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La evasión espiritual

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La Evasión Espiritual

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La evasión espiritual

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Spiritual Bypassingwhen spirituality disconnects us from what really matters Copyright © Robert Augustus Masters

Copyright © 2011 Ediciones Vesica PiscisTomas Edison, 2129170 Colmenar, Málaga, Españatfno: 0034 952 730 466fax: 0034 952 730 [email protected]

fotografía portada: © GIS - Fotolia.com

traducción: Anna Renau Bahimarevisión: Sylvie Duran

Todos los derechos reservados.

ISBN: 978-84-939508-7-3

Primera impresión: diciembre 2011Impreso en EspañaDL: GR 4030-2011

Toda impresión, reproducción y difusión de esta obra o de sus ilustraciones, sea total o parcial, realizada a través de fotocopias o medios magnéticos, así como su almacenamiento

o disposición en una base de datos o en Internet, requiere de la ratificación firmada y por escrito de Ediciones Vesica Piscis.

Copias adicionales de este libro se obtienen en cualquier librería o llamando al +34 952 730 466ediciones Vesica Piscis [email protected] www.vesicapiscis.eu

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La Evasión espiritual cuando la espiritualidad nos desconecta

de lo que realmente importa

Robert Augustus Masters

Ediciones Vesica Piscis

Colección Vesica Piscis Evolucionaria

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Índice

1 Escaquearse escondiéndose tras lo sagrado Introducción a la evasión espiritual 7

2 Abordemos la evasión espiritual 15

3 Dejemos de ser negativos respecto a nuestra negatividad 23

4 La compasión ciega Tolerancia neurótica disfrazada de cariño 31

5 Trascendencia sana e insana 39

6 Enfrentémonos a los atajos espirituales 47

7 Saquemos de las sombras el trabajo con la sombra 55

8 ¿Cuál es el detonante de la evasión espiritual? 65

9 La anatomía del pensamiento mágico 71

10 ¿Por qué no hay más maestros espirituales que incluyan la psicoterapia en su trabajo? 81

11 Utilizar la rabia con sabiduría 89

12 Los límites hacen posible la libertad 103

13 ¿Que no nos lo tomemos como algo personal? 113

14 Liberar al sexo de la obligación de hacernos sentir mejor 119

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15 Ni romantizar la relación ni huir de ella 129

16 La espiritualidad incorpórea y el ser corpóreo 137

17 La verdadera responsabilidad Corazón, tripas, responsabilidad 153

18 Credulidad espiritual y sectarismo 161

19 ¿Somos responsables de nuestra enfermedad? 169

20 Cuando las enseñanzas no duales no lo son 175

21 Sacar la vergüenza de las sombras 183

22 Cuando se acaba nuestra luna de miel con la espiritualidad 195

Apéndice I El método del no método La psicoterapia integral intuitiva 201

Apéndice II Iluminar e integrar el cuerpo, la mente, la emoción y la espiritualidad 209

Agradecimientos 220

Sobre el autor 222

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Para todos aquellos cuyo anhelo de ser verdaderamente libres está volviéndose más fuerte

que su deseo de distraerse del sufrimiento

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Escaquearse escondiéndose tras lo sagrado

Introducción a la evasión espiritual

La «evasión espiritual», un término acuñado por primera vez por el psicólogo John Welwood en 1984, consiste en el uso de prácticas y creencias espirituales para evitar enfrentarnos

con nuestros sentimientos dolorosos, heridas no resueltas y necesidades de desarrollo. Es mucho más común de lo que podamos pensar y, de hecho, está tan generalizada que pasa enormemente desapercibida, excepto en casos extremos en que resulta más evidente.

Esto es debido, en parte, a nuestra tendencia a no tener mucha tolerancia —ya sea a nivel personal o colectivo— para enfrentarnos a nuestro dolor, adentrarnos en él y tratarlo; en lugar de ello, preferimos sin dudarlo «soluciones» que lo aplaquen, sin que nos importe el sufrimiento que tales «remedios» puedan catalizar. Como esta preferencia se ha extendido tanto y penetrado tan profundamente en nuestra cultura que está ya casi normalizada, la evasión espiritual viene como anillo al dedo a nuestro hábito colectivo de huir de lo que resulte doloroso,

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como una especie de analgésico superior con efectos secundarios aparentemente mínimos. Es una estrategia espiritualizada no sólo para evitar el dolor, sino también para legitimar esta evasión de distintos modos, que van desde lo descaradamente obvio hasta lo extremadamente sutil.

La evasión espiritual es una sombra muy persistente de la espiritualidad que se manifiesta de muchas formas, a menudo sin que se la reconozca como tal. Entre los distintos aspectos de la evasión espiritual encontramos un desapego exagerado, entumecimiento y represión emocionales, un excesivo énfasis en lo positivo, fobia a la rabia, compasión ciega o demasiado tolerante, límites débiles o demasiado porosos, un desarrollo «cojo» (con una inteligencia cognitiva a menudo muy por delante de la inteligencia emocional y moral), un juicio debilitante sobre la propia negatividad o «lado oscuro», una infravaloración de lo personal en relación con lo espiritual y falsas ilusiones de haber llegado a un nivel superior de ser.

