la hija de cleopatra, michelle moran

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INTRIGA HISTÓRICA Michelle Moran LA HIJA DE CLEOPATRA

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Selene, la heredera de la reina más poderosa de la historia, busca su lugar entre la gente que llegó a derrotar al pueblo egipcio.

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Michelle Moran, nació en el 1980, en el Valle de

San Fernando de California. Escribía desde muy

niña y su afición la llevó a especializarse en literatura

británica. Después de trabajar durante seis años

como profesora, decidió dedicarse completamente al

oficio de escritora. Estuvo viajando por todo el mundo,

de Zimbabue a la India y, como voluntaria, participó

en investigaciones arqueológicas en Israel.

Esta experiencia inspiró sus primeras novelas que se

convirtieron en best sellers en EE.UU. y Gran Bretaña.

Sus libros están ambientados en épocas antiguas y

presentan documentadas descripciones de la vida

social y política, la arquitectura y el arte, las costumbres

y las tradiciones.

Actualmente Michelle reside en California y sigue

apasionada por nuevos descubrimientos y cada año,

junto con su marido, dedica dos o tres meses a viajar

a lugares de relevancia histórica.

Las obras de Michelle Moran han sido publicadas,

además de EE.UU. y Gran Bretaña, en otros quince

países, como Francia, Bulgaria, Portugal, Brasil,

Grecia, Polonia, Rusia, China o Taiwan. Michelle es

miembro activo de la comunidad online y desarrolla

un blog llamado History Buff (http://michellemoran.

blogspot.com), dedicado a curiosidades históricas y

entrevistas con otros autores del género.

MichelleMoran

LA HIJA DECLEOPATRA

ISBN 978-84-937283-5-9

Rodeados por los enemigos de Roma, Cleopatra y Marco Antonio deciden morir por sus propias manos cuando los ejércitos triunfantes de su rival, el vengativo Octavio, invaden Egipto. Sus tres hijos, Alejandro Helios, Cleopatra Selene y Ptolomeo Filadelfo, quedan huérfanos. Octavio los traslada a Roma para alardear de su victoria y generosidad y los deja en educación a su hermana Octavia, la que antes fue esposa de Marco Antonio.Una vez en Roma, la vida de los niños se ve envuelta en una serie de intrigas y secretos, y entre una espiral de peligro y violencia. Selene tendrá que aprender a sobrevivir y buscar su camino, encontrar amigos y plantar cara a sus enemigos.Soñando con volver a su patria, guardará escondidos los últimos recuerdos que le quedan a una heredera del reino derrumbado.

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Robin Maxwell, autor de Diario secreto de Ana Bolena: “Nadie como Michelle Moran captura la inmediatez y la riqueza del detalle del mundo antiguo”.

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La hija de Cleopatra

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Título original: Cleopatra’s Daughter: A Novel

Derechos de autor: © Michelle Moran, 2009Publicado con permiso de autor representado por

Baror International, Inc, Armonk, New York, U.S.A.Dirección editorial: Maria Rempel

Traducción: © Fernando E. Nápoles Tapia, 2010Diseño de la portada: Daniel Sproat, Utopikka, 2010Fotografía de la autora: © Matthew CarterMaquetación: Anglofort, S.A.Impreso en Romanyà Valls, España

Primera edición: junio 2010Colección: Intriga histórica

© de esta edición:Flamma Editorial – Infoaccia Primera, S.L., 2010http://www.flammaeditorial.com/

ISBN: 978-84-937283-5-9Depósito legal: B. 27650-2010

No está permitida la reproducción total o parcial de esta publicación, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros medios, sin la autorización previa y por escrito de la editorial.

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A Matthew, amor meus, amicus meus

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Cronología

323 a. n. e. Después de la muerte de Alejandro el Grande en Ba-bilonia, el imperio que había construido con tanta rapidez comenzó a desintegrarse enseguida. Tolomeo, uno de sus ge-nerales macedonios, se hizo con el control del trono de Egipto. Así, dio comienzo la dinastía tolemaica que terminó con Cleo-patra Selene.

47 a. n. e Las tropas de Julio César derrotan a Tolomeo XIII en la batalla del Nilo y Cleopatra VII ocupa el trono de Egip- to. Más tarde, ese mismo año, ella anuncia que le ha dado un hijo, Cesarión (el pequeño César). La relación entre Ju- lio César y Cleopatra se prolonga hasta que él muere asesi-nado.

46 a. n. e. Juba I, rey de Numidia, se alía con los republicanos, cuya causa fracasa frente a César. Después de la desastrosa batalla de Tapso, Roma anexa su reino númida como provin-cia romana y un criado recibe instrucciones de quitarle la vida poco después de la batalla. A Juba II, su pequeño hijo, lo tras-ladan a Roma y lo exhiben en el desfile triunfal de César. Este y su hermana lo crían, y Juba desarrolla fuertes lazos de amis-tad con Octavio, joven heredero adoptado por César con el nombre de Octaviano.

44 a. n. e. Asesinato de Julio César. En el período subsiguiente, se forma una alianza endeble (el Segundo Triunvirato, integrado por sus partidarios Octaviano, Marco Antonio y Lépido). Los tres se unen para derrotar las tropas de los asesinos de César, encabezados por Bruto y Casio, quienes han concentrado un ejército en Grecia.

42 a. n. e. Después de la derrota de las tropas de Bruto y Casio en la batalla de Filipos, los tres miembros del Segundo Triunvira-

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to toman rumbos diferentes. Marco Antonio comienza su re-corrido por el oriente del imperio y convoca a la reina de Egipto para que vaya a reunirse con él.

41 a. n. e. Encuentro entre Marco Antonio y Cleopatra VII. Anto-nio queda tan encantado que vuelve para pasar el invierno con ella en Alejandría, período en que conciben sus gemelos.

40 a. n. e. Nacimiento de Cleopatra Selene y Alejandro Helios. En los ocho años siguientes, crece la desconfianza, y finalmente las hostilidades entre Octaviano y Marco Antonio.

36 a. n. e. El triunvirato se deshace cuando Octaviano aparta a Lépido del poder. Octaviano y Marco Antonio gobiernan Roma.

34 a. n. e. Nace Tolomeo, tercer y último hijo de la reina Cleopa-tra con Marco Antonio.

31 a. n. e. El joven Octaviano y Marco Agripa, su indispensable asesor militar, derrotan las tropas de Marco Antonio y Cleo-patra en la batalla naval de Accio.

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Calendario

Mes Origen del nombre Cantidad de días

Enero Dios Jano 31Febrero Festivales de Februa 28Marzo Dios Marte 31Abril Se desconoce 30Mayo Diosa Maia 31Junio Diosa Juno 30Julio Julio César 31Agosto Sexto mes, renombrado

por César Augusto 31Septiembre Séptimo mes 30Octubre Octavo mes 31Noviembre Noveno mes 30Diciembre Décimo mes 31

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Personajes

Agripa: general de confianza de Octaviano y padre de Vipsania.Alejandro: hijo gemelo de la reina Cleopatra con Marco An-

tonio.Antonia: hija de Octavia con Marco Antonio, su segundo esposo.Antilo: hijo de Marco Antonio con Fulvia, su tercera esposa.Claudia: hija de Octavia con Cayo Claudio Marcelo, su primer

esposo.Druso: segundo hijo de Livia con Tiberio Claudio Nerón, su pri-

mer esposo.Galia: hija de Vercingetorix, rey de los derrotados galos.Juba II: príncipe de Numidia, hijo de Juba I, derrotado rey númida.Julia: hija de Octaviano con Escribonia, su primera esposa.Cleopatra VII: reina de Egipto, madre de Cesarión, su hijo con

Julio César; y de Alejandro, Selene y Tolomeo, sus hijos con Marco Antonio.

Livia: esposa de Octaviano y emperatriz de Roma.Mecenas: poeta y amigo de Octaviano.Marcela: segunda hija de Octavia con Cayo Claudio Marcelo, su

primer esposo.Marcelo: hijo de Octavia con Cayo Claudio Marcelo, su primer

esposo.Marco Antonio: cónsul romano y general.Octaviano: emperador de Roma, más tarde llamado Augusto.Octavia: hermana de Octaviano y ex esposa de Marco Antonio.Ovidio: poeta.Tolomeo: hijo menor de la reina Cleopatra y Marco Antonio.Escribonia: primera esposa de Octaviano y madre de Julia.Selene: hija gemela de la reina Cleopatra con Marco Antonio.Séneca el Viejo: orador y escritor.

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Tiberio: hijo de Livia con Tiberio Claudio Nerón, su primer esposo.Tonia: segunda hija de Octavia con Marco Antonio.Verrio: liberto y maestro de escuela de gran renombre.Vipsania: hija de Agripa con Cecilia Ática, su primera esposa.Vitrubio: ingeniero, arquitecto y autor de De Architectura.

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Alejandría

12 de agosto de 30 a. n. e.

Mientras esperábamos recibir noticias, jugamos a los dados. Aunque los pequeños cubos de marfil se pegaban a las

palmas de mis manos, tiré un par.—Ojos de serpiente —dije mientras me abanicaba con la

mano. Durante el mes de agosto, era frecuente que la corte egip-cia se refugiase dentro del Palacio de Alejandría. Sin embar- go, aunque la brisa del mar enfriaba los salones de mármol y ali- viaba levemente el calor abrasador que se extendía a través de ciudades como Menfis y Tebas, la temperatura todavía era inso-portable.

