la guerra del unicornio - revista destiempos

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EDITORIAL GRUPO DESTIEMPOS Angelina Muñiz-Huberman LA GUERRA DEL UNICORNIO

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EDITORIAL GRUPO DESTIEMPOS

Angelina Muñiz-Huberman

LA GUERRADEL

UNICORNIO

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LA GUERRADEL

UNICORNIO

Angelina Muñiz-Huberman

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© 2011- Angelina Muñiz-Huberman

Derechos reservados

© 2011- Editorial Grupo Destiempos

Grupo destiempos S. R. L. de C.V. Av. Baja California 245 Piso 11 (06170) Col. Hipódromo Condesa México, Distrito Federal. www.grupodestiempos.com Primera edición e-book: Mayo 2011 ISBN 978-607-9130-06-0 Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de portada puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin permiso previo de la editorial. EDITADO EN MÉXICO, DISTRITO FEDERAL

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LA GUERRADEL

UNICORNIO

Angelina Muñiz-Huberman

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A Alberto Huberman

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ÍNDICE

LOS CABALLEROS DE GULES 8

DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA 17

DON ABRAHAM DE TALAMANCA 26

YUÇUF EL ALQUIMISTA 34

EL ENCUENTRO 42

LA REUNIÓN 51

LA CONVERSACIÓN 60

LA PARTIDA 69

LAS REFLEXIONES 81

YUÇUF 92

EL UNICORNIO 103

LOS TRES 114

EL REGRESO 122

EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE MADERA 130

LOS CAMPOS Y LOS PELIGROS 138

MIENTRAS TANTO 146

REUNIÓN Y PARTIDA 155

EL ASEDIO 163

LA PRIMERA BATALLA 171

¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO? 179

LOS PELIGROS 188

LA GRAN BATALLA 199

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LOS CABALLEROS DE

GULES

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CABALLEROS DE GULES

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Los Caballeros de Gules, reunidos en concilio, lo habían

decidido. El obispo don Jerónimo los bendijo. Se persignaron

y elevaron al unísono una oración al Dios Todopoderoso. No

quedaba más remedio. Uno de ellos sería escogido para

darle la noticia al Buen Rey don Lope. Nadie quería al Buen

Rey. Ni los campesinos, ni los hidalgos, ni los clérigos. No es

que fuera un tirano, no es que fuera malvado, no es que

fuera hechizado ni demente. Es que nadie lo quería porque

soplaban nuevos vientos, y campesinos, hidalgos y clérigos

notaban ya su frescor en las frentes. Y el nuevo viento aca-

ricia y promete a cada uno su parte, a cada uno lo que

quiere, a cada uno lo suyo. Quien piensa en mejor cosecha,

quien en invertir el juego del poder, quien en afianzar su

gloria terrena y celeste.

Todos habían jurado, pero uno sería el escogido para

ir con el Buen Rey don Lope y darle la buena —para él

mala— nueva. Que nadie le quería, que se fuera ya, que

sus guardias ya no le habrían de obedecer, que nadie se

inclinaría ante él. Que los Caballeros de Gules lo habían

decidido, que el obispo don Jerónimo lo aprobaba y que

Dios —que pone y quita rey— no decía nada. Que res-

petarían su vida, la de la reina, la del príncipe, la de los

infantes y toda la parentela real, y que se llevara sus bienes,

sus tesoros, sus joyas, su espada la Bienforjada, sus arcones

de ropa, su capa de armiño, sus caballos blancos enjae-

zados, sus antiguos manuscritos, y que saliera de tierras de

Aloma y caminara por largos caminos y atravesara los Bos-

ques Frondosos y las Lagunas Ocultas y luego el Río Grande,

y subiera a los Montes de Fuego y bajara al otro lado de los

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CABALLEROS DE GULES

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Montes de Fuego y penetrara en Tierra Franca. Que fueran

al destierro él, la reina, el príncipe, los infantes, toda la pa-

rentela real y los sirvientes que así lo quisieran. Que sus vidas

serían respetadas. Que así lo juraban, con sus manos al

pecho, todos y cada uno de los Caballeros de Gules.

Sólo que uno de ellos debía ser el escogido para ir a

hablar con el Buen Rey don Lope de Aloma.

Nadie se atrevía a mirar al vecino. Nadie quería seña-

lar ni ser señalado. El obispo don Jerónimo se impacientaba,

pero sabía guardar silencio. Todos los ojos convergían hacia

el dibujo de los mosaicos del suelo. El dibujo azul y blanco

de los mosaicos moriscos de la Gran Sala del Concilio de los

Caballeros de Gules. Los altos ventanales de cristal em-

plomado y las espesas cortinas de terciopelo púrpura

enmarcaban el amplio espacio de la Gran Sala. Al fondo, el

escudo de Aloma: sobre campo de Gules tres barras dora-

das, en medio el león y el cordero representando el arrojo y

la humildad, un águila asomando por la parte superior co-

mo el anhelo de conocimiento y elevación divina, con alas

extendidas a punto de emprender el vuelo.

Los Caballeros todavía estáticos, inmovilizados en

duras actitudes de piedra, no advertían el paso del tiempo.

Habían tomado una decisión, pero aún no querían cambiar

el curso de los hechos. Aún podían detener el correr de la

vida. Vivían intensamente el peso de su determinación:

sabían que ya nada sería igual, pero postergaban el paso

siguiente —como el amante el momento del placer— y se

sentían elevados a alturas de vértigo, sus capas flotando,

sus cuerpos ingrávidos, sus miembros leves, en el aire, suave-

mente balanceándose como sutil pluma de pájaro perdido.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CABALLEROS DE GULES

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Y hubieran querido, los Caballeros de Gules, haber seguido

flotando per saecula saeculorum y que el momento de la

acción se retardara. Porque quien primero moviera un mús-

culo de la cara, quien primero llevara la mano hacia la

barba y la acariciara lentamente, quien primero cambiara

el peso del equilibrio de su cuerpo de un pie al otro, preci-

pitaría, de una vez y para siempre, irremediablemente, el

curso de la historia, el piafar de los caballos, los relinchos

impacientes, el batir de los tambores, el sonar de los cuer-

nos, el entrechocar de las espadas, las lanzas erectas, las

banderas y enseñas brillando al sol. Y nadie podría ya de-

tenerlos. Vendría la guerra y el asedio y el hambre y la

peste. Hermanos matarían a hermanos. La muerte pasearía

satisfecha por el campo de batalla. Los ángeles recogerían

los cuerpos inertes y enjugarían sus lágrimas. Irremediable-

mente.

Pero tampoco podían los Caballeros de Gules con-

vertirse en piedra eterna. Si habían dado el paso tendrían

que seguir camino adelante.

Y murmurando un "Ay, Dios mío", el caballero don

Álvaro de Villalba se ofreció para ir con el Buen Rey don

Lope, si los demás consentían.

El silencio se rompió en aristas de alivios irreprimidos,

cristales de sonidos rebotaron del suelo al techo y por las

cuatro paredes de la Gran Sala. Transparencias, correr de

agua, viento en los ventanales. Todo era ahora fácil. Ya

todos hablaban y todos opinaban y todos aconsejaban y

ofrecían su compañía al elegido. Pero nadie decía que

tomaría su lugar. Eso no.

El obispo don Jerónimo ya bendecía al valeroso

Caballero de Villalba. Ya todos desenvainaban sus espadas

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CABALLEROS DE GULES

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y, espadas en alto, juraban lealtad. Ya descorrían las espe-

sas cortinas de púrpura. Ya entraba el sol a borbotones. Ya

relumbraban las espadas y algunas herían de luz los ojos

desprevenidos. Qué buena la alegría después del temor

vencido. Qué alivio que sea otro el escogido. Brindemos

todos. Sacad las copas y el vino de la Cava Vieja.

(Aunque en algún rincón siempre quede un resquicio

para la envidia que, primero amorfa, cobrará luego la for-

ma de la traición y que, aunque hoy no se note, irá luego

socavando a tal cual Caballero de Gules que se espantaría

si se le dijera cuál había de ser su fin.)

Se prepara, pues, don Álvaro. Revisa sus armas, ajusta

su cinturón, alisa los pliegues de su capa. Casi no suenan los

borceguíes por el corredor empedrado. Tras los arcos abier-

tos, al fondo, la tierra labrantía de Aloma y los altos trigales

despreocupados.

Se dirige don Álvaro a la Cámara Real. Lleva en la

diestra un pergamino, escrito por Gonzalo el escriba, para

entregárselo al Buen Rey don Lope. La hora ha sido señala-

da. No bien canten los gallos a la mañana siguiente, el Rey

partirá de su reino perdido. Quienes le quieran seguir no

serán estorbados, ni sus haciendas desarraigadas.

Don Álvaro se ha inclinado ante el Rey y ha puesto

en su mano el pergamino.

—Que fuérais vos, Caballero don Álvaro, el que yo

más quería. Que fuérais vos, y no otro, quien me diera la

mala herida, Caballero el que yo más quería.

—Porque me queríais y porque os quería, soy yo, Rey

Amado, y no otro, el que os trae la mala nueva.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CABALLEROS DE GULES

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El Rey guarda silencio. El Caballero guarda silencio.

Se miraban a los ojos y todo se lo decían. El Rey desen-

vainaba la Bienforjada y se la entregaba al Caballero:

—Más las necesitáis vos que yo, que quien mata

habrá de ser matado, que quien traiciona habrá de ser

traicionado, y ésta es espada que sólo obedece en causa

justa. Si la merecéis os servirá. Yo también os habré herido

con el constante recuerdo.

Don Álvaro lleva la Bienforjada y pesa más de lo que

él puede soportar. Cuando entra en la Gran Sala los Caba-

lleros saben que cumplió. Por el corredor ha envejecido diez

años y las sienes le empiezan a blanquear. Entonces, los

Caballeros saben otra cosa: que él habrá de ser el Capitán

y que a él obedecerán. Lleva un signo en la frente, sus

rasgos son ahora más recios y brilla el sol en su pelo rojizo. La

Bienforjada le acompaña y sólo faltará probarla en el

campo de pelea.

(Aquel que sintió nacer la envidia y el principio de la

traición, no puede evitar pensar: "Si hubiera ido, yo sería el

capitán.")

Todos ríen y festejan: qué fácil el triunfo. Sólo el Capi-

tán medita y a solas teme las dudas. El obispo don Jerónimo

se le acerca para decirle:

—Es grande el peso del poder.

Y don Alvaro le sonríe tristemente.

Esa noche nadie puede dormir. El Caballero de

Villalba se arropa en su capa y desde el corredor, con la

Bienforjada cerca, pasa la noche en vela y quisiera hallar

respuestas en las estrellas. El resto de los Caballeros, inquie-

tos, no pueden conciliar el sueño y sus cuerpos se revuelven

en los duros camastros.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CABALLEROS DE GULES

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El Rey y la Reina, abrazados, se acarician, cierran los

ojos, pero no duermen. Tampoco hablan.

Por eso, no esperan a que canten los gallos y pronto

están listos para partir. Irán a Tierra Franca, donde el herma-

no de la Reina es rey de la Costa del Sur y el clima es suave

y el mar baña las arenas.

Montan en los caballos y es interminable la comitiva.

Muchos siguen al Buen Rey a su destierro. Los Caballeros de

Gules que aún aman a su Rey, le hacen valla de honor. Una

niña arroja pétalos de flores al paso de los caballos. Es el

Caballero de VillaIba el que recibe la última mirada del Rey,

intensa, doliente, aguda. Alguien ha mirado con odio al Ca-

ballero y él no lo ha notado: el pequeño príncipe jura en su

fuero interno vengarse y regresar algún día a reclamar su

reino.

El obispo don Jerónimo, vestido de guerrero, con co-

ta de malla, espada y yelmo, bendice en silencio al Buen

Rey y le desea larga vida.

Cuentan los relatos antiguos que el Buen Rey y su

familia marcharon por campos y caminos de Aloma. Sus

vasallos salían a despedirle, le daban comida y le ofrecían

el mejor cuarto para su reposo. De las cámaras frías

sacaban frutas y carnes adobadas. De las cavas, el mejor

vino añejo que tenían. Ponían manteles de lino y la vajilla

de las grandes fiestas. Encendían las chimeneas con los

troncos más gruesos y el fuego crepitaba y se elevaba

llama sobre llama, lengua roja implacable, chispa frágil,

ceniza vana.

El Buen Rey, cerca del fuego, frota mano con mano.

La Reina, resplandecientes las mejillas, ojos de fuego, tal vez

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CABALLEROS DE GULES

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piensa que no está tan desolada como debería estar. Más

triste estuvo cuando hacía el camino a la inversa y su her-

mano la traía a la corte de Aloma. Más lloró cuando

dejaba el mar y los pinos en la arena y el canto de los trova-

dores. Casi, casi se alegra. Después de tantos años. Después

de diez años. Otra vez el agua salobre. El temido viento

austral que nada perdona y a todos lados llega. Y su herma-

no, Pauluis. La copia de ella, Margueritte. Gemelos. Que

gustaban de niños cambiar vestidura, y él se hacía pasar

por ella y ella por él.

En la fuente del rosel con sus manos lavan la cara, la niña y el doncel.

Y ella aprendía a manejar la espada. Y él aprendía a

hilar. Y en el río bañaban sus cuerpos. Y a campo traviesa

cabalgaban hasta el agotamiento.

La Reina no está triste porque va a ver a Pauluis. Y el

Buen Rey don Lope, contemplándola con el fuego en el

rostro y sonriendo para sí, también sonríe y también se ale-

gra. Casi olvida su humillación y ansía ya la tranquilidad del

palacio de Granmercier.

(Tampoco ve nadie, esta vez, el fuego de odio en los

ojos del pequeño príncipe. Pequeño príncipe que va acu-

mulando resquemores y venenos, dolor en el costado, peso

en el pecho, pensamiento veloz y maligno, memoria

quemante de venganza. Pequeño príncipe que se ha preci-

pitado adulto. Que tendrá que aprender a fingir, cuando lo

que quisiera es mojarse los pies en agua de mar y sentir los

cangrejos cosquillear por la arena; no dormir en la noche

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CABALLEROS DE GULES

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por ver la luna y las estrellas prendidas en el tapiz negro; ir a

jugar con los hijos del herrero ciego y ver saltar las chispas

con ese ritmo de monótono canto de fragua y martillo.

Pequeño príncipe, con el mundo por camino.)

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DON ÁLVARO, DUQUE DE

VILLALBA

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LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA

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Procedía don Álvaro de ilustre familia, de viejos guerreros de

escudo al brazo, de lanza en ristre, de castillo bien guar-

dado, de caballos de pura sangre, de espadas de acero

cantarín, de largas y anchas tierras, de río de cauce profun-

do, de bosque espeso de viejos y fuertes pinos, álamos,

nogales.

De niño había corrido descalzo por campos recién

trillados; se había despojado de la camisa y el sol había

dorado su piel como si fuera trigo. Su pelo, ondulado y

rojizo, era sorpresa para quien lo veía por primera vez. Sus

ojos verdes, rasgados, parecían abarcar en mirada tran-

quila todo el mundo. Delgado, frágil, no pareciera que

llevara en sí la fuerza de un guerrero. Y guerrero era. De sus

hermanos el que mejor aprendió a manejar la espada, el

que más resistía, el que caminaba sin cansancio, el que no

se quejaba, el que hablaba poco.

Por eso, ya de niño don Jerónimo le había preferido.

En las tardes lo llevaba a su huerto y le explicaba los miste-

rios de la fe y el valor del buen guerrero cristiano.

En el brocal del pozo, el musgo era encaje capri-

choso salpicado de frescura. El olor de los naranjos era tan

embriagador que don Álvaro niño a veces dejaba de oír al

obispo, su mentor, y solamente se dejaba impregnar de

sonido y aroma, de luz y tonalidad. Porque las palabras del

obispo eran también ritmo acorde con el agua y el canto y

ya no significaban nada, más que parte de esferas armó-

nicas y música del cielo. Salvo cuando bajaba el trueno:

palabra desatada, loca, llena de ira de quien se descubre

no escuchado. Ruptura del encanto. Brusca palabra que

todo lo rompe.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA

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Y luego, el galopar a campo traviesa en corcel des-

bocado y no tener miedo. Esa certeza, a veces, de que la

muerte aún no está cerca, de que ha distraído su oficio o

perdonado su implacabilidad. Y de algún modo saberlo, y

seguir galopando a campo traviesa en corcel desbocado,

cuando ni siquiera es reto retar a la muerte.

También, el bañar el cuerpo cansado en el frescor

del río. Primero, estremecimiento y rápido dolor de nervios y

músculos al choque del agua fría. Después, relajamiento y

placer del dolor vencido. Por fin, aceptación del temor y

del dolor que dejan de serlo. Ya no querer abandonar el

elemento líquido: el suave y alterno movimiento de brazos y

piernas y cabeza y tronco. Ya no querer salir del frescor del

río, de la ligereza del cuerpo flotando, del olvido de todo:

torpeza, exasperación, lentitud.

Primeros amores. También cabe el río. Entre los ma-

torrales y los arbustos. Hierbas y ramas que se clavan en la

piel. Tierra en el pelo. Las rodillas raspadas, casi sangrando.

Semen que fecunda doble tierra, esparcido y recogido.

También la primera presa. La ballesta que apunta al

águila altiva. Deseo de no acertar por no cortar la libertad

de una vida. Deseo de acertar por honor y gloria. División

que parte el alma en dos, que raya la línea de lo que se ha

de escoger.

Y la boda a temprana edad. Ella de blanco y él de

terciopelo negro. En la catedral, con tapices rojos y rosas a

su paso. Los grandes y los duques y toda la nobleza y el rey

don Lope tan joven como él. El obispo don Jerónimo bendi-

ciendo su unión. El coro de niños y el órgano pausado.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA

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Después, tristes recuerdos. La muerte, a veces, se

adelanta y lleva de la mano a su inacabable danza a quien

mejor adornaría salones y jardines. Es que también la muer-

te se equivoca y comete desacatos. Más aprisa se vestía y

calzaba don Álvaro, cuando ya la muerte volaba con su

amada. Más corría don Álvaro para detenerla, cuando ya

la muerte huía. Insensato quien pretende detener la mano

de Dios.

Don Álvaro ha quedado marcado por la muerte y su

frente es pálida y sus manos son frías. Qué pocas veces ya

habrá de sonreír. Cómo pesará el cuerpo en noches de

insomnio con medio lecho vacío.

Los juglares que aún llevaban tierra fresca del entierro

en su calzado, contaron la historia del joven duque y su

esposa malograda. Por reinos y feudos, castillos y burgos,

entre pastores y caballeros, sayal y púrpura, corrió la triste

historia.

(Y hoy todavía don Álvaro oye —y se le estremece el

corazón— en boca de algún niño, o de un viejo cantor, los

versos del principio y fin de su amor.)

Y el joven viudo no buscó nuevos amores. Dejó que el

amor viniera a él, si así había de ser. Pero estaba solo y en

noches de luna se levantaba de la cama y se dirigía a los

campos, al bosquecillo, a fatigar su cuerpo caminando sin

rumbo. O regresaba a las caballerizas y a pelo montaba a

Durelene, hasta que los dos, sudados, se tiraban al césped.

Dicen los cantares de ciego que fue una noche, en

el bosquecillo, donde la encontró. Llevaba camisa larga de

fino tornasol, sin saya sobre saya, ni faldellín sobre faldellín.

La transparente batista y el suave encaje más bellos volvían

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los pechos y las suaves curvas del vientre y el pubis y los

muslos. Alto cuello marfileño, firmes hombros para mandar a

brazos delicados. Columnas sus piernas y sus pies perfectos.

Suelta la rubia cabellera. Sus ojos, dardos verdes de amor.

¿Cómo recién llegada tan pronto supo que el joven

duque salía en noches de luna? ¿O le había observado

entre la comitiva que el rey don Lope envió, como el

caballero que buscaba su propia soledad? Y, tal vez, ya en-

tonces decidiera que sólo a él habría de amar.

Dicen mucho los cantares, pero algunos se mandan

callar. Es el caso que allí en el bosquecillo dicen que la

encontró. Si es verdad o si es mentira, nadie lo habrá de

saber. Dicen que el joven duque don Álvaro se había vuelto

a enamorar. Que ella lo esperaba en blancas noches de

luna, cuando el lobo aullaba y la serpiente escondía su

cabeza. Los duros cascos de Durelene se oían retumbar,

peinando el monte, sacudiendo la tierra, en alas de cele-

ridad, espoleando el ansia de su amo.

Y todo lo que había sido ternura y juego en juegos

del amor, convirtióse en pasión desbordada y en placer

que busca placer. Durante el día recordar la noche y

anticipar la noche. Olvidar los afanes y los pesares. Vivir en

cada línea del paisaje y en cada curva de la piedra o de la

madera la forma del amor. Con su mano acariciar todo

objeto, como objeto del amor. Con el pie en la alfombra o

en el duro suelo erizar el cuerpo con espasmos del amor.

Con los ojos, verlo todo en actos del amor. Con el habla,

habla que lleva pensamientos del amor.

Y todo cobra movimiento, voz, sonido, cuerpo, ma-

nos, ojos, piel, nervio, que se estremecen, que se perfilan,

que del éxtasis van sólo al éxtasis.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA

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Hasta que un día la palabra de otro, de alguien que

cree conocer los principios que no son del amor, deja caer

su sonido acusador y obliga a lacerar con la culpa. Don

Álvaro se arrepiente. El obispo don Jerónimo lo recrimina.

Vienen días de penitencia y de flagelación. La carne flaca

y el espíritu vencido. Don Álvaro parte a la guerra.

No es una batalla, sino muchas. Contra moros ha

salido a pelear don Álvaro y el botín que gana se lo envía

cumplidamente al Buen Rey don Lope, y siempre para la

reina Margueritte un collar o un preciado aderezo o una

tela de fino hilo llega también, para que no olvide blancas

noches de luna. Durelene es fiel compañero de don Álvaro

y son muchas las veces en que lo ha salvado del alcance

de corcel menos veloz que él.

Don Álvaro ha ganado una espada en la pelea,

famosa espada de noble moro valiente. Es la Deseosa, lla-

mada así porque sólo desea estar en mano cálida que la

haga vibrar y que la haga sentir el espesor de la sangre.

Espada que sólo puede pertenecer a jóvenes guerreros,

amada insatisfecha que busca sin remedio el placer. Pero

don Álvaro ya no busca el placer. Ha sentido la muerte y ha

dado la muerte. La Deseosa empieza a fatigar su mano.

Quiere el refugio de un convento. Una celda donde

meditar. Una ventana que dé al campo infinito y al verdor

también infinito.

Encuadrado el paisaje en la ventana de la celda.

Vientos que soplan fuerte, y suave meneo de trigal lejano.

Cerca, el huerto plantado por mano sabia. Ciruelo, peral,

almendro, manzano. La flor tenue, blanca y breve, peque-

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LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA

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ño copo atrapado en la rama, en espera de ser fruto.

Arroyuelo que irriga la tierra, con el pie lo mueve y desvía,

como Ezequiel bíblico, el monje hortelano.

También don Álvaro necesita ahora el tacto de la

tierra. Baja al huerto y aprende del hortelano a desbrozar y

arrancar la mala hierba. Con sus manos siente las hojas y

palpa un terrón, oscuro y húmedo, con ese peso que se

acomoda en la palma y se desgrana entre los dedos. Y si

hay que cortar fruta, la torsión del antebrazo que guía a la

muñeca para que los dedos, en posición redondeada,

puedan quitar la fruta, sin herir la rama, sin herir la fruta.

Humilde ciencia del cuerpo del hombre que se vuelve a lo

que la planta y el árbol le piden.

Don Álvaro aprende del silencio y del rumor del

viento. Sale a caminar por los campos y empolva sus

sandalias y la orla del hábito. Los campesinos lo saludan

con un "Buenos días os dé Dios", y él responde con un "A

Dios os encomiendo". Oye el canto de los pájaros y como

aquel otro monje conoce la eternidad en la brevedad.

Acude a la biblioteca y busca libros sagrados, vidas de

santos, historias antiguas. Lee hasta que el sol se pone y se

despierta con el alba para seguir leyendo. El escribano, don

Gonzalo, apura su copiar para que el duque, sobre la tinta

fresca, pueda saciar su pasión de conocer. Dulce clérigo,

don Gonzalo, poeta de verso paladino, que canta a la Vir-

gen y se sorprende de los milagros. Dulce y sencillo clérigo,

día tras día sentado y copiando, letra esmerada, tetrástrofo

monorrimo de vaivén litúrgico. Dulce clérigo que también

conoce los placeres de un vaso de buen vino.

Y de vinos habla con don Álvaro, vinos de las tierras

del sur y vinos del norte, licores de frutas y de hierbas, la

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LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA

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naranja, la manzana, la uva, aprisionadas, destiladas, fer-

mentadas. Son cosas serias para hablar, y también ciencia,

ciencia del paladar.

Don Gonzalo, que entra y sale del convento, le trae

noticias al duque. Pero el duque nada quiere saber. Sólo le

ha interesado una persona de quien mucho habla el clérigo

sencillo. Un sabio que lee y estudia en una pequeña casa

de la judería.

—Don Abraham de Talamanca se contenta con sólo

leer y estudiar la palabra de Dios. Ha viajado y conoce

mundo. Muchas cosas le han pasado. Hablan de él en tono

bajo. Hay cierto secreto que yo no sé cuál es. ¿Queréis que

lo haga venir ante vos?

—No, aún no ha llegado el día. Habrá una seña que

tendré que esperar.

Noticias van y vienen. El duque es solicitado por los

Caballeros de Gules. El obispo don Jerónimo le manda una

carta. No puede olvidar quién es, ni los demás lo olvidan.

Encerrarse puede ser egoísmo. Mucho esperan de él. La

estrella del día en que nació predica grandes y únicas

hazañas. No puede despreciar el hado. Hay fuerzas, más

poderosas que su deseo de soledad, que lo han de impulsar

a actuar. Debe obedecer lo que está escrito en el libro de

Dios.

La espada no está herrumbrada ni su mano es

inválida. Durelene se ha fatigado de galopar, sin arreos y

solo, por el ancho campo. ¿Qué espera don Álvaro?

Ha llegado el momento de abandonar el hábito y

vestir cota de malla, de ajustar la espuela y probar la

armadura, que la celada y el morrión encajen perfecta-

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LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ÁLVARO, DUQUE DE VILLALBA

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mente. Revisar, una por una, todas las piezas. Ha llegado

también el momento de ejercitar su cuerpo: agilidad, fuer-

za, precisión en cada uno de sus músculos y de sus sentidos.

Don Álvaro siente correr su sangre de nuevo. Su rostro

está encendido. Camina erguido y seguro.

Un día ensilla a Durelene y luego de fatigar los cam-

pos, se dirige a la judería sin saber bien por qué. Parece que

don Abraham lo supiera, y que estuviera a la puerta de su

casa de piedra dorada por el sol, para esperarle a él.

Se reconocen y se miran largamente, pero no cruzan

palabra.

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DON ABRAHAM DE

TALAMANCA

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LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ABRAHAM DE TALAMANCA

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Don Abraham ha contemplado al guerrero cristiano con

ojos escépticos, y pronto lo olvida. Es otro su mundo y otro

su pensar.

La palabra de Dios guía sus pasos. De día y de noche

busca el mensaje oculto que está en todas las cosas. Debe

conocer cada palmo de la tierra y todo lo que la habita,

toda forma de vida, de vegetal, de mineral, de animal. Sólo

conociendo la creación total podrá, apenas, entrever a

Dios. Su tarea es pequeña y nunca la habrá de terminar.

Estudia la palabra de Dios entre las palabras de la Torá.

Busca el nombre de las cosas y el nombre de Dios. Con esto

se conforma.

Ha visto partir al caballero y creía haberlo olvidado.

Pero no. De nuevo vuelve su imagen. Algo le inquieta. ¿Tal

vez que fuera armado y que se hubiera detenido en la

judería? ¿Señal tal vez de tiempos de guerra? ¿O de

incursiones de los cristianos e inicio de masacres? Él no pue-

de hacer nada. Su deber es seguir en el estudio de la

palabra divina. Aunque algo le bulle que algún día tomará

forma. Esa idea de que todas las religiones son una, como

Adonai. Adonai ejad.

Salta entonces a sus recuerdos de niño. Su padre que

le enseñó a leer en la Biblia y a estudiar la gramática y los

comentarios, después la Mishná y el Talmud. Su padre,

vestido de negro y serio, pero con suave sonrisa generosa

para los demás. Su madre, reluciente, horneando el pan y

la jalá, entonando la bendición del shabat, encendiendo

las velas. Sus padres que apenas le hablaban y nunca le

sonrieron.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ABRAHAM DE TALAMANCA

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Huérfano a temprana edad aprendió a valerse por sí

mismo. Empezó su peregrinaje. De un pueblo a otro. De una

ciudad a otra. Siempre con su Biblia que procuraba sentirla

lo más cerca posible de su piel. Haciendo pequeños traba-

jos, aprendiendo algún oficio, moviéndose de aquí para

allá, nunca en el mismo sitio. No era piedra que criara mo-

ho. Agua de río que nunca bañaba dos veces el mismo

lugar. Y caras iban y caras venían. Algún día se sentaría a

una mesa a estudiar lo que su padre no había alcanzado a

enseñarle. Quizá, si tuviera suerte, un rabino le prestaría sus

libros y podría seguir estudiando.

Dos fuerzas, como dos polos, tiraban de él. La una, lo

inclinaba al reposo y al estudio estático. La otra, a correr

mundo e ir en busca del agua de la vida. Equilibrista, cuer-

da floja, gusto por el peligro, cáscara de nuez en alta mar,

vela al viento, tormenta, nieve, desierto. Ola de mar siempre

en alto, que no cae, como en grabados de lejanos paisajes

de Oriente. Y esta fuerza más viva lo empuja a salir de tierra

conocida y a adentrarse por nuevas tierras y mares profun-

dos, alargando así su peregrinaje.

Piensa entonces en ir en busca del Sambatión, río

legendario que si se lograba encontrar y luego cruzar, lleva-

ría al lugar donde habitaban las Diez Tribus Perdidas de

Israel. Buen motivo para salir al mundo.

Llegaban tantas noticias acerca del río y del pode-

roso reino que habían establecido las Diez Tribus Perdidas,

que bien valía la pena escuchar cuanta palabra viniese de

boca de viajero que hubiera caminado por las lejanas

tierras de Entrambasaguas. Y aunque las noticias difirieran,

ya sabría Abraham cómo interpretarlas y cómo entre las

páginas escritas por los sabios encontrar la pista que lo

llevara por buen camino hacia el río Sambatión. Algunos

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LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ABRAHAM DE TALAMANCA

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rabinos y también Plinio el Viejo afirmaban que el río corría

seis días a la semana y que descansaba el sábado. En cam-

bio, Josephus Flavius, pensaba lo contrario: el Sambatión

sólo fluía en sábado y descansaba el resto de la semana.

Un viajero de tiempos antiguos, Eldad Ha-Dani, tenía otra

opinión: el Sambatión no arrastraba agua, sino piedras y

arena, y era sumamente ruidoso durante toda la semana

para el sábado descansar, cubrirse de nubes y quedar en

total silencio, por lo que nadie podía atravesarlo. Otros rela-

tos afirmaban que si se guardaba en una botella arena del

Sambatión ésta permanecía en movimiento toda la sema-

na y el sábado caía en la inmovilidad.

Abraham de Talamanca partió a Tierra Santa en

busca del Sambatio, pero, como muchos otros aventureros,

no habría de ser el primero ni tampoco el último en intentar

tal hazaña y en no cumplirla. No contaba con las guerras

que asolaban esa región y las cruentas batallas entre cristia-

nos y musulmanes. Y aunque no participó en ninguna

batalla tuvo que darse por vencido y embarcar rumbo a

Occidente de nuevo.

Durante años peregrinó por tierras de montaña y

tierras marinas. Años en los que mucho estudió y mucho

leyó. Mucho aprendió y mucho preguntó. Cayó en sus ma-

nos la Guía de los Perplejos y se dedicó a comentarla

cuidadosamente. La Guía y la Biblia fueron libros de los que

no habría de separarse y que llevaba consigo a todas

partes. Necesitaba de ellos como de una presencia física,

verlos y palparlos, tenerlos siempre a mano.

Ya para entonces Abraham había sentido el llamado

de Dios, tímido al principio, porque él era humilde y no creía

que una gran obra habría de serle encomendada. Casi se

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LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ABRAHAM DE TALAMANCA

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inclinaba por rechazar el llamado. A veces, mucho peso

asusta. Entre la confusión de voces que hablaban en su

interior, fue haciéndose orden, y una más poderosa dominó

a las demás. Abraham aprendió a obedecerla y a seguir sus

dictados. Voz sin sonido, sin palabra, sin idioma. Puro con-

cepto percibido sin racionalizar, intuición relampagueante,

idea captada sin previa preparación, mente en absoluta

luz, limpia y abierta. Ejercicios de la voluntad que desbrozan

impurezas y conocimientos previos. Mente tábula rasa.

Mente en estado de amor. Mente estrella, faro, cristal.

Mente virgen que recibe a Dios.

Sin contradicción ni antítesis pudo leer a Maimónides,

para luego considerar sus propios descubrimientos cabalís-

ticos como un paso siguiente a partir de la Guía y hasta la

depuración de sus teorías más espirituales.

Después de un tiempo de ires y venires sintió, de

pronto, el llamado de la tierra de Aloma y haciendo un

breve hato con algo de ropa y sus dos libros, reemprendió

la marcha por esos caminos de Dios que cada uno va

trazando al caminar.

Como buen caminante, Abraham gusta del tacto

del pie sobre polvo, piedra y hierba. Gusta también recos-

tarse bajo frondosos árboles y sentir en su espalda la corteza

rugosa pero cálida, y, sobre todo, la sombra que premia

con frescor y suave susurro. Dormir en los pajares y recibir de

manos de una campesina una jarra de leche recién or-

deñada. O cuando llueve, encomendarse a Dios, porque

nunca se sabe qué rayo es el que habrá de fulminar.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ABRAHAM DE TALAMANCA

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Y así, polvos de muchos caminos y soles del mismo

cielo van curtiendo su piel, van dorando su color, y en las

comisuras de sus ojos van ahondando los surcos de la mira-

da que se concentra en el horizonte siempre lejano, siempre

a igual distancia.

Llega a tierras de Provenza donde hay gran revuelo

porque rumores van y vienen de que la reina Margueritte

regresa desterrada con su marido el Buen Rey don Lope y

sus hijos y su comitiva. Dicen que el Gran Duque Pauluis,

mellizo de Margueritte, no llora el destierro, sino que compo-

ne canciones para que los trovadores las canten el día en

que su hermana se siente a su lado en el gran salón ducal.

Son éstas, vanidades que no conmueven el alma de

don Abraham. Él busca a los sabios rabinos y con ellos ha-

bla largas horas. Un alto en el camino propicia el meditar.

Los rabinos le piden que cuente de la tierra de Judea y si es

por ahí que se halla el río de ríos, el Sambatión, o si es más

arriba, por tierras de Siria. Mucho habla don Abraham, que

tiene el don de relatar y que del detalle desprende el

interés. Todos quedan contentos, más queda don Abraham,

que es ahora el relator que ha sabido recordar y repetir

para gozo de los demás.

Pronto retoma su caminar. Atraviesa poblados, ria-

chuelos y bosques de altos pinos que llegan hasta el mar.

Un día se cruza con la comitiva real, tan despreocupada y

alborozada que no pareciera que va al destierro y al penar.

Con la mano los saluda y anticipa los pasos que van que-

dando atrás. En un recodo del camino se ha prendido su

ilusión. Olvidada entre las ramas la ha dejado don Abra-

ham. Vanidad de vanidades deshojada al andar. Qué lejos

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LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ABRAHAM DE TALAMANCA

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quedó el brillo y el cascabeleo de quienes acompañan al

Buen Rey. No saben que muchos ya no habrán de regresar.

Guerras en unas tierras y guerras en otras tierras los habrán

de arrastrar y a los cuatro vientos sus cadáveres se disper-

sarán. Sólo los pasos de don Abraham son firmes al caminar.

Sólo su pensamiento sabe a dónde va.

Quiere ya entrar en tierras de Rocalta porque ahora

sabe muy claro lo que hará. Y al llegar al último acantilado,

allí donde caen a pique las rocas sobre la mar, donde el

hombre puede tener pensamientos de grandeza en cuerpo

frágil, donde la idea de Dios puede revelarse, donde la

muerte puede tentar y atraer y volver esclavo, allí, Abraham

tendrá el primer llamado, la voz que viene de lo alto pero

que sólo se oye adentro, muy adentro, muy hondo, muy

lejos.

