la historia como desciframiento. historiografía...

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Para uso exclusivo interno de la cátedra de Literatura Argentina I Traducción realizada por Matías Philipp. Revisada por Adriana Astutti. Supervisión General de Sandra Contreras GOSSMAN, LIONEL, History as Decipherment: Romantic Historiography and the Discovery of the Other, New Literary History, 18:1 (1986:Autumn), p.23-57. La Historia como desciframiento. Historiografía romántica y descubrimiento del Otro Gossman, Lionel “El hombre no es amo ni esclavo de la naturaleza. Es su intérprete y su palabra viva… El hombre completa el universo y le da voz a la muda Creación, proclamando a través de los siglos el secreto escondido en las entrañas de la tierra” Edgar Quinet, De l´Origines des Dieux Apiádense de ustedes mismos, pobres hombres del Oeste. Recupérense, piensen en la salvación común. La Tierra les suplica que vivan… Si os pierde se pierde a sí misma. Porque ustedes son su genio, Su espíritu de invención. Su vida depende de la vuestra, y vuestra muerte será la propia.” Michelet, La Mer, 4.7 “La Libertad consiste en mi no tener ningún Otro opuesto a mí, pero dependiendo de un contexto En el que puedo ser yo mismo” Hegel, Enzyklopaedie. 38.z I En el siglo XVIII la historia era una rama de la elocuencia, un modo de los argumentos legales y constitucionales, o una fuente de evidencias para aquellas leyes del mundo social que estudiosos iluministas como Montesquieu o Malthus esperaban descubrir

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Para uso exclusivo interno de la cátedra de Literatura Argentina I

Traducción realizada por Matías Philipp. Revisada por Adriana Astutti.

Supervisión General de Sandra Contreras

GOSSMAN, LIONEL, History as Decipherment: Romantic Historiography and the

Discovery of the Other, New Literary History, 18:1 (1986:Autumn), p.23-57.

La Historia como desciframiento.

Historiografía romántica y descubrimiento del Otro

Gossman, Lionel

“El hombre no es amo ni esclavo de la naturaleza.

Es su intérprete y su palabra viva… El hombre

completa el universo y le da voz a la muda

Creación, proclamando a través de los siglos

el secreto escondido en las entrañas de la tierra”

Edgar Quinet, De l´Origines des Dieux

“Apiádense de ustedes mismos, pobres hombres del

Oeste. Recupérense, piensen en la salvación común.

La Tierra les suplica que vivan… Si os pierde se

pierde a sí misma. Porque ustedes son su genio,

Su espíritu de invención. Su vida depende de la

vuestra, y vuestra muerte será la propia.”

Michelet, La Mer, 4.7

“La Libertad consiste en mi no tener ningún

Otro opuesto a mí, pero dependiendo de un contexto

En el que puedo ser yo mismo”

Hegel, Enzyklopaedie. 38.z

I

En el siglo XVIII la historia era una rama de la elocuencia, un modo de los argumentos

legales y constitucionales, o una fuente de evidencias para aquellas leyes del mundo

social que estudiosos iluministas como Montesquieu o Malthus esperaban descubrir

emulando las leyes newtonianas para el mundo físico. Para principios del siglo XIX, sin

embargo, ya era considerada y practicada como una rama de la filosofía, por no decir de

la teología, un medio de restaurar el contacto con los orígenes y de reconstruir aquello

que era experimentado como una totalidad fracturada. Las tumultuosas décadas de la

Revolución y las conquistas napoleónicas parecían haber demostrado que ni la razón ni

la existencia ofrecían un fundamento adecuado para el orden político y social. Por un

lado, los ideales revolucionarios se habían mostrado incapaces de imponerse en el

mundo. La razón, uno podría decir, había encontrado su Waterloo. Por otra parte, los

regímenes establecidos habían sido sacudidos en sus fundamentos mismos por el

desafío revolucionario. La restauración fue tanto una empresa ideológica como política,

y en el periodo comprendido entre 1815 y 1848 la tarea de proveer un fundamento

convincente para los regímenes posrevolucionarios fue emprendida por filósofos,

abogados y, también por los historiadores. Hegel intento superar la dicotomías kantianas

de phenomenon y noumenon, razón y entendimiento, Savigny trató de zanjar la

oposición entre derecho natural y derecho positivo, descubriendo los axiomas del

derecho en la misma tradición legal; y el joven Ranke procuró develar las continuidades

subyacentes en la historia. Si bien Dios se mantiene siempre inaccesible e inescrutable,

escribió, Él “mora, vive, y puede ser conocido en todo lo histórico. Cada hecho da

testimonio de Él, cada momento predica Su Nombre, pero sobre todo, la conexión de la

historia como un todo. [Esta conexión] se presenta [ante nosotros] como un jeroglífico

sagrado…” (1). Descifrar este jeroglífico, según Ranke, es una forma de servir a Dios

como predicador y como maestro. Resumiendo, Dios se esconde en las continuidades de

la historia, y el estudio de la historia, para la secta de pastores que se ubican en los

comienzos de la historiografía decimonónica, ya no puede seguir el modelo, de la física

y las ciencias mecánicas, tal como la concebían los estudiosos del iluminismo. Es, en

cambio, una forma de la hermenéutica.

El rol que los historiadores románticos se atribuían era similar al de los poetas.

Si el poeta, de acuerdo con Baudelaire, era el intérprete de “la lengua de las flores y de

las cosas muertas,” (2) el historiador debía recuperar y leer los lenguajes perdidos del

mundo pasado, para así develar una historia que, tanto los monarcas del antiguo

régimen como los nuevos amos de la Europa creada por el Iluminismo y la Revolución,

habían tratado injustificadamente de ignorar o negar. Al hacer hablar al pasado y

restaurar la comunicación con el, se creía que el historiador podía conjurar conflictos

potencialmente destructivos producidos por la represión y la exclusión; al revelar la

continuidad entre los remotos orígenes y el presente, entre lo otro y lo mismo, podía

fundamentar el orden social y político demostrando que los antagonismos y rupturas –

principalmente los persistentes antagonismos sociales– que amenazaban su legitimidad

y su estabilidad no eran absolutos ni se encontraban mas allá de toda mediación.

Previsiblemente, en estas circunstancias, la imaginación histórica del siglo XIX se

orientó hacia lo remoto, lo oculto, lo inaccesible: hacia los comienzos y los finales, los

archivos, las tumbas, la matriz, las llamadas civilizaciones mudas, como los egipcios y

los etruscos, cuyos lenguajes e historia seguían siendo un enigma. (3)

La fascinación por lo misterioso, lo original, aquello escondido en el pasado, es

probablemente el síntoma oculto de otra ansiedad mas opresiva, que surge con la

igualmente muda masa popular, de cuya antigua matriz habrían surgido, según la propia

visión romántica de la historia, tanto el burgués moderno como la moderna

historiografía burguesa. Con respecto a este Otro el historiador albergaba sentimientos

encontrados de culpa, miedo y ternura. (Michelet, por ejemplo, atribuía regularmente

este sentimiento al joven destinado, en su opinión, a ser el amo y el protector de la

mujer que lo aburre y que una vez lo apretó, dependiente e indefenso, contra su pecho).

En la historiográfica romántica, la naturaleza, el Oriente, la mujer, el pueblo, y el

pasado oculto mismo, son casi siempre metáforas intercambiables entre sí de lo

oprimido y reprimido en general –figuraciones de lo Otro de la razón y del orden

burgués. (4) En definitiva, el historiador podía declarar estar restableciendo la

comunicación con un pasado remoto –un reino lejano anterior a todas las separaciones,

distinciones y prohibiciones, anterior incluso a la ley misma, una condición de fusión

original, en la cual, según palabras de Michelet “las bestias tenían todavía el uso de la

palabra y los hombres estaban compenetrados con su hermana la Naturaleza”.

