la madre - gorky

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La Madre Máximo Gorki

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LA MADRE

La Madre

Mximo Gorki

LA MADRE

MXIMO GORKI

Fuente: Librodot.com

Esta Edicin: Proyecto Espartaco (http://www.proyectoespartaco.dm.cl

LA MADRE

MXIMO GORKI

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PRIMERA PARTE

I

Cada maana, entre el humo y el olor a aceite del barrio obrero, la sirena de la fbrica muga y temblaba. Y de las casuchas grises salan apresuradamente, como cucarachas asustadas, gentes hoscas, con el cansancio todava en los msculos. En el aire fro del amanecer, iban por las callejuelas sin pavimentar hacia la alta jaula de piedra que, serena e indiferente, los esperaba con sus innumerables ojos, cuadrados y viscosos. Se oa el chapoteo de los pasos en el fango. Las exclamaciones roncas de las voces dormidas se encontraban unas con otras: injurias soeces desgarraban el aire. Haba tambin otros sonidos: el ruido sordo de las mquinas, el silbido del vapor. Sombras y adustas, las altas chimeneas negras se perfilaban, dominando el barrio como gruesas columnas.Por la tarde, cuando el sol se pona y sus rayos rojos brillaban en los cristales de las casas, la fbrica vomitaba de sus entraas de piedra la escoria humana, y los obreros, los rostros negros de humo, brillantes sus dientes de hambrientos, se esparcan nuevamente por las calles, dejando en el aire exhalaciones hmedas de la grasa de las mquinas. Ahora, las voces eran animadas e incluso alegres: su trabajo de forzados haba concluido por aquel da, la cena y el reposo los esperaban en casa.La fbrica haba devorado su jornada: las mquinas haban succionado en los msculos de los hombres toda la fuerza que necesitaban. El da haba pasado sin dejar huella: cada hombre haba dado un paso ms hacia su tumba, pero la dulzura del reposo se aproximaba, con el placer de la taberna llena de humo, y cada hombre estaba contento.Los das de fiesta se dorma hasta las diez. Despus, las gentes serias y casadas, se ponan su mejor ropa e iban a misa, reprochando a los jvenes su indiferencia en materia religiosa. Al volver de la iglesia, coman y se acostaban de nuevo, hasta el anochecer.La fatiga, amasada durante aos, quita el apetito, y, para comer, beban, excitando su estmago con la aguda quemadura del alcohol.Por la tarde, paseaban perezosamente por las calles: los que tenan botas de goma, se las ponan aunque no lloviera, y los que posean un paraguas, lo sacaban aunque hiciera sol.Al encontrarse, se hablaba de la fbrica, de las mquinas, o se deshacan en invectivas contra los capataces. Las palabras y los pensamientos no se referan ms que a cosas concernientes al trabajo. Apenas si alguna idea, pobre y mal expresada, arrojaba una solitaria chispa en la monotona gris de los das. Al volver a casa, los hombres rean con sus mujeres y con frecuencia les pegaban, sin ahorrar los golpes. Los jvenes permanecan en el caf u organizaban pequeas reuniones en casa de alguno, tocaban el acorden, cantaban canciones innobles, bailaban, contaban obscenidades y beban. Extenuados por el trabajo, los hombres se embriagaban fcilmente: la bebida provocaba una irritacin sin fundamento, mrbida, que buscaba una salida. Entonces, para liberarse, bajo un pretexto ftil, se lanzaban uno contra otro con furor bestial. Se producan rias sangrientas, de las que algunos salan heridos; algunas veces haba muertos...En sus relaciones, predominaba un sentimiento de animosidad al acecho, que dominaba a todos y pareca tan normal como la fatiga de los msculos. Haban nacido con esta enfermedad del alma que heredaban de sus padres, los acompaaba como una sombra negra hasta la tumba, y les haca cometer actos odiosos, de intil crueldad.Los das de fiesta, los jvenes volvan tarde por la noche, los vestidos rotos, cubiertos de lodo y de polvo, los rostros contusionados; se alababan, con voz maligna, de los golpes

