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La gran moral Aristóteles Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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La gran moral

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Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislación es-pañola han caducado.

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1) La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que no nosresponsabilizamos de la fidelidad del conte-nido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra para quepueda ser fácilmente visible en los habitua-les readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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LIBRO PRIMERO

Capítulo primeroDe la naturaleza de la moral

Siendo nuestra intención tratar aquí de cosaspertenecientes a la moral, lo primero que tenemosque hacer es averiguar exactamente de qué cienciaforma parte. La moral, a mi juicio, sólo puede formarparte de la política. En política no es posible cosaalguna sin estar dotado de ciertas cualidades; quie-ro decir, sin ser hombre de bien. Pero ser hombrede bien equivale a tener virtudes; y por tanto, si enpolítica se quiere hacer algo, es preciso ser moral-mente virtuoso. Esto hace que parezca el estudio dela moral como una parte y aun como el principio dela política, y por consiguiente sostengo que al con-junto de este estudio debe dársele el nombre depolítica más bien que el de moral. Creo, por lo tanto,que debe tratarse, en primer término, de la virtud, yhacer ver cómo es y cómo se forma, porque ningúnprovecho se sacará de saber lo que es la virtud sino se sabe también cómo nace y por qué medios seadquiere. Sería un error estudiar la virtud con el

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único objeto de saber lo que es, porque es precisoestudiarla para saber cómo se adquiere, puesto queen el presente caso queremos, a la vez, saber lacosa y conformarnos nosotros mismos a ella; y esclaro que seremos incapaces de conseguirlo si igno-ramos el origen de donde procede y cómo puedeproducirse.

Por otra parte, es un punto muy esencial sa-ber lo que es la Virtud, porque no sería fácil sabercómo se forma y cómo se adquiere, si se ignorarasu naturaleza, como no lo sería el resolver cualquie-ra cuestión de este género en todas las demásciencias. Un punto no menos indispensable es sa-ber lo que otros antes que nosotros han podidodecir sobre esta materia.

El primero que se propuso estudiar la virtudfue Pitágoras, pero no pudo lograr su propósito,porque queriendo referir las virtudes a los números,no creó con esto una teoría especial de las virtudes;pues la justicia, dígase lo que se quiera, no es unnúmero igualmente igual, un número cuadrado.Sócrates, que vino al mundo mucho después que él,trató este punto con más extensión y profundidad,mas tampoco consiguió su objeto. Quiso convertirlas virtudes en conocimientos, y es absolutamente

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imposible que semejante sistema sea verdadero.Los conocimientos sólo se forman con el auxilio dela razón, y la razón está en la parte inteligente delalma. Por consiguiente, todas las virtudes se for-man, según Sócrates, en la parte racional de nues-tra alma. Y así, formando de las virtudes otros tan-tos conocimientos, suprime la parte irracional delalma, y destruye de un golpe en el hombre la pasióny la virtud moral. Sócrates, desde este punto devista, no estudió bien las virtudes. Después de estosdos filósofos vino Platón, que dividió muy acertada-mente el alma en dos partes, una racional y otraque carece de razón, y a cada una de estas dospartes atribuyó las virtudes que le son realmentepropias. Hasta aquí marcha bien pero después yano está bien en lo cierto. Mezcla el estudio de lavirtud con su tratado sobre el bien, y en este puntono tiene razón, porque no es éste el lugar que debeocupar. Hablando de los seres y de la verdad, nin-guna necesidad tenía de hablar de la virtud, porque,en el fondo, estos dos objetos nada tienen decomún.

He aquí cómo nuestros predecesores han to-cado estas materias, y hasta qué extremo las hanllevado. Exponiendo lo que tenemos que decir sobreeste punto, no haremos sino continuar su obra.

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Por lo pronto, es preciso tener en cuenta quetodo conocimiento y toda facultad ejercida por elhombre tienen un fin, y que este fin es el bien. Nohay conocimiento ni voluntad que tenga el mal porobjeto. Luego, si el fin de todas las facultadeshumanas es bueno, es incontestable que el mejorfin pertenecerá a la mejor facultad. Pero la facultadsocial y política es la facultad mejor en el hombre, ypor consiguiente su fin es el bien por excelente.Deberemos, pues, hablar del bien, pero no del bienentendido de una manera absoluta, sino del bienque se aplica especialmente a nosotros. No se trataaquí del bien de los dioses, porque esto requiere unestudio distinto e indagaciones de otro género. Elbien de que tenemos que tratar es el bien desde elpunto de vista político, para lo cual conviene hacer,desde luego, una distinción. ¿De qué bien se intentahablar? Porque esta palabra bien no es un términosimple, puesto que lo mismo se llama bien a lo quees mejor en cada especie de cosas, y que es, gene-ralmente, lo que es preferible por su propia natura-leza, que a aquello cuya participación hace queotras cosas sean buenas, y entonces entendemosque es la Idea del bien. ¿Nos ocuparemos de estaIdea del bien o deberemos despreciarla y considerartan sólo el bien que se encuentra realmente en todo

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lo que es bueno? Este bien efectivo y real es muydistinto de la Idea del bien. La Idea del bien es cier-ta cosa separada, que subsiste por sí aisladamente,mientras que el bien común y real de que queremoshablar se encuentra en todo lo que existe. Este bienreal no es el mismo que es otro bien que está sepa-rado de las cosas, mediante a que lo que está sepa-rado y lo que por su naturaleza subsiste por sí mis-mo jamás pude encontrarse en ninguno de los otrosseres. ¿Deberemos, por tanto, ocuparnos con prefe-rencia del estudio de este bien que se encuentra ysubsiste realmente en las cosas? Y si no es posibledesentenderse de él, ¿por qué deberemos estudiar-le? Porque este bien efectivamente es común a lascosas, corno lo prueban la definición y la inducción.Y así la definición, que se propone explicar la esen-cia de cada cosa, nos dice que una cosa es buena oque es mala, o que es de tal o cual manera. La defi-nición en este caso nos enseña que el bien tomadoen general es lo que es apetecible en sí y por sí, yel bien que se encuentra en cada una de las cosasreales es igual al de la definición. Pero si la defini-ción nos dice lo que es el bien, no hay conocimientoni facultad alguna que diga de su propio fin que éles bueno. Otra ciencia es la que está llamada aexaminar esta cuestión superior; por ejemplo, ni el

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médico ni el arquitecto nos dicen que la salud o lacasa sean buenas, y se limitan a decirnos, el prime-ro, que da la salud y cómo la da, y el segundo, queconstruye la casa y cómo la construye.

Esto nos prueba claramente que no toca a lapolítica explicar el bien que es común a todas lascosas, porque la política no es más que una cienciacomo todas las demás, y ya hemos dicho que nopertenece a ninguna ciencia ni a ninguna facultadtratar del bien como su fin propio, y, por consiguien-te, no compete a la política hablar de este biencomún que nos ha dado a conocer la definición. Nitampoco puede ella tratar de este bien común,según nos lo ha revelado el procedimiento de in-ducción. ¿Y por qué? Porque cuando queremosindicar especialmente un bien cualquiera en particu-lar, podemos hacerlo de dos maneras. Primero,recordando la definición general, podemos hacerver que la misma explicación que conviene al bienen general conviene también a esta cosa que que-remos designar especialmente como buena. Ensegundo lugar, podemos recurrir al procedimientode inducción; por ejemplo, si queremos demostrarque la grandeza de alma es un bien, diremos que lajusticia es un bien, que el valor es un bien, y, engeneral, que todas las virtudes son bienes; es así

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que la grandeza de alma es una virtud; luego, lagrandeza de alma es un bien. Se ve, pues, que laciencia política no tiene tampoco que ocuparse deeste bien común que conocemos por inducción,porque la misma imposibilidad señalada arriba seofrecerá en este caso como se ofrece con respectoal bien común dado por la definición, porque enton-ces la ciencia llegaría a decir también que su propiofin es un bien. Por consiguiente, la política debetratar del bien más grande, pero, añado yo, del bienmás grande con relación a nosotros.

En resumen, se ve claramente que ni a unasola ciencia, ni a una sola facultad pertenece hablardel bien en su totalidad y en tal. ¿De dónde naceesto? Nace de que el bien se encuentra en todaslas categorías: en la sustancia, en la cualidad, en lacantidad, en el tiempo, en la relación, en el lugar; enuna palabra, en todas sin excepción. Pero en cuan-to al bien que sólo se refiere a un momento dadodel tiempo, en la medicina, por ejemplo, sólo elmédico que conoce; lo mismo que en la náutica sóloel marino; y en general, en cada ciencia el sabioque a ella se consagra. En efecto, el médico sabe elmomento en que es preciso hacer una amputación,como el marinero sabe el momento en que es preci-so hacerse a la vela. Cada uno en su esfera conoce

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el momento que es bueno para todo aquello que leconcierne. Y así el médico no podrá conocer esemomento crítico en el arte náutico, como el marine-ro no lo conocerá en la medicina. No es, pues, asícómo debe hablarse del bien común en general,porque el bien relativo al tiempo es un bien común atodas las ciencias. Así también el bien que se refie-re a la categoría de la relación y que está igualmen-te en las demás categorías, es común a todas. Peroni a una sola al tiempo que se encuentra en cadauna de la categoría en la misma forma que la políti-ca no debe ocuparse del bien en general, y lo quedebe estudiar es el bien real y el mejor de los bie-nes, pero el mejor con relación a nosotros.

Añado que cuando se quiere hacer algunademostración es preciso servirse de ejemplos queno sean perfectamente claros; y sí valerse de otrosevidentes, para aclarar las cosas que lo han menes-ter; se necesitan ejemplos materiales y sensiblespara las cosas del entendimiento, porque éstos sonmucho más tangibles; y he aquí por qué cuando seintenta explicar el bien no debe traerse a cuento laIdea del bien. Sin embargo, hay gentes que se ima-ginan que no se puede hablar debidamente del biensin acudir forzosamente a su idea o la Idea del bien.Es preciso, dicen, hablar de este bien, por que es el

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bien por excelencia, y como en todas las cosas laesencia, tiene este carácter eminente, concluyen deaquí que la Idea de bien es el supremo bien. Noniego que este razonamiento tenga algo de verda-dero. Pero la ciencia, el arte político de que aquí setrata, no tiene en cuenta este bien, porque lo queindaga es el bien relativo a nosotros mismos. Asícomo ninguna ciencia ni arte dice que el fin que sepropone es bueno, la política tampoco lo dice delsuyo, y por consiguiente no discute ni habla del bienque sólo se refiere a la idea.

Pero se dirá, quizá, que es conveniente y po-sible partir de este bien ideal como de un principiosólido, y tratar en seguida de cada bien particular.Rechazo este método, porque jamás debe recurrir-se a otros principios que los que sean propios de lamateria que se va a estudiar. Por ejemplo, paraprobar que un triángulo tiene sus tres ángulos igua-les a dos rectos, sería un absurdo partir del principiode que el alma es inmortal. Este principio nada tieneque hacer con la geometría, y un principio debe sersiempre propio y ligado con su objeto, y en el ejem-plo que acabo de presentar se puede muy bienprobar que un triángulo tiene sus tres ángulos igua-les a dos rectos sin el principio de la inmortalidaddel alma. En la misma forma se pueden estudiar

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muy bien los demás bienes, sin acordarse de laIdea del bien, porque la idea no es el principio pro-pio de este bien especial que se busca y se estudia.

Sócrates persigue una sombra cuando quiereconvertir las virtudes en otras tantas ciencias. Mejorhubiera sostenido este otro principio de que en lanaturaleza nada se hace en vano, y entonces habríavisto que si las virtudes son ciencias, como dice,resultaría necesariamente que las virtudes son per-fectamente vanas. ¿Y por qué? Porque en todas lasciencias, desde el momento que se sabe de una loque es, es uno, no sólo conocedor, sino poseedorde ella. Por ejemplo, si se sabe lo que es la medici-na, desde aquel acto el que la sabe es médico, y lomismo en todas las demás ciencias. Pero nada deesto sucede respecto a las virtudes, porque podráuno saber lo que es la justicia no por eso se hacejusto en el acto, y lo mismo sucede con todas lasdemás. Y así las virtudes serían perfectamente va-nas en esta teoría, preciso decir que no consistenúnicamente en la ciencia.

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Capítulo segundoDivisión de los bienes

Sentados estos preliminares, procuraremosdistinguir las diferentes acepciones de la palabrabien. Entre los bienes, unos son verdaderamentepreciosos y dignos de estimación, otros sólo sondignos de alabanza, y otros, en fin, no son otro cosaque las facultades que el hombre puede emplear enun sentido o en otro. Entiendo por preciosos y dig-nos de estimación los que tienen algo de divino yque son lo mejor respecto a todo lo demás, como elalma y el entendimiento. También tengo por tal loque es primero y anterior, lo que tiene el conceptode principio y las demás cosas de este género, por-que los bienes preciosos son aquellos que se supo-nen de un gran precio y dignos de un gran honor, decuya condición participan los que acabamos deenunciar. Y así la virtud es cosa muy preciosacuando, debido a ella, se hace uno hombre de bien,porque entonces el hombre que la posee ha llegadoa la dignidad y a la consideración de la virtud. Hayotros bienes que sólo son laudables; tales son, porejemplo, las virtudes, porque la alabanza en estecaso de las acciones que ellas inspiran. Otros bie-

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nes no son más que simples potencias y simplesfacultades como el poder, la riqueza, la fuerza, labelleza, porque estos bienes son de tal calidad, queel hombre de bien puede hacer de ellos un buenuso, lo mismo que el malvado puede hacerle malo.Por esto digo que existen sólo en potencia. Sin em-bargo, también son bienes, porque la estimaciónque se da a cada uno de ellos se gradúa por el usoque de ellos hace el hombre de bien y, no por el quehace el hombre malo. Además los bienes de estegénero deben, las más de las veces, su origen alazar que les produce. En este caso, por lo común,están la riqueza y el poder, lo mismo que todos losotros bienes que se colocan en la categoría de sim-ples poderes. Puede contarse también una cuarta yúltima clase de bienes, la de los que contribuyen amantener y hacer el bien, como, por ejemplo, lagimnasia para la salud, y otras cosas análogas.

También se pueden dividir los bienes de otramanera. Pueden distinguirse los bienes que siemprey en todas partes son deseables y otros que no loson. La justicia, y en general todas las virtudes, sonsiempre y en todas partes deseables. La fuerza, lariqueza, el poder y las demás cosas de este ordenno son siempre ni a todo trance apetecibles. Heaquí otra división. Entre los bienes pueden distin-

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guirse los que son fines y los que no lo son. La sa-lud es un fin, un término, pero lo que se hace paraconservarla no es un fin. En todos los casos análo-gos el fin es siempre mejor que las cosas por mediode las cuales se busca aquél; por ejemplo, la saludvale más que las cosas que deben procurarla. Enuna palabra, el objeto universal, en vista del cual sehace todo lo demás, siempre queda muy por encimade las otras cosas que se hacen para servirle. Entrelos fines mismos, el fin que es completo siempre esmejor que el fin incompleto. Llamo completo aquelloque, una vez adquirido, no nos deja desear otracosa, e incompleto cuando, después de obtenidotambién por nosotros, aún advertimos la necesidadde alguna otra cosa. Por ejemplo, poseyendo lajusticia, aún advertimos la necesidad de algo másque ella; pero teniendo la felicidad nada echamosde menos. El bien supremo que buscamos es, pues,el que constituye un fin último y completo; este finúltimo y completo es el bien; y hablando en términosgenerales, el fin es el bien.

Una vez sentado esto, ¿qué deberemoshacer para estudiar y conocer el bien supremo?¿Será, quizá, suponiendo que haya de estar ligadoa los otros bienes? Esto sería absurdo, y he aquíporqué. El bien supremo, el mejor bien es un fin

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último y perfecto, y el fin perfecto del hombre nopuede ser otro que la felicidad. Pero como, por otraparte, consideramos la felicidad compuesta de unamultitud de bienes reunidos, si, estudiando el mejorbien, le comprendéis igualmente entre todos losdemás bienes, entonces el mejor bien será mejorque él mismo, puesto que es el mejor respecto deltodo. Por ejemplo, si estudiando las cosas que pro-porcionan la salud, y la salud misma, se fija uno enlo mejor de todo esto, y se halla que lo mejor es lasalud, resulta de aquí que la salud es la mejor detodas estas cosas y la mejor en comparación conella misma. Lo cual es un absurdo. No es, quizá,éste el mejor método para estudiar la cuestión delbien supremo, del mejor bien. ¿Pero será precisoestudiarle aislándole, por decirlo así, de sí mismo?¿Y no sería, también, un absurdo este segundométodo? La felicidad se compone de ciertos bienes,y averiguar si el mejor bien está fuera de los bienesde que se compone es un absurdo, puesto que sinestos bienes la felicidad separadamente no es na-da, porque la felicidad la constituyen estos bienesmismos. ¿Pero no podrá encontrarse el verdaderométodo apreciando el mejor bien por comparación?Me explicaré: por ejemplo, comparando la felicidadcompuesta de todos los bienes que sabemos con

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las otras cosas que no están comprendidas en ella,¿no podremos indagar cuál es el mejor bien, y poreste medio descubrir la verdad? Pero el mejor bienque buscamos en este momento no es simple, y escomo si se pretendiese que la prudencia es el mejorde todos los bienes con los cuales se hubiere com-parado. Pero no es de esta manera, quizá, comodebe estudiarse el mejor bien, puesto que busca-mos el bien final y completo, y la prudencia por sísola no es completa. No es éste, por consiguiente,el mejor bien a que aspiramos, como no lo esningún otro que se repute mejor en este mismoconcepto.

Capítulo terceroOtra división de los bienes

A esto añadiremos que los bienes pueden serclasificados también de otra manera. Unos pertene-cen al alma, como las virtudes; y otros al cuerpo,como la salud y la belleza; y otros nos son extrañosy exteriores, como la riqueza, el poder, los honores

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y otras cosas análogas. De todos estos bienes, losmás preciosos son, sin contradicción, los del alma.Los bienes del alma se dividen, a su vez, en tresclases: pensamiento, virtud y placer. La consecuen-cia y el resultado de todos estos diversos bienes eslo que todo el mundo llama, y es realmente el finmás completo de todos los bienes, es decir, la feli-cidad, siendo en nuestra opinión la felicidad unacosa idéntica a obrar bien y conducirse bien. Pero elfin nunca es simple porque es siempre doble. Enciertas cosas es el acto mismo, el uso lo que es sufin a manera que, respecto a la vista, el uso actuales preferible a la simple facultad. El uso es aquí elverdadero fin, y nadie querría la vista, a condiciónde no ver y tener cerrados perpetuamente los ojos.La misma observación tiene lugar respecto del oídoy de todos los demás sentidos. En todos los casosen que hay uso y facultad, el uso es siempre mejory más apetecible que la facultad y la simple pose-sión, porque el uso y el acto constituyen por sí mis-mos un fin, mientras que la facultad y la sobre po-sesión sólo existen en virtud del uso. Si se echa unamirada sobre todas las ciencias, se verá, por ejem-plo, que no es una ciencia que hace la casa y otraciencia la que la hace buena, sino que es únicamen-te la arquitectura la que hace ambas cosas. El méri-

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to, del arquitecto consiste precisamente en hacerbien la obra que ejecuta, y lo mismo sucede en to-das las demás cosas.

Capítulo cuartoDe la felicidad

Después de lo dicho es preciso tener encuenta que nosotros no vivimos realmente medianteningún otro principio sino el de nuestra alma. Lavirtud está en el alma, y cuando decimos que elalma hace tal cosa, esto equivale a decir que es lavirtud del alma la que la hace. Pero la virtud en cadagénero hace que la cosa de la que ella es virtud seabuena cuando pueda serlo, y como vivimos median-te el alma, es claro que a causa de la virtud del al-ma vivimos bien. Pero vivir bien y obrar bien es loque llamamos ser dichosos; y así ser dichoso o lafelicidad sólo consiste en vivir bien, y vivir bien esvivir practicando la virtud. En una palabra, la felici-dad y el bien supremo constituyen el verdadero finde la vida. Por consiguiente, la felicidad se encon-

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trará en cierto uso de las cosas y en cierto acto,porque como ya hemos dicho, siempre que se en-cuentran a un mismo tiempo la facultad y el uso, elverdadero fin de las cosas está de parte del uso y elacto de las virtudes que posee, y, por consiguiente,el uso y el acto de estas virtudes son las que consti-tuyen su verdadero fin. Luego la felicidad consisteen vivir según piden las virtudes. Por otra parte,como la felicidad es el bien por excelencia y consti-tuye un fin en acto, se sigue de aquí que, viviendosegún pide la virtud, somos dichosos y gozamos delbien supremo. Consecuencia de esto es que comola felicidad es el bien final y el fin de la vida, es bue-no tener en cuenta que sólo puede realizarse en unser completo y perfectamente finito. Me explicaré;digo, por ejemplo, que la felicidad no puede encon-trarse en el niño, ni éste puede ser dichoso, lo cualtiene lugar exclusivamente en el hombre formado,porque es un ser completo. Añado que tampoco seencontrará la felicidad en un tiempo incompleto eindeterminado, y sí en un tiempo completo y con-sumado, y por tiempo completo entiendo el queabraza la vida entera del hombre. A mi parecer tie-nen razón los que dicen que no puede formarsejuicio sobre la felicidad del hombre, si no se recaesobre el tiempo más dilatado de su vida; y el vulgo,

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ateniéndose a esta máxima, cree que todo lo que escompleto tiene que realizarse en un tiempo comple-tamente acabado y en un hombre completo. Heaquí otra prueba de que la felicidad es un acto. Sinos imaginamos un hombre durmiendo toda la vida,de ninguna manera supondríamos que era un serdichoso durante este largo sueño. Sin embargo,este hombre vive en este estado, pero no vive comoexigen las virtudes; y sólo vive en realidad, como yahemos dicho, el que vive en acto.

Después de estas consideraciones vamos atratar de una cuestión que no será ni completamen-te propia ni completamente extraña a nuestro asun-to. Diremos, pues, que al parecer hay en el almauna parte por la que nos alimentamos y que llama-mos parte nutritiva. La razón puede comprenderesto sin dificultad. Como las cosas inanimadas, porejemplo las piedras, son evidentemente incapacesde alimentarse, resulta de aquí que alimentarse esuna función de los seres que están animados, quetienen un alma; y si esta función sólo pertenece alos seres dotados de un alma, es claro que el almaes la causa de ella. Entre las partes de que se com-pone el alma hay unas que no pueden ser causa dela nutrición: por ejemplo, la parte que razona, laparte apasionada, la parte concupiscible, y separa-

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das estas diversas partes sólo queda en el almaesta otra, a la que no podemos dar mejor nombreque el de parte nutritiva. Pedro podría preguntarse:¿es posible que esta parte del alma pueda participartambién de la virtud? Si pudiese, es evidente quesería preciso que el alma obrase también medianteella, puesto que la felicidad la constituye el acto dela virtud completa. Si hay o no hay virtud en estaparte del alma, es una cuestión de otro orden, perosi por casualidad la hay, para ella no existe acto. Yhe aquí por qué: los seres que pueden tener un actoque sea propio de ellos; y en esta parte del alma deque se trata no aparece movimiento espontáneo.Puede decirse, con verdad, que se parece algo a lanaturaleza del fuego; el fuego devora cuanto en élse arroja, pero si no le echáis material, ningún mo-vimiento hace él para ir en su busca. Así sucedecon esta parte del alma; si se le suministra alimento,nutre al cuerpo, y si no se le suministra, no tiene elpoder propio y espontáneo de nutrirle. Donde nohay espontaneidad, no hay acto; y, por consiguien-te, esta parte del alma no contribuye nada a la feli-cidad. Después de lo que precede, debemos expli-car la naturaleza propia de la virtud, puesto que elacto de la virtud es el que constituye la felicidad. Porlo pronto, puede decirse de una manera general que

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la virtud es la facultad y la disposición mejor delalma. Pero quizás una definición tan concisa nobaste, y habrá necesidad de desenvolverla parahacerla más clara.

Capítulo quintoDivisión del alma en dos partes, y virtudes pro-

pias de cada una

En primer lugar es preciso hablar del alma, enla que reside la virtud. Pero aquí no tenemos quetratar de la esencia del alma, porque esta cuestióncorresponde a otro lugar, y así nos limitaremos abosquejar sus rasgos principales. El alma, comoacabamos de decir, se divide en dos partes: unaracional y otra irracional. En la parte que está dota-da de razón se distinguen la prudencia, la sagaci-dad, la sabiduría, la instrucción, la memoria y otrasfacultades de este género. En la parte irracional esdonde se encuentra lo que llamamos virtudes: latemplanza, la justicia, el valor y todas las demásvirtudes morales que son dignas de estimación y de

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alabanza. Cuando las poseemos, a ellas debemosel que se diga que merecemos la estimación y loselogios. Mas con respecto a las virtudes de la parteracional del alma, jamás se recibe por ellas alaban-za, y así sucede que nunca se alaba a uno directa-mente por ser sabio, por ser prudente, ni en generalpor ninguna de las virtudes de esta clase. Quierodecir que únicamente se alaba la parte irracional delalma, en tanto que puede servir y sirve a la parteracional, obedeciéndola.

Pero la virtud moral se destruye y se pierde ala vez por sobra y por falta. Que esta sobra y estafalta destruyen las cosas es muy fácil de ver entodas las afecciones morales. Mas como para lascosas oscuras es preciso valerse de ejemplos per-fectamente claros, cito los ejercicios gimnásticospara que pueda fácilmente cualquiera convencersede esta verdad. La fuerza se destruye lo mismocuando se practican ejercicios exagerados quecuando no se ejecutan los convenientes. En la co-mida y en la bebida sucede lo mismo. Tomadas engran cantidad se pierde la salud, y si se toman enmuy poca, también perece; y sólo manteniéndoseen una justa medida, en un término medio, es cornose conserva la fuerza y la salud. La misma observa-ción puede hacerse con respecto a la templanza, al

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valor en general, a todas las virtudes. Por ejemplo,si se supone un hombre tan poco accesible al te-mor, que no teme ni aun a los dioses, esto no serávalor, será locura. Si, por el contrario, suponéis quea todo teme, será un cobarde. El corazón verdade-ramente valiente no será ni el del que teme a todo,ni el del que no teme a nada absolutamente. Lasmismas causas, son, por tanto, las que aumentan odestruyen la virtud; y así los temores, cuando sondemasiado fuertes y en todo influyen indistintamen-te, destruyen el valor, así como le destruyen lasobcecaciones, que hacen que no se tema a nada. Elvalor se refiere a los temores, y los temores mode-rados aumentan el valor verdadero; donde se veque unas mismas causas aumentan y destruyen elvalor, porque siempre son los temores los que pro-ducen en nosotros estos diversos sentimientos. Lamisma observación puede hacerse con respecto alas demás virtudes.