Simultáneamente, sin embargo, él dejaba descansar en paz a los fantasmas de ese

pasado, para que así “honrados, consolados… y bendecidos, pudieran retornar

pacíficamente a sus tumbas”. De esta manera, el historiador era tanto el fiel “hijo” de un

pasado “maternal” como el arquitecto de un “paternal” futuro. A través suyo, el hombre

moderno podría contemplar sus orígenes –todo aquello que se presentía como olvidado

o reprimido- sin ser destruido en el intento.

La legitimación y la consolidación del nuevo orden social posrevolucionario

requerían que las aparentes discontinuidades y rupturas se mostrasen como resueltas en

una continuidad “superior” (usualmente denominada Progreso). Debían descubrirse

lazos ocultos entre fuerzas que entraban visiblemente en conflicto: el hombre y la

naturaleza, el hombre y su propia naturaleza, el hombre y la mujer, el Oeste y el Este, la

burguesía posrevolucionaria y el pueblo, el historiador académico y la gente común a

quien debía su existencia y cuya historia era en muchos casos su objeto de estudio

privilegiado. Esta tarea solo podía ser llevada a cabo, sin embargo, trayendo a la luz,

nombrando, y reconociendo aquello que los archivos históricos tan a menudo habían

tratado de reprimir –las injusticias del pasado, los actos de violencia a través de los

cuales las distinciones y discriminaciones (tales como la propiedad, la familia, el estado)

que el mismo historiador aceptaba como condiciones necesarias de la civilización y del

progreso, fueron establecidas, y que habían sido reiteradas en los sucesivos estadios del

desarrollo de la humanidad. En su Life of Luther (1835), Michelet saluda al gran

Reformista como un emancipador y un héroe de los tiempos modernos. Al mismo

tiempo, sin embargo, se rehusaba a repudiar al antiguo Catolicismo medieval del cual

había surgido el Protestantismo moderno. Prefería, escribe, depositarlo gentilmente en

su tumba como a una madre amada y venerada. (6) Antes, en la Roman History de

1831, había explicado como los antiguos historiadores de Roma intentaron ocultar la

violencia de la sujeción colonialista de su “madre Alba”, argumentando que traer a la

luz esta operación de encubrimiento –la naturaleza de la realización del destino histórico

de Roma- era una de las principales obligaciones de los modernos historiadores de

Roma (7). De la misma manera Edgar Quinet, poco después, denostaba a aquellos

historiadores contemporáneos que tomaban los documentos oficiales como índices

confiables de lo acontecido en el pasado. Estos “dupes de l´ècriture scellée” como el los

llama (crédulos de escritos que llevan un sello oficial), olvidaron que la principal

obligación del historiador es salvar a las futuras generaciones de ser engañadas por “ce

grimoire officel” (8). Solo reconociendo aquello no admitido ante la memoria pública

podría exorcizarse el pasado (detrás del cual no es difícil discernir los contornos todavía

frescos de la Revolución Francesa, la ejecución de los reyes y el Terror), fundamentarse

con firmeza el presente (el orden posrevolucionario de la monarquías constitucionales)

firmemente fundamentado, y liberarse de la de culpa y la repetición las fuerzas de la

vida, para así poder desenvolverse libremente hacia el futuro. Recordar es,

paradójicamente, la condición del olvido, y probablemente no es accidental que el verbo

“oublier” –olvidar– sea el “leitmotiv” en los diarios de Michelet, o que el ideal de una

vida liberada de las cargas del pasado sea el persistente mensaje de su amigo Quinet. (9)

La práctica de una escritura histórica es en sí misma una evidencia de la creencia

de los historiadores en su misión mediadora. En la narrativa neoclásica dispositivos

retóricos familiares eran utilizados para mantener ambos elementos de la narrativa- el

ítem individual (“vida”, como lo llama Schiller en sus Letters on the Aesthetic

Education of Man) y la estructura organizadora (la “forma” de Schiller) –en equilibrio,

reconciliando de esta manera la discontinuidad con la continuidad, lo particular con lo

general. Escribir la historia en una época en que la “vida”, en el sentido de nuevas

fuerzas y energías colectivas, se afirmaba triunfalmente a sí misma contra las formas

sociales preponderantes, exigía a los historiadores románticos llevar adelante su tarea

con un agudo sentido de la singularidad y originalidad del fenómeno histórico, y por lo

tanto de la ruptura y la discontinuidad. Las convenciones retóricas que el siglo XVIII

había aceptado como la condición de cualquier representación y de cualquier

conocimiento ya no parecían ser suficientes.

Los historiadores románticos se vieron compelidos a buscar más allá de ellos “la

verdadera vida” del pasado, donde tanto los fenómenos individuales como las relaciones

vitales entre ellos podrían ser desentrañados en su inmanencia y en su presencia. Las

técnicas de descripción “realistas”, que los historiadores románticos habían tomado de

la novela contemporánea, habían sido concebidas para hacer sentir al lector que no

existían barreras entre él y el objeto, que aquello que veía a través de su ojo mental no

era una representación convencional, sino el objeto recreado “wie es eigentlich

gewesen,” para citar una frase famosa –o, en otras palabras, que ningún significado

intervenía entre el significante y el referente (10). En casos extremos, como la

inmensamente exitosa History of the Dukes of Burgundy de Prosper de Barante (1824),

este designio daba lugar a un texto histórico que no era sino un collage de testimonios

contemporáneos. El método de Barante consistía en transcribir libremente y montar

pasajes selectos de las crónicas medievales tardías (Froissart, Monstrelet, Commynes).

De esta manera su texto no solo relataba el pasado sino que era en sí mismo parte de él

(11). Con Barante, la historia parece literalmente hablar por sí misma, sin continuidad

aparente entre la realidad pasada y la narrativa presente.

Lo real en su concreta y vívida presencia fue también, además, un símbolo, un

jeroglífico para usar un término de Ranke. Así, los eventos individuales apuntan mas

allá de ellos hacia un significado que les es impuesto según el lugar que ocupan dentro

de un orden narrativo. Las narrativas individuales, alternativamente, adquieren un

significado de acuerdo a una narrativa superior que las contiene. De esta manera, para

Michelet cada episodio de la historia romana adquiere su significado a partir del hecho

de pertenecer a la historia de Roma. Y la historia misma de Roma tomó su significación

a partir del lugar que ocupa en la historia universal. A la inversa, fue una de las claves

para entender la historia universal. Concretamente, prefiguró y sugirió el significado de

la historia de Francia. “Roma”, escribía Michelet en lo más álgido de la Revolución de

Julio, “es el punto nodal del inmenso drama cuya peripeteia Francia dirige actualmente”

(12). La preocupación de los románticos por mantener a un tiempo las distinciones y

afirmar la unidad y la continuidad –en términos historiográficos: preservar la

especificidad de los eventos y analizar las relaciones causales entre ellos, y al mismo

tiempo descubrir su “significado” a través de una interpretación hermenéutica –daba a

su trabajo un carácter religioso, incluso teológico, mucho más cercano en espíritu a la

reciente especulación del protestantismo sobre la relación entre el Jesús histórico y el

Cristo carismático que a los esfuerzos de los académicos Iluministas por descubrir las

“leyes” de la existencia histórica y social. No sorprende el comentario de Michelet en

1833 acerca de la Pasión. “Si, Cristo está todavía en la cruz… La Pasión persiste y

persistirá por siempre. El mundo sufre su Pasión, así como la humanidad la sufre

durante su larga marcha histórica, y como cada corazón individual durante el breve

lapso en que le es dado latir. Para cada uno existe una cruz y un estigma”. (13)

Era un acuerdo casi universal que para poder escribir la nueva historia, las

competencias tradicionales de los historiadores neoclásicos –erudición, juicio crítico, y

facilidad retórica– debían ser acompañadas por inusitados poderes de adivinación. Con

respecto a esta cuestión Humboldt, Niebuhr y Michelet plantean lo mismo. Filiándose

conscientemente con la figura órfica del poeta y del profeta, los nuevos historiadores se

asimilaban a los héroes u “hombres representativos” que protagonizaban sus historias.

