la copa negra

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La copa negra H.A.A

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Novela policial

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La copa negra

H.A.A

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Buenos Aires, Lunes 2 de abril de 2007

El himno nacional argentino resonó en Plaza de Mayo y un grupo de ex combatientes malvinenses entonaron las estrofas con gran devoción. En una esquina se hallaba Santiago Maradiaga sentado en un banco de cemento. Había decidido salir a caminar en su día de descanso y mostraba en su rostro marcadas ojeras, huellas de una noche de desvelo como era rutina desde hace más de cuarenta años. Una profunda amargura carcomía su interior y también un miedo atroz.

Había decidido regresar a Buenos Aires y se hospedaba momentáneamente en un hotel de la Capital en la calle Sarmiento. Pensaba encontrar un trabajo mejor pago y alquilar un apartamento más amplio y mejor condicionado. Como no tenía familia alguna, era artífice de su destino y podía tomar riesgos. Eso era algo que le gustaba.

Mientras se encontraba en la esquina de la plaza que daba a Rivadavia y Sáenz Peña, meditaba todo lo que debía hacer en la semana. Estaba considerando seriamente abandonar su empleo. Era una joven empresa de telecomunicaciones sobre la avenida Corrientes, y sabía que igualmente contaba con buenos ahorros en una cuenta de banco española. Metió su mano en el bolsillo y sacó un cigarrillo. Lo encendió y exhaló una profunda bocanada que nubló su visión. La bandera nacional ya se hallaba en lo alto del mástil y la gente se dispersaba hacia las calles aledañas.

–Disculpe, ¿me da fuego? –preguntó un hombre de estatura prominente. Santiago lo miró hacia el rostro pero inmediatamente sus ojos se desviaron al torso. El sujeto tenía una campera camuflada y le faltaba el brazo derecho. Sacó el encendedor y se lo entregó –gracias… ¿usted ha estado en la guerra?

–No –respondió Santiago mirando nuevamente hacia la plaza –me encontraba en España.

–Tuvo suerte –dijo devolviendo el encendedor y señalando su muñón –Adiós.

Santiago se desvió hacia la Avenida Sáenz Peña y caminó lentamente entre los transeúntes. A pesar de sus cincuenta y cinco años y su insomnio, todavía se encontraba en esplendida forma y su rostro poseía unos ojos marrones con un brillo intenso. Llegó a la Avenida 9 de Julio, y esperó con paciencia el permiso para cruzar. Inevitablemente tuvo que esperar otro rato al llegar a la mitad de camino. La avenida era enorme y no la recordaba tan ancha, mucho menos con tanto tránsito. La ciudad avanzaba hacia una metrópoli moderna, pero advirtió que tenía serios problemas viales. Cuando llegó al otro lado, caminó por Corrientes hasta la calle Montevideo. Dobló a la izquierda y continuó hasta Sarmiento.

Estaba cansado y había decidido intentar dormir unas horas. Sacó la llave mientras observaba una intensa actividad en el Paseo la Plaza. Subió al ascensor y marcó el octavo piso. Abrió la puerta y dejó el abrigo en la silla de la computadora. El piso de madera lustrada se hallaba cubierto de ropa. En el pequeño sofá reposaba una vieja caja de pizza y varios vasos de vidrio descansaban en la pequeña mesita de luz. Desde el rincón opuesto del monoambiente resonó el teléfono. Atendió sin pronunciar palabra. No estaba de humor y le pesaban los párpados terriblemente.

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–¿Santiago Maradiaga? –preguntó una voz ronca.

–Si –respondió. El sujeto había colgado y el rostro de Santiago palideció mortecino. Encendió un cigarrillo y se sentó en una silla.

Un viejo temor regresó a su alma golpeando fuertemente el corazón.

Debía irse.

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El feriado había extendido el fin de semana de Noelia. El sol estaba en su punto más alto a horas del medio día, y se encontraba bebiendo café con su madre en la galería de la casa ubicada en la ciudad de La Plata. Escuchaba atentamente el sonido de los pájaros y sentía la suave brisa que corría desde el sur.

Noelia tenía veinte años, y terminado el colegio secundario había comenzado a estudiar abogacía. Nunca se imaginó que terminaría leyendo libros llenos de artículos, mandatos y leyes en una lúgubre biblioteca de la universidad. Desde pequeña pintaba cuadros con acrílico, grafito y todo tipo de acuarelas. Su deseo era estudiar arte. Pero su padre la había obligado a meterse en una carrera que poco tenía de interesante para su mente soñadora y su imaginación sin fronteras. ¿Qué podía hacer su padre si dejaba la carrera que tanto aborrecía? ¿Su madre la apoyaría? No estaba segura. Sus recuerdos de la infancia ya rememoraban el fuerte y violento carácter de Leopoldo Grey. Su madre siempre estaba sometida a las directivas de Leopoldo, y tenía un miedo profundo que transformó su vida en un tortuoso camino de infelicidad.

Las sillas de hierro forjado tenían gruesos almohadones, y la mesa de mármol contenía una bandeja llena de galletas caseras. Como era una familia adinerada, la señora María de los Ángeles no debía cocinar ni limpiar. Una criada hacia todas las labores de la casa, y por órdenes de su marido, María debía educar a su única hija. La realidad –pensaba Noelia –era que nunca podría hacer lo que quisiese con su vida. Su padre ansiaba tener un hijo varón que lleve el apellido de la familia, y ante la sorpresa de tener una hija y luego no poder concebir otro bebé, lo llevó a dominar la vida de Noelia para que continúe con su vida política; su madre, vivía en una tristeza insuperable a causa de un marido abominable. ¿Podría escapar de casa? No sin consecuencias desastrosas. Noelia sabía que lo único que hacia feliz a su madre era su presencia y acompañamiento. Lamentablemente estaría confinada a una vida de amarguras que parecía haberse estancado en los años treinta.

–Mamá –dijo Noelia mientras dejaba el pocillo vacío en la bandeja –quiero preguntarte algo. María dejó de tejer y se acomodó en la silla mostrando una hermosa sonrisa que contrastaba con la angustia de sus ojos.

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–¿Qué pensarías si dejo la carrera de abogacía? –preguntó en voz baja. Movía las manos constantemente, signos de una avasalladora tensión nerviosa, y miraba a sus costados por temor a encontrarse con su padre.

–Hija mía –dijo María –sabes que a tu padre lo destrozaría. Además, en el futuro Leopoldo te ubicará en un buen puesto de trabajo.

–¡Detesto la política! –dijo Noelia interrumpiendo a su madre y elevando la voz –nunca me ha gustado –controló sus nervios y habló suavemente. Ahora su rostro exhibía felicidad y pasión incontenible – ¡lo que realmente deseo es pintar… es ser artista!

–Noelia, no encontraras un futuro en el arte –María acercó la silla a la mesa y se estiró hacia su hija tomándole la mano izquierda –aparte tu padre nunca lo permitiría, sabes como se pone cuando le llevamos la contra –dijo en voz baja.

–¡Me hartó mi padre! –gritó –¡y también me harta tu subordinación!

Noelia se levantó de su silla y caminó hasta puerta de la cocina. La enorme casona tenía cuatro habitaciones, cinco baños, y un enorme comedor. Lo mas probable, era que su padre no haya escuchado la discusión del patio trasero, pero igualmente la adrenalina por la pelea disminuía y nacía un miedo que aborrecía. Caminó lentamente por el pasillo que comunicaba con las habitaciones de planta baja, intentando calmar su miedo y pensando en que su madre estaría muy angustiada. Al fin y al cabo, era una pobre mujer, infeliz por el monstruo de su padre.

De repente, chocó contra un joven que salía del baño y dio un salto al costado por el asombro.

Mientras disfrutaba del sol en la galería, había ingresado un plomero para hacer algunos arreglos en la casa.

–Disculpe señorita –balbuceó el trabajador. Súbitamente sus ojos estaban iluminados por la infinita belleza de la muchacha que lo había impactado en el pasillo. Tenía una cabellera ondulada y de color negro, con una delicada tez blanca que parecía la piel de un recién nacido. Poseía una estatura media, ojos oscuros y un rostro angelical. Evidentemente era mayor de edad, y tenía un cuerpo perfecto. La cintura era muy pequeña, y tenía una línea agraciada que comenzaba en sus firmes pechos y terminaba en unas esbeltas piernas. Noelia se percató del pensamiento del joven, y sintió que debía escapar de la embarazosa situación.

–Lo siento –dijo sonrojada –estaba pensando en cualquier cosa y no lo vi salir del baño. Esquivó al sujeto y pasó por la puerta del living comedor.

En los sillones se hallaba su padre y dos sujetos que lo acompañaban cotidianamente. A su derecha estaba Alberto Gallardo, jefe de seguridad que custodiaba a todas horas al diputado. Federico Alves, el secretario personal de Leopoldo, estaba alejado, fumando y observando su teléfono celular.

Noelia sintió tranquilidad al saber que no había escuchado la discusión con su madre, y decidió ir a descansar antes del almuerzo. Leopoldo estaba con unas hojas en la mano, y varias fotografías de un hombre de unos cincuenta años, de rostro duro y ojos marrones desafiantes. Levantó la vista hacia su hija mientras el agente Gallardo –como le decían –terminaba de marcar un número en el teléfono. A ella, siempre le había parecido un hombre tenebroso. Tenía un semblante oscuro, como si llevara un peso gigante en su interior que lo soportaba con placer. Sin dudas, aquellos eran ojos con maldad. Y si algo le decía su madre desde pequeña, era que “Noelia sabe

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como es la gente con solo verle una vez”. Ella no lo dudaba, era como un sexto sentido. Lamentablemente, lo había corroborado con su propio padre. Con angustia, siempre llegaba a la conclusión de que lo odiaba.

Al ver a Noelia, Leopoldo le ordenó con un ademán que se retire. Mientras se alejaba del umbral de la puerta lo único que pudo escuchar fue: “¿Santiago Madariaga?”.

Segundos después Alberto cortó la comunicación.

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Santiago corrió al ropero que había instalado apenas una semana atrás. Tomó una gran maleta negra con ruedas en su parte inferior, la subió a la cama, y la llenó de ropa sin doblar. No podía creer lo que estaba sucediendo. Otra vez debía escapar. Fugarse a otro país para ocultarse de la sombra del pasado. Pensó que realmente necesitaba un baño. Fue hacia la puerta de entrada y la cerró con llave.

¡No puede ser que en menos de un mes se hayan enterado que vivo en Argentina nuevamente! –pensaba. Evidentemente los grupos paramilitares de antaño seguían teniendo focos activos. Miró hacia el gran jarrón que descansaba en el pasillo. Caminó lentamente y metió su mano dentro. Sacó una pistola nueve milímetros sin marcar que había conseguido por medio de un viejo contacto. Con la proliferación del mercado de armas en Buenos Aires, no era difícil obtener una pistola sin identificación.

Llevó el arma al baño y se miró en el espejo. Había cambiado mucho con el paso de los años. Estaba cansado. Cansado de huir.

La ducha lo relajó un poco y sintió la necesidad de recostarse por una hora. No creía tener un peligro inminente, pues el llamado era para investigar su paradero, lo que no indicaba que si dicho llamado era de sus viejos enemigos, ellos acudirían inmediatamente a su búsqueda. Simplemente se recostó en el sofá para descansar los ojos, envuelto en un mar de pensamientos con un fuerte sabor a desconfianza y temor. La vida lo ubicaba nuevamente en la necesidad de abandonar su país. Brotaba de su interior un odio descomunal, sin embargo, era más imponente su sentido de supervivencia. Así se sumergió en un sueño intranquilo.

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Buenos Aires, Martes 3 de abril de 2007

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El sol ingresó en la habitación de Rodrigo. Primero abrió un ojo y miró el despertador. Las cinco y treinta de la mañana. Era temprano y tal vez podía quedarse un rato más en la cama, pero sabía que debía ayudar a su padre en el campo. Se incorporó de la cama en un salto, y se vistió con una vieja remera negra y los pantalones de trabajo que acostumbraba usar a diario, y descendió la escalera de madera.

Susana, ya había escuchado los pasos de su hijo en la escalera de pino. Aquella escalera que había usado su padre y su abuelo. Creía fervientemente que las infinitas capas de barniz sostenían la madera antigua y débil. Encendió la hornalla y puso a tostar tres hogazas de pan cortado finamente como gustaba a Rodrigo. Puso mermelada y manteca en la mesa, y dejó un mate amargo y bien caliente en el lugar que ocupaba su hijo desde pequeño.

Rodrigo llegó a la cocina y saludó a su madre con un beso en la mejilla y una sonrisa cariñosa. Era feliz. Tomó el mate y comenzó a untar el pan tostado con manteca fresca.

–¿Papá ya fue al campo? –pregunto con la tostada a medio centímetro de su boca.

