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Festividad de San José 257 LA FESTIVIDAD DE SAN JOSÉ: la fuente del Gato, el hornazo, los siete domingos y los curas don Antonino y don Antoñico “el bueno”. Al día 19 de marzo se le suele llamar “Día del Pa- dre”, y quizás no sólo para mí, sino para muchos de mis paisanos, el día de San José o día del padre es una jornada memorable porque evoca muchos recuerdos típicos de mi pueblo. Acaparador o archivador de años, cuando llega el 19 de marzo nace, o rebrota en mi memoria, el día que iba a comerme el “hornazo” a la “Fuente del Gato” y a beber el “agua picante” y ferruginosa que nace de aquel modestísimo manantial, ubicado en el lateral derecho de la rambla motejada por aquel contorno como “Rambla de la Fuente del Gato”. Los hornazos que entonces nos comíamos, me voy a permitir bautizarlos como los “pregoneros” o los “serenos” que anuncian la llegada de la “cuares- ma”, tiempo comprendido entre el miércoles de ceniza y la Pascua de la Resurrección. Son tortas guarnecidas de huevos cocidos duros. Había hornazos con un solo huevo, con dos, con tres y hasta con doce huevos, como los que llevaban mis vecinos y amigos, los Abadía Moreno, porque Pepe, Ángel o Magdalena se comían más de uno. En la prolífica casa de doña Lola Moreno, esposa de don Juan Abadía Rubio, hermana de doña Virtudes, de Esperanza –“mamá Esperanza”- y de doña Caridad, los huevos y las patatas fritas eran el pato fijo o titular de cada noche para la cena. No tenía nada de extraño que aquellos hornazos, o monas, como también se les dice en otro sitio a estas masas con huevos, fueran tan grandes. ¡Qué tiempos aquellos!, ¡Qué gozar pisando la arena de la rambla antes de acomodarnos en el suelo, sobre una piedra o del modo que fuera para empezar a engullir el hornazo y saborearlo acom- pañado del agua picante! Había veces que al huevo se le pegaban algunas arenillas de la rambla, pero era igual, también se digerían, sobre todo cuando después de la ingesta se subía a la “Fuente del Perro”, que colinda con la del felino, pero que su agua no picaba, era insípida e incolora, aunque algo “recia en su sabor”. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Todo pasa mejor! A todo le hace pasar la medición cronométrica de la vida. “Puñetero reloj que nunca se detiene o atrasa! La festividad de San José en los tiempos a la que yo me refiero conllevaba el “hacer previamente los siete domingos”, que se decía entonces; y ¿en LA FESTIVIDAD DE SAN JOSÉ: la fuente del Gato, el hornazo, los siete domingos y los curas don Antonino y don Antoñico “el bueno”. Antonio Maurandi Caro (1912-2006) Miembro de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Murcia y de la Real Academia de Médicos Escritores y Artistas de Murcia. El pasado año fallecía D. Antonio Maurandi Caro. Sus últimos días los dedicó con intensidad a escribir de manera compulsiva y, cómo no, también envió desde Murcia (donde residió la mayor parte de su vida) numerosos originales que, sistemáticamente, hemos ido dando a la luz en los últimos números de nuestra revista: desde el número 17 (1998) raro ha sido el fascículo en el que no dábamos cuenta de la aparición de alguno de sus libros o incluíamos algún modesto escrito en la sección “Memoria Personal”. A continuación publicamos sus dos últimas colaboraciones y, más adelante, en la sección de “Publicaciones”, reproducimos el emotivo prólogo que Miguel Guirao Pé- rez, también asiduo colaborador, escribió para el último libro de D. Antonio titulado El Calculta.

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LA FESTIVIDAD DE SAN JOSÉ: la fuente del Gato, el hornazo, los siete domingos y los curas

don Antonino y don Antoñico “el bueno”.

Al día 19 de marzo se le suele llamar “Día del Pa-dre”, y quizás no sólo para mí, sino para muchos de mis paisanos, el día de San José o día del padre es una jornada memorable porque evoca muchos recuerdos típicos de mi pueblo.

Acaparador o archivador de años, cuando llega el 19 de marzo nace, o rebrota en mi memoria, el día que iba a comerme el “hornazo” a la “Fuente del Gato” y a beber el “agua picante” y ferruginosa que nace de aquel modestísimo manantial, ubicado en el lateral derecho de la rambla motejada por aquel contorno como “Rambla de la Fuente del Gato”. Los hornazos que entonces nos comíamos, me voy a permitir bautizarlos como los “pregoneros” o los “serenos” que anuncian la llegada de la “cuares-ma”, tiempo comprendido entre el miércoles de ceniza y la Pascua de la Resurrección. Son tortas guarnecidas de huevos cocidos duros.

Había hornazos con un solo huevo, con dos, con tres y hasta con doce huevos, como los que llevaban mis vecinos y amigos, los Abadía Moreno, porque Pepe, Ángel o Magdalena se comían más de uno. En la prolífi ca casa de doña Lola Moreno, esposa de don Juan Abadía Rubio, hermana de doña

Virtudes, de Esperanza –“mamá Esperanza”- y de doña Caridad, los huevos y las patatas fritas eran el pato fi jo o titular de cada noche para la cena. No tenía nada de extraño que aquellos hornazos, o monas, como también se les dice en otro sitio a estas masas con huevos, fueran tan grandes.

¡Qué tiempos aquellos!, ¡Qué gozar pisando la arena de la rambla antes de acomodarnos en el suelo, sobre una piedra o del modo que fuera para empezar a engullir el hornazo y saborearlo acom-pañado del agua picante! Había veces que al huevo se le pegaban algunas arenillas de la rambla, pero era igual, también se digerían, sobre todo cuando después de la ingesta se subía a la “Fuente del Perro”, que colinda con la del felino, pero que su agua no picaba, era insípida e incolora, aunque algo “recia en su sabor”.

¡Qué tiempos aquellos! ¡Todo pasa mejor! A todo le hace pasar la medición cronométrica de la vida. “Puñetero reloj que nunca se detiene o atrasa!

La festividad de San José en los tiempos a la que yo me refi ero conllevaba el “hacer previamente los siete domingos”, que se decía entonces; y ¿en

LA FESTIVIDAD DE SAN JOSÉ: la fuente del Gato, el hornazo, los siete domingos y los curas

don Antonino y don Antoñico “el bueno”.

Antonio Maurandi Caro (1912-2006)Miembro de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Murcia y de la Real Academia de Médicos Escritores y Artistas de Murcia.

El pasado año fallecía D. Antonio Maurandi Caro. Sus últimos días los dedicó con intensidad a escribir de manera compulsiva y, cómo no, también envió desde Murcia (donde residió la mayor parte de su vida) numerosos originales que, sistemáticamente, hemos ido dando a la luz en los últimos números de nuestra revista: desde el número 17 (1998) raro ha sido el fascículo en el que no dábamos cuenta de la aparición de alguno de sus libros o incluíamos algún modesto escrito en la sección “Memoria Personal”. A continuación publicamos sus dos últimas colaboraciones y, más adelante, en la sección de “Publicaciones”, reproducimos el emotivo prólogo que Miguel Guirao Pé-rez, también asiduo colaborador, escribió para el último libro de D. Antonio titulado El Calculta.

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qué consistía ese hacer?, pues, sencillamente, en confesar y comulgar sin romper la continuidad los seis domingos que precedían a la festividad del santo.