Como esos héroes participaban de las energías de su época y al mismo tiempo las

llevaban a su máximo grado de potencia, provocando así “el cambio” y construyendo

“la historia”, el genio-historiador –explica Michelet en The People– era parte del

pueblo y por esa razón podía iluminar y articular su más profunda experiencia,

proveyéndole, por lo tanto, de la mirada necesaria para desarrollarse y cumplir

plenamente su destino histórico. Los escritores de la historia romántica comprendían a

sus héroes íntimamente; como Cristo, César o Juana de Arco, ellos eran también

reveladores de acertijos, potenciadores de nuevos nacimientos que garantizaban por

medio de su sacrificio, la continuidad entre el mundo antiguo y el nuevo. Su empresa,

como lo señalo Michelet, era “démesurée” –desmesurada– y no cualquiera estaba

capacitado para llevarla a cabo, sólo los puros de corazón, aquellos cuyo candor no

estuviese oscurecido por las falsas enseñanzas de las academias y la cultura oficial. (14)

La historiográfica romántica no pudo sobrevivir la traumática experiencia de

1848. Una generación escarmentada y prosaica de historiadores denunció la fe optimista

de sus antepasados románticos en la reconciliación del mito y la historia, la poesía y la

ciencia, el pueblo y la burguesía, como una ilusión. Entre los heraldos de estos tiempos

difíciles se encontraban Tocqueville, quien plácidamente acometió la tarea de

desacralizar el más popular de los objetos de culto, la Revolución francesa (15), Fustel

de Coulanges quien repudió como una peligrosa presunción el hábito de sus

predecesores de leer la historia antigua bajo la moderna luz que irradiaban las ideas e

intereses modernos; Taine y Renan, con su escrutinio clínico, y muchas veces cínico, de

las más veneradas épocas y eventos históricos; y el Profesor Gabriel Monod, admirador

y biógrafo de Michelet, quien anunciaba en su introducción al primer número de la

Revue historique (1876), el órgano oficial de la nueva profesión historiográfica

francesa, que la historiografía, habiendo sido hoy emplazada sobre cimientos

científicos, ya no necesitaba de genios inspirados como en épocas anteriores. Dándole la

espalda a las representaciones románticas del pasado, las cuales, según su punto de

vista, se habían mostrado trágicamente incapaces de entender las fuerzas reales

involucradas en los procesos históricos y con respecto a las aproximaciones

hermenéuticas que habían dado lugar a esas representaciones, la nueva escuela de

historiadores repudiaban el rol profético a favor de un ideal científico más austero. Al

mismo tiempo, se alejaron del casi siempre turbulento foro ocupado anteriormente por

Michelet y Quinet, refugiándose en la tranquilidad del estudio o en la calma de los

cuartos del seminario

En las páginas que siguen me propongo considerar más de cerca algunos aspectos

concernientes al pasaje de la historiografía neoclásica a la Romántica. Quiero sugerir,

ante todo, que el Iluminismo, y luego la Revolución, perturbaron la concepción

tradicional del tiempo histórico así como los métodos tradicionales para la composición

historiográfica. A continuación, intentaré argumentar que el ataque hacia la tradición

llevado adelante por el Iluminismo, su intento de separar el presente del pasado, no era

de ninguna manera incompatible con la idea de que liberarse de aquello que se percibe

como una tradición alienada e insoportable suponía necesariamente un viaje de regreso

a los orígenes, incluso cuando sea difícil imaginar que algún estudioso iluminista

representaría ese viaje como lo hiciera Michelet mientras tomaba un baño en Acqui –

hundiéndose cada vez más profundo en el barro restaurador de la terra mater– o

explorando los ocultos abismos del mar, La Mer, definiendo y dándole voz a sus

desconocidos designios, todas imágenes del poeta-historiador descendiendo en el

pasado (17). De cualquier manera entre Rousseau, Diderot, and Winckelmann, por una

parte, y Michelet y Quinet, por la otra, existen figuras intermedias, especialmente

aquellos sobrios estudiantes del Iluminismo tardío quienes dedicaron sus vidas a

excavar las tumbas y recuperar las lenguas perdidas de Egipto, Asiria y Etruria – “la

muette Etrurie”, “le muet Orient”, como Michelet gustaba decir (18). Me gustaría

detenerme brevemente en dos de estas figuras antes de introducirme en la teoría de la

historia como desciframiento tal como fue elaborada por los discursos académicos

alemanes en las primeras décadas y hasta mediados del siglo XIX, especialmente por un

filólogo clásico colega de Hegel en Berlín, August Boeckh.

Quisiera concluir comentando brevemente la especial misión historiográfica

atribuida a Francia en los escritos de los historiadores Románticos Franceses. Ya que si

Alemania era la “India de Europa”, como la llamaba Michelet, si era de todas las

naciones occidentales aquella que mejor había preservado la inocencia y la simpleza de

una infancia prístina representando, por lo tanto, en los tiempos modernos, la sagrada

sabiduría y la unidad de Oriente (19)(aquí aparecen, incidentalmente, las bases de lo que

hoy conocemos como el mito ario y la idea de Alemania, i.e. superioridad Aria), los

franceses –desde Madame de Stael hasta Edgar Quinet– se concebían a sí mismos como

los intérpretes de Alemania para el mundo. Su tarea consistía literalmente en traducir o

hacer accesible esa preciosa, poética, pero peligrosamente oscura y panteísta sabiduría

para el occidente racionalista, individualista y prosaico, de manera que el receptor no

fuese enloquecido o violentado por este don, sino que fuera capaz, por el contrario, de

apropiárselo y explotar sus secretos en beneficio propio(20). Como lo definió Michelet,

en lo que parece ser una actualización de la vieja translatio studii, el rol de la Francia

moderna, como alguna vez lo fue de Grecia y luego del Imperio romano, es difundir la

nueva revelación e interpretarla. Cualquier solución intelectual y social es estéril para

Europa hasta que Francia la interpreta, la traduce y la populariza… Francia habla el

logos de Europa, como alguna vez Grecia habló el de Asia” (21). Resumiendo, Francia

recolecta la sabiduría mundial, universalizándola, volviéndola consciente, de la misma

manera en que los historiadores franceses recolectaban, unificaban y presentaban a sus

compatriotas los fragmentos dispersos de un pasado nacional. Francia, según palabras

de Michelet, es tanto objeto como sujeto de la historia. “Ella construye la historia y

también la narra”. Y este privilegio retórico, como veremos, es también un privilegio

político.