Si, hace un rato nomás –respondió Susana mientras Rodrigo devoraba la tostada –mastica con la boca cerrada hijo.

Perdón –respondió sonriendo. A pesar de sus veintiún años era el único hijo y estaba bastante sobreprotegido –entonces me iré rápido a ayudarle. ¡Chau!

Rodrigo caminó hasta la caballeriza y montó a Paturuzú. Era un bello equino marrón con preciosas manchas blancas en sus patas, y además, cabalgaba como un rayo.

Dejó atrás la tranquera de la casa en un santiamén, y pudo distinguir a lo lejos la pequeña figura de su padre cabalgando hacia la zona de siembra junto a su perro Flucky. En el largo camino de tierra que daba a la ruta 86, observó que dos autos se acercaban. Seguramente eran los nuevos inquilinos del hostal que su madre, después de mucha insistencia, había inaugurado a unos pocos metros de la casa. Si bien eran habitaciones modestas, tenían la rusticidad que la gente buscaba cuando acudía a Daireaux. El pequeño poblado tenía un fuerte crecimiento pese a estar en el interior de Buenos Aires, y sus hermosos campos verdes y rojos atardeceres eran la perfecta combinación que buscaba el hombre de las grandes ciudades, especialmente de Capital Federal.

Finalmente alcanzó a su padre en la pequeña cerca que separaba el campo cultivado del utilizado para el pastoreo de las vacas. Fernando Olmos, era un hombre de entrada edad, con pelos blancos y ojos caídos y vidriosos. Muchas veces, Rodrigo se preocupaba por su salud, especialmente por su negativa de acudir a un médico. Aún así, el viejo concurría a sus campos para supervisar a los peones y ver las tierras minadas de girasol.

–Buen día hijo –balbuceó Fernando, intentando sostener su palillo de madera entre la comisura de la boca y su lengua.

–Buen día. Hoy te fuiste temprano –dijo Rodrigo cubriendo sus ojos con la mano derecha. El sol había salido completamente y tenía un fuerte tono anaranjado.

–Si –respondió –quiero ayudar a tu madre con los nuevos huéspedes en la tarde. Almorzaré con los peones. Vos seguí trabajando con tus guitarras.

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Rodrigo era muy hábil con la madera, y en su pequeña estadía en Buenos Aires había aprendido el oficio de la lutheria. Su maestro construía guitarras clásicas de primera calidad y exportaba sus instrumentos a todo el mundo. Aquello, había maravillado a Rodrigo, quien inmediatamente abandonó sus estudios en el Gran Buenos Aires y compró algunas maquinarias básicas para el trabajo. Un pequeño galpón cerca de la hostería era su hábitat cotidiano.

Luego de saludar a su padre y a varios trabajadores, cabalgó hasta el taller con una sonrisa de mejilla a mejilla. Amaba su trabajo, especialmente el olor de la madera y su maleabilidad para tomar cualquier forma que un formón o gubia permitiese tallar. El trabajo del luthier o laudero, como lo llaman en España, era una pasión llena de sonidos, olores, texturas y colores. Y la fascinación de ver una guitarra terminada, era la satisfacción más grande que había sentido en un oficio.

Abrió la puerta de cedro pintada de verde. Tenía pequeños ventanales de vidrio y el taller estaba iluminado. Levantó las persianas de la enorme ventana que daba al oeste, y el sol cubrió sus amadas guitarras. Las dos rosetas que estaba construyendo meticulosamente estaban casi finalizadas, y sobre la mesa de trabajo reposaba la tapa de su próxima guitarra. El pino abeto alemán mostraba orgulloso sus perfectas vetas paralelas. Ya había lijado ambas caras de las dos tablas encoladas logrando el espesor deseado, y había realizado el calado con la fresadora de mano donde se ubicaría la roseta. Encoló la misma y realizó el fresado de la boca de la guitarra. Ahora debía doblar los aros de la guitarra. Las fajas laterales que tomarían la forma de una mujer, debían ser dobladas en caliente. Tomó las dos fajas de madera y las sumergió en agua. Mientras aquellas absorbían el líquido, tomó un tubo de aluminio de unos veinte centímetros de largo y unos tres centímetros de radio, y lo sujetó a la mesa con un sargento de forma horizontal. En el orificio de entrada del tubo, metió un pequeño alambre que sostenía una tapa metálica común en botellas de licor. En su interior había un pequeño puñado de estopa embebido en alcohol. Lo encendió y dejó que el aluminio caliente lo suficiente. Tomó una de las fajas de madera y la apoyo en el tubo. Lentamente dobló la fina madera adquiriendo la forma deseada. Primero la cintura y luego las dos curvaturas. La grande que simula las caderas de la mujer, y la más pequeña que representa los pechos. Después de media hora tuvo las dos piezas que conformarían el armazón de la guitarra. La puerta se abrió.

–Rodrigo –dijo su madre asomando la cabeza dentro del taller –vamos a almorzar.

Se dirigió a la cocina y preparó la mesa. Susana dejó una fuente con fideos, y sirvió los platos. Mientras Rodrigo comía y hablaba con su madre, observaba a través de la ventana como los nuevos inquilinos bajaban los últimos bolsos y víveres de los automóviles. Eran dos familias que se hospedarían una semana en Daireaux para alejarse del bullicio de la gran ciudad.

Terminado el almuerzo, ayudó a su padre en el gran quincho que habían construido el año pasado. Harían una parrillada para los citadinos con carne de su propio campo como bienvenida. Mientras prendían el fuego, observaron dos luces que se acercaban por el camino. Una vieja camioneta arribó en el parque.

A Rodrigo se le iluminó el rostro.

Una joven hermosa descendió del vehículo.

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La noche del lunes fue un infierno. Leopoldo, por alguna razón que su familia desconocía, estaba con un humor horrible. Lo único que hizo fue gritar y maltratar a su madre. Incluso había llegado a golpearla con la palma de la mano abierta. El rostro magullado de María, logró encender la furia de Noelia. Luego de u insulto, escapó hacia su cuarto. Y cuando la luna surcó la inmensidad del cielo, Noelia decidió escapar.

Ella no lo sabía, pero no sería la primera vez que escaparía de su padre. Tomó una hoja en blanco y escribió una carta a su madre, diciendo que lamentaba abandonarla, pero no quería tener una vida desdichada como la suya. Aclaró que por un tiempo no se comunicaría con ella, pero que algún día tendría sus noticias.

Dejó la carta en la pequeña mesa de luz, y abrió la ventana. A un metro y medio de la misma, posó su pie izquierdo en el tejado del porche. El automóvil gris de Alberto estaba estacionado en la puerta, pero no el de Federico, que era azul. Debía asegurarse de no despertar la sospecha del guardaespaldas. Espero en cuclillas, oculta por la oscuridad, y en quince minutos no observó pasar a ninguno de los hombres de confianza de su padre. Bajó del techo, gracias a las columnas cuadradas de madera, y se deslizó hasta la reja. Lentamente metió la llave y abrió la reja. Al salir de la casa, sintió un enorme alivio, como quien lleva una carga pesada por un camino largo y le dan la orden para descansar. Pero también tenía miedo.

Comenzó a caminar hacia el centro de la ciudad de La Plata, y se aseguró de tener la faja de dinero que había ahorrado hace años para un viaje a la Patagonia. A dos cuadras de la casa, encontró un taxi. Lo detuvo y se dirigió sin pensarlo hacia la estación de ómnibus.

–¿Qué desea señorita? –preguntó una joven en la ventanilla de una empresa de viajes.

–No tengo un rumbo fijo –dijo Noelia. La vendedora de boletos la miró con intriga, sin saber que decir a un comentario que, en realidad, se asemejaba a un pensamiento – ¿a dónde se dirige el próximo ómnibus? –preguntó al fin.

–El próximo ómnibus viene de Retiro, Capital federal, y tiene como destino la ciudad de Azul –respondió.

–De acuerdo –dijo Noelia sacando la billetera.

Luego de abonar el pasaje, esperó en un banco de madera en la playa de la estación. Vestía unos jeans azules y una remera ajustada. Había poca gente a las cuatro de la mañana, y los escasos hombres que ingresaban a la boletería observaban la belleza de Noelia, también sorprendidos por estar sola a esas horas de la madrugada.

El ómnibus llegó a las cinco y media, cuando despuntaba el sol sobre los edificios altos de la plata. En lo lejos, Noelia miró continuamente la torre de la catedral revestida de ladrillos, y rezó las hora de espera. Tenía miedo, sabía que su padre la buscaría y no sería nada comprensivo si la encontraba. Por el contrario, la golpearía y no la dejaría salir nunca de la casa.

Entregó el boleto al chofer, que lo marcó con una lapicera, y luego dejó su valija en el depósito del ómnibus.

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Alberto hizo su recorrida habitual por la casa. Hace años que trabajaba para Leopoldo, desde que había comenzado su carrera política en la década del 70´.

Caminaba por el parque de la casa, en medio del silencio que era interrumpido por el canto de los grillos y otros insectos. Prendió un cigarrillo y bebió un poco de café. Miraba continuamente su reloj. Eran las cuatro de la mañana. Exhaló una pitada y notó que su celular vibraba.

–¿Alguna novedad? –preguntó, luego de ver en el visor del teléfono el nombre de Federico Alves.

–El tipo no escapó –respondió Federico –recién ahora prendió la luz del dormitorio. Resulta raro que halla dormido –comentó riendo.

–Cuando salga –ordenó Alberto –debes seguirlo, aunque recorras toda la puta Capital Federal. Si a Leopoldo se le escapa otra vez, nos va a pegar un tiro a los dos. Que no se te escape.

Cortó sin esperar respuesta, y entró sigilosamente en la cocina de la casa. Debía hacer la recorrida de la casa antes de conducir hasta la Capital para ayudar a Federico. Si tenían suerte, en unas pocas horas moriría el sujeto que tanto aborrecía su jefe.

Caminó por el pasillo, observando la calma del comedor y la oficina. Subió la escalera lentamente. La puerta derecha estaba cerrada. Allí dormía el jefe. La puerta izquierda estaba abierta y el cuarto de baño con la luz apagada. Caminó hasta el final del pasillo superior, y apoyó el oído en la puerta de Noelia. No había ruido alguno.

Seguramente estará dormida, cubierta solamente con un fino camisón seda –pensaba –y si tengo suerte, se habrá corrido la sábana y observaré esas hermosas piernas y sus pechos firmes.

Giró la perilla de la puerta lentamente, con una gran erección en sus pantalones. La habitación estaba oscura, y apenas ingresaba una tenue luz de la luna llena. Se acercó hasta la cama, y observó la silueta mullida.

¡No está! –pensó Alberto, temeroso de que se encuentre en otra habitación y lo pille en su cuarto. Salió rápidamente del cuarto, y caminó disimuladamente hasta el cuarto de baño. Prendió la luz, y se aseguró de que no estaba allí. El piso inferior ya lo había revisado, pero lo recorrió nuevamente para asegurarse. Noelia no estaba. Subió corriendo la escalera y golpeó la puerta de Leopoldo.

–¿Qué carajo pasa? –preguntó Leopoldo, ajustándose el cinto de la bata.

–Señor –dijo Alberto temeroso –la señorita Noelia no está en la casa.

–¡¿Qué?! –gritó el padre –igual que la madre. Revisemos su cuarto.

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Ambos se dirigieron a la habitación de Noelia, y descubrieron la carta sobre la mesa de luz. Leopoldo la leyó velozmente, a pesar de no tener anteojos.

–La puta madre –dijo –se escapó por la pelea de anoche –Siguió leyendo, moviendo los labios y susurrando las palabras que leía – ¿arte? No se que tienen los pibes en la cabeza.

–¿Qué hacemos señor? –preguntó Alberto.

–¡Salí con el auto idiota! –gritó –recorre las cuadras aledañas y las del centro. Y también preguntá en la estación de ómnibus. Si piensa huir lejos, seguramente es en micro.

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Federico observó la ventana de Santiago Madariaga. Su colega, un policía bonaerense retirado, había comprado café y le entregó uno a él.

Tomó un poco y encendió un cigarrillo. Miró nuevamente hacia arriba, y vio una sombra que iba de lado a lado.

–Creo que está por salir –dijo al acompañante.

El sol estaba despuntando, y hace una hora se había prendido la luz de la habitación. Al llegar la luz del día, ésta se apago, y al poco tiempo, apareció Santiago en la vereda. Inmediatamente, tomó un taxi y comenzaron a seguirlo. El automóvil amarillo no se detuvo hasta quince minutos después de haber arrancado. Santiago bajó del auto unos cinco minutos, y luego, misteriosamente, cambio de rumbo.

–¿Otra vez hacia el centro? –preguntó Federico –esto es extraño. No va a tomar un taxi y viajar quince minutos, para comprar algo en un quiosco. Síguelo –ordenó.