Al memorizar este evento debo aclarar un acaecer que sufrí uno de aquellos domingos. Como me sentí obligado a confesarme antes de comulgar, llegué a la iglesia unos minutos antes de que fuera la hora de celebrar la misa, obligado porque no creía que podía recibir la hostia sin haber recibido antes el perdón de la penitencia que otorgan los confesores. Aquel día recorrí los distintos confesionarios que hay en el templo para ver en cuál de ellos había confesor. Sólo en uno ví que estaba mi tío Pepe. A mí se me hacía difícil confesarme con mi tío, y la cosa me llegó a inquietar. ¿Cómo me iba a confesar con un cura que tanto y tan íntimamente trataba? Me daba vergüenza. Llegaba la hora de empezar la misa y yo tenía que confesar porque mi culpa, que seguramente por mi edad encajaría en “lo venial”, entonces, por mi corta edad, la encuadraba en el grupo de los pecados mortales. Corrían los minutos, la hora de comenzar la misa se acercaba cada vez más, se compaginaba hora y ansia de conseguir la bendición del “ego te absolvo”. La zozobra era tan grande que mi decisión fue rápida y profunda. Mi tío, sentado en el confesio-nario y leyendo su misal cotidiano, fue sorprendido con mi acercamiento y me dice: ¿Qué quieres?, mi respuesta fue: “Ave María Purísima”, expresión con la que comenzaba la confesión habitualmente. Él se acerca, pega su cabeza a la mía y, con la atención del confesor, escucha mi decir, poniendo su mano izquierda sobre mi nuca me dijo la penitencia al tiempo que con su derecha me imparte la bendición absolutoria que trasmite el perdón que Dios otorga

a las personas arrepentidas de haberle ofendido. ¡Qué contraste tan grande entre el acercamiento a mi tío y mi separación para ir al lugar desde donde escucharía la santa misa!

La costumbre de comulgar los siete domingos que preceden a la festividad de San José es muy an-tigua. Su origen data del siglo XIX, en el papado de León XIII, que para encumbrar la bondad del Patriarca, padre de Jesús y esposo de la Virgen María, instituyó tal devoción. Tal misticismo y fervor debió prender en los católicos creyentes con gran arraigo, porque su nacimiento se extendió con la fuerza que se extienden los ramajes que parten de los troncos vigorizados.

No me atrevo ni puedo decir si tal rito o costum-bre continúa con el empuje de entonces, porque ni escucho ni veo a los feligreses católicos hablar de los “siete domingos”, aunque presumo que también, como tantas cosas, este rito ha desapa-recido, puede que en el fuero interno de algunos mayores subsista.

Vuelvo a memorizar los “siete domingos de mi pueblo” recordando los “pescozones de don Anto-nino”. Don Antonino Muñoz García era un buen sacerdote, natural de Vélez-Blanco, que ejerció de coadjutor en Vélez-Rubio casi todo el tiempo de su vida sacerdotal. Yo lo conocí y lo traté íntimamente porque al ser yo sobrino carnal por parte de padre y de madre de dos sacerdotes y ser don Antonino compañero de ellos, tuve que tratarlo. Además, se dio la circunstancia de que fue el primer enfermo que traté cuando estudiaba el último año de mi carrera de medicina.

Dos estampas típicas de jóvenes comidas campestres. A la izquierda, festejando el día de San José en la Fuente del Gato a mediados de los 60 (Foto por gentileza de María Navarro). A la derecha, haciendo lo propio en María en los años 50 (Foto por gentileza de Pedro Ponce).

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Eran los primeros días del mes de diciembre, puede que el ocho, festividad de la Purísima. Don Antonino vivía con única hermana, Soledad, en el primer piso de la casa nº 5 de la calle Joaquín Carrasco, hoy mo-rada de la familia Egea Rame-González Palanques. Yo vivía en la número 4, de la misma calle. A don Antonino tuvo la desgracia de llegarle una angina de pecho y rápidamente doña Soledad me avisa para que fuera a atender a su hermano. Lo antes que pude me vestí y fui a la ayuda del sufriente don Antonino. Entonces la medicina no disponía de los medios de ahora. Le auxilié farmacológicamente mitigándole el dolor durante casi once o doce horas hasta que el corazón dijo no puedo más y falleció. Creo que fue el primer enfermo que atendí, como por libre, fuera de los que en la práctica hospitalaria de estudiante me correspondieron.

En Vélez-Rubio había otros presbíteros dignos de recordar. El también anciano don José Manuel, familia de “los caballeros de la Cañada de la Cierva”, que vivían en la última casa de la calle Fábrica, acera de la derecha según se entra por Joaquín Carrasco.

Y cómo no nombrar a “don Antoñico el bueno”, acaparador de notoriedad en aquellos tiempos, cuando cada víspera de la Semana Santa los distraídos peni-tentes para “cumplir con la Iglesia” lo abordaban en la calle que fuera para que los confesara. Yo nunca me confesé con don Antoñico, pero pude observar que sus confesiones eran muy rápidas y breves. En una media hora podía confesar a veinte pecadores. El lugar para confesarse con don Antoñico tampoco era fi jo, el confesionario podía ser “las cuatro esquinas”, un banco de la Plaza, o cualquier otro sitio donde se

encontraban confesor y penitente. No lo sé fi jo, pero recuerdo que don Antoñico estaba emparentado con “los Campanillas”, como mi coetáneo Juan Sánchez Casas, “don Juanico”, lo estaba con “los Pitillos”.

En Vélez-Rubio era costumbre visitar los “Mo-numentos el Jueves Santo”. Sitio donde, después de los Ofi cios de ese día, el sacerdote guarda el copón con la hostia consagrada, para recuperarla el viernes y continuar la misa empezada el jueves. Se daba el caso que matrimonios desavenidos y sin hablarse aquel día hicieran el recorrido cogidos el brazo como si nunca hubiera pasado nada entre ellos. El disimulo y el “tomarse el chocolate de espaldas”, como si nunca hubiera existido. Tras este obligado recorrido pseudoreligioso o católico, cada “mochuelo a su olivo”.

Me decía en una de sus cartas el director de la Revista Velezana: “Tienes mucha edad y conoces cosas de nuestro pueblo que ya se han olvidado, ¿Por qué no escribes sobre ellas?” Hay sucesos o cosas que ya se han olvidado, pero que acaecieron. Tal requerimiento me ha llevado a escribir este relato que, además de complacer a mi amigo el director de esta Revista, hacen surgir y mantener vivo mi cariño a mis paisanos.

Termino esta referencia histórica. No creo haber ofendido a nadie, ni me creo haber sido ofendido por nadie, pero si por alguna circunstancia no hubiera sido así, como el cuento descriptivo lo inicio en las fecha que colindan o rayan con la Semana Santa o semana del perdón, aquí paz y después Gloria.

Murcia, abril del 2006.

Las procesiones de Semana Santa en Vélez Rubio hacia los años 60. A la izquierda, el Domingo de Ramos. A la derecha, desfi le del Santo Entierro el Viernes Santo por la tarde (Fotos por gentileza de Francisco Martínez Gea).

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LA NAVIDAD VELEZANA: Inocentes, misa del Gallo, turrones y comidas

Continúo recordando aconteceres o cosas de antes. De cuando yo era joven o tenía menos años. Digo lo de los años porque hay momentos que se me olvida que ya he brincado, y con holgura, los 93, que me parece que sí que son años. ¡Qué tiempos aquellos cuando yo vivía en mi pueblo natal, Vélez-Rubio! Quiero memorizar en este modesto relato cómo se vivía entonces y cómo se pasaban los días preliminares a las Pascuas de Navidad de mi pueblo.

