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ENRIQUE KRAUZE ENRIQUE KRAUZE Nace en 1947 en el Distrito Federal. Ingeniero Mecánico de la UNAM, a la que ingresó en 1965, deriva hacia las humanidades llevando a cabo estudios doctorales de Historia en EL COLEGIO DE MÉXICO. Actual Subdirector de la revista Vuelta. Investigador especialista en México como nación independiente, ha analizado el Porfirismo y la Revolución en la serie de ensayos de divulgación histórica Biografía del poder (1987), en ediciones de elevados tirajes y con amplio y selecto material iconográfico. En 1993 publicó un documentado estudio sobre el novecentismo mexicano titulado Siglo de Caudillos. Inteligente y crítico, su conocimiento de nuestra historia y la frescura de sus textos lo han llevado a constituirse en uno de los más lúcidos analistas políticos del México actual, de lo que son ejemplo, entre otros, Por una democracia sin adjetivos (1986) y su libro más reciente, Tiempo contado (1996). POR UN HUMANISMO INGENIERIL Estamos acostumbrados a pensar que existen dos territorios básicos del saber humano: por un lado las ciencias y la técnica, por otro las humanidades. El primero se ocupa de los aspectos cuantitativos e instrumentales de la vida, el segundo de lo cualitativo e irreductible. Si hubiese que concentrar en una sola fórmula común al que me refiero, cabría decir, para simplificar, que los científicos y técnicos conocen y experimentan con el cuerpo del mundo, mientras que los humanistas son los exploradores del alma. Aunque esta división del saber es útil, quisiera mostrar que no se trata de territorios alejados o ajenos sino íntimamente comunicados, sobre todo si la ciencia, la técnica y las humanidades de las que estamos hablando son auténticas. El teorema que me propongo demostrar se formularía, entonces, del siguiente modo: el buen científico, el buen técnico, debe ser un humanista e, inversamente, el buen humanista, sobre todo el universitario, tiene por fuerza que abrevar de la ciencia y la técnica. Para abordar el teorema no acudiré a fórmulas sino a un par de biografías representativas. La primera es de mi primer maestro de matemáticas en la Facultad de Ingeniería. La segunda es la de un historiador que he leído desde hace décadas. Los dos fueron, a un mismo tiempo, indisolublemente, científicos, técnicos y humanistas. Era una fría mañana de febrero de 1965. Don Enrique Rivero Borrel estaba sentado al lado del escritorio. Vestido de manera impecable, tomaba paciente y minuciosamente la lista de sus futuros alumnos. Tendría entonces poco más de setenta años. Fue la única vez en su curso que tomó asiento. Como los oradores

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ENRIQUE KRAUZE

ENRIQUE KRAUZE

Nace en 1947 en el Distrito Federal. Ingeniero Mecánico de la UNAM, a la que ingresó en 1965, deriva hacia las humanidades llevando a cabo estudios doctorales de Historia en EL COLEGIO DE MÉXICO. Actual Subdirector de la revista Vuelta. Investigador especialista en México como nación independiente, ha analizado el Porfirismo y la Revolución en la serie de ensayos de divulgación histórica Biografía del poder (1987), en ediciones de elevados tirajes y con amplio y selecto material iconográfico. En 1993 publicó un documentado estudio sobre el novecentismo mexicano titulado Siglo de Caudillos. Inteligente y crítico, su conocimiento de nuestra historia y la frescura de sus textos lo han llevado a constituirse en uno de los más lúcidos analistas políticos del México actual, de lo que son ejemplo, entre otros, Por una democracia sin adjetivos (1986) y su libro más reciente, Tiempo contado (1996).

POR UN HUMANISMO INGENIERIL

Estamos acostumbrados a pensar que existen dos territorios básicos del saber humano: por un lado las ciencias y la técnica, por otro las humanidades. El primero se ocupa de los aspectos cuantitativos e instrumentales de la vida, el segundo de lo cualitativo e irreductible. Si hubiese que concentrar en una sola fórmula común al que me refiero, cabría decir, para simplificar, que los científicos y técnicos conocen y experimentan con el cuerpo del mundo, mientras que los humanistas son los exploradores del alma.

Aunque esta división del saber es útil, quisiera mostrar que no se trata de territorios alejados o ajenos sino íntimamente comunicados, sobre todo si la ciencia, la técnica y las humanidades de las que estamos hablando son auténticas. El teorema que me propongo demostrar se formularía, entonces, del siguiente modo: el buen científico, el buen técnico, debe ser un humanista e, inversamente, el buen humanista, sobre todo el universitario, tiene por fuerza que abrevar de la ciencia y la técnica.

