justicia indígena o barbarie

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¿Justicia indígena o barbarie? (ARI) Luis Esteban González Manrique ARI 13/2011 - 21/01/2011 Tema: El reconocimiento constitucional en Bolivia de la llamada “justicia indígena” está provocando graves fricciones entre los tribunales civiles y el derecho consuetudinario que han comenzado a aplicar las autoridades comunitarias aimaras y quechuas, incluidos linchamientos y castigos corporales, que también se están registrando en Ecuador y Perú. Resumen: Según la oficina del Defensor del Pueblo de Bolivia, en 2010 hubo 20 linchamientos, frente a 80 en los anteriores cinco años. La oposición boliviana ha acusado al gobierno de alentar la “ley de la turba” tras la aprobación por el Congreso de una ley que revisa el sistema judicial y consagra el derecho de las comunidades indígenas a administrar su propia justicia en territorios supuestamente ancestrales y en contradicción con los derechos humanos consagrados en la Constitución y en los convenios internacionales firmados por Bolivia. La experiencia del “pluralismo jurídico” en los países andinos, hoy autodenominados “plurinacionales”, podría tener graves repercusiones en otras partes de América Latina. “La globalización ha traído consigo un verdadero renacimiento de las identidades locales y, particularmente, de nuestros pueblos originarios. Ello, lejos de ser un problema, representa una magnífica oportunidad para empezar a hacer justicia” ha declarado el presidente chileno, Sebastián Piñera. Pero la defensa del derecho de los pueblos indígenas a ser gobernados por sus propias leyes abre las puertas tanto a promisorios procesos democráticos como a abusos de todo tipo. La legislación boliviana reconoce 36 sistemas judiciales de los grupos indígenas. Sin embargo, muchas preguntas continúan irresueltas: ¿dónde, cómo y hasta qué punto debería aplicarse la justicia de las comunidades indígenas? El Congreso boliviano debate actualmente un proyecto de ley que plantea establecer “zonas jurisdiccionales” para establecer límites claros entre la justicia ordinaria y la indígena. Análisis: El “año nuevo aimara”, el 21 de junio, el solsticio de invierno en el hemisferio austral, ha sido declarado fiesta oficial por el gobierno de Evo Morales, en el último episodio de lo que Eric Hobsbawm llamó la “invención de la tradición”: crear mitos nacionales modernos con objetivos políticos. Los ideólogos del Movimiento al Socialismo (MAS), el partido oficialista, han creado un calendario que en 2010 marca “el año 5518 de la cultura andina”, una cifra que estima en 5.000 años la edad de Tiahuanaco, el reino prehispánico más antiguo de los Andes centrales, sumados a los 518 años transcurridos desde 1492. Esta fecha es tan arbitraria como cualquier otra: los arqueólogos y antropólogos sostienen que la cultura Tiahuanaco puede remontarse como máximo al 1200 AC. La celebración del año nuevo aimara –el Inti Raymi, la fiesta del sol, como se llama en Perú– se realiza desde hace no más de 30 años en Bolivia y comenzó con el impulso de las agencias de turismo. El año nuevo aimara no es el único ejemplo de invención de nuevas tradiciones supuestamente prehispánicas. En los tres países centroandinos –Ecuador, Perú y Bolivia– el creciente protagonismo de los movimientos indígenas ha estado acompañado por el uso de la wiphala –la bandera con los siete colores del arco iris– como símbolo de identificación colectiva. El 21 de enero de 2000, la wiphala fue utilizada por los manifestantes de la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (Conaie) para marcar simbólicamente la “toma” de los principales recintos del poder: el Congreso de la República, el Palacio de Carondelet y la Plaza Grande de Quito. Desde la llegada al poder de Morales, la wiphala preside todas las ceremonias oficiales y en Perú es la bandera oficial de la ciudad de Cuzco[1] y flamea en su municipalidad.

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¿Justicia indígena o barbarie? (ARI) Luis Esteban González ManriqueARI 13/2011 - 21/01/2011 Tema: El reconocimiento constitucional en Bolivia de la llamada “justicia indígena” está provocando graves fricciones entre los tribunales civiles y el derecho consuetudinario que han comenzado a aplicar las autoridades comunitarias aimaras y quechuas, incluidos linchamientos y castigos corporales, que también se están registrando en Ecuador y Perú.

Resumen: Según la oficina del Defensor del Pueblo de Bolivia, en 2010 hubo 20 linchamientos, frente a 80 en los anteriores cinco años. La oposición boliviana ha acusado al gobierno de alentar la “ley de la turba” tras la aprobación por el Congreso de una ley que revisa el sistema judicial y consagra el derecho de las comunidades indígenas a administrar su propia justicia en territorios supuestamente ancestrales y en contradicción con los derechos humanos consagrados en la Constitución y en los convenios internacionales firmados por Bolivia. La experiencia del “pluralismo jurídico” en los países andinos, hoy autodenominados “plurinacionales”, podría tener graves repercusiones en otras partes de América Latina. “La globalización ha traído consigo un verdadero renacimiento de las identidades locales y, particularmente, de nuestros pueblos originarios. Ello, lejos de ser un problema, representa una magnífica oportunidad para empezar a hacer justicia” ha declarado el presidente chileno, Sebastián Piñera. Pero la defensa del derecho de los pueblos indígenas a ser gobernados por sus propias leyes abre las puertas tanto a promisorios procesos democráticos como a abusos de todo tipo. La legislación boliviana reconoce 36 sistemas judiciales de los grupos indígenas. Sin embargo, muchas preguntas continúan irresueltas: ¿dónde, cómo y hasta qué punto debería aplicarse la justicia de las comunidades indígenas? El Congreso boliviano debate actualmente un proyecto de ley que plantea establecer “zonas jurisdiccionales” para establecer límites claros entre la justicia ordinaria y la indígena.

Análisis: El “año nuevo aimara”, el 21 de junio, el solsticio de invierno en el hemisferio austral, ha sido declarado fiesta oficial por el gobierno de Evo Morales, en el último episodio de lo que Eric Hobsbawm llamó la “invención de la tradición”: crear mitos nacionales modernos con objetivos políticos. Los ideólogos del Movimiento al Socialismo (MAS), el partido oficialista, han creado un calendario que en 2010 marca “el año 5518 de la cultura andina”, una cifra que estima en 5.000 años la edad de Tiahuanaco, el reino prehispánico más antiguo de los Andes centrales, sumados a los 518 años transcurridos desde 1492. Esta fecha es tan arbitraria como cualquier otra: los arqueólogos y antropólogos sostienen que la cultura Tiahuanaco puede remontarse como máximo al 1200 AC. La celebración del año nuevo aimara –el Inti Raymi, la fiesta del sol, como se llama en Perú– se realiza desde hace no más de 30 años en Bolivia y comenzó con el impulso de las agencias de turismo.

El año nuevo aimara no es el único ejemplo de invención de nuevas tradiciones supuestamente prehispánicas. En los tres países centroandinos –Ecuador, Perú y Bolivia– el creciente protagonismo de los movimientos indígenas ha estado acompañado por el uso de la wiphala –la bandera con los siete colores del arco iris– como símbolo de identificación colectiva. El 21 de enero de 2000, la wiphala fue utilizada por los manifestantes de la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (Conaie) para marcar simbólicamente la “toma” de los principales recintos del poder: el Congreso de la República, el Palacio de Carondelet y la Plaza Grande de Quito. Desde la llegada al poder de Morales, la wiphala preside todas las ceremonias oficiales y en Perú es la bandera oficial de la ciudad de Cuzco[1] y flamea en su municipalidad.

Inka Waskar Chukiwanka, un intelectual aimara boliviano, que tras una larga militancia en organizaciones indigenistas fue diputado nacional, podría considerarse el Sabino Arana del neonacionalismo étnico andino. Chukiwanka se declaró “redescubridor” de la wiplaha y restaurador del “año nuevo indio”, además de atribuirse la recuperación de la escritura del milenario idioma tawa, de inventar el calendario marawata –o calendario indio– y recuperar muchos nombres indígenas que ahora han vuelto a utilizarse para bautizar niños aimaras. Hay otros aspectos de esa “invención de la tradición” menos inofensivos. El 15 de diciembre de 2009 cuatro personas fueron asesinadas y una gravemente herida después de que una turba invadiera una comisaría de policía y prendiera fuego a cuatro presuntos ladrones en Cochabamba. En años recientes, los linchamientos se han hecho frecuentes en Bolivia. En 2005 se reprimieron siete casos, 10 en 2006, 48 en 2007 y 42 en 2008.

Tras los linchamientos de Cochabamba, la ministra de Justicia, Celima Torrico, declaró que “tomar justicia por nuestras propias manos no está reconocida por las normas internas del país ni tampoco en nuestra Constitución”. Sin embargo, los casos se repitieron. El 9 de junio de 2010, un sospechoso de violación fue linchado por una comunidad indígena en Potosí, pocos días después de la tortura y asesinato de cuatro

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policías en la misma región por una asamblea de “ayllus [clanes]guerreros”. Esa zona es una conocida ruta de contrabando de automóviles procedentes de Chile y sus pobladores habían acusado a los policías de extorsión y asesinato. El último caso grave ocurrió el 15 de septiembre de 2010. Tres hermanos de Tapacarí, cerca de Cochabamba, fueron golpeados con palos, atados de pies y manos y enterrados vivos en una tumba que fueron forzados a cavar ellos mismos por 60 campesinos indígenas que los acusaron de haber asesinado a un miembro de su comunidad. La Conferencia Episcopal de Bolivia (CEB) culpó implícitamente al gobierno de Morales de alentar la justicia indígena, pero sin definir sus límites o su interrelación con la justicia nacional.

La declaración de la CEB, “La vida, un sagrado regalo de Dios”, decía que “por cierto tiempo estos crímenes han estado ocurriendo, pero en años recientes ellos se han incrementado en número y las características de la violencia se han vuelto más brutales e inhumanas, siendo justificados con argumentos insostenibles… Incluso [es] más preocupante… que las autoridades responsables de la aplicación de la ley y la defensa de los derechos de los ciudadanos no pueden prevenir o castigar adecuadamente a los perpetradores de esa clase de actos”. A diferencia de Rafael Correa, que ha criticado los castigos corporales y linchamientos públicos en comunidades indígenas ecuatorianas, Morales ha dado una respuesta equívoca, enviando a funcionarios públicos a negociar con los ayllus que han tomado la justicia por sus manos.

