la historia como desciframiento. historiografía...
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Para uso exclusivo interno de la cátedra de Literatura Argentina I
Traducción realizada por Matías Philipp. Revisada por Adriana Astutti.
Supervisión General de Sandra Contreras
GOSSMAN, LIONEL, History as Decipherment: Romantic Historiography and the
Discovery of the Other, New Literary History, 18:1 (1986:Autumn), p.23-57.
La Historia como desciframiento.
Historiografía romántica y descubrimiento del Otro
Gossman, Lionel
“El hombre no es amo ni esclavo de la naturaleza.
Es su intérprete y su palabra viva… El hombre
completa el universo y le da voz a la muda
Creación, proclamando a través de los siglos
el secreto escondido en las entrañas de la tierra”
Edgar Quinet, De l´Origines des Dieux
“Apiádense de ustedes mismos, pobres hombres del
Oeste. Recupérense, piensen en la salvación común.
La Tierra les suplica que vivan… Si os pierde se
pierde a sí misma. Porque ustedes son su genio,
Su espíritu de invención. Su vida depende de la
vuestra, y vuestra muerte será la propia.”
Michelet, La Mer, 4.7
“La Libertad consiste en mi no tener ningún
Otro opuesto a mí, pero dependiendo de un contexto
En el que puedo ser yo mismo”
Hegel, Enzyklopaedie. 38.z
I
En el siglo XVIII la historia era una rama de la elocuencia, un modo de los argumentos
legales y constitucionales, o una fuente de evidencias para aquellas leyes del mundo
social que estudiosos iluministas como Montesquieu o Malthus esperaban descubrir
emulando las leyes newtonianas para el mundo físico. Para principios del siglo XIX, sin
embargo, ya era considerada y practicada como una rama de la filosofía, por no decir de
la teología, un medio de restaurar el contacto con los orígenes y de reconstruir aquello
que era experimentado como una totalidad fracturada. Las tumultuosas décadas de la
Revolución y las conquistas napoleónicas parecían haber demostrado que ni la razón ni
la existencia ofrecían un fundamento adecuado para el orden político y social. Por un
lado, los ideales revolucionarios se habían mostrado incapaces de imponerse en el
mundo. La razón, uno podría decir, había encontrado su Waterloo. Por otra parte, los
regímenes establecidos habían sido sacudidos en sus fundamentos mismos por el
desafío revolucionario. La restauración fue tanto una empresa ideológica como política,
y en el periodo comprendido entre 1815 y 1848 la tarea de proveer un fundamento
convincente para los regímenes posrevolucionarios fue emprendida por filósofos,
abogados y, también por los historiadores. Hegel intento superar la dicotomías kantianas
de phenomenon y noumenon, razón y entendimiento, Savigny trató de zanjar la
oposición entre derecho natural y derecho positivo, descubriendo los axiomas del
derecho en la misma tradición legal; y el joven Ranke procuró develar las continuidades
subyacentes en la historia. Si bien Dios se mantiene siempre inaccesible e inescrutable,
escribió, Él “mora, vive, y puede ser conocido en todo lo histórico. Cada hecho da
testimonio de Él, cada momento predica Su Nombre, pero sobre todo, la conexión de la
historia como un todo. [Esta conexión] se presenta [ante nosotros] como un jeroglífico
sagrado…” (1). Descifrar este jeroglífico, según Ranke, es una forma de servir a Dios
como predicador y como maestro. Resumiendo, Dios se esconde en las continuidades de
la historia, y el estudio de la historia, para la secta de pastores que se ubican en los
comienzos de la historiografía decimonónica, ya no puede seguir el modelo, de la física
y las ciencias mecánicas, tal como la concebían los estudiosos del iluminismo. Es, en
cambio, una forma de la hermenéutica.
El rol que los historiadores románticos se atribuían era similar al de los poetas.
Si el poeta, de acuerdo con Baudelaire, era el intérprete de “la lengua de las flores y de
las cosas muertas,” (2) el historiador debía recuperar y leer los lenguajes perdidos del
mundo pasado, para así develar una historia que, tanto los monarcas del antiguo
régimen como los nuevos amos de la Europa creada por el Iluminismo y la Revolución,
habían tratado injustificadamente de ignorar o negar. Al hacer hablar al pasado y
restaurar la comunicación con el, se creía que el historiador podía conjurar conflictos
potencialmente destructivos producidos por la represión y la exclusión; al revelar la
continuidad entre los remotos orígenes y el presente, entre lo otro y lo mismo, podía
fundamentar el orden social y político demostrando que los antagonismos y rupturas –
principalmente los persistentes antagonismos sociales– que amenazaban su legitimidad
y su estabilidad no eran absolutos ni se encontraban mas allá de toda mediación.
Previsiblemente, en estas circunstancias, la imaginación histórica del siglo XIX se
orientó hacia lo remoto, lo oculto, lo inaccesible: hacia los comienzos y los finales, los
archivos, las tumbas, la matriz, las llamadas civilizaciones mudas, como los egipcios y
los etruscos, cuyos lenguajes e historia seguían siendo un enigma. (3)
La fascinación por lo misterioso, lo original, aquello escondido en el pasado, es
probablemente el síntoma oculto de otra ansiedad mas opresiva, que surge con la
igualmente muda masa popular, de cuya antigua matriz habrían surgido, según la propia
visión romántica de la historia, tanto el burgués moderno como la moderna
historiografía burguesa. Con respecto a este Otro el historiador albergaba sentimientos
encontrados de culpa, miedo y ternura. (Michelet, por ejemplo, atribuía regularmente
este sentimiento al joven destinado, en su opinión, a ser el amo y el protector de la
mujer que lo aburre y que una vez lo apretó, dependiente e indefenso, contra su pecho).
En la historiográfica romántica, la naturaleza, el Oriente, la mujer, el pueblo, y el
pasado oculto mismo, son casi siempre metáforas intercambiables entre sí de lo
oprimido y reprimido en general –figuraciones de lo Otro de la razón y del orden
burgués. (4) En definitiva, el historiador podía declarar estar restableciendo la
comunicación con un pasado remoto –un reino lejano anterior a todas las separaciones,
distinciones y prohibiciones, anterior incluso a la ley misma, una condición de fusión
original, en la cual, según palabras de Michelet “las bestias tenían todavía el uso de la
palabra y los hombres estaban compenetrados con su hermana la Naturaleza”.
Simultáneamente, sin embargo, él dejaba descansar en paz a los fantasmas de ese
pasado, para que así “honrados, consolados… y bendecidos, pudieran retornar
pacíficamente a sus tumbas”. De esta manera, el historiador era tanto el fiel “hijo” de un
pasado “maternal” como el arquitecto de un “paternal” futuro. A través suyo, el hombre
moderno podría contemplar sus orígenes –todo aquello que se presentía como olvidado
o reprimido- sin ser destruido en el intento.