La explosión del interés por la espiritualidad que se produjo a partir de mediados de la década de 1960-1970, en especial por la espiritualidad oriental, ha ido acompañada del correspondiente interés e inmersión en la evasión espiritual, que, sin embargo, no se ha calificado muy a menudo, y mucho menos reconocido como tal. Ha sido más fácil presentar la evasión espiritual como una práctica o perspectiva espiritualmente avanzada, que va más allá de la religión, sobre todo en la espiritualidad de consumo rápido cuyo paradigma son los fenómenos pasajeros como El Secreto. Algunas de sus características más escandalosamente vulgares, como esas raciones de sabiduría recalentada servidas como comida rápida tipo «No te lo tomes como algo personal», o «Lo que te molesta de alguien, en realidad sólo es algo que te molesta de ti», o «Todo es una simple ilusión», se ponen a disposición de casi cualquiera para su consumo y cantinela repetitiva.

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Afortunadamente, esa luna de miel con nociones de espiritualidad falsas o superficiales está empezando a menguar. Ya se han hecho estallar suficientes burbujas; ya se han cogido en calzoncillos, o se les ha caído la aureola, a suficientes maestros espirituales, orientales y occidentales; ya ha habido suficientes sectas; ya se ha malgastado suficiente tiempo en chucherías espirituales, credenciales, transmisiones de energía y gurucentrismo para sondear tesoros más profundos. Pero por muy valioso que sea el deseo de una espiritualidad más auténtica, un cambio como éste no se producirá a una escala significativa, ni arraigará realmente, hasta que la evasión espiritual sea superada, y eso no es tan fácil como pueda sonar, puesto que exige que dejemos de alejarnos de nuestro dolor, de quedarnos atontados y de esperar que la espiritualidad nos haga sentir mejor.

La verdadera espiritualidad no es un Nirvana, ni un «subidón», ni un estado alterado. Ha estado bien soñar durante un tiempo, pero nuestra época está pidiendo a gritos algo muchísimo más real, responsable y de pies en el suelo; algo radicalmente vivo e íntegro por naturaleza; algo que nos sacuda hasta las entrañas hasta que dejemos de tratar el profundizamiento espiritual como algo en lo que andar picoteando superficialmente como un simple pasatiempo. La auténtica espiritualidad no es algún pequeño atisbo o chispazo de saber, ni algo psicodélico para experimentar a toda velocidad, ni un quedarse dulcemente colgado en algún plano exaltado de la conciencia, ni una burbuja de inmunidad, sino un inmenso fuego de liberación, un crisol y santuario exquisitamente digno y apropiado, que nos proporciona tanto luz como calor para la sanación y el despertar que necesitamos.

La mayoría de las veces en que nos hallamos inmersos en la evasión espiritual, nos gusta la luz pero no el calor. Y cuando estamos atrapados en las formas más burdas de evasión espiritual, normalmente, teorizamos mucho más sobre las fronteras de la conciencia de lo que realmente las visitamos, sofocando el fuego

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en lugar de avivarlo aún más, comulgando con el ideal de amor incondicional pero sin permitir que el amor se manifieste en sus dimensiones más desafiantes y personales. Hacer eso nos daría demasiado calor, demasiado miedo y escaparía demasiado a nuestro control, haciendo aflorar a la superficie cosas que hemos estado negando o reprimiendo durante mucho tiempo.

Pero si de veras queremos la luz, no podemos permitirnos huir del calor. Como dijo Victor Frankl, «Aquello que da luz debe soportar el estar ardiendo». Y estar con el calor del fuego no significa simplemente sentarnos a meditar en nuestras dificultades, sino también sumergirnos de lleno en ellas, adentrarnos hasta sus entrañas, enfrentarnos, penetrar e intimar con lo que haya allí, por mucho miedo que nos dé o por traumático, triste o crudo que nos resulte.

Ya hemos tonteado bastante con las vías espirituales orientales; ahora ha llegado el momento de ir más al fondo. Debemos hacerlo no solo para establecer una relación más estrecha con la esencia de estas tradiciones de sabiduría, más allá del ritual, la creencia y el dogma, sino también para dejar espacio a la evolución saludable —y no solo la necesaria occidentalización— de estas tradiciones, de tal modo que su presencia deje de fomentar la evasión espiritual (aunque sea indirectamente) y de hecho deje de abonar consciente y activamente el terreno para que crezca. Sin embargo, estos cambios no se producirán significativamente a menos que trabajemos en profundidad y de forma integradora con nuestras dimensiones físicas, emocionales, psicológicas, espirituales y sociales para generar un sentido cada vez más profundo de totalidad, vitalidad y elemental sensatez.