Reunidos en asamblea tras el asesinato de los cuatro policías, los miembros de los ayllus de Potosí declararon que habían aplicado la “justicia comunitaria”, reclamaron respeto a su decisión, rechazaron ser procesados en los tribunales y demandaron la legalización del contrabando de coches en “sus territorios”. Los cuatro policías habían ingresado en la zona para investigar el robo de dos vehículos y fueron emboscados por cientos de indígenas. Tras su ejecución sumaria fueron enterrados en distintas aldeas. El defensor del Pueblo, Rolando Villena, aseguró que no habría indulto ni amnistía para los culpables. Por su parte, los familiares de los policías declararon que buscarían justicia ante tribunales internacionales si las instancias judiciales del país no intervenían. Los cuerpos de los cuatro policías fueron devueltos a sus familias, pero sólo después de firmar un compromiso de que no iniciarían acciones penales contra los ayllus. Aún así, las familias han denunciado a la comunidad indígena y han presentado cargos contra funcionarios del gobierno y comandantes de la policía por negligencia.

El pasado 8 de junio, el grupo parlamentario del MAS aprobó en Diputados una nueva “ley de justicia” que, entre otras cosas, codificaba la aplicación de una justicia “originaria” o “comunal” en las comunidades indígenas, acorde con un sistema “plurinacional” de justicia. El gobierno sostiene que la “justicia comunitaria” no permite tomarse la justicia sin los procedimientos judiciales debidos y que el Senado, también dominado por el MAS, clarificará las dudas que rodean las diferentes áreas de jurisdicción con la promulgación de una nueva “ley de demarcación jurisdiccional”.

Aunque los linchamientos no son un fenómeno nuevo en Bolivia, al gobierno de Morales le corresponde clarificar su revisión del sistema judicial. No se sabe si el derecho indígena abarcará los delitos menores, como disputas de tierra, o crímenes mayores, como el homicidio. El Ministerio del Interior y Justicia sostiene que los linchamientos son una “perversión” de la justicia comunitaria. Para evitarlas, el proyecto de ley de zonas jurisdiccionales debería condenar explícitamente los linchamientos, determinando que esas prácticas extremas de “justicia” por mano propia serán juzgadas por la justicia ordinaria. En parte, el problema deriva del desprestigio del sistema judicial. Pero los fiscales ya han obtenido condenas contra los culpables de haber linchado y quemado al alcalde de Ayo-Ayo en 2004 y contra algunos de los implicados en las muertes de tres policías en Epizana (Cochabamba). Sin embargo, todos los inculpados han apelado. Hasta que no se emitan sentencias definitivas, la justicia boliviana seguirá bajo sospecha.

Bolivia no es el único país en afrontar la tensión entre el sistema indígena de justicia y el sistema oficial. En mayo de 2010, Rafael Correa denunció como una monstruosidad el hecho de que un joven fuera condenado a ser desollado por los “ancianos” de una comunidad indígena de Cotopaxi tras haber sido acusado de asesinato. La constitución ecuatoriana de 2008 reconoció “el derecho colectivo de los pueblos indígenas a crear leyes y derechos”. Pero la carta no define claramente la interrelación entre los dos sistemas de justicia. Tampoco el Congreso ecuatoriano ha logrado aprobar una ley estableciendo mecanismos para coordinar los dos sistemas de justicia y definir el alcance de la justicia indígena.

El escándalo en Ecuador alcanzó proporciones mayores cuando varias cadenas de televisión mostraron a un indígena de 22 años siendo torturado frente a unos 2.000 miembros de su comunidad. Orlando Quishpe

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fue acusado por los “ancianos” del asesinato de un amigo suyo el 9 de mayo y lo condenaron ser flagelado en público. Quishpe fue obligado a caminar desnudo alrededor de una plaza, cargando una bolsa llena de rocas mientras era azotado con ramas espinosas y empapado con agua helada. Luego, 20 “jefes” de la comunidad le infligieron latigazos. Una semana antes, otros cinco jóvenes acusados de ser cómplices de Quishpe recibieron un trato similar. Algunos días después del caso de Cotopaxi, dos indígenas fueron quemados vivos en la provincia de Orellana. Cuando la policía local detuvo a ocho miembros de una familia acusados del crimen, los presuntos culpables afirmaron que habían aplicado la “justicia indígena”. Correa declaró que los implicados en esos delitos se enfrentarían a la justicia y criticó a Vicente Tibán, fiscal para asuntos indígenas en Cotopaxi, por afirmar que la justicia indígena había sido “suficiente”. Tibán renunció.

Correa amenazó con enviar a las fuerzas armadas a las zonas donde se pretenda aplicar la justicia indígena, lo que ha deteriorado –quizá irreparablemente– sus relaciones con el movimiento indígena, que contribuyó a su triunfo en 2007. Pachakutik, el brazo político de la Conaie, presentó una demanda judicial contra Correa por “etnocidio, genocidio, xenofobia y racismo”. Una de sus dirigentes, Lourdes Tibán, lo acusó de “agresión psicológica” contra los indígenas por no aceptar las “diferencias inherentes a un Estado plurinacional consagrado en la Constitución”. El texto, de 2008, establece que las comunidades indígenas pueden aplicar sus propias leyes para resolver los conflictos internos según sus costumbres, siempre que no contravengan la Constitución y los tratados internacionales sobre derechos humanos. Sin embargo, el artículo 171 estipula que el Estado debe respetar las decisiones judiciales indígenas y que debe aprobarse una ley que establezca “claros mecanismos para coordinar” los dos sistemas judiciales. La ley está estancada en la Asamblea Nacional porque los legisladores temen que cualquiera que sea el texto final provoque nuevas protestas indígenas.

El llamado Estado plurinacional se ha quedado en una mera declaración de intenciones porque la clase política y el gobierno son conscientes de que muchas tradiciones indígenas tienen un difícil encaje en un Estado de derecho moderno. Los seis jóvenes azotados públicamente en La Cocha trabajaban en Quito y visitaban a su comunidad sólo esporádicamente, por lo que los valores y tradiciones indígenas les eran cada vez más ajenos. Ante esa indecisión, la ruptura entre Correa y la Conaie terminó de consumarse. En un viaje a Caracas el pasado julio, Correa dijo ante la Asamblea Nacional venezolana que “la más grande amenaza al socialismo del siglo XXI” no proviene de la derecha sino del “izquierdismo infantil”, un sector en el que incluyó a la Conaie. A su vez, su presidente, Marlon Santi, replicó que “el socialismo del siglo XXI del que habla Correa es una repetición de las prácticas neoliberales y clientelistas de los gobiernos pasados”. Santi está siendo investigado por “sabotaje y terrorismo” tras participar en las protestas de junio de 2010 en Otavalo contra una reunión a la que asistían Hugo Chávez y Evo Morales.

Sectores afines a Correa han atribuido a la Conaie y a Pachakutik un proyecto “etnocentrista”. Tras la rebelión policial del pasado 30 de septiembre, en la que Correa vio un intento de golpe de Estado, su gobierno acusó a la Conaie de conspirar con partidos de ultraizquierda y la oposición conservadora para desestabilizarlo. Culpó a la Conaie por haber rechazado, en septiembre de 2009, la ley de recursos hídricos para retener su control de las instituciones públicas orientadas al sector indígena en educación, salud y desarrollo, lo que, según él, abrió la coyuntura que desencadenaría un año más tarde la insubordinación policial. Intelectuales afines al gobierno y políticos oficialistas han acusado a la Conaie y a Pachakutik de recibir fondos de USAID, la agencia de EEUU para el desarrollo, y la ONG estadounidense National Endowment for Democracy (NED). El 30 de septiembre, la Conaie condenó cualquier intento de golpe de Estado, pero acusó con dureza al gobierno de Correa de ser una “democracia dictatorial” al haber “secuestrado todos los poderes del Estado, formado alianzas con grupos de poder económico en la minería y el petróleo y criminalizado la protesta social y perseguido a los dirigentes populares y al movimiento indígena”.

En realidad, el distanciamiento viene de lejos. En su primera campaña presidencial, Correa, que de adolescente vivió un año en una comunidad indígena, buscó el apoyo de la Conaie. Su Movimiento País propuso a Pachakutik una fórmula encabezada por Correa y con Luis Macas, líder de Pachakutik, como vicepresidente. “¿Y por qué no al revés?, le replicaron. Según versiones autorizadas, la reacción inmediata de Correa fue: “Yo no estoy para ser segundo de nadie”, lo que sus interlocutores interpretaron como un señal de racismo. Aunque el movimiento indígena decidió apoyar a Correa sin contrapartidas, sus relaciones nunca fueron fluidas y se deterioraron a medida que Correa comenzó a atacar a Pachakutik, que presentó candidatos propios a la Asamblea Constituyente.

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En 1990 la Conaie convocó el primer levantamiento indígena de la historia moderna de Ecuador. Desde entonces se convirtió en un actor político nacional importante y años después (1997 y 2000) fue el desencadenante de las crisis políticas que derrocaron a los presidentes Abdalá Bucaram y Jamil Mahuad. Pero la primera participación política de Pachakutik en el gobierno nacional fue traumática. Tras ser elegido presidente, Lucio Gutiérrez, que lideró el levantamiento contra Mahuad, nombró ministros a varios de sus dirigentes. Pero Pachakutik, que siempre había luchado por el no pago de la deuda y contra el FMI, se quedó sin piso político cuando Gutiérrez firmó una carta de intención con el FMI en la que se comprometía a aumentar el precio de la gasolina y promover las privatizaciones.

Las discrepancias entre la Conaie y Correa están lejos de ser coyunturales. Según su programa, dado que los indígenas representan el 40% de la población, los pueblos indígenas deberían tener derecho a una representación proporcional y directa en el Parlamento. El gobierno califica esa posición de etnocrática y tampoco ha admitido que los indígenas tengan derechos especiales en la explotación de recursos naturales en territorios que ellos consideran “ancestrales” a pesar de que reconoce circunscripciones territoriales indígenas especiales.