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Capítulo sextoDe la influencia del placer y del dolor sobre la

virtud

El exceso y el defecto no son, por otra parte,los únicos límites que se pueden poner a la virtud,porque también se la puede limitar y determinar porel dolor y el placer. Muchas veces el placer es elque nos arrastra al mal, como el dolor nos impideotras hacer el bien; en una palabra, en ningún casose encuentran la virtud o el vicio sin que, al mismotiempo, aparezcan la pena o el placer. Y así, la vir-tud se refiere a los placeres y a los dolores; y heaquí de donde toma la virtud moral el nombre conque se la designa, si es posible en la letra misma deuna palabra descubrir la verdad y encontrar en ellala realidad, medio que quizás es tan aceptable co-mo cualquier otro. Lo moral, quo en la lengua griegase llama ethos con e larga, tiene también la deno-minación del hábito, que también se dice ethos cone breve, y la moral, ethike, se llama así en griego,porque resulta de los hábitos y de las costumbres,ethid- zesthai. Esto debe probarnos claramente queninguna de las virtudes de la parte irracional delalma nos es innata por la sola acción de la naturale-

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za. No hay cosa que sea de tal naturaleza que pue-da por el hábito hacerse distinta que lo que es. Porejemplo, la piedra y en general, todos los cuerpospesados, todos los cuerpos graves, se dirigen natu-ralmente hacia abajo; podrá arrojarse una piedra alaire y acostumbrarla en cierta manera a subir; perojamás irá suyo hacia arriba, sino que irá siemprehacia abajo. Lo mismo sucede en todos los demáscasos de esta clase.

Capítulo séptimoDe los diversos fenómenos del alma

Sentado esto, y puesto que queremos estu-diar la naturaleza de la virtud, es preciso averiguartodo lo que hay en el alma y todos los fenómenosque en ella se producen. Hay tres cosas en el alma:afecciones o pasiones, facultades y disposiciones;de suerte que la virtud debe ser una de estas trescosas. Las pasiones o afecciones son, por ejemplo,la cólera, el temor, el odio, el deseo, la envidia, lacompasión y todos los demás sentimientos de esta

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clase, que de ordinario tienen por compañeros inevi-tables la pena y el placer. Las facultades son poten-cias íntimas que nos hacen capaces de estas diver-sas pasiones: por ejemplo, potencias que nos hacencapaces de que montemos en cólera, de que nosaflijamos, de que nos compadezcamos y sintamosotras afecciones particulares que hacen que este-mos bien o mal dispuestos con relación a todosestos sentimientos. Y así, con respecto a la facultadde encolerizarse, si uno se arrebata con excesivafacilidad, estará dotado de una mala disposición enpunto a cólera. Y si nada nos conmueve, ni aun lascosas que pueden provocar una justa cólera, esésta también una mala disposición respecto a estapasión. La disposición media entre estos dos extre-mos consiste en no dejarse arrastrar violentamenteni ser demasiado insensible, y cuando nos hallamosdispuestos de esta manera, ocupamos un puntoconveniente. La misma observación puede hacersepara todos los casos análogos. La moderación, quesólo se encoleriza con motivo, y la dulzura ocupanel término medio entre la irritabilidad, que nos llevaincesantemente a la cólera, y la indiferencia, quehace que no nos irritemos jamás. La misma obser-vación tiene lugar respecto de la fanfarronería quese alaba de todo, y del disimulo que no descubre las

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cosas. Fingir tener más que se tiene es lo propio delfanfarrón; fingir tener menos es lo propio del hombredisimulado. Entre estos extremos están la franquezay la verdad, que ocupan el término medio.

Capítulo octavoDe las disposiciones

Lo mismo sucede con todos los demás sen-timientos. Con respecto a ellos, la función propia dela disposición moral consiste en que estemos bien omal dispuestos respecto de las diversas cosas queestos sentimientos provocan. Estar bien dispuestosignifica no incurrir en el exceso, ni en el defecto. Yasí la disposición es buena respecto a las cosasque pueden merecer alabanza, cuando se mantieneen esta especie de término medio. La disposición esmala cuando se incurre en el exceso o en el defec-to. Puesto que la virtud cuando ocupa el medio en-tre las afecciones, y que las afecciones o, en otrostérminos las pasiones del alma son penas o place-res, no hay virtud sin placer o sin pena. Esto nos

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prueba también, de una manera general, que lavirtud tiene relación con las penas y con los place-res del alma. Podría objetarse a esta teoría que haytambién otras pasiones respecto de las que no con-siste el vicio ni en el exceso ni en el defecto, porejemplo, el adulterio; el hombre que le comete nopuede seducir más o menos a las mujeres libresque ha perdido. Pero al hacer esta objeción no seecha de ver que este vicio y cualquiera otro análogoque pudiera citarse están comprendidos en el placerculpable de la relajación; y que, presentado desdeeste punto de vista, sea un exceso, sea un defecto,es reprensible del mismo modo que todos los de-más.

Capítulo novenoEl defecto y el exceso son lo contrario del térmi-

no medio en qué consiste la virtud

Después de lo dicho es necesario explicarqué es lo contrario de este término medio en queconsiste la virtud. ¿Es el exceso? ¿Es el defecto?

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Hay ciertos medios cuyo contrario es el defecto; hayotros en que es el exceso. Y así, lo contrario delvalor no es la temeridad, que es un exceso; es lacobardía, que es un defecto. No sucede así respec-to a la templanza, que es un medio entre la corrup-ción sin freno y la insensibilidad en lo que concierneal placer, puesto que lo contrario no es la insensibi-lidad, que es un defecto y así la corrupción, que esun exceso. Por lo demás, pueden los dos extremosser, a la vez, contrarios al medio, lo mismo el exce-so que el defecto, porque el medio incurre en defec-tos relativamente al exceso e incurre en excesorelativamente al defecto. Esto nos explica por quélos pródigos tienen por faltos de generosidad a loshombres generosos, y por qué los que no son gene-rosos tratan a los que lo son como si fueran verda-deramente pródigos; así como los temerarios y losimprudentes consideran a los valientes como co-bardes, y los cobardes llaman a los valientes teme-rarios y locos.

Dos motivos hay para que se consideren elexceso y el defecto como los contrarios del términomedio. Por de pronto puede mirarse sólo a la cosamisma, y ver a cuál de los dos extremos se aproxi-ma o de cuál se aleja el medio. Por ejemplo, sepuede preguntar si es la prodigalidad o la avaricia la

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que más se aleja de la verdadera generosidad, ycomo la prodigalidad parece aproximarse más a lagenerosidad, resulta que está la avaricia más dis-tante del medio. Las cosas más lejanas del medioparecen igualmente las más contrarias. Si sólo nosatenemos a la cosa misma, el defecto, en este caso,parecerá más contrario al medio que el otro extre-mo. Pero hay un segundo recurso para apreciarestas diferencias, y es el siguiente: las tendencias aque más nos arrastra la naturaleza son también lasmás contrarias al medio: por ejemplo, la naturalezanos arrastra al desarreglo y a la disipación más quea la economía y a la templanza. Las tendencias queson naturales no hacen más que aumentarse más ymás, y las cosas a que sin cesar nos inclinamos ynos entregamos mucho más a la disipación que a latemplanza, y entonces el exceso y no el defecto esel que aparece como más contrario al medio, por-que la disipación es lo contrario a la prudencia, y esun exceso culpable.

Hemos estudiado, pues, la naturaleza de lavirtud, y hemos visto que es una especie de medioen las pasiones del alma. Y así, el hombre que quie-ra adquirir mediante su moralidad una verdaderaconsideración, debe buscar con cuidado el medioen cada una de las pasiones. De aquí por qué es

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una obra grande en el hombre el ser virtuoso y bue-no; porque en todas las situaciones es difícil encon-trar este medio. Por ejemplo, si es fácil, a cualquieratrazar un círculo, es muy difícil encontrar el verdade-ro centro de este círculo, una vez trazado. Estacomparación se aplica igualmente a los sentimien-tos morales. Tan fácil es encolerizarse constante-mente como permanecer en estado contrario a éste;pero mantenerse en un medio conveniente es cosamuy difícil. Por punto general se ve en todas laspasiones indistintamente que les fácil girar en tornodel medio, pero que es difícil encontrar el que ver-daderamente merece alabanza, y por esta razón estan rara la virtud.

Capítulo décimoLa virtud y el vicio dependen del hombre y son

voluntarios

Puesto que hablamos de la virtud, será con-veniente examinar, visto lo que precede, si puede ono puede adquirirse, o si, como pretendía Sócrates,

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no depende de nosotros el ser buenos o malos.«Preguntad –decía él– a un hombre, sea el que sea,si quiere ser bueno o malo, y veréis con seguridadque no hay ninguno que prefiera nunca ser vicioso.Haced la misma prueba con el valor, con la cobard-ía y con todas las demás virtudes, y tendréis siem-pre el mismo resultado». Sócrates deducía de aquíque, si hay hombres malos, lo son a pesar suyo, y,por consiguiente, que los hombres, a su juicio, sonvirtuosos sin la menor intervención de ellos mismos.Este sistema, diga lo que quiera Sócrates, no esverdadero. Pues de serlo, ¿para qué el legisladorprohíbe las malas acciones y ordena las buenas yvirtuosas? ¿Por qué impone penas al que cometeacciones malas o no cumple con las buenas que leprescribe? Bien insensato sería el legislador quedictara leyes sobre cosas cuyo cumplimiento nodepende de nuestra voluntad. Pero no hay nada deeso, porque de los hombres depende ser buenos omalos, y lo prueban las alabanzas y reprensionesde que son objeto las acciones humanas. La ala-banza va dirigida a la virtud y la represión al vicio; yes claro que ni la una ni la otra podrían aplicarse aactos involuntarios. Por consiguiente, desde estepunto de vista depende de nosotros hacer el bien ohacer el mal.

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Se ha intentado hacer una especie de compa-ración para probar que el hombre no es libre. « ¿Porqué, se dice, cuando estamos enfermos o somosfeos no se nos reprende?» Éste es un error; repren-demos vivamente a los que creemos que son causade su enfermedad o de su fealdad; porque creemosque en esto mismo hay algo de voluntario. Pero lavoluntad y la libertad se aplican principalmente alvicio y a la virtud.

He aquí una prueba más concluyente aún. Enla naturaleza toda cosa es capaz de engendrar unasustancia igual a ella misma; por ejemplo, los ani-males y los vegetales que vemos reproducirse. LasCosas se reproducen en virtud de ciertos principios,como la planta se produce mediante la semilla, queen cierta manera es su principio. Pero lo que nacede los principios, y según ello, es absolutamentesemejante a los mismos esto puede verse con másclaridad en la geometría. Sentados en esta cienciaciertos principios, las consecuencias que procedende ellos son absolutamente como los principiosmismos. Por ejemplo, si los tres ángulos de untriángulo son iguales a dos rectos, y los de un cua-drado iguales a cuatro rectos, desde el momentoque las propiedades del triángulo varíen, variarántambién las del cuadrilátero; porque aquellas propo-

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siciones son recíprocas, y si el cuadrado no tuviesesus ángulos iguales a cuatro ángulos rectos, tampo-co el triángulo tendría los suyos iguales a dos rec-tos.

Esto tiene lugar igualmente y con una perfec-ta semejanza respecto del hombre. El hombre tam-bién puede engendrar substancias, y, en virtud deciertos principios y de ciertos actos que ejecutapuede producir las cosas que produce. ¿Ni cómopodría suceder de otra manera? Ninguno de losseres inanimados puede obrar en el verdadero sen-tido de esta palabra, así como entre los seres ani-mados ninguno obra realmente, excepto el hombre.Por consiguiente, el hombre produce actos de ciertaespecie. Pero como los actos del hombre mudan sincesar a nuestros ojos, y jamás hacemos idéntica-mente las mismas cosas; y como, por otra parte, losactos producidos por nosotros lo son en virtud deciertos principios, es claro que tan pronto como losactos mudan, los principios de estos, actos mudantambién, como lo hemos hecho ver en la compara-ción tomada de la geometría. El principio de la ac-ción, buena o mala, es la determinación, es la vo-luntad y todo lo que en nosotros obra según larazón. Pero la razón y la voluntad, que inspirannuestros actos, mudan también, puesto que noso-

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tros hacemos que muden nuestros actos con plenavoluntad. Por consiguiente, el principio y la determi-nación mudan como mudan aquéllos; es decir, queeste cambio es perfectamente voluntario. Por tanto,y como conclusión final, sólo de nosotros dependeel ser buenos o malos. «Pero, se dirá quizá, puestoque de mí sólo depende ser bueno, seré, si quiero,el mejor de los hombres». No, eso no es posiblecomo se imagina. ¿Por qué? Porque semejanteperfección no tiene lugar ni aun para el cuerpo.Podrá cuidarse o acicalarse el cuerpo cuanto sequiera, pero no por esto se conseguirá que sea elcuerpo más hermoso del mundo. Porque no basta elcuidado más esmerado, puesto que se necesita,además, que la naturaleza nos haya dotado de uncuerpo perfectamente bello y perfectamente sano.Con el esmero, el cuerpo aparecerá mejor, pero nopor eso será el mejor organizado entre todos losdemás. Lo mismo sucede respecto al alma. Paraser el más virtuoso de los hombres no basta querer-lo si la naturaleza no nos auxilia; pero se será mu-cho mejor, si hay esta noble resolución.

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Capítulo undécimoTeoría de la libertad en el hombre

Después de haber demostrado que la virtuddepende de nosotros, es preciso tratar del libre al-bedrío y explicar lo que es el acto libre y voluntario,porque tratándose de la virtud el libre albedrío es elpunto verdaderamente esencial. La palabra volunta-rio designa, absolutamente hablando, todo lo quehacemos sin vernos precisados por una necesidadcualquiera. Pero esta definición exige, quizá, que sela aclare por medio de algunas explicaciones. Elmóvil que nos hace obrar es, en general, el apetito.Pueden distinguirse tres especies de apetitos: eldeseo, la cólera y la voluntad. Indaguemos, en pri-mer lugar, si la acción a que nos obliga el deseo esvoluntaria o involuntaria. No es posible que seainvoluntaria. ¿Por qué? ¿Y de dónde nace esto?Todo lo que hacemos que no proceda de nuestralibre voluntad sólo lo hacemos por una necesidadque nos domina; y en todo lo que se hace por nece-sidad advertimos un cierto dolor como su resultado.El placer, por lo contrario, es una consecuencia delo que hacemos movidos por el deseo. Así, pues,las cosas que se hacen por el deseo no pueden ser

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involuntarias, por lo menos en este sentido, y antesbien son ciertamente voluntarias. Es cierto que aesta teoría podría oponerse la que se ha ideadopara explicar la intemperancia: " nadie, se dice,hace el mal por mero gusto, sabiendo que es el mal,y, por tanto, el intemperante incapaz de dominarse,sabiendo que lo que hace es malo, no por eso seabstiene de hacerlo, y es porque sigue el impulsode su deseo. No obra con una voluntad libre y se vearrastrado por una necesidad fatal.”

Refutaremos esta objeción con el mismo ra-zonamiento sentado más arriba. No, el acto queprovoca el deseo no es un acto necesario, porque elplacer es el resultado del deseo, y lo que se hacepor placer jamás nace de una necesidad inevitable.También se puede probar de otra manera que elhombre estragado obra con plena voluntad, porque,al parecer, no puede negarse que los hombres in-justos son injustos voluntariamente; es así que loshombres estragados son injustos y comenten unainjusticia; luego, el hombre corrompido, que no esdueño de sí mismo, comete voluntariamente losactos de intemperancia que ejecuta.

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Capítulo duodécimoContinuación de la refutación precedente

Hay otra objeción que se opone a nuestra te-oría, y con la que se intenta demostrar que la in-temperancia no es voluntaria. «El hombre templado,se dice, ejecuta los actos de templanza por un actopropio de su voluntad, porque se le estima por suvirtud, y la estimación sólo recae sobre actos volun-tarios. Pero si lo que se hace según el deseo naturales voluntario, todo lo que se hace contra este deseoes involuntario; es así que el hombre templado obracontra el deseo, luego se sigue de aquí que el tem-plado no es voluntariamente templado». Pero evi-dentemente éste es un error, pues que resulta quelo que se hace según el deseo tampoco es volunta-rio.

Un sistema del todo semejante se aplica a losactos que se refieren a la cólera, porque los mismosrazonamientos que valen respecto del deseo valenigualmente respecto a la cólera, y presentan lamisma dificultad, puesto que se puede ser templadoe intemperante en punto a la cólera.

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La última de las especies que hemos distin-guido entre los apetitos es la voluntad, y nos faltaindagar si es libre. Los hombres desarreglados y losintemperantes quieren hasta cierto punto los actosculpables a que se precipitan, y puede decirse, portanto, que tales hombres hacen el mal queriéndolo.Pero se objetará aún: nadie hace voluntariamente elmal sabiendo que es mal; es así que el intemperan-te, que sabe bien que lo que hace es malo, no obracon voluntad; luego, no es libre, y la voluntad tam-poco lo es. Con este precioso razonamiento se su-primen radicalmente el desorden y el hombre des-ordenado. Si el intemperante no es libre, no es re-prensible, pero el intemperante es reprensible; lue-go, obra voluntariamente; luego, la voluntad es libre.Por lo demás, como en todo esto aparecen razona-mientos contradictorios, será bueno explicar conmayor claridad qué es el acto voluntario y libre.

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Capítulo décimo terceroDefinición de la fuerza o violencia

Expliquemos, ante todo, lo que se entiendepor fuerza o violencia y por necesidad. La violenciase encuentra también en los seres inanimados. Asíse ve que a cada una de las cosas inanimadas seha señalado un sitio especial: por ejemplo, el lugardel fuego es lo alto, y el de la tierra lo bajo. Pero,empleando una especie de violencia, puede hacer-se que la piedra suba y que el fuego baje. Con másrazón es posible violentar al ser animado: por ejem-plo, se puede obligar a un caballo a que se separede la línea recta por donde corre, haciéndole quecambie la dirección y vuelva por donde vino. Y así,siempre que fuera de los seres existe una causaque los obliga a ejecutar lo que contraría su natura-leza o su voluntad, se dice que estos seres hacenpor fuerza lo que hacen. De otra manera, el hombredesarreglado que no se domina reclamará y sos-tendrá que no es responsable de su vicio, porquepretenderá que si comete la falta es porque se veforzado a ello por la pasión y el deseo. Ésta será,pues para nosotros la definición de la violencia y dela coacción: hay violencia siempre que la causa que

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obliga a los seres a hacer lo que hacen es exterior aellos; y no hay violencia desde el momento que lacausa es interior y que está en los seres mismosque obran.

Capítulo décimo cuartoDefinición de las ideas de necesidad y de lo ne-

cesario

El punto de las ideas de necesidad y de lonecesario es preciso decir que no se las puede apli-car indistintamente y a todas las cosas. Por ejem-plo, jamás se aplica a lo que hacemos por placer,porque sería un absurdo decir que uno se habíavisto forzado por el placer a seducir a la mujer de suamigo. Y así, la idea de la necesidad no es aplicableindistintamente a todas las cosas: sólo lo es a aque-llas que nos son exteriores: por ejemplo, sí algunose ha visto en la necesidad de sufrir cierto mal paraevitar otro mayor que amenazaba su fortuna. Eneste concepto yo mismo puedo decir: «Me veo for-zado, por precisión, a ir apresuradamente a mi casa

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de campo, que si tardara sólo encontraría arruinadami cosecha». He aquí los casos en que puede de-cirse que hay necesidad.

Capítulo décimo quintoDel acto voluntario

No pudiendo consistir el acto voluntario en unimpulso ciego, es preciso que proceda siempre delpensamiento; porque si el acto involuntario es elque se verifica por necesidad y por fuerza, es justoque añadamos, como tercera condición, que tienetambién lugar cuando no han mediado la reflexión yel pensamiento. Los hechos demuestran esta ver-dad. Cuando un hombre hiere, y, si se quiere, mataa otro, o comete un acto semejante sin ningunapremeditación, se dice que lo ha hecho contra suvoluntad, y esto prueba que se coloca siempre lavoluntad en un pensamiento previo. Así es cómo secuenta de una mujer que, habiendo dado a beber asu amante un filtro y habiéndose muerto éste de susresultas, fue ella absuelta por el Areópago ante el

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cual se la obligó a comparecer; y si el tribunal laabsolvió fue por el motivo sencillo de que no habíaobrado con premeditación. Esta mujer dio el brebajepor cariño, sólo que se equivocó completamente. Elacto no pareció voluntario, porque no dio el filtro conintención de matar a su amante. Aquí se ve que lovoluntario se da en lo que se hace con intención.

Capítulo décimo sextoDe la preferencia reflexiva

Nos resta aún por examinar si la preferenciareflexiva, que determina nuestra elección, debe o nopasar por un apetito. El apetito se encuentra en losdemás animales como en el hombre, pero la prefe-rencia que escoge no aparece en ellos. La causa deesto es que la preferencia va siempre acompañadade la razón, y de la razón no participa ningún otroanimal. De aquí podría concluirse que la preferenciano es un apetito. Pero, cuando menos, la preferen-cia ¿no es la voluntad? ¿O tampoco lo es? La vo-luntad puede aplicarse hasta a las cosas imposi-

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bles; por ejemplo, podemos querer ser inmortales.Pero nosotros no preferimos esto por efecto de unaelección reflexiva. Además, la preferencia no seaplica al objeto mismo que se busca, sino a los me-dios que conducen a él; por ejemplo, no puede de-cirse que se prefiere la salud, sino que se prefieren,entre las cosas, las que la procuran, como el paseo,el ejercicio, etc., y lo que queremos es el fin mismo,puesto que queremos la salud. Esta distinción nosindica, evidentemente, la profunda diferencia quehay entre la voluntad y la preferencia reflexiva quedecide de nuestra elección. La preferencia, como sunombre lo expresa claramente, significa que prefe-rimos tal cosa a tal otra; por ejemplo, lo mejor, a lomenos bueno. Cuando comparamos lo menos bue-no con lo mejor y tenemos libertad de elección, en-tonces puede decirse propiamente que hay prefe-rencia.

La preferencia no se confunde ni con el apeti-to ni con la voluntad. ¿Pero el pensamiento es, en elfondo, la preferencia? ¿0 bien la preferencia no estampoco el pensamiento? Pensamos e imaginamosuna multitud de cosas en nuestro pensamiento.Pero lo que pensamos, ¿puede ser también objetode nuestra preferencia y de nuestra elección? ¿Ono puede ser? Por ejemplo, pensamos muchas

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veces en los sucesos que pasan entre los indios; ¿ypodemos aplicar nuestra preferencia a esto comoaplicamos nuestro pensamiento? Por esto se ve quela preferencia no se confunde absolutamente con elpensamiento.

Puesto que la preferencia no se refiere aisla-damente a ninguna de las facultades del espírituque acabamos de enumerar y que son todos losfenómenos del alma, es necesario que la preferen-cia sea la combinación de algunas de estas faculta-des tomadas dos a dos. Pero como la preferencia ola elección se aplica. como acabo de decir, no al finmismo que se busca, sino a los medios que a élconducen; como, por otra parte, sólo se aplica acosas que sean posibles, y en los casos en queocurre la cuestión de saber si tal o cual cosa debeser escogida, es claro que es preciso pensar pre-viamente sobre estas cosas y deliberar sobre ellas,y solamente después que nos ha parecido preferibleuno de los dos partidos, y después de bien reflexio-nado, es cuando se produce en nosotros cierto im-pulso que nos lleva a ejecutar la cosa. Entonces,obrando de esta manera, podemos decir que obra-mos por preferencia.

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Luego, si la preferencia es una especie deapetito y de deseo precedido y acompañado de unpensamiento reflexivo, el acto voluntario no es unacto de preferencia. En efecto, hay una multitud deactos que hacemos con plena voluntad antes dehaber pensado y reflexionado en ellos. Nos senta-mos, nos levantamos y realizamos otras mil accio-nes voluntarias sin pensar ni remotamente en ellas,al paso que, visto lo que se acaba de decir, todoacto que se hace por preferencia siempre va acom-pañado de pensamiento. En este concepto, el actovoluntario no es un acto de preferencia, pero el actode preferencia siempre es voluntario; y si preferimoshacer tal o cual cosa después de una madura deli-beración, la hacemos con plena y entera voluntad.Legisladores ha habido, aunque en corto número,que han hecho la distinción entre el acto voluntario yel acto premeditado, formando con ellos distintasclases, e imponiendo penas menores por los actosde voluntad que por los de premeditación.

La preferencia sólo cabe en las cosas que elhombre puede hacer, y en los casos en que depen-de de nosotros obrar o no obrar, obrar de tal mane-ra o de tal otra, en una palabra, en todas las cosasen que puede saberse el porqué de lo que se hace.Pero el porqué o la causa no son absolutamente

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simples. En geometría, cuando se dice que el cua-drilátero tiene sus cuatro ángulos iguales a cuatroángulos rectos, y se pregunta el porqué, se respon-de: porque el triángulo tiene sus tres ángulos igua-les a dos rectos. En las cosas de este género, re-montándose a un principio determinado, al instantese sabe el porqué. Pero en los casos en que espreciso obrar y en que son posibles la elección y lapreferencia, no sucede lo mismo, porque ningunapreferencia es fija, si está determinada. Mas si sepregunta: ¿por qué habéis hecho eso? no se puedemenos de responder: porque no podía hacerlo deotra manera: o bien, porque tuve eso por mejor. Seescoge el partido que parece mejor sólo en vista delas circunstancias, porque éstas son las que nosdeciden a obrar. Además, en las cosas de estegénero es posible la deliberación para saber cómose debe obrar. Pero es muy distinto cuando se tratade cosas que se saben a ciencia cierta. No hayprecisión de deliberar para saber cómo se escribe elnombre de Arquicles, porque su ortografía lo dice, yse sabe positivamente cómo debe escribirse. Si enesto se comete una falta, no está en el espíritu:estará únicamente en el acto mismo de escribir. Yes que en todos los casos en que no cabe error enel espíritu no se delibera, y sólo en las cosas en que

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la manera cómo éstas deben de ser no está exac-tamente determinada es cuando puede tener lugarel error. Pero la indeterminación se encuentra entodas las cosas que el hombre puede hacer, y entodas aquellas en que puede ser la falta doble y endos sentidos diferentes. Nos engañamos en lascosas que tocan a la acción, y, por consiguiente,también en las cosas que se refieren a las virtudes.Fijos los ojos en la virtud, nos extraviamos, sin em-bargo, en los caminos que nos son naturales y co-nocidos. Entonces puede encontrarse la falta lomismo en el exceso que en el defecto, y podemosvernos arrastrados a uno o a otro de estos extremospor el placer o por el dolor. El placer nos arrastra aobrar mal, y el dolor a huir del deber y del bien.