Eran las “Pascuas del arroz con pavo”. El 4º día, o día de los Santos Inocentes, se bromeaba dando “inocentadas” a personas solventes en dinero y en prosapia, también cuando los vestidos o enmas-carados de inocentes encarcelaban a las personas algo pudientes por no pagar el óbolo a las benditas ánimas del Purgatorio. El pregonero del pueblo en aquel cuarto día de Navidad estaba a las órdenes del “alcalde de Inocentes”. En el tiempo al que yo me refi ero el alcalde de los Santos Inocentes solía ser José “el Loco”, un jornalero que se dedicaba a ganar su estipendio auxiliando a las familias que lo requerían; valiéndose de su asno o borrico lim-piaba las cuadras y corrales y trasladaba la basura y excrementos a la huerta o a las afueras del pue-blo, para que no se acumularan en los domicilios particulares.

La proclama que divulgaba el pregonero el día de los Santos Inocentes empezaba diciendo: “Sa-biendo que don fulanico, o don menganico, no puede andar ni por el sol, ni por la sombra…,” “¡calla bárbaro, calla porque está aquí!”, le in-terrumpía otro de los enmascarados inocentes y no le dejaba acabar el pregón, porque agarraban del brazo al pregonado y lo llevaban a la cárcel para que abonara la cantidad que al mismo su-puesto deudor o reo se le había asignado. Una vez pagada la cantidad, el pregonado quedaba en libertad y salía a la plaza para incorporarse a la tertulia o a los amigos con los que estaba, y se regodeaba ante ellos y ante todos los paisanos que presenciaban el acto.

Antonio Maurandi Caro (1912-2006)

La popularidad del arriero José “el Loco” la pa-tentaron los Santos Inocentes de las Pascuas de Navidad. Pero en las fecha que ahora recuerdo, también se patentó el hacha de Agustín “el Loco”, porque la mayoría de las casas del pueblo avisaban a Agustín para que fuera a partir la leña que solían, unos comprar, y otros recolectar de sus posesiones rurales, para poder con su encendido en hogares o braseros mitigar el frío de la estación o el helor entonces, de las magnífi cas nevadas que regalaba la época. Como todo cambia, también en la zona del marquesado de los Vélez la nieve se ha convertido en cosa rara.

Y ¿porqué titulo este escrito-relato con el nombre de turrón? Pues, sencillamente, porque en los días que precedían a las Pascuas de Navidad solían ir a Vélez-Rubio, también a los pueblos limítrofes, jijonenses ataviados con sus blusas peculiares de color ceniza oscuro y monteras de color negro, para anunciar las dulces-mercancías que ellos fabricaban en Jijona: turrones, pastelillos de gloria, pastelillos corrientes de almendras garrapiñadas, peladillas, alfajores, etc, etc, porque esta clase de golosinas no se hacían por aquel paraje. Aunque sí que se elaboraban en Vélez-Rubio otra clase de dulces dignos de competir con los de otras comarcas o lugares de España.

Recuerdo a este respecto los bollos de Bilbao, los célebres piononos de Felipe “el Feo”, los alfajores

Grupo de velezanos haciendo unas migas en la plaza de la Encarnación en Nochebuena.

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de almendra o de miel, los mantecados de vino, o los pastelillos de cabello de ángel que fabricaba la familia Corchón (Pedro, Juan y Pepe Corchón), las magnífi cas natillas con canela o quemadas a la plancha de cualquiera de las confi terías.

Los niños, y los muy jóvenes de entonces, al ver la llegada al pueblo de aquellos jijonenses, nos ale-grábamos porque teníamos la seguridad de que se aproximaba el día que saborearíamos las dulzainas jijonescas, que habían de ser el postre dulce del arroz con pavo para la mayoría, o el cocido con pelotas para otros.

¡Cuántas gracias tengo que darle a Dios por ha-berme permitido disfrutar de aquellas prebendas y por tener ahora, bien entrado en el invierno de la ancianidad, la ocasión de poder recordarlas!

Igualmente memorizo las “batatas con almíbar” que mi abuela confeccionaba y guardaba en los cachivaches que colocaba en uno de los armarios de la bodega para que estuvieran frescas, a fi n de ingerirlas después de la celebración de la “misa del Gallo”. Era la noche en la que su mejor destacar se experimentaba al tambalear durante la misa, antes que llegara el momento de la Consagración, “al borreguito”, al tiempo que se voceaba dicien-do “¡Viva el Niño Dios!”. En cierta ocasión un barbarote, ligeramente achispado, agregó, “y la madre que lo parió”.

También era curioso ver como en la misa del primer día de Pascua, cuando llegaba el momento de la pre-consagración, un acólito embadurnaba la cara del “Cura de los Inocentes” con harina; contraste de persona disfrazada con sotanas totalmente negras y cara íntegramente blanca por el unto de la harina del enmascarado. Esto se hacía en la misa de 12 de aquel día; también en aquel momento se solían cerrar las puertas de entrada a la iglesia para que

no se saliera nadie sin estar en cada puerta, bien el cura disfrazado o bien cualquier otro inocente, a fi n de recabar el óvolo pertinente como limosna para las benditas almas del purgatorio.

Para mí, y desde mi antañón de bisabuelo, aquel vocear ha aminorado su chillar o gritar. Las “No-ches Buenas” pasan con el musitar de mi silencio, alegres en su pensar, pero tristes en su devenir. Este sentir no es de ahora, es desde joven, cuando con el devenir de los años se me han ido agregando los ripios que, poco a poco, reforzaban el largo sustento de mi propia vida, pero como la vida es como es, no se puede uno apartar de la pura y encuerada realidad.

En cada región de España estas fi estas tienen sus costumbres, sobre todo en lo que a la función manducatoria se refi ere. Había familias en Vé-lez-Rubio que durante los cuatro días de Pascua comían arroz y pavo, y siempre con la misma mo-dalidad de cocinarlo. Puede que esto no sea nada extraño, porque hubo un notario en la localidad que se hospedaba en una casa particular y la dueña o patrona, queriendo atenderle lo mejor posible, solía preguntarle cuál era la comida que prefería cada día, y él, enfurecido porque diariamente le hacía la misma pregunta, contestó: “Le he dicho a usted que siempre ‘coci’, así que no me lo pregunte más, coci, coci y coci”.

En otras localidades la comida típica de Navidad es el besugo, el cabrito, o la merluza, también entonces los más pudientes entre los pudientes comen angulas, pero las angulas auténticas. Como postre, en todas las comidas, los típicos dulces jijonescos.

Termino este modesto relato diciendo que este recuerdo es un ripio más que tiende reforzar el paredón, sustento y vida de mi pueblo.

Cuadrilla de los Ino-centes a finales de los 70.

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LOS VÉLEZ: UNA SENSACIÓN

FASCINANTE

LOS VÉLEZ: UNA SENSACIÓN

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Juan A. IMBERNÓN LÓPEZ

La Comarca de los Vélez huele a tomillo, a romero, a pino y a encina; pero también, a gurullos con liebre, a arroz con pavo, a tortas fritas y a man-tecados con miel.

Almería suena a tanguillo, fi esta, gazpacho, playa y sol tórrido. Si se menciona Almería es para decir desierto e invernaderos, como si fuera lo único que hay en la provincia, porque el horizonte de Almería es una sucesión de sierras humildes y discretas, pero que atesoran los paisajes, los pueblos y las costumbres menos conocidas de esta tierra.

Mi primer contacto con los Vélez fue por medio de un velezano, Diego Reche, profesor de literatura del IES “El Sabinar”; del cual era alumno. Por aquellos días, Diego organizaba una función de teatro, protagonizada por alumnos del instituto, Los Caños de la Novia, de cuyo texto es autor; y nos propuso hacer una excursión a la comarca de los Vélez para que conociésemos, in situ, el lugar donde se desarrollaba la trama de la citada obra.

