la gaceta del fce, núm. 490. octubre de 2011 · una evocación de magda portal, la poeta peruana...

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El libro se desmaterializa Anthony Grafton Además FRAZER Y EL LIBELO DE SANGRE ISSN: 0185-3716 DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICAOCTUBRE 2011 O DE C U U U UL UL UL UL UL UL UL L U U UL UL UL UL UL UL U U UL UL L UL UL U U UL UL UL U U L L U UL UL L U U U L U UL U U U U U U L U U U U U U U U U U T T T T T TU TU TU TU T T T TU T T T T T T T T T T T T T T T T T T T T T T T T T T T T RA

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Page 1: La Gaceta del FCE, núm. 490. Octubre de 2011 · una evocación de Magda Portal, la poeta peruana que contribuyó a que el Fondo se enraizara en Perú hace ya 50 años. ... Tierra

El libro sedesmaterializa

Anthony Grafton 

Además FRAZER Y

EL LIBELO DESANGRE

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D E L F O N D O D E C U LT U R A E C O N Ó M I C A

490S U M A R I O

POESÍA INTERDICTA�Magda Portal�0 3EL LIBRO SE DESMATERIALIZA�Anthony Grafton � 0 5SIMPLES CALUMNIAS INFUNDADAS�Robert Fraser �1 0HABLA LA POBREZA�Susan M. Rigdon �1 4EL TAJÍN. CIUDAD BELLA Y AUSTERA�Rodrigo Martínez Baracs �1 6DISCURSOS DEL PASADO�Andrea Martínez Baracs �1 8LA NOTA ROJA EN UN ESPEJO�Xóchitl Mayorquín�1 9CAPITEL�2 0NOVEDADES DE OCTUBRE DE 2011�2 0MAGDA PORTAL Y EL ORIGEN DE LA SUCURSAL PERUANA DEL FONDO�Rafael Vargas�2 2

2 O C T U B R E D E 2 0 1 1

Joaquín Díez-Canedo FloresDI R EC TO R G EN ER AL D EL FCE

Tomás Granados SalinasDI R EC TO R D E L A GACE TA

Moramay Herrera KuriJ EFA D E R EDACCI Ó N

Ricardo Nudelman, Martí Soler, Gerardo Jaramillo, Alejandro Valles Santo Tomás, Nina Álvarez-Icaza, Juan Carlos Rodríguez, Alejandra VázquezCO N S E J O ED ITO RIAL

Impresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cvI M PR E S I Ó N

León Muñoz SantiniDISEÑ O

Rogelio VázquezFO R MACI Ó N

Juana Laura Condado Rosas, María AntoniaSegura Chávez, Ernesto Ramírez MoralesVERS I Ó N PAR A I NTER N E T

Suscríbase enw w w. f o n d o d e c u l t u r a e c o n o m i c a . c o m /editorial/laGaceta/

[email protected]

La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilioen Carretera Picacho-Ajusco 227, C. P. 14738,Colonia Bosques del Pedregal, DelegaciónTlalpan, Distrito Federal, México.

Editor responsable: Tomás Granados Salinas. Certifi cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedidos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995.La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206.

Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.ISSN: 0185-3716

P O RTADA

Ilustración de Emmanuel Peña

M era ventisca, brisa tibia, vientecillo que despeina o huracán destructor, los aires de cambio que genera el libro electrónico causan profecías de todo tipo, aunque parece haberse disipado ya el catastrofismo que preveía la desaparición del papel como soporte de la palabra escrita. Hoy los pronósticos se refieren sobre

todo a cómo cohabitarán los formatos electrónicos con los tradicionales y a qué tan rápido aceptarán los lectores equiparse con un artefacto especializado en la lectura digital. Tal vez porque en el ámbito de habla española el asunto existe casi sólo en el porvenir, podemos darnos el lujo de colocar esta metamorfosis en un horizonte de larga duración (no en balde somos editores de Braudel). El artículo principal de esta entrega, primera parte de las tres en que debimos separarlo dada su extensión, coloca el proceso de “desmaterialización” del libro en un interesante plano histórico, que suaviza las rupturas y descree de la novedad. Con la amenidad erudita que le conocimos en su estudio sobre las notas a pie de página, Grafton pondera aquí la función de las bibliotecas a la antigua usanza en el maremágnum digital de nuestros días.

Dos ediciones nuevas de obras que han dado forma al catálogo del Fondo dan pie a que publiquemos sendos artículos. En el primero, el responsable de la edición de La rama dorada que acabamos de poner a circular retrata a J. G. Frazer en una circunstancia inusual, lo que sirve para hacer un retrato intelectual de tan singular académico. En el segundo, anticipamos el lanzamiento, con visos reivindicativos, de Los hijos de Sánchez, el valeroso libro de Oscar Lewis que, hace medio siglo, hizo que el país mirara de frente el tumor de la pobreza.

Además de un puñado de reseñas de libros recientes, presentamos una evocación de Magda Portal, la poeta peruana que contribuyó a que el Fondo se enraizara en Perú hace ya 50 años. Con los versos de la página de enfrente y con la zambullida en archivos a que es afecto Rafael Vargas, la recordamos para recordar, y revalidar, la vocación americanista de esta casa.�W

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Hoy es un día hoscoun largo día sin ayerescuando el ojo de un dios vigilay los caminos se detienenya las horas no danen los relojesni se abaten los pájarosen los viejos tejadosde las casas

Hoy es un día cerosin luz de amanecidani posible crepúsculomedio día de tierra

Aquí no caerá nuncani garúa ni lluviani volverán a dar las doce

qué espera atormentadasi no fuera por el “ya � está el almuerzo”o “el té se enfría” � de las sietediríaseque nunca nada sucediósino el golpear del tiempoisócrono �incolorosobre la misma piedra

¿I el tiempo transcurridocon su tremenda cargade olvidos y coloressus paradójicos caminossus abras �sus linderostransitados?

El pasado no existedijiste un díaclaro � luminosotodo es el Hoy � � �el momento � � �el instanteque transcurrecomo el rodar del aguaentre las piedras

El recuerdo limitaen sus cuatro paredesaprisionaSu no ser � � �su estatismosu hueco prolongadosu cariátide � � �de ojos aleladosmirando sin mirarel transcurrir desesperadode las horasque ya no da ningún reloj�W

P O E S Í A

Al terminar el año pasado llegó a las librerías peruanas, y pronto lo hará a las mexicanas, la Obra poética completa de Magda Portal, alojada en nuestra colección

Tierra Firme. Con edición, prólogo, notas y cronología de Daniel R. Reedy, el volumen incluye unas cuatro decenas de poemas inéditos, escritos entre 1965 y 1988; el que

publicamos aquí, de 1979, da nombre a la sección donde se recogen esos versos

Poesía interdictaM A G D A P O R T A L

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E L L I B R O S E D E S M AT E R I A L I Z A

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E L L I B R O S E D E S M AT E R I A L I Z A

Con una lúcida nostalgia por los espacios que hasta ahora han ocupado los obras impresas en papel, pero sobre todo con una mirada que ve en la historia semejanzas con el

actual proceso de desmaterialización del libro, Grafton explora aquí la vuelta al pasado de algunas innovaciones recientes y duda de los augurios catastrofi stas. Emocionante y

erudito, sus argumentos resultan una bocanada de optimismo

EL LIBRO SE DES

MATERIALIZA

A N T H O N Y G R A F TO N————————————————

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la estalinista New Masses lo que san Francisco a la In-quisición.” El acervo de la biblioteca le enseñó “la espe-ranza, el entusiasmo y la frescura intelectual que apor-taron esos precursores realistas del Medio Oeste, se-gún los cuales no había más literatura estadunidense que la que ellos iban creando a toda prisa”. Sin salir de Manhattan, Kazin recorrió con sus lecturas “puebleci-tos solitarios, aldeas de las praderas, universidades ais-ladas, polvorientos despachos, revistas nacionales y ‘academias’ provincianas donde nadie sospechaba que jóvenes reporteros, ofi cinistas, bibliotecarios y maes-tros de aspecto obediente iban a convertirse en Willa Cather, Robert Frost, Sinclair Lewis, Wallace Stevens, Marianne Moore”.2

Kazin y su cercano amigo Richard Hofstadter, con quien compartía breves almuerzos en la cafetería de autoservicio, veloces partidos de ping pong y ocasio-nales tardes de noticieros cinematográfi cos, fueron sólo dos de los incontables escritores, lectores y crí-ticos que a lo largo de los siglos se han encontrado a sí mismos y sus temas en las bibliotecas. Es una his-toria conocida, sosegada y reconfortante: un chico o una chica amante de los libros entra en la fresca y pe-numbrosa sala, y descubre la soledad y la libertad. Sin embargo, de unos diez años a la fecha las ciudades del libro han sido todo menos sosegadas. La computado-ra e internet han transformado la lectura más drás-ticamente que nada desde la imprenta de tipos móvi-les. En las grandes bibliotecas, desde Stanford hasta Oxford, se da vuelta a las páginas, sisean los escáneres, crecen las bases de datos… y el mundo de los libros, de la información protegida por derechos de autor y los acervos bibliográfi cos, se estremece.

En las descripciones del fi n del mundo a menudo fi -guran los libros: el Apocalipsis habla de letras, mencio-na un libro con siete sellos y usa la acción de cerrar un libro como vívida metáfora del fi nal del mundo físico:

2� Alfred Kazin, New York Jew, Nueva York, Knopf, 1978, pp. 5-7.

“Y el cielo se encogió como un libro que se enrolla” (6:14). Aun así, a principios del siglo xxi la situa-ción retórica se ha invertido. Grandes proyectos de información organizados por Google y sus com-petidores han suscitado profecías milenaristas so-bre los textos tal como los conocemos: que libros, revistas y periódicos impresos están tan muertos como los árboles de los que salió su papel, y que los archivos digitales del conocimiento humano no sólo habrán de sustituirlos, sino de superarlos. En 2006 Kevin Kelly, el autoproclamado “jefe rebel-de” de la revista Wired, publicó en The New York Times uno de los pronósticos más infl uyentes. En un inteligente repaso de los intrincados problemas jurídicos asociados con la digitalización de libros cuyos derechos de autor aún están vigentes, Ke-lly describe vívidamente la biblioteca virtual que Google y sus rivales y socios están creando. En el futuro próximo, piensa, “todos los libros del mun-do se volverán un único tejido líquido de palabras e ideas interconectadas”. El usuario de la biblioteca electrónica podrá reunir “todos los textos —pasa-dos y presentes, multilingües— sobre cierto tema”, y al hacerlo generará “un sentido más claro de lo que los seres humanos como civilización, como es-pecie, sabemos y no sabemos. Saldrán a relucir las lagunas de nuestra ignorancia colectiva, mientras que las cumbres doradas de nuestro conocimien-to se defi nirán plenamente”.3 Otros han evocado imágenes aún más milenaristas: un archivo uni-versal que contendrá no sólo todos los libros y ar-tículos, sino cuantos documentos haya dondequie-ra: la base de una historia total de la raza humana.

Bibliotecarios, editores, profesores, impresores: a todos nos fascina el panorama que tales profetas anuncian: un futuro donde los lectores en busca de información siempre acuden a pantallas y no a

3� The New York Times, 14 de mayo de 2006.

Por su extensión, hemos dividido en tres partes esta lúcida cavilación sobre la larga metamorfosis que está experimentando el libro; acompáñenos en noviembre y

diciembre para completar su lectura

A lfred Kazin empezó a tra bajar en su primer li-bro, En tierra nativa,1 en 1938. Hijo de unos mo-destos in migrantes judíos de Brooklyn, estudió en el City College. Entre pro-fesores apáticos encarga-dos de grupos numerosos y estalinistas y trotskis-

tas que hacían de la cafetería un campo de batalla, llegó a apasionarse por la literatura y empezó a escri-bir reseñas. Pese a la falta de dinero y apoyo, se las in-genió para escribir un libro extraordinario, abarca-dor, en el que cuenta la historia de las grandes co-rrientes intelectuales y literarias estadunidenses desde fi nes del siglo xix hasta su tiempo, enmarcadas en un contexto histórico pleno de evocaciones. Una institución hizo posible su trabajo: la Biblioteca Pú-blica de Nueva York, en la esquina de la Quinta Aveni-da y la Calle 42, donde pasó casi cinco años. Como re-cordaría después: “Todo aquello de cuya existencia sabía y que yo quería consultar estaba en ese bendito lugar: primeras ediciones de novelas estadunidenses de esas décadas germinales, posteriores a la Guerra Civil, que me llevaron al tema de lo ‘moderno’; viejos catálogos de editores de Chicago, desaparecidos ha-cía mucho, que en los años noventa del siglo xix ha-bían sido jóvenes promotores de un incipiente realis-mo; colecciones amarillentas y quebradizas, pero in-tactas, de la vieja revista Masses (1911-1918), que era a

1 México, fce, 1993, Lengua y Estudios Literarios, traducción de Juan José Utrilla.

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la sala de lectura del piso inferior de la Biblioteca Bo-dleiana: “Era un mundo de libros, cada uno arraigado profundamente en el paisaje de una biblioteca única. Se podían conseguir en un solo lugar, para lectores ab-sortos que a su vez habían adquirido una especie de rasgos naturales. Se les veía año tras año ante sus es-critorios. Con el tiempo, de 1953 a 1978, fui pasando de una categoría a otra. En esos años a menudo cambié de opinión, pero en la sala de lectura del piso inferior de la Bodley nada parecía cambiar. Enfrente de mí, por ejemplo, siempre se sentaba un conocido especialista en la relación entre las lecturas bíblicas de Agustín y la liturgia de Hipona. No era miembro de la universi-dad. Era un clérigo que venía con frecuencia desde su vicaría campestre en Oxfordshire. Noté que llevaba pantufl as. Las pantufl as a menudo parecían vencer a los libros, y se quedaba dormido. Yo entonces era un joven estirado, y me preguntaba si podía confi ar en las opiniones sobre el cisma donatista de alguien tan soñoliento. Sin embargo, ese reverendo caballero re-presentaba un mundo de saber más amplio, abierto a

más profesiones y capaz de nutrir muchas más formas de actividad intelectual de las que hoy suelo encontrar entre mis colegas en un salón de seminarios. Fue para personas como él —personas de erudición y cultura general, que no son necesariamente académicos— y para mis alumnos y colegas de Oxford para quienes escribí mi Agustín de Hipona y me esmeré por que en Inglaterra lo publicara la londinense Faber’s y no una editorial universitaria. Figuras como ésta comunica-ban la quietud sobrenatural de una vida compartida de sabiduría.”5 Haber conocido la lectura de este modo artesanal implica desconfi ar de cualquier plan que considere intercambiables los libros y aspire —como Google— a la universalidad.

Aun así, sería absurdo unirse a la cruzada de Jeanne-ney. Basta introducir una palabra o frase en cualquier idioma europeo en el campo de búsqueda de Google Books para saber enseguida que el sistema ya contie-ne miles de textos en lenguas distintas del inglés. En cuanto al gobierno francés, su última gran aportación al mundo de los libros fue la biblioteca que dirigía Jean-neney, un edifi cio que parece el escenario de algún ol-vidado fi lme distópico de ciencia fi cción de los años se-tenta —piénsese en Fuga en el siglo xxiii—y en el que es casi igual de divertido trabajar. Como liberal, en el ac-

5�Peter Brown, “A Life of Learning”, Charles Homer Haskins Lecture for 2003, www.acls.org/publications/op/haskins/2003_peterbrown.pdf (acce-so el 9 de septiembre de 2011).

tual sentido anglosajón de la palabra, creo que los gobiernos competentes cumplen muchas funciones mejor que los mercados, pero no estoy del todo con-vencido de que sea un buen ejemplo de ello la vía es-tatista de Francia de proveer de libros a los lectores. La Biblioteca Nacional merece un reconocimiento por su base de datos, Gallica, que ofrece un canon de textos cuidadosamente seleccionados, bien di-gitalizados, y por su acervo de novedades extranje-ras. Pero está por verse si puede o quiere movilizar y hacer accesible al mundo un inmenso y desorde-nado cúmulo de textos, canónicos y no canónicos, para que los lectores los usen libremente. Muchos bibliotecarios estadunidenses y británicos se entu-siasman ante la perspectiva de poner los libros que tienen bajo su cuidado al alcance de nuevos públicos a través de nuevos medios, y todo el mundo sabe por qué. Después de todo, algo que Google Books deja más en claro cada día es que muchos aspectos del pensamiento y la literatura franceses se pueden es-tudiar tan profundamente en Nueva York como en

París, y de un modo mucho más efi ciente.

LA BIBLIOTECA UNIVERSALEl problema es cómo entender lo que está ocurriendo ahora, mientras nos afanamos por no perder pie frente a la marea de libros tradicionales y nuevos medios de comunicación que nos azota. Un hecho fundamental que fácilmente perdemos de vista es que internet no va a darnos una biblioteca universal, y mu-cho menos un archivo enciclopédico de toda la experiencia humana. Ninguna de las compañías que hoy se dedican a proyectos de digitalización ha dicho que vaya a crear algo por el estilo. La publici-dad y la retórica que resuenan en la red difi cultan comprender qué están hacien-do en realidad Google y sus bibliotecas asociadas, y a qué tendrán o no acceso los lectores dentro de los próximos diez o veinte años. Sin duda hemos llegado a un parteaguas, al comienzo de una nue-va era en la historia de la producción y el consumo de textos. En muchos ámbitos las publicaciones periódicas y los libros tradicionales están cediendo espacio a blogs, bases de datos informáticas y otros formatos electrónicos. Aun así, re-vistas y libros siguen vendiendo muchos ejemplares. El actual esfuerzo de digita-lizar la palabra escrita es uno de varios proyectos críticos en nuestro largo y épi-co empeño de acumular, almacenar y re-cuperar información de manera efi cien-te. La consecuencia no será la infotopía que imaginan los profetas, sino una más de la serie de nuevas ecologías de la in-formación, todas desafi antes, en que lec-tores, escritores y productores de textos

han aprendido a sobrevivir y fl orecer.Durante siglos —durante milenios—, los ama-

nuenses y sabios que producían libros a menudo eran también quienes los ordenaban en coleccio-nes e ideaban maneras de ayudar a los lectores a encontrar y dominar lo que necesitaban. Ya en el tercer milenio a. C., los escribas de Mesopotamia empezaron a catalogar sus colecciones de tablillas. Para facilitar la consulta, les añadían descripcio-nes del contenido en los cantos, y adoptaron la or-denación sistemática en estantes para identifi car sin tardanza los textos relacionados. La mayor de las colecciones antiguas, la Biblioteca de Alejan-dría, tenía, en ambición y métodos, mucho en co-mún con los esfuerzos de Google. Fue fundada en el año 300 a. C. por Ptolomeo I, que había hereda-do de Alejandro Magno la totalmente nueva ciudad de Alejandría. Historiador afi cionado a la poesía, Ptolomeo decidió reunir un vasto fondo de la lite-ratura, la fi losofía y la ciencia griegas. Como Goo-gle, la biblioteca concibió un efi caz procedimiento para reunir y reproducir textos: cuando fondeaban barcos en el puerto, se confi scaban los rollos que se encontraran a bordo y se llevaban a la bibliote-ca, cuyos empleados hacían copias para los dueños y amontonaban los originales hasta que se pudie-ran catalogar, lo que da una idea del tamaño de la operación. Las copias de Homero así obtenidas se conocían como “las de los barcos”.