II

La escritura de una narrativa histórica durante los siglos XVI, XVII, e incluso

XVIII consistía por lo general en la repetición de un cuento bien conocido cuyos

contornos generales eran fijos e invariables, actualizado en un sentido estilístico,

haciéndolo más o menos compatible con las poco cambiantes ideas y valores de una

determinada audiencia, algo muy parecido a como los contadores de historias o los

modernos contadores de chistes adaptan una estructura fundamentalmente invariable a

las expectativas y los clichés de un público variable. Exitosas historias de Francia, desde

la vieja chroniques de Saint Dennis hasta las historias de Dupleix y Mèzerai en el siglo

XVII, o las historias populares del abate Velly y sus continuadores en el siglo XVIII,

muestran un importante grado de consistencia y continuidad estructural. Se podría decir

sin temor a exagerar, que las viejas crónicas sencillamente reaparecen, por vía de las

tempranas versiones impresas, en las posteriores historias influenciadas por el

humanismo. En su Deffence et Illustration de la langue françoyse Du Bellay concebía la

tarea del historiador de Francia como una tarea principalmente retórica: “unir los

fragmentos de la viejas crónicas francesas empleando gran elocuencia, como hizo Livio

con los viejos anales y crónicas de Roma, construyendo con ella un cuerpo histórico

armónico, e intercalando, en el momento exacto, fragmentos excelsos y arengas,

imitando al mismísimo Livio, o a Tucidides o a Salustio o algún otro autor de probada

excelencia”(23). Alternativamente, el historiador podía escribir no la historia de una

dinastía –ofreciendo la tradición como legitimación de la monarquía reinante– sino la de

un príncipe individual, distinguido y legitimado por su carismática forma de gobernar y

de imponer orden así como por sus logros militares. Este tipo de narración histórica,

común sobre todo en el período barroco, también abrevaba intensamente en los antiguos

modelos como Plutarco y Quintus Curtius. Los historiadores competían explícitamente

con sus predecesores en la pintura de grandes hombres y en la rememoración de grandes

eventos. Ya sea tradicionalista o épica, la narrativa histórica entendida de esta manera

fue casi siempre una composición literaria. En 1805, el autor de una nueva Historia de

Francia, manifiestamente basada en una compilación de cuatro famosas historias

preexistentes (Dupleix, Mèzerai, Daniel y Velly), explicaba que “cuando estudio

cualquier tema, busco entre los cuatro aquel que mejor lo ha presentado y tomo su

narrativa como modelo para la mía; después sólo agrego aquello que me parece más de

acuerdo con esa narrativa elegida”. (24) La práctica de la mayoría de los historiadores

franceses queda debidamente ilustrada por una anécdota acaecida durante la primera

mitad del siglo XVIII. Cuenta una visita del exitoso historiador Jesuita Padre Daniel a la

Royal Library. Un librero bien intencionado le muestra al padre dos voluminosas

colecciones de manuscritos con ordenanzas, papeles oficiales y cartas del Rey de

Francia. El Padre pasó dos horas hojeándolos y reputándolos de muy interesantes y

nunca más puso un pie en la Biblioteca por temor a tener que volver a enfrentarse a

ellos. Se cuenta que le dijo a un amigo “no se necesita todo ese papelerío para escribir

historia”. (25)

Era muy improbable una revisión radical de la historia canónica de Francia

mientras la única función política del orden narrativo fuera la sucesión monárquica o la

serie de actos heroicos que constituían el ascenso del príncipe barroco. El objetivo de

registrar la sucesión de reyes presentándola como una cadena indestructible era, en

definitiva, confirmar la legitimidad de la monarquía en el poder arraigándola en la

tradición, mientras por su parte, el autor de espléndidas historias heroicas fundaba la

autoridad de los soberanos en su carisma manifiesto. La reformulación Romántica de la

historia de Francia, el descubrimiento y la postulación del pueblo en lugar de la dinastía

monárquica como héroe del drama, y la transformación de las problemáticas históricas

como un todo considerado inseparable de un programa ideológico superior pensado para

legitimar la nación posrevolucionaria –y más específicamente la burguesía

posrevolucionaria–, y para justificar la ambición de esta burguesía de ser a un tiempo

los hijos, los libertadores, los guardianes, y los representantes o voceros de la masa

popular a partir de la cual habían alcanzado el poder, los intermediarios de la libertad y

el progreso (el final de la historia), y por lo tanto la culminación de un desarrollo

histórico de siglos. Hasta el final del ancien regime, la historia de Francia se vio forzada

a permanecer, más o menos iguala lo que había sido durante la Edad Media: un ciclo o

colección de anécdotas, no demasiado diferentes de las vidas de santos, y manteniendo

poca o ninguna relación con otros ciclos históricos.

Existía otra tradición histórica, corriendo paralela con la que hemos descrito,

pero que difícilmente la interceptara –una tradición más estrechamente asociada con la

filología humanista y con el estudio histórico de las leyes y las instituciones. Esta

tradición ha sido profundamente investigada en lo que hace a Francia por Donald Kelley

en su Foundations of Modern Historical Scholarship: Language, Law, and History in

the French Renaissance. Es una importante tradición, no del todo alejada del presente

tema. La descripción de Guilleaume Budé de la filología, por ejemplo, como el “medio

de revivificación y restauración” no hubiera sido censurada por ningún filólogo

Romántico. (26)

De cualquier manera, la relación de los estudiosos renacentistas tanto con el

pasado como con la historiografía parece haber sido significativamente diferente a la

entablaba por sus sucesores románticos. El camino de regreso a los orígenes no aparece

tan obstruido a los ojos de los estudiosos renacentistas como para que fuera necesario

un poder de adivinación especial en aquel que pretendiera recorrerlo, como

proclamaban los románticos. Tampoco el objeto de estudio proyectaba sobre sí esa aura

de deseo y tabú que llevó a Ranke a describir el trabajo de búsqueda y develamiento de

ocultas fuentes en términos eróticos. Además, como lo señala Kelley repetidamente, los

estudiosos de los siglos XVI, XVII –y yo agregaría XVIII– casi nunca emprendieron la

narración histórica a gran escala. De hecho, guardaron bastantes reparos con relación a

las narrativas históricas y a la “literatura” en general.(27) Finalmente, a pesar de que los

estudiosos, en su mayoría jueces y abogados, concibieron un horizonte histórico mucho

más amplio que el de los narradores históricos del periodo, quienes usualmente eran

retóricos al servicio de algún principado o casa real, dejaron muchos elementos

fundamentales fuera de consideración. Para François Baudouin, por ejemplo, “la

historia integral” significaba la unión de “la historia de nuestros Papas, emperadores y

reyes”(28) –una combinación de la historia legal, eclesiástica y política que todavía se

asemejaba a un delgado amasijo comparada con aquella que Michelet, escribiendo en la

era de las revoluciones democráticas, tenía en mente construir.

De acuerdo con el último Philippe Ariès, el pasado aparecería, para la mayoría

de los europeos medianamente educados de la época clásica, en la forma de una serie de

discretas historias tradicionales o ciclos históricos –la historia o historias de Francia (o

Inglaterra, o España), la historia o historias de la antigüedad clásica, las historias

bíblicas y la historia de la Iglesia, la historia de la localidad o provincia en la cual uno

nació, y la historia de la propia familia. (29) A pesar de que el mismo Ariés se pregunta

si la historia universal tiene todavía la significación preponderante que había tenido

durante la Edad Media, la idea medieval cristiana de que la historia del hombre y la de

la naturaleza eran parte de una única historia –la historia de la Creación– continuó,

creo, dominando la concepción de los hombres de sí mismos y del sentido de sus vidas

y proveyendo un marco para las historias individuales hasta bien entrado el siglo XVIII.

De todas maneras, , esta concepción de la historia junto con las prácticas

historiográficas asociadas a ella, fueron erosionadas de manera gradual y deliberada por

el Iluminismo. Echando un manto de duda sobre las historias y las cronologías

tradicionales, sometiendo todos sus elementos a un escrutinio hostil, ampliando el

panorama histórico para incluir China y América junto con los mundos medievales,

clásicos y bíblicos, desafiando la suposición de que las disposiciones pasadas eran

relevantes para las necesidades presentes, el Iluminismo cavó una brecha entre el

presente y el pasado de los historiadores, entre el lector “filosófico” y las narrativas

tradicionales sobre las que ejercitaban su razón crítica. Además, las especulaciones de

naturalistas y geólogos, crearon la inquietante sensación de que el mundo era más

amplio que el limitado paisaje de la tradición histórica. Una revolución comparable

quizás, a aquella que ya había conmovido la visión neo-aristotélica del universo y

provocado la angustia de Pascal ante “el silencio de estos espacios infinitos” parecía

haber transformado también el tiempo, a su turno, en un inmenso medio indeterminado

y carente de futuro –“Sin vestigios de principio, sin perspectiva de final” según las

palabras de James Hutton en su Theory of the Earth de 1795. La secuencia histórica

familiar, drásticamente desvirtuada y fragmentada a la luz de la crítica histórica, parecía

flotar en este medio pero ya no lo constituía ni lo definía. Para algunas mentes

iluministas, aquello que hasta ese momento había sido denominado como historia era

una partícula insignificante de un proceso temporal mucho más vasto del cual el hombre

ya no era el sujeto ni el centro.