Capítulo décimo séptimoContinuación de la teoría precedente

Añado a lo dicho que el pensamiento no separece en nada a la sensación. La vista no puedehacer absolutamente otra cosa que ver, ni el oído

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otra cosa que oír. Y así no cabe deliberación parasaber si es preciso oír o ver por el oído. En cuantoal pensamiento, es cosa muy distinta, porque puedehacer tal o cual cosa, y aquí tiene ya lugar la delibe-ración. Es posible engañarse en la elección de losbienes que no constituyen directamente el fin quese busca, porque con respecto al fin mismo todosestán perfectamente de acuerdo; por ejemplo, todoel mundo conviene en que la salud es un bien. Perocabe engaño con respecto a los medios que condu-cen a este fin, y así se pregunta si es bueno para lasalud comer o no comer tal o cual cosa. El placer yla pena son, principalmente, los que en estos casosnos hacen incurrir en equivocaciones y en faltas,porque huimos siempre de la última y corremos trasel primero.

Ahora que ya sabemos en qué y cómo sonposibles el error y la falta, es preciso que digamos aqué va unida y a qué aspira la virtud. ¿Es al finmismo? ¿Es sólo a las cosas que conducen a él?Por ejemplo: ¿es al bien mismo a que se aspira?¿O, simplemente a las cosas que contribuyen albien? Pero, ante todo, ¿qué es lo que toca hacer ala ciencia en este punto? ¿Pertenece a la ciencia dela arquitectura definir bien el fin que se propone alhacer una construcción? ¿O sólo le corresponde

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conocer los medios que conducen a este fin? Fijobien éste, que no es otro que el de hacer una casasólida, sólo al arquitecto toca procurar y encontrartodo lo que se necesita para realizar su obra. Lamisma observación puede hacerse respecto a todaslas demás ciencias.

Lo mismo deberá suceder respecto a la vir-tud; es decir, que su verdadero objeto será ocupar-se del fin que debe constantemente proponersecomo bueno y como posible, más bien que de losmedios que conducen a este fin. Sólo el hombrevirtuoso sabe procurar y encontrar lo que constituyeeste fin, y lo que debe hacer para alcanzarlo. Es,pues, muy natural que la virtud se proponga este fin,que es propio de ella, en todas estas cosas en queel principio de lo mejor es, a la vez, el que puederealizarlo y el que puede proponerlo. Por consi-guiente, la virtud es lo mejor que hay en el mundo,porque por ella se hace todo lo demás y porque esla que contiene el principio de todo. Las cosas quecontribuyen al fin que uno se propone están sólohechas para este fin. Por el contrario, el fin mismorepresenta, en cierta manera, el principio en vistadel cual se hacen las demás cosas en la medida enque cada una de ellas se relaciona con aquél. Asíse verifica respecto a la virtud, puesto que siendo el

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principio mejor y la mejor causa, aspira al fin mismocon preferencia a las cosas secundarias que condu-cen a él.

Capítulo décimo octavoEl verdadero fin de la virtud es el bien

El verdadero fin de la virtud es el bien, y lavirtud aspira más a este fin que a las cosas que lodeben producir mediante a que estas cosas mismasforman parte de la virtud. Por verdadera que seaesta teoría, si se intentara generalizarla, podría lle-gar a ser absurda; por ejemplo, en pintura podríaser uno un excelente copista, sin merecer por estola menor alabanza, a no ser que se dedicara exclu-sivamente a hacer copias perfectas. Pero lo propiode la virtud, hablando absolutamente, es proponer-se siempre el bien. «Más, se dirá quizá: ¿no habéissentado antes que el acto vale más que la virtudmisma? ¿Por qué ahora concedéis a la virtud comosu más preciosa condición, no lo que produce elacto, sino aquello en lo que no cabe acto posible?»

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Sin duda, lo dijimos, y ahora repetimos lo mismo. Sí,el acto es mejor que la simple facultad. Al observara un hombre virtuoso, sólo podemos juzgarle porsus acciones, porque es imposible ver directamentela intención, que pueda tener. Si pudiéramos siem-pre conocer en los pensamientos de nuestros seme-jantes su relación con el bien, el hombre virtuosonos aparecería tal como es, sin tener necesidad deobrar.

Puesto que hemos enumerado, al hablar delas pasiones, algunos de los medios que constitu-yen la virtud, es preciso que digamos a cuáles deaquéllas se aplican estos medios.

Capítulo décimo novenoDel valor

Por lo pronto, hallándose el valor en relacióncon la audacia y con el miedo, es bueno saber conqué especies de miedo y de audacia se relaciona.El que teme perder su fortuna, ¿es un cobarde sólo

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por este hecho? Y si uno se manifiesta firme cuandole ocurre una pérdida de dinero, ¿es por esto unhombre valiente? Más aún: ¿basta que uno tengamiedo o que se mantenga firme en una enfermedadpara decir que en un caso es cobarde y que en otroes valiente? El valor no consiste en estas dos cla-ses de miedo y de serenidad. Tampoco consiste endespreciar el rayo y los truenos, y todos los demásfenómenos terribles que están fuera del alcancehumano. Despreciarlos no es ser valiente; es ser unloco. Y así, el verdadero valor se manifiesta sólocuando recae sobre cosas respecto de las que eslícito al hombre tener miedo y audacia; y entiendopor tales las cosas que la mayor parte o todos loshombres temen. El que permanece firme en talessituaciones es un hombre de valor.

Sentado esto, como el hombre puede ser va-liente de mil maneras, es necesario averiguar antetodo en que consiste precisamente el ser valiente.Hay hombres valientes por hábito, como lo son lossoldados, porque saben por experiencia que en tallugar, en tal momento y en tal situación no se vaabsolutamente a correr ningún peligro. El hombreque cuenta con todas estas seguridades y que poreste motivo espera los enemigos a pie firme, no poresto es valiente, porque si no se reunieran todas las

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condiciones que en tales casos se requieren, nosería capaz de esperar al enemigo. Por consiguien-te, no se deben llamar valientes los que lo son porefecto del hábito y la experiencia. Y así, Sócrates notuvo razón para decir que el valor es una cienciaporque la ciencia no se hace tal sino adquiriendo laexperiencia de ella por el hábito. Pero nosotros nollamamos valientes a los que sólo arrostran los peli-gros por efecto de su experiencia, ni ellos mismosse atreverían a darse este nombre. Por consiguien-te, el valor no es una ciencia. Puede uno hasta servaliente por lo contrario de la experiencia. Cuandono se sabe por la experiencia personal lo que puedesuceder, puede uno estar al abrigo del temor, acausa de su inexperiencia; y, ciertamente, tampocopuede tenerse por valientes a los de esta clase. Hayotros que parecen valientes por la pasión que losanima: por ejemplo los amantes, los entusiastas,etcétera. Tampoco son estos hombres de valor,porque si se les arranca la pasión de que estándominados, cesan en el acto de ser valientes. Elhombre de verdadero valor debe ser siempre valien-te. Ésta es la razón porque no se atribuye valor alos animales. Por ejemplo, no se puede decir quelos jabalíes son valientes, porque se defienden lle-nos de irritación a causa de las heridas que reciben.

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El hombre valiente no puede serlo bajo la influenciade la pasión.

Hay otra especie de valor que podría llamarsesocial y político. Vemos hombres que arrostran lospeligros por no tener que ruborizarse ante sus con-ciudadanos, y se nos presentan como si tuvieranvalor. Puedo invocar aquí el testimonio de Homerocuando hace decir a Héctor: «Polidamas por depronto me llenará de injurias».

Y el bravo Héctor ve así en su interior un mo-tivo para combatir. Tampoco en nuestra opinión eséste el verdadero valor, y una misma definición nopodría aplicarse a todas estas clases de valor.Siempre que suprimiendo un cierto motivo que haceobrar, el valor cesa, no puede decirse que el queobra por este motivo sea, en realidad, valiente. Enfin, otros parece que tienen valor por la esperanzade algún bien que esperan; éstos tampoco son va-lientes, puesto que sería un absurdo llamar valien-tes a los que sólo lo son de cierta manera y en cir-cunstancias dadas. Por consiguiente, en nada de loque va dicho se encuentra el valor.

¿Quién es, en general, el hombre verdade-ramente valeroso? ¿Cuál es el carácter que debetener? Para decirlo en una palabra, el hombre va-

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liente es el que no lo es por ninguno de los motivosque quedan expresados, sino porque es de suyosiempre valiente, ya le observé alguno, ya nadie levea. Esto no quiere decir que el valor aparezca ab-solutamente sin pasión y sin motivo, sino que espreciso que el impulso nazca de la razón, y que elmóvil sea el bien y el deber. El hombre que, guiadopor la razón y por el deber, marcha al peligro sintemerle, este hombre es valiente, y el valor exigeprecisamente estas condiciones. Pero no debe en-tenderse que el hombre valiente carezca de miedoen el sentido de no experimentar accidentalmente lamenor emoción de temor. No es ser valiente el notemer absolutamente nada, porque si tal cosa pu-diera admitirse, vendríamos a parar en que las pie-dras y las cosas inanimadas son valientes. Paratener verdaderamente valor, es preciso saber temerel peligro y saber arrostrarle, porque si se arrostrasin temerlo, ya no se es valiente. Además, como yadijimos arriba, al dividir las especies de valor, ésteno se aplica a todos los temores ni a todos los peli-gros; sólo se aplica directamente a los que puedenamenazar la vida. Tampoco el verdadero valor tienelugar en un tiempo cualquiera, ni en cualquier caso,sino en aquellos lances en que los temores y lospeligros son inminentes, ¿Será uno valiente, por

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ejemplo, por temer un peligro que no pueda verifi-carse hasta año después? Muchas veces se cuentauno seguro porque ve el peligro lejano, y se muerede miedo cuando está cerca.

Tal es la idea que nos formamos del valor ydel hombre verdaderamente valiente.

Capítulo vigésimoDe la templanza

La templanza ocupa el medio entre el des-arreglo y la insensibilidad en punto a placeres. Latemplanza, como en general todas las virtudes, esuna excelente disposición moral, y una excelentedisposición sólo puede aspirar a lo excelente. Loexcelente en este género es el medio entre el exce-so y el defecto. Los dos extremos contrarios noshacen igualmente reprensibles, y lo mismo pecamoscayendo en el uno que en el otro. Puesto que lomejor es el medio, la templanza ocupará el medioentre el desarreglo y la insensibilidad, y será el

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término medio entre estos extremos. Pero si la tem-planza se refiere a los placeres y a las penas, no seaplica ni a todas las penas ni a todos los placeres,porque no aparece indistintamente en todos loscasos en que las unas o los otros se producen. Yasí, por tener el placer de ver un cuadro, una esta-tua, o cualquier otro objeto análogo, no merecerá elque lo haga el título de intemperante y desarregla-do. Lo mismo sucede con respecto a los placeresdel oído o del olfato. ¿Pero puede tener lugar conrespecto a los placeres del tacto o del gusto? Noserá templado con respeto a los placeres un hom-bre, ni aun respecto de estos placeres particulares,porque no experimente emoción bajo la influenciade ninguno de ellos, porque entonces sería unhombre insensible. Pero será templado si, sintiéndo-la, no se deja dominar por ellos hasta el punto dedespreciar todos sus deberes por el ansia de gozar-los con exceso; y la verdadera templanza consistiráen permanecer prudente y moderado únicamentepor el motivo de que se debe ser, porque si se abs-tiene de todo exceso en estos placeres, por temor opor otro sentimiento análogo, esto ya no se llamatemplanza. Fuera del hombre, jamás diremos de losanimales que son templados, porque no poseen larazón, que podría servirles para distinguir y escoger

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lo que es bueno; y toda virtud se aplica al bien ysólo con el bien tiene relación. En resumen, puededecirse que la templanza se refiere a los placeres ya las penas, pero sólo a los que nos pueden dar lossentidos del tacto y del gusto.

Capítulo vigésimo primeroDe la dulzura

En seguida de lo dicho podemos hablar de ladulzura, y mostrar lo que es y en qué consiste. Di-gamos, ante todo, que la dulzura es un medio entreel arrebato, que conduce siempre a la cólera, y laimpasibilidad que no puede nunca llegar a sentirla.Ya hemos visto que todas las virtudes, en general,son medios. Esta teoría fácilmente podría probarsesi hubiera necesidad de hacerlo, y bastaría, al efec-to, fijarse en que en todas las cosas lo mejor ocupael medio, que la virtud es la mejor disposición, y quesiendo lo mejor el medio, la virtud es, por consi-guiente el medio. La exactitud que de esta observa-ción será tanto más evidente cuanto más se la

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compruebe en cada caso particular. El hombre iras-cible es el que se irrita contra todo el mundo en todocaso y más allá de los límites debidos. Es una dis-posición muy reprensible, porque no conviene irri-tarse contra todo el mundo, ni por todas las cosas,ni de todas maneras, ni siempre; lo mismo que noconviene tampoco no irritarse jamás, por ningúnmotivo, ni contra nadie. Este exceso de impasibili-dad es tan reprensible como el otro. Pero si uno sehace reprensible por incurrir en exceso o en defec-to, el que sabe permanecer en el verdadero medioes, a la vez, dulce y digno de alabanza. No es posi-ble aprobar el carácter del que experimenta muyvivamente el sentimiento de la cólera, ni el del queapenas lo siente; pero se llama verdaderamentedulce al que sabe mantenerse en lo justo entre es-tos dos extremos. Así, pues, la dulzura es el medioentre las pasiones que acabamos de describir.

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Capítulo vigésimo segundoDe la liberalidad

La liberalidad es el medio entre la prodigali-dad y la avaricia, dos pasiones que tienen por obje-to el dinero. El pródigo es el que gasta en cosas queno debe, más que debe y cuando no debe. El avaro,al contrario del pródigo, es el que no gasta en lo quedebe, ni lo que debe, ni cuando debe. Ambos sonigualmente reprensibles. El uno cae en un extremopor falta, el otro en el opuesto por exceso. El hom-bre verdaderamente liberal, puesto que merecealabanza, ocupa el medio entre estos dos; y el libe-ral es el que gasta en las cosas que es preciso, loque es preciso y cuando es preciso.

Por otra parte, hay más de una especie deavaricia, y entre las personas liberales es precisodistinguir los que llamamos cicateros, capaces dedividir un grano de anís en dos partes; los avarien-tos, que no retroceden jamás tratándose de ganan-cias vergonzosas, y los tacaños, que exageran acada momento hasta sus menores gastos. Todosestos matices están comprendidos en la denomina-ción general de la avaricia, porque el mal tiene unainfinidad de especies, mientras que el bien no tiene

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más que una; por ejemplo, la salud es simple, y laenfermedad viste mil formas. Lo mismo sucede conla virtud, que es simple, mientras que el vicio esmúltiple, y así todos los que acabamos de señalarson indistintamente reprensibles en punto a dinero.¿Pero el hombre liberal debe adquirir y amontonarriquezas? ¿O debe desentenderse de este cuidado?Las demás virtudes están en el mismo que ésta; nocompete, por ejemplo, al valor fabricar armas, por-que esto es objeto de otra ciencia, pero al valorcorresponde cogerlas para servirse de ellas. Lomismo sucede con la templanza y con las demásvirtudes sin excepción. No es a la liberalidad quetoca adquirir dinero; este cuidado corresponde a laciencia de la riqueza o crematística.

Capítulo vigésimo terceroDe la grandeza de alma

La grandeza de alma es una especie de me-dio entre la insolencia y la bajeza. Se refiere alhonor y al deshonor; pero no al honor de que juzga

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el vulgo, sino a aquel del que son únicos jueceshombres de bien, y el cual es al que atiende lagrandeza del alma. Los hombres de bien que cono-cen las cosas y las aprecian en su justo valor con-cederán su estimación al, que merezca semejantehonor; y el magnánimo preferirá siempre la estima-ción ilustrada de un corazón que sabe cuán verda-deramente estimable es el suyo. Pero el magnáni-mo no aspira a los honores sin distinción; sólo sefijará en el más elevado, y ambicionará este precio-so bien, con el único fin de que pueda elevarle has-ta la altura de un principio. Los hombres desprecia-bles y viciosos, que, creyéndose ellos mismos dig-nos de los mayores honores, miden por su propiaopinión la consideración que exigen, son los quepueden llamarse insolentes. Por lo contrario, los queexigen menos que lo que se les debe de justiciaprueban tener un alma mezquina. Entre estos dosextremos ocupa el medio el que no exige para símenos honores de los que le corresponden, ni quie-re mas de los que merece, ni pretende tampocomonopolizarlos. Éste es el magnánimo y, repito, lagrandeza de alma es el medio entre la insolencia yla bajeza.

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Capítulo vigésimo cuartoDe la magnificencia

La magnificencia es el medio entre la osten-tación y la mezquindad. Se refiere a los gastos queun hombre colocado en alta posición debe saberhacer. El que gasta cuando no debe gastar, es fas-tuoso y pródigo; por ejemplo, si a simples convida-dos que contribuyen con su escote a la comida seles trata como si fueran convidados para una boda,será una ostentación y un fausto ridículo, porque sellama ostentación hacer alarde de su fortuna enocasiones en que no debería hacerse. La mezquin-dad, que es el defecto contrario al fausto, consisteen no saber gastar con grandeza cuando conviene,o bien cuando, resuelto uno a hacer grandes gas-tos, por ejemplo, con ocasión de una oda o de unaceremonia pública, los regatea y no los hace de unamanera conveniente. Esto se llama ser mezquino.Se comprende perfectamente que la magnificenciaes tal como nosotros la describimos, aunque no seamás que por el nombre que lleva; pues porque,cuando llega la ocasión, hace las cosas en grande ycual conviene hacerlas, recibe con razón el nombre

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con que se la conoce. Y así, la magnificencia, pues-to que es laudable, es un cierto medio entre el ex-ceso y el defecto en los gastos, según las circuns-tancias en que conviene hacerlos. A veces se quie-re hacer distinción entre los rasgos de magnificen-cia: por ejemplo, hablando de su sujeto, se dice: "marcha magníficamente". Pero éstas y otras diver-sas acepciones sólo descansan en una metáfora, yentonces no se emplea esta palabra en su sentidoespecial. Hablando con propiedad, no hay en estoscasos verdadera magnificencia, porque sólo se en-cuentra en los límites en que nosotros la hemosencerrado.

Capítulo vigésimo quintoDe la indignación que inspira el sentimiento de

la justicia

La justa indignación, en griego némesis,es el medio entre la envidia, que se desconsuela alver la felicidad ajena, y la alegría malévola, que seregocija con los males de otro. Ambos son senti-

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mientos reprensibles, y sólo el hombre que se in-digna con razón debe merecer nuestra alabanza. Lajusta indignación es el dolor que se experimenta alver la fortuna de alguno que no la merece; y el co-razón que se indigna justamente es el que siente laspenas de este género. Recíprocamente, se indignatambién al ver sufrir a alguno, una desgracia nomerecida. He aquí lo que es la justa indignación y lasituación del que se indigna justamente. El envidio-so es todo lo contrario en cuanto está pesarososiempre de ver la prosperidad de otro, merézcala ono la merezca. Como el envidioso, el malévolo, quese regocija con el mal, se considera feliz al ver lasdesgracias de los demás, sea o no ésta merecida.El hombre que se indigna en nombre de la justiciano se parece en nada ni a uno ni a otro, y ocupa elmedio entre estos dos extremos.

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Capítulo vigésimo sextoDe la dignidad y del respeto de sí mismo en las

relaciones sociales

La gravedad y el respeto de sí mismo ocupanel medio entre la arrogancia, que sólo parece con-tenta consigo misma, y la complacencia, que indife-rentemente se acerca a todo el mundo. La gravedadse aplica a las relaciones sociales. El arroganteevita mucho el trato de las gentes y se desdeña dehablar a los demás. El nombre mismo que se le daen griego parece que viene de su manera de ser. Elarrogante es, en cierta manera, autoades, es decir,contento de sí mismo, y se le llama así porque segusta mucho a sí mismo. El complaciente es el quese acomoda a toda clase de personas, bajo todaslas relaciones y en todas las circunstancias. Ningu-no de estos caracteres es digno de alabanza. Peroel hombre que se presenta digno y grave es dignode estimación, porque ocupa el medio entre estosextremos; no se acerca a todo el mundo y sólo bus-ca los que son dignos de su trato. Tampoco huye detodo el mundo, y sí sólo de aquellos que merecenbien que se huya de trabar relaciones con ellos.

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Capítulo vigésimo séptimoDe la modestia

La modestia es un medio entre la impruden-cia, que no respeta nada, y la timidez, que ante todose detiene. La modestia se muestra en las accionesy en las palabras. El imprudente es el que todo lodice y todo lo hace en todas situaciones, delante detodo el mundo, y sin ningún miramiento. El hombretímido y embarazado, que es lo contrario de éste, esel que toma toda clase de preocupaciones paraobrar y para hablar con todo el mundo y en todoslos negocios; se siente siempre como trabado eimpedido, y no sirve para nada. La modestia y elhombre modesto ocupan el medio entre estos ex-tremos. El modesto sabrá guardarse, a la vez, dedecirlo y hacerlo todo, y en todas ocasiones, comoel imprudente, así como de desconfiar siempre y detodo, según hace el tímido, que con tanta facilidadse desalienta. Así, el hombre modesto sabrá hacery decir las cosas dónde, cómo y cuándo convienehacerlas y decirlas.

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Capítulo vigésimo octavoDe la amabilidad

La amabilidad es el medio entre la chocarrer-ía y la rusticidad, y tiene relación con la burla y lagracia. El bufón o chocarrero es el que se imaginaque puede mofarse de todo y de todas maneras. Larusticidad, por lo contrario, es el defecto del quecree que jamás debe burlarse de nadie, y que seincomoda si se burlan de él. La verdadera amabili-dad está entre estos dos extremos; no se burla ni detodo ni siempre, al paso que se mantiene lejos deuna grosería rústica. Por lo demás, la amabilidadpuede presentarse bajo dos fases; sabe, a la vez,divertirse con mesura y soportar, en caso contrario,las chanzonetas de los demás. Tal es el hombreverdaderamente amable, y tal la verdadera amabili-dad que da lugar fácilmente al gracejo.

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Capítulo vigésimo novenoDe la amistad

La amistad sincera es el medio entre la adu-lación y la hostilidad, y se muestra en los actos y enlas palabras. El adulador es el que concede a losdemás más de lo que conviene y más de lo quetienen. El enemigo es el que niega las dotes eviden-tes que posee la persona que aborrece. Excusadoes decir que ninguno de estos dos caracteres mere-ce alabanza. El amigo sincero ocupa el verdaderomedio; no añade nada a las buenas cualidades quedistinguen a aquel de quien se habla, ni le alaba porlas que no tiene, pero tampoco las rebaja, ni secomplace jamás en contradecir su propia opinión.Tal es el amigo.

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Capítulo trigésimoDe la veracidad

La veracidad es el medio entre el disimulo yla jactancia. Sólo afecta a las palabras, y no indistin-tamente a todas. El jactancioso es el que finge y sealaba de tener más de lo que tiene o de saber loque no sabe. El hombre disimulado es lo contrario;porque el que disimula finge tener menos que tiene,niega saber lo que sabe, oculta lo que sabe. Elhombre verídico no hace ni lo uno, ni lo otro. Nofingirá tener más ni menos de lo que tiene, sino quedirá francamente lo que tiene, así como dirá lo quesabe.

Que sean éstas o no verdaderas Virtudes, esuna cuestión distinta, pero es evidente que haytérminos medios en los caracteres que acabamosde bosquejar, puesto que cuando se guardan y serespetan estos límites en la conducta, merece elo-gios el que así lo hace.

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Capítulo trigésimo primeroDe la justicia

Réstanos ahora hablar de la justicia y explicarlo que es, en qué individuos se encuentra y a quéobjeto se aplica.

Ante todo, si estudiamos la naturaleza mismade lo justo, reconoceremos que es de dos clases.La primera es lo justo, según la ley, y en este senti-do se llaman justas las cosas que la ley ordena. Laley prescribe, por ejemplo, actos de valor, actos deprudencia y, en general, todas las acciones quereciben su denominación conforme a las virtudesque las inspiran. Por esta razón se dice también,hablando de la justicia, que es una especie de virtudcompleta. En efecto, si los actos que la ley ordenason actos justos y la ley sólo ordena los actos queson conformes con todas las diferentes virtudes, sesigue de aquí que el hombre que observa escrupu-losamente la ley y que ejecuta las cosas justas queella consagra es completamente virtuoso. Por con-siguiente, repito que el hombre justo y la justicia senos presentan como una especie de virtud perfecta.He aquí una primera especie de justicia, que consis-

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te en los actos, y que se aplica a, las cosas queacabamos de referir.

