijo.Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. T que puedes hacerlo desde all arriba, porque yo me siento sordo.No veo nada.Peor para ti, Ignacio.Tengo sed.Aguntate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debas de or si ladran los perros. Haz por or.Dame agua.Aqu no hay agua. No hay ms que piedras. Aguntate. Y aunque la hubiera, no te bajara a tomar agua. Nadie me ayudara a subirte otra vez y yo solo no puedo.Tengo mucha sed y mucho sueo.Me acuerdo cuando naciste. As eras entonces.Despertabas con hambre y comas para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habas acabado la leche de ella. No tenas llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pens que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero as fue. Tu madre, que descanse en paz, quera que te criaras fuerte. Crea que cuando t crecieras iras a ser su sostn. No te tuvo ms que a ti. El otro hijo que iba a tener la mat. Y t la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.Sinti que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dej de apretar las rodillas y comenz a soltar los pies, balancendolo de un lado para otro. Y le pareci que la cabeza; all arriba, se sacuda como si sollozara.Sobre su cabello sinti que caan gruesas gotas, como de lgrimas.Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pag siempre mal. Parece que en lugar de cario, le hubiramos retacado el cuerpo de maldad. Y ya ve? Ahora lo han herido. Qu pas con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenan a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: No tenemos a quin darle nuestra lstima. Pero usted, Ignacio?

All estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresin de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el ltimo esfuerzo. Al llegar al primer tejavn, se recost sobre el pretil de la acera y solt el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.Destrab difcilmente los dedos con que su hijo haba venido sostenindose de su cuello y, al quedar libre, oy cmo por todas partes ladraban los perros.Y t no los oas, Ignacio? dijo. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.Es que somos muy pobres[Cuento. Texto completo.]Juan Rulfo

Aqu todo va de mal en peor. La semana pasada se muri mi ta Jacinta, y el sbado, cuando ya la habamos enterrado y comenzaba a bajrsenos la tristeza, comenz a llover como nunca. A mi pap eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asolendose en el solar. Y el aguacero lleg de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo nico que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabn, viendo cmo el agua fra que caa del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recin cortada.

Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce aos, supimos que la vaca que mi pap le regal para el da de su santo se la haba llevado el ro

El ro comenz a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traa el ro al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera credo que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero despus me volv a dormir, porque reconoc el sonido del ro y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueo.

Cuando me levant, la maana estaba llena de nublazones y pareca que haba seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del ro era ms fuerte y se oa ms cerca. Se ola, como se huele una quemazn, el olor a podrido del agua revuelta.

A la hora en que me fui a asomar, el ro ya haba perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metindose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicenla Tambora. El chapaleo del agua se oa al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta.La Tamboraiba y vena caminando por lo que era ya un pedazo de ro, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algn lugar donde no les llegara la corriente.

Y por el otro lado, por donde est el recodo, el ro se deba de haber llevado, quin sabe desde cundo, el tamarindo que estaba en el solar de mi ta Jacinta, porque ahora ya no se ve ningn tamarindo. Era el nico que haba en el pueblo, y por eso noms la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la ms grande de todas las que ha bajado el ro en muchos aos.

Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace ms espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. All nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Despus nos subimos por la barranca, porque queramos or bien lo que deca la gente, pues abajo, junto al ro, hay un gran ruidazal y slo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde tambin hay gente mirando el ro y contando los perjuicios que ha hecho. All fue donde supimos que el ro se haba llevado ala Serpentina,la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi pap se la regal para el da de su cumpleaos y que tena una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.

No acabo de saber por qu se le ocurrira ala Serpentinapasar el ro este, cuando saba que no era el mismo ro que ella conoca de a diario.La Serpentinanunca fue tan atarantada. Lo ms seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar as noms por noms. A m muchas veces me toc despertarla cuando le abra la puerta del corral porque si no, de su cuenta, all se hubiera estado el da entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.

Y aqu ha de haber sucedido eso de que se durmi. Tal vez se le ocurri despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asust y trat de regresar; pero al volverse se encontr entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bram pidiendo que le ayudaran. Bram como slo Dios sabe cmo.

Yo le pregunt a un seor que vio cuando la arrastraba el ro si no haba visto tambin al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no saba si lo haba visto. Slo dijo que la vaca manchada pas patas arriba muy cerquita de donde l estaba y que all dio una voltereta y luego no volvi a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna seal de vaca. Por el ro rodaban muchos troncos de rboles con todo y races y l estaba muy ocupado en sacar lea, de modo que no poda fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.

Noms por eso, no sabemos si el becerro est vivo, o si se fue detrs de su madre ro abajo. Si as fue, que Dios los ampare a los dos.

La apuracin que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el da de maana, ahora que mi hermana Tacha se qued sin nada. Porque mi pap con muchos trabajos haba conseguido ala Serpentina, desde que era una vaquilla, para drsela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las ms grandes.

Segn mi pap, ellas se haban echado a perder porque ramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les ensearon cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendan muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Despus salan hasta de da. Iban cada rato por agua al ro y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, all estaban en el corral, revolcndose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima.

Entonces mi pap las corri a las dos. Primero les aguant todo lo que pudo; pero ms tarde ya no pudo aguantarlas ms y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no s para dnde; pero andan de pirujas.

Por eso le entra la mortificacin a mi pap, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se qued muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qu entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difcil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quin se hiciera el nimo de casarse con ella, slo por llevarse tambin aquella vaca tan bonita.

La nica esperanza que nos queda es que el becerro est todava vivo. Ojal no se le haya ocurrido pasar el ro detrs de su madre. Porque si as fue, mi hermana Tacha est tantito as de retirado de hacerse piruja. Y mam no quiere.

Mi mam no sabe por qu Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para ac, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometan irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quin sabe de dnde les vendra a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dnde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: "Que Dios las ampare a las dos."