Al volver su mirada hacia el pasado, y por esa misma razón, los historiadores de

fines del siglo XVIII se vieron enfrentados a algo que ya no parecía ser inmediatamente

inteligible y representable, una historia preestablecida que esperaba ser desentrañada a

partir de sus principios fundamentales, como las espléndidas historias barrocas, o

simplemente relatada, como las historias dinásticas tradicionales. Su posición era

extraordinariamente similar a la de Rousseau en el momento de comenzar la escritura

de sus Confessions. La sensación de insignificancia y marginalidad que lo invadió, de

falta o pérdida de identidad –como miembro de una familia, un grupo social, de un

intercambio, de una comunidad religiosa– fue, seguramente, el ímpetu originario detrás

de la escritura de su narrativa autobiográfica, la intención de inventar o reinventar una

identidad. Los historiadores sintieron una pérdida similar, especialmente después de los

conmovedores eventos de la Revolución y del Imperio. Ya nada era seguro o familiar.

Los eventos no se acomodaban fácilmente en su lugar ni ilustraban una historia familiar,

un significado predefinido. Donde los historiadores antes escribían la historia de un

Estado particular, de algunos eventos o de algunas personas, ahora escribían la Historia.

(30). En la History of Charles XII de Voltaire, la narrativa en su conjunto parece ser una

amplificación del dato inicial, un desarrollo dramático, como el mismo Voltaire

enfatizaba, pero en el nuevo mundo creado por el Iluminismo y la Revolución, la

historia, así como lo hacían la novela y la autobiografía, debía buscar el significado, si

es que existía alguno, que esperaba ser descubierto en su despliegue. Nada podía ser

conocido de antemano o previamente determinado, como el sirviente de Jacques le

fataliste de Diderot gustaba recordar a su amo, y nada puede ser conocido

completamente hasta que el rollo del destino haya sido completamente desplegado. La

ocurrente novela de Diderot sugiere las transformaciones sociales que subyacen al

rechazo de la historia como un relato construido sobre el modelo de una figura retórica

–el desarrollo de un paralelismo o una antítesis, por ejemplo– o sobre la estructura de la

tragedia y la comedia clásicas con sus argumentos fijos y sus roles predeterminados. Es

Jacques, el sirviente, quien se deleita en desbaratar las narrativas convencionales y

quien demuestra que nada de lo histórico puede ser conocido por simple deducción a

partir de un a priori ya establecido, y es el amo quien imagina que los eventos se repiten

iguales a sí mismos indefinidamente interpretados por actores diferentes en los mismos

roles y en los mismos escenarios. Ese repudio del sirviente hacia la creencia tradicional

de que el pasado se repite en el presente y el futuro es su declaración de independencia.

Pero esta independencia recién ganada no deja de tener sus problemas, en

especial después de que la cirugía radical que representó la Revolución pareció separar

irrevocablemente el presente del futuro. Individuos y comunidades, vencederos y

vencidos, sintieron súbitamente la pérdida de toda identidad segura, de toda legitimidad.

El problema era práctico y legal al mismo tiempo que ideológico. En Francia, por

ejemplo, era necesario asentar la propiedad de las tierras adquiridas por nuevos dueños

arrebatadas a nobles que después de la Revolución regresaron a reclamarlas. Pero la

profunda necesidad de razonamiento y argumentación, sólo iluminó la incertidumbre

reinante donde antes proliferaban convicciones incuestionables. “El basamento histórico

ha cedido bajo casi todos los pueblos europeos”, le escribió Bruckhardt en 1842 a su

amigo Kinkel. “…Todos los intentos de restauración, sin importar cuan bien

intencionados sean, y por mucho que parezcan ser la única salida, no podrán desmentir

el hecho de que el siglo XIX ha comenzado con una completa tabula rasas.” Un muy

conocido pasaje de Benjamin Constant descubre el otro lado de la libertad de Jaques:

“Victorioso en la batalla que ha enfrentado, el hombre mira un mundo despoblado de

poderes protectores, y se encuentra atónito ante su victoria…. Su imaginación, ahora

ociosa y solitaria, se vuelve hacia sí mismo. Se encuentra solo en un mundo que podría

devorarlo. En este mundo las generaciones se suceden unas a otras, transitorias,

fortuitas, aisladas; surgen, sufren, mueren… Ninguna voz de los que ya no están se

prolonga en las vidas de los que aun viven, y la voz de las actuales generaciones pronto

será devorada por el mismo silencio eterno. ¿Qué puede hacer el hombre, sin memoria,

sin esperanza entre el pasado que lo abandona y un futuro que se cierra ante él? Sus

invocaciones ya no son escuchadas, sus plegarias no obtienen respuesta. Él ha

rechazado todos los soportes con que sus antecesores los habían rodeado: está reducido

a sus propios recursos.”

El héroe de Constant, Adolphe, fue más lacónico: “Sentí el estallido de la última

bomba”, dice, mientras presencia la muerte de la mujer de la cual tan furiosamente

luchó por liberarse. “Qué pesada es esta libertad que ahora poseo y que hoy me cuesta

tanto sostener. Cuánto desea mi corazón esa dependencia que encontraba tan

intolerable” (31)

El notable contraste entre la desesperanzada visión que presenta Constand de la

condición humana y la presentada por Michelet sólo ocho años después en la lección

inaugural en la Sorbonne de 1834, da una idea del programa ideológico que el

historicismo romántico plantea para sí. Donde Constant se abisma arrepentido en una

escena de alineación y ruptura, Michelet, escribiendo ante el resplandor de la revolución

de 1830, proclama la continuidad entre el pasado y el presente. El pasado, insiste en un

pasaje que puede encontrarse duplicado en los escritos de Emerson, Novalis o Grimm,

esta inscripto con trazo indeleble en la anatomía del presente:

“Esta casa es vieja; puede pintarse de blanco y repararse exquisitamente, pero ha visto

mucho, muchos siglos han vivido aquí, y todos han dejado algo de sí. Aunque puedan

discernirlo fácilmente o no, no lo duden, los rastros están ahí. Lo mismo sucede con el

corazón del hombre. Casas y hombres, todos llevamos las marcas de épocas pasadas.

Por más jóvenes que podamos ser, llevamos en nosotros incontables ideas antiguas y

sentimientos que ni siquiera advertimos. Estos rastros de tiempos pasados yacen

confusos e indistintos en nuestras almas; en ocasiones nos perturban. Descubrimos que

tenemos conocimiento de cosas que nunca aprendimos y recuerdos de cosas que nunca

presenciamos; sentimos la angustiante reverberación de emociones de personas que

nunca conocimos.” (32)

III

Los escritores del Iluminismo intentaron activamente producir una separación con la

historia tradicional que Constant encontraba tan difícil de sostener como imposible de

abandonar. Esta separación representaba su posibilidad de ser libres. Este es un lugar

común no suficientemente elaborado. Que su propia, afectada, cultura analítica,

reflexiva y sofisticada, era irremediablemente adocenada e incapaz de producir nada

original o verdadero fue un gran tópico en el cual muchos de ellos ejercitaron su

considerable elocuencia, ya sea de manera suspicaz e irónica, como en la poesía

ocasional de Voltaire, o grave y sentenciosamente como en lo Discourses de Rousseau.