Luego de un rato, llegaron a un edificio del centro. Santiago se encontró con un policía, e ingresaron a un apartamento.

–Esto complica las cosas –comentó el policía retirado al ver un uniformado.

–No complica nada –dijo Federico –debe ser cadáver, con o sin policía, sino el cadáver voy a ser yo.

Federico encendió un cigarrillo, y tomó el celular. Marcó el número de Alberto.

–¿Qué pasa? –preguntó con su voz ronca.

–El tipo entró a un edificio –dijo Federico –acompañado de un policía.

–¿Te vio? –preguntó Alberto.

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–Creo que no –respondió Federico –igualmente lo voy a matar.

–Seguramente se dio cuenta que lo seguías –dijo – ¿me imagino que no llevaras al estúpido de Juan Rodríguez como chofer?

–Si –dijo

–¡No pensé que eras tan incompetente! –dijo Alberto exaltado –ese tipo sigue a los autos a un metro de distancia, es el peor conductor que contratamos, y habíamos decidido no verle mas el rostro. Por eso se avivó Madariaga –hizo un silencio –a mi no me importa, debes matarlo como sea. Yo no puedo ir hacia allá, la hija del viejo se escapó y no me dí cuenta. Esta enojado como nunca.

–No te preocupes –dijo Federico –vos soluciona tus problemas, que yo me encargo de los míos –colgó y tiró la colilla por la ventana – ¡idiota!

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Despertó sobresaltado por el silencio. Eran las cuatro de la mañana, y había dormido más de lo pensado. Pero aún tenía demasiada adrenalina en el torrente sanguíneo. La puerta estaba cerrada y en el pasillo del piso no volaba una mosca. Esperó una hora hasta que tímidamente salió el sol. Tomó la valija, su billetera y guardó la pistola en su cintura. El ascensor estaba vacío. Descendió hasta la planta baja. Por suerte nadie estaba allí, salvo el vigilante que apenas levantaba su mirada del televisor. Puso un pie en la vereda y observó a los lados. Cuando encontró un taxi estiró el brazo, cargó la valija al baúl y habló con el chofer.

–Al aeropuerto de Ezeiza, por favor –dijo.

–Bien –respondió el chofer.

Como el dueño del auto estaba fumando, Santiago prendió un cigarrillo y observó para atrás. Había un vehículo azul oscuro que los seguía de cerca. Pensó estar asustado e intentó planificar los próximos movimientos. Miró nuevamente hacia atrás, y el auto seguía allí a pesar de los minutos transcurridos. Incluso después de haber tomado intersecciones y curvas en varias ocasiones, el condenado auto lo estaba siguiendo.

–Deténgase, por favor. Necesito comprar una bebida en aquel negocio –solicitó Santiago.

–Abrió la puerta y descendió del auto con la mano en la cintura. Tenía la pistola cargada y sin seguro. El auto continuó media cuadra más y se detuvo. Su ritmo cardíaco se aceleró. Entró en el negocio y comenzó a marcar un número en su celular.

–Martín, me están siguiendo –dijo ante la mirada atónita del empleado del autoservicio –ayer me llamaron al departamento y luego de averiguar mi nombre cortaron la comunicación. Sabes que mis presentimientos no fallan. Y ahora que me voy al aeropuerto, me siguen de cerca con un auto azul… creo que son dos tipos.

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–¿Crees que es él? –preguntó Martín.

–Si.

Ven a mi casa, y vemos cómo los sacamos de encima. Por la ayuda que me haz brindado hace años, te lo debo –dijo Martín seriamente.

–Gracias, ya salgo para allá –respondió Santiago.

Apenas salió del negocio, subió al auto y ordenó al chofer dirigirse a la Avenida Independencia y Bolivia. Cuando el taxi retomó nuevamente hacia la Capital, el vehiculo azul arrancó y comenzó a seguirlo. Ahora, ya tenía la pistola en la mano fuera del rango de visión del chofer. Temía que los sicarios atacasen el auto en movimiento. En los quince minutos de viaje hasta la casa de Martín, el auto que lo perseguía se mantuvo a raya. Aquello, se debía a que pensaban que las intensiones de Santiago no eran de abandonar el país. Su decisión de no acudir directamente al aeropuerto fue acertada. Hubiese sido fusilado.

Llegó a la puerta del edificio, y Martín esperaba en las escaleras. Después de pagar al taxista, guardó la pistola y tomó la valija. Entró en la recepción junto a su compañero.

–¡Santiago! ¡Tanto tiempo! –gritó Martín. Todavía vestía su uniforme de policía. Hace rato había llegado de la jefatura y estaba desayunando con su esposa.

–¿Qué haremos? –pregunto Santiago nervioso.

–Nos quedaremos acá una hora –respondió –después iremos en mi auto hasta el aeropuerto, y procuraré ir con mi uniforme así dudarán antes de hacer algo estúpido.

–¡Es muy arriesgado! –gritó Santiago –¡incluso pueden matarte sin problemas! ¡No los han tenido antes, y no los tendrán ahora!

–Gracias a vos estoy con vida –dijo Martín –olvídate de mí, y regresa a España. No vuelvas. Al menos hasta que el viejo esté bajo tierra.

Escuchar “el viejo”, hizo que Santiago sienta escalofríos. No escuchaba ese apodo hace más de treinta años. Acepto a regañadientes la idea de su amigo. Sabía que esto no terminaría en nada bueno.

Pasada la hora, el automóvil azul seguía esperando en la esquina. Ambos subieron al vehículo personal de Santiago y se dirigieron al aeropuerto. Luego de un buen rato llegaron a la autopista Ezeiza–cañuelas. Martín conducía observando el espejo retrovisor. A pesar de la gran caravana, podía distinguir el auto azul a tres coches de distancia. A unos quince kilómetros del aeropuerto, los perseguidores avanzaron rápidamente entre los automóviles hasta ubicarse a la par del auto de Martín.

–¡Atento que vienen los buitres! –gritó Martín. En ese momento el copiloto del auto azul comenzó a disparar con su revolver – ¡abajo!

Santiago se acomodó en el asiento trasero y abrió fuego. Su presentimiento no era erróneo. Los sicarios intentarían matarle, a pesar de la presencia de un policía federal.

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El auto de los matones estaba golpeando de costado a su vehículo. Los bruscos movimientos hicieron que los disparos de Santiago sean fallidos, y luego de varios intentos vació su cargador.

–¡Martín! –gritó – ¡dame tu arma! –el silencio fue la única respuesta –¡Martín! –gritó nuevamente. Se inclinó y asomó la cabeza hacia la parte delantera del vehículo. Martín estaba muerto. Había recibido un balazo en la cabeza y había sangre por todos lados. Levantó la vista y observó que el aeropuerto estaba a una distancia mínima. En la retaguardia no había vehículos, iban a gran velocidad y estaban solos en la autopista.

Mientras tanto, los sicarios se habían detenido a un costado de la autopista, simulando un desperfecto mecánico. El camino a Ezeiza no permitía regresar. Grandes bloques de concreto dividían los carriles y era imposible doblar en U.

Santiago estaba en problemas. En primer lugar, su amigo estaba muerto. En segundo lugar, si llegaba al aeropuerto con el cadáver sería detenido. Si era demorado en una comisaría, las influencias del viejo podrían matarlo de todas formas. Y si ocultaba el cadáver en el baúl, igualmente la sangre lo cubría todo y lo detendrían.

Tomó el control del volante y decidió dejar el auto en un costado de la autopista. A pié llegaría en unos minutos. Los asesinos habían resuelto abandonar la persecución por temores a los vigilantes del aeropuerto, y seguramente, no regresarían a buscarlo. Acomodó el cadáver para que no detectaran los coches que venían detrás, tomó rápidamente la valija del baúl y abandonó el vehículo. Miró hacia los postes de luz, y no distinguió ninguna cámara. No creía tener problemas para cruzar la vigilancia. Caminó hasta la entrada del aeropuerto y se encontró con los guardas.

–¿Qué hace caminando? –preguntó uno de los uniformados.

–Mi familia me trajo en auto –respondió Santiago –pero se descompuso en el camino y mi vuelo sale en pocos minutos –Santiago traspiraba y sus latidos iban en aumento. No tenía ningún boleto como justificativo de su historia.

El sujeto de la entrada dudó unos instantes. Pero decidió dejarlo pasar. No parecía haber nada extraño, y la mayoría de los viajantes solían estar nerviosos hasta hallarse embarcados.

Caminó lentamente hasta las mesas de Aerolíneas Argentinas.

–Un pasaje a Madrid, por favor –solicitó Santiago – ¿a que hora es el próximo vuelo?

–En diez minutos, señor –respondió la muchacha –ya mismo vaya al check in.

Santiago corrió hasta la puerta de embarque, presentó el pasaje y la documentación, y pudo al fin embarcar.

Estaba a salvo, al menos hasta llegar a España. Si llegaran a sospechar del cadáver en la autopista, sería detenido automáticamente en el aeropuerto español. Si ello no sucedía, nada lo detendría… había vivido más de treinta años en la madre patria.

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Leopoldo se había vestido, y estaba encendiendo su auto. Alberto, por su parte, ya había salido a recorrer el barrio. Sabía que debía encontrar a la chica, sino estaría en graves problemas. No la había podido ubicar en las calles aledañas, ni en las principales calles del centro de La Plata. Ahora manejaba hacia la estación de ómnibus. Eran las cinco y veinticinco, y había pasado casi una hora desde el inicio de la búsqueda.

Manejaba un Chevrolet de último modelo, que lo había comprado Leopoldo para transportarse en los largos viajes. Estaba completamente blindado, y tenía el mayor confort que podía existir.

Alberto llegó a la playa de estacionamiento de la central de ómnibus, y dejó el auto mal ubicado. Caminó rápidamente, observando todos los rostros. A esas horas, la cantidad de gente era mayor, especialmente por el feriado largo. Muchos llegaban de sus cortas vacaciones, y había un gentío importante.

Miró detalladamente a todas las mujeres jóvenes, pero no tuvo suerte. Revisó casi todos los coches, salvo uno, que comenzaba a moverse en reversa para arrancar definitivamente hacia su destino.

Miró hacia las ventanillas, y pudo ver en el último asiento el rostro de Noelia. Comenzó a correr hacia la puerta de acceso, e intentó golpearla para que los conductores detengan la marcha, pero ya era demasiado tarde. Entonces avanzó hasta la ventanilla de boletos. Una fila de cinco personas lo separaba del mostrador. Esperó unos segundos, pero al no ver avances, se coló entre la gente y golpeó el vidrio.

–¿A dónde iba el ómnibus que acaba de dejar la estación? –preguntó.

–Espere su turno, señor –respondió la muchacha.

–¡Dime a dónde se dirige el ómnibus! –gritó –no quiero comprar un pasaje… ¡vamos!

–Hacia la ciudad de Azul, señor –respondió indignada – ¿lo puedo ayudar en algo más? –preguntó la muchacha, pero Alberto ya había desaparecido.

Ahora debía encontrar el ómnibus y detenerlo. Si por alguna razón, no podía inmovilizarlo, al menos sabía hacia dónde se dirigía.

Subió al auto, y arrancó bruscamente mientras marcaba el número de teléfono de Leopoldo. Puso el altavoz, y dejó el celular entre sus piernas. Apenas habían pasado unos minutos desde que el coche había dejado la estación. No podía estar lejos.

–¿Alguna novedad? –preguntó Leopoldo.

–La acabo de ver en un ómnibus con destino a la ciudad de Azul –respondió agitado.

–¿Por qué no la detuviste? –preguntó.

–Ya estaba en marcha, señor –dijo Alberto.

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–¡Estúpido! –gritó Leopoldo – ¡Aunque tengas que viajar hasta Azul, quiero a mi hija en casa hoy!

Alberto notó que la comunicación estaba terminada, y manejó desenfrenadamente hacia el acceso más cercano a la ruta. No podía distinguir el ómnibus en los alrededores.

Momentáneamente, Noelia se había escapado.

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Noelia viajaba tranquila, segura de que no era perseguida. Apoyó la cabeza, y se introdujo en un sueño interrumpido. La ruta estaba calma, y el día se había nublado súbitamente. El viaje no era largo, y debía pensar en muchas cosas. Pero el sueño, y la tensión acumulada, lograron vencer al ímpetu de la joven. Se hallaba exhausta.

Al cabo de una hora, alguien tocó su hombro. Temía abrir los ojos. Se imaginaba a Alberto con una sonrisa, y metiéndola en su auto, con esa mirada acosadora.

–Señorita –dijo una voz femenina –el ómnibus se averió. Recién en una hora llegará el reemplazo –era la azafata.

–Gracias –dijo Noelia con alivio –bajaré a estirar las piernas.