La legitimación y la consolidación del nuevo orden social posrevolucionario
requerían que las aparentes discontinuidades y rupturas se mostrasen como resueltas en
una continuidad “superior” (usualmente denominada Progreso). Debían descubrirse
lazos ocultos entre fuerzas que entraban visiblemente en conflicto: el hombre y la
naturaleza, el hombre y su propia naturaleza, el hombre y la mujer, el Oeste y el Este, la
burguesía posrevolucionaria y el pueblo, el historiador académico y la gente común a
quien debía su existencia y cuya historia era en muchos casos su objeto de estudio
privilegiado. Esta tarea solo podía ser llevada a cabo, sin embargo, trayendo a la luz,
nombrando, y reconociendo aquello que los archivos históricos tan a menudo habían
tratado de reprimir –las injusticias del pasado, los actos de violencia a través de los
cuales las distinciones y discriminaciones (tales como la propiedad, la familia, el estado)
que el mismo historiador aceptaba como condiciones necesarias de la civilización y del
progreso, fueron establecidas, y que habían sido reiteradas en los sucesivos estadios del
desarrollo de la humanidad. En su Life of Luther (1835), Michelet saluda al gran
Reformista como un emancipador y un héroe de los tiempos modernos. Al mismo
tiempo, sin embargo, se rehusaba a repudiar al antiguo Catolicismo medieval del cual
había surgido el Protestantismo moderno. Prefería, escribe, depositarlo gentilmente en
su tumba como a una madre amada y venerada. (6) Antes, en la Roman History de
1831, había explicado como los antiguos historiadores de Roma intentaron ocultar la
violencia de la sujeción colonialista de su “madre Alba”, argumentando que traer a la
luz esta operación de encubrimiento –la naturaleza de la realización del destino histórico
de Roma- era una de las principales obligaciones de los modernos historiadores de
Roma (7). De la misma manera Edgar Quinet, poco después, denostaba a aquellos
historiadores contemporáneos que tomaban los documentos oficiales como índices
confiables de lo acontecido en el pasado. Estos “dupes de l´ècriture scellée” como el los
llama (crédulos de escritos que llevan un sello oficial), olvidaron que la principal
obligación del historiador es salvar a las futuras generaciones de ser engañadas por “ce
grimoire officel” (8). Solo reconociendo aquello no admitido ante la memoria pública
podría exorcizarse el pasado (detrás del cual no es difícil discernir los contornos todavía
frescos de la Revolución Francesa, la ejecución de los reyes y el Terror), fundamentarse
con firmeza el presente (el orden posrevolucionario de la monarquías constitucionales)
firmemente fundamentado, y liberarse de la de culpa y la repetición las fuerzas de la
vida, para así poder desenvolverse libremente hacia el futuro. Recordar es,
paradójicamente, la condición del olvido, y probablemente no es accidental que el verbo
“oublier” –olvidar– sea el “leitmotiv” en los diarios de Michelet, o que el ideal de una
vida liberada de las cargas del pasado sea el persistente mensaje de su amigo Quinet. (9)
La práctica de una escritura histórica es en sí misma una evidencia de la creencia
de los historiadores en su misión mediadora. En la narrativa neoclásica dispositivos
retóricos familiares eran utilizados para mantener ambos elementos de la narrativa- el
ítem individual (“vida”, como lo llama Schiller en sus Letters on the Aesthetic
Education of Man) y la estructura organizadora (la “forma” de Schiller) –en equilibrio,
reconciliando de esta manera la discontinuidad con la continuidad, lo particular con lo
general. Escribir la historia en una época en que la “vida”, en el sentido de nuevas
fuerzas y energías colectivas, se afirmaba triunfalmente a sí misma contra las formas
sociales preponderantes, exigía a los historiadores románticos llevar adelante su tarea
con un agudo sentido de la singularidad y originalidad del fenómeno histórico, y por lo
tanto de la ruptura y la discontinuidad. Las convenciones retóricas que el siglo XVIII
había aceptado como la condición de cualquier representación y de cualquier
conocimiento ya no parecían ser suficientes.
Los historiadores románticos se vieron compelidos a buscar más allá de ellos “la
verdadera vida” del pasado, donde tanto los fenómenos individuales como las relaciones
vitales entre ellos podrían ser desentrañados en su inmanencia y en su presencia. Las
técnicas de descripción “realistas”, que los historiadores románticos habían tomado de
la novela contemporánea, habían sido concebidas para hacer sentir al lector que no
existían barreras entre él y el objeto, que aquello que veía a través de su ojo mental no
era una representación convencional, sino el objeto recreado “wie es eigentlich
gewesen,” para citar una frase famosa –o, en otras palabras, que ningún significado
intervenía entre el significante y el referente (10). En casos extremos, como la
inmensamente exitosa History of the Dukes of Burgundy de Prosper de Barante (1824),
este designio daba lugar a un texto histórico que no era sino un collage de testimonios
contemporáneos. El método de Barante consistía en transcribir libremente y montar
pasajes selectos de las crónicas medievales tardías (Froissart, Monstrelet, Commynes).
De esta manera su texto no solo relataba el pasado sino que era en sí mismo parte de él
(11). Con Barante, la historia parece literalmente hablar por sí misma, sin continuidad
aparente entre la realidad pasada y la narrativa presente.
Lo real en su concreta y vívida presencia fue también, además, un símbolo, un
jeroglífico para usar un término de Ranke. Así, los eventos individuales apuntan mas
allá de ellos hacia un significado que les es impuesto según el lugar que ocupan dentro
de un orden narrativo. Las narrativas individuales, alternativamente, adquieren un
significado de acuerdo a una narrativa superior que las contiene. De esta manera, para
Michelet cada episodio de la historia romana adquiere su significado a partir del hecho
de pertenecer a la historia de Roma. Y la historia misma de Roma tomó su significación
a partir del lugar que ocupa en la historia universal. A la inversa, fue una de las claves
para entender la historia universal. Concretamente, prefiguró y sugirió el significado de
la historia de Francia. “Roma”, escribía Michelet en lo más álgido de la Revolución de
Julio, “es el punto nodal del inmenso drama cuya peripeteia Francia dirige actualmente”
(12). La preocupación de los románticos por mantener a un tiempo las distinciones y
afirmar la unidad y la continuidad –en términos historiográficos: preservar la
especificidad de los eventos y analizar las relaciones causales entre ellos, y al mismo
tiempo descubrir su “significado” a través de una interpretación hermenéutica –daba a
su trabajo un carácter religioso, incluso teológico, mucho más cercano en espíritu a la
reciente especulación del protestantismo sobre la relación entre el Jesús histórico y el
Cristo carismático que a los esfuerzos de los académicos Iluministas por descubrir las
“leyes” de la existencia histórica y social. No sorprende el comentario de Michelet en
1833 acerca de la Pasión. “Si, Cristo está todavía en la cruz… La Pasión persiste y
persistirá por siempre. El mundo sufre su Pasión, así como la humanidad la sufre
durante su larga marcha histórica, y como cada corazón individual durante el breve
lapso en que le es dado latir. Para cada uno existe una cruz y un estigma”. (13)
Era un acuerdo casi universal que para poder escribir la nueva historia, las
competencias tradicionales de los historiadores neoclásicos –erudición, juicio crítico, y
facilidad retórica– debían ser acompañadas por inusitados poderes de adivinación. Con
respecto a esta cuestión Humboldt, Niebuhr y Michelet plantean lo mismo. Filiándose
conscientemente con la figura órfica del poeta y del profeta, los nuevos historiadores se
asimilaban a los héroes u “hombres representativos” que protagonizaban sus historias.