En su apogeo, el fondo constaba de más de me-

libros, y donde, a medida que mejoren los e-books, aun los lectores en busca de placer empezarán a ha-cer lo mismo. Esta perspectiva enfurece a algunos apóstoles del libro; por ejemplo, a Jean-Noël Jeanne-ney, historiador y ex director de la Biblioteca Nacio-nal de Francia, que en 2005 publicó un triste librito en el que acusaba a Google Books de ser una típica conspiración estadunidense, imperialista y burda a la vez, como la guerra de Irak. Google, argüía, em-pezará por llenar la red con libros en inglés y luego lucrará distorsionando el mundo del saber y la lite-ratura. Sólo enérgicas medidas de resistencia —me-jor si son auspiciadas por gobiernos nacionales y no por empresas— podrán salvar la literatura y el saber europeos.4

El instinto y la experiencia me predisponen a en-contrar alguna sustancia en las críticas del nuevo mundo textual. Soy un amante de las viejas bibliote-cas, las de los años sesenta y setenta del siglo pasado, donde me forjé como académico. Como estudiante en esa época, vivía en lo que me parecía el paraíso de un bibliómano y que, en retrospectiva, sigue pareciéndome un entorno idílico. Libros y publicaciones periódicas eran baratos, y las bibliotecas tenían grandes presupuestos. Aun en Estados Unidos, los estantes de las buenas bibliotecas, de Connecticut a California, estaban reple-tos de volúmenes de los siglos xvi y xvii que todavía nadie declaraba raros o anti-guos, así como reimpresiones de cuantos ejemplares originales no poseyera la bi-blioteca. Yo paseaba por las amplísimas colecciones en la estantería abierta de la Universidad de Chicago, donde estudié, y las de Cornell y Princeton, donde ense-ñé, sacando libros por decenas, fascina-do tanto por lo que pudieran decirme so-bre sabios y estudiantes de los siglos xix y xx como por lo que revelaban del pasa-do más lejano que yo estaba estudiando.

Neoyorquino como Kazin, a mí tam-bién me encantaba sentarme en las raí-das pero señoriales salas de lectura de la Biblioteca Pública de Nueva York a esperar a que el indicador me mostrara que habían llegado mis libros. En aquel entonces pocas bibliotecas tenían cafe-tería, y en ellas era más fácil encontrar máquinas expendedoras que un expre-so o un capuchino recién hecho. Aun así, se volvieron sitios favoritos de reunión para mí y para otros como yo. Cuando a fi nes de los setenta me enteré de que la biblioteca de Princeton me tenía cata-logado como “usuario intensivo”, no me sorprendí, aunque la terminología me preocupó un poco. El amor por las bi-bliotecas me ha llevado a lugares extra-ños y maravillosos: a la Biblioteca Bri-tánica, en Londres, que en los setenta seguía alojada bajo la decimonónica cúpula azul pá-lido que guareció a Karl Marx, Colin Wilson y otros forasteros; al Instituto Warburg, también en Lon-dres, cuyo fundador y sus sucesores acomodaban los libros según lo que llamaban “el principio de la bue-na vecindad”, para que los lectores que buscaban de-terminado libro en los estantes quedaran admirados e iluminados por los que había junto a él; a la Biblio-teca Bodleiana en Oxford, la Biblioteca Nacional en París, la Biblioteca de la Universidad de Leiden y la Biblioteca Apostólica Vaticana. Una de las muchas cosas que he aprendido tras haber malgastado años entre los aromas del polvo y de una podredumbre noble es que cada biblioteca encarna una perspecti-va peculiar. Su acervo, la manera en que manuscri-tos y libros se catalogan y ordenan en los estantes, y sus lagunas: todo ello cuenta, a quien sabe escuchar, historias sobre escritores, lectores y coleccionistas, y sobre los mundos históricos que ellos habitaron.

Los estudiosos se vuelven grandes cuando atien-den a lo que estas colecciones, construidas con una intención, con sus sistemas y tradiciones orales dis-tintivos, tienen que enseñar. Nadie ha descrito la naturaleza austeramente local del saber humanista con más precisión que el historiador Peter Brown, quien retrotrae su formación a la época que pasó en

4�Jean-Noël Jeanneney, Quand Google défi e l’Europe: Plaidoyer pour un sursaut, París, Mille et une Nuits, 2005.

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en comprender que habían sobrestimado el mercado, en el que no podían colocar ediciones que iban de al-gunos cientos a más de mil ejemplares. Se encontraban —como se quejó elocuentemente Bussi con el papa Six-to IV— en un palacio romano atestado de hojas recién impresas, puestas a secar, pero sin nada que comer.8 No serían los últimos empresarios de las nuevas tecnolo-gías de la información en experimentar esta difi cultad. Aun así, el modelo que Bussi ayudó a establecer —el de intelectuales sabios que asesoran a impresores testa-rudos— siguió siendo la norma durante el siglo xvi, y si algunos impresores lo rechazaron fue sólo porque ellos mismos eran hombres de letras que podían escoger y corregir los textos que publicaban.

Durante los tres siglos que siguieron, la industria editorial, motivada por el lucro, y la erudición indus-triosa de las bibliotecas se volvieron mundos separa-dos; pero en años recientes, al disminuir las ventas de libros de las editoriales universitarias y dispararse los precios de las suscripciones a publicaciones perió-dicas, el antiguo modelo ha resurgido. A través de sus programas de publicaciones electrónicas, las bibliote-

cas han empezado a asumir muchas de las tareas que tradicionalmente recaían en las editoriales universi-tarias, como distribuir tesis de doctorado y reproducir colecciones locales de libros y documentos. Ithaka, un despacho de consultoría sin afán de lucro que emitió un informe sobre las publicaciones académicas en ju-lio de 2007, destacó el entusiasmo que estas nuevas posibilidades habían despertado entre los biblioteca-rios.9 Irónicamente, ni los consultores ni los muchos comentaristas de su trabajo se dieron cuenta de que, al recuperar parte del control sobre los modos de pro-cesar y difundir los textos, las grandes bibliotecas no estaban innovando, sino volviendo al futuro. La nue-va biblioteca electrónica que no sólo almacena textos, sino que los publica en su página electrónica, se está expandiendo hacia actividades que a Eusebio le ha-brían parecido perfectamente naturales.

Los rápidos y confi ables métodos de búsqueda y acopio a veces se consideran el sello distintivo de nuestra era de la información: “Todo es cuestión de buscar” se ha vuelto un proverbio. Sin embargo, los estudiosos llevan milenios batallando con el exceso de información, y en tiempos en que los recursos de

8� Giovanni Andrea Bussi, Prefazioni alle edizioni di Sweynheym e Pannartz prototipografi romani, edición de Massimo Miglio, Milán, Il Polifi lo, 1978; Edwin Hall, Sweynheym & Pannartz and the Origins of Printing in Italy: Ger-man Technology and Italian Humanism in Renaissance Rome, McMinnville, Bird & Bull Press for Phillip J. Pirages, 1991.9�“University Publishing in a Digital Age”, www.ithaka.org/ithaka-s-r/re-search/university-publishing-in-a-digital-age/university-publishing (ac-ceso el 9 de septiembre de 2011).

información parecían crecer con especial rapidez idearon maneras ingeniosas de controlar y usar esa abundancia. El Renacimiento, durante el cual el número de textos disponibles aumentó a un rit-mo sin precedente, fue la época de oro de la anota-ción sistemática. Había manuales que enseñaban al estudiante a resumir el contenido de toda la lite-ratura, antigua y moderna, en compendios y series de fragmentos organizados por los encabezamien-tos. Jeremias Drexel, jesuita del siglo xvii, autor de una de las guías típicas, demostró lo mucho que se valoraba este arte al titularla “mina de oro”. Su frontispicio era todavía más elocuente: presenta-ba un grupo de mineros que cavan en la tierra en busca de oro junto a un sabio que hace apuntes en el oro más genuino de sus libros.10 Los estudiosos bien versados en esta tradición, como Isaac Casau-bon, tejieron apretadas y efi cientes redes de anota-ciones en los márgenes de sus libros y en sus cua-dernos —se conservan cientos de los libros anota-dos por Casaubon y casi sesenta de sus cuadernos de caligrafía—, y con ellas recuperaban toda clase

de información, desde el modo en que se abordaba la religión en la tragedia grie-ga hasta la historia de la cultura egipcia en la Antigüedad tardía.11

Entonces, como ahora, surgieron atractivos y costosos adelantos tecno-lógicos. Jacques Cujas, eminente ju-risconsulto del siglo xvi, asombraba a quienes visitaban su despacho mostrán-doles una silla de barbero giratoria y un atril móvil que le permitían mantener muchos libros abiertos a la vez y mo-verse entre ellos o acercárselos según le conviniera. Thomas Harrison, inventor inglés del siglo xvii que parece salido de una novela de J. G. Farrell, discurrió un armario de información al que llamó “arca de estudios”. Una brigada de lec-tores, explicó, podía resumir y extrac-tar el inmenso número de libros que se estaban publicando y ordenar sus notas temáticamente recurriendo a unos gan-chos metálicos etiquetados, a la manera de un fi chero del siglo xx. El gran fi ló-sofo alemán Leibniz —quizás el último hombre situado simultáneamente a la vanguardia de la historia, la fi losofía y las ciencias naturales— adquirió con gusto uno de los armarios de Harrison y lo utilizó en sus investigaciones.12

Para almas menos eruditas había téc-nicas más sencillas a fi n de abreviar el proceso de búsqueda de información, en gran medida como lo hacen ahora Wiki-pedia y Google. Erasmo decía —y estaba convencido de ello— que todo estudian-te serio debía leer todo el corpus de los clásicos y hacer sus propias anotaciones

sobre ellos; pero también compuso una magnífi ca obra de referencia, los Adagios, en la que recogió y explicó miles de agudos aforismos antiguos, y a la que añadió rigurosos índices temáticos para ayu-dar al lector a encontrar lo que necesitaba. Duran-te siglos el primer contacto de miles de estudiosos con la sabiduría de los antiguos fue esta cómoda y simplifi cada obra de consulta. Cuando Erasmo contaba la historia de Pandora, no decía que la jo-ven abría un jarrón —como en la versión original del mito, escrita por el poeta griego Hesíodo—, sino una caja. En todos los idiomas europeos, menos el italiano, como señalaron hace mucho Erwin y Dora Panofsky, la “caja de Pandora” se volvió pro-verbial a medida que dramaturgos, poetas y ensa-yistas acudían en primera instancia a la recopila-ción de Erasmo para expresar con precisión los pe-ligros de la acción irrefl exiva, por no mencionar su miedo a las mujeres.13 Como la supuesta invención

10� Jeremias Drexel, Avrifodina artium et scientiarum omnium, ex-cerpendi solertia, omnibus litterarum amantibus monstrata, Amberes, Apud viduam Ioannis Cnobbari, 1641.11�Véanse Mark Pattison, Isaac Casaubon, 1559-1614, 2ª ed., Oxford, Clarendon Press, 1892, y A. D. Nuttall, Dead from the Waist Down, New Haven, Yale University Press, 2003.12� Ann Blair, “Reading Strategies for Coping with Information Over-load, ca. 1550-1700”, Journal of the History of Ideas, núm. 64, 2003, pp. 11-28; Noel Malcolm, “Thomas Harrison and His ‘Ark of Studies’: An Episode in the History of the Organization of Knowledge”, The Seven-teenth Century, núm 19, 2004, pp. 196-232.13�Dora Panofsky y Erwin Panofsky, Pandora’s Box: The Changing As-pects of a Mythical Symbol, Nueva York, Pantheon, 1956.

dio millón de rollos, un maremágnum de informa-ción que obligó a los bibliotecarios a discurrir nue-vos métodos de organización. Por primera vez se dispusieron los textos en orden alfabético. Encarga-do de tan imponente acervo, el poeta y erudito Calí-maco compuso minuciosos recuentos bibliográfi cos. Industriosos falsifi cadores habían pergeñado tal cantidad de textos espurios para satisfacer el ape-tito de la biblioteca que Calímaco tuvo que idear un sistema para distinguir entre las obras auténticas de los grandes poetas y las falsas que la biblioteca tam-bién poseía. Con el tiempo, la biblioteca se convirtió en un centro de saber especializado, donde una serie de bibliotecarios —Zenódoto de Éfeso, Aristófanes de Bizancio y Aristarco de Samotracia— corrigieron y comentaron textos clásicos. Muchos detalles de su obra, conservada sólo en parte tras la destrucción de la biblioteca, se discuten todavía. Sin embargo, pare-ce claro que no sólo idearon nuevos métodos fi lológi-cos, sino que estandarizaron el texto de Homero que circulaba en Egipto durante los periodos helenístico y romano, proeza notable en una época en que todos los textos se copiaban a mano.6

Seiscientos años después de Calímaco, Eusebio, historiador y obispo de Cesa-rea, ciudad costera de Palestina, reunió y corrigió las fuentes cristianas de la bi-blioteca local. Allí también concibió una compleja red de referencias, conocidas como “tablas de concordancia”, que en co-lumnas paralelas mostraban al lector los pasajes iguales de los cuatro evangelios, un sistema que el distinguido erudito de nuestros días James O’Donnell describió recientemente como el primer conjunto de hipervínculos del mundo. Hábil em-presario, Eusebio movilizó un equipo de secretarios y escribas para producir bi-blias que contenían sus nuevas tablas. El emperador Constantino reconoció que Eusebio había creado un sistema de suma efi cacia. En los años treinta del siglo iv de nuestra era le hizo al obispo un pedido de cincuenta biblias de pergamino, dispues-tas en códice, para las iglesias de su nueva ciudad, Constantinopla. El mismo Cons-tantino consiguió las pieles necesarias (en la era de los manuscritos, el sacrifi cio de sangre era el precio de los bellos libros) y se las mandó a Eusebio mediante el servi-cio imperial de entrega rápida. Sabía que sólo el scriptorium de Cesarea podía con-vertir la materia prima en biblias correc-tas y bien dispuestas en el corto plazo que concedió.7 Durante toda la Edad Media, las grandes bibliotecas monásticas siguie-ron dedicándose a las empresas paralelas de acumular y catalogar grandes acervos y, en sus scriptoria, hacer y diseminar co-pias de textos clave.

El advenimiento de la imprenta en la Europa del siglo xv revolucionó los esquemas de bibliotecarios y lectores. En el lapso de sólo medio siglo, los impre-sores aportaron a un mundo ya instruido y curioso unos 28 mil títulos y millones de ejemplares, muchas veces más de los que antes tenían todas las bibliote-cas europeas juntas. Las noticias de nuevos mundos, nuevas teologías y nuevas ideas sobre el universo viajaban más deprisa y se vendían a menores precios que nunca antes.

Incluso en esa época de tremenda expansión, las habilidades tradicionales de los bibliotecarios eru-ditos siguieron teniendo gran demanda en el mun-do empresarial de los impresores. Giovanni Andrea Bussi, bibliotecario de la colección pontifi cia de Sixto IV, fungió también como consejero de dos impresores alemanes establecidos en Roma, Conrad Sweynheym y Arnold Pannartz, quienes publicaron a los clásicos y a los padres de la iglesia en elegantes ediciones que resultaban mucho más baratas que los manuscritos. Los estudiosos de la ciudad, encantados con la rapi-dez y la economía del nuevo proceso, no se cansaban de alabarlo en los tranquilos jardines del Vaticano. Bussi editaba y corregía los textos, y a veces añadía elocuentes prefacios a los libros. Sin embargo, como tantos innovadores, Bussi y sus socios no tardaron

6�Lionel Casson, Libraries in the Ancient World, New Haven, Yale Univer-sity Press, 2001.7� Anthony Grafton y Megan Williams, Christianity and the Transforma-tion of the Book, Cambridge, Harvard University Press, 2006.

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bordar incluso las estanterías más grandes. Él y su infl uyente seguidor Verner Clapp afi rmaban que la microfotografía podía eliminar el problema. Bastaba fotografi ar los libros, guardar las imágenes en tarjetas y tirar los empolvados originales en descomposición. El catálogo y su fi chero serían la verdadera biblioteca de investigación, que podría subsistir y crecer eterna-mente. Los lectores encontrarían cuanto quisieran de forma limpia y accesible, y los bibliotecarios podrían dejar de construir y mantener costosas estanterías abiertas.15 Los proyectos se multiplicaron; algunos —como el del catálogo de títulos abreviados de Euge-ne Power, que distribuía unas 26 mil obras en micro-fi lme— cambiaron profundamente la manera de tra-bajar de académicos y estudiantes. Entre tanto, otras compañías ofrecían textos en microfi chas, o simple-mente reimpresiones en papel moderno, sin ácido, de libros que se habían vuelto raros o frágiles. A partir de los años cincuenta, en las bibliotecas empezaron a resonar las voces de vendedores que aseguraban po-der surtir grandes cantidades de material inmune a la descomposición.

Los resultados fueron drásticos. Mientras las viejas universidades se expandían y surgían otras nuevas en los años cincuenta y sesenta, un fi nanciamiento gene-roso les permitió adquirir cuanto había disponible en microfi lmes, microfi chas y reimpresiones, y formar así acervos útiles en un lapso de entre diez y quince años, a veces desde cero. Muchas bibliotecas ambiciosas, a su vez, ideaban y ejecutaban sus propios proyectos. De pronto era posible realizar una investigación se-ria en los fondos de la Biblioteca Vaticana no sólo en Roma, sino en San Luis Misuri, donde los Caballeros de Colón reunieron un vasto corpus de microfi chas, o bien, estudiar la Biblioteca Ambrosiana de Milán en la Universidad de Notre Dame, en Indiana. Por primera vez se podía adquirir una especialidad en bibliogra-fía o paleografía, editar textos o extractar viejos dia-rios y otras publicaciones periódicas sin salir de casa, si uno vivía en California o Kansas. (Los académi-cos, por supuesto, se esmeraban en ocultar estos he-chos a los decanos que subvencionaban sus viajes de investigación.)