propinados a sus camaradas, o bien, venan furiosos o llorando por los insultos recibidos, ebrios, lamentables, desdichados y repugnantes. A veces eran los padres quienes traan su hijo a casa: lo haban encontrado borracho, perdido al pie de una valla, o en la taberna; las injurias y los golpes llovan sobre el cuerpo inerte del muchacho; luego lo acostaban con ms o menos precauciones, para despertarlo muy temprano, a la maana siguiente, y enviarlo al trabajo cuando la sirena esparca, como un sombro torrente, su irritado mugir.Las injurias y los golpes caan duramente sobre los muchachos, pero sus borracheras y sus peleas parecan perfectamente legtimas a los viejos: tambin ellos, en su juventud, se haban embriagado y pegado; tambin a ellos les haban golpeado sus padres. Era la vida. Como un agua turbia, corra igual y lenta, un ao tras otro; cada da estaba hecho de las mismas costumbres, antiguas y tenaces, para pensar y obrar. Y nadie experimentaba el deseo de cambiar nada.Algunas veces, aparecan por el barrio extraos, venidos nadie saba de dnde. Al principio, atraan la atencin, simplemente porque eran desconocidos; suscitaban luego un poco de curiosidad, cuando hablaban de los lugares donde haban trabajado; despus, la atraccin de la novedad se gastaba, se acostumbraba uno a ellos y volvan a pasar desapercibidos. Sus relatos confirmaban una evidencia: la vida del obrero es en todas partes la misma. As, para qu hablar de ello?Pero alguna vez ocurra que decan cosas inditas para el barrio. No se discuta con ellos, pero escuchaban, sin darles crdito, sus extraas frases que provocaban en algunos una sorda irritacin, inquietud en otros; no faltaban quienes se sentan turbados por una vaga esperanza y beban todava ms para borrar aquel sentimiento intil y molesto.Si en un extrao observaban algo extraordinario, los habitantes de la barriada no lo miraban bien, y lo trataban con una repulsin instintiva, como si temiesen verlo traer a su existencia algo que podra turbar la regularidad sombra, penosa, pero tranquila. Habituados a ser aplastados por una fuerza constante, no esperaban ninguna mejora, y consideraban cualquier cambio como tendiente tan slo a hacerles el yugo todava ms pesado.Los que hablaban de cosas nuevas, vean a las gentes del barrio huirles en silencio. Entonces desaparecan, volvan al camino, o si se quedaban en la fbrica, vivan al margen, sin lograr fundirse en la masa uniforme de los obreros...El hombre viva as unos cincuenta aos; despus, mora...

II

Tal era la vida del cerrajero Michel Vlassov, un ser sombro, velludo, de ojillos desconfiados bajo espesas cejas, de sonrisa maligna. El mejor cerrajero de la fbrica y el hrcules del barrio: ganaba poco, porque era grosero con sus jefes; cada domingo dejaba sin sentido a alguno; todo el mundo le detestaba y le tema Haban tratado de pegarle, pero sin xito. Cuando Vlassov vea que iban a atacarle, coga una piedra, una plancha, un trozo de hierro, y, plantndose sobre sus piernas abiertas, esperaba al enemigo, en silencio. Su rostro, cubierto desde los ojos hasta la garganta por una barba negra, y sus peludas manos, excitaban el pnico general. Causaban miedo, sobre todo, sus ojos, pequeos y agudos, que parecan perforar a las gentes como una punta de acero; cuando se encontraba aquella mirada, se sentan los dems en presencia de una fuerza salvaje, inaccesible al miedo, pronta a herir sin piedad.-Fuera de aqu, carroa! -deca sordamente. En el espeso velln de su rostro, sus grandes dientes amarillos relucan. Sus adversarios lo colmaban de insultos, pero retrocedan intimidados.

-Carroa! -les gritaba an, y su mirada resplandeca, malvada, aguda como una lezna. Despus, ergua la cabeza con aire desafiante, y los segua, provocndolos:-Bueno, quin quiere morir? Nadie quera...Hablaba poco, y su expresin favorita era carroa. Llamaba as a los capataces de la fbrica y a la polica; empleaba el mismo epteto dirigindose a su mujer:-No ves, carroa, que tengo los pantalones rotos?Cuando su hijo Paul cumpli catorce aos, Vlassov intent un da tirarle de los cabellos. Pero Paul se apoder de un pesado martillo y dijo secamente:-No me toques.-Qu? -pregunt el padre; avanz sobre el erguido y esbelto rapaz como una sombra sobre un abedul joven.-Basta -dijo Paul-: no me dejar pegar ms... Y blandi el martillo.El padre lo mir, cruz a la espalda sus velludas manos y dijo burlonamente:-Bueno...Luego, aadi con un profundo suspiro:-Bribn de carroa...Poco despus dijo a su esposa:-No me pidas ms dinero, Paul te mantendr. Ella se envalenton:-Vas a bebrtelo todo?-No es asunto tuyo, carroa. Tomar una amiguita...No tom amante alguna, pero desde aquel momento hasta su muerte, durante casi dos aos, no volvi a mirar a su hijo, ni a dirigirle la palabra.Tena un perro tan grande y peludo como l mismo. Cada da, el animal lo acompaaba a la fbrica y lo esperaba por la tarde, a la salida. El domingo, Vlassov iba a recorrer los cafs. Caminaba sin decir palabra, pareca buscar a alguien, mirando insolentemente a las personas, a su paso. El perro le segua todo el da, el rabo bajo, gordo y peludo. Cuando Vlassov, borracho, volva a su casa, se sentaba a la mesa y daba de comer al perro en su plato. No le pegaba jams, ni le rea, pero tampoco le acariaciaba nunca. Despus de la comida, si su mujer no se llevaba el servicio a tiempo, tiraba los platos al suelo, colocaba ante s una botella de aguardiente y, con la espalda apoyada en la pared, con una voz sorda que daba dentera, aullaba una cancin, la boca abierta y los ojos cerrados. Las palabras melanclicas y vulgares de la cancin, parecan enredarse en su bigote, del que caan migas de pan; el cerrajero se peinaba la barba con los dedos y cantaba. Las palabras eran incomprensibles, arrastradas; la meloda recordaba el aullido de los lobos en invierno. Cantaba mientras haba aguardiente en la botella; despus, se tenda sobre un costado, en el banco o pona la cabeza encima de la mesa, y dorma as hasta la llamada de la sirena. El perro se acostaba a su lado.Muri de una hernia. Durante cinco das, con la tez negruzca, se agit en el lecho, cerrados los prpados, rechinando los dientes. A veces, deca a su mujer:-Dame veneno para las ratas, envenname...El doctor recet cataplasmas, pero aadi que era indispensable una operacin y que haba que trasladar al enfermo al hospital inmediatamente.-Al diablo..., morir solo! Carroa! -grit Vlassov.Cuando el doctor s hubo marchado, su mujer, llorando, quiso convencerlo de que se sometiese a la operacin; l le declar, amenazndola con el puo:-Si me curo vas a verlas peores!Muri una maana, en el momento en que la sirena llamaba al trabajo.