—Es tu turno —dijo Alejandro. Y cuando nuestra madre no respondió, insistió—: Meter, es tu turno.

Pero ella no escuchaba. Había vuelto su rostro en dirección al mar, donde nuestros antepasados habían construido el faro en la isla de Faros, hacia el este. Éramos la familia más grande del mundo y podíamos remontar los orígenes de nuestro linaje hasta Alejandro de Macedonia. Si la batalla de nuestro padre contra Octaviano iba bien, los Tolomeo reinaríamos otros trescientos años más. Pero, si sus pérdidas continuaban...

—Selene —se quejó mi hermano, como si yo pudiese obligar a nuestra madre a prestarnos atención.

—Tolomeo, toma los dados —le dije con dureza.Tolomeo, que solo tenía seis años, sonrió y preguntó:—¿Es mi turno?—Sí —mentí y, cuando se rió, su carcajada resonó con un eco

en los salones silenciosos. Miré a Alejandro y, quizá porque éra-mos gemelos, sabía lo que estaba pensando.

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—Estoy segura de que no nos han abandonado —dije en voz baja.

—¿Qué harías tú, si fueras un sirviente y supieras que el ejér-cito de Octaviano se acerca?

—No sabemos si su ejército se acerca —le respondí con brus-quedad, pero cuando el sonido de unas sandalias chasqueó con-tra el suelo, mi madre finalmente miró en nuestra dirección.

—Selene, Alejandro, Tolomeo, ¡atrás!Dejamos a un lado nuestro juego y nos acurrucamos en la

cama, pero eran solo Iras y Carmiona, nuestras sirvientas.—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó mi madre.—¡Un grupo de soldados!—¿Hombres de quién?—De tu esposo —exclamó Carmiona.Había estado con nuestra familia durante veinte años, y yo

nunca la había visto llorar. Pero, mientras cerraba la puerta, vi que sus mejillas estaban húmedas.

—Traen noticias, Alteza, y me temo que...—¡No lo digas! —exclamó mi madre y cerró los ojos breve-

mente—. Solo dime si han preparado el mausoleo.Iras contuvo sus lágrimas y asintió.—El resto de los tesoros del Palacio se ha llevado a su interior.

Y... Y la pira se ha hecho exactamente cómo tu querías.Extendí la mano para tomar la de Alejandro.—No hay ninguna razón para que nuestro padre no los obli-

gue a retirarse. Tiene todo por qué luchar.Alejandro miró los dados que tenía en las palmas de sus

manos.—Octaviano también —dijo.Ambos miramos a nuestra madre, la reina Cleopatra VII de

Egipto. Por todo su reino la adoraban como la diosa Isis, y cuando le apetecía, se vestía como la diosa Afrodita. Pero, a diferencia de una verdadera diosa, era mortal, y yo podía leer en los músculos de su cuerpo que tenía miedo. Cuando alguien llamó a la puerta, se puso tensa. Aunque era alguien a quien estaba esperando, mi madre titubeó antes de responder. Primero nos miró a cada uno de sus hijos. Éramos hijos de Marco Antonio, pero solo Tolomeo había heredado el pelo rubio de nuestro padre. Alejandro y yo

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teníamos el color de nuestra madre, rizos de color castaño oscuro y ojos como el ámbar.

—Cualesquiera que sean las noticias, guardad silencio —nos advirtió, y yo contuve el aliento cuando la voz de mi madre res-pondió con firmeza:

—Adelante.Se presentó uno de los soldados de mi padre y su mirada se

encontró a regañadientes con la de mi madre.—¿Qué es? —exigió saber—. ¿Es Antonio? Dime que no está

herido.—No, Alteza.Mi madre agarró con fuerza su collar de perlas con gesto de

alivio.—Pero la flota de Su Alteza se ha negado a participar en la

batalla y los hombres de Octaviano estarán aquí al atardecer.Alejandro aspiró con fuerza y yo me cubrí la boca con una

mano.—¿Toda nuestra flota ha vuelto? —preguntó alzando la voz—.

¿Mis hombres se han negado a luchar por su reina?El joven soldado se balanceó sobre sus pies y dijo:—Quedan cuatro legiones de infantería...—¿Y cuatro legiones de infantería van a detener a todo el ejér-

cito de Octaviano?—No. Por eso debéis escapar...—¿Y adónde crees que podemos ir? —requirió—. ¿A India?

¿A China?Tolomeo comenzó a lloriquear junto a mí.—Manda al resto de tus soldados a que sigan llenando el

mausoleo —ordenó—. Todo lo que haya de valor en el Palacio.—¿Y el general, Alteza?Alejandro y yo miramos a nuestra madre. ¿Llamaría a nuestro

padre? ¿Podríamos resistir juntos al ejército de Octaviano?Hubo un temblor en su labio inferior.—Avisa a Antonio que estamos muertos.Di un grito ahogado y Alejandro gritó con desesperación:—¡Meter, no!Pero la mirada de nuestra madre atravesó cortante el salón.—Pero —gritó Alejandro— ¿qué pensará nuestro padre?

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—Pensará que ya no tiene para qué volver —la voz de mi madre se endureció—. Huirá de Egipto para salvarse.

El soldado titubeó.—¿Y qué piensas hacer, Alteza?Yo podía sentir las lágrimas quemándome los ojos, pero

el orgullo me impedía llorar. Solo lloran los niños y yo ya tenía diez años.

—Iremos al mausoleo. Octaviano cree que puede marchar por Egipto y arrancar el tesoro de los Tolomeo de mi Palacio como si fuesen uvas. ¡Pero yo voy a quemarlo todo hasta los cimientos antes de permitir que lo toque! ¡Preparad dos carros!

El soldado se apresuró a cumplir las órdenes mientras los sir-vientes comenzaban a huir de los salones del Palacio. Alejandro les gritó a través de la puerta abierta:

—¡Cobardes! ¡Cobardes!Pero a ninguno de ellos le importaba. Las mujeres se iban solo

con lo que llevaban puesto. Sabían que, cuando llegase el ejército de Octaviano, no habría merced. Los soldados cargaban objetos preciosos de los salones, pero sin ninguna garantía de que fuesen a parar al mausoleo.

Mi madre se volvió hacia Carmiona:—No tienes que quedarte. Ninguno de nosotros sabe lo que

va a ocurrir aquí esta noche.Pero Carmiona negó valerosa con la cabeza.—Enfrentemos juntas la incertidumbre.Mi madre miró a Iras. Sólo tenía trece años, pero su voz sonó

firme:—Yo también me quedo.—Entonces debemos preparar el equipaje. Alejandro, Selene,

¡llevad una sola bolsa!Atravesamos rápidamente los corredores, pero Alejandro se

detuvo frente a mi habitación.—¿Tienes miedo?Asentí temerosa.—¿Y tú?—No creo que Octaviano deje a nadie con vida. Lo hemos

desafiado durante un año y recuerda lo que ocurrió con la ciudad de Metilo.

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—Lo quemó todo. Hasta el ganado y los campos de grano. Pero no incendió Segestica. Cuando la conquistó, dejó a la gente con vida.

—¿Y a los gobernantes? —preguntó para contradecirme—. Los mató a todos.

—Pero ¿por qué el ejército romano querría hacerle daño a unos niños?

—¡Porque nuestro padre es Marco Antonio!—¿Y Cesarión? —me dejé arrastrar por el pánico.—Es hijo de Julio César. Nadie corre más peligro que él. ¿Por

qué crees que nuestra madre lo envió lejos?Imaginé a nuestro hermano huyendo hacia India. ¿Cómo iba

a encontrarnos después?—¿Y Antilo? —pregunté en voz baja. Aunque nuestro padre

tenía hijos con sus cuatro primeras esposas y tal vez con una do-cena de amantes, Antilo era el único medio hermano que había-mos conocido.

—Si Octaviano es tan implacable como dicen, también tratará de matar a Antilo. Pero quizá te perdonen la vida. Eres una niña. Y, tal vez, cuando se den cuenta de lo lista que eres...

—¿Y de qué me vale ser lista si no puedo evitar que vengan?Se me saltaron las lágrimas por el rabillo de los ojos. Ya no me

importaba que fuese infantil llorar.Alejandro me puso un brazo sobre los hombros y cuando Iras

nos vio de pie en el corredor, nos gritó:—No tenemos tiempo. ¡Id por el equipaje!Entré a mi habitación y enseguida comencé a buscar mi libro

de bocetos. Después llené mi bolsa con pomos de tinta y hojas sueltas de papiro. Cuando cerré la puerta, Alejandro estaba de pie junto a nuestra madre. Ella se había cambiado su quitón griego por las ropas tradicionales de una reina egipcia.

Era un vestido transparente de seda azul que llegaba hasta el suelo. Collares de perlas marinas brillaban en su cuello. Sobre la frente, llevaba la corona de Isis con su buitre dorado. Era una vi-sión ondulante de azul y oro, pero, aunque debía de tener la segu-ridad de una reina, sus ojos seguían con nerviosismo cada sir-viente que atravesaba corriendo el salón.

—Ya es hora —dijo enseguida.

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Una docena de soldados venía detrás de nosotros y yo me preguntaba qué les pasaría después de que nos fuésemos. Si eran sabios, depondrían sus armas, pero incluso así no había garantías de que les perdonasen la vida. Mi padre había dicho que Octavia-no masacraba a todos los que se enfrentaban a él, que mataría a su propia madre si ofendía su nombre.