Bueno, he de aclarar que yo ya había estado en Vélez Rubio. Una vez, mientras circulaba en di-rección a Jaén, a través de la Sierra de Baza, iba corto de combustible; y me detuve en la salida de Vélez Rubio para solicitar a una dotación de la Benemérita que me indicase el surtidor más cercano. Los efi cientes agentes de la autoridad satisfi cieron mi curiosidad, no sin antes efectuar un registro en mi automóvil. Pura anécdota. Evidentemente cumplían con su obligación.

Pero volvamos a la excursión. La primera imagen fue una vista parcial de la comarca desde la A-92, con la Muela de Montalviche y el Mahimón grande y chico. Un paso fugaz por Vélez Rubio, a donde volveremos después, y la primera parada en Vélez Blanco. Llegando a la población la panorámica no puede ser mejor. De repente, nos asaltó la impre-sionante mole del castillo de los Fajardo, declarado

patrimonio histórico-artístico. Las casas encaladas con chimeneas y tejados de teja árabe se ajustan a la falda de la colina. El trazado de las calles y las viviendas se amoldan a la ubicación del paisaje dibujado entre montículos.

Después de un frugal, pero intenso desayuno, nos dirigimos al antiguo Almacén del Trigo donde, además de herramientas y aperos propios de la siega, contemplamos una maqueta de la comarca y varios modelos de los yacimientos paleontológicos como: las cuevas de Ambrosio y Chiquita de los Treinta y las pinturas rupestres de la Cueva de las Grajas y de los Letreros.

A la salida del museo nos dirigimos a los Caños de Caravaca en donde, Diego, nos contó el origen del escudo del marquesado de los Vélez. Saciada nuestra sed con el agua de la fuente, nos dirigimos hacia la iglesia parroquial de Santiago que data del siglo XVI, catalogada como bien de interés cultural. Una rápida visita al teatro, que estaba cerrado, y una parada en la iglesia Convento de San Luis; desde donde las vistas de Vélez blanco son espléndidas.

Por fi n, la visita a “la joya de la corona”, los Caños de la Novia, en donde nos detuvimos, bebimos, disfrutamos y nos extasiamos. Y rumbo al castillo de los Vélez, a través de la majestuosa Morería, con una breve parada en la fuente de los Cinco Caños, donde una leyenda dice: “Qui gustat hos latices non oblivisquitur nunquam”, “Quien bebe de esta agua no lo olvidará nunca”.

Después de una dura subida por los tortuosos calle-jones de la espléndida Morería desembocamos en el patio central del castillo de Vélez Blanco. Nos contaron que en 1506, Pedro Fajardo y Chacón, primer marqués de los Vélez y gobernador del reino de Murcia, mandó construir un castillo sobre las ruinas de una antigua alcazaba musulmana. El

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alcázar de los Vélez es uno de los castillos rena-centistas más soberbios de España y está declarado monumento histórico-artístico.

Tras deleitarnos con la esplendidez de este monu-mento y el inevitable aprovisionamiento de sou-venirs, subimos al autocar en dirección a Vélez Rubio para saciar nuestros exhaustos estómagos. Nos esperaba un fabuloso ágape en un restaurante de Vélez Rubio.

Concluida la comida deambulamos por las calles de Vélez Rubio, admirando la arquitectura local, el estilo barroco de sus construcciones se debe, en parte, al marquesado de los Vélez, que trajo además de multitud de casas señoriales y edifi cios civiles un estilo distintivo, el clásico velezano, caracterizado por grandes balcones y ventanas con elementos de forja.

Para completar la sobremesa no detuvimos en una cafetería para tomar un café y una copita de patxarán, en mi caso; antes de acometer la visita al Museo “Miguel Guirao”, situado junto al antiguo Hospital Real de Vélez Rubio. Este Museo alberga en siete salas temáticas, fósiles del precámbrico hasta el cuartanario, seguidos de yacimientos de la Prehistoria, cerámicas áticas, vasijas ibero-romanas, capiteles y piezas cris-tianas, además de herramientas y aperos tradicionales de las labores de la tierra; incluye también una sala monográfi ca dedicada a la fotografía.

Después de esta experiencia tuvimos el enorme placer de visitar el taller de un artista local, don Antonio Egea, que nos mostró parte de su obra. Pinturas, esculturas y obras realizadas con alambre, se dispersan por el taller en un caótico orden, fi el refl ejo de un artista bohemio que plasma en sus obras su fi losofía, abstrayéndose de las modas y las costumbres.

Mientras hacíamos tiempo para visitar la biblioteca local, nos dirigimos hacia la iglesia de la Encar-nación del siglo XVI reconocida como monumento nacional. Después saboreamos unas muestras de la repostería velezana, y concluimos la visita en la biblioteca. Un edifi cio multifuncional con tres plantas distribuidas temáticamente. En la planta baja se ubica la sección infantil, en la primera se sitúa la zona de investigación, documentación y archivos, y en la planta superior; la zona de adultos, además de una sala para conferencias y un recinto para ágapes y cócteles.

Y llegamos a fi nal de esta aventura con la sensación de haber descubierto un pequeño tesoro, pero, al mismo tiempo, la tristeza de no haber podido visitar toda la comarca, con los innumerables atractivos que encierran las poblaciones de María y Chirivel.

Caminante no hay camino, se hace camino al andar, decía Antonio Machado... Sí hay camino; los pinos y encinares de esta tierra te indican el camino a seguir para llegar hasta este espacio natural. El camino te conduce al Mahimón o al mirador del Cerrito, desde donde se pueden contemplar el cambio de color de los campos de cereal y los almendros en función de la época del año. El camino que se cu-bre con un manto de nieve en invierno. El camino que bordea los campos que huelen a tomillo, jara y romero. Caminante sí hay camino, el camino en donde voy dejando un trozo de mi corazón en cada rincón que piso de este maravilloso país: España. Y de esta hermosa tierra mía, que es Almería.

Le debo otra visita a Los Vélez: como Frodo Bolsón en El señor de los anillos, volveré a la comarca. Volveré a los Vélez... volveré.

Aguadulce, febrero de 2006

Grupo de compañeros que representaron la obra Los Caños de la Novia (véase Revista Velezana, 24, 2005, p. 261-279) visitando la casa del pintor y grabador Antonio Egea Martínez, con su profesor y autor, Diego Reche Ar-tero; ambos, de pie, en el extremo derecho.

