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LA ALIANZA TERAPÉUTICA EN LA PSICOTERAPIA M.L. FRIEDLANDER Y OTROS ¿Qué hace que una “buena psicoterapia” sea buena? Según muchos clientes, el elemento más importante para el éxito de la terapia es una buena relación con el terapeuta. Pero ¿qué hace que una buena relación con el terapeuta sea buena? Un colega nuestro planteó esta cuestión a una de sus clientes cuyo tratamiento se acercaba a su fin. El terapeuta la había tratado durante casi dos años; consideraba que ella había mejorado significativamente y estaba bastante seguro de que había quedado satisfecha. Pensaba que obtener cierta información le podría ser útil en su trabajo con futuros clientes y durante la última sesión le preguntó: “En esta terapia, ¿qué le ha ayudado más a usted?”. Ella respondió: “¿Recuerda aquella ocasión en que un abejorro revoloteaba por la ventana?”. “Sí”, contestó él, visiblemente avergonzado. Era alérgico a las abejas y les tenía terror, por lo que la pregunta de ella le devolvió una vívida imagen de sí mismo encogido de miedo debajo de la mesa, mientras ella ahuyentaba la abeja y la hacía salir por la ventana. “Para mí, aquello marcó un cambio decisivo continuó ella-, porque hasta ese momento yo le veía a usted como una persona perfecta, pero distante e inaccesible. No confiaba en que verdaderamente pudiera ayudarme o comprenderme; sin embargo, cuando decidí que había algo con lo que me podía identificar y entonces me abrí. A partir de entonces fue cuando empecé realmente a trabajar en las sesiones. Todo empezó a encajar.” Ciertamente, su respuesta no fue la que esperaba el terapeuta, ¡en la universidad no le habían enseñado a tratar a nadie agazapado debajo de la mesa! No obstante, por lo que respecta al proceso terapéutico esta historia resulta instructiva. En primer lugar, la relación con el terapeuta es de importancia crucial para que la terapia tenga éxito. Es la base sobre la que se construye todo lo demás. Si los clientes escuchan o no, cooperan o se resisten, perseveran o abandonan incluso si vuelven o no en el futuro-, depende de si tienen una estrecha colaboración con el terapeuta que les trata. La investigación en diferentes orientaciones terapéuticas (psicoanálisis, psicoterapia de proceso experiencial, terapia de pareja), ha demostrado que la alianza terapéutica, especialmente cuando se evalúa al principio del tratamiento, es un predictor significativo del éxito en el resultado de la terapia (Horvath y Symonds, 1991; Horvath y Bedi, 2002). En segundo lugar, sabemos, a partir de la investigación y de la experiencia clínica, que a menudo lo más importante es la evaluación que el cliente hace de la alianza, y sabemos también que la percepción de la alianza que tiene el terapeuta y la que tiene el cliente no siempre coinciden. Muchos terapeutas que empiezan (y también otros más experimentados) se han encontrado con que el cliente abandona la terapia diciendo: “A mí no me sirve de nada”, incluso aunque el terapeuta esté convencido de que se están haciendo progresos en el tratamiento. Finalmente, el episodio del abejorro nos recuerda que cada cliente es único, al igual que es única cada relación terapéutica. Y está asumido que, aunque

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LA ALIANZA TERAPÉUTICA EN LA PSICOTERAPIA

M.L. FRIEDLANDER Y OTROS

¿Qué hace que una “buena psicoterapia” sea buena? Según muchos

clientes, el elemento más importante para el éxito de la terapia es una buena relación con el terapeuta. Pero ¿qué hace que una buena relación con el terapeuta sea buena?

Un colega nuestro planteó esta cuestión a una de sus clientes cuyo

tratamiento se acercaba a su fin. El terapeuta la había tratado durante casi dos años; consideraba que ella había mejorado significativamente y estaba bastante seguro de que había quedado satisfecha. Pensaba que obtener cierta información le podría ser útil en su trabajo con futuros clientes y durante la última sesión le preguntó: “En esta terapia, ¿qué le ha ayudado más a usted?”. Ella respondió: “¿Recuerda aquella ocasión en que un abejorro revoloteaba por la ventana?”. “Sí”, contestó él, visiblemente avergonzado. Era alérgico a las abejas y les tenía terror, por lo que la pregunta de ella le devolvió una vívida imagen de sí mismo encogido de miedo debajo de la mesa, mientras ella ahuyentaba la abeja y la hacía salir por la ventana. “Para mí, aquello marcó un cambio decisivo –continuó ella-, porque hasta ese momento yo le veía a usted como una persona perfecta, pero distante e inaccesible. No confiaba en que verdaderamente pudiera ayudarme o comprenderme; sin embargo, cuando decidí que había algo con lo que me podía identificar y entonces me abrí. A partir de entonces fue cuando empecé realmente a trabajar en las sesiones. Todo empezó a encajar.”

Ciertamente, su respuesta no fue la que esperaba el terapeuta, ¡en la

universidad no le habían enseñado a tratar a nadie agazapado debajo de la mesa! No obstante, por lo que respecta al proceso terapéutico esta historia resulta instructiva. En primer lugar, la relación con el terapeuta es de importancia crucial para que la terapia tenga éxito. Es la base sobre la que se construye todo lo demás. Si los clientes escuchan o no, cooperan o se resisten, perseveran o abandonan –incluso si vuelven o no en el futuro-, depende de si tienen una estrecha colaboración con el terapeuta que les trata. La investigación en diferentes orientaciones terapéuticas (psicoanálisis, psicoterapia de proceso experiencial, terapia de pareja), ha demostrado que la alianza terapéutica, especialmente cuando se evalúa al principio del tratamiento, es un predictor significativo del éxito en el resultado de la terapia (Horvath y Symonds, 1991; Horvath y Bedi, 2002). En segundo lugar, sabemos, a partir de la investigación y de la experiencia clínica, que a menudo lo más importante es la evaluación que el cliente hace de la alianza, y sabemos también que la percepción de la alianza que tiene el terapeuta y la que tiene el cliente no siempre coinciden. Muchos terapeutas que empiezan (y también otros más experimentados) se han encontrado con que el cliente abandona la terapia diciendo: “A mí no me sirve de nada”, incluso aunque el terapeuta esté convencido de que se están haciendo progresos en el tratamiento.

Finalmente, el episodio del abejorro nos recuerda que cada cliente es único,

al igual que es única cada relación terapéutica. Y está asumido que, aunque

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existe una ciencia de la psicoterapia, y que los terapeutas aprenden durante su formación todo tipo de habilidades relacionales, de estrategias terapéuticas y de intervenciones con apoyo empírico para tratar trastornos específicos, en la consulta, la aplicación de cualquier conocimiento y habilidad en la interacción momento a momento con el cliente es un arte. Cuando se trata de la alianza, el reto es recurrir a lo que sabemos –en cuanto a cómo construirla, evaluarla y repararla- y aplicar este conocimiento a cada caso individual. Sin embargo, como queda reflejado en los siguientes apartados, este caso individual es mucho más complejo cuando se trata de una familia.

Como punto de partida para el resto del libro, en este capítulo revisamos la

historia, la evolución y los principales hallazgos de la investigación relacionados con la alianza terapéutica, tanto en la psicoterapia individual como en la conjunta de familia o pareja (TFP). Sin embargo, antes de entrar en materia, vamos a presentar y comentar un caso, para ilustrar la cualidad única del tratamiento conjunto.

La cualidad única del tratamiento conjunto

Amy y Lisa Ng,1 gemelas de 14 años, acudieron a la terapia “a rastras” después de que su padre las pillara fumando marihuana con sus amigos en el almacén de su tienda de regalos. El padre explicó al terapeuta que sus hijas no sólo estaban arruinando sus propias vidas, sino también la suya. Para Amy y Lisa, la terapia era un castigo. Para su padre, representaba el último recurso. Para la madre y la abuela inmigrante, una vergüenza casi insoportable.

Así empiezan muchos tratamientos de familia; con un acusador, un acusado

y uno o más espectadores. Cuando existen motivos en conflicto (Beck, Friedlander y Escudero, 2006) y son varias las personas que asisten a la sesión, establecer una alianza con cada individuo y con el conjunto de todos ellos puede representar una tarea ardua. Si se trata sólo de dos clientes –por ejemplo, una pareja o un padre con su hija- los motivos para buscar ayuda pueden parecer a primera vista idénticos, o por lo menos congruentes. Tanto el marido como la mujer desean fortalecer su matrimonio antes de que éste se disuelva por falta de interés, o el padre y la hija acuden porque tienen quejas

1. Con objeto de proteger la confidencialidad, los nombres de las personas

que aparecen en este libro no son los reales, y el contenido del material clínico basado en casos reales se ha modificado para que nadie lo pueda identificar.

del régimen de visitas a la madre establecido por el juez. Sin embargo, con el tiempo, el terapeuta irá sacando a la luz otros motivos ocultos. El marido no lo sabía, pero la mujer tenía un amante. Y ella consideraba que el asesoramiento de pareja sería una forma de conectar al marido con el terapeuta, antes de dejarle. En el otro caso, la joven de 14 años le tenía miedo a su padre y añoraba a su madre ausente. Por eso contaba los días que faltaban para la visita establecida por la ley, y en secreto esperaba que el terapeuta le ayudara a conseguir más tiempo para estar con su madre. Si no lo conseguía, pensaba escaparse, tan pronto como cumpliese los 16 años y pudiera dejar el instituto.