Pero no es esto, por completo, lo justo ni todala justicia que buscamos. En todos los actos dejusticia, comprendidos tal como la ley los compren-de, el individuo que los realiza puede ser justo ex-clusivamente para sí mismo y frente a frente de símismo, puesto que el prudente, el valiente, el tem-plado sólo tienen estas virtudes para sí y no salende sí mismos. Pero lo justo que se refiere a otro esmuy diferente de lo justo tal como resulta de la ley,porque no es posible que el justo, que lo es relati-vamente a los demás, sea justo para sí sólo. Heaquí, precisamente, lo justo y la justicia que quere-mos conocer y que se aplican a los actos que aca-bamos de indicar. Lo justo que lo es relativamente alos demás, es, para decirlo en una sola palabra, laequidad, la igualdad; y lo injusto es la desigualdad.Cuando uno se atribuya sí mismo una parte de bienmás grande o una parte menos grande de mal, hayiniquidad, hay desigualdad; y entonces creen losdemás que aquél ha cometido y que ellos han sufri-do una injusticia. Si la injusticia consiste en la des-igualdad, es una consecuencia necesaria que lajusticia y lo justo consistan en la igualdad perfectaen los contratos. Otra consecuencia es que la justi-

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cia es un medio entre el exceso y el defecto, entrelo demasiado y lo demasiado poco. El que cometela injusticia tiene, gracias a la injusticia misma, masde lo que debe tener; y el que la sufre, por lo mismoque la sufre, tiene menos de lo que debe tener.

El hombre justo es el que ocupa el medio en-tre estos extremos. El medio o, lo que es lo mismo,la mitad, es igual; de tal manera que lo igual entre lomás y lo menos es lo justo, y el hombre justo es elque en sus relaciones con los demás sólo aspira ala igualdad. La igualdad supone, por lo menos, dostérminos. La igualdad, en tanto que es relativa a losdemás, es lo justo, y el hombre verdaderamentejusto es el que acabo de describir y que no quieremás que la igualdad.

Consistiendo la justicia en lo justo, en lo igualy en un cierto medio, lo justo sólo puede ser lo justoentre ciertos seres, lo igual no puede ser igual sinopara ciertas cosas, y el medio sólo puede ser elmedio también entre ciertas cosas. De aquí se de-duce que la justicia y lo justo son relativos a ciertosseres y a ciertas cosas. Además, siendo lo justo loigual, lo igual proporcional o la igualdad y propor-cional será también lo justo. Una proporción exige,por lo menos, cuatro términos, y, para formularla, es

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preciso decir, por ejemplo: A es a B como C es a D.Otro ejemplo de proporción: el que posee muchodebe contribuir con mucho a la masa común, y elque posee poco debe contribuir con poco. Recípro-camente, resulta una proporción igual diciendo queel que ha trabajado mucho, reciba mucho salario, yel que ha trabajado poco reciba poco. Lo que eltrabajo mayor es al menor, es también lo mucho a lopoco, y el que ha trabajado mucho está en relacióncon lo mucho, lo mismo que el que ha trabajadopoco está en relación con lo poco.

Ésta es la regla de proporción, relativa a lajusticia, que parece haber querido aplicar Platón ensu República: «El labrador - dice- produce trigo, elarquitecto construye la casa, el tejedor teje el vesti-do el zapatero hace el calzado. El labrador da eltrigo al arquitecto, y, a su vez, éste le da la casa; lasmismas relaciones existen entre los demás ciuda-danos que cambian lo que poseen con lo que pose-en otros». He aquí cómo se establece la proporciónentre ellos. Lo que es el labrador respecto al arqui-tecto, el arquitecto lo es recíprocamente respecto allabrador. La misma relación tiene lugar con el teje-dor, el zapatero y con todos los demás, entre loscuales subsiste siempre la misma proporción. Estaproporción es precisamente la que constituye y

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mantiene los vínculos sociales; y en este sentido hapodido decirse que la justicia es la proporción, por-que lo justo es lo que conserva las sociedades, y lojusto se confunde e identifica con lo proporcional.

Pero el arquitecto daba a su obra un valormayor que el zapatero, y era difícil que el zapateropudiese cambiar su obra con la del arquitecto, pues-to que no podía hacerse con una casa en lugar delcalzado. Entonces se imaginó un medio de hacertodas estas cosas vendibles, y se resolvió, en nom-bre de la ley, que sirviera de intermediario en todaslas ventas y compras posibles cierta cantidad dedinero, que se llamó moneda, en griego nomisma,del carácter legal que tiene, y para que, entregán-dose en todos los tratos los unos a los otros unacantidad en relación con el precio de cada objeto,se pudiese hacer toda clase de cambios y mantenerpor este medio el vínculo de la asociación política.Consistiendo lo justo en estas relaciones y las de-más de que he hablado arriba, la justicia, que enla-za estas relaciones, es la virtud que pone al hombreen el caso de practicar espontáneamente todas lascosas de este orden con una intención perfectamen-te reflexiva y de conducirse como se acaba de veren todos estos casos.

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También puede decirse que la justicia es eltalión; pero no en el sentido en que lo entendían lospitagóricos. Según éstos, lo justo consistía en que elofensor sufriera el mismo daño que había hecho alofendido. Esto no es posible respecto de todos loshombres sin excepción. La relación de lo justo no esla misma la del sirviente al hombre libre, que la delhombre libre al sirviente; el sirviente que golpea alhombre libre no debe recibir, en recta justicia, tantosgolpes como él dio; debe recibir más, puesto que eltalión no es justo sin la regla de proporción. Tantocomo el hombre libre es superior al esclavo, otrotanto el talión debe diferenciarse del acto que dalugar a él. Y añado que, en ciertos casos, la mismadiferencia debe haber tratándose de dos hombreslibres. Si uno ha sacado un ojo a otro, no es justocontentarse con sacar un ojo al ofensor; porque espreciso que su castigo sea mayor conforme a laregla de proporción, puesto que el ofensor fue elprimero que atacó y cometió el delito. En estos dosconceptos se ha hecho culpable, y por consiguientela proporcionalidad exige que, siendo los delitosmás graves, el culpable sufra también un mal mayorque el que ha hecho.

Pero como lo justo puede entenderse en mu-chos sentidos, es preciso determinar de qué espe-

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cie de justicia debemos ocuparnos aquí. Hay, cier-tamente, se dice, relaciones de justicia entre el sir-viente y el amo, y entre el hijo y el padre, y lo justoen estas relaciones parece a los que lo reconocensinónimo de justicia civil y política, porque lo justoque estudiamos aquí es la justicia política. Yahemos visto que la justicia civil consiste principal-mente en la igualdad; los ciudadanos son comoasociados que deben mirarse como semejantes enel fondo por su naturaleza, y sólo diferentes por sumanera de ser. Pero se hallará que no hay relacio-nes de justicias posibles del hijo al padre y del es-clavo al dueño, como no las hay respecto de mímismo con mi pie, ni con mi mano, ni con ningunaotra parte de mi cuerpo. Ésta es la posición del hijorespecto de su padre, puesto que el hijo no es, encierta manera más que una parte del padre, y sólocuando ha adquirido el valor y conquistado el rangode un hombre, haciéndose por esta razón indepen-diente, es cuando se hace igual del padre y su se-mejante, relaciones que los ciudadanos tratansiempre de establecer entre sí. Por la misma razón,y mediando relaciones casi iguales, tampoco cabeverdadera justicia del esclavo al dueño, porqueaquél es una parte de su señor, y si cabe algúnderecho y alguna justicia respecto de él, será la

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justicia de la familia, que podría llamarse justiciaeconómica. Pero aquí no buscamos esta justicia;estudiamos únicamente la justicia política y civil, y lajusticia política consiste exclusivamente en la igual-dad y en la completa semejanza. Lo justo en la aso-ciación del marido y de la mujer se aproxima muchoa la justicia política. La mujer, sin duda, es inferior alhombre, pero su relación con éste es más íntimaque la del hijo y la del esclavo, y está más próximaa ser de igual condición que su marido. Y así, suvida común se aproxima a la asociación política, y,por consiguiente, la justicia de la mujer respecto asu esposo es, en cierta manera, más política queninguna de las que acabamos de indicar.

Dado el punto de vista en que nos hemos co-locado, y encontrándose lo justo en la asociaciónpolítica, se sigue de aquí que las ideas de la justiciay del hombre justo se refieren especialmente a lajusticia política. Entre las cosas que se llaman jus-tas, unas lo son por la naturaleza y otras por la ley.Pero no se crea que estos dos órdenes de cosasson absolutamente inmutables, puesto que las co-sas mismas de la naturaleza están también sujetasal cambio. Me explicaré por medio de un ejemplo. Sinos proponemos servirnos de la mano izquierda,nos haremos ambidextros, y, sin embargo, la natu-

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raleza procuraría siempre que hubiera una manoizquierda. Jamás podremos impedir que la manoderecha valga más que ella, por más que hagamospara que la izquierda haga las cosas tan bien comola derecha. Pero sería un error deducir del hecho deque podemos hacer las dos manos igualmente de-rechas, que no hay una tendencia determinada porla naturaleza para la una y para la otra, y como laizquierda subsiste izquierda más ordinariamente ypor más tiempo, y la derecha subsiste igual- mentederecha, se dice que esto es una cosa natural.

Esta observación se aplica exactamente a lascosas justas por naturaleza, a la justicia natural; yporque lo justo de esta clase pueda mudar algunasveces para nuestro uso, no por eso deja de ser justopor naturaleza. Lejos de esto, subsiste justo, porquelo que subsiste justo en el mayor número de casoses evidentemente lo justo natural. La justicia queestablecemos y sancionamos en nuestras leyes estambién la justicia, pero la llamamos justicia segúnla ley, justicia legal. Lo justo, según la naturaleza,es, sin contradicción, superior a lo justo, según laley que hacen los hombres. Pero lo justo que bus-camos en este momento es la justicia política y civil,y la justicia política es la que está hecha por la ley, yno por la naturaleza.

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Lo injusto y el acto injusto, al parecer, se con-funden, pero es preciso distinguirlos. Lo injusto estádeterminado exactamente por la ley; por ejemplo, esinjusto no entregar el depósito qué se nos ha con-fiado. El acto injusto se extiende a más, y consisteen hacer en realidad una cosa injustamente. Lamisma diferencia hay entre el acto justo y lo justo.Lo justo es también lo que está determinado en laley; y el acto justo consiste en hacer realmente co-sas justas.

¿Cuándo es justo un acto? ¿Cuándo no loes? Para decirlo en pocas palabras, un acto es justocuando se hace con reflexiva intención y enteralibertad. Ya he dicho antes lo que debe entendersepor un acto libre y voluntario. Cuando se tiene encuenta a quién, en qué tiempo y por qué se hace loque se hace, entonces se practica verdaderamenteun acto justo; y, recíprocamente será también hom-bre injusto el que sabe a quién, cuándo y por quéhace lo que hace. Cuando, sin saberlo y sin ningunade estas condiciones se hace alguna cosa injusta,entonces no es el hombre verdaderamente injusto;es, simplemente un desgraciado. Por ejemplo, sicreyendo matar a un enemigo mata a su padre,comete un acto injusto, pero no por esto ha cometi-do un crimen, porque sólo es una desgracia. Tam-

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poco se comete realmente injusticia, aun haciendoun acto injusto, cuando se obra con completa igno-rancia, y no se sabe ni a quién, ni cómo, ni por quése ha causado el daño. Bueno será explicar conprecisión esta ignorancia, y cómo puede sucederque, ignorando completamente la persona a quiense daña, no sea una culpable. He aquí dentro dequé límites encerramos esta ignorancia. Cuandoella es causa directa de la acción que se ha hecho,esta acción no es voluntaria, y, por consiguiente, noes uno culpable. Pero cuando, por lo contrario, esuno mismo causa de esta ignorancia, y se ha hechoalguna cosa que es resultado de esta ignorancia,como ésta es la única causa, entonces es uno cul-pable, y con razón se considera a uno causa deldelito y se le exige la responsabilidad. Esto sucedeen el caso de la embriaguez. Los hombres que es-tando ebrios hacen algún mal son culpables, porqueellos mismos son causa de su ignorancia. Libreseran de no beber, hasta el punto de desconocer asu padre y golpearle. Lo mismo sucede en todos losdemás casos de ignorancia, cuando uno mismo esla causa de ella. Los que hacen el mal como resul-tado de estas obcecaciones voluntarias, son injus-tos y culpables. Pero, respecto a la ignorancia deque no es uno causa y que por sí sola obliga a obrar

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como se obra, no es uno culpable. Esta ignoranciaes, en cierta manera, física, como la de los niñosque, no conociendo aún a su padre, llegan hasta agolpearle, Esta ignorancia, bien natural en los casosde este género, no permite decir que los niños sonculpables de lo que hacen. Siendo la ignorancia lacausa única de su acto y no estando en su mano elsalir de esa ignorancia, no se les puede acusar, nitener por culpables.

Una cuestión se suscita, no sobre la injusticiaque se comete, sino con motivo de la que se sufre,y se pregunta: ¿se puede, voluntariamente, sufriruna injusticia? ¿O acaso es esto imposible? Noso-tros hacemos libre y voluntariamente cosas justas ycosas injustas, pero jamás somos voluntariamentevíctimas de la injusticia. Evitarnos con el mayorcuidado todo lo que nos puede dañar; y no es me-nos evidente que no sufriríamos de buen grado eldaño que se nos hace, si pudiéramos impedirlo.Nadie sufre la voluntariamente que se le haga daño,y sufrir una injusticia es sufrir un perjuicio y un daño.Verdaderamente, todo esto es cierto; pero hay co-sas en que, sea lo que quiera lo que exija la igual-dad, concede uno parte de sus derechos a los de-más. Y entonces si lo justo fuera tener una parteigual, es claro que tener una menor es una injusti-

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cia; y como se sufre la reducción voluntariamente,resulta de aquí, se dice, que se sufre voluntariamen-te una injusticia. Esto es, sin duda, lo que puedeobjetarse. Pero una prueba de que el daño no esrealmente consentido es que los que en tales casosse contentan con una parte menor que la suya re-claman, en cambio de lo que ceden, algún honor,alabanza, gloria, afección o cualquiera otra com-pensación de este género. El que recibe una cosaen cambio del objeto que cede no experimenta dañoalguno; y si no sufre injusticia, es claro que no lasufre voluntariamente. A esto se agrega que los quetoman menos de lo que les corresponde, los cuales,al parecer, pueden considerarse tratados con injus-ticia si no reciben una porción igual a la de los de-más, nunca dejan de gloriarse de estas concesionesy de alabarse, diciendo: " He podido recibir unaparte igual; pero no he querido tomarla; y he prefe-rido que la perciba tal o cual persona, que es demayor edad, o tal otra, que es mi amigo". Nadie sealaba de la injusticia que sufre. Pero si nunca sealaba el hombre de las injusticias que sufre, y eneste caso sí se alaba, es claro que en esta preten-dida partición desigual no ha recibido lesión al que-darse con la parte más pequeña; y si no ha sufrido

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una injusticia, es más claro aún que no la ha sufridovoluntariamente.

Convengo en que el ejemplo, que se puedetomar de la intemperancia, es un argumento contratoda esta teoría. El hombre intemperante, se dirá,que no sabe dominarse, se daña a sí mismohaciendo un acto vicioso, y lo hace con plena volun-tad; luego se daña a sí mismo sabiéndolo, y, portanto, sufre voluntariamente una injusticia y un da-ño, que se hace a sí mismo con pleno gusto. Perohaciendo una ligera adición a nuestra definición,quedará refutado este razonamiento; y es la si-guiente: que nadie quiere, realmente, sufrir la injus-ticia. Sin duda alguna que el intemperante realizasus actos de intemperancia queriéndolos, de talmanera que se procura a sí mismo la injusticia y eldaño, y quiere, por tanto, causarse mal. Pero yahemos dicho que nadie quiere sufrir la injusticia, y,por consiguiente, tampoco el intemperante puedesufrir voluntariamente una injusticia que procede deél mismo.

Pero quizá podría suscitarse otra cuestión ypreguntar: " ¿Es posible que se haga uno culpablepara consigo mismo?" Por lo menos, si nos fijamosen el ejemplo del intemperante la cosa es posible; y,

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evidentemente, si lo que ordena la ley es justo, elque no la cumple es injusto, y si la ley prescribealguna cosa en obsequio de otro y no se hace, esinjusto el que no la ejecuta en favor de ese otro. Laley ordena ser templado y prudente, conservar susbienes y cuidar su cuerpo, y dicta otras prescripcio-nes de este género. El que no hace todo esto esinjusto para consigo mismo puesto que ninguno deestos delitos puede nunca trascender y alcanzar untercero. Pero todos estos razonamientos no tienennada de verdaderos, puesto que nadie puede serinjusto consigo mismo. Es de toda imposibilidad queun mismo individuo, en el mismo momento, tenga ala vez, más y menos; y que obre, a la vez, con plenavoluntad y contra su voluntad. El injusto, en tantoque injusto, percibe más de lo que le corresponde;la víctima que sufre una injusticia, en tanto que lasufre, recibe menos de lo que debe recibir; luego, siuno se hiciera una injusticia a sí mismo, se seguiríaque un mismo individuo, en un mismo momento,podría tener más y menos; pero esto es evidente-mente imposible y, por consiguiente, no puede unohacerse injusticia a sí mismo. En segundo lugar,como el que hace una injusticia la comete con vo-luntad e intención, y el que la sufre, la sufre contrasu voluntad, si uno pudiera ser injusto para consigo

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mismo, resultaría que haría, a la vez, una cosa conplena voluntad y contra su voluntad. Ésta es otraimposibilidad palpable, y, ya valga este argumento,ya valga el anterior, resulta que no es posible serinjusto para consigo mismo.

El mismo resultado tenemos si descendemosa los delitos particulares. Se hace uno culpable dedelito cuando niega un depósito o comete un adulte-rio, un robo o cualquiera otra injusticia particular.Pero no puede uno negarse a sí mismo un depósitoque se le ha confiado, no puede cometer un adulte-rio con su propia mujer, no puede robar su propiodinero; y, por consiguiente, si son éstos todos losdelitos posibles y no puede cometerse uno solocontra sí mismo, resulta de aquí que es imposibleser culpable y cometer un delito contra sí. Si todavíase sostiene que puede ser esto posible, se habrá deconvenir en que la injusticia, en tal caso, nada tienede social y política, y que es puramente doméstica oeconómica. He aquí cómo. Dividida el alma comoestá, en muchas partes, una es mejor y, otra espeor; y si cabe una injusticia en el alma, únicamenteserá de unas partes respecto de las otras. La injus-ticia doméstica o económica sólo puede distinguirserelativamente a lo peor y a lo mejor, para que seaposible que haya justicia e injusticia del individuo

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para consigo mismo. Pero aquí no nos ocupamosde esta clase de justicia, sino únicamente de la jus-ticia política, es decir, de la que se ejerce entre ciu-dadanos iguales.

En resumen, el individuo, en punto a los deli-tos que son objeto de nuestro estudio, no puede serculpable para consigo mismo. Pero aún se puedepreguntar: ¿Quién es el culpable en el alma? ¿Enqué parte reside el delito? ¿Es en la parte del almaque tiene una disposición injusta, o en la que juzgacon injusticia, o en la que hace la partición injusta-mente, como sucede en las luchas y en los concur-sos? Si se recibe el premio de mano del presidente,que es el que decide, no se, hace una injusticia,aunque el premio haya sido dado injustamente. Elúnico culpable de la injusticia cometida es el que hajuzgado mal y dado mal el premio. Y aun el presi-dente es culpable en un sentido, y no en otro. Lo esen tanto que no ha fijado lo justo conforme a la ver-dad y a la naturaleza; pero en tanto que ha dado sufallo según sus propias luces, no es ni injusto, niculpable.

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Capítulo trigésimo segundoDe la razón

Hablando de las virtudes, hemos explicado loque son, en qué actos consisten y a qué se aplican.Además, hemos dicho, fijándonos en cada una deellas en particular, que el que las practica se condu-ce lo mejor posible y según la recta razón. Perolimitarse a esta generalidad y decir que es precisoobedecer a la recta razón es como si dijera algunoque para conservar la salud deben usarse alimentossanos. Consejo muy oscuro, y si yo lo diera, se merespondería: «Indicad con precisión las cosas sanasque recomendáis». Lo mismo sucede con la razón,y puede preguntarse también: ¿Qué es la razón yqué es la recta razón? Para responder a esta pre-gunta, lo primero que debe cuidarse es de especifi-car bien la parte del alma en que radica la razónque se busca.

Ya antes, en una sencilla indagación quehicimos sobre el alma, vimos que hay en ella unaparte que está dotada de razón, y otra que es irra-cional. A su vez, la parte del alma que está dotadade la razón se divide en otras dos, que son la volun-tad y el entendimiento, que es capaz de ciencia.

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Estas partes del alma son diferentes, lo cual seprueba por la diferencia misma de sus objetos. Asícomo son cosas diferentes entre sí el color, el sa-bor, el sonido y el olor, así la naturaleza les ha de-signado sentidos especiales y diversos. Percibimosel sonido por el oído, el sabor por el gusto, el colorpor la vista. Debe suponerse que la misma ley seaplica a todo lo demás, y puesto que los objetos sondiferentes, es preciso también que las partes delalma, que nos los hacen conocer, sean diferentescomo ellos. Una cosa es lo inteligible y otra es losensible, y como es el alma la que nos hace cono-cer lo uno y lo otro, es preciso que la parte del almaque se refiere a lo sensible sea distinta que la quese refiere a lo inteligible. La voluntad y la libre re-flexión se aplican a las cosas de sensación y demovimiento; en una palabra, a todo lo que puedenacer y perecer. Nuestra voluntad delibera acercade las cosas que depende de nosotros hacer o nohacer después de una decisión previa, y en las quela voluntad y la preferencia reflexiva pueden ejerci-tarse obrando o no, según nuestra elección. Perosiempre recae sobre cosas sensibles y que están enmovimiento para mudar de una manera o de otra.Por consiguiente, la parte del alma que elige y se

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determina se refiere, al obrar según la razón, a lascosas sensibles.

Sentados estos puntos, y puesto que la razónse aplica a la verdad, debemos indagar cuáles sonlas condiciones de lo verdadero en el alma. Puedealcanzarse lo verdadero por la ciencia, la prudencia,el entendimiento, la sabiduría y la conjetura. Debe-mos preguntarnos, para conservar el enlace con loque precede, a qué objeto se refiere cada una deestas facultades. Desde luego, la ciencia se aplica alo que puede saberse, y este dominio se extiendetan allá como la demostración y el razonamiento. Encuanto a la prudencia, se aplica sólo a las cosasfactibles y prácticas, que hay posibilidad de buscaro de evitar, que depende de nosotros hacer o nohacer. Pero en las cosas que el hombre puede pro-ducir y en las que puede obrar, es preciso distinguircon cuidado de una parte lo que produce, y de otralo que simplemente obra. Con respecto a lo queproduce, siempre hay un resultado final distinto delhecho de la producción. Así en la arquitectura, queestá destinada a producir la casa, el fin especial quese propone es la casa, independientemente de laconstrucción misma que produce esta casa. Lomismo sucede con la carpintería y con todas lasartes en general, que tienden a producir alguna

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cosa. En cuanto a las cosas puramente prácticas,no tienen otro fin que la acción misma. Por ejemplo:cuando se toca la lira no hay otro fin que, el actomismo que uno hace, porque el acto y el simplehecho de tocar son, en este caso, el fin que nosproponemos. Así, pues, la prudencia se aplica a laacción y a las cosas de pura acción sin resultadoulterior; y el arte se aplica a la producción y a lascosas que se producen, porque el uso del arte re-cae más bien en las cosas que se producen que enaquellas sobre las que simplemente se obra. Y así,puede decirse que la prudencia es la facultad queescoge voluntariamente y que opera en las cosasen las que depende de nosotros el obrar o no obrar,y todas las cuales tienen, en general, lo útil por ob-jeto. La prudencia, a mi juicio, es una virtud y nouna ciencia, porque los hombres prudentes sondignos de alabanza, y de alabanza sólo es objeto lavirtud. Además, cabe virtud en toda ciencia, pero nocabe, propiamente hablando, en la prudencia, por-que la prudencia, es ella misma la virtud.

En cuanto a la inteligencia, se aplica a losprincipios de las cosas inteligibles y de los seres. Laciencia sólo se refiere a las cosas que admiten de-mostración, y siendo los principios indemostrables,resulta que la ciencia no se aplica a los principios,

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cuyo conocimiento sólo a la inteligencia y al enten-dimiento corresponde.

La sabiduría es un compuesto de la ciencia ydel entendimiento, porque la sabiduría está en rela-ción a la vez con los principios y con las demostra-ciones, que se derivan de los principios y son elobjeto propio de la ciencia. En tanto que la sabiduríatoca a los principios, participa del entendimiento; yen tanto que toca a las cosas, que son demostra-bles como consecuencias de los principios, participade la ciencia. Luego la sabiduría se compone deciencia y de entendimiento; y se aplica a las cosas,a las que se aplican igualmente el entendimiento yla ciencia. En fin, la conjetura es la facultad por laque procuramos, en todos los casos en que lascosas presentan un doble aspecto, distinguir si sono no son de tal o de cual manera.

La prudencia y la sabiduría, que acabamosde definir, ¿son o no una sola y misma cosa? Lasabiduría se dirige a las cosas a que alcanza lademostración y que son inmutablemente siempre loque son. Pero la prudencia, lejos de referirse a lascosas de esta clase, se refiere a las cosas queestán sujetas a cambio. Me explicaré: por ejemplo,la línea recta, la línea curva, la línea cóncava y to-

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das las cosas de este género son siempre las mis-mas; pero las cosas de interés no son tales que nopuedan estar perpetuamente cambiando; cambian,pues, y el interés de hoy no es el interés de maña-na; lo que es útil a éste no lo es a aquél, y lo que esútil de tal manera no lo es de tal otra. Y la pruden-cia, no la sabiduría, es la que se aplica a las cosasde utilidad, a los intereses. Luego la prudencia y lasabiduría son muy diferentes. ¿Pero la sabiduría eso no una virtud? Puede verse claramente que sóloes virtud en cuanto participa de la naturaleza de laprudencia. La prudencia, como ya hemos dicho, esuna virtud de una de las dos partes del alma queposeen la razón; pero es evidente que está pordebajo de la sabiduría, porque se aplica a objetosinferiores. La sabiduría sólo se aplica a lo eterno y alo divino, cómo acabamos de ver, mientras que laprudencia se ocupa sólo de intereses humanos.Luego si el término menos elevado es una virtud,con más razón lo será el término más alto; lo cualprueba ciertamente que la sabiduría es una virtud.