Como esos héroes participaban de las energías de su época y al mismo tiempo las
llevaban a su máximo grado de potencia, provocando así “el cambio” y construyendo
“la historia”, el genio-historiador –explica Michelet en The People– era parte del
pueblo y por esa razón podía iluminar y articular su más profunda experiencia,
proveyéndole, por lo tanto, de la mirada necesaria para desarrollarse y cumplir
plenamente su destino histórico. Los escritores de la historia romántica comprendían a
sus héroes íntimamente; como Cristo, César o Juana de Arco, ellos eran también
reveladores de acertijos, potenciadores de nuevos nacimientos que garantizaban por
medio de su sacrificio, la continuidad entre el mundo antiguo y el nuevo. Su empresa,
como lo señalo Michelet, era “démesurée” –desmesurada– y no cualquiera estaba
capacitado para llevarla a cabo, sólo los puros de corazón, aquellos cuyo candor no
estuviese oscurecido por las falsas enseñanzas de las academias y la cultura oficial. (14)
La historiográfica romántica no pudo sobrevivir la traumática experiencia de
1848. Una generación escarmentada y prosaica de historiadores denunció la fe optimista
de sus antepasados románticos en la reconciliación del mito y la historia, la poesía y la
ciencia, el pueblo y la burguesía, como una ilusión. Entre los heraldos de estos tiempos
difíciles se encontraban Tocqueville, quien plácidamente acometió la tarea de
desacralizar el más popular de los objetos de culto, la Revolución francesa (15), Fustel
de Coulanges quien repudió como una peligrosa presunción el hábito de sus
predecesores de leer la historia antigua bajo la moderna luz que irradiaban las ideas e
intereses modernos; Taine y Renan, con su escrutinio clínico, y muchas veces cínico, de
las más veneradas épocas y eventos históricos; y el Profesor Gabriel Monod, admirador
y biógrafo de Michelet, quien anunciaba en su introducción al primer número de la
Revue historique (1876), el órgano oficial de la nueva profesión historiográfica
francesa, que la historiografía, habiendo sido hoy emplazada sobre cimientos
científicos, ya no necesitaba de genios inspirados como en épocas anteriores. Dándole la
espalda a las representaciones románticas del pasado, las cuales, según su punto de
vista, se habían mostrado trágicamente incapaces de entender las fuerzas reales
involucradas en los procesos históricos y con respecto a las aproximaciones
hermenéuticas que habían dado lugar a esas representaciones, la nueva escuela de
historiadores repudiaban el rol profético a favor de un ideal científico más austero. Al
mismo tiempo, se alejaron del casi siempre turbulento foro ocupado anteriormente por
Michelet y Quinet, refugiándose en la tranquilidad del estudio o en la calma de los
cuartos del seminario
En las páginas que siguen me propongo considerar más de cerca algunos aspectos
concernientes al pasaje de la historiografía neoclásica a la Romántica. Quiero sugerir,
ante todo, que el Iluminismo, y luego la Revolución, perturbaron la concepción
tradicional del tiempo histórico así como los métodos tradicionales para la composición
historiográfica. A continuación, intentaré argumentar que el ataque hacia la tradición
llevado adelante por el Iluminismo, su intento de separar el presente del pasado, no era
de ninguna manera incompatible con la idea de que liberarse de aquello que se percibe
como una tradición alienada e insoportable suponía necesariamente un viaje de regreso
a los orígenes, incluso cuando sea difícil imaginar que algún estudioso iluminista
representaría ese viaje como lo hiciera Michelet mientras tomaba un baño en Acqui –
hundiéndose cada vez más profundo en el barro restaurador de la terra mater– o
explorando los ocultos abismos del mar, La Mer, definiendo y dándole voz a sus
desconocidos designios, todas imágenes del poeta-historiador descendiendo en el
pasado (17). De cualquier manera entre Rousseau, Diderot, and Winckelmann, por una
parte, y Michelet y Quinet, por la otra, existen figuras intermedias, especialmente
aquellos sobrios estudiantes del Iluminismo tardío quienes dedicaron sus vidas a
excavar las tumbas y recuperar las lenguas perdidas de Egipto, Asiria y Etruria – “la
muette Etrurie”, “le muet Orient”, como Michelet gustaba decir (18). Me gustaría
detenerme brevemente en dos de estas figuras antes de introducirme en la teoría de la
historia como desciframiento tal como fue elaborada por los discursos académicos
alemanes en las primeras décadas y hasta mediados del siglo XIX, especialmente por un
filólogo clásico colega de Hegel en Berlín, August Boeckh.
Quisiera concluir comentando brevemente la especial misión historiográfica
atribuida a Francia en los escritos de los historiadores Románticos Franceses. Ya que si
Alemania era la “India de Europa”, como la llamaba Michelet, si era de todas las
naciones occidentales aquella que mejor había preservado la inocencia y la simpleza de
una infancia prístina representando, por lo tanto, en los tiempos modernos, la sagrada
sabiduría y la unidad de Oriente (19)(aquí aparecen, incidentalmente, las bases de lo que
hoy conocemos como el mito ario y la idea de Alemania, i.e. superioridad Aria), los
franceses –desde Madame de Stael hasta Edgar Quinet– se concebían a sí mismos como
los intérpretes de Alemania para el mundo. Su tarea consistía literalmente en traducir o
hacer accesible esa preciosa, poética, pero peligrosamente oscura y panteísta sabiduría
para el occidente racionalista, individualista y prosaico, de manera que el receptor no
fuese enloquecido o violentado por este don, sino que fuera capaz, por el contrario, de
apropiárselo y explotar sus secretos en beneficio propio(20). Como lo definió Michelet,
en lo que parece ser una actualización de la vieja translatio studii, el rol de la Francia
moderna, como alguna vez lo fue de Grecia y luego del Imperio romano, es difundir la
nueva revelación e interpretarla. Cualquier solución intelectual y social es estéril para
Europa hasta que Francia la interpreta, la traduce y la populariza… Francia habla el
logos de Europa, como alguna vez Grecia habló el de Asia” (21). Resumiendo, Francia
recolecta la sabiduría mundial, universalizándola, volviéndola consciente, de la misma
manera en que los historiadores franceses recolectaban, unificaban y presentaban a sus
compatriotas los fragmentos dispersos de un pasado nacional. Francia, según palabras
de Michelet, es tanto objeto como sujeto de la historia. “Ella construye la historia y
también la narra”. Y este privilegio retórico, como veremos, es también un privilegio
político.