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En otras palabras, el establecimiento de la alianza terapéutica en TFP representa un reto no sólo por el número de personas involucradas, sino también por la complejidad de sus motivos.

Los motivos en conflicto no son exclusivos de la familia en sí misma. Cuando

se produce una intrusión externa a ésta, por ejemplo, por parte de los Servicios de protección al menor, de los Juzgados de Familia o del sistema escolar, la alianza puede estar en peligro incluso antes de la primera sesión (véase el capítulo 10). Un juez de un Juzgado de Familia dictaminó la asistencia obligada a terapia para forzar a los Hillman, Jim y Stephanie, a cuidar mejor de sus hijos, pero ellos, los ocho que eran en total, negaron tener más problema que el de la pobreza. Veían a la terapeuta como la portavoz del juez y por ello Jim y Stephanie acudieron a la primera sesión de terapia unidos en el desprecio contra ella, y también contra el resto del mundo. Tony, de 13 años, el segundo de los hijos, estuvo sentado en el más absoluto silencio durante toda la sesión, se negó a contestar a las preguntas de la terapeuta y permaneció con la mirada fija en el suelo. Por su parte, la terapeuta se sintió desbordada por la familia, y más aún cuando pasados dos días le comunicaron que Tony se había escapado. La última esperanza del chico se hizo pedazos después de asistir a la actuación de impotencia de la terapeuta.

Este triste ejemplo ilustra dos aspectos adicionales de la dificultad de

conducir el tratamiento de familias. El primero es que la estructura de poder de la familia puede hacer vulnerables a otras personas, y el grado de vulnerabilidad puede ser extremo si aquellos que hacen uso de ese poder son tan astutos como abusivos. El segundo es que, muy a menudo, las familias buscan ayudan cuando hay un conflicto agudo entre sus miembros. El individuo que acude él solo a la terapia suele presentar un conflicto estrictamente interno. Si el conflicto existe en relación con personas significativas para él, es él quién decide si revelará o no la naturaleza y el alcance de ese conflicto. Pero, si acude a la terapia con esas personas, lo que suceda en la sesión tendrá consecuencias en la vida cotidiana (Friedlander, 2000). El joven Tony Hillman eligió entre explicar a una extraña lo que verdaderamente pasaba en casa, y arriesgarse con ello a ser objeto de la ira de dos progenitores paranoides, o permanecer en silencio, menos vulnerable pero más desesperado e impotente.

Los secretos van unidos al conflicto (Imber-Black, 1993). En la terapia

individual, el cliente elige qué quiere revelar y qué no; el poder está en sus manos. Sin embargo, en la terapia familiar y de pareja, uno no se puede esconder de lo que otros deciden desvelar. En una sesión de terapia, una madre les dijo a sus hijos que se divorció de su padre porque era jugador y perdió la casa donde vivían en una apuesta. En la terapia individual, el paciente puede minimizar lo que dice el terapeuta y considerarlo irrelevante, inadecuado o simplemente equivocado. Sin embargo, no se puede esquivar un secreto vergonzoso cuando un miembro de la familia lo destapa.

La familia Thompson es uno de estos casos. El secreto de esta familia era el

reciente suicidio de la abuela. Ésta había vivido sola durante mucho tiempo, pero llevaba una vida marginal, sumida en un estado crónico de mala salud y

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dolor persistente, hasta que ya no pudo aguantar más. Nancy Thompson desarrolló una depresión activa después del suicidio de su madre, que había ocultado a su hija Tricia, de 13 años y emocionalmente vulnerable. Pero Hill, el marido de Nancy, era partidario de abordar las cosas desagradables de cara, y en la primera sesión, cuando salió el tema de la abuela, lanzó directamente la verdad. Tricia, que estaba más unida a su abuela que a cualquiera de sus padres, culpó a Nancy y abandonó furiosa la consulta.

El tema del que hablamos es la seguridad. La necesidad de seguridad

dentro del entorno terapéutico es característica del tratamiento con familias y parejas (Friedlander, Lehman, McKee, Field y Cutting, 2000). Aunque los clientes de la terapia individual también necesitan sentirse seguros, ellos y el terapeuta controlan mejor lo que se dice y el ritmo que siguen para enfrentarse al material perturbador. Cuando los miembros de la familia tienen motivos para buscar ayuda, están en conflicto entre sí y se encuentran en un nivel de desarrollo diferente, crear un contexto seguro para todos puede ser una tarea muy dura, especialmente cuando la situación es desde el principio que unos ganan y otros pierden, o víctima versus verdugo.

Pero lo curioso acerca de este sentirse seguro, es que cuando apenas se

nota, puede alejar a la gente de la terapia, y cuando se da en exceso es una clara señal de que el tratamiento es inerte. Por eso, del mismo modo que los clientes de la terapia individual tienen que experimentar cierta incomodidad para poder descubrir aspectos de sí mismos, hacer frente a sus temores o intentar actuar de una manera nueva, los de la terapia familiar y de pareja tiene que asumir riesgos unos en relación con los otros, riesgos que a veces pueden hacerlos sentir ansiosos y amenazados. La tarea del terapeuta es valorar el grado de ansiedad, de forma que nadie se sienta agobiado durante la sesión o tenga miedo de las repercusiones cuando ésta haya finalizado. Si se alcanza el equilibrio adecuado, los clientes pasan de sentirse individualmente vulnerables a poyarse, aceptarse y comprenderse los unos a los otros.

Uno de los momentos más delicados es la sesión inicial, cuando los

miembros de la familia se encuentran juntos por primera vez ante el terapeuta, para exponer qué les va bien y qué les va mal. Muchos se sienten terriblemente asustados y se preguntan cómo enfocará el terapeuta la historia que le han contado. Puede que piensen cosas de este estilo: “¿Podré explicar bien mi punto de vista?”, “¿me creerá?”, “¿quién va a cargar con la culpa?”, “¿hay esperanza para nosotros?”. Naturalmente, muchos clientes de la terapia individual albergan los mismos temores al principio del tratamiento, pero por lo general son ellos los que deciden si quieren seguir con la terapia o dejarla si no están satisfechos. Por el contrario, los miembros más vulnerables de la familia a menudo no pueden elegir.

Cuando los clientes se preguntan quién cargará con la culpa, lo que les

preocupa es cómo va a construir la historia el terapeuta. Sin embargo, a menudo están menos interesados en el punto de vista del terapeuta que en cómo explicarán la historia los otros miembros de la familia. En aquellas familias en que hay poca o ninguna comunicación, la persona no tiene la menor idea de cómo la ve su marido, su esposa, sus hijos o sus hermanos. Por eso,

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cuando se inicia la terapia, lo que todos tienen en mente es qué dirán los otros. Si hay secretos –o hechos humillantes que todos ellos conocen- anticipar cómo se va a contar la historia puede generar una enorme ansiedad.

Esto no quiere decir que los clientes tengan poco interés en la perspectiva

del terapeuta, o en quién es él o ella como persona. En realidad, la receptividad del terapeuta a las preocupaciones de los miembros de la familia tiende a determinar la motivación de éstos para comprometerse con el tratamiento más allá de la primera sesión (Shapiro, 1974). Con todo, la complejidad del tratamiento conjunto reside en que cada participante no sólo le hace un inventario al terapeuta acerca de sus sentimientos y reacciones, sino que también de los sentimientos y reacciones de todos los demás que están en la habitación (Pinsof y Catherall, 1986; Rait, 1988). De hecho, existe cierta evidencia que apunta a que las mujeres suelen ser más sensibles a la percepción que tienen los demás del terapeuta, especialmente su marido, de lo que son a la forma en que lo perciben ellas mismas (Quinn, Dotson y Jordan, 1997).

En la terapia individual, como ya hemos dicho, la alianza terapéutica o de

trabajo se conceptualiza tradicionalmente como un estrecho lazo emocional entre el cliente y el terapeuta, y como un acuerdo mutuo acerca de las tareas y las metas del tratamiento (Bordin, 1979; Horvath y Greenberg, 1989). Estos procesos son también, por descontado, componentes esenciales de la alianza en TFP. Sin embargo tienen un significado único en este contexto y no lo explican todo.

El lazo tiene que ser estrecho con todos los miembros de la familia, y no

únicamente con los que acuden a todas las sesiones (Pinsof, 1995). Cuando uno de los miembros se siente mucho más vinculado emocionalmente al terapeuta que otro, puede que se produzca una alianza dividida (véase el capítulo 8). La división tiene lugar cuando algunos miembros de la familia se muestran neutrales en relación con el terapeuta, mientras otros lo ven con bastantes buenos ojos. Sin embargo, las peores divisiones se producen si los sentimientos de alguno de los clientes se contraponen al intenso antagonismo de otros (Pinsof, 1995).

