la decoradora

Upload: pedro-bonache-melia

Post on 05-Jul-2018

223 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    1/292

    1

    Agradecimientos.

    Vicent Dasí dijo:

    - Si no escribes tú “La decoradora”, la escribiré yo.

    Y gracias a sus ánimos y apoyos he sido capaz de escribirla.

    Gracias a Juan Carlos Estruch y a Ana Revenga, conociéndolos y

    trabajando con ellos he tenido la sensación de que cualquier sueño o proyecto

    se puede convertir en una hermosa realidad.

    Gracias a Miguel Garigliano por un comentario que dejó en Facebook

    cuando desvele los primeros párrafos de la novela, Miguel dijo:

    - ¡¡ Sigue…!!

    Gracias a Amaya, de “Esto me vale”, su encuentro con el tresillo Art Decó

    que recuperó gracias al herrero me sirvió de inspiración para continuar

    escribiendo.

    A Pamen Merchante por ser una apasionada del reciclaje, de la

    recuperación de viejos muebles y enseres y de la decoración.

    A Cool Desing Interiorismo de Las Palmas de Gran Canaria por la

    fotografía de la portada interior con uno de los primeros  Papa Bear  que

    repliqué para Héctor Díaz.

    A Sedere por haber reunido a tantos iconos del diseño, no olvidarénunca esa primera visita a la tienda.

    A Sento Serrano, de   Studio Vintage, por su pasión hacia el vintage más

    autentico.

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    2/292

    2

    NOTA DEL AUTOR.

    “La decoradora” es una novela que se apoya en la imagen, en los paisajes

    urbanos o en los polígonos industriales, en los solares, en los descampados… en

    el rastro que ha dejado la crisis, pero también hay momentos en los que el lector

    se encontrará con auténticas joyas del diseño del siglo XX, del llamado estilo

    Mid Century, que tanto gusta a la protagonista, por eso he decidido añadir una

    Guía de Modelos, por orden de aparición en el texto, para que las personas que

    lean este relato puedan visualizar todas esas piezas que fascinan a la Sara y que

    espero terminen fascinándoles también.

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    3/292

    3

    LA DECORADORA

    Pedro Bonache Meliá

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    4/292

    4

    I

     El mar de escombros. El oso herido.

    La prostituta era lo único hermoso de aquel polígono industrial repleto de navesabandonadas y de montañas de escombros, de vertidos, de cascotes y de plásticosque el viento de levante azotaba rabioso. La intensa brisa también removía loscabellos rubios de la muchacha, demasiado joven para vender su cuerpo aextraños y demasiado débil para estar allí sola, rodeada de escoria, de basuras yprobablemente atrapada por alguna mafia del este que la trajo a la costamediterránea con alguna falsa promesa de trabajo.

    Sara la observaba desde la vieja Citroën C15, sentada sobre unos asientosdeshilachados y sucios. Fumaba y observaba a la joven y al paraje sórdido ymuerto, desde en un habitáculo sin alfombrillas y sin glamour, tan solo el volanteanclado a un solo radio daba un toque de distinción y diseño a la furgoneta, undetalle que cada vez que se sentaba tras el aro le recordaba quien fue y quien eraen esos momentos.

    Sara cerró los ojos, dio una calada y trató de recordar el interior de su adoradoTiburón. Recordó el volante, también con un solo radio, los tres relojes centralesdel Pallas y las miradas que la seguían cuando aparcaba frente a los locales quedecoraba junto a Cesar Vega. Realmente aquel coche no encajaba mucho con su

    conducción nerviosa y rápida, pero siempre le había gustado y rezumaba un estiloy un diseño que ya de niña le fascinó. La primera vez que vio un Tiburón en su

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    5/292

    5

    calle le pareció que era una nave espacial, el coche parecía posado sobre el asfaltoy sus faros eran amarillos, como de otro planeta.

    Sara emergía del elegante DS negro y se alzaba espigada y esbelta por encimadel techo bajo y afilado del escualo. La decoradora descubría el deseo en los

    rostros de los hombres que la veían surgir elegantemente de aquel icono deldiseño, en esos momentos, aquellos clientes deseaban que ella, que Sara decorasesus nuevos restaurantes, sus cafeterías o sus propios pisos, sus chalets o susapartamentos.

    En aquellos momentos Sara no podía evitar echar una mirada rápida a CesarVega, su pareja, su mentor, el hombre con el que se acostaba todas las noches.El hombre atractivo y locuaz que había llenado Valencia con los aires vintagemás refinados y elegantes, por eso le llamaban El gurú del Vintage y losrestauradores se peleaban por sus bocetos y por sus ideas. También los nuevoschefs, amigos adinerados que alquilaban locales céntricos para mostrar al público

    sus habilidades culinarias, básicamente las mismas con las que agasajaban a susinvitados y conocidos. Cesar los envolvía con su palabrería y con susaspavientos, con sus movimientos y gestos hipnóticos. Sara observaba como esosaprendices de hosteleros caían rendidos ante el hombre que parecía anticiparse alas modas y que parecía ser un auténtico gurú que leyese las mentes de quienesle rodeaban, incluso la suya.

    Recordó el día que amaneció con las llaves del Tiburón en su mesilla de noche,fue lo primero que vio al abrir los ojos… a partir de aquel día se entregó a Cesary a su juego, a su mundo y a sus fantasías de interiorista visionario.

    Sara dio otra calada, observó la colilla, la dejó caer sobre el asfalto del polígonoy el mismo viento de levante que barría los solares la hizo rodar sobre sí misma.

    Volvió a recordar la mirada, la que ella lanzaba a Cesar cuando se sentíadeseada por todos esos empresarios, cuando surgía del Tiburón como lapersonificación del coche. Era una mirada altiva, una mirada de orgullo al saberque día a día estaba superándole, incluso desplazándole. Pero todo era irreal, todoera una farsa, una trampa y una manipulación que terminó con varios muertos yheridos a sus espaldas.

    Volvió a fijarse en la prostituta y en como un coche se paraba frente a ella. La joven se asomó por la ventanilla, apenas sin intercambió unas palabras y se subió.

    El coche arrancó y se perdió por uno de aquellos viales que terminaban en solaresocupados por estructuras de cemento, por pilares y paredes prefabricadas dehormigón pretensado, por los cadáveres de las naves que nunca terminaron deconstruirse o por otras abandonadas y desmanteladas por bandas de chatarrerosque recorrían los polígonos buscando metales y arrancando los cableadossubterráneos del cobre que tenía que haber proporcionado energía a esas mismasnaves.

    Y ella, Sara, la que fue la decoradora de moda en Valencia pertenecía enaquellos momentos a ese otro mundo. La prostituta vendía su cuerpo, loschatarreros desguazaban las fábricas abandonadas y ella recorría las escombreras

    y los ecoparques buscando muebles viejos que después restauraba con mimo yarte. Sara conseguía colocar algunos de ellos en las pocas tiendas que no lehabían cerrado sus puertas tras salir de la cárcel y en otras que habían abierto

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    6/292

    6

    durante los tres años que estuvo en el penal. No la conocían, no sabían de esepasado trágico, ni del escándalo en el que se vio envuelta y condenada, tan soloapreciaban sus trabajos y quedaban encantados con los acabados que daba a losmuebles, gustaban y normalmente se vendían con facilidad. También le

    encargaban restauraciones de clientes y poco a poco Sara iba recuperando suautoestima, poco a poco se iba reconstruyendo a sí misma. Se restauraba comohacía con los muebles viejos y abandonados y soñaba con encontrar algún díaalguna pieza valiosa, alguna antigüedad que hubiese acabado entre esasescombreras que surgían en las parcelas sin construir de los polígonosindustriales que rodeaban Valencia.

    Lo soñaba para volver a sentir algo autentico entre sus manos, lo soñaba paraalejarse de los recuerdos de esos últimos años en lo que todo a su alrededor fuefalso, vacío e hipócrita, doloroso y trágico.

    Aunque ni la mejor de las restauraciones conseguía hacerle olvidar la mirada

    de Abelardo Jordan, cuando el crujido estremeció el techo del restaurante,aquellos ojos la miraron hasta que la lluvia de cascotes y de personas loaplastaron, acabando con su vida y con la de varios de los invitados a lareapertura del restaurante y de la sala de baile. Sara pudo distinguir a las personasprecipitándose desde el piso superior, escuchó sus gritos y el escalofriantecrujido del derrumbé. Aquellos sonidos densos y brutales la acompañarondurante todas las noches que siguieron a la tragedia, durante todo el juicio,durante la sentencia condenatoria y durante la mayoría de las noches en la celda.Desde aquel día las tormentas la descomponían, el crujido del trueno antes dedesatar el relámpago la aterrorizaba hasta el punto de confundir se percepción

    del tiempo. Mientras duraba el retumbar volvía a estar allí, en la puerta delrestaurante, mirando hacia los ojos de Abelardo Jordan.

    El juicio fue rápido, los parientes de los muertos y de los heridos la acusaron através de caros abogados, acordes con sus posiciones sociales, incluso su novio,Cesar Vega, que declaró como estafado por la propia decoradora.

    Ante los ojos del público y del juez Sara quedó como una mujer ambiciosa ysin escrúpulos que había causado la muerte a varias personas por no perder unapizca del prestigio con sus famosas reformas exprés. Ese era un término acuñadopor el propio Vega, a él le encantaba irrumpir en las tascas y bodegas del centrode Valencia y desmantelar las decoraciones horteras, así las definía él mismo,

    que sus propios dueños habían diseñado. Aun así se mostraba benevolente conaquella horteridad, pero terminaba ofreciéndoles un auténtico ambiente vintageen algo más de 24 horas.

    -Será una reforma divertida ya lo veréis, tendréis un local con alma y el clientelo notará – solía prometer, danzando por los locales con sus vaqueros, luciendosu barba de hípster y con los ojos tan abiertos que provocaba grititos y saltitosde júbilo entre camareros y propietarios.

    Pero Vega anhelaba un proyecto grande y el restaurante de Abelardo Jordanera el ideal, sería un auténtico baño de multitudes, podría llenar parte del localcon muchas de las antigüedades que acumulaba en una vieja nave y que no habíaconseguido vender en su pequeña tienda de la calle de la Paz. Pero aquel proyectoera algo más serio que una de sus famosas y divertidas reformas exprés, no se

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    7/292

    7

    trataba de un pequeño local con apenas un par de mesas y media docena detaburetes altos en los que picar una tapa. Veinticuatro horas no iban a sersuficientes y los plazos de entrega se echaron encima, las cláusulas quepenalizaban cada día de retraso se volvieron demasiado amenazantes y Vega

    decidió alterar el proyecto para no solo no perder ni un solo día, sino para lograrentregar la obra antes de lo acordado. Habría sido suicida retrasar quince díaslas obras hasta la llegada de las vigas prefabricadas, por eso decidió sustituirlassin que Sara lo supiese, ella firmó aquellas ordenes de trabajo y de comprasconfiando plenamente en él y sin saber que las vigas de doble T jamás seinstalarían en aquel forjado sin columnas. En aquella semana viajaron a Suiza yvisitaron el museo del diseño Vitra. Cuando regresaron, el falso techo ya estabainstalado y la viguería oculta, salvo una de ellas, la única buena que dejaron aldescubierto para que Sara pudiese verla, para que pudiese certificar con su firmala correcta instalación. Pero Sara regresó de ese viaje al mundo del mejor diseñodel siglo XX conmovida, ver las obras de Eames, de Panton, de Saariñen, deBertoia…, la habían fascinado y aquel embrujo aún duraba cuando paseó por elamplísimo comedor del restaurante sin que ni uno solo de los viejos pilares deladrillo macizo rompiesen aquel espacio diáfano y de horizontes infinitos. Desdecualquier mesa de aquel comedor se podían contemplar los perfiles de la sierraCalderona declinando hasta la orilla del mediterráneo y desde la sala de baile,abierta en la planta superior, se tenía la sensación de ser un ave en vuelo hacialas ruinas del castillo de Sagunto.