Se bajó del transporte, sintiendo pequeñas piedritas debajo de los pies. Miró hacia delante, todavía con los ojos borrosos, y observó que se habían detenido en una estación de servicio. Los choferes estaban mirando el motor del ómnibus, y la gente se había desplazado hacia todos lados para hacer tiempo. Varios estaban sentados en el autoservicio, otros caminaban y miraban el campo, y otros llenaban sus termos de agua caliente para tomar mate.

Caminó lentamente hacia el autoservicio, restregándose los ojos y bostezando. Había bajado su bolso de mano, donde guardaba la billetera, y pensaba comprar algo para tomar. Ingresó a la cafetería, y un bullicio de gente sobresaltó sus oídos.

Luego de un rato, pagó su café y se sentó en una mesa que daba a la ventana del lugar. Tomaba su bebida, mientras observaba a la gente del ómnibus ir de aquí para allá, o a los choferes intentando, vanamente, arreglar el problema del motor.

¿Qué estoy haciendo acá? –pensaba media dormida. Estaba sumergida en un mundo que no conocía. Era la libertad. Por ello, se sentía feliz. Pero tenía un gran pesar por su madre. La había dejado sola.

Cuando terminó el café, abrió la puerta y comenzó a caminar hacia el ómnibus. De pronto, observó que un auto gris ingresaba en el auto servicio. Era el coche de Alberto.

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Noelia, comenzó a correr en dirección contraria, ocultándose detrás de la maquina expendedora de agua caliente. Asomó la cabeza, y observó que Alberto se bajaba del auto y caminaba hacia el vehículo descompuesto.

¡No me ha visto, debo ocultarme! –pensó Noelia, sin saber que hacer. Si se ocultaba en el baño, sería descubierta. Era uno de los primeros lugares en donde ella buscaría. Observó que a unos doscientos metros, había un viejo establo. Corrió hacia la tranquera que separaba los campos de la estación de servicio, y la saltó velozmente. Un niño que viajaba en la formación, la reconoció y fue a contarle a la madre lo que había visto. Corría desesperadamente, en medio de una plantación, que parecía ser de soja. Al cabo de un momento, llegó al establo. No había nadie dentro, y se tiró en el suelo, observando desde una rendija de la pared de madera. Podía ver pequeñas siluetas caminando, pero no veía con exactitud a las personas. Transcurrieron varios minutos, hasta que reconoció a un sujeto de traje que iba hacia los baños. Era Alberto. Gracias a Dios, no se había escondido en el baño.

Especuló estar a salvo, y suspiro profundamente apoyando la cabeza en los tablones de madera que hacían de pared. ¡El niño! –pensó – ¡Si Alberto pregunta por mí, la madre del niño dirá que corrí hacia los campos!

Decidió seguir corriendo hacia el interior del campo, pero no había ninguna construcción. Si el niño no abría la boca, tal vez, sería descubierta por andar correteando por el sembradío. Mejor esperar –pensó – y continuó observando por horas.

Ya era de tarde, y nada había pasado. Hacía media hora, que el ómnibus de reemplazo había partido con la gente y los bolsos –entre ellos, el de Noelia. Pero no había señales de Alberto. Después de pensarlo mucho tiempo, decidió abandonar su escondite. Caminó hasta la tranquera, y la pasó lentamente entre las barras de madera. Desde allí, no veía el auto negro. Fue hacia el baño, y después se asomó por una ventana de la cafetería. Tampoco estaba allí. Evidentemente había dejado el lugar.

Alberto, ya estaba de camino a Azul. Iba a gran velocidad por la ruta 3, mientras recibía el llamado de Federico, anunciando que Santiago Madariaga se había escapado hacia Madrid.

Noelia ingresó en el local. Ahora su problema era el aislamiento. No tenía medio de transporte, y había perdido su valija con toda la ropa. Al menos, tenía el dinero y algunas cosas personales en el bolso de mano. Alguien debía llevarla hacia alguna ciudad –que no fuera Azul –aunque represente un peligro. Apenas viajaba en transporte público hace unas horas, y ahora viajaría por las rutas de Argentina sin nadie conocido. Su vida estaba cambiando drásticamente.

Decidió pensar detenidamente y acomodar sus ideas. Pidió una gaseosa fría, y un alfajor de chocolate. Mientras se alimentaba escuchaba a un hombre viejo, hablar con su señora –también de edad avanzada –sobre una ciudad.

–Hace cuánto que no vamos a Daireaux –decía el hombre. Es un bonito pueblo.

–Ya no es un pueblo –discutía la señora –ha crecido mucho.

–¿No tienes a tu prima Susana viviendo en Daireaux? –preguntó el señor. Cada vez que pronunciaba el nombre de la ciudad, la nombraba de diferente forma. Algo muy común en la gente anciana.

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–Si, podríamos visitarlos –respondió la señora –dicen mis amigas que ha inaugurado una hostería para la gente de la ciudad.

–Hola –dijo Noelia. No se había dado cuenta, pero habló antes de pensar. No sabía si los ancianos llevarían a una desconocida –no pude evitar escucharlos, y resulta que mi ómnibus dejó la estación de servicio, mientras me hallaba en el baño –que argumento idiota, pensaba por dentro –y, a pesar de mis reclamos a la compañía, no me han buscado.

–¿Entonces? –interrumpió el anciano, sabiendo la petición que haría de la joven. Pese a que el rostro Noelia no despertaba amenaza alguna, no se confiaba de nadie.

–Necesito llegar a Daireaux –suplicó –puedo pagarles. No es problema.

–Claro jovencita –respondió la señora dulcemente –y no necesitas pagar un centavo.

–Pero… –balbuceó el hombre.

–Pero nada –dijo la anciana –esta niña es un ángel. Ya lo notas en el rostro –ahora se dirigió hacia Noelia – ¿Tienes familia en Daireaux?

–No, señora –respondió sonriendo –voy hacia allá, para descansar unos días.

–¿Tienes alojamiento? –preguntó.

–No –respondió Noelia.

Entonces, te llevaremos a la hostería de mi prima –respondió la señora, percatándose de que todo había salido redondo. Visitaría a Susana, y cumpliría el favor de la joven –mi nombre es Estela, y mi marido se llama Jacinto.

–Mi nombre es Noelia –dijo, luego se dirigieron hacia la camioneta.

La ruta 3 estaba tranquila. El cartel que divisó a los pocos minutos decía “Azul: 80 kilómetros”. Hasta ese momento, Noelia no sabía dónde estaba. Ahora iba camino a un lugar que no conocía. Pasaría unos días allí, y luego pensaría que hacer.

La vieja camioneta de Jacinto, iba a muy escasa velocidad, y dentro hacía un calor insoportable. Pero estaba feliz de no estar en el auto gris de Alberto. Por poco se había salvado. Pasaron, después de una hora, por la ciudad de Azul. Tomaron una nueva ruta y sobrepasaron la ciudad de Olavarría. Allí estaba el hogar de Jacinto y Estela. Era una ciudad próspera. Junto a Tandil y Azul, las tres ciudades conformaban un cordón urbano importante en el sur de la provincia. Allí se desarrollaba la mayor actividad económica de la zona, y según Jacinto, vivían los ciudadanos más influyentes. Personas que eran propietarias de muchos campos, y dominaban la actividad ganadera. Era el epicentro de las luchas entre el campo y el gobierno, conflicto que se tornaba acalorado, con frecuentes cortes de rutas por protestas. De fondo, había un gran problema por las nuevas retenciones económicas que el Estado argentino había impuesto.

Luego de una hora, con la ciudad de Olavarría a espaldas, la camioneta había tomado la ruta 60 y doblado hacia el norte, en la intersección con la ruta 86, llegando a Daireaux en horas de la noche.

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Ingresaron hacia el centro de la ciudad. Era más grande de lo que pensaba –pensaba Noelia. Tal vez, podía prosperar y encontrar un trabajo en una tranquila ciudad. Luego de pasar varias manzanas, llegaron a la Plaza Pablo Guglieri. Tenía grandes zonas verdes, y varios caminos de tierra colorada, similar a la que se usaba en las canchas de tenis. Llegando al centro, donde se ubicaba la estatua de quien lleva el nombre la plaza, se alzaba un mástil con la bandera argentina. El polvo del piso no estaba mojado. En Daireux no había llovido, y el sol acababa de ocultarse en el horizonte.

Subieron nuevamente a la camioneta, luego de un corto paseo por la plaza, y retomaron en dirección hacia la ruta. Jacínto, dobló en la calle Moreno. Luego de varias cuadras la calle era de tierra, y de nuevo se encontraron con un paisaje rústico. El campo estaba oscuro, y sólo se veían algunas luces en pequeñas casas humildes.

Pasando la entrada de un zoológico, llegaron a una gran tranquera blanca, con una puerta de hierro. Tenía un cartel que decía: “Hostería Olmos”.

Noelia bajó de la camioneta y abrió la reja. La estancia era muy grande y tardaron varios minutos en llegar a la enorme casa, rodeada por pequeñas cabañas y un galpón.

Había varios autos estacionados, y niños jugando por doquier. A lo lejos, en el parque, se podía observar un hermoso quincho de cemento y techo de paja. Tres personas salieron a recibirlos. Estela, le comentó a Noelia que era su familia. Susana, su prima; Fernando, su primo político; y Rodrigo, su sobrino.

Noelia descendió de la camioneta. Observó a Rodrigo. Era un joven de unos veinte años promedio, de estatura prominente. Los ojos del muchacho también se habían centrado en ella, pero esta vez no sintió vergüenza. Por el contrario, experimento una extraña sensación. Un presentimiento de connotaciones dulces.

Sus miradas se encontraron bajo un cielo estrellado. No sabía por qué, pero sentía que había llegado a casa.

Luego de unos minutos, estaban todos sentados alrededor de una larga mesa de algarrobo. Noelia, había continuado con la historia contada a los ancianos, y absolutamente todos, creían que era una muchacha de la gran ciudad que deseaba alejarse de los problemas en una estancia rodeada de un verde infinito.

Estaban bebiendo vino tinto, y compartían diversas historias de familia. Los huéspedes se presentaron como la familia Rodríguez, oriundos del partido de San Martín en el Gran Buenos Aires. El señor y la señora Rodriguez, trabajaban en la misma empresa maderera de la ciudad, y tenían tres hijos: la pequeña Luz, la joven adolescente Laura, y Juan Manuel, un muchacho de veintitrés años, de buena pinta y con aspecto maduro. Luego estaba la familia Juanes, ambos docentes de Capital Federal, casados hace un año y con una bebé de cinco meses. Por último, estaba la familia Fechino, conformada por la pareja de jóvenes abogados, y dos hijos, Martín de quince y Juan de diez años.

–¿Qué nos puedes contar de tu vida, Noelia? –preguntó Susana, sirviendo mas vino a el señor Fechino.

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–Estudio abogacía –respondió Noelia. Estaba muy tensa, ya que debía inventar un empleo con urgencia. Entonces, recordó que había tenido una profesora de historia, que era una avanzada estudiante de abogacía, y pese a su deficiente pedagógico, había logrado conseguir el trabajo –y soy profesora de historia en un colegio de La Plata.

–¡Que bien! –pregonó la Señora Rodriguez. Todos se habían dado cuenta que bebía vino en cantidad, y ya tenía la lengua floja. Algunas letras, se deslizaban de su boca sin una correcta pronunciación. Sin dudas, poseía un leve problema de alcoholismo, y el marido estaba sumamente incómodo –siendo tan jovencita… ¿Los alumnos te respetan?

–Eso no tiene nada que ver –interrumpió la señora Juanes. Ella era de la vieja escuela de docentes, y sabía por experiencia, que una cuota de confianza y autoridad, sumado a un correcto conocimiento de la materia, era suficiente para ser una profesora respetada. Ella, había comenzado a trabajar en un aula a los escasos dieciocho años. Bebió un trago del vino y continuó hablando –todo depende de las capacidades del profesor. Y no dudo que, la joven Noelia, sea una excelente profesora.

Inmediatamente, el señor Rodríguez, para evitar una disputa por su ebria esposa, comenzó a hablar sobre la hermosura del campo y lo avanzado de la ciudad. Noelia se tranquilizó con el cambio de tema, y pronto disfrutó una excelente carne asada.

En medio de la cena, Noelia se percató de la continua mirada de Rodrigo. Desde que bajó de la camioneta, Rodrigo la había mirado como nadie. Y lo extraño, es que no sintió vergüenza. El muchacho, le parecía atractivo, y tenía algo en su interior –que todavía desconocía –que lo hacía más interesante. Curiosamente, Juan Manuel Rodriguez, también la estaba acosando con miradas continuas. Pero no llamaba su atención, a pesar de su innegable atracción.

Terminada la cena, todos se levantaron de sus sillas y acudieron a su cabaña, mientras Susana levantaba los platos. Noelia se ofreció a ayudarla, y la dueña de casa aceptó con gusto.