Son varios los factores que permiten que sea más fácil establecer un vínculo

con alguno de los miembros de la familia que con otros. Como el terapeuta es un adulto, los niños le perciben automáticamente como un aliado de sus padres. En el caso de una pareja heterosexual, el género del terapeuta será el mismo que el de uno de los dos clientes y opuesto al del otro. Si existen diferencias de raza, etnia o religión dentro de la familia, el terapeuta comparte una característica importante con alguno de los miembros y no con los otros, y esta diferencia demográfica puede generar una diferencia relacional (véase el capítulo 8).

Si los miembros de la familia tienen motivaciones en conflicto para acudir a

la terapia, ocultan sus verdaderos motivos o sus necesidades de crecimiento personal son diferentes, los acuerdos terapeuta-cliente acerca de las tareas y de las metas de la terapia puede que no se alcancen simplemente por medio

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de la negociación, como sucede en la terapia individual. Validar los objetivos de una parte puede anular los de la otra. En realidad, incluso el acuerdo con uno de los miembros acerca de la necesidad de la terapia puede anular la posición de otro que ha acudido contra su voluntad, quizá como un “rehén” del primero (véase el capítulo 20).

Para un trabajo eficaz con las parejas y las familias el terapeuta tiene que

prestar atención simultánea a las necesidades del sistema, vinculándolas de una forma que tengan sentido para todos. Esto puede requerir volver a enfocar el problema, destacar las buenas intenciones de todos (Pittman, 1987), y enfatizar los valores comunes y las fortalezas del conjunto (Coulehan, Friedlander y Heatherington, 1998). Cuando este proceso es eficaz, se genera esperanza y la persona que se siente “en apuros” sabe que tiene un aliado en la figura del terapeuta. En otras palabras, manejar las alianzas entre los miembros de la familia representa transformar las metas individuales en las metas del grupo, y alimentar en la familia el Sentido de compartir el propósito con relación a la terapia.

Al igual que sucede en la terapia individual, las alianzas en la terapia de

familia y de pareja se vuelven así fluidas, y con el tiempo aumentan en solidez, dirección e importancia. Lo más importante al inicio de la terapia es crear un espacio seguro, conseguir que todos se involucren en el proceso, e identificar un terreno común en el que todo el mundo pueda estar de acuerdo. Aunque al principio la familia sólo necesita “conectar” con el terapeuta para comprometerse con el tratamiento, con el paso del tiempo, cuando las cosas se pongan más crudas, el lazo emocional adquirirá mayor importancia (Pinsof, 1995). La confianza en el terapeuta, más que cualquier comprensión intelectual del proceso terapéutico, les proporcionará a los miembros de la familia la fuerza para asumir riesgos interpersonales, afrontar duras realidades y trazar un nuevo camino.

Y como los cambios son constantes en la vida de las personas, tanto dentro

como fuera de la familia, incluso la alianza terapéutica más segura se puede torcer. Por ejemplo, los Stevenson, Donna y Leo, consiguieron finalmente volver a encarrilar su matrimonio cuando él empezó a recuperarse de su adicción a la cocaína. La primera fase del tratamiento funcionó a trompicones, ya que Donna y el terapeuta formaron equipo para motivar a Leo a superar su adicción. En numerosas ocasiones él amenazó con abandonar la terapia, pero finalmente empezó a asistir a las reuniones de Toxicómanos anónimos y “quedó limpio”. Entonces arrestaron a Shawna, la hija de Donna, de 23 años y fruto de un matrimonio anterior, por robar en una tienda. La madre la invitó a volver a casa, y Leo se sintió indignado, relegado y herido porque la atención de Donna se desplazó de él a la hija. A partir de ese momento, la alianza del terapeuta con la pareja también se resintió, y cuando éste sugirió a los Stevenson explorar el impacto de ese cambio en su matrimonio. Donna se mostró inflexible e insistió en que la decisión de apoyar a Shawna le correspondía exclusivamente a ella. De manera no verbal, levantó una pared, porque se sintió abandonada por el terapeuta y por su marido.

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Para empezar a reconducir la situación con suavidad, el terapeuta dijo que Leo estaba empezando a asumir su papel en el seno de la familia; eso le permitió a Donna buscar en su marido el consuelo que necesitaba por la crisis de Shawna, algo que antes no había sido posible. Se reenfocó el problema, no como un ultimátum para que la hija volviera a casa, sino como una oportunidad para la pareja de experimentar el apoyo mutuo y la toma compartida de decisiones. Al retar a Leo a “subirse al carro”, el terapeuta quiso sugerirle que le hablara a su mujer “con el corazón “. Leo recogió la propuesta y le rogó sinceramente a ella que le dejar estar a su lado. Al oír esto, Donna, llorando, se relajó y se abrazaron.

Fue un camino lleno de obstáculos para los Stevenson. La segunda fase del

tratamiento se tambaleó cuando Donna, enfadada por haber dejado de ser el centro de atención, sintió que perdía el apoyo del terapeuta. En un momento anterior del tratamiento ella se había visto a sí misma casi como coterapeuta, y consideraba que era su marido el que tenía el problema. Después, en cambio, el terapeuta había dejado implícito que la actitud de ella era problemática. Finalmente, y debido a la solidez de las conexiones –cada uno de los cónyuges individualmente, y ambos como pareja, con el terapeuta- la alianza peligró poco tiempo y el tratamiento retomó su curso con renovado vigor.

Sin embargo, el proceso terapéutico no siempre es un pedregal. Algunas

parejas y familias buscan ayuda de buena gana, y cuando acuden a la terapia ya han discutido largamente sus mutuas preocupaciones, mucho antes de la primera sesión. Vienen unidos y preparados para trabajar. En palabras de Pittman (1987, pág. 42):

A menudo todo lo que se requiere del terapeuta es conciencia del

proceso, volver a poner las cosas en su sitio con suavidad, buen humor y buenos modales, y poner a prueba meticulosamente la realidad. La técnica no es necesaria.

La naturaleza, evolución e importancia de la alianza terapéutica EL CONSTRUCTO

Al igual que sucede con muchos términos psicológicos, la palabra alianza se utiliza de distinta manera en la jerga profesional y en el leguaje corriente. El diccionario la define como maniobras estratégicas de coaliciones orientadas a un objetivo, como ocurre por ejemplo en los negocios o en la guerra. A diferencia de esta definición, en el terreno terapéutico la alianza se refiere a:

[la] cualidad y la fortaleza de la relación de colaboración entre el cliente y el terapeuta […] incluye: los lazos afectivos entre ambos, tales como la confianza mutua, el consenso en el respeto y el interés…, un compromiso activo con las metas de la terapia y con los medios para alcanzarlas […], y un sentido de asociación (Horvath y Bedi, 2002, pág. 41). Además, el término alianza se ha utilizado históricamente de diversas

formas, incluso entre los teóricos y los profesionales. Fue originalmente

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empleado por Freud (1912-1958), que distinguió entre alianza y transferencia. A diferencia de los sentimientos “reales” del paciente hacia el analista de los sentimientos, impulsos y necesidades del paciente relacionados con otras personas significativas para él, esto es, el material conflictivo del que “saca agua” el “molino” del analista. Según Freud (1940), la transferencia “no objetable” o “positiva” es algo distinto: es el afecto básico y la confianza del paciente en relación con el terapeuta, aspectos que no son objeto del análisis, y es la que proporciona la base y la motivación para el trabajo terapéutico (Muran y Safran, 1998).

Durante mucho tiempo la alianza se asociaba exclusivamente al

psicoanálisis, y estaba configurada por la perspectiva de los teóricos que escribían acerca de ella. Bibring (1973) y Sterba (1934), psicólogos del Yo, presentaron una conceptualización de la alianza que resultó muy fructífera. Pusieron objeciones al principio de las relaciones objetales, por el cual todo lo que un cliente siente en relación con el terapeuta es una reacción transferencial. En lugar de esto, los psicólogos del Yo centraron su atención en la adaptación del paciente orientada a la realidad y en los aspectos “reales” de la relación terapéutica, no sólo en la transferencia. De esta manera, entraba en juego la persona del terapeuta, que ya no era únicamente un lienzo en blanco donde se plasmaban las distorsiones del paciente. Con el reconocimiento de que el estatus de la alianza de trabajo se elevaba al mismo nivel de la transferencia y empezaran a adoptar una posición terapéutica que no fuera la de la estricta neutralidad (Muran y Safran, 1998).

En la alianza de trabajo están presentes elementos tanto intrapersonales (es

decir, las introyecciones del cliente y el terapeuta) como interpersonales (esto es, las dinámicas que se generan a partir de la interacción de ambos). Strupp (1973) fue el primero en articular este punto y argumentó que la alianza es decisiva no solamente en el contexto de la psicoterapia psicoanalítica, sino en todos los modelos de terapia. De hecho, describe la alianza como un constructo panteórico que influye en la efectividad de las intervenciones técnicas de cualquier tipo (interpretativa, de modificación de conducta, Gestalt, etc.). Según él, la terapia tiene que ver con el aprendizaje, y el aprendizaje involucra la identificación y la imitación, y ambas requieren que el cliente esté abierto a la influencia de una figura importante, fiable, muy parecida a la de un buen progenitor (Henry y Strupp, 1994).