Pero mi pap alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aqu, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atencin.

-S -dice-, le llenar los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabar mal; como que estoy viendo que acabar mal.

sa es la mortificacin de mi pap.

Y Tacha llora al sentir que su vaca no volver porque se la ha matado el ro. Est aqu a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el ro desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el ro se hubiera metido dentro de ella.

Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con ms ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del ro, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de all salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdicin.

Luvina[Cuento. Texto completo.]Juan Rulfo

De los cerros altos del sur, el de Luvina es el ms alto y el ms pedregoso. Est plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningn provecho. All la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por all es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el roco del amanecer; aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los das son tan fros como las noches y el roco se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra....Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueos; pero yo lo nico que vi subir fue el viento, en tremolina, como si all abajo lo hubieran encaonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeadero de los montes. Slo a veces, all donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.-Ya mirar usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcn; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo ver usted. Se planta en Luvina prendindose de las cosas como si las mordiera. Y sobran das en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uas: uno lo oye maana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo ver usted.El hombre aquel que hablaba se qued callado un rato, mirando hacia afuera.Hasta ellos llegaba el sonido del ro pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los nios jugando en el pequeo espacio iluminado por la luz que sala de la tienda.Los comejenes entraban y rebotaban contra la lmpara de petrleo, cayendo al suelo con las alas chamuscadas. Y afuera segua avanzando la noche.-Oye, Camilo, mndanos otras dos cervezas ms! -volvi a decir el hombre. Despus aadi:-Otra cosa, seor. Nunca ver usted un cielo azul en Luvina. All todo el horizonte est desteido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomero peln, sin un rbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el caln ceniciento. Usted ver eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el ms alto, coronndolo con su blanco casero como si fuera una corona de muerto...Los gritos de los nios se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que el hombre se levantara, fuera hacia la puerta y les dijera: Vyanse ms lejos! No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.Luego, dirigindose otra vez a la mesa, se sent y dijo:-Pues s, como le estaba diciendo. All llueve poco. A mediados de ao llegan unas cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada ms el pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cmo se arrastran las nubes, cmo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero despus de diez o doce das se van y no regresan sino al ao siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios aos....S, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, adems de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que all llama pasojos de agua, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si all hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si as fuera.Bebi la cerveza hasta dejar slo burbujas de espuma en la botella y sigui diciendo:-Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para all se dar cuenta. Yo dira que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que all sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Est all como si all hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque est siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazn....Dicen los de all que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegu a ver, cuando haba luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo... siempre.Pero tmese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tmesela. O tal vez no le guste as tibia como est. Y es que aqu no hay de otra. Yo s que as sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aqu uno se acostumbra. A fe que all ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extraar. All no podr probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba llamada hojas, y que a los primeros tragos estar usted dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tmese su cerveza. Yo s lo que le digo.All afuera segua oyndose el batallar del ro. El rumor del aire. Los nios jugando. Pareca ser an temprano, en la noche.El hombre se haba ido a asomar una vez ms a la puerta y haba vuelto. Ahora vena diciendo:-Resulta fcil ver las cosas desde aqu, meramente tradas por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero a m no me cuesta ningn trabajo seguir hablndole de lo que s, tratndose de Luvina. All viv. All dej la vida... Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volv viejo y acabado. Y ahora usted va para all... Est bien. Me parece recordar el principio. Me pongo en su lugar y pienso... Mire usted, cuando yo llegu por primera vez a Luvina... Pero me permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a m me sirve de mucho. Me alivia. Siento como si me enjuagara la cabeza con aceite alcanforado... Bueno, le contaba que cuando llegu por primera vez a Luvina, el arriero que nos llev no quiso dejar siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el suelo, se dio media vuelta:-Yo me vuelvo -nos dijo.Espera, no vas a dejar sestear a tus animales? Estn muy aporreados.-Aqu se fregaran ms -nos dijo- mejor me vuelvo.Y se fue dejndose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si se alejara de algn lugar endemoniado.Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos all, parados en la mitad de la plaza, con todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en donde slo se oa el viento...Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. All nos quedamos.Entonces yo le pregunt a mi mujer:-En qu pas estamos, Agripina?Y ella se alz de hombros.-Bueno, si no te importa, ve a buscar dnde comer y dnde pasar la noche. Aqu te aguardamos -le dije.Ella agarr al ms pequeo de sus hijos y se fue. Pero no regres.Al atardecer, cuando el sol alumbraba slo las puntas de los cerros, fuimos a buscarla. Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos metida en la iglesia: sentada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el nio dormido entre sus piernas.-Qu haces aqu Agripina?-Entr a rezar -nos dijo.-Para qu? -le pregunt yo.Y ella se alz de hombros.All no haba a quin rezarle. Era un jacaln vaco, sin puertas, nada ms con unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como un cedazo.-Dnde est la fonda?-No hay ninguna fonda.-Y el mesn?-No hay ningn mesn-Viste a alguien? Vive alguien aqu? -le pregunt.-S, all enfrente... unas mujeres... Las sigo viendo. Mira, all tras las rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran... Han estado asomndose para ac... Mralas. Veo las bolas brillantes de su ojos... Pero no tienen qu darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en este pueblo no haba de comer... Entonces entr aqu a rezar, a pedirle a Dios por nosotros.-Porqu no regresaste all? Te estuvimos esperando.-Entr aqu a rezar. No he terminado todava.-Qu pas ste, Agripina? Y ella volvi a alzarse de hombros.Aquella noche nos acomodamos para dormir en un rincn de la iglesia, detrs del altar desmantelado. Hasta all llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo estuvimos oyendo pasar encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir de los huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos de aire las cruces del viacrucis: unas cruces grandes y duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera un rechinar de dientes.Los nios lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo all, sin saber qu hacer.Poco despus del amanecer se calm el viento. Despus regres. Pero hubo un momento en esa madrugada en que todo se qued tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado con la tierra, aplastando los ruidos con su peso... Se oa la respiracin de los nios ya descansada. Oa el resuello de mi mujer ah a mi lado:-Qu es? -me dijo.-Qu es qu? -le pregunt.-Eso, el ruido ese.-Es el silencio. Durmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.Pero al rato o yo tambin. Era como un aletear de murcilagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murcilagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me levant y se oy el aletear ms fuerte, como si la parvada de murcilagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas. Entonces camin de puntitas hacia all, sintiendo delante de m aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cntaro al hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche.-Qu quieren? -les pregunt- Qu buscan a estas horas? Una de ellas respondi:-Vamos por agua.Las vi paradas frente a m, mirndome. Luego, como si fueran sombras, echaron a caminar calle abajo con sus negros cntaros. No, no se me olvidar jams esa primera noche que pas en Luvina....No cree que esto se merece otro trago? Aunque sea noms para que se me quite el mal sabor del recuerdo.