Para abordar el teorema no acudiré a fórmulas sino a un par de biografías representativas. La primera es de mi primer maestro de matemáticas en la Facultad de Ingeniería. La segunda es la de un historiador que he leído desde hace décadas. Los dos fueron, a un mismo tiempo, indisolublemente, científicos, técnicos y humanistas.

Era una fría mañana de febrero de 1965. Don Enrique Rivero Borrel estaba sentado al lado del escritorio. Vestido de manera impecable, tomaba paciente y minuciosamente la lista de sus futuros alumnos. Tendría entonces poco más de setenta años. Fue la única vez en su curso que tomó asiento. Como los oradores romanos, daba su cátedra de pie, pero su cátedra no tenía un ápice de retórica. Era sustancia pura. No faltó una sola vez a su clase. Con letra "palmer", de izquierda a derecha del pizarrón y sin jamás voltear a mirar a su público, literalmente dibujaba las demostraciones matemáticas. Desde los pupitres, los jóvenes rapados, los famosos y sufridos "perros", seguíamos aquella melodía matemática con silencio respetuoso y hasta con fascinación. Lo que nos fascinaba era la claridad, el rigor, la sencillez con que el maestro nos guiaba para entender, desde su esencia -no mecánicamente-, los conceptos.

El pizarrón era una especie de mural matemático. Un elemento estético nos atraía a él. El rigor, el equilibrio, la pulcritud de aquel pensamiento era una experiencia de clasicismo.

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Nadie, que tomase en serio la teoría y el método intelectual de Rivero Borrel, podía salir al mundo de otras disciplinas, por más remotas que fueran, sin una estructura, o al menos una exigencia de estructura. Lo que el maestro transmitía no era sólo un conocimiento sino una ética y una estética del conocimiento.

A través del año, su método de ponderar el aprovechamiento no consistía en palomear o tachar exámenes, sino en ver el desempeño de los estudiantes frente al pizarrón. Al final de los cursos nos reunió en el auditorio -éramos más de cien- y nos dictó el único examen que formuló en el año. Inmediatamente después abandonó aquel gran salón dejándonos solos. Hubo, como es de imaginar, un copiadero copioso. Los que sabían casi voceaban las respuestas a los ignorantes. Todos salieron soñando en su pase automático y hasta en una alta calificación. A los pocos días, en la entrega de las boletas, nos dimos cuenta que el maestro había aprobado a un 30 ó 40% del salón. Las calificaciones que había puesto eran sencillamente perfectas. Nos conocía a todos. No nos había juzgado por un papel sino por una trayectoria en el salón de clases y frente al pizarrón. No sé si conocía aquella "Oda a las matemáticas" del célebre filósofo y doctor porfiriano Porfirio Parra, pero sé que nos enseñó a amar a las matemáticas como se ama a la poesía o a la historia. Como una musa que no exige inspiración sino imaginación, precisión, constancia, diafandad, coherencia. Nos trasmitió un código ético cuyos dos pilares son la observación y la fundamentación. Nos regaló, en suma, el método científico, predicando en cada clase el amor a la verdad.

El Maestro Rivero Borrel era un científico humanista. Mi otro biografiado fue un humanista científico: el ingeniero e historiador Francisco Bulnes. Nacido en 1847, se destacó como maestro en la escuela Nacional Preparatoria y la Escuela Nacional de Ingeniería. En 1874 fue mienbro de una comisión que viajó a Japón para transcribir el tránsito de Venus por el disco del Sol. Fue miembro de varias comisiones sobre cuestiones bancarias, mineras, hacendarias. Pero la verdadera fama de este maestro de mineralogía se fincó en sus obras de historia polémica. Con la misma precisión matemática con que describió el tránsito de Venus, Bulnes investigó los temas centrales de la historia mexicana. Los títulos hablan por sí mismos. El verdadero Juárez, El verdadero Díaz y la Revolución, Los grandes problemas nacionales y, sobre todo, Las grandes mentiras de nuestra historia.