Es el atardecer y el sol manda esos últimos rayos más

luminosos aún por ser los finales que van a enverdecer más,

hojas y césped. Más se ve el verde y más el azul del cielo. Y

más las nubes también. Rayos oblicuos que van declinando

hacia la cuna y tumba cerúlea.

Y Abraham oye la voz. Pero todavía no puede

entenderla. Porque, ¿quién será quien descifre el significado

oculto? ¿Quién habrá de explicar la clave? ¿Quién reco-

brará los símbolos perdidos? ¿Quién interpretará la ley

cósmica? ¿Cómo se clarificará la vista ante la oscuridad?

¿Cómo encontrar la llave que abra la cerradura de la

puerta adecuada?

Pero la voz, la voz que llama vuelve a hacerlo.

¿Cómo entenderla? ¿Qué lenguaje es el suyo? Palabras

que deben significar algo. Palabras que, para el alma, son

su propio y único acceso a la revelación divina. Palabras de

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LA GUERRA DEL UNICORNIO DON ABRAHAM DE TALAMANCA

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la Torá que tienen seiscientos mil significados, uno para

cada hijo de Israel al pie del Monte Sinaí.

Esa voz que oye Abraham desde lo alto del acanti-

lado debe guardar para él su significado. Y de pronto, de

pronto, cree que lo va a aprehender. Pero el momento

pasa rápido, como sueño que no se habrá de recordar y,

aunque se esfuerce, Abraham no podrá comprender la voz.

Le quedará esa sensación de que estuvo a punto de

explicar lo inefable, de entender lo ininteligible, de abarcar

lo inabarcable, de captar el conocimiento todo del uni-

verso en una sola percepción que no se habrá de repetir. Y

esa sensación es sensación de gozo y es sensación de dolor.

No habrá quietud para su alma, a punto de comprender y

sin poder comprender.

Como si atisbara por algún resquicio y la puerta se

hubiera de abrir de par en par y la luz entrara plena, a

borbotones, y refrescara el alma en ardor y ya todo fuera

tranquilidad y paz. Fin último sosegado.

Y en lugar de la luz, el tiempo ha corrido y consigo

arrastró las tinieblas. El sol se ha puesto. En la oscuridad el

viento marino ha arreciado y suena más el oleaje. En la

oscuridad descansa la vista, despierta el oído.

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YUÇUF EL ALQUIMISTA

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF EL ALQUIMISTA

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Lejos de tierras de Provenza, el sol golpeando las casas

blancas, en el silencio de la hora de la siesta, sexta hora de

los romanos, nadie se atreve a poner pie por las calles de la

hermosa Ciudad —cantada como novia en los cantares—

de Grana.

Todos descansan y los largos trajes blancos yacen sin

forma sobre arcones y alfombras. En los jardines ocultos tras

altos muros y entreveladas celosías, muwasahas de flor y

hierba, altas columnas de color y forma y sonido, dan vuelo

a la fantasía dormida, somnolienta, rezagada.

Todos descansan. Todos olvidan fatigas y esplendo-

res. Formas del amor derramadas por los resquicios. Frutas,

higos y dátiles en platones labrados. Silencio. Silencio sólo

interrumpido, quizá, por tal cual pequeño insecto que no

puede remediar su vuelo ni su zumbido. Hasta el perro sue-

ña y el pájaro en jaula de oro dormita. Amantes ya sose-

gados duermen.

Sino en una pequeña casa, la última de la calle de

los Oficios, Yuçuf, en el cuarto más alejado, donde nadie

puede entrar, trabaja. Su atanor no puede estar apagado.

Sabe que de un momento a otro habrá de cuajar la

Materia Próxima de la Obra y que entonces podrá trasva-

sarla al huevo filosofal.

Son muchos años de estudio ya. Y muchos de

experimento tras experimento. Había logrado purificar el oro

y la plata, y de la Materia Remota podría pasar a la Materia

Próxima. Recordaba Yuçuf, y esto era señal de gran augu-

rio, que el día en que había purificado el oro y la plata, que

se representa por una fuente en la que se bañan el rey y la

reina, un amigo suyo viajero le había relatado que vio, en

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF EL ALQUIMISTA

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tierras del rey cristiano don Lope, bañarse en río de plata y

en noche de luna un noble caballero con una bella dama,

que muy bien pudieran ser los reyes, que caballos blancos

les aguardaban y ropas y mantos de terciopelo y pedrerías

quedaron esparcidos por entre plantas y arbustos.

Ésta fue gran señal para don Yuçuf. Los cielos es-

taban de su parte. El símbolo había sido encarnado. Le

quedaba por averiguar quiénes eran los dos nobles, y bajo

qué signos habían nacido. Sin apresurar los hechos de algún

modo habría de enterarse. Él no conocía los emblemas de

los cristianos. Ya encontraría quien sí los conociera.

Su amigo don Abraham, sabio lector de la Torá y del

Talmud, caminante de pie leve, que había vivido entre

cristianos y moros, que algo entendía de alquimia y que le

había ayudado a elaborar signos, él, si estuviera, sabría

quiénes eran esos dos nobles señores.

Por eso, mandaría recado con todo morisco, aljamia-

do o mozárabe que fuera a tierras lejanas que don Yuçuf

buscaba a don Abraham para materia de importante

estudio.

Pensaba Yuçuf que sobre los horóscopos de esos dos

nobles encontraría los números de la fórmula perfecta y que

podría alcanzar la Materia Próxima. Leía, mientras tanto, li-

bros de famosos maestros, y ensayaba sus procedimientos y

verificaba sus ejemplos.

A sus pies, mitad de la cara blanca y mitad negra, en

perfecta división desde el cráneo hasta el hocico, dor-

mitaba su perro Alor. Alor había aparecido, años atrás,

abandonado a la puerta de la casa. Don Yuçuf tuvo que

alimentarlo con trapos empapados en leche y lo ponía a

dormir en los rescoldos de las cenizas. Fue creciendo y

poniéndose fuerte. Era sombra y luz de don Yuçuf y a todas

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF EL ALQUIMISTA

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partes lo seguía. Para don Yuçuf era distracción y contento.

Le hablaba y le enseñaba trucos. Acariciaba su cabeza y le

daba palmadas en el lomo.

Alor era el único que podía entrar en el cuarto de

trabajo del alquimista y había desarrollado tal habilidad

que pasaba por entre libros, aparatos, frascos y botellas, sin

nada alterar y sin nada derramar. Decían las malas lenguas

que era el ayudante de don Yuçuf. Y ayudante tal vez

fuera. Porque hay muchas clases de ayudantes, y en algu-

na podría entrar el fiel Alor, aunque fuera en la más

modesta pero nunca lo suficientemente ponderada, de

ayudante que no estorba. Así que, tal vez fuera Alor el

ayudante ideal de don Yuçuf, que escuchaba con

profunda atención pensamientos, métodos y ecuaciones, y

al no aprobar ni contradecir, sino inclinar levemente su

cabeza a un lado y a otro, obligaba a su amo a persistir en

la búsqueda y a alcanzar una mayor claridad, hasta que

llegara el día en que todo lo pudiera comprender.

Claro que Alor ya empezaba a comprender y

dibujaba con su pata en la arena los símbolos de los

elementos. Por lo pronto, oro y plata sabía dibujarlos. Cobre,

plomo, hierro, estaño y mercurio eran más difíciles, pero los

iría aprendiendo, sobre todo si recibía como premio una

galleta o un trozo de mazapán.

Era buen alumno Alor y no habría de robarle ideas,

como aquella vez que tuvo un aprendiz que venía de tierras

lejanas, más allá de las de los caballeros de Aloma, de las

de Tierra Franca y más distante aún, proveniente quizá de

las frías Tierras Nórdicas. Un joven rubio y alto, de nombre

Thorolf. Que tan rápido aprendía, que no dormía de noche

por cuidar y cambiar los líquidos de retortas y alambiques.

Que podía, incansable, invencible, repetir una y cien veces

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF EL ALQUIMISTA

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cada paso del experimento fallido hasta descubrir el pre-

ciso momento del error. Que no se conformaba con una

prueba y hacía otra y otra y otra. Hasta llegar a la per-

fección. Perfección absoluta sólo la de la Gran Obra. Que

repetía y repetía la receta del Doblado según Moisés:

Cobre de Calis, una onza; oropimente, azufre nativo, una onza y plomo nativo, una onza; rejalgar descompuesto, una onza. Cuézase en aceite de rábano, con plomo, durante tres días. Póngase en una cubeta y colóquese sobre las brasas, hasta que el azufre haya desaparecido, entonces retírese del fuego y se encontrará el producto. De este cobre tómese una parte y tres partes de oro. Fúndase a fuego fuerte y se encontrará convertido todo en oro, con la ayuda de Dios.

Pero esto último era lo que le faltaba a Thorolf: la

ayuda de Dios. No tanto porque fuera pagano y hasta

descreído con frecuencia. Sino porque ese sutil elemento

del azar, de la suerte, de la casualidad, es dado también

por mano divina o angélica. Mano que agita las estrellas le-

vemente para que el polvo caiga luminoso sobre ciertas

cabezas. Como se lo había dicho don Yuçuf el día que

Thorolf tocó a la puerta y le pidió ser su aprendiz.

—Sí, muy bien. Trabajarás mucho. Leerás mucho.

Escribirás y practicarás. Pasarás noches en vela y días en

turbio. En sueños te vendrá la gran idea, y, al despertar, la

recordarás o no la recordarás. Y vuelta a empezar y vuelta

a soñar y vuelta a trabajar. Pero sin la ayuda de Dios, nada

lograrás.

—¿Qué es la ayuda de Dios?

—El momento del hallazgo.

Y Thorolf pensó: "Puede ocurrir o puede no ocurrir. La

vida es corta. Yo no envejeceré frente al atanor. Me saltaré

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF EL ALQUIMISTA

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pasos. Forzaré a Dios." Y la carcajada que vibró en el silen-

cio de su interior era cosa del diablo.

Por eso, don Yuçuf ya no quiso ayudantes. Con ver al

diablo una vez basta.

Rubio y alto diablo, tan trabajador, tan persistente,

que reía a solas y discutía y hablaba consigo mismo a gritos.

Que todo lo anotaba. Páginas blancas que iban cubriéndo-

se de picuda escritura negra. Algo tramaba y sus ojos azul

transparente cerraban la penetración al interior. A veces,

don Yuçuf temía al joven Thorolf, y Thorolf lo adivinaba. Su

carcajada despertaba inquieto a Alor, pero Alor no se

movía del lugar y bajaba lentamente la cabeza y la apo-

yaba sobre las patas delanteras y sólo lo seguía con la

mirada. Thorolf exclamaba: "Tú sí me comprendes, blan-

quinegro Alor." Con lo cual, Alor retornaba su dormitar

vigilante. Yuçuf confiaba en Alor y pensaba que Thorolf no

debería ser malo.

Pero Thorolf sí tramaba algo. Tramaba encontrar la

fórmula y huir con ella a su país de múltiples islas y entradas

del mar en la tierra. Y ahí dedicarse a la magia negra. En la

noche de San Juan invocar a los espíritus que pueblan

bosques y lagos. Bailar hasta que las piernas se convirtieran

en patas de macho cabrío. Hacer el sacrificio. Beber de la

copa de vino sagrado. Beber y beber hasta la alucinación

final. Donde ya nada concuerda. Ni distancia ni espacio

son tangibles. Donde el tiempo es sólo eternidad. Qué im-

portan los colores: la luz de la luna llena todo lo argenta. De

un cuerpo mana un delgado hilo de sangre.

Con eso sueñan los azules ojos del bello joven Thorolf,

que se afana sol y luna por hallar la fórmula precisa.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF EL ALQUIMISTA

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Dicen que la noche que salió a escondidas, los lobos

aullaban por la serranía. Que montó en caballo negro de

largas alas de cisne y que por los cielos lo vieron volando.

Don Yuçuf lo que dice es que se llevó sus papeles más

preciados y que el blanquinegro Alor ni siquiera le avisó. Lo

que siempre habría de extrañarle.

Así que don Yuçuf tuvo que recomenzar su tarea. Lo

que Thorolf no habría de saber es que ya don Yuçuf tenía

entre sus manos el paso de la Materia Próxima y que aquel

azar esperado había ocurrido, con la noticia que le trajo el

viajero. Sólo con encontrar a Abraham de Talamanca el

círculo se cerraría y tendría los datos exactos a su alcance.

Después de todo, Thorolf se había perdido lo más importan-

te. Eso creía Yuçuf, y también él erraba.

Los caminos de la vida son inciertos y, a veces, alquí-

micos y hasta cabalísticos. Círculos concéntricos tocan otros

círculos. Tangentes entran y salen de las esferas. Radios y

diámetros dan muchas vueltas. Y hay secretos y claves y

signos.

Así Thorolf, voló más que corrió por senderos y atajos.

Lejos, muy lejos ya del Reino de Grana, al otro lado del Río

Grande, al otro lado de los Montes de Fuego, había un día

de cruzarse con don Abraham el cabalista.

Frente a frente quedaron paralizados. Rayos de los

ojos espadeaban en batalla. En el sendero estrecho, frente

a frente, no dejaba el uno pasar al otro. Primero paraliza-

dos, luego, poco a poco, levantaron una mano y la

pasaron, cada uno, delante de los ojos del otro. Imagen en

espejo. Hacían al mismo tiempo los mismos movimientos.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF EL ALQUIMISTA

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Salvo los ojos, siempre estáticos en las pupilas del otro.

¿Cuánto tiempo quedaron así, el uno y el otro? ¿Eternidad

medida por la más pequeña fracción de tiempo? ¿Se-

gundos, minutos, horas, días, meses, años? ¿Y quién podría

saberlo? ¿Acaso ellos lo supieron? ¿Dios o el Diablo lo

supieron? ¿Sus cuerpos rígidos lo sintieron? Sólo sus ojos

carecían de tiempo y perdieron la noción del espacio. Se

olvidaron por completo de sí mismos. Los ojos, en cambio,

penetraban más y más en honduras que nunca hubieron

de imaginar. Cada uno vio en el otro la fascinación de su

propio y oscuro interior. Adentro, más adentro del otro, un

mundo negado se retorcía por salir, y cada uno sabía que

ése era su propio mundo. De ahí la fascinación y el deseo

de llegar al fondo. Serpientes, murciélagos, arañas, insectos,

masas informes, pequeños seres como punta de alfiler,

embriones, movimientos lentos, volcanes en erupción, la

tierra desmoronándose, los mares por todas partes, glacia-

ciones, diluvios, grandes monstruos de la naturaleza, el

caos, el desorden, la locura, sueños y pesadillas. Dios,

¿dónde está Dios para poner orden?

Nunca supieron cómo terminó ni cómo lograron se-

pararse. Thorolf no vio más al hombre que estaba frente a

él. Abraham no vio más al hombre que estaba frente a él.

Habían desaparecido.

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EL ENCUENTRO

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ENCUENTRO

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Y don Abraham va haciendo vida al caminar. Después de

Rocalta, entra en tierras de Catalá. Va en busca de los

antiguos cantors, y los joglars y los recitadors. Oye sus pala-

bras y enhebra el hilo que hilvana el discurso y el habla.

Piensa que muchas canciones han perdido el sentido y la

razón. Hay claves que ya olvidamos y todo queda como en

los recuerdos brumosos de la infancia. La canción que no

fue entendida, que para siempre quedó incompleta por

falla de la memoria del que transmite o del que la recibe.

La canción que se fue volviendo incongruente por una

mala pronunciación o una torpe asociación, o por alusión o

por exclusión. Motivos, olvidos, repeticiones, sinsentidos,

estatismos, convencionalismos, patrones, moldes, pereza,

facilidad, cuesta abajo, lo conocido, lo sabido, los viejos re-

sortes emocionales, aquí una lágrima, allá una risa.

Y, de pronto, el verso nuevo, la imagen que sorpren-

de, la palabra que arranca el corazón, la sílaba que horada

la piel, el grito de las entrañas hacia fuera. Vivas palabras

palpitantes en la palma de la mano, desangrándose, salpi-

cando, aleteando como peces fuera de la mar.

¿Qué le pasa a don Abraham? ¿Por qué las palabras

le han detenido en su caminar? ¿Por qué día tras día va de

pared en pared apoyándose, para oír los cantos y los

relatos?

Porque los cantos y los relatos cuentan la historia coti-

diana y Abraham conoce así lo que ha pasado en su

ausencia. Algunas batallas y un gran hecho: el destierro del

Buen Rey don Lope, con quien se había cruzado en el ca-

mino. La tristeza de don Álvaro de Villalba y las gestas de la

Deseosa y la Bienforjada. Los Caballeros de Gules y las

nuevas leyes que decretan. Todos viviendo en hermandad

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ENCUENTRO

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como monjes de un monasterio. Todos labrando la tierra

con las manos fecundas. Todos comiendo pan y fruta, pues

para todos alcanzará. El trigo será bendito y manará leche

y miel del cielo y por la tierra. Nueva tierra de promisión y

Dios en lo alto para repartir.

Pero don Álvaro, llamado por los Caballeros de Gules

y por el valiente obispo don Jerónimo, tiene mucho que

hacer y que decidir. El Buen Rey se marchó. Y la bella

Margueritte con él. Quedó solo. Solo siempre ha estado don

Alvaro. Aun en el vientre de su madre estaba solo y más

solo quedó al nacer. Y mientras corrían los años, más solo se

iba quedando. Tan solo, que ya no notaba su soledad. Sólo

la soledad de los demás solos. Y cuando hubiere de morir,

solo habría de quedar.

El Buen Rey se marchó. Pero no sus partidarios. Y éstos

empiezan a murmurar. Son primero leves murmullos, susurros,

suspiros. Ni siquiera quejas o exclamaciones. Aún están

desunidos y no saben bien qué hacer.

Don Álvaro los conoce y no teme de ellos. Los Ca-

balleros de Sable partieron con el rey don Lope. También

partió el Gran Condestable Sancho Ruy, de casa plebeya,

encumbrado por la debilidad del rey. Y este Gran Condes-

table, piensa don Álvaro, duque de Villalba, sí es de temer.

Porque este Sancho Ruy no olvida su origen y no querrá

perder lo que con tanto esfuerzo adquirió. Lejos lo habrá de

mantener don Álvaro y pondrá espías por los Montes de

Fuego y los puertos de Catalá, que habrán de correr a

avisarle si un día lo ven pasar, disimulado y con disfraz.

Pues don Álvaro todo lo cuida y no pierde detalle.

Los Caballeros de Gules se han erigido en Concilio, y, por

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ENCUENTRO

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primera vez, todos pueden discutir y opinar. Hay alegría en

este todos poder hablar, en este estrenar palabras que

antes se debían callar. Y hay quienes todavía temen y no se

atreven. Pero pronto, todos, todos, hablan sin cesar. A ser

libres todos se acostumbran. Es que libres somos todos. Sólo

por temporadas no lo somos y a esto sí que no nos acostum-

bramos. Y así, en la euforia del bien hablar, hay muchos

descuidos y hay holganzas e indiscreciones, intrigas y ma-

lentendidos, desvergüenzas e ingenuidades. Nota a nota,

los que han de ser traidores, graban los descuidos y las

negligencias, para el día en que se haya de rendir cuentas.

Don Álvaro sigue fuerte y sin temer. Así dicen los

cantares y los nuevos romances, en boca de niño y en

boca de viejo, de juglar y de doncella de blanco encaje.

Y don Abraham a todos los escucha y cada nueva

versión con su variante le agrada y sorprende. Cuando

piensa que ya es tiempo de volver a sus quehaceres, ya los

cantores difunden su llegada y el viaje en busca del

Sambatión. Y parten los cantores hacia otros reinos con re-

ciente bagaje de noticias, adelantando el recorrido de don

Abraham.

Abraham es solicitado por los rabinos y a todos cuen-

ta su viaje a la Tierra de Promisión. Cuando cumple con esta

parte, como muy bien ya lo sabía en lo alto del acantilado,

Abraham se une al grupo que estudia la Yetsirá, y al estudio

de la Yetsirá y al de los Doce Comentarios se dedica con

provecho y grande intuición. Tiene la suerte, Abraham, de

estudiar con el sabio y humilde Baruj, quien lo inicia en los

secretos de la cosmología mística y en los tres métodos de

la Cábala: Gematriá, Notarikón y Temurá. Sólo así puede

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ENCUENTRO

46

penetrar en el verdadero significado del Sefer Yetsirá. Pero

sobre los misterios de la Yetsirá, Abraham sólo podrá repetir

las oscuras palabras de su preceptor, porque el verdadero

conocimiento es secreto. Las oscuras palabras de su

preceptor sólo podrá repetir, porque la tradición se trans-

mite de boca a oído y todo ha de permanecer escrito en la

memoria. Las oscuras palabras de su preceptor, luz de la

inteligencia:

Quisiera escribir las palabras, pero no me es dado; no quisiera escribir las palabras y no puedo del todo desistir; así que, escribo, me detengo, y vuelvo a aludir a ello en párrafos posteriores; y este es mi procedimiento.

Así habría de ser también el procedimiento de

Abraham, pero aún necesitaba maduración. Y como aque-

llo que más se desea, también necesitaba una pausa antes

de dar el paso definitivo, antes de dejarse reconocer como

elegido, antes de aceptar el peso de su destino.

Fue por lo que, ya casi a punto de recibir la reve-

lación, decidió marchar a Aloma y volver a ver su pequeño

pueblo de Talamanca, y su casa y sus amigos y las piedras y

el camino. Como una fuerza irreprimible, sentía que debía,

de nuevo, interrumpir lo que ya tenía continuidad, para que

luego nada le distrajera ni ningún deseo insatisfecho fuera

pretexto para la lejanía ni la meditación. Quería cortar

amarras.

Y don Abraham, libre como pájaro que canta al

albor, con un zamarrico al hombro y su cayado de pere-

grino, retoma senderos de trilla, se acoge a frondas y

bosques coposos, toca en tal cual choza de pastor, reza en

las ermitas abandonadas y de su pan hace migas para los

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ENCUENTRO

47

otros pájaros que cantan al albor y son corona de su

cabeza al volar.

De tal modo que, por donde va don Abraham, un

cántico pajarero se vuelve celestial y un halo de sonidos lo

envuelve en santidad. Los árboles apartan sus ramas y las

hierbas le dejan pasar. Los animales todos le vienen a salu-

dar y las piedras del sendero se esconden para no estorbar.

A la sombra de un encino se ha sentado a descan-

sar. Las abejas le regalan un poquito de su miel y el arroyo

se le acerca para que pueda beber. Lengua de agua le

refresca y suave meneo de hojas le arrulla para dormir. Ha

apoyado su cabeza en el tronco y el tronco en almohada

se ha venido a convertir. Pequeños sucesos de cada día

que pocos milagros han de ser.

Y don Abraham sueña. Sueña que está al pie de una

escala de luz, hecha de transparencias de diamante, que

no se apoya en el suelo ni en parte alguna, que sube hasta

el cielo y que no se ve su fin. Don Abraham quiere acer-

carse a la escala, hecha de polvo de estrellas, pero camina

y nunca llega, a pesar de que si alargara el brazo podría

tocarla.

Luego, sin saber cómo, está ya subiendo y piensa

que si llega arriba es que ha muerto.

Pero también si llega arriba alcanzará el conoci-

miento total.

Luego despierta y sabe que su sueño es incompleto,

que la memoria le ha fallado, que no puede recordarlo

todo. Se esfuerza por rememorar el sueño y quisiera inventar

lo que ha olvidado. Siente una nostalgia no triste, más bien

alegre. Todo el día, a vuelcos del corazón, le viene ese

recuerdo de lo que olvidó y le invade cierta tranquilidad de

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ENCUENTRO

48

que había algo más profundo que, tal vez algún día, lo

llegue a descifrar.

Piensa que son ya muchas las llamadas y que no

debe desoír tanto la voz de Dios. Que su tiempo no es tan

largo; quién sabe qué recodo del camino habrá de ser el

último y habrá de encontrarlo no en la hesitación, sino en la

plena convicción.

Pero así es él y así habrá de ser. Dudar es su alimento,

posponer su ocupación. Grandes periodos de actividad, y

más grandes aún de pasividad. Pensamientos mayores y

ansias de elevación. No tener con quién hablar y a solas

meditar y meditar. Su otro dialogante lo lleva consigo, y no

sabe si se desdobla en oposición o si dos veces afirma lo

mismo. Por dentro, se siente muy poblado y voces se alzan

sobre voces. De entre ellas, haciendo un claro en el caos,

nunca sabe cómo explicar la rapidez del hallazgo: re-

lámpago, tránsito de la vida a la muerte, del dormir al

despertar, del grito del dolor, del éxtasis del placer.

Ese momento que no encaja en medida alguna del

tiempo, que se resiste, que carece de temporalidad porque

responde a un subrepticio periodo —también inmensura-

ble— de gestación, por igual indefinida e inaprehensible.

Así que don Abraham aprende a esperar esos mo-

mentos que han de traerle las respuestas que busca y

rebusca en desesperación y a solas.

Por el sendero del bosque, oye un lejano trote de

caballos. Siente curiosidad y hasta alivio: a veces, interrum-

pir los círculos del pensamiento trae cierta complacencia.

Se vislumbran cinco jinetes por el sendero. Sus largas

capas rojas los identifican como Caballeros de Gules. Dos

Caballeros adelante y dos atrás, en medio, don Álvaro solo.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ENCUENTRO

49

Don Abraham se hace a un lado del camino para dejarlos

pasar. Al pasar, se han reconocido y recuerdan cuando se

vieron por primera vez. Es ese poder de los ojos que les ha

hecho decir muchas cosas sin hablar. En don Álvaro, el

deseo de conocer a quien sabe poseedor de mundos

secretos y propios; en don Abraham, la respuesta al deseo y

la esperanza de transmitir y de crear comprensión.

Algo ha dicho don Álvaro a los Caballeros de Gules

por lo bajo. Da vuelta a su caballo y se acerca a don

Abraham.

Don Abraham no sabe si es buen signo o mal signo y

se queda quieto en su lugar.

—Sabio judío, mucho me han hablado de ti.

—Caballero cristiano, mucho he oído de ti.

—Quisiera poder hablar contigo un día, largo y ten-

dido.

—Yo ahora voy hacia Aloma. Quiero despedirme de

unos amigos antes de encerrarme a estudiar. Pasa cuando

quieras por mi casa.

—Yo voy ahora a la frontera, porque hay rumores de

que Sancho Ruy está enviando espías. Al regreso, pasaré a

hablar contigo.

—Te esperaré, caballero cristiano.

—No en balde, sabio judío.

—Ve con Dios.

—Queda con Dios.

Don Álvaro palmea el cuello de Durelene y Durelene

lo inclina suavementea un lado; con un leve tirón de riendas

y la presión de sus muslos en los ijares del fiel caballo, se da

vuelta y galopa hacia los Caballeros de Gules que en lonta-

nanza lo aguardan.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ENCUENTRO

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Don Abraham lo contempla irse y no se mueve del

lugar hasta que ya no lo ve ni oye el ritmo de los cascos

armoniosos.

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LA REUNIÓN

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA REUNIÓN

52

Otra vez, don Abraham ha quedado sorprendido por el

encuentro con don Álvaro. Es indudable que ambos sienten

cierta atracción recíproca que provoca una especie de

esperanza, tal vez de contento, o de melancolía relegada,

de herida que ha cicatrizado y que es prodigio que ya no

duela.

Retoma su andadura don Abraham y las agujas de

los pinos que va pisando y el olor del bosque le reconfortan,

le prometen, por un momento si acaso, alivio y olvido del fin

último.

Por entre las ramas de tantos árboles, rayos de sol

escapan a ese inútil y verde encierro y sobre el suelo, en

tapices de hojarasca, van clareando imágenes y arabes-

cos. Envuelve el nunca silencioso silencio, que siempre hay

una hoja que cae o un insecto inoportuno, o cualquier otro

sonido que distrae, o ese agudo y persistente chillido que tal

vez no sea de fuera, sino propio del oído que oye y nunca

descansa. Porque las cosas suenan mientras haya oídos que

oigan. Y don Abraham oye, y todo suena.

Sonido, zumbido, resonancia, cadencia, eco, mono-

tonía, armonía, susurro, murmullo, crujido, chirrido, silbido,

chasquido, chapoteo, chapalateo, gorgoteo. Vibración de

las ondas sonoras todas.

El juego del claroscuro. Cuevas y oquedades. Luz y

sombra. Hoja brillante en el envés, opaca en el revés. Flores

invertidas de corola retorcida. Zarigüeyas de cabeza hacia

abajo. Don Abraham quisiera no salir de este mundo de

colorida y melodiosa soledad. Y es con tristeza que va

desprendiéndose del tiempo y apresurando el paso, cuan-

do muy bien deseara el lento caminar que apenas le

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA REUNIÓN

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hiciera avanzar. Pero la fuerza que le impulsa a seguir

adelante regresa y la obedece, porque a veces pierde la

voluntad del abandono. Que hace falta voluntad para

trabajar y para descansar.

Al atardecer, reza el maariv y antes que el sol se

ponga, escucha las campanas del ángelus en alguna

ermita no muy lejana. Piensa que si apresura el paso llegará

al caer la noche con quien le dé albergue. Los últimos rayos

de Dios iluminan el cielo y se reflejan en la tierra, por hoy,

fatigada. Cuando la oscuridad cae con su gravedad im-

ponderable, una lucecita señala al caminante que alguien

habita al límite del bosque y que ha de tener el hábito de

recoger huéspedes entrenochados. Honrado leñador, co-

mo el del cuento, feliz y sin camisa, con mesa de cuadrado

pino, blanco mantel, leche y queso y pan para cenar.

Cama de edredón despojado; en la ventana, cortina de

estrellas y halo de luna. Para dormir un grillo, para despertar

un gallo.

Verdadero rincón rústico, refugio y serenidad. Donde

no llega ni un mundanal ruido, ni una inquietud palaciega.

Ni la envidia, ni la intriga, ni los celos, ni la ambición. Hay

para comer y beber. Trabajo no falta. Filosofía de quien no

aprendió a leer. Sabiduría de la naturaleza observada.

Piedra a piedra, canto a canto, arista a arista, resquicio,

hondonada, leve precipicio, suave loma, el bosque a espal-

das, el sol al frente, por arriba y por abajo Dios se pasea con

capa de todos los colores fundida en un rayo de luz y un

arco iris en la mano.

Sí, tanta beatitud, placidez, somnolencia. Pero, por

dentro, ¿qué hay adentro de los cuerpos? ¿Cuáles son los

caminos por los que circula el alma? ¿Por dónde fluyen las

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA REUNIÓN

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emociones? ¿Por qué la lágrima se apresta a salir y la

sonrisa está a flor de labios? Los movimientos de la mano en

su lenguaje de amenazas, promesas, claudicaciones. Las

mil faces del rostro, conciliador, indiferente, torturado, dis-

tante, expuesto, desnudo, expectante, acezante. Las mil

máscaras que todo lo ocultan. Los mil recursos de la emo-

ción que se retuerce. Celos y envidia matizando toda rela-

ción de hombre con hombre. Anhelo de pureza y pantano

viperino. Luz y sombra, siempre luz y sombra.

Es hora de partir para don Abraham. Da la mano

amiga al leñador amigo. Respira profundamente la ino-

cencia de la mañana y sus pulmones se hinchen de aire

bendito.

Le espera el camino con sensación de plenitud. Sólo

siente que pierde el campo y la frescura; en cambio, allá

abajo, ya se distinguen los caseríos y la ciudad envolvente,

los humos reptantes y los hedores, la violencia y el crimen, el

engaño y la mentira. Todo el sufrimiento encerrado entre

cuatro paredes.

Abraham tiene y no tiene prisa. Encerrarse en la ciu-

dad es su penitencia. Ahí percibe los dolores y el ir y el venir

de las pasiones. También ahí tiene una mesa y papel y

pluma para escribir. A veces piensa que eso es todo lo que

desea: tener una mesa y papel y pluma para escribir. Tres

modestos objetos, si no fuera por la ambición última.

Cuando entra por las callejuelas, a un lado y a otro,

la vida empieza a bullir. Pequeños ruidos del despertar, aún

somnolientos, aún contagiados del silencio y su eco. Todo

suena más al abrir los oídos; la luz es más fuerte ante los ojos

desapercibidos. Pero hay frescura; los cuerpos olvidaron el

agobio del día anterior. Sólo para el viejo y el enfermo se

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA REUNIÓN

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aprestan horas que matar entre dolor y dolor, penar y

penar.

Llega don Abraham a la puerta de su casa: dos

escalones de piedra, amplio portón de madera tallada, por

el muro blanco trepa la yedra.

Agrada volver a casa luego de la fatiga de los ca-

minos y de las paredes desconocidas. Nada como la cama

propia y el colchón que ya sabe la forma del cuerpo en

abandono; el olor de las sábanas crujientes y limpias; la

manta de suave lana que envuelve y acompaña al cuerpo

en sus vueltas y revueltas. Abrir los ojos al despertar y no sólo

ver, sino reconocer. Entonces, permanecer un poco más en

la cama amable, en la tibieza que confirma la vida —no

vino la muerte en sueños— y en el agradecimiento de un

nuevo día. Prolongar —con conciencia— el placer de la

holganza, el dócil descanso, la lentitud de los miembros.

Luego, días de esparcimiento y solaz. Visitas de los

amigos y los curiosos. Repetición de las historias de viajes:

maravillas, casualidades, peligros. Y con el tiempo, mejora

de los relatos, pulir aquí y allá tal cual suceso para que la

narración madure y se perfeccione: anudar cabos sueltos,

resaltar el colorido, redondear lo abrupto, tal vez olvidar, o

sustituir o modificar. Todo es posible en aras de un público

ávido de conocer lo desconocido, de vibrar en su ima-

ginación, de vivir lo que nunca se habrá de vivir. En oca-

siones, es piadoso hacer volar las esperanzas y creer que se

puede soñar despierto. Los ojos, los rostros, los casi imper-

ceptibles movimientos de las emociones a flor de piel, se

matizan con los relatos de la fantasía.

Y don Abraham es buen relator. Goza repitiendo los

cuentos y mejorándolos en cada versión. Goza haciendo

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA REUNIÓN

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soñar porque así sus propios sueños cobran realidad y son

más fáciles de creer.

Ya don Álvaro ha regresado y ha guardado silencio

sobre su viaje, pero son más profundos los surcos de su

ceño. Necesita meditar y poner orden en sus ideas. Quizás

el principio de la traición esté empezando a tomar forma.

La confianza ya no es gratuita. Hay alguien que piensa en el

mal. Uno de los Caballeros de Gules habrá, tal vez, de

derrumbar el castillo, entregando la llave a quien haga mal

uso de ella. Goznes y bisagras del puente levadizo serán

engrasados y cuidados para que baje rápido y en silencio,

el día establecido. Don Álvaro siente pánico. No permitirá la

caída. Habrá nuevas órdenes en las guardias y vigilias. Se

redoblarán esfuerzos. Antes de comunicar la sospecha de

traición, conversará uno por uno, con los Caballeros de

Gules para descubrir el músculo de la cara o del cuerpo

que delate al traidor.

Si tuviera con quién hablar. Pero sí, sí tiene. Recuerda

al sabio judío y la promesa de ir a verlo. Un consejo, envuel-

to en un cuento alusivo, sin dar los verdaderos detalles,

podrá pedirle al cabalista. No le contará sus sospechas, sólo

trasladará a otros casos y a otras situaciones el dolor que le

aqueja, la duda que le hiere; como hiciera, antes que él, el

conde Lucanor con su fiel servidor Patronio.

Sentados en almohadones de fino bordado de hilos

azul y oro sobre tapiz de lana gruesa y grecas multicolores,

flores en arabesco, pájaros extraños, hablan y beben vino

dulce don Álvaro y don Abraham.

—Si narrara una fábula, no en busca de moraleja, sí

de consejo o, al menos, de claridad, en medio de ramajes y

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA REUNIÓN

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oscuridad, de cierto indicio de camino que llevara a la

destrucción del mal, dime, tú que tanto has leído y has via-

jado, ¿podrías descifrar el enigma oculto? ¿Podrías, con los

leves datos que voy a darte, sacar alguna conclusión que

iluminara estas dudas que me ahogan?

—No lo sé. Es difícil saber hasta lo que se cree saber.

Todo es cuestión de fe. Más que saber, creer. Y lo que yo

crea no ha de ser lo que tú creas. Es difícil llegar a conclu-

siones y mi falta de conclusión no te servirá, no resolverá el

caso que te desasosiega. Son dos polos negativos que siem-

pre permanecerán opuestos. No habrá ley que los junte.