-Me parece que usted me pregunt cuntos aos estuve en Luvina, verdad...? La verdad es que no lo s. Perd la nocin del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero debi haber sido una eternidad... Y es que all el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cmo van amontonndose los aos. Los das comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el da y la noche hasta el da de la muerte, que para ellos es una esperanza.Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y as es, s seor... Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojndose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si viviera siempre en la eternidad. Esto hacen all los viejos.Porque en Luvina slo viven los puros viejos y los que todava no han nacido, como quien dice... Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los nios que han nacido all se han ido... Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadn y desaparecen de Luvina. As es all la cosa.Slo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde slo Dios sabe dnde... Vienen de vez en cuando como las tormentas de que les hablaba; se oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y un como gruido cuando se van... Dejan el costal de bastimento para los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya nadie vuelve a saber de ellos hasta el ao siguiente, y a veces nunca... Es la costumbre. All le dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y como quin sabe cuntos atrs de ellos cumplieron con su ley...Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el da de la muerte, sentados en sus puertas, con los brazos cados, movidos slo por esa gracia que es la gratitud del hijo... Solos, en aquella soledad de Luvina.Un da trat de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena. Vmonos de aqu! -les dije-. No faltar modo de acomodarnos en alguna parte. El Gobierno nos ayudar.Ellos me oyeron, sin parpadear, mirndome desde el fondo de sus ojos, de los que slo se asomaba una lucecita all muy adentro.-Dices que el Gobierno nos ayudar, profesor? T no conoces al Gobierno?Les dije que s.-Tambin nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de Gobierno.Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la nica vez que he visto rer a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tena madre.Y tienen razn, sabe usted? El seor ese slo se acuerda de ellos cuando alguno de los muchachos ha hecho alguna fechora ac abajo. Entonces manda por l hasta Luvina y se lo matan. De ah en ms no saben si existe.-T nos quieres decir que dejemos Luvina porque, segn t, ya estuvo bueno de aguantar hambres sin necesidad -me dijeron-. Pero si nosotros nos vamos, quin se llevar a nuestros muertos? Ellos viven aqu y no podemos dejarlos solos.Y all siguen. Usted los ver ahora que vaya. Mascando bagazos de mezquite seco y tragndose su propia saliva. Los mirar pasar como sombras, repegados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento.-No oyen ese viento? -les acab por decir-. l acabar con ustedes.-Dura lo que debe de durar. Es el mandato de Dios -me contestaron-. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se est all arriba. As es mejor.Ya no volv a decir nada. Me sal de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar....Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para all ahora, dentro de pocas horas. Tal vez ya se cumplieron quince aos que me dijeron a m lo mismo: Usted va a ir a San Juan Luvina.En esa poca tena yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas... Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuaj eso. Hice el experimento y se deshizo...San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que all sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Mreme a m. Conmigo acab. Usted que va para all comprender pronto lo que le digo..Qu opina usted si le pedimos a este seor que nos matice unos mezcalitos? Con la cerveza se levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la pltica. Oye , Camilo, mndanos ahora unos mezcales!Pues s, como le estaba yo diciendo...Pero no dijo nada. Se qued mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.Afuera segua oyndose cmo avanzaba la noche. El chapoteo del ro contra los troncos de los camichines. El gritero ya muy lejano de los nios. Por el pequeo cielo de la puerta se asomaban las estrellas.El hombre que miraba a los comejenes se recost sobre la mesa y se qued dormido.FIN

Juan Rulfo(Mxico, 1918-1986)