Sin embargo, las bibliotecas de microfi chas y reim-presiones de los cincuenta y sesenta nunca llegaron a abarcarlo todo. Las compañías que hacían microfi l-mes naturalmente centraban su interés en los mate-riales que podían comercializar mejor, mientras que los patrocinadores sin fi nes de lucro se concentraban en los textos que les interesaban; las instituciones ca-

15�Fremont Rider, And Master of None, Middletown, Godfrey Memorial Library, 1955, y The Scholar and the Future of the Research Library, Nueva York, Hadham Press, 1944; Nicholson Baker, Double Fold: Libraries and the Assault on Paper, Nueva York, Random House, 2001.

tólicas, por ejemplo, buscaban manuscritos latinos medievales. No había un criterio de selección claro para decidir qué textos se reimprimían en papel, cuáles se microfi lmaban y cuáles más permane-cían en la oscuridad. La operación resultó mucho más costosa de lo que se había previsto al principio. Algunos proyectos —en especial los basados en mi-crofi chas— tropezaron con renuencia de las biblio-tecas a comprar, y parte de los primeros esfuerzos cesaron o se aletargaron. Editores de reimpresio-nes que habían llegado a ser prósperos terminaron, como Bussi y sus socios, sumergidos en libros sin vender. Lo peor de todo fue que algunos de los pro-yectos mayores y mejor fi nanciados —en especial las grandes compañías que microfi lmaban perió-dicos, cuya historia sacó a la luz Nicholson Baker— tuvieron trágicos desenlaces. Miles de documentos originales de gran belleza e interés resultaron des-truidos mientras su contenido se registraba en pe-lícula. Los usuarios de bibliotecas que habían po-dido saborear el talento artístico de “Little Nemo in Slumberland” de Winsor McCay en las coloridas páginas de The New York Herald tuvieron que con-formarse con imágenes en blanco y negro en pan-tallas borrosas. En esta nueva ecología darwinia-na, la revolución fotográfi ca declinó —físicamente, en la mayoría de las bibliotecas—: de un proyecto general para cambiar el modo en que todo el mun-do leía y trabajaba, pasó a ser una sala única donde estudiantes de posgrado, docentes y estudiantes de grado inusitadamente diligentes estaban dispues-tos a leer los textos aun en un formato nada atrac-tivo, en blanco y negro. La promesa de Rider de un mundo de información en tarjetas ordenadamen-te archivadas tuvo como resultado miles de rollos de película que se debían manipular y hacer girar para leerse. Es una lección que no debemos olvidar en nuestro avance hacia una nueva era de cambios rápidos y grandes promesas.16�W

[Continuará en el próximo número de La Gaceta]

Anthony Grafton es autor de Los orígenes trágicos de la erudición (fce, 1998), un singular estudio sobre el uso que diversos académicos y escritores le han dado a las notas al pie. Agradecemos el permiso para reproducir este texto a The Crumpled Press, editorial que en 2008 lo publicó como libro autónomo, compuesto en tipos móviles. Traducción de Gerardo Noriega Rivero.

16�Baker, op. cit.

de internet por Al Gore, la caja de Pandora es una patraña… que el poder de una nueva tecnología de la información volvió ubicua, casi universal. En otras palabras, hasta los mejores procedimientos de bús-queda dependen de las bases de datos que exploran, y a veces producen mentiras con aspecto de verdades

A partir del siglo xviii se fue instaurando un nue-vo modelo. Estados, universidades y academias aus-piciaron grandes bibliotecas de investigación más o menos accesibles al público. Las más ambiciosas ofrecían al lector libros y manuscritos en abundan-cia enciclopédica. Las bibliotecas imperiales colec-cionaban información a escala mundial, simbolizada vivamente por las inmensas cúpulas que cubrían sus salones centrales de lectura. Sus empleados también eran pioneros en la recuperación de información. No sólo organizaban los libros en las estanterías, sino que concebían múltiples índices para ayudar a los lectores a encontrar la información que buscaban, entre ellos modelos tan antiguos como los catálogos impresos de la Biblioteca Británica y la Biblioteca del Congreso.

Los siglos xix y xx también fueron testigos de una amplia democratización de la lectura en gene-ral, historia que ha narrado en parte, y con elegan-cia, Jonathan Rose.14 Colecciones baratas como la Everyman’s Library y los Haldeman-Julius Little Blue Books pusieron al alcance de los hogares de la clase trabajadora obras confi ables aparte de la Bi-blia y el Libro de los Mártires. Las bibliotecas públi-cas ofrecían pequeños remansos de paz y caracteres de imprenta en medio de los feos y atestados edifi -cios multifamiliares de las ciudades industriales. La vieja práctica de tomar notas perdió importancia a medida que diccionarios, tesauros, enciclopedias y colecciones de citas que venían preparándose desde el siglo xviii se fueron integrando cada vez más a la vida cotidiana de la burguesía. El título de una po-pular forma de obra de referencia en Alemania y Ru-sia, Conversation Lexikon, da una idea de lo que en-ciclopedias como ésta podían hacer por lectores que, como tantos personajes de Chéjov, querían pasarse el día entero conversando sobre todos los temas ha-bidos y por haber.

Sin embargo, no había colección ni obra de refe-rencia que pudiera ofrecer la totalidad de los libros u otra información relativa a un tema complejo. En los años cuarenta, Fremont Rider, bibliotecario ra-dical de la Universidad Wesleyana de Middletown, en Connecticut, predijo que, en vista del ritmo de multiplicación de los títulos, no tardarían en des-

14 Jonathan Rose, The Intellectual Life of the British Working Classes, New Haven, Yale University Press, 2001.

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Simples calumnias infundadasUna de las obras nodales de nuestro catálogo es La rama dorada, de J. G. Frazer,

que hemos vuelto a editar a partir de la magna versión publicada a comienzos del siglo pasado. El autor del estudio crítico con que se abre nuestro volumen presenta en este texto,

publicado en 2009 por The Times Literary Supplement, una anécdota de Frazer que lo pinta en toda su humanidad y todo su rigor académico

R O B E R T F R A S E R

E N S AYO

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En la gélida noche del 10 de noviembre de 1913, miles de ciudadanos rusos, en su mayoría opositores al decrépito, opresor y cada vez menos popular régi-men del zar Nicolás II, permanecieron en medio de la oscuridad frente a las oficinas del principal

diario de San Petersburgo. Vigilados por la policía, ha-bían estado ahí desde las primeras horas de la tarde a la espera de un mensaje proveniente de Kiev, en el ex-tremo occidental del imperio. Apenas unas horas an-tes, cosa de la que ya todos estaban enterados, se había celebrado en la catedral de Kiev un oficio en memoria de un jovencito de 13 años de nombre Yuschinsky, víc-tima de asesinato, mientras que en los tribunales de la ciudad un jurado deliberaba sobre el hombre que el Estado señalaba como culpable: Mendel Beiliss, de 40 años, padre de tres hijos y empleado de la ladrillera Zaitseff, propiedad de judíos, donde el cuerpo del jo-vencito había sido hallado dos años atrás. Las eviden-

cias fueron impugnadas y se reconoció más allá de cual-quier duda que el juicio había sido manipulado con base en una teoría absurda, según la cual el acusado habría secuestrado y asesinado a su joven víctima, y, después de drenar el cadáver, habría usado su sangre para hor-near bollos para la cena de pésaj.

Desde un principio la prensa rusa estuvo dividida en torno al caso. Los periódicos liberales insistieron en que Beiliss era inocente, mientras que por semanas el diario zarista El Águila Bicéfala publicó una serie de artículos subrayando no sólo el carácter endémico, si bien ocasional, del asesinato ritual entre los judíos, sino asimismo el consenso unánime de la comunidad científica internacional en cuanto a su veracidad. En toda Europa, los grandes diarios en varios idiomas cubrieron la noticia y muchos de ellos destacaron las afinidades entre el juicio en curso y el caso Dreyfus en Francia una década atrás.

Esa tarde, el más prolífico de los antropólogos bri-tánicos, James George Frazer, le entregó al encargado de la mensajería en la Universidad de Cambridge una carta extremadamente inusual. Dirigida al editor de The Times, ésta decía:

“Señor:”Por su número del día de hoy me entero de que

un pasaje de mi libro La víctima expiatoria fue ci-tado por un periódico ruso, El Águila Bicéfala, con el fin de avivar las acusaciones de asesinato ritual que en ciertos círculos están siendo dirigidas con-tra la población judía en Rusia. Difícilmente el edi-tor del mencionado diario podría citar completo el pasaje de mi libro, pues, de haberlo hecho, sus lectores habrían notado que, si bien discuto en tér-minos hipotéticos la posibilidad de un ocasional crimen producto de la superstición entre la esco-ria tanto de la sociedad judía como de la cristiana, estigmatizo las acusaciones contra el pueblo judío como una ‘injusticia monstruosa’ y refiero que to-dos los cargos de asesinato ritual son muy proba-blemente ‘simples calumnias infundadas, el fru-to pernicioso de la intolerancia, la ignorancia y el dolo’. Tal es, pues, mi juiciosa y meditada opinión, y en vista de que el editor de El Águila Bicéfala pa-rece conceder cierto peso a mis palabras, le diré lo que pienso de los esfuerzos que él y otros órganos de opinión pública están realizando hoy en Rusia

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de ese mismo año, La víctima expiatoria correspondía a la sexta parte de la revisión en curso que Frazer hacía de La rama dorada, la obra con la que su nombre queda-ría asociado para siempre. El propósito de dicha sección era examinar el proceso por el que, en diversas socieda-des en todo el mundo, ciertos objetos, animales o per-sonas son sustituidos por otros con el fin de ahuyentar calamidades inminentes. El título hacía referencia al suceso bíblico narrado en Levítico 16, donde Dios le or-dena a Moisés enviar una cabra a perderse en el desier-to, en cuya cabeza cargará con los pecados de la gente. La representación anual de esta costumbre correspon-de desde luego al ayuno de yom kipur, y es en el contex-to de este rito que Frazer desarrolla varios de sus ejem-plos. De manera gradual asciende por la escala del ser, comenzando por los sustitutos materiales y animales, hasta llegar al ser humano. Concluye con una costum-bre que contiene el tema global de La rama dorada, se-gún la cual, en diversas épocas y lugares, algunos indi-viduos han sido sacrificados en lugar del rey, destino por el cual a veces se les permite disfrutar los privilegios del monarca durante el periodo previo a que enfrenten la muerte. Desde entonces, de acuerdo con Frazer, se fes-tejaba a los reyes como si fueran deidades, y a las dei-dades como si fueran reyes, por lo que durante breves periodos se constituían en paradigmas del dios en tran-ce de morir. En épocas tempranas, sostenía Frazer, los “reyes temporales” a los que se daba ese trato habían sido a menudo los propios hijos del monarca (y con fre-cuencia el primogénito); tiempo después, para evitar las consecuencias dinásticas de tal disposición, se prefería a un desecho social, frecuentemente un criminal.

En este punto, Frazer deja de dar vueltas por el mundo y se ciñe a ciertas comunidades del Medio Oriente y de la cuenca del Mediterráneo. Siempre atento a los precedentes clásicos, había visto en el cuarto discurso del padre de la iglesia Dion Crisósto-mo una descripción de la festividad de la sacaea, cele-brada todos los años en la antigua Babilonia. En esas ocasiones un criminal ya condenado era vestido con la ropa del rey y se le permitía el acceso al harem real durante cinco días, al cabo de los cuales se le desnu-daba, se le ultrajaba y por último era colgado o cruci-ficado, dependiendo de la interpretación que uno le dé al original en griego. Frazer remite un par de veces a este pasaje con la intención de que en la mente de sus lectores resuene un eco de las burlas, los maltratos y la crucifixión de que, según los Evangelios, fue objeto Jesucristo. No contento con ello, fue más allá. Propuso que, durante su exilio en Babilonia, los judíos absor-bieron la festividad de la sacaea y la incorporaron a su celebración de purim. Como evidencia a favor de esta hipótesis, se refiere al libro de Ester, que aún hoy suele leerse en voz alta en las sinagogas durante purim. En él se narra la historia de Amán, el astuto visir de la cor-te de Asuero, rey de Persia; aquél deseaba exterminar a los judíos y fantaseaba con desfilar, triunfante, por las calles. Ester, una de las esposas del rey, judía de na-cimiento, se anticipó a Amán y le informó a su marido sobre los planes de aquél. Como consecuencia Amán fue destituido y ejecutado, ya sea por crucifixión o en la horca (dependiendo de la lectura que se haga del he-breo). En contraste, Ester y su primo Mardoqueo go-zaron del favor real, mientras que en su lugar fueron asesinados cientos de personas asociadas con Amán, y la fiesta de purim quedó así instituida.

Hasta aquí, la historia de Ester se revela como un mito de venganza nacional. Sin embargo, siguiendo el razonamiento de Frazer, tanto el escenario persa como los nombres de algunos de los personajes apuntan a una tardía reconfiguración judaica de la antigua festi-vidad de la sacaea, con Amán en el papel del “rey-dios de burlas”, quien goza temporalmente del favor público para ser luego depuesto y matado. Si esto es cierto —el tono de Frazer oscila aquí entre la certeza y la duda—, entonces los ecos de la crucifixión de Jesús en el trata-

miento del “rey de burlas” en Babilonia no son una simple coincidencia. Quizás al clamar por la ejecu-ción de Jesús la muchedumbre a las afueras del pa-lacio de Poncio Pilatos le habría asignado el papel de Amán, sobre todo si —como Frazer se esfuerza por demostrar— en el año en cuestión las festivida-des de pésaj (época en la que, según los Evangelios, ocurrió la ejecución en el Gólgota) y purim habrían caído por las mismas fechas.

Mucho de esto parece hoy un asunto meramen-te académico y no ha logrado convencer del todo a los especialistas. Sin embargo, Frazer no era un simple académico; muy dentro de sí albergaba tam-bién, si no una veta periodística, ciertamente sí las cualidades del ensayista. Hombre tímido y, paradó-jicamente, aficionado a las travesuras, Frazer llegó incluso a manifestar cierto gusto en provocar. Pero más allá de que tuviera o no esas ambivalentes ten-dencias, su argumento descansaba en la premisa de que la ejecución de Amán pudo haber ocurrido no en efigie sino en persona. Una inusual combinación de extravagancia, timidez y rigor hizo, pues, que este hombre tan apacible escribiera uno de los pa-sajes más densos —sin duda de los más peligrosos— de todo lo que llegó a publicar. Así, en un largo y tor-tuoso párrafo, citado con beneplácito por el editor de El Águila Bicéfala hacia el final del juicio de Bei-liss, Frazer presenta los testimonios disponibles sobre las atrocidades cometidas durante purim, co-menzando con un pasaje bien conocido del antiguo historiador de la iglesia Sócrates Escolástico, quien describe cómo en la Siria del siglo v una turba de

rufianes judíos maltrató a un niño cristiano hasta hacerlo morir sobre una cruz improvisada, lo que prefiguraría el largo desarrollo del libelo de san-gre a lo largo de los siglos posteriores. Frazer es un tanto impreciso en cuanto a los casos y las fechas, contentándose con afirmar que los ha analizado y que en su mayor parte consisten de “calumnias in-fundadas” (la expresión que usa en su protesta en The Times). Con toda honestidad y consistencia, sin embargo, se siente obligado a aceptar que una insig-nificante proporción de los cargos podría tener un fundamento real. Por lo tanto, un “recrudecimien-to” de tales incidentes (frase imbuida de repugnan-cia moral, social y estética) hipotéticamente pudo haberse producido, incluso en épocas recientes.

Para seguir el tren de pensamiento de Frazer es necesario aquí no perder de vista la amplia y casi épica metáfora que atraviesa de lado a lado el pa-saje en cuestión. Frazer resume el libelo de san-gre y luego se describe a sí mismo, paseando a las afueras de un teatro romano —quizás el Coliseo o el anfiteatro de Flavio—, tentado pero a la vez re-nuente a entrar. “A esta atribulada arena —afirma evasivamente— prefiero no entrar.” La metáfora se pierde a lo largo de varias oraciones en las que abunda en equívocos sobre las “masacres y atro-cidades” perpetradas durante la era común tanto por judíos como por cristianos. En caso de ser jus-ta, la acusación por semejantes crímenes, sostiene Frazer, ha de dirigirse contra “los sectores más de-cadentes de la sociedad”, al otro extremo de aque-llos en quienes con confianza depositamos las más grandes certezas de “una humanidad ilustrada”. A continuación, Frazer se ofrece como representan-te y paladín de esa vertiente moderada: “Respon-sabilizar a la nación judía de atrocidades que, si al-guna vez ocurrieron, son sin duda tan repugnantes para los propios judíos como para cualquier ser hu-mano, sería una injusticia monstruosa; sería tanto como acusar de complicidad a todos los cristianos por el sinfín de masacres y atrocidades que algu-nos cristianos han perpetrado en nombre del cris-tianismo no sólo contra judíos y paganos, sino asi-mismo contra hombres y mujeres que profesaron

con el fin de difamar a los judíos divulgando tan vi-les calumnias. Pienso que la maquinación y la difu-sión de semejantes difamaciones constituyen el más siniestro de los delitos y denigran a la nación que los aplaude y a la religión en cuyo nombre se perpetran.”

A quienes estén familiarizados con la obra y la correspondencia de Frazer esto les parecerá un arranque muy extraño, por diversas razones. Frazer siempre se mostró renuente a involucrarse en deba-tes públicos. Más aún, era completamente ajeno a la política, como de hecho lo era a casi cualquier cosa proveniente de la vida diaria, más allá de su arcano trabajo académico. Rara vez leía los periódicos. Sirva de ejemplo una carta que su sobreprotectora esposa, Lily Grove Frazer, le escribió al editor George Mac-millan al inicio de la primera Guerra Mundial, en la que describía la rutina matinal de su marido. Ella contó que todos los días él se levantaba a las cinco a trabajar y, después de entregarse a sus libros por dos o tres horas, se sentaba a desayunar; en vez de llevar-se consigo el periódico del día, se la pasaba exami-nando la biblia hebrea remitiéndose al diccionario y haciendo anotaciones al margen, mientras disfruta-ba su cereal Grape-Nuts.