Hugo Chávez, fiel aliado de Morales y Correa, tiene dilemas similares. El artículo 119 de la Constitución venezolana reconoce “la existencia de los pueblos y comunidades indígenas, su organización social, política y económica, sus culturas, usos y costumbres, idiomas y religiones, así como su hábitat y derechos originarios sobre las tierras que ancestral y tradicionalmente ocupan y que son necesarias para desarrollar y garantizar sus formas de vida” y dice que corresponde al Ejecutivo, con la participación de los pueblos indígenas, “demarcar y garantizar el derecho a la propiedad colectiva de sus tierras, que serán inalienables, imprescriptibles, inembargables e intransferibles”. El artículo 260 de la Constitución dice que las autoridades legítimas de los pueblos indígenas podrán aplicar en su hábitat “instancias de justicia” con base en sus tradiciones ancestrales y que sólo afecten a sus integrantes, según sus propias normas y procedimientos, siempre que no sean contrarios a esta Constitución, a la ley y al orden público. Sin embargo, el gobierno de Chávez ha impulsado una política sistemática de reorganización del tejido social y productivo de los pueblos indígenas –sin excepción– en consejos comunales y comunas socialistas. Incluso altos funcionarios públicos han declarado que la contraparte oficialmente reconocida para relacionarse con el gobierno son los consejos comunales y no las autoridades tradicionales. Es difícil creer que las imágenes de indígenas venezolanos con camisetas rojas con la frase “Patria, socialismo o muerte” constituya la vía para reconocer la “otredad” cultural de los pueblos indígenas venezolanos.

El dilema de pluralismo jurídico: ¿hacia un Estado etnocrático?Según Henri Favre, el resurgimiento de la “indigenidad” es la manifestación latinoamericana del reconocimiento étnico que acompaña, a escala internacional, el proceso de globalización. Aunque el movimiento indianista ha querido compatibilizar la defensa de la plurinacionalidad con las naciones actuales, el multiculturalismo constitucional ha generado demandas de jurisdicciones donde deben regir sus propias instituciones y formas tradicionales de organización social, económica, jurídica y política. En cierto sentido, la lucha indígena es la lucha por un derecho a crear leyes y derechos.

Para millones de indígenas diseminados en múltiples comunidades rurales y urbanas, las cuestiones de territorio están intrínsecamente vinculadas a la vigencia de las normas tradicionales. Desde esa perspectiva, dado que los pueblos indígenas son pueblos y naciones “originarios”, sus derechos colectivos tendrían una cierta “precedencia histórica” y, por ello, no se les deben otorgar sino simplemente reconocer como parte imprescindible de sus instrumentos de supervivencia y resistencia contra la asimilación cultural y el etnocidio.

Pero con ello, como reconoce Boaventura de Sousa Santos, cuya obra sobre el pluralismo jurídico tuvo una gran influencia en los procesos constituyentes boliviano y ecuatoriano, lo que se pone en cuestión es el propio concepto liberal de la ciudadanía. La transición del capitalismo al socialismo, según Santos, no se limita a un proceso económico: es sobre todo una transición del colonialismo a la autodeterminación, al fin del racismo y a la posibilidad de la convivencia de diferentes nacionalidades dentro del mismo Estado. Ahí empiezan los problemas de la soberanía, a pesar de que Santos crea que con el pluralismo jurídico se refuerce la idea de una nacionalidad hecha de diversidad y de una soberanía “dispersa, compartida y polifónica”. En un discurso en Quito, Santos sostuvo que las nacionalidades e identidades que se juntan para un proyecto nacional con sus propias reglas de pertenencia, con sus formas ancestrales, con su derecho y sus autonomías, no hacen peligrar la nación. “Al contrario, la refuerzan”, subrayó, añadiendo que está surgiendo en América Latina un nacionalismo nuevo, de izquierda, que es plurinacional. Para

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Santos, que asesoró a los constituyentes bolivianos en cuestiones de pluralismo jurídico, se trata de rescatar la “justicia histórica” porque el constitucionalismo moderno borró las diferencias en nombre de la igualdad.

En cierto modo, se trata de una visión arcaísta del mundo indígena, muy parecido a la del indigenismo original de los años 30 que en un lenguaje exaltado y poético trazaba idílicas descripciones de sociedades igualitarias en comunión con la naturaleza y en las que reinaban generosos sentimientos solidarios y a las que las influencias extranjerizantes no habían conseguido degradar. En realidad, esa visión del mundo indígena está conformada por creencias indemostrables sobre la existencia en el mundo andino de una civilización moralmente superior a la occidental.

En Quito, Santos aconsejó a su audiencia ecuatoriana reforzar ese nuevo nacionalismo y “no desacreditar a las dirigencias indígenas”, justamente lo que hizo Correa poco después cuando las exigencias del movimiento indígena desbordaron lo que su gobierno estaba dispuesto a conceder a esos nuevos micronacionalismos que registran la existencia de 13 nacionalidades y 17 pueblos indígenas diferentes entre sí, entre ellas algunas, como los Záparo amazónicos, con poco más que un centenar de miembros.

En último término, en este asunto hay cuestiones ineludibles sobre los derechos humanos, que en su libro Sociología jurídica crítica Santos considera “un particularismo occidental”. Según el sociólogo portugués, la concepción del Estado como fuente única y exclusiva del derecho está en la raíz del “centralismo jurídico” de la teoría política liberal y la “hipótesis legal positivista”, que declaró no existentes a todos los órdenes normativos ajenos a la noción del derecho surgido de las revoluciones burguesas europeas. Dado que la construcción del Estado moderno exigió la homogenización de las diferencias sociales y territoriales, ahora se trata, sostiene, de rescatar el “potencial emancipador” de esos órdenes jurídicos privados –locales, comunitarios, indígenas…– a los que la teoría liberal hegemónica del Estado y del Derecho niega la calidad de Derecho. El objetivo es generar una forma de justicia que contradiga el espectro de la justicia oficial, considerada como “costosa, lenta, esotérica, excluyente y propia de los sociedades capitalistas”.

El pluralismo jurídico utiliza un esquema marxista para plantear el problema y proponer soluciones: todo se reduce a una relación desigual entre un sistema jurídico dominante (oficial) y otro dominado (no oficial) y que en América Latina reproduce el elemento central de la “dominación etnocrática”, es decir, la renuencia del derecho estatal a reconocer las leyes de los pueblos originarios. En ese esquema, los asuntos referidos a la democracia –que hace que un Estado de Derecho refleje la voluntad popular y las leyes que una sociedad se concede voluntariamente– son marginales o irrelevantes. El nacionalismo dominante es en esa concepción solo una máscara de la dominación étnica de los descendientes de los colonizadores europeos, siempre temerosos a las secesiones caóticas. Esos “Estados etnocráticos” no solo serían falsos Estados nacionales sino además, en los casos en los que los pueblos indígenas son la mayoría de la población, Estados “doblemente falsos”.

Dado que para el liberalismo los derechos son prerrogativas de los individuos y no de las entidades colectivas a las que éstos pertenecen, todo el sistema se debe reformular a partir del reconocimiento de los derechos colectivos con el fin de proteger de modo adecuado a los pueblos y colectividades a los que esos individuos pertenecen. Así, los Estados no solo deben abstenerse de interferir en los derechos colectivos de las minorías, sino que además deben proveer un respaldo activo al goce de esos derechos, sin los cuales los grupos minoritarios siempre estarán en desventaja. Pero las dudas se multiplican cuando se desafía al monopolio estatal de la producción y distribución del derecho, tan vital para un Estado como el de las armas y la violencia organizada, un temor que no es privativo de gobiernos conservadores, como lo atestiguan los problemas del gobierno sandinista de Daniel Ortega con los misquitos de la costa atlántica nicaragüense y los de Correa con la Conaie.

Conclusiones: La idea del constitucionalismo multicultural como desagravio por las injusticias e inequidades perpetradas contra los indígenas es tan bien intencionada que ha ganado en muchos países de la región esa amplia aquiescencia que se llama consenso. Resulta casi sacrílego ponerlo en duda. Sin embargo, la división de un Estado nacional en una miríada de cantones étnicos, cada uno dotado de sus propias leyes y códigos civiles y penales, conlleva múltiples riesgos.

Varios de los gobiernos de la región han mantenido el tema de la nación en el primer plano de sus preocupaciones y prioridades políticas, convencidos de la imposibilidad de crear un Estado

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verdaderamente “nacional” con el lastre de procesos de nacionalización y ciudadanía incompletos, muchos de ellos ligados a la crónica irresolución de los problemas étnicos. Como casi siempre ocurre en el continente, la solución ha pasado por redactar nuevas constituciones. La “obsesión constituyente” obedece a una cultura política profundamente marcada por la idea de que cambiar la ley cambiará también la realidad. Se trata de una idea curiosa: si en alguna región del mundo esa tesis demuestra su falsedad es en América Latina, donde el culto formal a la ley coexiste con la indiferencia social a su vigencia efectiva. Si los políticos tienen un desempeño desastroso, la clave de la solución está en una nueva constitución.

Habitualmente, los productos finales son documentos interminables. Mientras la constitución de EEUU tiene siete artículos y 27 enmiendas, la actual de Venezuela tiene 350 artículos, la de Bolivia 411 y la de Ecuador 444. La constitución boliviana, por ejemplo, garantiza el derecho a la alimentación, al agua, la educación y la sanidad gratuitas, la electricidad, el gas, el teléfono, la identidad cultural, la privacidad, al honor, a la dignidad y a una vida libre de tortura y violencia física, psicológica o sexual. Hay derechos especiales para 18 diferentes pueblos indígenas.

Pero los problemas de salud pública no se pueden resolver con un artículo constitucional que garantice ese derecho, como tampoco se puede acabar con la discriminación racial criminalizándola en el código penal o creando nuevas jurisdicciones etnocráticas de signo contrario que podrían fosilizar, para garantizar una supuesta modernidad alternativa, un orden social comunitario premercantil y preindustrial. Solo quienes no han tenido el riesgo de soportar la enfermedad o el analfabetismo pueden lamentar la llegada de una carretera y la implantación de una escuela pública o un puesto médico en un pueblo.

Para millones de indígenas en los Andes centrales la autoridad oficial es simbólica, porque viven confinados en un mundo al que las instituciones políticas, judiciales y económicas del país moderno casi nunca llegan, y si lo hacen, llegan deformadas, sólo para perjudicarlos. Pero la solución propuesta –un pluralismo jurídico que legitime cualquier ordenamiento normativo solo por el hecho de ser tradicional– podría proporcionar un escudo para que se refugie la barbarie, permitiendo a ciertos grupos étnicos organizarse de manera coactiva para controlar las conductas privadas de sus miembros.