Cualquier sendero espiritual, ya sea oriental u occidental, que no trate las cuestiones psicológicas con auténtica profundidad, y en más contextos que meramente el espiritual, está sentando las bases para una abundancia de evasión espiritual. Si los practicantes no reciben de los maestros y las enseñanzas espirituales el

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estímulo y apoyo suficientes para entregarse en gran profundidad al trabajo psicoemocional —y si, por consiguiente, aquellos alumnos que realmente necesitan dicho trabajo no lo hacen— quedarán desamparados tratando de resolver sus problemas psicoemocionales, sean o no traumáticos, únicamente a través de las prácticas espirituales que hayan aprendido, como si hacerlo así fuese, de algún modo, superior o mejor —o una actividad «más elevada»— que someterse a una psicoterapia de cualidad. La psicoterapia se considera a menudo una actividad inferior a la práctica espiritual, quizás incluso algo que no tendríamos por qué hacer. Cuando nuestra evasión espiritual es más sutil, la idea de someterse a psicoterapia puede considerarse más aceptable, pero, aun así, rehuiremos de hurgar demasiado en nuestras heridas e ir al meollo del asunto.

La evasión espiritual está ocupada en gran medida, al menos en sus formas de la Nueva Era, por la idea de totalidad y de innata unidad del Ser —el concepto de «Unidad» es quizás su concepto estrella— pero en realidad genera y refuerza la fragmentación separándose de —y rechazando— todo lo que sea doloroso, angustioso y esté por sanar; en definitiva, todos los aspectos del ser humano que distan mucho de ser halagüeños. Al mantener constantemente estos aspectos en la oscuridad, «allá abajo» (cuando estamos encerrados en la «sede central» de la cabeza, nuestro cuerpo y nuestros sentimientos parecen estar por debajo de nosotros), tienden a reaccionar mal cuando se sueltan, como los animales que han pasado demasiado tiempo enjaulados. Nuestro descuido de estas partes de nosotros mismos, aunque pongamos cuidado en adornarlas, es semejante al de unos padres que por lo demás fuesen afectuosos pero dejasen a sus hijos sin alimento, ropa o cuidados suficientes.

Los adornos de la evasión espiritual pueden ser bonitos, especialmente cuando parecen prometer la liberación respecto a la algarabía y furia de la vida, pero a menudo esta supuesta

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serenidad y desapego es poco más que un «valium® metafísico», sobre todo para quienes han convertido el ser y parecer positivos en algo más que una virtud.

Un signo habitualmente indicador de evasión espiritual es una falta de enraizamiento y de experiencia corporal que tiende a mantenernos o bien «flotando en el espacio» en cuanto al modo de relacionarnos con el mundo o bien atados con demasiada rigidez a un sistema espiritual que aparentemente nos proporciona la solidez que nos falta. También podemos caer en el perdón y la disociación emocional prematuros - confundiendo la rabia con la agresividad y la hostilidad- lo cual nos deja sin poder infectados de límites débiles. Ese rasgo de ser exageradamente amable que a menudo caracteriza a la evasión espiritual, la aleja de la profundidad y autenticidad emocional, y el dolor que subyace a ella —en su mayor parte no manifestado, ni tocado, ni reconocido— la mantiene aislada de los mismos cuidados que la desenvolverían y la desharían, como un bebé al que un padre o madre amorosos preparan para tomar un baño.

La evasión espiritual nos distancia no solo de nuestro dolor y de cuestiones personales difíciles, sino también de nuestra auténtica espiritualidad, dejándonos encallados en un limbo metafísico, una zona en que todo es exageradamente dulce, agradable y superficial. Su naturaleza frecuentemente desconectada la mantiene a la deriva, agarrada al chaleco salvavidas de sus credenciales espirituales autoconferidas. Así, nos impide encarnar la plenitud de nuestra humanidad.

Pero no seamos demasiado duros con la evasión espiritual, ya que todos los que nos hemos adentrado en lo espiritual hemos caído en ella, en mayor o menor grado, tras haber utilizado durante años otros medios de hacernos sentir mejor o más seguros. ¿Por qué no habíamos de abordar también la espiritualidad, sobre todo al principio, con la misma esperanza de que nos hiciera sentir mejor o más seguros en diversas áreas de nuestra vida?

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Para superar verdaderamente la evasión espiritual —lo que, en parte, significa liberar a la espiritualidad (¡y a todo lo demás!) de la obligación de hacernos sentir mejor, más seguros o más completos— debemos no solo verla como lo que es y dejar de caer en ella, sino también verla con genuina compasión, por muy feroz que pueda ser o necesite ser. El evasor espiritual que hay en nosotros no necesita ni censurar ni avergonzarse, sino más bien que lo incluyamos conscientemente y con cariño en nuestro conocimiento sin permitirle dirigir el espectáculo. El hecho de intimar con nuestra propia capacidad de evadirnos en lo espiritual nos permite mantenerla en una perspectiva saludable.

He trabajado con muchos clientes que, al describirse a sí mismos, decían estar en un camino espiritual, sobre todo en la meditación. A la mayoría les preocupaba, al menos inicialmente, ser amables y buenas personas, tratar de ser positivos y no ser críticos con los demás, a la vez que se torturaban con diversos «debería» espirituales, como por ejemplo «No debería mostrarme iracundo», o «Debería ser más cariñosa», o «Debería estar más abierto después de todo el tiempo que he dedicado a la práctica espiritual». Huyendo de sus emociones, impulsos e intenciones más oscuros (o «menos espirituales»), habían quedado atrapados, unos más que otros, dentro de las mismas prácticas y creencias que habían esperado que podrían liberarles o por lo menos hacerles sentir mejor.