    El abogado de Sara fue incapaz de demostrar que su defendida había sidovíctima de su propio amante, que había pecado de confiada y que se había dejadollevar por el glamur y por el verbo atractivo y hechizante de Cesar Vega. Aquellafantasía la había cegado, junto a los viajes a Francia y a las ferias deantigüedades, junto a las escapadas a Londres o a Viena y junto a las galas ycenas con la clase acomodada de Valencia, siempre de la mano de él.

    - Estas órdenes de compra y de trabajos prueban que usted decidió instalar esasvigas, usted planificó los trabajos y después se fue a Suiza a hacer turismo.

    Las últimas palabras del fiscal la hicieron sentir una profunda vergüenza, sesintió mezquina y estúpida. Estaba allí, en el banquillo por haber dejado de serella, por haber confiado plenamente en Cesar Vega. Aquel día sintió que la tierrase abría a sus pies, vio el abismo y supo que su vida estaba a punto de

    despedazarse irremediablemente. Ya era tarde para darse cuenta del engaño yreaccionar. Llegó la condena, el embargo de sus bienes, de sus cuentas, la subastade su Tiburón y después las rejas y la privación de la libertad.

    Pero había cumplido la condena y empezaba a ser dueña de su vida, ya noexistían rejas ni horarios que llenasen de obstáculos su vida, ni siquiera aquellasmontañas de cascotes suponían ya obstáculos.

    La puerta de la C15 chirrió al abrirla y Sara se anudó el cinturón de encofradora la estrecha cintura, tenía que llevar la hebilla cromada hasta el último agujeropara que quedase bien trabado y para que no se escurriese con el peso del martilloy de las tenazas, también llevaba un pequeño cutter, presillas, un par de pequeñas

    bolsas de plástico, un bote de tresenuno, un juego de destornilladores y unasbridas largas que solía utilizar para amarrar varios objetos a la vez.

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    8/292

    8

    Se cubrió los cabellos negros con una gorra de visera, se colocó los gruesosguantes de cuero y pisó con sus botas de trabajo sobre los cascotes. Pisó entreaquellos restos de ladrillos rotos y resquebrajados con el estallido de la burbujainmobiliaria. Aquellos afilados tacones que calzaba antaño se abrían roto sobre

    los escombros y sus trajes chaqueta se habrían deshilachado entre las matas orasgado contra la ferralla que asomaba, deforme y oxidada.

    Sara pisaba sobre el mar de escombro, sobre los vertederos ilegales y rastreabaentre muebles viejos y trastos, entre cajas de cartón y planchas de uralita. Pisabasin miedo y trepaba entre los cascotes sintiendo como los escombros cedían bajosu ligero peso, pero no tropezaba ni perdía el equilibrio, había aprendido amoverse en aquel entorno y a vivir de él, a descubrir entre aquellos despojosenseres que aún tenían valor, objetos que podía devolver a la vida y queterminarían en los salones o en los dormitorios de alguna de las viviendas quepodía distinguir desde allí, encaramada en los alto de una montaña de vertidos.

    La humedad del mediterráneo que entraba en Valencia empujada por la brisa,enturbiaba las altas grúas del puerto y envolvía los perfiles entre futuristas ydecadentes de la Ciudad de las Artes y las Ciencias, tiñéndolas de un azul pálidoborroso, atravesado por tendidos de alta tensión, por puentes que cruzaban porencima del enorme cauce del Plan Sur. El rio Turia apenas si vertía agua por elamplio lecho artificial y era el propio mar el que penetraba hasta topar con elenorme herbazal crecido allí abajo. Los horizontes eran así, poco atractivos,artificiales, desordenados, la faz cruda de las ciudades vistas desde lejos, desdesus arrabales, entre viejas naves industriales carentes de cualquier atractivoarquitectónico, entre enormes viales desiertos y entre esos vertederos que erancomo cementerios de los sueños realizados y ya consumidos.

    Todo lo que veía Sara formó parte en algún momento de un sueño, de un deseo,de un anhelo, incluso aquel sillón orejero que poco a poco se iba irguiendo anteella, a medida que trepaba sobre la colina de escoria, fue un sueño o un anheloque provocó emociones, e incluso que el corazón de la decoradora comenzase alatir demasiado rápido.

    -Joder, no puede ser – murmuró anhelante- no puede ser…., tiene que ser unaputa copia china.

    Alcanzó la cima de la escombrera excitada y reconoció el inconfundible perfilde un Papa Bear , de un oso herido con su piel y con la tela hecha jirones, con su

    armazón y con sus huesos al aire, asomando entre algunas brechas y cortes, peroatractivo, distinto, casi grotesco con aquellos reposabrazos proyectados haciaadelante y rematados con una pieza de madera vista que recordaba la uña de unoso, aquel fue el guiño de Hans Wegner a su propio modelo, un sillón orejeroque debía acogerte como el abrazo de un oso cariñoso, así lo pensó el famosodiseñador danés en los años 50…, y justo 100 años después de la muerte deWegner, aquel oso se alzaba en medio del descampado ante sus ojos.

    La joven prostituta rubia que había estado observando Sara dejó de ser lo máshermoso de aquel paraje desolador y la decoradora echó a correr hacia el sillónsin perderlo de vista, sin mirar por donde pisaban sus botas de trabajo.

    Las gruesas suelas de goma la llevaron como las botas de siete leguas, casivolando por encima del mar de escombro, atravesando las hierbas que ya habían

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    9/292

    9

    colonizado los solares y saltando por encima de pedazos de muros y de pilarescaídos… sin perder de vista aquella silueta que bailoteaba con sus zancadas yque cada vez estaba más cerca, tanto que le invadió un súbito miedo, el pánico aencontrarse con una copia asiática. Fue parándose, recuperando el aliento y

    caminando despacio hacia un oso herido que dejaba ver parte del relleno de fibrade algodón que lo acolchaba sobre una madera que no parecía ni pino ni haya.

    Sara contuvo la respiración, dio un par de pasos más y deseó que ese momentodurase eternamente, su instinto le decía que no estaba ante una réplica china. Losdoce botones aún permanecían ahí, dando forma al generoso respaldo, aunquealgunos de los muelles asomaban entre la tela desgarrada. El cojín apenas siabultaba y su vivo serpenteaba alrededor de la platabanda como sujetando latela, como luchando por mantener el decoro de aquella pieza fantástica, a la quele faltaba una de las zarpas, los agujeros de los mechones aparecían vacíos, peroel Papa Bear se mantenía digno, autentico, deseando que la decoradora lo alzase

    para comprobar si bajo el delantero se encontraba el sello del ebanista danés quefabricaba las piezas diseñadas por Wegner.

    Sara rodeó al Papa Bear lentamente, sintiendo como el sonido desaparecía asu alrededor y escuchando tan solo su respiración, percibiendo la excitación deese momento y agachándose frente a él, como realizando una genuflexión, unareverencia ante la deidad. Terminó arrodillada ante el orejero, se agachó un pocoy con cuidado lo levantó por delante, vio las cinchas del asiento combadas,colgando hacia abajo, ya cedidas y fatigadas, percibió como la estructura defresno rechinaba, se quejaba como un enfermo que se dejaba explorar y descubrióel sello, casi borrado y descolorido, casi una leyenda que le provocó un vuelco

    en el corazón,

    “…Made in Denmark, designer, Han  s J Wegner, A.P. Stolen.Copenhagen…” 

    Y al mismo tiempo algo que tiraba de su cuello hacia atrás con la fuerza de unlatigazo.

    -¡Ese es mi sillón, hijaputa…!

    La voz ronca de la mujer restalló a su espalda a la vez que le estiraba de lacoleta, Sara perdió el equilibrio y rodó de espaldas sobre la tierra sintiendo comoel cuero cabelludo soportaba su propio peso y escuchando los gritos de la mujerque ya había empezado a patearla.

    Sara gruñó, giró la cabeza buscando sus ojos y descubrió a otra prostituta conel rostro crispado y con decenas de arrugas cuarteando el maquillaje excesivo.

    -¡El Moro me va a pagar por él y no te lo vas a llevar, cabrona...! – vocifero denuevo, pero Sara ya no oyó su voz, en su cerebro resonaron los gritos y lossonidos del penal, sus propios lloros y la voz de Jurga, una presa búlgara a la quetodas respetaban, “ araña muerde y da patadas…, no pegues como pegan los

    hombres” .La reclusa que Sara había logrado maniatar y ocultar, se liberó en medio de un

    grito de rabia. La expresidiaria alzó los brazos y sus manos se aferraron contra

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    10/292

    10

    la muñeca que la sujetaba por el pelo, clavó las uñas hasta hundirlas en el brazode la mujer y se retorció, rodó sobre la tierra sin soltarla.

    Escuchó el grito de dolor de la mujer y se sintió liberada de esa mano que lahabía derribado tirando de sus cabellos, se apoyó con las manos en la tierra y se

    levantó de un salto. Se encontró con ella arrodillada en el suelo, muy cerca deella, tanto que lanzó la patada sin pensarlo. La puntera reforzada con la cúpulade metal se estrelló contra su rostro, el tabique nasal crujió y a mujer se desplomóde lado. La sangre comenzó a manar por la nariz rota, fue resbalando por lospómulos, entre las comisuras de los labios y se fundió con el pintalabios rojocreando una especie de risa surrealista que se extendió por el cuello hasta gotearsobre la tierra del polígono industrial.

    La mujer empezó a toser y escupir sangre, toda ella se estremeció con las toses,se removió como intentando levantarse pero apenas si pudo mover los brazos ylas piernas torpemente.

    La reclusa se quedó observándola durante unos instantes, hasta que escuchó elmotor de una furgoneta acelerando ruidosamente. Giró la cabeza y descubrió unaFord Transit blanca lanzada sobre lo viales, oyó como los neumáticos derrapabanen una de las curvas y como aceleraban hacia ella.