Las humanidades en tiempos de Bulnes incurrían frecuentemente en lo que él bautizó como "los caramelos literarios", libros dulces, románticos, idealizantes, fantasiosos y, a fin de cuentas, mentirosos sobre la realidad nacional. Su afán de ingeniero e historiador -o de ingeniero de la historia- fue aplicar el método científico al sujeto de la historia. Y hacerlo, además, como buen ingeniero, con un propósito práctico: el de modificar y mejorar la vida del país. No siempre las teorías a las que se afilió resultaron válidas -creía, por ejemplo, en el determinismo racial por las diferencias de alimentos entre las etnias-. Pero a lo largo de su obra el impulso dominante fue siempre la búsqueda de la verdad demostrable. Fue polémico y hasta iracundo porque reaccionó frente a un entorno caracterizado por inmensos vicios intelectuales que enturbiaban la comprensión clara y cabal de la realidad y la historia. Aún ahora, el extraño lector que se asoma a sus textos percibe un tono y un propósito refrescante. Pocos mexicanos se han atrevido, como Bulnes, a llamar al pan pan y al vino vino. Era un destructor de mitos. Tengo para mí que su entrenamiento de ingeniero se integró orgánicamente a su labor historiográfica. No eran dos vocaciones separadas sino complementarias.

La conclusión es sencilla. Claro que los ingenieros requieren abrir ventanas a las humanidades. De hecho, en México ya lo están haciendo. Hace mucho tiempo me tocó en

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suerte ser de los primeros alumnos de la cátedra de "Recursos y Necesidades de México" que discurrió mi querido maestro Adolfo Orive Alba y recuerdo el entusiasmo que provocó en muchos de nosotros esa inclusión humanística en el curriulum de Ingeniería. La celebración de una Feria del Libro en Minería, auspiciada por la Facultad de Ingeniería, es ya una tradición que beneficia a las humanidades en su corazón mismo: la lectura. Pero si este puente con las humanidades es sano y necesario para los ingenieros, tengo la convicción de que en México sus contrapartes, los llamados cientificos sociales, están mucho más necesitados de una auténtica apertura a la ciencia y la técnica. No exagero al afirmar que un porcentaje altísimo de lo que se circula en México como "ciencias sociales" - en libros, en artículos, en revistas especializadas, en cafés, en programas de televisión- no es más que un cúmulo insustancial hecho de vaguedad, imprecisión, fantasía, doctrina, ideología, revestidas de una falsa autoridad de conocimiento. No caramelos literarios sino purgantes intragables; incomprensibles. Catálogos de opiniones o mentiras con pie de imprenta respetable. Quizás es excesivo pensar que esta enfermedad afecta en general, a las humanidades en México. Quizá fuera más justo atribuirla sólo a las pedantes ciencias sociales. Con todo, creo que cabe aplicarla a la mayor parte de nuestros intelectuales. "Quiero el Latín para las izquierdas", escribió Alfonso Reyes. Se podría parafrasearlo de este modo: "Quiero la ciencia y la técnica para los intelectuales".

No sé si estas dos biografías y sus respectivos escolios merezcan las tres palabras mágicas con que Rivero Borrel rubricaba sus murales matemáticos, "queda esto demostrado". Espero, cuando menos, haber demostrado que los humanistas mexicanos requieren de una ética de la verdad científica y una sensibilidad para ver los problemas en términos prácticos. De ser así, uno de los papeles sociales del ingeniero es intervenir intelectualmente en la vida pública confiando en sus propios instrumentos de observación y análisis. Olvidarse de las falsas sociologías y aplicar, resueltamente, la ingeniería de la sociedad.

Tomado de El futuro de la enseñanza de la ingeniería. Congreso internacional. Conclusiones y compromisos.

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BREVE HISTORIA DE LA CORRUPCION

"El poder corrompe, el poder absolutocorrompe absolutamente"

Lord Acton.

"¿De dónde viene la corrupción?" La pregunta de mi hijo mayor me tomó por sorpresa. Cuando tenía su edad, no se me ocurrió formular a mi padre una cuestión similar. La corrupción debió parecerme tan mexicana como los nopales. En si misma, su inquietud denota un progreso político: cada vez más mexicanos se percatan de que la corrupción no es un rasgo cultural antiguo e idiosincrático relativamente reciente, susceptible de ser controlado y, en gran medida, superado.

Se ha dicho que sus raíces están en la época colonial. El poder patrimonial absoluto de los monarcas españoles sobre sus dominios, transferido casi intacto a sus representantes en las Indias, los virreyes, habría convertido el ejercicio de los puestos públicos en un negocio privado, hábito que a su vez habría persistido a través de los siglos. Es verdad que el enriquecimiento de los oficiales con sus puestos no estaba mal visto por la Corona que incluso propiciaba la "venta de oficios". Es verdad también que sólo ahora comienza a desvanecerse la idea de que los políticos son los dueños del país. Pero la vida política colonial era menos opresiva de lo que se cree y su herencia menos decisiva de lo que parece. Piénsese, por ejemplo, en la maravillosa institución del Juicio de Residencia. Cuando los virreyes cesaban en sus funciones o eran transferidos a otros reinos, sufrían un arraigo forzoso para enfrentar, y en su caso reparar, los agravios que hubiesen inflingido a particulares o corporaciones. Si el virrey moría en funciones, el resarcimiento recaía sobre su sucesión. En este sentido, la Colonia era más democrática que la época actual: ningún ex presidente ha tenido que responder, no se diga resarcir a la nación, por sus faltas, robos o asesinatos.