Dos fuerzas que no son fuerzas. Dos resistencias, dos impug-

naciones. ¿Cómo te atreves, pues, a preguntar por la luz del

camino?

—La luz del camino es la primera pregunta. Dios

mismo tuvo que separar la luz de las tinieblas y también

anduvo a tientas hasta desenmarañar la creación. Tuvo

que dividir el mundo y se olvidó de borrar la división. Por eso

nosotros, cada día, pasamos del bien al mal, cada día

volvemos a trazar la línea y cada día nos equivocamos y no

sabemos en qué lado estamos.

—Pero si no lo sabemos, lo inventamos. De un lado,

las posibilidades; del otro, las imposibilidades. Lo permitido y

lo prohibido. Blanco y negro. El equilibrio es inestable.

Guardan silencio, porque en el silencio las palabras

que no suenan cobran mayor peso. Las palabras redon-

dean las ideas y entonces se sabe cómo expresarlas.

Aunque todo sea un juego. Juego serio, al fin, es la vida. Y la

muerte: eso no lo sabemos.

Guardan silencio y beben, saboreando el vino dulce.

Don Álvaro mira los dibujos del tapete: piensa en el borda-

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA REUNIÓN

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dor y en qué le llevaría a escoger esos dibujos y esos

colores, en su vida dedicada a satisfacer un ansia de

belleza pura que transmitiría belleza pura a quien eligiera

ese tapiz y no otro, para goce de la vista y el tacto. Y esto le

reconforta: no todo es negrura y sinuosidades: también hay

bordadores. Y bordadoras. La que bordó los almohadones

azul y oro en los cuales se reclina: sobre fondo blanco, hilos

que dibujan diminutas y múltiples estrellas de David, entre-

lazadas con flores y frutos granados y hojas de parra. Con su

dedo sigue voluptuosamente el dibujo que, antes, manos

delicadas y blancas habían trazado y recamado. Quisiera

entonces, súbita y dolorosamente, conocer a la bordadora.

Pero le parece asunto de poca monta preguntar por ella a

don Abraham. Ya tendrá ocasión.

—Y bien, volviendo a mi fábula, no sé cómo empe-

zar. Aunque para empezar hay que hacerlo por el principio,

empezaré por el final.

—Grave error, porque el final es lo que no se sabe

nunca.

—Bien, entonces será una predicción lo que te pida.

—No, tampoco predicción puedes pedirme. Nadie

adivina, solamente Dios sabe.

—Entonces, nada más te contaré lo que me pasa.

—Sí, eso sí puedes hacer. Tú hablarás y tú oirás tus

propias palabras y de ese oír, aclararás tu pensar y la res-

puesta vendrá de ti. Yo también oiré y mi silencio será el

eco que te ayude. Así pues, cuenta.

—Si el león, como rey de los animales, piensa que al

establecer equilibrio y justicia bajo su bandera, bondad y

libertad, podrá borrar el mal y que la hiena y la pantera

olvidarán su proceder y se negarán a sí mismas para caer

en el bien, y luego el cordero y el lobo se amarán y ya no

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA REUNIÓN

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temerán ni el conejo, ni la liebre, ni el pájaro, ni el pequeño

insecto, ni el cervatillo, ni el potro de débiles patas. Si piensa

el león que restituir el bien es que gobierne el bien, porque

todas y cada una de las criaturas vivas serán buenas en

consecuencia. Si nada más se da a conocer el bien. Si se

quita el mal definitivamente. Si se olvida la dualidad y se

establece la unicidad. Si se elimina la posibilidad del con-

traste. Si se borran las tinieblas. Si la noche ya no existe. Si ya

no se teme a la oscuridad. Si la muerte ya no es fin y

castigo. Si la luz perdura sin sombra, dime ¿por qué la

traición surge y extiende su capa el Príncipe de las

Tinieblas?

—¿Olvidaste que la vida es ciclo y ritmo de

opuestos? ¿Olvidaste que Dios hizo el bien y en su reverso el

mal? ¿Olvidaste que blanco y negro son inseparables?

¿Olvidaste que moral y ley divina necesitan su negación

para afirmarse? ¿No comprendes que la vida sin la muerte

no sería vida? Ingenuo eres, Álvaro, en pensar en un monó-

tono reino de excelencias.

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LA CONVERSACIÓN

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA CONVERSACIÓN

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— Y más te digo, Álvaro hermano. Entiendo tu fábula. La

traición estaba escrita el mismo día en que derrocaste al

Buen Rey don Lope. El día en que hablaste de justicia, más

se afianzó la injusticia. El día en que hablaste de igualdad,

más resaltó la desigualdad. El día en que hablaste de armo-

nía, más se oyó la falsedad.

Las palabras salían de tu boca en una forma, y

entraban en los oídos en otra. El aire sutiliza los sonidos de

tal modo que cada uno de los que te oían, sólo entendían

lo que querían entender. Si hubieras repetido mil veces una

única y misma palabra, igual ellos hubieran escuchado lo

que querían escuchar. Si hubieras movido tu boca, sin pro-

nunciar palabra alguna, simulando entonar un discurso,

también hubieran oído lo que querían oír. Nada cambia,

todo permanece, digo en oposición al sabio griego. Todo

permanece y siempre es igual y siempre lo será: una y otra

vez se repiten los mismos errores, se cometen los mismos

pecados, se cae en los mismos pozos. No podemos cambiar

la naturaleza humana: desde Adán hasta nuestros días el

abismo es uno. Rodamos de nadir en nadir y pocas veces

alcanzamos el cenit.

Vuelven a beber un trago de dulce vino, don Álvaro

y don Abraham. Vuelve don Abraham a hablar y dice:

—Olvida la fábula, Álvaro amigo, y piensa en la

realidad. Podríamos seguir así muchos días y la conversa-

ción sería inagotable, como manantial de montaña fresca.

Pero tus ojos vigilan y no descansan. Tus oídos advierten el

más débil sonido. Tus músculos están prestos a hacer saltar

tu cuerpo. ¿Cuál es la preocupación que aqueja tu alma?

¿Cuáles son los pensamientos que bullen y rebullen de uno

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA CONVERSACIÓN

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a otro rincón de tu mente? ¿Qué temes o qué esperas?

Habla.

Don Álvaro todavía guarda silencio. Muchas palabras

se le agolpan y tiene que ir poniendo orden. Además, es la

primera vez que va a hablar de sus temores. Sabe que ya

no puede arrepentirse y que las cosas seguirán su curso. Por

lo menos, poseer la claridad de conocer el todo y alcanzar

la resignación de su inabarcabilidad.

—Bien, hablaré. En mi mano pondré mi corazón y tú

lo recibirás.

El Rey don Lope partió al destierro. En la corte del

Gran Duque, su cuñado, encontró solaz y pequeños pla-

ceres. Se contentó con la caza y la buena mesa; con

amaestrar sus perros y pasear a caballo por entre los pinares

que bajan al mar. Su ambición se apagó y hasta daba gra-

cias por no tener mayores quehaceres. Pero no sentían así

los caballeros que le rodeaban, inactivos y sin glorias que

alcanzar. Algunos partieron a pelear en tierras lejanas y

otros pensaron en regresar a la propia. Llegaron emisarios

que pedían el perdón para sus amos y, poco a poco,

algunos regresaron. Hicieron méritos para ser bienquistos, y

tal vez lo hubieran sido. Pero otro grupo, ambicioso y deseo-

so de poder, empezó a intrigar y a enviar espías. Supe que

estos caballeros crearon una hermandad y que ahora se

llaman los Caballeros de Sable, que llevan luengas capas

negras y montan negros corceles, que se dedican a sa-

quear los pequeños poblados y a torturar y a matar en mil

formas despiadadas. Siempre eligen buena gente indefen-

sa, o viejos, o mendigos, o mujeres, o niños, o campesinos, o

gitanos desprevenidos o judíos en día de rezo. Quien los

acaudilla es el Gran Condestable, Sancho Ruy, de casa

plebeya, encumbrado por la debilidad del Rey don Lope. Y

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA CONVERSACIÓN

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estos Caballeros de Sable —negras sus almas, como su

nombre negro— cruzan, en hábitos disimulados, los Montes

de Fuego y van a reunirse con los caballeros ya estable-

cidos en tierras de Aloma para tratar asuntos de mucha

monta.

Como cuervos negros oscurecen el cielo y por

doquier dejan pavor y desolación. Yo mismo partí con

cuatro de mis más fieles Caballeros y crucé mi espada, la

Bienforjada, con ellos. Mas cuando creí que iban a caer

vencidos, la oscuridad nos envolvió y hubo un revoloteo de

capas, me pareció perder la memoria y luego, súbitamen-

te, se hizo la luz y ellos habían desaparecido. Mis Caballeros

y yo pensamos si habría sido un sueño o una alucinación: un

sueño repetido en cinco mentes distintas y al mismo tiempo.

Aunque no, ya entonces sabíamos que era verdad. Y

también sé ahora que los Caballeros de Sable traerán el

reino del mal y que si no acabo pronto con ellos, antes de

que sean más fuertes, nos sojuzgarán y vendrán a reinar en

nuestra tierra e instaurarán la Edad de las Tinieblas.

¿Comprendes por qué necesito tu ayuda y hasta, si como

dicen y es verdad, de tus poderes, para descifrar mensajes

ocultos y conjurar los elementos de la naturaleza?

—Sí, comprendo el peligro y me aterra aún más que

a ti el dominio del mal. Pero yo no tengo poderes ni conjuro

los elementos naturales. Yo me dedico a Dios, a pensar y

reflexionar en él y en su significado.

De tanto pensar en Dios he aprendido algo de los

hombres, creados, después de todo, a su imagen y seme-

janza. Y nada más. Pero la lucha contra el mal es también

mi preocupación y he de ayudarte en ella. Tengo un ami-

go, alquimista, de tierras lejanas, del reino de Grana, que

trabaja con elementos y mezclas y elabora pócimas y sabe

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA CONVERSACIÓN

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secretos del mundo oculto. Si fuéramos a verlo podría

explicarnos y predecirnos los sucesos futuros.

—Ir al reino de Grana es peligroso para mí. Podrían

reconocerme y todo se habría perdido. No es que tema la

muerte, es mi espejo y conozco todas sus caras: nació el día

en que yo nací. Pero no puedo abandonar a mi pueblo.

Sólo yo conozco el secreto y sólo yo podría guiar a mi gen-

te. Arriesgo mucho yendo al reino de Grana.

Y, sin embargo, tal vez sea la única vía franca. Sí, tal

vez podríamos intentarlo. Me prestarás algunas de tus

vestimentas, sabio Abraham, y podremos ir escoltados has-

ta la frontera por mis cuatro fieles caballeros, Gerar, Ruger,

Alán y Rolán. Si no regresáramos en siete soles, ellos saldrían

a rescatarnos. Hacia el sur nunca he incursionado; así podré

saber si los Caballeros de Sable han llegado a las fronteras

meridionales y si, por más traición, no han pensado ya en

buscar la unión con pueblos extraños. No sería la primera ni

la última vez en que por el sur habríamos de perecer. Así, mi

salida estaría justificada ante los nobles de Aloma, y el

secreto no sería aún divulgado.

—Buen estratega eres, Álvaro amigo; habré de

acompañarte y te llevaré con el alquimista. Mientras tanto,

no sé qué pensará Dios de estos mis abandonos, ires y

venires, sin hallar la paz del estudio ni el reposo de los libros.

—Nada malo, nada malo. El bien te habrá de guiar.

—Dime, ¿qué día hemos de salir? Apenas he llegado

y me dispongo a marchar de nuevo. Tengo asuntos que

arreglar, amigos con quienes hablar y, sobre todo, explicar-

le a Mara mi nueva partida cuando estaba tan contenta

de mi retorno.

— ¿Mara? ¿Quién es Mara?

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA CONVERSACIÓN

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—Mara, es un secreto mío que como también atañe

a ella, no puedo contarte. Sólo te diré que es hábil borda-

dora y que te has reclinado en los almohadones que ella

bordó para mí.

Aquello que se ha olvidado por la prioridad de lo

urgente, pero que, con calidez, acompañaba el fondo de

los anhelos oscuros, se enciende en flama tenue, y don

Álvaro quisiera saber más de esas manos bordadoras. La

pregunta que no quería hacer, Abraham se la respondió.

—Mara, hermoso nombre.

—Mara, triste nombre. Mara, amarga.

— ¿Quién es Mara, que me parece conocerla?

—Mara, algún día la conocerás.

—Mara, Mara, Mara, para mí es hermoso nombre.

—Para ti.

Luego vienen los detalles de la partida. Como dos

niños que imaginan un juego. Pasan a un mundo sin barre-

ras, tan libre y tan sin tiempo. Signos, disfraces, claves, señas

y contraseñas, lenguaje, palabras, colores, números y letras:

todo queda en la memoria, nada puede trasladarse al

papel. Escenas y ensayos: pequeño teatro que omite el

espectador. Elaboran, con minucia, paso a paso el re-

corrido. Imaginan obstáculos e inconvenientes y cómo

resolverlos. Piensan en quién podrá ayudarles a lo largo del

camino, quién será discreto y no preguntará el motivo del

viaje o, mejor aún, lo suponga y quede callado.

Llaman, entonces, a los cuatro fieles caballeros.

Gerar, Ruger, Alán y Rolán van llegando uno por uno. Se

sientan en los almohadones y, por el silencio, que cuelga

del aire, adivinan la gravedad del momento.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA CONVERSACIÓN

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Gerar es alto y delgado, cara huesuda y de pómulos

pronunciados, amplia frente y labios finos, barba corta y en

punta, tez pálida. Largas manos de largos dedos afilados.

Apenas habla, pero en sus ojos, de un gris profundo, se lee

todo. Imposible ser un traidor quien por sus ojos se delata.

Ruger, su compañero de armas, jocoserio, oscila entre la

broma y la pesadumbre. De cuerpo fuerte y musculoso, es

conocida de sobra la fuerza de su golpe al usar el

mandoble. Es duro y tierno, como hombre y niño. Quien lo

tiene por amigo sabe que es para siempre.

Alán, dubitativo, de larga cabellera negra y espesa

barba, descuidado en el vestir, quien no siempre parece

poner atención a lo que se habla y cuando se le pide su

opinión, tal semeja que diera una clave y no una respuesta.

De él se sabe poco y, a veces, inquieta su estatismo.

Rolán, excelente cantor, ducho en las artes de trovar.

Buen bebedor y dado a los placeres del buen comer. Dado

también al amor de mujeres y por ellas amado. De cuerpo

ágil, gran corredor, experto en los artificios del malabarismo

y la juglaría. Conoce todos los secretos de los cortesanos y

sabe dónde surge la primera calumnia y la última intriga.

Los cuatro, sentados en el suelo, esperan a que don

Álvaro rompa el silencio. He aquí lo que don Álvaro dice y lo

que responden los cuatro fieles caballeros. Bien oiréis lo que

habrán de acordar entre todos ellos. Conjura para el bien,

que no para el mal. Atención, pues.

Habla don Álvaro y explica las señas de peligro, que

ya sus caballeros conocen por haberle acompañado en sus

recientes andaduras. Y luego, uno por uno, van hablando

los cuatro Caballeros de Gules.

El que primero habló fue Rolán, el buen trovador,

cortesano que todo lo sabe. Bien oiréis lo que dirá:

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA CONVERSACIÓN

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—Yo, que escucho tras las paredes y que muchos

secretos me cuentan las bellas damas indiscretas, sé que el

momento se acerca. Hay una inquietud que se palpa en el

aire. Son muchos los nobles que han regresado y mucho

han hablado con los que se quedaron. Es grande la

inquietud y hay descontentos a quienes no les gusta ser

despojados, que sus tierras incultas pasen a manos de

campesinos zafios, que se haga la justicia y no se respeten

los fueros de los antiguos caballeros. Hasta distintos y opues-

tos nombres has adquirido, amigo fiel, Álvaro amado. Si son

los pobres los que hablan de ti, los humillados y los que

trabajan con sus manos por el pan de cada día, que han

recibido de ti valor y derechos, ellos te nombran Álvaro el

Salvador. Pero si son los otros, los nobles que fueron desterra-

dos o los que perdieron sus privilegios o los que fueron

obligados a liberar a sus siervos y a redimir a la gleba, éstos

te llaman de un nombre muy distinto: para ellos eres Álvaro

el Malquisto, o Álvaro "el que en mala hora nació". Tus

afanes de justicia en esta tierra no trajeron la felicidad.

Muchas de las parcelas que entregaste a campesinos, en

cuanto les diste la espalda, les fueron arrebatadas por los

antiguos dueños y los campesinos mandados a azotar.

Muchas cosas pasan que tú no sabes. Donde desfaces

entuertos, el odio crece y ya los nobles y los clérigos añoran

los buenos tiempos de antes, cuando las leyes les favore-

cían y eran señores de horca y cuchillo. No quise hablar

antes por no decepcionarte, pero ahora ya lo sabes.

Puedes contar conmigo para bien o para mal.

Así habló Rolán y Álvaro escuchó muy pálido y con

los puños crispados. Luego Ruger, famoso por su golpe de

mandoble, tomó la palabra de entre el silencio y agregó:

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—Quisiera llorar cuando oigo de la maldad y la

traición. ¿De qué sirve mi fuerza si no instaura la bondad?

Cuando pienso que con mi espada divido el bien del mal,

no hago sino cortar el aire en dos. Cuando creo que vigilo y

que se respeta el honor y la ley, impedimentos en mi cami-

no ciegan mi vista y nublan mi entendimiento. ¿Qué puedo

hacer para protegerte, Álvaro amigo, si no te entienden y

ya te preparan acechos y celadas?

Entonces, fue el turno de Alán, el dubitativo, que

parecía no haber escuchado y que habría de hablar en

clave:

—Muchos son los caminos de Dios, uno el que esco-

ge el hombre.

Y Gerar, el caballero de pocas palabras, asintió.

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LA PARTIDA

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Los cuatro Caballeros de Gules acompañan a don Álvaro al

palacio. Comienzan a prepararse para el viaje. Lo primero

es elegir las armas, mandobles, cuchillos y espadas, arcos y

flechas. La ropa apropiada, zahones y calzas de fino cuero,

sin olvidar las cotas de malla sobre la delgada camisa, ocul-

tas bajo el jubón de hilo, y la amplia capa roja de grueso

paño que les da el nombre de Gules. Alforjas con las

provisiones necesarias, galletas y alimentos que no se des-

componen envueltos en blancas telillas de hilaza, unos

cuantos quesos maduros y almojábanas, frutas secas, nue-

ces, almendras y avellanas. Corceles veloces y resistentes,

sin faltar Durelene, de ágiles cascos.

En cambio, don Abraham, ligero de equipaje, sólo

lleva su Biblia y una túnica de más, con una estrella de

David amarilla, cosida sobre la manga, como todo judío

debe llevar, para el día en que don Álvaro se disfrace y

cruce la frontera. Luego se reúnen para pensar en el mejor

camino a tierras moras y don Abraham, buen caminante,

aconseja atajos, vías escondidas y pasos rápidos que

conoce.

Don Álvaro dice a los cortesanos que sale en una

misión exploratoria, como la anterior, y es elusivo en cuanto

al rumbo que va a tomar. Sólo cuando se entrevista, a

puerta cerrada, con el obispo don Jerónimo, le cuenta su

plan y, paso por paso, le dice lo que va a hacer. Don

Jerónimo no hablará, le da su bendición y le promete, si no

regresa en el término señalado, acudir en su ayuda y enca-

bezar la marcha del rescate. Su pelo es todo blanco, mas

sus ojos relucen como llamas de nueva vida. Quisiera partir

con don Álvaro, pero sabe que los cuatro caballeros son

más ágiles y veloces que su cuerpo ya fatigado de tantas

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batallas. Abraza y besa a don Álvaro y lo aparta rápido

para que no vea una lágrima que empieza a traicionarlo.

De espaldas le dice:

—Observaré el vuelo de las cornejas, si es diestro o

siniestro, para tu buena suerte.

Todo listo, de madrugada, apenas rayando el sol ho-

rizontes de trinos y verdor, los cascos de seis caballos, en la

duermevela de los habitantes de Aloma, son un leve rumor

que acompaña el inicio del despertar. Leve rumor que cae

al fondo de los sueños y ya nadie recuerda cuando el sol,

desatento, obliga a abrir los ojos y las conciencias al trabajo

del nuevo día.

Para entonces, don Álvaro y sus compañeros, a va-

rias leguas de distancia, han perfilado el camino escogido y

con trote seguro avanzan a campo abierto.

Cada uno, con el fresco de la mañana en la piel de

la cara, siente la inquietud del principio de la aventura.

Todavía es el inicio inconsciente, la esperanza despreocu-

pada, el cuerpo descansado y la mente encandilada. Sólo

don Abraham siente lo inevitable de las fuerzas del destino,

y su mano palpa la Biblia para sentirla cerca de su corazón.

También los caballos trotan sin esfuerzo y sus crines y

colas flotan al aire levemente. Sienten la presión de muslos

acerados sobre sus ijares nerviosos y aprehenden la confian-

za de los jinetes. Son un grupo vigoroso y pareciera que la

mano de Dios se extendiera sobre ellos.

Cada jinete va ensimismado en pensamientos de

abismo de sueño y olvidan el camino y no sienten sus pre-

sencias. Menos mal que los caballos van por terreno

conocido y se concentran en el aire y los olores de la maña-

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na, y que agudos relinchos salpicados de gotas de aljófar

los mantiene en alerta.

Aún marchan por campos sembrados y buenos

labradores madrugadores los saludan y bendicen al paso

de sus arados. Tocan ya a maitines las campanas de una

iglesita en lo alto de un cerro. Todos se persignan, menos

don Abraham, que cristiano no es, y va entonando su rezo

de shajarit.

A media mañana se internan en un bosquecillo y

junto a una corriente de agua paran a descansar. Desen-

sillan los caballos y los dejan libres para pastar. Sacan de las

alforjas un poco de queso y pan. Beben agua del riachuelo,

refrescan sus caras y se sientan bajo la sombra de un

frondoso nogal.

Todo parece tranquilo; los pájaros cantan su cantar;

pequeños insectos se esconden entre la alta hierba; una

ardilla se asoma con ojillos interrogantes por un hueco del

tronco del nogal —buen árbol ha escogido para morar. Hay

silencio y fresco viento que hace las hojas temblar.

Casi dormitan los caballeros y don Abraham lee la

Biblia, en espera de otro llamado que ya no tiene. Él es el

primero que escucha un rumor diferente, como leves

cascos en veloz carrera. Siente una desazón y el deseo de

despabilar a los otros; al mismo tiempo, lo invade una

pesadez y una apatía que lo inmoviliza y le borra la memo-

ria. No puede ni siquiera menear la cabeza para orientar el

sonido. Sólo puede mirar al frente y entonces ve, por prime-

ra vez, una luz tan blanca y dolorosa que pasa como un

rayo —un rayo en pleno día— que no le queda sino cerrar

los ojos súbitamente, mientras el corazón se le agita en

palpitar acelerado.

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Cuando abre los ojos, reina la calma de hace ape-

nas un instante: ni el sonido ni la luz dejaron señas: la ardilla

asoma su cara curiosa desde el tronco del árbol. ¿Se repite

o es la misma escena en la continuidad del tiempo y del

espacio?

Los caballeros se desperezan. Recogen alforjas y

arreos. Con cuidado borran huellas de su breve parada. En-

sillan los caballos y retoman la senda trillada por el medio

del bosque.

Entonces fue la segunda seña: el leve galopar se

convirtió en un ensordecedor ruido como si mil caballos lo

hicieran. Gerar, el del breve hablar, fue quien primero

reaccionó:

—¡Fuera del camino! iEntre los árboles!

Y todos hicieron saltar a sus caballos hacia la espe-

sura, con el tiempo escaso para no rozar esa avalancha de

caballos y jinetes armados que parecían dirigirse a un abis-

mo de sombras y muerte. Mil capas negras ondeando al

aire casi golpean las caras de los Caballeros de Gules,

escondidos cabe el camino.

Y luego, el silencio absoluto. ¿Cómo tan rápido han

desaparecido Ios mil caballos negros y los jinetes de capas

negras ondeando al aIre?

Don Abraham no puede callar:

—Es la segunda seña que tenemos. La primera fue

una luz blanca y un ligero repiqueteo de cascos, como

anuncio de lo que iba a venir después. Pero no puedo creer

a mis ojos: ese ejército de negros jinetes tan veloz que corre

pareja con el viento; luego el estrépito aturdidor y el más

imponente silencio de inmediato. No puede ser. Algo está

mal. Algo no encaja. No puede ser.

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—No podrá ser, pero ha sido, dice Alán, afirmando. Y

todos se sorprenden porque sea Alán, el que siempre duda,

quien asevere categórico.

Vuelven al camino, cabizbajos y meditabundos. La

mañana radiante se ha nublado. Los pequeños animales

del bosque se han ocultado. Pesa el miedo en el ambiente.

Lo que no se puede explicar, inquieta a la comitiva. Dure-

lene sacude, nervioso, sus finas orejas sensibles y don Álvaro

acaricia su cuello y le habla por lo bajo.

Espolean los caballos y quieren terminar de atravesar

el bosque lo más rápido posible. Por todos lados las cosas

les hacen señas: los árboles apartan sus ramas y las hojas

parecen encogerse; los pequeños animales van quitando

piedras del camino. El sol marca el mediodía, pero los ca-

balleros ya no quieren descansar; cuanto más se aparten

de aquellos jinetes fantasmas, más seguros se sentirán. Y

siguen a todo galope aun cuando saben que fatigarán en

demasía a sus probadas cabalgaduras.

El día sólo parece no estar de su lado, y la luz

empieza a retirarse con rapidez, como si una gran capa

negra cubriera al sol. Nada puede hacerse. El tiempo nun-

ca se deja atrapar y horas largas o cortas dependen,

frágiles y volubles, de un azar.

Ya las cabalgaduras no resisten más, y la súbita no-

che pudiera hacer perder el camino a la compañía. Así que

se paran a pernoctar, sin explicarse cómo no les alcanzó el

tiempo para terminar de atravesar el bosque. Primero se

ocupan de los caballos, cansados y sudorosos. Los despojan

de arreos y monturas, bridas y alforjas. Con una manta

limpia los secan y con otra ligera, sobre el lomo, los cubren

para que no se resfríen. A cada uno le cuelgan al cuello un

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zurrón con una mezcla de salvado, avena y granos. Sobre

la tierrra esparcen paja para que se acuesten a dormir. De

la bolsa de cuero que lleva las provisiones, sacan algo de

comer. Se reparten las guardias: dos horas Gerar y dos horas

Ruger, y las otras dos Rolán. La primera guardia para Gerar,

el que más aguanta, y quien habrá de vencer el deseo de

dormitar; la segunda, para Ruger, jovial, a quien no le im-

porta ser interrumpido cuando empieza a saborear el soñar;

y la tercera, para Rolán quien, como buen amador, sabe

despertar a la madrugada, en ansias de amor.

Las tres guardias tuvieron tres signos, que son también

muy dignos de mencionar.

Gerar cabeceó un momento y no supo si de veras o

en sueños, se le apareció el arcángel San Rafael, advir-

tiéndole de los peligros que iban a tener. Pero cuando

Gerar quiso preguntarle cuáles serían esos peligros, el ar-

cángel se desvaneció. Entonces Gerar se restregó los ojos y

no supo si fue de veras o en sueños, la visión de San Rafael.

Ruger, a la mitad de su guardia, bien despierto, así lo

jura, y descansado, oyó el murmullo de las hojas en danza

con el viento y distinguió las palabras: "No sigas adelante.

No sigas." Cuando se dirigió hacia la tenue voz, la mano ya

apoyada en la empuñadura de su mandoble, un remolino

de hojas secas lo envolvió y con ellas empezó a dar vueltas.

Cuando por fin las pudo apartar, entre sus dedos quedaron

las hojas secas y sintió el deseo de hacerlas crujir una a una.

Rolán, el buen amador, poeta y cortesano, bien des-

pierto, porque ya se acerca el amanecer, cree distinguir

una forma blanca entre los troncos de los árboles y aunque

no quiere dejarse arrastrar por la pendiente de la imagi-

nación, le gustaría que esa forma fuera la de una hermosa

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PARTIDA

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doncella, perdida en el bosque o encantada por un hechi-

cero o atada a la cueva de un dragón y escapada en

pánico y en llanto. Quiere apartar de sí pensamientos de

mal fin y para ayudarse, con la mano pareciera alejar lo

que cree haber visto. Y entonces, la blanca forma le hace

señas amistosas y le indica que se acerque. Mucho quisiera

acercarse, pero su cuerpo no le obedece y todo él es de

piedra. Ahora el terror le desborda, piensa que ya nunca

podrá moverse y siente dolores de agujas, cuchillos y fle-

chas clavándosele por todo el cuerpo.

Cuando don Abraham le pone una mano en el

hombro, no puede reprimir un sobresalto nervioso y sus com-

pañeros ríen, porque tal parecía que fuera de piedra y que

estuviera paralizado.

Cosas raras han pasado en esa noche. Cosas inexpli-

cables. Duermevelas que semejan realidades. Sueños o

visiones cargados de indicios. Como si los elementos se con-

juraran contra este pequeño grupo de hombres de primera

fe. O como si ellos, de algún modo, se dejaran ganar por

temores y presagios.

¿O será ese deseo de no tentar lo desconocido, ese

miedo a lo nuevo, ese no querer despertar las fuerzas

internas, ese no querer enfrentar el cúmulo de pasiones y

violencias que cuidadosamente cultivamos pero que celo-

samente encerramos en oscuridad y en hambre y en sed?

Cautivos de nosotros mismos, es difícil hallar la respuesta.

Los Caballeros de Gules se están poniendo a prueba

y el camino por delante es arduo. Aún no pueden

encontrar explicaciones. Algún día las piezas del rompeca-

bezas habrán de ir armándose ellas solas, como si un hálito

divino las impulsara y fueran, una por una, encontrando su

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lugar preciso. De eso se trata, de que todo encaje con

perfección.

De nuevo, la compañía se pone en pie de marcha.

La noche es exida, cabalgan a buen paso y adeliñan hacia

el final del Bosqueflorido. Oh buen Dios, guía a estos caba-

lleros de pro, que buenos cristianos son, y buen judío es

quien también sirve a Dios. Palabras son del juglar, que en

unos pocos años repetirá y que la buena gente del lugar

aprenderá.

Así, los caballeros, montando sus fieles corceles,

calzando sus espuelas, las manos prestas en las bridas

anhelan ya haber salido del Bosqueflorido, que con sus en-

cantos —si no fuera por aquel negro episodio de los negros

caballeros— quisiera atraparlos y retenerlos para siempre.

Aspiran, a pulmón pleno, el aire y el perfume de la mañana.

Están alegres y sonríen. Vuelven a la senda principal y un

poco descuidan su guardia. Sólo don Abraham presiente el

mal y no deja de mirar a uno y otro lado y hasta para atrás.

Pero lo que iba a suceder ni él lo podía prever. A lo lejos vio

una figura blanca, como un extraño y estilizado caballo, y

comprendió que ésa era la luz y la figura que en varias

ocasiones se les había insinuado. Y cuando quiso que los

demás volvieran la cabeza y vieran la esbelta imagen por

entre los troncos y la maleza, súbitamente se hizo de noche.

Rayos y relámpagos y una cortina de lluvia y un río por el

suelo los envolvió.

Cosa de gran pavor no sabían a dónde se esconder

y mucho temieron perecer.

—¡Santa Virgen María, sálvanos!, gritaron al unísono. Y

la voz de don Abraham entonó el rezo de los caminantes

perdidos y acabó con estas palabras:

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—Baruj atá Adonai. Adonai melej haolam.

Mas ninguna invocación habría de salvarles, si no

fuera —o tal vez sí, a causa de la invocación— porque en la

breve luz de un rayo, don Abraham entreviera el orificio de

una caverna, y a todos llamara a gritos para allí refugiarse.

El viento y la lluvia les azotaban, pero pudieron, tras

de muchos esfuerzos, penetrar en la caverna. Pasaron las

horas y no podían moverse de donde estaban. Las ropas

empapadas y calados hasta los huesos, perdidas las provi-

siones y los caballos ateridos, mucho temieron que ahí se

acabara su jornada. Agotados y con hambre, fueron que-

dando dormidos y nadie se preocupó de hacer guardia.

Cuando se hizo el silencio y fueron despertando, sus

ropas estaban secas y una hoguera bien alimentada había

calentado sus cuerpos y reflejos rojizos se elevaban por las

paredes de roca oscura. Ya no sentían hambre ni tembla-

ban los caballeros. Un milagro se había realizado y de

rodillas dieron gracias a Dios.

Fue entonces cuando lo vieron. Ahí estaba, tras de

las buenas llamas de la hoguera: acostado, con sus patas

delanteras dobladas como en rezo también. El largo cuerno

blanco, marfil tallado, se retorcía en finas espirales. Supieron

que habían entrado en la morada del Unicornio y que éste

era un don que deberían de agradecer.

Quedaron sin palabras y sin movimiento. ¿Qué hacer

cuando un unicornio tranquilamente los mira con sus ojos

negros y les presta su morada y les deja calentarse al fuego

de su hoguera? Lo mejor es callar y esperar.

Así lo entienden todos y siguen de rodillas ante este

otro milagro. Cuentan los cantares que nunca supieron los

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caballeros si fueron horas o días, o tal vez instantes, los que

pasaron: ellos sin moverse y el Unicornio contemplándolos.

Pero cuando dejó de llover y miraron hacia la entrada de la

cueva, de nuevo el sol brillaba y el aire era puro y tranquilo.

Y ocurrió el tercer milagro: al volver a mirar al Unicor-

nio, ya no estaba, ni había rastros de la hoguera. Y esta vez,

no pudieron dudar. Todos lo habían visto y él los miraba a

todos. Seguían sin poder hablar, pero poco a poco empe-

zaron a recobrar el movimiento. Sin embargo, nadie intentó

buscar al Unicornio y fue buena decisión, porque si lo hu-

bieran hecho, más se hubieran retrasado en llegar hasta el

final. Otra razón fue que un milagro no se debe destruir. Y

fue también buena razón. Razón ponderada, como bien

habréis de saber.

He aquí que salen a la luz, y la humedad en árboles y

arbustos y ortigas y agujas de pino sobre el suelo, les refres-

ca y les hace que crucen sus capas, ajustándolas lo mejor

posible a sus cuerpos, para que tampoco el suave vien-

tecillo les provoque escalofríos.

Los troncos de los árboles han quedado de dos

colores: una parte oscura, negra casi de lluvia escurrida y

con musgo proliferante; y otra seca, grisácea y rugosa, ás-

pera y desnuda. Pero aquella parte húmeda, de forma

diferente en cada árbol, es deleite de la vista y apetece

poner la mano en ella y luego llevarla a la frente, si la frente

estuviera ardiendo y enfebrecida.

De algún modo, esas manchas irregulares y ese frío

de la mañana, hacen añorar la acogedora chimenea cre-

pitante y la habitación caldeada del castillo que a los

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caballeros debiera aguardar, sentados frente al fuego y

arropados con espesa manta cálida, en la mano un buen

tazón de leche humeante.

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LAS REFLEXIONES

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES

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Es hora de reflexionar para los Caballeros de Gules, que

muchas cosas les han pasado ya.

Don Álvaro, el más preocupado, piensa que si no hay

una explicación para tan raros sucesos no debiera distraer-

se y, en cambio, sí apurar el camino. Signos buenos y signos

malos han querido avisarle y todo debe tener un sentido

que él no es capaz de comprender. Cuando llegue con el

alquimista a él le preguntará la clave de los signos. Si los

Caballeros Negros son tantos como le parecieron y si son

parte del grupo de los Caballeros de Sable, el peligro es

inminente y más aún porque nadie lo sospecha. Si ya corren

por los caminos tan a sus anchas y nadie los detiene, el

momento del enfrentamiento habrá de ser cercano. Pero,

¿cómo nadie le ha avisado y todos duermen tranquila-

mente? Y de ahí pasa a reflexionar y a desear momentos

de luz y de amor, como los que tenía cuando era niño, o

cuando casó con la bella doncella de blanco, o la pasión

de haces de luna con Margueritte. Y luego se acuerda de

la bordadora que no conoce, de Mara, la que esconde un

secreto o tal vez más. Se imagina que al regreso habrá de

conocerla y que don Abraham le contará su historia. Piensa

en Mara y sabe ya que la habrá de querer y esto es un

pequeño lugar cálido dentro de su corazón. Es un pensa-

miento al cual puede volver una y otra vez, un refugio

absolutamente propio, sin puertas y sin ventanas, de blan-

cas murallas, frente a un bosque florido, arriba un cielo azul

y ese fugaz alterado palpitar del corazón que reclama sus

fueros. En medio del batallar, sabe ahora don Álvaro que el

principio del amor, cuando todo es inventar y no hay

sinsabor ni decepción, es cuidadosa flor que todo lo pide y

todo lo sabe guardar. Que tiene perfume y color y es hala-

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES

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go para la vista y el tacto y el sabor. Música también le

acompaña y así salterio y chirimía, flauta dulce, laúd moro y

viola de monja tocan armonía, altos sones y grave ilusión.