Por otra parte, ¿qué es la habilidad y a quése aplica? La habilidad se ejercita también en lascosas a que se aplica la prudencia, es decir en lascosas que el hombre puede y debe hacer. Se da elnombre de hábil al que es capaz de deliberar sensa-

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tamente y de ver y juzgar bien, pero cuyo juicio seaplica a cosas pequeñas y sólo gusta de las mis-mas. Y así la habilidad y el hombre hábil sólo sonuna parte de la prudencia y del hombre prudente, yno podrían existir sin ellos, porque es imposibleseparar la idea del hombre hábil de la del hombreprudente. La misma observación puede aplicarsetambién a la mafia. La mafia no es la prudencia; elhombre mañoso no es el hombre prudente; sin em-bargo, el hombre prudente es mañoso. He aquí porqué la maña coopera en cierta manera a los actosde la prudencia. Pero se dice de un hombre maloque es mañoso, y así es la verdad; como, por ejem-plo, Mentor, que parecía mañoso, sin ser por esoprudente. Lo propio de la prudencia y del hombreprudente es el desear siempre las cosas más no-bles, preferirlas siempre y practicarlas siempre. Porlo contrario, el objeto único de la maña y del hombremañoso es descubrir los medios de realizar las co-sas que hay que realizar y saber proporcionárselas.Tales son los objetos que ocupan al hombre maño-so, y a los cuales consagra todos sus cuidados.

Por lo demás, se nos podría preguntar, no sinextrañeza, por qué, siendo el objeto de esta obra lamoral y la política, hemos venido a hablar tambiénde la sabiduría. Nuestra primera respuesta es, que

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si la sabiduría es una virtud, como dijimos antes, nodebe ser extraño a nuestro objeto su estudio. Ensegundo lugar, compete al filósofo estudiar sin ex-cepción todos los objetos que están comprendidosen un mismo círculo: y puesto que hablamos de lascosas del alma, es justo hablar de todas; y como lasabiduría está en el alma, hablar de ella no es salir-se del estudio del alma.

La relación que hemos señalado entre la ma-ña y la prudencia se aplica, al parecer, a todas lasdemás virtudes. Quiero decir, que en cada uno denosotros hay virtudes innatas debidas a la naturale-za y que son como fuerzas instintivas, que sin laintervención de la razón arrastran a cada hombre aactos de valor, de justicia y a otros relativos a lasdemás virtudes. Me apresuro a decir que estas vir-tudes se forman también bajo la influencia del hábi-to y de la voluntad. Pero sólo las virtudes adquiridasy a las que va unida la razón son por completo vir-tudes y las únicas dignas de estimación. Así, pues,la virtud puramente natural obra sin la razón, y pre-cisamente porque está aislada de la razón es débil yno es digna de alabanza; pero si se une a la razón yal libre albedrío, entonces forma la virtud completa yperfecta. El instinto natural, que nos arrastra a lavirtud, necesita el apoyo de la razón y no puede

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existir sin ella. Por otra parte, la razón y el libre al-bedrío no llegan a formar completamente la virtudpor sí solos, sin la tendencia instintiva que da lanaturaleza. Esto prueba que Sócrates no está en loexacto, cuando pretende que la virtud no es másque la razón, porque sostiene que de nada sirvehacer actos de valor y de justicia, si no se sabe quese hacen y si no se determina uno a ello mediantela razón en la elección que hace. Sócrates se equi-vocaba cuando decía que la virtud es el fruto de larazón sola. Los filósofos de nuestros días compren-den mejor las cosas cuando dicen que la virtud con-siste en hacer buenas acciones según la rectarazón; y, sin embargo, su teoría no es aún del todoexacta. En efecto, si alguno realizase actos de per-fecta justicia sin la menor intención, sin el menorconocimiento de las cosas bellas que practica ydejándose llevar por una especie de arranque irra-cional, sus actos podrían muy bien ser excelentes yconformes a la recta razón; quiero decir, que habríaobrado ente según lo que ordena la recta razón; ysin embargo, una acción de esta clase nunca mere-cería alabanza y estimación Y así la definición queproponemos nos parece preferible, entendiendo quela virtud es el instinto natural guiado hacia el bienpor la razón, porque en este caso es, a la vez, la

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virtud y una cosa digna de estimación y alabanza.En cuanto a la cuestión de saber si la prudencia eso no realmente una virtud, he aquí un argumentoque prueba clarísimamente que lo es. Si la justicia,el valor y las demás virtudes son estimables, porquehacen cosas preciosas, es evidente que la pruden-cia es igualmente digna de estimación y que debecolocársela en este elevado rango de virtud, porquela prudencia se aplica a las acciones que el valornos inspira instintivamente. En general el valor rea-liza su obra por entero según se lo aconseja la pru-dencia; y por consiguiente, si el valor es laudable ensí mismo, porque hace lo que la prudencia le orde-na, la prudencia con más razón debe ser absoluta-mente laudable Y absolutamente una virtud. ¿Laprudencia es o no una virtud activa y práctica? Estose puede ver más claramente observando las diver-sas ciencias. Tomemos por ejemplo la arquitectura.En este arte hay por una parte el que llamamosarquitecto, que dirige todo el trabajo, y por otra parteel que obedece al arquitecto, sirviéndole, y se llamaalbañil. Este último es el que hace, la casa, pero elarquitecto, en cuanto el albañil la construye en vistade sus planos, también hace la casa. Lo mismosucede en todas las demás ciencias que producenalgo, y en las que habrán de distinguirse el que guía

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y el obrero que ejecuta. El jefe produce hasta ciertopunto una cierta cosa, y produce esta misma obraque hace el obrero que obedece a sus órdenes. Sisucede absolutamente lo mismo con las virtudes, locual parece muy probable y muy racional, se siguela prudencia es también una virtud que obra unavirtud práctica; porque todas las virtudes son activasy prácticas, y la prudencia desempeña en medio deellas, en cierta manera, el papel de jefe y de arqui-tecto. Lo que ella prescribe lo ejecutan fielmente asílas virtudes corno los corazones por ellas inspira-dos; y puesto que las virtudes son activas y prácti-cas, la prudencia lo es como lo son ellas.

En fin, otra cuestión será saber si la pruden-cia manda o no manda, como se ha sostenido, y nosin motivo, a las otras partes del alma. No me pare-ce que deba mandar a las partes que son superio-res respecto de ella, por ejemplo, a la sabiduría.Pero se dice que vigila y gobierna soberanamentetodas las demás partes del alma, prescribiéndoles loque han de hacer. Mas si es el jefe, quizá lo es en elalma, como el administrador en el seno de la fami-lia, que es dueño de todo y dispone de todo, peroen el fondo no es el que manda absolutamente,puesto que no hace más que procurar descanso, asu principal, el cual, si se distrajera con todos estos

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cuidados imprescindibles, se vería en la necesidadde renunciar a todas las bellas y nobles cosas quepudieran convenirle. La prudencia, semejante a esteútil servidor, es como el administrador de la sabidur-ía, y procura a ésta el tiempo que necesita pararealizar su obra suprema, conteniendo y moderandolas pasiones.

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LIBRO SEGUNDO

Capítulo primeroDe la moderación

Después de lo que precede, quizá convendrátratar de la moderación y decir qué es, en qué casosse manifiesta y a qué se aplica. La moderación esuna cualidad del hombre que exige menos de lo quepodrían procurarle sus derechos fundados en la ley.Hay una multitud de cosas, respecto de las que ellegislador es impotente para determinar casos parti-culares, disponiendo sólo de una manera general.Ceder de su derecho en las cosas de este género yno pedir más de lo que el legislador hubiera querido,pero que no ha podido precisar en todos los casosparticulares a pesar de su deseo, es hacer un actode moderación. Pero el hombre moderado no redu-ce indistintamente todos sus derechos; así que norebaja nada de los que debe a la naturaleza, y queson verdaderamente derechos; sólo reduce sus

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derechos legales, aquellos que el legislador, a cau-sa de su impotencia, ha debido dejar indecisos.

Capítulo segundoDe la equidad

La equidad, que asegura la rectitud del juicio,se aplica a los mismos casos que la moderación, esdecir, a los derechos pasados en silencio por ellegislador, que no ha podido determinarlos con pre-cisión. El hombre equitativo juzga de los vacíos quedeja la legislación, y, reconociendo estos vacíos,insiste en que el derecho que reclama es muy fun-dado. El discernimiento es, pues, lo que constituyeal hombre equitativo. Y así, la equidad, que distin-gue exactamente las cosas, no puede existir sin lamoderación; porque al hombre equitativo y de buensentido corresponde juzgar de los casos, y luego alhombre moderado obrar según el juicio formado deesta manera.

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Capítulo terceroDel buen sentido

El buen sentido se aplica a las mismas cosasque la prudencia, es decir, a las cosas de acción,que podemos, según queramos, buscar o rechazar.El buen sentido es inseparable de la prudencia. Laprudencia es la que obliga a practicar las cosas deque acabamos de hablar. Pero el buen sentido esesta cualidad, esta disposición o facultad que nosdescubre el mejor y más ventajoso proceder en losactos que debemos ejecutar. Y así las cosas que sehacen espontáneamente, por perfectas que hayansalido, no pueden atribuirse al buen sentido. Cuan-do no ha habido intervención de la razón para dis-cernir el mejor partido que debe tomarse, no puedellamarse hombre de buen sentido al que obra deesta manera. Cualquiera que sea el resultado queobtenga, sólo será un hombre afortunado; porquelos resultados obtenidos sin que intervenga larazón, que juzga sanamente de las cosas, no sonmás que obra del azar y de la fortuna.

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Capítulo cuartoDigresión sobre los deberes de cortesía y su

relación con la justicia

¿Es un deber unido a la justicia el tratar atodo el mundo bajo un pie de igualdad en lasrelaciones sociales, o no lo es? Concibo que seentablen relaciones con la persona que se en-cuentre, cualquiera que ella sea, y que en elacto se ponga uno a su nivel; esto es sólo pro-pio del adulador y del complaciente. Pero dar acada uno, en estas relaciones, todo lo que me-rece según su mérito, parece ser absolutamen-te una obligación en el hombre justo y quequiere conducirse como es debido.

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Capítulo quintoCuestiones diversas

Pueden suscitarse objeciones contra algunasde las teorías precedentes, diciendo: si cometer unainjusticia es dañar a alguno con plena voluntad,sabiendo que se le daña, quién es el dañado, cómo,y por qué se le daña; y si, además, el daño hecho aotro y la injusticia cometida sólo pueden recaer so-bre los bienes y en los bienes exclusivamente, sesigue de aquí que el hombre que comete una injus-ticia, el hombre injusto, sabe perfectamente lo quees el bien y lo que es el mal. Y conocer precisamen-te estos matices delicados es lo propio del hombreprudente, es lo propio de la prudencia. Pero es unabsurdo manifiesto creer que este bien admirableque se llama la prudencia, que es el primero de losbienes, sea propio del hombre injusto. ¿No deberádecirse, más bien, que la prudencia no puede serjamás compañera del hombre injusto? El hombreinjusto no es capaz de juzgar, ni busca lo que esabsolutamente bien y ni aun lo que es especialmen-te su propio bien y ni aun lo que es especialmentesu propio bien; se engaña siempre en esto, mientrasque la función eminente de la prudencia consiste en

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discernir con seguridad las cosas de este género.Aquí sucede lo que en la medicina. No hay nadieque no sepa lo que es sano absolutamente hablan-do y lo que mantiene la salud: por ejemplo, todossaben la utilidad del eléboro, de los purgantes, delas amputaciones, de los cauterios, y nadie ignoraque estos remedios son muy saludables y que danla salud. Pero, sabiendo todo esto, no por eso po-seemos la ciencia médica; porque no sabemos cuálserá el remedio conveniente en cada caso particu-lar, como el médico que sabe el remedio que serábueno para tal enfermo, la disposición en que ésteha de estar para suministrárselo y que será el opor-tuno; conocimientos que constituyen la verdaderaciencia de la medicina. Sabiendo, pues, de unamanera absoluta y general lo que es bueno para lasalud, no por eso poseemos la ciencia médica, nitampoco la llevamos con nosotros mismos.

En igual forma, el hombre injusto sabe de unamanera general que la dominación, el poder, lariqueza, son bienes; pero no sabe absolutamente sison bienes verdaderos para él, ni en que momentole convienen, ni en qué disposición moral debe estarpara que esto bienes le sean provechosos. Estediscernimiento sólo pertenece a la prudencia, y laprudencia no acompaña al hombre injusto. Los bie-

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nes que codicia y que adquiere mediante su crimenson, si se quiere, bienes absolutos; pero no son losbienes que le convienen. La riqueza y el poder,absolutamente hablando, son bienes, pero no sonbienes para tal hombre en particular, puesto que lariqueza y el poder que ha adquirido sólo le serviránpara causar mucho mal a sí y a sus amigos y jamássabrá emplear como conviene el poder que ha caí-do en sus manos.

Otra cuestión bastante embarazosa se puedetambién suscitar, y consiste en saber si la injusticiaes o no posible contra el hombre malo. He aquí loque puede decirse: si la injusticia es un daño que secausa a otro, y este daño consiste en la privación delos bienes que se le arrancan, no parece que puedahacerse daño al hombre malo, puesto que los bie-nes que le parecen ser bienes para él, no lo sonverdaderamente. El poder y la riqueza no puedenmenos de dañar al hombre malo, que jamás sabráhacer de ellos un uso conveniente; luego, si estaposesión es un daño para él, no se comete Unainjusticia arrancándoselos. Este razonamiento pare-cerá, sin duda, a la mayor parte de los espíritus unapura paradoja, porque todo el mundo se cree muycapaz de usar del poder, de la dominación y de lariqueza; pero esta suposición es puramente gratuita

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y falsa. El legislador mismo es de este dictamen,pues se guarda bien de confiar el poder a todos losciudadanos sin distinción. Lejos de esto, fija concuidado la edad y la fortuna que cada uno debetener para tomar parte en el gobierno. Esto nace deque el legislador no cree que todos indistintamentepueden mandar, y si alguno se rebela por no tenerparte en la autoridad y porque no se le permite go-bernar, se le puede decir: " No tenéis en vuestraalma nada de lo que se necesita para mandar ygobernar a los demás. En lo que corresponde alcuerpo debe tenerse en cuenta que, para tratarlebien, no basta tomar únicamente cosas absoluta-mente buenas, sino que, si se quiere curar una sa-lud resentida, es preciso seguir un régimen y redu-cirse, por lo pronto, a una pequeña cantidad deagua y de alimentos. A un alma mala, para impedir-le hacer el mal, ¿qué otro recurso queda que negar-le todo, autoridad, riqueza, poder y todos los bienesde este género, con tanta más razón cuanto que elalma es cien veces más móvil y más mudable queel cuerpo? Porque así como el que tiene el cuerpoenfermo debe someterse para curarse al régimenque indiqué antes, así el alma enferma se haráquizá capaz de conducirse bien, si se desprende detodo lo que la pervierte.

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Otro problema que se puede también presen-tar es el siguiente: En los casos en que no se pue-den ejecutar, a la vez, actos justos y valerosos,¿cuáles son los que deben preferirse? Con respectoa las virtudes naturales, ya hemos dicho que bastael instinto que arrastra al hombre hacia el bien, sinque sea necesaria la intervención de la razón. Perocuando la elección voluntaria y libre es posible, elladepende siempre de la razón, de esta parte delalma que posee la razón. Por consiguiente, sepodrá escoger y decidirse libremente en el actomismo en que se sienta uno arrastrado por el instin-to, y entonces tendrá lugar la virtud perfecta que,como hemos dicho, va siempre acompañada de lareflexión y de la prudencia. Si la virtud perfecta noes posible sin el instinto natural del bien, tampocopuede suceder que una virtud sea contraria a otravirtud. La virtud se somete naturalmente a la razón yobra como ésta se lo ordena, de tal manera que lavirtud se inclina de suyo al lado adonde la razón laconduce, porque la razón es la que escoge siempreel mejor partido. Las demás virtudes no son posi-bles sin la prudencia, así como la prudencia no escompleta sin las demás virtudes; pero todas lasvirtudes en su acción se prestan un mutuo apoyo, yson todas compañeras y sirvientas de la prudencia.

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Una cuestión no menos delicada que las pre-cedentes es la de averiguar si con las virtudes su-cede lo que con los demás bienes exteriores y cor-porales. Cuando estos bienes son demasiadoabundantes, corrompen a los hombres por su exce-so, y, así, la riqueza excesiva hace a los hombresdesdeñosos y duros, y los demás bienes de esteorden, poder, honores, belleza y fuerza no corrom-pen menos que la riqueza. ¿Sucederá lo mismo conla virtud? ¿Si la justicia o el valor se encontrarancon exceso en el corazón de un hombre, este hom-bre no sería peor? No, no lo sería. Pero puede aña-dirse que la gloria procede de la virtud y que, lleva-da aquélla hasta el exceso, hace a los hombresmalos y corrompidos; luego, la virtud, llegando aaumentarse y agrandar, pervertirá a los hombres; ypuesto que estamos de acuerdo en que la virtud escausa de la gloria, es preciso convenir, por consi-guiente, en que la virtud, aumentándose, corrom-perá los hombres tanto como a sí misma. ¿Perotodo esto no es contrario a la verdad? Si la virtudproduce otros efectos admirables, como realmentesucede, el más positivo consiste, sin contradicción,en que asegura el uso juicioso de todos estos bie-nes mediante su influencia sobre los que los pose-en. El hombre de bien que no sepa emplear, como

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es conveniente, los honores y el poder que le hayancabido en suerte, cesará por esto mismo de serhombre de bien. Por consiguiente, ni los honores, niel poder, podrán corromper al hombre virtuoso, co-mo no pueden corromper la virtud misma. En resu-men puesto que hemos demostrado al principio deeste estudio que las virtudes son medios, se siguede aquí que cuanto más grande es la virtud másmedio será; y que la virtud, al aumentarse, lejos dehacer a los hombres más malos, deberá, por lo con-trario, hacerlos mejores, porque el medio de quehablamos es el medio entre el exceso y el defectoen las pasiones que agitan al corazón del hombre.Pero no hablemos más sobre esta materia.

Capítulo sextoNuevas teorías sobre la templanza

Después de lo que precede, es indispensablecomenzar un nuevo estudio y tratar de la templanzay de la intemperancia, pero como esta virtud y estevicio tienen algo de extraño, no deberá sorprender

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si las teorías, con cuyo auxilio se las explica, pare-cen igualmente extrañas. La virtud de la templanzano se parece a ninguna otra. En todas las demásvirtudes la razón y las pasiones arrastran en elmismo sentido y no se contradicen. En la templanzasucede lo contrario; la razón y las pasiones estándirectamente opuestas entre sí. En el alma, las trescualidades que podemos llamar malas son el vicio,la intemperancia y la brutalidad. Más arriba hemosexplicado lo que son el vicio y la virtud, y en quéconsisten, y ahora nos resta hablar de la intempe-rancia y de la brutalidad.

Capítulo séptimoDe la brutalidad

La brutalidad es, en cierta manera, el viciollevado hasta el último extremo, y cuando vemos unhombre absolutamente depravado, decimos que noes un hombre, sino un bruto, representando, la bru-talidad uno de los grados del vicio.

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La virtud opuesta a esta odiosa cualidad notiene nombre especial, pero, cualquiera que sea,puede decirse que trasciende del hombre y que esla virtud de los héroes y de los dioses. Esta virtudha quedado sin nombre, porque la virtud no puedeaplicarse a Dios está por encima de la virtud y no searregla por ella, puesto que, en otro caso, sería lavirtud superior a Dios. He aquí por qué la virtudopuesta a la brutalidad no puede tener nombre par-ticular; es divina y supera a las fuerzas del hombre;y así como la brutalidad es un vicio, que en un sen-tido es extraño al hombre, así la virtud que se oponea este degradación no lo es menos.

Capítulo octavoDe la templanza

Para explicar bien la templanza y la intempe-rancia, debemos ante todo, exponer la discusión deque han sido objeto y las teorías que se han susci-tado, algunas de las cuales son contrarias a loshechos. Estudiando las cuestiones que se han pro-

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movido y comprobándolas nosotros mismos, llega-remos a descubrir en lo posible la verdad en estasmaterias; y éste será el mejor método y el que masfácilmente nos puede conducir para conseguirlo.

El viejo Sócrates llegó hasta suprimir y negarenteramente la intemperancia, sosteniendo quenadie hace el mal con, conocimiento de causa. Peroel intemperante, que no sabe dominarse, pareceque hace el mal sabiendo que es mal, arrastrado ytodo por la pasión que le domina. Resultado de estaopinión, Sócrates creyó que no había intemperan-cia. Pero éste es un error. Es un absurdo atenerse asemejante razonamiento y negar un hecho que esde toda certidumbre. Sí, hay hombres intemperan-tes; y saben muy bien que, al obrar como obran,hacen mal.

Puesto que la intemperancia es una cosa re-al, pregunto si el Intemperante tiene una ciencia decierta especie que le hace ver y buscar las malasacciones que comete. Por otra parte, parecería ab-surdo que lo que hay en nosotros de más poderosoy más firme sea dominado y vencido por ningunaotra cosa. Ahora bien, de todo lo que existe en no-sotros, la ciencia es, sin contradicción, lo estable ylo más fuerte, y esta observación tiende a probar

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que el intemperante no tiene el conocimiento de loque hace. Mas si no tiene precisamente la ciencia,¿tiene, por lo menos, la opinión, tiene la sospecha?Pero si el intemperante sólo tiene una sospecha delo que hace, entonces cesa de ser reprensible. Sihace alguna cosa mala sin saber precisamente quees mala, sino suponiéndolo mediante una opiniónincierta, se le puede perdonar que se deje llevar delplacer, puesto que comete el mal no sabiendo exac-tamente que es mal, y presumiéndolo tan sólo. Nose reprende a aquellos a quienes se excusa, y, porconsiguiente, puesto que el intemperante sólo tieneuna vaga sospecha de lo que hace, no es reprensi-ble. Sin embargo, es realmente digno de censura.

Todos estos razonamientos sólo sirven paraentorpecernos. Unos, negando que el intemperantetiene la ciencia de lo que hace, nos llevan a unaconclusión absurda; y otros, sosteniendo que ni aununa vaga opinión tienen, nos han conducido a unaoscuridad no menos extraña.

Pero he aquí otras cuestiones que también sepueden promover. El hombre que sabe ser prudentepodrá también ser templado, y entonces se pregun-ta: ¿hay algo que pueda causar al prudente, deseosviolentos? Si es templado y si se domina, como se

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supone, será preciso que experimente pasionesviolentas, porque no se puede llamar templado a unhombre que sólo domina las pasiones moderadas.Luego, si no tiene pasiones vivas, ya no es modera-do, porque no hay moderación desde el momentoen que no hay deseos ni emociones. Pero estamisma explicación presenta dificultades nuevas,porque este razonamiento tiende a concluir quealgunas veces el intemperante es digno de alaban-za y el templado digno de reprensión. Puede suce-der, se dirá, que alguno se engañe en su razona-miento, y que, razonando, encuentre que el bien esel mal, arrastrándole, por otra parte, la pasión haciael bien. La razón no le permitirá hacer lo que él tienepor mal; pero, dejándose guiar por la pasión, lohará; porque, obrar conforme a la pasión, es lo pro-pio del intemperante, como ya hemos dicho. Porconsiguiente, hará el bien, porque su pasión lemueve a ello; pero su razón le impedirá obrar, pues-to que suponemos que se aleja del bien que desco-noce, a causa del razonamiento hecho. Luego, estehombre será intemperante y, sin embargo, serálaudable, puesto que lo es en tanto que obra el bien.Y he aquí un primer resultado que es perfectamenteabsurdo. Partamos también de esta misma hipóte-sis, y supongamos que este hombre se extravía

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usando de su razón, la cual le hace creer que elbien no es el bien, y que al mismo tiempo su pasiónle conduzca igualmente a obrar bien. Pero la tem-planza consiste en resistir, mediante la razón, laspasiones y los deseos que uno siente en su alma; yasí, este hombre que se verá engañado por surazón, estará impedido de ejecutar lo que su pasióndesea, y, por consiguiente, de hacer el bien, puestoque al bien es al que le conducía su pasión. Pero elque no sabe hacer el bien en los casos en que esde su deber hacerlo, es reprensible; luego, el hom-bre templado será algunas veces digno de repren-sión. Esta segunda consecuencia es tan absurdacomo la otra.

Otra cuestión tiene por objeto indagar si pue-de tener lugar la intemperancia y ser uno intempe-rante en el uso de toda especie de cosas y en labusca de todas ellas; si es uno intemperante, porejemplo, en punto a riqueza, honores, cólera, gloriay todas las cosas en que los hombres parecen mos-trarse intemperantes; o bien, si la intemperanciasólo se aplica a un orden especial de cosas.

He aquí cuestiones que parecen dudosas yque, precisamente, hay que resolver.

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Ante todo, discutamos la cuestión relativa a laciencia que se niega al intemperante. Como ya lohemos hecho ver, es un absurdo suponer que unhombre que tiene la ciencia, la pierda de repente ola deje escapar. El mismo razonamiento tiene lugarrespecto a la simple opinión y a la vaga sospecha, yno hay aquí, ninguna diferencia entre la opiniónincierta y la ciencia precisa. Desde el momento enque la simple opinión, a causa de su misma vivaci-dad, se ha hecho sólida e inquebrantable, no laseparará ya la menor diferencia de la ciencia conrespecto a los que tienen estas opiniones, porquecreerán que las cosas son realmente como su opi-nión se las hace ver. Heráclito de Éfeso, al parecer,tenía esta opinión imperturbable en todas las creen-cias que engendraba. Y así, nada tiene de absurdoel creer que el intemperante, ya tenga la cienciaverdadera, ya la simple opinión, tal como aquí lasuponemos, pueda hacer el mal. Esto nace de quela palabra saber tiene un doble sentido; en uno,saber significa poseer la ciencia, y decimos quealguno sabe alguna cosa cuando posee la cienciade esta cosa; y en otro, saber significa obrar enconformidad a la ciencia que se tiene. Y así, el in-temperante puede ser muy bien el hombre que tienela ciencia del bien, pero que no obra conforme a

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esta ciencia. Desde el acto que no obra conforme aesta ciencia, no es un absurdo sostener que puedehacer el mal en el acto mismo de tener la ciencia delbien. Este hombre se encuentra en el mismo casoque los que están dormidos, los cuales podrán tenerla ciencia, pero harán y experimentarán durante elsueño una multitud de cosas que repugnen a laciencia, porque en este estado la ciencia no obra enellos. Lo mismo sucede al intemperante; se pareceal hombre dormido, y no obra ya conforme a laciencia que posee.