Hasta las metodologías espirituales más exquisitamente diseñadas pueden convertirse en trampas y no llevar a la libertad, sino solamente al refuerzo —aunque sea sutil— del «yo» que quiere ser un alguien que haya alcanzado la libertad (el mismo «yo» que no se da cuenta de que no dan ningún Oscar por el despertar). Entre las trampas potenciales que resultan más evidentes está la creencia de que deberíamos elevarnos por encima de nuestras dificultades y simplemente abrazar la Unidad, aun cuando la tendencia a dividirlo todo en positivo y negativo,

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superior e inferior, espiritual y no espiritual, nos domine por completo. Hay otras trampas más sutiles y menos atiborradas de nanas metafísicas o metáforas de ascensión y disimuladas bajo el aspecto del discernimiento, que nos enseñan la no aversión a través de cultivar la capacidad de ser testigos imperturbables y/o de diversos y devotos rituales. Más sutiles son aún aquéllas que ponen el énfasis en tomárselo todo con aceptación y compasión. Cada enfoque tiene su propio valor, aunque solo sea para acabar impulsándonos en una dirección aún más profunda, y cada uno de ellos está lejos de ser inmune a caer bajo las garras de la evasión espiritual, especialmente cuando nosotros seguimos esperando —sea cual sea la profundidad de nuestra práctica espiritual— alcanzar un estado de inmunidad al sufrimiento (ya sea a nivel personal o colectivo).

A medida que aquellos de mis clientes que tienen inclinaciones espirituales van intimando cada vez más con su dolor y sus dificultades, llegando a comprender los orígenes de sus conflictos con un oído y un corazón más abiertos, optan o bien por abandonar sus prácticas espirituales equivocadas y volver a entrar en una versión más adecuada de las mismas con menos sumisión y mayor integridad y creatividad o bien por buscar nuevas prácticas que se adapten mejor a sus necesidades, llegando a reconocer con mayor profundidad que todo —¡todo!— puede contribuir a su sanación y despertar.

Mi propósito al escribir este libro es no solo presentar la anatomía de la evasión espiritual y sus muchas caras, sino también inducir a la superación de la misma, para poder adentrarnos en una vida más profunda: una vida de integridad, profundidad, amor y sensatez genuinos; una vida de autenticidad a todos los niveles; una vida en que tanto lo personal como lo interpersonal y lo transpersonal sean honrados y vividos en la máxima plenitud.

Que lo que he escrito os sirva.

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Abordemos la evasión espiritual

El primer paso para trabajar con la evasión espiritual es verla como lo que es —el empleo de creencias espirituales para evitar enfrentarnos a nuestro dolor y nuestras necesidades

de desarrollo con la profundidad necesaria— y después ponerle nombre, para poder comenzar a relacionarnos con ella y no desde ella. Esto es relativamente fácil cuando la evasión espiritual se manifiesta en sus formas más burdas, pero no tanto cuando se hace más sutil, especialmente cuando coexiste con actividades espirituales verdaderamente beneficiosas.

Descubrir y reconocer abiertamente nuestra tendencia a la evasión espiritual puede darnos vergüenza al ser «pillados», pero se trata de una vergüenza sana que podemos trabajar fácilmente, mientras no permitamos que alimente a nuestro crítico interior, y que nos ayuda a recordar que la evasión espiritual no es solo algo que hacen los demás: es algo que todos hemos hecho. La libertad que proporciona el admitir su presencia es semejante a la que sentimos cuando admitimos sin mostrarnos nada defensivos que hasta hace un momento sí habíamos estado a la defensiva en una acalorada discusión con otra persona importante para nosotros.

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Tal vez donde más se vean señales de que hay una evasión espiritual sea en el minimizar, superficializar o negar rotundamente nuestro lado oscuro y lo que llamamos nuestra negatividad. Pero hay otras conductas que también pueden delatarla, como adoptar posturas globales o impersonales respecto a asuntos que son claramente personales, como cuando hablamos del «hecho» de que todo es perfecto, y todo se desarrolla exactamente como debe, mientras estamos hablando a otra persona de un modo degradante. O como respuesta al sufrimiento de alguien podemos decir: «Todo es una ilusión, incluido tu sufrimiento» o «No es más que tu ego», soltando chistes breves con el mínimo sentimiento, como esos presentadores de telediarios que dan tanto las noticias superficiales como las profundamente trágicas con el mismo tono de voz, profesionalmente modulado. Zambulléndonos en aforismos de lo absoluto, nos distanciamos de su dolor y del nuestro.

Por supuesto, no toda evasión espiritual presenta el mismo grado de desconexión emocional, pero el hecho de evitar sentir profundamente, sobre todo en lo que respecta a nuestras emociones menos agradables, y racionalizarlo espiritualmente, es sin embargo un indicador habitual de la misma. La evasión espiritual suele darse especialmente en aquellas vías espirituales que tratan el ego como algo a erradicar, algo que aún se halla en el proceso de realización espiritual, en lugar de considerarlo como una actividad que hay que iluminar e integrar con el resto de nuestro ser.