No sabe aún si podrá alcanzar el amor y si se dejará

envolver en su constante ocupación. Tampoco sabe si será

mucho el sufrir o grande el gozar. Si el dolor —para él o para

ella o para los dos— aguardará al final del camino. O si el

contrario será su premio. Pero algo ha aprendido don

Álvaro y es a no anticipar y prefiere tan sólo cultivar la rosa

cada día y aspirar su perfume mientras la tiene consigo. Así

que vuelve al pensamiento de la ruta y de la amenaza de

los Caballeros Negros, obsesión que espanta y aleja cual-

quier otro cuidado.

Don Abraham también piensa a solas y también su

corazón se altera en latidos desacompasados. Su preocu-

pación es mayor porque ha abandonado los indicios que

Dios quería regalarle, y es como un puñado de perlas que

hubiera arrojado a un pantano. Pero no deja de intrigarle

por qué estas cosas le pasen a él. Y hasta en sus dudas se

pregunta si acaso esto fuera otro indicio más, oculto, esta

vez, en alguna clave o enigma que hubiera de descifrar.

Con su mano palpa la Biblia y aunque ya no puede

sentarse a leerla y luego a escribir, sabe que llegará el día

en que sí lo haga, y cuando con su mano la presiona contra

su piel, siente cierto alivio y cierta especie de dulzura que le

hace compañía. Es la presencia de Dios escapándose por

entre las páginas del libro. Son las páginas dictadas por la

voz divina depositadas en mano hábil, dedos que gustaron

del tacto y del grosor de la pluma mojada en negra tinta

sobre blanco pergamino. Rasgos caligráficos con el amor

del escribano que gozó pausadamente del trazo claros-

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES

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curo, de la letra hecha dibujo firme y hermoso. La palabra

escogida entre tantas otras semejantes, aquella que ha de

permanecer y que se ha de repetir por los siglos de los siglos.

El seguro oficio de quien recibió por primera vez la voz

nunca dicha hasta entonces y cuya emoción virginal

plasmó para siempre en clave alfabética. Y el maravillado

oficio del copista, asombrado, párrafo a párrafo, de lo que

puede significar la frase elegida y sopesada, mantenedor

de la tradición y, a veces, casi sintiéndose culpable por

haber cambiado una palabra por otra en el texto que iba

copiando y salvaguardando, una palabra por otra que

juzgó, humildemente, preferible. Y copias y más copias, le-

tras de mil puños, pergaminos escritos y reescritos, ojos que

no dejaron marca ni desgastaron los signos: todo quedó en

la memoria de los pueblos. Y ése es el mismo libro que

Abraham palpa a través del paño de su vestimenta y es

grande, por eso, la compañía que lleva consigo. Piensa que

también escribir sería buen oficio, si abandonara ese pisar

polvos y lodos de caminos y ese dormir a campo raso y ese

arrastrar la capa orlada de barro y ortigas y las gruesas

calzas desgastadas y la piel del rostro curtida, amenazando

ser reflejo de tierra cuarteada y la larga barba recogiendo

vientos y lluvias y, en invierno, cristales de nieve. Si aban-

donara todo eso y se acogiera a una severa celda y al

estudio y a la meditación, podría, entonces, escribir en

calma y ordenar los sucesos vividos y relatar los llamados de

Dios.

Pero he aquí que ahora está envuelto en esta, para

él, extraña aventura en unión de cinco altos caballeros

cristianos.

Si estos caballeros le protegen y protegen a su pue-

blo, valga la pena pues este deambular con ellos en busca

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES

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de la fórmula que mate el mal. Dios habrá de perdonar esta

su momentánea distracción y que todo sea para bien si

brilla la luz y se rompen las tinieblas. Que el arcángel Gabriel

restablezca la igualdad de las pesas de la balanza. Tiempo

habrá para el cabalista de sentarse a intrincar el mundo de

su saber y las claves del conocer. Dibujar de blanco trián-

gulos y esferas de donde partan rayos ocultos de mensajes

silenciosos con significado indecible. Misterio de misterios,

sólo así se alcanza el sumo conocimiento, la alta sabiduría.

He aquí que también Gerar y Ruger, Alán y Rolán se

ocupan en meditar, ya que el silencio y la calma de la

mañana invitan a quehaceres de mayor orden, en compás

con el rítmico trotar de las fieles cabalgaduras.

Gerar, el del breve hablar, muy a sus anchas se en-

cuentra cuando todos callan. Goza del silencio como se

puede gozar de la soledad y aspira a pleno pulmón el aire

mañanero. Empieza a entender el porqué de esta salida y

teme mucho por los Caballeros de Gules. Los Caballeros de

Sable, con el despliegue de fuerzas que muestran, algún

poder oculto deben tener, algún mago o hechicero los ha

de apoyar y si don Álvaro y la compañía se dirigen hacia los

reinos fronterizos, es claro que él va en busca de algún po-

der benéfico que impida que el mal se derrame como

veneno incontenible.

La aparición del Unicornio, sigue pensando Gerar,

puede ser un buen signo que contrarreste a los poderes

oscuros. Pero el Unicornio no otorga fácilmente, ni mucho

menos, sus favores. El Unicornio es la espada y la palabra de

Dios; su grito es como el sonido de pequeñas campanas de

plata; vive hasta mil años y puede, entonces, convertirse en

blanca paloma. Es incansable y ningún cazador puede

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES

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atraparlo. Salvo una casta doncella, a cuyo regazo acuda

por su propia voluntad, recline su cabeza y agradezca la

blanca mano que lo acaricia. Pero también el Unicornio

puede estar mal dispuesto hacia los hombres y puede

arremeter contra ellos, según relata San Basilio y, entonces,

hay que cuidarse de él como si fuera el propio demonio. El

Unicornio que vieron los Caballeros de Gules cuál será, ¿el

que es voz de Dios o el que se alía al diablo? Gerar no lo

puede saber y continúa su avanzar en estas reflexiones.

Ruger, que no yerra golpe con el mandoble, el que

es fiel amigo, va saltando de un pensamiento en otro. Pero

su imagen central es la de proteger a la compañía y la de

no descuidar la vigilancia. Se da cuenta que todos mar-

chan ensimismados en particulares meditaciones y que es él

el guardián que no ha de perder atención. A veces, de tan-

to pensar en los demás y de cómo aliviar sus pesadas

tareas, imagina que un día ya no podrá defenderlos y lágri-

mas se le escapan silenciosamente, porque aunque él es

alegre por naturaleza la imagen de la muerte no le aban-

dona y su inexorable danzar, llevando de la mano a pobres

y a ricos, a niños y a viejos, a pastores, a reyes y a obispos,

siempre se le representa nítidamente, desde que vio un gra-

bado del pintor de Tierras Bajas, Van Teun, quien sólo pinta

a la segadora de vidas.

Alán, el que siempre duda, tardo en dar respuestas,

dado al enigma y a la adivinanza, da vueltas y revueltas en

su cabeza a los cabos sueltos que aún no forman figura

alguna. Tiene los hilos de un tejido que aún no se teje y que

no sabe la forma que habrá de tomar. Ni siquiera están

completas las partes del acertijo; ni siquiera se ha enun-

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES

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ciado la pregunta que se habrá de enunciar. ¿Cómo

entonces seguir una pista? ¿Qué huella llevará al final? ¿Por

dónde empezar si, a la manera de un círculo, se desconoce

el principio? Dejar todo en manos de la providencia es la

única respuesta que, por ahora, se le ocurre al dubitativo

Alán.

Rolán, el buen amador, el que conoce primero las

intrigas cortesanas, piensa que un traidor debe haber en el

fondo de estos misterios. Se esfuerza por repasar hechos

atrás, a partir de aquella reunión en la Gran Sala del

Concilio, donde los Caballeros de Gules en pleno y el obis-

po don Jerónimo hubieron de decidir la expulsión del Buen

Rey don Lope y la creación del Nuevo Reino al mando de

don Álvaro de Villalba. Trata de recordar precisamente

quiénes eran los caballeros reunidos y cuáles las expresiones

de sus caras. Cuando aún nadie daba el paso para ir con la

mala nueva al Buen Rey, ¿hubo rencor o insinceridad en las

comisuras de unos labios demasiado contraídos?, ¿hubo

alguna mirada de soslayo?, ¿alguna mano se posó impa-

ciente en el puño de la espada? Y después, cuando se

supo que don Álvaro era el elegido, esos signos ¿no se

acentuaron más?, ¿no se contrayeron más los labios?,¿no

fue más pronunciada la mirada de soslayo?, ¿no se movió

más impaciente la mano sobre la espada? Pudo haber sido

uno, o más de uno. Tal vez no sabían que la traición se

gestaba en sus pechos, pero desazón y envidia sí hubieron

de sentir. Por eso, Rolán, quien gusta de observar los peque-

ños cambios imperceptibles en los rostros y en las manos, se

esfuerza por recordar si notó algo aquel día famoso. Y sí, él

sabe que notó algo, pero aún no sabe qué. Es la sensación

de un aviso que no parecía entonces importante. Es la

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES

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memoria de algo que no encajaba en el momento y en la

situación. Un desasosiego leve, un no sé qué enfadoso, un

vago malestar. Un presentimiento. Un temor. Un deseo de

que no se cumpliera el destino inexorable de las cosas. Y de

pronto lo descubre. Rolán recuerda que el cambio estaba

en la cara del duque don Álvaro, no en la de los demás. Se

da cuenta que el único que reconoció al traidor fue don

Álvaro, porque todos tenían puestos sus ojos en él y él era el

único que los miraba a todos. Así que sólo hablando con

don Álvaro —y si él no hubiera olvidado a quién miraba

cuando sus rasgos se endurecieron, espejo que lo había

reflejado— podría identificar al que tramaba la entrega y la

derrota.

Contento de haber hallado el principio de una pista,

decide no demorar más lo que ahora le bulle con inquie-

tud. Debe acercarse a don Álvaro y ayudarle a encontrar al

traidor, empezando, así, a atar los que ahora son cabos

sueltos. Si don Álvaro logra descubrir el gesto delator po-

drán, entre los dos, seguir completando la fisonomía y luego

el cuadro total de la acción.

Sin perder, pues, más tiempo, empareja su caballo

con el de don Álvaro y le pide que se aparten para tratar

un asunto.

—Dime, Álvaro, ¿recuerdas el día de la reunión en la

Gran Sala del Concilio? ¿Recuerdas los Caballeros, uno por

uno, y sus nombres? ¿Recuerdas sus rostros y las expresiones

y los gestos? ¿Notaste algo extraño en alguno de ellos?

—Sí, sí los recuerdo; pero no recuerdo nada extraño.

—Sé que va a ser difícil recordarlo. Eran muchas las

emociones y entonces no había tiempo para pensar en el

mal. Dime, ¿no sentiste una inquietud?

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES

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—Sí, inquietud sí sentí, y no una sino muchas. Esa

noche no dormí.

—Y los Caballeros. Tratemos de recordar los que

estaban. Martín Martínez de Villaril, Antón Rodríguez de Ar-

lanzón, don Buero el Viejo de Peñarriba, Alvarpérez de

Castejón, don Juan Gálvez el Joven, de Tierras Cimeras,

Pero González, hijo de Gonzalo el Buentirador, que vienen

de cerca del mar, y los hermanos Bermúdez y Calatayud, y

tantos más.

—También estaban Minaya Mináyez de Montemayor

y Ferrán Ferrández de Tierraseca, el Duque Alfons el Batalla-

dor con su séquito venido de Fontefrida y más lejos aún,

Joan Díaz de Villayedra y Muño Muñoz de Burgochico, y

qué sé yo.

—Sin olvidar al buen conde don Remont, grande

sabio y filósofo, que viajó desde Altserrat y sus veinte infati-

gables caballeros.

—Y don Luis de Cuencalta, el del buen trovar.

—Y Soto de Artúrez, el buen amigo sin par, venido de

Galla tierras, con espada y armadura reluciente de Britonia.

—YJuan de los Lobeznos, y los gemelos Paulo Martín y

Martín Paulo.

—Bien, creo que los hemos nombrado a todos. ¿Qué

recuerdas de ellos, Álvaro, en especial?

—Nada, no recuerdo nada en especial. No puedo

imaginar que uno de ellos me traicionó. No quiero imaginar

que uno me traicionó. Nada, no recuerdo nada.

—Ese no recordar nada, ese cerrarte a la duda, más

me confirma que uno era traidor. No quieres reconocerlo.

No quieres denunciarlo. Aparta ya los escrúpulos.

—Puede ser que mi engreimiento me pierda. Creo

que todos me quieren y me duele que haya un traidor.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES

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—Piensa lo contrario: que todos te envidian y que

están dispuestos a saltar sobre ti con garras de animal feroz

y daga de hombre refinado; que acechan tu menor des-

cuido y que están prestos a eliminarte sin mínima piedad;

que cualquiera te vendería al mejor postor por sentarse en

tu trono y empuñar tu cetro. Y, sobre todo, no olvides que tú

también desplazaste al Buen Rey don Lope. Algo debes

haber aprendido.

—Pues no. Parece que nada aprendí. Cada día me

siento más torpe. No me puedo enredar en el ramaje de la

maldad. Sí, yo derroqué al Buen Rey don Lope. Sí, yo ocupé

su lugar. Pero fue diferente.

—Cada nuevo rey piensa que es diferente y que él

trae la verdad y el bien.

—Sí fue diferente. Don Lope ya no sabía gobernar, y

además yo no quise ser el elegido. De algún modo se me

empujó para tomar su lugar. Fuísteis vosotros los que me es-

cogísteis. Yo ¿para qué quiero el poder? ¿Acaso lo disfruto?

Más bien es una carga, es un deber estorboso. Si yo no

encabezo la lucha contra el mal, ¿quién lo haría? Si los que

me rodean son traidores, ¿cómo los dejaría vencer? Si soy el

único —y conmigo, vosotros, fieles compañeros— que veo

el mal, y no estoy ciego, y temo su reinado como a la total

oscuridad, y me obstino en oponerme a su triunfo perverso,

¿por qué entonces no luchar?

—Bien, vas por buen camino. Ahora podrás pensar

quién fue el traidor. Ahora te concentrarás en aquel día en

la Gran Sala del Concilio. Ahora no temerás recordar. No

temerás decir su nombre.

—Aún no lo sé. Es mucho el esfuerzo, pero lo inten-

taré. Es mucho, pero lo intentaré.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LAS REFLEXIONES

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El buen caballero Rolán, el buen amador, amador

también de su duque, se retira y lo deja a solas con sus

recuerdos. Sabe que la tarea es ardua y el tiempo breve.

No quiere distraerle ni instigarle mayores dudas. Bastante

tendrá que pensar y repensar consigo mismo, juez solitario,

severo y preciso.

Se aparta, pues, Rolán y se une al resto de la

comitiva, que, en silencio habían observado, sin oír, conver-

sación grave y decisiones de peso. Todos adivinaron la

fuerza del momento y todos guardaron más largo silencio.

Todos, entonces, pensaron que los sucesos tomarían nuevo

rumbo y que don Álvaro necesitaba tiempo y espacio para

otra solución que aún desconocía. Hacen alto y descansan.

Dejan a solas a Don Álvaro para que los cabos se unan y el

rompecabezas cobre significado.

Descabalgan y alivian de sus monturas a los caballos.

Preparan un breve refrigerio, con frutas y bellotas que

recogen, y agua fresca de esos riachuelos providenciales

que siempre están a mano en los bosques floridos para

alegrar, con sonido, la vista y el oído. Se recuestan en los

troncos rugosos, sólidos y acogedores que parecen estar

plantados para protección y seguridad de caminantes, y

buenos hombres, y jóvenes enamorados, y niños que jue-

gan, y nido de pájaros, y refugio de pequeños animales, y

escondrijo de tesoros. Suma, en fin, los árboles de verde

confianza.

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YUÇUF

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF

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Mientras tanto, Yuçuf sigue elaborando fórmulas porque

sabe que, de un momento a otro, habrá de hallar la de la

Materia Próxima. Ha mandado aviso para encontrar a don

Abraham y no sabe que don Abraham ya va en camino

hacia él. A veces sucede así, y es bueno y es reconfortante

que quienes se buscan se encuentren. No todo ha de ser

errores y desencuentros. Bien puede haber aciertos y hallaz-

gos. Por lo menos, el deseo debe traer cierta especie de

felicidad.

También Yuçuf ha oído rumores acerca de un bello

animal que a ratos semeja ciervo por lo esbelto y, a ratos,

caballo blanco de no muy gran alzada, que aparece por

aquí y aparece por allá. Que se deja entrever en la espe-

sura de un bosque o en lo alto de una montaña. Que quien

lo ve tiene una extraña sensación de melancolía, de

nostalgia por algo que no se sabe qué es, pero que con-

suela y trae paz. Que queda marcado quien apenas lo

vislumbra y sus ojos adquieren un brillo y una profundidad

que prevén abismos y un secreto y un misterio.

Piensa Yuçuf que si se trata del Unicornio grandes

cosas habrán de pasar, tal vez batallas, o portentos nunca

antes vistos, estremecimientos de la naturaleza, muertes en

masa o extraordinarios nacimientos, auroras tintas en roja

sangre y noches oscuras y espesas que ni el más afilado

cuchillo de artífice esmerado pudiera cortar delicadamen-

te.

Muchas y grandes cosas habrán de pasar si el

Unicornio ronda estas tierras. Buenas y malas, de todo para

escoger. Milagros y catástrofes. Desdichas y alegrías. Como

la vida del hombre. El Unicornio sólo vendrá a resaltarla.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF

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Claro que si Yuçuf viera al Unicornio gran provecho

habría de sacar. Detalles podría observar que marcarían el

paso de sus labores alquímicas. Tal vez la fase final se de-

senvolvería con facilidad. Algún rastro del Unicornio, la

huella de una pisada, polvo de su pelambre, una minúscula

arista de su cuerno habría de ser preciado tesoro para él.

Y entonces lo decide. Suspenderá su trabajo y torna-

rá la senda de la montaña hacia las blancas cumbres de

nieve. Buscará sus huellas y tratará de acercarse a él. Esta-

blecerá una relación y algo aprenderá de él. Además,

llevará a Alor el blanquinegro que tantos lenguajes conoce

y que podrá hablar con el Unicornio, sobre todo si se deja

ver del lado blanco, porque el Unicornio ama a quienes son

blancos como él.

Y está contento Yuçuf. Tiene un nuevo plan y esto le

hace estremecerse de gozo. Se frota las manos y habla en

voz alta. Alor acude y menea el rabo e inclina la cabeza a

un lado y luego al otro inquiriendo por la causa de la

alegría de su amo.

Así que Yuçuf inicia los preparativos del viaje. Primero

indaga y pregunta en el mercado quiénes han visto al bello

animal. Unas cuantas monedas en las manos apropiadas

desatan las lenguas, y las bocas hablan y las memorias se

refrescan. Va acumulando datos y pistas, algunos buenos,

otros equívocos, pero todos apuntando hacia la Montaña

de Nieve.

Un buen día resuelve no esperar más. Escoge sus

vestimentas más resistentes, sus borceguíes de suave y firme

piel; llena su alforja de nueces y otras provisiones que no se

echan a perder. Cierra su aposento con doble llave y avisa

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF

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que no habrá de regresar en un par de semanas. Alor corre

a su lado y está excitado por Ia partida.

Al llegar a las murallas de la ciudad saluda

ceremoniosamente al último centinela y sale a campo

abierto. Alor siente el aire de la libertad y corre en círculos y

salta matas y regresa con su amo para volver a alejarse a

mayor velocidad aún.

Yuçuf respira hondo y se alegra con la alegría de

Alor. Sonríe y emprende el camino con paso ligero y ágil. Ya

cerca de la falda de la Montaña de Nieve el viento arrecia

y empieza a refrescar. Cuando penetra en el bosquecillo

del costado parece como si la oscuridad lo envolviera.

Aprieta el paso y Alor ya no se aleja de su lado. Quieren los

dos atravesar pronto esta fría negrura y cobran fuerzas en

compañía.

Entonces se oye un silbido tan agudo que los ensor-

dece y los deja paralizados. Ni Yuçuf dice palabra, ni Alor

emite un ladrido. Las ramas de los árboles se agitan como

brazos sarmentosos y van rodeando al hombre y al perro.

Ellos no pueden moverse y las ramas ya los van atando y

casi estrangulando.

Hacia la mitad del bosque se empieza a formar un

claro, brillante de luz y cristalino.

Fue ahí donde lo vieron por primera vez, Yuçuf y Alor.

Sí, Yuçuf y Alor vieron al Unicornio en el claro del bosque,

camino a la Montaña de Nieve. Y quedaron fascinados,

como dos imanes, como cisnes ante el espejo, como

Narciso y el agua.

Luego Yuçuf sintió una pregunta, pero que no

sonaba.

Y la pregunta decía: "¿Por qué me buscas?"

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF

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Quiso contestarla, también sin palabras, y no pudo. El

claro se fue cerrando, las ramas se alejaban y Yuçuf y Alor

eran libres. El Unicornio ya no estaba.

Alor saltó a las piernas de Yuçuf y Yuçuf le palmeaba

en el lomo y en la cabeza. Estaban contentos porque

habían visto al Unicornio y porque el Unicornio se había

comunicado con ellos. La jornada empezaba bien y siguie-

ron camino adelante.

Ahora sabían que no sería fácil llegar al Unicornio,

pero que el Unicornio los esperaba y que en algún lugar de

la Montaña de Nieve habría de reunirse con ellos. También

comprendieron que serían puestos a prueba y que

deberían vigilar constantemente. Vigilar, y nunca abando-

narse. No pensar que se ha ganado la batalla, aunque se

saboree el triunfo. No creer que se ha alcanzado una idea

en su totalidad, sino apenas las vías que han de iluminar un

poco el pensamiento. Porque la duda siempre queda, el

conocimiento íntegro no llega. Intuimos que sabemos y

nada sabemos. Damos vueltas en torno a las ideas, pero no

penetramos en ellas. Sólo, si acaso fuera posible, el

conocimiento del no conocimiento por la inmersión abso-

luta en la idea de Dios. Abandonar la realidad, engañosa y

no comprobable, y elevarnos a la esfera de la esencia

pura. Que tal vez con la muerte podremos alcanzar.

Y bien, Yuçuf y Alor se empeñan en la búsqueda.

Sabe Yuçuf el valor de la duda y su fraccionamiento en

múltiples y pequeñas dudas nuevas. Sabe que la luz del

conocimiento no puede ser explicada y que, de pronto,

una idea es clara, sin más, como rayo en cielo tormentoso.

¿Viene la idea de una corriente de ideas flotantes,

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF

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partículas de polvo en el aire? ¿El conocimiento existe pre-

viamente y sólo falta ser descubierto, ser aprehendido? De

dar vueltas a la idea, ¿surge su forma? ¿Se materializa lo

impalpable? ¿Niega la creación la eternidad? ¿El principio

lleva al fin?

Dudas y preguntas que son compañía conocida en

Yuçuf y que tornan y retornan en infatigable ritmo de noria.

Pero ahora hay algo que hacer. Por lo pronto, seguir

adelante. Terminar de cruzar el bosquecillo e iniciar el

ascenso de la pura y tranquila Montaña de Nieve. Su cum-

bre blanca es paz para los ojos, sus laderas —de lejos,

azules; de cerca, color tierra— ya no son tan abruptas

según se acorta la distancia. Tal pareciera que un misterioso

milagro diluyera la relatividad tiempo-espacio y el resultado

se presentara sin prisa ni fatiga. Por magia de épocas de

fantasía, Yuçuf y Alor a su lado, ligeros y con el corazón

alegre, inician el ascenso. Parece que un sendero se marca

por entre la tupida maleza y por ahí toman su camino.

Parece que no fuera esfuerzo la cuesta arriba y que apenas

elevados del suelo fueran conducidos. Parece que lo inevi-

table es dejarse llevar y enfrentarse a lo que haya en la

cumbre, sea bueno o malo. Por lo tanto, Yuçuf no se

inquieta: aceptará el premio o el castigo, sacará fuerzas de

flaqueza para cualquiera de los dos.

Cuando se da cuenta de que no tiene que escoger

camino y que, muy bien puede mirar a los lados y hasta

permitirse el recreo de la vista, se pone a gozar del paisaje.

Gozo verdadero del paisaje, alegría de los colores para el

alma: verde sosegado, amarillo contraste, rojo alerta, azul

bello, blanco que todo lo cubre. Formas también, del árbol,

de la flor y de la planta. Tierra suave y piedra dura. Olores

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF

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de mil hierbas y de humedad y de viento. Sentir el sol agra-

decido en la piel y la frescura serrana. Leve eternidad del

olvido de lo cotidiano e inmersión en la naturaleza toda.

—Querido Alor, ya sabes que te hablo porque sé que

me entiendes. Sí, tus ojos me lo dicen. ¿Comprendes lo que

siento en este momento? Pienso que nada vale, sino este

presente que se escapa, sino aquello que no puede ser

definido, sino lo inabarcable, lo inasible, lo inmensurable. Tal

vez la nada, pero una nada llena por completo y por eso

confundida con la nada. Meneas la cola, Alor, sé que me

comprendes. Qué bueno es que me comprendas. Alor,

aquí en la montaña, ahora, soy feliz. ¿Sabes que es difícil

decir esto? Y sí, soy feliz. No sé lo que me espera, pero soy

feliz. Tampoco puedo definir la felicidad. Las cosas que más

me importan son las que no puedo definir. Y mejor así.

Porque definir es meter en un cajón lo que es libre y sin fin.

Siguen ascendiendo Yuçuf y Alor y el tiempo no corre

y el sol se ha parado. No hay sombras, ni ruidos, absoluto

silencio de la creación.

Llegan por fin al lugar escogido, no por ellos, sino por

alguien. Al fondo y cerrando el camino hay un alto muro

cubierto de espesa yedra. Una puerta, de nogal pulido,

impide el acceso, o lo permite, que para eso son las puer-

tas. Altas hojas de madera de una sola pieza y en medio de

cada una un grueso clavo de cabeza hexagonal. En el

centro, dos llamadores de hierro, circulares. Encuadra la

ancha puerta un marco de piedras en estrechos

rectángulos, piedras grises, porosas, de áspera arena agluti-

nada. La puerta no se apoya en el suelo, sino sobre alto

escalón, y así parece que quisiera escapar, lista también a

iniciar el vuelo. Columnas rematadas en arcos de medio

punto, con hierbas y hojas trepando a intervalos, tamizan

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF

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claroscuros por el pasaje que lleva a la puerta. Altas colum-

nas de basalto, encaladas, receptoras del sol, señas de

calidez y de seguridad.

Es un misterio la puerta. Es un abrir o cerrar lo desco-

nocido. Puede haberlo todo o nada del otro lado. Es fin o

principio. Es decisión última, límite del tiempo, entre lo

pasado y lo venidero. Ya siempre quedar afectados por el

antes y el después. Y, tal vez, la breve vacilación de si tocar

o no a la puerta, de si abrirla o no, de si atravesarla o no. La

idea de algo definitivo, de la imposibilidad del arrepenti-

miento, del absoluto corte y del inicio de lo desconocido.

Por ello, aguardar, reflexionar aún, no dar el paso. Aunque

el pasaje de entrada, sombreado, verdiclaro, túnel de luz

bordada, no agobiante, prometa nuevos mundos, agra-

dable conocimiento, hallazgo de esperados y encuentro de

buscados.

Y bien, el perro mira a su amo. Se detiene a su lado,

se sienta, y los dulces ojos profundos le interrogan. "Espera",

dice el alquimista, "espera". Y espera Alor y espera Yuçuf.

Esperan los dos, pero saben que por poco tiempo. La

verdad es que ya Yuçuf ha escogido. Escogió hace mucho

y se da cuenta de que su camino no tiene alto. Quien se

interroga no para. Quien fatiga el polvo conoce mundo.

Quien busca, halla. Sólo que Yuçuf paladea antes de

probar, posterga el placer por mejor gozarlo. Alarga breves

instantes mentales, absoluta lucidez, plena conciencia

entre el no ser y el ser. Pospone lo que ya casi sabe que es.

Se deleita en la intuición, en el pregusto del preconoci-

miento.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF

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Alor es impaciente y da un salto y apoya sus patas

delanteras en los muslos del alquimista y le indica por todos

los modos que ya entren. Piensa Yuçuf que es llegado el

momento, que no puede retener lo que sigue su curso.

Penetra bajo los arcos de fresca sombra, aspira profun-

damente el tibio aire de la mañana y no hace caso de los

saltos alocados de Alor, que se adelanta y se regresa y le

mordisquea la mano y a veces la pierna o el pie.

Frente a la puerta Yuçuf se detiene de nuevo, pero

cuando ya su mano se acerca al llamador, aun antes de

poder tocarlo, lentamente la puerta va abriéndose y retira

su mano Yuçuf, como avergonzada de haber sido sorpren-

dida en acción indebida que debió haber imaginado.

Yuçuf entra y Alor le sigue. No piensa más Yuçuf, sólo

ve y siente. Suaves extensiones onduladas de césped tierno,

perfectos árboles para frescor apacible, el color salpicado

de flores, el olor combinado de frutos. El sonido transparente

de agua voluble y predeterminada: arroyuelo y fuente. Sim-

ple olvido total. Borrón y cuenta nueva. Nada atrás, nada

adelante. Ahora y aquí, hic et nunc, no dos, uno. Jardín del

milagro. Fuente del origen. Paraíso recobrado. Pero como

paraíso al fin, con prohibición. Que ni el paraíso se libró del

no. Conoce Yuçuf el no, es el mismo contra el que siempre

luchó:no seguir más allá, no tentar las fuerzas desconocidas,

no pretender alcanzar la Causa Primera. Y, sin embargo,

hacerlo.

Así pues, también aquí habrá un no. Un no que habrá

que descubrir, que habrá que empezar por encontrar para

luego llegar al sí. Sic et non. La fuerza que rige al hombre,

para bien y para mal.

Absorto en el deleite del prado nuevo, recoge Yuçuf

sus pensares sueltos y como pastor comedido a buen fin los

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF

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encamina. Retoma el ritmo de sus pasos y dirige su voluntad

adelante, hacia lo que sabemos que hay siempre oculto

para todos, pero aguardando ser encontrado, palacio de

cristal, no creído, sólo inventado; deseado, deseado, eter-

namente deseado, escape a todo dolor, a todo temor,

limpia cura y remedio de alma enferma y cuerpo torpe.

Paraíso de la fantasía, realidad de la imaginación. Todo es

posible en el mental palacio de la imagen. Aristas de dia-

mante que como el espejo del Faro de Alejandría, todo lo

reflejan y todo lo conocen, en sus mil refracciones ilu-

minadas.

Y bien, el palacio de cristal existe, como tú y yo, en

tanto que tú y yo existimos, no antes de nosotros, ni des-

pués. Primero la puerta, luego el jardín, al fondo el brillo del

cristal. El misterio último de lo que encierra el palacio. Y lo

que encierra el palacio es lo que tú quieres y lo que yo

quiero, lo que tú inventas y lo que yo invento. Tus cuentos,

tus historias, tus apetencias y tus meditares. Los míos

también. En fin, los nuestros. Así pues, existirán las cuevas de

Montesinos y la verdad será la pequeña verdad del sueño y

la revelación, sin medida imaginada alguna, sin peso, sin

concreción, sin lindes, totalmente libre y lanzada al espacio

cosmológico. Ese no poner límite será lo que cabrá en el

palacio, donde el eco de lo inaudible rebotará de una a

otra pared de cristal, creando un silencio de sonidos. La

esencia de las más altas y depuradas esferas, lo inasible e

indefinible, la voz impronunciable de Dios, todo lo que se

siente y no se puede expresar, la instantaneidad de las

emociones, la complejidad fugaz del pensamiento, el

arcano inescrutable de la idea, los vaivenes y los cambios,

lo inestable, el perpetuo movimiento, el péndulo, el flujo, el

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LA GUERRA DEL UNICORNIO YUÇUF

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ciclo, sol y luna. Todo allí compendiado para que, apenas

lo vislumbres, apenas lo adivines. No para que conozcas la

totalidad, ni la explicación última, que sería el morir, sino

para que la intuición parcial dé vuelo a tu inquietud y cierta

especie de certeza sosegada acompañe tu triste penar y

consuele tus horas de soledad.

Frente al palacio han llegado Yuçuf y Alor. La puerta

está abierta, o tal vez no haya puerta, que la transparencia

del cristal es la misma que la del aire.

Ya la precaución, si es que la hubo, ha quedado

atrás. Ni Yuçuf vacilará, ni Alor se intimidará. Espejos y crista-

les reflejan su caminar e imágenes multiplicadas de sus

presencias pueblan los salones espaciosos ya no vacíos, sino

colmados ahora. De algún modo, por el intrincado laberin-

to, saben dirigir sus pasos hacia donde bien saben quien

bien los espera.

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EL UNICORNIO

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO

104

Y los espera Él. La Fuerza Originadora. El Innominado. Que

encarna, si así lo prefiere, la más alta forma o la más

pequeña, porque de toda la naturaleza participa en sí y

tiene de todos y está en todos. Es parte y compendio.

Esencia y materia. Cristal y roca. Nube y árbol. Está en ti y

en mí, y fuera de ti y fuera de mí. Es quien despierta las

fuerzas, fuerzas del bien y fuerzas del mal. Como concepto

circular todo lo engloba y sólo así explicamos el bien como

negación del mal y el mal como negación del bien.

Yuçuf piensa que está a punto de alcanzar el Cono-

cimiento Último. Grave error, que siempre los hombres

yerran, que siempre olvidan que faltan las pruebas, y que

nunca se logró hazaña, hallazgo o desencantamiento sin

duros trabajos ni agobiantes ensayos. Una y otra vez el

intento, una y otra vez la repetición, lo que está a punto de

encontrarse y aún no se encuentra, lo que ya casi se alcan-

za, los últimos pasos hacia la cumbre, la mano ya extendida

que pareciera tocar el nimbo.

El sacudimiento de la realidad. Movimientos telúricos

agitan el frágil palacio de cristal. Todo tiembla y un in-

terminable tintineo de vidrio contra vidrio, de espejo en mil

pedazos, de reflejos rotos, de dolorosos rayos de luz difrac-

tada, se clavan en los ojos y en el cuerpo de Yuçuf. Sangra

Yuçuf y queda ciego Yuçuf. Extiende los brazos queriendo

proteger su debilidad y no sabe aún orientarse en un nuevo

mundo sin luz.

Ya no ve y la Voz le dice:

Vagarás por el mundo y contarás mi nueva: Quien me ve, ya no soporta otra vista. Quien me vio llevará la luz por dentro. Luz serás para los demás. Tendrás mi palabra y salvarás de la

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO

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oscuridad a los hombres. Vendrán guerras y tú conocerás el talismán de la paz.

Luego el silencio todo lo cubre. No sabe si moverse

Yuçuf, ¿por dónde caminar entre tanto cristal luciente de

rotas aristas? Pero Alor está ahí para salvarlo y también Alor

ha comprendido su misión. Alor se acerca y siente la mano

de Yuçuf sobre su cabeza y así caminan los dos y los crista-

les se apartan a su paso. Y los cristales se elevan por el aire

en remolino y ventisca, vuelven a fundirse y a tomar forma

precisa. De nuevo, espejos reflejan espejos y salones se

multiplican de verdad y de mentira.

Alor guía a su amo y lo lleva a un cuarto. Cuarto,

cuyas cuatro paredes son de nogal, con espeso tapiz de

intrincado tejido que ya no ve Yuçuf, y ricos muebles con

telas suaves y acojinadas, y un lecho grande, mullido, de

crispantes sábanas de holanda y acomodaticio edredón

de finas plumas de ave. Yuçuf todo lo toca. Yuçuf todo lo

palpa y aprende a amar las yemas de sus dedos. Recorre el

cuarto y aprende a mover los pies sabiamente y ama su

cuerpo todo que tan dócil inicia el aprendizaje. Una sola

cosa que toca es dura y fría: la jofaina con agua de rosas.