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ESLABÓN DE UNA GENERACIÓN

EDUARDO RIPOLL PERELLÓ, ÚLTIMO

ESLABÓN DE UNA GENERACIÓN

Nacido en Tarragona en mayo de 1923, el prehistoriador Eduardo Ripoll Perelló falleció el 28 de marzo de 2006 en su domicilio de Barcelona. Su larga trayectoria científi ca y académica le sitúa en un lugar destacado dentro de la historia de la disciplina arqueológica del país.Cursó sus estudios en la Universidad de Barcelona a mediados de los años cuarenta, donde recibió el infl ujo paleolitista de Lluis Pericot, que le marcó de forma decisiva su trayectoria investigadora. Perfeccionó sus estudios sobre estos temas en el Institut de Paleontología Humaine de París, en el que entró en contacto con otro de los personajes que le marcaron, el abate Breuil.Entre 1947 y 1953 ocupó el cargo de conservador adjunto en el Museo Arqueológico de la Diputación de Barcelona, dirigido en aquel entonces por el profesor Martín Almagro Basch, del que fue discípulo y sucesor en diversos destinos; tras la disputada oposición, ganó su plaza de conservador y en 1963 pasó a desempeñar las labores de director del museo y del conjunto de Ampurias. Paralelamente, ejerció como comisario de la IV Zona del Patrimonio Artístico Nacional y como secretario de la Zona de Cataluña y Baleares del Servicio Nacional de Excavaciones.En aquellos momentos, Ripoll había iniciado ya su labor investigadora en el campo del paleolítico con dos polos de atracción: Cueva de Ambrosio (Vélez-Blanco, Almería), donde descubrió un rico solutrense paralelo al encontrado por Pericot 30 años antes en el Parpalló; y el arte rupestre, una de las vocaciones satisfechas de su larga vida, con estudios y descubrimientos de largo alcance, desde los yacimientos del monte Castillo hasta el bóvido de la Moleta de Cartagena.Al lado de su labor investigadora y museística, las tareas universitarias ocuparon un papel importante en su trayectoria a partir de 1968. La fundación de la Universidad Autónoma de Barcelona le catapultó hacia la responsabilidad de los estudios de Prehistoria y Arqueología en dicho centro hasta principios de los años ochenta; llegó a ejercer de decano de la Facultad de Letras de la UAB.En 1981 trasladó su actividad a Madrid, al ser nombrado director del Museo Arqueológico Nacional, al frente del cual estuvo hasta 1986. Paralelamente, ganó la cátedra de Prehistoria de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, centro en el cual ejerció su docencia hasta su jubilación en 1993, e incluso en los años siguientes, al ser nombrado profesor emérito.Los reconocimientos académicos a internacionales recibidos por Ripoll fueron abundantes. Fue miembro correspondiente de las Reales Academias de la Historia y de Bellas Artes; miembro de número del Deutsches Archäologiches Institut; miembro de la Comisión Permanente de la Union Internationale des Sciences Préhistoriques et Protohistoriques, que le nombró, a su jubilación, miembro de honor de dicha institución; académico de número de la Real Academia Catalana de Belles Arts de Sant Jordi (1981) y de la Real Academia de Bones Lletres de Barcelona (1978), de la que fue su presidente desde 1996 hasta su fallecimiento.La muerte de Eduardo Ripoll representa la práctica extinción de la generación que, en los años cuarenta, reavivó la llama que Pere Bosch Gimpera legó a Lluis Pericot para que su obra perviviera a través de lo que se ha dado en llamar Escola Catalana d’Arqueología. Después del último discípulo directo de Bosch, Joan Maluquer de Motes, una larga saga de arqueólogos y prehistoriadores del país, que estudiaron en la Universidad de Barcelona en los años cuarenta, copó buena parte del panorama español de las dos décadas siguientes: Miquel Tarradell, Pere de Palol, Antoni Arri-bas, Alberto Balil y tantos otros ganaron cátedras en el resto de España y ejercieron su labor docente extendiendo los postulados heredados de la conexión Bosch-Pericot. Eduardo Ripoll era el último de esta saga, de una generación brillante que tuvo una difícil continuidad en los estudiantes de los años cincuenta y sesenta, una generación perdida que fructifi có luego en la quinta del 75, la que hoy ocupa los lugares de responsabilidad en la prehistoria y la arqueología del país. Vaya, desde esta óptica profesional, pero también desde la personal, mi más sentido recuerdo para la fi gura de Eduardo Ripoll y para su familia.

Josep M. MullolaCatedrático de Prehistoria y director del SERP, de la Universidad de Barcelona.

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Sergio Ripoll (S.R.). Nuestros orígenes familiares están enraizados tanto en el Ampurdán como en Tarragona.

Eduardo Ripoll (E.R.). Efectivamente, como sabes, tu abuelo era de Torroella de Fluvià, en Girona, y tu abuela, de Tarragona, ciudad en la que nací el 23 de mayo de 1923 y donde pasé mi infancia y adolescencia entre los deliciosos olores de la pas-telería donde trabajaba el Avi. Ya en 1939 toda la familia nos trasladamos a Barcelona, donde hemos vivido desde entonces, salvo el período madrileño, como veremos luego.

S.R. Entrando en el campo profesional, tú no empezaste directamente en la arqueología.

E.R. Como le ocurrió a mucha gente de mi ge-neración, salí muy rebotado de la Guerra Civil y jamás pude recuperar aquellos tres años perdidos, además tuve algunas difi cultades con el Examen de Estado. Junto a las presiones familiares y a un error de enfoque, inicié mis estudios en la Facultad de Derecho, donde casi terminé la carrera, a falta de un par de asignaturas. Pero desde la adolescencia ya tenía una fi rme vocación de arqueólogo y, al margen de mis actividades académicas, empecé a construir las bases de una formación humanística personal, compaginándola con el trabajo para ayudar a la familia, cosa que empecé a hacer a los 12 años. Dedicaba mucho tiempo a la lectura y recuerdo gratamente las innumerables horas pasadas en la Biblioteca de Catalunya, donde, además de conocer en profundidad los fondos, también fragüé íntimos lazos de amistad con otros asiduos a las salas de lectura. Pero a pesar de mi dedicación, sentía que me faltaba la tutela, el ambiente y los maestros apropiados para mi vocación de arqueólogo.

S.R. Pero enseguida los conseguiste e iniciaste en 1947 la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona…

UNA CONVERSACIÓN IMAGINARIA CON MI PADRE, EDUARDO RIPOLL

(1923-2006)

Sergio Ripoll López

E.R. Efectivamente, y algunos de estos profesores me acompañaron siempre y además de maestros, algunos fueron buenos amigos como Lluis Pericot, Martín Almagro Basch, Alberto del Castillo, Jaime Vicens Vives, Felip Mateu Llopis, que impartían tanto cursos de carácter general así como más es-pecializados. En este entorno académico también conocí a jóvenes profesores y compañeros de es-tudios como Carlos Cid, Frèderic Udina, Miquel Tarradell, Pere de Palol, Manuel Riu, Pere Vegué, Miquel Oliva, Alberto Balil, José Miliqua, Joan Cabestany, August Panyella y muchos otros, pero sería muy largo citar a todos.

S.R. En defi nitiva, dejaste totalmente el Derecho y te metiste de lleno en la Arqueología. No sólo en la carrera, sino también en el Museo Arqueológico de Barcelona.

Eduardo Ripoll visitando el abrigo de los Letreros. (Todas las fotos que aparecen en esta entrevista nos han sido facilitadas por Sergio Ripoll López).

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E.R. Recién iniciada la Facultad, el profesor Carlos Cid me puso en contacto con el profesor Martín Almagro, que en 1947 me propuso ir a trabajar con él al Museo del que él era director. Me hicieron un contrato de ciclista (una especie de chico de los recados) con un sueldo de 300 pesetas (2€), puesto que compartía con Pere de Palol, aunque estábamos todo el día haciendo fi chas en la biblio-teca. La cosa duró hasta que un día el secretario general de la Diputación me citó en su despacho para preguntarme si alguna vez me había montado en una bicicleta.

S.R. ¡Pero tú no sabes montar en bicicleta!

E.R. Nunca lo he intentado, y fue a raíz de esa entrevista cuando me nombraron Conservador Adjunto, cargo que desempeñé hasta 1953.

S.R. Pero antes de terminar la carrera te casaste con mamá.

E.R. Sí, en 1950 me case con tu madre, después de muchos años de novios; éramos además compañeros de facultad y con lo puesto nos fuimos dos años a París a buscar unos horizontes más amplios para mi formación, que ya se decantaba por la Prehistoria. Allí tuve la inmensa suerte de ser al mismo tiempo el discípulo de dos eminentes maestros. Me refi ero, por supuesto, al Abate Henri Breuil, que acababa de regresar de su segunda campaña en África del Sur, y al profesor Raymond Vaufrey de L’Institut de Paléonthologie Humaine y redactor jefe de la presti-giosa revista L’Anthropologie, que sigue siendo uno de los monumentos bibliográfi cos de la Prehistoria.