En el patio, esperaban dos carros.—Ven conmigo —me dijo Alejandro, y los dos compartimos

un carro con Iras.Cuando los caballos comenzaron a andar, mi hermano me

tomó de la mano. Atravesamos deprisa las puertas y desde la Bahía Real podíamos oír a las gaviotas llamándose unas a otras mientras descendían en picado y se zambullían entre las olas. Aspiré el aire cargado de salitre y lo exhalé con fuerza cuando mis ojos se concentraron en el sol deslumbrante.

Miles de alejandrinos se habían lanzado a las calles. Mi her-mano me apretó la mano. No había modo de saber qué harían. Pero permanecieron quietos como juncos. Alineados junto al ca-mino que iba del Palacio al mausoleo, vieron pasar nuestros carros y, uno a uno, inclinaron la cerviz. Un sollozo se escapó de los labios de Iras y Alejandro se volvió hacia mí.

—¡Deberían estar huyendo! ¡Deberían estar alejándose lo más posible de aquí!

—Quizá no crean que el ejército de Octaviano esté en ca- mino.

—Deben saberlo. Todo el Palacio lo sabe.—Entonces, se quedan por nosotros —comprendí—. Creen

que los dioses escucharán nuestras plegarias.Mi hermano negó con la cabeza.La cúpula del mausoleo de mi familia se elevaba sobre el

horizonte, posado en la orilla del mar sobre el promontorio de Loquias. En tiempos más felices, íbamos allí para observar a los constructores trabajando, y trataba entonces de imaginarme cómo sería sin el ruido de los martillos y el murmullo de los tra-bajadores.

«Solitario —pensé— y aterrador.»Dentro, un corredor con columnas conducía a la cámara

donde esperaban los sarcófagos de mis padres. Una escalinata

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ascendía desde aquella habitación hasta las cámaras superiores, donde el sol brillaba a través de unos tragaluces, pero su luz nunca alcanzaba las habitaciones inferiores y me estremecí con pensar entrar en ellas.

Los caballos se detuvieron súbitamente ante las puertas de madera y los soldados se apartaron para cederle el paso a mi familia.

—Alteza —se arrodillaron ante su reina—, ¿qué hacemos?Mi madre miró el rostro del más anciano.—¿Hay alguna posibilidad de derrotarlos? —preguntó con

desesperación.El soldado bajó la vista.—Lo siento, Alteza.—Entonces ¡marchaos!El hombre se irguió sorprendido.—¿Y...? ¿Y la guerra?—¿Qué guerra? —preguntó mi madre con amargura—. Octa-

viano ha vencido, y mientras mi pueblo se arrastra y se humilla a sus pies, yo estaré esperando aquí para negociar los términos de mi rendición.

Al otro lado del patio, las sacerdotisas comenzaron a dar voces avisando acerca de la cercanía de los soldados de Octavia-no y mi madre se volvió hacia Alejandro.

—¡Adentro! —gritó—. ¡Todos adentro!Miré atrás a nuestros soldados, cuyos rostros expresaban su

indecisión. Ya en el interior del mausoleo, se disipó el calor del verano y mis ojos se acostumbraron lentamente a la oscuridad. La luz que penetraba por la puerta abierta iluminaba los tesoros que se habían traído desde el Palacio. Las monedas de oro y plata brillaban en los cofres de marfil, y los collares de perlas raras es-taban extendidos sobre la pesada cama de cedro que habían colo-cado entre los sarcófagos.

Iras tembló bajo su larga capa de hilo y, mientras Carmiona estudiaba los montones de leña apilados en un círculo alrededor del salón, brotaron lágrimas de sus ojos.

—Cerrad las puertas —dijo mi madre suavemente— ¡Ce- rradlas tan firmes como podáis!

—¿Y Antilo? —se preocupó Alejandro—. Estaba luchando...

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—¡Ha huido con tu padre!Cuando se sintió el estruendo de las puertas al cerrarlas, Iras

pasó el cerrojo de metal. Entonces, de pronto, hubo silencio. Solo el chisporroteo de las antorchas llenó la cámara y Tolomeo co-menzó a llorar.

—¡Calla! —le ordenó mi madre con brusquedad.Me acerqué a la cama y tomé a Tolomeo entre mis brazos.—No hay nada que temer —le prometí—. Mira —dije con

dulzura—, aquí estamos todos.—¿Dónde está pater? —gimió.Le acaricié el brazo.—Pater pronto estará aquí.Pero él sabía que le estaba mintiendo y su llanto se convirtió

en agudos aullidos de dolor.—¡Pater! —gritó—. ¡Pater!Mi madre atravesó la cámara hasta la cama y abofeteó su pe-

queño rostro. La sorpresa lo silenció. La mano dejó una huella en su tierna mejilla y los labios de Tolomeo comenzaron a temblar. Antes de que volviera a empezar a llorar, Carmiona lo tomó entre sus brazos.

—Lo siento —dije rápidamente—. Traté de mantenerlo ca- llado...

Mi madre subió la escalinata de mármol hasta la segunda planta y yo me reuní con Alejandro en el primer peldaño. Él negó con la cabeza.

—¿Ves lo que ocurre por ser amable? Debiste de abofetearlo.—Es un niño.—Y nuestra madre está luchando para conservar su corona.

¿Cómo crees que se siente al oírlo llorar por nuestro padre?Rodeé mis rodillas con los brazos y observé los montones de

leña.—Realmente, ella no va a incendiar el mausoleo. Solo preten-

de asustar a Octaviano. Dicen que sus hombres no han cobrado en un año. La necesita. Necesita todo esto.

Pero mi hermano no dijo nada. Tenía el par de dados en la mano y los movía una y otra vez.

—Deja eso —le dije irritada.—Deberías ir con ella.

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Miré por la escalinata hacia arriba, a la segunda planta, donde mi madre permanecía sentada en un diván de madera tallada. Su vestido de seda ondeaba con la brisa cálida mientras ella miraba al mar.

—Debe de estar enfadada.—Nunca se enfada contigo. Tú eres su pequeña luna.Mientras que Alejandro Helios había recibido su nombre del

sol, yo lo había recibido de la luna. Titubeé.—No puedes dejarla que se siente ahí sola, Selene. Tiene

miedo.Subí los peldaños, pero mi madre no se volvió hacia mí. Raci-

mos de perlas brillaban en sus trenzas y, por encima de ellas, la corona con el buitre apuntaba al mar con su pico, como si quisiera saltar y volar. Me senté con ella en el diván y vi lo que estaba mi-rando. Una gran extensión azul con centenares de velas hincha-das. Todas apuntaban hacia la Bahía de los Regresos Felices. No había ninguna batalla. No había resistencia. Un año antes nuestra flota había sufrido una derrota terrible en Accio, y ahora se ha rendido.

—Es un niño —dijo sin mirarme—. Si cree que se va a quedar con la mitad de Roma que pertenece a Antonio es un iluso. No hubo hombre más grande que Julio, y los romanos lo dejaron muerto en el suelo del Senado.

—Yo creía que mi padre era el hombre más grande de Roma.Mi madre se volvió hacia mí. Sus ojos eran de un color marrón

tan claro que eran casi de oro.—Julio amaba el poder más que cualquier otra cosa. Tu padre

solo ama las carreras de carros y el vino.—Y a ti.Las comisuras de sus labios se fruncieron.—Sí.Volvió a mirar el agua. La suerte de los Tolomeo se había for-

mado primero por mar, cuando Alejandro el Grande había muer-to. Mientras su imperio se fragmentaba, Tolomeo, su medio her-mano, había navegado a Egipto y se había proclamado rey. En aquel momento, el mismo mar empezaba de nuevo a cambiarnos la suerte.

—Debo hacerle saber a Octaviano que estoy dispuesta a

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negociar. Incluso, le he enviado mi cetro, pero no me ha enviado nada a cambio. Tebas no se reconstruirá —predijo mi madre.

Dieciséis años antes de su nacimiento, Tolomeo IX había des-truido Tebas cuando los tebanos se rebelaron. El sueño de mi madre era restaurarla.

—Hoy será —dijo— mi último día en el trono de Egipto.El tono irrevocable de su voz daba miedo.—Entonces ¿nos queda alguna esperanza? —pregunté.—Dicen que la hermana de Julio César crió a Octaviano.

Quizá él quiera ver al hijo de Julio en el trono.—Pero ¿dónde crees que esté ahora?Sabía que se estaba imaginando a Cesarión, con sus fornidas

espaldas y su atractiva sonrisa.—En Berenice, con su tutor, esperando una nave que lo lleve

hasta India —dijo esperanzada.Después de la batalla de Accio, mi hermano mayor había lo-

grado escapar, y la princesa Iotapa, que le había sido prometida en matrimonio a Alejandro había huido de regreso a Media. Éra-mos como hojas dispersas por el viento.

Mi madre vio la expresión en mi rostro y se quitó el collar de perlas marinas rosadas.

—Siempre me han protegido, Selene. Ahora, quiero que te protejan a ti.

Las pasó sobre mi cabeza y sentí sobre mi pecho el frío de su pendiente dorado con pequeñas joyas de ónice. De repente, la espalda de mi madre se puso rígida contra el respaldo del diván de madera.