Tal es la solución de la cuestión que se habíasuscitado sobre este punto, porque se preguntaba sien este momento el intemperante pierde la cienciaque posee o si la ciencia le falta en tal momento, lasdos suposiciones parecen igualmente insostenibles.

Pero he aquí otra explicación que puedehacer esto perfectamente evidente. Ya hemos dichoen los Analíticos que el silogismo se forma de dosproposiciones, una universal, y otra comprendida enésta, que es particular. Por ejemplo; yo sé curar atodo hombre que tiene fiebre; es así que el quetengo a la vista tiene fiebre; luego, yo sé curar aeste hombre en particular. Pero puede suceder quesepa yo de ciencia universal y general lo que no sé

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de ciencia particular. Puede incurrirse en un error eneste último caso hasta por alguno que tenga cien-cia; por ejemplo, tal persona sabe curar a todohombre que tiene fiebre, pero, sin embargo, no sabeen particular que un hombre dado tiene fiebre. Heaquí cómo, en igual forma, el intemperante puedecometer una falta, por aunque tenga la ciencia deaquello que él practica, porque puede suceder muybien que el intemperante tenga esta ciencia generalde que tales cosas son malas y dañosas, sin quepor eso sepa claramente que tales cosas en particu-lar son malas y dañosas para él. Y así se engañará,a pesar de tener la ciencia, porque posee la cienciageneral y no la ciencia particular. No es, pues, ab-surdo sostener que el intemperante hará el mal, aunteniendo la ciencia de lo que hace. Lo mismo suce-de, poco más o menos, en el caso de embriaguez.Los ebrios, cuando su embriaguez les ha abando-nado, vuelven a ser lo que eran antes; la razón y laciencia no han desaparecido de ellos, sino que hansido dominadas y vencidas por la embriaguez, y,libres de ella, vuelven a su estado ordinario. Lomismo sucede al intemperante; la pasión que ledomina impone silencio a la razón, pero cuando lapasión cesa, como cesa la embriaguez, el intempe-rante vuelve a lo que era antes de ceder ante ella.

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Pasemos ahora a otro razonamiento bastante em-barazoso, con el cual se quiere demostrar que algu-nas veces la intemperancia puede ser digna dealabanza, y la templanza digna de reprensión. Estesegundo razonamiento no vale más que el primero.El templado, lo mismo que el intemperante, no esaquel a quien engaña su razón; es el hombre quetiene la razón recta y sana, y que juzga medianteella lo que es malo y lo que es bueno; pero que sehace intemperante cuando desobedece a estarazón, y templado cuando se somete a ella sin de-jarse llevar de las pasiones que siente. De un hom-bre que tiene por cosa horrible golpear a su padre,pero que se abstiene de hacerlo cuando casualmen-te le acomete este deseo abominable, no puededecirse que sepa dominarse y que por este motivose le deba llamar templado. Pero, si en todos loscasos de este género que pueden proponerse, nohay templanza ni intemperancia, la intemperanciano puede ser digna de alabanza, ni la templanzadigna de reprensión, como se pretendía. Hay intem-perancias que sólo son productos de enfermedades,y hay otras que son naturales; por ejemplo, es unefecto de enfermedad el no poder dejar de arran-carse los cabellos y roerlos. Cuando se domina esteextraño capricho, no por esto es uno digno de ala-

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banza, ni tampoco reprensible por no poder domi-narlo; o, cuando menos, la victoria o la derrota sonde muy poca importancia en este caso. De otraparte, hay arrebatos que son naturales. Por ejem-plo, compareciendo ante el tribunal un hijo porhaber golpeado a su padre, se defendió diciendo alos jueces: " También él golpeó a su padre", y fueabsuelto porque creyeron los jueces que éste era undelito natural, que estaba en la sangre; lo cual noimpide que si alguno ha sido, en un caso dado,bastante dueño de sí mismo para no golpear a supadre, no merezca absolutamente la alabanza porhaberse abstenido de tan odiosa acción.

Pero no son la templanza y la intemperancia,consideradas en estas condiciones excepcionales,de las que tratamos aquí puesto que sólo son obje-tos de nuestro estudio de las especies de templanzay de intemperancia que nos hacen absolutamentedignos de alabanza o de reprensión. Entre los bie-nes unos son exteriores a nosotros, como la rique-za, el poder, los honores, los amigos o la gloria. Hayotros que nos son necesarios, y que son corporales,como las que se refieren al tacto y al gusto. El hom-bre intemperante en las cosas de esta última clasees, al parecer, el que debe llamarse, absolutamentehablando, intemperante. Las faltas que comete se

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refieren únicamente al cuerpo, y a esta clase deexceso es al que limitamos la intemperancia quenos proponemos estudiar. Se preguntaba un pocomás arriba a qué se aplica especialmente la intem-perancia. Respondo que, hablando con propiedad,no puede llamarse intemperante al que lo es enpunto a honores, porque se alaba generalmente alque tiene esta clase de intemperancia, y se le llamaambicioso. Cuando hablamos de un hombre que esintemperante en esta clase de cosas, añadimosordinariamente al epíteto de intemperante el nombrede la cosa misma; ya sí decimos que es intempe-rante en punto a honores, en punto a gloria, en pun-to a cólera. Pero cuando queremos designar al in-temperante de una manera absoluta, no tenemosnecesidad de añadir la indicación de las cosas enque lo es, porque se ve cuáles son las cosas en quees intemperante, sin que haya de añadirse la desig-nación especial. El intemperante, absolutamentehablando, lo es con relación a los placeres y a lossufrimientos del cuerpo.

He aquí otra prueba de que esto es a lo querealmente se aplica la intemperancia. Puesto que seconcede que el intemperante es reprensible, losobjetos de su intemperancia deben ser también elpoder, las riquezas y todas las cosas análogas,

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respecto de las que cabe el nombre de intemperan-cia, no son reprensibles por sí mismas. Por lo con-trario, los placeres del cuerpo lo son, y al que seentrega con exceso a ellos se llama con razón yjusto motivo intemperante.

Pero como de todas las intemperancias, fuerade la de los placeres del cuerpo, es la de la cólera lamás reprensible, puede preguntarse si ésta es másreprensible que la de los placeres. La intemperanciade la cólera es absolutamente semejante al apuroque muestran los esclavos por servir con un excesi-vo celo a su señor. Apenas éste les dice: «Da-me...», cuando llevados de su celo, entregan antesde haber oído lo que deben entregar; y muchasveces se engañan en la cosa que llevan a su señor,y, en lugar del libro que éste pedía, le llevan unestilo para escribir. El intemperante, en punto acólera, está en el mismo caso que estos esclavos.Apenas oye la primera frase que cree ofensiva,cuando su corazón se llena de un deseo desenfre-nado de venganza, y ya no puede escuchar ni unasola palabra para poder saber si obra bien o mal alirritarse o, por lo menos, si se irrita más de lo quedebiera. Esta tendencia a la cólera, que puede lla-marse intemperancia de cólera, no me parece muyreprensible. Pero la intemperancia que abusa del

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placer lo es, a mi parecer, mucho más. Esté segun-do arrebato difiere del otro en que la razón intervie-ne en él para impedir que se obre, y el intemperanteque se deja dominar por el placer obra contra larazón que le habla. Y así, esta intemperancia mere-ce más reprensión que la intemperancia de la cóle-ra, porque está en un verdadero sufrimiento, entanto que no puede uno encolerizarse sin sufrir;mientras que, por lo contrario, la intemperancia queprocede del deseo o de la pasión siempre va acom-pañada de placer. Esto es lo que la hace más re-prensible, porque la intemperancia que acompaña alplacer parece una especie de insolencia y de desaf-ío a la razón.

¿La templanza y la paciencia son una sola ymisma virtud? La templanza se refiere a los place-res, y es hombre templado el que sabe dominar suspeligrosos atractivos; la paciencia por lo contrario,sólo se refiere al dolor, y el que soporta y sufre losmales con resignación es paciente y firme. En igualforma, la intemperancia y la molicie no son la mismacosa. Hay molicie y es flojo un hombre cuando nosabe soportar las fatigas, no todas indistintamente,sino las que otro hombre en las mismas circunstan-cias se creería en la necesidad de soportar. El in-temperante es el que no puede soportar los alicien-

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tes del placer y se deja ablandar y arrastrar porellos.

Puede distinguirse aún el intemperante delque se llama incontinente. ¿El incontinente es in-temperante? ¿Y el intemperante debe confundirsecon el incontinente? El incontinente es el que creeque lo que hace es excelente y le es muy útil, y queno tiene en sí mismo una razón que sea capaz deoponerse a los placeres que le seducen y le ciegan.El intemperante, por lo contrario, siente en sí larazón que se opone a sus extravíos en aquellascosas a que le arrastra su funesta pasión. De estosdos, ¿cuál es el que más fácilmente puede curar, elintemperante o el incontinente? Lo que pareceríaprobar que el intemperante es menos fácil de corre-gir y que el incontinente es más curable, es queéste, si tuviese en sí la razón que le hiciera conocerque obraba mal, no lo haría, mientras que el intem-perante posee la razón que se lo advierte y, sinembargo, obra; por consiguiente, parece absoluta-mente incorregible. Desde otro punto de vista, ¿cuáles el más malo de los dos, el que nada bueno tieneabsolutamente en sí, o el que une buenas cualida-des a los vicios que señalamos? ¿No es evidenteque sea el incontinente, puesto que la facultad máspreciosa que tiene en sí se encuentra profundamen-

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te viciada? El intemperante posee un bien admira-ble, que es la razón sana y recta, mientras que elincontinente no la tiene. La razón, por lo demás,puede decirse que es el principio de los vicios deluno y del otro. En el intemperante, el principio, quees la cosa verdaderamente capital, es todo lo quedebe ser y está en excelente estado; pero en elincontinente este principio está alterado; y en estesentido, el incontinente está por bajo del intempe-rante.

Con estos vicios sucede lo que con aquel aque hemos dado nombre de brutalidad, el cual espreciso considerar, no en el bruto mismo, sino en elhombre. ¿Por qué este nombre de brutalidad estáreservado a la última degradación del vicio? ¿Y porqué no se le puede estudiar en el bruto? Por larazón única de que el mal principio no está en elanimal, puesto que sólo la razón es el principio.¿Quién ha hecho más mal al mundo, un león o unDionisio, un Falaris, un Clearco o cualquier otromalvado? ¿No es claro que fueron estos mons-truos? El principio malo, que esta en el ser, es de lamayor importancia para el mal que aquél hace, peroen el animal no hay un principio de esta clase. En elincontinente, por tanto, el principio es el malo, y enel momento mismo en que comete actos culpables,

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la razón, de acuerdo con su pasión, le dice que espreciso hacer lo que hace. Esto prueba que el prin-cipio que está en él no es sano, y en este conceptoel intemperante podría aparecer por encima deldisoluto.

Por lo demás, pueden distinguirse don espe-cies de intemperancia.

La una, que arrastra desde el primer momen-to, si que preceda premeditación, y que es instantá-nea; por ejemplo, cuando vemos una mujer hermo-sa y en el acto advertimos una impresión, comoresultado de la cual surge en nosotros el deseoinstintivo de cometer ciertos actos que quizá nodeberían cometerse. La otra especie de intempe-rancia no es, en cierta manera, más que una debili-dad, porque va acompañada de la razón que nosimpide obrar. La primera especie no deberá consi-derársela muy digna de reprensión, porque puedeproducirse también en corazones virtuosos, es de-cir, en hombres ardientes y bien organizados. Perola otra sólo se produce en los temperamentos fríos ymelancólicos, y éstos son reprensibles. Añadamosque siempre se puede, si atendemos a la razón,llegar a no sentir nada en este caso, diciéndose a símismo que, si aparece una mujer hermosa, es pre-

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ciso contenerse en su presencia. Si se sabe preve-nir así todo peligro mediante la razón, el intempe-rante, arrastrado, quizá, por una impresión imprevis-ta, no experimentará ni hará nada que sea vergon-zoso. Pero cuando, a pesar de lo que aconseja larazón, enseñándonos que es preciso abstenerse deestos hechos, se deja uno ablandar y arrastrar porel placer, se hace el hombre mucho más culpable.El hombre virtuoso jamás se hará intemperante deesta manera, y la razón misma, adelantándose, notendrá necesidad de curarle. La razón sola es suguía soberana; pero el intemperante no obedece ala razón, sino que, entregándose por entero al pla-cer se deja ablandar y hasta enervar por ella.

Más arriba preguntamos si el prudente estemplado; cuestión que podemos resolver ahora. Sí,el prudente es templado igualmente, porque elhombre templado no es sólo hombre que sabe consu razón domar las pasiones que siente, sino quees también el que sin experimentar estas pasiones,es capaz de vencerlas, si llegan a nacer en él. Elprudente es el que no tiene malas pasiones y queposee, además, la recta razón para dominarlas. Eltemplado es el que siente malas pasiones y sabeaplicar a ellas su recta razón; por consiguiente, eltemplado viene después del prudente, y es prudente

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también. El prudente es el que no siente nada; tem-plado es el que siente y que domina, o puede domi-nar, en caso necesario, lo que experimenta. Nadade esto pasa con el prudente, y no deberá confun-dirse absolutamente el intemperante con él.

Otra cuestión: ¿El intemperante es inconti-nente? ¿El incontinente es intemperante? ¿O bien,lo uno no es consecuencia de lo otro? El intempe-rante, como ya hemos dicho, es aquel cuya razóncombate las pasiones; pero el incontinente no estáen este caso, porque es el que, al hacer el mal,tiene la aquiescencia de su razón. Y así, el inconti-nente no es como el intemperante, ni el intemperan-te como el incontinente. Hasta puede decirse que elincontinente está por bajo del intemperante, porquelos vicios de naturaleza son más difíciles de curarque los que preceden del hábito, porque toda lafuerza del hábito se reduce a que las cosas en no-sotros se conviertan en una segunda naturaleza. Yasí, el incontinente es el que, por su propia natura-leza y por ser tal como es, se encuentra capaz deser vicioso, y éste es el origen único de que se for-me en él una razón mala y perversa. Pero el intem-perante no es así, pues no porque él sea por natu-raleza malo, su razón lo ha de ser también, porquesería ésta necesariamente mala si fuese él mismo,

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por naturaleza, lo que es el hombre vicioso. En unapalabra, el intemperante es vicioso por hábito, y elincontinente lo es por naturaleza. El incontinente esmás difícil de curar, porque un hábito puede sersubstituido por otro hábito, mientras que nada pue-de suplantar a la naturaleza.

Pasemos ahora a la última cuestión. Puestoque el intemperante es tal que sabe lo que hace yno le engaña su razón, y como, por otra parte, elhombre prudente examina cada cosa con la rectarazón, podemos preguntar: ¿el hombre prudentepuede ser o no intemperante? Es posible esta dudaen ciertas teorías, pero si nos atenemos a lo queprecede, podremos concluir que el hombre prudenteno es intemperante. Conforme a lo que hemos di-cho, el hombre prudente no es sólo el que está do-tado de una razón sana y recta, sino que, principal-mente, sabe practicar y realizar lo que parece mejora su razón ilustrada. Luego, si el hombre prudentehace las mejores cosas, evidentemente no puedeser intemperante. Pero el hombre hábil puede serlo,porque en lo que precede hemos separado la pru-dencia de la habilidad, cosas que encontramos muydiferentes. Se aplican ambas a los mismos objetos,pero la una sabe obrar y la otra no obra. Así, pues,el hombre hábil puede muy bien ser intemperante;

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porque puede no obrar en las mismas cosas en quees hábil; pero el hombre prudente jamás será in-temperante.

Capítulo novenoDel placer

Para completar todas las teorías precedentes,debemos tratar del placer, puesto que se trata de lafelicidad, y todo el mundo está acorde en creer quela felicidad es el placer, y en que consiste en vivir deuna manera agradable o, por lo menos, que sin elplacer no hay felicidad posible. Los mismos quehacen la guerra al placer y que no quieren contarloentre los bienes reconocen cuando menos, que lafelicidad consiste en no tener pena, y no tener penaes estar a punto de tener placer. Es preciso, puesestudiar el placer, no sólo porque los demás filóso-fos creen que deben ocuparse de él, sino tambiénporque, en cierta manera, es una felicidad que lohagamos. En efecto, tratamos de la felicidad, quehemos definido diciendo que es el acto de la virtud

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en una vida perfecta; pero la virtud se refiere esen-cialmente al placer y al dolor, y, por consiguiente, esimprescindible hablar del placer, puesto que sinplacer no hay felicidad.

Recordemos, ante todo, los argumentos delos que no quieren considerar el placer como unbien, ni elevarlo a este rango. Dicen, en primer lu-gar, que el placer es una generación, es decir, unhecho que deviene sin cesar, sin ser nunca; queuna generación es siempre una cosa incompleta, yque al verdadero bien no debe rebajársele nunca alrango de cosa incompleta. En segundo lugar aña-den que hay placeres malos y que el bien jamáspuede estar en el mal. Además, observan que elplacer está en todos los seres indistintamente, en elmalo como en el bueno, en la bestia feroz como elanimal doméstico, y que el bien no puede nuncatener que ver con los seres malos, ni es posible quesea común a tantas criaturas diferentes. Dicen tam-bién que el placer no es el fin supremo del hombre,y que el bien, por lo contrario, es este fin supremo.Por último, sostienen que el placer impide muchasveces cumplir con el deber y hacer el bien, y que loque impide cumplir con el deber no puede ser elbien. Por último, sostienen que el placer impidemuchas veces cumplir con el deber y hacer el bien,

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y que lo que impide cumplir con el deber no cumplircon el deber y hacer el bien, y que lo que impidecumplir con el deber no puede ser el bien. Es preci-so refutar, ante todo, la primera objeción que con-vierte el placer en una simple generación, y tratar derechazar tal razonamiento haciendo ver que no esexactamente verdadero. En primer lugar, no todoplacer es una generación. El placer que nace de laciencia y de la contemplación intelectual no es unageneración, como no lo es el que procede de lossentidos del oído y del olfato, porque en estos casosno nos viene el placer de satisfacer una necesidad,como sucede en otros muchos, por ejemplo, en losplaceres de comer y beber, que pueden proceder, ala vez de la necesidad y del exceso, puesto quepodemos gustar de ellos, ya satisfaciendo una ne-cesidad, ya compensando un exceso anterior. Enestas condiciones, confieso que el placer parece seruna especie de generación. Mas la necesidad es undolor y el exceso también; luego, hay dolor allí don-de hay generación de placer; pero, para gozar delplacer de ver, oír y gustar, no hay necesidad de quehaya habido un dolor anterior, porque puede unocomplacerse en ver una cosa y disfrutar de un olorsin haber experimentado antes un dolor. La mismaobservación puede hacerse respecto al pensamien-

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to que contempla las cosas, puesto que se puedetener placer en la reflexión, sin haber tenido antesun dolor que preceda y provoque este placer; y, portanto, hay cierta especie de placer que no es unageneración. Luego, sí, como pretendían los filósofosque hemos citado, el placer no es un bien porque esuna generación, y si hay un placer que no es unageneración, este placer podrá ser un bien.

Pero voy más adelante, y sostengo que, engeneral, no hay un solo placer que sea una genera-ción. Los mismos placeres de comer y beber, a quese aludía antes, no son verdaderas generaciones, ylos que creen que lo son están en un completoerror, porque los filósofos partidarios de esta opinióncreen que basta que el placer sea una consecuen-cia de la ingestión de los alimentos para que seaesto una generación verdadera, pero esto no esexacto. Hay en el alma cierta parte que nos haceexperimentar placer cuando tomamos las cosas deque advertimos necesidad. Esta parte del alma obraentonces y se pone en movimiento, y este movi-miento y este acto constituyen el placer que experi-mentamos. Pues bien, porque esta parte de nuestraalma obra en el instante mismo en que se toman lascosas destinadas a satisfacer la necesidad, y sim-plemente porque obra, los filósofos a quienes refu-

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tamos han concluido de aquí que el placer es unageneración, sin tener en cuenta que los alimentosque se toman son perfectamente visibles, mientrasque la parte del alma que procura el placer no lo es.Es absolutamente como si se creyese que el hom-bre es un cuerpo, mediante a que su cuerpo esmaterial y sensible, y que su alma no lo es; y sinembargo el hombre es también un alma.

Hay en el alma una parte especial que noshace experimentar placer, y que obra al mismotiempo que tomamos las cosas que son propiaspara satisfacer nuestra necesidad; por consiguiente,se debe concluir de aquí que ningún placer es unageneración. Pero se insiste aun y se dice: " El pla-cer es un retroceso de la sensibilidad del ser a supropia naturaleza, porque hay placer para los serescuando no están desviados de su estado natural, y,para un ser, satisfacer alguna necesidad de su natu-raleza es volver a dicho estado". Pero, como aca-bamos de decir, se puede experimentar placer sinsentir necesidad. La necesidad siempre es una pe-na, y sostenemos que se puede tener placer sinpena y antes de la pena; de suerte que el placer, ennuestra opinión, no consiste, como se pretende, enaplicar una necesidad o cambiar una necesidad ensatisfacción, porque no hay rastro de necesidad en

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los placeres que hemos citado más arriba. En re-sumen, si el placer no pudiera ser un bien única-mente porque ha de ser una generación, comoningún placer tiene semejante carácter, se puedeafirmar que el placer es un bien.

Pero, en seguida, se dice que no todo placeres un bien indistintamente. He aquí cómo se puedeexplicar esto. Hemos sentado que el bien puedemostrarse en todas las categorías, en la de sustan-cia, en la de relación, en la de cantidad, en la detiempo y en todas en general. Esto es de toda evi-dencia, puesto que el placer acompaña siempre alos actos del bien, cualesquiera que ellos sean.Estando el bien en, todas las categorías, es necesa-rio que el placer sea un bien, y como los bienes y elplacer están en las categorías, y el placer va ligadoa los bienes, se sigue que todo placer es bueno.Pero una consecuencia no menos evidente que deesto se puede sacar es que los placeres son dediferentes especies, puesto que las categorías queencierran el placer son diferentes entre sí. No suce-de con los placeres lo que con las ciencias; lagramática, por ejemplo, o cualquiera otra. Si Lamproposee la gramática, será gramático a causa de estemismo conocimiento de la gramática, como lo seráabsolutamente cualquier otro que la posea, puesto

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que no hay dos gramáticas diferentes, una paraLampro y otra para Ileo. Pero no sucede lo mismocon el placer, y así el placer que procede de la em-briaguez y el que nace del amor no son idénticos, yhe aquí por qué los placeres son de muchas espe-cies diferentes.

Por otra parte, del hecho de que hay placeresmalos, los filósofos de que hablamos deducen queel placer no es un bien. Pero esta condición y estaobservación no tocan especialmente al placer, por-que lo mismo se aplican a la naturaleza entera y ala ciencia. La naturaleza, a veces, también se nosmuestra mala, como se ve en los insectos, la lan-gosta y tantos animales inferiores; y, sin embargo,esto no basta para que se diga que la naturaleza esuna cosa mala. Lo mismo sucede respecto a lasciencias, pues también las hay de escasa elevación;por ejemplo, todas las mecánicas, y, sin embargono por esto la ciencia es mala. Todo lo contrario, laciencia y la naturaleza son, generalmente, buenas,porque así como el mérito de un estatuario no debegraduarse por las obras que ha ejecutado mal, sinopor las que ha hecho de una manera acabada yperfecta, en igual forma, ni la ciencia, ni la naturale-za, ni las cosas en general, deben apreciarse porlos malos resultados que producen, sino por los

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buenos. Lo mismo que ellas, el placer es buenogeneralmente, si bien no se nos oculta que hayplaceres malos. La naturaleza de los seres anima-dos es muy diversa; unos la tienen buena, y otrosmala; por ejemplo, la del hombre es buena y la dellobo o de cualquier animal feroz es mala. Tambiénla naturaleza del caballo, la del hombre, la del asnoy la del perro son esencialmente diferentes. Pero siel placer es un retroceso de un estado contra natu-raleza al estado natural para un ser cualquiera, sesigue de aquí que lo que más agradará a una natu-raleza mala será también un placer malo. El hombrey el caballo no tienen los mismos placeres, comosucede con los demás seres; y si las naturalezasson diferentes, no lo son menos los placeres. Elplacer es un retroceso, se decía, y este retrocesovuelve al ser a su naturaleza primitiva; por consi-guiente, el estado ordinario de una mala naturalezaes un estado malo, lo mismo que el estado ordinariode una naturaleza buena es un estado bueno. Perocuando se dice que el placer no es bueno sucede loque con aquellos hombres que, no sabiendo concerteza lo que es el néctar, creen que los diosesbeben vino porque, para ellos, el vino es la bebidamás agradable. Esto es efecto de la ignorancia, ylos que así piensan incurren en un error semejante

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al que sostienen los que dicen que todos los place-res son generaciones y que el placer no es un bien.Como no conocen más que los placeres del cuerpo,y ven que estos placeres son efectivamente gene-raciones, y no son buenos, infieren de aquí que elplacer no es bueno de una manera general.

Pero el placer puede tener lugar ya en unanaturaleza que se rehace, ya en una naturalezaacabada y completa; en una naturaleza que se re-hace, por ejemplo, cuando resulta de la satisfacciónde una necesidad; y en una naturaleza completa,cuando resulta de las sensaciones de la vista, deloído y otras análogas. Pero los actos de una natura-leza regular y completa son evidentemente superio-res, porque los placeres, tómense en uno u otrosentido, son siempre actos, y de aquí concluyo sinvacilar que los placeres de la vista, los del oído y losde la inteligencia son los mejores, puesto que losdel cuerpo no proceden sino de la satisfacción denuestras necesidades.