    Aquella furgoneta le resultó familiar, aquel sonido, el hombre que la conducía,su sotabarba, los abalorios que se balanceaban tras el parabrisas.

    - Joder…, el puto Moro.

    Recordó que se había cruzado alguna vez con él por las calles de Valencia,buscando entre enseres abandonados o visitando los ecoparques, incluso había

    escuchado su voz con acento árabe charlando con otro hombre que a veces leacompañaba.

    Giró sobre sí misma, se acuclilló frente al Papa Bear , lo envolvió con susfibrosos brazos y lo levantó en vilo, como cuando entrenaba las sentadillas en elgimnasio del penal. Se afianzó el sillón entre sus estrechos hombros, percibió elfresno apoyando desnudo contra su cuello y echó a correr a través de laescombrera.

    La adrenalina inundó el torrente sanguíneo de la reclusa y su rostro se contrajocon el esfuerzo, los parpados se estrecharon sobre sus pupilas y los finos labiosse tensaron al abrir la boca, aspirando el aire que anhelaba para poder seguirtrepando sobre las colinas de escombro, para poder mover los firmes músculosde sus piernas, para pisar sin tropezar, sin torcerse los tobillos envueltos por lamedia caña de las botas de seguridad, para llegar hasta la pequeña Citroën blanca.

    Sara arroyó unas matas, saltó al asfalto del vial y se quejó al voltearcuidadosamente el sillón. Sintió como se tensaban todos sus músculos y comolos tendones de sus hombros se retorcían tratando de retener el peso del Papa

     Bear , pero se resbaló entre sus manos y golpeó con unas de las patas delanteras,la madera crujió, se partió el mechón y la pata rodó bajo la furgoneta.

    - ¡Joder nooo…!.

    Sara se agachó, estiró la mano pero no la alcanzó, reptó, se escurrió bajo elchasis, se quejó cuando el tubo de escape le quemó en la mejilla y cerró susmanos sobre la pata cónica. Reculó, se levantó, abrió las puertas, volvió a cargar

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    11/292

    11

    el sillón, lo tumbó de espaldas, empujó y se quedó mirando entre las cinchas delasiento. Podía ver el respaldo, la tela rajada y los muelles que asomaban.

    -¡El cojín, coño! ¿Dónde está el cojín…? ¡Joder...!

    Cerró el portón y corrió de nuevo hacia el solar, atravesó otra vez las matas,trepó entre los escombros, vio a la Transit rodando hacia ella, jadeó y descubrióel cojín caído sobre los cascotes. Corrió hacia él, lo cogió de un zarpazo y volviósobre sus zancadas. Abrió la puerta, arrojó el cojín en el asiento del copiloto,metió las llaves y el 1.8 mugió sin arrancar.

    -¡Hostia puta, arranca coño…! – protestó Sara, golpeando con el puño en elsalpicadero.

    Giró otra vez la llave, el gas-oíl se incendió bajo la presión de los pistones yel motor arrancó con una sacudida.

    -¡Bien…!.

    Sara engranó primera, pisó el acelerador y los neumáticos delanteros de lapequeña furgoneta resbalaron sobre el asfalto, aceleró hundiendo el pedal yvolvió a cambiar, la caja de cambios crujió y el Papa Bear dio un bandazocuando giró a la izquierda.

    Sara miró por la ventanilla y vio a la Ford, acelerando y dejando una fumarolanegra de gasoil quemado tras ella. Cambió a tercera y volvió a pisar a fondo elestrecho pedal del acelerador, el motor se revolucionó, un humo denso y negroempezó a salir por el estrecho escape y cambió a cuarta. Miró por el retrovisor yvolvió a ver a la Transit lanzada tras ella.

    Frenó, redujo y giró a derechas, el sillón se golpeó contra las ventanillas y Saravolvió a acelerar. Se fijó en el callejón que quedaba entre dos naves levantadascon ladrillos rojizos sin enlucir y dio un volantazo hacia él, frenó al mismotiempo que giraba, la rueda contraria al apoyo se levantó del suelo y Sara metióla C15 entre piras de pales y entre contenedores industriales. Esbozó una sonrisay cabeceó.

    -Por aquí no cabes, gilipollas – murmuró esquivando a izquierdas y a derechaslas montañas de pales. Echó otra mirada rápida al retrovisor y arrugó el ceño-coño, ¿dónde está…? no la veo, a tomar por culo.

    Redujo a segunda, rebasó las dos naves y frenó en el cruce, asomó el capó y

    giro lentamente la cabeza hacia su izquierda…, estaba allí, se acercababramando, levantando una tolvanera de polvo y plásticos que se mezclaban conla fumarola oscura que se arremolinaba tras ella.

    -Joder…

    Metió primera, giró a la derecha y volvió a acelerar hundiendo el pedal, el 1.8resonó hasta quemar aceite en sus pistones y las ruedas delanteras tiraron de laCitroën hacia delante, cambió a segunda, a tercera, aceleró y la Transit se echóencima hasta casi embestirla.

    Sara hundió el pedal a fondo, los cuatro pistones enloquecieron y la cabina

    chata y enorme de un tráiler asomó desde el interior de una de las navesindustriales, estrechando el vial, cerrando la calle por su derecha.

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    12/292

    12

    La reclusa levantó el pedal del acelerador, frenó un poco y movió el volante asu izquierda, enderezó y pasó rozando la cabeza tractora, miró fugazmente elretrovisor y vio a la Transit pasando también, pero lijando sus costados contra lafachada de otra nave y arrancándose de cuajo los dos espejos.

    -Ya no me pillas, cabrón… -maldijo Sara, nerviosa y empapada en sudor, conlos antebrazos crispados y los hombros rígidos y tensos.

    Frenó, giro a la izquierda, volvió a acelerar, dejó atrás más contenedores deresiduos industriales y la calle desapareció contra el bordillo de la estrecha aceraque daba a la rambla que canalizaba el agua de lluvia.

    -¡Joder nooo…! – gritó Sara golpeando el aro del volante. Se había equivocado,había girado una calle antes. Salió y se asomó al canal, apenas si pasaba unriachuelo de agua por el fondo, los taludes eran de tierra y estaban cubiertos porhierbas bajas, no eran de cemento como las del Plan Sur. Miró a su izquierda,sintió el viento de levante refrescando el sudor nervioso de su frente y vio queallí la rambla perdía profundidad.

    Se giró y descubrió a la furgoneta entrar en la calle y acelerar hacia ella…., sequedó parada, sin poder moverse, el sonido real desapareció y volvió a escucharlos sonidos de la cárcel, “a ver que tiene la pija por aquí…” y las presasveteranas entraban en su celda y lo registraban todo, se llevaban cualquier cosa,desde un peine hasta un clip…, y aquella furgoneta le iba a quitar lo únicoautentico de su vida en esos momentos.

    Sara negó con la cabeza, volvió a subirse a la C15, se puso el cinturón deseguridad, metió primera y se acercó al bordillo con cuidado, noto como las

    ruedas trepaban, aceleró un poco más y el Papa Bear volvió a removerse cuandolas ruedas traseras se alzaron sobre el mismo bordillo. Siguió avanzando concuidado y el capó se inclinó hacia abajo, hacia el fondo de la rambla.

    Los horizontes de naves industriales y de tendidos de alta tensióndesaparecieron y Sara sintió miedo, sintió que se ahogaba con el vértigo queaceleró sus pulsaciones y pisó otra vez el acelerador. Empezó a caer, a rodarcuesta abajo hacia el fondo, a dar brincos, a saltar entre algunos cascotes,mientras Sara se aferraba al volante tratando de esquivar los escombrosdemasiado grandes. Llegó al fondo y atravesó el riachuelo levantando una lluviade lodo, el morro se alzó bruscamente, el Papa Bear volvió a rebotar en la caja

    trasera, se golpeó con la cabeza en el retrovisor y al otro lado del cristal descubrióel cielo azul manchado con algunos cirros blanquecinos. Continuó con elacelerador a fondo y el 1.8 se quejó, pero sin dejar de girar, sin dejar de enviartracción a las estrechas ruedas delanteras que ascendían resbalando sobre lahierba, aprovechando el impulso de la bajada.

    La Ford Transit se lanzó sobre la rodada de ella, empezó a derrapar de delantey el cárter golpeó bruscamente contra el canto de una viga prefabricada. Elhormigón resquebrajó el aluminio y de la panza de la furgoneta brotó un vomitode aceite negro, pero atravesó el desagüe y empezó a remontar atronando yenvuelta en el humo del gasóleo quemado.

    La calandra de la C15 Sara asomó por la rambla, todos el chasis rechinó, elsalpicadero crujió, el orejero dio otro bandazo…, y el cielo y los cirros dejaronpaso de nuevo a las naves industriales y a los tendidos de alta tensión, las ruedas

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    13/292

    13

    delanteras se quedaron durante unos segundos en el aire y terminaron cayendosobre las losetas de la acera. La pequeña furgoneta rebotó sobre el asfalto, losremaches se partieron y la matricula salió despedida, el capó del motor se levantóy golpeó contra el parabrisas. Sara frenó en seco y volvió a cerrarse. Soltó el

    embrague, metió primera y echó una mirada rápida al espejo exterior, entoncesvio surgir de la rambla su panza negra y sucia, era la sangre de enorme cachaloteblanco que emergía con el odio de  Moby Dick …, la Transit  tocó tierrapesadamente, se hundió de delante, el paragolpes delantero se desencajó contrala acera y el enorme cetáceo mecánico quedó varado, envuelto en el humo blancoque escapaba del motor gripado, con sus pistones fundidos contra el bloquemotor.

    Una sonrisa se formó en el rostro descompuesto de Sara y suspiró, engranósegunda, ganó velocidad y la sonrisa se volvió en una risa nerviosa que empezóa convulsionarla mientras las lágrimas resbalaban desde sus ojos.

    Echó una última mirada al espejo exterior y vio a la furgoneta más lejos y máspequeña, inmóvil, ya no la perseguía… el Papa Bear ya era suyo, la reclusa sehabía jugado la vida por él y por ella misma.

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    14/292

    14

    II

    Tarsis, el bosnio.

    Tarsis conducía el BMW como si lo acabase de sacar de un concesionario,apenas si rozaba el volante y daba la sensación de que sus poderosas manos no

    llegaban a tocar la piel que forraba el aro. Ocurría lo mismo cuando cambiaba demarcha, nunca llegaba a envolver el pomo de la palanca con todos sus dedos,empujaba con la palma y la movía hacia atrás formando un cuenco con los dedos.Nada de brusquedades, como si el bosnio sintiese todos los dentados de la cajade cambios, como si sus propias articulaciones formasen parte de la mecánica.

    Conducida como el más cuidadoso de los choferes, conducía como si él fueseuna prolongación humana del automóvil, mimando cada gesto, cada frenada,cada aceleración…, era la herencia inolvidable de su pasado de transportista enBosnia, allí los repuestos escaseaban y una avería suponía perder el trabajo, unaavería podía suponer quedarse en mitad de una carretera solitaria y peligrosa. La

    avería podía suponer pasar hambre o morir de frio en los duros inviernos delnorte.