—¿Qué fue eso?Contuve la respiración y, por encima del sonido del rompien-

te de las olas, pude oír hombres golpeando la puerta en la planta baja.

—¿Será él? —gritó mi madre y yo seguí detrás del dobladillo de su vestido hasta el pie de la escalinata.

Alejandro estaba de pie ante la puerta y su rostro estaba gris.

—No. Es padre —dijo, aunque extendió las manos antes de que ella pudiera acercarse—. Dice que trató de matarse, meter. Se está muriendo.

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—¡Antonio! —gritó mi madre y apretó el rostro contra la reji-lla metálica de la puerta—. Antonio... Antonio, ¿qué has hecho?

Alejandro se paró a mi lado y, aunque no podíamos oír lo que decía mi padre, mi madre negaba con la cabeza.

—No... No puedo... Si abro esta puerta, cualquiera de tus sol-dados podría exigir un rescate por nosotros.

—¡Por favor! —gritó Alejandro—. ¡Se está muriendo!—Pero, si abre la puerta... —comenzó a decir Carmiona.—Entonces, usad una ventana —exclamé.Mi madre ya lo había pensado. Subió rápidamente por la es-

calinata y nosotros cinco seguimos ligeros tras ella. El mausoleo no estaba terminado. Nadie había predicho que lo necesitaríamos tan pronto. Los trabajadores habían abandonado las herramien-tas y mi madre gritó:

—Alejandro, ¡la cuerda!Las olas golpearon debajo del marco de las ventanas orienta-

les, pero ella abrió la celosía de la ventana que daba al Templo de Isis. No sé cuanto tiempo tardó mi madre en hacer lo inimagina-ble. Claro, contó con la ayuda de Alejandro y de Iras. Pero, cuan-do abajo ataron la litera de mi padre a las cuerdas, la alzó a la al-tura de dos plantas hasta el suelo del mausoleo.

Me quedé de pie con la espalda apoyada contra la pared y, aunque sabía que el mármol estaba frío, no lo sentí. Los alegres graznidos de las gaviotas se habían apagado y ya no había más olas, ni soldados, ni siquiera sirvientes. No existía otra cosa que mi padre y el sitio donde se había clavado su propio puñal entre las costillas. Podía oír la respiración entrecortada de Alejandro, pero no lo podía ver. Solo veía las manos de mi madre, que se separaban ensangrentadas de la túnica de mi padre.

—¡Antonio! —lloraba—. ¡Antonio!Apretó su mejilla contra el pecho de mi padre.—¿Sabes lo que prometió Octaviano después de la batalla de

Accio? Que si te mandaba matar, me permitiría conservar el trono. Pero yo no lo haría ¡Yo no lo haría!

Se estaba poniendo histérica.—Y mira ahora ¿qué has hecho?Parpadeó. Yo nunca había visto a mi padre con dolor. Era Dio-

nisos, más grande que la vida, más grande que cualquier hombre

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que se pusiera junto a él, más rápido, más fuerte, con una risa más potente, una sonrisa más amplia. Pero su tez bronceada se había vuelto pálida y su cabello estaba empapado de sudor. No parecía el mismo sin sus vestidos griegos y su corona de hiedra, como un soldado romano mortal que trataba de hablar.

—Dijeron que estabas muerta...—Porque dije que lo dijeran. Para que tú pudieras huir... En

lugar de suicidarte. Antonio. Esto no ha terminado —le dijo.Pero la brillantez de sus ojos comenzaba a nublarse.—¿Dónde están mi sol y mi luna? —preguntó con un susurro. Alejandro me guió adelante. No creo que pudiera haber atra-

vesado la cámara sin su ayuda.La mirada de mi padre se posó en mí.—Selene... —inspiró profundamente varias veces—. ¿Le trae-

rías a tu padre un poco de vino?—Pater, no hay vino en el mausoleo.Pero mi padre no pareció entender lo que le dije.—Un buen vino de Quíos —continuó mientras mi madre so-

llozaba.—No llores —le dijo y tocó sus trenzas con ternura—. Final-

mente, voy a convertirme en Dionisos.Mi madre lloró con más fuerza y él tuvo energías suficientes

para tomarle una mano entre las suyas.—Necesito que vivas —suplicó ella.Pero nuestro padre había cerrado los ojos.—¡Antonio! —gritó—. ¡Antonio!Detrás de las puertas de nuestra tumba, yo podía oír acercarse

a los soldados romanos. El aire transportaba sus cantos sobre el agua y mi madre se aferró al cuerpo de mi padre, apretándolo contra su pecho y rogando a Isis que lo trajese de vuelta.

—¿Qué es eso? —preguntó Alejandro asustado.—La evocatio —dijo Carmiona en voz baja—. Los soldados de

Octaviano piden a nuestros dioses que cambien de bando y los acepten como gobernantes legítimos.

—¡Los dioses no nos abandonarán nunca! —gritó mi madre y asustó a Tolomeo con su ira.

Este hundió su rostro en el regazo de Carmiona mientras mi madre permanecía de pie. La sangre de mi padre manchaba su

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vestido de seda azul, empapando sus pechos, sus brazos y hasta sus trenzas.

—¡Abajo! —ordenó—. Si tratan de forzar la puerta ¡prendere-mos fuego a cada trozo de madera en esa cámara!

Dejamos el cuerpo de mi padre en su litera, pero yo volví junto a él para asegurarme de que no se movía.

—Se ha ido, Selene —dijo mi hermano llorando.—Pero y si...—Se ha ido. Y solo los dioses saben ahora que le está pasando

a Antilo.Sentí un nudo en la garganta, como si el aire que respiraba

fuese insuficiente. En la cima de la escalinata, mi madre entregó dagas a Carmiona e Iras.

—Quedaos aquí y vigilad las ventanas —les ordenó—. Si in-tentan forzar su entrada ¡ya sabéis lo que tenéis que hacer!

Mis hermanos y yo seguimos las pisadas ensangrentadas de mi madre hasta la primera planta. Fuera, los soldados golpeaban la puerta y apretaban sus rostros, uno a uno, contra la ranura abierta.

—Poneos detrás de mí —indicó mi madre.Hicimos lo que nos dijo y yo clavé mis uñas en el brazo de

Alejandro mientras mi madre se acercaba a la puerta. Hubo voces apagadas cuando apareció ante la rejilla abierta. Entonces, desde el otro lado, un hombre le dijo que se rindiese.

Ella alzó sus mejillas de modo que los ojos de carnicero del buitre mirasen directamente a aquel soldado romano.

—Me rendiré —le dijo a través de los barrotes de hierro— cuando Octaviano me dé su palabra de que Cesarión reinará en Egipto.

Nos aproximamos a la puerta para oír la respuesta del soldado.—No puedo darte esa garantía, Alteza. Pero puedes confiar

en que Octaviano te tratará con respeto y clemencia.—¡No me interesa su clemencia! —le gritó—. Cesarión es hijo

de Julio César y heredero legítimo al trono. Los Tolomeo hemos reinado en Egipto durante casi trescientos años. ¿Qué me propo-néis? ¿La dominación romana? ¿Quemar la Biblioteca de Alejan-dría y matar en las calles de la ciudad más grande del mundo? ¿Acaso creéis que el pueblo lo aceptará?

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—Tu pueblo ya se desvive por mostrar su deferencia a César Octaviano.

Mi madre se echó hacia atrás como si el hombre la hubiese abofeteado desde el otro lado de la puerta.

—¿Ha adoptado el nombre de Julio?—Es hijo adoptivo de Cayo Julio César.—¡Y Cesarión es hijo consanguíneo de César! Y eso los hace

hermanos...Yo nunca me lo había planteado de ese modo y mientras me

acercaba para echar una mirada al rostro del soldado en la rejilla, el brazo de un hombre me agarró por la cintura y sentí el frío del metal en el cuello.

—¡Meter! —grité y antes de que Alejandro pudiese saltar ade-lante para defenderme, una fila de soldados descendió por la es-calinata desde la segunda planta. Habían entrado por la ventana abierta. Dos de ellos sujetaban a Iras y a Carmiona, y un tercero llevaba a Tolomeo del brazo.

Mi madre desenfundó la daga que llevaba en la cintura, pero un romano de hombros anchos la tomó por la muñeca con una mano mientras otros tres hombres retiraban el cerrojo de la puerta.

—¡Soltadme! —la voz de mi madre sonó como un aviso cor-tante y, aunque no tenía poder para dar órdenes a los soldados romanos, el hombre le soltó la muñeca después de desarmarla.

Tenía la misma constitución física que mi padre, con piernas musculosas y pecho poderoso. Si hubiese querido, podía ha- berle partido el brazo. Yo me pregunté si se trataba de Octa- viano.

—Llevadlos al Palacio —sus palabras eran cortantes—. César querrá verla antes de hablarle al pueblo de Alejandría.

Mi madre alzó la cabeza.—¿Quién eres? —exigió saber.—Agripa, ex cónsul de Roma y comandante en jefe de la flota

de César.Alejandro me miró desde el otro lado de la cámara. Agripa era

el general que había derrotado a nuestro padre en Accio. Él era el secreto detrás de cada victoria militar de Octaviano. El hombre que nuestro padre temía más que a ningún otro. Su rostro era

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ovalado y, aunque sabía por la descripción de mi padre que ya tenía treinta y un o treinta y dos años, parecía más joven.