En América Latina, como en el resto del mundo, la concepción jacobina y centralizadora de la nación –que tolera la diversidad étnica o religiosa mientras se mantengan en privado o en el entorno familiar– se enfrenta a concepciones más abiertas y plurales de la nacionalidad. La lucha por el respeto de las especificidades culturales de las minorías ha experimentado un crecimiento progresivo que en este siglo se situará en un nivel similar a las reivindicaciones por los derechos civiles, políticos y sociales.

Como en otras latitudes, ello conlleva los riesgos de favorecer repliegues o enclaustramientos comunitarios, de dividir a las sociedades en grupos opuestos o impedir la comunicación entre los grupos. El respeto interétnico no es irreconciliable con una identidad mestiza de libre elección. La obsesión por la pureza cultural puede crear nuevos guetos en los que vuelvan a florecer la discriminación y los prejuicios.

El liberalismo político se desarrolló como un antídoto contra teorías políticas que consignan a las personas a destinos determinados por la casta, la clase, la raza, la etnia, las costumbres, las tradiciones y las condiciones sociales heredadas. La salida a ese determinismo se logra mediante un régimen de derechos y libertades civiles y una justicia independiente para garantizar su cumplimiento. Desde esa visión, la tolerancia del multiculturalismo no puede ser ilimitada: el Estado sólo puede apoyar la autonomía cultural de los grupos étnicos en el marco de un determinado conjunto de principios éticos y políticos. Los derechos constitucionales establecen límites para cualquier colectividad porque su propósito es dar poder a los individuos. Con ello inevitablemente ponen en peligro las formas de vida colectiva de los grupos tribales, étnicos o religiosos.

En un orden jurídico liberal, la supervivencia de comunidades diferentes es solo una posibilidad abierta. Refiriéndose al caso de Canadá, en su libro On toleration, Michael Waltzer sostiene que debido a que fueron conquistados y a una larga subordinación, los pueblos indígenas tienen derecho a un mayor ámbito legal y político para organizarse e impulsar su antigua cultura. Pero ese derecho colectivo está limitado por los derechos individuales de sus miembros, dado que ellos también son ciudadanos: cualquiera de ellos puede decidir marcharse, vivir fuera o quedarse dentro oponiéndose a las prácticas y normas

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tradicionales y a los líderes establecidos.

El Estado-nación debe tolerar a las naciones indígenas, pero al mismo tiempo ellas deben tolerar a sus miembros como individuos que pueden rechazar su forma de vida nacional. Las dos formas de tolerancia coexisten, aunque los detalles de esa coexistencia tengan que desarrollarse legislativamente para fijar los ámbitos propios de su autonomía. En el caso de los linchamientos o los castigos corporales, ese principio tiene una traducción legal inequívoca: el Estado tiene que considerar como asesinos o torturadores a quienes perpetren esos crímenes. No puede haber excusas de tipo religioso, cultural o étnico para el linchamiento de la justicia.

Luis Esteban González Manrique

VIOLENCIA EN LAS RELACIONES INTERÉTNICASY RACISMO EN LA CIUDAD DE MÉXICO

Cristina Oehmichen

ABSTRACT

En este artículo se analiza el tema de la violencia y el racismo a la luz de las relaciones indo mestizas en México. Se parte de considerar a la violencia simbólica como una práctica presente en la construcción cultural de la nación

This article analyzes the theme of violence and racism in light of indigenous-mestizo relations in Mexico. Symbolic violence, as a present practice in the cultural construction of the nation, is taken as a point of departure. The current representations that tend to criminalize indigenous people rest on such practices. To this end, this paper presents

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sobre la cual descansan las representaciones actuales que tienden a criminalizar a los indígenas. Para ello se presentan algunos aspectos de la violencia, tanto simbólica como de otro tipo, que emergen de las relaciones interétnicas en la Ciudad de México.

some aspects of both the symbolic and other types of violence that emerge in Mexico City's inter-ethnic relations.

Introducción

Me propongo analizar algunos aspectos de los diferentes tipos de violencia que se presentan en las relaciones indo-mestizas de México para, posteriormente, exponer la manera en que dichas relaciones se expresan en la Ciudad de México. Para ello, me baso en información etnográfica obtenida de 1997 a 2003 entre indígenas mazahuas inmigrantes y grupos no indígenas con quienes interaccionan de manera cotidiana. La información se complementa con algunos elementos discursivos que muestran la conformación de nuevos atributos de identificación y tienden a criminalizar a los indígenas en un contexto en el que la inseguridad pública y la violencia se convierten en un problema que afecta a toda la sociedad.

La metodología empleada consistió en realizar entrevistas abiertas y semidirigidas a 54 inmigrantes mazahuas originarios de dos comunidades diferentes. El objetivo fue conocer los procesos de identidad y cambio cultural que se derivan de la migración ruralurbana.1 No obstante, durante el trabajo de campo surgieron temas que no estaban contemplados y que surgían de las conversaciones y charlas informales. Así, los problemas relacionados con la discriminación, el racismo y la violencia fueron temas recurrentes en las pláticas. Además de lo anterior, fueron entrevistadas 25 personas no indígenas que viven en las cercanías de los vecindarios étnicos y grupos de comerciantes, con el fin de conocer su percepción sobre la presencia indígena en la ciudad. Finalmente, fueron entrevistados funcionarios del entonces Instituto Nacional Indigenista2 y del Gobierno del Distrito Federal.

Pero ¿qué es la violencia? Ésta ha sido definida como “el uso o la amenaza de la fuerza física entre individuos o grupos” (Giddens, 2000: 740). Se diría, pues, que se trata de un comportamiento objetivamente preconstituido o de un tipo de comportamiento social. En esa misma tónica, Françoise Héritier (1996) define la violencia como toda coacción de naturaleza física o psíquica susceptible de atraer el terror, el desplazamiento, la desgracia o la muerte de un ser animado. La violencia incluye también los actos que tienen por efecto el despojo del otro y el daño o la destrucción de objetos inanimados pertenecientes al otro.

No obstante, la violencia es también un concepto socialmente construido, donde interviene la cultura y la subjetividad. Con frecuencia lo que se considera como comportamiento violento en ciertos contextos socio-culturales, deja de serlo en otros. Incluso pueden coexistir en una misma sociedad mundos normativos diferentes que definan también de modo diferente la violencia. (Héau y Giménez, 2005; Welzer-Lang, 1992).

Existen diversas formas de violencia que podemos considerar como “consuetudinarias” y que son constitutivas de las relaciones de poder. Se trata de una violencia institucionalizada, enraizada en la cultura, e inscrita en las mentes y en los cuerpos de quienes la ejercen y de quienes la sufren. Esta forma de violencia muchas veces es imperceptible porque se encuentra inscrita en la doxa, ya que pertenece al ámbito de lo pre-interpretado. A este tipo de violencia se refiere Bourdieu (1998) cuando habla de la

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“violencia simbólica” que permite reproducir y perpetuar relaciones de dominación. Se trata de aquella forma de violencia enraizada en la cultura, y que se ejerce con la participación activa y el consentimiento de los dominados para perpetuar su propia dominación. Este concepto es útil para analizar las relaciones asimétricas de larga data.

En las relaciones interétnicas la violencia se expresa con mayor o menor crueldad e intensidad dependiendo del contexto de interacción y de los intereses en juego. En Latinoamérica, el racismo y la violencia contra las poblaciones originarias han sido constantes a lo largo de la historia. El uso de la fuerza física es la expresión más visible de la violencia interétnica, pero no es la única.

La eliminación simbólica del indio

La construcción de la nación mexicana ha tenido en el mestizaje una de las formas más evidentes de la violencia simbólica, que ha conducido a la invisibilización de los indígenas, a su inexistencia jurídica como sujetos de derecho y a la ausencia de órganos de representación política propios. La violencia tiene siempre algo que ver con la destrucción de “el otro”, del “diferente”, del “extraño” (Ianni, 2001: 57).

En México, el Estado construyó lo “nacional” a partir de un sistema de clasificación que implicó inclusiones y exclusiones. Este sistema se expresaría en la conformación de una nación imaginada (Anderson, 2001) como culturalmente homogénea. Esta concepción

arranca desde inicios del siglo XIX, cuando México se convierte en una nación independiente. Una vez lograda la independencia con respecto a España, el indio pasó a formar parte de la sociedad mexicana en términos de una igualdad jurídica. En 1824 fue promulgada la primera constitución del México independiente, en la cual se estableció la igualdad jurídica de todos los mexicanos. En ese año, el naciente Estado inició una política oficial para educar a los indios, quienes fueron concebidos como sujetos que había que integrar al proyecto nacional concebido por las élites criollas y mestizas dominantes. El indio fue visto como producto del atraso, la ignorancia y la barbarie, aún por los intelectuales más progresistas de la época.3

No obstante, fue hasta el siglo XX cuando se realizaron los esfuerzos más importantes por “desindianizar” a México. Después de la Revolución de 1910-17, los principios liberales se expresarían en la Constitución General de la República que, al igual que en las constituciones del siglo XIX, instituyó la igualdad de todos los mexicanos sin mención alguna de la naturaleza pluricultural y de la diversidad étnica de la población mexicana. Los indígenas sólo fueron mencionados en la ley como depositarios de las tierras dadas en usufructo bajo la figura de las comunidades agrarias. La igualdad jurídica establecida en la ley y la negación de la diversidad cultural, llevaban consigo la negación de todo tipo de reconocimiento a los derechos de los pueblos originarios sobre sus territorios, el derecho a usar sus lenguas, a mantener sus culturas, y a contar con sus propios sistemas educativos y formas de gobierno, entre otras cosas.

Con ello se consumó la eliminación simbólica del indio del proceso de construcción cultural de la nación y sólo quedó en el discurso nacionalista de los gobiernos posrevolucionarios, como referente, su pasado glorioso precolombino.

Bajo los principios liberales, el Estado también emprendió políticas públicas orientadas a “forjar patria”, es decir, a unificar cultural y lingüísticamente a la población nacional.4

Desde 1921 comenzó a perfilarse una política educativa tendiente a asimilar a los

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indígenas a la corriente predominante del mestizaje, lo que presupone su castellanización, su alfabetización y su cambio cultural. En ese mismo año, el sistema educativo nacional se basó en el principio de la enseñanza única, gratuita y obligatoria. Se pretendía que los indígenas recibieran la misma educación que los blancos y mestizos o, como planteara el secretario de Educación José Vasconcelos, poner la cultura al alcance de todos, pero también dar a todos la misma cultura (Oehmichen, 1999).