Esta conducta era bastante normal en un hombre a quien el psicólogo estadunidense William James, tras un encuentro en Roma en diciembre de 1900, había descrito con malicia como “una tierna criatura por su humildad, falta de mundo y absoluta miopía para todo menos publicar”. Tomando en cuenta estos testimonios de verdad resulta excepcional su acti-va participación en el caso Beiliss. De hecho, es casi

seguro que Frazer no hubiera prestado atención a este escándalo internacional de no haber sido por la intervención de Israel Abrahams, estudioso del tal-mud en Cambridge y uno de los muchos intelectua-les judíos con los que mantuvo un contacto estrecho. De acuerdo con Robert Downie, el amanuense de Frazer y su primer biógrafo, Abrahams había mos-trado gran interés a lo largo de todo el juicio de Bei-liss. Furioso por el modo en que la prensa rusa de de-recha había manipulado la opinión académica inter-nacional, en cierto momento intentó poner las cosas en su lugar redactando una carta colectiva dirigida a The Times, firmada por algunos de los intelectua-les británicos más prominentes de la época. Frazer habría estado entre ellos, pero cuando Abrahams vi-sitó el Trinity College en busca de su ayuda, abrupta-mente la señora Frazer interrumpió sus deliberacio-nes, pues consideraba que ese asunto distraería a su marido de su investigación. Frazer se habría vuelto hacia ella con las siguientes palabras: “Déjame solo, mujer, éste es un asunto de vida o muerte.”

Lento para reaccionar, Frazer podía sin embar-go ser apasionado al defender una causa, si ésta le parecía suficientemente justa y apremiante. Así lo demuestra el tono de su “desmentido” de 1913 cita-do arriba: despectivo, consternado, cortante, lejos de su habitual ironía olímpica y su indiferencia. Lo radical de su reacción, tal como se manifiesta en la carta, se multiplica por una lógica que casi, aun-que no del todo, resulta contradictoria. Frazer con-sidera como muy probable la naturaleza engañosa del antiguo libelo de sangre contra los judíos, y no obstante admite la posibilidad de que la gentuza de cualquier nación haya cometido en algún momento graves atrocidades, con lo que apelaba a un prejuicio clasista frente a cualquier distinción racial. Entre este probable y este posible se abre un abismo que su acumulada indignación —que sin duda era sincera— simplemente no logró zanjar.

Para comprender por qué Frazer creyó necesario reaccionar así en público por una vez en su vida, ne-cesitamos considerar el pasaje exacto en sus escritos al que se refiere su carta y que el periódico ruso había citado con tan mala intención. Publicado a principios

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“LENTO PARA REACCIONAR, FRAZER PODÍA SIN EMBARGO SER APASIONADO AL DEFENDER UNA CAUSA, SI ÉSTA LE PARECÍA

SUFICIENTEMENTE JUSTA Y APREMIANTE

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judaísmo, Solomon Schechter, cuyo riguroso acerca-miento académico a la fe de sus ancestros le causó una perdurable impresión. Luego de que Schechter deja-ra Inglaterra en 1902 para hacerse cargo del Semina-rio Teológico Judío en Nueva York, Frazer conservó su interés por el judaísmo y en 1904, a la edad de 50 años, comenzó a estudiar hebreo con Robert Kennet, profesor emérito de esa lengua en Cambridge. Con el tiempo, Frazer se convirtió en un buen conocedor del hebreo, y en 1918 publicó el fruto antropológico de ese interés: los tres volúmenes de El folclor en el Antiguo Testamento. Robert Ackerman, el biógrafo de Frazer, sostiene que la influencia combinada de Smith y Sche-chter permitió que Frazer se apartara del racismo de la academia británica de su época, tan arraigado y al mismo tiempo tan subestimado, para profesar un pro-semitismo ilustrado y sentimentalmente solidario.

Había aquí espacio para un conflicto interno. Des-pués de todo, Smith siguió siendo cristiano, mientras que Schechter era un judío ortodoxo, y Frazer estaba bien consciente de que La víctima expiatoria ofende-ría a ambas partes. Una extensa porción de los capítu-los sobre la festividad de la sacaea y los rituales afines del Medio Oriente de hecho fue incluida en la segunda edición de La rama dorada en 1900. Luego de enviar-la para su publicación, Frazer le escribió a Schechter: “Contiene cosas que posiblemente ofendan por igual a judíos y cristianos, aunque creo que sobre todo a los cristianos. Tú sabes que yo no soy ni lo uno ni lo

otro, y que no tengo empacho en atizar a ambos por igual. Pero difícilmente me lo van a agradecer.” Tras la publicación del libro, Adrew Lang, quien recien-temente se había reconvertido al cristianismo, ata-có la teoría sobre la fiesta de purim en el Fortnightly Review. Frazer estaba acostumbrado a los humores de Lang; sin embargo, desde su punto de vista resultaron más inquietantes las dudas expresadas por un orien-talista de Tubinga con quien Frazer solía escribirse, Theodor Noldeke, en cuanto a la supervivencia del culto de Amán en la época romana. Quizá con estos señalamientos en mente, al reimprimirse La víctima expiatoria Frazer eliminó los párrafos sobre la cru-cifixión y los colocó en un apéndice; en 1922, cuando se publicó un compendio de La rama dorada, eliminó por completo la polémica discusión sobre los ritos de sustitución en Medio Oriente. Como sea, por encima de las concesiones parciales que Frazer tuvo para con la mayoría cristiana de su tiempo, la duda permane-ce: ¿cómo logró conservar la lealtad y la confianza de amigos incondicionales como Smith y Schechter, dada la tendencia anticlerical que impregna buena parte de su obra?

Desde luego, las semejanzas históricas que Fra-zer identifica aquí y allá entre las tradiciones judía y cristiana no representaban, por sí mismas, problema alguno. Que existe una serie de bien demostradas co-rrespondencias entre el Antiguo y el Nuevo Testamen-to era un hecho bien aceptado, incluso convencional, con el que seguramente estaban familiarizados Smith y Schechter. De acuerdo con los relatos bíblicos, Cristo siempre se esforzó por mostrarse como un judío devo-to. A este respecto, y a pesar del velado antisemitismo de ciertos pasajes de los Evangelios, en términos gene-rales la teología apostólica buscó seguir su ejemplo. En palabras de Pablo, la alianza cristiana representaba “la consumación de la Ley”, entendiendo por ello nada menos que la suprema autoridad de la Torah. Mateo, a todas luces un judío muy tradicional en ciertos temas, intercala su relato del ministerio de Cristo con alusio-nes a, e incluso citas de, la biblia hebrea. Por su parte, el relato de Marcos sobre la crucifixión evoca más de una vez Salmos 22.

Por supuesto, judíos y cristianos siempre conside-raron estas correspondencias de un modo un tanto

distinto. Para los judíos, eran el resultado de una apropiación textual, una especie de halago indi-recto; para los cristianos, eran la prueba de que su fe representaba la única consumación de la provi-dencia eterna y preexistente de Dios. Así, el hábito de leer el Antiguo Testamento como una serie de presagios se arraigó profundamente en la mente cristiana, tanto durante el periodo primitivo como durante el medioevo católico. Fue con este fin, des-pués de todo, que los libros del Tanaj hebreo fueron integrados al canon cristiano. Pronto personajes y situaciones fueron interpretados como precurso-res o modelos de figuras y costumbres cristianas, y el libro de Ester no fue la excepción. Así, si el es-tudioso de la historia judía Andrea Damascelli está en lo correcto, Pablo creyó que la muerte de Amán anunciaba la de Cristo, perspectiva que articuló en un pasaje memorable de su Epístola a los Gála-tas. Trece siglos más tarde, el Amán crucifi xus, así como el resto de los principales caracteres del rela-to bíblico, aparecen en el canto xvii del Purgatorio de Dante, entre los iracundos del tercer círculo.

En el siglo xvi, el arte de la representación tipo-lógica encontró su expresión más acabada y com-pleta en los frescos que el papa Julio II le comisio-nó a Miguel Ángel para la bóveda de la Capilla Six-tina. Es posible que Egidio da Viterbo, prior de la orden agustina de la ciudad, haya dibujado el boce-to con base en las complejas tipologías trinitarias

de Joachim de Fiore en su Liber Concordiae Novi ac Veteris Testamenti, donde la figura de Amán es pre-sentada como un anticristo y la elevación de Mar-doqueo prefigura la supremacía de los papas. Sin embargo, quizá la obra de Miguel Ángel se aprecie mejor en el contexto de la Capilla en su conjunto, incluyendo el ciclo de frescos del quatroccento so-bre las paredes laterales y, en la parte baja de éstas, la secuencia de tapices. Más aún, es poco probable que el propio Miguel Ángel haya conocido de pri-mera mano los libros de Joachim. Que conocía bien a Dante, por otra parte, es algo que se desprende de manera muy gráfica por la enjuta que le dedicó a la historia de Ester. En ese recóndito espacio trian-gular, con un increíble escorzo, Miguel Ángel pintó la desgracia de Amán en tres fases: a la izquierda, la reina informa al rey sobre los planes de aquél con-tra los judíos; a la derecha, Mardoqueo lo sustituye, y, por último, ligeramente a la derecha del umbral que biseca el plano visual, Amán yace crucificado retorciéndose de dolor y cólera, tal como Dante lo había descrito. Para el historiador del arte Edgar Wind, la imagen de su cuerpo atormentado recuer-da la de los titanes; a los ojos de un inglés, la imagen trae a la mente las musculaturas heroicas de Wi-lliam Blake. Y sin embargo hay algo en esa vulne-rable y a la vez reacia figura colocada en un áspero tronco, con el brazo izquierdo extendido hacia aba-jo —hacia el espectador—, que despierta simpatía, incluso cierta misericordia. Como subraya Wind, después de todo es en el Purgatorio y no en el In-fi erno donde aparece el Amán de Dante.

¿Conocía Frazer esta pintura? El escenario cen-tral de La rama dorada es Nemi, justo a las afueras de Roma, ciudad donde Frazer residió por varias semanas en 1901. Esto sucedió, sin embargo, tiem-po después de que se le ocurrieran sus teorías so-bre Amán y purim, de modo que, si alguna vez cayó en la cuenta de la coincidencia, nunca habló de ello. Dante, por el otro lado, le era familiar desde hacía tiempo, y es con la cita de un par de líneas del canto xxvi del Infi erno que, en las páginas finales de La rama dorada, resume su proyecto entero: Fatti non foste a viver come bruti / Ma per seguir virtute e co-noscenza (“No habéis sido hechos para vivir como

—y murieron por— la misma fe de sus torturadores y asesinos. Si en verdad ocurrieron el tipo de actos que se le imputa a los judíos —tema sobre el que no deseo emitir opinión—, éstos podrían ser del interés del es-tudioso de las costumbres sólo como casos aislados de reaparición de un ritual antiguo y salvaje, el mis-mo que alguna vez prevaleció entre los ancestros de judíos y gentiles, y al que no obstante la humanidad ilustrada, como si se tratara de un peligroso mons-truo, ha puesto el alto.”

De este modo reaparece la imagen del gladiador, aunque en esta ocasión Frazer ha dejado de ser el tí-mido visitante para erguirse en medio del polvo y el calor del circo. Ha desaparecido el evasivo sir James: él es gladiator triumphans, él es victor ludorum. Él es san Miguel —él es san Jorge— y bajo su pie victorioso yace agonizante el dragón de la superstición y el odio.

En ese momento en que el ritmo del párrafo parece buscar algo de reposo, Frazer insertó una frase pro-fética. La bestia de la superstición y el odio está ex-halando su último aliento, pero, ¡ay!, no está muerta. “Costumbres como ésas difícilmente mueren”, escri-bió Frazer con resignación en la última línea de este compasivo, si bien equívoco, párrafo: “no es una falta de la sociedad en su conjunto el que a veces el réptil conserve la fuerza suficiente para alzar su venenosa cabeza y morder”.

He aquí, con sus puntos y comas, la pesadilla eu-ropea, la misma que articularon Gibbon en Historia

de la decadencia y caída del Imperio romano y Carlyle en La Revolución francesa, en los siglos xviii y xix res-pectivamente. La barbarie del pasado yace agonizan-te, pero el monstruo aún se retuerce. De ahí, creo, el arrebato de pánico de Frazer en su carta al Times. Con el caso Beiliss, mientras los ansiosos perros guardianes de la “sociedad en su conjunto” aguarda-ban en la plaza de San Petersburgo, al parecer la bes-tia había vuelto a morder.

Me parece que la reticente participación de Fra-zer en esta disputa debe considerarse teniendo como telón de fondo su relación con dos de los grandes mo-noteísmos. Hijo de las tierras bajas escocesas y de la Iglesia Presbiteriana Libre de Escocia, de mane-ra informal Frazer se apartó de esta última cuando rondaba entre los veinte y los treinta años de edad, ganándose a partir de entonces una reputación como portavoz de un escepticismo secular. El enfoque comparatista de La rama dorada, trátese de la pri-mera (1890), la segunda (1900) o la gran tercera edi-ción (1906-1915), tuvo el efecto deliberado, si bien no explícito, de poner en entredicho la fe en la revela-ción doctrinal. Al mismo tiempo, Frazer siempre al-bergó profundos, aunque enterrados, sentimientos religiosos, y todas las ediciones cerraron con el mis-mo sonido: la campana del Ángelus repicando sobre la ribera del lago de Nemi.

En la década de 1880, Frazer conoció a alguien que transformaría su vida. William Robertson Smith era su coterráneo y poseía una historia similar a la suya. También miembro de la Iglesia Presbiteriana Libre Escocesa, Smith fue profesor de Antiguo Testamen-to en el Free Church College en Aberdeen hasta que fue despedido por publicar en la Enciclopedia Britá-nica, de la que era coeditor en esa época, artículos en los que se mostraba como librepensador. Era además un reputado especialista en lenguas semíticas, ha-bía recorrido Medio Oriente ataviado como beduino y sus libros, sobre todo The Religion of the Semites, examinaban los fundamentos comunes al judaísmo y el islam a partir del subyacente folclor semítico.

Poco después de que se publicara la primera edi-ción de La rama dorada —que está dedicada a él—, Smith murió y su lugar entre los afectos de Frazer habría de ser ocupado por un colega especialista en

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“FR AZER CONSIDER A COMO MUY PROBABLE LA NATUR ALEZA ENGAÑOSA DEL ANTIGUO LIBELO DE SANGRE CONTR A LOS JUDÍOS, Y NO

OBSTANTE ADMITE LA POSIBILIDAD DE QUE LA GENTUZA DE CUALQUIER NACIÓN HAYA COMETIDO EN ALGÚN MOMENTO GR AVES ATROCIDADES, CON LO QUE

APELABA A UN PREJUICIO CLASISTA FRENTE A CUALQUIER DISTINCIÓN R ACIAL

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forme la euforia crecía en las calles aledañas, la policía tuvo que dispersar a la multitud, retirando banderas y pancartas. Se enviaron cables y mensajes a los diarios extranjeros. Al día siguiente, la carta de Frazer apa-reció en The Times y en la misma página se publicó un análisis del juicio. En Rusia el proceso se había conver-tido en una suerte de prueba; el triunfo no pertenecía tanto a Beiliss como a los liberales. Allende las fron-teras, el juicio fue analizado de manera más objetiva y con mayor detalle crítico.

Pronto se supo, por ejemplo, que la decisión de la corte no había sido tan directa como en un principio se pensó. Dos cosas habían sido motivo de discusión: si en verdad a Beiliss se le había acusado correctamen-te del asesinato de Yuschinsky y si en efecto el crimen se había cometido según lo dicho en torno a la fábrica Zaitseff, propiedad de judíos. En el primer asunto, el veredicto fue “no culpable”, mientras que en el segun-do fue “culpable”. Las implicaciones de estos juicios eran evidentes: aunque personalmente Beiliss era ino-cente, se pensaba que el niño en efecto había sido víc-tima de un asesinato ritual cometido por una o varias personas desconocidas. Continuaron la diatriba de corte racista y las mentiras. Un par de meses después, el 12 de febrero de 1914, The Times informaba que un campesino de nombre Goutcharuk había sido arresta-do en Fastov, cerca de Kiev, como sospechoso de haber matado a un niño judío llamado Jossel Pashkoff. La policía aseguraba que la nueva víctima era en realidad un niño cristiano a quien el acusado había secuestrado y luego circundado. Los cargos resultaron infundados

y fueron retirados. Goutcharuk fue puesto en libertad.James Frazer murió en 1941. Resulta imposible

saber cómo habría reaccionado de haber vivido para ver el Holocausto, aunque su horror, creo, bien puede imaginarse. En cuanto a las conjeturas que con tanta dificultad formula hacia el final de La víctima expia-toria, el jurado aún está deliberando. Hoy en día ape-nas un puñado de especialistas admitiría que la fiesta de purim, durante la primavera, incorporó la fiesta persa de la sacaea, celebrada en julio. Respecto a si la crucifixión de Cristo tuvo lugar durante purim, y la coincidencia entre esta fiesta y la pascua en el año en cuestión, los hechos siguen siendo confusos. La teo-ría de que Jesús murió en el papel de Amán está ínti-mamente vinculada a estas especulaciones cronoló-gicas. La opinión generalizada es que Jesús no murió a la manera de Amán, como tampoco lo hizo a la ma-nera de Atis, Adonis u Osiris, deidades emparentadas sobre las que Frazer también escribió profusamente. Que todas estas divinidades del Oriente Próximo, y los cultos asociados con ellas, hayan predispuesto a los pueblos de la región, durante los primeros años del evangelio cristiano, a sucumbir ante una religión que presentaba la muerte y la resurrección de un hombre supuestamente divino, es sin embargo una idea que resulta difícil de resistir. Este aspecto del argumento de Frazer conserva su fuerza, incluso si la precisión de sus cálculos en torno a las fechas de las festividades, así como el contexto ritual de la cru-cifixión, son materia de debate. De cualquier modo, como el propio Frazer insiste en el párrafo final de

La víctima expiatoria, la conclusión de que Cristo era un simple dios de la vegetación no se sigue de su razonamiento, como tampoco se sigue que él era el hijo de Dios.