—Agripa —mi madre acarició su nombre como a la seda. Le habló en latín y, aunque hablaba perfectamente ocho idiomas, sus palabras tenían un marcado acento—, ¿ves este tesoro?

Le señaló las pieles de leopardo en el suelo y los pesados co-fres labrados en plata y oro que casi ocultaban las alfombras de la vista.

—Puede ser tuyo. Todo Egipto puede ser tuyo, si lo quieres. ¿Por qué entregárselo a Octaviano, si tú eres quien ha vencido a Antonio?

Pero Agripa entrecerró los ojos.—¿Me estás proponiendo que traicione a César contigo?—Te estoy diciendo que conmigo el pueblo te aceptaría como

faraón. No habría guerra, ni derramamiento de sangre. Podría-mos reinar como Hércules e Isis.

El hombre que me agarraba del brazo se rió entre dientes, y la mirada de mi madre se posó sobre él.

—Le estás pidiendo a Agripa que traicione a Octaviano —dijo—. Igual podrías pedirle al mar que deje de reunirse con la costa.

Agripa aferró la empuñadura de su espada.—Está desesperada y no sabe lo que dice, Juba. Quédate aquí

con el tesoro.—Juba —mi madre pronunció su nombre con toda la carga de

odio que podía contener una palabra—. Te conozco —dio un paso al frente y Juba me soltó.

Yo no tenía adónde huir. El mausoleo estaba rodeado por los soldados de Octaviano. Estaba junto a Alejandro cuando nuestra madre se acercó al hombre cuyo cabello negro era más largo que el de cualquier romano.

—Tu madre era griega y tu padre perdió su batalla frente a Julio César, y mírate ahora —su mirada lo recorrió desde su peto de cuero hasta su espada de doble filo—. Te has convertido en romano. Qué orgullosos se habrían sentido ellos.

Juba apretó las mandíbulas y dijo:—Si yo estuviese en tu lugar, ahorraría mis discursos para

Octaviano.

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—¿Por qué no está aquí? —exigió saber mi madre—. ¿Dónde está ese poderoso conquistador de reinas?

—Quizá esté revisando su nuevo palacio —dijo Juba.La sugerencia privó a mi madre de su confianza. Se volvió,

entonces, en dirección a Agripa.—No me llevéis con él.—No hay otra opción.—¿Y mi esposo? —miró en dirección a la cima de la escalinata,

donde el cadáver de mi padre yacía iluminado por el sol del me-diodía.

Agripa frunció el ceño porque los romanos no reconocían aquel matrimonio.

—Tendrá los funerales que corresponden a un cónsul.—¿Aquí? —quiso confirmar mi madre— ¿En mi mausoleo?Agripa asintió.—Si así lo deseas.—¿Y mis hijos?—Irán contigo—Pero y... ¿Y Cesarión?Vi que Agripa miró a Juba y sentí que algo me apretaba el

pecho.—Podrás preguntarle tú misma a César qué será de él.

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Mi madre se paseó por su habitación. Se había cambiado su vestido manchado de sangre por uno dorado y púrpura

que le recordase a Octaviano que todavía era la reina de Egipto. Pero incluso el nuevo collar de perlas que llevaba al cuello no di-simulaba el hecho de que estaba prisionera. Las plumas rojas de los cascos de los soldados romanos ondeaban en la brisa frente a cada ventana y, cuando mi madre trató de abrir la puerta de su habitación, también había soldados apostados allí.

Éramos rehenes en nuestro propio Palacio. Los salones que habían vibrado con los cantos de mi padre albergaban ahora los ecos de las órdenes ásperas a unos hombres apresurados. Y los pa-tios donde comenzaba a caer la tarde ya no estaban llenos con la charla de los sirvientes. Ya no habría más cenas en las barcazas iluminadas por las velas y nunca más me iba a sentar en las pier-nas de mi padre mientras me contaba la historia de su marcha triunfal por Éfeso. Me acurruqué en la cama de mi madre cerca de Alejandro y Tolomeo.

—¿A qué espera? —se preguntó mi madre mientras recorría la habitación de un lado a otro hasta que me sentí mal de tanto mi-rarla—. Quiero saber qué está pasando ahí fuera.

Carmiona e Iras le imploraron que se sentase. Con sus sencillas túnicas blancas, apiñadas en el largo diván azul de mi madre, me recordaron unos gansos. «Gansos —pensé— que no saben que este es el estanque del cocinero y que han sido encerrados para la matanza.» ¿Qué otra razón podría tener Octaviano para mantenernos custodiados?

—Nos va a matar —dije en voz baja—. No creo que nos vaya a soltar jamás.

Alguien llamó a la puerta y mi madre se quedó inmóvil. Atra-vesó la habitación y abrió. Vio los rostros de tres hombres.

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—¿Dónde está?Pero Alejandro se levantó de la cama.—Es él —y señaló groseramente al hombre de pie entre Juba y

Agripa.Mi madre dio un paso atrás. El hombre rubio de ojos grises

vestía una sencilla toga virilis. Le habían añadido más cuero a sus sandalias para aumentar su estatura, pero era todo lo que mi padre no era. Delgado, frágil y tan poco memorable como una de las miles de conchas blancas que el mar arrastraba hasta la costa todos los días. Pero ¿qué otro hombre llevaría el anillo con el sello de Julio César?

—Así que tú eres Octaviano —mi madre le habló en griego. Era su lengua materna, la lengua de la correspondencia oficial en Egipto.

—¿No sabes latín? —exigió Juba.—Naturalmente —sonrió mi madre—. Si eso es lo que pre-

ferís.Pero yo sabía lo que mi madre estaba pensando. Alejandría

tenía la biblioteca más grande del mundo. Era una biblioteca in-cluso más grande que la de Pérgamo y ahora pertenecía a un hombre que ni siquiera hablaba griego.

—Así que tú eres Octaviano —mi madre repitió en latín.El hombre sin coraza dio un paso al frente.—Sí. Supongo que tú eres la reina Cleopatra.—Eso depende. ¿Sigo siendo reina?Aunque Juba sonrió, los labios de Octaviano solo se afinaron.—Por ahora. ¿Me siento o me vas a invitar?Mi madre extendió una mano y señaló el diván de seda con

Iras y Carmiona. Estas se levantaron inmediatamente y se unie-ron a nosotros en la cama. Pero Octaviano nunca miró en nuestra dirección. Solo tenía ojos para mi madre, como si temiese que le brotaran alas como las de su tocado y echara a volar.

Se sentó mientras los otros permanecieron de pie.—He oído que trataste de seducir a mi general.Mi madre le lanzó a Agripa una mirada llena de veneno, pero

no lo negó.—No me sorprende. Funcionó con mi tío. Después con Marco

Antonio. Pero Agripa es una clase de hombre diferente.

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Todos los presentes en la habitación miraron al general y, aun-que llevaba sobre los hombros el poder de los reyes, él miró hacia otro lado.

—No hay nadie más modesto y leal que Agripa. Nunca me traicionaría —dijo Octaviano—. Tampoco el príncipe Juba. Su-pongo que sabes que su padre fue una vez rey de Numidia. Pero cuando perdió su batalla con Julio César, le entregó su hijo más pequeño a Roma y después se quitó la vida.

Mi madre se irguió.—¿Esa es la manera que tienes de decirme que voy a perder

mi trono?Octaviano permaneció en silencio.—¿Y Cesarión?—Me temo que tu hijo no podrá hacerse cargo del trono —se

limitó a decir.El rostro de mi madre palideció ligeramente.—¿Por qué?—Porque Antilo y Cesarión están muertos.Mi madre se aferró a los brazos de su silla y yo me cubrí la

boca con mis manos.—No obstante —añadió Octaviano— les concederé un funeral

como el de Marco Antonio en el mausoleo que has preparado.—¡Cesarión! —gritó mi madre mientras Octaviano miraba

hacia otro lado—. ¡Cesarión no!Era su preferido. El más querido. Hubo un tono de congoja,

de sentirse traicionada y de la profunda angustia de una madre en su voz, y fue entonces cuando supe que la evocatio había dado resultados. Los dioses realmente habían abandonado Egipto por Roma. Lloré con el rostro entre las manos y mi madre se rasgó enloquecida las vestiduras.

—¡Detenedla! —ordenó Octaviano mientras se ponía airado de pie—. ¡Detenedla!

Agripa la contuvo por los brazos, pero mi madre agitaba la cabeza desenfrenadamente.

—¡Era tu hermano! —gritó—. El hijo de Julio César. ¿Com-prendes lo que has hecho? ¡Has asesinado a tu propio hermano!

—Y tú asesinaste a tu propia hermana —respondió Octa- viano.

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Mi madre arremetió contra él con los pies, pero Octaviano evadió su ira fácilmente.

—Dentro de tres días, te embarcaré con tus hijos para Roma, donde participarás en mi desfile triunfal.

—¡Nunca me haréis desfilar por las calles de Roma!Octaviano miró a Juba de reojo y cuando llegó a la puerta, mi

madre gritó:—¿Adónde vas?—Al Gimnasio, donde hablaré a mi pueblo —se dio la vuelta

y sus ojos grises se posaron en mí—. ¿Vendrán tus hijos?Salté de la cama, caí de rodillas a los pies de mi madre y me

abracé a sus piernas.—Por favor, no nos envíes con él. Por favor, meter, ¡por

favor!Ella temblaba descontrolada, pero en lugar de mirarme a mí,

observaba a Octaviano. Algún entendimiento pareció haber entre ellos y mi madre asintió.