Cuanto mayor es el dolor de nuestras heridas no resueltas, mayores son las probabilidades de que —si estamos dedicados a ser «espirituales» o a que se nos considere personas «espirituales»— manifestemos algún tipo de autoinflación compensatoria (aunque se revista de humildad) y caigamos en la evasión espiritual en sus formas más burdas, aquellas en las que la práctica y los logros

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espirituales se utilizan para evitar sentir de forma directa y sin protección la cruda realidad del sufrimiento, manteniéndonos desligados o bien apartados y «a salvo» de nuestro dolor, especialmente el que tiene su origen en las épocas más turbias de nuestro pasado. Mucha gente se queda encallada aquí, y suponen que si sus prácticas espirituales no están haciéndoles sentir mejor es porque no han profundizado en ellas lo suficiente y deben redoblar sus esfuerzos. Si esto falla tienden a culparse a sí mismos aun cuando estén tratando de cumplir con determinación las exigencias y expectativas de su camino espiritual. Por muy desagradables que puedan ser sus déficits espirituales, enfocar su atención en ello los mantiene distraídos de tener que enfrentarse y tratar con esa cuestión más grande: el dolor que se esconde en el núcleo de su ser.

Menos afortunados que estos practicantes son aquéllos a quienes sí «les sale bien» lo de la evasión espiritual: los que no solo esquivan constantemente o bien evitan el dolor que se esconde en el núcleo de su ser, sino que también hallan un consuelo relativamente estable en sus prácticas espirituales. Digo «menos afortunados» porque dado su grado de satisfacción, es menos probable que se decidan a «coger el toro por los cuernos» y a trabajar directa y profundamente sus heridas y elementos sombríos que aquellos que no están teniendo éxito con la evasión espiritual.

Cuando estamos atrapados en la evasión espiritual tendemos a ver la psicoterapia como algo innecesario, o que es para los que están seriamente neuróticos, algo que, en el mejor de los casos, refuerza el mismo egoísmo que supuestamente la espiritualidad evita o erradica. ¡Es tan fácil expresar nuestro temor a la psicoterapia en el lenguaje espiritual! Los maestros espirituales que no apoyan a sus alumnos para que hagan psicoterapia en profundidad, tal vez porque ellos mismos ignoran su proceso y

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sus beneficios, están haciéndoles un flaquísimo servicio al poner demasiado énfasis en la importancia de la práctica espiritual, y solo de la práctica espiritual.

La evasión espiritual nos mantiene atascados en un nivel «superior» o «más elevado» que en realidad solo es más elevado en un sentido conceptual. Es como si estuviésemos instalándonos en la 5ª planta sin haber pasado por la 2ª, 3ª o 4ª. Así pues, estamos ocupando el quinto piso y tenemos todo el mobiliario y los avíos adecuados para ese nivel, mientras las plantas que hay por debajo de nosotros se deterioran debido a nuestra falta de atención y presencia. Únicamente cuando el 2º, 3º y 4º pisos —inexplorados y desocupados— alcanzan un punto de desintegración innegable y que ya llama la atención empezamos a darnos cuenta de nuestro error y tratamos de volver sobre nuestros pasos, por muy doloroso o humillante que eso pueda resultar.

Cuando el trascender nuestra historia personal tiene prioridad sobre el intimar con ella, la evasión espiritual resulta inevitable. No establecer una íntima relación con nuestro pasado —no familiarizarnos profunda y exhaustivamente con nuestro condicionamiento y los factores que se hallan en el origen del mismo— hace que ese pasado siga sin digerirse ni integrarse y por lo tanto, esté muy presente, a pesar de nuestra aparente capacidad de sobreponernos a él. En lugar de tratar de ir más allá de nuestra historia personal, necesitamos aprender a relacionarnos con ella con la máxima transparencia y compasión con que nos sea posible, para que contribuya a nuestra sanación y nuestro despertar en lugar de obstruirlos. Esto significa también relacionarnos de un modo similar con nuestra tendencia a evadirnos espiritualmente, echando una mirada lúcida y afectuosa a la parte de nosotros que la fomenta.

Lo que resulta engañoso de la evasión espiritual es que no siempre parece una evasión espiritual. Por ejemplo, si los alumnos

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de un maestro espiritual preguntan a éste por las dificultades que están teniendo para integrar su práctica espiritual con las exigencias de las relaciones íntimas y él les da únicamente respuestas generales y tópicas, poniéndose elocuente acerca de lo finito y lo infinito, la naturaleza del ser, etcétera, está cayendo en la evasión espiritual, no importa lo articulada y precisa que pueda ser su respuesta, ya que, aunque lo haga sin darse cuenta, está evitando tratar de una forma directa y relevante con el dolor personal e interpersonal de sus alumnos, y probablemente también con el suyo.

Sí, puede que sus interpelantes saquen algo de provecho de la visión global que les está presentando, pero no están recibiendo de él nada que sea apropiadamente personal. La cuestión aquí, no es evitar una respuesta general, sino dar una respuesta que esté también sensibilizada psicológicamente y sea personalmente relevante. En el terreno de la evasión espiritual, la espiritualidad conceptual se hace pasar las más de las veces por la verdadera espiritualidad. La espiritualidad conceptual o emocionalmente desconectada puede resultar muy confortante y segura, de fácil recurso y muy fácil de usar para racionalizar nuestro desapego —especialmente el emocional— de los aspectos más difíciles de la vida.