Busca con las manos porque sabe que habrá cerca una

toalla. Luego que la encuentra la humedece en el agua, se

desnuda y refresca y limpia su cuerpo. Camina hacia el

lecho ansiado y se desliza entre las sábanas bienolientes

que crujen ante el contacto con su piel, y en movimiento

sinuoso acomoda el edredón y su cabeza halla reposo en

la almohada confortante y acogedora de cuitas. A sus pies,

ya Alor se ha echado y en duermevela habrá de vigilar su

sueño.

Vienen días de descanso y meditación. De múltiples

silencios y aprendizajes. Pero la Voz no vuelve a sonar y la

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO

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profecía no sabe cómo interpretarla Yuçuf. Espera alguna

señal. Y, sin embargo, no está inquieto. Ha aceptado lo que

el destino le guardaba y no se rebela ni se esconde, ni se

goza en su dolor. Tal parece que el aprendizaje de los otros

sentidos, aguzados por la pérdida de uno de ellos, fuera

cosa de entretenimiento para el sabio alquimista. Así se

siente en desafío por saber distinguir los diferentes niveles de

cada sonido, la intensidad de los olores, la calidad de

objetos al tacto, el grado del gusto y del sabor. Mucho le

ayuda Alor, que ya no se despega de su lado y le va

indicando el camino y eligiendo la senda más fácil y llana.

Recorren los dos el palacio. Se reflejan unilateralmen-

te en espejos bruñidos y cristales relucientes. El espejo de

cristal no recoge el espejo del ojo. Pasean por el jardín y

Yuçuf va reconociendo el olor de cada flor y de la planta y

del fruto. Con la mano toca la fresca hierba primero y luego

el rugoso tronco de árbol. Y siente deleite en esta su piel

cuyas terminaciones nerviosas han despertado de una

somnolencia cómoda y son ahora ejemplo de vigilia, ojos

del cuerpo, órganos de la inteligencia y reliquia de nueva

memoria. No se cansa de tocar, una a una todas las cosas

que le rodean. No sólo el espesor o la suavidad advierte,

sino la forma precisa, y se da cuenta cuán engañosa la

vista era, cuán vanamente superficial, cuán fría y lejana.

Que pretendía abarcarlo todo y nada profundizaba. A ojo

de pájaro. Apariencias engañan.

Y así, cuentan los romances, que Yuçuf olvidó el

mundo y el propósito de su viaje a la Montaña de Nieve.

Luego, ejercitó su oído y hasta el menor rumor, el leve

susurro, el ínfimo murmullo aprendió a discernir en el ahora

sonoro mundo que había subido de volumen. Lo que no

escuchaba aún era el mensaje que se guardaba para él. Y

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO

107

tampoco, agregan los cantares, esto le inquietaba para

nada.

El olfato le dirigía o le apartaba de lugares

agradables o desagradables y muchas presencias podía re-

conocer o desconocer. Y tampoco le preocupaba el

tiempo que empleaba en estos sus descubrimientos. No se

sabe si fueron muchos los días que pasó en placidez de

nuevas sensaciones, o si pocos fueron los días.

Pero como todo llega a su término y también el

placer displace y el descansar cansa y el cuerpo busca el

contrario de su signo, así también —y aún más fuerte-

mente— el espíritu busca el cambio y se renueva en la

diferencia.

Entonces supo Yuçuf que el momento había llegado.

Que ya estaba listo para el siguiente paso en este camino

de opuestos equívocos. Regresó del jardín al palacio y

buscó en todas las habitaciones y esperó a ser llamado.

Y fue llamado, porque no en balde había sido

guiado hasta ahí. Resonó por los desiertos pasillos leve trote

de cascos ligeros. Se reflejó en los espejos imagen única —

que ya ojos no daban duplicidad— y el trote fue cada vez

más sonoro y Yuçuf comprendió que era llamado. Orientó

su oído hacia el trote y Alor lo guió por el laberinto siempre

cambiante. Llegaron a la sala de los mil espejos y

aguardaron. Alor sí lo vio, y Yuçuf lo adivinó. Fue como

cuando lo conocieron por primera vez. Se hizo mayor el

silencio y se oyeron las palabras que no sonaban:

Tendrás el Vaso del Unicornio. Será talismán que te otorgue, Yuçuf, porque has sido el elegido. Traerás la paz, luego de la muerte y la destrucción.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO

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El silencio no fue tan oprimente y de nuevo resonó el

leve trote. Yuçuf quiso hablar antes de perder al Unicornio.

Quiso pasar su mano por la cabeza de pequeña forma.

Quiso alguna prueba y se quedó totalmente desolado.

Desolado, pero lleno también de un aire envolvente

que le hacía respirar profundo y que le embargaba de

alegría. Casi se sentía flotar, ligero como una nube, trans-

parente, como agua en mano, viento en los cabellos, suave

armonía del hombre en las esferas. Integración al todo.

Absorción de la vida por todos los poros. Brevedad.

Instantaneidad. Pero no fugacidad. Quedará para siempre

guardado en la memoria el momento del Conocimiento y

será piedra de toque de evocación.

En seguida hay que reaccionar. Despertar del sueño

de la Revelación. Y pronto, porque hay mucho que hacer. Y

sí, estar dispuesto a hacerlo todo. Pero, por dónde empezar,

qué hacer, qué orden seguir. Tranquilidad. Las cosas ven-

drán a su tiempo. El camino se irá haciendo al andar.

Ay, Yuçuf, cuántas cosas dependerán de ti. Mucho

se te pedirá y mucho tendrás que hacer. Ponte ya en

marcha que otros te buscan y traen noticias para ti. Que lo

que tú aún no sabes ya otros saben. Regresa al mundo,

Yuçuf, no te deleites en el descanso. No creas que te

regodearás por ser el elegido, porque el elegido es el

menos libre: ahora eres de los demás. Serás el servidor, el

infatigable caminante, el hombre sin casa. Abandonarás tu

refugio en la tierra, tu bella Ciudad de Grana, tus instrumen-

tos, tus redomas y el atanor. Tu búsqueda de la Materia

Próxima quedará en suspenso, el dato que te faltaba pue-

de ser que lo encuentres pero ya será tarde para tu

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO

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experimento. Yuçuf, tu vida será diferente. Nuevos rumbos

te aguardan. Toma fuerzas, Yuçuf, ciego alquimista, que

mucho se espera de ti.

Yuçuf regresa a su habitación y al recostarse en el

lecho para poner orden en sus pensamientos y meditar,

tranquilo de cuerpo, nota un pequeño objeto a su lado. Lo

coge entre sus manos y lo palpa cuidadosamente. Es de un

material delicado, frágil y duro a la vez y de tacto frío. Tan

suave, sin poro alguno que desalise su superficie, que es

placer recorrerlo con los dedos y comprobar una y otra vez

su forma inusitada de vaso ritual. Y lo comprende Yuçuf. Es

el Vaso del Unicornio. El Vaso del Unicornio. Por fin lo tiene

para él. Recostado en la cama lo apoya en su pecho y de

todo se olvida y se queda dormido. Tal vez sueñe prodigios

y maravillas, pero qué más prodigios y maravillas que los

que le ocurren estando despierto. Al olvido del olvido van a

parar imágenes traspuestas de reales objetos ya invertidos,

ya contrarios, ya desrealizados. En añoranza de muerte el

descanso es alivio y la calma todo lo cubre.

Al abrir los ojos ya sabe lo que tiene que hacer.

Guarda el Vaso del Unicornio junto a su pecho y nerviosa-

mente su mano vuelve a palparlo para comprobar que

sigue ahí, aunque apenas acabe de haber sido colocado.

Y así siempre le queda el movimiento irreprimible de la

mano que busca asegurarse de lo que, sin embargo, sabe

seguro.

Camina por última vez por pasillos y corredores de

altos espejos inútiles y siente un adiós en el aire. Por el jardín,

ventalles de olores le acompañan. La gran puerta de ma-

dera se abre a su paso y el posible arrepentimiento de

abandonar un paraíso ya no lo es, pues la incertidumbre de

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO

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lo desconocido no le causa miedo, sino al contrario, le inci-

ta a enfrentarse consigo mismo y a conocer cuál ha de ser

su medida en otra actividad que no sea la habitual.

De regreso, siempre los caminos son más cortos, y la

imagen invertida del paisaje no la siente ni esfuerza a su

cerebro, no más afectado por la luz.

Una vez adentro de la ciudad nadie nota que hay un

cambio en él. Que es más fácil seguir pensando igual y

seguir viendo lo mismo. Que es más fácil ser ciego con ojos

que ven, que ciego con ojos que no ven.

A su casa se encamina el alquimista y llega a buena

hora para la comida. Nadie le ha echado de menos. Le

preguntan de su paseo como si hubiera salido esa misma

mañana y no parecen darse cuenta que muchos días ha

que falta de la casa. El alquimista prefiere no aclarar la

situación y empieza a considerar lo extraño como natural y

lo diferente como normal. En su laboratorio todo está como

lo dejó. El atanor sigue encendido y las llamas dan calor al

rostro de Yuçuf. Alor va a acostarse a los pies del atanor y

extiende sus cuatro patas, el cuerpo de costado y la

cabeza ladeada en un total goce de simple naturaleza.

Yuçuf saca entonces el Vaso del Unicornio y acari-

ciandolo tiene la idea de utilizarlo para sus mezclas y

pócimas. No sabe si está bien hacerlo. Pero una vez que la

idea surge es difícil desecharla sin antes ponerla a prueba.

Busca a tientas entre los frascos de azufre nativo, de

arsénico blanco, de plata. Repite de nuevo las mezclas y

destilados hasta colectar las tres fracciones: agua de lluvia,

aceite de rábano y aceite de ricino que le han de llevar a

la Materia Próxima. Todo lo tiene a punto ya y un impulso

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO

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que le impide detenerse, aun cuando fuera malo, le hace

transferir la mezcla al Vaso Único.

Y el milagro ocurre, la mezcla se convierte en iosis y

se logra la purificación final. Pero Yuçuf no puede asomarse

al Vaso, como tantos otros alquimistas a sus vasijas, rever-

beros o sublimadores. El deleite de la trasmutación de los

metales y del sinfín arcoiris en ebullición no lo contempla.

Sólo por el burbujeo adivina el cambio de uno a otro matiz

de color, el amarillo pálido, el dorado oscuro, el verdinegro,

el púrpura y, finalmente, el blanco. Ahora, no sabe dónde

decantar el destilado por temor a destruir o corroer el Vaso

del Unicornio. Busca con las manos, ayer hábiles hoy torpes,

el crisol donde depositarlo. Luego limpia con cuidado el

Vaso y lo guarda lejos de la vista de quienes ven.

Tranquilo ya y satisfecho piensa en acostarse un rato

a dormir. Le embarga el buen sueño de quien lo tiene mere-

cido, bien sea por el cansancio, bien por haber alcanzado

algún grado más en el diario ascenso del alma. Y sueña.

Sueña lo que ha de pasar.

Como Jacob dormido al pie de la escala, con

ángeles se enfrenta y lucha toda la noche. Y en verdad es

noche de lucha. Más aún de guerra. De guerra y de

muerte. Muerte de dos hermanos que el uno al otro se

arrancan y despedazan los miembros. He aquí lo que sueña

Yuçuf en una noche en que pensó que el dormir sería

premio.

De dos laderas opuestas, en bello campo

florido, bajaban dos hermanos convergien-

do hacia el mismo lugar. Y aunque debían

reunirse en el centro y darse un abrazo de

comunión, según iban bajando se encona-

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO

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ban el uno contra el otro y sus ojos

chispeaban furia y espumarajos de saliva

ahogaban sus bocas. No se sabe quién fue

el primero en lanzar una piedra, pero la

frente del contrario empezó a sangrar. Y

tampoco se sabe quién sacó primero la

espada, ni quién la blandió primero amena-

zante. Ya el odio cegaba sus ojos y no se

reconocían ni recordaban que habían na-

cido del mismo vientre, que bebieron la

misma leche, que oyeron las mismas pri-

meras palabras, que jugaron los mismos

primeros juegos. Que el mismo padre les

enseñó a forjar y blandir la espada y la mis-

ma madre a amar las estrellas y el calor de

la chimenea en frías noches de invierno.

Y luego, como por encanto, pero

también esperadamente, tras de cada

hermano empezaron a emerger soldados

armados, de lento paso y de impenetrable

armadura, cada uno con una lanza, bos-

ques de hierro deshojados, sólo la punta

anunciando flores de sangre abierta. Y na-

da podía hacerse. Aún antes de que

empezara la batalla y cuando por un

momento relámpago los hermanos quisie-

ron evitarla, ya los soldados eran tantos y

tan monótonamente insistente su marcha

que ni el más leve resquicio de razón hu-

biera penetrado entre sus acerados filos.

Y el florido campo anunciaba púrpu-

ras y hedores. El silencio, agonías. El aire

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL UNICORNIO

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puro de la mañana, aves funestas de carro-

ña. El sol, un atardecer de rojas nubes

rasgadas. El cielo, tumba de muertes in-

constantes.

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LOS TRES

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS TRES

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Luego del breve descanso y del más ligero almuerzo, don

Álvaro, don Abraham, Gerar, Ruger, Alán y Rolán, ya cerca

de la Ciudad de Grana, deciden el paso a dar. Cambia

don Álvaro su traje de gran duque por el hábito desgastado

que don Abraham guardaba en su alforja. Calculan llegar

al anochecer para que su entrada sea vista por poca gente

y levante menos curiosidad. Afuera quedará la compañía

que sólo habrá de actuar si al término del tercer día no

regresan don Álvaro y don Abraham.

Cuando brilla la primera estrella, se separa en dos el

grupo. Abraham y Álvaro se adelantan a pie y luego de

pasado un rato, les sigue a prudente distancia Ruger, listo a

intervenir, en caso de peligro. Pero al llegar a la entrada de

la ciudad, apenas un instante previo a que las puertas fue-

ran cerradas, ya Ruger no se deja ver y los dos hombres han

quedado librados a su destino.

Se dirigen al barrio del límite sur, donde está la casa

de Yuçuf el alquimista. Llegan a buena hora y al tocar la

aldaba les contesta Alor ladrando.

Yuçuf y Abraham se abrazan largo rato.

—Sabes, Abraham, que mucho he pensado en ti y

que llegas cuando más te necesito.

—Lo mismo digo yo de ti, Yuçuf, y por eso he venido

a verte.

—Sí, cosas han pasado y cosas pasarán. Los astros

van a conjugarse. Las piedras van a germinar. Pero dime,

¿quién es el amigo que te acompaña?

—Hombre de mucho valor que todo lo ha arriesgado

por venir a ti.

—Es una pena que no pueda ver su cara, ni sus

rasgos, ni su porte, porque sabrás, amigo Abraham, que la

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS TRES

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luz de Dios cegó mi luz. Pero si pudiera tocar su cara y oír su

voz.

—Puedes tocar mi cara, sabio Yuçuf, y ya oyes mi

voz.

—Cara y voz nobles que desmienten el áspero sayal.

Algo ocultas, caballero, y algo te preocupa.

—Pero Yuçuf, amigo, dime ¿por qué esperabas mi

llegada?

—Te esperaba, Abraham, y te mandé avisos. Sólo tú

podrías ayudarme a calcular una fecha que me diera la

conjunción de los astros y el influjo de las piedras. Pero todo

quedó interrumpido, y ahora, ciego, no sé qué podré hacer.

—Cuéntame, ¿qué sucedió?

—¿Qué habría de suceder? Que mi búsqueda me

llevó hasta el punto donde ya no podía seguir adelante.

Que tanto ambicioné conocer que me topé con alta pared

que me aprisionó. Que mientras más me elevé, más profun-

da la caída fue. Que cuando a punto estuve de entender

la Idea Generadora, en cristales se me desbarataron con-

ceptos y raciocinios. Que ya la mente alcanzaba la total

comprensión con la misma facilidad con que la mano coge

la fruta del árbol a su alcance. Que ya las palabras se

habían ordenado en discurso lógico a la manera de calei-

doscopio irrepetible. Que cuando todo lo vi claro, todo se

me oscureció.

Y así, los tres se sientan a hablar y cada uno relata sus

recientes sucederes. A sus pies, Alor, fiel tapete, dormita

apacible.

¿Qué más decir? ¿Qué más hacer? ¿Qué contar de

tres que intuyen el destino de los hombres, que pueden

adivinar lo que se avecina, que lo temen y aún no saben

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS TRES

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cómo remediarlo? Que de ellos depende el bien y el mal y

que aunque eligen el bien no encuentran el modo de

hacerlo reinar y perdurar. Que se debaten entre los límites

del lenguaje y que con las palabras modifícan la realidad.

Que ante los hechos tratan de encontrar la fórmula que

todo lo incluya y todo lo explique. Uno por uno analizan los

sucesos, y de las apariciones y multiplicación de los Caba-

lleros Negros empiezan a inferir posibles conclusiones.

Resalta lo obvio, lo más sencillo de todo y se alejan de la

interpretación metafísica para acudir a las más elementales

proposiciones. Así surge el pensamiento práctico y la idea

inmediata. El problema es atacado con armas lógicas y el

punto de apoyo aristotélico habrá de mover al mundo.

Deciden trazar un plan de acción.

Y he aquí a los tres hombres, el de ciencia, el filósofo

y el guerrero empeñados en comun hazaña, sentados a la

misma mesa y preocupados por el fin del mundo. La des-

trucción que ven avecinarse no es una ni la primera. En ella

está toda la destrucción y todas las destrucciones de

épocas pasadas y de épocas venideras.

Los tres encarnan una síntesis plurimoral y se constitu-

yen, heroicamente, en defensores del bien. Émulos de

profetas, anuncios de idealistas, ingenuamente creen en sí

mismos. Aún piensan con fe en la salvación y en la

redención. Ayudémosles a seguir creyendo. Creamos tam-

bién nosotros. Es, después de todo, un espejismo o es esas

imágenes que, según cómo las veamos, representan un

objeto u otro objeto, alternando el enfoque de los ojos. Ver

el cristal de la ventana o ver el bosque tras del cristal. Vivir

en este mundo real o en el otro interior e imaginario y

traspasarlo con la mirada. Hacia dentro o hacia fuera. Ser la

misma persona y estar en diferentes situaciones. ¿Ser la

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS TRES

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misma o ser otras personas? ¿Esquizofrenia racional o no

racional?

A falta de respuestas, preguntas a la sorpresa y a la

maravilla. El eterno por qué y para qué con tantas diferen-

tes variaciones. Siendo el tema uno, las interpretaciones, las

ejecuciones, las realizaciones son movimiento perpetuo,

cambio incesante, multiplicación de matices, combinación

de tonos y semitonos, cromatismos armónicos o desar-

mónicos, figuras geometrizables, puntos y líneas infinitos,

círculos concéntricos de menor a mayor, infatigables, mate-

máticas a toda dimensión, figura dentro de figura, dentro

de figura, dentro de figura, dentro de figura, ad infinitum. Y

de pronto, poner un punto, porque falta el aire y hasta la

pluma necesita reposar, y los dedos se empiezan a enga-

rrotar y los músculos duelen. El alto en el camino para con

más fuerza retomar la ruta.

Cada uno de los tres hombres tiene su preocupación

primera y ésta sale en la discusión y a veces divierte el

verdadero camino y las palabras fácilmente se desvían del

pensamiento lógico y a nada concreto se llega. Qué

traicioneras las palabras, cómo enmascaran las ideas y los

pensamientos y, sobre todo, oh dolor, los sentimientos. Por-

que lo más puro hay que expresarlo y es ésa la mayor de las

imposibilidades. ¿Quién puede hablar de amor? ¿O de

muerte? ¿O de melancolía? Nadie. Porque las palabras no

lo abarcan en su totalidad. Hay mucho más oculto tras de

ellas. Así, los tres no siempre expresan lo que sienten, o lo

que piensan, o lo que saben. Pero sí sienten, sí piensan, sí

saben.

A veces, los silencios pueblan más que los hablares. Y

son silencios de peso. Silencios de memorias abatidas.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS TRES

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Entrecruzamientos de tantas ideas y sensaciones. La Materia

Próxima, el Vaso del Unicornio, la Palabra de Dios, la Guerra

sin Fin. Sin luz, en busca de la luz, entre la luz y las tinieblas.

Más allá y más acá. Lo próximo y lo distante. Lo alcanzable

y lo buscado. La respuesta y la pregunta. Todo para los tres

se expresa igual pero significa diferente. Las palabras son las

mismas, el contenido es uno para cada uno. La total rela-

tividad. ¿Dónde están las reglas? ¿Dónde quedaron las

normas? ¿Y si no hubiera? ¿Si todo fuera dar vueltas a los

pensamientos, norias incesantes y agua que se escapa?

¿Qué es lo que puede ser atrapado? Nada, absolutamente

nada. Todo fluye, todo cambia, no hay definiciones. Sólo ro-

zamos la cáscara de las cosas, el resto es adivinación, es

intuir que entendemos, es casi penetrar en el misterio,

reflejos de imágenes, espejismos en alto espejo, música in-

transferible, lo inasible, lo etéreo, la idea de Dios, el sin fondo

mundo interno, los yos vueltos del revés, ese hundirnos en

nosotros mismos y perdernos en la maraña, ese recogernos,

luego, y ordenarnos, y renacer. Muertes y vidas en cada

silencio, en cada minuto.

Ese ir y venir de épocas a épocas, del pasado al

presente, de nuestro ayer al hoy, y casi no dejar nada para

mañana. Esa íntegra irrealidad del mañana y, sin embargo,

tener que pensarlo y, por eso, más angustiarnos, porque no

existe, porque intimida, porque guarda la muerte. Mejor

pensar ayer, o mejor aún, hoy, para todo abarcarlo. Que-

darnos siempre aquí.

Los tres, como retrato fijo, han quedado estáticos en

el olvido o en el quehacer de la mente. Alor dormido les

hace añorar el sueño y esa tranquilidad del músculo

relajado.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS TRES

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(—Abraham me ayudará a encontrar la conjunción

de los astros.

—No te abandono, te sigo buscando, Nombre de

Dios.

—Reforzar las defensas por caminos y puertos.

—Si Mercurio, hombre-mujer, da la clave.

—Después que lo sepa, no poder pronunciarlo.

—Trazar la estrategia, ejercitar a mis hombres.

—Pero, ¿a qué han venido a verme?

—Yo no empiezo. Que hable él.

—Tendré que contarlo todo, si no cómo obtendré su

consejo. Ellos guardan silencio. Yo debo empezar a hablar.)

Y bien, don Álvaro, duque de Villalba, Gran Caballe-

ro de Gules, hoy regente, toma la palabra. Las palabras

fluyen, a veces bien hilvanadas, a veces entrecortadas, a

veces sin dolor, a veces difíciles. La expresión puede ser

clara, concisa, exacta. Pero los sentimientos la matizan,

miedo, inseguridad, duda, precaución, discreción, intimida-

ción. La dificultad de acoplar la idea a su emisión. El

problema de cómo va a ser interpretado el mensaje. Qué

decir, cómo decirlo y luego qué entender. Aunque, a ve-

ces, a buen entendedor pocas palabras basten. Entonces,

lo que no se dice, lo ausente, es más importante que lo que

se dice, lo presente.

Dicen las crónicas, cuentan los romances, que

aquella reunión de los tres, en secreto y a solas, mucho sig-

nificó para lo que luego habría de pasar. Entre otras cosas

allí se trató del Unicornio y de sus apariciones a cada uno

de ellos. Yuçuf ya no pudo guardar el secreto y pensó que

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS TRES

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debía sacrificar su oculto tesoro y entregárselo a don Álva-

ro, quien sí sabría cómo utilizarlo. Mucho se alegró de haber

probado ya su efectividad, y supo, entonces, que él, al

igual que Abraham, debía posponer su obra y ahora em-

peñarse en la de más urgente necesidad. Sacó, pues, su

preciado Vaso del Unicornio y sintiéndolo y acariciándolo

por última vez, se lo dio de un impulso a don Álvaro.

—Será tu fortaleza. Será tu idea. Los pensamientos

tomarán forma y la representación se lanzará hacia fuera.

Lo que se gesta nacerá. Sabrás lo que buscas. Los signos se

aclararán. Las estrellas se conjugarán. El gran crisol fundirá

los metales preciosos. Será lo que tendrá que ser. Empiezo a

unir los hilos. Empiezo a imaginar el diseño. La gran tela del

mundo en el telar de Dios. Delicados hilos que nos mueven.

A cada quien el suyo. Hilos delgados. Hilos fuertes. De seda

torzal. De simple hilaza. De algodón. O de esparto. Poco a

poco los hilos toman su lugar. Los colores se mezclan. Las

figuras surgen. A veces reconocibles. A veces imprecisas. O

geométricas. O dulces. Desleídas. Brillantes. Tan exactas co-

mo árbol en óptica invertida. Tan imaginadas como todo lo

que hacemos y pensamos. Las figuras surgen en el gran

telar de Dios.

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EL REGRESO

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL REGRESO

123

Don Álvaro no lo puede creer. Que sea tal su suerte que

tenga en su poder el Vaso del Unicornio. El gozo interno se

le derrama. ¿Por qué él? ¿Y por qué tan sin esfuerzo? Yuçuf

quedó ciego y es él quien tiene ahora el Vaso preciado. Es

él quien tiene ahora el poder en sus manos. No es que lo

hubiera dudado, pero el destino será, en parte, manejado

por él. Y, de pronto, sabe que ha sido el elegido, el que

tomará las decisiones, de quien dependerán aciertos y erro-

res, vidas y muertes, altibajos del sufrir y del gozar. Es, por un

lado, perderse a sí, para pasar a ser parte de los demás.

Posponer la soledad y la intimidad, encerrarlas más hondo

aún, para el cambio por la preocupación externa. Es, por el

otro, un esfuerzo de proyección de fuerzas, una concentra-

ción de los intereses generales sobre cualquier otra labor.

Es ya no deleitarse en la contemplación interna.

Dirigir la acción, tomar las decisiones. Pasar, rápidamente, a

la actuación. No se quiere, pues, detener más don Álvaro y

cada momento se le vuelve valor precioso y ya se impa-

cienta por el regreso. Sabe que ha terminado su quehacer

en la Ciudad de Grana y con el alquimista. Siente dejarlo

por el alto tesoro que le ha entregado, pero para

preservarlo y hacer buen uso de él debe partir de inme-

diato. Da un apretado y largo abrazo a Yuçuf y se despide

con dolor, aunque ya sus sentimientos no cuenten. Se

inclina a acariciar a Alor y, tal vez, a ocultar de este modo

su turbación. Habla un rato con Abraham y le explica la

premura de su regreso. Le dice también que él puede

escoger acompañarle o quedarse con Yuçuf y preparar su

partida con más calma para dentro de unos días. Pero que

él los quiere a su lado, que no tarden mucho en unírsele

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL REGRESO

124

porque cosas graves habrán de pasar y no quiere quedar

separado de ellos.

No sabe, entonces, que lo que dice es profético. Que

fuerza el acaecer por unas palabras suyas. Que las cosas

deben dejarse fluir por su curso natural. Que contranatura

es contra natura. Que cada pequeña palabra es palabra

dada al viento y al azar. Je sème a tout vent. Que las

palabras también se siembran y prenden y fructifican, en

tierra propia y en tierra ajena.

Se separan los tres hombres. Siente un impulso

Abraham de seguir al caballero, pero se reprime al ver a su

amigo ciego que más lo necesita. Y se queda.

Otro día, parte al amanecer el Caballero de Villalba.

Llena el alma de entusiasmo desbordable, a punto parecie-

ra de elevarse a otras regiones. Mas a él no le es dado el

puro afán metafísico. Él ha de quedar atado, muy atado a

la tierra. Él ha de dirigir los asuntos de este mundo. Terrenal.

Carnal. Fatal. Balanza y fiel. Espada y guerra. Los asuntos de

cada día. La lucha contra el Enemigo.

Camina el Caballero de Villalba. Cruza la puerta de

la bella ciudad al pie de la falda de cumbre nevada. Y

camina el Caballero. Entre los árboles ya lo ha visto Ruger y

sale a su encuentro. No hablan una palabra y Ruger

acelera su paso al paso precipitado del Caballero. Gerar,

Alán y Rolán esperan más adelante. Tampoco cambia pa-

labra con ellos. Monta en su corcel, acaricia su cuello

musculoso y sólo dice:

—Regresamos a marcha forzada.

Todos montan y parten más veloces que cualquier

viento o tempestad y con la excitación de que algo grave

se juega, más veloces espolean a sus cabalgaduras. Y este

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL REGRESO

125

momento es bueno. Éste del peligro adivinado, pero aún no

sentido. El pregusto de la muerte heroica. El silencio del mo-

mento ponderoso. Lo que ya no puede ser evitado. Lo que

ya no se aplaza. Lo que ya no se menciona. La danza del

guerrero empieza en la música del aire. Con silbidos y

aceros fríos.

Por donde pasan apenas reconocen paisajes vistos al

revés, el árbol que estaba a la derecha, está a la izquierda,

oriente es occidente y norte, sur.

Y de pronto, ya no puede guardar silencio el

Caballero y al acampar esa noche habla con sus cuatro

fieles acompañantes.

—Fue grande lo que me esperaba en Ciudad de

Grana. Nunca me lo hubiera imaginado. El alquimista dio

sus ojos por lo que vio y a cambio recibió el gran don. Y el

don me lo entregó, igual que si fuera una flor cortada del

prado. Tengo yo aquí y acaricio con mi mano, cuando

quiero, el Vaso del Unicornio. El Vaso del Unicornio es ahora

mío y me siento poseído por él. No me desprenderé de él ni

tampoco lo enseñaré a nadie. Sólo mis fieles compañeros

guardarán el secreto.

El Vaso del Unicornio fue puesto ante la vista de

Gerar y de Ruger, de Alán y de Rolán. Y el Vaso brilló como

espejo de mil espejos. Y vieron cómo aparecía en medio de

ellos, blanco de luz, el Unicornio, cómo se sentaba en el

centro del círculo, sus patas delanteras dobladas, su cuerno

inclinado ante don Álvaro. Don Álvaro tuvo, entonces, un

deseo irreprimible de acariciar su cabeza y así lo hizo. El

Unicornio le miró a los ojos y Unicornio y Caballero hicieron

un pacto. Fue tiempo inmensurable el que corrió. Largo o

corto, fue imposible de saber. Todo pasó en un relámpago y

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL REGRESO

126

antes ni siquiera de poder reaccionar, el Unicornio había

desaparecido. Sólo un leve trote por sonido.

Fue suficiente para los Caballeros de Gules. Nueva

fuerza les habría de acompañar.

Cayó entonces la noche oscura y más oscura aún

porque fuerzas negras se apiñaban en desorden, de una y

otra parte, en forma retorcida y con dominio. Los Caballeros

durmieron bien. El pavor no les rozó y la negrura alivió

espesamente su soñar. La negrura fue avanzando por el

camino. Llegó a los poblados y los cubrió y los atemorizó.

Fueron pesadillas para hombres y mujeres y niños. Lamentos

y susurros en la noche. Gritos y sobresaltos. Constante

aullido de los perros. Relinchos inquietos de los caballos.

Viento despierto que sofoca. Aire que falta y gargantas que

se asfixian. Todos dicen: "qué pasa, qué pasa". Pero nadie

sabe la respuesta. Anhelan el nuevo día y que todo se

aclare entonces.

El nuevo día también le llega a los Caballeros

durmientes, cuyo primer deseo es retomar camino y llegar al

castillo en seguida. Don Álvaro se acuerda de Mara y, por

un momento, añora olvidarlo todo. Al cruzar el primer

poblado nota signos de inquietud en la gente. Una anciana

corre al paso de don Álvaro y le hace señas de que se

detenga. Besa su mano y le dice: "Eres el elegido. Sálvanos."

Pareciera una señal, pues de todos lados los hombres

rodean a los Caballeros.

—Hay un mal que se avecina.

—Tráenos tú el mensaje.

—Altos Caballeros deben tener la explicación.

—Explicadnos, Caballeros, qué nos pasa y por qué

este dolor.

—Hay quien ya no ve. Hay quien grita toda la noche.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL REGRESO

127

—Los niños ya no juegan.

—Las doncellas no cantan.

—Los pastores no pastorean.

—¿Qué nos pasa y qué nos duele?

Don Álvaro siente el dolor y la fatiga y lo que no se

puede responder. Su mano, que acaba de tocar el Vaso, se

levanta y para todos es una bendición. Vuelve la tran-

quilidad a los ojos y los ceños se despejan. La anciana se

dirige a los hombres:

—Es él. Es él. Es él.

Y todos gritan:

—El elegido.

El círculo se rompe. Los Caballeros cruzan el pueblo a

paso lento, mientras la gente cae de rodillas. En las últimas

casas ya unos niños juegan ensimismados. La hermana

mayor ya canta.

Retoman el trote y luego el galope. La urgencia por

llegar cada vez es mayor.

Se alejan del poblado y, de nuevo, el silencio de Dios

se siente entre los árboles, entre los corazones. El viento, más

que fresco, cristal punzante, azota los rostros, se entremete

por barbas, agita cabelleras y a las manos que sostienen

firmemente las bridas parece volverlas de hielo. Luego, las

breves gotas de lluvia son casi un alivio, y los Caballeros

cubren sus cabezas con las capuchas. Llegan, sin haberse

mojado mucho, al techo y muro de los restos de un

pequeño castillo derruido, o, tal vez, su construcción in-

terrumpida, pero abandonado, en fin; ahora sólo refugio de

caminantes, por las huellas en piedras calcinadas de

fogatas propiciadoras de cómodo calor o de combustible

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL REGRESO

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para el alimento. Secan sus capas los Caballeros y frotan sus

manos al fuego que ha sido encendido.

Cuando escampa, vuelven a su ruta y penetran en

un bosquecillo de apretados chopos y tupidos arbustos. El

paso se vuelve penoso y tardo. Ramas van entretejiéndose

sobre sus cabezas y oscurece de día. Troncos y varas van

cercando sus cuerpos, rozándolos, raspándolos, prensándo-

los. Frondas se enredan en sus cuellos y a punto están de

asfixiarlos. Álvaro toca el Vaso del Unicornio y el maleficio se

deshace. Los ramajes se desbaratan y se contraen, tal

parece que tuvieran miedo.

En el cIaro del bosque algo les esperaba que iba a

romper sus corazones. Y no lo saben, ni menos lo esperan,

pero ahí está aguardándoles. Al principio no lo compren-

den, ni entienden que oculta un significado sólo para ellos.

Es un ciervo, hermoso ciervo, de complicada cornamenta,

aterciopelados tonos café en su lomo y más tenues, casi

blancos, en su vientre. Pezuñas de negro pulido. Alternas

orejas nerviosas. Ojos de tibia mirada.

Y, sin embargo, rompecabezas engañoso, algo no

encaja en el lugar. Todo simula tiesura acartonada. El ciervo

está estático. Sus colores desvaídos. Sin movimiento. Sus

orejas rígidas. Sus ojos fijos. Su mirada opaca.

Entonces lo comprenden los Caballeros. Su vista se

vuelve más cuidadosa. Como si quisieran ordenar la pieza

equívoca del rompecabezas. Todo lo repasan en un

instante. Hasta que lo descubren. La negra flecha. La negra

flecha en el bosque de álamos negros. El mismo negro de

los Caballeros de Sable. Negro que derrama rojo. La flecha

en el centro del corazón del ciervo. Don Álvaro mira a sus

compañeros y rápidamente en torno. Están expuestos. No

tienen protección. Quieren ocultarse entre los árboles pero

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL REGRESO

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ya es tarde. Tupida lluvia de flechas negras se clava a su

alrededor. Desmontan y corren a guarecerse apenas tras

del cuerpo del ciervo muerto. Sin poder contestar. Espadas

y mandobles contra quién, si no sale nadie a pelear. Y el

claro va volviéndose una empalizada de flechas y el ciervo

parece prisionero, las rejas saliendo de su cuerpo

profanado. No queda nada por hacer. Esperar y ver en qué

acaba esto. Sólo Ruger no puede quedarse quieto. Ruger el

batallador, el que no yerra golpe. Ruger el fiel guerrero.

Pone su mano en el brazo de don Álvaro y un dedo de la

otra sobre sus labios indicándole silencio, Harpócrates bata-

llador. Lo comprende Gerar, el de las pocas palabras, y

mirando también a don Álvaro sin hablar le dice que tiene

que ir para cuidar a Ruger que ya se arrastra hacia la

negrura de los árboles.