—Sí. Llévate a mis hijos contigo.—¡No! —grité—. Yo no voy.—Vamos —dijo Juba, pero yo liberé el brazo por el que me

tenía agarrada.—¡No nos obligues a ir! —grité—. ¡Por favor!Tolomeo lloraba y Alejandro le suplicaba.Finalmente, mi madre alzó los brazos y gritó:—¡Id! Iras, Carmiona, ¡llevadlos de aquí!Yo no comprendía lo que estaba sucediendo. Carmiona nos

empujó hacia la puerta, donde mi madre abrazaba a Alejandro. Entonces, se acercó a mí, tocó mi collar y me acarició el cabello, los brazos y las mejillas.

—Meter —lloré.—Chiss —dijo y puso un dedo en mis labios.Después acercó a Tolomeo a su regazo y hundió su cabeza

entre sus rizos suaves. Me sorprendió que Octaviano tuviese tanta paciencia.

—Escucha lo que diga César. Obedece, Selene, haz lo que se te ordene.

Se volvió entonces hacia mi hermano.—Alejandro, ten cuidado. Vela por ellos.

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Mi madre se quedó de pie y, antes de que su rostro la traicio-nase por completo, Carmiona cerró la puerta y nos quedamos solos con nuestros enemigos.

—Caminad a mi lado y guardad silencio —dijo Agripa—. Pri-mero vamos a la Tumba de Alejandro y después al Gimnasio.

Tomé una de las manos de Tolomeo entre las mías y Alejandro lo tomó de la otra, pero era como si estuviésemos andando por un palacio extranjero. Los romanos ocupaban todas las habitaciones olfateando riquezas que no les pertenecían a ellos, sino al teso- ro de Octaviano. La sillas de cedro talladas que habían decorado nuestros grandes salones habían desaparecido y cualquier cosa de valor —divanes de seda, cojines, jarrones de ébano en trípodes de plata— había sido saqueada.

Le dije en griego a Alejandro:—¿Cómo sabe que estos hombres no se lo roban para ellos?—Porque ninguno sería tan tonto —contestó Juba.Su griego era impecable y los ojos de Alejandro se llenaron de

advertencia. Por primera vez, Octaviano nos miró.—Los gemelos son niños hermosos ¿verdad? Pienso que tienen

más de su madre que de su padre. ¿Así que tú eres Alejandro Helios?Mi hermano asintió.—Sí, pero me llaman solo Alejandro, Alteza.—No es rey —observó Juba—. Le llamamos César.Alejandro se ruborizó y yo me sentí enferma al pensar que

estaba hablando con el hombre que había matado a nuestros her-manos.

—Sí, César.—¿Y tu hermana?—Es Cleopatra Selene, pero se hace llamar Selene.—El sol y la luna —dijo Juba irónicamente—. Qué inteligente.—¿Y el niño? —preguntó Agripa.—Tolomeo —respondió Alejandro.Los músculos de la mandíbula de Octaviano se contrajeron.—Eso tiene más que ver con su padre.Apreté protectora la mano de Tolomeo y, cuando llegamos al

patio frente al Palacio, Agripa se volvió en dirección a nosotros.—Ninguno diréis nada a menos que se os dirija la palabra.

¿Comprendéis?

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Los tres asentimos.—Entonces, preparaos —nos advirtió cuando se abrieron las

puertas del Palacio.La noche había caído sobre la ciudad y miles de antorchas ar-

dían a lo lejos. Parecía como si todos los ciudadanos de Alejandría hubiesen salido a las calles y todos se encaminasen al Gimnasio. Mientras nos acercábamos a las puertas, los soldados saludaban a Octaviano con el brazo derecho extendido y la palma de la mano hacia abajo.

—Puedes olvidarte del carro tirado por caballos —dijo Juba mientras inspeccionaba la multitud.

Octaviano miró hacia la Vía Canópica.—Entonces iremos a pie.Pude ver que Juba se había puesto tenso y que el príncipe

comprobó la espada que llevaba al costado y la daga en su muslo. Era más joven que lo que yo había supuesto. No tendría ni siquie-ra veinte años, pero era a quien Octaviano había confiado su vida. Quizá cometería algún error. Quizá uno de los hombres fieles a mi padre mataría a Octaviano antes de que embarcásemos para Roma.

Esperamos mientras se organizaba un pequeño séquito con algunos egipcios y griegos, pero la mayoría eran soldados que hablaban latín con acentos que yo no podía comprender. Luego iniciamos la caminata desde el Palacio hasta la Tumba. Todos los dignatarios que visitaban Alejandría querían verla y, entonces, Octaviano quería tributar también su homenaje a nuestro antepa-sado.

Yo hubiera querido poder hablar con Alejandro, pero me mantuve en silencio tal como me habían indicado, y en lugar de llorar por mi padre, o por Antilo y Cesarión, estudié el terreno.

«Tal vez —pensé, y tragué para calmar el dolor intenso que aumentaba en mi pecho—, esta sea la última noche que vea las calles de Alejandría.»

A la izquierda, estaba el Gran Teatro. Traté de recordar la pri-mera vez que mi padre nos había llevado allí, ascendiendo con nosotros hasta el palco real, que había sido construido tan alto que era posible ver desde allí la isla Antirrodos. Más allá, estaba el Museo, adonde mi madre había enviado a mi padre a adquirir

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cultura con profesores que le enseñaron bien el latín y el griego. Alejandro y yo habíamos comenzado allí nuestros estudios desde que teníamos siete años y recorríamos los corredores de mármol con hombres cuyas barbas llegaban hasta sus himationes largos y sueltos. Al norte del Museo, se alzaban las altas columnas de la Biblioteca de Alejandría. Medio millón de rollos se conservaban en estanterías de cedro y sabios de cada reino del mundo venían a aprender del conocimiento almacenado en su interior. Pero, esa noche, sus corredores flanqueados por columnas permanecían oscuros y se habían extinguido las alegres fogatas que siempre alumbraban los pórticos desde dentro. Los hombres que estudia-ban allí se abrían paso hasta el Gimnasio para conocer qué sería entonces de Egipto.

Reprimí las lágrimas y, cuando llegamos a la pesada puerta, un sabio griego que había visto a menudo en el Palacio extrajo una llave de entre sus ropas. Estábamos a punto de entrar en Soma, el mausoleo de Alejandro el Grande y, cuando se abrieron las puertas, Agripa susurró:

—Mea fortuna.Observé con orgullo que hasta Octaviano dio un paso atrás.

Yo había hecho bocetos del edificio una docena de veces y, en cada ocasión, Alejandro había querido saber por qué. A él no lo impresionaban tanto como a mí la luminosa cúpula de mármol, ni las hermosas hileras de pesadas columnas que se extendían como soldados blancos en la noche.

—¿Cuándo lo construyeron? —preguntó Octaviano, aunque en lugar de volverse hacia Alejandro o hacia mí, miró a Juba.

—Hace trescientos años —respondió este—. Dicen que el sar-cófago está hecho de vidrio y que él aún lleva su coraza de oro.

Entonces, Octaviano se viró hacia nosotros.—¿Es cierto?Cuando yo me negué a responderle, Alejandro asintió un sí.—¿Y el cuerpo? —Agripa preguntó a Juba—. ¿Cómo llegó

aquí desde Macedonia?—Robado por Tolomeo, su medio hermano.Atravesamos las pesadas puertas de bronce y el aroma de la

lavanda que ardía en un trípode llenaba la antecámara vacía. Las antorchas brillaban en los soportes de hierro fijos a la pared. Los

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sacerdotes no habían abandonado aún sus deberes y apareció un anciano con vestiduras doradas.

—Por aquí —dijo y se hizo evidente que nos esperaban.Seguimos al anciano a través de un laberinto de corredores, y

los soldados que habían cantado durante todo el camino como monos, sin detenerse una sola vez para tomar aliento, permane-cieron en silencio. Con el resplandor apagado de la lámpara del sacerdote, los hombres contemplaron las pinturas con las hazañas de Alejandro. Yo había hecho bocetos de esas imágenes tantas veces que me las sabía de memoria. Aparecía el joven príncipe con sus esposas Roxana y la princesa persa Estateira. En otra escena, Alejandro yacía junto a Hefestión, el soldado que amaba por enci-ma de todos. En el último mosaico, conquistaba Anatolia, Fenicia, Egipto y el expansivo reino de Mesopotamia. Octaviano extendió la mano y tocó los rizos dorados de Alejandro en la pintura.

—¿Era realmente rubio?El sacerdote vaciló. Era evidente que nunca antes había escu-

chado esa pregunta.—Está pintado en estas paredes como era en la vida real,

César.Octaviano sonrió levemente con satisfacción y yo comprendí

por qué había querido venir. Su rostro no parecía tener mucha diferencia con el de Alejandro. Ambos eran rubios, con la boca pequeña, la nariz recta y los ojos claros. Octaviano se imaginaba entonces heredero de Alejandro. El siguiente conquistador no solo de Egipto, sino del mundo. ¿Acaso Julio César, su tío abuelo, no había comenzado ya la conquista por él?

Llegamos al tramo de una escalinata que descendía hacia una mayor oscuridad, y oí a Tolomeo lloriquear.