Abordar la evasión espiritual significa volverse hacia los aspectos dolorosos, desfigurados, condenados al ostracismo, no deseados o bien negados, de nosotros mismos y cultivar una relación lo más íntima posible con ellos. Para hacerlo, deberemos tratar inevitablemente nuestro atontamiento, abordándolo con el máximo cuidado posible, dejando de quedarnos atontados con nuestro atontamiento. Si al hacerlo parece que se nos rompe el corazón es que vamos por buen camino, aunque vayamos a gatas. Porque el corazón no se rompe haciéndose pedazos: se rompe desgarrándose, es decir, abriéndose, expandiéndose para poder incluir cada vez más. A medida que vamos desentumeciéndonos, dejando que nuestro corazón quede en carne viva, sintiéndonos cada vez más cómodos con nuestra incomodidad,

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podemos ver y sentir lo que nos condujo la primera vez a la evasión espiritual. Sería quedarse corto decir que se trata de un proceso desafiante, ya que exige de nosotros una vulnerabilidad muy profunda, una desnudez del ser a la que puede que no estemos nada acostumbrados.

Nuestra desgana o incapacidad para entrar en dicha vulnerabilidad, para conectar auténticamente con nuestros aspectos infantiles (nuestra inocencia, asombro, franqueza prerracional, etc.), para sentir auténtica compasión por la niña o el niño que hay en nosotros y una auténtica conexión con él o ella —especialmente cuando esa niña o ese niño está herido/a o traumatizada/o—, hace muy difícil, si no imposible, que podamos entrar verdaderamente en contacto y conectar de todo corazón con el niño que hay en los demás. Por esa razón, tendemos a mantener distancias con aquellos que están trabajando activamente y tratando viejas heridas de infancia, aunque se trate de un trabajo claramente curativo y potentemente integrador.

Aquello por encima de lo cual nos lleva a estar la evasión espiritual es precisamente aquello en lo que necesitamos entrar, y entrar a fondo, con el menor autoatontamiento posible. Con este propósito, es crucial que sepamos detectar aquellas prácticas que tengamos, ya sean espirituales o de otro tipo, que actúen como un tranquilizante en nosotros en lugar de iluminarnos y despertarnos. A pesar de sus innegables efectos calmantes y relajantes, las prácticas meditativas que sedan la mente pueden servir a un fin perjudicial; sentir una mayor calma y relajación no siempre es necesariamente algo bueno, sobre todo cuando no coexiste con el discernimiento y la perspicacia. Los tranquilizantes, ya sean meditativos o de cualquier otra clase, simplemente nos dejan atontados, y si tenemos algún interés en estar atontados podemos vernos atraídos hacia prácticas meditativas que nos mantengan alejados de nuestro dolor. Mientras vayamos dirigiendo

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consciente y hábilmente la atención hacia nuestro dolor y nuestras dificultades, manteniéndonos lo suficientemente cerca de ellos como para trabajarlos con eficacia, el deseo de sedarnos no nos seducirá tan fácilmente.

La evasión espiritual es más común de lo que podamos pensar; de hecho es muy probable que casi todos los que hemos estado envueltos en disciplinas espirituales hayamos pasado algún tiempo en los dominios de la evasión espiritual, sobre todo cuando estábamos implorando un poco de distancia respecto a nuestras dificultades psicoemocionales cotidianas. Puede que dirigirnos hacia nuestro dolor no nos haga sentirnos bien, pero es un viaje necesario si queremos curarnos de verdad, un viaje a través del cual nuestras heridas y dificultades nos sirven más que nos estorban.

La evasión espiritual no es algo a erradicar, sino algo a superar. Tratémosla como tal, reconociendo que la auténtica espiritualidad no es una huida, sino más bien una llegada.

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Dejemos de ser negativos respecto a nuestra negatividad

Lo que llamamos «emociones negativas» no existe. Sólo hay cosas negativas que hacemos con nuestras emociones, pero ellas en sí no son ni positivas ni negativas: simplemente son.

Pongamos por ejemplo la rabia. Cuando somos hostiles emitimos inequívocamente negatividad: nos mostramos erizados y mezquinos, tensos y crueles, pero tomar esto como ejemplo de que la rabia es una emoción negativa no es acertado. Sí, estamos enfadados, pero estamos filtrándolo —y haciéndolo pasar— a través de una lente oscurecida, de tal modo que se expresa no como pura y netamente rabia (es decir, rabia libre de agresividad, culpabilidad y vergüenza), sino como hostilidad. Estamos haciendo algo con nuestra rabia, algo que la sitúa y la canaliza en un contexto negativo.

¿Esto significa que la rabia en sí, por lo tanto, es una emoción negativa? No. Significa que hemos manejado negativamente nuestra rabia, dándole un efecto de mezquindad. Es elección nuestra. La hostilidad no es una emoción negativa, sino más bien la presentación y expresión negativas de una emoción: la rabia.

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La rabia en sí puede ser una fuerza positiva: enfadarte porque acabas de perder tu empleo puede darte la energía y puro empuje para buscar un trabajo más adecuado, lo cual obviamente es algo positivo. De igual modo, enfadarte por los abusos que estás sufriendo en una relación te ayudará a estimularte para establecer límites sanos, proporcionándote gran parte de la motivación y la fuerza necesarias para o bien mejorar la relación o bien dejarla.