Desde el principio de la presencia de la alianza en la bibliografía de la

década 1930, hasta bien entrada la de 1970, se han descrito diversas propuestas acerca de qué elementos –por ejemplo, la capacidad del cliente para conectar con el terapeuta, las características personales del terapeuta, el compromiso del cliente con las tareas del tratamiento, el lazo emocional entre el terapeuta y el cliente, entre otros- tienen una importancia decisiva. A medida que se fueron desarrollando las teorías sobre la alianza, al término se le asociaron diversos modificadores, como por ejemplo la alianza del Yo, la alianza de trabajo y la alianza terapéutica. Al final de la década de 1970, Bordin (1979) sugirió una definición panteórica que incorporaba varios de los elementos ya mencionados. Hasta la fecha, esta conceptualización es el modelo de alianza más heurístico, más rico y el que ha tenido mayor influencia,

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tanto en la terapia individual como en la conjunta. Bordin propuso que la alianza de trabajo incluyese tres componentes: 1) el acuerdo entre el terapeuta y el cliente acerca de las metas del tratamiento, 2) el acuerdo de ambos sobre las tareas necesarias para conseguir esos objetivos, y 3) los lazos afectivos necesarios entre ellos para sostener el duro trabajo que representa el cambio terapéutico.

Se pone de manifiesto el valor heurístico del pensamiento y de la atracción

intuitiva de la alianza como constructo terapéutico (Bordin, 1979) a partir de su aplicación en las diversas escuelas de terapia. A pesar de que tiene sus raíces en el psicoanálisis, los teóricos, investigadores y profesionales de prácticamente cualquier orientación se hallan actualmente muy interesados en la alianza.

Se ha escrito mucho sobre ella, por ejemplo en el ámbito de las terapias

humanistas y experienciales (Watson y Greenberg, 1998). Tradicionalmente, la relación terapéutica era un aspecto central del pensamiento de Carl Rogers (1951) acerca de las características del terapeuta y de las condiciones de la relación con el cliente –empatía, consideración positiva incondicional, veracidad y congruencia- que consideraba necesarias (y suficientes) para que se produjera el cambio en éste. También los terapeutas de la Gestalt destacaron abiertamente la importancia de lo genuino, lo directo y lo mutuo en la relación terapéutica. Y a diferencia de algunos teóricos psicoanalíticos y conductuales, los humanistas consideraban fundamentalmente los factores relacionales, y opinaban que éstos eran elementos curativos de la terapia y no meramente el telón de fondo para otros mecanismos de cambio (Friedman, 1985).

En los modelos humanistas más recientes, como la terapia de proceso

experiencial (Watson y Greenberg, 1988), los clientes experimentan emociones y las representan simbólicamente por medio de un conocimiento consciente. Una sólida alianza facilita este proceso, mientras que una débil lo obstaculiza (ibíd., Watson y Greenberg). En todo momento, los terapeutas deben escuchar atentamente al cliente, entender su experiencia interna y lo que éste les comunica acerca de hasta qué punto comprenden las cosas, de si son conscientes de los marcadores que señalan las oportunidades terapéuticas (para tener una experiencia más profunda, para poder resolver las disociaciones afectivas, etc.), e intervenir para ayudarlos de la mejor forma posible a acceder a su mundo interior. Este tipo de sintonía, argumentan Watson y Greenberg, es a lo que Bordin (1979) se refiere cuando habla de la colaboración en las metas y tareas terapéuticas que generará lazos emocionales sólidos.

Incluso los terapeutas con una orientación comportamental o cognitivo-

conductual, tradicionalmente más interesados en los mecanismos específicos del cambio que en la propia relación terapéutica, reconocen que la alianza tiene una importancia fundamental para obtener buenos resultados. En realidad, las terapias cognitivo-conductuales (TCC) son intrínseca y explícitamente terapias de colaboración. De hecho, proporcionar a los clientes una razón convincente acerca de las metas del tratamiento y de las tareas que requerirá alcanzar tales objetivos, forma parte de los protocolos de las TCC. En términos de, por

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ejemplo, la teoría del aprendizaje social, los lazos afectivos potencian el valor de refuerzo del terapeuta, facilitan el modelado y promueven expectativas positivas (Raue y Goldfried, 1994). Igual que se utiliza la anestesia durante una operación, una sólida alianza es la base para posibilitar que los procedimientos quirúrgicos (las técnicas de las TCC) se puedan aplicar de forma que beneficien al cliente (Goldfried, 1982).

Sin duda, la alianza terapéutica –tal como se describe en la bibliografía

sobre el tema- es teórica y clínicamente deseable. Pero ¿hasta qué punto es verdaderamente importante en la psicoterapia? Para responder a esta pregunta, básicamente empírica, es necesario que antes tratemos la cuestión de la operacionalización del constructo.

LAS MEDIDAS

Las medidas de la alianza tienen una importancia crucial, como definiciones conceptuales de facto y como definiciones operacionales (Horvath y Bedi, 2002). En 2002, Horvath y Bedi computaron 24 medidas de la alianza en las investigaciones realizadas sobre terapia individual, e incluyeron cuatro conjuntos de instrumentos utilizados en múltiples estudios y diversos emplazamientos de investigación. Entre los instrumentos más conocidos para su aplicación en adultos se encuentran la Penn Helping Alliance Scale (Alexander y Luborsky, 1987; Luborsky, Crits-Cristoph, Alexander, Margolis y Cohen, 1983); Suh, O’Malley y Strupp, 1986); el Working Alliance Inventory (Horvath y Greenberg, 1986, 1989); y las California-Toronto Scales (Marmar, Gaston, Gallagher y Thompson, 1989).

La escala Penn Helping Alliance muestra la formulación psicodinámica que

Luborsky y otros (1983) realizaron de la alianza, en términos de sólidos lazos afectivos y un sentido de colaboración mutua. Los ítems observacionales evalúan las “señales” Tipo 1 de la alianza (los comportamientos que muestran un sentido de colaboración). Además de la escala de evaluación del observador, está también la escala de evaluación del terapeuta y un cuestionario para los clientes, con ítems paralelos a las señales comportamentales (Luborsky, 1988; Martin, Garske y Davis, 2000). La escala Vanderbilt, igualmente inspirada en la teoría psicodinámica y en la conceptualización de la alianza de Bordin (1979), utiliza observadores clínicos para evaluar los segmentos de la terapia. También derivado del modelo de Bordin, el Working Alliance Inventory (WAI) de Horvath y Greenberg (1986, 1989) es con mucho el más ampliamente utilizado y el más citado en la bibliografía. El WAI original incluía versiones para autoinformes del cliente y del terapeuta; Tichenor y Hill (1989) crearon una versión para el observador; y Tracey y Kokotovic (1989) desarrollaron una versión abreviada. Finalmente, las escalas de California-Toronto se derivaron de la teoría psicoanalítica y se centraron en dimensiones afectivas; entre las diversas escalas que se generaron está la conocida Psychotherapy Alliance Scale (CALPAS), que engloba cuatro dimensiones que se consideran relativamente independientes: 1) la alianza de trabajo (la contribución del cliente al trabajo terapéutico); 2) la alianza terapéutica (los aspectos afectivos de la relación entre el terapeuta y el cliente); 3) el compromiso y la comprensión del terapeuta; y 4) el acuerdo entre

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el terapeuta y el cliente acerca de las metas y las estrategias. Las CALPAS tienen varias versiones para auto-informes del terapeuta y del cliente, y también una versión para el observador-evaluador (Gaston y Marmar, 1994).

Conceptualmente, está claro que estos instrumentos son similares, y también se inter-correlacionan estadísticamente, algunos a nivel de subescala (Horvath y Symonds, 1991). Aunque no se superponen totalmente, ni conceptual ni empíricamente, la mayoría de las medidas son fiables para estimar la solidez de los lazos afectivos y la colaboración entre cliente y terapeuta (los acuerdos sobre las metas y los lazos afectivos reflejan el compromiso con el proceso terapéutico). En un metaanálisis, Horvath y Symonds encontraron que existía consenso entre los investigadores sobre la alianza acerca de dos temas esenciales: la colaboración y la negociación continuada del contrato terapéutico por parte del terapeuta y el cliente.

LA INVESTIGACIÓN

No obstante las cuestiones de medida, ¿cuál es la relación entre la alianza y el resultado del tratamiento? Revisar extensamente la bibliografía al respecto iría más allá del alcance de este capítulo, aunque el breve resumen que se incluye a continuación arroja una importante conclusión: la alianza es predictiva del resultado para una variedad de enfoques terapéuticos (individuales) cuando se mide al principio del tratamiento, y gran parte de la investigación sugiere que la perspectiva es primordial (Horvath y Symonds, 1991).

El National Institute of Mental Health Treatment of Depression Collaborative

Research Program, proporcionó una valiosa oportunidad para estudiar la alianza en relación con el resultado del tratamiento, en un estudio comparativo a gran escala que se realizó sobre los diversos tipos de terapia: interpersonal, terapia cognitivo-conductual y farmacoterapia (Krupnick, Sotsky, Simmens, Moyer, Elkin, Watkins y Pilkonis, 1996). De hecho, el 21% de la varianza en el éxito de la terapia se atribuyó a la contribución del cliente a la alianza terapéutica, en los diferentes enfoques de tratamiento. Y lo que quizás es más importante aún: los análisis de seguimiento mostraron que, en el caso de los clientes que completaron el tratamiento, aquellos cuya expectativa era que la terapia resultaría útil, y que participaron más activamente en el proceso su probabilidad de cambio fue mayor (Meyer, Pilkonis, Krupnick, Egan, Simmens y Sotsky, 2002).