El Llano en llamasOriginalmente publicado en la revista AmricaN 64, diciembre, 1950(El Llano en llamas, 1953)Ya mataron a la perra,pero quedan los perritos...(Corrido popular)Viva Petronilo Flores!El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca y subi hasta donde estbamos nosotros. Luego se deshizo.Por un rato, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de voces amontonadas, haciendo un ruido igual al que hace el agua crecida cuando rueda sobre pedregales.En seguida, saliendo de all mismo, otro grito torci por el recodo de la barranca, volvi a rebotar en los paredones y lleg todava con fuerza junto a nosotros: Viva mi general Petronilo Flores!Nosotros nos miramos.La Perra se levant despacio, quit el cartucho a la carga de su carabina y se lo guard en la bolsa de la camisa. Despus se arrim a donde estaban Los cuatro y les dijo: Sganme, muchachos, vamos a ver qu toritos toreamos! Los cuatro hermanos Benavides se fueron detrs de l, agachados; solamente la Perra iba bien tieso, asomando la mitad de su cuerpo flaco por encima de la cerca.Nosotros seguimos all, sin movernos. Estbamos alineados al pie del lienzo, tirados panza arriba, como iguanas calentndose al sol.La cerca de piedra culebreaba mucho al subir y bajar por las lomas, y ellos, la Perra y los Cuatro, iban tambin culebreando como si fueran los pies trabados. As los vimos perderse de nuestros ojos. Luego volvimos la cara para poder ver otra vez hacia arriba y miramos las ramas bajas de los amoles que nos daban tantita sombra. Ola a eso; a sombra recalentada por el sol. A amoles podridos.Se senta el sueo del medioda.La boruca que vena de all abajo se sala a cada rato de la barranca y nos sacuda el cuerpo para que no nos durmiramos. Y aunque queramos or parando bien la oreja, slo nos llegaba la boruca: un remolino de murmullos, como si se estuviera oyendo de muy lejos el rumor que hacen las carretas al pasar por un callejn pedregoso.De repente son un tiro. Lo repiti la barranca como si estuviera derrumbndose. Eso hizo que las cosas despertaran: volaron los totochilos, esos pjaros colorados que habamos estado viendo jugar entre los amole s. En seguida las chicharras, que se haban dormido a ras del medioda, tambin despertaron llenando la tierra de rechinidos.Qu fue? pregunt Pedro Zamora, todava medio amodorrado por la siesta. Entonces el Chihuila se levant y, arrastrando su carabina como si fuera un leo, se encamin detrs de los que se haban ido.Voy a ver qu fue lo que fue dijo perdindose tambin como los otros. El chirriar de las chicharras aument de tal modo que nos dej sordos y no nos dimos cuenta de la hora en que ellos aparecieron por all. Cuando menos acordamos aqu estaban ya, mero enfrente de nosotros, todos desguarnecidos. Parecan ir de paso, ajuareados para otros apuros y no para ste de ahorita.Nos dimos vuelta y los miramos por la mira de las troneras. Pasaron los primeros, luego los segundos y otros ms, con el cuerpo echado para adelante, jorobados de sueo. Les relumbraba la cara de sudor, como si la hubieran zambullido en el agua al pasar por el arroyo.Siguieron pasando. Lleg la se&ntildeal. Se oy un chiflido largo y comenz la tracatera all lejos, por donde se haba ido la Perra. Luego sigui aqu. Fue fcil. Casi tapaban el agujero de las troneras con su bulto, de modo que aquello era como tirarles a boca de jarro y hacerles pegar tama&ntildeo respingo de la vida a la muerte sin que apenas se dieran cuenta. Pero esto dur muy poquito. Si acaso la primera y la segunda descarga. Pronto qued vaco el hueco de la tronera por donde, asomndose uno, slo se vea a los que estaban acostados en mitad del camino, medio torcidos, como si alguien los hubiera venido a tirar all. Los vivos desaparecieron.Despus volvieron a aparecer, pero por lo pronto ya no estaban all.Para la siguiente descarga tuvimos que esperar.Alguno de nosotros grit: Viva Pedro Zamora!Del otro lado respondieron, casi en secreto: Slvame patroncito! Slvame! Santo Nio de Atocha, socrreme!Pasaron los pjaros. Bandadas de tordos cruzaron por encima de nosotros hacia los cerros.La tercera descarga nos lleg por detrs. Brot de ellos, hacindonos brincar hasta el otro lado de la cerca, hasta ms all de los muertos que nosotros habamos matado.Luego comenz la corretiza por entre los matorrales. Sentamos las balas pajuelendonos los talones, como si hubiramos cado sobre un enjambre de chapulines. Y de vez en cuando, y cada vez ms seguido, pegando mero en medio de alguno de nosotros, que se quebraba con un crujido de huesos. Corrimos. Llegamos al borde de la barranca y nos dejamos descolgar por all como si nos desperamos. Ellos seguan disparando. Siguieron disparando todava despus que habamos subido hasta el otro lado, a gatas, como tejones espantados por la lumbre.Viva mi general Petronilo Flores, hijos de la tal por cual!, nos gritaron otra vez. Y el grito se fue rebotando como el trueno de una tormenta, barranca abajo.

Nos quedamos agazapados detrs de unas piedras grandes y boludas, todava resollando fuerte por la carrera. Solamente mirbamos a Pedro Zamora preguntndole con los ojos qu era lo que nos haba pasado. Pero l tambin nos miraba sin decirnos nada. Era como si se nos hubiera acabado el habla a todos o como si la lengua se nos hubiera hecho bola como la de los pericos y nos costara trabajo soltarla para que dijera algo. Pedro Zamora noslsegua mirando. Estaba haciendo sus cuentas con los ojos; con aquellos ojos que l tena, todos enrojecidos, como si los trajera siempre desvelados. Nos contaba de uno en uno. Saba ya cuntos ramos los que estbamos all, pero pareca no estar seguro todava, por eso nos repasaba una vez y otra y otra. Faltaban algunos: once o doce, sin contar a la Perra y al Chihuila a los que haban arrendado con ellos. El Chihuila bien pudiera ser que estuviera horquetado arriba de algn amole, acostado sobre su retrocarga, aguardando a que se fueran los federales. Los Joseses, los dos hijos de la Perra, fueron los primeros en levantar la cabeza, luego el cuerpo. Por fin caminaron de un lado a otro esperando que Pedro Zamora les dijera algo. Y dijo:Otro agarre como ste y nos acaban. En seguida, atragantndose como si tragara un buche de coraje, les grita los Joseses:Ya s que falta su padre, pero aguntense, aguntense tantito! Iremos por l!Una bala disparada de all hizo volar una parvada de tildos en la ladera de enfrente. Los pjaros cayeron sobre la barranca y revolotearon hasta cerca de nosotros; luego, al vernos, se asustaron, dieron media vuelta relumbrando contra el sol y volvieron a llenar de gritos los rboles de la ladera de enfrente. Los Joseses volvieron al lugar de antes y se acuclillaron en silencio. As estuvimos toda la tarde. Cuando empez a bajar la noche lleg el Chihuila acompaado de uno de los Cuatro. Nos dijeron que venan de all abajo, de la Piedra Lisa, pero no supieron decirnos si ya se haban retirado los federales. Lo cierto es que todo pareca estar en calma. De vez en cuando se oan los aullidos de los coyotes.Epa t, Pichn.! me dijo Pedro Zamora. Te voy a dar la encomienda de que vayas con los Joseses hasta Piedra Lisa y vean a ver qu le pas a la Perra. Si est muerto, pos entirrenlo. Y hagan lo mismo con los otros. A los heridos djenlos encima de algo para que los vean los guachos; pero no se traigan a nadie.Eso haremos.Y nos fuimos.Los coyotes se oan ms cerquita cuando llegamos al corral donde habamos encerrado la caballada. Ya no haba caballos, slo estaba un burro trasijado que ya viva all desde antes que nosotros viniramos. De seguro los federales haban cargado con los caballos.Encontramos al resto de los Cuatro detrasito de unos matojos, los tres juntos, encaramados uno encima de otro como si los hubieran apilado all. Les alzamos la cabeza y se la zangoloteamos un poquito para ver si alguno daba todava se&ntildeales; pero no, ya estaban bien difuntos. En el aguaje estaba otro de los nuestros con las costillas de fuera como si lo hubieran macheteado. Y recorriendo el lienzo de arriba abajo encontramos uno aqu y otro ms all, casi todos con la cara renegrida.A stos los remataron, no tiene ni qu dijo uno de los Joseses. Nos pusimos a buscar a la Perra; a no hacer caso de ningn otro sino de encontrar a la mentada Perra. No dimos con l.Se lo han de haber llevado pensamos. Se lo han de haber llevado para enserselo al gobierno; pero, aun as seguimos buscando por todas partes, entre el rastrojo. Los coyotes seguan aullando. Siguieron aullando toda la noche.