En la Alemania protestante y con frecuencia fuertemente pietista, una impaciencia

similar, una similar ansiedad por deshacer los nudos y contratos de una cultura

decadente, marca los escritos de Winckelmann. Sin embargo, para Winckelmann, esto

no era un simple ejercicio crítico o racional. Era también un ejercicio histórico o

arqueológico. La racionalidad, tan a menudo concebida por los pensadores iluministas

como una esencia o una naturaleza atemporal dada, para Winckelmann se encuentra

encarnada en una cultura histórica especifica, y la tarea del crítico de arte o del

historiador del arte es retrotraerse, atravesando el corrompido neoclasicismo del barroco

y el rococó –la cultura de los insignificantes príncipes germanos– y siglos de pedantería

y de aprendizajes equivocados, hasta alcanzar un ideal oculto que estaría históricamente

encarnado en la cultura cívica y republicana de la Grecia del siglo IV. Según la estética

radicalmente neoclásica de Winckelmann, la historia y la tradición eran enfermedades y

el estudio histórico su cura.

Lo que Winckelmann buscaba y encuentra en la Grecia clásica es una verdadera,

hermosa e incontaminada imagen del Ser, nuestro original perdido; la contemplación de

la forma pura de este ideal es el logro más alto y la fuente de inspiración más elevada

para la conducta vital que él pueda imaginar. Por el contrario, para el sucesor de la

siguiente generación de Winckelman, Georg Zoega (1755 – 1809), hijo de un pastor de

la provincia por entonces danesa de Schleswig, y cristiano profundamente convencido

de la naturaleza del Hombre como sujeto de la caída, el objeto de los estudios históricos

se encuentra mas allá de signo visible y sensual de belleza. Ese objeto era un mundo del

cual sobreviven sólo vestigios degradados, fragmentarios y casi indescifrables, un

mundo mucho más antiguo que la Grecia clásica y la cultura cívica con la cual

Winckelmann, anticipando a Diderot y Hegel, había asociado la cultura clásica.

Resumiendo, el origen del verdadero ser –en el caso del cristiano Zoega, quizá podamos

decir la Divinidad– era, de hecho, un Otro, infinitamente remoto, extraño e inaccesible,

separado de la humanidad contemporánea por una diferencia casi insuperable. No era

fácil, por lo tanto, reconocer una forma sensual claramente presente en la superficie,

sino que debía ser laboriosamente descubierta, muchas veces, literalmente,

desenterrada. El gran filólogo Friedrich Welcker quien, como tutor de los pequeños

Humboldt en Roma, había entablado una profunda amistad con Zoegas y quien escribió

su biografía, cuenta cómo el reconcentrado danés podía deambular durante horas por

entre las tumbas de la Ciudad Eterna, hablándole de los silenciosos reinos de Kore y

Perséfone. El principal trabajo de Zoega, De origene et usu obeliscorum (1797), se

ocupa ampliamente de los ritos funerarios de los antiguos. “Mientras que Winckelmann

admiraba por sobre todas las cosas la imaginación del artista en la poesía y la escultura,

viendo en ellas ante todo y principalmente la forma libre, los medios a través de los

cuales la imaginación poética se expresaba en sí misma”, escribió Welcker –es decir,

una proyección del hombre mismo en sus formas originales– “Zoega leía en ambas, una

idea encubierta que le permitiría pensar su espíritu como la energía más profunda de la

vida y de la naturaleza”(33). En pocas palabras, para Zoega, la forma aparente era

siempre la cifra de una realidad trascendente ubicada mucho más allá del mundo

histórico visible, actual. De acuerdo con Welcker, Zoega creía que se malinterpretaba

completamente la cultura Griega si se la separaba de sus raíces religiosas. Lo que

usualmente vemos y admiramos de la Grecia clásica era por lo tanto un producto tardío,

basado en la supresión e incluso la represión, de una sabiduría original y primitiva que

debemos recobrar a partir de los vestigios que han permanecido en el interior de la

cultura que la reemplazó. (34)

Zoega merece ser recordado como uno de los primeros y más originales

miembros de la nueva camada de historiadores-descifradores. Sin embargo, la más

familiar y casi legendaria figura de Champollion, el moderno Edipo que resolvió el

acertijo inmemorial de los jeroglíficos, se acerca en más de un sentido a la figura de

Zoega. De hecho, Champollion conocía y respetaba profundamente el trabajo de Zoega

sobre los jeroglíficos. Apartándose un poco de su extraña personalidad romántica, que

merecería estudios mayores, Champollion compartía con Zoega la convicción de que lo

que generalmente era considerado como la cultura de la antigüedad clásica, incluso esa

antigüedad prístina señalada por Winckelmann, era un retraso relativo en el interior de

las culturas y de ninguna manera una manifestación privilegiada del verdadero origen

del hombre. Tanto para el Zoega cristiano como para el profundamente democrático

Champollion, quien jamás tuvo dudas de su lealtad a la revolución francesa, era esencial

que lo Otro del clasicismo, que todo aquello que el clasismo había excluido o negado,

fuese reinstalado en la conciencia humana del pasado.

Champollion escribió de manera conmovedora sobre la mezcla de nostalgia y

sobrecogimiento con que se enfrentó a los preciosos papiros de la Royal Library en

Turín e ingresó, más tardes, en las sagradas tumbas del antiguo Egipto. Existe, sin

duda, cierta afinidad entre el estudiante Iluminista y sus desenvueltos sucesores

Románticos, uno de lo cuales relata que poner el pie en los archivos tuvo la sensación

de estar entrando por fin al sancto sanctorum, el lugar sagrado hacia el cual había sido

oscuramente arrastrado durante toda su vida (36). Pero todavía una significativa

diferencia, creo, separa a Champollion y Zoega por un lado, de Michelet y Quinet por el

otro.

Tanto Champollion como Zoega hubieran suscrito la famosa formulación de

Michelet acerca de la tarea del historiador – “hacer hablar los silencios de la historia”

(37)– y bien podrían haberla aceptado como una descripción adecuada de su propia

empresa. Pero no estoy seguro de que le dieran el mismo significado que Michelet y su

amigo Quinet le adjudicaban. Para los últimos, descifrar significada darle al pasado o al

Otro un poder de articulación que nunca había tenido, investirlo de un autoconocimiento

que nunca tuvo ni pudo tener, iluminándolo e interpretándolo a través del último y más

“elevado” discurso de la ciencia y de la historia. Por el contrario, es una característica

tanto de Champollion como de Zoega, que ninguno de los dos considerara al extraño

Otro que intentaban alcanzar como algo informe, sin contornos o inarticulado, el

inagotablemente creativo, pero aterrador Otro de la cultura en general. Para Zoega, el

trabajo del estudioso era reunir los vestigios dispersos y destruidos de una lengua

primera, el lenguaje mismo de la divina creación. Los signos o jeroglíficos que estudió

no apuntaban a un mundo enterrado, reprimido o inarticulado en el interior del presente,

un pasado contiguo de un presente que habría reemplazado, sino a un mundo totalmente

diferente del mundo actual e incluso incompatible con él –un mundo prístino, con un

orden divino y pre-histórico que solamente podía ser restaurado por medio de un acto

poético revolucionario, el redescubrimiento o la invención de una lengua poética

original. Sin embargo este lenguaje que serviría de llave al otro mundo no era confuso

ni caótico. Al contrario, era infinitamente más hermosa y armónica, que el lenguaje

vulgar, degradado y mutilado que la había reemplazado. La poesía, en suma, no debía

elevarse a la claridad de la prosa, el pasado no debía articularse a partir del presente.

Era, más bien, la prosa de los discursos racionalistas y pragmáticos la que se presentaba

como inferior al lenguaje poético que la había precedido. La verdad debía buscarse en la

poesía no en la prosa, y el pasado no solo era diferente del presente, sino que era mejor.

“Solo la mirada que se vuelve hacia atrás podrá proyectarnos hacia delante”, escribiría

Novalis un poco después, “ya que la mirada que se vuelve hacia adelante nos conduce

hacia atrás” (38).