Se dice también que el placer no es un bien,mediante a que lo que está en todos los seres y escomún a todos no puede ser un bien. El placer,tomado en este sentido restringido, podría aplicarsecon más exactitud al ambicioso y a la ambición,

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porque el ambicioso es el que quiere tenerlo todopara sí solo y, en este concepto, sobrepujar a losdemás hombres. Luego, si el placer es verdadera-mente el bien, debe ser en esta teoría algo análogoal egoísmo del ambicioso. Pero quizá sucede todolo contrario, y acaso el placer debe parecer un bienprecisamente por lo mismo que todos los seres delmundo lo desean. En toda la naturaleza no hay unser que deje de desear el bien, y puesto que todosdesean igualmente el placer, se sigue que el placeres generalmente bueno.

Se decía también, en un sentido opuesto, queel placer no es un bien, porque la mayoría de lasveces es un obstáculo. Si el placer se consideracomo un obstáculo, esta idea nace de qué no se leha estudiado bien. El placer que resulta de una cosaque se ha hecho no es un obstáculo para hacer estacosa. Pero confieso que otro placer distinto puedeser un obstáculo; por ejemplo, el placer que resultade la embriaguez es posible que sea un obstáculoque impida obrar. Mas, desde este punto de vista, laciencia también podrá ser un obstáculo a la ciencia,porque, si uno posee dos ciencias, no es posibleque se ocupe en ambas en un solo y mismo mo-mento. Pero ¿por qué la ciencia no ha de ser unbien, si produce el placer especial que de ella resul-

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ta? ¿Será en este caso un obstáculo? ¿O bien, lejosde serlo, obligará siempre a avanzar más y más? Elplacer que procede de la acción misma que se hacenos excita más a obrar; por ejemplo, obligará alhombre virtuoso a ejecutar actos de virtud y losejecutará con el mismo encanto que la primera vez.¿No será mucho más vivo aún el placer en el mo-mento del acto que le acompaña? Cuando se obracon placer es uno virtuoso, y se cesa de serlo sisólo se hace el bien con dolor. El dolor no se en-cuentra más que en las cosas que se hacen pornecesidad, y si se experimenta dolor al obrar bienes porque se ejecuta bajo el imperio de la necesi-dad. Pero desde el momento en que se obra pornecesidad, ya no hay virtud. La razón es que no esposible practicar actos de virtud sin experimentarpena o placer; no hay otro remedio. ¿Y porqué?Porque la virtud supone siempre un sentimiento unapasión cualquiera; y la pasión no puede consistirmás que en la pena o en el placer, porque no puededarse entre ambos; y así, la virtud va siempreacompañada de pena o de placer. Luego si, cuandose hace el bien se hace con dolor, no es uno virtuo-so; y, por consiguiente, la virtud nunca va acompa-ñada de dolor, y sino va acompañada de dolor, lo vasiempre del placer. Por tanto, lejos de que el placer

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sea un obstáculo a la acción, es, por lo contrarío,una excitación a obrar, y, en general, la acción nopuede producirse sin el placer, que es su conse-cuencia y resultado particular.

También se pretendía que nunca el conoci-miento produce placer. Éste es un nuevo error, por-que los operarios que preparan las comidas, lascoronas de flores, perfumes, son agentes de placer.Es cierto que las ciencias no tienen ordinariamentepor objeto y por fin el placer, pero obran siemprecon el placer y nunca sin el placer. Por consiguien-te, puede decirse que la ciencia produce, asimismo,el placer. También se objeta que el placer no es elbien supremo; pero si se diera ensanche a esterazonamiento, se llegarían a suprimir una tras otratodas las demás virtudes. Así porque el valor no seael bien supremo, ¿podrá decirse que el valor no esun bien? ¿No es esto absurdo? La misma respuestapuede darse respecto de todas las demás virtudes,y, por consiguiente, el placer no deja de ser un bienporque no sea el bien supremo.

Pasando a otro asunto, podría suscitarse so-bre las virtudes la cuestión siguiente. La razón do-mina algunas veces las pasiones, como ya hemosdicho con relación a la templanza; otras, la embria-

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guez y las pasiones son las que dominan a la razón,como en el caso de la intemperancia que no sabecontenerse. Si pues que la parte irracional del alma,atacada por el vicio, puede sobrepujar a la razón, lacual permanece, por otra parte, en buen estado, yéste es el caso del intemperante, se puede pregun-tar si a su vez la razón, cuando llega a viciarse,puede dominar las pasiones que hayan alcanzadotodo su desenvolvimiento regular y que tengan suvirtud propia y especial. Si se admite como posibleeste trastorno de las cosas, resultará que se puedehacer de la virtud un uso detestable. Si sólo se tieneuna razón mala y viciosa, desde el momento en quese use de la virtud, se usará mal de ella. Pero esto,a mi juicio, es un absurdo insostenible. Muy fácil nosserá responder a esta cuestión y resolverla confor-me a los principios que quedan expuesto más arribasobre la virtud. Hemos dicho que la verdadera con-dición de la virtud consiste en que la razón bienorganizada esté de acuerdo con las pasiones queconservan su virtud especial, y, recíprocamente, enque las pasiones estén de acuerdo con la razón. Enesta feliz disposición la razón y las pasiones estaránen completa armonía; la razón mandará siempre lomejor que puede hacerse, y las pasiones regular-mente organizadas estarán siempre dispuestas a

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ejecutar, sin la menor dificultad, lo que la razón lesordena. Si la razón es viciosa y está mal dispuesta,y las pasiones, por su parte, son lo que deben ser,no habrá virtud, porque faltará la razón, y la verda-dera virtud se compone de estos dos elementos.Por consiguiente, no será posible usar mal de lavirtud, como se pretendía. Absolutamente hablando,no es la razón, como algunos filósofos pretenden, elprincipio y la guía de la virtud; lo son más bien laspasiones. Es preciso que la naturaleza ponga, antetodo, en nosotros una especie de fuerza irracionalque nos arrastre hacia el bien, que es lo que sucedecon las pasiones; después viene la razón, que da enúltimo lugar su opinión y que juzga las cosas. Puedeobservarse esto mismo en los niños y en los seresque están privados de razón. Se observa en ellosarranques instintivos de las pasiones hacia el bien,sin ninguna intervención de la razón; más tarde larazón viene, y, dando su voto de aprobación en elsentido señalado por las pasiones, arrastra al ser aejecutar definitivamente el bien. Pero si se parte dela razón como principio para ir al bien, sucede quelas pasiones, que están las más veces en des-acuerdo con ella, no la siguen, y hasta son contra-rias a aquélla. De aquí concluyo que la pasión regu-

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lar y bien organizada es el principio que nos condu-ce a la virtud más bien que la razón.

Capítulo décimoDe la fortuna

Parece natural, después de todo lo que pre-cede, hablar también de la fortuna, puesto que tra-tamos de la felicidad. Se cree muy generalmenteque la vida dichosa es la vida afortunada, o, pocomenos, que no hay vida dichosa sin fortuna. Quizátengan razón los qué así piensan, porque sin losbienes exteriores, de que la fortuna dispone sobe-ranamente, no es posible ser completamente dicho-so. Y así será muy bueno hablar de la fortuna yexplicar de una manera general qué es el hombreafortunado, bajo qué condiciones lo es, y qué bie-nes se requieren para serlo.

Se advierte en el primer momento cierto em-barazo al abordar materia tan delicada. En efecto,no puede decirse que la fortuna se parezca a la

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naturaleza, porque ésta hace de la misma maneralas cosas que produce siempre o por lo menos, enlos más de los casos. Por lo contrario, la fortunajamás hace las cosas de la misma manera, sino quelas hace sin ningún orden y como mejor cuadra. Heaquí por qué se dice que en las cosas de esta clasees en las que tiene lugar el azar o la fortuna. Lafortuna no puede confundirse con la inteligencia, nicon la recta razón, porque en éstas reina la regula-ridad no menos que en la naturaleza; las cosas enellas son eternamente las mismas, mientras que lafortuna y el azar no tienen aquí cabida. Y así, dondereinan más la razón y la inteligencia, allí es dondehay menos azar; y donde aparece más azar, haymenos inteligencia. Pero ¿la buena fortuna es resul-tado de la benevolencia o cuidado de los dioses, oes ésta una idea falsa? Dios es a nuestros ojos eldispensador soberano que reparte los bienes y losmales según se merecen; pero la fortuna y todas lascosas que proceden de la fortuna sólo el azar lasreparte; luego, si atribuimos a Dios este desorden,le supondremos un mal juez o, por lo menos, unjuez muy poco equitativo, papel que no correspondea la majestad divina.

Pero, fuera de las cosas que acabamos deindicar, no se sabe dónde colocar la fortuna; y, por

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consiguiente, debe ser, evidentemente, alguna deestas cosas. La inteligencia, la razón y la cienciason, a mi juicio, absolutamente extrañas a aquélla.Por otra parte, no es posible que el cuidado y elfavor de Dios sean el origen de la prosperidad y dela fortuna, puesto que muchas veces la obtienentambién los malos, y no es probable que Dios seocupe, de los malos con tanta solicitud. Queda solala naturaleza, qué debe ser, a nuestro parecer, elorigen más probable y más sencillo de la fortuna. Laprosperidad y la fortuna consisten en cosas que nodependen de nosotros, de las que no somos due-ños, y las cuales, no podemos hacer a nuestra vo-luntad. Jamás se dirá del hombre justo, que comojusto ha sido favorecido por la fortuna, como no sedice tampoco del valiente ni del que es virtuoso encualquier concepto, porque éstas son cosas quedepende de nosotros el tenerlas o no tenerlas. Perohay cosas a que podemos aplicar con más propie-dad la palabra buena fortuna; y así decimos delhombre que tiene un nacimiento ilustre, y, en gene-ral, del que obtiene bienes que no dependen de él,que le ha favorecido, la fortuna.

Sin embargo, no es éste tampoco el caso enque puede decirse con propiedad que hay favor dela fortuna. Las palabras afortunado y dichoso pue-

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den tomarse en muchos sentidos; por ejemplo, elque ha llegado a ejecutar un hecho bueno, haciendotodo lo contrario de lo que quería, puede pasar porun hombre dichoso, por un hombre favorecido por lafortuna. También puede llamarse dichoso al que,debiendo esperar con razón un daño de lo quehace, le ha resultado, sin embargo, un provecho.Así que debe entenderse que hay favor de la fortu-na cuando se obtiene un bien con el que no se pod-ía razonablemente contar, o que no se experimentaun mal que se debía razonablemente sufrir. Por lodemás, estas palabras, favor de la fortuna, deberánaplicarse más especialmente a la adquisición de unbien, porque obtener un bien es una felicidad en símisma, mientras que no experimentar un mal sóloes una felicidad indirecta y accidental.

Así, pues, la prosperidad, la fortuna, es encierta manera una naturaleza privada de razón. Elhombre favorecido por la fortuna es el que, sin unarazón suficientemente ilustrada, va en busca de losbienes y los encuentra. Su triunfo sólo puede atri-buirse a la naturaleza, puesto que la naturaleza esla que ha colocado en nuestra alma esta fuerzaciega que nos lleva, sin la intervención de la razón,hacia todo lo que nos debe producir bien. Si se pre-gunta a un hombre afortunado: " ¿Por qué tuvisteis

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por conveniente hacer lo que habéis hecho?", osresponderá: " no lo sé, pero me ha convenidohacerlo". Esto es lo mismo que sucede a los queestán poseídos de entusiasmo, los cuales, anima-dos por el sentimiento que los domina y sin guiarsepor la razón, se ven arrastrados a hacer lo quehacen.

Por lo demás, a la fortuna no podemos darleun nombre propio especial, por más que muchasveces le demos el de causa. Pero causa es unacosa distinta que el nombre que se la da. En efecto,la causa y aquello de que es causa son cosas muydistintas, y se puede también llamar a la fortuna unacausa independientemente de esta fuerza comple-tamente instintiva que nos hace adquirir los bienesque deseamos; por ejemplo, la causa es la quehace que no se sufra un mal en un caso determina-do o que se reciba un bien en otro en que no debíaesperarse. Y así, la fortuna, la prosperidad, com-prendida de esta manera, es diferente de la otra encuanto parece resultar sólo de una inversión de lascosas y que ella es una felicidad indirecta Y acci-dental. Pero si aun se quiere llamar a esto un favorde la fortuna, no se puede negar, sin embargo, quehay un elemento más especial de felicidad en estaotra fortuna, en la que el individuo lleva en sí mismo

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el principio de fuerza que le hace adquirir los bienesque él desea.

En resumen, corno no hay felicidad sin losbienes exteriores, y estos bienes sólo proceden delfavor de la fortuna, como acabamos de decir, espreciso reconocer que la fortuna contribuye por suparte a la felicidad. He aquí lo que teníamos quedecir de la fortuna y de la prosperidad.

Capítulo undécimoResumen de las teorías particulares sobre cada

una de las virtudes especiales

Después de haber hecho el análisis de cadavirtud en particular, sólo nos resta resumir todosestos pormenores para presentar el retrato de lavirtud en su conjunto y en su generalidad. No des-aprobamos la expresión, compuesta de dos pala-bras en la lengua griega, mediante la que se desig-na el carácter de hombre completamente virtuoso:la honestidad unida a la bondad, a la belleza moral,

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porque se dice de un hombre que es honesto ybueno, para, expresar que es de una virtud comple-ta. Por lo demás, esta expresión general, honesta ybuena, puede aplicarse a la virtud en todos susmatices, a la justicia, al valor, a la prudencia; en unapalabra a todas las virtudes sin excepción. Perodividiendo la palabra en los dos elementos de queestá formada, diremos que hay cosas que son es-pecialmente honestas, y otras que son especial-mente buenas y bellas. Entre las cosas buenas, hayunas, que lo son de una manera absoluta, y otrasque no lo son absolutamente. Las cosas honestas ybellas son, por ejemplo, las virtudes y todos losactos que la virtud inspira. Las cosas buenas, losbienes, son el poder, la riqueza, la gloria, los hono-res y las demás análogas. El hombre honesto ybueno es aquel que aspira a la adquisición de losbienes absolutos, y para quien las cosas absoluta-mente bellas son las bellas cosas que trata de eje-cutar. Este es el hombre honesto y bueno; ésta esla belleza moral. Pero el hombre para quien losbienes absolutos no son bienes, no es honesto ybueno, en la misma forma que no está sano elhombre para quien las cosas sanas, absolutamentehablando, no son sanas. Si la fortuna y el poder, alcaer en manos de un hombre, le sol dañosos, no

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debe desearlos, porque sólo debe desear los bienesque no pueden perjudicarle. Pero el hombre queestá organizado de tal manera que hace bien enprivarse de la posesión de algunos de estos bienesno es lo que llamamos honesto y bueno. Verdade-ramente honesto y bueno sólo es aquel para quientodos los verdaderos bienes subsisten siéndolo, yque no se deja corromper por ellos, como los hom-bres se dejan corromper, las más de las veces, porla riqueza y el poder.

Capítulo duodécimoNuevo examen de algunas de las teorías ante-

riormente expuestas

Ya hemos visto más arriba lo que es obrarconforme a las virtudes, pero esta teoría no ha sidosuficientemente desenvuelta. En efecto, hemosdicho lo que es conducirse según la recta razón,pero no sabiendo exactamente lo que debe enten-derse por esto, es posible que se pregunte qué

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significa conformarse con la recta tazón, y en quéconsiste la recta razón que se recomienda.

Obrar según la recta razón es obrar de mane-ra que la parte irracional del alma no impida a laparte racional realizar el acto que es propio de ella;entonces la acción que se ejecuta es conforme a larecta razón. Nosotros tenemos en el alma una parteque es menos buena y otra parte que es mejor.Ahora bien; la peor siempre está hecha en conside-ración a la mejor, como en la asociación del alma ydel cuerpo, el cuerpo está hecho para el alma, ydecimos que el cuerpo está en buen estado cuandono es un obstáculo para el alma, sino que por elcontrario contribuye y concurre a la realización delacto que de ella es propio; porque lo peor, repito,está hecho en vista de lo mejor y está destinado aobrar de concierto con él. Así, pues, cuando laspasiones no impiden a la inteligencia realizar sufunción especial, las cosas se hacen entoncessegún la recta razón. «Sí, sin duda, eso es cierto,podrá decirse». Pero ¿cómo deben ser las pasionespara, que no sirvan de obstáculo al alma? ¿Y enqué momento se encuentran dispuestas de estamanera? He aquí lo que no sabemos". Confieso queeste punto no es fácil de resolver; pero tampoco elmédico llega a tanto. Cuando receta una tisana a un

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enfermo que tiene fiebre, y un discípulo le dice: "¿Cómo conoceré yo que un enfermo tiene fiebre?Cuando veáis que está pálido. - ¿Y cómo veré queestá pálido?" Comprendiendo, el médico, entonces,que no puede llevar más allá sus contestaciones, leresponderá: " Si carecéis del sentimiento y de lapercepción de estas cosas, no tengo nada que de-cir". El mismo diálogo, exactamente, puede aplicar-se en una multitud de circunstancias semejantes, yabsolutamente del mismo modo es como se puedeadquirir el conocimiento de las pasiones; es precisoque cada uno contribuya, por su parte, a observar-las sintiéndolas. Otra cuestión se puede suscitaraún, y preguntar: " Pero, aun cuando yo supieraesto, ¿sería por eso dichoso?" Así se cree, gene-ralmente, pero es un error. No hay ciencia algunaque dé al que la posee el uso y la práctica actual yefectiva de su objeto particular, sino que sólo le dala facultad de servirse de ella. Así, con aplicación alo que se trata, la ciencia de estas cosas no da eluso de ellas, puesto que la felicidad, como yahemos dicho, es un acto, y la ciencia sólo da la sim-ple facultad; y la felicidad no consiste en conocer dequé elementos se compone, sino que consiste sóloen servirse de estos elementos.

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El objeto de este tratado no es enseñar el usoy la práctica de estas cosas, y repito que ni ésta nilas demás ciencias dan el uso directo de las cosas;dan, tan sólo, la facultad de usar de ellas.

Capítulo décimo terceroDe la amistad

Además de todas las teorías precedentes, ypara completarlas es indispensable hablar de laamistad, diciendo lo que es, en qué consiste y a quése aplica. Viendo como vemos que es cosa que sepuede sentir durante toda la vida, que puede subsis-tir en todo tiempo y que es siempre un bien, es pre-ciso considerarla como una cosa ajena a la felici-dad.

Será, quizá, lo mejor que indiquemos ante to-do las cuestiones que surgen y las indagacionesque pueden hacerse a propósito de la amistad. Heaquí la primera cuestión: ¿la amistad existe sóloentre seres semejantes, como sucede al parecer y

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como suele decirse comúnmente? «El grajo, segúnel proverbio, busca el grajo, su igual».

«Y lo que se asemeja, un Dios lo junta siem-pre».

También se cita a este propósito una res-puesta de Empédocles, con motivo de una perraque iba a dormir siempre sobre el mismo ladrillo: "¿Por qué, se preguntaba, esta perra va siempre adormir sobre este ladrillo? Es porque esta perratiene alguna semejanza con el color de ese ladrillo",queriendo indicar con esto que el hábito de esteanimal sólo procedía de la semejanza.

Otros sostienen, por lo contrario, que la amis-tad se forma principalmente entre seres contrarios;y así dicen que la tierra ama la lluvia, cuando elsuelo está seco, y que lo contrario desea ser amigode lo contrario. La amistad, añaden, no puede tenerlugar entre semejantes porque lo semejante, evi-dentemente, no tiene necesidad de su semejante; ycomo éste se hacen otros razonamientos análogos,que paso en silencio.

He aquí otra cuestión: ¿es difícil o fácil quedos se hagan amigos? Los aduladores, que tanpresto se familiarizan, no son amigos; sólo tienen

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apariencia de tales. Se pregunta, también, si elhombre virtuoso puede ser amigo del malo, puestoque la amistad sólo puede fundarse en una sólidaconfianza, que jamás inspira el hombre malo. ¿Y elmalo puede ser amigo del hombre malo, o esta re-lación es también imposible?

Para responder a estas cuestiones es buenoprecisar ante todo de qué amistad queremos hablar.Y así, a veces nos imaginamos que puede haberamistad, ya respecto de Dios, ya respecto de lascosas inanimadas; lo cual es un error. En nuestraopinión, sólo cabe verdadera amistad donde hayreciprocidad de afectos. Pero la amistad, el amor aDios, no admite reciprocidad, y la amistad imposi-ble. ¿No sería el colmo del absurdo decir que seama a Júpiter? Tampoco puede haber reciprocidadde amistad con las cosas inanimadas, y si se diceque se aman ciertas cosas inanimadas, se ama elvino, por ejemplo, o cualquiera otra cosa de estegénero. Por lo tanto, no es objeto de nuestro estudiola amistad o el amor de Dios, ni la amistad y el amorrespecto de las cosas inanimadas; sólo estudiamosla amistad posible entre los seres animados, y notodos, sino únicamente los que pueden correspon-der a la afección que se les muestra. Si se quisierallevar más adelante el análisis e indagar cuál es el

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verdadero objeto del amor, podríamos decir, desdeluego, que no es otra cosa que el bien. Es ciertoque el objeto amado y el objeto que debería amarseson algunas veces muy diferentes, como lo son lacosa que se quiere y la que se debería querer. Lacosa que se quiere de una manera absoluta es elbien; la que cada uno debe querer es lo es buenopara él en particular. En igual forma, la cosa que seama es el bien, absolutamente hablando; la que sedebe amar es la que es un bien para uno personal-mente. Por consiguiente, amado es igualmente elobjeto que se debe amar, pero el objeto que sedebe amar no es siempre el objeto que se ama.

Esto es precisamente lo que motiva la cues-tión sobre si el hombre de bien puede ser o no ami-go del hombre malo. El bien individual está en ciertamanera ligado al bien absoluto, lo mismo que elobjeto que debe ser amado está ligado al objeto quese ama; y el resultado y la consecuencia del bien eslo agradable y útil. Ahora bien, la amistad existeentre los hombres de bien, cuando se tienen unamutua afección.

Se aman entre sí en cuanto pueden amarse,y pueden amarse en cuanto son buenos. Y así pue-de decirse que el hombre de bien no será amigo del

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hombre malo. Sin embargo lo será, porque siendo loútil y lo agradable un resultado del bien, el hombremalo, si es agradable, es amigo en tanto que agra-dable, y si es útil, es igualmente amigo en tanto esútil. Pero convengo en que una amistad de estaclase no descansará en los verdaderos motivos quedeben obligar a amar, porque sólo el bien es dignode ser amado, y el hombre malo, haga lo que quie-ra, no es verdaderamente digno de ser amado. Estemismo sólo es amado en el sentido en que puedeserlo, porque estas amistades, que sólo descansanen lo agradable y lo útil, están muy distantes de laamistad perfecta, es decir, de la que nos une a loshombres de bien. El hombre que sólo ama en vistade lo agradable no siente esta amistad que inspirael bien, así como tampoco el que sólo ama en vistade lo útil. Por lo tanto, es preciso decir que estastres clases de amistad, que se refieren al bien, a loagradable, a lo útil, si bien no son idénticas, noestán tan distantes entre sí como podría creerse.Dependen todas tres, en cierta manera, de un mis-mo principio. Es como decimos, empleando unasola y misma palabra, de la lanceta que es medici-nal, de un hombre que es medicinal y de la cienciaque es medicinal. Estas, expresiones, según se ve,no se toman en el mismo sentido; la lanceta, en

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tanto que es un instrumento útil a la medicina, sellama medicinal; el hombre, en tanto que da la sa-lud, se le puede llamar medicinal o médico; en fin, laciencia se llama medicinal, porque es la causa y elprincipio de todo lo demás. En igual forma aquellasrelaciones, diferentes como son, se las llama amis-tades: la de los buenos que se contrae bajo la in-fluencia del bien, la que nace bajo el influjo de loagradable, y lo mismo la que procede de lo útil. Nose las llama con un mismo nombre, ni son tampocoidénticas, pero afectan casi a las mismas cosas ytienen, un mismo origen.

Si se dice: " pero el que sólo es amigo en vis-ta de lo agradable, y no es verdaderamente amigode su pretendido amigo, puesto que no lo es por lasola influencia del bien"; responderé: este hombrese encamina hacia la amistad propia de los hom-bres de lo bueno, bien, que se compone a la vez detodos estos elementos, lo agradable y lo útil; no esaún amigo según esta amistad, sino que sólo lo essegún la del placer y del interés.

Otra cuestión: ¿el hombre virtuoso será o noamigo del hombre virtuoso? Se responde negativa-mente, porque se dice que lo semejante no tienenecesidad de su semejante. Pero este argumento

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solo afecta a la amistad por interés, a la amistadque se funda en lo útil, porque los que se buscansólo porque se necesitan están unidos por unaamistad que se funda sólo en la utilidad. Pero ladefinición que hemos dado de la amistad por interéses muy distinta de la amistad por virtud o por placer.Los corazones que están unidos por la virtud sonmás amigos que todos los demás, porque tienen ala vez todos los bienes: lo bueno lo agradable y loútil.

Pero, se decía antes, el hombre de bien, si esamigo del hombre de bien, puede serlo también delhombre malo. Sí, en tanto que el malo sea agrada-ble, el malo es su amigo. Y se añadía: el malo pue-de ser también amigo del malo; sí, en tanto queencuentran utilidad en esta relación, los malos son aen sí.

Se ve, en efecto, que muchos hombres sonamigos por utilidad que esto les proporciona, porquetienen el mismo interés y nada impide que un mis-mo interés aproxime a los hombres malos, sin dejarde ser malos. Pero la amistad sólidamente estable-cida, más durable y más bella que todas las demás,es la que une a los hombres virtuosos, Y es muynatural que así suceda, puesto que se aplica a la

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virtud y al bien. La virtud, que engendra esta amis-tad, es inquebrantable, y, por consiguiente, estanoble amistad, que aquella produce, debe ser in-quebrantable como ella. Lo útil, por lo contrario,jamás es lo mismo, y he aquí por qué la amistadque sé funda en lo útil nunca es estable, y se hundecon la utilidad que la ha hecho nacer. Otro tantoPodría decirse de la amistad formada por el placer.Así, pues, la amistad que une los corazones nobleses la que se forma mediante la virtud; la amistad delvulgo sólo procede del interés; y, en fin, la del placeres la amistad de los hombres groseros y desprecia-bles.