Pocos das despus, en el Armera, al ir pasando el ro, nos volvimos a encontrar con Petronilo Flores. Dimos marcha atrs, pero ya era tarde. Fue como si nos fusilaran. Pedro Zamora pas por delante haciendo galopar aquel macho barcino y chaparrito que era el mejor animal que yo haba conocido. Y detrs de l, nosotros, en manada, agachados sobre el pescuezo de los caballos. De todos modos la matazn fue grande. No me di cuenta de pronto porque me hund en el ro debajo de mi caballo muerto, y la corriente nos arrastr a los dos, lejos, hasta un remanso bajito de agua y lleno de arena. Aqul fue el ltimo agarre que tuvimos con las fuerzas de Petronilo Flores. Despus ya no peleamos. Para decir mejor las cosas, ya tenamos algn tiempo sin pelear, slo de andar huyendo el bulto; por eso resolvimos remontarnos los pocos que quedamos, echndonos al cerro para escondernos de la persecucin. Y acabamos por ser unos grupitos tan ralos que ya nadie nos tena miedo. Ya nadie corra gritando: All vienen los de Zamora!Haba vuelto la paz al Llano Grande.

Pero no por mucho tiempo.Haca cosa de ocho meses que estbamos escondidos en el escondrijo del Can del Tozn, all donde el ro Armera se encajona durante muchas horas para dejarse caer sobre la costa. Esperbamos dejar pasar los aos para luego volver al mundo, cuando ya nadie se acordara de nosotros. Habamos comenzado a criar gallinas y de vez en cuando subamos a la sierra en busca de venados. Eramos cinco, casi cuatro, porque a uno de los Joseses se le haba gangrenado una pierna por el balazo que le dieron abajito de la nalga, all, cuando nos balacearon por detrs.Estbamos all, empezando a sentir que ya no servamos para nada. Y de no saber que nos colgaran a todos, hubiramos ido a pacificarnos.Pero en eso apareci un tal Armancio Alcal, que era el que le haca los recados y las cartas a Pedro Zamora.Fue de ma&ntildeanita, mientras nos ocupbamos en destazar una vaca, cuando omos el pitido del cuerno. Vena de muy lejos, por el rumbo del Llano. Pasado un rato volvi a orse. Era como el bramido de un toro: primero agudo, luego ronco, luego otra vez agudo. El eco lo alargaba ms y ms y lo traa aqu cerca, hasta que el ronroneo del ro lo apagaba. Y ya estaba para salir el sol, cuando el tal Alcal se dej ver asomndose por entre los sabinos. Traa terciadas dos carrilleras con cartuchos del 44 y en las ancas de su caballo vena atravesado un montn de rifles como si fuera una maleta.Se ape del macho. Nos reparti las carabinas y volvi a hacer la maleta con las que le sobraban.Si no tienen nada urgente que hacer de hoy a maana, pnganse listos para salir a San Buenaventura. All los est aguardando Pedro Zamora. En mientras, yo voy un poquito ms abajo a buscar a los Zanates. Luego volver.Al da siguiente volvi, ya de atardecida. Y s, con l venan los Zanates. Se les vea la cara prieta entre el pardear de la tarde. Tambin venan otros tres que no conocamos.En el camino conseguiremos caballos nos dijo. Y lo seguimos.Desde mucho antes de llegar a San Buenaventura nos dimos cuenta de que los ranchos estaban ardiendo. De las trojes de la hacienda se alzaba ms alta la llamarada, como si estuviera quemndose un charco de aguarrs. Las chispas volaban y se hacan rosca en la oscuridad del cielo formando grandes nubes alumbradas. Seguimos caminando de frente, encandilados por la luminaria de San Buenaventura, como si algo nos dijera que nuestro trabajo era estar all, para acabar con lo que quedara.Pero no habamos alcanzado a llegar cuando encontramos a los primeros de a caballo que venan al trote, con la soga morreada en la cabeza de la silla y tirando, unos, de hombres pialados que, en ratos, todava caminaban sobre sus manos, y otros, de hombres a los que ya se les haban cado las manos y traan descolgada la cabeza.Los miramos pasar. Ms atrs venan Pedro Zamora y mucha gente a caballo. Mucha ms gente que nunca. Nos dio gusto.Daba gusto mirar aquella larga fila de hombres cruzando el Llano Grande otra vez, como en los tiempos buenos. Como al principio, cuando nos habamos levantado de la tierra como huizapoles maduros aventados por el viento, para llenar de terror todos los alrededores del Llano. Hubo un tiempo que as fue. Y ahora pareca volver.