En el atad, tena la boca abierta y las cejas fruncidas e irritadas. Lo enterraron su mujer, su hijo, su perro, Danilo Vessovchikov, viejo ladrn borracho, expulsado de la fbrica, y algunos miserables del barrio. Su mujer lloraba un poco. Paul no derram una lgrima. Los transentes que encontraban el entierro se detenan y se persignaban, diciendo a sus vecinos:-Sin duda que Pelagia debe estar contenta de que se haya muerto. Rectificaban:-De que haya reventado!Despus de darle sepultura, todos se volvieron, pero el perro se qued all, tendido en la fresca tierra, y, sin aullar, olfate largamente la tumba. Unos das ms tarde, lo mataron; nadie supo quin...

III

Un domingo, quince das despus de la muerte de su padre, Paul Vlassov volvi a casa borracho. Titubeando, entr en la pieza delantera, y golpeando la mesa con el puo como su padre haca, grit:-A cenar!Su madre se acerc, se sent a su lado y, abrazndolo, atrajo sobre su pecho la cabeza del hijo. El, apoyando la mano sobre su hombro, la rechaz y grit:-Vamos, madre, de prisa!-Pobre animalito! -dijo ella con voz triste y acariciadora, ignorando la resistencia de

Paul.

-Y voy a fumar! Dame la pipa de padre -gru el muchacho; la lengua rebelde

articulaba con dificultad.Era la primera vez que se embriagaba. El alcohol haba debilitado su cuerpo, pero no haba apagado su conciencia, y una pregunta le golpeaba la cabeza:-Estoy borracho ...?estoy borracho?Las caricias de su madre lo confundan, y la tristeza de sus ojos lo conmovi. Tena ganas de llorar, y para vencer este deseo fingi estar ms borracho de lo que realmente estaba.La madre acariciaba sus cabellos, enmaraados y empapados en sudor, y le hablaba dulcemente:-No has debido...Le invadieron las nuseas. Despus de una serie de violentos vmitos, la madre le acost y cubri su frente lvida con una toalla hmeda. Se repuso un poco, pero todo daba vueltas a su alrededor, los prpados le pesaban, tena en la boca un gusto repugnante y amargo. Miraba a travs de las pestaas el rostro de su madre y pensaba:-Es demasiado pronto para m. Los otros beben y no les pasa nada, y a m me hace vomitar...La dulce voz de su madre le llegaba, lejana: -Cmo vas a mantenerme, si te pones a beber... El cerr los ojos y dijo:-Todos beben...Pelagia suspir. Tena razn. Bien saba ella que la gente no tiene otro sitio que la taberna para obtener un poco de alegra. Sin embargo, respondi:-T no bebas! Tu padre ha bebido bastante por ti. Y me ha atormentado bastante...; t podras tener lstima de tu madre. Paul escuchaba estas palabras, tristes y tiernas; recordaba la existencia callada y borrosa de su madre, siempre a la espera angustiosa de los golpes. Los ltimos tiempos, Paul haba estado poco en casa para evitar encontrarse con su

padre: haba olvidado algo a su madre. Y ahora, recuperando poco a poco los sentidos, la miraba fijamente.Era alta y un poco encorvada; su cuerpo, roto por un trabajo incesante y los malos tratos de su marido, se mova sin ruido, ligeramente ladeado, como si temiera tropezar con algo. El ancho rostro surcado de arrugas, un poco hinchado, se iluminaba con dos ojos oscuros, tristes e inquietos como los de la mayora de las mujeres del barrio. Una profunda cicatriz levantaba levemente la ceja derecha, y pareca que tambin la oreja de ese lado era ms alta que la otra; tena el aire de tender siempre un odo alerta. Las canas contrastaban con el espeso pelo negro. Era toda dulzura, tristeza, resignacin...A lo largo de sus mejillas corran lentamente las lgrimas.-No llores ms! -dijo dulcemente su hijo-. Dame de beber. -Voy a traerte agua con

hielo.