Los criollos -escribía Alamán- eran "prontos para emprender y poco prevenidos en los medios a ejecutar, entregándose con ardor a lo presente y atendiendo poco a lo venidero...". Iturbide hizo negocios turbios en sus años de general invicto, Santa Anna tuvo haciendas en México y Colombia, pero ambos fueron despilfarrados, desidiosos, descuidados. Buscaban menos el poder que el amor de sus compatriotas. Soñaban con guirnaldas de oliva y un sepulcro de honor. El dinero no estaba en su horizonte práctico ni axiológico. Además, de haber querido enriquecerse, el pobre erario se los hubiese impedido.

Los liberales de la Reforma tuvieron todas las cualidades cívicas incluida, por supuesto, la honradez. (Juárez pedía préstamos personales para sobrevivir). Pero como sabían que los hombres son falibles, crearon una Constitución que limitaba las fallas de un posible Ejecutivo dispendioso o corrupto, por tres vías: la Comisión de Hacienda de la Cámara de Diputados, la Suprema Corte de Justicia y una prensa libérrima. Estas instituciones llamaron a cuentas al ex presidente Manuel González en 1885. México había vivido su primer momento de apertura económica caracterizado sobre todo por la febril construcción de los ferrocarriles. Al amparo del gobierno se hicieron negocios ilícitos que se tradujeron en un déficit fiscal escandaloso para esos tiempos y que estuvo a punto de provocar la consignación del secretario de Hacienda y el tesorero de la Federación. Don Porfirio, pérfido instigador de la maniobra, terminó por absolver a su compadre y de ese modo se enfiló, sin rival alguno, hacia la reelección perpetua, pero el precedente se había

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sentado. El Presidente, dueño de un dominio político absoluto, podía otorgar mercedes, prebendas, concesiones con la liberalidad de un rey, pero en lo personal tenía que ser, y parecer, honrado. Para que la Cámara, la Corte y la prensa no tuvieran que llamar a cuentas, las cuentas quedarían a cargo del ministro de Hacienda, quien ejercería un manejo financiero responsable y autocontenido en el cual cabían ciertos favores y preferencias, pero no la corrupción. Por lo demás, cosa que con frecuencia se olvida, en tiempos porfirianos los niveles medios del aparato judicial funcionaban con eficacia y honestidad.

En el río revuelto de la Revolución muchos humildes pescadores se hicieron millonarios. El pueblo de la ciudad de México inventó el vocablo carrancear como sinónimo de robar y llamaba consusuñalistas a los constitucionalistas. Pero no hay que confundir el botín de una guerra y los "cañonazos de 50 mil pesos" que disparaba Obregón con la corrupción moderna. Es verdad que al grito de "la Revolución me ha hecho justicia" buena parte de la nueva clase militar cobró generosamente su participación revolucionaria mediante la incautación de haciendas. Es verdad también que el promisorio Banco Nacional de Crédito Agrícola fundado en 1926 desvirtuó su vocación y arruinó sus finanzas otorgando los famosos e irrecuperables "préstamos de favor" a generales como Escobar, Amaro, Valenzuela y sobre todo Obregón. Pero la Reforma Agraria cardenista revirtió en buena medida el saqueo. Por lo demás, comparada con la corrupción de la etapa institucional, la de los generales parecería juego de niños.

La corrupción moderna en México está cumpliendo en estos días el medio siglo. La crearon los licenciados, esos universitarios preparados, esos civiles de traje y corbata, a quienes el público llamó los "tanprontistas" porque tan pronto como se sentaron en sus puestos públicos, comenzaron a servir con diligencia a sus negocios privados. El catálogo era amplio: un ministro establecía una compañía ad hoc para surtir a precios inflados los requerimientos de su propia Secretaría; desde el poder se alentaban monopolios de distribución de gasolina y transportes; se hacían fortunas gigantescas mediante la especulación monetaria e inmobiliaria. Y la desgracia es que no había límites, sólo las voces aisladas de los débiles partidos de oposición, algunos viejos revolucionarios honrados (o casi honrados), un puñado de escritores independientes (Bassols, Cosío Villegas), la revista Presente que el gobierno reprimió, y "Palillo", el eterno denunciante de los "pulpos chupeteadores del presupuesto nacional".