De all nos encaminamos hacia San Pedro. Le prendimos fuego y luego la emprendimos rumbo al Petacal. Era la poca en que el maz ya estaba por pizcarse y las milpas se vean secas y dobladas por los ventarrones que soplan por este tiempo sobre el Llano. As que se vea muy bonito ver caminar el fuego en los potreros; ver hecho una pura brasa casi todo el Llano en la quemazn aquella, con el humo ondulado por arriba; aquel humo oloroso a carrizo y a miel, porque la lumbre haba llegado tambin a los caaverales.Y de entre el humo bamos saliendo nosotros, como espantajos, con la cara tiznada, arreando ganado de aqu y de all para juntarlo en algn lugar y quitarle el pellejo. Ese era ahora nuestro negocio: los cueros de ganado. Porque, como nos dijo Pedro Zamora: Esta revolucin la vamos a hacer con el dinero de los ricos. Ellos pagarn las armas y los gastos que cueste esta revolucin que estamos haciendo. Y aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera por qu pelear, debemos apurarnos a amontonar dinero, para que cuando vengan las tropas del gobierno vean que somos poderosos. Eso nos dijo. Y cuando al fin volvieron las tropas, se soltaron matndonos otra vez como antes, aunque no con la misma facilidad. Ahora se vea a leguas que nos tenan miedo.Pero nosotros tambin les tenamos miedo. Era de verse cmo se nos atoraban los gevos en el pescuezo con slo or el ruido que hacan sus guarniciones o las pezu&ntildeas de sus caballos al golpear las piedras de algn camino, donde estbamos esperando para tenderles una emboscada. Al verlos pasar, casi sentamos que nos miraban de reojo y como diciendo: Ya los venteamos, noms nos estamos haciendo disimulados.Y as pareca ser, porque de buenas a primeras se echaban sobre el suelo, afortinados detrs de sus caballos y nos resistan all hasta que otros nos iban cercando poquito a poco, agarrndonos como a gallinas acorraladas. Desde entonces supimos que a ese paso no bamos a durar mucho, aunque ramos muchos.Y es que ya no se trataba de aquella gente del general Urbano, que nos haban echado al principio y que se asustaban a puros gritos y sombrerazos; aquellos hombres sacados a la fuerza de sus ranchos para que nos combatieran y que slo cuando nos vean poquitos se iban sobre nosotros. sos ya se haban acabado. Despus vinieron otros; pero estos ltimos eran los peores. Ahora era un tal Olachea, con gente aguantadora y entrona; con alteos trados desde Teocaltiche, revueltos con indios tepehuanes: unos indios mechudos, acostumbrados a no comer en muchos das y que a veces se estaban horas enteras espindolo a uno con el ojo fijo y sin parpadear, esperando a que uno asomara la cabeza para dejar ir, derechito a uno, una de esas balas largas de 30-30 que quebraban el espinazo como si se rompiera una rama podrida.No tiene ni qu, que era ms fcil caer sobre los ranchos en lugar de estar emboscando a las tropas del gobierno. Por eso nos desperdigamos, y con un puito aqu y otro ms all hicimos ms perjuicios que nunca, siempre a la carrera, pegando la patada y corriendo como mulas brutas.Y as, mientras en las faldas del volcn se estaban quemando los ranchos del jazmn, otros bajbamos de repente sobre los destacamentos, arrastrando ramas de huizache y haciendo creer a la gente que ramos muchos, escondidos entre la polvareda y la gritera que armbamos.Los soldados mejor se quedaban quietos, esperando. Estuvieron un tiempo yendo de un lado para otro, y ora iban para adelante y ora para atrs, como atarantados. Y desde aqu se vean las fogatas en la sierra, grandes incendios como si estuvieran quemando los desmontes. Desde aqu veamos arder da y noche las cuadrillas y los ranchos y a veces algunos pueblos ms grandes, como Tuzamilpa y Zapotitln, que iluminaban la noche. Y los hombres de Olachea salan para all, forzando la marcha; pero cuando llegaban, comenzaba a arder Totolimispa, muy ac, muy atrs de ellos.Era bonito ver aquello. Salir de pronto de la maraa de los tepemezquites cuando ya los soldados se iban con sus ganas de pelear, y verlos atravesar el llano vaco, sin enemigo al frente, como si se zambulleran en el agua honda y sin fondo que era aquella gran herradura del llano encerrada entre montaas.