II
La escritura de una narrativa histórica durante los siglos XVI, XVII, e incluso
XVIII consistía por lo general en la repetición de un cuento bien conocido cuyos
contornos generales eran fijos e invariables, actualizado en un sentido estilístico,
haciéndolo más o menos compatible con las poco cambiantes ideas y valores de una
determinada audiencia, algo muy parecido a como los contadores de historias o los
modernos contadores de chistes adaptan una estructura fundamentalmente invariable a
las expectativas y los clichés de un público variable. Exitosas historias de Francia, desde
la vieja chroniques de Saint Dennis hasta las historias de Dupleix y Mèzerai en el siglo
XVII, o las historias populares del abate Velly y sus continuadores en el siglo XVIII,
muestran un importante grado de consistencia y continuidad estructural. Se podría decir
sin temor a exagerar, que las viejas crónicas sencillamente reaparecen, por vía de las
tempranas versiones impresas, en las posteriores historias influenciadas por el
humanismo. En su Deffence et Illustration de la langue françoyse Du Bellay concebía la
tarea del historiador de Francia como una tarea principalmente retórica: “unir los
fragmentos de la viejas crónicas francesas empleando gran elocuencia, como hizo Livio
con los viejos anales y crónicas de Roma, construyendo con ella un cuerpo histórico
armónico, e intercalando, en el momento exacto, fragmentos excelsos y arengas,
imitando al mismísimo Livio, o a Tucidides o a Salustio o algún otro autor de probada
excelencia”(23). Alternativamente, el historiador podía escribir no la historia de una
dinastía –ofreciendo la tradición como legitimación de la monarquía reinante– sino la de
un príncipe individual, distinguido y legitimado por su carismática forma de gobernar y
de imponer orden así como por sus logros militares. Este tipo de narración histórica,
común sobre todo en el período barroco, también abrevaba intensamente en los antiguos
modelos como Plutarco y Quintus Curtius. Los historiadores competían explícitamente
con sus predecesores en la pintura de grandes hombres y en la rememoración de grandes
eventos. Ya sea tradicionalista o épica, la narrativa histórica entendida de esta manera
fue casi siempre una composición literaria. En 1805, el autor de una nueva Historia de
Francia, manifiestamente basada en una compilación de cuatro famosas historias
preexistentes (Dupleix, Mèzerai, Daniel y Velly), explicaba que “cuando estudio
cualquier tema, busco entre los cuatro aquel que mejor lo ha presentado y tomo su
narrativa como modelo para la mía; después sólo agrego aquello que me parece más de
acuerdo con esa narrativa elegida”. (24) La práctica de la mayoría de los historiadores
franceses queda debidamente ilustrada por una anécdota acaecida durante la primera
mitad del siglo XVIII. Cuenta una visita del exitoso historiador Jesuita Padre Daniel a la
Royal Library. Un librero bien intencionado le muestra al padre dos voluminosas
colecciones de manuscritos con ordenanzas, papeles oficiales y cartas del Rey de
Francia. El Padre pasó dos horas hojeándolos y reputándolos de muy interesantes y
nunca más puso un pie en la Biblioteca por temor a tener que volver a enfrentarse a
ellos. Se cuenta que le dijo a un amigo “no se necesita todo ese papelerío para escribir
historia”. (25)
Era muy improbable una revisión radical de la historia canónica de Francia
mientras la única función política del orden narrativo fuera la sucesión monárquica o la
serie de actos heroicos que constituían el ascenso del príncipe barroco. El objetivo de
registrar la sucesión de reyes presentándola como una cadena indestructible era, en
definitiva, confirmar la legitimidad de la monarquía en el poder arraigándola en la
tradición, mientras por su parte, el autor de espléndidas historias heroicas fundaba la
autoridad de los soberanos en su carisma manifiesto. La reformulación Romántica de la
historia de Francia, el descubrimiento y la postulación del pueblo en lugar de la dinastía
monárquica como héroe del drama, y la transformación de las problemáticas históricas
como un todo considerado inseparable de un programa ideológico superior pensado para
legitimar la nación posrevolucionaria –y más específicamente la burguesía
posrevolucionaria–, y para justificar la ambición de esta burguesía de ser a un tiempo
los hijos, los libertadores, los guardianes, y los representantes o voceros de la masa
popular a partir de la cual habían alcanzado el poder, los intermediarios de la libertad y
el progreso (el final de la historia), y por lo tanto la culminación de un desarrollo
histórico de siglos. Hasta el final del ancien regime, la historia de Francia se vio forzada
a permanecer, más o menos iguala lo que había sido durante la Edad Media: un ciclo o
colección de anécdotas, no demasiado diferentes de las vidas de santos, y manteniendo
poca o ninguna relación con otros ciclos históricos.
Existía otra tradición histórica, corriendo paralela con la que hemos descrito,
pero que difícilmente la interceptara –una tradición más estrechamente asociada con la
filología humanista y con el estudio histórico de las leyes y las instituciones. Esta
tradición ha sido profundamente investigada en lo que hace a Francia por Donald Kelley
en su Foundations of Modern Historical Scholarship: Language, Law, and History in
the French Renaissance. Es una importante tradición, no del todo alejada del presente
tema. La descripción de Guilleaume Budé de la filología, por ejemplo, como el “medio
de revivificación y restauración” no hubiera sido censurada por ningún filólogo
Romántico. (26)
De cualquier manera, la relación de los estudiosos renacentistas tanto con el
pasado como con la historiografía parece haber sido significativamente diferente a la
entablaba por sus sucesores románticos. El camino de regreso a los orígenes no aparece
tan obstruido a los ojos de los estudiosos renacentistas como para que fuera necesario
un poder de adivinación especial en aquel que pretendiera recorrerlo, como
proclamaban los románticos. Tampoco el objeto de estudio proyectaba sobre sí esa aura
de deseo y tabú que llevó a Ranke a describir el trabajo de búsqueda y develamiento de
ocultas fuentes en términos eróticos. Además, como lo señala Kelley repetidamente, los
estudiosos de los siglos XVI, XVII –y yo agregaría XVIII– casi nunca emprendieron la
narración histórica a gran escala. De hecho, guardaron bastantes reparos con relación a
las narrativas históricas y a la “literatura” en general.(27) Finalmente, a pesar de que los
estudiosos, en su mayoría jueces y abogados, concibieron un horizonte histórico mucho
más amplio que el de los narradores históricos del periodo, quienes usualmente eran
retóricos al servicio de algún principado o casa real, dejaron muchos elementos
fundamentales fuera de consideración. Para François Baudouin, por ejemplo, “la
historia integral” significaba la unión de “la historia de nuestros Papas, emperadores y
reyes”(28) –una combinación de la historia legal, eclesiástica y política que todavía se
asemejaba a un delgado amasijo comparada con aquella que Michelet, escribiendo en la
era de las revoluciones democráticas, tenía en mente construir.
De acuerdo con el último Philippe Ariès, el pasado aparecería, para la mayoría
de los europeos medianamente educados de la época clásica, en la forma de una serie de
discretas historias tradicionales o ciclos históricos –la historia o historias de Francia (o
Inglaterra, o España), la historia o historias de la antigüedad clásica, las historias
bíblicas y la historia de la Iglesia, la historia de la localidad o provincia en la cual uno
nació, y la historia de la propia familia. (29) A pesar de que el mismo Ariés se pregunta
si la historia universal tiene todavía la significación preponderante que había tenido
durante la Edad Media, la idea medieval cristiana de que la historia del hombre y la de
la naturaleza eran parte de una única historia –la historia de la Creación– continuó,
creo, dominando la concepción de los hombres de sí mismos y del sentido de sus vidas
y proveyendo un marco para las historias individuales hasta bien entrado el siglo XVIII.
De todas maneras, , esta concepción de la historia junto con las prácticas
historiográficas asociadas a ella, fueron erosionadas de manera gradual y deliberada por
el Iluminismo. Echando un manto de duda sobre las historias y las cronologías
tradicionales, sometiendo todos sus elementos a un escrutinio hostil, ampliando el
panorama histórico para incluir China y América junto con los mundos medievales,
clásicos y bíblicos, desafiando la suposición de que las disposiciones pasadas eran
relevantes para las necesidades presentes, el Iluminismo cavó una brecha entre el
presente y el pasado de los historiadores, entre el lector “filosófico” y las narrativas
tradicionales sobre las que ejercitaban su razón crítica. Además, las especulaciones de
naturalistas y geólogos, crearon la inquietante sensación de que el mundo era más
amplio que el limitado paisaje de la tradición histórica. Una revolución comparable
quizás, a aquella que ya había conmovido la visión neo-aristotélica del universo y
provocado la angustia de Pascal ante “el silencio de estos espacios infinitos” parecía
haber transformado también el tiempo, a su turno, en un inmenso medio indeterminado
y carente de futuro –“Sin vestigios de principio, sin perspectiva de final” según las
palabras de James Hutton en su Theory of the Earth de 1795. La secuencia histórica
familiar, drásticamente desvirtuada y fragmentada a la luz de la crítica histórica, parecía
flotar en este medio pero ya no lo constituía ni lo definía. Para algunas mentes
iluministas, aquello que hasta ese momento había sido denominado como historia era
una partícula insignificante de un proceso temporal mucho más vasto del cual el hombre
ya no era el sujeto ni el centro.