De la misma manera, pero por diferentes razones, para Champollion no

encerraba ningún inconveniente tratar al pasado como una infancia (literalmente: sin

habla) y en leerlo con los conocimientos superiores del presente. Según su perspectiva

tenazmente racionalista, la mayor antigüedad de una civilización no la volvía

necesariamente menos articulada ni menos inteligente que la presente. La anterioridad

no representaba un privilegio, como para Zoega, pero tampoco una desventaja. El

Antiguo Egipto era para él una gran civilización y su tarea consistía en convencer a sus

obtusos y prejuiciosos contemporáneos de que no podía ser entendida o reconstruida en

su verdadera historia, como muchos de ellos sostenían, a partir de la publicación de

Napoleon´s Commission d´Egypte, las descripciones de los viajes de Vivant Denon o de

las observaciones dispersas en los trabajos de escritores griegos y romanos. Su

obligación era dejar claramente expuesto que la auténtica historia de Egipto sólo podría

ser aprehendida de sus propios labios, a través de los jeroglíficos, y ya no, como en el

pasado, por medio de las palabras dichas en lugar de ella o sobre ella por sus

conquistadores. Al mismo tiempo, debía enfrentarse al canon estético neoclásico y

demostrar que el arte egipcio no sólo no era inferior al griego –como Winckelmann, por

nombrar sólo a uno, proclamaba– sino que en muchos aspectos era más original y

poderoso (40). El pasado remoto y preclásico, el Otro de la cultura clásica dominante,

quizás había sido silenciado, pero tanto para Champollion como para Zoega, no era

mudo ni inarticulado, y se era amenazante y bárbaro sólo para aquellos que no hacían el

esfuerzo de comprenderlo. Dejando de lado el sentido de lo que podríamos llamar el

aspecto transgresivo de su erudición, Champollion y Zoega siguen considerando al Otro

como algo inteligente e inteligible, Champollion porque todavía compartía claramente

el entusiasmo racionalista del Iluminismo, Zoega porque creía que cuanto más nos

acercáramos a la creación divina original mayor orden y mayor armonía nos sería dado

encontrar. . De hecho, puede ser hasta impreciso, en el caso de Champollion al menos,

hablar de un “Otro”. Ya que hablar del Otro supone definir un no-Ser a partir de un Ser,

y desde esta perspectiva cualquier diferenciación intrínseca al mundo de los objetos, se

disuelve ante la separación esencial entre el objeto y el sujeto. Esta no era, creo, la

perspectiva de Champollion. Para él, la multiplicidad concreta de los fenómenos no se

ha difuminado ante la enceguecedora luz del “significado”.

Michelet ocasionalmente comparte esta visión de lo “primitivo” como algo

inteligente e inteligible. Al comienzo de su carrera, en las copiosas notas que llegan a

duplicar la extensión de su breve Introduction to Universal History de 1831 -una

esquemática narración donde se describe el progreso de la civilización desde Oriente

hasta Occidente y la contribución de los pueblos y culturas más importantes en un

proceso histórico mundial cuya culminación los historiadores ubican en la Revolución

de Julio en París– Michelet citó amorosamente, in extenso, y en traducciones literales,

pasajes de los antiguos textos germánicos con los que se deleitaba. En una de las notas,

afirma incluso la imposibilidad de lograr una traducción adecuada, en cualquier sentido,

de los poemas populares de la famosa colección de Armin and Brentano, Des Knaben

Wunderhorn que le habían encantado. “Estas canciones populares están todavía en mi

corazón y en mis oídos”, escribía, “junto a la más hermosa canción de cuna que haya

escuchado en las rodillas de mi madre. No me atrevería a traducir ni una línea de

ellas.”(41). La consecuencia de este comentario es que el Otro, si bien es intraducible,

no es de ninguna manera insignificante o ilegible. Muchos años después, en The Bird,

Michelet vuelve a tocar esta nota en un panegírico a Alexander Wilson, el pionero

escocés de la ornitología. El conocimiento de Wilson, según Michelet, era de lo

particular, no de lo general. “Wilson no conoce los pájaros en general, sino este o aquel

pájaro particular, de tal o cual edad, con tal o cual plumaje, en tal o cual circunstancia.

Lo conoce, lo observa, lo estudia, y puede contarte lo que hace, lo que come, el modo en

que se comporta, las varias aventuras que le sucedieron, anécdotas sobre el”. Wilson, un

pobre artesano escocés, todavía no se ha separado de la completud de la naturaleza. “El

amigo del búfalo, y el huésped del oso, viviendo de las frutas y del bosque , no tiene

hogar al cual retornar, ni mujer e hijos que lo esperen”. Su familia es “la gran familia

que observa y describe”. Porque todavía es el hijo de la naturaleza, sin duda, porque

todavía no ha constituido familia ni propiedad, la rica variedad de lo natural no le

provoca ansiedad sino amor y respeto. Wilson no trata de reducirla y dominarla; no la

traduce, la trascribe. (42) Más tarde, en Nos Fils, Michelet confiesa en un tono entre

admirado y desesperado, que a pesar de haber amado al pueblo toda su vida, jamás

había podido traducir su lengua a la propia. (43)

En muchos aspectos la tensión entre la veneración del Otro –esto quiere decir,

no sólo de lo primitivo y extraño, sino de la particularidad histórica, del evento o

fenómeno discontinuo en su singularidad única e intraducible, la energía profunda de la

“vida” que ningún concepto puede aprehender –y la ambición de traducirlo,

representarlo, definir su significado, para así, de algún modo, domesticarlo y

apropiárselo, puede ser pensada como la condición de posibilidad para la empresa

historiográfica romántica. Pues la persistencia de al menos una diferencia residual entre

el “original” y la traducción, entre la “Realidad” o el Otro y su representación, fue lo

que a un tiempo generó y sustentó la actividad del historiador, más bien como una

condición de la historia misma, según la visión de los románticos, ese infinito diferir del

desarrollo pleno del proceso, ese desenlace de la historia, que los historiadores

Románticos tan a menudo evocan en sus retratos de las epifanías históricas, y que tanto

añoran y temen. La preservación del Otro parece haber sido necesaria, en suma, tanto

para la continuidad de la historia, según la concebían los Románticos, como para la

persistencia de la narrativa historiográfica romántica. No hay duda de que la

singularidad del Otro sobrevive en el texto más esquemático de Michelet, aunque sea

confinada a los márgenes y al cuerpo narrativo de la nota. Es en las notas del

historiador, uno podría decir, donde se construye al Otro su santuario y se lo protege,

dándole amparo ante la amenaza de apropiación a la que la enfrenta la narrativa

histórica.

La obra de Michelet presenta, sin embargo –y con frecuencia– una visión alternativa del

Otro, una visión que expresa tanto la urgencia del historiador por justificar y santificar

el proceso de la historia como el miedo de que eso sea imposible, de que quizás no

exista manera de subsumir las discontinuas e incomparables manifestaciones

individuales de la “vida” en un esquema continuo e inteligible, en una palabra, de que la

historia no tenga sentido. El oculto objeto de curiosidad y de deseo -lo excluido, lo

alienado, lo reprimido, lo femenino– es aquí identificado con lo caótico, lo ilimitado, lo

informe, aquello fuera de toda ley, es decir todas esas fuerzas “primitivas”, pre-

individuales y casi pre-humanas, ciegamente productivas e improductivas al mismo

tiempo, que la cultura occidental moderna, definida y patriarcal parecería haber

inventado con el fin de definirse en oposición a ella. El Otro de los Románticos presenta

aquí un aspecto amenazadoramente excitante. Si por momentos parecería ser en última

instancia reducible, gracias al esfuerzo heroico del historiador, a un orden inteligible, en

otros momentos aparece ante ellos como la terrible, ilegible, irrepresentable imagen de

la irracionalidad y el sinsentido último de la existencia, su propio Némesis horroroso.