Pero cuando Pelagia volvi, se haba dormido. Ella permaneci un instante mvil ante

l: la jarra temblaba en su mano y el hielo tintineaba suavemente en el borde. Dej el cacharro sobre una mesa y, silenciosa, se arrodill ante las santas imgenes. Los vidrios de las ventanas vibraban con gritos de borrachos. En la oscuridad y la niebla de la noche de otoo, gema un acorden; alguien cantaba a plena voz; alguien juraba con palabras soeces; se oan voces de mujeres inquietas, irritadas, cansadas...En la casita de los Vlassov la vida continu, ms tranquila y apacible que antes, y un poco diferente de la de las otras casas. Su mansin se encontraba al fondo de la calle principal, cerca de una cuesta pequea pero empinada que terminaba en una laguna. Un tercio de la vivienda lo ocupaban la cocina y una pequea habitacin, separada por un delgado tabique, donde dorma la madre. El resto era una pieza cuadrada con dos ventanas: en un rincn, la cama de Paul, en el otro, una mesa y dos bancos. Algunas sillas, una cmoda para la ropa, un espejillo encima, un bal, un reloj de pared y dos iconos en un rincn, eso era todo.Paul hizo todo lo que un muchacho deba hacer: se compr un acorden, una camisa con pechera almidonada, una corbata llamativa, botas de goma, un bastn, y se convirti en uno ms entre los jvenes de su edad. Fue a fiestas, aprendi a bailar la cuadrilla y la polka, el domingo volva despus de haber bebido mucho y segua soportando mal el vodka. Al da siguiente, tena dolor de cabeza, sufra ardor de estmago, estaba lvido y abatido.Un da, su madre le pregunt:-Entonces, te has divertido mucho ayer? El respondi con sombra irritacin:-Me aburr condenadamente! Me ir a pescar, que ser mejor; o me comprar un

fusil.

Trabajaba con celo, sin ausencias ni reprimendas. Era taciturno, y sus ojos azules,

grandes como los de su madre, expresaban descontento. No se compr un fusil ni fue a pescar, pero se desvi cada vez ms de la vida corriente de los jvenes, frecuent cada vez menos las fiestas y, donde quiera que fuese el domingo, volva sin haber bebido. La madre, que lo vigilaba con mirada atenta, vea demacrarse el rostro bronceado de su hijo; su expre- sin se haca ms grave y sus labios adquiran un pliegue de extraa severidad.Pareca lleno de una clera sorda, o minado por una enfermedad. Antes, sus camaradas venan a verlo, pero ahora, al no encontrarlo nunca en casa, dejaron de aparecer. La madre vea, con placer, que Paul no imitaba ya a los muchachos de la fbrica, pero cuando observ esta obstinacin en huir la sombra corriente de la vida comn, el sentimiento de un oscuro peligro invadi su corazn.-No te sientes bien, Paul? -le preguntaba alguna vez.-S, estoy bien -responda.-Ests tan delgado! -suspiraba ella.