Tres metaanálisis de la relación alianza-resultado hallaron similares medidas

significativas de efecto. El primer análisis (Horvath y Symonds, 1991), que contó con 20 series de datos diferentes y terapeutas bastante experimentados –principalmente psicodinámicos, experienciales y cognitivos- mostró una medida de efecto combinada de 26, “moderada, pero fiable” (pág. 139). Horvath y Symonds concluyeron que la alianza puede ser medida con fiabilidad por observadores, terapeutas y clientes, aunque en el caso de esta última fuente la relación con el resultado es la más fuerte, seguida en segundo lugar por las evaluaciones de los observadores. Resulta interesante que los informes de los clientes coincidieron más con las evaluaciones de los observadores que con los informes del terapeuta. Un meta-análisis posterior, más amplio (Martin, Garske y Davis, 2000), englobó 79 estudios de diversos tipos de terapia con

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pacientes externos y una amplia variedad de problemas clínicos, y encontró una medida de efecto ligeramente más baja pero todavía significativa de 22. Ahora bien, a diferencia de los resultados de Horvath y Symonds, la relación alianza-resultado no varió basándose en la fuente de medición, esto es, clientes, terapeuta u observador. Finalmente, en una revisión actualizada, Horvath y Bedi (2002) informaron de una medida de efecto mediana de 25 y de cierta evidencia que contradecía las conclusiones previas. Este metaanálisis incluyó seis estudios de tratamientos por abuso de sustancias, lo que aportó mayor variación a la muestra. Al igual que Martin y otros, Horvath y Bedi hallaron que la relación entre resultado y alianza era ligeramente más estrecha cuando se utilizaron las evaluaciones de los clientes y los observadores (versus las de los terapeutas). La alianza parece ser de alguna forma considerablemente mejor predictor del éxito del tratamiento cuando se evalúa al principio de la terapia, en comparación con una evaluación a mitad del tratamiento. Los informes sobre la alianza al final de la terapia tienden a mostrar una relación muy alta con el resultado, aunque la percepción de los clientes (y de los terapeutas) en ese punto es probable que se halle influida por los beneficios ya experimentados en el tratamiento. De hecho, algunos autores (DeRubeis y Feeley, 1990; Feeley, DeRubeis y Gelf, 1999) advierten que para afirmar que una sólida alianza ayuda a la mejoría del cliente, es necesario evaluar los beneficios de la terapia mucho después de la evaluación de la alianza.

La alianza en la terapia familiar y de pareja

El trabajo de la alianza en la terapia familiar y de pareja (TFP) ha ido rezagado (Sexton, Robbins, Hollimon, Mease y Mayorga, 2003). Con unas pocas y notables excepciones, como Carl Whitaker (Whitaker y Keith, 1981) y Virginia Satir (1964), los primeros teóricos de la terapia familiar se centraron únicamente en la técnica. Las teorías sistémicas tradicionales ponían énfasis en el análisis de las pautas de interacción de las familias, análisis que realizaban terapeutas entrenados para mantenerse distantes y adoptar una metaperspectiva, realizando después intervenciones incisivas y estratégicas en la desequilibrada homeostasis familiar, reenfocando la visión equivocada de la familia acerca de sus problemas y plantando las semillas del pensamiento orientado a la solución. Cuando se utilizan espejos unidireccionales, a veces sucede que el “equipo de tratamiento” ni siquiera está en la consulta con la familia.

El papel tradicional de los terapeutas familiares ha puesto el acento en la

necesidad de funcionar como un “guardia urbano” conversacional que dirija el tráfico, o en aplicar técnicas teóricas específicas, en lugar de establecer relaciones cálidas y vitales con los abrumados clientes. La necesidad de un moderador es comprensible, dada la complejidad y los escollos que entraña el manejo de múltiples alianzas cuando un miembro de la familia no quiere estar presente, lo que sucede bastante a menudo.

Sin embargo, a medida que la alianza se ha ido extendiendo en la terapia

individual, ésta ha demostrado su poder para dar sentido al proceso terapéutico y para predecir el éxito o el fracaso del tratamiento, y que los teóricos y

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profesionales de la terapia familiar han madurado, se ha ido generando un interés creciente por la alianza en la psicoterapia conjunta, muy floreciente en la actualidad. Los siguientes apartados resumen la teoría, la evaluación y los resultados de las investigaciones que se han llevado a cabo sobre la alianza en la terapia familiar y de pareja.

EL CONSTRUCTO

Como ya hemos comentado, el sostenimiento de las alianzas terapéuticas en la TFP tiene característica únicas (Pinsof, 1995; Rait, 1988). La colaboración empieza estableciendo un entorno seguro, al limitar los intercambios familiares negativos y clasificando los límites de la confidencialidad, los objetivos del tratamiento y el papel de cada participante (Snyder, 1999). A partir de aquí, el terapeuta debe averiguar cómo alimentar las alianzas con sus múltiples clientes, cuyas capacidades de trabajo, personalidad, necesidades de crecimiento personal y aspectos clínicos serán probablemente diferentes. El proceso se complica aún más cuando son varias las personas que están presentes, pues lo que sucede entre el terapeuta y cada uno de los miembros de la familia está sujeto a la observación de todos los demás, y probablemente afectará a todos ellos.

Cuando se trabaja en un tratamiento conjunto, el terapeuta debe analizar y

manejar rápidamente los triángulos emocionales (Bowen, 1976), de forma que la tensión en el seno de la díada no le arrastre y desequilibre la alianza en curso.

En la terapia de pareja, en concreto, el triángulo terapeuta-pareja se ve muy

claro. Posiblemente, el desarrollo de una alianza de colaboración entre los dos miembros de la pareja y el terapeuta, y entre la pareja en sí misma (Jacobson y Margolín, 1979) sea el paso fundamental en este tipo de tratamiento (Snyder, 1999). El éxito de las técnicas, desde las más didácticas (por ejemplo, desarrollar las habilidades de comunicación), hasta las de mayor intensidad emocional (como examinar las fuentes históricas del sufrimiento en la relación) depende de –y afecta a su vez- la alianza desarrollada.

Rait (1988) describió un continuo de posturas teóricas con relación a la

alianza en la TFP. En un extremo se sitúan las terapias experienciales (Satir, 1964), donde destaca la persona del terapeuta, y donde la calidez, el apoyo y la colaboración mutua son características fundamentales. En el otro extremo del espectro están las terapias multigeneracionales (Bowen, 1976), donde el terapeuta se mantiene a distancia de la transferencia para poder permanecer objetivo y diferenciado, y la terapia sistémica de Milán (Selvini-Palazzoli, Boscolo, Cecchin y Prata, 1978), donde el equipo de observadores, la estricta neutralidad y las intervenciones prescriptivas (realizadas de manera autoritaria) mantienen a los terapeutas apartados del problema. Según Rait, cada modelo teórico, de un extremo al otro del continuo, requiere fijarse en las alianzas y estrecharlas.

Además, cada modelo presta atención a las rupturas de las alianzas, y las

repara directa o indirectamente, según su enfoque (Rait, 1998). Las rupturas de

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las alianzas en la terapia familiar se producen con uno, varios o todos los miembros de la familia (Pinsof, 1995). Como ya hemos comentado, las alianzas “divididas” o “desequilibradas” (véase el capítulo 8) son un caso especial en la terapia conjunta (Heatherington y Friedlander, 1990; Pinsof, 1995; Pinsof y Catherall, 1986). Éstas pueden ir o no en detrimento del tratamiento, en función de la intensidad y de la persona (o subsistema) con quien el terapeuta tiene la alianza más y menos favorable (Pinsof, 1995). En muchas familias, la madre es la que consigue que los demás miembros acudan a la terapia, pero la opinión del padre acerca de comprometerse o no con el tratamiento es decisiva. En otras, estos papeles se invierten. Independientemente de quién ostenta el poder, el terapeuta tiene que asegurarse una alianza positiva con la persona que tiene mayor influencia para conseguir que la familia siga con el tratamiento (Pinsof, 1995).

Aunque los clientes, al igual que los terapeutas, están continuamente

analizándose entre sí, la investigación sobre TFP y la experiencia clínica sugieren que la experiencia del cliente con relación a la alianza es posiblemente más importante que la del terapeuta (Barnard y Kuehl, 1995; Horvath y Symonds, 1991). De hecho, los clientes tienen información valiosa que puede ser de ayuda para obtener buenos resultados, pero si los terapeutas están demasiado centrados en la técnica y no valoran la experiencia de éstos acerca de lo que está sucediendo, es posible que se produzcan fracasos inesperados. A medida que la terapia va progresando, los terapeutas pueden evaluar periódicamente la relación con los clientes y preguntar: “¿Hay algo que ustedes esperasen y que no hayamos hecho y que se estén cuestionando?” o “¿Consideran que lo que les ofrezco/sugiero es adecuado para ustedes y se ajusta a lo que esperaban conseguir aquí?” (Barnard y Kuehl, pág. 169).