En esta época en Francia no existían cátedras de Prehistoria y los estudios estaban englobados en L’Institut d’Ethnologie. Nuestra disciplina era im-partida por Henriette Alimen y un joven André Leroi-Gourhan daba clases de etnología general y acababa de publicar L’Homme et la Matiére y Le Geste et la Parole.

S.R. Pero también tuviste contacto con otros eminentes historiadores de la época.

E.R. Durante la estancia en París tuve ocasión de conocer a muchas eminencias, pero por no alargarnos mucho sólo citaré a Pedro Boch Gim-pera, que entonces era un alto funcionario de la UNESCO y del que aprendí muchas cosas. Pero quiero destacar el magnífi co ambiente que había en el triángulo formado por la Sorbonne, Institut de Paléonthologie Humaine y el Musée de l’Homme y que me llevó a entablar una entrañable amistad con François Bordes y con Harper Kelley, que fueron los “culpables” de introducirme en el mundo de las industrias líticas. También hubo otros muchos colegas con los que sigo manteniendo una profunda relación.

S.R. ¿Cómo recuperaste los años pasados en Francia?

E.R. Bueno, a la vuelta hice dos cursos simultá-neos con un buen examen de licenciatura y luego el doctorado y la tesis en dos años.

S.R. Licenciatura y doctorado con sendos premios extraor-dinarios que también tienen su historia, como siempre te encanta contar.

Dos aspectos del grupo de expedicionario, quizás, rumbo a la Cueva de Ambrosio, en los años 50.

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E.R. Al terminar la Guerra Civil el gobierno fran-quista limitó la posibilidad de otorgar el doctorado sólo a la Universidad de Madrid y, a principios de los años 50, la primera que recuperó ese derecho fue la de Barcelona, pero la Complutense se reservó la potestad de conceder los premios extraordinarios de todo el país. Creo que la primera tesis que se leyó en Barcelona después de la contienda fue la mía y que trataba sobre El Arte Paleolítico Español, realizada bajo la dirección del profesor Martín Al-magro. Me otorgaron el sobresaliente cum laude, lo que automáticamente me permitía optar a uno de los premios a los que concurrían 22 tesis doctorales de otras tantas materias y de otros tantos centros universitarios y que también habían obtenido la máxima califi cación. La Comisión Nacional me concedió en 1958 el Premio Extraordinario Nacional, con lo cual se demostró que, con una profunda vocación, se puede recuperar el tiempo que a veces consideramos perdido.

S.R. Para entonces ya eras conservador de plantilla en el Museo Arqueológico de Barcelona.

E.R. En 1953, como te decía antes, entré fi nalmente como Conservador y más tarde, en 1962, cuando el Dr. Almagro se trasladó a Madrid, ocupé durante

4 años la dirección de forma interina y, en 1966, de forma defi nitiva.

S.R. Este cargo conllevaba otras cargas.

E.R. No eran cargas, ya que era muy gratifi cante dirigir el recién fundado Instituto de Prehistoria y Arqueología del Museo de Barcelona, el Museo monográfi co de Ampurias, el Servicio de Investi-gaciones Prehistóricas de la Diputación de Barce-lona, el Servicio de Ayuda a los Museos Locales y el Museo Monográfi co de Olérdola y, además, tenía dos encargos de curso en la Universidad de Barcelona, lo que me provocó un cierto agobio y una situación laboral un tanto peculiar.

S.R. Ya que hemos llegado a la docencia, háblame de cómo fueron aquellos primeros tiempos.

E.R. Para mí la Universidad está íntimamente asociada al nombre de Lluís Pericot, que tuvo una gran infl uencia. El Dr. Pericot era muy ecléctico en sus opiniones científi cas y sin duda aprendí de él a serlo también. Además, habiéndose ausentado Almagro, era al único al que uno podía arrimarse con ciertas garantías de cultivar una “Arqueología Moderna”. Hacia 1967 los profesores Vicente Villar Palasí y Fréderic Udina Martorell me pro-pusieron formar parte del equipo fundacional de la Universidad Autónoma de Barcelona. La primera Facultad que se puso en marcha fue la de Filosofía y Letras y mi primera lección la pronuncié en estas aulas que todavía olían a pintura el 6 de octubre de 1968. Un año después se convocó una plaza de Agregado de Prehistoria en la Universidad de Oviedo que conseguí en una oposición muy re-ñida. Allí estuve poco tiempo, pero intenté crear “escuela” con algunos alumnos que ahora ya son eminentes catedráticos. Unos meses después se convocó el mismo puesto en la Universidad Autó-noma de Barcelona y pedí el traslado a mi ciudad donde compatibilicé la docencia con la dirección del Museo. Estuve en esta situación durante 12 años hasta que en 1981 gané la cátedra de Prehistoria de la Universidad Nacional de Educación a Dis-tancia y toda la familia nos trasladamos a Madrid. En esa época también asumí la dirección del Museo Arqueológico Nacional, sucediendo de nuevo al profesor Martín Almagro. En la UNED desempeñé mi cargo durante 11 años y luego estuve otros 4 años de Catedrático Emérito, aunque ya de vuelta en Barcelona. Como ya sabes siempre me sentí muy a gusto y arropado en esta institución con colegas

La Escalinata y la Carrera de San Francisco (o del Convento) de Vélez Rubio en un sábado con el mercado.

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excepcionales y donde llevé a cabo numerosas ac-tividades docentes y discentes como los Congresos Internaciones del Estrecho de Gibraltar en Ceuta o los de los Pirineos en Cervera y Girona.

S.R. Aparte de las actividades museísticas y docentes, está la investigación que siempre ha sido muy importante para ti y que has intentado inculcar a todos tus alumnos.

E.R. Aquel que no investiga en nuestra profesión se convierte en un parásito de sus colegas, ya que no genera sus propios datos. Desde nuestra vuelta de París inicié en el marco del Servicio de Inves-tigaciones Arqueológicas, fundado en 1915 por Bosch Gimpera, una serie de trabajos de campo que, como bien sabes, he mantenido hasta hace muy poco y que me he visto obligado a abandonar por problemas de salud. En 1951, junto con tu madre, empezamos una serie de campañas de exploración y documentación de abrigos con arte rupestre en la zona del Bajo Aragón con el descubrimiento de estaciones como el Abrigo Ahumado, el Frontón de los Carpidos, Alacón, Val del Charco del Agua Amarga, entre muchos otros, sin despreciar algunos poblados que también encontramos a raíz de las prospecciones sistemáticas. En 1952, el Patronato de las Cuevas Prehistóricas de la Provincia de Santander me encargó la documentación del arte rupestre de la recién descubierta cueva de Las Monedas en Puenteviesgo, así como una pequeña excavación en esta misma espelunca y otra en la cercana cueva de La Pasiega. Paralelamente inicié la documentación exhaustiva de la representaciones de la cueva de El Castillo para realizar una monogra-fía que, como sabes, tenemos que abordar en breve, ya que desde entonces está inédita. No me voy a extender en todos los proyectos de investigación en los que me he visto implicado como director o como miembro del equipo directivo, pero me gustaría destacar las campañas de excavaciones en La Cueva de Ambrosio en Vélez-Blanco (Almería) que realicé entre 1958 y 1964 y que luego has retomado tú desde el año 1981. Ambrosio fue y sigue siendo un lugar extremadamente especial, no sólo por los velezanos que tienen una especial simpatía por la familia Ripoll, sino porque se trata de un yacimiento Solutrense excepcional en el que trabajaron algunos de mis maestros, sino porque tú has realizado en los últimos años algunos descubri-mientos de singular importancia como es el hallazgo del arte rupestre solutrense contextualizado.

S.R. Y también estaba Ampurias.