Comenz a traer libros y a leerlos a escondidas; luego los guardaba en alguna parte. A veces, copiaba algn pasaje, en un trozo de papel que tambin esconda.Se hablaban poco y apenas se vean por la maana, l tomaba su t sin decir nada y se iba al trabajo; a medioda, vena a almorzar; en la mesa, cambiaban algunas palabras insignificantes y de nuevo desapareca hasta la noche. Al concluir la jornada, se lavaba cuidadosamente, tomaba la sopa y luego lea largamente sus libros. El domingo, se marchaba por la maana para no volver hasta entrada la noche. Pelagia saba que iba a la ciudad, que frecuentaba el teatro, pero nadie de la ciudad vena a verlo. Le pareca que, cuanto ms pasaba el tiempo, menos comunicativo era su hijo, y al mismo tiempo notaba que, en ocasiones, empleaba algunas palabras nuevas que ella no comprenda, en tanto que las expresiones groseras y brutales que antes utilizaba, haban desaparecido de su lenguaje. En su comportamiento, haba muchos detalles que atraan la atencin de Pelagia; dej de hacer el gomoso, pero concedi ms cuidado a la limpieza de su cuerpo y de sus ropas; su manera de andar adquiri mayor libertad y soltura, y su apariencia se hizo ms sencilla y dulce. Su madre se preocupaba. Y en su actitud con respecto a ella, haba tambin algo de nuevo: barra a veces su cuarto, se haca l mismo la cama los domingos y se esforzaba, en general, por quitarle trabajo. Nadie obraba as en el barrio...Un da trajo y colg del muro, un cuadro representando a tres personas que caminaban con ligereza conversando.-Es Cristo resucitado, camino de Emas -explic Paul. El cuadro agrad a Pelagia, pero pens:Honras a Cristo y no vas a la iglesia...El nmero de libros aumentaba de da en da sobre la hermosa estantera que un carpintero, amigo de Paul, le haba fabricado. La habitacin tomaba un aspecto agradable.El la trataba de usted y le llamaba la madre, pero algunas veces tena para ella palabras afectuosas:-No te inquietes, madre: volver tarde hoy.Y, bajo estas palabras, ella senta algo de fuerte, de serio, que le gustaba.Pero su inquietud creca, y el paso del tiempo no la tranquilizaba: el presentimiento de algo extraordinario rondaba su corazn. A veces, estaba descontenta de su hijo, y pensaba:-Los hombres deben vivir como hombres, pero ste es como un monje... Es demasiado serio... No es propio de su edad.Se preguntaba:-Tendr, quiz, alguna amiga?Pero para cargarse con una muchacha haca falta dinero, y l le entregaba casi todo su

salario.

As pasaron semanas, meses, dos aos de una vida extraa, silenciosa, llena de

pensamientos oscuros y temores, que crecan sin cesar.

IV

Una noche, despus de cenar, Paul, corriendo la cortina de las ventanas, se sent en un rincn y se puso a leer, bajo la lmpara de petrleo colgada en la pared sobre su cabeza. Su madre, lavada la vajilla, sali de la cocina y se acerc con paso vacilante. El levant la cabeza y la mir interrogante.

-No... no es nada, Paul, soy yo -dijo ella, y se alej vivamente, enarcadas las cejas con aire confuso. Permaneci inmvil un momento en medio de la cocina, pensativa, preocupada; se lav despaciosamente las manos y volvi junto a su hijo.-Querra preguntarte -dijo muy bajo-, qu es lo que ests leyendo siempre. El dej el libro.-Sintate, mam.Se sent pesadamente al lado de l y se irgui, esperando algo grave. Sin mirarla, a media voz, y tomando sin saber por qu un tono spero, Paul comenz a hablar.-Leo libros prohibidos. Se prohbe leerlos porque dicen la verdad sobre nuestra vida de obreros... Se imprimen en secreto, y si los encuentran aqu, me llevarn a la crcel..., a la crcel, porque quiero saber la verdad. Comprendes?Ella sinti que su respiracin se cortaba, y fij sobre su hijo unos ojos espantados. Le pareci diferente, extrao. Tena otra voz, ms baja, ms llena, ms sonora. Con sus dedos afilados, retorca su fino bigote de adolescente, y su mirada vaga, bajo las cejas, se perda en el vaco. Se sinti invadida de miedo y de piedad por su hijo.-Por qu haces eso, Paul? -pregunt.Levant l la cabeza, le lanz una ojeada, y sin alzar la voz, tranquilamente, respondi:-Quiero saber la verdad.Su voz era baja pero firme, y sus ojos brillaban de obstinacin. En su corazn, ella comprendi que su hijo se haba consagrado Para siempre a algo misterioso y terrible. Todo, en la vida, le haba parecido inevitable: estaba acostumbrada a someterse sin reflexionar, y solamente se ech a llorar, dulcemente, sin encontrar palabras, el corazn oprimido por la pena y la angustia.-No llores! -dijo Paul con voz tierna; pero a la madre le pareci que le deca adis.-Reflexiona, qu vida es la nuestra? T tienes cuarenta aos, y, sin embargo, es que verdaderamente has vivido? Padre te pegaba... Comprendo ahora que se vengaba sobre ti de su propia miseria, de la miseria de la vida, que lo ahogaba sin que l comprendiese por qu. Haba trabajado treinta aos; empez cuando la fbrica no tena ms que dos edificios, y ahora tiene siete!Ella escuchaba con terror y avidez. Los ojos de su hijo brillaban, hermosos y claros; apoyando el pecho en la mesa, se haba acercado a su madre, y tocando casi su rostro baado en lgrimas, deca por primera vez lo que haba comprendido. Con toda la fe de la juventud y el ardor del discpulo, orgulloso de sus conocimientos en cuya verdad cree religiosamente, hablaba de todo lo que para l era evidente; y hablaba menos para su madre, que para verificar sus propias convicciones. Algunos momentos se detena, cuando le faltaban las palabras, y entonces vea el afligido rostro en el que brillaron los ojos bondadosos, llenos de lgrimas, de terror y de perplejidad. Tuvo lstima de su madre, y sigui hablando, pero esta vez de ella, de su vida.-Qu alegras has conocido t? Puedes decirme qu ha habido de bueno en tu vida?Ella escuchaba y mova tristemente la cabeza: experimentaba el sentimiento de algo nuevo que no conoca, alegra y pena, y esto acariciaba deliciosamente su corazn dolorido. Era la primera vez que oa hablar as de ella misma, de su vida, y aquellas palabras despertaban pensamientos vagos, dormidos haca mucho tiempo; reavivaban dulcemente el sentir apagado de una insatisfaccin oscura de la existencia, reanimaban las ideas e impresiones de una lejana juventud. Cont su niez, con sus amigas, habl largamente de todo, pero, como las dems, no saba ms que quejarse: nade explicaba por qu la vida era tan penosa y difcil. Y he aqu que su hijo estaba all sentado, y todo lo que decan sus dos, su rostro, sus palabras, todo aquello llegaba a su corazn, la llenaba le orgullo ante su hijo que comprenda tan bien la vida de su madre, le hablaba de sus sufrimientos, la compadeca.