Por dentro, Susana reía y se sentía orgullosa de conocer a su hijo, había notado la forma de su mirada, lo extraño de sus expresiones, y también, las miradas de Noelia. Ambos tenían química, sin conocerse había algo que los unía. Los platos estaban lavados.

–Hijo –dijo Susana, guiñándole un ojo sin que Noelia lo notase – lleva a Noelia a su cabaña. Y no te olvides de darle las toallas limpias y el jabón de tocador.

–De acuerdo –respondió Rodrigo. Estaba sonrojado, odiaba amaba a su madre por conocerlo tanto.

Salió junto a Noelia, y caminó por el parque delantero, cruzando el galpón y dos cabañas que estaban habitadas por los Rodriguez y los Fechino. A unos veinte metros, estaban dos cabañas más, una de ellas habitada por los Juanes.

Rodrigo estaba nervioso, sudaba y escuchaba todo más fuerte. Su pausada respiración parecía amplificada y los sonidos propios del campo rebotaban en su tímpano como el reloj despertador a las cinco de la mañana, aquel que lo despertaba todos los días de un susto. Incluso, escuchó que Noelia olfateaba constantemente el olor a madera proveniente del taller. El fuerte cedro, despertaba los sentidos de cualquiera.

Faltaban otros veinte metros para las próximas cabañas. La más pequeña, era la que habitaría Noelia. Rodrigo, gélido por los nervios, sólo pudo abrir la puerta del habitáculo y desearle un excelente descanso.

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Noelia cerró la puerta luego de un tímido saludo, y se apoyó contra la misma dejando caer sus párpados y pensando en todas las cosas que habían sucedido en el día. Y luego de recordar las corridas por el campo, el lento viaje con los ancianos, y las mentiras de la cena, pensó en su madre. La única persona que amaba en el mundo, y la había dejado abandonada.

La cabaña, apenas tenía tres metros de ancho y cuatro de largo. Había una mesa para dos personas, una garrafa pequeña conectada a una cocina de campamento y un mini refrigerador. Al final del cuarto, se hallaba la cama de plaza y media, y una luz de pared para leer. A los pies de la cama, estaba la puerta hacia el baño, que era de apenas un metro cuadrado. Tenía el inodoro, un irrisorio lavabo y la ducha, que inevitablemente, mojaba el resto del mobiliario al usarla.

Estaba agotada, dejó su bolso arriba de la mesa, y sin desvestirse se desplomó en la cama. Transcurrido un minuto, ya dormía profundamente. A veinte metros, Rodrigo fumaba un cigarrillo –el único que fumaba en el día, luego de la cena –mientras se avergonzaba por su cobardía, y pensaba en cómo avanzar al día siguiente

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Buenos Aires, Miércoles 4 de abril de 2007.

Nunca pensé trabajar con gente tan incompetente –murmuraba Leopoldo. Estaba sentado en el sillón de su oficina, frente al agente Gallardo y Federico Alves. Ambos estaban asustados, y habían fracasado en sus objetivos. Madariaga estaba de camino a España, y Noelia vaya a saber dónde.

A pocos metros, acostada en su cama, estaba María de los Ángeles llorando sobre su almohada. Tenía un nuevo golpe, pero esta vez en la frente, producto de un vaso de whiskey arrojado por Leopoldo. La noche había sido pesada. Leopoldo se había embriagado. Insultaba en voz alta, gritando el apellido “Madariaga” a sus dos conejillos de indias, y acusándole a ella, la responsabilidad por la huída de Noelia… por “meterle ideas en la cabeza”. Contrariamente a ello, María siempre había intentado borrar de la mente de su hija las ideas de arte y pintura, sólo por miedo. Había intentado borrar sus sueños, algo que le dolía profundamente. Y si no había abandonado abogacía hasta la mitad de la carrera, era porque ella se lo suplicaba en cada conversación privada. Leopoldo no escuchó, y ahora relucía una enorme hinchazón en la cabeza.

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–¿Cómo nadie se percató de que un auto detenido en la autopista por mas de ocho horas, posiblemente tenga un cadáver dentro? – preguntó el oficial Augusto Del’ Port de la Policía Federal Argentina. Meneó la cabeza de lado a lado, mostrando su lamento al ver a un colega muerto de un balazo. Se agachó y observó detenidamente las puertas del vehículo –acá tenemos diez orificios –dijo a los forenses –seguramente efectuados con una calibre 38. Y por las abolladuras en el lateral izquierdo, supongo que los atacantes chocaron continuamente el vehículo para hacerlo volcar.

–No esta equivocado, Del’ Port –dijo Leonard Monteiu. Era un policía francés, que había llegado a la Argentina para especializarse en criminología. Era respetado en Europa, y había sido el detective designado a la protección del primer ministro francés, cuando repentinamente lo enviaron hacia America del sur para realizar diversos cursos. Ahora, se podría decir, eran amigos.

–¿Todavía haciendo trabajo de campo? –le preguntó Del’ Port.

–Oui –respondió el francés –por unos meses más.

–No entiendo… cómo los europeos mandan a sus policías a perfeccionarse a America del sur –dijo Del’ Port con las palmas hacia arriba insinuando confusión –nosotros deberíamos viajar a Europa. Acá es pura corruptela y muerte.

Tal vez, será por eso –dijo Leonard sonriendo –para que no nos suceda a nosotros.

El acento español de Monteiu era casi perfecto. Antes de viajar, había estudiado español de forma intensiva. Y tenía un marcado sentido del humor.

–Yo no entiendo de dónde surgió el deseo de ser policía –dijo Leonard riendo y analizando las abolladuras del automóvil.

–Ni yo –dijo el Federal. Tocó con el dedo índice un vértice de la abolladura. Miró fijamente a Leonard – ¿Ves esto?

–Si –Respondió –pintura azul marino.

–Oui –dijo Del’ Port irónicamente. Se paró y nuevamente se puso las gafas de sol –quiero que busquen cualquier auto azul marino con un choque en la parte delantera derecha en Capital Federal y Gran Buenos Aires –dijo a un policía, que inmediatamente dio la orden por radio la central para que avise a los patrulleros de la provincia.

–Eso es un manotazo de ahogado –dijo Leonard –como dicen aquí.

–Pero algunas veces, esos manotazos te hacen flotar un poco –replicó Del’ Port, levantó la mano para saludar mientras se dirigía a su patrulla –adieu, monsieur. Merci beaucoup, o como se diga.

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Buenos Aires, Miércoles 5 de enero de 1977

Dormía profundamente en la dependencia de un cuartel en Campo de Mayo. Las goteras producían un continuo sonido que aumentaba más la somnolencia de la guardia. Los gritos habían cesado hace tiempo, y hace una hora que tenía la cabeza apoyada sobre el escritorio. Los pasos comenzaron a retumbar en el pasillo, y de pronto se detuvieron, justo delante de él.

–¡Arriba Madariaga! –gritó el Coronel – ¡no duerma en la guardia o va terminar como éstos mugrosos!

–¡Si, señor! –gritó Santiago.

El Coronel se marchó, y después pasaron varios soldados en sentido contrario. Agradecía estar en el escritorio. Odiaba la vida militar, y sobre todo, la conscripción. Incluso, había amado aquello que sus nuevos colegas odiaban… a Perón. Afortunadamente, la madre de Santiago vivió en carne propia el bombardeo de 1955, cuando Perón debió exiliarse en España, y supo la ola antiperonista nunca terminaría, e incluso, que muchos morirían por los ideales que pregonaban. Allí, decidió alejar a su familia, y en especial a su hijo, de todo movimiento político y estudiantil peronista. Para el ejército y los grupos de poder, Santiago Madariaga era un ciudadano que no representaba peligro alguno.

Se preparó un café y anotó la salida del Coronel en los libros de informes. Al cabo de cinco minutos, pasaron los soldados con varias bolsas negras arriba de unos carros. Sabía lo que llevaban. ¿Ardería en el infierno por esto? –pensaba mientras echaba dos cucharadas de azúcar. Yo no tengo nada que ver –susurraba –… yo ni siquiera estoy acá por mi voluntad.

La realidad, era que Santiago sentía que ya estaba en el infierno. Si bien, no presenciaba ningún tipo de asesinato, sabía que sucedían. Había visto, por casualidad, a varios oficiales entrevistando jóvenes en una sala especial para interrogaciones. De la misma provenían gritos. Pero la sala que tenía a unos diez metros de distancia, por ese fatídico pasillo, no era de interrogatorios. Era diferente. Y siempre pasaban bolsas negras. Y no volvían al cuartel, no aparecían en los periódicos, y seguramente no eran llevadas a funerarias, porque sino las funerarias no darían abasto.

Sentía asco, y lo peor, sentía miedo. Un miedo atroz. Había varios personajes realmente siniestros. Era una época siniestra, y en todos los sentidos. También había visto las aberraciones de los grupos guerrilleros, pero ahora, era el Estado quien deliberadamente secuestraba gente, y muchas veces, las desaparecía. Y Santiago estaba seguro de que, muchos de ellos, sólo eran maestros o simples vecinos, gente que no le haría daño a nadie.

Estaba cansado de la violencia. No todo se soluciona con muerte –decía siempre a su madre. Pero así lo era allí, y también en otros sitios como la ESMA. Decían que allá, las cosas eran peores aún.

Terminó la taza de café, y se miró en el espejo que tenía a un costado. La ropa verde le calzaba bastante bien, tenía los borceguíes bien lustrados, como gustaba en el ámbito castrense, y le habían afeitado la cabeza. A pesar de sus 25 años, parecía mas joven. Y salía con Juana Bert, una linda muchacha de Entre Ríos. Santiago estaba enamorado y planeaba comprometerse apenas cobre su sueldo, y pueda comprar el anillo de plata que había visto en una joyería de Hurlingham. Estaba alquilando un pequeño departamento en San Miguel con su compañero Martín, que también era un

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soldado conscripto. Juana, vivía en Bella Vista, una ciudad lindante, y para ahorrar dinero, Santiago viajaba en bicicleta hasta su casa, todos los días, si las guardias en el cuartel se lo permitían.

Lamentablemente, no tenía mucho tiempo libre. Los soldados asignados a esas “zonas especiales”, eran realmente pocos. Y muchos decían, que los tenían vigilados. Santiago miraba para todos lados, recordando los comentarios, pero nunca se sintió perseguido. La cuestión –pensaba –era no hablar de ello con nadie, nunca en la vida.

Cuando llegó la hora de irse, a las 17:00hs, se dirigió a los cambiadores y buscó su casillero. Marcó la clave en el candado, y retiró unos jeans azules y una camisa blanca con rayas azules. Luego, se sacó los pesados borceguíes y se calzó unos mocasines de cuero. Hora de visitar a Juana.

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Buenos Aires, Jueves 5 de abril de 2007.

La noche había pasado tranquila. Noelia, por primera vez en mucho tiempo, sintió que su cuerpo descansó profundamente, que cada músculo se había relajado. Se sentía a salvo.

Abrió los ojos lentamente, intentando acostumbrarse rápidamente a la luz, y se incorporó despacio moviendo la cabeza de lado a lado para que su cuello se sienta cómodo.

Hubo unos minutos de insondable confusión, recordando la odisea del viaje desde La Plata hasta la estancia, la confianza de los ancianos, la extraña cena con personas desconocidas, y el extraño comportamiento de aquel muchacho. Parecía mirarla con pasión, pero su timidez era tan grande y tierna como un enorme colchón de algodón.

Cuantas cosas han sucedido en escasas horas –pensaba –ahora tengo la libertad de hacer lo que quiero. Sólo debo comenzar a caminar –afirmó asintiendo con la cabeza.

Decidió comenzar a caminar hacia la ducha. Necesitaba despabilarse del largo descanso y pasear un poco por el campo. Respirar el aire puro.

Se cubrió la cabeza con una toalla pequeña, y rodeó su cuerpo con otra más grande. El piso de baldosas color pastel estaba frío. El sentimiento helado en sus pies fue como un despertar repentino.

¡Esto es real! –pensó sorprendida –nunca más me sentiré abatida por otra persona. Nadie pondrá trabas a mis sueños.

Enérgicamente acudió a buscar ropa limpia. Pero se dio cuenta que había dejado su bolso en el ómnibus. Corrió hasta la pequeña mesa, y hurgó el bolso para ver que tenía en su poder.

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Pañuelitos –comenzó a decir en voz baja, como susurrando a una compañía que debía imaginar para no sentirse sola en el mundo –unas llaves, caramelos, la billetera con algo de dinero y los documentos, el sobre con el fajo de billetes, mi celular apagado, elementos de higiene personal y un espejo… estoy en problemas –rió y soltó una carcajada inocente.

Realmente iniciaba una nueva vida. No tenía siquiera ropa. Necesitaba ir a comprar ropa.