Ahora pongamos por ejemplo el odio. No existe ninguna duda en cuanto a su negatividad. Pero, ¿es una emoción? ¿O es algo que estamos haciendo con la emoción? El odio no es solo rabia o dolor, ni una mezcla de los dos, sino más bien una combinación de rabia y dolor contraídos de forma oscura en una situación en que una persona (o personas) ofensiva/s o causante/s de algún tipo de ofensa se ha/n convertido en objeto de nuestro odio. Así pues, el odio es algo que hacemos con la emoción: no nos limitamos a decir que estamos enfadados y que estamos dolidos, sino que lo expresamos de una forma muy negativa y a veces violenta. Hay mucha energía en el odio; puede ser muy pasional. Y también puede ser muy arrollador (sobre todo en sus formas más feas u obsesivas), consumiéndonos, llevándonos tan abajo que se convierta en nuestro estado de ser y no solo una reacción ocasional ante circunstancias difíciles.

Sin embargo, con todo esto no quiero decir que el odio sea algo que siempre deberíamos tratar de superar lo más rápidamente posible: a veces necesitamos sentir y expresar abiertamente nuestro odio (en las condiciones adecuadas) con el fin de sanar y seguir adelante; por ejemplo, si alguien acaba de asesinar a nuestro hijo es natural, al menos durante un tiempo, odiar a esa persona; natural que nos dominen con gran intensidad la ira y el dolor, natural que queramos hacer daño e incluso matar al asesino. Si nos permitimos expresar estos sentimientos en un marco apropiado —como, por ejemplo, con un/a psicoterapeuta

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cualificada/o—, más pronto o más tarde, no solo romperemos a llorar, sino que nos desgarraremos hasta ser la encarnación del dolor, y en esta apertura, aunque dolorosa, haremos sitio para nuestra herida sin que ella nos arrolle ni nos gobierne.

Esto, por supuesto, cuesta tiempo, pero no más que cuando solo dejamos salir nuestro odio en parte, o de algún modo que lo refuerza, y entonces se encona y se alimenta de sí mismo y acaba por apoderarse por completo de nuestra voluntad. Quienes expresan plenamente su odio de una forma sensata, sin hacerse daño a sí mismos ni a los demás, son muchísimo más capaces de auténtico perdón que aquellos que se guardan el odio dentro o tratan de sobreponerse a él de forma prematura, dejando una considerable herida por sanar bajo su forzada ecuanimidad.

Así pues, el camino hacia el perdón auténtico a menudo está pavimentado con odio. Pero id hasta el corazón del odio y no encontraréis odio, sino más bien un gran dolor que arranca el corazón, una desgarrada profundidad del ser que resulta dolorosa de un modo atroz y exquisito a la vez, pero también espaciosa y, por fin, liberadora. Es a través de este fuego como el perdón se convierte no en una simple actividad de evasión espiritual, como quien pinta con la técnica de «seguir los números», sino en una práctica tremendamente potente y empoderadora. Quienes estamos atrapados en la evasión espiritual tendemos a etiquetar las emociones como «positivas» y «negativas» como si tales cualidades fuesen hechos reconocidos y absolutos. Pero cuanto más indagamos en la realidad de nuestra vida más claro vemos que atribuir a las emociones cualidades como «negativa» y «positiva» es inevitablemente un acto ligado al contexto.

Y con todo, el atractivo de la espiritualidad idealizada sigue siendo fuerte, y nos lleva a buscar la expansión en casi todas las cosas por la creencia de que la expansión es positiva y la contracción, negativa; que la expansión nos eleva y la contracción

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nos hunde; que la expansión personifica el sí y la contracción, el no; que la expansión es «superior» y la contracción, «inferior»; que la expansión nos libera mientras que la contracción nos entrampa, etc.

Pero no hay nada que sea intrínsecamente virtuoso en la expansión —pensemos en el imperialismo y la colonización, así como en la metástasis de las células cancerosas— ni nada intrínsecamente deleznable en la contracción. La expansión y la contracción están más interrelacionadas de lo que podamos pensar: cuando inhalamos, por ejemplo, puede parecer que lo único que sucede es que nuestro torso se expande para dejar entrar más aire, pero también se produce una contracción de nuestros tejidos nasales y la parte superior de la garganta, que, con la inhalación, se tensan un poquito. Cada movimiento que hacemos incluye ambas fuerzas. Sin embargo, en el terreno de la evasión espiritual la expansión sigue considerándose como algo mejor que la contracción, y un ejemplo de ello es nuestro entusiasmo por lo que llamamos la «conciencia expandida».

Quizás nuestra emoción más contraída sea el miedo (seguida muy de cerca por la vergüenza). Tendemos a ver el miedo como algo negativo: nos resistimos a que se nos lleve hacia abajo, nos insensibilizamos todo lo posible frente a la presencia y la cruda sensación de temor. En muchos aspectos, la evasión espiritual no es más que otra estrategia para evitar el miedo, empleando la capacidad anestesiante de la desconexión emocional como su principal herramienta. Pero si permanecemos presentes con las energías e intenciones del miedo, y nos permitimos sentirlo abiertamente y seguir el recorrido de sus sensaciones por todo nuestro cuerpo en lugar de caer presos de él, nos dará menos miedo nuestro miedo.