No suele compadecerse a las madres.Ella lo saba. Todo lo que deca Paul de la vida de las mujeres era la verdad, la amarga verdad; y palpitaban en su pecho una muchedumbre de dulces sensaciones, cuya desconocida ternura confortaba su corazn.-Y entonces, qu quieres hacer?-Aprender, y luego ensear a los otros. Los obreros debemos estudiar. Debemos saber, debemos comprender dnde est el origen de la dureza de nuestras vidas.Era dulce para la madre ver los ojos azules de su hijo, siempre serios y severos, brillar ahora con tanta ternura y afecto. En los labios de Pelagia apareci una leve sonrisa de contente, mientras en las arrugas de sus mejillas temblaban an las lgrimas. Se senta dividida interiormente: estaba orgullosa de su hijo, que tan bien vea las razones de la miseria de la existencia; pero tampoco poda olvidar que era joven, que no hablaba como sus compaeros, y que se haba resuelto a entrar solo en lucha contra la vida rutinaria que los otros, y ella tambin, llevaban. Quiso decirle: Pero, nio..., qu puedes hacer t?Paul vio la sonrisa en los labios de su madre, la atencin en su rostro, el amor en sus ojos; crey haberle hecho comprender su verdad, y el juvenil orgullo de la fuerza de su palabra, exalt su fe en s mismo. Lleno de excitacin, hablaba, tan pronto sarcstico como frunciendo las cejas; algunas veces, el odio resonaba en su voz, y cuando su madre oa aquellos crueles acentos, sacuda la cabeza, espantada, y le preguntaba en voz baja:-Es verdad eso, Paul?-S! -responda l con voz firme.Y le hablaba de los que queran el bien del pueblo, que sembraban la verdad y a causa de ello eran acosados como bestias salvajes, encerrados en prisin, enviados al penal por los enemigos de la existencia.-He conocido a estas gentes grit- con ardor: son las mejores del mundo.Pero a su madre la aterrorizaban, y preguntaba una vez ms a su hijo: Es verdad

eso?

No se senta segura. Desfallecida, escuchaba los relatos de Paul sobre aquellas gentes,

incomprensibles para ella, que haban enseado a su hijo una manera de hablar y de pensar, tan peligrosa para l.-Va a amanecer pronto: debas acostarte -dijo ella.-En seguida. -E inclinndose hacia ella, pregunt-: Me has comprendido?-S! -suspir la madre. De nuevo brotaron lgrimas de sus ojos, y aadi en un sollozo:-Te perders!El se levant y dio algunos pasos por la habitacin.-Bien, ahora sabes lo que hago y adnde voy: te he dicho todo... Y te suplico, madre, que si me quieres no me retengas...-Cario! -exclam ella-. Quiz hubiera sido mejor no decirme nada... Le tom una mano que l estrech con fuerza entre las suyas.;A ella la conmovi la palabra madre, que l haba pronunciado con tanto calor, y aquel apretn de manos, nuevo y extrao.-No har nada por contrariarte -dijo jadeando-.Solamente, ten cuidado!, ten mucho cuidado!Sin saber de qu deba guardarse, aadi tristemente:-Cada vez adelgazas ms...Y envolviendo su cuerpo, robusto y bien hecho, con una clida mirada acariciadora, le dijo rpidamente y en voz baja:-Que Dios te proteja! Haz lo que quieras, no te lo impedir. No pido ms que una cosa: s prudente cuando hables con los otros. Hay que desconfiar: se odian entre s. Son