    Tarsis nunca llegó a sufrir una avería, pero no pudo evitar la guerra ni que lasmilicias armadas usaran su camión para llenarlo de vecinos y de personas quedespués ametrallaban en las lindes de los espesos bosques. En la caja de sucamión también transportó armas y municiones para tropas que disparaban sinpreguntar, paramilitares que volvían a cometer las mismas atrocidades de laSegunda Guerra Mundial. Hombres de mediana edad y jóvenes de miradasbrutales y armados con AK-47, con el fusil que más muertes había causado en lahistoria de la Humanidad. Sus balas habían llenado de pequeños boquetes las

    paredes de las viviendas, las paredes de los colegios o de las iglesias, habíanperforado la piel de niños y ancianos y habían derramado la sangre de pueblos yetnias enteras, de familias que trataban de huir de la guerra.

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    15/292

    15

    Y Tarsis lo vio todo, fue en un control de carreteras, sonaron las ráfagas y losgritos, los insultos, después los gestos para que pasasen. Entonces fue cuando losvio, los sacaban del coche tirando de sus brazos inertes, al hombre, a la mujer, alos niños…, en ese momento supo que eso mismo podía ocurrirle a él y a su

    familia. Dejó aquel control acelerando demasiado, quizás sintiendo que ya habíaocurrido, temiendo algo, angustiándose ante un presentimiento, ante unapremonición demasiado intensa, ante algo trágicamente normal en un país en elque la vida ya carecía de valor.

    Las milicias habían pasado por allí, por su barrio, dejando un rastro de sangre,de muerte y de fuegos que llenaban de tétricas fumarolas negras el cielo gris yapagado del invierno. Escuchó el llanto de las ancianas, pero no escuchó a ningúnniño llorar, tampoco a ninguna mujer. Todas estaban muertas, violadas yvejadas…, entonces se escuchó su propio llanto, su grito de dolor y de odio, sulamento…, después llegó la cólera y la rabia que solo pudo mitigar cuando sintió

    entre sus manos las sacudidas del AK que terminó empuñando. Trató de expiarsu dolor y su desesperación cuando apretó el gatillo contra aquellos milicianos.Eran los mismos que habían sembrado de muerte y horror su casa y las de susvecinos. Sabía que eran ellos, lo habían confesado esperando la clemencia, perorecibieron sus golpes, después la ráfaga y la mirada de odio de un Tarsis que yano conducía su furgoneta. Había dejado el volante por un fusil de asalto queobedecía colérico a su ansia de venganza. Sin embargo, aquellas muertes ledejaron vacío en el mismo momento en el que caía el último de los soldados, aúnresonaban en sus oídos los estampidos cuando descubrió que no había logradoen absoluto mitigar su rabia y su dolor.

    Contemplar aquellos cadáveres aún calientes le hizo sentir asco de sí mismo,se había convertido en uno de ellos y él mismo había contribuido a alimentaraquella guerra atroz y despiadada. Su venganza provocaría que más mujeres yniños fuesen asesinados, que más familias fuese destrozadas, que más pueblosfuesen arrasados. Con su venganza había sembrado más odio, más dolor, másdesesperación.

    Aquella misma noche se desnudó y abandonó las ropas de camuflaje, se duchóen una de las viviendas ocupadas, se vistió con las ropas de las personas queyacían muertas en el jardín y caminó a través de la oscuridad de sus sentimientoshacia el sur, hacia el mediterráneo, hacia la luz que le había enamorado, años

    atrás, cuando visitó el levanté español acompañando a un compañero queconducía un tráiler cargado de naranjas.

    Tarsis consiguió llegar a España y una tarde de febrero se asomó al mar desdeuna playa valenciana, dejó que las olas bañasen sus pies y se sintió a salvo. Sefijó en los rostros de las personas que paseaban por la orilla, en algunos niños yno vio en ellos la expresión que dejaba el horror de la guerra, las muecas deldolor y del pánico. En ese momento empezó a olvidar el sonido los tiros aisladosde los francotiradores y los silbidos de los obuses que precedían a lasexplosiones, incluso dejó de temer los controles de la Guardia Civil. La primeravez que se encontró con uno de ellos revivió la masacre de su familia y no pudo

    dominarse, sintió una extraña mezcla de miedo y odio, inconscientemente buscóel AK para defenderse…, pero estaba en España, aun así sus manos comenzarona temblar cuando intentó mostrar la documentación a los agentes.

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    16/292

    16

    -¿Le ocurre algo…? tranquilícese.

    Era un guardia mayor, con más años que él y con una voz autoritaria perocercana. Le ordenó que bajase de la Nissan y que caminase un poco mientras elcompañero echaba una ojeada a la carga y a la documentación.

    -En mi país…, vi como… -y Tarsis hizo el gesto de ametrallar, el gesto deabaniquear con el AK de izquierda a derecha.

    -Aquí nunca verá eso, vaya tranquilo, pero no se le olvide renovar el seguro,le caduca en menos de un mes, ah y en quince días tiene que pasar la ITV.

    Los Guardias Civiles, le saludaron y le dieron salida deteniendo el tráfico. Enaquellos momentos Tarsis lloró en la cabina de la vieja Vanette, en la que apenaspodía encajar su metro noventa de altura y sus algo más de cien rocosos kilos depeso. Lloró por sentirse libre y seguro en un país que no era el suyo… despuéssonrió y se sintió afortunado, incluso le sonrió la suerte cuando una mañana le

    persiguió un español montado en una Vespa. Tuvo que parar y el motorista seempeñó en comprarle un viejo mueble que acababa de recoger junto a uncontenedor de basura.

    -Sígueme con la furgoneta y lo dejamos en mi bajo, te pago ya mismo – le dijoaquel hombre, sin quitarse el casco pero abriendo muchos los ojos, sonriendo ygesticulando de manera hipnótica- me llamo Cesar y me va el rollo decoleccionar muebles viejos, te paso mi teléfono y estamos en contacto… ¿me hasentendido…?.

    Tarsis echó una mirada rápida a la pantalla de su Galaxy, volvió a ver la imagendel Papa Bear que le había enviado El Moro, pensó en Cesar Vega y en cuánto

    estaría dispuesto a pagar por él si fuese autentico…, aunque Tarsis jamásofertaría el Papa Bear a Cesar Vega, tenía una deuda pendiente, Vega le debíaun auténtico icono del diseño, le debía una Longue Chair .

    Habían pasado casi diez años desde aquel encuentro y Tarsis había aprendidoel idioma y bastante más, tanto que ya no necesitaba de coleccionistas paravender sus muebles recuperados. Tenía un local bastante grande donde losexponía y restauraba, donde los vendía de manera legal, pagando sus impuestosy sintiéndose orgulloso de ello.

    -Has aprendido demasiado y demasiado pronto – comentaría Vega el día en elque descubrió que Tarsis hablaba en castellano casi tan rápido como él, cuandoregateaban por los precios de las piezas que el bosnio recuperaba y que elanticuario pretendía comprar por unos pocos euros.

    -Esto no es viejo, Cesar…, es vintage  – respondió una vez Tarsis- y losespañoles vienen a mi rastro buscando estos muebles.

    Tarsis cabeceó al recordar la conversación y no pudo evitar esbozar una sonrisa.

    -Me hubiese gustado ver la cara del Moro cuando esa mujer le robó el sillón – murmuró Tarsis, girando a la derecha en uno de los cruces del polígono ydescubriendo al final del vial a la Transit blanca.

    -Estará jodido  – respondió Yuri con su típico acento del este. Yuri era unantiguo militar raso ucraniano, llevaba varios años en España y se había adaptadobien. Era rubio y fornido, de tez blanca y con una simpática sonrisa que no perdía

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    17/292

    17

    ni cuando daba alguna paliza. Tarsis pensaba que el ucraniano había dejadoaquellas prácticas, pero su sueldo trabajando para él no era lo suficiente paracostear sus vicios y los de Natalia- y acojonado, ha reventado la furgoneta.¿Cuánto pagan por una silla de esas?

    -Si el sillón es bueno, entre 8.000 y 12.000 euros, vamos a ver qué ha pasado.-¡Joder, mucho dinero…¡ – exclamó Yuri.

    Tarsis frenó suavemente y detuvo el BMW a unos metros del reguero de aceitenegro que cruzaba la acera, desde la rambla hasta el asfalto y que desaparecíabajo la panza de la Transit .

    Bajaron de la berlina y Tarsis miró a su acompañante.

    -Ya se, ya se…, cierro la puerta con cuidado – murmuró Yuri.

    Tarsis afirmó y se encaminó hacia la cabina de la furgoneta. El Moro leesperaba, pero apartaba la mirada, no se atrevía a mirarle a los ojos, se sentíaavergonzado.

    Tarsis abrazó al Moro, le miró a los ojos y sonrió.

    -¿Qué ha pasado, Yusuf?

    -Esa mujer loca me robó el sillón, no tenía cobertura para el móvil y me fui abuscar, cuando volví ella había pegado a la mujer prostituta y me robó el sillón

     – explicó Yusuf, gesticulando nervioso- entonces la perseguí con la furgoneta yella se tiró por ahí… está loca y pensé que el sillón valía mucho dinero si ella setiraba.

    -Y por eso te tiraste tú también…-murmuró Tarsis, buscando la sombra de lafurgoneta y volviendo a abrir la pantalla de su móvil. La foto no era muy buena,incluso aparecía la imagen de la prostituta, era una mujer corpulenta y de aspectogrotesco, no parecía una mujer débil- ¿y pegó a la puta?

    El Moro afirmó con la cabeza, exagerando el gesto inclinándose todo él.

    -Si, le rompió la nariz de una patada…, el sillón debe valer dinero, pero lafurgoneta está caput .

    -¿Y la matricula?, ¿sabes cuál es….?

    El Moro sonrió abiertamente, se asomó a la cabina y cogió algo del asiento delacompañante.

    -No sé cuál es, pero la tengo…, la perdió.

    Tarsis soltó una carcajada cuando le vio con la matricula entre sus manos.

    -Ya sabemos quién tiene nuestro sillón, voy a hacer una llamada. Yuri, la grúaviene de camino, te quedas con Yusuf, que lleven la furgoneta al desguace. Yohablaré para buscar un motor.

    Tarsis dio media vuelta, esquivó el reguero de aceite y regresó al BMW, seacomodó tras el volante, dejó la placa en el asiento del acompañante, buscó unnombre en la agenda del móvil y envió un mensaje con el número y las letras dela matrícula. A los pocos segundos recibió un nombre y una dirección, abrió elnavegador y tecleó el nombre, Sara Díaz…, buscar . El Galaxy cargó rápidamentela información y Google desplegó una decena de reseñas.

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    18/292

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    19/292

    19

    III

    Sara, la decoradora, la reclusa.