Cerró la puerta, y se acomodó la misma camisa arrugada y sucia que llevaba puesta ayer. En sus jeans, sintió el bulto de dinero. Tenía más de cuatro mil pesos ahorrados, con eso podía sobrevivir meses, conseguir un trabajo, encontrar una pequeña casa o una habitación para alquilar. Sus ideas iban encontrando un lugar en su mente agobiada.

Caminó entre las pequeñas cabañas, y se percató de que ninguna de las familias estaba presente. Las huellas de los autos, estaban profundamente marcadas en el abultado pasto verde del parque, y no se escuchaban los gritos de los niños. Sólo oyó el sonido del viento y los pájaros. Algún relinchar de un caballo, y un extraño sonido regular… constante, como si alguien afilara un cuchillo.

Cuando llegó al pequeño galpón, recordó la puerta verde que había visto en la noche. También se hizo presente aquel aroma a madera, tan intenso y penetrante. El sonido se hacia mas fuerte a medida que se acercaba a la puerta, y a unos pocos metros, comenzó a dilucidar que desde la ventana y la puerta se despedía un fino polvo hacia el aire.

Asomó su cabeza por la puerta y lo vio. Rodrigo, sentado en una banqueta alta, estaba pacientemente lijando una madera. Su ritmo era constante, y el taco que sostenía con una fina lija blanca, despedía una estela de polvo cada vez que ejercía presión. La madera microscópica cubría uniformemente cada centímetro del taller.

Noelia, pudo ver que Rodrigo no era nada ordenado. Por el contrario, tenía maderas apoyadas toscamente por todo el lugar. Las repisas contenían polvo y viruta de madera de hace varias semanas, como si el interior del taller estuviese detenido en el tiempo, conservando los recuerdos de maderas que ya tomaron otra forma, y tienen una utilidad más importante que simple tablones. La utilidad la pudo descubrir en otro rincón. Colgaban de unos ganchos hermosas guitarras, construidas en distintas maderas. En otro rincón del lugar, había algunas máquinas. Una sierra circular, otra sierra sin fin, una lijadora y otra mesa de trabajo. Y en una pequeña mesa solitaria, había una radio encendida y un cenicero atestado de colillas.

–Hola –dijo Noelia abriendo la puerta –disculpa la interrupción.

–No, por favor –Rodrigo se quitó el polvo de la mano y la ropa –no es el mejor lugar para una mujer, salvo que te guste trabajar la madera –sonrió y la invitó a sentarse en otra banqueta mientras la limpiaba con un trapo viejo –éste es mi microcosmos. Acá yo trabajo haciendo guitarras, un hermoso oficio que aprendí en Buenos Aires.

–Es sorprendente –dijo Noelia aceptando el asiento –a mí, me fascina el arte. Yo pinto, pero me encantaría aprender a tallar la madera. Es otro tipo de arte, en donde tienes que dominar las intensidades y las profundidades. En la pintura manejamos esos conceptos, pero son solo ilusiones. En la madera, debes crear la profanidad, no hacer algo que parezca que tiene profundidad.

–Vaya –exclamó Rodrigo riendo –realmente te gusta el arte. Cuando hablas de ello, te cambia el rostro. Digamos que se te ilumina –ambos rieron y se produjo un silencio nervioso. Pablo continuó la conversación –igualmente, lo mío no es arte.

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–¿Cómo que no? –pregunto Noelia.

–Claro… –Rodrigo encendió un cigarrillo pensativo –la realidad, es que el luthier se basa en ciertos principios para la construcción. Verás, hay medidas y planos. Espesores que respetar y formas que no pueden variar. Eso transforma nuestra labor en una artesanía, en algo construido por los hombres con ciertos parámetros que no existen en el arte, en algo que fue transformado… –se tomó su tiempo para exhalar una buena bocanada de humo que se unió con el polvo que todavía danzaba en el aire –en algo que el artesano ha modificado a conciencia. Materia que ya no es la misma y ahora se ha convertido en algo más funcional para el ser humano. En éste caso, el árbol transmutó en guitarra.

–Se podría decir que evolucionó –dijo Noelia.

–No lo sé. Creo que un árbol es algo sumamente importante, mucho más que una guitarra. Pero la naturaleza nos da materiales para hacer la vida algo más bella.

–Claro.

–El hombre necesita cosas para observar y asombrarse. Cosas hermosas. Los artistas hacen cosas que nos transportan de éste mundo. Canciones que nos maravillan, cuadros que nos hacen viajar estando quietos. Nosotros, los artesanos, hacemos cosas que hacen de éste mundo algo más confortable. Sin lugar a dudas, su trabajo es más increíble que el nuestro.

–No… es increíble lo que haces –dijo Noelia.

Sus ojos mostraron admiración por el joven, incluso algo de sana envidia. Pablo hacia lo que amaba… era feliz. Ahora –pensaba –era su turno de ser feliz.

Ambos quedaron un instante en silencio. Pablo, sorprendentemente, estaba relajado y conversador. Como si su taller le transmitiera confianza y alegría. Eso sucede cuando alguien hace de su vida lo que realmente quiere… –pensaba Noelia –uno es totalmente pleno. Sin lugar a dudas, aquel era su microcosmos.

–Pablo –dijo Noelia, rompiendo el breve silencio –necesito ir a la ciudad a hacer unas compras. ¿Queda muy lejos? –preguntó –realmente no recuerdo que tan lejos estamos de la ciudad, como llegué en medio de la noche.

–Un par de kilómetros. Si quieres… te acompaño. Debo comprar unas herramientas y provisiones para los huéspedes.

–Claro… será un placer.

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El detective Monteiu, había despertado en su mediocre hotel de la Capital Federal. Afuera, habitaba el mismo bullicio de siempre y la misma humedad característica del Río de la Plata. Necesitaba investigar un poco más a todos los oficiales de policía, y también a los políticos mas influyentes del país. Llevaba unos meses trabajando lejos de París, y sentía una nostalgia que castigaba su corazón. Lo extraño, es que no tenía familia, ni siquiera tenía a su querida madre. Había fallecido años atrás, y nunca se había casado. Tampoco, poseía una figura paterna, puesto que el maldito había abandonado a su madre en cinta.

Se vistió con el mismo traje color café, y abrió la ventana para respirar el aire pesado de la ciudad. Miró un rato a los transeúntes y al desfile de automóviles negros y amarillos. Era impresionante la cantidad de taxis que había en Buenos Aires, sin embargo, nunca había tomado uno. La agencia le había entregado un auto alquilado, que aparcaba en un estacionamiento cercano. Ya conocía las principales arterías de la ciudad, y se transportaba por el centro sin dificultades.

Encendió el cigarrillo, mientras caminaba a la cocina para preparar un café amargo. Así le gustaba, aunque el café de Buenos Aires era una porquería comparado al de París. Afortunadamente, pudo conseguir algo de café importado en una selecta tienda de Recoleta.

Prestó atención al jarro de acero inoxidable. No quería que el agua hierva, debía estar caliente pero no en ebullición. Cuando hacia café en la jefatura de policía, Del’ Port, siempre bromeaba por su fanatismo, sin embargo, siempre pedía una buena taza.

El detective Del’ Port, había sido desde el principio un sujeto de confianza. Había entregado todos los legajos de policías sospechados de corrupción, y relacionados con un pasado oscuro ajeno a los derechos humanos.

En INTERPOL –pensaba Montieu –podemos confiar en casi todos los hombres, pero aquí… se pone complicado. Argentina es complicada.

Es decir –dijo en voz baja –en Europa no es todo juego de niños, pero aquí no hay control directamente.

Bebió su café, sentado en una vieja y ruidosa silla de madera con el tapizado destruido, mientras abría una carpeta roja que contenía diversas fotos y planillas. Entre los diferentes nombres que había, pudo leer rápidamente los nombres de: Tomás Rodríguez Larreta (Ex Comisario del Partido de Morón en el año 1970), Ángel Buenaventura (Político del Partido Justicialista, ex ayudante en diversos ministerios de la dictadura), Lucio Argentino Ponce (Oficial de la Marina Argentina… huyó en el año 83, con el regreso de la democracia… buscado por INTERPOL hace mas de veinte años), Martín González Gon (Montonero, hacedor de diversos atentados frente a civiles).

Podría estar todo el día –dijo Montieu terminando su bebida –mejor voy a recorrer algunos lugares.

Guardó su nueve milímetros en la cintura, sintiendo el frío del arma traspasar la camisa como un trozo hielo. Recogió las llaves del suelo, mientras pensaba en todas las personas que INTERPOL buscaba hace años. Cómo podían desaparecer del mapa, o andar impunes por cualquier lado, sin que nadie los denunciase. Evidentemente, en Argentina, sucedía algo inexplicable. La corrupción cubría con dinero el recuerdo y la memoria. Incluso, muchos buscados tenían cargos políticos y era difícil apresarlos sin crear un revuelo internacional. Pero no volvería a Francia con las manos vacías. Debía desbaratar aquella organización que se perseguía hace tiempo, un puñado de sujetos que pasaron de ser un rumor de película a una oscura realidad sepultada en el anonimato absoluto.

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Anónimas fuentes de información, habían revelado la existencia de un puñado de sujetos que exterminaban los cabos sueltos de la dictadura argentina. Personas que presenciaron actos de exterminio masivo, o secuestros y desapariciones, estaban siendo eliminadas. Especialmente ahora, en tiempos políticos donde se estaban sentenciando a los culpables, era también el tiempo en que se debía borrar a los testigos oculares de los hechos. Personas peligrosas que podían atestiguar ante una corte, la culpabilidad de sospechosos ante la justicia.

Pocos sabían que Monteiu había sido designado a la investigación en Buenos Aires. Y él, tenía claras órdenes de mantener la misión clasificada. Iría hacia la ciudad de Buenos Aires como un detective en perfeccionamiento, y allí, debía buscar a un hombre de confianza para que le proporcione la información necesaria que permita continuar con la investigación.

–Buenos días, Del’ Port –dijo Leonard guiñando un ojo.

–Buenos días, franchute… ¿Cómo te lleva la vida porteña?

–Bien, aunque no me acostumbro al aire y el ruido –dijo el detective Montieu haciendo ademanes con las manos –digamos que es una ciudad muy activa. Mucha bocina.

–Y mucha porquería –dijo Del’ Port –Espero que te haya servido la información que te proporcione. No se bien, qué estas buscando, pero espero haber ayudado un poco.

–Si, gracias –dijo Leonard señalando la carpeta debajo de su brazo derecho –precisamente ahora estoy por ir a visitar a un sujeto… a ver… –el detective Montieu revolvía las fichas de la carpeta rápidamente –. Acá está… se llama Ángel Buenaventura.

–¿Qué pasa con él? –preguntó Del’ Port –¿Necesitas saber dónde vive?

–No. Acá figura la dirección… quiero que me acompañes. No conozco muy bien la zona, ni cómo reaccionan los políticos ante un policía.

–¿Cómo piensas que va a reaccionar? –preguntó irónicamente Del’ Port, encendiendo un cigarrillo.

–¿Me acompañas? ¿O no?

–Yo manejo –respondió el detective Del’ Port agarrando la campera de la Policía Federal –pero antes tengo que hacer un llamado.

Conforme, el detective Montieu se sentó en el auto alquilado, pero en el asiento del acompañante. Observó el mapa, y encontró la dirección de Ángel Buenaventura. No quedaba a muchas cuadras, parecía ser el barrio de Belgrano. Espero un buen rato, hasta que Del’ Port tomó el volante.

El trayecto fue corto, y prácticamente no intercambiaron una palabra. Cuando llegaron al lugar, Del’ Port lo miró fijamente y abrió la boca.

–Esta gente se cree la dueña del mundo –dijo abriendo la puerta –no esperes que colabore mucho.

Subieron una pequeña escalera hasta llegar a la gran puerta de hierro forjado, y tocaron el timbre del tercer piso. Según los datos de Del’ Port, el político vivía en un piso entero.

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–Hola –dijo una voz agotada por la edad.

–Buenos días –dijo Montieu al altavoz –necesito hablar con el señor Buenaventura.

–¿Quién es? –preguntó el viejo, mientras Del’ Port sonreía. Sus ojos decían: “Te lo dije”

–Señor –dijo el detective Montieu. Estaba pensando qué responderle para poder entrevistarlo –Soy un historiador, y desearía que me deje hacerle unas preguntas. Me ayudaría mucho para poder terminar mi próximo libro sobre el peronismo.

Del’ Port, se había alejado unos metros de la puerta sorprendido y riendo. Leonard había mentido descaradamente, y el viejo estaba tardando mucho en responder. Finalmente el pequeño parlante resonó.