vidos, envidiosos... Les gusta hacer dao. Si empiezas a decirles tus verdades, a juzgarlos, te detestarn y te perdern.De pie junto a la puerta, Paul escuchaba sonriendo estas amargas palabras:-La gente es mala, s. Pero cuando supe que haba tuna verdad sobre la tierra, se volvieron mejores.Sonri de nuevo.-Yo mismo no comprendo cmo ha ocurrido esto. Desde que era nio, tuve miedo de todo el mundo. Cuando crec, me encontr odiando a unos por su cobarda, a otros no s por qu, por nada...!Y ahora se han vuelto diferentes para m: siento piedad por ellos, creo... no s cmo, pero mi corazn se enternece desde que he comprendido que no todos son responsables de su bajeza...Se call un instante, pareciendo escuchar algo dentro de s mismo: luego continu, pensativo:-He aqu cmo sopla la verdad!Ella alz los ojos hacia l y murmur:-Cmo has cambiado, y qu miedo tengo, Dios mo!Cuando su hijo estuvo acostado y dormido, la madre se levant sin ruido, y se acerc dulcemente a su lecho. Paul dorma sobre la espalda, y en la blanca almohada se perfilaba su rostro tostado, obstinado y severo. Las manos cruzadas sobre el pecho, descalza y en camisa, la madre se mantuvo junto a la cama de su hijo, sus labios se movieron en silencio y de sus ojos corrieron lentamente, una tras otra, gruesas lgrimas de angustia.

V

Y la vida continu para ellos, silenciosa: de nuevo se sentan lejanos y prximos. Un da de fiesta, a la mitad de la semana, Paul dijo a su madre al salir:-El sbado tendr invitados de la ciudad.-De la ciudad?-repiti la madre..., y repentinamente estall en sollozos.-Vamos mam, por qu lloras? -pregunt Paul, disgustado. Ella suspir, enjugndose el rostro con el delantal.-No s..., por nada.-Tienes miedo?-S -confes.El se inclin sobre ella y dijo con voz irritada como la de un nio:-Todos reventamos de miedo! Y los que nos mandan, se aprovechan de ese miedo para asustarnos todava ms.La madre gimi:-No te enfades! Cmo podra no tener miedo! Lo he tenido toda mi vida. El respondi a media voz, apaciguado:-Perdname. No puedo hacer otra cosa. Y sali.Ella tembl durante tres das: su corazn dejaba de latir cuando recordaba queaquella gente iba a venir a su casa: extraos, que deban ser terribles. Eran los que haban mostrado a su hijo la senda que ahora segua...El sbado por la tarde, Paul volvi de la fbrica, se lav, se cambi de ropa y sali de nuevo, diciendo a su madre, sin mirarla:-Si vienen, diles que volver en seguida. Y no tengas miedo, por favor...

Ella se dej caer sobre el banco, sin fuerzas. Paul frunci las cejas y le propuso:-Quiz... prefieres salir?Ella se sinti herida. Sacudi negativamente la cabeza.-No. Por qu iba a salir?Era el final de noviembre. Durante el da haba cado, sobre el suelo helado, una nieve fina y en polvo, que ahora ella oa chirriar bajo los pasos de Paul, que se iba. En los cristales de la ventana se agolpaban las tinieblas espesas, inmviles, hostiles, al acecho. La madre, con las manos apoyadas en el banco, permaneca sentada y esperaba, la mirada en la puerta.Le pareca que, en la oscuridad, seres malvados con extraas vestiduras, convergan de todas partes hacia la casa: marchaban a paso de lobo, encorvados y mirando a todos lados. Pero alguien caminaba verdaderamente alrededor de la casa, palpaba la pared con las manos...Se oy un silbido. En el silencio era un hilo delgado, triste y melodioso, que erraba meditabundo en el vaco de las tinieblas: buscaba algo, se acercaba. Y de pronto, desapareci bajo la ventana, como si hubiese penetrado en la madera del tabique.Unos pasos se arrastraron en la entrada: la madre se estremeci y, con los ojos dilatados, se puso en pie.La puerta se abri. Primero apareci una cabeza tocada con un gran gorro de felpa, luego un cuerpo largo, encorvado, se desliz lentamente, se irgui, levant sin apresurarse el brazo derecho y, suspirando ruidosamente, con una voz que sala de lo ms hondo del pecho, dijo:-Buenas noches!La madre se inclin sin decir palabra.-Paul, no est?El hombre se quit lentamente su chaquetn forrado, levant un pie, hizo caer, con el gorro, la nieve de la bota: repiti el mismo gesto con la otra, arroj el gorro en un rincn y, balancendose sobre sus largas piernas, entr en la habitacin. Se acerc a una silla, la examin como para convencerse de su solidez, se sent al fin y, llevndose la mano a la boca, bostez. Tena la cabeza redonda y pelada al cero, las mejillas afeitadas, y largos bigotes cuyas puntas caan. Inspeccion el cuarto con sus grandes ojos grises y salientes, cruz las piernas y pregunt, columpindose en la silla:-La cabaa es vuestra o la tenis alquilada? Pelagia, sentada frente a l, respondi:-Alquilada.-No es gran cosa -observ l.-Paul volver pronto: esprele -dijo ella dbilmente.-Es lo que estoy haciendo -dijo tranquilamente el largo personaje.Su calma, su voz dulce y la sencillez de su expresin, devolvieron el valor a la madre. El hombre la miraba francamente, con aire benvolo: una alegre lucecita jugaba en el fondo de sus ojos transparentes, y en toda su persona angulosa, encorvada, de largas piernas, haba algo divertido y que predispona en su favor. Iba vestido con una camisa azul y pantalones negros, metidos en las botas. La madre tuvo ganas de preguntarle quin era, de dnde vena, si haca mucho tiempo que conoca a su hijo, pero sbitamente, el forastero balance el cuerpo y le pregunt:-Quin le ha hecho ese agujero en la frente, madrecita?Su tono era familiar, y haba una buena y clara sonrisa en sus ojos. Pero la pregunta irrit a Pelagia. Apret los labios, y tras un instante de silencio, respondi con fra cortesa:-Qu puede importarle eso, mi querido seor? El volvi hacia ella todo su largo cuerpo.-Vamos, no se incomode! Se lo preguntaba porque mi madre adoptiva tena tambin un agujero en la frente, como usted. Fue su cnyuge, un zapatero, quien se lo haba hecho con