Al volver su mirada hacia el pasado, y por esa misma razón, los historiadores de
fines del siglo XVIII se vieron enfrentados a algo que ya no parecía ser inmediatamente
inteligible y representable, una historia preestablecida que esperaba ser desentrañada a
partir de sus principios fundamentales, como las espléndidas historias barrocas, o
simplemente relatada, como las historias dinásticas tradicionales. Su posición era
extraordinariamente similar a la de Rousseau en el momento de comenzar la escritura
de sus Confessions. La sensación de insignificancia y marginalidad que lo invadió, de
falta o pérdida de identidad –como miembro de una familia, un grupo social, de un
intercambio, de una comunidad religiosa– fue, seguramente, el ímpetu originario detrás
de la escritura de su narrativa autobiográfica, la intención de inventar o reinventar una
identidad. Los historiadores sintieron una pérdida similar, especialmente después de los
conmovedores eventos de la Revolución y del Imperio. Ya nada era seguro o familiar.
Los eventos no se acomodaban fácilmente en su lugar ni ilustraban una historia familiar,
un significado predefinido. Donde los historiadores antes escribían la historia de un
Estado particular, de algunos eventos o de algunas personas, ahora escribían la Historia.
(30). En la History of Charles XII de Voltaire, la narrativa en su conjunto parece ser una
amplificación del dato inicial, un desarrollo dramático, como el mismo Voltaire
enfatizaba, pero en el nuevo mundo creado por el Iluminismo y la Revolución, la
historia, así como lo hacían la novela y la autobiografía, debía buscar el significado, si
es que existía alguno, que esperaba ser descubierto en su despliegue. Nada podía ser
conocido de antemano o previamente determinado, como el sirviente de Jacques le
fataliste de Diderot gustaba recordar a su amo, y nada puede ser conocido
completamente hasta que el rollo del destino haya sido completamente desplegado. La
ocurrente novela de Diderot sugiere las transformaciones sociales que subyacen al
rechazo de la historia como un relato construido sobre el modelo de una figura retórica
–el desarrollo de un paralelismo o una antítesis, por ejemplo– o sobre la estructura de la
tragedia y la comedia clásicas con sus argumentos fijos y sus roles predeterminados. Es
Jacques, el sirviente, quien se deleita en desbaratar las narrativas convencionales y
quien demuestra que nada de lo histórico puede ser conocido por simple deducción a
partir de un a priori ya establecido, y es el amo quien imagina que los eventos se repiten
iguales a sí mismos indefinidamente interpretados por actores diferentes en los mismos
roles y en los mismos escenarios. Ese repudio del sirviente hacia la creencia tradicional
de que el pasado se repite en el presente y el futuro es su declaración de independencia.
Pero esta independencia recién ganada no deja de tener sus problemas, en
especial después de que la cirugía radical que representó la Revolución pareció separar
irrevocablemente el presente del futuro. Individuos y comunidades, vencederos y
vencidos, sintieron súbitamente la pérdida de toda identidad segura, de toda legitimidad.
El problema era práctico y legal al mismo tiempo que ideológico. En Francia, por
ejemplo, era necesario asentar la propiedad de las tierras adquiridas por nuevos dueños
arrebatadas a nobles que después de la Revolución regresaron a reclamarlas. Pero la
profunda necesidad de razonamiento y argumentación, sólo iluminó la incertidumbre
reinante donde antes proliferaban convicciones incuestionables. “El basamento histórico
ha cedido bajo casi todos los pueblos europeos”, le escribió Bruckhardt en 1842 a su
amigo Kinkel. “…Todos los intentos de restauración, sin importar cuan bien
intencionados sean, y por mucho que parezcan ser la única salida, no podrán desmentir
el hecho de que el siglo XIX ha comenzado con una completa tabula rasas.” Un muy
conocido pasaje de Benjamin Constant descubre el otro lado de la libertad de Jaques:
“Victorioso en la batalla que ha enfrentado, el hombre mira un mundo despoblado de
poderes protectores, y se encuentra atónito ante su victoria…. Su imaginación, ahora
ociosa y solitaria, se vuelve hacia sí mismo. Se encuentra solo en un mundo que podría
devorarlo. En este mundo las generaciones se suceden unas a otras, transitorias,
fortuitas, aisladas; surgen, sufren, mueren… Ninguna voz de los que ya no están se
prolonga en las vidas de los que aun viven, y la voz de las actuales generaciones pronto
será devorada por el mismo silencio eterno. ¿Qué puede hacer el hombre, sin memoria,
sin esperanza entre el pasado que lo abandona y un futuro que se cierra ante él? Sus
invocaciones ya no son escuchadas, sus plegarias no obtienen respuesta. Él ha
rechazado todos los soportes con que sus antecesores los habían rodeado: está reducido
a sus propios recursos.”
El héroe de Constant, Adolphe, fue más lacónico: “Sentí el estallido de la última
bomba”, dice, mientras presencia la muerte de la mujer de la cual tan furiosamente
luchó por liberarse. “Qué pesada es esta libertad que ahora poseo y que hoy me cuesta
tanto sostener. Cuánto desea mi corazón esa dependencia que encontraba tan
intolerable” (31)
El notable contraste entre la desesperanzada visión que presenta Constand de la
condición humana y la presentada por Michelet sólo ocho años después en la lección
inaugural en la Sorbonne de 1834, da una idea del programa ideológico que el
historicismo romántico plantea para sí. Donde Constant se abisma arrepentido en una
escena de alineación y ruptura, Michelet, escribiendo ante el resplandor de la revolución
de 1830, proclama la continuidad entre el pasado y el presente. El pasado, insiste en un
pasaje que puede encontrarse duplicado en los escritos de Emerson, Novalis o Grimm,
esta inscripto con trazo indeleble en la anatomía del presente:
“Esta casa es vieja; puede pintarse de blanco y repararse exquisitamente, pero ha visto
mucho, muchos siglos han vivido aquí, y todos han dejado algo de sí. Aunque puedan
discernirlo fácilmente o no, no lo duden, los rastros están ahí. Lo mismo sucede con el
corazón del hombre. Casas y hombres, todos llevamos las marcas de épocas pasadas.
Por más jóvenes que podamos ser, llevamos en nosotros incontables ideas antiguas y
sentimientos que ni siquiera advertimos. Estos rastros de tiempos pasados yacen
confusos e indistintos en nuestras almas; en ocasiones nos perturban. Descubrimos que
tenemos conocimiento de cosas que nunca aprendimos y recuerdos de cosas que nunca
presenciamos; sentimos la angustiante reverberación de emociones de personas que
nunca conocimos.” (32)
III
Los escritores del Iluminismo intentaron activamente producir una separación con la
historia tradicional que Constant encontraba tan difícil de sostener como imposible de
abandonar. Esta separación representaba su posibilidad de ser libres. Este es un lugar
común no suficientemente elaborado. Que su propia, afectada, cultura analítica,
reflexiva y sofisticada, era irremediablemente adocenada e incapaz de producir nada
original o verdadero fue un gran tópico en el cual muchos de ellos ejercitaron su
considerable elocuencia, ya sea de manera suspicaz e irónica, como en la poesía
ocasional de Voltaire, o grave y sentenciosamente como en lo Discourses de Rousseau.
En la Alemania protestante y con frecuencia fuertemente pietista, una impaciencia
similar, una similar ansiedad por deshacer los nudos y contratos de una cultura
decadente, marca los escritos de Winckelmann. Sin embargo, para Winckelmann, esto
no era un simple ejercicio crítico o racional. Era también un ejercicio histórico o
arqueológico. La racionalidad, tan a menudo concebida por los pensadores iluministas
como una esencia o una naturaleza atemporal dada, para Winckelmann se encuentra
encarnada en una cultura histórica especifica, y la tarea del crítico de arte o del
historiador del arte es retrotraerse, atravesando el corrompido neoclasicismo del barroco
y el rococó –la cultura de los insignificantes príncipes germanos– y siglos de pedantería
y de aprendizajes equivocados, hasta alcanzar un ideal oculto que estaría históricamente
encarnado en la cultura cívica y republicana de la Grecia del siglo IV. Según la estética
radicalmente neoclásica de Winckelmann, la historia y la tradición eran enfermedades y
el estudio histórico su cura.