    Era una mecedora Thonet auténtica que su padre trajo de Alemania cuandodecidió volver a España. Emigró como encofrador, pero a las pocas semanas elcapataz de la obra observó que el español era demasiado fino trabajando, comopara tenerlo saltando entre vigas y levantando pilares de hormigón. El padre deSara empezó a trabajar en los remates, en los acabados, en los ajustes finales y

    aprendió a ser meticuloso y exigente con su trabajo y consigo mismo. Los dosúltimos años fuera de España los pasó trabajando en los países nórdicos, entreSuiza y Dinamarca, fue allí donde vio por primera vez a los estudiantes dearquitectura trabajando junto a él, colocando suelos de madera, ajustando laspuertas y ventanas, aserrando o enmasillando. Aquellos futuros arquitectos losabían todo de las viviendas que construirían, incluso eran capaces de fabricar ydiseñar los muebles que las decorarían.

    El padre de Sara no volvería a ver en su vida a un arquitecto con las manosmanchadas de serrín o de polvo de cemento o yeso, los vería trajeados y conlustrosos zapatos, midiendo y comprobando, pero jamás creando nada con sus

    propias manos. Esas historias las contaba a menudo y Sara se empapaba de ellas,

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    20/292

    20

    incluso recordaba el día en el que le enseñó desde la pantalla del portátil lafotografía de Finn Juhl sentado en su silla número 45.

    -Mira papá, uno de aquellos arquitectos daneses que también eran capaces dediseñar muebles y que se manchaban las manos de serrín y de polvo.

    Y aquella sociedad, tan distinta a la española, forjó en él un carácterdisciplinado, honesto, integro que transmitió a su hija y a todas las pequeñasreformas y arreglos con los que se ganaba la vida ya de vuelta en Valencia.

    En su vocabulario no existía la palabra chapuza y llenaba de dignidad y oficiocualquier trabajo de albañilería, por eso volvió a tener problemas cuando empezóa trabajar en España, era demasiado perfeccionista, sus tabiques y sus alicatadosse alzaban perfectos y alineados.

    -Coño, que nadie ye va a poner la escuadra y luego va el gotelé encima… dateaire, Sebastián, date aire.

    La historia volvía a repetirse, el encargado de la obra no vio futuro para el quehabía vuelto de Alemania, los peones eran capaces de levantar los tabiques másrápido que él, sin dejar de canturrear y fumando paquetes enteros de Celtas o

     Ducados que después lanzaban hechos pelotas por los huecos de las escaleras odesde las fachadas aún por cerrar.

    - Tú para esto no vales, Sebastián, pero pásate por esta dirección, le dices a donIsidro que vas de mi parte y él te dará trabajo, serán cosas delicadas, mariconadasde esas que te gustan a ti. Don Isidro conoce a mucha gente importante, es el jefede obras del puerto, antes le hacía yo esos trabajos pero aquí en la obra gano másy acabé hasta los huevos de la gente esa de pasta y tocapelotas. Ya sabes,

    preséntate a Don Isidro, eso sí, te pagará siempre él, tu a las clientas ni mentarlesel dinero, ah y ten ojo, ver oír y callar, porque siempre serán las señoronas lasque estarán vigilando las cosas que hagas o las criadas, que son peores…, sonfavores que le piden la gente bien, ahí en el puerto hay una mafia de cojones,pero tu chitón y a ir donde te digan.

    El padre de Sara empezó a hacer pequeños trabajos para Don Isidro y terminóconociendo a la que sería su mujer en una de aquellas viviendas de lujo. Aquelencuentro era algo que también solía contar a menudo, Sara le escuchaba ysiempre sonreía, su padre confesaba que fue la primera vez que se le rompió unazulejo por culpa de la pulimentadora, apenas si la vio durante unos instantes,

    estaba lijando a mano un enorme mueble aparador en el salón de la casa, perofue suficiente para enamorarse de ella. Siempre decía que era demasiado alta ydelgada para su época, de piel blanca, labios finos y muy rojos y de melena largay ondulada, demasiado larga y ondulada, tanto que resultaba provocadora einsinuante.

    Sara se refugiaba en la Thonet en esos momentos, con las piernas plegadassobre la rejilla y tapada con una mantita ligera. La persecución por el polígonola había destemplado y pese a la ducha caliente aún seguía algo inquieta, peropoco a poco se iba relajando, observaba al Papa Bear , enhiesto sobre sus trespatas y al mismo tiempo rozaba con sus manos las formas curvas de la mecedora,

    sentir el tacto suave y pulido de la madera la iba relajando poco a poco. Ese tactole recordaba a su madre, la misma mecedora le recordaba a ella, a su melenaligeramente ondulada y a su cintura estrecha. Las curvas y arcos de haya que

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    21/292

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    22/292

    22

    golpearse con el retrovisor cicatrizaría sin apenas dejar marca. Esas eran lashuellas de la reclusa, Sara, la decoradora tímida y educada, jamás habría hechoeso, pelearse con una prostituta, destrozarle la cara de una patada y correr por undescampado cargada con un sillón a su espalda, huir en coche y jugarse la vida

    lanzándose por una rambla.Sara sonrió, buscó el paquete de tabaco en uno de los bolsillos de la bata y

    prendió un pitillo.

    El orejero permanecía ahí, bajo la luz que entraba por la claraboya de la terrazade rasilla roja.

    -Casi me mato por ti – murmuró la decoradora…., aunque después de la caladadudó de su propia voz, no supo diferenciar si era la reclusa quien había susurradoesas palabras o Sara, la decoradora que se encontró con la mirada de AbelardoJordan antes del trágico derrumbe.

    Esa mirada la torturó desde el mismo momento en el que la lluvia de cascotesla obligó a salir corriendo del zaguán del local. Después serían las miradas de sushijos, cuando el juez dictó sentencia y finalmente los ojos de su padre, casiapagados, ya débiles y empapados en lágrimas cuando su hija fue condenada aprisión. Sebastián no iba a poder soportar aquella injusticia, la humillación deverla entre rejas, condenada por unas muertes causadas por la estupidez y laambición de Cesar Vega. Y fue la explosión de ira, de odio y de impotencia, enel corazón de Sebastián lo que provocó el infarto el mismo día en el que Saratenía que ingresar en la prisión de Albocasser.

    Eran recuerdos que ya quedaban lejanos, habían transcurrido algo más de tres

    años y el odio de Sara hacia Cesar se había calmado, aunque a veces sepreguntaba que ocurriría si alguna vez se encontrara con él. Lo había odiado tantoque había terminado odiándose a sí misma por haber creído en él…, fueronmuchos meses privada de libertad y de intimidad, meses en los que poco a pocofue dejando de ser Sara, la decoradora, para convertirse en Sara, la reclusa, paraintegrarse en el penal hasta convencerse de que no existía mas mundo que el delos muros hacia dentro.

    Fuera le esperaba poco, sus padres habían fallecido, su piso y el de ellos fueronsubastados para hacer frente a las indemnizaciones por las muertes y su Tiburónsubastado como el pescado en una lonja. Tan solo le esperaba una amiga y lo

    poco que pudo conservar, amontonado en una caseta para aperos de labranza quesu padre había alquilado para usarlo como almacén de sus herramientas dealbañil, en el camí de Rochos, entre huertas abandonadas y con vistas a la nuevaValencia, reconstruida bajo la mano de Calatrava. Sus edificios se alzaban comoootecas, como lomos de enormes escarabajos grises, como entes hechos con lascostillas de un opíparo banquete inmobiliario que terminó atragantando a loscomensales y a los propios valencianos. Era una ciudad en la que las artes y lasciencias se volvían insostenibles y lejos de una población que luchaba porsobrevivir, esfumado ya el costoso sueño de los veleros y el del ensordecedorbramido de los deportivos de la Formula 1. Aquellos fastuosos eventos tan soloenriquecieron desmesuradamente a sus promotores y a los políticos implicadosen toda la trama de contratos y adjudicaciones, después de la fantasía y del humovendido, los valencianos volvieron al paro, justo cuando ella salía de la cárcel.

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    23/292

    23

    Sara se dio un leve impulso con el pie y volvió a balancearse, sonrióagradecida al recordar a Luisa Piquer, era la hija de una de aquellas señoras bienpara las que trabajó su padre, siempre enviado por Don Isidro. Ella habíaheredado tierras e inmuebles de su madre y era quien le había alquilado la caseta

    de los aperos.Siempre creyó en la inocencia de Sara y mantuvo la caseta cerrada y sin

    alquilar a nadie durante los tres años. Un par de veces al mes enviaba a uno delos empleados de confianza de su marido a que airease el local y que reparasecualquier desperfecto. De vez en cuando ella era misma la que se asomaba porallí y también fue ella quien la esperó a la salida del penal.

    Pero debieron pasar tres años, con todas sus horas y sus días, con las pesadillasdel derrumbe despertándola durante la noche y ofuscándola durante el día,alimentando el odio hacia Cesar Vega un rencor que expulsaba golpeando elsaco en el gimnasio o pedaleando obsesivamente en la bicicleta estática.

    Machacaba el saco a patadas y a veces resbalaba, caía sobre el piso, entoncesveía al saco oscilando por encima de ella, veía las vigas de hierro del techo yrompía a llorar. No era libre, la habían despojado de todo por culpa del hijoputade Cesar Vega y era recordar su rostro, su barba de hípster  y saltar comoimpulsada por un resorte. Las patadas volvían a llover sobre el saco y gruñíavomitando la rabia y la cólera.

    -Toma, las llaves de la caseta y el dinero del alquiler de los tres años, me lo diotu padre, creo que sabía que no viviría hasta verte salir, a mí no me hacía falta,pero él se empeñó, ya sabes que era una persona muy noble y recta… te vendrábien para volver a empezar.

    Las palabras de Luisa impactaron en la reclusa y abrieron la primera grieta enla coraza de antipatía y rabia que se había adueñado de Sara y que habíaprovocado que el odio que sentía por Vega se extendiese hacia las personas quese llamaban amigas o conocidas, todas la habían abandonado, menos ella, menosLuisa. Por ese resquicio empezó a ver y a sentir con otros ojos, dio el primer pasohacia ella misma.

    Después de esos primeros pasos llegaron las zancadas sobre sus zapatillasdeportivas. Por las tardes salía a correr, daba la espalda a la ciudad y corría porcaminuchos de tierra hasta Pinedo, hasta la playa, hasta la desembocadura delcauce artificial del Turia. Veía el mar, las grúas del puerto, las luces que seasomaban a la costa como estrellas acervezadas a punto de zambullirse en lasaguas. Aspiraba aquel olor a salitre, a veces a gas-oíl y otras a los vapores queemanaban de la inmensa depuradora.