El mestizaje apareció como un símbolo articulador de la noción de mexicanidad. Finalmente, la nación mexicana surgía como producto de la fusión de razas y culturas europeas e indígenas y eran, precisamente los mestizos, los llamados a conducir al país hacia la modernidad. Con ello, el Estado se presentó como el soporte de la nación (de la macro-etnia mestiza) y excluyó a los miembros no asimilados de esta categoría. Se construyó así un proceso de identidad nacional, con un “nosotros”, valorado positivamente, donde los “otros”, los indios, tendrían que ser educados y asimilados para que llegaran a ser como “nosotros”, los mestizos.

En tanto, en la mayor parte de las áreas de relación interétnica del país, continuaron empleándose las categorías de clasificación colonial para definir a la población indígena y contrastarla con la población blanca y mestiza. En estas regiones, sobreviven hasta hoy las clasificaciones coloniales que designan a los indios como gente de costumbre confrontada con la gente de razón que serían los mestizos y los blancos (Bartolomé, 1997: 46).

Según el censo de 2000, México tiene una población de 97’483,412 habitantes, de los cuales 10’189,514 son indígenas (CNDPI, 2002).5 Los indígenas se encuentran distribuidos en todo el territorio nacional a causa de las migraciones. Sin embargo, se concentran en el centro y sur de México, principalmente en los estados de Oaxaca (1’518,410 personas) Chiapas (1’036,903), Yucatán (971,345), Veracruz (936,308), Estado de México (869,828), Puebla (853,554), Hidalgo (505,878), Guerrero (478,388), Quintana Roo (338,158), San Luis Potosí (325,253), entre otros.

La dicotomía indio-mestizo es el fundamento con el que se construyen otras dicotomías: los elementos asociados a los blancos y mestizos se vinculan con lo positivo, es decir, con la modernidad y el progreso, mientras que los relacionados con los indígenas se relacionan con el atraso, la ignorancia y lo rural.

En el país existe una amplia variedad de racismos, cuyos matices se expresan según las localidades y regiones del país, y según los contextos particulares de interacción. Por ejemplo, en el Bajío y norte del país, las élites no se asumen como mestizas, sino como criollas. Con ello marcan clara su distancia, pues a diferencia de los mestizos, ellos no han tenido algún antepasado indígena, es decir, se reconocen como descendientes directos de los españoles. En otras regiones, como en Chiapas, las huastecas potosina, veracruzana y poblana, los conflictos interétnicos se expresan de manera más violenta, sobre todo cuando se disputa a los indígenas la tierra u otros recursos que les son arrebatados por ganaderos, terratenientes y otros actores con mayor poder.

A partir de la década de 1970, las luchas por la tierra que se habían venido presentando en diferentes regiones campesinas e indígenas del país se sumaron a las demandas de un incipiente movimiento conformado por profesores e intelectuales indígenas formados desde el indigenismo y las acciones educativas del Estado (Beaucage, 1987). Diversas organizaciones magisteriales compuestas por maestros indígenas y otros profesionistas,

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expresarían su decisión de defender sus culturas, demandarían el reconocimiento a sus derechos culturales y se pronunciarían en contra de las políticas asimilacionistas llevadas a cabo por el Estado, mismas que calificaron de “etnocidio” (Bonfil, 1981).

En 1992 se reconocía por primera vez en la Constitución la “naturaleza pluricultural de la nación mexicana”, al cumplirse 500 años de la llegada de Cristóbal Colón a tierras americanas. La enmienda constitucional al artículo 4º dio inicio a una serie de cambios en la legislación secundaria. Por primera vez los indígenas sujetos a procesos penales o involucrados en juicios agrarios tendrían derecho a contar con un traductor. No obstante, estos cambios fueron más conmemorativos que efectivos, porque el artículo 4º nunca se reglamentó (Oehmichen, 1999).

El 1 de enero de 1994 irrumpía en Chiapas el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), cuyo lema “Nunca más un México sin nosotros” expresaría el sentir de la exclusión de la que han sido objeto los indígenas.

A partir del alzamiento del EZLN, se configuraría un movimiento indígena apoyado por amplios sectores de la sociedad civil, que demandaría el reconocimiento de una serie de derechos étnicos. Finalmente, la Constitución sería modificada en 2001, como respuesta de los compromisos adquiridos por el Gobierno Federal con el EZLN, compromisos establecidos en los Acuerdos de San Andrés y firmados en febrero de 1996.

Así, en 2001 se modificaron los artículos 1º, 2º, 18º, y 115º de la Constitución. En ellos se reconoce el derecho de los pueblos y comunidades indígenas a la libre determinación y, en consecuencia, a la autonomía para decidir sus formas internas de convivencia y organización social, económica, política y cultural; el derecho a aplicar sus propios sistemas normativos en la regulación y solución de sus conflictos internos; y a elegir, de acuerdo con sus normas, procedimientos y prácticas tradicionales, a las autoridades o representantes para el ejercicio de sus propias formas de gobierno interno, entre otras cosas.

Llama la atención que éste sea el único caso en el que se afirme de manera explícita que tales derechos constitucionales se pueden ejercer, pero siempre en el marco del respeto a los derechos humanos y al derecho de las mujeres. Esta mención explícita oculta mensajes implícitos, pues no se hace la advertencia para ningún otro grupo social. Ello deja entrever un trasfondo racista que asume que los indígenas sí violan los derechos humanos y de los de las mujeres, derechos que “nosotros”, los no indígenas, sí respetamos.6 Así, muchas formulaciones, en apariencia positivas, de reconocimiento de los indígenas sólo pueden entenderse por completo si se pormenorizan sus múltiples proposiciones implícitas, como ha ocurrido en México y otros países de Latinoamérica (Van Dijk, 2003).

Las representaciones y prácticas racistas también se muestran en las cifras oficiales. De acuerdo con la primera Encuesta Nacional sobre Discriminación en México (Sedesol, 2005)7 el 43% de los mexicanos opina que los indígenas tendrán siempre una limitación social por sus características raciales. Uno de cada tres opina que lo único que tienen que hacer los indígenas para salir de la pobreza es no comportarse como indígenas. El 40% manifestó estar dispuesto a organizarse con otras personas para solicitar que no permitieran a un grupo de indígenas establecerse cerca de su comunidad.

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Un total de 765 indígenas formaron parte de la muestra y los resultados son elocuentes: nueve de cada diez indígenas opina que en México existe discriminación debido a su condición; 90.3% de los indígenas siente que tiene menos oportunidades para conseguir trabajo. Tres de cada cuatro indígenas consideran que tienen menos oportunidades para ir a la escuela que el resto de las personas. Dos de cada tres indígenas opinan que tienen pocas o nulas posibilidades para mejorar sus condiciones de vida. 45% afirma que no se le han respetado sus derechos debido a su condición. Uno de cada tres en el último año, por ser indígena, ha sido sujeto de discriminación. A uno de cada cinco se le ha negado trabajo por el simple hecho de ser indígena (Sedesol, 2005).

Los datos de la encuesta coinciden con otras condiciones de violencia estructural. En 1990, se contabilizaron a 17 millones de personas que vivían en la pobreza extrema. Los indicadores del censo de ese año presentaron una gran coincidencia entre pobreza extrema y regiones con alta densidad de población indígena (Pronasol, 1990). El censo del año 2000 muestra que la mayoría de los indígenas continúa viviendo en esas condiciones: el 52.6% de la población indígena de quince años y más, es económicamente activa, pero sus ingresos por producto del trabajo no tienen una situación aceptable: 25 de cada cien indígenas no recibe ingreso por su trabajo; 56 de cada cien recibe hasta dos salarios mínimos mensuales y, solamente 19.4% recibe más de dos salarios mínimos al mes.8 A los bajos o nulos ingresos por su trabajo se agregan problemas de marginalidad: el 25% de la población indígena de 15 años y más no sabe leer ni escribir; el 39% de quienes tienen entre cinco y 24 años no asiste a la escuela; y, el 40% de quienes tienen quince años de edad y más, no cuenta con el nivel de primaria concluido.9 En todos los casos, la situación afecta en mayor medida a las mujeres (CNDPI, 2002)

Estas condiciones han obligado a miles de familias indígenas a emprender la migración. Los migrantes se dirigen hacia las ciudades del país, principalmente a las ciudades de México, Guadalajara, Puebla y Monterrey; así como a las ciudades fronterizas del norte, como son Tijuana, Mexicali y Ciudad Juárez. Otros acuden a los polos de desarrollo turístico, entre ellos Acapulco, Cancún y Puerto Vallarta. Otros más se contratan como jornaleros agrícolas y obtienen empleos temporales en los campos de cultivo agro-comercial del noroeste o en el corte de caña. Sus movimientos migratorios han traspasado las fronteras nacionales. Es difícil tener cifras de la magnitud de su migración internacional, pues muchos de ellos cruzan la frontera como indocumentados.

Relaciones interétnicas en la Ciudad de México

La Ciudad de México ha sido uno de los principales polos de atracción de los indígenas migrantes. La ciudad tiene una población que se aproxima a los 20 millones de habitantes, de los cuales 600 mil fueron identificados como indígenas por el censo de 2000 (CNDPI, 2002). A esta cifra habrá que sumar un número indeterminado de migrantes temporales que no registró el censo, porque no residen en la ciudad pero llegan a ella por cortas temporadas para trabajar como peones en la industria de la construcción, vender artesanías y otras mercancías. En la ciudad se hablan más de 40 lenguas indígenas diferentes, auque el náhuatl, el mixteco, zapoteco, mazahua, otomí y mazateco son las lenguas indígenas que tienen el mayor número de hablantes (CNDPI, 2002).

Los inmigrantes indígenas no conforman una unidad homogénea. El grado de aculturación, escolaridad y ocupación, así como las formas en que se insertan en la vida

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urbana, son variadas. No obstante, suelen estar organizados a través de las redes de paisanaje y de parentesco. Muchos de ellos contribuyen al sostenimiento de sus pueblos, colaboran con las fiestas de los santos y es frecuente que tengan capacidad de decisión para incidir en los asuntos que atañen a sus lugares natales.

En la Ciudad de México no existen diferencias fenotípicas que permitan distinguir a un indígena de quien no lo es. Son los elementos culturales, tales como la lengua, el atuendo o el arreglo personal lo que suele proporcionar indicios de identidad étnica.