A un padre que salía de una sesión de terapia se le oyó comentar por

casualidad: “¡No tengo idea de lo que acaba de pasar aquí, pero no me gusta nada!”. Aunque nosotros tampoco sabemos qué fue lo que ocurrió allí, es posible que si el terapeuta aflojó una “burbuja” de resistencia en un área de la alianza, apareciese otra de estas “burbujas” en el padre. Pinsof (1994, 1995; Pinsof y Catherall, 1986) fue el primero en describir la causalidad recíproca en la alianza, que apoyó de manera convincente la perspectiva sistémica en el trabajo con parejas y familias. La simple fórmula de sumar la relación de cada cliente con el terapeuta no sirve para valorar la alianza “en su conjunto”. Pinsof y Catherall describen cómo las alianzas cliente-terapeuta, las alianzas terapeuta-subsistema (por ejemplo, padres, hermanos) y las alianzas terapeuta-familia afectan a todos entre sí, en una danza que se refuerza mutuamente. En sus siguientes escritos, Pinsof (1994,1995) añadió una cuarta dimensión interpersonal, la alianza intrasistema, que se refiere a las alianzas en el seno de la familia (los individuos y los subsistemas) y también a las alianzas intrasistema del terapeuta (por ejemplo, terapeuta y coterapeuta, terapeuta y supervisor, o terapeuta y otros profesionales que trabajan con la familia).

La conceptualización de Pinsof (1994, 1995) se basa en factores

interpersonales (individuo, subsistema, intrasistema y sistema total) y en

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factores de satisfacción (sólidos lazos emocionales y acuerdo sobre las tareas y las metas de la terapia; Bordin, 1979), pero esta visión de la alianza tiene más detalles y es más holista de lo que expresa la interacción de tales componentes. En sus escritos, Pinsof pone énfasis en lo que el cliente invierte psíquicamente en el tratamiento, que va mucho más allá de los lazos afectivos, las metas y las tareas. Por ejemplo, con el paso del tiempo se producen cambios en la alianza, tanto en el ámbito interpersonal como en el de la satisfacción, y éstos se reflejan en los diferentes “perfiles de alianza” (1995; pág. 75). En esta terapia integradora centrada en el problema, Pinsof (1995) postula una profundización gradual a lo largo del tiempo de la conexión emocional entre y dentro de los subsistemas, facilitada por: 1) mejora del foco relacional de la terapia, 2) aumento de la frecuencia de las sesiones, 3) disminución del número de personas que asisten a ella a medida que la terapia progresa, y 4) tiempo de tratamiento (pág. 79).

Influidos por diversas tendencias en la bibliografía, emprendimos el

desarrollo de un modelo de alianza multidimensional, que reflejase tanto la cualidad única del trabajo sistémico con parejas y familias, como las características comunes a todas las modalidades terapéuticas: colaboración del cliente y lazos afectivos entre éste y el terapeuta, esto es, la conceptualización clásica de la alianza de Bordin (1979). Las tres tendencias que guiaron la creación del SOATIF fueron: 1) la aplicabilidad transteórica de la alianza; 2)la importancia de las conductas del cliente, especialmente en las alianzas intrafamilia (Pinsof, 1994, 1995), y 3) la supervisión conceptual y empírica entre metas y tareas de la terapia (Horvath y Bedi, 2002). Tal como se describe detalladamente en el capítulo 2, las dimensiones del SOATIF (Enganche en el proceso terapéutico, conexión emocional con el terapeuta, Seguridad dentro del sistema terapéutico y Sentido de compartir el propósito en la familia), que ponen de manifiesto tanto las alianzas intersistemas (esto es, cada cliente con el terapeuta) como las alianzas intrafamilia, tienen un papel en cuatro procesos terapéuticos decisivos (establecer las relaciones, negociar las metas, completar las tareas/conseguir el cambio y dar de alta a la familia del tratamiento). LAS MEDIDAS

Hasta el SOATIF (Friedlander y colaboradores, 2000, 2001, 2003, 2005), todas las medidas sistémicas de la alianza en la TFP se basaban en la conceptualización tripartita de Bordin (1979). Los autoinformes como instrumento aparecieron a partir de las escalas integradoras Couple and Family Therapy Alliance Scales de Pinsof y Catherall (1986). Dentro de cada una de las tres subescalas de satisfacción, los ítems representan el modelo de Bordin de la relación cliente-terapeuta: 1) lazos emocionales y acuerdo sobre 2) metas y 3) tareas terapéuticas. Tres subescalas interpersonales reflejan los lazos emocionales, las metas y las tareas en términos de la alianza del terapeuta: 1) con cada miembro de la familia individualmente, 2) con la familia como un todo, y 3) con subsistemas, como por ejemplo los padres o los hermanos. Así, las tres escalas de satisfacción y las tres escalas interpersonales forman una matriz de nueve celdas con ítems paralelos pero puntuados a la inversa, tales como “Al terapeuta le importo yo como persona”, “Al terapeuta le importa la relación entre mi pareja y yo”.

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La consistencia interna de la Couple Therapy Alliance Scale (CTAS) y la Family Therapy Alliance Scale (FTAS) (Heatherington y Friedlander, 1990) tienen consistencia interna y fiabilidad test-retest altas, y también validez predictiva basada en asociaciones con las evaluaciones del terapeuta acerca de los progresos del cliente (Pinsof y Catherall, 1986). En una muestra de pacientes externos, Heatherington y Friedlander hallaron que la intercorrelación entre las subescalas de tareas terapéuticas y lazos emocionales era alta, aunque las versiones de la medida para parejas y para familias seguían distintas pautas de asociaciones con las evaluaciones de la sesión realizadas por el terapeuta. Es interesante ver que mientras el acuerdo sobre las tareas apareció estrechamente asociado a la percepción de profundidad o valor de las sesiones en el caso de las parejas, en la terapia de familia lo primordial para los clientes (incluidos los niños) fue el estrecho lazo emocional que se estableció).

Interesado por la alianza intrafamilia (Pinsof, 1994, 1995) Pinsof (1999),

revisó las CTAS y FTAS para estudiar cuál era la dimensión importante. En las CTAS-R y FTAS-R, las subescalas evalúan el grado en que los miembros de la pareja o la familia coinciden acerca de las tareas y las metas de la terapia, y de la calidad de los lazos emocionales entre ellos (por ejemplo: “En esta terapia mi pareja me importa y yo le importo a ella”). Un análisis factorial confirmatorio validó las estructuras teóricas de los instrumentos revisados (Knobloch-Fedders, Pinsof y Mann).

También es posible evaluar la alianza de la pareja utilizando el Working

Inventory for Couples (WAI-Co), (Symonds, 1998; Symonds y Horvath, 2004), desde la perspectiva de los clientes o del terapeuta. Al igual que las medidas de Pinsof (1999; Pinsof y Catherall, 1986) y el WAI para terapia individual (Horvath y Greenberg, 1986, 1989), el WAI-Co se basa en el modelo de Bordin (1979) de las metas, tareas y lazos emocionales. Además, y al igual que las CTAS-R, la medida evalúa la perspectiva individual acerca de 1) la alianza de él o ella individualmente con el terapeuta, 2) la alianza de él o ella como cónyuge con el terapeuta, y 3) la alianza entre los miembros de la pareja, por ejemplo: “Ella y yo coincidimos en lo que intentamos conseguir con la terapia”. La fiabilidad es alta en ambas versiones, para los clientes y para el terapeuta, y las puntuaciones del WAI-Co son predictivas del resultado del tratamiento (Symonds y Horvath). A diferencia la mayor parte de la investigación sobre terapia individual (Horvanth y Symonds, 1991), se ha descrito que la asociación alianza-resultado del WAI-Co es más fuerte desde la perspectiva del terapeuta que desde la perspectiva de los clientes (Symonds y Horvath).

Tal como se describe detalladamente en el capítulo 2, hemos creado los

instrumentos del SOATIF desde abajo, esto es, inductiva y empíricamente, con los requisitos de que éste fuera transteórico, multidimensional e interpersonal. Las escalas de evaluación para la observación de la conducta del cliente y del terapeuta (el SOATIF-o) están diseñadas como un recurso para la formación y la supervisión, así como también para la investigación. En estas medidas se anotan los comportamientos del cliente (y del terapeuta) que contribuyen a establecer alianzas sólidas o débiles; después se utiliza su frecuencia,

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intensidad y significado clínico para evaluar, desde -3 (muy problemáticas) hasta +3 (muy fuertes), el Enganche en el proceso terapéutico, la Conexión emocional con el terapeuta, la Seguridad dentro del contexto terapéutico y el Sentido de compartir el propósito de la terapia en la familia. (Cada cliente recibe una evaluación del enganche, la conexión y la seguridad, y la pareja o familia como unidad la recibe de compartir el propósito). Las definiciones operacionales de las escalas aparecen en el capítulo 2 y están ilustradas con numerosos ejemplos clínicos a lo largo del libro.