    Corriendo se sentía libre y la línea del mar engullía los muros de Albocasser,las paredes de la celda, los ruidos del penal, los horarios, las normas, las rutinasforzosas… el mar terminaba tragando la condena y le devolvía una brisa que alatardecer la llenaba de escalofríos. Regresaba teniendo a la ciudad de frente,contemplando el perfil de la urbe, entre los delirios arquitectónicos de laalcaldesa, las naves de  Mercavalencia y las casas de La Punta, las casetasaisladas, las palmeras solitarias que se alzaban entre huertas desiertas, frente a supropia caseta o entre caballones hechos a conciencia sobre una tierra de avenidaque era generosa con el mimo de los agricultores que seguían confiando en ella,

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    24/292

    24

    pese a que el hormigón y la especulación urbanística acechaban esperando a quelos políticos y banqueros volviesen a hinchar la burbuja inmobiliaria.

    Le gustaba correr, se sentía fuerte y dueña de sus movimientos, empezaba asentirse dueña de su vida y algo más ligera después de cumplir la condena

    integra, después de que la hubiesen despojado de todos sus bienes. Cada zancadala alejaba del penal, pero la reclusa estaba casi tan fuerte como ella y corría a sulado, con la mirada atenta y desconfiada hacia cualquier corredor con el que secruzase y sin perder de vista a las personas que a veces aparecían entre loscaminos, atenta a los toxicómanos que surgían de entre los macizos de cañas ovigilando a las furgonetas que se paraban en los vertederos ilegales que jalonabanlos caminos. Pero a veces la reclusa parecía fatigarse y entonces era Sara la queobservaba las parcelas que durante temporadas descansaban en barbecho y queen otras aparecían con exuberantes tomateras que crecían abrazadas a lasbarracas de cañas que los agricultores montaban para que los flexibles tallos no

    se combasen con el peso de los orondos tomates. Pero echaba algo de menosdurante aquellas tardes de running, por más que miraba ya no se encontraba conninguna cebera. Las recordaba de niña, de cuando pasaban alguna Semana Santaallí, le gustaba dar paseos entre las huertas y aquellas construcciones siempre lellamaban la atención, no les encontraba sentido. Parecían casas, barracasvalencianas, pero eran muy estrechas y alargadas, no tenían ventanas, nimuebles, ni televisión y sus paredes eran de tiras de madera separadas entre sitanto que su mano cabía entera. Y ni siquiera aquella madera parecía madera,eran listones grises, como muertos y agrietados. De su interior emanaba un olorintenso y desagradable, era el mismo olor de las ensaladas, era el olor de lascebollas que se secaban dentro de las ceberas. Cuando corría los últimoskilómetros sin haberse encontrado con aquellas curiosas cabañas de maderamuerta, terminaba echando una mirada a la nueva arquitectura de la ciudad y selamentaba de que aquella ostentación seria casi eterna, mientras que las ceberashabían muerto, habían desaparecido junto a la verdadera identidad de un pueblo.

    Sara suspiró y una sonrisa se dibujó en su rostro al contemplar de nuevo almaltrecho Papa Bear .

    -Voy a empezar contigo ahora mismo, amigo mío… volvamos al presente.

    Apartó con mimo la mecedora y se acercó al banco de trabajo. Era un viejobanco de ebanista, estrecho, con  pesebrón para dejar las herramientas y con

    tornillo de apriete en uno de los extremos. La mordaza apresaba la pataligeramente cónica del oso, pero envuelta en trapos para que evitar marcar elroble.

    Había lijado el extremo del mechón que asomaba de la pata para lograr unasuperficie plana y para poder marcar el centro con un rotulador negro. Colocóuna broca de pala en la taladradora y reguló la velocidad a la baja. Sabía que aveces esas brocas se trababan y terminaban trasmitiendo el giro a su muñeca.Apretó el gatillo suavemente y el bobinado empezó a girar lentamente, laaguzada punta se hundió en la marca de rotulador y unos pocos milímetrosdespués el borde afilado de las palas comenzaron a arañar la testa de la pata.

    Sara agachó la cabeza, al tiempo que se alejó un poco para poder ver si estabataladrando en línea con el eje central de la pata. Apretó un poco más el gatillo

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    25/292

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    26/292

    26

    movió, pasó la herramienta al otro lado y volvió a palanquear. Concentrada y ensilencio fue removiendo el remate de roble, separándolo del fresno, alzándolomilímetro a milímetro, dejando ver la tela original con su teñido intacto. Echó enfalta el vivo que debería haber bordeado el canto, alguien lo habría arrancado,

    como torturando estúpidamente al Papa Bear .Sara siguió haciendo palanca alternativamente y terminó liberando el remate,

    los dos mechones salieron intactos y sonrió satisfecha, aunque arqueó las cejas yladeó la cabeza sabiendo que no iba a ser fácil encontrar a alguien que le fabricaseesa pieza, la espiga de la pata no le preocupaba, en cualquier centro comercial debricolaje la encontraría sin problemas, pero la garra deberían hacérsela a mano yen aquellos momentos Sara ya no conocía a ningún ebanista que desease perderel tiempo con ella.

    Perdió el contacto con ellos cuando hizo la sociedad con Vega, dejó perdertambién su planta baja alquilada en Foios, en ella tenía su despacho como

    decoradora y su pequeño taller de restauración de sillería. Cesar la convenciópara que dejase todo aquello, para que saliese de ese pueblo de horrible nombre,ella debería tener su despacho en el centro de Valencia, en las Comedias, en lacalle de La Paz, en San Vicente, en Cirilo Amorós, en Poeta Querol, en la

     Nave…, pero había terminado en una caseta para aperos, apartada de la ciudad,deambulado por los descampados, visitando los ecoparques asiduamente ypeleándose con prostitutas por un sillón de orejas. Era un extraño camino que laestaba llevando hacia ella misma.

    Sara cabeceo, dejó escapar una risa y prendió un cigarrillo, subió las estrechasescaleras que conducían a la terraza de rasilla roja y a una especie de segundo

    piso, que en realidad era un altillo habilitado como dormitorio.El viento de levante se llevó enseguida la nubecilla del tabaco y trajo una

    mezcla de olores intensos y de sonidos, de murmullos que coincidían con elmovimiento de las luces rojas y blancas de los trailers y de los coches quecirculaban por el Plan Sur. El asfalto rara vez estaba desierto o silencioso, teníasu propia voz, la mezcla entre la rodadura de los neumáticos y el sonido de losmotores.

    Anochecía y algunos puntos de luz surgían entre las casetas y alquerías de lahuerta, la nueva Valencia se iluminaba como una misteriosa metrópolis,sofisticada, moderna, futurista, se escuchaba el ladrido de algún chucho y el pasolento de un automóvil blanco por delante de la fachada encalada.

    Tarsis levantó con cuidado el pie del acelerador, dejó que el BMW rodase porinercia y descubrió la vieja C15 aparcada en un lado de la casa, junto a lapalmera, miro hacia la luz que salía desde una de las ventanas enrejadas yenseguida reconoció la silueta del Papa Bear , alzó los ojos y se fijó en la pequeñabrasa rojiza del cigarrillo. La mujer fumaba en la terraza, con los brazosapoyados en el murete. Tan solo pudo distinguir sus cabellos negros recogidosen una cola. Volvió la vista a la carretera y continuó alejándose hacia La Punta,sonriendo tranquilo.

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    27/292

    27

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    28/292

    28

    IV

     El ultimo aprendiz, oficios heridos.

    Sara había heredado la piel clara de su madre, también su cuerpo delgado yespigado, los cabellos negros y los labios finos. Sara podría parecerse a una sillaThonet, esbelta pero con curvas sinuosas, sin enormes pechos, pero atractiva,sugerente, elegante, aunque cuando se vestía con las ropas de trabajo para buscarmuebles entre las basuras o abandonados en las calles esperando al camión delayuntamiento, podría pasar por un joven afeminado de larga melena recogida enuna cola, por un joven afeminado que pasaba bastantes horas al día a laintemperie, bajo un sol que había terminado por teñir de oscuro aquella pielblanca, a la que apenas daba el sol cuando consumía horas en el taller de

    restauración de Foios y que terminó palideciendo a la sombra de los murosAlbocasser.

    Su cutis ya reflejaba esos años sin libertad, las ligeras ojeras, algunas líneas deexpresión, la mirada a veces desconfiada y huidiza, las pequeñas cicatrices deroces y arañazos que surgían en un tono más claro…, pero Sara iba siendo capazde sonreír y de volver a sentirse viva, como cuando la emoción le impedía dormirdemasiado y despertaba unos minutos antes que el propio sol.

    Sonreía con sus manos envolviendo la taza de café caliente manchada con unanube de leche condensada y cerraba los ojos mirando a través de la ventana de laaustera cocina, que apenas si tenía un fregadero de piedra, dos fogones a butano,una nevera y una alacena de cortinillas.

    El sol se elevaba desde la costa y Sara sentía el calor de unos rayos quellenaban de luces intensas y de sombras alargadas las pequeñas huertas querodeaban la caseta. No era un paisaje demasiado hermoso, se alternaban loscampos con casas mal conservadas, algunas con sus muros de ladrillo por enlucir,las autovías, los tendidos de alta tensión, los puentes de hormigón sobre el cauceartificial…pero por lo menos eran horizontes, podía ver en la distancia, sinedificios altos ni con fachadas sombrías que limitasen la visión a la de la ropatendida de los vecinos o a la de los compresores de los aires acondicionados.

    Dejó la pequeña cocina y sin soltar el tazón se asomó al almacén. La mismaluz que había calentado sus mejillas, la misma luz que había atravesado los finosparpados vencidos sobre sus ojos, incidía en el orejero y lo llenaba de vida, el

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    29/292

    29

    fresno refulgía y la vieja tela grisácea aún era capaz de reflejar esa luz. El restodel haz solar se colaba entre el esqueletaje y los rotos del tapizado y terminabadibujando entre blancos y negros una especie de réplica del AP 19. El sol delmediterráneo opinaba sobre el orejero, lo transformaba más allá de la mano de

    diseñador danés, más allá del ebanista y más allá del tapicero, creaba su propiaversión. Sara terminó observándolo a través del objetivo de su réflex.

    Sonrió al escuchar el chasquido del obturador, tiró un par de fotos, guardó laNikon en su funda, se terminó el café tocado de leche y volvió junto al sillón.Apoyó la pata de cabra sobre el armazón, golpeó suavemente en el mango conuna pequeña maza de madera y la uña se hundió bajo la grapa, inclinó el mangoy fue saliendo, cogió los pequeños alicates y termino de extraerla. Pasó a otragrapa y volvió a colocar la uña bajo el arco de metal, palanqueó y poco a pocofue desenterrando las decenas de grapas que habían unido la tela y los rellenosde fibra, a la masculina silueta del Papa Bear .

    El sillón se fue desnudando, desvistiéndose ante una Sara que le ayudaba concuidado y atención. La decoradora era la asistente, la ayuda de cámara que ensilencio y con un respeto que rayaba la sumisión iba guardando aquellos haraposcomo auténticas reliquias que usaría como patrones para cortar sus nuevosropajes, separando con cuidado los muelles embolsados del respaldo, apartandolos rellenos que después ahuecaría y sanearía para volver a colocarlos sobre lamadera, sobre una osamenta que poco a poco asomaba ante ella llena de dignidady elegancia.