Lo Otro produce así, en quienes tratan de investigarlo, una combinación de

terror y deseo, de reverencia y exacerbada necesidad de dominio. La dialéctica del Ser y

lo Otro (forma y vida, cultura y naturaleza, masculino y femenino, burguesía y pueblo)

fue tomando una relevancia inusitada mientras los historiadores luchaban

desesperadamente por la recuperación y reapropiación de un Otro que parecía eludirlos

constantemente, y que justo en el momento en que se percibía como finalmente

controlado y ordenado, era redescubierto (o reinventado). Cuando el historiador de las

leyes y filólogo suizo J. J. Bachofen, por ejemplo, intentó extender el concepto de

cultura para incluir la prehistoria y formas sociales muy diferentes a las occidentales –y

en el mundo profundamente patriarcal del siglo XIX su idea de Mutterrecht o Ley

Matriarcal aplicada al pasado remoto (esto es, la idea de que la mujer y no el hombre, es

la fundadora de la cultura) era un oxímoron mucho más desafiante que el utópico Livre

populaire de Michelet– sólo consiguió ubicar el Otro aterrador, caótico, innominado y

no conceptualizado mucho más atrás en lo que definió como una promiscuidad

primitiva, herejía o, más simplemente, comunismo. Como madre, educadora y

fundadora de las primeras comunidades organizadas, la mujer podía ser reintegrada a la

cultura y percibida como sujeta a leyes, pero una parte de ella -la femineidad–

permanecía aparentemente irrecuperable, inseparable de una naturaleza sin leyes.

Salomé danzando frente a un Herodes viejo y demacrado, aunque fascinado, como en la

popular pintura de Gustave Moreau de 1874.

En su libro acerca del mar (La Mer), Michelet aplaudió los triunfos de los

Prometeos decimonónicos –Romme, Reid, Peltier, Piddington– quienes habían

dominado las mareas al conocer de sus leyes. “Lo que pensábamos que era capricho se

descubrió que estaba sujeto a leyes”, escribió triunfalmente. (44) Pero el trabajo de

Michelet muestra repetidamente que en cualquier momento esta naturaleza inteligible,

en apariencia obediente a leyes, puede súbitamente descubrirse amenazante,

indescifrable en lo subterráneo –la indomable femineidad (“Circe”, “marâtre”) bajo la

gentil madre nutricia. Francia, según las palabras de Louis Blanc, es “un país donde la

vida de los reyes esta plagada de tormentos, y donde las multitudes tiene sus subidas y

bajadas como la marea” (45). El Otro, en resumen, como mujer, como el pasado remoto,

como el pasado del hombre civilizado, y como el vestigio vivo de este pasado, el pueblo

–no, desde ya, en el rol constructivo y heroico que le asigna la narrativa inspirada de

los nuevos historiadores nacionales, sino en sus incontables arrebatos de furia

aterradora- resiste persistentemente los esfuerzos de los historiadores por integrarlo y

sujetarlo a sus categoría lingüísticas, descriptivas y de comprensión (46). En un pasaje

particularmente profético de Le Peuple, escrito dos años antes de la revolución de 1848,

que desbarató tantas esperanzas e ilusiones, Michelet recuerda una visión pesadillesca

que dice haber experimentado mientras visitaba Dublín. Los atracaderos del Liffey, el

río mismo, le recordaba París, dice, pero un París sin sus glorias, sus monumentos, las

Tullerías, el Louvre, los comercios opulentos. Observó luego algunas personas

pobremente vestidas acercándose por el puente. No parecían trabajadores franceses ya

que no vestían guardapolvos de trabajador (“blouses”), sino viejas ropas desteñidas.

“Discutían violentamente, en un todo desmedido, gutural, bárbaro, con un deforme

jorobado vestido con harapos... Otros se acercan, todos enfermos y deformes.”

Repentinamente, fue arrebatado por el terror. “Todas estas figuras eran franceses… era

Paris, era Francia, una Francia que se había vuelto sucia, brutal, salvaje.”(47)

Pero el historiador nunca abandona su búsqueda de orden. La historiografía

romántica esta siempre “modernizando” la historiografía. Dejando de lado su

proclamado sentido de la singularidad y la individualidad del fenómeno histórico y su

simpatía por aquello mudo y no conocido, los románticos no dudaban por mucho que la

perspectiva histórica de su propio tiempo y sus propios conocimientos, por ser más

avanzados, más cercanos al desenlace de la historia, eran superiores. Los hechos

desnudos del pasado son siempre traducibles en una narrativa coherente. “Los sucesos

de los últimos cincuenta años”, escribió Augustin Thierry en 1840, “nos han enseñado a

entender las revoluciones de la Edad Media; a discernir los caracteres fundamentales de

las cosas debajo de la letra de la crónica; a extraer de los escritos los Benedictinos cosas

que esos eruditos jamás vieron.”(48)

La lucidez suprema es aquella en que la simpatía por el pasado se combina con

el conocimiento y la promoción activa del presente. Todo artista, escribió Michelet a

propósito de Rubens, es el hijo de su madre (49), y podría haber agregado: y todo

historiador también. Es a través del historiador –artista, hijo de su madre, criatura de la

naturaleza, que lo silencioso y mudo de la historia accede al discurso y se vuelve

accesible e inocuo para los vivos. (50). Toda vida, declara Michelet en The Bird, saluda

al sol, “pero sólo una dice su admiración, habla por todos, canta… Los pájaros dicen la

alabanza del día. Los pájaros son su sacerdote y su augur.”(51). De la misma manera, la

bruja habla por la mujer común (“No es bueno que intentes hablar, pequeña silenciosa.

No serás capaz de expresarlo. Yo hablaré por ti”) (52); París habla por Francia; Francia

habla por Europa y el mundo moderno, el genio habla por las masas; y Michelet habla

por el pueblo y por todas las provincias de Francia, interpretando para ellos sus

“olvidados sueños nocturnos” (53), y por su joven esposa Athenais Mialaret, cuya

biografía escribió, y cuyos tanteos como escritora de historia natural reunió

incorporándolos a sus propios textos (54). En el prefacio a la History of France de 1869

compara su propio recuento del siglo XIV con la popular History of The Dukes of

Burgundy que Prosper de Barante escribió en 1820 “Qué hubiera sido de mi en ese siglo

XIV”, escribió, “si me hubiese quedado con el método de mi ilustre predecesor

convirtiéndome en su dócil intérprete, en el traductor servil de las narraciones de la

época. Cuando se introduce en períodos ricos en registros oficiales y en auténticos

documentos, la historia madura y adquiere control sobre las antiguas formas de la

crónica, dominándola, purificándola y juzgándola. Muñida de registros confiables que la

crónica nunca conoció, la historia pone a la crónica sobre sus rodillas, digamos, como a

un niño pequeño cuyo balbuceo atiende con entusiasmo, pero a quien a menudo debe

corregir y contradecir” (55).

Como Champollion aparentemente parece no haber considerado el pasado que

estudiaba como algo inarticulado o amenazante, no había razón para que experimentase

la intensa necesidad de Michelet por controlar y dominar aquellas voces que proclamaba

haber liberado del silencio del sepulcro. Es característico, en relación a esto, que el gran

egiptólogo haya tratado de detener el saqueo occidental de las antiguas piedras de

Egipto –una actividad que parecía motivada, cuando no era sólo una cuestión de mera

codicia, por un deseo no sólo de preservar la venerable anatomía del pasado sino

también de aprisionarlo en los templos y museos de la ciencia occidental; lo mismo que

a aquellas lápidas erigidas en nombre de la ciencia sobre los cuales el autor de The

Witch, por lo demás tan obsesionado por el horror del in pace, tenía poco que decir. Por

el contrario, su entusiasmo por los museos era ilimitado. (56)