Quemamos al Cuastecomate y jugamos all a los toros. A Pedro Zamora le gustaba mucho este juego del toro.Los federales se haban ido por el rumbo de Autln, en busca de un lugar que le dicen La Purificacin, donde segn ellos estaba la nidada de bandidos de donde habamos salido nosotros. Se fueron y nos dejaron solos en el Cuastecomate.All hubo modo de jugar al toro. Se les haban quedado olvidados ocho soldados, adems del administrador y el caporal de la hacienda. Fueron dos das de toros.Tuvimos que hacer un corralito redondo como esos que se usan para encerrar chivas, para que sirviera de plaza. Y nosotros nos sentamos sobre las trancas para no dejar salir a los toreros, que corran muy fuerte en cuanto vean el verduguillo con que los quera cornear Pedro Zamora.Los ocho soldaditos sirvieron para una tarde. Los otros dos para la otra. Y el que cost ms trabajo fue aquel caporal flaco y largo como garrocha de otate, que escurra el bulto slo con ladearse un poquito. En cambo, el administrador se muri luego luego. Estaba chaparrito y ovachn y no us ninguna maa para sacarle el cuerpo al verduguillo. Se muri muy callado, casi sin moverse y como si l mismo hubiera querido ensartarse. Pero el caporal s cost trabajo.Pedro Zamora les haba prestado una cobija a cada uno, y sa fue la causa de que al menos el caporal se haya defendido tan bien de los verduguillos con aquella pesada y gruesa cobija; pues en cuanto supo a qu atenerse, se dedic a zangolotear la cobija contra el verduguillo que se le dejaba ir derecho, y as lo capote hasta cansar a Pedro Zamora. Se vea a las claras lo cansado que ya estaba de andar correteando al caporal, sin poder darle sino unos cuantos pespuntes. Y perdi la paciencia. Dej las cosas como estaban y, de repente, en lugar de tirar derecho como lo hacen los toros, le busc al del Cuastecomate las costillas con el verduguillo, hacindole a un lado la cobija con la otra mano. El caporal pareci no darse cuenta de lo que haba pasado, porque todava anduvo un buen rato sacudiendo la frazada de arriba abajo como si se anduviera espantando las avispas. Slo cuando vio su sangre dndole vueltas por la cintura dej de moverse. Se asust y trat de taparse con sus dedos el agujero que se le haba hecho en las costillas, por donde le sala en un solo chorro la cosa aquella colorada que lo haca ponerse ms descolorido. Luego se qued tirado en medio del corral mirndonos a todos. Y all se estuvo hasta que lo colgamos, porque de otra manera hubiera tardado mucho en morirse.Desde entonces, Pedro Zamora jug al toro ms seguido, mientras hubo modo.

Por ese tiempo casi todos ramos abajeos, desde Pedro Zamora para abajo; despus se nos junt gente de otras partes: los indios geros de Zacoalco, zanconzotes y con caras como de requesn. Y aquellos otros de la tierra fra, que se decan de Mazamitla y que siempre andaban ensarapados como si a todas horas estuvieran cayendo las aguasnieves. A estos ltimos se les quitaba el hambre con el calor, y por eso Pedro Zamora los mand a cuidar el puerto de los volcanes, all arriba, donde no haba sino pura arena y rocas lavadas por el viento. Pero los indios geros pronto se encariaron con Pedro Zamora y no se quisieron separar de l. Iban siempre pegaditos a l, hacindole sombra y todos los mandados que l quera que hicieran. A veces hasta se robaban las mejores muchachas que haba en los pueblos para que l se encargara de ellas.Me acuerdo muy bien de todo. De las noches que pasbamos en la sierra, caminando sin hacer ruido y con muchas ganas de dormir, cuando ya las tropas nos seguan de muy cerquita el rastro. Todava veo a Pedro Zamora con su cobija solferina enrollada en los hombros cuidando que ninguno se quedara rezagado:Epa, t, Pitasio, mtele espuelas a ese caballo! Y ust no se me duerma, Resndiz, que lo necesito para platicar!S, l nos cuidaba. Ibamos caminando mero en medio de la noche, con los ojos aturdidos de sueo y con la idea ida; pero l, que nos conoca a todos, nos hablaba para que levantramos la cabeza. Sentamos aquellos ojos bien abiertos de l, que no dorman y que estaban acostumbrados a ver de noche y a conocernos en lo oscuro. Nos contaba a todos, de uno en uno, como quien est contando dinero. Luego se iba a nuestro lado. Oamos las pisadas de su caballo y sabamos que sus ojos estaban siempre alerta; por eso todos, sin quejarnos del fro ni del sueo que haca, callados, lo seguamos como si estuviramos ciegos.