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EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE

MADERA

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE MADERA

131

Quedan don Álvaro, Alán y Rolán. Las espadas prestas,

esperando por dónde surgirán sus enemigos. Las andana-

das de flechas van repitiéndose, incansables, mecánicas,

tapizando todo hueco del claro. ¿Cuántos hombres serán y

cuántas armas tendrán? ¿Por qué las desperdician y no

salen ya a combatir?, se pregunta don Álvaro y se sigue

preguntando: ¿o será que quieren agotarnos por la

inmovilidad y por el pánico? Don Álvaro da vueltas y vueltas

a la idea de que ahí hay algo fuera de lugar y decide

hacer una prueba sencilla. Busca entre la tierra alguna

piedrecilla y cuando la tiene, la arroja con fuerza y veloz-

mente hacia un lado del claro. De inmediato todas las

flechas se dirigen hacia ese lugar. Decide probar por según-

da vez don Álvaro y tira otra piedrecilla en la dirección

opuesta. Sucede lo mismo, las flechas cambian de dire-

cción y van a clavarse allí. Lo sorprendente es la reacción

tan rápida al mínimo impulso. La perfecta coordinación de

los enemigos. Su infalibilidad, su precisión. Su deseo no sólo

de matar, sino de rematar. Fría exactitud mecánica nunca

vista.

¿Y hasta cuándo duraría esa limpia exhibición de

fuerzas? ¿Qué podría hacerse para escapar? Tal vez,

esperar a la noche, y en la oscuridad intentar huir. Esperar,

además, el regreso de Gerar y Ruger, y conocer lo que

hayan averiguado.

Mientras tanto, Gerar y Ruger van arrastrándose

silenciosamente por detrás de los árboles, para descubrir la

magnitud de los enemigos. Por un buen trecho no encon-

traron nada, a pesar de que notaban el silbido de las

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE MADERA

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flechas por arriba de sus cabezas. Se internaron más para

llegar por la espalda de los enemigos y tampoco encon-

traron nada. Decidieron seguir circundando hasta darle la

vuelta al claro. Sin embargo, no se topaban con ser viviente

alguno ni con obstáculo que les impidiera el paso. Empe-

zaban a sentirse bastante extrañados cuando a Gerar se le

ocurrió treparse a un árbol para tratar de vislumbrar desde

lo alto. Y fue entonces que lo descubrió. Claro que al princi-

pio no entendía lo que era. Entre las ramas y disimulado con

otras ramas adicionales había un raro artefacto descono-

cido. Observándolo más detenidamente lo que vio Gerar

no lo podía creer. Era una construcción de madera en la

que estaba montada una especie de máquina o catapulta

que funcionaba sola, de la cual salían esos cientos de

flechas indiscriminadoras. Bajó Gerar a toda prisa del árbol,

le contó a Ruger lo que había visto y se subieron los dos a

otros árboles en donde fueron encontrando los mismos

artefactos. No salían de su sorpresa ni podían explicarse qué

era eso. Pero debían encontrar a quien los manejaba y

destruir esos mecanismos que en una guerra serían tan

poderosos. Descendieron ágilmente y prosiguieron en su

búsqueda.

Un poco más adelante vieron una figura. Parecía

solitaria. Parada ante otra máquina diferente a la de los

árboles estaba ensimismada manejando un tablero, apre-

tando botones y tirando de palancas. Gerar y Ruger no

sabían qué pensar pero presintieron que tenían que matar

a ese hombre. Ruger dispuso su mandoble. Se fue

acercando, paso a paso por la espalda, mientras Gerar le

cubría el flanco izquierdo. El golpe del mandoble debía

haber desplomado instantáneamente al hombre. Nadie

podía resistir la fuerza de los poderosos brazos de Ruger.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE MADERA

133

Pero el hombre seguía inmutable, ensimismado en los

botones y palancas del nunca antes visto artefacto. Ruger

volvió a levantar el mandoble y a descargarlo aún con

mayor fuerza, no una, sino varias veces. No pasó nada.

Entonces Gerar se acercó al hombre y lo tocó y vio que

tenía una armadura de hierro tan espeso como nunca

había conocido. Ruger no entendía lo que pasaba.

—Déjalo, dijo Gerar, no sé qué tiene este hombre o

qué le pasa.

—No es hombre. Nadie puede resistir mis golpes, ni

aun con armadura. No es hombre.

—Pero entonces, ¿qué es?

—No sé, pero no es hombre.

—Quitémosle de aquí, parece pegado al artefacto.

Con gran esfuerzo lo levantaron Gerar y Ruger.

Empezaron a quitarle la armadura de piezas tan bien

encajadas y compactas que parecía que fuera un hombre

de hierro. Y eso es lo que era en verdad. Un hombre de

hierro, sin músculos, sin nervios, sin entrañas. Un indestructible

hombre de hierro, hecho de capa sobre capa metálica,

como el fino trabajo de un joyero que hubiera creado una

pieza única, perfecta, pulida, labrada en sutil prueba de la

imaginación.

Quedaron maravillados Gerar y Ruger. Tan fascina-

dos que cometieron el primer error. La belleza del hombre-

máquina les hizo olvidar su poder destructivo, dirigido a

acabar con ellos. Y al olvidar, solamente dejaron desarma-

do, pero no destruido al Hombre de Hierro. Se acercaron

entonces al aparato de botones y palancas y comprendie-

ron que éste era el que dirigía los lanzaflechas de los

árboles, y lo llamaron el Ordenador. Pero aquí cometieron el

segundo error y fue que Ruger se lanzó con ira contra el

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE MADERA

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Ordenador y lo destrozó a golpes de mandoble. Sin que

pudieran comprender cómo, el Hombre de Hierro reunió sus

piezas sueltas, quedó armado de nuevo, y tiró del brazo

derecho de Ruger hasta que lo desencajó del hombro y le

dislocó el húmero. Gerar, el de las reacciones rápidas, se

arrojó sobre el Hombre de Hierro, empezó a deshacerlo otra

vez mientras los gritos de dolor de Ruger eran insoportables.

Para entonces, don Álvaro y sus dos compañeros han

notado que ya no se disparan flechas y han empezado a

internarse por el lugar donde desaparecieron Gerar y Ruger.

Caminan un trecho cuando ven que Gerar se mueve

dificultosamente con el peso de Ruger, desvanecido, sobre

su espalda. Corren a ayudarlo mientras él les explica que no

se acerquen al lugar de donde viene y que deben escapar

a toda velocidad. Agrega que no hay peligro en regresar al

claro, que traigan las cabalgaduras y que amarren el cuer-

po de Ruger a su caballo.

Poco después todos salen de estampía. No le han

preguntado a Gerar lo que pasó, porque la preocupación

reflejada en su rostro les ha impuesto un silencio sobre-

cogedor.

Galopan hasta llegar al próximo poblado, donde, sin

desmontar, preguntan por el médico judío y se dirigen a su

casa. Se produce alboroto y excitación para dejar pasar a

estos grandes señores, necesitados de ayuda. Un niño se

adelanta corriendo para ir a avisar a don Isaac que es re-

querido de urgencia. Don Isaac se prepara para recibir a los

ilustres visitantes y repasa con la vista nerviosamente que

todo esté en orden en su cuarto de operaciones.

Los Caballeros desmontan y bajan con cuidado al

quejumbroso Ruger. Lo acuestan en el camastro y lo dejan

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE MADERA

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en manos del médico. Don Isaac le desnuda el torso y al ver

el mal estado del brazo, de inmediato pide a los Caballeros

que le ayuden a colocarlo en el suelo. Se descalza luego y

sentándose en el piso apoya su pie derecho con fuerza en

la axila derecha de Ruger, tira del brazo hasta que nota un

crujido y el brazo vuelve a encajar en su lugar. Pero el dolor

es tal, que de nuevo pierde el conocimiento Ruger. Don

Isaac trae vendas e inmoviliza sobre el pecho el brazo

malherido.

—No se puede hacer más cuando se ha roto el

ligamento. Deberá tener reposo y permanecer vendado

una temporada. Poco a poco recuperará parte del

movimiento del brazo, pero hasta cierta altura. Ya no podrá

usar el mandoble. Deberá evitar movimientos bruscos, pues

de lo contrario volverá a salirse de lugar el brazo. Cuando

despierte, los dolores serán más fuertes y entonces le daré

un brebaje que calmará el dolor y le permitirá dormir. No se

puede hacer más.

—¿Entonces no podrá venir con nosotros?

—No.

Parlamentan don Álvaro y los Caballeros. Deciden

separarse. Gerar se quedará a cuidar de Ruger y los otros

tres partirán de inmediato.

Colocan a Ruger sobre el camastro y Gerar empieza

a quitarse las armas para sentarse a su lado y atenderlo.

Antes de partir, don Álvaro da una bolsa de mone-

das a don Isaac para que no escatime nada en el cuidado

de su Caballero. Cambia unas palabras con Gerar, quien le

relata los maravillosos hechos que vio en el bosque, las

máquinas extrañas y el temible Hombre de Hierro. Don

Álvaro se queda muy preocupado, pero no puede entrete-

nerse ya. Sale de la casa del médico con sus compañeros.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE MADERA

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Montan, y al poco rato, ni el eco de los cascos resuena por

las callejuelas. Se han perdido en el horizonte, empequeñe-

ciéndose sus figuras rápidamente.

Gerar está inquieto. Sabe que tiene que velar por

Ruger, pero él hubiera querido partir con los demás. Se

pone a repasar lo que ocurrió en el claro y a tratar de

encontrar alguna explicación. Piensa que los días que pase

ahí le servirán para encontrar la solución a esos extraños

sucesos. Por ahora, como él también está agotado se

acuesta a dormir. No despierta sino hasta el día siguiente y

se encuentra con la sonrisa de Ruger.

—¿Quién está cuidando a quién? Bien que dormías

mientras yo sufría.

Hablan largo rato hasta que don Isaac entra en el

cuarto, le administra la medicina a Ruger y le pide que esté

tranquilo. Don Isaac les confiesa que cuando llegaron, él los

confundió con una banda de aterrorizantes Caballeros de

Negro que están creando pavor en las poblaciones

vecinas. Pero que al ver a don Álvaro y el color de las

capas, se serenó. Entonces Gerar, el de las pocas palabras,

se ve tentado de hablar y preguntar.

—Dime, don Isaac, ¿qué es lo que sabes de esos

Caballeros Negros?

—Poco y mucho. No sé de dónde vienen, ni quiénes

son. Pero lo que hacen no es bueno. Son el mal por sí

mismo. Matan a pastores y rebaños por placer. Violan niñas.

Torturan ancianos. Tienen una obsesión refinada por el dolor

y la muerte. Les gusta contemplar lo que dura la agonía de

un hombre atravesado por cien flechas negras, ninguna

clavada en un centro vital. Pero ver correr los hilillos de

sangre es máxima excitación para ellos. Y se dice que

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EXTRAÑAS CONSTRUCCIONES DE MADERA

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siempre exclaman: "Así correrá la sangre de los Caballeros

de Gules." Tienen mucho odio. Y es bueno que me lo hayas

preguntado, porque ahora sé que tú eres un Caballero de

Gules y ahora estás avisado de que grandes y temibles

cosas habrán de suceder.

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LOS CAMPOS Y LOS

PELIGROS

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CAMPOS Y LOS PELIGROS

139

A los pocos días, don Isaac se aparece con dos visitantes en

busca de descanso. La alegría de Gerar al ver que uno de

ellos es don Abraham el cabalista, se desborda en abrazos

y buenos deseos. Adivina que el otro es Yuçuf, y los saltos de

impaciencia del tercer visitante, Alor, completan la escena

de saludos y paz. Salam.

—Las cosas empeoran, amigo Abraham, cuenta

Gerar. Nuestro mejor Caballero de Gules ya no podrá usar

su brazo. Las cosas que he visto me tienen obsesionado. Los

Caballeros de Sable son el Mal.

—¿Qué es lo que has visto?

—La Máquina del Mal y el Hombre de Hierro. Artefac-

tos bélicos que matarán cientos de valientes guerreros que

no podrán ni siquiera pelear. Lanzaflechas manejados por el

Hombre de Hierro que se descargan ininterrumpidamente y

que no hay modo de destruir, porque el Hombre de Hierro

es de hierro, no es un hombre. Es una figura de aspecto

humano que se mueve como un hombre, pero que no tiene

carne, ni sangre, ni huesos. Todo es de hierro. ¿Cómo

puedes destruirlo?

—Pues habrá un modo. Para cada veneno hay un

contra-veneno. Para cada mal, su curación. Para lo negro,

lo blanco. Para lo malo, lo bueno. Para la máquina, la

contramáquina. Tendremos que pensarlo bien pero encon-

traremos la solución. La encontraremos.

—Estoy tan sorprendido que no reacciono ni pienso.

Yo, que siempre pensaba con exactitud.

—Ya te calmarás. Todos te ayudaremos a pensar. Lo

primero será comprender qué son esas máquinas y ese

Hombre. Cómo funcionan y quién las inventó.

—Pertenecen, de seguro, a los Caballeros de Sable.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CAMPOS Y LOS PELIGROS

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—Eso no lo sabemos. Tal vez sean el producto de otra

potencia mayor. Algún engendro diabólico. Algo que es-

capa a nuestra mente, algo que no podremos entender. El

bien como el mal.

—Es tan importante que estemos todos junto a don

Álvaro. Nos necesita. Será muy difícil decidir muchas cosas.

—Por eso debemos partir pronto. Propongo que sal-

gamos mañana, si don Isaac cree que ya puede viajar

Ruger.

—Sería mejor esperar unos días, pero yo también

estoy muy preocupado y me asusta lo que se avecina.

Entran con Ruger y, luego de los saludos, le dicen

que saldrán al día siguiente. Para Ruger es buena noticia,

pues no soporta la inmovilidad y quisiera estar ya en el

castillo. El resto del día Gerar prepara la partida y trae dos

caballos más para don Abraham y don Yuçuf. Apenas

rayando el sol se despiden de don Isaac quien les bendice

con la oración del caminante:

Que nos guíes, oh Dios, mi Dios y Dios de nuestros padres, hacia la paz. Que nos lleves al lugar de nuestros deseos, a la vida, a la alegría y a la paz. Sálvanos de la mano de nuestros enemigos, de quienes se ocultan, de ladrones y de bestias malas en el camino. Sálvanos de todo mal que pueda aparecer en el mundo. Oye nuestra súplica, porque eres Dios que oye la oración y la súplica. Alabado seas, oh Dios, que atiendes la oración.

Aprovechan las primeras horas, frescas y despejadas,

para adelantar camino. Gerar escoge atajos con tal de

ganarle al tiempo, tiempo relativo. Ruger disimula su dolor y

aprieta el brazo vendado contra el cuerpo. Abraham vuel-

ve a sus meditaciones y a la búsqueda de la palabra de

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CAMPOS Y LOS PELIGROS

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Dios. Yuçuf, dulcemente triste, acaricia a Alor acomodado

en la montura como otro jinete más. Este Alor, tan humano,

que a todo se adapta y nada pareciera sorprenderle.

Devoran millas y atraviesan poblados. Ya no quieren

detenerse ni preguntar por los males de los Caballeros de

Sable. La desdicha tiembla en el aire. El temor aísla a las

personas. Nadie se atreve a salir de sus casas. Hay un silen-

cio y un nerviosismo que presagian la oscuridad de la

tormenta. El cielo se encapota.

En muchas partes todo parece abandonado. El

arado sobre el surco. Las vacas en el establo. Los rebaños

en el monte. Los animales menores rondando libres por los

campos. Los árboles sobrecargados de fruto. La mies sin

cortar. La hoz en el pajar. Puertas y ventanas cerradas. El

miedo colgando de cada esquina.

Sienten dolor los cuatro viajeros. Que una tierra

alegre, que supo deshacerse del mal Buen Rey don Lope, y

que vivió años de paz, esté ahora tan tristemente abando-

nada y que esas fuerzas negras vayan dominando tan

irremediablemente, palmo a palmo, el reino, los vasallos, los

campos, los animales.

Como si se iniciara otra era. Un corte, un abismo. De

la bonanza a la catástrofe. Y no saben por qué los cuatro

viajeros, pero en el fondo, esperan lo peor. Intuyen que su

esfuerzo será inútil, y quieren luchar contra esta convicción.

Cabalgan ensimismados en sus pensamientos. Por eso, en el

silencio, fue más alarmante la súbita aparición de cuatro

Caballeros de Sable con sus espadas al aire. Rápidamente,

don Abraham tomó las bridas del caballo de Yuçuf y lo

desvió hacia un rincón, siendo ellos los dos desarmados.

Gerar se abalanzó contra los enemigos y Ruger, con la

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CAMPOS Y LOS PELIGROS

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izquierda sola, trató de usar el mandoble. Fue entonces

caso de admiración, que cantaron trovadores y juglares,

cómo los dos Caballeros se defendieron. Cómo Gerar

empleó la velocidad y el movimiento continuo para no dar

respiro a los enemigos y cómo Ruger, con una sola mano,

pudo asestar dos golpes de mandoble y matar a dos Ca-

balleros. Mientras, Gerar, en una de sus vueltas rápidas

arrojó su lanza con tan perfecta puntería que se clavó en

mitad del pecho del tercer Caballero de Sable que fue des-

plomándose lentamente, en su cara el rictus del dolor sor-

prendido. Y el cuarto, furioso, se arrojó contra Gerar que

esquivó el golpe, pero que no pudo evitar que la espada se

enterrara en el cuello de su corcel, cayendo los dos por

tierra. En tanto que Gerar trataba de zafarse del peso

muerto del caballo y la sangre teñía sus ropas, ya se dispo-

nía de nuevo el otro para asestarle el golpe final, cuando

por la espalda Ruger se acercaba a toda velocidad y el

tercer golpe de su mandoble acabó con la vida del último

de los Caballeros de Sable.

Así lo contaron viejos romances y crónicas antiguas.

En los tiempos de don Álvaro, dos de sus Caballeros, uno de

ellos herido, acabaron con los cuatro mensajeros de la

muerte. Mensajeros de la muerte, porque en el jubón de

uno, encontraron un pergamino enrollado con estas pala-

bras: "La destrucción será total."

No se detienen más los viajeros, a pesar del

cansancio de Ruger y de que la sangre del corcel empapa

las vestiduras de Gerar y se confunde con el rojo de la

capa. Siguen su veloz carrera, Gerar en nueva cabalgadu-

ra, tomada de uno de los caballeros muertos.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CAMPOS Y LOS PELIGROS

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Al ir a cruzar el Puente Alto, algo hace a Gerar

detener su caballo y escudriñar la otra orilla. Los demás, que

también se han parado, miran en la misma dirección. Y

entonces lo descubren. Hay un grupo de Caballeros Negros,

ocultos entre la maleza. Mas cuando se disponen a atacar,

llega la contraorden y los Caballeros Negros, veloces jinetes,

se esfuman en la lejanía mientras los Caballeros Rojos

apenas se reponen de la agilidad y perfecta coordinación

de sus enemigos.

Se aprestan a cruzar el Puente Alto, cuando Alor se

lanza del regazo de su amo, se para frente al puente,

ladrando, ladrando y reculando.

—Algo pasa, dice Yuçuf. Su ladrido es de adverten-

cia y de miedo. Algo hay ahí. Tendrán que dejarse guiar por

Alor porque él sabe algo.

Gerar y Ruger desmontan y siguen la mirada de Alor

para descubrir qué le inquieta. Pero nada ven. Blanquine-

gro Alor, blanco o negro, según de qué lado lo veas, se da

cuenta que los hombres no son tan inteligentes y que no lo

comprenden, que sus instintos son más lentos y menos

agudos y que hay que ayudarles más. ¿Cómo? Pues

arriesgándose y corriendo un breve tramo del Puente Alto

para luego regresar instantáneamente y observar lo que

pasa.

Y, en efecto, pasa. Con el leve peso del frágil cuerpo

de Alor ha sido suficiente. El Puente Alto empieza a despren-

derse y a poco ya está estrellado al fondo de la cañada.

Ahora comprenden los amigos por qué esta vez los

enemigos expusieron sus espaldas. Querían desatar la per-

secución y la muerte segura entre los peñascos del río.

Ruger palmotea la cabeza y el lomo de Alor.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CAMPOS Y LOS PELIGROS

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—Gracias, Alor. Nos has salvado.

Y ahora, Alor agradece que le agradezcan. Sus ojos

se humedecen más y salta una y otra vez en el aire,

estremeciendo su cuerpo.

En seguida regresa al lado de su amo, porque

necesita que él le apruebe y ansía sus caricias.

No queda más remedio que alargar camino siguien-

do el curso del río y tratar de vadearlo donde las aguas no

sean profundas. Ahora pueden descansar un rato. Los

enemigos de atrás quedaron muertos y los de adelante

piensan que ellos murieron. Luego cuentan con un peque-

ño respiro y se sentarán a la sombra de los cipreses para

reponer sus fuerzas. Ruger siente sordos dolores en su

hombro y Gerar quiere lavar su cuerpo de la sangre seca

de su caballo.

Es el atardecer y Yuçuf se postra en tierra en

dirección a la Meca y entona sus rezos. Abraham repite el

maariv y pide perdón por sus pecados. Gerar y Ruger

recuerdan que es el toque del ángelus y se persignan y

guardan un silencio meditativo.

Esa noche duermen tranquilos. El clima es agradable

y el fresco murmullo del río, allá abajo, arrulla su sueño y tal

parece que ya no hubiera temores ni guerra incipiente.

Al amanecer siguiente y al abrir los ojos, por un

brevísimo instante, no recuerdan nada, como si fueran

cuatro amigos, de paseo por los llanos y los montes. O

como si desearan ser eso. O como si quisieran que algún día

fuera así.

Y descansan por un poco. Quieren prolongar el

reposo antes de ponerse en pie y volver al quehacer y a la

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS CAMPOS Y LOS PELIGROS

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brega. Y cada uno piensa en lo suyo y no quiere que el otro

sepa que ya despertó.

(—¿Sanará alguna vez mi brazo? ¿Podré usar el

mandoble? Ahora me duele tanto el otro brazo como el

enfermo. ¿Seré un inválido? No lo soportaría.

—Qué amanecer tranquilo. La vida sigue su vida y

nuestros pequeños afanes no importan. Sólo el nombre de

Dios.

—¿Cuántas veces será efectivo el Vaso del

Unicornio? ¿Habrá desgaste de la Materia?

—Ellos sueñan. Sólo yo debo vigilar. Pero a veces me

canso. También ansío una cama blanda y un dormir sereno

y un cuerpo de mujer a mi lado. Sí, lo deseo mucho.

Después de todo, ¿quién quiere la guerra? Son ellos los que

la han traído. Son ellos los que nos roban el reposo del

guerrero.)

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MIENTRAS TANTO

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LA GUERRA DEL UNICORNIO MIENTRAS TANTO

147

Don Álvaro, en el castillo, ha reunido su Consejo y organiza

la defensa y adiestra a sus guerreros.

El mismo día que llegó, pasó por la casa de Mara,

que Abraham se lo había pedido, y le dijo que volvería en

la noche.

Esa noche habló con ella, la única persona a la que

le estaba contando todo. Ella escuchaba y le daba de

beber licor de frutas. Donde puso más atención fue en la

descripción del Unicornio, y varias veces le hizo repetir

cómo era, su color albísimo, su forma estilizada, sus ojos

negros y de mirar profundo. Luego, don Alvaro le enseñó el

Vaso del Unicornio y Mara pasó suavemente los dedos por

su superficie, ya no lisa, sino exquisitamente labrada. Al

contacto con su piel, despedía destellos y resaltaba en

pureza el labrado en relieve, el horror al vacío, ni un

resquicio sin figura alguna, símbolos, imágenes, líneas

ramificadas, flores estilizadas, geometría en círculos, trián-

gulos, rombos, trapecios.

Mara siente la fascinación del Vaso y el Vaso en sus

manos se anima. Pero don Álvaro lo guarda, advierte la

reacción de ella y quiere evitar algo oscuro que podría

suceder. No sabe qué. Pero algo. Mara no puede volver a

ser ella el resto de la noche. Su mirada vaga y apenas

pronuncia monosílabos. Parece lejana y ajena a este

mundo. Ni siquiera pregunta por don Abraham. Ni siquiera

le extraña que el gran Duque de Villalba haya pasado por

su casa a hablar con ella. Sólo su corazón se precipita

cuando don Álvaro se despide y en un impulso toma su

mano y la besa. Luego vuelve a su estado somnoliento.

Don Álvaro acaricia su rostro. Sale de la casa y regresa al

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LA GUERRA DEL UNICORNIO MIENTRAS TANTO

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castillo. Ha sido la primera vez que ve a Mara y ha sido

como si siempre la hubiera conocido.

Le espera la reunión del Consejo y los Caballeros de

Gules ya le aguardan impacientes, pues las noticias de

algún modo se han tamizado y los rumores son muchos e

insuficientes. El obispo don Jerónimo aquieta los ánimos. La

atmósfera es intranquila y alterante. Suben y bajan voces y

opiniones. Marejadas de tonos rebotan en las paredes. Ru-

mor ininteligible. Sordo sonar de palabras repetidas. Mismas

palabras. Preguntas, sobre todo.

Silencio súbito. Frase cortada. Palabra a la mitad.

Ojos hacia una dirección. Silencio súbito cuando entra don

Álvaro en la Gran Sala del Concilio. Y mayor silencio,

porque don Álvaro guarda silencio. Y luego empieza a

hablar.

—Cosas terribles pasan. Cosas que no podemos de-

jar que pasen. No se puede dejar que la noche mate al

día. Que la sangre corra fuera de cauce y en desgarrones

ya no se respete al cuerpo. Que las armas tomen el lugar

de los arados. Que la mente piense en el mal, en la tortura,

en el dolor. Que el cristal opaque su transparencia. Que el

agua se tiña de negro. Que las tinieblas cubran el cielo.

Que el hombre esté contra el hombre. Que el caos domine

al orden. Que la palabra sea la mentira. Ya no podemos

permanecer en silencio, ni quedarnos quietos, ni llevar el

índice a los labios. Seríamos cómplices también. Estaríamos

con las fuerzas del mal. Apoyaríamos la destrucción, el

retroceso, la negación. Quienes quieren cegarnos, quienes

quieren atarnos, quienes quieren volvernos a la condición

de no-hombres. Quienes hasta escogen el negro como

símbolo, color de sus vestimentas, color de sus ca-

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LA GUERRA DEL UNICORNIO MIENTRAS TANTO

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balgaduras, color de sus almas. Quienes cambian a Dios

por no-Dios. A la razón por la sinrazón. A la vida por la

muerte. A la libertad por el terror. Al paisaje por el abismo.

A la nube por el trueno. Al árbol por la lanza. Perdidos

están. En sí llevan su destrucción. El mal rebotara hacia

ellos. La flecha se revertirá. El puñal buscará su corazón y el

veneno corromperá su interior.

Quizá nos sorprendan al principio. Quizá nos lleven

ventaja. Se nos habrán adelantado con la espada en alto

y perderemos tiempo desenvainando la nuestra. Vendrán

años de privación, oscuros y míseros. Pero al final será

nuestro el triunfo. Aún no sabemos de un día en que no

saliera el sol.

Guardó de nuevo silencio don Álvaro y así los

Caballeros de Gules pudieron meditar en sus palabras.

Pero, al poco, retomó la palabra:

—No podemos quedarnos quietos ni cruzarnos de

brazos. Hoy mismo empieza nuestro entrenamiento. Los días

de tranquilo reposar terminaron. Cada uno de los Caballe-

ros de Gules reunirá a su gente más fiel. Los herreros no

descansarán forjando cuchillos, puñales, hachas, lanzas,

picas, alabardas, en fin, todo tipo de arma. Yo también

tengo conmigo un arma poderosa, secreta aún, pero que

nos dará aliento y nos habrá de proteger. Sabed que la

fuerza de Dios está con nosotros y que se habrá de

manifestar si la razón siempre nos asiste. Si no dejamos de

lado la voz serena y la vista limpia. Si no desfallecemos. Si

somos puros y creemos en nuestra fuerza interior. No queda

más remedio, a las armas, pues. Ya que queremos la paz, a

las armas, pues.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO MIENTRAS TANTO

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Entonces el obispo don Jerónimo se adelantó, ben-

dijo a don Álvaro, duque de Villalba y a los Caballeros de

Gules y bien oiréis lo que habló. Así dijo el obispo don

Jerónimo:

—Las primeras heridas yo las haré. Me daréis ese

honor. En el nombre de Dios mi espada será tinta en

sangre. Este honor yo os demando al entrar en batalla.

Cada caballero principal fue hablando por turno.

Martín Martínez de Villaril, Antón Rodríguez de Arlanzón,

don Buero el Viejo de Peñarriba, Alvarpérez de Castejón,

don Juan Gálvez el Joven, de Tierras Cimeras; Pero

González, hijo de Gonzalo el Buentirador, que viene de

cerca del mar; y los hermanos Bermúdez y Calatayud, y

tantos más. También hablaron Minaya Mináyez de Monte-

mayor, Ferrán Ferrández de Tierraseca, el Duque Alfons el

Batallador, Joan Díaz de Villayedra, Muño Muñoz de Burgo-

chico, el buen conde don Remont, don Luis de Cuencalta,

Soto de Artúrez, el buen amigo sin par, Juan de los

Lobeznos, los gemelos Paulo Martín y Martín Paulo, y ya

paramos de contar.

Todos han de coincidir en que la guerra ya no

puede posponerse. No es posible recibir golpes y no con-

testar. Dejar morir inocentes y no imponer la justicia. Que el

retroceso impida la búsqueda de la luz. Es ya un deber salir

a dar la batalla. Si por las armas hay que defender la

verdad y la razón, por las armas se defenderán. No pueden

cruzarse de brazos y dejar que sus hijos sean llevados al

cautiverio y a la esclavitud. A las armas, pues, por la

libertad.

De lo que no habló don Álvaro fue del Hombre de

Hierro ni del lanzaflechas, ni del Ordenador. Pensó que aún

no había llegado el momento. Quería enardecer y no

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LA GUERRA DEL UNICORNIO MIENTRAS TANTO

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preocupar. Y cuando Alán, el dubitativo, en un aparte le

preguntó por qué había silenciado el conocimiento de las

armas terroríficas, ni mencionado el Vaso del Unicornio, don

Álvaro con un gesto tajante le indicó que callara. Cerca,

otro caballero parecía escuchar lo que hablaban, pero

antes de que pudieran verle la cara se mezcló entre los

demás y no pudieron identificarlo.

Rolán, el buen amador, se les unió:

—Quisiera que ya Gerar y Ruger estuvieran aquí.

Mucho me disgustaría si quedaran separados y no

pudieran llegar a nosotros. También Abraham y Yuçuf están

lejos y no me gusta la separación. No sabemos qué puede

pasar.

—Esperar, sólo esperar nos resta, agrega Alán, y no

desesperar.

El murmullo de los Caballeros de Gules reunidos

empieza de nuevo a aumentar. Como oleaje ascendente.

Como rumor de rocas despeñadas. Truenos desatados.

Gallos rivales al amanecer. Y sube y sube, para rebotar

contra el techo y luego, tan insoportable el ruido, que

todos se interrumpen, en media palabra, en media frase,

en media idea —que improbablemente habrá de ser

completada. El silencio súbito, por segunda vez, que se

impone a todos, sorprende y más silencia, y unos a otros se

miran para saber de dónde ha venido. Pero como lo

inexplicable corre el riesgo de ser olvidado —ni razones, ni

causas que lo aclaren—, la media palabra, la media idea,

toman su inicio en una nueva expresión y la unidad

perdida, si no igual, de algún modo se completa, y si hubo

lugar para el arrepentimiento en ese mínimo espacio de

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LA GUERRA DEL UNICORNIO MIENTRAS TANTO

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tiempo, ya no se insiste ni se trata de recobrar la mitad

faltante.

Quedan los Caballeros de Gules de verse al alborear

del día siguiente en el patio de armas. Cada uno se va

retirando con su silencio a cuestas y su preocupación a

flote.

Junto a don Álvaro sólo están Alán y Rolán. Saben

que no podía ser otra la determinación. Y, sin embargo,

pesan y sopesan los riesgos. Aún cuentan con un margen

de tiempo en que podrían arrepentirse y dar marcha atrás.

Pero este pensamiento se desecha, y pronto, porque ya la

duda no debe tener lugar. Si ha sido dado el primer paso,

la marcha no debe interrumpirse. La vida, de algún modo,

seguirá adelante. Lo que ellos hagan es parte de ese

proceso. Mejor no pensar más y actuar, en cambio.

Se separan y va cada uno a sus habitaciones. Hay

cosas que poner en orden.

Alán, a solas, duda. Nunca puede dejar de dudar.

Le cuesta tanto esfuerzo tomar una decisión. Por eso, es

mejor para él enfrentarse a lo inevitable. Que el paso ya

haya sido dado. Pero aún así, a solas, duda. Sabe que en el

momento de la lucha se dejará arrastrar y que será buen

guerrero, aunque por dentro todo sean preguntas y

vacilaciones, oscuridades y oleajes. Nunca podrá dejar de

lado el mar de fondo que le acompaña. La eterna pre-

gunta de si vale la pena cualquier acción. De si debe o no

empeñarse en batalla, propia o general, el hombre que

vive. De si el tiempo ha llegado o no. De si los hechos están

escritos o no. De si pueden alterarse. De si la eternidad

cabe en la palma de la mano. Y de si la debemos cerrar o

no. Ir al frente o no ir, ¿cambiaría en algo los sucesos?

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LA GUERRA DEL UNICORNIO MIENTRAS TANTO

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¿Cuenta o no el pequeño tornillo del engranaje, el breve

clavo de la herradura? Dormir, siempre será buen remedio

dormir. Y soñar si se puede. A solas, Alán con sus dudas.

Rolán, el buen amador, en vísperas de lo inevitable,

toma una resolución. Qué mejor que pasar la noche, no a

solas, con tormentos y desvelos. No a solas, no. En grata y

placentera compañía. Con fembra plaçentera haber

ayuntamiento. Y para ello, nadie mejor que la fermosa

dama doña Endrina. Doña Endrina, que bien comprende y

bien sabe amar. A sus brazos acude Rolán y ceñidos a su

cuello siente al mismo tiempo el deseo de ella y el suyo.

Pezones erectos y miembro despierto. Manos que rápidas

quitan prendas y sayas. Suave resbalar de ropajes por el

suelo. Cama de cálidas sábanas. Espalda y pecho. La

columna todo lo soporta. Piernas que se buscan. Todo

músculo alerta. La piel extensa. Poros ávidos. Vello. Axilas.

Yemas de los dedos. Uñas. Humedad. Calor. Suavidad.

Reconfortante. Relajante. Gran amor por la creación toda.

Gratitud que resbala hacia el sueño conciliador.

Don Álvaro, duque de Villalba, también busca algún

consuelo entre las cuatro paredes de sus habitaciones. Ni

se sienta ni se acuesta. Se apoya en un bargueño y

contempla la extensión del cuarto. Va pasando la vista

sobre los muebles, los objetos, los escasos, pero escogidos

adornos. No piensa. Deja, nada más, que corra el tiempo.

Lentamente. En abandono. En inercia. Vuelve los ojos al

ventanal y esto le consuela. Los árboles al fondo. La

tranquila naturaleza. El silencio y la oscuridad. Las hojas que

se agitan al leve viento. El frío afuera y el calor adentro. De

este lado, todo es tranquilo. Aún no hay heridas, ni hambre,

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LA GUERRA DEL UNICORNIO MIENTRAS TANTO

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ni pobreza. Eso vendrá después. Los muertos no se cuentan

por miles y las voces aún hablan y cantan. Sobre todo,

pueden oírse risas de niños. Aún.

Los ojos de don Álvaro recorren, otra vez, uno a uno,

los objetos de la habitación. Qué honda tristeza siente. Qué

sensación de arrepentimiento, de caída al vacío, sin nada

a qué aferrarse, sin punto en qué apoyarse.

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REUNIÓN Y PARTIDA

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LA GUERRA DEL UNICORNIO REUNIÓN Y PARTIDA

156

En pie, y listos para emprender la marcha, Abraham y

Yuçuf, Gerar y Ruger sacuden sueños y nostalgias y sólo an-

sían reunirse con don Álvaro y el resto de los Caballeros de

Gules. Siguen el curso del río y antes de que lIegue a la mar,

que es el morir, encuentran lugar por donde cruzarlo.

De ahí en adelante, redoblan la marcha y se

proponen no descansar hasta ver tierras de Aloma. Por

montes y valIes, atajos y vías rectas, por lo alto y lo bajo, de-

voran legua tras legua. El ansia pone alas a sus caballos y

llega el momento en que desde un cerro contemplan a sus

pies el Valle Rico de Aloma.