–De acuerdo, suba…

La puerta se abrió eléctricamente, y ambos cruzaron el umbral del edificio. No había recepcionista alguno, y directamente se dirigieron al ascensor. En menos de un minuto, estaban en el tercer piso. Leonard golpeó la puerta. Un anciano apreció de pronto, vestido elegantemente y con un manojo de llaves en la mano. Los dejó entrar y cerró la puerta.

–Buenos días, señor Buenaventura –dijo Leonard, que lo reconoció inmediatamente por la foto del archivo –mi nombre es…

–Su nombre es Marcos De’ Blondie –interrumpió Del’ Port –es un nuevo y renombrado historiador de Francia, señor Buenaventura. Mi nombre, es John Carlé, y soy su editor. Agradecemos su amabilidad.

–Por favor, tomen asiento… para un viejo, es un gusto hablar con nuevas personas.

Una ama de llaves acudió al estudio donde Buenaventura había llevado a los invitados, y se detuvo junto a su jefe.

–¿Café o té? –preguntó Buenaventura.

–Café, si es posible –respondió Leonard.

Inmediatamente, la muchacha se fue en busca de café, y Buenaventura comenzó a hablar.

–¿Qué quiere saber, señor Marcos? –preguntó Buenaventura –Tenemos, los peronistas, muchas historias para contar. Algunas memorables, otras no tanto… algunas muy oscuras –agregó el viejo.

–Lamentablemente, vengo con preguntas difíciles –dijo Leonard.

No te preocupes –rió el viejo, acomodándose el cabello –son la mayoría de las que me hacen. Verás… tengo mucho de que arrepentirme en la vida –su mirada se nublo, y parecía mirar mas allá de la habitación –. En la política, a veces, uno debe hacer cosas que no son buenas, para lograr una posición privilegiada. No existe político alguno, que no deba un favor. Y te puedo asegurar –dijo el viejo incorporándose del respaldo –que los favores cada vez son más pesados. Y llega un momento en que debes devolverlo, pero la carga se hizo tan pesada, que quedas destruido.

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Lo que te sube a una posición privilegiada –dijo con el dedo índice mirando hacia arriba –tarde o temprano te hará bajar… y la caída será dura.

Se hizo un silencio en la sala, mientras la joven ama de llaves ingresaba con una jarra de café y dos tazas. Sirvió el café a los invitados y se retiró. Del’ Port –observó Montieu –estaba callado, serio y escuchando con suma atención. Incluso, parecía nervioso.

–Así pues –continuó el viejo –puedes preguntarme sin temor… lo que desees.

–Señor Buenaventura –dijo Leonard –estoy estudiando la década del setenta en Argentina. Y con ello, a todos los políticos que fueron cercanos a Juan Domingo Perón –el viejo asentía cansado, tenía claros problemas respiratorios y su pequeño discurso había sido agotador –y necesito saber por qué usted participo en un gobierno de facto, que hizo todo lo contrario al pensamiento del Peronismo.

–Los nuevos tiempos, hijo –respondió Buenaventura, tomando una buena bocanada de aire –. Muchos políticos del movimiento, no veían los nuevos aires del mundo. El capitalismo había renacido con fuerza, y los paises centrales estaban bastante consolidados. En la Segunda Guerra Mundial, el modelo de Perón fue excelente… –el viejo se detuvo y tomó aire para continuar –creamos industria para suplir las necesidades que no cubrían los grandes monstruos manufactureros.

–La sustitución de importaciones –interrumpió Del’ Port, que seguía atentamente la conversación.

–Exactamente –agregó Buenaventura, para continuar con su clase de historia –. Pero en los setenta, la realidad era otra. El capitalismo, se había fortalecido luego de la crisis, y el Estado Benefactor, ya no servía. Había que cambiar la estructura productiva y económica del estado. Es imposible competir contra un gigante como Estados Unidos… por el contrario, debíamos acercarnos para que nos guíen y… –tosió fuertemente y rió para continuar –derramen algo de la copa para los países periféricos. Hoy en día, sabemos que la teoría de la copa, es falsa. Nunca se derrama la riqueza, siempre queda para ellos. Pero en esos momentos, algunos lo creímos, y sabíamos que tendríamos beneficios personales.

–Es decir que…–interrumpió Leonard – varios políticos sacarían provechos monetarios de la situación.

–Por supuesto –continuó el viejo –. Todos los que continuamos en política luego del año setenta y cuatro, sabíamos lo que se vendría. Sabíamos que las Fuerzas Armadas seguirían los preceptos de la Escuela de las Américas. Descuartizarían al país, para el provecho de los países centrales. Ellos eliminaban una amenaza económica y militar, y a la vez, creaban un nuevo mercado para engordar las arcas norteamericanas.

–¿Y usted, se dio cuanta de ello? –preguntó Del’ Port.

–Por supuesto.

–¿Y no intentó dejar su puesto político en el gobierno de facto? –preguntó Leonard.

–Lo intenté –dijo Buenaventura. Estaba muy agotado, y una enfermera se había acercado al sillón donde estaba sentado –pero no era muy fácil dejar un puesto político. Teníamos grandes beneficios económicos, pero grandes pesares en nuestras espaldas –observó a Leonard

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detenidamente – ¿Recuerdas la carga pesada que te comenté al principio de la conversación? –preguntó.

–Usted comenzó a sentirla –agregó Leonard.

–Y mucho, hijo. Es más, se hizo tan pesada, que decidí escapar en los años 80. Y me buscaron, por muchos países del mundo. Pero no pudieron agarrarme. Fui mas listo que ellos –una repentina ola de juventud asomó en su rostro – guardé todo mi dinero en una cuenta Suiza, y escapé hacia Paraguay. De allí, me fui a Brasil, y luego a España. Finalmente, pude ubicarme en una casona de Frankfurt, y recluirme unos años.

–¿Cuál era esa carga tan pesada? –preguntó Leonard impaciente. Sabía que el viejo pensaba en muerte y desapariciones.

Ángel Buenaventura, estaba intentando respirar con todas sus fuerzas. El grado de estrés, había empeorado su deficiencia respiratoria. Pero luchaba por tomar aire, porque deseaba responder. Leonard Montieu lo veía en sus ojos, aquel hombre deseaba confesar. No iría nunca a la cárcel, estaba moribundo, sin familia y con los pulmones destruidos. Quería dejar su testimonio en un libro inexistente, que nunca tendría una página. Pero Leonard, podría sacar algo de información, tal vez algunos nombres.

–La carga… no era una… –Ángel tosía fuertemente, y la enfermera comenzó a preparar un tanque con oxigeno –sino… miles… miles de miles… ¿entiendes?… asesinatos por encargo… desapariciones… muchos de ellos, antiguos compañeros de política… buenos hombres.

–Quizás sea mejor continuar otro día –dijo Del’ Port.

El detective Montieu, no podía creer que el Federal diga eso, sabiendo lo importante del testimonio. Aquel hombre, por fin hacia algo bueno. Confesaba su pecado.

–Nunca podré olvidar esos rostros… nunca –continuó Ángel –tampoco el rostro… de los colaboradores de la dictadura… ni a sus hijos – Ángel había dejado de hablar, y miraba fijo al detective Del’ Port. Estaba agotado, y no podía seguir. La enfermera tomó al viejo por la nuca, y le acercó la mascarilla de oxigeno al rostro.

–Ya vámonos –dijo Del’ Port incorporándose –esta muy cansado. Volveremos luego –agregó mirando a Leonard.

–De acuerdo –dijo Leonard –gracias por todo, y disculpe las molestias Ángel. Espero que se recupere.

–¿Muchas personas cuidan del señor Buenaventura? –preguntó Del’ Port a la enfermera.

–Somos tres, nadie mas –respondió –el señor no tiene familia, lamentablemente.

–Suerte, y gracias por todo –se despidió.

Salieron del edificio, y subieron al auto. Se quedaron unos instantes inmóviles, pensando en que toda la información estaba allí, y que sólo había que esperar a que el viejo descanse.

–Volveré mañana –dijo Leonard.

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–De acuerdo, mañana regresaremos.

Del’ Port encendió el motor, y se dirigió hasta la jefatura de policía. Debía seguir trabajando en un caso de narcotráfico. Leonard, decidió caminar y aclarar unas ideas. Se saludaron con un apretón de manos, y caminaron en direcciones opuestas. No sería la primera vez.

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La sala capitular estaba iluminada con una tenue luz anaranjada, proveniente de unos escasos candelabros. En el centro de la sala, había una enorme mesa redonda de madera y hierro. Las paredes eran de ladrillo, cubiertas por una fina capa de telarañas. Había varios bodegones, donde descansaban botellas de vino cubiertas de tierra. Alrededor de la mesa, se ubicaban seis sillas de madera, tan antiguas como la mesa. Y lo más sorprendente, era lo que reposaba en el centro de la mesa, erguida y potente, sin diamantes ni brillo, pero totalmente imponente… una copa negra de gran tamaño. En su interior, descansaban muchos papeles doblados, ya gastados por el tiempo y de color amarillento.

La puerta del salón se abrió. Lentamente ingresaron seis figuras, y rodearon la mesa… cada una detrás de una silla. Miraron la copa negra, como embriagados por lo que vendría. Una figura levantó la mano, y todas se sentaron en silencio… esperando… callados.

–Muy bien –dijo un sujeto de estatura prominente y acento porteño –hoy es el día de un nuevo despertar. Todos tuvimos un testigo que nos puede llevar al pozo, y todos nos salvaremos cuando lo eliminemos del camino.

–Permiso para hablar –dijo la voz más joven –. Creo que no debemos sacar un papel de la copa negra.

–¡¿Cómo?! –gritó el jefe capitular que había comenzado la reunión.

–Hay un detective que está investigando demasiado –dijo la voz joven –y… está por descubrir algo…

–¿Con quién ha hablado? –preguntó otro.

–Con Ángel Buenaventura…

–¡No! –gritó una persona mayor –. Verás joven… mi testigo ha escapado hace tiempo. Su nombre –se incorporó lentamente recordando con odio su persona –es Santiago Madariaga. Lo he perseguido por cielo y tierra… durante diez años. Quince miembros de la copa negra, ya se han ido a terminar sus vidas… tranquilos… y yo no puedo… pues tengo esa cruz que camina por el mundo… escapando…

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Se detuvo, y su odio inundó el salón, mientras todos los presentes observaban al viejo. Leopoldo, se sentó apretando fuertemente los puños de ambas manos, y deseando la ayuda de la logia. Todos observaron al viejo, era respetado.

–Propongo dos cuestiones –habló por fin el jefe capitular –. En primer lugar… saquemos el próximo nombre, como siempre lo hemos hecho –observó al más joven –. Si la Providencia te ilumina, saldrá su nombre. Y en segundo lugar, vamos a buscar a Santiago Madariaga, todos juntos… hasta hacerlo caer.

Las afirmaciones cubrieron el salón, ya sean verbales o gestuales. El silencio continuaba reinando en el lugar, pero había un sentimiento mutuo de acción y camaradería. Todos trabajarían en conjunto.

–Ahora… Hagamos lo que vinimos a hacer…

El jefe capitular, se levantó de su asiento y estiró su brazo hacia la copa. Cuando acercó su mano, acarició su borde negro y oxidado… sintió el poder de la vida y la muerte en la yema de sus dedos… levantó el mentón, como tomando aire… respirando profundamente… y metió la mano dentro de la copa… sintiendo los viejos papeles. Antiguamente, eran mas de treinta en la mesa… ahora eran seis…

El silencio se hizo mas profundo… prácticamente nadie respiraba. Era un silencio frío y oscuro, como una gran manta tenebrosa que cubriría la realidad con una perspectiva que parecía de la Edad Medía, y no del siglo veintiuno.

Sacó el papel, y lo movió entre sus dedos… lentamente lo abrió, y leyó su contenido… riendo. Las carcajadas del jefe capitular llenaron el recinto, y dejó caer el papel sobre el lugar del hombre joven…

El rostro de Augusto Del’ Port se iluminó al ver el nombre de Ángel Buenaventura escrito en el papel… los ojos abiertos mostraron un fuego interno, y su sonrisa desfiguró su rostro joven. Tomó el papel, y lo guardó… era su oportunidad… si mataba a su objetivo… harían el ritual del fuego… sacarían los papeles restantes, y se quemaría el de Buenaventura… eso indicaba que había muerto… por eso la copa estaba negra… muchos papeles se habían quemado… menos el de Madariaga.

17

Buenos Aires, Viernes 6 de abril de 2007.

El detective Montieu amaneció con un amargo sabor en la boca. Se desperezó lentamente, todavía dormido y un poco mareado. Me ha caído mal la cena –pensó agotado. Caminó lentamente por la habitación, y llegó al baño entre bostezos. Se cepillo los dientes, y se lavo lentamente el rostro con agua fría. Se miró al espejo unos segundos, y cayo en la cuenta de que tenía terribles ojeras. Estoy mal del hígado –dedujo suspirando. Abrió un cajón del botiquín, y tomó una de las pastillas para el malestar estomacal. Abrió el grifo nuevamente, llenó un pequeño vaso de vidrio con el nombre del hotel, y tragó la pastilla.