—Solo unos cuantos peldaños más abajo —dije en voz baja y, cuando vi que iba a protestar, puse un dedo sobre mis labios.

El sacerdote guiaba el camino y el único ruido era el susurro de nuestros pasos y el chisporrotear de las antorchas. Juba fue el último en bajar y, cuando se cerró la puerta a nuestras espaldas, mi hermano pequeño dejó escapar un grito de temor. Inmediata-mente, Alejandro puso una mano sobre la boca de Tolomeo.

—Aquí no —susurró con enfado—. Aquí no hay nada que temer.

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Pero nadie prestaba atención a Tolomeo. En la cámara débil-mente iluminada, la mirada de los hombres estaba fija en el fére-tro de vidrio del rey más grande del mundo. El aire olía intensa-mente a especias para embalsamar: canela, mirra y casia.

Octaviano se acercó al féretro con pasos vacilantes y el sacer-dote retiró la tapa para que todos pudiesen observar a Alejandro tal como había sido en vida. Sonó una exclamación de admira-ción por toda la cámara y hasta Tolomeo quiso aproximarse.

—Solo treinta y tres años —dijo Octaviano. El rostro del rey se veía bello en su reposo de trescientos años, sus brazos musculo-sos colocados bajo la coraza aún tenían la carne rosada y eran notablemente largos. Octaviano llamó a Agripa y a Juba a su lado, y aunque el cabello de Octaviano era semejantemente dorado, fueron los anchos hombros y la impresionante estatura de Juba lo que más se parecía a Alejandro. En la luz escasa de la tumba, ob-servé al príncipe númida.

Desde sus sandalias con tachuelas y su capa roja, era un solda-do romano, y solo su largo cabello oscuro traicionaba su ascen-dencia.

—Agripa, la corona —dijo Octaviano.Agripa extrajo de su capa una delgada diadema con hojas de

oro entretejidas. Octavio la colocó cuidadosamente sobre la cabe-za de Alejandro y, mientras se erguía, vio el anillo del conquista-dor. Se acercó para inspeccionarlo y cuando vio que estaba graba-do con el perfil de Alejandro, anunció:

—Este será el anillo de la Roma imperial.—Pero César, pertenece...Agripa se volvió y la protesta murió en los labios del sacerdote.Octaviano tomó la mano rígida de Alejandro, pero cuando ti-

raba del anillo, su codo se movió hacia atrás y hubo un crujido escalofriante.

—¡La nariz! —gritó el sacerdote porque Octaviano había roto la nariz de Alejandro.

Hubo un instante de silencio aterrador, entonces Octaviano exclamó:

—¿Qué significa? ¿Debo llamar a los augures?—No —dijo Juba.—Pero ¿qué presagia?

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—Que tú romperás el dominio del conquistador sobre el mundo y volverás a conquistarlo —contestó Juba mientras sus ojos brillaban y, aunque estaba siendo sarcástico, Agripa asintió y dijo:

—Sí. Estoy de acuerdo.Pero Octaviano se quedó inmóvil y su mano con el anillo do-

rado con el sello permaneció helada sobre el rey.—Solo puede ser una buena señal —repitió Agripa.Octaviano asintió para sí.—Sí... Sí. Es una señal de los dioses —declaró de pronto— de

que soy el sucesor de Alejandro el Grande.El sacerdote preguntó dócilmente si Octaviano deseaba visi-

tar el resto de nuestros antepasados. Pero este estaba demasiado henchido con su profecía.

—Vine a ver a un rey, no una fila de cadáveres.Miré hacia atrás al rostro desfigurado del gran hombre que

había sido responsable del largo reinado de los Tolomeo y me pregunté si Egipto sufriría el mismo destino.

Aunque Juba y Agripa habían proclamado la rotura de la nariz de Alejandro como un buen portento, el séquito de Octaviano man-tuvo un incómodo silencio mientras subíamos la escalinata a través del Soma. Pero el mar de gente en las calles —soldados, alejandrinos, mercaderes extranjeros, incluso esclavos— hacían suficiente ruido como para despertar hasta a los dioses. Los sol-dados estaban reuniendo a todos los alejandrinos que podían encontrar.

—¿Qué ocurre? —se inquietó Tolomeo.—Vamos al Gimnasio —respondió Alejandro.—¿Donde pater me entregó una corona?Juba levantó las cejas. Aunque Tolomeo solo había tenido dos

años y no podía conservar muchos recuerdos de aquella época, se acordaba claramente de las Donaciones de Alejandría, cuando nuestro padre se sentó junto a nuestra madre en un trono dorado y proclamó a Cesarión, nuestro hermano de trece años, no solo su heredero, sino también heredero de Julio César. Esa noche, anun-ció su matrimonio con nuestra madre, aunque Roma se había

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negado a reconocerlo. Entonces, entregó a Alejandro los territo-rios de Armenia, Media y el imperio aún por conquistar de Partia. Yo había recibido Cirenaica y la isla de Creta, mientras que Tolo-meo se había convertido en rey de los territorios sirios. Aunque los Tolomeo llevaban sencillas diademas de tela adornadas con perlas pequeñas, nuestro padre nos había dado coronas de oro y de rubí, y esto es lo que había quedado en el recuerdo de Tolo-meo. Solo que entonces aquellas coronas se estaban fundiendo para pagar a los hombres de Octaviano y nosotros éramos here-deros del polvo.

Las comisuras de los labios de Alejandro se alargaron hacia abajo y yo sabía que también estaba luchando contra las lágrimas cuando respondió:

—Sí, fue allí donde pater te proclamó rey.Nos acercamos al Gimnasio, que tenía más de dos stadia de

longitud, y un murmullo de sorpresa recorrió la fila de soldados. Rodeados de bosquecillos para dar sombra, los pórticos habían sido enlucidos con yeso de modo que brillaban incluso a la luz de la luna. Pero Octaviano no se detuvo a admirar su belleza. Retor-cía los extremos de su cinturón entre las manos.

—Repíteme lo que escribí —ordenó.Agripa extendió rápidamente un rollo que guardaba en la

manga.—Primero está el asunto de la ciudad —dijo.Octaviano asintió.—¿Y después?—La cuestión de cuántos citadinos pasarán a ser esclavos en

Roma.—Ninguno —dijo mientras negaba de manera cortante con la

cabeza.—Tu abuelo tomó ciento cincuenta mil hombres de las Galias

—le recordó Agripa.—¿Y qué obtuvo a cambio?—A Espartaco —dijo Juba con desdén—. Un levantamiento

de esclavos que no valoraron lo que Roma les dio.—Cierto. En el mausoleo de la reina hay oro suficiente como

para pagar a cada hombre que haya luchado alguna vez por mí. Esta vez no pagaremos con esclavos.

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—¿Y los hombres que quieran tomar mujeres? —preguntó Agripa.

—Que les paguen a las putas.Llegamos a los peldaños del Gimnasio y una cohorte de sol-

dados con escudos pesados formó una muralla entre nosotros y el pueblo. De repente, no pude continuar.

—¿Qué haces? —preguntó Alejandro entre dientes.Pero yo estaba demasiado asustada para moverme. Hombres

armados rodeaban el Gimnasio y yo me preguntaba qué ocurriría si Octaviano decidía incendiar el edificio. Sería el caos. Habría mujeres y niños aplastados mientras los hombres pisoteaban sus cuerpos para escapar. Sin embargo, su paso quedaría bloqueado por los soldados romanos. Las puertas estarían atrancadas, como el mausoleo de mi madre. Me detuve al pie del largo tramo de la escalinata y Agripa vino a mi lado.

—No tienes nada que temer. César no te habría permi- tido vivir tanto tiempo, si tuviese la intención de matarte esta noche.

«Claro que no —pensé—. Nos quiere vivos para su desfile triunfal.»Subí la escalinata tras la capa roja de Agripa. Dentro del Gim-

nasio, miles de personas cayeron de rodillas en una reverencia silente.

Octaviano bromeó:—Ya veo por qué a Antonio le gustaba Egipto.—Eres el faraón —dijo uno de los soldados—. Bailarían des-

nudos por las calles, si ese fuese tu deseo.Juba sonrió con complicidad.—Yo creía que los egipcios lo hacían siempre así.Por primera vez vi sonreír a Octaviano y, mientras ascendía-

mos al estrado, me preguntaba si Alejandro se sentiría tan mal como yo. Nuestro padre nos había contado cómo Octaviano había ordenado la matanza de todos los prisioneros de la batalla de Filipos. Cuando padre e hijo habían rogado misericordia, Oc-taviano decidió que uno solo debería vivir y ordenó al padre que jugase a la morra con su hijo. Pero el hombre se negó, y ofreció su vida a cambio. El propio Octaviano, que entonces tenía diecinue-ve años, esgrimió la espada ejecutora. Y cuando el hijo quiso sui-cidarse, le dio su propia espada. Incluso mi padre, habituado a las

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batallas, solo había visto crueldad y determinación en aquel pre-tendiente al trono de César.

Cuando llegamos a la parte superior del estrado, Octaviano extendió los brazos. Vestía solo una sencilla loriga de malla deba-jo de su toga, y me pregunté de nuevo si habría un alejandrino valiente dispuesto a dar su vida para librar a Egipto de su con-quistador.