La presencia indígena en la capital no ha significado una transformación del sistema de distinciones y clasificaciones sociales que tienden a colocar a los indígenas por debajo de los mestizos. Por ello, quienes son identificados como tales se enfrentan a situaciones de discriminación, abuso y malos tratos, así como a desventajas en su lucha por el empleo, la vivienda, la educación, la salud, la justicia y otros ámbitos de la vida social.

En la vía pública, las personas que son identificadas como indígenas, como los mazahuas, que son originarios de los estados de México y Michoacán, frecuentemente son discriminados. En esta situación se encuentran también los triquis, mixtecos y otomíes, quienes reciben un trato hostil y, en ocasiones, son sujetos a la violencia física y verbal. Las mujeres mazahuas, por ejemplo, narran diversas experiencias de discriminación y malos tratos, entre ellos: casos de taxistas, empleados de restaurantes y oficinas bancarias que les han negado el servicio. No acostumbran ingresar a los centros comerciales, pues tienen la experiencia de haber sido obligados a salir por los agentes de seguridad, quienes los amenazan con llamar a la patrulla por el supuesto delito de ingresar a una propiedad privada para pedir limosna. En el transporte colectivo hay mujeres que han recibido insultos. Son innumerables los relatos de malos tratos sufridos, por parte de la gente de la ciudad.

Desde pequeños, quienes se muestran como indígenas reciben insultos y burlas por parte de otros niños. Entre los insultos están: “indio cochino”, “hijo de la India María”10 o “pinche oaxaco”. Esta situación ha obligado a las madres a cambiar su atuendo para pasar “inadvertidas” y evitar así que sus hijos reciban burlas.

La discriminación en las escuelas la viven todos los que son identificados como indígenas. Los profesores de la escuela Ponciano Arriaga, ubicada detrás del Palacio Nacional, informan que los niños triquis que acuden a dicho plantel sufren graves problemas al relacionarse con los niños mestizos, ya que no desarrollan amistad y tienden a crear círculos cerrados y separados del resto de la población infantil.

Para muchos indígenas, sin embargo, es difícil ocultar sus indicios de identidad, pues aunque se comuniquen en español y vistan a la usanza de los mestizos, el acento, la entonación y la expresión corporal delatan su pertenencia étnica. En algunos casos, como el de los mazahuas, otomíes y triquis, las mujeres portan su atuendo tradicional, cuando intencionalmente buscan mostrar su pertenencia étnica, ya sea para vender artesanías ante turistas y compradores que buscan lo “auténtico”, o cuando necesitan mostrarse como un actor social colectivo ante las autoridades gubernamentales o ante la prensa. Se ponen el traje “de Marías”, como ellas lo denominan, para presentar sus demandas, tales como conseguir permisos para la venta de sus productos.

Un eje que estructura las relaciones interétnicas, y que es fuente constante de conflictos, es la ocupación. Muchas mujeres indígenas se emplean en el trabajo

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doméstico, donde las relaciones con los patrones, varían desde una actitud paternalista que “educa” a las niñas en el modo de vida urbano, hasta aquellos que mantienen una actitud agresiva y de maltrato.

Otros más se emplean en el comercio informal. De él participan familias mazahuas, otomíes, triquis, totonacas, mazatecas, nahuas, mixtecas y personas de otros grupos etnolingüísticos, junto con mestizos pobres o trabajadores lanzados al desempleo.

De todos estos, los mazahuas son posiblemente uno de los grupos con mayor tradición en el comercio callejero de la ciudad, pues comenzaron a dedicarse a esta actividad en los alrededores del céntrico mercado de La Merced desde finales de los años cuarenta.

Las mujeres mazahuas, al igual que sus madres y abuelas, realizan la venta de frutas y semillas, y ahora también de artículos industrializados hechos en China. Los niños colaboran con el gasto familiar vendiendo dulces o limpiando parabrisas de automóviles en los cruceros. Acuden a las salidas de teatros, cines y de “los antros” (cabarets y centros nocturnos) para vender dulces y golosinas. Los padres se dedican al comercio o trabajan como aseadores de calzado.

Debido a su empleo en el comercio informal, las mujeres mazahuas tienen una larga experiencia de agresiones y enfrentamientos con la policía y otros agentes gubernamentales. El eterno problema de “la camioneta” (como le denominan al transporte en que viajan granaderos y policías que llegan para desalojarlos) ha sido parte de su vida cotidiana. Desde que llegaron a la ciudad, han vivido pendientes de las redadas y excesos policíacos. Han recibido golpes y amenazas, les han decomisado muchas veces sus mercancías y han ido a parar a la cárcel. Casi todas las inmigradas originarias de San Antonio Pueblo Nuevo, Estado de México, que hoy tienen entre cuarenta y setenta años de edad, han estado alguna vez en la prisión, unas por 72 horas y otras, hasta meses. También han tenido que enfrentarse a otras organizaciones de comerciantes en su disputa diaria por un pedazo de acera para vender sus mercancías. Dichas organizaciones cuentan con grupos de golpeadores que son movilizados por los dirigentes. En 1999 fui testigo del desalojo de los comerciantes por un grupo de alrededor de 200 golpeadores armados con palos, tubos, piedras y otras armas bajo el mando de una agrupación rival. Su actividad comercial también los ha convertido en sujetos de extorsión por parte de los dirigentes de organizaciones de ambulantes, quienes se apropian de las calles y les exigen el pago de cuotas para permitirles vender en la calle. Dicen que son las “cuotas del miedo” que deben pagar a estos líderes que funcionan como verdaderas mafias y que están integrados al Partido Revolucionario Institucional.

El comercio ambulante estructura su tiempo de trabajo y sus conflictos cotidianos, como el no tener quien les ayude a cuidar a sus hijos, por lo que suelen llevarlos con ellas para realizar sus actividades. Una gran cantidad de problemas que han tenido los mazahuas con la justicia, se deriva del comercio ambulante. Los hombres, pero sobre todo las mujeres, han sido llevadas a los reclusorios al ser acusadas de robo de transeúntes e, incluso, golpear a policías. Los conflictos con otros vendedores callejeros ha sido también una constante. Ello ha motivado que las mujeres mazahuas vayan en grupo a presenciar ciertos espectáculos agonísticos que les pueden ser de utilidad. Van al box y la lucha libre, porque quieren aprender a defenderse físicamente de las agresiones, no sólo de los policías y comerciantes, sino también de los hombres de su grupo, incluyendo a cónyuges. Algunas jóvenes que desde niñas se han desempeñado como comerciantes,

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se han convertido en boxeadoras y luchadoras profesionales, pero en todos los casos, el aprendizaje de las técnicas de defensa personal les ha dado una mayor seguridad y confianza en sí mismas para defender sus derechos.

La criminalización de “el otro”

En la década de 1990 el país se vio sacudido por un vertiginoso incremento de la delincuencia. El asalto a mano armada, el robo de vehículos, el secuestro y la violación se convirtieron en hechos cotidianos. La prensa y la televisión llenaron sus espacios con la nota roja. 1994 fue un año en que coincidieron el alzamiento zapatista en Chiapas y el asesinato del candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional. A finales de ese año, estalló la crisis. Más de un millón 300 mil personas quedaron en el desempleo. Todo ello se conjugó con el auge del narcotráfico.

Salir a la calle en la ciudad de México se convirtió en un riesgo. Se generó miedo ante un peligro ubicuo: nadie sabe cuándo va a ser asaltado, secuestrado, ser objeto de abuso sexual o de otros actos de violencia. El delito se convirtió en un fenómeno que afectó a todos los sectores de la sociedad, agravado por la impunidad con la que actúa la delincuencia, debido a la corrupción de las instituciones policíacas y del poder judicial. Baste señalar que, hasta la fecha, el 93% de los delitos denunciados no son castigados.

Cuando algún acontecimiento amenaza la seguridad, el peligro suele atribuírsele al “otro”, es decir, a quienes no entran en los cánones establecidos de “normalidad”. En el proceso de criminalización de “el otro” emergen viejas representaciones que se actualizan en contextos específicos de interacción. Si en algunos contextos los indígenas habían sido considerados como “ignorantes”, “atrasados” y hasta “bárbaros”, ahora es factible que se añadan otros elementos negativos en la construcción de estereotipos. La diferencia sociocultural se esgrime como elemento de distinción, de tal suerte que “el otro” se convierte en una amenaza, real o imaginada.

A lo anterior se añaden factores de clase. Es más factible que sean culpados y castigados los sujetos cuyos rasgos fenotípicos son semejantes a los de los indígenas, que aquellos que no los portan; el pobre más que el rico; el delincuente ocasional más que el criminal de cuello blanco. Se trata de viejas representaciones que son actualizadas y que condenan de antemano al mestizo pobre, al indigente, al desempleado, al homosexual, al niño de la calle, al comerciante ambulante, al indígena y, en general, al sujeto que muestra su pertenencia a las clases desposeídas y a otros que no son “normales”, es decir, a los que no se ajustan a los modelos con los que son representadas las élites económicas, culturales y políticas.

Los prejuicios racistas y la descalificación de las clases desposeídas no surgen de la nada. A ellos contribuye el que los medios de comunicación tiendan a alimentar los estereotipos que asocian la pobreza con el crimen. Las estadísticas de la delincuencia muestran que son jóvenes de origen obrero o campesino quienes han poblado mayoritariamente las cárceles mexicanas. En 2006, la población recluida en los centros de readaptación social del Distrito Federal correspondía primordialmente al sector joven de baja instrucción educativa, cuyo principal delito había sido de carácter patrimonial, es decir, contra la propiedad y los bienes particulares11 (CDHDF, 2006).

Si consideramos que hay una estrecha relación entre la pertenencia étnica y la condición de clase de los migrantes indígenas, es más fácil que sean criminalizados y detenidos

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por la policía como sospechosos. Convertir en “criminal” al otro es una forma extrema de referirse a la “contaminación” que produce su presencia. Es una forma de utilizar la diferencia para establecer las fronteras que distinguen y culpar al “otro” de los acontecimientos indeseables. En el Centro Histórico de la Ciudad de México se expresa uno de los más vivos ejemplos de ello. Es un espacio en el que los conflictos interétnicos y la criminalización de “el otro” son frecuentes. Vivir en esta área de la ciudad permite a las familias indígenas contar con vivienda y facilita, sobre todo a las mujeres que tienen hijos pequeños, atender el hogar y simultáneamente desempeñar el comercio callejero a unos cuantos metros de sus viviendas. Aprovechan su ubicación en esta área para adquirir a menor costo las mercancías que venden, evitar el pago de rentas y obtener una serie de servicios sin costo.