Además de las escalas de observación, hay dos cuestionarios para

autoinformes con 16 ítems para los clientes y para los terapeutas (SOATIF-s, véase el capítulo 2 y la página web www.softa-soatif.net). Aunque la investigación sobre el SOATIF-o y el SOATIF-s no es extensa, igual que no lo es este escrito, apoya la fiabilidad de las medidas y tiene validez de contenido, de concurrencia y predictiva (Beck y otros, 2006; Friedlander, Talka y otros, 2003; Friedlander, Escudero y otros, 2005b; Friedlander, Escudero, Haar y Higham, 2005ª). (Véase un resumen en el capítulo 2). Hay que destacar que en estudios realizados con cuatro casos, las entrevistas posteriores a las sesiones realizadas a los miembros de las familias por separado acerca de su propia alianza y de la alianza intrafamilia, fueron más congruentes con las evaluaciones del SOATIF-o de las primeras sesiones que con la percepción de la alianza de los autoinformes de la FTAS-R (Beck y otros, 2006).

LA INVESTIGACIÓN

Hace tres décadas, un estudio de casi 4.000 casos identificó 11 factores asociados con buenos resultados en TFP, y la relación terapeuta-cliente ocupó el primer lugar (Beck y Jones, 1973). Esta relación fue el predictor de resultados más sólidos (de hecho, el doble de sólidos que todas las características del cliente combinadas. En 1978, una extensa revisión de la bibliografía existente concluyó que

la capacidad del terapeuta para establecer una relación positiva con sus clientes –que durante mucho tiempo ha sido una cuestión fundamental en la terapia individual- tiene la mayor consistencia como un factor importante que relaciona al terapeuta con los resultados en la terapia familiar y de pareja (Gurman y Kniskern, 1978, pág. 875). Veinte años más tarde, otra extensa revisión acerca de “lo que funciona” y

“lo que no funciona” en TFP (Friedlander, Wildman, Heatherington y Skowron, 1994) halló que la efectividad de la sesión, la continuidad en el tratamiento y los resultados de éste se podían predecir a partir del autoinforme sobre las alianzas terapéuticas u otros aspectos de la relación terapéutica.

En general, los sentimientos positivos hacia el terapeuta han demostrado su

importancia en diversos estudios sobre TFP (por ejemplo, Christensen, Russell, Miller y Peterson, 1998; Firestone y O’Connell, 1980; Green y Herget, 1991). En entrevistas abiertas-cerradas, las parejas indicaron que, entre otras cosas, la sensación de seguridad y la creencia en la imparcialidad del terapeuta eran condiciones previas para el cambio (Christensen y otros, 1998). En la terapia

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sistémica de Milán, las evaluaciones que realizaron los supervisores acerca de la empatía del terapeuta estuvieron significativamente asociadas con la mejora informada por el cliente en evaluaciones de seguimiento a un mes y tres años (Green y Herget 1991), un hallazgo fascinante, dado que los terapeutas sistémicos valoran la neutralidad y la técnica por encima de la empatía y otros factores de las relaciones.

Con respecto a la alianza, se han observado correlacionales positivas entre

ésta y la retención de tratamiento o entre ésta y el resultado en la terapia familiar multidimensional de adolescentes con problemas de abuso de sustancias (Shelef, Diamond, Diamond y Liddle), en el tratamiento grupal de parejas en casos de abusos del cónyuge (Brown y O’Leary, 2000), en un programa de formación grupal sobre habilidades conyugales (Bourgeois, Sabourin y Wright, 1990), en la terapia integradora centrada en el problema para parejas (Knobloch-Fedders, Pinsof y Mann, 2004), en la terapia familiar funcional para delincuentes jóvenes (Robbins, Turner, Alexander y Pérez, 2003), en la terapia de pareja centrada en las emociones (Johnson y Talitman, 1997), en la terapia familiar a domicilio (Johnson, Wright y Ketrign, 2002) y en la terapia de pareja “habitual” en la práctica privada (Symonds y Horvath, 2004). Sin embargo, la investigación en TFP con medidas sistémicas (CTAS/FTAS, WAI-Co o SOATIF-o) o con instrumentos desarrollados para la terapia individual, pero utilizados en el contexto familiar (por ejemplo, la investigación de Shelef y otros con las escalas WAI y Vanderbilt), sugiere una compleja relación de la alianza entre cada cliente y el terapeuta y los resultados del tratamiento. Las alianzas divididas, comunes tanto en la terapia familiar como en la de pareja (Heatherington y Friedlander, 1990), sólo explican una parte de la historia. Shelef y otros, por ejemplo, hallaron que el grado en que los adolescentes pudieron superar el abuso de marihuana estuvo parcialmente relacionado con una interacción entre las alianzas de éstos con el terapeuta y la alianza de los padres. En otro estudio reciente, Symonds y Horvath hallaron que cuando los componentes de la pareja coincidieron acerca de la fortaleza de la alianza de los padres. En otro estudio reciente, Symonds y Horvath hallaron que cuando los componentes de la pareja coincidieron acerca de la fortaleza de la alianza, la relación alianza-resultado se hizo mucho más sólida que cuando se hallaron en desacuerdo, independientemente de la calidad absoluta de la alianza. Los autores sugieren que la alianza de una pareja con el terapeuta está afectada por la “lealtad” actual e histórica entre los miembros de la pareja, lo que el SOATIF llama el Sentido de compartir el propósito que tiene la pareja.

Hasta la fecha, gran parte de la investigación sobre parejas ha tratado sobre

la satisfacción conyugal como única variable para predecir el resultado. Sin embargo, un estudio sobre terapia integradora centrada en el problema (Knobloch-Fedders y otros, 2004), incluyó como variables los progresos individuales informados por los clientes sobre el bienestar, síntomas y funcionamiento, así como también sobre satisfacción conyugal. Ambos conjuntos de variables se evaluaron a mitad del tratamiento. Los clientes que no abandonaron el tratamiento obtuvieron puntuaciones más altas en la alianza durante la primera sesión que aquellos que lo dejaron pronto. Sin embargo, los autores advierten que, en el caso de algunas parejas, la finalización del tratamiento se pudo deber a la consecución de las metas de la terapia, más

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que aun abandono prematuro. Además, las puntuaciones combinadas de la alianza (sesión 1+ sesión 8) fueron predictivas de mejoría en el sufrimiento del matrimonio, en mayor medida para las esposas que para los esposos. Cuando las puntuaciones de los hombres acerca de la alianza en la sesión 8 fueron superiores a las de las mujeres, se redujo considerablemente el sufrimiento conyugal. Además, las puntuaciones de las mujeres sobre la alianza de pareja estuvieron significativamente correlacionadas con la respuesta al tratamiento evaluada en la sesión 8, aunque no su propia alianza con el terapeuta (en el capítulo 8 se tratan con mas detenimiento las cuestiones de género).

Como hemos comentado anteriormente, el elemento distintivo de la TFP es

el desarrollo simultáneo y sistemático de alianzas múltiples. Las cuestiones conceptuales son también elementos de medición: cómo combinar (y si hay que combinarlos o no) los autoinformes de los miembros de la familia acerca de la alianza; cómo interpretar y analizar las alianzas divididas y si hay que valorar o no las alianzas de algunos miembros de la familia como más importantes que otras. Como bien saben los terapeutas experimentados, la adolescente enfadada que tiene “en vilo” a sus padres puede hacer descarrilar el tratamiento si el terapeuta es incapaz de conectar con ella desde el principio. De manera similar, un miembro de la pareja que no valora la posibilidad de mejorar las habilidades de comunicación puede hacer que la terapia de la pareja se estanque, a pesar de que el otro miembro tenga muchas ganas de seguir las sugerencias del terapeuta de la primera a la última.

Dos estudios destacan los efectos perjudiciales de la alianza dividida. En la

investigación sobre familias con las que se obtuvieron buenos/pobres resultados (Bennun, 1990), la percepción de las madres y los padres acerca de la consideración positiva del terapeuta, actividad/directividad y competencia/experiencia, difirieron más en los casos en que se obtuvieron peores resultados, en comparación con los casos en que los resultados fueron mejores. En un estudio de terapia familiar funcional para adolescentes con problemas de conducta (Robbins y otros , 2003), las alianzas individuales (esto es, el progenitor con el terapeuta o el adolescente con el terapeuta) evaluadas por el observador no fueron predictivas de la retención en el tratamiento. De hecho, cuando más estrecha fue la alianza de los progenitores con el terapeuta, mayor fue el riesgo de abandono del tratamiento, especialmente cuando la alianza del padre con el terapeuta fue mayor que la del adolescente. A partir de la interpretación de estos resultados, los autores sugirieron que los “terapeutas que se enfrentan al abandono del tratamiento pueden haber validado inadvertidamente la negatividad parental acerca del adolescente, sin responder de forma adecuada a las necesidades o preocupaciones de este último” (pág. 541), y haber contribuido así a crear, en general un clima negativo.