De perdurable relevancia, sin embargo, es la mo-raleja del caso, tanto el de Beiliss como el de Frazer, pues ambos están lógicamente imbricados. En un artículo sobre la historia del libelo de sangre, Ga-vin Langmuir desarrolló el tendencioso argumen-to que ha permitido la complicidad tácita de los más reputados historiadores de esta ancestral ca-lumnia. Langmuir lo llamó “el argumento a partir del silencio, o mejor, de la ignorancia”. Dice así: “Ig-noramos si los judíos mataron a alguna de esas su-puestas víctimas, pero no podemos tener la certeza absoluta de que no lo hicieron. Por lo tanto, es po-sible que algunos de los niños hayan sido en efecto asesinados por judíos, y por consiguiente quizá no sea del todo infundada la acusación de asesinato ritual que por tanto tiempo han sostenido los cris-tianos.” Esta generalización coincide bastante bien con el caso de Frazer. En un párrafo redactado con sumo cuidado, Frazer cometió el error de parecer respaldar, a los ojos de ciertos lectores, el libelo de sangre contra los judíos. Y es que en su escrupulosa honestidad intelectual no se sintió capaz de negar la posibilidad hipotética de que tales sucesos hu-bieran ocurrido alguna vez.

Tan inoportuna reserva acabó costándole muy caro, pues, al menos a los ojos de quienes defendían una intolerancia ideológica y racial, ésta contaba

con el respaldo de un intelectual muy respetado, alguien que se daba por hecho que estaría más allá de cualquier reproche. Tal como concluyó el edi-tor de El Águila Bicéfala tras citar en su columna el controvertido pasaje de La víctima expiatoria: “He aquí la voz de un imparcial científico inglés, de quien, nos atrevemos a pensar, difícilmente pue-de sospecharse que esté con las Centenas Negras o con el clericalismo.” Desde 1900, las Centenas Negras habían conformado un movimiento ultra-zarista, cuyos miembros eran reclutados de entre los más reaccionarios terratenientes, hombres de negocios, la alta burocracia y el clero. Que haya lle-gado a imaginarse, aun si fue sólo de manera fugaz y cínica, que Frazer podía abrazar la causa de hom-bres como ésos pone de manifiesto la tergiversa-ción de la que se volvió blanco a causa de su infati-gable apertura intelectual.�W

Robert Fraser es profesor de literatura en la Open University de Londres y autor de diversas obras sobre J. G. Frazer, entre ellas The Making of the Golden Bough. The Origins and Growth of An Argument (Macmillan, 1990); agradecemos su autorización para publicar este artículo. Traducción de Óscar Figueroa.

las bestias, sino para adquirir virtud y conocimien-to”). Quien así se expresa es Ulises cuando arenga a sus camaradas de a bordo para conquistar nuevos mundos. El consejo terminaría siendo fatal. Inequí-voca es sin embargo la insistencia de Dante, seguida por Frazer, de que al abrazar la virtud y el entendi-miento debemos renunciar a los modos de la bestia.

El inventario de correspondencias que Frazer desa-rrolló entre rituales antiguos y nuevos se basaba, pues, en un consenso muy amplio. ¿En qué momento se vol-vió tan discutible? La respuesta no está en las propias correspondencias, sino en la manera en que Frazer dio cuenta de ellas. Varios de los paralelos que presen-ta en La víctima expiatoria evocan los observados por Joachim de Fiore en el siglo xii, por Dante en el xiii y por Miguel Ángel en el xvi. Entretanto, sin embargo, la hermenéutica —el arte de descifrar códigos de orden divino— había dejado su lugar, como método de com-prensión, a hipótesis circunstanciales basadas en la ley de causa y efecto. Frazer siempre se consideró a sí mis-mo un científico secular y, si bien se negó a aceptar las corrientes más duras del racionalismo, fue categórico al rechazar cualquier forma de trascendencia. Ninguna providencia rige en su universo, guiado como ésta por el azar, que se ve mitigado o estimulado por las maqui-naciones del hombre. En su concepción, la correspon-dencia entre Amán y Cristo no pone de manifiesto algo más noble o significativo que los efectos de la venganza humana. Es esta crudeza, esta dimensión tan darwi-niana de su pensamiento, la que, aplicada a episodios como el libro de Ester, resulta tan escalofriante.

Contrario a lo que algunos podrían pensar hoy, Frazer nunca concibió el libro de Ester como una obra de ficción. Para él era un mito, y los mitos llega-ron a parecerle representaciones discursivas de se-cuencias dramáticas que las sociedades tempranas concibieron con fines mágicos y más tarde religio-sos. Personajes míticos participaban en esos actos rituales, y los sucesos trágicos en que se veían invo-lucrados ocurrían, antes que como sucesos históri-cos únicos o como formas de entretenimiento, como solemnes fiestas sacrificiales. Si Frazer estaba en lo correcto, el Cristo del primer siglo de la era común se convirtió en el protagonista real de una sanguinaria y misteriosa trama que él no había elegido. Vistas así las cosas, no podemos dejar de señalar ciertos acon-tecimientos glosados por varios comentaristas re-motos. Al final del libro de Ester no sólo Amán mue-re, sino que —a petición de la propia reina— perecen diez de sus hijos, 800 de sus cómplices en Susa y 75 mil persas de las provincias. Si los habitantes de Je-rusalén en el siglo primero exigieron la ejecución de Cristo “en el carácter de Amán”, en realidad pisaban un suelo bañado en sangre.

La muchedumbre en San Petersburgo aguardó hasta las 10 de esa fría noche de noviembre de 1913. Sobre la hora, las ansiadas noticias arribaron desde Kiev y los vítores estallaron en la plaza. Beiliss había sido absuelto. Para la inconforme multitud ahí reuni-da, no se trataba tanto de un veredicto a favor de un hombre como de una condena contra un sistema de-testado, un voto por la revolución y el cambio. Con-

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“JAMES FRAZER MURIÓ EN 1941. RESULTA IMPOSIBLE SABER CÓMO HABRÍA REACCIONADO DE HABER VIVIDO PARA VER EL HOLOCAUSTO, AUNQUE SU HORROR,

CREO, BIEN PUEDE IMAGINARSE

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con la historia y perder de vista el objetivo primordial que los anima. Por esta razón decidió agregar una in-troducción, en donde incluía antecedentes y desarro-llaba su teoría sobre la cultura de la pobreza, un con-cepto que había presentado por primera vez en Antro-pología de la pobreza.

Al momento de su publicación, la mayoría del públi-co se enfocó en los miembros de la familia y sus condi-ciones de vida —tal como Lewis había esperado— y no en los conceptos sociológicos contenidos en Los hijos de Sánchez. El debate sobre la cultura de la pobreza sólo empezó después de la publicación del best-seller de Michael Harrington, La cultura de la pobreza en Estados Unidos [fce, 1963], en donde aplicaba la tesis de Lewis (sin darle crédito) a toda la pobreza de Esta-dos Unidos, algo que Lewis jamás hubiera hecho. No obstante, por ser un hombre de izquierda como Lewis, Harrington había advertido la utilidad de esta teoría para la causa del socialismo democrático: Lewis pos-tulaba que los sistemas capitalistas con clases estrati-fi cadas creaban y perpetuaban las comunidades mar-ginadas de los pobres. Fue a través del libro de Harr-ington y de su papel como asesor de Kennedy y de los consejeros de Johnson durante la “guerra contra la po-breza” que el concepto entró en el debate político. Sin embargo, la frase era tan atractiva y podía usarse tan fácilmente que pronto se desligó de la brevísima expli-cación de Lewis, que marcaba una distinción clara en-tre cultura de la pobreza y la condición económica de ser pobre. Como antropólogo que estudiaba la cultura, Lewis usaba el vocabulario de los antropólogos, no el de los economistas, lo que hacía que resultara más fá-cil reducir el argumento sobre las causas sistémicas de la pobreza y sus consecuencias a una explicación cul-tural secundaria de la persistencia de la pobreza en las comunidades marginadas. Pronto la elasticidad de la frase permitió que tanto la derecha como la izquierda la usaran. El debate en torno a este concepto continúa hasta la fecha.

Aunque la controversia sobre la cultura de la pobre-za surgió mucho después de la publicación de Los hijos de Sánchez, ya en las primeras reseñas se había susci-tado otro debate acerca de la autoría del libro: cuánto era obra de Lewis y cuánto de los Sánchez. Esto era producto de un error común que persiste hasta la fe-cha: el malentendido, compartido por la mayoría de los reseñistas, provenía de la creencia de que el libro se basaba solamente en una edición de las entrevistas grabadas, edición que Lewis había hecho siguiendo su propia noción de fl ujo narrativo. Hardwick expuso la versión más extrema de esta opinión cuando com-paró el papel de Lewis con el de “un director de cine que, a partir de imágenes y escenas, produce una tra-ma coherente, dándole forma y signifi cado al fl ujo de la realidad”.2 Precisamente por esta razón algunos lec-tores asumieron que la obra era fi cción. Por otro lado, también levantó las críticas de aquellos que pensaban que Lewis había editado las palabras de sus informan-tes para que se ajustaran a sus ideas personales o que las había aceptado sin mayor interpretación.

Cuando se publicó Los hijos de Sánchez, Lewis ya te-nía la merecida fama de ser un prodigioso investigador de campo, especialista en estudios de comunidad. En la última década de su vida, cuando empezó a publicar

2�Hardwick, “Some Chapters of Personal History”, op. cit.

historias de vida, siempre buscó una forma de pre-sentar al individuo dentro de su contexto familiar, a la familia dentro del contexto de su comunidad y a la comunidad dentro del contexto de la nación. Así pues, en la edición y la confi guración del libro intervinieron muchos más datos que los obtenidos en las entrevistas grabadas.3 Un gran número de factores contribuyó a defi nir el contexto de los re-cuentos personales de los Sánchez: evaluaciones de personalidad y psicológicas, entrevistas con los ve-cinos, cónyuges e hijos, datos de encuestas a la co-munidad y por supuesto el profundo conocimiento que los Lewis tenían de la familia después de tan-tos años de relación personal y correspondencia. 4

Lewis era un entrevistador afable y él mismo realizó casi todas las entrevistas durante el estu-dio de los Sánchez, algo que no sucedió en sus gran-des proyectos en Tepoztlán, Puerto Rico y Cuba. Pero fueron raras las ocasiones en que editó las transcripciones de las entrevistas o investigacio-nes del día. Ésta se convirtió en la tarea principal de Ruth Lewis (como el mismo Lewis reconoce en sus agradecimientos); ambos tomaron las deci-siones relativas a la versión fi nal de cada historia, pero esta división básica del trabajo se mantuvo hasta la muerte de Oscar.

Los hijos de Sánchez dejó en muchos lectores la impresión errónea de que con sólo encender una grabadora se podía generar una obra de fuerza y legibilidad similares. Lo que no sabían era que la grabadora fue la herramienta menos importante en la factura del libro, pues, además de los años de investigación que se invirtieron en la defi nición del marco teórico y el contexto —en conjunción con la enorme habilidad de edición de Ruth Lewis—, era necesario contar con entrevistados que se expresa-ran tan bien como los Sánchez, con todo ese garbo y fuerza de personalidad.

El vívido testimonio en primera persona de la familia también se granjeó las críticas de quienes pensaban que era demasiado franco y detallado en su descripción de la pobreza y la vida familiar. En ningún otro lugar fue más fuerte esta reacción que en México. Los críticos conservadores, inspirados por un sentimiento nacionalista (o por la xenofo-bia, según Carlos Fuentes y otros defensores del libro), se enfurecieron ante el hecho de que un ex-tranjero “expusiera” la pobreza de México, como si esto fuera un secreto de Estado guardado con el mayor de los celos. En 1965, poco tiempo después de que el Fondo de Cultura Económica —institu-ción fi nanciada por el gobierno— publicara la pri-mera edición de la obra en español, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística presentó una denuncia ante la Procuraduría General de la Re-pública. En ella acusaba a Lewis por los delitos de

3�La mayoría de las entrevistas de Consuelo fueron consignadas a mano, no grabadas, y varias las escribió ella misma en taquigrafía y luego las pasó a máquina. Además, parte del material de su historia y de la de Manuel se tomó de breves ensayos que escribieron sobre temas asignados.4�Las cintas, transcripciones, datos de encuestas a la comunidad y otros materiales elementales usados para la preparación del libro se destinaron a los Archivos de la Biblioteca de la Universidad de Illinois hace más de cuarenta años, donde han sido utilizados en investigacio-nes de latinoamericanistas, lingüistas, historiadores orales y otros académicos.

D esde su aparición en 1961, Los hijos de Sán-chez se percibió como una obra que, con pa-sión y franqueza, le hablaba a un público amplio sobre la gran injusticia de la pobre-za. Margaret Mead lo llamó “una de las más

excepcionales contribuciones de la antropología de todos los tiempos”, Luis Buñuel afi rmó que hacer una película que fuera fi el al texto sería el “pináculo” de su carrera, mientras que Fidel Castro la llamó “revo-lucionaria” y “más valiosa que 50 mil panfl etos polí-ticos”. Elizabeth Hardwick escribió en su reseña para The New York Times que Oscar Lewis había “escrito algo brillante y de excepcional importancia, una obra que, por su refl exión y compasión únicas, resulta di-fícil de clasifi car”, mientras que la revista Time la in-cluyó en su lista de “los mejores libros de la década”.1 Desde entonces ha sido traducida a muchos idiomas, adaptada para el teatro y el cine, y nunca ha dejado de reimprimirse.

Los hijos de Sánchez se inició en 1956 como un tradicional trabajo de campo: la continuación de un estudio antropológico sobre los campesinos que emigraban a la ciudad de México. Sin embargo, tan sólo unos meses de haber conocido a la familia Sán-chez mientras levantaba una encuesta en la vecindad donde vivían, Oscar Lewis supo que había conocido a personas que, a diferencia de tantos otros, tenían el valor, las facultades verbales y de observación, y las capacidades necesarias para transmitir sus ex-periencias de vida. Los Sánchez aparecieron por primera vez como una de las familias retratadas en Antropología de la pobreza: cinco familias (fce, 1961), el primero de tres libros que se originaron en los es-tudios de las vecindades Bella Vista y Magnolia. En esa época, Lewis y Ruth Maslow Lewis, su esposa y principal colaboradora, habían estado estudiando familias y hogares por más de una década y estaban desarrollando un formato para presentar el cúmulo de datos recabados en la investigación de campo que fuera “el punto medio entre la novela y el reporte an-tropológico”. Antropología de la pobreza combinaba diálogos de entrevistas grabadas y comentarios so-bre los hogares con el fi n de retratar un día en la vida de cada familia. La intención era continuar Antropo-logía de la pobreza con un estudio completo de cada familia que usara sus propias palabras.

Los hijos de Sánchez fue el primero de esa serie; fue también la primera vez que los Lewis experi-mentaron con la superposición de voces para contar la historia de una familia directamente, sin ningún comentario. Lewis llamó a este método “realismo et-nográfi co” e incluso consideró presentar los relatos en primera persona sin más preámbulo que un bre-ve párrafo introductorio. Sin embargo, estaba cons-ciente de que, cuando las ciencias sociales se aseme-jan a la literatura, los lectores se pueden conformar

1�Carta de Margaret Mead a Jason Epstein, 28 de febrero de 1962; carta de Luis Buñuel a Oscar Lewis, 6 de febrero de 1966; Fidel Castro a Oscar Lewis en una conversación personal, febrero de 1968; Elizabeth Hardwick, “Some Chapters of Personal History”, The New York Times Book Review, 27 de agosto de 1961, p. 1; Time, 26 de diciembre de 1969, p. 56.

Habla la pobrezaHace medio siglo se publicó en inglés la primera edición de Los hijos de Sánchez,

de Oscar Lewis. Publicado por el Fondo cuatro años después, el libro generó una ola de chato nacionalismo que llevaría al despido de Arnaldo Orfi la Reynal. Como

anuncio de la nueva edición que lanzaremos al mercado, junto con Una muerte en la familia Sánchez, publicamos aquí el prólogo que la editorial Alfred Knopf prepara

para su edición conmemorativaS U S A N M . R I G D O N

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El libro de Sara Ladrón de Guevara sobre El Tajín es el quinto volumen de la Se-rie Ciudades, publicada por el fce y El Colegio de México con el patrocinio e impulso del Fideicomi-so Historia de las Améri-cas, presidido por la histo-riadora Alicia Hernández

Chávez; para coordinar esta serie dedicada a diversas ciudades prehispánicas —Tenochtitlan, Teotihuacan, Monte Albán, Palenque, Paquimé, Xochicalco, Tikal y Calakmul, Chichén Itzá, Tula—, se le unió el arqueó-logo e historiador Eduardo Matos Moctezuma. Los volúmenes son de un formato más pequeño que los libros blancos que conocíamos del fideicomiso, y son también más breves —no llegan a las doscientas pági-nas—, pero a cambio están ilustrados con fotos a color, mapas y abundantes y valiosas ilustraciones a línea de códices, bajorrelieves y pinturas. Por todo ello se pue-den llevar en la bolsa cuando se visitan esas ciudades prehispánicas.

La arqueóloga Sara Ladrón de Guevara, direc-tora del Museo de Antropología de Xalapa, uno de los más bellos de México, lleva más de veinte años trabajando sobre El Tajín; continúa así el trabajo de sus dos grandes antecesores en el estudio, ex-cavación y apertura del sitio: José García Payón y Juergen Brueggermann, arqueólogo alemán pero formado en la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México. A partir de su descubrimiento por el cabo Diego Ruiz en 1785, varios viajeros han visitado el sitio: Alexander von Humboldt, Guiller-mo Dupaix, Karl Nebel, Francisco del Paso y Tron-coso, Eduard Seler. Y varios arqueólogos, arquitec-tos, geólogos, ingenieros y dibujantes estudiaron el sitio, entre los cuales debe mencionarse a Agustín Villagra, Román Piña Chan, Ignacio Marquina, Al-fonso Medellín Zenil y Arturo Pascual Soto. Pero ninguno como García Payón o Brueggermann de-dicó toda su vida a conocer y dar a conocer al sitio, el primero de 1938 hasta su muerte en 1977, y el se-gundo de 1984 hasta su muerte en 2004.

El punto de vista arqueológico profesional de Ladrón de Guevara no le impide reconocer en pri-

obscenidad y difamación del pueblo mexicano y del gobierno. Se afi rmó que Lewis era un agente del fbi y que cuando Jesús Sánchez había califi cado de inúti-les a los sindicatos, dominados por el partido político en el poder, o acusado a los ofi ciales de la policía de formar parte de la nómina de los trafi cantes de dro-gas, no hacía más que repetir palabras que habían sido “puestas en su boca” por un extranjero.