—Os podéis levantar —habló en dirección a aquel silencio.El sonido de miles de cuerpos irguiéndose resonó como un

eco por el Gimnasio iluminado por las antorchas. A todo lo largo de su perímetro, junto a cada ventana y a cada pesada puerta de cedro, había soldados armados que formaban bloques de seis filas de profundidad, preparados en caso de revuelta. Pero la gente se mantuvo de pie, en silencio, y, cuando Octaviano comen-zó su discurso, vi muchos hombres aguantar la respiración a la espera de lo que estaba por venir. Cuando explicó que no habría esclavos, que la ciudad no sería culpada por los errores de sus gobernantes, y que cada soldado que había luchado contra él sería perdonado, se mantuvo el silencio.

—Porque Egipto no pertenece a Roma —anunció—. Me per-tenece a mí, heredero escogido de los Tolomeo, y yo siempre pro-tejo lo que es mío.

Las mujeres cambiaron a los niños de sitio en sus caderas mientras miraban confundidas a sus hombres, porque la cruel-dad de Octaviano era bien conocida por todo Egipto.

Fue el gran sacerdote de Isis y Serapis quien rompió el silencio.—Incluso ha salvado a los hijos más pequeños de nuestra

reina. ¡Viva Octaviano, el misericordioso, rey de reyes!—Octaviano, el misericordioso— gritó la gente.Entonces, uno de los hombres empezó a gritar el nombre de

César y el Gimnasio retumbó con su consigna.—¿Qué hacen? —grité a mi hermano en parto, segura de que

esa sería una lengua desconocida para Juba—. ¿Por qué gritan su nombre? ¡Es un conquistador!

—Y ahora es su salvador —dijo Alejandro con amargura.—Pero nuestro padre —me quemaban las lágrimas—, y Anti-

lo y Cesarión. ¿Acaso no lo saben?—Quizá. Pero ahora solo piensan en sí mismos.

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Octaviano levantó los brazos y los gritos cesaron inmediata-mente.

Entonces Agripa dio un paso al frente y explicó cómo las ricas villas alrededor del Soma pertenecían entonces a Roma.

—Las estatuas de Cleopatra y Marco Antonio se han conser-vado por una generosa donación de dos mil talentos. Aquellos que queráis conservar vuestras propias obras de arte, quizá inclu-so vuestras propias villas, podéis preparar los cofres llenos de talentos de oro para cuando lleguen los soldados.

—¡Codicia! —dije con ira—. Octaviano les hará pagar por cada adoquín que estén pisando.

—Pero se ha salvado Alejandría. El Museo. La Biblioteca.—¿Pero para quién? ¿Para qué? ¡Estos romanos ni siquiera

saben hablar griego!La gente daba vítores a nuestros pies. Incluso hombres que

pagarían a César dos tercios del valor de sus antiguas villas para poder conservar lo que era legalmente suyo.

Octaviano descendió los peldaños del estrado acompañado por Juba y otro soldado. Inmediatamente, se abrió un espacio en el Gimnasio cuando los ciudadanos de Alejandría dieron pasos atrás.

—Seguidme —ordenó Agripa con brusquedad y yo me pre-gunté si ese sería el momento cuando alguien trataría de matar a Octaviano. Mi padre hubiera arriesgado su vida para hacerlo, pero mientras nos abríamos paso a través de aquel silencio teme-roso, nadie se movió. Un niño lloró en los brazos de su madre y alguien en medio de aquella masa de personas gritó:

—¡Viva César!Cuando salimos del Gimnasio, la capa de Octaviano ondeó en

la brisa. Aún estaba vivo. Nadie había arriesgado su vida por mi madre. Yo podía sentir la bilis subir por mi garganta y ni siquiera tuve fuerzas para sostener la mano de Tolomeo mientras regresá-bamos al Palacio. Tres días después, debíamos embarcar rumbo a Roma.

—¿Me he olvidado de algo? —exigió saber Octaviano.Aunque era de pequeña estatura, andaba con confianza por

las calles, sin temor a las esquinas oscuras a lo largo de la Vía Ca-nópica. Cuarenta soldados lo rodeaban con sus lorigas pulidas brillantes a la luz de la luna.

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—Nada —confirmó Agripa—. Fue una decisión correcta de- jar los templos en pie. Los sacerdotes nunca incitarán una re- belión.

—¿Y el pueblo?—Te llamaron rey —y Juba no mentía—. Buscarán talentos de

oro para rescatar sus villas. No tengo ninguna duda.Octaviano sonrió, pero cuando llegamos al Palacio, sus pasos

se hicieron inseguros. En el patio, gritaba una mujer que corrió hacia él y, con un único e impecable movimiento, sus cuarenta soldados alzaron sus escudos.

—¡César! —gritó—. ¡César, han llegado noticias!—Bajad los escudos —ordenó Octaviano.Alcancé a ver su rostro entre las lorigas de dos soldados y

grité:—¡Eufemia!—¡Princesa, tu madre! Debes venir. ¡Se muere!Agripa miró a Octaviano y ninguno de los dos nos detuvo

cuando los soldados se separaron y atravesé a la carrera el Palacio con Alejandro y Tolomeo. No recuerdo si alguien nos seguía. Quizá había un centenar de hombres, o quizá estábamos solos cuando llegamos ante la puerta abierta de la habitación de mi madre.

—¡A un lado! —gritó Alejandro a los sirvientes—. ¡Moveos!En el interior de la habitación, había un silencio escalofriante.

Mi madre, con su vestido púrpura, yacía tranquilamente en un diván en el centro de la habitación, con su piel suave dorada por la luz de las velas. En el suelo, Iras y Carmiona descansaban sus cabezas en dos almohadas de seda como si estuviesen dormidas.

—¿Meter? —avancé lentamente, mientras, detrás de nosotros, Octaviano se apiñaba en la puerta con Agripa y Juba.

Cuando no se movió, grité:—¡Meter!Y mi hermano y yo corrimos hacia ella.—Meter —supliqué y la sacudí por los hombros.La corona que se había colocado cuidadosamente en equili-

brio sobre su cabeza golpeó contra el piso y produjo un sonido hueco. En el suelo, Carmiona no se movió. Tomé sus manos entre las mías, pero los ancianos dedos que me habían enseñado a

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dibujar estaban fríos. Agarré su brazo y me tambaleé hacia atrás cuando vi las huellas de dos pinchazos.

—Alejandro, ¡usó una víbora!Me volví y vi a Octaviano y a Agripa de pie, en la puerta, ro-

deados de soldados.Juba corrió a mi lado y buscó los latidos del corazón de mi

madre. Después, se inclinó y tocó los cuellos de Iras y Carmiona.—¿Cómo sabes que fue una víbora? —me preguntó ense-

guida.—¡Mírale el brazo!Juba se puso rápidamente de pie.—¡Hay áspides en esta cámara! —gritó y se volvió hacia Octa-

viano—: ¡Que sellen esta habitación —y nos ordenó—: Selene, Alejandro, Tolomeo...

—¡No! —me acerqué más a mi madre—. ¡Un médico puede extraer el veneno de la herida!

Juba negó con la cabeza.—Ya se ha ido.—¡Tú no lo sabes! —le grité.Miró a Octaviano buscando una respuesta.—¡Buscad un médico! —ordenó Octaviano.El soldado de pelo blanco junto a él no se movió.—Pero, César —dijo en voz baja—, ya tienes lo que querías.

Está muerta. Y dentro de diez meses entrarás en Roma...—¡Silencio! ¡Buscad un médico y traedlo aquí inmediatamente!Juba tomó a mi hermano por un brazo. Sabía que tendría que

luchar menos con él.—Id hacia la puerta —indicó con firmeza—. Hay por lo menos

una cobra en esta habitación. No pongáis un pie dentro.Esperamos en la entrada y Alejandro parecía una de las esta-

tuas de mi madre. Estaba delgado, pálido e inmóvil.—Era mentira —le susurré en parto—. No pensaba volver a

Roma dentro tres días. Quería que ella muriese. Quería que se suicidara.

Llegó el médico y su piel negra brillaba a la luz de la lámpara mientras hacía su trabajo. Mi hermano permaneció en silencio y yo podía oír el tumulto de mi corazón latiendo en mis oídos mientras lo observaba.

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Encontró las heridas en su brazo e hizo una incisión delgada sobre las mordeduras. Entonces, aplicó los labios sobre la piel y trató de succionarle el veneno del cuerpo. Lo observamos duran-te lo que nos pareció una eternidad. Entonces, por fin, se puso de pie. Sus labios estaban rojos con la sangre de mi madre, pero por la expresión de su rostro supe que éramos huérfanos.

Alejandro preguntó enseguida:—¿Enterrarán a nuestra madre en su mausoleo?Octaviano alzó la cabeza y dijo:—Naturalmente. Era la reina de Egipto.Pero no había ningún remordimiento en su rostro. Ni siquiera

sorpresa.Agripa preguntó:—¿De veras vas a dejar a los niños con vida?Los ojos de Octaviano me escudriñaron como había hecho con

el tesoro de mi madre.—La niña es hermosa. Dentro de unos años, habrá que silen-

ciar algún senador. Tendrá entonces edad para casarse y lo hará feliz. Y ninguno de los niños ha llegado aún a los quince años. Dejarlos con vida parecerá misericordioso.

—¿Y Roma? —quiso saber Juba.—Dentro de algunos meses, cuando las cosas se hayan estabi-

lizado aquí, embarcaremos.

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