    Sara dejó las herramientas sobre la mesa, se asomó a la cocina y se calentó elcafé que le había quedado del desayuno, lo manchó con la nubecilla de leche

    condensada y se sentó en la Thonet, plegando las piernas y dejándose balancear,observando la desnudez del sillón, viendo las marcas de las grapas y de losgabarrotes, viendo la huella del tiempo en la madera y las manchas de óxido quese habían tatuado sobre el fresno. Debió ser por alguna lluvia que le sorprendióen su destierro del descampado, se preguntó de quien sería y como pudo acabarallí, entre escombros y despojos.

    Sorbió un poco del bombón y cabeceó recordando algo, la imagen del Papa Bear le recordaba algo, ver su todo su armazón acribillado y marcado por losagujeros la hizo viajar en el tiempo y se vio a si misma acompañando a su madrecuando la llamaban de las tapicerías para que repasase las patas de algunos

    sillones o la madera vista de modelos de estilo. Aquellos muebles estaban comoel Papa Bear , desclavados, viejos y con sus maderas repletas de gabarrotes queaquel jovenzuelo extraía con una  pata de cabra y unos alicates, después lossujetaba entre sus dedos y algunos de ellos los guardaba en una cajita. A sualrededor crecían montañas de telas viejas y de crin de caballo. A veces selevantaba de la pequeña banqueta y barría, después volvía a sentarse y continuabadesclavando sin apartar la mirada del sillón que sujetaba entre sus piernas oapoyado contra sus muslos.

    Sara recordó que una vez, aquel chico levantó la cabeza y le sonrió, fue unasonrisa franca y simpática, la sonrisa de un adolescente que aprendía un oficio

    entre adultos que fumaban y bromeaban, que decían cosas que ella no entendíay que a veces se reían del chico que siempre estaba allí, en su rincón,

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    30/292

    30

    desclavando, dejando desnudos los armazones para que los oficiales volviesen atapizarlos.

    -Juan Carlos es el aprendiz – le dijo su madre-bueno la verdad es que es el hijodel señor Juan, pero le ha puesto ahí para que aprenda desde abajo.

    - Pero si no hace nada, solo quita clavos y barre.

    - Así se aprende, deshaciendo lo que otros hicieron antes.

    Sara no vio claro que se aprendiese deshaciendo, lo normal era aprenderhaciendo algo nuevo, pero aquella duda de su infancia se había disipado durantelas horas que había estado trabajando en el Papa Bear . No era la primera vez quedesclavaba, pero no era lo mismo desclavar simple bastidor de una silla queenfrentarse a un sillón completamente tapizado.

    Durante el tiempo que estuvo desvistiendo al Papa Bear descubrió los pasosque dio el tapicero danés, percibió sus maneras y la forma en que encaró y cosió

    las telas, la paciencia que tuvo al coser a mano el contra, los costados y elencuentro de las dos telas de los reposabrazos, cuando se unían en la parte deabajo, al aire, sin recaladas ni vivos en los que esconder las grapas.

    Y lo tenía ante sus ojos, ya sin tela, sin cinchas, sin un solo hilo, sin un soloclavo y limpio de grapas, mostrando sin pudor su cuerpo viejo, repleto decicatrices, de pequeños agujeritos.

    -Falta la garra  – murmuró Sara, apurando el café y dejando el regazo de lamecedora-habrá que salir a buscarla.

    La Thonet se balanceó sola durante unos instantes y Sara se vistió con un

    conjunto vaquero de pantalón y cazadora, se colocó la gorra de visera color beigey echó una ojeada al listado de fabricantes de muebles de estilo que se habíaimprimido. Todos eran industriales y eso la inquietaba, en los polígonosindustriales no solían prestar atención a la gente como ella y menos pidiendoalgo así, una sola pieza y de roble. Había llamado a alguna de esas fábricas y lasrespuestas habían sido todas negativas.

    Echó una última mirada al Papa Bear , salió de la caseta, cerró con llave y seacomodó en el asiento de la C15, dio el contacto, esperó a que la luz delanaranjada de los calentadores se apagase, giró la llave y arrancó sin titubear.Sara arqueó las cejas sorprendida, sonrió, fue a ajustar el espejo retrovisor y su

    mano se quedó a medio camino.- Coño…el espejo, ¿dónde está..?

    Lo encontró sobre las alfombrillas del piso. Lo recogió y vio sus propios ojosreflejados en él, vio el pequeño hematoma en su frente y el quemazo en supómulo, vio las otras pequeñas cicatrices, vio las huellas de los años y de lacárcel, pero también descubrió un destello de alegría en sus pupilas marrones.

    Dejó el retrovisor en el asiento, engranó la marcha atrás mirando por el espejoexterior y salió a la carretera, metió primera y aceleró hacia las casas de La Punta,hacia la ciudad, hacia esa Valencia que se había convertido en una especie decoto de caza o tierra de nadie, de la que entraba y salía casi furtivamentehurgando en los solares y en los contenedores.

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    31/292

    31

    Paró al llegar al Caminot y giró a izquierdas, el BMW blanco giró hacia elmismo lado y dejó que la pequeña furgoneta se alejase.

    Llegó hasta las primeras casas y frenó en una pequeña retención, el 1.8 sequedó girando ruidosamente al ralentí, pero aun así pudo escuchar un par de

    sonidos secos, rápidos y repetitivos. Giró la cabeza y vio las puertas abiertas deuna planta baja, en la penumbra del interior pudo distinguir algunos viejos sofás,armazones desclavados y restos de gomaespuma por el suelo hidráulico.

    -¡Coño, una tapicería…!

    Se subió a la acera sin pensárselo, paró el motor y salió de la C15 con la garraen su mano derecha. Cruzó la calle rápidamente sobre sus deportivas y se detuvoen puerta del bajo. Escuchó un par de tiros más de la grapadora y se quedóobservando a aquel hombre desde el umbral de la puerta. Estaba tapizando unsillón orejero y tensaba con la punta de sus dedos una tela de color verde, laacariciaba una y otra vez, presionando, llevándola hasta donde quería, en esemomento cogía la grapadora, apoyaba y disparaba, volvía a estirar, a domar latela, a conducirla hasta ese lugar que solo conocía él y de nuevo disparaba.

    -Hola, buenos días.

    El hombre se asomó por un lado del sillón y le regaló una sonrisa franca yabierta, la sonrisa de un hombre maduro que disfrutaba con su oficio.

    -Hola, buenos días – respondió- dígame.

    Sara observó los rasgos del tapicero, los restos de la sonrisa que aún quedabanen sus labios, aquellos ojos, el cubo de basura alto por el que asomaban restos detelas viejas y de rellenos degradados y descompuestos, la escoba, el recogedor.

    -Joder… -murmuró Sara- es que…me parece que ya he estado aquí antes.

    -Es normal, todas las tapicerías son iguales – contestó algo sorprendido por ellenguaje de la mujer.

    -Ya… es que mi madre era pulimentadora y alguna vez la acompañaba a lastapicerías… me ha traído recuerdos – terminó confesando, Sara.

    -Bueno, yo aprendí el oficio con mi padre y recuerdo que por la tapicería veniauna señora que pulimentaba… y ahora que lo dice, recuerdo que alguna vez veníacon una niña… ahora ya no quedan pulimentadoras.

    -Mi madre falleció… de cáncer de pulmón.-¿De cáncer de pulmón…?.

    Sara descubrió un brillo húmedo en los ojos del tapicero, observó cómo ladeabasu cabeza y fruncía el ceño, observándola con atención, concentrándose…buceando en sus recuerdos, en su adolescencia, recordando las lágrimas de supadre cuando se enteró de la muerte aquella mujer, de la pulimentadora, por uncáncer de pulmón. Recordando que fue la primera vez que vio llorar a su padrey recordando la confusión que le causaba aquella palabra cáncer , incluso leresultaba desagradable, le causaba un extraño desasosiego, el mismo que lecausaría años después cuando se lo diagnosticaron a su padre.

    -Aquella mujer…, ahora mismo no recuerdo como se llamaba… pero si queme acuerdo de ella.

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    32/292

    32

    -Mi madre se llamaba María.

    El tapicero apretó los labios, cerró y cabeceó.

    -Vaya, ahora mismo si lo recuerdo, se llamaba, María… pero ya sería muchacasualidad.

    Sara sintió como su corazón daba un brinco, sintió como toda ella se relajabay como la reclusa se retraía en su mente, como se escabullía entre sus neuronas.

    -Si, ya… eh… -balbuceó Sara- ¿y también sería mucha casualidad que tufueses el aprendiz que siempre estaba desclavando y barriendo?, aunque desdeluego no recuerdo tu nombre… si es que esta es la misma tapicería.

    -Juan Carlos y si… ese era yo, puede que el último aprendiz… madre mía, quecasualidad.

    -Bueno, yo soy Sara.

    Juan Carlos sonrió y se acercó, se besaron en las mejillas, la decoradoradescubrió el brillo húmedo en los ojos del tapicero y sintió que los suyos tambiénse empapaban al encontrarse con unos recuerdos y con una vida en la que noexistieron ni Cesar Vega ni las rejas de Albocasser.

    - Pues si que es casualidad  – admitió Sara- suelo pasar por aquí y nunca mehabía fijado, pero he parado detrás de un coche y he oído la grapadora, despuéshe visto los armazones y no me lo he acabado de creer, es que ahora mismo estoyrestaurando un sillón y me falta esta pieza.

    Abrió la palma de su mano y Juan Carlos la observó.

    -Que rara es.

    -Es el remate del reposabrazos… y no sé quién me lo podría hacer, me faltauno.

    -Esto es trabajo de ebanista, conozco a algunos pero tienen mucha carga detrabajo y no sé si se entretendrían en hacértela, aunque también puedes probarcon un esqueletero que hay en la calle Goya, donde estaba la antigua cárcel demujeres de Valencia, que ahora es un colegio.

    La reclusa asomó y el rostro de Sara se tensó mientras Juan Carlos examinabala garra entre sus manos.

    -Creo que vas a tener suerte, igual te la hace, ya está jubilado pero tiene el tallerabierto para entretenerse, aunque ya te digo, esto es trabajo de ebanista.

    Juan Carlos sonrió y le devolvió la garra.

    Sara logró sonreír de nuevo, se subió un poco la visera de la gorra y se encogióde hombros.

    -Bueno, pues voy a acercarme a ver a ese esqueletero, ¿le puedo decir que voyde tu parte?

    -Claro que sí, de vez en cuando le pido alguna cosilla, ya está algo viejo perote lo hace, poco a poco, pero te lo hace, a veces pienso que cuando se deshagadel taller lo pasará mal, pero bueno, la vida es eso.

    -Vale… pues voy a ver si lo encuentro, gracias.

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    33/292

    33

    -Y bueno, si te hace falta algo de tapicería para restaurar ese sillón, ya sabesdónde estoy.

    -Pensaba retapizarlo yo misma y necesitaré tela nueva, ¿tienes muestrarios?