Defensores y oponentes del libro sostuvieron du-rante cinco meses lo que The London Times llamó “uno de los debates intelectuales públicos más tor-mentosos que México haya conocido”.5 Críticos y de-fensores discutieron los méritos del libro y la censu-ra gubernamental en mesas redondas, programas de televisión, artículos de periódicos y revistas.6 Uno de los oponentes a la censura preguntó si estudiar la po-breza se había convertido ahora en una “ciencia sub-versiva”. Otros se preguntaban por qué —si el hecho de que un extranjero describiera la pobreza en Méxi-co ponía en un riesgo tan grande a la nación— no se había suscitado un escándalo cuando, algunos años antes, el Fondo publicó Antropología de la pobreza. Dado que la venta del libro se había suspendido hasta que la pgr emitiera una resolución, se empezaron a vender ejemplares en el mercado negro tres o cuatro veces más caros que el precio de lista de la editorial. Entre tanto, los Sánchez se volvieron “la familia más famosa de México” y el libro, un best-seller.

En abril de 1965, el procurador general de la Re-pública manifestó su resolución diciendo que la pro-babilidad de que el libro ultrajara la moral o atentara contra el orden público era “tan remota”, que presen-tar cargos provocaría un mayor daño a “la libertad y al derecho” que permitir la circulación del libro.7 Esta resolución también absolvió a Arnaldo Orfi la Reynal, el respetado director del Fondo, de origen argentino, quien llevaba 17 años desempeñando su cargo. A pesar de esto, se le obligó a renunciar y el Fondo tuvo que ceder los derechos de publicación.

No cabe duda de que la habilidad de los pobres para describir sus vidas y dirigir su enojo contra el gobierno y los políticos, así como su voluntad de ha-cerlo, fue lo que más ofendió a aquellos mexicanos que trataron de acallar el libro. Algunos simplemen-te no pudieron aceptar que realmente no fuera Lewis quien hablaba. En una entrevista de 1963 para la re-vista Siempre!, Lewis atribuyó las cualidades litera-rias del libro únicamente a la elocuencia de los Sán-chez. “Si yo hubiera podido escribir un libro como Los hijos de Sánchez, nunca habría sido antropólogo […] Primero, soy antropólogo, y después, también. Soy únicamente antropólogo.”8 Es verdad pero aun así, de no ser por su habilidad para advertir el po-tencial en las palabras de los Sánchez, de no ser por el tremendo esfuerzo de reunir y editar la informa-ción, y de no ser por la sensibilidad compasiva pero infl exible que le dio a este libro su forma fi nal, nunca habríamos conocido a los verdaderos Sánchez.

De todos los subtítulos que Lewis consideró para el libro, su elección fi nal, “Autobiografía de una fa-milia mexicana”, fue probablemente el más acerta-do. A fi n de cuentas, es un libro hecho por y sobre una familia extraordinaria: su historia, la personalidad de sus miembros y la dinámica de sus relaciones. Mi esperanza es que, mientras usted lo lea, llegue a des-cubrirlos en toda su humanidad y complejidad, pero sin jamás perder de vista lo que Hardwick consideró como el “protagonista” del libro: la pobreza que en-sombreció a la familia en cada uno de sus pasos.�W

Susan M. Rigdon, investigadora asociada en la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, es autora de The Culture Facade: Art, Science, and Politics in the Work of Oscar Lewis (1988). Traducción de María Sofía Merino.

5�“Mexican Slum Story Defeats Censorship”, The London Times, 20 de mayo de 1965.6�El resumen del caso legal y de la discusión nacional que siguió, inclu-yendo las declaraciones de Carlos Fuentes y otros, están disponibles en la revista Mundo Nuevo, septiembre de 1966.7�Resolución del procurador general de la República, averiguación pre-via 331/965. Este texto fue publicado como un apéndice a la tercera, cuar-ta y quinta ediciones de Los hijos de Sánchez y en la citada edición de sep-tiembre de 1966 de Mundo Nuevo.8�Entrevista con Elena Poniatowska “Mito y realidad de la pobreza en la vida cotidiana del mexicano”, en La Cultura en México, suplemento de Siempre! Presencia de México, 19 de junio de 1963.

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H A B L A L A P O B R E Z A

El Tajín Ciudad bella y austera

R O D R I G O M A R T Í N E Z B A R A C S

Circula desde algunos meses el volumen más reciente de nuestra serie dedicada a las ciudades prehispánicas:

la obra de Sara Ladrón de Guevara sobre El Tajín es una invitación al viaje, una guía para turistas aventajados, un resumen de las investigaciones

más recientes sobre este sitio ligado a otras urbes mesoamericanas por su culto a Quetzalcóatl, el juego

de pelota y el sacrifi cio humano

R E S E Ñ A

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mer lugar la belleza de El Tajín, de la Pirámide de los Nichos y del abigarrado conjunto de edificios que se han venido descubriendo. La hermosura del sitio fue reconocida por el propio Diego Rivera, quien hacia 1950 pintó en el Palacio Nacional el mural titulado Fiestas y ceremonias. Cultura totonaca. Hoy se sabe que los habitantes de El Tajín no eran totonacos, ni compartían su cultura, ni tuvieron “caritas sonrien-tes”, ni pudieron entrar en contacto con los mexi-cas, pero el mural es magnífico. La belleza de El Ta-jín llevó al poeta Efraín Huerta a regresar en 1964 a la poesía para escribir su intenso poema “El Tajín”, que provocó el entusiasmo de Octavio Paz, al pun-to de que incluyó la primera estrofa en la antología Poesía en movimiento. Según la investigadora Esther Hernández Palacios, en “El Tajín” Huerta “reconoce, en la presencia enigmática de la pirámide, el vestigio de una cultura devastada por sí misma, como si éste fuera el destino de todo acontecer humano”. Sara Ladrón de Guevara resume: “Si en el mural de Rive-ra hay una interpretación del sitio en tiempos de su ocupación, Huerta no pretende aludir en su poema al pasado, sino que expresa su enfrentamiento sen-sible al abandono del sitio, lo que da el tono emotivo, ligado a la soledad y a la muerte reinantes”. Pero la autora quiere salvar al niño vivo, y ciertamente logra en su libro restituirnos una imagen muy viva de la ciudad.

La ciudad de El Tajín se desarrolló entre el año 800 y el 1200 en las tierras húmedas, calurosas y ricas del norte del actual estado de Veracruz, no lejos del mar. Su lapso de existencia coincide con el periodo de la historia mesoamericana bautizado por Wigberto Jiménez Moreno como Epiclásico, que aproximadamente va del año 650 al 1000. Durante el Epi-clásico se produjo una importante transi-ción después del fin del Clásico, marcada por la caída de la gran ciudad de Teoti-huacan —la Tollan primigenia según En-rique Florescano—, que condujo a la crea-ción de varias ciudades más pequeñas, como Xochicalco, Tula, Cacaxtla, Canto-na, Chichén Itzá y Uxmal, en gran medida inspiradas en la gran ciudad de Teotihua-can e igualmente devotas del dios Quet-zalcóatl, la Serpiente Emplumada, ligado al ciclo de Venus, y aficionadas al juego de pelota y a los sacrificios humanos.

Ladrón de Guevara da muchos elemen-tos para ubicar y apreciar el sitio. Desta-ca en primer lugar que El Tajín no forma parte de la cultura totonaca, ni tenía “ca-ritas sonrientes”, que pertenecen a otras culturas y al Preclásico, menos “desarro-llado” pero más feliz. Más bien lo que pre-domina en El Tajín es un tono austero y masculino, con pocas alegrías y mujeres; los hombres, particu-larmente los nobles, tenían que practicar el insalubre autosacrificio de sangrarse el pene.

Era grande la influencia de Teotihuacan, en el ya mencionado culto a Quetzalcóatl y al planeta Venus, y en la iconografía, como el famoso rojo sobre rosa, tal como la describen Sonia Lombardo de Ruiz y Diana Magaloni, lo mismo que en la arquitectura y la cosmovisión ya plenamente mesoamericana. Hay, sin embargo, diferencias importantes entre Teoti-huacan y El Tajín. Mientras que la primera fue cons-truida a partir de un eje norte-sur, el de la Calzada de los Muertos, la segunda, construida de manera apre-tada entre dos ríos, muestra un trazo mucho más desordenado. Otra diferencia es que en Teotihuacan no existen representaciones de los gobernantes, lo cual hace pensar que regía un consejo, mientras que en El Tajín abundan esa clase de representaciones, siempre de hombres, con sus proezas en la guerra, los sacrificios y el juego de pelota. Una de las pocas mujeres representadas en un bajorrelieve de El Tajín es una madre que entrega a su bebé a un sacerdote sacrificador.

Otra importante influencia presente en El Tajín es la de los mayas, al punto de que existe la teoría de que la lengua hablada pertenecía a la familia lingüística mayense. En muchos relieves de columnas apare-cen dos gemelos que rodean a una pelota con el signo ollin (“movimiento, temblor”, en náhuatl), y la pelota es tragada por el monstruo de la tierra, todo lo cual remite a las historias del Popol Vuh, manuscrito qui-ché del siglo xvi, pero que narra historias conocidas en murales y en cerámica mayas desde el Preclásico.

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EL TAJÍN La urbe que representa

al orbe

S A R A L A D R Ó N D E G U E VA R A

fideicomiso historia de las

américas (serie ciudades)

1ª ed., El Colegio de México-fce, 2010,

147 pp.978 607 16 0299 2

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O C T U B R E D E 2 0 1 1 1 7

Abundan en El Tajín las canchas de juego de pelo-ta (17), aunque parece que ahí se practicó una varian-te, en la que se permitía el uso de los brazos y no había aros por los que debía pasar la pelota, tal vez hecha con un verdadero cráneo humano envuelto en hule, y que terminaba con el sacrificio por decapitación. Ladrón de Guevara se pregunta si el decapitado pertenecía al equipo perdedor o al ganador (como lo afirman los guías de turistas), o tal vez era un jugador designado previamente para tener ese supuesto honor. Al mismo tiempo formula la hipótesis de que el juego de pelota era un medio para dirimir conflictos entre ciudades-Estado. (Bien harían los tlatoanis de nuestros días en dirimir sus conflictos guerreros con medios como éste. Entonces yo no pondría objeción alguna a que el juego terminara con un sacrificio.)

En cuanto al subtítulo del libro, “La urbe que repre-senta el orbe”, ciertamente que ésta es una caracterís-tica de muchas ciudades mesoamericanas. Pero Sara Ladrón de Guevara destaca la importancia del planeta Venus, representante de Quetzalcóatl, con sus perio-dos de visibilidad e invisibilidad, que regía la configu-ración de los templos en el abigarrado centro ceremo-nial. Sucede algo parecido a lo que advirtió Alberto Davidoff Misrachi en Arqueologías del espejo (1996), su estudio sobre Tula, esa otra gran ciudad del Epiclá-

sico; algo que los arqueólogos por sistema no mencionan, pero jamás rebaten, y que coinci-de en mucho con algunas ideas de Ladrón de Guevara sobre El Tajín: “A diferencia de las ciudades típicas mesoamericanas, donde las calles o calzadas siguen líneas rectas, sugeri-mos que el sitio obligaba a los fieles visitantes a seguir caminos caprichosos, como los que sigue Venus en la bóveda celeste. Si en otras ciudades mesoamericanas se guió a las pro-cesiones rituales en línea recta, como la que siguen el Sol o la Luna sobre el firmamento, en El Tajín, dedicado a Quetzalcóatl, geme-lo divino, estrella de la mañana y de la tarde, Tlahuizcalpantecuhtli, Venus, había que imi-tar el curso de su eclíptica.”

Una contribución importante de Ladrón de Guevara es el análisis del altar del Edificio 4, que representa al universo. Lo presenta tal como es en un dibujo a línea, en dos dimen-siones, así como en una representación figu-rada en tres dimensiones, que incluye, por cierto, la cuarta, puesto que el signo ollin que se yergue es el signo del movimiento. Tam-bién es importante su explicación del funcio-namiento de la imbricación mesoamericana presente en El Tajín, y particularmente en la Pirámide de los Nichos, de los calendarios de 260 y de 365 días, del ciclo de 52 años de 365 días equivalente a 73 ciclos de 260 días.

Nos damos cuenta una vez más de que México es muchos Méxicos, muchas ciudades, muchas regiones. Éste es el acierto de la Serie Ciudades: cada una es una variante, una historia individual dentro de la estructura de opciones que puede considerarse que es la civilización mesoamericana, que no impone solamente una uniformidad sino un juego de varian-tes. Una de ellas es la opción, la respuesta urbana de El Tajín, con todas sus peculiaridades. Felizmente las pinturas en cerámica y mural, los bajorrelieves y las estatuas, y la organización urbana misma, que se han ido abriendo para nosotros en las últimas décadas, nos permiten adentrarnos a conocer las opciones, los énfa-sis —iconográficos, mentales, religiosos, corporales— de este extraño mundo alucinado sacrificial y mascu-lino que fue El Tajín.

El libro de Sara Ladrón de Guevara es una excelente introducción a El Tajín. Funciona también como una guía para visitar el sitio y gracias a su bibliografía fi-nal permite emprender otras lecturas sobre su descu-brimiento paulatino. Sin olvidar que ahora tenemos más herramientas para leer, o para adentrarnos en la lectura del lenguaje pictográfico de los artistas sacer-dotales y estatales de El Tajín, que deben buscarse en libros de formato mayor como el recientemente publi-cado por Arturo Pascual Soto: El Tajín. Arte y poder, editado por el inah y la unam. Poco a poco, el extraño mundo de El Tajín está comenzando a entregarnos sus secretos.�W

Rodrigo Martínez Baracs es investigador de la Dirección de Estudios Históricos, del INAH. En 2010 publicó La biblioteca de mi padre.

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a unos principales que los escribiesen, e que no pusie-sen más que la sustancia de ellos […] y que los nombres que había de sus dioses, les avisó que los quitasen e pu-siesen el nombre del Dios verdadero y Señor nuestro.” Es así que estos huehuehtlahtolli nos llegan fatalmente “cristianizados”, y eso por partida doble. En efecto, la colección de estos sermones nunca fue publicada en tiempos de Olmos, sino más de medio siglo después, cuando otro franciscano del mismo Colegio de la San-ta Cruz de Tlatelolco, fray Juan Bautista, los halló y editó en náhuatl, añadiendo él también sustituciones religiosas o nuevos contenidos —incluso sermones completos— francamente cristianos.

La edición de Juan Bautista incluye textos en espa-ñol: títulos intercalados en el texto náhuatl y traduc-ciones de algunos huehuehtlahtolli, principalmente de contenido cristiano, al fi nal del tomo. Estas adiciones se atribuyen a Olmos mismo, aunque está claro que Juan Bautista hizo asimismo diversas modifi caciones, sobre todo con propósitos de cristianización.

Los huehuehtlahtolli más cercanos a su original pre-hispánico son los contenidos en el libro vi de la His-toria general de las cosas de la Nueva España, de fray Bernardino de Sahagún, que por un afán antropológi-co quiso registrar la civilización que se transformaba ante sus ojos, y dejó en su sitio los dioses con su nom-bre y atributos.

La edición basada en Olmos que estamos comentan-do parece inclinarse hacia una búsqueda del original prehispánico; así se puede interpretar la decisión de no incluir en la transcripción los pasajes en español. Tene-mos a la mano el facsímil completo, por lo que la infor-mación no se pierde, pero resulta difícil seguir el texto de uno a otro, pues sus divisiones o parágrafos numera-dos no coinciden, por lo que quedan sumergidos datos signifi cativos como el título en español “Plática a los principales de Tlaxcalla” (f. 51r del facsímil), que no se repite en náhuatl ni en la transcripción (pp. 426-427).

Es difícil limpiar las obras que han llegado hasta nuestras manos de las capas de cristianismo que se les añadieron. La historiografía reciente sobre la materia, de una vitalidad sorprendente, se refi ere directamen-te al sincretismo en la obra católica en náhuatl del pe-riodo virreinal: catecismos y sermonarios católicos, obras de teatro evangelizador, cantares retocados por los frailes, o huehuehtlahtolli. Aun en los casos de pro-ductos como la edición de Juan Bautista, sometidos di-rectamente a la censura de la iglesia, el mismo uso de los conceptos nahuas altera el mensaje católico. Aquí encontramos por ejemplo, como señala en la introduc-ción León-Portilla, el concepto de “merecer”, del que deriva macehualli, “hombre del común” pero también humano cualquiera, y cuya utilización cristiana in-corpora un pensamiento central de la religión mesoa-mericana. Pero, además, en varias de estas obras cola-boraron directamente informantes y sabios nahuas, imbuidos aún de su cultura. Finalmente, algunos ma-

teriales de catequización producidos lejos de las ciudades y del control eclesiástico revelan altera-ciones sustanciales en el mensaje católico.

La recuperación de huehuehtlahtolli fue un pro-ducto excelso de ese gran proyecto de conocimien-to etnográfi co y recuperación lingüística y literaria que reunió a numerosos sabios poco después de la conquista y a lo largo del siglo xvi, y que tuvo como su mayor base el Colegio de la Santa Cruz de Tla-telolco: eran Bartolomé de Las Casas, Bernardino de Sahagún, Andrés de Olmos, Alonso de Molina, para nombrar a algunos de los más grandes, y has-ta el gramático Carochi en la primera mitad del si-glo xvii, cuando fl oreció la escritura del náhuatl culto, con diacríticos y el saltillo o pausa glotal como consonante. Estos trabajos de recopilación y ordenación enciclopédica, vocabularios y gramá-ticas, poesía y retórica náhuatl, ocurrían siempre en paralelo con el quehacer principal de todos esos frailes: la evangelización de México, para la que elaboraron tantas obras de apoyo.

Los huehuehtlahtolli cayeron exactamente en la intersección de tres líneas de trabajo: antropolo-gía, literatura y evangelización. Eran discursos en alto lenguaje y alta literatura, “con primores de su lengua”, como escribió Sahagún. Eran portadores de las normas de vida de la cultura nahua; los frai-les adoptaron los huehuehtlahtolli porque esas nor-mas, hechas de delicadeza en el trato, mesura y dis-creción, gustaron a la humildad y austeridad que seguían ellos mismos. Aunque no deja uno de pre-guntarse si no hubo nunca huehuehtlahtolli gue-rreros (poesía guerrera nahua sí la hay) y huehueh-tlahtolli más directamente ligados a los cultos a los dioses, que incorporaran los rituales sangrientos asociados con ellos.