En el Centro existen numerosos comerciantes callejeros y uno de los principales centros de distribución de mercancías que abastecen al comercio informal es el Barrio de Tepito, que tiene fama de vender mercancías robadas, drogas y armas de fuego. Cerca de ahí se encuentra el mercado de la Merced, así como vecindades abandonadas o de rentas congeladas* que continúan albergando a la población indígena y mestiza de bajos recursos.

La mayor amenaza que se percibe tal vez no sea que se derrumben las viviendas en el siguiente sismo, sino el alto índice delictivo que se registra en el centro de la ciudad. Problemas asociados al consumo y venta de drogas, el robo y la prostitución infantil hacen del Centro Histórico una zona de transición, según la aplicación hecha por Enrique Valencia (1965). Esto explica en buena medida por qué entre los adolescentes y los jóvenes indígenas hay quienes se involucran en actividades delictivas, y padres de familia que han decidido regresar a sus hijos a su lugar de origen, cuando lo pueden hacer. Otros no tienen alternativa. Varios jóvenes mazahuas se encuentren actualmente en la cárcel, al haber sido acusados por delitos del fuero común: robo a particulares, lesiones y violación.

Tanto por sus actividades comerciales como por los lugares en que habitan, los indígenas —como los mazahuas, los mazatecos y los otomíes— han enfrentado diversos problemas judiciales. Algunas de las vecindades étnicas del centro de la ciudad tienen fama de ser “casas de delincuentes”. Una dirigente mazahua habitante de una de estas vecindades señala que, efectivamente, en la vecindad en la que vive habitan personas de su pueblo que han cometido algún delito. Pero también aclara que:

... entre nosotros hay muchachos que roban, que se drogan, pero no son todos. Aquí es como en todos lados, aquí hay gente de todo. Aquí también tenemos gente que estudia y trabaja.

Durante el trabajo de campo, los indígenas entrevistados no tenían un discurso sobre la delincuencia y la criminalidad en la ciudad. Sus preocupaciones estaban más enfocadas en los abusos que comete la policía contra ellos o sus familiares que habían sido inculparlos de delitos que, aseguran, no cometieron. Son conocidas las prácticas de extorsión policíaca. Diversos testimonios se refieren a detenciones arbitrarias por parte de la policía con propósitos de extorsión. Una mujer mazahua me comentaba que al ir a visitar a su hijo en la cárcel, descubrió que los reclusorios albergaban a “puros indígenas”, pues “allá toda la gente es pobre, así como nosotros. No están los ladrones ni los delincuentes. Allá hay puro indígena”.

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Las relaciones de vecindad en otras colonias de la ciudad revisten otro tipo de conflictos que también conducen a la criminalización de los indígenas. En el sur de la Ciudad de México se ubica un predio que los vecinos de la zona conocen como “La Marranera”.12

Los vecinos señalan que en la colonia hay que tener cuidado con los asaltantes que viven en ese lugar. Allí habita un grupo de mazahuas, junto con inmigrantes pobres procedentes de Guerrero y Michoacán.

Otro caso ilustrativo se dio en una colonia de la Delegación Iztapalapa, donde existe un conjunto habitacional que alberga a 120 familias indígenas mazahuas procedentes de Michoacán. En 1997 los vecinos mostraban su disgusto porque los indígenas fueron a vivir a su colonia. En noviembre de ese año, llevaron a los reporteros de Televisión Azteca para hacer un reportaje en el que los mazahuas fueron dados a conocer como viciosos y criminales. Los vecinos protestaban porque los mazahuas habían invadido la calle mientras construían sus viviendas con material de cemento. En el reportaje, transmitido en horario estelar, los mazahuas fueron exhibidos como viciosos, borrachos, padres de hijos drogadictos, etcétera. Sus vecinos consideraban que los mazahuas se habían convertido en una fuente de peligro para la seguridad pública y exigían su salida de la colonia. Casos similares se presentan en otras colonias de la capital (Oehmichen, 2005). Por su parte, los mazahuas señalaban que entre ellos había una familia que se dedicaba a vender drogas, pero era protegida por agentes de la policía judicial y les causaba miedo. Por ello no podían denunciarlos.

Sin embargo, para los medios de comunicación el criminal es el pobre. En los anuncios que promueven la denuncia del delito, así como en los noticieros, las telenovelas y hasta en los dibujos animados “el mal” se encarna en sujetos cuyo fenotipo es indígena.13 Se castiga así el delito de “portación de cara” (Reguillo, 2003) que hace que los indígenas y los pobres se conviertan en víctimas potenciales de la violencia del Estado.

El indígena como “el otro” incivilizado

Pocos son los dirigentes de las elites políticas, económicas y culturales de México y de todo Latinoamérica que llegan a expresar un discurso explícitamente racista. Mostrarse como racista no es políticamente correcto. Por ello, es difícil encontrar un tipo de racismo discursivo que se haga público (van Dijk, 2003). Eso no significa que no exista el racismo. Las prácticas sociales refrendan un racismo no discursivo, cuyos resultados más evidentes se muestran en los elevados índices de exclusión y de pobreza que viven los indígenas. No obstante lo anterior, en los últimos años se ha señalado que los linchamientos son producto de los “usos y costumbres” de las comunidades indígenas y campesinas.14

En el imaginario colectivo, fomentado en buena medida por la prensa y los discursos de las élites políticas, existe la creencia de que los indígenas (y por extensión, los campesinos) regulan sus relaciones por una forma de derecho consuetudinario, entendido como una práctica opuesta a la racionalidad del derecho positivo. En esta representación, las comunidades indígenas son equiparadas a “sociedades salvajes” a las que hay que “civilizar” a través de la educación. Esta es la imagen de “el otro” incivilizado, el atrasado, el no-integrado a la modernidad.

Así se muestra en las primeras declaraciones del Jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, quien ante el linchamiento de un presunto ladrón de imágenes religiosas en Santa Magdalena Petlacalco, en la Delegación Tlalpan, señaló:

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... con las tradiciones de un pueblo, con sus creencias, vale más no meterse... Es parte de la cultura y creencias de los pueblos originarios, que representan al México que no termina por irse, el México profundo (La Jornada, 28 de julio de 2001).

Esta misma opinión manifestó en noviembre de 2004, después del linchamiento de dos policías pertenecientes a la Policía Federal Preventiva. El linchamiento fue transmitido por la televisión comercial en tiempo real, desde el pueblo de Juan Ixtayopan, ubicado al sur del Distrito Federal. La policía no intervino para detener a la turba. Al día siguiente, el secretario general de Gobierno, Alejandro Encinas, declaró:

Se trata de un hecho aislado en una comunidad alejada, que tiene sus usos y costumbres... pero habría qué investigar bien lo sucedido (La Jornada, 28 de julio 2001).

De igual manera, diputados, delegados y líderes de diferentes partidos reprobaron el linchamiento y coincidieron en señalar que es injustificable que bajo la lógica de “usos y costumbres” se produzcan este tipo de hechos. El coordinador del PRD en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, Carlos Reyes Gámiz, expresó que se tiene que proceder penalmente, pues:

... ya se ha vuelto una constante que en los pueblos la lógica comunitaria se imponga al derecho, y cometan demasiadas arbitrariedades y atropellos”. (La Jornada, 24 noviembre 2004)

Por último, Victor Hugo Círigo, jefe delegacional de Iztapalapa, dijo que no se puede justificar que por “usos y costumbres” se responda con un crimen, con el homicidio de los agentes de la Policía Federal Preventiva (PFP).15

Las declaraciones hechas contra los “usos y costumbres” se dio en un contexto en el que la lucha indígena había llevado a las cámaras la modificación de la Constitución, en la que, como señalé, también se prevé que los indígenas podrán ejercer sus derechos, en un marco de respeto a los derechos humanos y de la mujer. Por su parte, la jerarquía católica también se pronunciaba contra algunos usos y costumbres, tales como castigos a fuetazos, mutilaciones, linchamiento o “quema en el fuego”.16

De esta manera, después de los linchamientos físicos sufridos por los policías, se procedía al linchamiento moral de los indígenas, quienes desde hace varios años han reclamado el respeto a sus formas de organización social y tomas de decisiones basadas en usos y costumbres.

La representación de lo indígena como sinónimo de barbarie es ampliamente compartida en México.17 Sin embargo, no se repara en el hecho de que el linchamiento es una respuesta anómica que se produce ante la ausencia de normas y la desconfianza en los órganos del Estado (que, de acuerdo con la propuesta weberiana, monopoliza el uso de la violencia legítima). Es una respuesta que surge cuando las normas de convivencia social han sido trastocadas y desestructuradas desde las altas esferas de quienes tienen el poder. El linchamiento, finalmente, es una respuesta desesperada de turbas anónimas cuya acción consiste en

... transformar en una representación metonímica todo lo que es incorrecto, los asaltos, violaciones, robos y homicidios que quedan impunes a consecuencia de la ineptitud, corrupción o complicidad de las autoridades... Mediante el linchamiento, las

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comunidades (o segmentos de ellas) sustituyen al Estado. Ocupan el nicho social que éste ha abandonado, pero de una forma tal que simplemente invierten, y de esa manera preservan, la violencia a la cual las comunidades mismas han estado históricamente sujetas (Binford, 2000:33).

Contrariamente a lo que presupone el sentido común, la experiencia empírica ha mostrado que la aplicación de la justicia por usos y costumbres no engendra turbas violentas, sino tribunales populares que se rigen bajo unos principios y una lógica sustentada en la norma situada por encima de las pasiones, y en el derecho por arriba de las venganzas. Este es el caso, por ejemplo, de la policía comunitaria conformada por 43 comunidades indígenas y mestizas del estado de Guerrero y que hoy se encuentra fuertemente amenazada por el gobierno del estado y confrontada con los narco-caciques de dicha entidad (Sánchez Serrano, 2003). No se puede negar que a través de los usos y costumbres se han cometido abusos de poder, tales como la quema de personas acusadas de brujería (Stavenhagen e Iturralde, 1990). Sin embargo el problema es más complejo y no se puede generalizar este tipo de acciones hacia todos los indígenas y utilizar estos ejemplos para estigmatizar a todos y negarles sus derechos.