Según se van acercando al castillo observan movi-

mientos desacostumbrados. Los campesinos no labran la

tierra y, en cambio, cavan zanjas. Otros cortan árboles y

troncos. Grupos de soldados recorren nerviosamente los

campos y sacan sus armas y las blanden y practican y dan

gritos de guerra.

A la entrada del pueblo los martilleos de los herreros

no descansan un minuto y el rojo de las fraguas ha incen-

diado sus caras y sus torsos. Las mujeres amasan pan y los

niños corren de un lado a otro cargando harina y sacos con

granos y comida. Hombres y viejos zurcen sus ropas y re-

miendan sus calzados. Los caballos son cepillados y bien

alimentados. Hay mucha excitación y hasta parecería que

cierto toque de alegría insensata invadiera el ambiente.

Los viajeros son vistos con curiosidad, pero al ser

reconocidos, sus nombres, del susurro al grito, son repetidos

y alzados con el eco. No es de extrañar, pues, que don Ál-

varo saliera al camino a recibirlos, que Mara entreabriera la

puerta para ver a don Abraham, Y que Alán y Rolán se

precipitaran hacia los recién llegados.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO REUNIÓN Y PARTIDA

157

Los abrazos fueron fuertes y contenidos, como her-

manos o amantes que se reencontraran. Los rostros, con

honda sonrisa, los ojos húmedos, los dedos clavados en los

brazos del otro. Ni una palabra, ni una palabra pueden

decir de la emoción, y aunque la dijeran, otra, muy otra

sería de la que hubieran querido decir. Por eso, vuelven a

abrazarse y guardan silencio.

Hacen a pie el camino por el pueblo, entre espon-

tánea valla de quienes salen de sus casas para verlos

reunidos y cobrar así, más fortaleza y convicción de lucha.

Ya don Álvaro no está solo, sus cuatro Caballeros de Gules,

Alán y Rolán, Gerar y Ruger, están a su lado. Y la Compañía,

es también la compañía del pueblo, de los campesinos, de

los soldados, de las mujeres, de los niños, de los hombres

todos que han presenciado la escena de la reunión.

Abraham toma a Yuçuf de la mano, se separa de los

Caballeros y se dirige a su casa. Una vez llegados, descan-

san un buen rato y sólo despiertan cuando Mara, que les ha

traído algo de comer, cierra la puerta y se aleja. Vuelven a

dormitar un rato más para volver a despertar y esta vez sí ir

a comer de lo que Mara les trajo.

Es un breve momento de tranquilidad. Tal parece

que olvidaron los peligros pasados y las amenazas por venir.

Saborean la comida y le dan los restos a Alor, que también

sabe apreciar un buen guiso. Y como si no tuvieran otra

cosa qué hacer vuelven a retomar el sueño y no despiertan

sino a la madrugada del día siguiente, cuando acuciosos

gallos compiten con el sol para que el hombre abra ojos y

oídos.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO REUNIÓN Y PARTIDA

158

Los cuatro Caballeros, tras los espesos y elevados

muros del castillo, son más afortunados en el arte de dormir

y desesperan a don Álvaro que ya quiere hablar con ellos y

que ha mucho que está despierto, sin gallo ni luz que se lo

atribuyan primero, que es su dormir ligero y breve.

A media mañana, ya todos reunidos, intercambian

breves relatos de los sucesos en que no estuvieron presentes

unos y otros. Las noticias de la guerra van acercándose y

aunque quisieran posponerla ya no es posible la pasividad.

Piensa don Álvaro que llegó el momento de salir al encuen-

tro de los invasores. Todo está listo y preparado. Manda

llamar al grupo de exploradores y les ordena marcar la van-

guardia. Se apresta la defensa del castillo y se refuerzan las

guardias. Las contraseñas se transmiten en un soplo de voz.

Todo está listo para la partida.

Don Álvaro desaparece del febril bullicio y por unas

horas no se sabe de él. Se ha alejado de los muros de la

ciudad rumbo a los trigales. Será su último momento de paz.

Se interna entre las altas espigas y en medio del campo se

recuesta, cara al cielo, los brazos doblados bajo la cabeza,

pensando en no pensar. Y así se queda, tendido, largo rato,

sintiendo el aire rozar las espigas y los espárragos trigueros,

alargando de vez en vez una mano para arrancar una

brizna de hierba y mordisquearla sacándole el fresco jugo.

Sin más que hacer. En absoluta fusión con la tierra y el

paisaje. Tal vez en total olvido y absoluta felicidad.

Cuentan que luego se le vio ir a la casa de Mara. Eso

fue lo que importó para los demás. Pero que pasara un

largo rato con Abraham y Yuçuf, eso no fue mencionado

por nadie, ni consta en las crónicas. A veces, el detalle

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LA GUERRA DEL UNICORNIO REUNIÓN Y PARTIDA

159

verdaderamente importante es el que escapa a la aten-

ción de los demás. Así, lo que hablaron o dijeron nunca se

supo ni pudo ser averiguado. Que fue crucial para el

desarrollo de los sucesos siguientes tampoco fue conocido.

Pero todos podemos suponerlo y dejar margen libre al

pensamiento.

Cuando regresó al castillo la inquietud de su

ausencia fue bálsamo curativo con su presencia, y nadie le

interrogó ni le recriminó.

Todo estaba listo para el comienzo. En la sala del

Concilio aguardaban los Caballeros, todos de guerra

vestidos, con armas, cotas de malla y aceros relucientes. La

orden era esperada y la orden fue dada.

Hubo júbilo y distensión. Ya la paciencia no sopor-

taba y el honor tenía que ser desmancillado. Con paso

seguro, don Álvaro al trente, salieron los Caballeros hacia el

patio de armas. Montaron los caballos, ondearon las

banderas y los estandartes, sonaron las trompetas y los que

se quedaron miraban con tristeza y envidia a los que se

iban. Al pasar por el pueblo no hubo quien no estuviera a la

puerta de su casa.

Don Álvaro, por un momento detuvo a su cabalga-

dura, Durelene, para dar la mano a don Abraham y a don

Yuçuf, mientras Alor daba vueltas agitadamente, saltando y

ladrando. Mara, cerca, no pudo reprimirse más y corrió

hacia don Álvaro que ya avanzaba de nuevo y sólo pudo

besar levemente su pie en el estribo y sentir el roce de la

mano de él en su pelo.

Ya se marchan los Caballeros. Ya se van marchando.

Dejan llorando a más de una doncella. Dejan con lágrimas

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LA GUERRA DEL UNICORNIO REUNIÓN Y PARTIDA

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a más de una enamorada. Las manos se agitan y los

pañuelos son blancos. Más de una promesa que habrá de

cumplirse. Más de una promesa que no habrá de cumplirse.

Que si habrá quienes regresen. Que si habrá quienes no

regresen. Que si inválidos, mutilados o, simplemente, muer-

tos. Y las doncellas esperarán. Y algunas serán fieles y otras

no. Pasarán los meses. Pasarán los años. Se olvidarán los

rostros.

—Madre, la mi madre, dime de qué color eran los

ojos de mi lindo amor. ¿Cuál el color de sus cabellos? ¿Cuál

el tono de su voz y el matiz de su piel? Dime, madre, la mi

madre, cómo era mi lindo amor. Dime, cuál fue el árbol de

las promesas y el río en que nos bañamos, la flor que cortó

para mí y el pañuelo que le bordé.

—Hija, la mi hija. Ya no llores más, que el árbol de las

promesas un rayo lo secó. El río en que te bañabas, sus

aguas desvió. La flor, ha mucho que se marchitó. Y el

pañuelito que bordaste, tinto en sangre quedó.

—Madre, la mi madre, dime, cómo era mi lindo amor.

Dime cómo era, para irlo a buscar. Que si él no viene yo por

él iré. Subiré a los montes y bajaré a los valles. Y si muerto

está, con mis manos lo desenterraré y acostada junto a él a

su lado me dormiré. Madre, la mi madre, dime por eso,

cómo era mi lindo amor.

—Hija, la mi hija, ya no tienes lindo amor. Busca uno

nuevo, que el otro muerto está, con una lanza clavada en

medio del corazón.

—Madre, la mi madre, dame acá ese puñal, que ya

no es vida sin mi lindo amor.

Pero no sólo las doncellas han quedado solas y sin

calor. Los Caballeros encargados de la defensa del castillo

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LA GUERRA DEL UNICORNIO REUNIÓN Y PARTIDA

161

sienten no ir a pelear. Y quien más lo siente es Ruger, Ruger

que no ha podido marchar porque su brazo ha quedado

torpe y ya no podrá usar el mandoble. Ruger siente un

vacío que nada podrá llenar, un hueco y un frío que le han

quitado el deseo de vivir. Pero Ruger, una vez que ha salido

el último de los Caballeros, manda cerrar los portones y

levar el puente. Asigna las guardias en los torreones y da

órdenes para la defensa del castillo.

Abraham le está esperando:

—El castillo es el nido y su defensa es primordial. Don

Álvaro te encargó su más preciado don y no debes

entristecerte.

—No, no es eso. Yo lo sé. También aquí tendré que

pelear. Pero yo quería estar al lado de él. Pienso a veces

que es frágil y que yo lo protegería.

—No creas que es tan frágil. Ahora ya no lo es.

Olvidas que tiene el Vaso del Unicornio. En cambio, dejó

aquí, bajo tu custodia a Mara.

—Sí, a Mara, y a ti y a don Yuçuf. Sí.

—Entonces, date cuenta que para él eres tú más

importante y que no te dejó por inválido. Si hubiera pensa-

do así, te habría llevado con él para que murieras con

honor en batalla.

—Sí, tal vez tienes razón. Tal vez me encargó de lo

más difícil. Ahora me doy cuenta. El grupo de los Caballeros

de Sable que burlamos en el puente, muy bien pueden

estar planeando regresar con refuerzos y atacar el castillo,

creyéndolo mal guarnecido. Es verdad, tengo mucho que

hacer y no puedo permitirme el ocio de la tristeza. Gracias,

Abraham, me has abierto los ojos.

—Gracias a ti, Ruger, que quisiste recibir la luz.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO REUNIÓN Y PARTIDA

162

Caminan despacio los dos y sumidos en silencio.

Abraham se dirige a casa de Mara. Ruger reúne a sus

capitanes y van a la Sala del Concilio. Tienen mucho que

pensar y mucho que decidir.

Así pasa la tarde, con apacibilidad, sin desasosiego,

el sol mullidamente hundiéndose en el horizonte.

Abraham se sienta ante sus libros y como si fuera

ajeno al debatir humano, hundido en ellos, su mente se

esfuerza por comprender fórmulas y frases, por alcanzar el

secreto de la expresión difícil y oculta, por descifrar lo que

otros escribieron, por llegar al pensamiento envuelto en es-

pesas capas de lenguaje. Se interna por ese campo del

quehacer mental que libra batallas tan a fondo como las

de los más temibles guerreros enfrascados en obtener el

triunfo.

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EL ASEDIO

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ASEDIO

164

Y bien, pasan los días y los que quedaron en el castillo aún

no reciben noticias de batalla alguna. La vida sigue en

aparente calma y la tensión va relajándose. Los campesinos

vuelven a las tareas cotidianas y empiezan a preparar la

tierra para una nueva siembra. Los rebaños son llevados a

pastar tras las lomas verdes. Junto al río se ve a las mujeres

lavando la ropa y, en un remanso, a algún niño que ha

querido probar suerte y lanza su frágil caña por si peces

desprevenidos pican, para convertirse luego en piadosa

cena. Los soldados, por un momento, olvidan su actitud

marcial, aflojan los músculos y hasta se apoyan en la pared.

El sol, tibio y con luz clara de mañana, es halago y

caricia para planta, animal y hombre. Nada inquieta, nada

preocupa. No sopla viento. No hay eco ni ruido. El silencio

todo lo cubre. Nada se escucha. Ni un sonido. Ni un

zumbido.

Ruger, en el patio de armas, se queda paralizado por

el silencio y siente un miedo que nunca había sentido.

Luego de perder preciosos segundos en este estatismo

aterrorizante, cuando logra vencer el sopor y la apatía y

obliga a su cuerpo, tras de un esforzado acto de voluntad,

a moverse, vuela, más que corre, hacia la torre del

homenaje. Al llegar, ya sabe que es tarde y sólo se lo

confirman los guardias en grotescas poses con flechas

negras clavadas en el corazón. Sabe Ruger lo que luego

vendrá. La oscuridad total, la destrucción y la muerte.

El sol se pone súbito y con la negrura viene el frío. Ya

es tarde para levar el puente y tampoco pueden ya

cerrarse las puertas. Como plaga, como langosta, como

hormigas, tupida y metódicamente, surgidos no se sabe de

dónde, miles de Caballeros de Sable irrumpen en el castillo

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ASEDIO

165

emitiendo alaridos de pánico, incendiando y matando a su

paso.

Los soldados que se oponen disparan flechas,

blanden espadas y mandobles, arrojan lanzas. Pero ninguna

da en el blanco ni va a clavarse en cuerpo enemigo. No

parece que hubiera capitán que los guiara, sino que todos

actúan de un mismo modo y que no se les pudiera detener

de manera alguna.

Los soldados del castillo, sin saber qué hacer, dejan

de disparar y van cayendo heridos de muerte, uno tras otro.

Las capas negras ondean al correr de los caballos y el rojo

del fuego va dando luz y calor de nuevo.

Y, entonces, tan rápido como entraron, desaparecen

los Caballeros de Sable. La nube de oscuridad que ocultó al

sol, se desvanece, y con la luz, el horror es mayor. Por las

piedras corren ríos de sangre. Cuerpos mutilados y aún

palpitantes. El fuego retorciendo y ahumando. Gritos de los

que agonizan. Terror en los rostros. ¿Quién podría ayudar y

apagar el fuego? Pocos quedan con fuerza para hacerlo.

El ruido se va acallando. La calma puede regresar. El

sol vuelve a salir y las nubes negras se disuelven por el

horizonte. Hay luz y calor de nuevo. Si no fuera por el espan-

to de muerte que se ve, pareciera la misma mañana

plácida, cada quien en su tarea cotidiana, los campesinos,

los pastores, las mujeres en el río, el pez picando el anzuelo

y el niño estremecido de alegría. Pero lo que ha sido

interrumpido ya no vuelve a su ritmo. La vida segada ya no

renace. No hay quien pueda parar la sangre. No hay ceniza

que vuelva a ser forma, ni parte que vuelva a ser todo. Un

mundo roto es un mundo roto. Los fragmentos ya no podrán

ser unidos.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ASEDIO

166

No obstante, de algún modo, resquicios de vida

siempre perduran. La semilla que no se quemó en el

granero incendiado. La brizna de hierba oculta bajo tierra.

El leve animal escondido en algún hueco. El niño o la mujer

que huyeron a una cueva.

Cuando ya es grande el silencio y las piedras han

recobrado calor, empiezan los cautelosos movimientos de

quien queda con vida. Tal vez un soldado, bajo un montón

de cadáveres, inicie penosamente su retorno al sol. Del

fondo de una casa, de la cámara más apartada que

pudiera hallarse, una mujer y unos niños se decidan a salir al

exterior. Habrá quien levante con lenta precaución la tapa

de un arcón y acostumbrando sus ojos a la claridad y no

viendo peligro alguno, se incorpore súbito y salte de su

encierro. Y así, poco a poco, los que hayan quedado con

vida acudirán a salvar y a ayudar a los heridos y a los

dolientes, y se esmerarán por apagar el fuego.

Será entonces cuando lo vean. Brillará su blancura y

destacará su forma perfecta. Aparecerá y desaparecerá

tan velozmente que apenas podrán creer lo que sus ojos

vieron. Pero sí, todos lo han sentido y lo saben. Estaba allí,

entre el fuego y no se consumía por las llamas. Entre las

cenizas, sin tiznarse. Entre la sangre, sin mancharse. Entre los

muertos, sin corromperse.

Los que vieron al Unicornio comprendieron porqué el

fuego se apagó, y la sangre dejó de correr y los rostros

convulsos adquirieron la placidez de la muerte. Mara, que

también lo ha visto, tiende la mano hacia él y por un

brevísimo instante el Unicornio casi se detiene ante ella,

pero retoma su ligero galope y se pierde en la distancia.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ASEDIO

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Yuçuf, a su lado, al oírle pasar sale corriendo tras él y

tropezándose grita: "Espera, espera, espera".

Mientras, Abraham busca por todas partes a Ruger.

Nadie lo ha visto, ni sabe dónde está. Ni entre los heridos, ni

entre los muertos. Cuentan que lo vieron peleando a morir,

y que su brazo derecho, salido de nuevo del hombro,

colgaba dolorosamente a lo largo de su cuerpo. Pero nadie

vio más. Y Abraham prosigue en su búsqueda. Abraham lo

buscará y lo buscará y no cejará hasta no dar con él.

Luego de varios días, cuando los muertos han sido

enterrados, las piedras lavadas y se oye el golpeteo de los

carpinteros aserrando, martillando, clavando, aún sigue

Abraham buscando a Ruger. La duda quedará. ¿O se

habrá convertido en ceniza su cuerpo?

Mandan emisarios a don Álvaro para relatarle la triste

nueva y pedirle refuerzos para proteger el castillo. Ahora,

son los campesinos y los pastores los que hacen las guar-

dias, pues ya no hay soldados que se valgan por sí. Cada

uno de los sobrevivientes aprende a cuidarse y a cuidar del

otro. Pero el miedo ha invadido los corazones y se

manifiesta en sobresaltos o en temblores o en pesadillas o

en insomnios. Sólo los que vieron al Unicornio guardan aún

cierta dosis de esperanza. Mara, Abraham, Yuçuf.

Pero he aquí que desatada la madeja del mal ya no

hay modo de volver a enmarañarla. Y una desgracia trae a

otra y a otra y a otra. No como las cerezas, sino como las

uvas. Espesos racimos engarzados. Y no de dulce sabor

cristalino. Agraz, todo se vuelve agraz.

Una madrugada, cuando más tranquilo el cuerpo

reposa, y el aire también duerme, y los amantes yacen

fatigados, atacan de nuevo los sañudos Caballeros de

Sable. Matan a los guardias. Hacen astillas las puertas de los

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ASEDIO

168

durmientes. Atraviesan el foso y trepan por las paredes

como animales prensiles. Llevan cargando en hombros un

bulto. Vienen emitiendo alaridos pavorosos. No hay qué

hacer y todo es parálisis.

En la mitad del patio del homenaje arrojan el bulto y

luego escapan por donde han venido. Es afrenta sobre

afrenta. Ni siquiera se detienen a pelear por considerar que

ya no hay nada que hacer ahí.

Quien se acercó al bulto arrojado dio tal grito de

espanto y fue tal su dolor que desde entonces quedó loco

de por vida y repitió para siempre, obsesivamente: "No. No.

No."

Hubieran sido irreconocibles los restos del cuerpo

destrozado de Ruger, a no ser por la cabeza intacta y

separada del tronco. Así Abraham, que tanto buscaba a

Ruger lo encontró por fin y sólo pudo consolarse con el

Shemá Israel.

Cubrió los restos y no dejó que nadie los viera y

cayera en la locura del primer hombre o en la perenne

pesadilla que nunca habría de abandonarle. Se alejó con

los restos y donde nadie lo vio, quizás al pie de un fuerte

encino en lo alto de una loma, lo enterró y lo dejó

descansar en paz entre el olor de la hierba y el canto del

pájaro.

Cuando bajó, ya era otra su cara y la pregunta

desafiante a Dios marcó en profundidad sus ojos y en agu-

dez los altos pómulos. En mayores silencios sus palabras y en

ausencias de la realidad su presencia. En frecuentes paseos

solitarios, siempre hacia aquel encino y en caricias a Alor

que ya no se separaba de él.

No podía hablar Abraham. No quería tampoco. No

tenía palabras y no soportaba la voz de otros. Lo que otros

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ASEDIO

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decían o contaban era para él aire en el vacío, viento en la

tempestad, gota en el torrente. Y le molestaba, le moles-

taba el sonido de las palabras, que no era sonido, sino

ruido, desagradable ruido sin sentido, extraños ruidos y

grotescos movimientos de los rostros al pronunciar. Y las

risas, qué cosa tan horrible las risas, rictus deformantes,

guturizaciones, restos ancestrales de oscuras cuevas,

músculos sin control, voluntad y razón perdidas, lo bestial

que no es de las bestias, hyaena ridente.

De nuevo, la búsqueda de Dios, tras la pérdida.

¿Dónde, dónde? ¿Dónde te escondes? ¿En qué monte o

en qué valle? Porque en el hombre no estás. ¿En qué cielo

o en qué infierno? Porque en los demás no estás. ¿En qué

imagen o en qué pensamiento? Dios mío, te me escapas, te

me vas. ¿Es que sólo estarás en la nieve de la montaña o en

la inmensidad del mar? ¿En aquello que no puede ser

alterado, ni importa, ni sirve para nada? ¿Es que eres sólo

un punto imaginado en el horizonte? ¿Una pura imagen

mental? Lejos, muy lejos estás, en indiferencia, en soledad,

en abandono total. Sentado a la vera de no sé qué camino

inexplicable. Y yo, por más que trato de acercarme, por

más que amo tu idea y deseo tu presencia, te me escapas

en imposibles, en tenues, en frágiles, en inalcanzables. No

hay cómo definirte, ni cómo desdefinirte. Pero cuando más

te necesitamos, menos te comprendemos. Cuando la

muerte nos asedia, más te desvaneces. Cuando nos arran-

cas la vida y el amor, te negamos y te execramos. Porque,

¿qué puedes ofrecernos cuando todo nos lo quitas? Sí,

también todo nos lo das, pero nunca recordamos haberlo

pedido. ¿Quién pidió vivir? ¿Quién pidió morir? El ciclo

puedo comprenderlo. Principio y fin. Círculo. Los tajos son los

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LA GUERRA DEL UNICORNIO EL ASEDIO

170

que no entiendo, los desgarramientos, la tortura, el inútil

sufrimiento. La muerte que asedia, compañera fiel desde el

origen. Vigilante, cuidadosa, esmerada, alerta, anotando

errores y caídas, sumando y restando días, riendo y llorando,

premiando y castigando. Con la mano plena y la mano

vacua. Transparente y opaca. Ciega y clarividente. Inmiseri-

corde. Implacable. Infalible. La certeza de Dios. La perfecta

ronda. Todo lo que es duda se aclara. ¿Por qué lo permites,

Dios?

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LA PRIMERA BATALLA

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PRIMERA BATALLA

172

Los instigadores, los sublevados, los Caballeros de Sable

contaban con una lucha breve. Una o dos batallas crucia-

les y todo caería en sus manos, como árbol al que se

sacude para recibir el fruto. Por eso habían creado

confusión y desorden, pánico y temores, amenazas y tortu-

ras. Contaban también con poderosas fuerzas provenientes

de extrañas tierras junto con las del caído rey don Lope.

Adentro, también había traidores que se les iban uniendo.

Sus armas eran poderosas y desconocidas. Sus ansias de

dominio y destrucción, inagotables. Con lo que no conta-

ban era con la fuerza especial que acompañaba a los

Caballeros de Gules, con el talismán secreto, con el amor

de los vasallos a don Álvaro, con la defensa de la tierra

palmo a palmo, y con la certeza de los desesperados.

Afincados en datos concretos y reales, los Caballeros

de Sable se sentían seguros. Pero, justamente lo imprevisible

y la desesperación del que va a perderlo todo, así como lo

abstracto, no entraron en sus perfectos cálculos. Y esto fue

lo que desbarató su maquinaria atroz. Aunque aún faltaba

para el final esperable.

La madrugada previa a la gran batalla fueron

sorprendidos los Caballeros de Sable. Fue su primera y única

sorpresa. Luego habrían de cuidarse todavía más. Los

Caballeros de Gules, al mando de don Álvaro, desde la

noche anterior habían avistado a las tropas enemigas

acampadas al otro lado del Gran Río. Así pues, en las

primeras horas del amanecer, la avanzada del ejército de

don Álvaro empezó a cruzar las aguas del Gran Río.

Penetraron en las filas enemigas y avanzaron prodigiosa-

mente, atacando y desbaratando cuanto se encontraban

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PRIMERA BATALLA

173

a su paso. Mientras, los que quedaron atrás iban constru-

yendo puentes temporales para cruzar el resto del ejército,

las armas, los carromatos y los aprovisionamientos.

Pronto reaccionaron los Caballeros de Sable y su jefe,

el Gran Condestable, Sancho Ruy, ya reconocido por don

Álvaro, mandó destruir los pontones improvisados. Para ello,

hizo que se cavaran aceleradamente diques, a fin de que

la crecida del río arrastrara hombres y pertrechos. Pero más

aprisa destruía, más aprisa se construía. La batalla se convir-

tió en una lucha por defender los puentes y por desbara-

tarlos. Pasmosos eran los esfuerzos de los dos lados y la vista

apenas distinguía cuál era el bando ganador, si es que lo

había. Quienes habían logrado cruzar el río fueron enviados

al mando de Gerar para impedir que se siguieran cavando

diques.

Al principio, el poderoso empuje de las fuerzas de los

Caballeros de Gules obtuvo ventaja. Los pontones lograron

mantenerse y el resto de las fuerzas pudieron pasar. Ya del

otro lado, se reorganizaron en grupos de ataque y penetra-

ron por en medio de los enemigos para partirlos en dos.

Pronto, los Caballeros de Sable comprendieron que recupe-

rarían la ventaja si iniciaban un movimiento envolvente y

aglutinaban a los incautos sin dejarles posibilidad de pelear.

Además contaban con las temibles Águilas Negras, capa-

ces de oscurecer el sol, como ya lo habían hecho en el

castillo de Aloma.

Gerar adivinó los planes de los enemigos y pensó en

utilizar lo que parecía derrota en punto de apoyo para

resistir el embate de los Negros. En tres puntos críticos,

dejando el río a un flanco, se colocaron Alán, Rolán y Ge-

rar. Al centro, don Álvaro dirigía los movimientos. La batalla

fue a muerte. Por un lado, la ceguera de la destrucción. Por

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PRIMERA BATALLA

174

otro, el ansia de sobrevivir. Espadas centelleantes, ojos enfe-

brecidos, rostros sudorosos, cabellos revueltos. Los gritos de

dolor, de rabia, de ímpetu. Los relinchos de los caballos. La

tierra teñida de rojo. Tanto mundo roto. Y luego la oscu-

ridad. Batir de alas de las Águilas Negras y lluvia de puñales

sobre cuerpos a merced.

El círculo de los Caballeros de Gules se va estrechan-

do. Casi tocan espalda con espalda. No es posible ya la

defensa. Pero no se rendirán. Preferirán la muerte. Elegirán

la herida.

Caen cuerpos. La tierra ya no soporta el peso cálido

desmayado. El ruido va disminuyendo. Ya no tanto chocar

de espadas, golpe seco de mandobles, zumbido de balles-

tas. Ya no tanto. Ya no tanto. Y cuando don Álvaro ve que

sus tres Caballeros están en primera fila, decide que ha

llegado el momento. Saca el Vaso del Unicornio y tomándo-

lo fuertemente entre sus dos manos, lo eleva por encima de

su cabeza, hacia el cielo y pide en silencio que todo

acabe.

Y todo acaba. Los enemigos han retrocedido espan-

tados ante la albura del Vaso. Las Águilas se han alejado y

una paloma blanca vuela sobre el campo. Las espadas

descienden, pero aún la tensión endurece los músculos.

Esperan órdenes de los capitanes. No se atreven a creer

que una pausa aliviará el cansancio que sólo ahora empie-

zan a notar.

Mucho hay que hacer. Recoger a los muertos.

Atender a los heridos. Protegerse de un nuevo ataque. Todo

por orden se va haciendo. Queda un pequeño destaca-

mento con este encargo. El grueso de las fuerzas son

reunidas por don Álvaro y arengadas para seguir la batalla.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PRIMERA BATALLA

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Manda, entonces, perseguir a los que huyen. Espolean los

caballos y, sin piedad, arremeten contra la retaguardia.

Es mucha la furia y, por fin, antes que termine el día,

puede don Álvaro considerar que ha ganado la primera

batalla, si bien sabe que no es la última.

El regreso hacia el Gran Río es lento, olor a sangre y a

sudor, polvo pegado al rostro. Manos torpes, engarrotadas,

casi mecánicamente llevando las riendas. El sol a las espal-

das, ya no ciega y calienta poco.

Hay cierto orden de muerte en el campamento.

Antes de ir a descansar, don Álvaro visita a los heridos que

parecen revivir y ya no dolerles tanto los cortes y las faltas.

Y luego, la distensión breve, muy breve, para volver al

pensar, al imaginar, al prever el próximo paso del enemigo y

el propio también.

Caen las tinieblas con rapidez inesperada. Sin sentirlo,

de pronto ya no está el sol y aún los tonos dorados y

rosados luchan por entre nubes negras y espesas. A trechos,

el engaño de una apertura luminosa, olvidada del retiro

total, pareciera anunciar un retorno esperanzador. Pero la

fuerza es negra y el dominio oscuro; el olvido largo y la luz

lejana.

¿Cómo dormir? ¿Cómo soñar? Si la inquietud palpita

en el corazón y el sobresalto abre los ojos. Siglos de luchas y

vigilias, insomnios veloces, pesadillas a caballo. Errores, múl-

tiples errores dirigen las vidas y las historias. La injusticia es la

vida: no hay premio para el bueno, ni castigo para el malo.

La lágrima y la risa distorsionan el rostro. Siempre placer y

dolor tan cerca, tan confundibles. Velas que se encienden y

se apagan. Por un buen sábado, por una vida que nace y

por otra que muere. Todo se entrelaza, se entreteje, se

entretiene. Ningún cabo queda suelto. Todo es parte de

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PRIMERA BATALLA

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todo. Todo depende de todo. Nadie está solo. El cosmos

rodea, el cosmos envuelve. La historia del cosmos es la

historia del hombre. Hormigas que agitan el hormiguero.

Fino montículo de arena, vuelta gris, vuelta porosa. Agujero

sin fin que pudiera marcar el día preciso del sol.

Van y vienen los aires del ventalle de los cedros que

no hay y de los álamos añorados. Todo ese cúmulo de lo

que se intuye y no se conoce, ¿es también conocimiento?

¿Lo que no se ha visto, es también experiencia? El pino y la

nieve, el león y el ciervo, la montaña y el lago. Y sobre todo

el mar. El mar que se escapa y se hunde y se riza. Y está

lejos y no llegamos a él. Todo lo que no tenemos, ¿lo

poseemos en fin? ¿Amamos, sin amar? ¿Hablamos, sin ha-

blar? ¿Pensamos, sin pensar?

Van y vienen palabras. Lenguajes perdidos. Memoria

intocable. Recovecos refugios. Escondrijos bienamados.

Silencios colmados. Busca y busca la soledad. Amada

soledad tranquila que se puebla de toda compañía. Com-

pañía elegida, llamada y desechada. En soledad, la mayor

compañía; en compañía, el mayor olvido. Solo me pierdo

entre los demás y solo me encuentro conmigo. Por eso,

ansiado rincón oscuro, rincón de luz. Rincón hacia adentro,

en cualquier lugar, en cualquier rincón.

Y bien, el pensar lleva al dormir y, de pronto, se

pierde la idea en un vacío, en una luz interrumpida. Hay un

corte imperceptible, que no ha dejado marca, que ha

tomado por sorpresa y que pasa sin dejar cicatriz. Es el ama-

necer y sí ha habido descanso y sí ha habido olvido. Tanto

que no se recuerda.

Con el amanecer, las preocupaciones, las disposi-

ciones. La vida que sigue. Los ruidos del despertar. La

pérdida de la soledad. Ya no soy yo. Ya somos todos. De

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PRIMERA BATALLA

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todos. Para todos. Con todos. Ante todos. Tras todos. Cerca

de todos. Lejos de todos. Sobre todos. Bajo todos. Todos

todos.

Pero el fluir del pensamiento debe ser interrumpido. El

regodeo en el propio pensar y pensarse es lujo no permitido

por los demás. Es envidia y es imposibilidad de alcanzar. Ahí

donde se intuye que aflora, acuden los medios imagina-

tivos, desde los más burdos hasta los más sutiles, para cortar,

para suspender, para impedir que quien se interiorice y se

atreva a vivir en mundos abstractos, sea apartado de esa

instancia de aislamiento y de iluminación. Pero la ilumina-

ción de algún modo perdura. Aun la torpe interrupción y

vuelta al quehacer diario no opaca los rayos.

Es él, es Gerar quien se atreve a levantar la cortina

del pensamiento y de la tienda ducal. Sus noticias, son

noticias albas. El albo Unicornio ha sido visto rondando a lo

lejos como si cuidara a los soldados y a los Caballeros de

Gules. Pareciera querer acercarse a la compañía acampa-

da. Pareciera querer guardar su frontera y avisar de mínimos

peligros. Es tranquilizante su hermosura. Devuelve fe y pie-

dad a los hombres. Es mensaje de paz. Olvido de guerra.

Tímido amor virginal. Quienes lo ven sonríen y ya no serán

derrotados. Al saber don Álvaro su presencia decide ir a

buscarlo. A paso lento se acerca al lugar donde ha sido

entrevisto.

Entre los árboles le espera el Unicornio, tan quieto,

que semejara de cristal.

Don Álvaro le habla sin pronunciar palabra y la

respuesta también la recibe en silencio y se graba en su

mente. Don Álvaro está lleno de temores, no sabe cómo

acabará la guerra ni cuántos de sus hombres morirán. Lo

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA PRIMERA BATALLA

178

que más teme es el dolor y el sufrimiento, el amor interrumpi-

do y la muerte triunfante. El Unicornio trata de explicarle

que esos son temores pequeños, que, a veces, el bien toma

formas desesperadas y sus caminos parecen sinuosos. Su

lucha está por encima de los sucesos humanos. Debe

comprender que ha sido llamado a acciones más grandes

que una batalla o un soldado herido, un amigo muerto y su

amada lejana. Es poco aún lo que conoce. Pocas las

muertes y los dolores. Aún queda mucho y peor. Pero el

Unicornio estará a su lado para ayudarle en su lucha. Si eso

es consuelo, será consuelo.

Si puede creer en lo que no se ve, ni oye, ni advierte

de modo alguno que no sea el sensorial, podrá comprender

esa otra medida de intelección indefinible que lo conducirá

al conocimiento máximo.

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¿QUÉ ES EL

CONOCIMIENTO?

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LA GUERRA DEL UNICORNIO ¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?

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Don Álvaro ha quedado dormido bajo un árbol.

Don Álvaro se interroga.

Don Álvaro tal vez sueña.

Y sueña que aspira al conocimiento de la totalidad.

¿Será posible? ¿Será posible, no ya conocerlo todo, sino

una infinitesimal partícula de una sola cosa? No, probable-

mente no. Pero todo hombre se lo ha planteado alguna vez

en su vida. El campesino al mirar al cielo en busca de señas

favorables o dañinas para su cosecha. El amante en los ojos

de su amada. El juglar con las palabras huidizas. El soldado

al filo de su espada. El niño ante el trozo de juguete roto.

Y más, más aún se lo han preguntado. Muchos más.

Sabios y filósofos, gobernantes y sacerdotes, hombres y mu-

jeres de aquí y de allá. De todas partes y en todo tiempo. La

pregunta no deja de dar vueltas. Si don Álvaro sueña, eso

no importa. La pregunta no deja de dar vueltas. Y los sueños

no importan. Tal vez los sueños sean la mejor respuesta, por

lo menos la respuesta más espontánea. Y la más clara o la

más crítica, que viene a ser lo mismo. Porque la respuesta y

la pregunta guardan la misma igualdad. Ecuación de

valores idénticos. Ley de la equidad. Por lo menos en teoría

sí funciona. Bueno, en teoría todo funciona. El problema es

la práctica. El problema es lo imprevisible. Lo circunstancial.

Lo no aprendido. La sorpresa. La sorprendente sorpresa.

Bien, vayamos por pasos. ¿Conocimiento general o

conocimiento individual? Pero, mejor dicho: ¿acaso co-

nocimiento? Conocimiento podría ser acumulación de

experiencias. Podría ser intuiciones sin analizar. Podría ser no

conocimiento. Podría no ser. ¿Acaso la razón tiene razón?

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LA GUERRA DEL UNICORNIO ¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?

181

Acierto y error. ¿En qué se basan? ¿Puede estable-

cerse la verdad? Yo digo una cosa. Tú otra. Decimos los dos

la verdad. He ahí que la verdad no puede comprobarse. Y

tantos siglos de luchar por ella. Tantos libros escritos. Y poe-

mas, poemas también.

La búsqueda de la verdad lleva a la búsqueda de

Dios. Si existiera una verdad absoluta, existiría Dios. Si se

encontrara esa verdad absoluta, se encontraría a Dios.