Los huehuehtlahtolli cristianos de Olmos y Bau-tista representan la sorprendente reutilización de discursos comunitarios mexicas para una evan-gelización que se vuelve curso de civilidad nahua. Estos discursos, puestos por escrito, organizados y modifi cados por los frailes, parecen aún en uso en 1600, al menos en el caso de las exhortaciones de los “principales de Tlaxcalla”, referidas a las ce-remonias de investidura que por fuerza seguían existiendo en las repúblicas de indios novohispa-nas. En este sentido, los huehuehtlahtolli represen-tan un periodo de equilibrio utópico entre las dos culturas: manifestaciones de la alta cultura nahua, aún vigente, en su etapa cristiana.�W

Andrea Martínez Baracs, doctora en historia por El Colegio de México, es autora de Repertorio de Cuernavaca (Clío, 2011) y presidenta de la Biblioteca Digital Mexicana (bdmx.mx).

H e aquí la nueva edi-ción de uno de los grandes clásicos de la literatura nahua, a cargo de nuestro tlamatini o sabio Miguel León-Por-tilla, quien ha sido en México el mayor estudioso, editor y

divulgador de la cultura nahua, como lo demuestra el que una edición anterior (sep-fce, 1991) de estos Hue-huehtlahtolli fuera de 630 mil ejemplares. Esa edición de la obra preparada por Andrés de Olmos incluía su traducción completa, la transcripción del original ná-huatl solamente del primer discurso y no contenía el facsímil; la actual ofrece, además del estudio intro-ductorio de León-Portilla, el facsímil completo de la edición del franciscano fray Juan Bautista a partir del original de Olmos (México, 1600), así como la trans-cripción de todos los textos en náhuatl y su traducción íntegra y anotada, a cargo de Librado Silva Galeana.

La edición es simple y clara, por lo que permite nuevamente refrescarnos con esa retórica delicada, que no parece encajar con la escultura y los vesti-gios de los templos mexicas, que dan constancia del derramamiento de sangre que ejercían guerreros y sacerdotes: “Hijo mío, mi collar, mi pluma preciosa […] como si fueras un pajarito apenas puedes pico-tear; […] has crecido como si acabaras de salir de tu cascaroncito.”

Los huehuehtlahtolli, “antigua palabra”, eran dis-cursos de la cultura nahua, pronunciados en los mo-mentos signifi cativos de la vida comunitaria, social y política, dirigidos a los hijos —desde pequeños y hasta su matrimonio—, las madres, las hijas, los gobernan-tes, los mercaderes, los médicos y los propios dioses. Esta edición reúne 29 de esas pláticas, de las cuales 15 se refi eren a ritos de pasaje a lo largo del ciclo de la vida. Los que se refi eren a los gobernantes tratan asuntos de ética y buen gobierno; algunos son discursos con moti-vo de la elección de gobernantes.

Estos discursos nahuas fueron recogidos origi-nalmente por fray Andrés de Olmos, el formidable etnógrafo y activo evangelizador que, en 1533, reci-bió del presidente de la Real Audiencia de México, don Sebastián Ramírez de Fuenleal, y del custodio de los franciscanos, fray Martín de Valencia, la en-comienda de escribir un “libro” de “las antigueda-des de estos naturales indios, en especial de México y Tetzcuco y Tlaxcala”. Esa increíble obra se perdió, pero esta recopilación de huehuehtlahtolli fue parte de su esfuerzo.

El oidor y también conocedor de la cultura nahua Alonso de Zorita escribió sobre esta obra de Olmos: “E un religioso muy antiguo en aquella tierra e que ha siempre tratado e comunicado y doctrinado aque-llas gentes, los tradujo de su lengua y dice que hizo

HUEHUEHTLAHTOLLITestimonios de la antigua palabra.

Recogidos por fray Andrés de

Olmos hacia 1535

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enseñanzas de todo tipo: eso hallará el lector de los Huehuehtlahtolli, que hemos puesto a circular en una nueva edición. Además de la reproducción facsimilar

del libro preparado por Andrés de Olmos hacia 1535 y publicado en 1600 por Juan Bautista, se incluye todo el texto en náhuatl y español, más abundantes notas y un

esclarecedor estudio introductorioA N D R E A M A R T Í N E Z B A R A C S

R E S E Ñ A

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contexto mundial de guerra y uno nacional posrevo-lucionario, en el que se transitó del periodo de gobier-nos militares a los civiles y a la institucionalización e industrialización del país, una época marcada por la persecución y la represión oficial contra la oposición política, la prensa libre y los cultos religiosos. Por las páginas del segundo volumen de El libro rojo desfilan nombres de personajes del más alto y rancio folclor de la clase política en México —a la que todavía le sobre-viven varios herederos indiscutibles—, como Maxi-

mino Ávila Camacho, Gonzalo N. Santos y Saturnino Cedillo; también personajes que se convirtieron en emblemas de aquella época por diversas razones, como el crimi-nalista Alfonso Quiroz Cuarón y el padre del penal de las islas Marías, Juan Manuel Martínez, alias El Padre Trampitas, gra-cias al cual varios presos encontraron la redención espiritual.

Provenientes de muchos ámbitos, no sólo de la literatura, a los autores a quienes se les pidió presentarnos los casos parece habérseles dado amplia libertad para ello. Algunos optaron por el relato histórico or-denado y pulcro, sin mayor pretensión es-tilística que la claridad; otros se decidieron por el cuento con apego a los datos reales; y están también los autores que a mi parecer nos ofrecen los relatos más efectivos por-que cuentan los casos como anécdota, sin mayor artificio del que usaríamos en una conversación con amigos. Estos últimos relatos tienen todo el encanto misterio-so del chisme, de lo que tiene una parada obligada en pláticas discretas de oficinis-tas, estudiantes en clase, amas de casa que callan en presencia de los niños; nos hacen sentirnos rebasados y enrarecen el am-biente acaso porque los crímenes fueron cometidos contra alguien como nosotros por alguien también como nosotros.

Los asesinatos resguardados por este libro-espejo cimbraron en su momento al país por su brutalidad y nutrieron con su leyenda el imaginario colectivo del te-rror, el heroísmo y la santidad. Crímenes cometidos lo mismo por miembros de la clase baja que por burgue-ses, religiosos, militares e incluso artistas y extranje-ros que encontraron en México su funesta suerte; co-metidos en Tabasco, San Luis Potosí o Morelos, en la Ciudad de México, León, Tijuana, Mexicali o Mazatlán. Aquí se relatan, entre otras, las historias del asesina-to del presidente Obregón a manos del religioso José de León Toral y supuestamente instigado por la ma-dre Conchita; la de una turba religiosa iracunda por el asesinato de uno de los suyos, que sólo calma su frenesí con la muerte pública de los agresores, jóvenes provo-

cadores anticristeros; la de León Trotsky, asesina-do en Coyoacán en medio de un enredijo de intri-gas, traiciones, espionaje, fanatismos, identidades falsas y otros misterios que parecen salidos de una ficción demasiado atrevida; la de Goyo Cárdenas, ultramisógino y primer asesino en serie del país, convertido luego en un preso ejemplar en Lecum-berri; la del intento de asesinato del presidente Pas-cual Ortiz Rubio, contada en forma de autoentre-vista ficticia; la de Juan Soldado, militar acusado injustamente de violación y objeto de posterior de-voción colectiva en Tijuana, contada por Heriberto Yépez entre el relato de hechos y el ensayo psicoló-gico; la del escritor William Burroughs, quien mató a su mujer durante una recreación de la leyenda de Guillermo Tell en la colonia Roma; el asesinato de los ricos hermanos Lledías, caso que muestra los grotescos límites a que puede llegar, en cuestión de minutos, el crimen y la injusticia en nuestro país; la contada por J. M. Servín sobre el entrañable Pancho Valentino, luchador amateur, gigoló, campeón de danzón y tango en el Salón México, quien expli-ca las motivaciones y fracasos de sus fechorías con aquella frase que se siente como ácido en la herida: “yo soy producto de México”.

Las causas que llevan a cometer estos asesinatos son variadas: los desórdenes mentales congénitos, el desasosiego existencial, la miseria económica, los ideales políticos y religiosos, el engaño pasio-nal, la ambición de poder; pero el sabor que queda en la boca muchas veces es el mismo: en el origen de todos estos actos está la estupidez, quizá porque el resultado es el mismo siempre: un cuerpo iner-te, el silencio brutal, el fin definitivo del abuso, el rechazo, la crítica, la discusión y toda diferencia. Luego, minutos interminables en que el mundo no sospecha siquiera de esa isla sin gravedad que es la escena del crimen. Al menos eso queremos y ne-cesitamos pensar porque en realidad, lo sabemos, no pasa nada: la muerte es el acto más solitario; no trastorna en nada el curso de la vida, tan sólo nos incumbe a nosotros y nuestro pequeño universo de lo humano.

No sólo por su aspecto, éste es un libro-espejo. Después de leer los crímenes al lector le queda la impresión de haber mirado en sí mismo a un asesi-no. El libro rojo abre por instantes una zona densa e insoportable, habitada por murmullos incompren-sibles de mentes criminales que parecen querer-nos decir algo sobre nosotros mismos.�W

Xóchitl Mayorquín estudió fi losofía en la UNAM, donde actualmente cursa una maestría en la misma disciplina. Ha publicado cuento y reseña en revistas como Íngrima y Contrapunto.

La nota roja ha reencontra-do el cauce literario abierto en el siglo xix por Vicente Riva Palacio, Manuel Pay-no, Francisco Zarco, entre otros célebres escritores que participaron en El libro rojo 1520-1867. Este regreso histórico, literario y gráfico a la nota roja se lo debemos

a Gerardo Villadelángel, quien ha realiza-do un gran trabajo de selección de los casos más escandalosos de la nota roja en Méxi-co, desde donde la dejara aquella empresa decimonónica.

Nada más lejano del submundo editorial de la nota roja que esta nueva obra, donde el crimen se ha convertido en expresión artística. Sin fotos a todo color de cuer-pos mutilados o irreconocibles, charcos de sangre, ropas hechas girones, leyendas espectaculares con grandes letras y entre signos de admiración, plumas amarillistas que redactan mal, en El libro rojo el género sangriento ha dejado de ser tal para con-vertirse en otra cosa que, sin embargo, no traiciona la raíz terrorífica del hecho verí-dico ni nos quita el placer de hurgar en el suceso sanguinario, en la experiencia lími-te de la mente criminal, siempre degenera-da, perversa, que abandona por mucho los contornos mínimos que requiere cualquier convivencia social. En las páginas de papel couché de este volumen se intercalan los relatos, en que el crimen se presenta con buena prosa literaria, y la obra gráfica de diferentes artistas nacionales. La cubierta —plateada, brillosa y reflectante— es enig-mática como lo es todo espejo; nos devuel-ve nuestra imagen distorsionada, como si de uno antiguo y desgastado se tratara, uno de esos espejos donde siempre tiene algo de ate-rrador mirarse porque nos sentimos observados por todos los ojos que se han posado ahí antes, que aho-ra coinciden con los nuestros y se vuelven todos una sola mirada.

En el primer volumen (fce, 2008) se presentaron 50 casos ocurridos entre 1868 y 1928; este segundo y nuevo volumen contiene 26 casos que correspon-den al periodo de 1928 a 1959 (con lo que, de acuer-do con el proyecto original, faltan aún tres volúme-nes por publicarse) que permiten tomarle el pulso a aquellos convulsos años a partir de las fuerzas más oscuras, irracionales, subterráneas e incontrolables que operan en el fondo de toda época. Las tres déca-das de que se ocupa la obra están enmarcadas en un

EL LIBRO ROJO, CONTINUACIÓN.

VOLUMEN II

G E R A R D O V I L L A D E L Á N G E L

( C O O R D. )

tezontle1ª ed., 2011, 504 pp.

968 607 16 0676 1 (empastada)

$ 900968 978 16 0675 4

(rústica)$ 650

O C T U B R E D E 2 0 1 1 1 9

La nota roja en un espejoX Ó C H I T L M A Y O R Q U Í N

R E S E Ñ A

Transmutada en literatura y obras artísticas de toda laya, la nota roja encontró en el proyecto de Gerardo Villadelángel un modo de narrar la historia del México moderno.

Con relatos punzantes y enigmáticos dibujos, grabados, piezas intervenidas, los autores reunidos en el segundo volumen de El libro rojo nos enfrentan con el abismo criminal,

ese misterio que acecha dentro de cada lector

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N adie puede poner fecha de naci-miento al primer volumen que sa-lió de las prensas de Gutenberg, pero sí es factible hacerlo con el

primer libro electrónico: 4 de julio de 1971. O al menos eso cree mucha gente, pues en ese día se puso a circular la primera gota del hoy aluvión digital. Quien la colocó en el lecho del río informático fue Michael Hart, enton-ces alumno de la Universidad de Illinois en Urbana y amigo de uno de los operarios de la Xerox Sigma V del Laboratorio de Inves-tigación en Materiales, quien puso a su dis-posición un poco de tiempo muerto de esa mastodóntica mainframe. Emocionado por los fuegos de artifi cio con que se festejaba la entonces casi bicentenaria declaración de independencia, Hart capturó el encendido texto que dio origen a Estados Unidos con la intención de mandarlo por correo electróni-co a todo aquel que tuviera una cuenta en el sistema, pero fue advertido de que eso aten-taría contra la red, por lo que decidió ponerlo a disposición de los usuarios que quisieran descargarlo a sus terminales. Según narra la leyenda, 6 de las 100 personas conecta-das en ese momento aceptaron la invitación mandada, ésa sí, por correo, y el manantial comenzó a manar. Michael Hart pudo ver su fl ujo durante más de cuatro décadas, hasta el pasado 6 de septiembre, cuando fue hallado muerto en su hogar.

L a fi gura del inventor maguntino ha-bría de servir de inspiración a Hart, quien creó el Project Gutenberg (www.gutenberg.org), un reposito-

rio de libros electrónicos gratuitos, todos de dominio público —al menos desde la óptica legal estadunidense—, en el que actualmen-te pueden consultarse más de 36 mil libros en una sesentena de lenguas. Desde luego, es en inglés donde hay más y mejores obras, como puede comprobarse al ver la lista de las más descargadas durante el septiembre reciente: debajo de un Kamasutra (con casi 28 mil descargas), están obras como The Ad-ventures of Sherlock Holmes de Arthur Co-nan Doyle (unas 17 mil), Pride and Prejudice de Jane Austen (más de 16 mil), Adventures of Huckleberry Finn de Mark Twain y Alice’s Adventures in Wonderland de Lewis Carroll (ambas entre 12 y 13 mil). Hart capturó per-sonalmente los primeros libros —la constitu-ción estadunidense, la Biblia del rey Jaime—, al punto de que para 1997 sólo contaba con 313; la meta para cuando el proyecto cumpla 50 años, o sea en 2021, es ofrecer un millón de obras.

E l caso del español ejemplifi ca las grandes limitaciones de una inicia-tiva al estilo de la Wikipedia pero sin dirección fi rme, basada en un volun-

tariado con no mucho más que buenas inten-ciones; la elección de los textos, su escaneo y

Gutenberg en línea

C A P I T E L

banales con aires hondos, una carrera hacia un lugar que acaso estaría más abajo del bien y del mal. Un gran libro de prosa de un extraordinario poeta (y traductor y ensayista y melómano y lector y polemista y…). Esta edición es un facsímil de la que en 2006 publicó Taller Ditoria, ese refugio de las artes tipográficas y la literatura sin concesiones.

tezontle1ª ed., 2011, 88 pp. 978 607 16 0563 4$450

OBRA COMPLETA

J U L I O T O R R I

Tal vez por ser fiel a su severo apotegma —“Después de los 25 años sólo debe publicarse libros perfectos”—, el saltillense Julio Torri se mostró siempre reacio a dar a la imprenta su producción literaria. Toda su obra no académica cabe en este volumen, que arranca con un estudio del profesor Serge I. Zaïtzeff, francés avecindado en Canadá, en el que se da cuenta de la pesada melancolía que pesaba sobre Torri, profesor enamoradizo, traductor y prologuista refinado. La prosa del gran amigo de Alfonso Reyes —se reproduce aquí la correspondencia que sostuvieron a lo largo de

IMDINB

G E R A R D O D E N I Z

¿Será el mundo nada más que una larga sigla, una ristra de iniciales que quieran decir lo evidente pero que nadie entiende? Es probable. Las del Instituto Mexicano para el Desarrollo Integral de las Niñas Bien (imdinb) ocultan una extraña entidad que es vista, e inventada, por uno de los escritores más fuera del común en nuestro país. Deniz (Madrid, 1934) no muda su sonrisa paciente y fabricante de quién sabe cuántas maldades, y sin dar una sola concesión desentraña el mundo que se esconde debajo de los celofanes y los neones luminosos. Nada falta ni sobra en esta escritura de tono amable y poderío demoledor. El autor es naturalmente diestro y dueño de una sabiduría terrible —quien quiera atestiguarlo no tiene más que adentrarse en Erdera (fce, 2005), el contundente volumen que reúne su obra poética—. Aquí vacía el saco de escombros lujosos que de pronto uno halla en un rincón de una sociedad, la nuestra, desbocada en su integral carrera instituida en nombre del confort espiritual y los placeres

medio siglo— es una escuela de ingenio y elegancia, de precisión y agudeza; en ella se percibe el humor cultivado por la lectura y la atenta observación de las miserias humanas. Con maestría, Torri abordó el cuento breve y el ensayo libre, que es eficaz en el momento mismo de la lectura y que, sobre todo, resuena mucho tiempo después de realizada. Y sus aforismos, explícitos o inmersos en un párrafo de más largo aliento, son dardos que producen deleite y obligan a la lenta deglución.

letr as mexicanas1ª ed., 2011, 713 pp.978 607 16 0622 8 (empastado)$550978 607 16 0621 1 (rústico)$380

EL VIAJE LITERARIOCincuenta ensayos

V. S . P R I T C H E T T

Victor Sawdon Pritchett tal vez sea el último gran crítico literario británico y uno de los pocos biógrafos y ensayistas que ejerce la crítica desde la óptica del creador. En este volumen, preparado por Hernán Lara Zavala, apreciamos al decantado e insuperable crítico que con sencillez y concisión

DE OCTUBRE DE 2011

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NUEVO CURSO DE CIENCIA POLÍTICA

G I A N F R A N C O PA S Q U I N O

Este Nuevo curso de ciencia política empieza considerando dos grandes dificultades intrínsecas a la materia: que su historia se entrelaza irremediable y fecundamente con otras disciplinas; que “la evolución de la ciencia política ocurre de manera conjunta a través de la definición/redefinición del objeto de análisis”. A partir de ahí, nos sumergimos en una exhaustiva revisión de los grandes temas que a través del tiempo y hasta la actualidad han ocupado a los pensadores del actuar político. Desde la naturaleza y evolución de este tipo de estudios, los sistemas partidistas y de representación, las políticas públicas, los regímenes democráticos y no democráticos, Pasquino realiza una bien fundamentada síntesis de información que sabe aprovechar para señalar la problemática que genera cada uno de estos sistemas. La edición viene acotada con notas al margen para facilitar al lector la identificación visual de los asuntos tratados en cada capítulo.

política y derechoTraducción de Clara Ferri1ª ed., 2011, 389 pp.978 607 16 0734 8$320

EL RABO DE PACO

T R I U N F O A R C I N I E G A S , I L U S T R A C I O N E S D E Ó S C A R S O A C H A

Aunque es natural preocuparnos, a veces falta un problema para tomar una resolución, zambullirnos en el mundo y, si uno corre con suerte, hasta cruzarse con el amor. Esto lo descubre Paco cuando nota que le falta ese apéndice al final de su lomo, en apariencia tan inútil pero muy significativo para su identidad felina. La búsqueda que emprende a partir de ese momento lo llevará a adquirir conocimientos, tratar con personajes y visitar lugares que nunca habrían aparecido en su

horizonte de no ser por el asunto del rabo perdido. Enriquecida con las ilustraciones de Óscar Soacha, la sencilla historia de Triunfo Arciniegas en realidad se presta a varios niveles de lectura que brindan un apoyo idóneo para educar a los niños en el respeto por las diferencias y la solución de conflictos, así como a aligerar su punto de vista sobre los inevitables contratiempos que aguardan en el camino. El Fondo cuenta en su catálogo con otras obras de Arciniegas, como Carmela toda la vida (A la Orilla del Viento, 2004), El vampiro y otras visitas (A la Orilla del Viento, 2000) y Roberto está loco (Los Primerísimos, 2005).

los primerísimos1ª ed., 2011, 32 pp.978 607 16 0656 3$65

DICCIONARIO BIOGRÁFICO DEL EXILIO ESPAÑOL DE 1939: LOS PERIODISTAS

J U A N C A R L O S S Á N C H E Z I L L Á N , D I R .