E.R. Sí, Ampurias era un regreso a las raíces ampurdanesas y la posibilidad de desarrollar un proyecto integral en un entorno excepcional. Por un lado estaban las ruinas y su exhibición y don-de intentamos mostrar la proyección vertical de una ciudad totalmente arrasada como fue el foro romano o algún templete, actuaciones que luego han sido muy criticadas, pero que en su momento fueron aplaudidas. Por otro lado estaba el museo y sus colecciones, con lo cual había que realizar un proyecto museográfi co y, por último, estaban las excavaciones y continuar con la investigación de las diferentes zonas del conjunto. Para este último cometido contábamos con los Cursos Internaciona-les de Arqueología, los Campos de Trabajo, etc.

S.R. Acabas de mencionar una de tu actividades pre-feridas, los Cursos Internacionales de Arqueología de Ampurias.

E.R. Durante casi 20 años de forma ininterrumpida celebramos los Cursos de Ampurias por donde pa-saron centenares de jóvenes arqueólogos españoles y otros muchos extranjeros. Creo que la mayoría de ellos guardan un grato recuerdo de aquella estancia. Esta actividad ya la habían iniciado Almagro y Pe-ricot en 1947, pero desde que me hice cargo de la dirección, junto con muchos colaboradores, como Miquel Llongueras, Ricardo Batista, Josep María Nuix o Alberto López Mullor, potenciamos su desa-rrollo. La fórmula era muy sencilla: excavaciones en

Grupo de investigadores con el Land Rover y la caravana haciendo un alto a la salida de Vélez Blanco hacia María para tomar unas instan-táneas.

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la cuidad romana por las mañanas, lecciones teóricas a primera hora de la tarde y trabajos de gabinete a continuación. Los Cursos se complementaban con excursiones por la zona, pero algunas veces llegamos hasta Córcega y Cerdeña.

S.R. Después del traslado a Madrid también has continuado con las labores de campo.

E.R. A pesar de la edad y de todos los problemas burocráticos que surgieron con la dirección del Mu-seo Arqueológico Nacional y las transferencias a las Comunidades Autónomas, siempre continué con la investigación básica. Ahí está la documentación exhaustiva de los grabados martilleados del Cerro de San Isidro en Domingo García (Segovia), en donde después tú encontraste los grabados paleolíticos. Por cierto, siempre has seguido mis pasos y has implemen-tado mi investigación. También está el importantísimo proyecto que codirigimos en la cueva de Maltravieso (Cáceres) para documentar y recuperar el santuario extremeño con representaciones de manos que se plasmó en una monografía. Algunos proyectos que he llevado a cabo en estos 50 años no he tenido tiempo de publicarlos y algún día tendrás que retomarlos.

S.R. ¿Cómo fue la época del Museo Arqueológico Na-cional?

E.R. Antes te decía que fue muy grato volver a suceder al Dr. Almagro en la dirección del Museo

Arqueológico Nacional, a pesar de que había dejado el listón muy alto.

S.R. Creo que todo el mundo recuerda durante tu toma de posesión, aquella frase críptica de que asumías la dirección “a benefi cio de inventario”.

E.R. Había que ver en que situación se hallaba el MAN y toda su idiosincrasia. Esta institución tiene un problema de espacio por su ubicación en el centro de la capital y otro grave inconveniente también espacial respecto a los almacenes y despa-chos, laboratorios, etc. Pero poco a poco intentamos arreglar la situación.

S.R. Yo recuerdo esta etapa como un período muy dinámico, con muchas actividades en el marco del MAN.

E.R. Un museo no puede ser únicamente un lugar al que acuden muchos visitantes y muchos alumnos, a veces poco motivados, tiene que ser un centro en el que se investigue, que se hagan actividades docentes, tanto para jóvenes como para especialistas. Yo me empeñé en organizar cursos específi cos, muchísimas conferencias, exposicio-nes y actos incluso sociales con el fi n de darle un poco de vida a esta institución que estaba un poco anquilosada.

S.R. Cuando te jubilaste volvisteis con mamá a Barce-lona.

E.R. Sí, siempre me ha gustado mucho Barcelona y su proximidad al mar, ese mar que, aunque no lo veas todos los días, sabes que está ahí. A pesar de que me encanta Madrid, aquí estaba nuestra casa y en 1993 retomé una actividad que hasta entonces no había desarrollado mucho y es la de académico. En 1974 había sido elegido miembro de la Reial Academia de Bones Lletres y en 1978 pronuncié el preceptivo discurso de ingreso con una disertación sobre Els orígens de la ciutat romana d’Empúries. En 1975 también fui elegido académi-co de la Reial Academia Catalana de Belles Arts de Sant Jordi, tomando posesión en 1981 con el discurso que tan bien conoces sobre Els origens i signifi cat de l’art palèolitic. En esta institución ocupé diversos cargos como el de vicepresidente y me encargué de dinamizar el Boletín de la Academia. En la de Bones Lletres fui nombrado presidente en 1996 cargo que sigo ejerciendo con una gran ilusión ya que siento que he devuelto a mi ciudad una institución que apenas era conocida.

El mismo grupo de arqueólogos y estudiosos posando en el atrio de San Luis, con Vélez Blanco y el castillo como escenario.

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S.R. Y además has hecho un cambio generacional im-portante.

E.R. (Entre risas) Al principio, cuando nos reu-níamos todos los académicos, sumando la edad de cada uno de ellos, alcanzábamos aproximadamente los 1.300 años, pero poco a poco hemos rebajado esta cifra.

S.R. Además fuiste miembro de otras prestigiosas insti-tuciones.

E.R. Desde 1954 soy miembro correspondiente del Deutsches Archeologisches Institut. En 1956 fui elegido miembro del Centro Internazionale di Studi Sardi, en 1957, miembro del Instituto Italiano di Preistoria e Protoistoria; miembro de Current Anthropology desde 1958, Jefe Provincial de los Servicios de Defensa del Patrimonio Artístico y Cultural desde 1961. Socio de Honor del Círculo Filatélico y Numismático de Barcelona desde 1968. Presidente de la Junta de Califi cación, Valoración y Exportación de Obras de Importancia Histórica y Artística desde 1967. Socio Honorario del Centro Camuno di Studi Preistorici a partir de 1967. Miembro del Institut de Palèonthologie Humaine (1983), del Comité Perma-nente y del Comité Ejecutivo de la UISPP dependiente de la UNESCO (1981) y correspondiente de The Hispanic Society of America (1981).

S.R. Siempre has tenido una gran proyección internacional, no sólo en instituciones, sino también en otra faceta que para ti es muy importante como son las publicaciones.

E.R. Ya sabes que es un vicio familiar. Los libros son una fuente de sabiduría infi nita y el papel nunca po-drá sustituir a esos aparatos infernales que tanto te gustan. Ya desde muy joven formé parte del Comité de Redacción de Índice Histórico Español, con el que sigo colaborando muy activamente. Ya en el Museo Arqueológico de Barcelona, y siempre ayudado por Miquel Llongueras, relanzamos Ampurias, fundada en 1939 por M. Almagro. Lo que hicimos fue acen-tuar en lo posible la variedad de los trabajos, admitir contribuciones en otros idiomas y mejorar el aspecto material de la publicación. En el Museo Arqueoló-gico Nacional creé el Boletín del Museo Arqueológico Nacional en 1983, publicándose desde entonces dos fascículos anuales de forma ininterrumpida. Otra revista de la que me siento especialmente orgulloso es Ars Praehistorica, que, cómo sabes, estaba dedi-cada a toda la compleja panoplia de artes de todos los continentes. Por desgracia sólo se publicaron siete volúmenes, pero fueron de gran importancia, con contribuciones de primer orden tanto nacional como internacional. En la UNED fui uno de los fundadores e impulsores de la revista de la Facultad de Geografía e Historia, Espacio, Tiempo y Forma, que creo que ya va por el número 15 a pesar del escaso nivel. Ya en la Academia publicamos el Boletín de la Academia, así como muchas monografías. Éstas son en síntesis algunas de las publicaciones, pero hay muchas más.