A muchos de nosotros nos asusta quedarnos atascados o perdidos en el miedo si nos acercamos a él, pero lo que ocurre en realidad

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cuando nos adentramos conscientemente en nuestro miedo, paso a paso, es que deja de agarrarnos tan fuerte. Cuanto más a fondo entramos en nuestro temor, llevando nuestra atención como la linterna frontal del casco de un minero, menos miedosos nos volvemos. Cuando permanecemos fuera o apartados de nuestro temor quedamos atrapados por él, pero cuando entramos de verdad y establecemos una relación más íntima con él dejamos de estar entrampados, y descubrimos —y no solo intelectualmente— que no es más que una energía contraída de una forma oscura, una vitalidad atada con un nudo que puede deshacerse cuando intimamos con ella.

Ser negativos acerca de nuestra negatividad nos fragmenta, apartándonos de nuestras heridas no resueltas. El dolor, la ira, la pena, la vergüenza, el miedo, el terror, la soledad, la desesperación: todo ello tiende a juntarse como «negatividad», como algo que dista mucho de lo espiritual. Es como si hubiésemos abandonado a la niña o al niño que hay en nosotros, huyendo del dolor y la impotencia de ese/a pequeño/a y anhelando seguridad y amor en nombre de un enfoque supuestamente más maduro o espiritual. Pero lo único que en realidad hemos hecho es escapar al mismo dolor que, de ser plenamente sentido y hábilmente abordado, nos liberaría para poder vivir de un modo más profundo, más pleno y, sí, más espiritual. La falta de intimidad con nuestra rabia, nuestro miedo, nuestra vergüenza, nuestras dudas, nuestro terror, nuestra soledad, nuestra pena y otros dolorosos estados hace que nuestra experiencia sea superficial, emocionalmente anémica y adicta a lo que sea que contribuya a despistarnos de nuestra negatividad.

Este huir de nuestras emociones más dolorosas no es, por supuesto, exclusivo de la evasión espiritual, sino que caracteriza gran parte de nuestra cultura (sobre todo en forma de adicción). Algunos de nosotros podemos irnos al otro extremo y exhibir nuestras emociones dolorosas expresándolas de forma

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irresponsable y dando mala fama a este tipo de sentimientos cuando, en realidad, el auténtico problema radica en el hecho de complacernos en expresarlas con desmaña. Quienes se hallan enredados en la evasión espiritual utilizarán a menudo este tipo de ejemplos de sobrerreacción para justificar su propia desconexión y disociación emocional.

Lo realmente importante no es si expresamos o no nuestros sentimientos «negativos», sino la forma en que elegimos expresarlos. La rabia reprimida se halla implicada en diversas enfermedades (debilitando el sistema inmunológico), pero también lo está la rabia sobreexpresada (léase hostilidad). Más allá de las polaridades de guardarnos la rabia dentro y expresarla directamente, existe la posibilidad de tener la capacidad verdaderamente saludable tanto de contener como de liberar una rabia acompañada de compasión, transparencia y vitalidad.

Así pues, no deis la espalda a vuestra negatividad. Dejad de patologizarla, dejad de relegarla a un estatus inferior, dejad de mantenerla en la oscuridad. Dirigíos a ella, abrid sus puertas y ventanas, tomadla de la mano. No le esquivéis la mirada. Sentid su herida, sentid dentro de ella, sentid por ella, sentidla sin ningún amortiguador. Pronto empezaréis a notar que su mirada no es otra que la vuestra, quizás la de un tiempo anterior, pero vuestra al fin y al cabo, y contiene mucho de vosotros. Humanizadla completamente. Guardad algo en la oscuridad durante el tiempo suficiente y probablemente se pondrá malo.

Encended las luces, de forma lenta pero segura. Vuestra simple presencia ya basta. Dejad que el corazón se ablande. Respirad un poco más profundamente, acercando más a vosotros lo que llamáis vuestra negatividad, abriéndoos a un ritmo adecuado. No os precipitéis. Dejad que, aunque sea lentamente, pase de ser un lejano objeto extraño a ser una parte reclamada de vuestro ser. Dejad que su dolor y nostalgia os rompa el corazón. Ahora,

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vuestra ambición por trascender vuestra negatividad ya casi ha desaparecido, al daros cuenta en el núcleo mismo de vuestro ser que vuestro verdadero trabajo consiste en reivindicarla y volver a encarnarla. Estáis con vosotros mismos de un modo más profundo, vuestra aversión inicial casi ha desaparecido, y ahora acogéis lo que antes considerabais vuestra negatividad como unos padres amorosos acogen a su hija afligida: trayéndola a vuestro corazón, sintiendo el creciente deseo y poder de proteger a esa pequeña. Ahora ya no hay negatividad: solo amor, ligereza, reconocimiento, presencia, integridad sin esfuerzo. Esto es la vida en estado puro, demasiado real para reducirla a «positivo» y «negativo», demasiado viva para encerrarla.

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