Dos importantes dificultades debieron vencerse para dar forma a este conjunto de biografías: el contorno difuso del oficio de periodista y la escasez de fuentes. Si bien para el director del proyecto el periodismo vivió en España una edad de oro en el primer tercio del siglo xx, también es cierto que quien colaboraba con la prensa “solía ser un polifacético escritor que cultivaba diversos géneros literarios”; así, más que una (imposible) nómina exhaustiva, este recuento busca recuperar las trayectorias vitales y profesionales de quienes ejercieron el oficio desde el “trasterramiento”, y en especial a las personas poco atendidas hasta ahora. Entre los más de 300 biografiados por un grupo de nueve investigadores figuran autores bien conocidos en México, como Paco Ignacio Taibo I, José Bergamín o Manuel Andujar, que trabajó para el Fondo. El volumen se inscribe en la cada vez más abundante bibliografía sobre el quebranto que vivió la Madre Patria en los años treinta; la colección que lo acoge es testimonio de esa eclosión de estudios históricos.

biblioteca dela cátedra del exilio1ª ed., Madrid, 2011, 594 pp.978 84 375 0653 1$395

trasmite al lector su sapiencia desde el incipit de cada texto. Con irónica sabiduría y eficacia, aborda autores canónicos tanto europeos como estadunidenses, sin dejar fuera a clásicos modernos españoles y latinoamericanos como Borges, García Lorca, García Márquez, Machado de Assis o Pérez Galdós. Y es que, en El viaje literario, Lara Zavala organizó una invaluable muestra de la ensayística de Pritchett, con la intención de hacer una revaloración de varios de los grandes escritores contemporáneos de los dos continentes y así crear canales de lectura y discusión entre ambas culturas, a partir de la pluma de uno de los grandes críticos de los últimos tiempos.

lengua y estudios liter ariosTraducción de Ramón García1ª ed., 2011, 481 pp.978 607 16 0674 7$360

EL ÉXITO A TRAVÉS DEL FRACASOLa paradoja del diseño

H E N R Y P E T R O S K I

Ingeniero e historiador de su profesión, Petrosky conjuga una mirada original con una prosa limpia y absorbente, con la que se ha ocupado lo mismo del modo en que se ordenan los libros que de las virtudes del lápiz, siempre manteniendo en equilibrio los abundantes datos con la reflexión. En este volumen se vale de la noción de fracaso para describir la evolución funcional de diversas cosas, desde los sistemas para diseñar proyecciones hasta los puentes más grandes del mundo, desde las reglas del basquetbol hasta la estructura de los rascacielos. La tesis que anima y hermana a estos ensayos es que “los diseños con mayor éxito están basados en las mejores y más completas suposiciones de fracaso”: tal es la paradoja a que alude el subtítulo. Esta apología del tropiezo no ignora los quebrantos que puede producir un error de cálculo —se describe aquí, por ejemplo, la imposibilidad de prever el colapso de las Torres Gemelas— pero sí procura disminuir la importancia que el común de la gente asigna al éxito rutilante.

colección popularTraducción de Liliana Andrade Llanas1ª ed., 2011, 279 pp.978 607 16 0618 1$165

corrección son aportaciones espontáneas. Imaginemos este catastrófi co escenario: de golpe desaparecen todos los libros, de papel o de bytes, salvo los que se almacenan en los servidores del Project Gutenberg. Aparte del Quijote —que, por cierto, en septiembre fi gu-ró en el sitio 77 con su versión en inglés (4 mil descargas) y en el 97 con la original (más de 3 mil)—, el Buscón y otras pocas piedras basa-les de la literatura en nuestro idioma, como Cuentos de amor, de locura y de muerte de Qui-roga, no sería posible reconstruirla con este escuálido acervo. Sobrevivirían en cambio muchas traducciones del tagalo (!), algunas del francés y una que otra del inglés —como la antología de versos de Poe, con prólogo de Rubén Darío, tomada de una edición urugua-ya que ostentaba el bonito sello La Bolsa de los Libros—. México se conformaría con La navidad en las montañas y la grabación (!!) de una carta que el presidente Díaz le envió a Thomas Alba Edison.

H art era un convencido del impac-to social que tendría la disponi-bilidad de lo mejor de la literatu-ra y el pensamiento mundiales.

Imaginaba esta ambiciosa, si bien ingenua, sucesión de acontecimientos: “Los precios de los libros se desploman, las tasas de alfa-betismo se disparan, las tasas de educación se disparan, las viejas estructuras se sacu-den (tal como le pasó a la iglesia), revolución científi ca, revolución industrial, revolución humanitaria.” Para favorecer el acceso a los libros, decidió que se presentarían en “plain vanilla ASCII”, es decir sólo con los caracteres básicos que toda computadora puede leer, pues quería evitar que la impredecible ob-solescencia informática llevara a su acervo a un callejón sin salida. Tal elección —ya un poco relajada, pues muchos títulos se ofre-cen con la facha del ePub— convierte a los li-bros de Project Gutenberg en seres amorfos, sin el mínimo maquillaje tipográfi co que dan las cursivas y las bastadillas, pero al mismo tiempo los mantiene al margen de las modas tecnológicas.

P ara que el libro electrónico llegue al gran público hace falta una estrate-gia más efectiva que cuidar la sen-cillez de los archivos. Una que está

llamada a favorecer su presencia es la que anunció Amazon al fi nal del mes pasado, cuando puso en circulación una versión sim-plifi cada de su Kindle, a un costo de menos de la cuarta parte del primer dispositivo que comercializó, hace apenas tres años —tam-bién prometió la entrada en circulación de su tableta digital con pantalla a color—. Plena-mente funcional en los países de habla espa-ñola, este aparatito será una alternativa via-ble para quienes, por el costo, dudaban de hacerse de un lector de libros electrónicos. Y aunque no ofrecerá por el momento más que productos de papel, la entrada de esa librería en España (www.amazon.es) debe verse como la indudable cabeza de playa para la ul-terior conquista de América Latina.

L as cuatro décadas transcurridas desde que Hart puso en línea el pri-mer e-book han atestiguado otro cambio relevante para el orbe libres-

co. Cuando el texto emancipador de las tre-ce colonias se convirtió en un archivo des-cargable, en Estados Unidos la vigencia post mortem de los derechos de autor se exten-día por 28 años; en 1976 se extendió a cinco décadas y se inventó un plazo de 75 años a partir de la fecha de publicación para obras hechas por encargo; en 1998 la protección creció a 70 años en el primer caso y a 120 en el segundo, lo que ha limitado el catálogo de autores que caen en el dominio público estadunidense.�W

T O M Á S G R A N A D O S S A L I N A S

N OV E DA D E S

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En este mes se cumplen 50 años de que el FCE abrió su primera librería limeña, al frente de la cual estuvo la poeta y activista política Magda Portal, gran promotora del libro mexicano en Perú. Hoy contamos en la nación andina con una librería, inaugurada hace apenas unos meses, que lleva el nombre de doña Magda, cuya obra poética se ha reunido en un volumen

que comienza a circular por estas fechas

EL FCE EN PERÚ

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Magda Portal y el origen de la

sucursal peruana del Fondo

R A FA E L VA R G A S

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cuento, ensayo literario, ensayo político, biografía), Magda Portal debe haber sido un nombre familiar para Arnaldo Orfila desde los años treinta, cuando ella colaboraba con relativa frecuencia en la revista Claridad, dirigida por Antonio Zamora junto con un grupo de intelectuales argentinos entre los que se encontraba el filósofo Alejandro Korn, de quien Orfila había sido discípulo.

Parece factible, pues, que al ver los balances positivos de la gestión de Magda Portal como distribuidora del Fondo a Orfila le haya resultado sencillo decidir que ella, una persona con ideas progresistas —como se acostumbraba decir entonces—, entendida en letras, en economía, en política, y con una visión panamericanista, se convirtiese en agente exclusiva de la editorial.

La librería del Fondo de Cultura Económica en Lima abrió sus puertas al público el 31 de octubre de 1961 en el número 865 de Jirón Lampa, en una zona idónea por transitada: entre las calles (o jirones) de Puno y Apurímac, a dos cuadras de la sede del diario El Comercio y a cuatro de la Casona de San Marcos y el Parque Universitario. De su inauguración da noticia el número de enero de 1962 de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica (primera época); en él se publicó la fotografía que aquí se reproduce. En ella vemos a un joven José Luis

Martínez, quien siete meses antes había asumido su puesto como embajador plenipotenciario de México ante Perú. El apoyo que brindó para la apertura de la librería fue importante. Otras imágenes tomadas ese día dejan ver entre los asistentes al editor y librero Juan Mejía Baca y al poeta limeño Sebastián Salazar Bondy, quien en septiembre de 1958 publicó en La Gaceta un notable ensayo acerca de la situación del libro en el Perú.

Durante años la representación del Fondo funcionó sin sobresaltos y aumentó notablemente sus negocios. Un documento firmado por Arnaldo Orfila en noviembre de 1965 indica que “las ventas del Fondo se incrementaron durante la gestión de

la señora Portal, de un máximo de $3,000.00 dólares al año, hasta la suma de $61,740.00 en el año de 1964…”.

Pero a finales de agosto de 1967 una crisis financiera produjo una devaluación del sol frente al dólar de casi cien por ciento y el tipo de cambio pasó de 26 a 48 soles por dólar. Para abril de 1969 la representación peruana se vio forzada a suspender el pago de sus adeudos al Fondo, que en total ascendían a poco más de 71 mil dólares. En septiembre de ese mismo año Salvador Azuela, sucesor de Orfila en la dirección de la editorial, rescindió el convenio de comisión mercantil que la institución había firmado con Magda Portal, y comenzó una serie de acciones legales en su contra que partieron de la requisición del local de la librería y de todos los bienes que en ella se encontraban. Siguió un largo litigio que se resolvería sólo hasta finales de 1973, a través de un acuerdo extrajudicial. Tiene algo de ironía triste el que precisamente el hijo del novelista al que ella tanto admiraba fuese quien la despidiera del Fondo.

Por increíble que parezca, en los siguientes años Magda Portal tuvo que vender lo que buenamente podía e incluso trabajar como taxista para hacer frente a los compromisos económicos que había adquirido (poco antes de la devaluación había comprado un departamento), hasta que logró recuperarse merced a un incesante trabajo periodístico. “Escribí sobre todo tipo de cosas —decía—, desde cáncer hasta arquitectura.”

Magda Portal no dejó de luchar nunca. En 1985, cuando Alan García, candidato del apra, ganó la presidencia de la república peruana, los apristas la invitaron a integrarse al gobierno. Ella se negó a ser una santa decorativa. “Yo avanzo y avanzo siempre —dijo—, nunca retrocedo.”

De modo que el que ahora el Fondo de Cultura Económica edite a través de su sucursal peruana la Obra poética completa de Magda Portal, compilada con esmero por Daniel R. Reedy, y el que abra una nueva librería con su nombre en el número 889 del Jirón Rufino Torrico, a unas pocas cuadras de distancia de la que ella montó hace cincuenta años, tiene mucho de justicia —justicia poética, como corresponde perfectamente en este caso—. Gracias a esa compilación, la obra literaria de Magda Portal podrá ser conocida por una nueva generación de lectores, y seguramente permitirá a quienes se interesan por su vida, pero ignoran su obra literaria, apreciar su biografía de una manera más plena. Después de todo, como señaló alguna vez Octavio Paz, la verdadera biografía de un poeta está en sus poemas.�W

Rafael Vargas fue agregado cultural de México en Perú entre 1987 y 1989.

Suele señalarse que el Fondo de Cultura Económica estable-ció su primera representación en el Perú en 1961, fecha en que se inauguró en Lima la librería homónima de la casa editora, pero, sin ánimo de deslustrar esa importante efe-méride, se puede decir que las actividades del Fondo en ese país comenzaron un poco más de tres años antes, en abril de 1958. Kathleen Weaver, biógrafa de Magda Portal, apun-ta que en ese año la escritora “aceptó la oferta de fundar y administrar una librería de esa prestigiosa compañía edi-torial mexicana.”1 Pero la afirmación no es exacta. Magda

Portal sí comenzó a trabajar para el Fondo de Cultura Económica a partir del 18 de abril de 1958, pero no fundó de inmediato una librería. Es un poco más preci-sa la información que maneja Daniel Ross Reedy en Magda Portal, la pasionaria peruana: biografía intelectual.2 Asienta Reedy: “En 1958 Magda se hizo cargo de la representación en el Perú de la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica. Los dos primeros años ejerció la gerencia en su domicilio, pero a partir de 1960 la oficina del Fondo se trasladó al local de la librería en Jirón Lampa.”

En realidad, en un comienzo Magda Portal no fue sino una agente de ventas de los libros del fce que contaba con un amplio respaldo por parte de esta casa editorial. En abril de 1957 Arnaldo Orfila Reynal visitó el Perú para establecer canales de distribución de las ediciones del Fondo y se entrevistó con ella y con otros seis libreros, como lo muestra el documento “Datos enviados por el Sr. Orfila de los libreros que visita”, que se encuentra en el Archivo del Fondo. En él asienta las condiciones de pago y plazos que él ofrece, los descuentos y comisiones, etcétera.

Es claro que al cabo de un año Magda Portal fue quien mejor respuesta dio a los objetivos de Orfila y por ello se le concedió la calidad de agente exclusiva

del Fondo en ese país. El éxito que tuvo en sus empeños —como se verá a través de cifras que citaremos más adelante— le permitió arrendar un local para establecer la librería Fondo de Cultura Económica.

Nacida en 1900, Magda Portal empezó a publicar poemas en 1920 y no tardó en convertirse en parte del movimiento literario de vanguardia del Perú ni en involucrarse en los incipientes movimientos de cambio social de ese país, lo que habría de valerle persecuciones, cárcel y exilio. Exiliada llegó a México en 1927 y vivió aquí dos años, de los que entregó testimonio en su Defensa de la Revolución mexicana (1931) frente a —como ella misma lo señala— “la propaganda calumniosa que se lleva a efecto contra México.” Este país es, a sus ojos, el ejemplo a seguir para la transformación de América Latina: admira su reforma agraria, el impulso que Vasconcelos brinda a la educación.

Otro documento importante de su estadía mexicana es el ensayo “Panorama intelectual de México” —publicado en tres partes en la revista Repertorio Americano en marzo de 1928—, en el que examina a los escritores que se encuentran en plena actividad después de la revolución. Su postura estética y política, expresada en el título del ensayo “El nuevo poema y su orientación hacia una estética económica” —publicado a comienzos de ese mismo año—, le impide comprender a los escritores reunidos alrededor de la revista Contemporáneos. No se explica su aparente falta de interés en la vida política ni que escriban “como si no hubiera ocurrido ninguna revolución”. Simpatiza, en cambio, con la estética del grupo estridentista, y aplaude la reciente novela de Xavier Icaza, Panchito Chapopote, que muestra con ironía la explotación del petróleo mexicano por compañías extranjeras. Pero la obra que merece sus elogios es Los de abajo, de Mariano Azuela, en la que encuentra un reflejo profundo de la lucha armada.

Treinta años después Magda Portal era una mujer prácticamente legendaria en América Latina. Había colaborado con Víctor Raúl Haya de la Torre en la fundación de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (apra), de la que se apartó al advertir que los propios dirigentes traicionaban sus ideas. Así lo denunció en ¿Quiénes traicionaron al pueblo?, un pequeño libro escrito en 1950 que le valió convertirse en una apestada entre sus antiguos (y muy numerosos) compañeros.

Considerada como una pionera del socialismo y del feminismo en América Latina —en 1944 publicó su Flora Tristán, precursora—, fundadora de tres revistas, autora de una docena de libros de diversos géneros (poesía, novela,

1� Kathleen Weaver, Peruvian Rebel: The World of Magda Portal, with a Selection of Her Poems, University Park, Pennsylvania State University Press, 2009, 326 pp.2� Ediciones Flora Tristán, Lima, 2000, 382 pp.

EL FCE EN PERÚ

O C T U B R E D E 2 0 1 1 2 3

“QUE AHORA EL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA EDITE A TRAVÉS DE SU SUCURSAL PERUANA LA OBRA POÉTICA COMPLETA DE MAGDA PORTAL,

Y QUE ABRA UNA NUEVA LIBRERÍA CON SU NOMBRE EN EL NÚMERO 889 DEL JIRÓN RUFINO TORRICO, A UNAS POCAS CUADRAS DE DISTANCIA DE LA QUE ELLA MONTÓ

HACE CINCUENTA AÑOS, TIENE MUCHO DE JUSTICIA

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