A la par que se atribuye a los usos y costumbres indígenas la proliferación de los linchamientos, con frecuencia se presentan prácticas genocidas cometidas por agencias del Estado y cuyos ejecutores han quedado en la impunidad. Este tipo de violencia ha cobrado decenas de víctimas en los estados de Chiapas, Guerrero y Oaxaca, coincidentemente los mismos en los que se concentra el mayor número de linchamientos.18 La pérdida de la confianza de los pobladores ante la impunidad que se exhibe ante los criminales, hace que éstos sean asociados con los encargados de mantener el orden. Esta percepción se refuerza ante el hecho de que los asesinatos de campesinos en el Charco (Guerrero), Aguas Blancas (Guerrero), Acteal (Chiapas) y Agua Fría (Oaxaca) exhiben la impunidad de grupos policiales y paramilitares cuyos crímenes no han sido sancionados.

Conclusión

La violencia que se expresa en las relaciones interétnicas no es un hecho aislado de otros hechos de significación ni de la historia. En el proceso de construcción cultural de la nación, los indígenas fueron vistos como una alteridad ajena a la modernidad e identificados como producto del atraso por las élites económicas y políticas. Hoy, ante el incremento de la violencia y de la inseguridad pública, emergen viejas representaciones que, en circunstancias de crisis, tienden nuevamente a mostrar a los indígenas como bárbaros o como criminales. Se observa así la incorporación de nuevos atributos de identidad, generalmente negativos, que descansan sobre representaciones previamente elaboradas.

La violencia simbólica que descalifica a las sociedades indígenas se manifiesta en un racismo no discursivo. Sin embargo, cuando surge algún acontecimiento que la sociedad no tolera, como es el caso de la delincuencia, se tiende a culpar al “otro” —al extranjero, al extraño—; al que no se ajusta a los códigos de “normalidad” compartida. Y en este sentido, los indígenas, al igual que los inmigrantes en las ciudades y los mestizos pobres, aparecen en el imaginario como actores potencialmente dañinos.

Actualmente, los sucesos violentos que más han llamado la atención de la prensa y la televisión se relacionan con el narcotráfico. Sin embargo, éste no es el único problema

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que afecta a la sociedad mexicana. Es un mal que muestra la vulnerabilidad del Estado y de la sociedad en su conjunto. Sin embargo, en la Ciudad de México las personas no le temen a las balaceras entre narcotraficantes, pues esos acontecimientos se han presentado principalmente en los estados del norte y occidente del país.

En la Ciudad de México, el ciudadano común le teme más a los asaltos, al robo de vehículo a mano armada, a los secuestros, al “secuestro exprés” y a las violaciones y abusos sexuales. Dicho temor no es gratuito ni sólo el resultado de la nota roja publicada día con día en los medios. Se tiene temor porque se ha sido ya víctima directa del delito, o porque algún familiar o amigo lo ha sufrido. La información que circula de boca en boca, y que no aparece en los diarios, tiene el efecto de corroborar o refutar lo que publican los medios.

La inseguridad pública que se vive en la capital del país recrea el temor, porque la delincuencia encarna una forma de violencia que es ubicua, está en todas partes. Nadie sabe en qué momento será víctima del crimen. Más aún, no se sabe quiénes son los delincuentes, no se sabe cómo es su rostro.

En este contexto, es mas fácil desconfiar del pobre antes que del rico, del indígena antes que del que no lo es. Por ello, quienes son reconocidos como indígenas, o son identificados como pobres o en extremo pobres, se vuelven sospechosos del delito.

De este modo, los indígenas se convierten en sujetos potenciales de la violencia del Estado, de las instituciones encargadas de impartir y administrar justicia, pero también del ciudadano común que actúa con base en las representaciones colectivas fraguadas a lo largo de los siglos. Quienes se muestran como indígenas o son identificados como tales, son sospechosos de antemano.

La debilidad del Estado y la impunidad han provocado actos de justicia por propia mano. Se ha visto que los linchamientos se producen cuando los órganos de justicia del Estado no castigan el delito. Esos actos son realizados tanto de manera comunitaria en el medio rural, como por turbas anónimas en las ciudades. Sin embargo, el discurso de las élites tiende a atribuirlo a los llamados “usos y costumbres” indígenas, al “México Profundo”. Con ello, estamos ante la actualización de los viejos prejuicios racistas que generalizan los estereotipos y ubican a los indígenas como “bárbaros”.

La relación entre el derecho consuetudinario indígena y el derecho positivo puede llegar a ser conflictiva en algunos aspectos. Pero también se ha mostrado que ambas formas de derecho no se contraponen de manera tajante. (Stavenhagen e Iturralde, 1989.). Por ello, el racismo no discursivo se hace explícito en momentos de crisis, y sucede cuando la acción de las instituciones del Estado han fallado.

Los indígenas, o quienes así son identificados, son sujetos de la violencia simbólica que, como vimos, no está separada de otras formas de violencia física y verbal. En resumen, a la construcción de fronteras que separan a los indígenas de quienes no portan esa identidad, ahora se añaden nuevos atributos negativos. Se criminaliza así la diferencia cultural.

 

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* La autora es investigadora del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM ([email protected])

1 Los resultados de esa investigación se encuentran publicados en mi libro (Oehmichen,2005).

2 El Instituto Nacional Indigenista desapareció en julio de 2003 y en su lugar fue creada la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CNDPI).

3 Por ejemplo, el periódico Siglo Diez y Nueve, el más importante del siglo XIX, representó y definió la ideología política liberal. Defendió la libertad y los derechos del hombre, el federalismo y luchó contra la opresión. Sin embargo, fuertemente influenciados por el evolucionismo de la época, los escritos de reconocidos pensadores caracterizaban a los indígenas como pueblos atrasados. Fueron también constantes las referencias a los indios insurrectos del norte y de Yucatán como “bárbaros” (Escobar y Rojas, 1993).

4 “Forjar patria” es un término propuesto por Manuel Gamio en 1916. Consideraba que el Estado debería promover la unificación lingüística y cultural del país, sin que ello llevara a la aniquilación de las culturas originarias (Gamio, 1982).

5 Esta estimación se basa en el Censo General de Población y Vivienda del año 2000. Se contabiliza a la población que vive en hogares en los que el jefe de familia o su cónyuge es hablante de lengua indígena.

6 En las comunidades indígenas existen prácticas opresivas y violentas, sobre todo hacia las mujeres y miembros de las minorías religiosas no católicas. No obstante, mencionar a los indígenas de manera explícita y no al conjunto de la sociedad nacional, adquiere tintes racistas. Ese precepto debería ser aplicado a todos los mexicanos sin excepción, no sólo a los indígenas.

7 La Encuesta Nacional fue levantada entre noviembre y diciembre de 2004. El cuestionario fue aplicado a una muestra de 5,608 personas de las cuales 765 son indígenas. El cuestionario se aplicó en tres regiones del país, que cubren casi todas las entidades federativas. Se empleó información del Censo del 2000 para definir el tamaño y distribución de la muestra (ver Sedesol, 2005).

8 En enero de 2006, el salario mínimo mensual ascendía a 1,460 pesos, lo que para esa fecha equivalía aproximadamente a 154 dólares canadienses.

9 En México, la primaria es de 6 años de escolaridad.

10 La India María es un personaje cómico de la Televisión que se dio a conocer en los años setenta. Utiliza indumentaria mazahua y ridiculiza las dificultades que tenían las mujeres mazahuas para comunicarse en español.

11 Esto no significa que los miembros de otras clases sociales no comentan delitos: son conocidos los casos de banqueros, políticos y empresarios defraudadores, pero tienen abogados y poder económico para tramitar amparos evitando ser detenidos, sobornando magistrados y eludiendo la prisión.

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* Régimen de protección legal para los inquilinos, que preveía que las rentas no se incrementaran así como la continuidad, en casos especiales, de sus contratos de arrendamiento.

13 En la versión doblada al español de la película “El Rey León” las malvadas hienas hablan con la entonación del céntrico barrio de Tepito, de la Ciudad de México. Es posible que esta forma de comunicarse en español haya sido resultado del habla indígena. En la versión en inglés, las hienas hablan con acento mexicano.

14 El linchamiento es una especie de ejecución colectiva extremadamente violenta de carácter ilegal, que eventualmente culmina con la muerte de la víctima. Se emprende como un juicio sumario en respuesta a actos o conductas delictivas reales o imputadas a la víctima, quien se encuentra en inferioridad numérica abrumadora frente a los linchadores. El linchamiento se produce con golpes, lapidaciones y en algunos casos, se incinera a la víctima. La mayor parte de los linchamientos se han producido por imputaciones de robo, violación y rapto de menores (Fuentes, 2005; Vilas 2005).

15 Esta declaración coincide con otras que se hicieron en Perú después de dos linchamientos ocurridos en el Altiplano. El primero sucedió en la ciudad de Ilave (Perú), el 26 de abril; el otro en Ayo-Ayo (Bolivia), el 15 de junio de 2004. Ambas ciudades se encuentran ubicadas en lo que se considera territorio de la “nación aymará”, donde turbas de gente enardecida linchó a sus autoridades. En términos generales, se dijo que estos actos de linchamiento formaban parte de la llamada justicia comunitaria, es decir, de los usos y costumbres del pueblo aymará. (Oscar del Alamo, revista Governance, No. 13, noviembre de 2004).

16 Mensaje que fue enviado a la Cumbre de Mujeres Indígenas de las Américas reunidas en la ciudad de Oaxaca, el 2 de diciembre del 2002.

17 Ver el análisis de Shadow y Rodríguez-Shadow (1991) referido a un reportaje del linchamiento cometido en San Francisco Coapa, Puebla, en 1985, en el que la prensa “arroja leña a la hoguera al discurso conservador de la otredad que apuntala el continuo linchamiento político y económico de los indígenas mexicanos en las zonas rurales”. Ver también, Binford, 2000: 42.

18 Entre 1987 y 2001, en México tuvieron lugar 294 linchamientos o tentativas de linchamiento. La mayor concentración se dio en la Ciudad de México, seguida por los estados de Chiapas, Oaxaca, Estado de México, Puebla y Morelos (Fuentes, 2005). Cabe destacar que el número de linchamientos se incrementó notablemente a partir de 1993, lo que puede relacionarse con el retiro del Estado de la promoción de la seguridad social, las privatizaciones indiscriminadas y la polarización económica que ha traído consigo la reforma neoliberal.

 

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