Lo que Winckelmann buscaba y encuentra en la Grecia clásica es una verdadera,
hermosa e incontaminada imagen del Ser, nuestro original perdido; la contemplación de
la forma pura de este ideal es el logro más alto y la fuente de inspiración más elevada
para la conducta vital que él pueda imaginar. Por el contrario, para el sucesor de la
siguiente generación de Winckelman, Georg Zoega (1755 – 1809), hijo de un pastor de
la provincia por entonces danesa de Schleswig, y cristiano profundamente convencido
de la naturaleza del Hombre como sujeto de la caída, el objeto de los estudios históricos
se encuentra mas allá de signo visible y sensual de belleza. Ese objeto era un mundo del
cual sobreviven sólo vestigios degradados, fragmentarios y casi indescifrables, un
mundo mucho más antiguo que la Grecia clásica y la cultura cívica con la cual
Winckelmann, anticipando a Diderot y Hegel, había asociado la cultura clásica.
Resumiendo, el origen del verdadero ser –en el caso del cristiano Zoega, quizá podamos
decir la Divinidad– era, de hecho, un Otro, infinitamente remoto, extraño e inaccesible,
separado de la humanidad contemporánea por una diferencia casi insuperable. No era
fácil, por lo tanto, reconocer una forma sensual claramente presente en la superficie,
sino que debía ser laboriosamente descubierta, muchas veces, literalmente,
desenterrada. El gran filólogo Friedrich Welcker quien, como tutor de los pequeños
Humboldt en Roma, había entablado una profunda amistad con Zoegas y quien escribió
su biografía, cuenta cómo el reconcentrado danés podía deambular durante horas por
entre las tumbas de la Ciudad Eterna, hablándole de los silenciosos reinos de Kore y
Perséfone. El principal trabajo de Zoega, De origene et usu obeliscorum (1797), se
ocupa ampliamente de los ritos funerarios de los antiguos. “Mientras que Winckelmann
admiraba por sobre todas las cosas la imaginación del artista en la poesía y la escultura,
viendo en ellas ante todo y principalmente la forma libre, los medios a través de los
cuales la imaginación poética se expresaba en sí misma”, escribió Welcker –es decir,
una proyección del hombre mismo en sus formas originales– “Zoega leía en ambas, una
idea encubierta que le permitiría pensar su espíritu como la energía más profunda de la
vida y de la naturaleza”(33). En pocas palabras, para Zoega, la forma aparente era
siempre la cifra de una realidad trascendente ubicada mucho más allá del mundo
histórico visible, actual. De acuerdo con Welcker, Zoega creía que se malinterpretaba
completamente la cultura Griega si se la separaba de sus raíces religiosas. Lo que
usualmente vemos y admiramos de la Grecia clásica era por lo tanto un producto tardío,
basado en la supresión e incluso la represión, de una sabiduría original y primitiva que
debemos recobrar a partir de los vestigios que han permanecido en el interior de la
cultura que la reemplazó. (34)
Zoega merece ser recordado como uno de los primeros y más originales
miembros de la nueva camada de historiadores-descifradores. Sin embargo, la más
familiar y casi legendaria figura de Champollion, el moderno Edipo que resolvió el
acertijo inmemorial de los jeroglíficos, se acerca en más de un sentido a la figura de
Zoega. De hecho, Champollion conocía y respetaba profundamente el trabajo de Zoega
sobre los jeroglíficos. Apartándose un poco de su extraña personalidad romántica, que
merecería estudios mayores, Champollion compartía con Zoega la convicción de que lo
que generalmente era considerado como la cultura de la antigüedad clásica, incluso esa
antigüedad prístina señalada por Winckelmann, era un retraso relativo en el interior de
las culturas y de ninguna manera una manifestación privilegiada del verdadero origen
del hombre. Tanto para el Zoega cristiano como para el profundamente democrático
Champollion, quien jamás tuvo dudas de su lealtad a la revolución francesa, era esencial
que lo Otro del clasicismo, que todo aquello que el clasismo había excluido o negado,
fuese reinstalado en la conciencia humana del pasado.
Champollion escribió de manera conmovedora sobre la mezcla de nostalgia y
sobrecogimiento con que se enfrentó a los preciosos papiros de la Royal Library en
Turín e ingresó, más tardes, en las sagradas tumbas del antiguo Egipto. Existe, sin
duda, cierta afinidad entre el estudiante Iluminista y sus desenvueltos sucesores
Románticos, uno de lo cuales relata que poner el pie en los archivos tuvo la sensación
de estar entrando por fin al sancto sanctorum, el lugar sagrado hacia el cual había sido
oscuramente arrastrado durante toda su vida (36). Pero todavía una significativa
diferencia, creo, separa a Champollion y Zoega por un lado, de Michelet y Quinet por el
otro.
Tanto Champollion como Zoega hubieran suscrito la famosa formulación de
Michelet acerca de la tarea del historiador – “hacer hablar los silencios de la historia”
(37)– y bien podrían haberla aceptado como una descripción adecuada de su propia
empresa. Pero no estoy seguro de que le dieran el mismo significado que Michelet y su
amigo Quinet le adjudicaban. Para los últimos, descifrar significada darle al pasado o al
Otro un poder de articulación que nunca había tenido, investirlo de un autoconocimiento
que nunca tuvo ni pudo tener, iluminándolo e interpretándolo a través del último y más
“elevado” discurso de la ciencia y de la historia. Por el contrario, es una característica
tanto de Champollion como de Zoega, que ninguno de los dos considerara al extraño
Otro que intentaban alcanzar como algo informe, sin contornos o inarticulado, el
inagotablemente creativo, pero aterrador Otro de la cultura en general. Para Zoega, el
trabajo del estudioso era reunir los vestigios dispersos y destruidos de una lengua
primera, el lenguaje mismo de la divina creación. Los signos o jeroglíficos que estudió
no apuntaban a un mundo enterrado, reprimido o inarticulado en el interior del presente,
un pasado contiguo de un presente que habría reemplazado, sino a un mundo totalmente
diferente del mundo actual e incluso incompatible con él –un mundo prístino, con un
orden divino y pre-histórico que solamente podía ser restaurado por medio de un acto
poético revolucionario, el redescubrimiento o la invención de una lengua poética
original. Sin embargo este lenguaje que serviría de llave al otro mundo no era confuso
ni caótico. Al contrario, era infinitamente más hermosa y armónica, que el lenguaje
vulgar, degradado y mutilado que la había reemplazado. La poesía, en suma, no debía
elevarse a la claridad de la prosa, el pasado no debía articularse a partir del presente.
Era, más bien, la prosa de los discursos racionalistas y pragmáticos la que se presentaba
como inferior al lenguaje poético que la había precedido. La verdad debía buscarse en la
poesía no en la prosa, y el pasado no solo era diferente del presente, sino que era mejor.
“Solo la mirada que se vuelve hacia atrás podrá proyectarnos hacia delante”, escribiría
Novalis un poco después, “ya que la mirada que se vuelve hacia adelante nos conduce
hacia atrás” (38).