S.R. Esto es en lo referente a las revistas que iniciaste o potenciaste, pero que hay de aquellos trabajos tuyos publicados.

Eduardo Ripoll y colaboradores en plena faena de investigación en la Cueva de Ambrosio.

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E.R. Bueno es difícil referirse a todos ellos, ya que ni yo mismo recuerdo cuantos han sido. Llegó un momento en que tuve que editar un pequeño opúsculo recopilando mi bibliografía. En él, en el apartado de “Libros, capítulos de libro y artículos” creo que son 389. Referente a las “Ediciones, prólogos, colaboraciones y tra-ducciones” son 86 entradas. En el capítulo de “Bibliografía y recensiones”, eso que ahora tan pomposamente llaman Referees y que sabes que es una actividad por la que tengo una especial predilección, tengo 237 entradas en mi com-pendio, pero muchas de ellas se refi eren a Índice Histórico Español, con más de 3.000 recensiones breves. Una tarea docente de gran importancia y escasamente reconocida a pesar del inmenso trabajo que supone hacerlo bien es la dirección

de tesis doctorales. He trabajado directamente en 18 de otros tantos doctorandos, que siempre han alcanzado la máxima califi cación.

S.R. Creo que hemos hecho un repaso a tu productiva vida profesional, has abarcado muchos campos, algunos de los cuales no nos hemos referido aquí, desde la Prehistoria, el Arte Prehistórico, la Historia Antigua, la Epigrafía, la Numismática, la Medallística, la Museología y tantas otras, pero a modo de colofón, ¿en cuál de ellas te has sentido más cómodo o te ha enriquecido más?

E.R. Sabes que soy un espíritu inquieto y que he leído todo aquello que ha caído en mis manos. Profesionalmente creo que es en el campo del Arte Prehistórico dónde he puesto mi granito de arena, contribuyendo de alguna forma a avanzar un poco en su conocimiento. Pero creo que en cada momento de mi vida he intentado dar lo mejor de mí con una entrega total.

S.R. Y además de una vida profesional muy activa, también a nivel personal ha sido muy fructífera.

E.R. Siempre he tenido a tu madre junto a mí, sin Luisa muchas de las actividades profesionales no las hubiese podido hacer nunca. Han sido casi 70 años juntos y eso es impagable. Enseguida llegásteis vosotros, Odile, Gisela, Silvia y tú, que también nos habéis dado muchas alegrías profesionales, además de un nieto y unas nietas maravillosas (gran emoción)

S.R. Bueno padre, para terminar, dime una de esas frases o sentencias que tanto te gusta repetir.

E.R. “No importa”, el lema de la legión española.

He rehecho y he actualizado esta fi cción, basada en un texto escrito por mi propio padre en 1983 y publicada en la extinta revista Koiné. Me hubiera gustado mantener esta conversación con él, pero hace unos meses, el 28 de marzo de 2006, nos dejó repentinamente. Unas horas antes de su fallecimiento estuve hablando con él por teléfono sobre el último libro que estábamos escribiendo juntos sobre su admirado maestro el Abate Henri Breuil… y de repente me he quedado con muchas cuestiones que me hubiese gustado plantearle. Sin embargo, siempre nos quedarán sus enseñanzas, su obra escrita, su experiencia profesional y vital y, sobre todo, su bonhomía. Parafraseando a Antonio Machado: era, en el buen sentido de la palabra, bueno.

El Guijar de Valdevacas (Segovia), 20 de octubre de 2006

Entrañable foto de Eduardo Ripoll posando con un cordero entre sus manos.

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N E C R O L Ó G I C A S

Trato de improvisar y jugar con las ideas que vienen a la retina de mi memoria porque lo último que deseo es secuenciar y racionalizar mis vivencias con Miguel Quiles, precisamente porque el tiempo que él compartió con nosotros en nuestro centro, como com-pañero y amigo, estuvo marcado menos por la razón y más por los sentimientos.

Buscaba a las personas, su compañía y conversa-ción y lo agradecía como un regalo, pues para él cada expresión de afecto, cada tertulia mantenida desde la cotidianidad y familiaridad suponían encuentros mar-cados por el placer que proporciona la palabra amiga, y así lo demostraba en el tiempo que estuvo destinado en este centro y aún después cuando nos visitaba sin excusa alguna, pues ninguna le hacía falta.

Cuando compartes con una persona la experiencia que supone el día a día, son muchas las ideas que llegan a mi mente y que desee contaros, pero quizás de todas ellas dos se han fi jado en mi interior y de las cuales no quiero desprenderme.

Nos encontramos el claustro de profesores al completo celebrando nada, pues nada hacía falta, y en medio de esa reunión un jamón, pero no uno cualquiera, sino un jamón “marca” Miguel Quiles como se le ha quedado a mi hija para celebrar un buen jamón y que traía de su casa para animar esas conversaciones que tanto gustaba.

Esa imagen es muy querida para mí, pues aún simboliza muchas sensaciones que llenan de placer mi interior, supone el encuentro entre personas, la amistad que aún queda después de tantos años, las canciones que entonábamos de forma desastrosa algunos y allí Miguel, partiendo su jamón, ofreciendo vino del suyo para acompañarlo y generando nuevas ilusiones de las cuales quería hacemos partícipes.

Fue un enamorado de su pueblo, de los jóvenes y, sobre todo, del amigo buscado, y lo demostró en cada uno de los momentos que compartió con nosotros.

El otro momento me viene de vez en cuando y mez-cla dentro de mis diferentes sensaciones, que generan profundos sentimientos de tristeza, la cara y la cruz de los últimos años de Miguel.

Se nos jubilaba un compañero y amigo querido por todos nosotros, no desea celebración ni reconocimiento alguno, tampoco le hace falta, pero en el centro desea-

MIS VIVENCIAS CON MIGUEL QUILES

José SOLA HERNÁNDEZDirector del I.E.S. VELAD AL HAMAR

mos mostrarle nuestra amistad. Será algo sencillo, del claustro de profesores, sin llamar a nadie, sin contar con nadie. Media hora antes de iniciar este sencillo acto, Miguel se presenta en mi despacho y me comenta que quiere compartir ese momento con nosotros, él ya se ha jubilado y nos visita de vez en cuando. No hay lugar para la duda, él estará allí cuando despidamos a nuestro amigo. Todo transcurre con normalidad: las bromas, los brindis, los reconocimientos y, en medio, Miguel pide la palabra y esa palabra llena a los que lo conocemos de profunda emoción. Son, como siempre, palabras sencillas, dictadas por el corazón, no preme-ditadas, no estudiadas y que silencian las miradas de todas las personas que nos encontrábamos allí, buscan despedir a nuestro amigo, pero además anuncian quizás su propia despedida, todo lo que guardaba de su paso por este centro, su gratitud por la compañía de los gestos que siempre tuvimos con él, su deseo de formar parte de una familia en la que podían entrar hasta aquellos profesores que en ese momento veían por primera vez a Miguel... no podré olvidar nunca ese momento ni deseo hacerlo porque supuso la demostración de la fuerza que Miguel tenía en un armazón que se derrumbaba poco a poco y así quiero recordarlo:

“No dando nunca por perdida la ilusión por reen-contrarse con las palabras amigas que se desprenden de lo más profundo de los seres humanos que lo rodeaban y querían”.

Miguel Quiles fotografi ado con algunos compañeros de trabajo y alumnos del Instituto “José Marín” de Vélez Rubio.