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Luego de una reconfortante ducha, guardó su pistola en la funda, tomó su placa y abrió la puerta. Hoy no desayunaría. Bajó al lobby y saludó al portero. Caminó los cincuenta metros hasta el estacionamiento, y vio su Chevrolet verde estacionado. Desactivo la alarma, encendió el motor, y presionó suavemente el acelerador tomando un suave impulso. Manejó lentamente por el centro de Buenos Aires, y dio unas vueltas hasta llegar a la jefatura. Eran las ocho de la mañana, el detective Del’ Port debía estar en la comisaría, pero prefirió visitar al señor Buenaventura solo. Continuó viaje escuchando la radio. Hacía veinticinco grados de temperatura y pronosticaban una tormenta hacia la noche. Se detuvo frente al edificio del ex político, fumó un cigarrillo tranquilo y se dispuso a comenzar la actuación nuevamente.

La vereda estaba tranquila, como si los porteños no hubiesen despertado. La calle estaba desolada. Subió las escalinatas y tocó el timbre. Nadie atendió. Luego de unos instantes, se percató de que la puerta de vidrio de dos centímetros de ancho, estaba abierta. Tenía una seria rotura en la cerradura, y supuso que debían cambiarla pronto. Tocó timbre nuevamente. Nada.

Decidió entrar y subir al tercer piso. Pulsó el botón del ascensor, pero no escuchó ruido de motor ni el cable moverse. Maldito edificio –pensó. Subió las escaleras con pereza. Primer piso… vacío. Segundo piso… nadie a la vista. Tercer piso… la puerta abierta. La puerta de Ángel Buenaventura estaba abierta. Sólo había un silencio lúgubre.

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Eran las cinco de la madrugada, y Ángel se había despertado con fuertes espasmos. Tosía fuerte y despedía una horrible flema. Los pulmones se estaban deteriorando. Moriré pronto –pensó con los ojos vidriosos –Espero que vaya al cielo –se decía –aunque la veo difícil.

Apretó el botón que daba alarma a la enfermera. Rosa era una mujer de cuarenta años, que cubría el turno noche. Se iría a las ocho de la mañana, y llegaría Julieta. Ésta era más joven, pero menos amable. Era la muchacha que había recibido a los dos historiadores.

–Julieta conoció a los dos hombres que vinieron ayer –le comentó Ángel, tomando aire desesperadamente.

–No hable, señor –dijo ella –ahorre sus fuerzas. Está muy débil.

–Conocí a uno de esos hombres… lo conocí apenas cruzó la puerta –dijo el viejo –. Y también conocí a su padre, era un policía corrupto. Muy amigo de López Rega… un condenado que le interesaba sólo el dinero. Yo lo observe –le tembló la voz –matar… a dos jóvenes músicos en la calle Paraguay. Era una madrugada, no había nadie en la calle. Mi domicilio estaba allí en ese entonces. Se percató de mi presencia en la ventana del apartamento, pero no le importó. Yo era de ellos. Un tiro a cada uno. Mataba por placer.

–¿Por qué no lo denunció? –preguntó Rosa.

–Por miedo. El que mal anda. Mal acaba. Yo andaba en algo malo –tosió y escupió flema en una bandeja de metal –y el oficial Del Port, andaba en cosas peores. Esos pobres muchachos,

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fueron tan sólo un juego. Ese maldito aun está con vida… y teme ser enjuiciado. Yo debería declarar ante la justicia.

–¿Y por qué no lo hace?

–Por vergüenza. Por vergüenza.

Rosa lo ayudó a incorporarse, y lo llevó al sillón de la sala donde pasaba gran parte del día leyendo. Inmediatamente apareció la mucama, que trabajaba horario completo. Las tres mujeres, eran el único sustento del viejo… lo único que pudo asemejarse a una familia en aquellos momentos de desasosiego.

Ángel se entretuvo con las tostadas, mientras Rosa miraba la hora. Faltaban dos horas y media para su remplazo, y comenzaba a sentir las horas de desvelo.

Un golpe en la puerta hizo que dejara caer el teléfono celular, y de pronto, todo se nublo.

19

Eran las cuatro y media de la madrugada. El detective Del’ Port estaba en su auto fumando, acompañado de Alberto. Eran dos mercenarios especializados, que habían actuado en muchos asesinatos de la Copa Negra. Siempre eran solicitados para hacer los trabajos, y ellos se habían acostumbrado al sabor de la muerte. Incluso, hubo momentos en que lo disfrutaban. Pero, pasados los años, deseaban terminar con aquella ola de asesinatos. Hoy era un día especial. Del’ Port, había prometido a su padre que eliminaría el único testigo que podía traerle problemas. El único vestigio de un pasado negro. Y había llegado el momento de actuar. La Copa Negra lo había solicitado.

Alberto, era el protector de Leopoldo Grey, una de las personas más influyentes del círculo secreto. Hace años que había borrado del mapa a su testigo, y por lealtad, continuó trabajando para Grey. Hoy debía hacer apoyo logístico. Vigilar las entradas al lugar. Eliminar cualquier amenaza exterior. Llevaba su nueve milímetros con silenciador en la mano, y debajo de su traje tenía un grueso chaleco antibalas.

Del’ Port era de otra clase. Llevaba puesto unos jeans azules, y una camisa blanca a cuadros arremangada. Tenía una calibre 38 en la cintura, una calibre 40 con silenciador en su mano derecha y un pequeño juguete en la izquierda. Siempre llevaba su calibre 22 cargada. Poco ruido, pequeña y mortal –decía siempre. Era un tipo alto, lleno de vitalidad y con espalda de nadador. Era un asesino profesional. Revisó el cargador del revolver, martilló su 40 silenciada y bajó rápidamente del auto, luego de verificar el espejo retrovisor.

Contrariamente al día anterior, había un recepcionista en el edificio. Estaba distraído en la computadora, y no miró las cámaras de seguridad. Del’ Port silbó a su compañero, y aquel le arrojó una pequeña barra de hierro con punta. De un golpe, destruyó la cerradura y abrió la puerta blindada. El recepcionista se levantó de la silla confundido… un disparo en el pecho y otro en la

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cabeza de remate. Alberto, ingresó a la recepción, y escondió el cadáver detrás del mostrador. Rápidamente desconectó las cámaras y tomó las cintas de video, que estaban escondidas bajo llave.

El detective, subió por el ascensor mientras hacía sonar su cuello. Haría el trabajo rápida y profesionalmente. Aquel viejo lo había reconocido. Ahora sería lo último que vería.

Estudió la puerta de madera… no era muy fuerte. Miró su reloj. Las cinco y veinte de la mañana. Había algunos ruidos dentro, y se escuchaban voces. Respiró profundo, y apretó sus dos armas. Parecía un pistolero de película. Ahí vamos –se dijo.

Golpeó la puerta con una patada, y aquella se abrió bruscamente. Caminó por un pasillo sintiendo la espesa alfombra bajo sus pies. Miró en la primera habitación a la derecha… nada. Caminó un poco más, y llegó al estudio donde había estado conversando el día anterior. Allí estaba el viejo, sentado y terriblemente asustado. La enfermera apenas pudo darse vuelta. Un disparo en la cabeza con el revolver 22… en segundos ingresó la mucama por la puerta que daba a la cocina… dos disparos continuos en el pecho con la calibre 40. Amaba el sonido que despedía el silenciador. Nuevamente se hallaba embriagado por la adrenalina… por esa amarga y rápida forma de matar.

Lo miró unos instantes sin decir nada. El pobre anciano había disipado su miedo. No tenía temor a la muerte. Convivía con ella. Y lo miraba fijo, sin decir nada… pero lo decía todo. Sabía quien era… una viva imagen de su padre.

A pesar de enfrentarse a una vida que ya estaba en su punto culminante, sentía algo de remordimiento. Matar a dos mujeres jóvenes, no le había movido un pelo de conciencia. Pero aquel viejo moribundo, despertaba algo en su interior. Deja de pensar, idiota –se dijo por dentro –eres un profesional.

Empuñó la pistola con firmeza… un disparo al corazón. Levantó el brazo izquierdo… un disparo en la cabeza con el revolver. Caminó sobre sus pasos y se volvió para mirarlo, como si tomara una fotografía del viejo muerto. Era lo que había esperado tanto tiempo… sacó la calibre 38 de la cintura y le disparó dos veces más.

Falta una –pensó –. Lo peor es que me ha visto ayer. Lo arreglaré por la tarde.

Dejó el apartamento, y procuró trabar la puerta del ascensor. Descendió rápidamente por las escaleras. Alberto estaba sentado en la recepción, y no había pasado nada extraño. Salieron y huyeron con el auto hacia un bar de San Telmo. Allí desayunaron y dejaron que el estrés se disipe. Bebieron un café, fumaron y rieron. Ya había pasado.

Ahora debía esperar el llamado del detective Montieu, actuar como un hombre sorprendido por las noticias nefastas y acudir a la escena del crimen para verificar las pruebas… y alterarlas. Ya lo había hecho con aquel auto en la autopista, camino a Ezeiza. Un llamado de Alberto, y Del’ Port había ordenado buscar un auto azul. Cinco minutos después, un llamado desde su patrulla, informó a Alberto que mandara desaparecer el automóvil azul marino en un campo cercano a Campana, donde escondían armamento y autos utilizados en asesinatos pagos.

El teléfono sonó.

Dejó el café, apagó su cigarrillo, y se encaminó hacia el departamento de Ángel Buenaventura.

Ya salgo para allá, amigo Leonard –dijo por celular –No puedo creerlo. No toques nada, hasta que lleguen los forenses.

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Leonard había ingresado a la residencia de Buenaventura, y observó por unos segundos los tres cadáveres. Se encontraba estático, en un lugar muy alejado de París, ante un asesino que había limpiado a tres personas hace menos de 24 horas. Tenía las pistas frescas. Piensa bien –se dijo –no lo arruines.

Caminó por la habitación. No había nada desordenado, por lo que descartó el robo inmediatamente. El segundo factor que indicaba un asesinato por encargo o venganza, olvidando el robo, era la cantidad de disparos efectuados a los cuerpos, especialmente al viejo. Tenía cuatro orificios… uno en la cabeza y tres en el pecho. El orificio en la cabeza es muy pequeño… posiblemente un 22 –pensó.

Abandonó la habitación, y retomó el camino hacia el ascensor. Recordó que no andaba, y se encontró con la puerta trabada. El asesino, había dejado la puerta inutilizada para evitar un ascenso directo al hogar de Buenaventura mientras realizaba el trabajo, o para evitar el ingreso a la escena del crimen rápidamente, así podía escapar a salvo.

Necesitaba llamar a la policía, y pensó inmediatamente en Del’ Port. Tomó su celular, y marcó su número.

–Han matado a Buenaventura –dijo sin saludar.

–Ya salgo para allá, amigo Leonard –respondió sobresaltado –no puedo creerlo. No toques nada, hasta que lleguen los forenses.

–De acuerdo, te espero en la entrada.

Entró en el ascensor, pero debía ser analizado por si tenía huellas del asesino. Utilizó las escaleras, y llegó a la recepción. Allí notó la sangre. Había gotas en la pared, y una mancha en el suelo. Caminó lentamente hacia el mostrador, y descubrió el cadáver del recepcionista. Diablos –dijo en voz baja.

Salió a la puerta para respirar aire fresco. Sentía que le faltaba el aire. Estaba ante profesionales, y sabía que existía una relación directa con la agrupación mafiosa que debía investigar. ¿Quién seguiría? –se preguntaba, pensando en las fichas con nombres entregadas por Del’ Port. Su investigación recién comenzaba, y ya tenía tres muertes sobre su espalda.

Debo encontrarlo antes de que halle a su próxima víctima –pensó. Luego de un rato, llegaron los policías de investigaciones y el forense. Al rato, arribaron representantes de la justicia, y poco después, varias camionetas de diversos medios de comunicación televisiva.

Leonard caminó nuevamente por la escena del crimen, observando los pequeños detalles. Ordenó revisar meticulosamente todos los picaportes, esperando encontrar huellas digitales, y también, analizar los pisos en busca de cabellos. Del´ Port, había entregado al oficial Leonard plenas facultades para comandar la investigación, salvo el control de los forenses. El mismo, se encontraba fumando en la puerta del apartamento, cuando vio a Leonard revisar el cuerpo del viejo. Entonces, lo llamó.

– ¡Hey, Leonard! ¡ven aquí!

Page 37: La copa negra

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– ¿Quién crees que está detrás de todo esto? –preguntó Leonard, mientras se apoyaba sobre el marco de la puerta.