De la misma manera, pero por diferentes razones, para Champollion no
encerraba ningún inconveniente tratar al pasado como una infancia (literalmente: sin
habla) y en leerlo con los conocimientos superiores del presente. Según su perspectiva
tenazmente racionalista, la mayor antigüedad de una civilización no la volvía
necesariamente menos articulada ni menos inteligente que la presente. La anterioridad
no representaba un privilegio, como para Zoega, pero tampoco una desventaja. El
Antiguo Egipto era para él una gran civilización y su tarea consistía en convencer a sus
obtusos y prejuiciosos contemporáneos de que no podía ser entendida o reconstruida en
su verdadera historia, como muchos de ellos sostenían, a partir de la publicación de
Napoleon´s Commission d´Egypte, las descripciones de los viajes de Vivant Denon o de
las observaciones dispersas en los trabajos de escritores griegos y romanos. Su
obligación era dejar claramente expuesto que la auténtica historia de Egipto sólo podría
ser aprehendida de sus propios labios, a través de los jeroglíficos, y ya no, como en el
pasado, por medio de las palabras dichas en lugar de ella o sobre ella por sus
conquistadores. Al mismo tiempo, debía enfrentarse al canon estético neoclásico y
demostrar que el arte egipcio no sólo no era inferior al griego –como Winckelmann, por
nombrar sólo a uno, proclamaba– sino que en muchos aspectos era más original y
poderoso (40). El pasado remoto y preclásico, el Otro de la cultura clásica dominante,
quizás había sido silenciado, pero tanto para Champollion como para Zoega, no era
mudo ni inarticulado, y se era amenazante y bárbaro sólo para aquellos que no hacían el
esfuerzo de comprenderlo. Dejando de lado el sentido de lo que podríamos llamar el
aspecto transgresivo de su erudición, Champollion y Zoega siguen considerando al Otro
como algo inteligente e inteligible, Champollion porque todavía compartía claramente
el entusiasmo racionalista del Iluminismo, Zoega porque creía que cuanto más nos
acercáramos a la creación divina original mayor orden y mayor armonía nos sería dado
encontrar. . De hecho, puede ser hasta impreciso, en el caso de Champollion al menos,
hablar de un “Otro”. Ya que hablar del Otro supone definir un no-Ser a partir de un Ser,
y desde esta perspectiva cualquier diferenciación intrínseca al mundo de los objetos, se
disuelve ante la separación esencial entre el objeto y el sujeto. Esta no era, creo, la
perspectiva de Champollion. Para él, la multiplicidad concreta de los fenómenos no se
ha difuminado ante la enceguecedora luz del “significado”.
Michelet ocasionalmente comparte esta visión de lo “primitivo” como algo
inteligente e inteligible. Al comienzo de su carrera, en las copiosas notas que llegan a
duplicar la extensión de su breve Introduction to Universal History de 1831 -una
esquemática narración donde se describe el progreso de la civilización desde Oriente
hasta Occidente y la contribución de los pueblos y culturas más importantes en un
proceso histórico mundial cuya culminación los historiadores ubican en la Revolución
de Julio en París– Michelet citó amorosamente, in extenso, y en traducciones literales,
pasajes de los antiguos textos germánicos con los que se deleitaba. En una de las notas,
afirma incluso la imposibilidad de lograr una traducción adecuada, en cualquier sentido,
de los poemas populares de la famosa colección de Armin and Brentano, Des Knaben
Wunderhorn que le habían encantado. “Estas canciones populares están todavía en mi
corazón y en mis oídos”, escribía, “junto a la más hermosa canción de cuna que haya
escuchado en las rodillas de mi madre. No me atrevería a traducir ni una línea de
ellas.”(41). La consecuencia de este comentario es que el Otro, si bien es intraducible,
no es de ninguna manera insignificante o ilegible. Muchos años después, en The Bird,
Michelet vuelve a tocar esta nota en un panegírico a Alexander Wilson, el pionero
escocés de la ornitología. El conocimiento de Wilson, según Michelet, era de lo
particular, no de lo general. “Wilson no conoce los pájaros en general, sino este o aquel
pájaro particular, de tal o cual edad, con tal o cual plumaje, en tal o cual circunstancia.
Lo conoce, lo observa, lo estudia, y puede contarte lo que hace, lo que come, el modo en
que se comporta, las varias aventuras que le sucedieron, anécdotas sobre el”. Wilson, un
pobre artesano escocés, todavía no se ha separado de la completud de la naturaleza. “El
amigo del búfalo, y el huésped del oso, viviendo de las frutas y del bosque , no tiene
hogar al cual retornar, ni mujer e hijos que lo esperen”. Su familia es “la gran familia
que observa y describe”. Porque todavía es el hijo de la naturaleza, sin duda, porque
todavía no ha constituido familia ni propiedad, la rica variedad de lo natural no le
provoca ansiedad sino amor y respeto. Wilson no trata de reducirla y dominarla; no la
traduce, la trascribe. (42) Más tarde, en Nos Fils, Michelet confiesa en un tono entre
admirado y desesperado, que a pesar de haber amado al pueblo toda su vida, jamás
había podido traducir su lengua a la propia. (43)
En muchos aspectos la tensión entre la veneración del Otro –esto quiere decir,
no sólo de lo primitivo y extraño, sino de la particularidad histórica, del evento o
fenómeno discontinuo en su singularidad única e intraducible, la energía profunda de la
“vida” que ningún concepto puede aprehender –y la ambición de traducirlo,
representarlo, definir su significado, para así, de algún modo, domesticarlo y
apropiárselo, puede ser pensada como la condición de posibilidad para la empresa
historiográfica romántica. Pues la persistencia de al menos una diferencia residual entre
el “original” y la traducción, entre la “Realidad” o el Otro y su representación, fue lo
que a un tiempo generó y sustentó la actividad del historiador, más bien como una
condición de la historia misma, según la visión de los románticos, ese infinito diferir del
desarrollo pleno del proceso, ese desenlace de la historia, que los historiadores
Románticos tan a menudo evocan en sus retratos de las epifanías históricas, y que tanto
añoran y temen. La preservación del Otro parece haber sido necesaria, en suma, tanto
para la continuidad de la historia, según la concebían los Románticos, como para la
persistencia de la narrativa historiográfica romántica. No hay duda de que la
singularidad del Otro sobrevive en el texto más esquemático de Michelet, aunque sea
confinada a los márgenes y al cuerpo narrativo de la nota. Es en las notas del
historiador, uno podría decir, donde se construye al Otro su santuario y se lo protege,
dándole amparo ante la amenaza de apropiación a la que la enfrenta la narrativa
histórica.
La obra de Michelet presenta, sin embargo –y con frecuencia– una visión alternativa del
Otro, una visión que expresa tanto la urgencia del historiador por justificar y santificar
el proceso de la historia como el miedo de que eso sea imposible, de que quizás no
exista manera de subsumir las discontinuas e incomparables manifestaciones
individuales de la “vida” en un esquema continuo e inteligible, en una palabra, de que la
historia no tenga sentido. El oculto objeto de curiosidad y de deseo -lo excluido, lo
alienado, lo reprimido, lo femenino– es aquí identificado con lo caótico, lo ilimitado, lo
informe, aquello fuera de toda ley, es decir todas esas fuerzas “primitivas”, pre-
individuales y casi pre-humanas, ciegamente productivas e improductivas al mismo
tiempo, que la cultura occidental moderna, definida y patriarcal parecería haber
inventado con el fin de definirse en oposición a ella. El Otro de los Románticos presenta
aquí un aspecto amenazadoramente excitante. Si por momentos parecería ser en última
instancia reducible, gracias al esfuerzo heroico del historiador, a un orden inteligible, en
otros momentos aparece ante ellos como la terrible, ilegible, irrepresentable imagen de
la irracionalidad y el sinsentido último de la existencia, su propio Némesis horroroso.