Pero la cosa se descompuso por completo desde el descarrilamiento del tren en la cuesta de Sayula. De no haber sucedido eso, quiz todava estuviera vivo Pedro Zamora y el Chino Arias y el Chihuila y tantos otros, y la revuelta hubiera seguido por el buen camino. Pero Pedro Zamora le pic la cresta al gobierno con el descarrilamiento del tren de Sayula.Todava veo las luces de las llamaradas que se alzaban all donde apilaron a los muertos. Los juntaban con palas o los hacan rodar como troncos hasta el fondo de la cuesta, y cuando el montn se haca grande, lo empapaban con petrleo y le prendan fuego. La jedentina se la llevaba el aire muy lejos, y muchos das despus todava se senta el olor a muerto chamuscado.Tantito antes no sabamos bien a bien lo que iba a suceder. Habamos regado de cuernos y huesos de vaca un tramo largo de la va y, por si esto fuera poco, habamos abierto los rieles all donde el tren ira a entrar en la curva. Hicimos eso y esperamos.La madrugada estaba comenzando a dar luz a las cosas. Se vea ya casi claramente a la gente apeuscada en el techo de los carros. Se oa que algunos cantaban. Eran voces de hombres y de mujeres. Pasaron frente a nosotros todava medio ensombrecidos por la noche, pero pudimos ver que eran soldados con sus galletas. Esperamos. El tren no se detuvo.De haber querido lo hubiramos tiroteado, porque el tren caminaba despacio y jadeaba como si a puros pujidos quisiera subir la cuesta. Hubiramos podido hasta platicar con ellos un rato. Pero las cosas eran de otro modo.Ellos empezaron a darse cuenta de lo que les pasaba cuando sintieron bambolearse los carros, cimbrarse el tren como si alguien lo estuviera sacudiendo. Luego la mquina se vino para atrs, arrastrada y fuera de la va por los carros pesados y llenos de gente. Daba unos silbatazos roncos y tristes y muy largos. Pero nadie la ayudaba. Segua hacia atrs arrastrada por aquel tren al que no se le vea fin, hasta que le falt tierra y yndose de lado cay al fondo de la barranca. Entonces los carros la siguieron, uno tras otro, a toda prisa, tumbndose cada uno en su lugar all abajo. Despus todo se qued en silencio como si todos, hasta nosotros, nos hubiramos muerto.As pas aquello.Cuando los vivos comenzaron a salir de entre las astillas de los carros, nosotros nos retiramos de all, acalambrados de miedo.Estuvimos escondidos varios das; pero los federales nos fueron a sacar de nuestro escondite. Ya no nos dieron paz; ni siquiera para mascar un pedazo de cecina en paz. Hicieron que se nos acabaran las horas de dormir y de comer, y que los das y las noches fueran iguales para nosotros. Quisimos llegar al can del Tozn; pero el gobierno lleg primero que nosotros. Faldeamos el volcn. Subimos a los montes ms altos y all, en ese lugar que le dicen el, Camino de Dios, encontramos otra vez al gobierno tirando a matar. Sentamos cmo bajaban las balas sobre nosotros, en rachas apretadas, calentando el aire que nos rodeaba. Y hasta las piedras detrs de las que nos escondamos se hacan trizas una tras otra como si fueran terrones. Despus supimos que eran ametralladoras aquellas carabinas con que disparaban ahora sobre nosotros y que dejaban hecho una coladera el cuerpo de uno; pero entonces cremos que eran muchos soldados, por miles, y todo lo que queramos era correr de ellos.Corrimos los que pudimos. En el Camino de Dios se qued el Chihuila, atejonado detrs de un madroo, con la cobija envuelta en el pescuezo como si se estuviera defendiendo del fro. Se nos qued mirando cuando nos bamos cada quien por su lado para repartirnos la muerte. Y l pareca estar rindose de nosotros, con sus dientes pelones, colorados de sangre.Aquella desparramada que nos dimos fue buena para muchos; pero a otros les fue mal. Era raro que no viramos colgado de los pies a alguno de los nuestros en cualquier palo de algn camino. All duraban hasta que se hacan viejos y se arriscaban como pellejos sin curtir. Los zopilotes se los coman por dentro, sacndoles las tripas, hasta dejar la pura cscara. Y como los colgaban alto, all se estaban campanendose al soplo del aire muchos das, a veces meses, a veces ya nada ms las puras tilangas de los pantalones bullndose con el viento como si alguien las hubiera puesto a secar all. Y uno senta que la cosa ahora s iba de veras al ver aquello.Algunos ganamos para el Cerro Grande y arrastrndonos como vboras pasbamos el tiempo mirando hacia el llano, hacia aquella tierra de all abajo donde habamos nacido y vivido y donde ahora nos estaban aguardando para matarnos. A veces hasta nos asustaba la sombra de las nubes.Hubiramos ido de buena gana a decirle a alguien que ya no ramos gente de pleito y que nos dejaran estar en paz; pero, de tanto dao que hicimos por un lado y otro, la gente se haba vuelto matrera y lo nico que habamos logrado era agenciarnos enemigos. Hasta los indios de ac arriba ya no nos queran. Dijeron que les habamos matado sus animalitos. Y ahora cargan armas que les dio el gobierno y nos han mandado decir que nos matarn en cuanto nos vean:No queremos verlos; pero si los vemos los matamos, nos mandaron decir.De este modo se nos fue acabando la tierra. Casi no nos quedaba ya ni el pedazo que pudiramos necesitar para que nos enterraran. Por eso decidimos separarnos los ltimos, cada quien arrendando por distinto rumbo.

Con Pedro Zamora anduve cosa de cinco aos. Das buenos, das malos, se ajustaron cinco aos. Despus ya no lo volv a ver. Dicen que se fue a Mxico detrs de una mujer y que por all lo mataron. Algunos estuvimos esperando a que regresara, que cualquier da apareciera (le nuevo para volvernos a levantar en armas; pero nos cansamos de esperar. Es todava la hora en que no ha vuelto. Lo mataron por all. Uno que estuvo conmigo en la crcel me cont eso de que lo haban matado.Yo sal de la crcel hace tres aos. Me castigaron all por muchos delitos; pero no porque hubiera andado con Pedro Zamora. Eso no lo supieron ellos. Me agarraron por otras cosas, entre otras por la mala costumbre que yo tena de robar muchachas. Ahora vive conmigo una de ellas, quiz la mejor y ms buena de todas las mujeres que hay en el mundo. La que estaba all, afuerita de la crcel, esperando quin sabe desde cundo a que me soltaran.Pichn, te estoy esperando a ti me dijo. Te he estado esperando desde hace mucho tiempo.Yo entonces pens que me esperaba para matarme. All como entre sueos me acord de quin era ella. Volv a sentir el agua fra de la tormenta que estaba cayendo sobre Telcampana, esa noche que entramos all y arra samos el pueblo. Casi estaba seguro de que su padre era aquel viejo al que le dimos su aplaque cuando ya bamos de salida; al que alguno de nosotros le descerraj un tiro en la cabeza mientras yo me echaba a su hija sobre la silla del caballo y le daba unos cuantos coscorrones para que se calmara y no me siguiera mordiendo. Era una muchachita de unos catorce aos, de ojos bonitos, que me dio mucha guerra y me cost buen trabajo amansarla.Tengo un hijo tuyo me dijo despus. All est.Y apunt con el dedo a un muchacho largo con los ojos azorados:Qutate el sombrero, para que te vea tu padre!Y el muchacho se quit el sombrero. Era igualito a m con algo de maldad en la mirada. Algo de eso tena que haber sacado de su padre.Tambin a l le dicen el Pichn volvi a decir la mujer, aquella que ahora es mi mujer. Pero l no es ningn bandido ni ningn asesino. l es gente buena.Yo agach la cabeza.