A veces nos indigna y nos llena de asombroencontrar malos amigos. Sin embargo, no hay enesto nada que deba sublevar la razón. Cuando laamistad no tiene otro principio que el placer o lautilidad, tan pronto como estos motivos desapare-cen, la amistad no debe sobrevivirlos. Muchas ve-ces, la amistad subsiste a pesar de estas decepcio-nes; pero el amigo se ha conducido mal, y hasta seirrita uno contra él. Su conducta, sin embargo, no estan irracional como se supone; pues que, no estan-do uno ligado con él por la virtud, no debe extrañar-se que haga cosas que no sean conformes a lavirtud misma. La indignación que se siente no está

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justificada, pues no habiendo contraído en el fondomás que una amistad de placer, no hay motivo paraimaginar que debería haber una amistad de virtud.Esto es imposible, porque a la amistad de placer ode interés importa muy poco la virtud. Uno, estáligado a otro por el placer, quiere encontrar la virtudy se engaña. La virtud no sigue al placer ni al in-terés, mientras que ambos siguen a la virtud. Seincurre en un grave error cuando se cree que loshombres de bien son muy agradables los unos a losotros. Los malos, como dice Eurípides, gustan losunos de los otros.

«El malo siempre busca al malo». Pero, repi-to, la virtud no sigue al placer; es el placer, por locontrario, el que sigue a la virtud.

¿El placer es o no un elemento necesario,además de la virtud, en la amistad de los hombresde bien? Sería un absurdo pretender que no esnecesario que exista placer en tales relaciones. Siquitáis a los hombres de bien esta ventaja de com-placerse y de ser agradables los unos a los otros,se verán forzados a buscar otros amigos que losean más, para unirse y vivir con ellos, porque en laintimidad de la vida común nada hay más esencialque el complacerse mutuamente. Sería un absurdo

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creer que los buenos no son tan capaces comocualquiera otro de vivir en intimidad con los demás,y como no puede menos de haber placer en estaintimidad, debemos concluir que los hombres debien, más que nadie, son agradables los unos a losotros.

Hemos visto que las amistades son de tresespecies, y se ha suscitado la cuestión de si encada una de ellas consiste la amistad en la igualdado en la desigualdad. A nuestro parecer, puede con-sistir en una y otra a la vez. La amistad de los bue-nos o la amistad perfecta se produce por la seme-janza; la amistad de interés descansa, por lo contra-rio, en la desemejanza; el pobre es amigo del rico,porque tiene necesidad de los bienes en que el ricoabunda; y el malo se hace amigo del bueno por lamisma razón, pues faltándole la virtud, se haceamigo del hombre en quien espera encontrarla. Yasí la amistad por interés se produce en seres de-semejantes, y podría aplicarse a ella el verso deEurípides: " La tierra ama la lluvia cuando todo enella está seco", y podría decirse que la amistadfundada en el interés se produce entre seres contra-rios precisamente a causa de su misma desemejan-za. Porque si se toman por ejemplo las cosas másopuestas, el agua y el fuego, puede afirmarse que

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son útiles la una a la otra. El fuego perece y se ex-tingue, si no tiene la humedad que le proporcione encierta manera su alimento, siempre que sea en unacantidad tal que pueda absorberla. Si predomina lahumedad, ésta mata al fuego, mientras que, si noexcede de la cantidad conveniente, sirve para man-tenerlo. Es, pues, evidente que, hasta en los seresmás contrarios, la amistad puede formarse median-te la utilidad que se prestan los unos a los otros.Todas las amistades, ya nazcan de la igualdad o dela desigualdad, pueden reducirse a las tres especiesya indicadas. Pero en todas estas relaciones puedesobrevenir desacuerdo entre los amigos, si no soniguales en el afecto que se profesan, en los servi-cios recíprocos que se prestan, en los sacrificiosque mutuamente hacen y en todas las demás rela-ciones análogas. Cuando uno de los dos hace lascosas con ardor y el otro con negligencia, se origi-nan cargos y acusaciones con motivo de esta faltade cuidado y de este olvido. Sin embargo, no es enaquellas uniones, en que la amistad tiene por una yotra parte el mismo objeto, quiero decir, aquellas enque los dos amigos están ligados por interés, o porplacer, o por virtud, en las que esta falta de afecciónde parte de uno de ellos se deja claramente ver. Sime hacéis menos bien que el que yo mismo os

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hago, no dudo en creer que debo redoblar la afec-ción hacía vos para atraeros. Pero las dimensionesson más frecuentes y más sensibles en aquellaamistad en que no están ligados los amigos por elmismo motivo, porque en este caso no se apreciamuy claramente de qué lado está la razón. Porejemplo, si uno se ha unido por placer y otro porinterés, puede haber gran dificultad en discernirquién es el culpable. Aquel de los dos que da lapreferencia a lo útil no cree que el placer que se leproporciona, sea equivalente a la utilidad que seprometía; y por su parte el otro, que da la preferen-cia al placer, no cree recibir una compensación sufi-ciente del placer, que es lo que él busca, en losservicios que se le prestan. Y he aquí por qué en lasamistades de este género se producen tales des-avenencias.

En cuanto a las relaciones desiguales, losque superan por sus riquezas, o por cualquiera otracircunstancia análoga, se imaginan que no tienenobligación de amar, y que por lo contrario deben seramados por sus amigos que son más pobres queellos. Sin embargo, amar vale más que ser amado,porque amar es un acto de placer y un bien, mien-tras que, por mucho que uno sea amado, no resultade esto ningún acto de parte del ser amado. Esto es

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a la manera que vale más conocer que ser conoci-do; ser conocido, ser amado, lo mismo puede decir-se de los seres inanimados, mientras que conocer yamar pertenece exclusivamente a los seres anima-dos. Hacer bien vale más que no hacerle; el queama hace el bien en el hecho mismo de amar; elque es amado, en el hecho mismo de ser amado nohace nada. En general los hombres, por una espe-cie de ambición, quieren más ser amados que amar,porque en cierta manera es una situación más ven-tajosa la del que es amado. El que es amado siem-pre tiene superioridad sobre el otro, Vi por el placerque proporciona, ya por su riqueza, ya por su virtud,y el ambicioso lo que quiere es la superioridad. Aho-ra bien, los que presumen esta superioridad creenque no deben amar, y que en el hecho mismo deser superiores, compensan con esta cualidad a losque los aman; y como éstos son inferiores a ellos,suponen que deben ser amados y no amar. Por locontrario, el que tiene necesidad y ha menester defortuna, o de placer, o de virtud, admira al que lelleva todas estas ventajas, y le ama por las cosasque obtiene o espera obtener de él. También puededecirse que todas estas amistades nacen de la sim-patía, en el sentido de que uno se siente benévolopara con otro y se desea para él el bien. Pero la

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amistad, que se forma así, no reúne siempre todaslas condiciones que se requieren, y muchas veces,queriendo bien a uno, se desea sin embargo vivircon otro. ¿Son éstas, por lo demás, las afecciones ylos sentimientos de la amistad ordinaria o sólo estánreservadas a la amistad completa que se funda enla virtud? Todas las condiciones se encuentran re-unidas en esta noble amistad. En primer lugar no sedesea, vivir con otro amigo que no sea éste, puestoque lo útil, lo agradable y la virtud se encuentranreunidos en el hombre de bien. Además, queremosel bien para él, con preferencia a cualquiera otro, ydeseamos vivir y vivir dichosos con él más que conningún otro hombre.

Con motivo de lo que va dicho puede susci-tarse la cuestión de si es o no posible que uno setenga amistad a sí mismo. La dejaremos aparte porel momento, y más tarde volveremos a ella. Todo loqueremos para nosotros, y desde luego queremosvivir con nosotros mismos, lo cual puede decirseque es una necesidad de nuestra naturaleza; y nopodemos desear con mayor ardor la felicidad, lavida y la buena suerte para ningún otro con prefe-rencia a nosotros mismos. Por otra parte, simpati-zamos principalmente con nuestros propios sufri-mientos. El menor contratiempo, el más pequeño

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accidente de esta clase, nos arranca en el momentogritos de dolor. Todos estos motivos podrían hacer-nos creer que es posible la amistad para con unomismo. Por lo demás, todas estas expresiones,simpatía, benevolencia y otras de la misma clase,sólo tienen sentido si se las refiere, ya a la amistadque sentimos para con nosotros mismos, ya a laamistad perfecta, porque todos estos caracteres seencuentran igualmente en las dos. Vivir juntos, de-searse una larga existencia y una existencia dicho-sa, son cosas que se encuentran igualmente en launa y en la otra.

Podría creerse, igualmente, que la amistaddebe encontrarse donde quiera que se encuentranel derecho y la justicia, y que tantas cuantas espe-cies haya de justicia y de derechos, otras tantasdebe de haber de amistad. Y así habría una justiciay un derecho para el extranjero respecto del ciuda-dano que lo hospeda, para el esclavo respecto desu dueño, para el ciudadano respecto del ciudada-no, para el hijo respecto del padre, para el maridode la mujer; asociaciones o amistades a que sereducen en el fondo todas las demás que puedenimaginarse. Añadamos que la más sólida de lasamistades es la que contraen los huéspedes porque no puede haber entre ellos un objeto común

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que provoque rivalidades como puede suceder en-tre los ciudadanos; pues cuando luchan unos conotros para saber quienes han de quedar encima, esimposible que permanezcan por mucho tiempo ami-gos.

Ahora podemos tocar la cuestión de si es ono posible que uno se tenga amistad a sí mismo.Evidentemente, como ya dijimos poco antes, laamistad se reconoce en los pormenores cuyo conconjunto la constituyen; y bien, tratándose de noso-tros mismos, podemos mostrarla mejor en los másminuciosos detalles. Para nosotros mismos, princi-palmente, podemos querer el bien, desear una largavida, y una vida dichosa; nos somos simpáticossobre todo a nosotros mismos, y sobre todo quere-mos vivir con nosotros mismos. Por consiguiente, sila amistad se reconoce mediante todas estas seña-les, y si efectivamente queremos para nosotrostodas estas condiciones particulares de la amistad,evidentemente debe concluirse de aquí que es po-sible tener amistad para sí mismo, así como hemosdicho que es posible ser injusto consigo mismo.Pero como en la injusticia hay siempre dos indivi-duos, uno que la comete y otro que la padece, y unomismo es siempre necesariamente uno solo, poreste motivo parecía que no podía darse la injusticia

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de uno para consigo mismo. La hay, sin embargo,como lo hemos hecho ver al analizar las diversaspartes del alma, pues que hemos demostrado quela injusticia, la para consigo mismo puede tenerlugar cuando las diferentes partes del alma no estánde acuerdo entre sí. Una explicación análoga podríaaplicarse a la amistad para consigo mismo. En efec-to, como ya hemos indicado, cuando queremosexpresar a uno de nuestros amigos que es nuestroamigo íntimo, decimos: " mi alma y la tuya no for-man más que una" y puesto que el alma tiene mu-chas partes, sólo será una cuando la razón y laspasiones que la llenan estén en completo acuerdo.Gracias a esta armonía, el alma será una realmen-te; y cuando el alma haya llegado a esta profundaunidad, será cuando pueda existir la amistad parauno mismo Por lo menos clase de amistad reinaráen el hombre virtuoso, porque sólo en él las diver-sas partes del alma están de acuerdo y no se divi-den, mientras que el hombre malo jamás es amigode sí mismo, y sin cesar se, combate a si propio. Yasí el intemperante, cuando ha cometido algunafalta, arrastrado por el placer, no tarda en arrepen-tirse y maldecirse a sí mismo; todos los demás vi-cios turban igualmente el corazón del hombre malo,

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y él es siempre su primer adversario y su propioenemigo.

Capítulo décimo cuartoDe los lazos de la sangre. - De la benevolencia y

de la concordia

Es muy posible que la amistad exista en laigualdad lo mismo que en la desigualdad; me refie-ro, por ejemplo, a esta relación en que dos compa-ñeros de edad aparecen iguales por el número y elvalor de los bienes con que cuentan. El uno no me-rece tener más que el otro, ni por el número de suscondiciones, ni por importancia o magnitud de lasmismas; su parte debe ser perfectamente igual, ylos compañeros quieren ser siempre iguales entodos conceptos.

Pero hay una amistad, una relación, en ladesigualdad, que es la que une al padre con el hijo,al soberano con el súbdito, al superior con el infe-rior, al marido con la mujer y, en general, que existe

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respecto de todos los seres entre quienes se darelación de superior a subordinado. Por lo demás,esta amistad en la desigualdad es en estos casoscompletamente conforme a la razón. Si hay algúnbien que repartir, no se dará una parte, igual al me-jor y al peor, sino que se dará siempre más al sersuperior. Esto es lo que se llama igualdad de rela-ción, igualdad proporcional, porque el inferior, reci-biendo una parte menos buena, es igual, puededecirse, al superior que recibe una mejor que la deaquel.

De todas las especies de amistad o de amorde que se ha hablado hasta ahora, la más tierna esla que resulta de los lazos de la sangre, particular-mente el amor del padre para el hijo. Mas ¿por quépadre ama al hijo más que el hijo al padre? ¿Esacaso, como se ha dicho, no sin razón a juicio delvulgo, porque el padre ha prestado en cierta maneraservicios a su hijo y el hijo le debe reconocimientopor los beneficios que de él ha recibido? La explica-ción de esta diferencia de afecto podría encontrarseen lo que hemos dicho de la amistad por interés; ylo que según nosotros acontece con las ciencias,podría muy bien reproducirse aquí. Quiero decir quehay ciencias, por ejemplo, en las que el fin y el actoson una sola y misma cosa, no habiendo fin fuera

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del acto mismo. Y así, para el tocador de flauta elacto y el fin son idénticos, porque tocar la flauta,para él es el acto que ejecuta y el fin que se propo-ne. Pero no sucede lo mismo en la ciencia de laarquitectura, porque el fin difiere del acto. En igualforma, la amistad es una especie de acto; para ellano hay otro fin que el acto mismo de amar, y laamistad es precisamente este fin. El padre, pues, encierta manera, obra más en punto a amar, porque elhijo es obra suya. Esto es lo mismo que se observaen otras muchas cosas; siempre es uno benévolocon la obra que uno mismo ha ejecutado. El padrepuede decirse que es benévolo con un hijo, que esobra suya, y su cariño es sostenido a la vez por elrecuerdo y por la esperanza, y he aquí por qué elpadre ama más a su hijo que el hijo al padre.

Es preciso examinar todas las demás amista-des, que se honran con este nombre y que al pare-cer lo merecen, para ver si son verdaderas amista-des; por ejemplo, si la benevolencia, que parece sertambién amistad, lo es realmente. Absolutamentehablando, la benevolencia no debería ser conside-rada como amistad. Muchas veces nos basta habervisto a alguno o haber oído referir alguna bondadsuya, para ser benévolo con él. ¿Somos por estosus amigos? Si alguno, como puede bien suceder,

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se siente benévolo para con Darío, que vive entrelos persas, no por sólo esto puede decirse que en elmismo acto dispensa su amistad. Todo lo que pue-de decirse es que la benevolencia a veces es elcomienzo de la amistad. La benevolencia puedeconvertirse en verdadera amistad, si se tieneademás el deseo de hacer todo el bien que se pue-da, cuando llegue la ocasión, a aquel que inspiraesta benevolencia espontánea. La benevolencianace del corazón y se dirige al corazón de un sermoral. Jamás se dirá que es uno benévolo para elvino o cualquiera otra cosa inanimada, por buena yagradable que sea. Pero hay benevolencia paraaquel en quien se reconoce un corazón honrado.Como la benevolencia no existe sin algo de amistady se aplica al mismo ser, por esto se le toma mu-chas veces por una amistad verdadera.

La concordia, el acuerdo de sentimientos, seaproxima mucho a la amistad, si se toma el términoconcordia en su verdadero sentido.

¿Porque uno admita las mismas hipótesisque Empédocles y crea respecto de los elementosde la naturaleza lo que él cree, puede decirse poresto que hay concordia entre aquél y Empédocles?Y lo mismo puede decirse de cualquiera otra supo-

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sición que se haga. Desde luego no hay concordiaen las cosas del pensamiento, sólo las hay en lascosas que tocan a la acción; y aun éstas no hayconcordia en tanto que se está de acuerdo en pen-sar una misma cosa, sino en tanto que, pensando lamisma cosa, se toma la misma resolución sobre lascosas en que se piensa. Si por ejemplo, dos perso-nas piensan a la vez en poseer el poder, la una parasí sola y la otra también para sí sola, ¿puede decir-se, en este caso, que hay concordia entre estas dospersonas? Sólo hay concordia si yo quiero mandar yel otro consiente en que le mande. Por lo tanto, laconcordia tiene lugar en las cosas de hacer, cuandoambos interesados quieren la misma cosa; y la con-cordia, propiamente dicha, se aplica al consenti-miento en que se nombre un mismo jefe para llevara cabo una cosa que todos quieren realizar.

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Capítulo décimo quintoDel egoísmo

Como el individuo puede sentir, según hemosdemostrado, afecto y amistad por sí mismo, se hapreguntado lo siguiente: el hombre virtuoso, ¿seamará o no a sí mismo? ¿Será egoísta? El egoístaes el que lo hace todo en consideración a sí mismo,en las cosas que le pueden ser útiles. El malo esegoísta, porque todo lo hace absolutamente para símismo. Pero el hombre honrado, el hombre de bien,no puede ser egoísta, pues precisamente es hom-bre de bien porque obra en interés de los demás, ypor tanto no puede tener egoísmos. Pero todos loshombres se precipitan hacia el bien que desean, yno hay uno que no crea que a él tocan en primerlugar tales bienes. Esto se ve con plena evidenciacon respeto a la riqueza y al poder. Pero el hombrede bien se alejará dé, estos, bienes para dejarlos aotro, no porque crea que no le corresponden, sinoporque se retira tan pronto como ve que otrospodrán hacer de ellos mejor uso que él mismo har-ía. En cuanto al resto de las hombres, son incapa-ces de este sacrificio: primero, por ignorancia, por-que no creen que puedan emplear mal estos bienes

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que codician; y en segundo lugar, por ambición dedominar. Con respecto al hombre de bien, como noexperimenta ninguno de estos deseos, no seráegoísta tocante a esta clase de bienes. Si lo es porcasualidad, lo será solamente en punto a virtud y abellas acciones. He aquí lo único en que no cederíajamás a nadie, pero cederá sin dificultad al quequiere las cosas que sólo son útiles y agradables.Será, pues, egoísta guardando exclusivamente parasí todos los actos de la virtud; pero será absoluta-mente extraño a ese egoísmo que va unido a lascosas agradables o útiles; este egoísmo quedareservado para el hombre malo.

Capítulo décimo sextoDel egoísmo del hombre de bien

¿El hombre virtuoso deberá amarse a símismo por encima de todas las cosas? En un senti-do, será él mismo lo que más ame, y en otro sentidono lo será. Puede recordarse lo que acabamos dedecir; a saber, que el hombre de bien cederá siem-

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pre a su amigo los bienes que sólo son útiles, ydesde este punto de vista amará a su amigo másque se ama a sí mismo. Sí, ciertamente, pero seentiende que hace estas concesiones a condiciónde que al ceder a su amigo los bienes vulgares,guardará para sí la belleza y la bondad. Y así eneste sentido ama más a su amigo, pero en un senti-do diferente él se ama sobre todo a sí mismo. Pre-fiere a su amigo, cuando sólo se trata de lo útil; perose prefiere sobre todo a sí mismo, cuando se tratadel bien y de lo bello, y se atribuye exclusivamenteestas cosas, que son las más hermosas de todo. Esamigo del bien mucho más que amigo de sí mismo,y no se ama personalmente, sino porque es bueno.En cuanto al hombre malo, es puramente egoísta;no tiene motivo para amarse a sí mismo; por ejem-plo, no puede amarse como una cosa buena; perosin ninguna de estas condiciones se ama a sí mis-mo en tanto que él es él, y podemos decir que estoes ser un verdadero egoísta.

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Capítulo décimo séptimoDe la independencia

Después de lo que precede es natural hablarde la independencia, que se basta completamente así misma, y del hombre independiente. ¿El hombreindependiente tiene necesidad de la amistad? ¿Obien permanecerá independiente, y se bastará a símismo, aun respecto de estas dulces afecciones,pasando sin ellas? Los poetas, al parecer así lodicen:

Cuando el cielo os sostiene, ¿qué necesidadtenéis de amigos?, De aquí nace la cuestión que seacaba de promover: el que tiene todos los bienes enabundancia y se basta a sí mismo completamente,¿tiene necesidad de un amigo? ¿O más bien esentonces cuando se deben tener amigos? ¿A quienhará sino bien? ¿Con quién vivirá, puesto que enverdad no ha de vivir completamente solo? Pero sihay necesidad de estas afecciones, y si no son po-sibles sin la amistad, el hombre independiente, aunbastándose a sí mismo, tiene todavía necesidad deamar. La comparación que se ha tomado de la divi-nidad, y que se repite muchas veces no es siempremuy justa en cuanto a Dios, ni de muy útil aplicación

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en cuanto a nosotros. De que Dios sea indepen-diente y no tenga necesidad de cosa alguna, no sededuce que nosotros no necesitemos de nada. Heaquí el razonamiento que se hace más de una vezsobre Dios. Si Dios, se dice, posee todos los bienesy es soberanamente independiente, ¿qué hará?Seguramente no dominará; contemplará las cosas,se responde, porque la contemplación es lo máselevado que existe y lo más propio de la naturalezadivina. Pero, pregunto, ¿qué podrá contemplar? Sicontempla alguna cosa que no sea él mismo, estacosa será mejor que él; pero es una impiedad ab-surda creer que haya en el universo algo superior aDios; luego Dios se contemplará a sí mismo. Peroesto no es menos absurdo, porque echamos encara al hombre que se contempla a sí mismo laimpasibilidad a que se condena; y por consiguiente,se dice, el Dios que se contempla a sí mismo es unDios absurdo.

Dejemos aparte la cuestión de saber lo queDios contempla. Aquí nos ocupamos, no de la inde-pendencia de Dios, sino de la independencia delhombre, y preguntamos otra vez si el hombre queen su independencia se basta a sí mismo tendránecesidad de la amistad. Si uno estudia a su amigoy se pregunta lo que es, lo que es verdaderamente

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el amigo, se dirá: " Mi amigo es otro yo"; y paraexpresar que se le ama con ardor, se repetirá con elproverbio: " Es otro Hércules; es otro yo". Nada másdifícil como han dicho algunos sabios, y al mismotiempo más dulce que el conocerse a sí mismo,porque ¡que encanto hay en conocerse! Pero nopodemos vernos partiendo de nosotros mismos, y loque prueba bien nuestra completa impotencia a esterespecto es que reprobamos muchas veces en losdemás lo que hacemos nosotros personalmente.Nuestro error nace, ya de la benevolencia naturalque siempre se tiene para consigo mismo, ya de lapasión que nos ciega; y en los más de nosotros estoes lo que oscurece y falsea nuestro juicio. Así comocuando queremos ver nuestro propio semblante nosmiramos en un espejo, así cuando queremos cono-cernos sinceramente, es preciso mirar a nuestroamigo, en el cual podemos vernos perfectamente,porque mi amigo, repito, es otro yo. Si es tan gratoconocerse a sí mismo, y si no se puede con esto sinotro, que sea vuestro amigo, el hombre indepen-diente tendrá cuando menos necesidad de la amis-tad para conocerse a sí mismo. Además, si es unacosa hermosa, como en efecto lo es, derramar entomo suyo los bienes de la fortuna que se poseen,se puede preguntar: careciendo de amigo, ¿a quién

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podrá el hombre independiente hacer bien? ¿Conquién vivirá? Ciertamente no vivirá solo, porque vivircon otros seres semejantes a él es, a la vez, unplacer y una necesidad. Si todas estas cosas son ala par bellas, agradables y necesarias, y si paratenerlas es indispensable la amistad, se sigue deaquí que el hombre independiente, por mucho quelo sea, tiene necesidad de la amistad.

Capítulo décimo octavoDel número de amigos que se debe tener

Otra cuestión: ¿es preciso tener muchos opocos amigos? No es preciso tener siempre ni mu-chos ni pocos amigos. Cuando se tienen muchos,es embarazoso repartir su afección entre todosellos. En esta relación, como en todas las demáscosas, nuestra naturaleza, que es tan débil tienedificultad en extenderse a muchos objetos. Nuestravista sólo abraza un pequeño número de cosas, y siel objeto está más distante de lo que conviene, seescapa a nuestra mirada por la impotencia de nues-

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tra organización; y la misma debilidad se adviertecon respecto al oído y demás sentidos. Luego, siuno se incapacita para amar lo que debe amar, sele puede hacer por ello justos cargos, y se cesa deser amigo desde el momento en que sólo se ama depalabra, porque no es esto lo que exige la amistad.Además, si los amigos son muy numerosos, no sepodrá evitar el vivir en un continuo tormento.Tratándose de un número tan crecido de personas,es probable que siempre haya alguna víctima deesta o aquella desgracia, y estos dolores continuosde vuestros amigos no pueden ocurrir sin afligirosnecesariamente. Por lo demás, no convendrá tam-poco tener pocos amigos, uno o dos, por ejemplo;es preciso tener un número conveniente de ellos,según las ocasiones y según el grado de afecciónque se les haya de tener.

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Capítulo décimo novenoDel modo de conducirse con el amigo de quien

hay motivo para quejarse

Ahora conviene indagar cómo debemos con-ducirnos con un amigo de quien hay motivo paraquejarse. Este estudio, ya lo sé, no puede aplicarsea todas las amistades sin excepción, pero puede serútil en las relaciones en que los amigos puedendirigirse recriminaciones. No en todas las relacionesde afección puede haber querellas; por, ejemplo, nopueden hacerse cargos de padre a hijo, como sehacen en otras relaciones, como podéis hacérmelosa mí y yo a mi vez hacéroslo a vos; o de lo contra-rio, serían cargos horribles. La igualdad no debeexistir entre amigos desiguales; pero la amistad, laafección entre padre e hijo es desigual, como la dela mujer al marido, del esclavo al señor, y en gene-ral del inferior al superior. Entre ellos no habrá,pues, lugar a estos cargos de que aquí hablamos.Pero entre amigos iguales, y en la amistad fundadasobre la igualdad, pueden tener lugar estas recrimi-naciones y estas quejas. Por consiguiente, importasaber lo que debe hacerse con el amigo en la amis-

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tad fundada en la igualdad, cuando se cree que haymotivo para quejarse de él.

FIN