A pesar de sus proporciones (millonarias en dólares) la corrupción se hallaba en un estado rudimentario y no mostraba aún sus efectos más perversos. Cuidando todavía ciertas formas, los licenciados alemanistas habían accedido a los dineros públicos a través de arbitrios y mediaciones. Además, debido a la nueva vigencia del paradigma industrial, aquella riqueza mal habida solía quedarse en México, creando nueva riqueza y empleo. En 1952, la propia desmesura de los licenciados creó su antídoto. Ruíz Cortines ejerció una administración honesta y eficaz que si bien no castigó penalmente a los pillos ni estableció diques institucionales contra la corrupción (cosa que sólo el equilibrio de poderes y la democracia podían hacer) volvió al precedente porfiriano de autocontención y consolidó la respetuosa separación entre los "neoporfirios" en la Presidencia y los "neolimantoures" en Hacienda y el Banco de México. La corrupción creció en tiempos del bohemio López Mateos y tendió a limitarse un tanto en los del austero Díaz Ordaz, pero no mostraba todavía su rostro verdadero. En un país que crecía casi al 10 por ciento anual con un 2 por ciento de inflación, la corrupción parecía un "lubricante natural del sistema".

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Con Echeverría se inauguró la etapa de los economistas en el poder, esos cachorros de los cachorros de la Revolución, becados en universidades norteamericanas y perfectamente preparados para servir a la Patria destruyendo su economía y cobrando millones de dólares por el trabajo de demolición. Con la expansión del sector público (en casi dos millones de plazas, cientos de organismos, programas, fideicomisos, y un presupuesto "apalancado" con 20 mil millones de dólares de deuda externa) la corrupción cambió de escala. Ahora no sólo el amigo del Presidente amasaba fortunas: bastaba un puesto menor en un nivel estatal para echar mano a la colación de la piñata pública. El catálogo se volvería infinito, pero para muestra baste un botón cercano. Un brillante alumno de ingeniería, cuya numerosa familia vivía en una casa de dos recámaras, aprovechó sus contactos personales en el círculo presidencial para alcanzar un puesto en el sureste petrolero, amasar una fortuna, y retirarse a los 29 años en una suntuosa casa Tudor que mandó construir. En los tiempos petroleros de López Portillo, esas historias de enriquecimiento incomprensible se volverían lugar común.

Un sector de la opinión pública comenzó a percatarse de la relación funcional entre el poder y el dinero y abrigó desde entonces un agravio moral contra el sistema. Por eso el lema de De la Madrid sobre la "renovación moral" le ganó una votación masiva. Era el momento de actuar jurídicamente contra los ex presidentes y abrir el sistema político, pero De la Madrid tomó la tímida opción de volver al ejemplo de Ruíz Cortines. No era suficiente. Se requería nada menos que un cambio en el contrato político de México. Gabriel Zaíd lo formuló en 1986 en su ensayo "La propiedad privada de los puestos públicos":

La corrupción no es una característica desagradable del sistema político mexicano: es el sistema... La corrupción desaparece en la medida en que las decisiones de interés público pasan de la zona privada del Estado a la luz pública.

Estaba claro que la corrupción no era una falla moral inherente al mexicano. Era y es universal, y no se combate con prédicas sino con los mismos controles que los liberales introdujeron en la Constitución de 1957: diputados que revisan las cuentas, jueces independientes, una prensa libre, veraz y honrada que llama a los pillos por su nombre, partidos de oposición alertas a cualquier pifia de sus adversarios en el poder, y ciudadanos que a través del sufragio efectivo otorgan, revisan o revocan su mandato sobre los políticos. Esto, que poco a poco se está volviendo realidad en el México actual, debió haberse instituido en los años ochenta y pudo habernos librado de los vergonzosos extremos de corrupción a que se llegó -ahora lo sabemos, y lo sabremos cada día más- en tiempos de Salinas.

Ruiz Cortines declaró sus bienes al comenzar su sexenio. Ernesto Zedillo podría hacerlo ahora y seguir haciéndolo cada año hasta el 2000. Pero se necesita más. Hay que asegurar en vistas a 1997 la Reforma Política, ampliar el debate público, y volver al precedente colonial en un sólo aspecto: reinstituir el Juicio de Residencia en la persona del ex presidente Salinas de Gortari, que quiso hacer su real gana y tiene mucho que aclarar, reparar, resarcir a los mexicanos.

Columna editorial Memorial, diario Reforma, 3 de diciembre de 1995

ENRIQUE KRAUZE