Lo Otro produce así, en quienes tratan de investigarlo, una combinación de
terror y deseo, de reverencia y exacerbada necesidad de dominio. La dialéctica del Ser y
lo Otro (forma y vida, cultura y naturaleza, masculino y femenino, burguesía y pueblo)
fue tomando una relevancia inusitada mientras los historiadores luchaban
desesperadamente por la recuperación y reapropiación de un Otro que parecía eludirlos
constantemente, y que justo en el momento en que se percibía como finalmente
controlado y ordenado, era redescubierto (o reinventado). Cuando el historiador de las
leyes y filólogo suizo J. J. Bachofen, por ejemplo, intentó extender el concepto de
cultura para incluir la prehistoria y formas sociales muy diferentes a las occidentales –y
en el mundo profundamente patriarcal del siglo XIX su idea de Mutterrecht o Ley
Matriarcal aplicada al pasado remoto (esto es, la idea de que la mujer y no el hombre, es
la fundadora de la cultura) era un oxímoron mucho más desafiante que el utópico Livre
populaire de Michelet– sólo consiguió ubicar el Otro aterrador, caótico, innominado y
no conceptualizado mucho más atrás en lo que definió como una promiscuidad
primitiva, herejía o, más simplemente, comunismo. Como madre, educadora y
fundadora de las primeras comunidades organizadas, la mujer podía ser reintegrada a la
cultura y percibida como sujeta a leyes, pero una parte de ella -la femineidad–
permanecía aparentemente irrecuperable, inseparable de una naturaleza sin leyes.
Salomé danzando frente a un Herodes viejo y demacrado, aunque fascinado, como en la
popular pintura de Gustave Moreau de 1874.
En su libro acerca del mar (La Mer), Michelet aplaudió los triunfos de los
Prometeos decimonónicos –Romme, Reid, Peltier, Piddington– quienes habían
dominado las mareas al conocer de sus leyes. “Lo que pensábamos que era capricho se
descubrió que estaba sujeto a leyes”, escribió triunfalmente. (44) Pero el trabajo de
Michelet muestra repetidamente que en cualquier momento esta naturaleza inteligible,
en apariencia obediente a leyes, puede súbitamente descubrirse amenazante,
indescifrable en lo subterráneo –la indomable femineidad (“Circe”, “marâtre”) bajo la
gentil madre nutricia. Francia, según las palabras de Louis Blanc, es “un país donde la
vida de los reyes esta plagada de tormentos, y donde las multitudes tiene sus subidas y
bajadas como la marea” (45). El Otro, en resumen, como mujer, como el pasado remoto,
como el pasado del hombre civilizado, y como el vestigio vivo de este pasado, el pueblo
–no, desde ya, en el rol constructivo y heroico que le asigna la narrativa inspirada de
los nuevos historiadores nacionales, sino en sus incontables arrebatos de furia
aterradora- resiste persistentemente los esfuerzos de los historiadores por integrarlo y
sujetarlo a sus categoría lingüísticas, descriptivas y de comprensión (46). En un pasaje
particularmente profético de Le Peuple, escrito dos años antes de la revolución de 1848,
que desbarató tantas esperanzas e ilusiones, Michelet recuerda una visión pesadillesca
que dice haber experimentado mientras visitaba Dublín. Los atracaderos del Liffey, el
río mismo, le recordaba París, dice, pero un París sin sus glorias, sus monumentos, las
Tullerías, el Louvre, los comercios opulentos. Observó luego algunas personas
pobremente vestidas acercándose por el puente. No parecían trabajadores franceses ya
que no vestían guardapolvos de trabajador (“blouses”), sino viejas ropas desteñidas.
“Discutían violentamente, en un todo desmedido, gutural, bárbaro, con un deforme
jorobado vestido con harapos... Otros se acercan, todos enfermos y deformes.”
Repentinamente, fue arrebatado por el terror. “Todas estas figuras eran franceses… era
Paris, era Francia, una Francia que se había vuelto sucia, brutal, salvaje.”(47)
Pero el historiador nunca abandona su búsqueda de orden. La historiografía
romántica esta siempre “modernizando” la historiografía. Dejando de lado su
proclamado sentido de la singularidad y la individualidad del fenómeno histórico y su
simpatía por aquello mudo y no conocido, los románticos no dudaban por mucho que la
perspectiva histórica de su propio tiempo y sus propios conocimientos, por ser más
avanzados, más cercanos al desenlace de la historia, eran superiores. Los hechos
desnudos del pasado son siempre traducibles en una narrativa coherente. “Los sucesos
de los últimos cincuenta años”, escribió Augustin Thierry en 1840, “nos han enseñado a
entender las revoluciones de la Edad Media; a discernir los caracteres fundamentales de
las cosas debajo de la letra de la crónica; a extraer de los escritos los Benedictinos cosas
que esos eruditos jamás vieron.”(48)
La lucidez suprema es aquella en que la simpatía por el pasado se combina con
el conocimiento y la promoción activa del presente. Todo artista, escribió Michelet a
propósito de Rubens, es el hijo de su madre (49), y podría haber agregado: y todo
historiador también. Es a través del historiador –artista, hijo de su madre, criatura de la
naturaleza, que lo silencioso y mudo de la historia accede al discurso y se vuelve
accesible e inocuo para los vivos. (50). Toda vida, declara Michelet en The Bird, saluda
al sol, “pero sólo una dice su admiración, habla por todos, canta… Los pájaros dicen la
alabanza del día. Los pájaros son su sacerdote y su augur.”(51). De la misma manera, la
bruja habla por la mujer común (“No es bueno que intentes hablar, pequeña silenciosa.
No serás capaz de expresarlo. Yo hablaré por ti”) (52); París habla por Francia; Francia
habla por Europa y el mundo moderno, el genio habla por las masas; y Michelet habla
por el pueblo y por todas las provincias de Francia, interpretando para ellos sus
“olvidados sueños nocturnos” (53), y por su joven esposa Athenais Mialaret, cuya
biografía escribió, y cuyos tanteos como escritora de historia natural reunió
incorporándolos a sus propios textos (54). En el prefacio a la History of France de 1869
compara su propio recuento del siglo XIV con la popular History of The Dukes of
Burgundy que Prosper de Barante escribió en 1820 “Qué hubiera sido de mi en ese siglo
XIV”, escribió, “si me hubiese quedado con el método de mi ilustre predecesor
convirtiéndome en su dócil intérprete, en el traductor servil de las narraciones de la
época. Cuando se introduce en períodos ricos en registros oficiales y en auténticos
documentos, la historia madura y adquiere control sobre las antiguas formas de la
crónica, dominándola, purificándola y juzgándola. Muñida de registros confiables que la
crónica nunca conoció, la historia pone a la crónica sobre sus rodillas, digamos, como a
un niño pequeño cuyo balbuceo atiende con entusiasmo, pero a quien a menudo debe
corregir y contradecir” (55).
Como Champollion aparentemente parece no haber considerado el pasado que
estudiaba como algo inarticulado o amenazante, no había razón para que experimentase
la intensa necesidad de Michelet por controlar y dominar aquellas voces que proclamaba
haber liberado del silencio del sepulcro. Es característico, en relación a esto, que el gran
egiptólogo haya tratado de detener el saqueo occidental de las antiguas piedras de
Egipto –una actividad que parecía motivada, cuando no era sólo una cuestión de mera
codicia, por un deseo no sólo de preservar la venerable anatomía del pasado sino
también de aprisionarlo en los templos y museos de la ciencia occidental; lo mismo que
a aquellas lápidas erigidas en nombre de la ciencia sobre los cuales el autor de The
Witch, por lo demás tan obsesionado por el horror del in pace, tenía poco que decir. Por
el contrario, su entusiasmo por los museos era ilimitado. (56)