Por eso, seguimos buscando, por tantos caminos, en-

tre el polvo y los recuerdos de otras pisadas. Y a veces nos

desviamos y la flor de la orilla nos distrae y nos perfuma. Nos

sentamos a descansar y levemente podemos olvidar.

Pero siempre hay una llamada, una campana, un

latido: y de nuevo, vuelta a caminar. ¿Por qué no dejamos

de caminar? Qué cómodo quedarnos sentados, sin nada

qué hacer, contemplando el aire transparente y pensando

en todas las cosas. Sí, en todas las cosas que nos gustan. No

en guerras. No en vanidades. No en abstrusas equivoca-

ciones. En lo que nos gusta. En la luz. En el sol. En el mar. En

el cielo y en la tierra.

Qué agradable vida la retirada. Lejos de todo ruido y

de mundanales cuidados. ¿Por qué no somos todos mon-

jes? Todos dedicados a la retribuidora tarea de dejar volar

nuestros pensamientos. A veces hacerlos regresar, a veces

perderlos por el lejano horizonte.

Qué agradable el dulce no hacer nada. Sentados a

la vera del camino, viendo pasar la vida y viendo también

pasar la muerte.

Pero esos temperamentos tan seriamente sentencio-

sos, de tan alta virtud y ejemplar comportamiento, como

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LA GUERRA DEL UNICORNIO ¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?

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don Álvaro y don Abraham y don Yuçuf, no tienen tiempo

para sentarse a la vera del camino. Aunque, en todo caso,

don Abraham y don Yuçuf sí tengan ese tiempo. Como ellos

son hombres de pensar les es propio sentarse a la vera del

camino. Pero don Álvaro, don Álvaro es hombre de actuar y

nada debe detenerlo.

Por eso, a veces se escapa. Se escapa sin que nadie

sepa a dónde va. Esos son sus pequeños momentos de

soledad, lo que no consta en las crónicas y relatos, lo que

puede inventarse, lo que la historia desconoce. Y por

desconocido, totalmente dado a la libre imaginación.

Sale don Álvaro de las páginas de apretada letra y

camina por el aire. Decíamos que sueña. Y en sueños o en

el aire se le aparece un Caballero Negro. Con él dialoga:

—Don Álvaro de Villalba, Gran Duque, Caballero de

Gules, te vengo a saludar.

—Caballero de Sable, Sancho has de ser, Sancho

Ruy.

—¿Importan los nombres? ¿Es ése el conocimiento

que te preocupa? Para matar no hace falta conocer los

nombres.

—Para vivir sí.

—Vida, vida. Esa no es verdad alguna. La única

verdad es la muerte.

—Muerte, muerte. Deja de ser verdad. Porque no es

nada.

—Al contrario. Lo es todo. Todo para la muerte. Todo

para su fin.

—Al fin ya nada puedes hacer. Lo que importa es el

principio y el medio. El largo medio antes del fin.

—Error tras error. Sólo cuenta el silencio oscuro.

—Pues no. Sólo cuenta la palabra y la luz.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO ¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?

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—Pues tampoco. Porque sin la oscuridad no hay luz.

¿Te imaginas una eternidad toda de luz?

—Sí, y también un mundo sin dolor y sin llanto y sin

temor.

—¿Y cómo lo reconocerías si no tuvieras su opuesto?

—¿Por qué hacen falta opuestos?

—Para medir, para comparar. Para lo que te preocu-

pa: para conocer.

—Pero yo puedo querer un mundo perfecto.

—Ese es tu grave error. ¿O es que crees que la

perfección es la felicidad?

—¿Y lo es la imperfección?

—Por lo menos, te diviertes más.

—Sí, te divierte el mal, y matar y destruir. Pero no te

divierte el vuelo de una paloma o el río que corre a la mar.

—No. Borra la poesía.

—Entonces, borra al hombre.

—Entonces, dibuja de nuevo al hombre.

Y la imagen del Caballero Negro se desvanece.

Humo en el humo. Ceniza en la ceniza. Polvo en el polvo.

Nada en la nada. Y con él, sus secretos. La alta fuerza po-

derosa que ha permitido la creación de los Hombres de

Hierro, de los pájaros y las tinieblas del mal, de la multiplica-

ción de los Caballeros de Sable. Ninguna explicación podrá

ser dada. Las cosas quedarán así.

El Unicornio está ahora frente a don Álvaro. Es tan

bello y perfecto que sería alivio tocar su cabeza. Si se

dejara. Don Álvaro teme que huya si lo toca. Adelanta

despaciosamente la mano. Sacude la cabeza el Unicornio y

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LA GUERRA DEL UNICORNIO ¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?

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don Álvaro duda. Pero decide seguir el movimiento. Tal vez

el Unicornio se deje acariciar. Tal vez sí. Tal vez no.

Don Álvaro toca al Unicornio, y, por primera vez, sabe

lo que es tocar algo vivo y palpitante. Nunca lo había

sentido. Ni cuando acarició a las mujeres que amó. Y es

sensación extraña. Difícil esfuerzo atreverse a posar la mano

en otra piel, en otro cuerpo. La respuesta de la otra piel. Su

calor. Su presión. Su tacto. La vida sorprendida. El músculo.

El nervio. La sangre. El hueso. Formas del conocimiento

también. Pero el Unicornio tiene que darle confianza a don

Álvaro. Y se la da. Del sueño o del no sueño, don Álvaro no

olvidará este tacto palpitante. Será después recuerdo y

recuerdo agradable, sonrisa irreprimible, pequeño secreto

que da fuerza.

Y ahí queda ese imaginar de un lado a otro. Que si

bajo la sombra de un árbol, que si en el fondo de un río, o

en profunda cueva subterránea. Paredes de cristal y espe-

sor de humo. ¿Pero lo sabe todo don Álvaro? No, claro que

no, saber es difícil, casi imposible, todo lo más, adivinar,

intuir, atar cabos sutiles y delgados. Y creer que se sabe.

Cuando se cree que se sabe se puede actuar.

Y sí, cosas que preocupan a don Álvaro, pero que

aún no conoce, llevan sus pensamientos de aquí para allá.

Desconoce la fuerza de su enemigo. El tamaño del ejército

y la clase de armas. Tiene algunas muestras, lo suficiente

para alarmarse. Aquellas temibles máquinas y el Hombre de

Hierro. Pero, ¿habrá sido un sueño? ¿Por qué no vuelven a

aparecer? Y si aparecen antes de que él pueda remediar la

situación, ¿cuántos hombres habrán muerto?

De esas penumbras del pensar o del soñar surgen los

chispazos del conocimiento. Sin previo análisis, ni método, ni

técnica. Mera iluminación instantánea. Todo lo que estaba

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LA GUERRA DEL UNICORNIO ¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?

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disperso se une en secuencia lógica, como soplo mágico

que ordenara el rompecabezas desbaratado. Hálito divino

que insuflara vida y armonía.

Sí, pero primero fue el caos y las tinieblas. Del caos y

de las tinieblas, el paso al orden y a la luz fue breve destello,

sonido de flauta que construyera grave, alta pirámide.

Música que elevara las piedras y el lodo en la escala del

ascenso espiritual. Internos movimientos de ondas cerebra-

les. Fuerza impalpable. Adivinación de las palabras. Pala-

bras que se ordenan en la forma del pensamiento adecua-

do. Exactas palabras encuentran la idea. La conciencia

lingüística del hombre heredada de generación en gene-

ración. Se construye el nuevo pensamiento sobre lo ya

creado. Se acumula la experiencia de la palabra. Junto

con la primera palabra se transmiten ocultos códigos y

culturas ancestrales. Una palabra no es una, sino mil ya.

Y de esas palabras que se van ordenando, que don

Álvaro fuerza a ordenarse, habrá de surgir la idea que

explique el origen de las cosas.

El origen puede estar en oscuras luchas por alcanzar

el dominio, por ejercer el poder, por deseo desmedido de

equiparación a la divinidad. Si el hombre no puede ser dios,

sí puede ser demonio. Si no crea, destruye; y por opuesto,

atrae.

Don Álvaro comprende de pronto. Esta primera

batalla apenas es un leve aviso de lo que será la verdadera

lucha. Y él ya ha cometido un error. Mientras los Caballeros

de Sable no mostraron el alcance de sus fuerzas, él se

delató con el poder del Vaso del Unicornio. Ellos ya saben

hasta dónde llega su capacidad, pero él desconoce la de

ellos. La ventaja la tienen los otros y ya no habrá modo de

sorprenderlos. Estarán preparando su defensa, mientras que

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LA GUERRA DEL UNICORNIO ¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?

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él aún la ignora. De eso sirve el conocimiento: de poner los

límites a lo desconocido.

Despierta, don Álvaro. Sí, despierta tú. Si has dormido,

despierta. Hay ruidos, hay intuiciones, hay un palpitar de

corazón. Escoge tu destino. Si lo aceptaste el día que te

eligieron, no dudes ya. Para ti no es el pensar ni el divagar.

Tú no eres para ti. Tú no importas. Ni lo que sientes, ni lo que

quieres. Nadie te ve como quien eres, sino como el papel

que representas. No eres tú, sino la imagen en el espejo. El

reflejo es lo que ven los demás. Por eso ya no soportas ver tu

imagen.

Has desterrado los espejos y aun en el agua del río,

con tu mano la agitas, para no verte, para no ver lo que no

te pertenece. Antinarciso.

Te desagradan los rasgos duros que han marcado tu

rostro. ¿Por qué ya no encuentras el rostro puro del

muchacho recién casado? ¿Del niño, a quien el obispo don

Jerónimo enseñaba? ¿Del amante dado al amor?

No tengas piedad por ti, ni empieces a recordar lo

que ya no eres. No eres tu pasado. Eres hoy, tu presente.

Aunque quisieras detenerlo.

Olvida.

Tus ayeres escaparon.

No puedes dar marcha atrás y la fuerza que te

empuja, como de lo alto de una cima hacia lo profundo de

un abismo, ya no te deja descansar ni hacer una pausa.

Aquel dulce fluir del tiempo cuando de niño ibas a

pescar al río, hoy es un revuelto torbellino que se precipita a

un fin inexorable.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO ¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?

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Cada vez sientes más cerca la muerte, que tu tiempo

se ha escapado y que en las manos no tienes nada. Y te

desesperas y no sabes lo que has hecho bien ni cuáles

fueron tus errores. Qué debiste aceptar y qué desechar.

Quisieras hacer un balance y quisieras no hacerlo.

Todo para, pues, en el conocimiento. Pero en el

conocimiento que es la seguridad del desconocimiento.

Porque sabes que vas a morir y no sabes qué es el morir.

Única certeza ignorada.

Entonces te preguntas: ¿Por qué no callo ya? ¿Por

qué no dejo de pensar? Si el fin lo conozco, olvídelo, goce

el día, corte la rosa, haga de la fugacidad perfume instan-

táneo, de la luz, rayo inasible, de la gota, frescura para el

labio, del recuerdo, olvido absoluto.

Y nada más me dedique a contemplar el azul del

cielo. Vivir. No pensar más.

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LOS PELIGROS

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS PELIGROS

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El despertar es brusco. Algo alerta a don Álvaro. Crujir de

hojas. Respirar fatigoso. Se siente rodeado. Está rodeado.

¿Qué le queda, sino sacar la Bienforjada y proteger contra

el tronco su espalda?

Salen embozadas sombras negras, con espadas en

alto, a lento paso, todas convergiendo hacia él.

—Creíste que era sueño, Álvaro, y no era sueño sino

realidad. El mal no es sueño. El mal es lo único real. Morirás y

el Vaso del Unicornio será nuestro y el Unicornio será negro.

Las tinieblas cubrirán la tierra. Ya no más preocupaciones.

Todo será el mal.

Los Caballeros Negros, paso a paso, se acercan a

don Álvaro. Atacan lentamente, pero don Álvaro, veloz y

fuerte, salta de uno en uno y no se da respiro. Los Caballe-

ros caen y se levantan torpemente. No parecen heridos y

sus movimientos son todos iguales y al unísono. Si uno

levanta la espada, todos la levantan. Si uno la baja, todos

la bajan. Don Álvaro está avisado. Son de nuevo los Hom-

bres de Hierro y aunque no pueda matarlos, sí podrá

burlarlos. Los atrae hacia el árbol protector, y cuando todos

levantan las espadas, escabulle su cuerpo y las espadas se

clavan en el tronco. Siente causarle este dolor al árbol,

porque el árbol ha gemido y astillas han volado por el aire.

Pero él ha podido escapar y corriendo velozmente llega al

campamento.

Sus Caballeros lo acogen y al preguntarle si está bien,

don Álvaro se palpa y nota que ha perdido el Vaso del Uni-

cornio. Comprende entonces la trampa. Esos Hombres de

Hierro no pretendieron otra cosa sino distraerlo para poder

robarle el Vaso.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS PELIGROS

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Reúne a sus Caballeros, monta en Durelene y se lan-

za a la persecución. Cuando llegan al árbol hay un vacÍo y

una calma como si nada hubiera pasado. Deciden seguir

adelante don Álvaro, Gerar, Alán y Rolán y diez Caballeros

más. El resto se regresa para alistar a los soldados y partir

todos en recuperación del Vaso del Unicornio.

Don Álvaro y sus compañeros corren más que el

viento. Sus cabalgaduras van cubiertas de sudor y de espu-

marajos de saliva, pero parecen no sentir el esfuerzo. Pene-

tran en territorio desconocido, sin que nada les detenga.

A lo lejos hay un gran fuego, una columna de fuego

que se eleva al cielo, y hacia ella se dirigen los Caballeros

de Gules. El terreno se vuelve difícil, lleno de piedras de

todos tamaños y ya no pueden ir al galope. Su paso se

vuelve lento y con tropezones. De pronto, empieza a caer

sobre ellos una lluvia de piedras que los golpea sin

misericordia. Tratan de protegerse con sus escudos, pero no

pueden evitar la mayor parte de los golpes.

Y luego se hace la calma. Ahora están frente a un

pantano y temen que si lo cruzan se hundirán. Se dividen en

dos grupos e intentan encontrar un lugar para vadearlo. Ahí

donde parece menos profundo se arriesgan don Álvaro y

Gerar y Alán y Rolán y los Caballeros restantes. El barro

pegajoso va adhiriéndose a sus cuerpos y sus movimientos

son lentos y pesados. Pareciera que una fuerza tirara de

ellos y, sin embargo, si pudieran seguir avanzando y resistie-

ran esa fuerza, llegarían al otro lado.

La columna de fuego está cada vez más cerca, y

hacia ella se dirigen los Caballeros de Gules. De repente, ya

no es cenagoso el suelo y se sienten firmes y más ligeros.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS PELIGROS

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Tan ligeros, ahora, que parece como si se elevaran

del suelo. Y no sólo parece, es así. Han perdido el contacto

con el terreno y gravitan sin peso por el aire y son arras-

trados de un lado a otro, sin rumbo, sin orden, sin voluntad.

Leve estría de algodón. Pluma débil de pájaro breve. Cristal

de nieve errado. Y flotan y flotan. Más alto. Más bajo. Sin

rumbo. Sin orden. Sin voluntad. Sin miedo. Sin angustia. Fata-

lmente. Lentamente. Erráticamente. Las formas se alejan y

la columna de fuego queda allá abajo. Si pudieran, de

algún modo, dirigir el movimiento. Entonces descubren que

con sólo el pensamiento cambia la gravitación. Si piensan

en bajar, bajan. Si piensan en subir, suben. Primero se

embelesan con el descubrimiento y hasta gustan de pro-

barlo. Y luego, reaccionan. Si con el pensamiento pueden

alterar leyes de la naturaleza, aplícanlo, pues, al deseo de

descender y de pisar de nuevo tierra firme. Y van y vienen,

hasta que, con suavidad, están ya en el suelo.

Pero han bajado para caer en otro peligro. Están en

el centro de la columna de fuego. Fuego y calor les rodea y

les asfixia. Espolean las cabalgaduras para atravesar lo más

rápido posible el cerco ígneo.Y también lo atraviesan, quien

con más quemaduras, quien con menos, pero todos marca-

dos por el fuego.

Luego viene la calma. Parece que ya no hubiera más

pruebas, más señales de la muerte. Y el silencio todo lo

cubre. Absoluto silencio. Total. Nada. Ni un breve leve son.

Nada.

Si no fuera por un pajarcico que empezara a trinar. Y

con el trino y el canto, la melodía; y de la melodía, la ar-

monía. Y la armonía es ya vida. Caos atrás. Esperanza

adelante.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS PELIGROS

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Después de todo no son sino respiros para seguir por

el camino. Cualquier apertura en la nube, rayo estrecho de

luz, esbozo de sonrisa, inicio de deshielo, brote de

primavera, gota de lluvia en tierra seca, es agradecimiento

de la vida, tónico del cuerpo y refuerzo de la voluntad.

Con lo cual se sigue adelante. Y de eso se trata. De

pequeños respiros en el largo jadear. De breves descansos

en el largo cansar.

De olvidos en el recordar.

De ausencias en las presencias.

De dar vuelta a las páginas sin leer el libro.

Y apenas repuestos, otra vez el luchar y el batallar, el

estado de alerta y la vigilia constante.

A lo lejos, un ejército ordenado marcha hacia los

Caballeros. Inútil enfrentarse a ellos. Sus movimientos mecá-

nicos hacen pensar que se trata de los Hombres de Hierro.

Sólo queda esconderse en algún declive del terreno y de-

jarlos pasar.

Marchan como un solo hombre y levantan la pierna

sin doblar la rodilla, balanceando un brazo y el otro

estático. La vista al frente. El corazón sin palpitar. El cerebro

sin pensar. ¿Dónde irán? ¿Quién lo sabe? A destruir. A

deshacer. A imponer las tinieblas y el dolor.

Por donde pasan, se oscurece el día. Enormes pája-

ros de pesadas alas negras sobrevuelan sus cabezas y sólo

se oye el monótono paso de su marcha temible. Todo es

hierro. Todo es frío. Todo es máquina.

Don Álvaro cambia sus planes. Manda a cinco de los

Caballeros por distintos caminos a avisar al ejército. Se

queda con sus fieles compañeros y otros cinco Caballeros y

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS PELIGROS

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decide regresar al castillo. Piensa en armar al pueblo, a los

campesinos y a los pastores, para enfrentarse a los Caba-

lleros Negros.

Adeliña don Álvaro hacia el castillo y no sabe lo que

ahí le espera. El mensajero que le habían enviado nunca

llegó y desconoce don Álvaro la muerte de Ruger y de

tanto Caballero de Gules.

Por atajos y senderos, a marchas forzadas, adelanta

camino don Álvaro y sus fieles Gerar, Alán y Rolán. No

entienden por qué misterio ni avistan más enemigos ni son

atacados por sorpresa. Tal parece que los campos estuvie-

ran desolados y el ancho mundo abandonado: ellos los

solos habitantes, silencio en derredor.

Así devoran distancias y pronto están en tierras de

Aloma. Ya no son los campos cultivados ni las casas encala-

das. No hay centinelas ni guardias armados. La muralla del

castillo está desierta. Don Álvaro teme lo peor. No sólo

teme, está seguro. Presiona con las rodillas los flancos de

Durelene y Durelene siente también la ansiedad de llegar a

su lugar. Los cascos de Ios caballos resuenan por las calle-

juelas. Tal vez alguien se ha asomado a una ventana, pero

con temor. Don Álvaro se dirige hacia la casa de don

Abraham y ya desde lejos adivina que él está a la puerta. Es

un alivio saber que él está ahí. Pero ¿y los demás?, ¿quiénes

aún sobrevivirán?

—¿Mara?

—Sí. Mara está aquí.

—¿Yuçuf?

—También él está aquí.

—¿Y Ruger, mi amigo, el que no yerra golpe?

—Ruger, tu amigo, tu fiel compañero.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS PELIGROS

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—Sí, Ruger.

—No, Ruger no.

Don Álvaro no preguntó más. Salió como loco y no

quiso ver ni a Mara, ni a Yuçuf, ni a Abraham. Corrió a sus

habitaciones y se encerró. Gerar, Alán y Rolán se quedaron

con Abraham y rostros de hombres recios se empaparon de

sal de lágrimas.

Fueron luego a buscar a don Álvaro y se encontraron

con la puerta cerrada. No quisieron tocar. Se sentaron

afuera a esperar.

Juglares de tierras de Aloma cuentan que siete días

lloró don Álvaro a Ruger. Que siete días lloró Gerar a Ruger.

Que siete días lloró Alán a Ruger. Que siete días lloró Rolán a

Ruger. Siete días. Siete días. Y luego ni uno más. Ni uno más.

La guerra debe seguir. La vida también debe seguir.

La muerte sigue.

Don Álvaro recupera a tiempo forzado el tiempo

perdido. Reúne a los campesinos, a los pastores, a los niños

que puedan cargar un arma. En el patio del homenaje les

arenga. Todos deben luchar. Todos deben aprender a blan-

dir, a arrojar, espadas, hachas, puñales, ballestas, lanzas,

flechas.

Todo el día, mañana y tarde, los hombres se ejercitan

y aprenden el arte de matar. Los campos se han

abandonado y los rebaños apacientan sueltos.

Cuando está listo el primer contingente, don Álvaro lo

manda con uno de sus Caballeros a unirse al ejército. Y

luego otro, y otro. Los grupos se van volviendo compactos y

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS PELIGROS

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cada hombre trae a uno nuevo, de más allá de las

montañas, o de pueblos lejanos, o de allende el río.

Crece y crece el ejército. Ya es difícil mantener inac-

tivos a los hombres. Aunque algunos han aprendido de los

herreros y fabrican y fabrican más armas, no todos ocupan

su tiempo y empiezan a desear que haya batallas, que

haya muertes, y sangre, y sudor, y hierro.

Sorprende el estatismo del enemigo, pero ha

ayudado a que los Caballeros de Gules se perfeccionen, a

que el juego sea más difícil.

Lo que no saben los Caballeros de Gules es qué esta-

rán haciendo los Caballeros de Sable y cómo se estarán

perfeccionando ellos.

En el campo de Sancho Ruy los preparativos son

masivos. Hombres y máquinas no paran en su quehacer.

Sancho Ruy ha reclutado ejércitos de otras naciones y la

cantidad de armas que posee es incontable. Dicen que un

sabio de Tierras Nórdicas, un alquimista o mago, de nombre

tal vez Thorolf, ha encontrado un poderoso elemento más

fuerte que el fuego, capaz de destruir en minutos todo un

castillo, de volar puentes y fortalezas, de aniquilar ejércitos y

pueblos.

Si esto es así, ¿qué podrá lograr don Álvaro con sus

hombres fieles, sus campesinos, sus pastores, sus armas sim-

ples? Que hasta ha perdido el Vaso del Unicornio y que no

puede enfrentar al mal sino el bien, vana ilusión, reverso del

espejo, abstracción total.

Si Yuçuf hubiera alcanzado su fórmula final. Si el dato

no le hubiera sido robado por su discípulo. Si pudiera ahora

ponerse a trabajar. Pero cómo, cómo si está ciego. Claro

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS PELIGROS

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que alguien podría ayudarle. Alguien podría ayudarle.

Abraham, por ejemplo. O Mara.

Y eso, eso es lo que hay que hacer.

Yuçuf pide sus instrumentos. Instala en un cuarto

alejado un nuevo laboratorio. Le traen el atanor y las retor-

tas y los alambiques. Azufre, mercurio, oro, plomo. Abraham

anota las fórmulas que le dicta Yuçuf y Mara hace las

mezclas con calma y paciencia. Alor está alegre de nuevo

y salta y mueve la cola y se mete por entre las piernas y se

acuesta al pie del atanor como fiel vigilante.

Casi pareciera ambiente de fiesta. Hay movimiento y

hay esperanza.

Mientras, don Álvaro no puede ya retener a sus

soldados. La espera de la batalla impacienta y hace perder

energías. Está a punto de lanzarse a fondo, pero Yuçuf le

pide unos días más para llegar al extremo final.

Yuçuf trabaja día y noche. Tiene que alcanzar la

forma perfecta y, una vez alcanzada, destruirla. De la fisión

última, la catástrofe que desintegre toda forma viva, toda

obra creada. Un proceso lento para un fin rápido. La

construcción de la destrucción del mundo. Yuçuf mucho ha

meditado y mucho ha sopesado formas del bien y formas

del mal. Ha alcanzado una conclusión: el mal obliga al bien

a utilizar sus formas. El bien, para triunfar, lleva en sí la

destrucción. Si vis pax, para bellum. El principio de la paz o

el principio de la guerra. El principio del fuerte, del

poderoso, del que no tiene miedo. Fuera la moral. Fuera las

distinciones. Hay que destruir el mal. Hay que matar para

vivir. La guerra para la paz. Si vis pax ... Al final queda el

mal.

Así que no más remordimientos. Se trata de la razón o

de la sinrazón. Simplemente escoger. Y Yuçuf escogió.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS PELIGROS

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Como tuvieron que escoger Álvaro y Abraham y los Ca-

balleros de Gules. Como todos tenemos que escoger. ¿Qué

mundo se quiere preservar? ¿Qué queremos salvar? ¿Qué

guerra se va a ganar?

Luego, las despedidas. Noche franca para los solda-

dos. Los Caballeros se recogen a tiempo. El obispo don

Jerónimo oficia misa temprana.

Don Álvaro va a ver a Mara. Mara le espera. Se ha

vestido toda de blanco. Alto cuello de encajes. Alfajas

entre el tocado. Espesa seda y cola larga que se arrastra

por el suelo. Orla de armiño. Fino tul en el pecho que trans-

parenta cristal suave. Recién bañada. Aceites perfumados.

Ungüentos y bálsamos.

Don Álvaro y Mara no necesitan hablar. Tiembla

Mara cuando don Álvaro toca sus hombros con sus manos.

El lecho espera con espesas mantas y sábanas de

holanda bordadas. Almohadones de alba pluma de ganso.

"A batallas de amor campo de pluma."

El fino vestido para yacer en el suelo. El complicado

peinado para soltar el pelo. Los frágiles perfumes para

dejarlos entre las telas. Horas de arreglo desbaratadas en

minutos. Tanto adorno para llegar al desnudo.

Y no hablan don Álvaro y Mara. Es otro su lenguaje.

Mucho más profundo y lejano que el limitante de las pa-

labras. ¿Quién puede hablar en el amor? ¿Quién puede

hablar después del amor? ¿Qué poeta lo pudo cantar?

Nadie, nadie lo puede mencionar.

Círculo perfecto.

Ni principio ni fin.

Luz de estrella.

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LOS PELIGROS

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Piedra de río rodada.

Dorado amanecer.

Agua que calma la sed.

Pérdida y encuentro en otro mundo apenas intuido.

Silencio.

Cantos de gallo despiertan a quienes van a una

nueva mañana.

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LA GRAN BATALLA

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA GRAN BATALLA

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Ya crieban los albores —e vinie la mañana ixie el sol, — Dios, qué fermoso apuntava.

Adeliñan para Ia batalla, don Álvaro y los Caballeros. Avan-

zan en silencio pero seguros. Piafan los caballos y la marcha

de la infantería es regular y constante. Hay ritmo y hay

empuje. Entrechoques metálicos.

Por los caminos, grupos de hombres van uniéndose,

con las armas que han podido encontrar y provisiones y

pertrechos. Van engrosando las filas y el ejército va au-

mentando. Cantan cantos de paz y añoranza del fuego del

hogar. Cantos de amor de doncella junto al río y bajo el

árbol. No parece que fueran a la guerra, sino a las faenas

del campo, al sol y al aire. Al estrépito del día y a la sordera

de la noche.

Hay algo mal en estas fuerzas. Algo fuera de lugar.

Algo que no está como debiera estar. Algún mecanismo no

dominado.

Error, muchos errores podrían preverse. Tanto

entusiasmo no es convincente. Pero, ¿qué puede hacerse?

¿Cómo evitar lo que está condenado? ¿Cómo corregir o

modificar lo que ya camina a su destino?

A pasos rápidos no es la muerte la que se acerca a

ellos, sino ellos a la muerte.

Es la gran batalla la que se aproxima.

Las líneas de soldados y voluntarios van estrechán-

dose. Codo con codo van marchando. Aliento con aliento.

Una sola respiración, un solo pensar. La vista fija adelante.

Los músculos preparados. Las armas prontas. Sólo falta una

señal. Un leve movimiento de advertencia. Un roce

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LA GUERRA DEL UNICORNIO LA GRAN BATALLA

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inusitado de hojas. Un paso que rompa el ritmo de la mar-

cha. Una voz a destiempo.

Y llega el momento. Porque lo que está previéndose,

sucede. Si hay indicios más vale no desdeñarlos. No desoír lo

que la prudencia dicta. A pesar de esa indolencia que, a

veces, lleva, casi como alivio, a descuidar y a desatender.

A desear que el mal suceda, porque el resto aburre y la

inactividad cansa.

Así, el mal golpea más a sus anchas y la destrucción

puede ser total. También a veces se añora la destrucción

total, el fuego purificador. El fin del mundo.

Estalla. Todo estalla alrededor. En llamas. Piedras

vomitadas de no se sabe qué entrañas oscuras y repulsivas.

Piedras ígneas. Miembros volando por los aires. Nada que

detenga el hecho último. Muertes y despedazamientos.

Absurdas posturas de cuerpos inánimes. Grotescos desca-

bezamientos. Las vísceras por los suelos y la sangre no

pudiendo ser embebida por la tierra. Cadáveres amontona-

dos. Nada concuerda. El calor de la vida se desplaza al

calor del fuego de la muerte. Se derriten las lanzas y las

picas. Ni un arma ha podido ser utilizada. Después de todo,

la sorpresa impidió cualquier reacción. La sorpresa y la

rapidez de ese fuego y esas piedras destructoras.

Cuando creyeron que iban a pelear contra hombres,

aun Hombres de Hierro, podían pensar en el uso de los

cuerpos y la precisión y la fuerza de las armas.

Pero los Caballeros de Sable son impecables y no

emplean dos veces la misma táctica. Sólo los ingenuos. Los

que creen en la paz y en la justicia y en la bondad.

Dos teorías irreconciliables, una con ventaja.

Así pues, don Álvaro no sabe a dónde mirar. No hay

lugar donde ponga los ojos que no sea muerte y destru-

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cción. No hay lugar hacia donde correr a protegerse. Los

nombres de sus Caballeros ya son sólo nombres y nadie

acude a sus órdenes.

Se hace el silencio y don Álvaro pasea su vista por el

campo de muertos. Las llamas crepitan suavemente ahora

y con piedad van consumiendo los cuerpos. El hedor es

insoportable. La pureza del fuego irrita.

De lo alto de un árbol una carcajada inhumana

hunde a don Álvaro en el pavor.

—¿Quién es? ¿Quién se atreve a reírse?

—Yo, Thorolf. Yo, Thorolf. El aprendiz de alquimista. El

que robó las fórmulas secretas a Yuçuf. Yo, Thorolf, con el

Vaso del Unicornio robado obtuve el polvo sagrado de la

destrucción. Yo, Thorolf. Yo, Thorolf.

Y Thorolf salta de las ramas del árbol y continúa:

—Todo esto es mi obra. Mi Magnum Opus. Lo que no

pudo alcanzar el devoto Yuçuf. Lo que tuvo miedo de

descubrir y en lo que aún trabaja, pero que nunca logrará.

Porque nunca quiso aceptar que del bien saldría el mal. Del

Vaso del Unicornio molido. Sí, ya no existe más el Vaso del

Unicornio. Vendí mi secreto no a los buenos, sino a los malos,

a quienes sí iban a utilizarlo. Quería ver funcionando mi

fuerza. Lo logré. Nadie podrá volver a la vida. Por fin será el

reino de las tinieblas, sin remordimientos, sin culpas, sin

dudas. Se acabará la división. Todo será uno. No habrá dife-

rencias. Será eterna la igualdad. No habrá sufrimiento. No

habrá nada. Será el fin de toda comparación. Afortunada-

mente.

Y mientras hablaba, su figura iba creciendo y sus

carcajadas subían y subían de tono. Don Álvaro tapaba

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con desesperación sus oídos y anhelaba él también caer

muerto.

Así como apareció, Thorolf desapareció. Pero don

Álvaro seguía en el mismo lugar. Estático. Paralizado. Mudo

y con la vista fija en tanta desolación.

Todos muertos. ¿Cómo era posible que sólo él

quedara con vida?

Se arrojó al suelo y tomó sobre sí la tarea de ir

revisando uno por uno los cuerpos, por si encontrara restos

de palpitar. Siquiera alguien a quien pudiera salvar.

Nada. Todos muertos. Imposible reconocer los miem-

bros dispersos. A veces, un girón de tela, un resto de arma,

alguna forma determinada, parecía recordar algo que

hubiera palpitado escasos momentos anteriores.

¿Qué hacer en medio de la destrucción total?

¿Oraciones fúnebres? ¿Elegías? ¿Lamentos? No, nada. Eso

queda para los vivos. Para la tranquilidad de los sobrevivien-

tes. Pero cuando nadie ha sobrevivido. Cuando no hay

esperanza. Cuando la tierra es yerma. Cuando reina la

confusión total. El despego. La inutilidad. Cuando sólo que-

da un recuerdo, aquel recuerdo de las últimas palabras del

ya olvidado Buen Rey don Lope, advirtiendo el fin. Y nada

más.

Un ligero trote ni siquiera sobresalta a don Álvaro.

Quiere él también unirse a los sin vida. Que la muerte venga

por él. Pero no es la muerte, es la vida, que también es

tenaz.

Es el Unicornio que, triste, ladea su cabeza y la apoya

en las manos de don Álvaro. Y don Álvaro, los ojos húmedos

de lágrimas, mira al Unicornio.

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Como en otras ocasiones, dialogan sin pronunciar

palabra. Llegan a un acuerdo, por doloroso que sea. Debe

cumplirse el rito. Debe reintegrarse la esperanza a los

dolientes. Debe haber sacrificio si se quiere la continuidad.

Cada uno sabe lo que tiene que hacer. El destino se

cumple.

Regresan hacia el castillo. Atrás no queda nada. Por

el camino, soledad y páramo. Silencio también.

Ante el portón, los pocos que se asoman retroceden

maravillados. No pueden imaginar la destrucción total.

Tampoco comprenden que el Unicornio trote mansamente

al lado de don Álvaro.

Mara abandona su quehacer y algo la impele a ir

afuera. Lo sabe, en cuanto pisa el empedrado. El Unicornio

viene por ella. Y si viene eso quiere decir que nunca más

deberá ver a don Álvaro.

El precio del sacrificio es que ella se dedique al

cuidado del Unicornio domado y nunca más vea o hable

con mortal alguno.

Quisiera rebelarse y, en cambio, correr hacia don

Álvaro. ¿Por qué siempre el sacrificio? ¿Por qué no ser libre?

¿Por qué el deber pesa como castigo sobre los hombros?

Frente a frente, don Álvaro y Mara. Sabe Mara lo que

don Álvaro le pide. Y porque se lo pide, sin siquiera hablar,

es ya un consuelo para el inconsolable dolor de la

separación. Lo que no puede Mara es evitar extender la

mano para tocar la mano de don Álvaro y llevarse para

siempre el recuerdo de su piel, de su calor, de su fuerza.

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Eso es todo. Mejor no ahondar en el dolor. Guardarlo

todo adentro, muy adentro y callar, que las palabras todo

lo estropean.

Luego Mara pone su mano sobre la cabeza del

Unicornio e inician suavemente su largo peregrinaje hacia la

Montaña de Nieve de donde ya no saldrán más.

Queda solo don Álvaro y no deja de ver las dos

figuras hasta que desaparecen por completo en el hori-

zonte. Las lágrimas que hasta entonces humedecían sus

ojos, ya no se reprimen y se desbordan lentamente y van

cayendo sobre su jubón, su ropaje todo, al suelo.

Inmóvil. Inmóvil. Estatua viva. De cristal. De cristal

transparente y de roca fuerte. Así va quedándose don

Álvaro.

Abraham y Yuçuf también han acudido al lugar.

Abraham ya no tendrá por qué buscar más el

nombre de Dios.

Yuçuf siente un golpe de luz dolorosa en sus ojos y al

intentar cubrírselos, se da cuenta de que ha recobrado la

vista. No sabe para qué.

Alor ladra y salta sin que nadie le haga caso. Alor es

el único que se atreve. Alor husmea el aire. Alor sale

corriendo, bien sabe en qué dirección.

Tal vez alcance a la Doncella y al Unicornio.

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Este libro fue editado por EDITORIAL GRUPO DESTIEMPOS en la Ciudad de México.

www.grupodestiempos.com

Mayo de 2011.