    -Tengo muestrarios para aburrir.

    -Vale, pues estoy pensando que si me da tiempo, me paso después y elijo latela.

    -Aquí estaré.

    Sara retrocedió unos pasos, se despidió con la mano, se dio media vuelta yvolvió a la furgoneta. Activó el navegador del móvil, tecleó el nombre de la calley arrancó, miró hacia la tapicería y le vio allí, sonriendo. Sara también sonrió,volvió a despedirse con la mano y bajó el bordillo, aceleró siguiendo la línea azulque serpenteaba entre las calles de Valencia. Dejó a su derecha el monumentalcomplejo de las Artes y la Ciencias y fue virando a izquierdas hasta enfilar el

    capó delantero de la furgoneta por la avenida de Peris y Valero. Recorrió laarteria entre semáforos rojos y verdes y fue remontando el puente sobre las víasque llegaban y partían desde la Estación del Norte. Echó una rápida mirada a lamaraña de vías y postes de alta tensión que alimentaban a os motores eléctricosde los trenes de alta velocidad. La estación Joaquín Sorolla apenas si emergía deentre ese bosque de árboles metálicos con unas techumbres de chapa en formade rampa. Por encima de la estación se extendía un mar de azoteas y edificiosque se alzaban anónimos, de arquitecturas funcionales y cubiertas por las capasde hollín que se elevaban desde los carriles triples de Giorgeta.

    Recorrió la avenida, ocupó el carril bus antes de llegar al puente de Campanar

    y giró a derechas para poder acceder a Castañ Tobeñas, como le indicaba la sendaazul del GPS del móvil. Se detuvo hasta que el semáforo cambió a verde, aceleró,recorrió la calle y aminoró la velocidad cuando se acercó al giro a izquierdasque indicaba el navegador. A su derecha vio a unas madres que esperaban juntoa unos muros de piedra, rematados con unas altísimas celosías de metal que yano encerraban a nadie, que no privaban la libertad de ninguna mujer.

    Frenó en el paso de cebra y entró en la calle despacio, mirando hacia suizquierda, en segunda y con el embrague medio pisado, hasta que vio losportalones abiertos de una planta baja. Alguien había colocado unos conosanaranjados frente a acera y un anciano esperaba en la puerta vestido con un

    guardapolvo de color beige. Frenó y bajó la ventanilla con la manivela.-¿Es usted el esqueletero…? voceó desde la furgoneta- vengo de parte de Juan

    Carlos, el tapicero de La Punta.

    -¡Ah..!, espere, aparque aquí.

    El esqueletero dio un par de pasos y apartó los conos con los pies, los pegó aal bordillo y Sara dio marcha atrás hasta aparcar justo frente a los viejosportalones. Paró el motor y salió con la garra en la mano izquierda, adelantó suderecha y el esqueletero aceptó el saludo.

    -Hola, me llamo Sara.

    -Yo soy Pedro – respondió el esqueletero, sonriendo ampliamente.

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    34/292

    34

    La decoradora le observó durante unos instantes, era bastante más alto que ella,pero encogía el cuello entre los hombros y dejaba que la espalda se venciesehacia delante. Tenía los carrillos descolgados alrededor de una pequeña barbillay los estrechos y marchitos labios apenas si se dibujaban en aquella piel que

    parecía cubierta por un maquillaje de fino serrín.-El caso es que estoy restaurando un sillón y me falta esto, es el remate del

    reposabrazos… Juan Carlos me ha dicho que si no me la puede hacer usted esque nadie puede hacerla.

    - No se… -murmuró el esqueletero, dando vueltas a la garra entre sus manos-está hecha en dos piezas, la punta está encolada y no se si vamos a tener tiempode encolarlas.

    -¿Perdón…? ¿Qué parte va encolada…?

    -Esto, la punta.

    Sara observó el dedo tembloroso del esqueletero, señalaba el cambio de la veta justo donde comenzaba la punta de la garra.

    -Y encima es de roble, no se si me quedará algún trozo por ahí, bueno, creoque si.

    -Pero lo que no entiendo es porque dice que no tenemos tiempo, no me importavolver mañana.

    El esqueletero la miró a los ojos.

    -Es que he vendido las maquinas a peso, a unos rumanos y les estaba guardandoel sitio, no creo que tarden en llegar, he vendido la planta baja, ya sabe, a los

    autónomos nos queda bien poco de pensión.-Vaya…, si que es una pena, no se, ¿y no ha pensado en traspasarla o en

    contratar a un aprendiz..?, acabo de hablar con Juan Carlos de eso mismo, decuando era el aprendiz en la tapicería de su propio padre. Es una pena que sepierdan estos oficios – terminó confesando Sara, sintiendo un extraño pesar.

    El esqueletero asintió varias veces, se dio media vuelta y entró en la plantabaja, con un gesto índico a la decoradora que le siguiese.

    -Vamos a ver si encuentro un taco de roble.

    Sara entró en la planta baja y percibió un olor intenso a madera, un olor puro

    que parecía impregnar las viejas paredes enlucidas que aun conservaban restosde cenefas de la antigua vivienda, apenas si eran trazos perdidos entre el serrín ypolvo fino que se había ido posando en casa irregularidad del yeso. De los altostechos pendían telas de araña cegadas por el mismo serrín y que más bienparecían telas de lana que trampas de finos hilos de seda.

    Una claridad tenue y amarillenta se derramaba desde un patio de luces cubierto,al que se llegaba siguiendo una hilera de baldosines hidráulicos. Estaba cubiertopor una uralita traslucida, bajo ella se alineaban varios cuadrantes de cristalcegados por más posos de serrín. Las goteras abiertas en la uralita plástica caíansobre la cara interna de los vidrios y creaban meandros, estrechos cauces, lechos

    secos que decían por dónde corría el agua de lluvia que se colaba por los agujerosy por las juntas.

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    35/292

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    36/292

    36

    -Este lápiz es de marca, es Alpina, los que venden en los chinos no valen paranada, se les rompe la punta enseguida.

    La decoradora sonrió y continuó observando como la sierra devoraba la líneaoscura, como iba girando y dando forma a algo que ya empezaba a parecerse al

    remate de su sillón. Tragó saliva cuando el esqueletero puso la pieza de lado yempezó a cortar sin apenas apoyo, vio sus manos envolviendo la pieza y de nuevotonteando con la hoja de una sierra que cortaba el roble como si fuese una cuñade queso tierno.

    -No me atrevo a cortar más  – confesó- vamos a ver si podemos hacer el picocon la lijadora.

    Bajó la palanca del conmutador y cesó el paso de corriente, pero la pesadarueda de inercia siguió girando, mientras la decoradora volvía a seguir alesqueletero. Los dientes continuaron cortando en el vacío hasta que poco a pocola inercia se fue consumiendo y las ruedas dejaron de moverse.

    La lijadora de banda arrancó con una especie de ladrido y los abrasivos pegadosa la tela comenzaron a comerse la superficie del roble, una nube densa de serrínempezó a formarse alrededor de las la manos de esqueletero y Sara fueobservando como poco a poco la garra del Papa Bear iba surgiendo de entre esasmanos que habían adquirido el color claro del roble, de entre unos dedos queempujaban, que sujetaban y que movían la pieza con cuidado, que la alzabanhasta sus ojos y que la observaban para después volver a llevarla contra la lija.

    -Creo que más o menos ya la tenemos… tome.

    Sara cogió la pieza y la sintió caliente y viva, la madera parecía un ente que

    olía y latía, un ente impregnado con la experiencia de ese esqueletero y con supropia ilusión. Ya tenía la garra, la tenía ante sus ojos y la examinaba, la rozabacon sus dedos y una sonrisa de gozo se iba formando en sus finos labios.

    -Hay que pasarle la lija fina y ponerle los mechones.

    -De eso no se preocupe, ah y ahora que dice lo de los mechones, me hace faltauno de 18 milímetros, para la pata del sillón.

    El esqueletero se dio media vuelta y buscó entre unos altísimos gatos de apriete,regresó con una varilla rayada de haya de casi un metro de longitud, le dio un parde golpes y un alud de polvo se desprendió hasta el suelo.

    -Hala, ya tiene el mechón.-Vaya, que bueno, pero solo necesito unos diez centímetros.

    -Llévesela entera, que los rumanos están a punto de llegar y se lo van a llevartodo y para que ellos la quemen, se la lleva usted.

    Sara observo al hombre, ya no parecía el mismo que la había saludado nadamás llegar, el polvo se había depositado en sus cejas y en su cabeza, sobre elbabero del color de la madera, sobre sus viejos rasgos, sobre los cristales de lasgafas.

    -No termino de creerme que haya liquidado el taller…, le he visto hacer esta

    pieza sin dudar, como si ya la hubiese hecho miles de veces… perdóneme siinsisto, ¿de verdad nadie quiere quedarse con la carpintería..? todo esto se va aperder, todo lo que usted sabe, toda su experiencia.

  • 8/16/2019 La Decoradora.

    37/292

    37

    El esqueletero suspiró y miró a su alrededor.

    -Ya no hay sitio para talleres como este y aprendices tampoco hay y no puedehaberlos porque la juventud de ahora esta idiotizada con los móviles y con losderechos. Ser aprendiz significa ser responsable, ser atento, ser humilde, tener

    interés y capacidad de sacrificio, tener ganas de aprender…, esos valores ya nose inculcan a los jóvenes, de hecho ni los padres de ahora los tienen, pero tambiéndigo que los jóvenes de hoy no tienen la culpa de estar idiotizados… a mi megusta decir que la sociedad moderna extinguió a los aprendices, por eso estosoficios se mueren, se extinguen y llegan los ikeas y las cosas que la gente compraen internet …, por cierto, no había visto esa pieza en mi vida, la garra esa,imagino que los ebanistas y los tallistas si que la reconocerían.

    La decoradora sonrió y echó una mirada rápida al nuevo remate.

    -Creo que ni ellos la habrían reconocido, es de un sillón muy famoso.

    El esqueletero soltó una risa, se quitó las gafas y sopló los cristales.-¡Ah!, ¿pero que hay sillones famosos?

    -Claro que hay sillones famosos, también sillas y sofás…, seguro que algunavez habrá hecho algún Chester.

    -Muchos.

    -Pues ese modelo tiene una historia detrás, fue el encargo de un aristócratainglés, un duque o conde de Chesterfield, se lo pidió a un ebanista y le exigióque fuese un sofá elegante y sobrio. Lo pidió para amueblar los famosos clubesingleses solo para caballeros y también le exigió que fuese un mueble que

    obligase a sentarse decorosamente, por eso tiene fama de incomodo, es un sofápara estar atento, para mantener charlas serías y trascendentales sobregilipolleces  – terminó de explicar Sara, el esqueletero la miró con la frentearrugada.

    -Todo eso que me acaba de contar, ¿es verdad?

    Sara afirmó con la cabeza y alzó la garra original hasta los ojos del anciano.

    -Claro que es verdad y este remate pertenece a un sil