Un estudio sobre terapia conjunta a domicilio (Johnson y otros, 2002)

subrayó la importancia que tiene para la clínica y la investigación comprender la percepción que tiene cada cliente de la alianza familia-terapeuta. La relación alianza-resultado varió ampliamente en función de la percepción de las madres, los padres o los adolescentes. Además, en los autoinformes de la FTAS (Pinsof y Catherall, 1986), las tareas (para las madres y los adolescentes) y las metas

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(para los padres) –no los lazos emocionales- fueron los que predijeron los resultados del tratamiento. Los autores explican que los clientes tienen dificultades para evaluar la conexión emocional de los otros miembros de la familia con el terapeuta, es decir, la subescala de la alianza en función del lazo emocional de los otros. En cambio, observar los acuerdos de los otros acerca de las metas y las tareas terapéuticas es probablemente una tarea bastante más fácil para muchos clientes.

Es evidente que las alianzas múltiples e indirectas que caracterizan el

contexto de la terapia familiar pueden funcionar de manera fortuita. Establecer alianzas familiares sólidas y hacer progresos con una familia en la que algunos de sus miembros son delincuentes juveniles puede tener importantes efectos de reverberación, tales como un drástico descenso en el número de hermanos menores que se convierten en delincuentes (Klein, Alexander y Parsons, 1977). La familia al completo se beneficiará de alianzas terapéuticas sólidas con uno de los progenitores. Por ejemplo, en un amplio programa de prevención de las agresiones infantiles (Hanish y Tolan, 2001), las alianzas sólidas progenitor-agente de supervisión, y las mejoras en las alianzas a lo largo del tiempo, fueron predictivas de mejoras en las habilidades parentales.

No son únicamente las muestras amplias y los estudios cuantitativos los que

apoyan la importancia de la alianza para la continuidad del tratamiento y los resultados en la TFP, sino que también lo hacen los estudios cualitativos, intensivos, acerca de las experiencias de los clientes. Además, los estudios cualitativos destacan aspectos de la alianza que son de especial importancia para los clientes. En un estudio de parejas de Christensen y otros (1998), se pidió a los clientes que reflexionasen sobre el tratamiento, las intervenciones del terapeuta y los “puntos decisivos” que facilitaron el cambio. La percepción de los clientes arrojó cinco factores contextuales comunes. Uno de estos factores fue la imparcialidad, que los clientes describieron como la comprensión por parte del terapeuta del punto de vista de ambos miembros de la pareja y no ponerse de parte de uno de ellos. Otro factor fue la seguridad. Los clientes comentaron, por ejemplo: “(El terapeuta) hace que sea seguro para nosotros decirnos cosas el uno al otro, y a él”, “Me siento seguro/a con ella… no es enrevesada… se pone a nuestro nivel y no nos abruma con palabras técnicas”. La seguridad también desempeñó un papel fundamental en las discusiones de los clientes sobre las alianzas posteriores a la sesión, como se pone de manifiesto en un estudio cualitativo reciente llevado a cabo con cuatro familia españolas (Beck, 2003). Además, los peores resultados se dieron en dos familias en las que su evaluación de la seguridad con el SOATIF-o fue muy negativa al principio del tratamiento.

Lo que revelaron los clientes de una muestra diferente de TFP aportó

también bastante información (Kuehl, Newfield y Joanning, 1990). Éstos reconocieron que realmente no sabían qué esperar durante la primera sesión. Se “desanimaron” cuando tuvieron que rellenar un montón de impresos y hablar con el recepcionista en lugar de hacerlo con el terapeuta. En las fases inicial a medida de la terapia, los clientes a menudo se sienten estancados e impacientes por la falta de progresos y tentados a abandonar el tratamiento si a ellos (o a otros miembros de la familia) se les malinterpreta o “se mosquean”

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con el terapeuta. Algunos adolescentes se sienten “asustados” y no abren la boca, en parte para averiguar cómo evitar que les pongan en aprietos. Y si tienen la sensación de que el terapeuta está interesado en ellos como personas, es menos probable que se abran y sean sinceros (págs.. 314-316).

En suma, la evidencia empírica acerca de que el estatus de la alianza como

“factor común” en la terapia individual se extiende también a la TFP es sólida (Sprenkle y Blow, 2004). Sin embargo, sabemos menos acerca de la cuestión que más preocupa a los profesionales: ¿qué hace que las alianzas con las parejas y las familias sean buenas? (Alexander, Robbins y Sexton, 2000).

Los estudios de procesos que abordan esta cuestión en la TFP son escasos,

pero aportan mucha información; éste es el caso, por ejemplo, de los que se centran en la resolución de situaciones de punto muerto relacionadas (en términos del SOATIF) con un Sentido de compartir el propósito (Diamond y Liddle, 1996). Cuando se encuentran atascados en interacciones negativas, conflictivas, los clientes se sienten impotentes. Insatisfechos con el tratamiento, se corre el riesgo de que lo abandonen a la primera de cambio (Friedlander, Wildman y otros, 1994; Shields, Sprenkle y Constantine, 1991). Diamond y Liddle realizaron una comparación intensiva de situaciones de punto muerto resueltas/no resueltas con una muestra pequeña en terapia familiar multidimensional. Los resultados sugieren que los delincuentes juveniles se involucran y cooperan más cuando los padres superan la fase de intentar controlarlos y comprenderlos. En concreto, el terapeuta empieza por bloquear la actitud culpabilizadora y la sensación de impotencia de los padres diciéndoles: “Se deben sentir decepcionados al ver que no se llevan bien con sus hijos”. Y también les dice a los adolescentes: “¿Sabes que tu madre te echa de menos? (págs.. 483-484). Estas cuestiones hacen surgir el pesar que todos sienten. Cuando el adolescente expresa dudas el terapeuta evita que los padres respondan a la defensiva y se centra en la incredulidad y en los sentimientos del adolescente acerca de la “añoranza” de los padres. La cuestión es intentar

revivir la parte del adolescente que todavía desea una relación con su progenitor o progenitora. Esto coloca a los clientes en una posición más vulnerable y les lleva a centrarse en la relación y no en el control. “¿Sabe por qué su hijo está tan enfadado”, “Le gustaría saberlo?” (págs.. 484-485). Al escuchar con empatía y sin culpabilizar, el terapeuta espera que la

postura de los padres, al ver al adolescente más vulnerable y menos negativo, se suavice, y que eso lleve a un diálogo más productivo en el seno de la familia y a una mayor cooperación en la terapia.

La investigación sobre procesos en terapia familiar basada en el apego

(Diamond, Siqueland y Diamond, 2003) con adolescentes deprimidos también subraya la importancia de alianzas equilibradas con los adolescentes y con los padres. Los terapeutas que obtienen resultados dan importancia a los intereses y a los puntos fuertes del adolescente, y definen las metas de la terapia que son importantes para este último, a la vez que entienden las dificultades de los padres para criar a un hijo que está deprimido. Al volver a enfocar el problema

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y pasar de la crítica a orientarlos en habilidades de escucha, el terapeuta se alinea con los padres, fortaleciendo eventualmente las relaciones intrafamilia. En este modelo de tratamiento, las dimensiones de la alianza del SOATIF: el Enganche, “¿se involucrará el adolescente en el tratamiento?”, la Seguridad, “¿se siente el adolescente lo bastante seguro como para mostrar su vulnerabilidad)”, la Conexión emocional con el terapeuta, “¿confían los padres en que los terapeutas no les culparán?”; y el Sentido de compartir el propósito de la familia, “¿pueden los miembros de la familia trabajar juntos de manera productiva?”, todas ellas esenciales, se ven reforzadas por las intervenciones de “volver a unir” del terapeuta. Este tipo de investigaciones van directamente al núcleo de lo que más preocupa a los profesionales.

Conclusión

A pesar de los muchos cambios en la conceptualización y la operacionalización de la alianza terapéutica, destacan notables consistencias. La alianza es la colaboración mutua del terapeuta y el cliente (o clientes) en cuanto a compartir las metas y las tareas de la terapia. Pero no es meramente un contrato conductual: la alianza también tiene un fuerte componente emocional. La investigación apunta a que cuando se evalúa la alianza al principio de la terapia –es especial mediante la observación y desde la perspectiva del cliente-, tiene solidez para predecir el éxito en el tratamiento en las diversas modalidades terapéuticas. Aunque hay preguntas sin respuesta acerca de la causalidad, existen buenas razones para creer que una solidad alianza es en parte responsable de los resultados favorables en el tratamiento.

Cuando se trata de la TFP la visión es mucho más complicada, al igual que lo es en relación con otros muchos factores que influyen en la traslación del contexto terapéutico individual al conjunto. Es necesario considerar la alianza que establece cada persona, y también la que establece la familia o pareja con el terapeuta y en el seno de la pareja o unidad familiar, conceptual, metodología y clínicamente. Al desarrollar el SOATIF con el interés de avanzar en los conocimientos hacia el terapeuta, sino también dos características únicas e interrelacionadas: el grado en que los clientes se sienten seguros en el trabajo terapéutico con otros miembros de la familia, y el grado en que los miembros de la familia coinciden entre sí acerca de la necesidad, del propósito, de las metas y del valor del tratamiento conjunto.

En el capítulo 2 describimos el desarrollo y la base conceptual del SOATIF,

presentamos SOATIF-o y el SOATIF-s, y sentamos las bases para los siguientes capítulos, centrados en la clínica.