una lezna. Ella era lavandera y l zapatero. Cuando ella me haba adoptado ya, encontr no s dnde a aquel borracho, para su desgracia. Le pegaba, no le digo ms. Yo tena un miedo de todos los diablos...La madre se sinti desarmada ante aquella franqueza, y pens que, sin duda, Paul se irritara por el mal humor que manifestaba con respecto a aquel ser original. Sonri con aire contrito:-No me enfadaba, pero usted me pregunt as..., de pronto... Fue mi marido quien me hizo este regalo. Dios tenga piedad de su alma. No es usted trtaro?Las largas piernas se sobresaltaron, y el rostro se ilumin con una sonrisa tan amplia que incluso las orejas se estiraron hacia la nuca. Luego dijo, muy serio:-No, todava no.-Pero su modo de hablar, no parece ruso! -explic ella, sonriendo y comprendiendo la broma.-Es mejor que el ruso -grit alegremente el visitante moviendo la cabeza-. Soy Pequeo Ruso, de la ciudad de Kaniev.-Est aqu desde hace mucho tiempo?-Vivo en la ciudad desde hace casi un ao, y ahora hace un mes que he venido a la fbrica. He encontrado en ella gente buena, su hijo y otros... Quiero quedarme aqu, dijo retorciendo su bigote.Le gustaba, y agradecida a la buena opinin que tena de su hijo, experiment el deseo de demostrrselo:-Quiere tomar el t?-Pero no voy a regalarme yo solo! -respondi l, alzando los hombres-. Cuando todos estn aqu, nos har usted los honores...Volvi el miedo.Con tal que todos sean como l ..., dese calurosamente. Volvieron a orse pasos en el vestbulo, la puerta se abri vivamente y la madre se levant. Pero, con gran asombro, vio entrar a una muchacha, ms bien menuda, con un sencillo rostro de campesina y una espesa trenza de cabellos claros.-Llego tarde?-En absoluto! -respondi el Pequeo Ruso, que haba permanecido en la habitacin-.A pie?-Por supuesto. Usted es la madre de Paul? Buenas noches: me llamo Natacha.-Y el nombre de su padre?-Vassilievna. Y usted?-Pelagia Nilovna.-Bien, pues ahora ya nos conocemos.-S -dijo la madre con un ligero suspiro; y sonriendo examin a la muchacha. El Pequeo Ruso la ayud a quitarse el abrigo.-Hace fro?-S, en el campo mucho fro. Sopla el viento...Su voz era sonora y clara, su boca pequea y carnosa, toda su persona era redonda y fresca. Despus de quitarse el abrigo, frot vigorosamente las sonrosadas mejillas con sus pequeas manos, rojas de fro, y entr rpidamente en el cuarto haciendo sonar sobre el piso los tacones de sus botines.No tiene chanclos, pens la madre.-S..., s... -dijo la muchacha, arrastrando las palabras y temblando-. De verdad que estoy helada.-Voy en seguida a prepararle un poco de t! -dijo vivamente la madre, dirigindose hacia la cocina-. Esto la calentar.

Le pareca que conoca a la joven desde haca mucho tiempo, y que la quera como una madre bondadosa y comprensiva. Sonriendo, prest odo a la conversacin en el cuarto.-No tiene el aspecto alegre, Nakhodka.-As, as... -respondi el Pequeo Ruso a media voz-. Esta viuda tiene los ojos dulces, y pensaba yo que quiz los de mi madre son parecidos. Ya sabe que pienso frecuentemente en mi madre, y creo siempre que est viva.-No dice que est muerta?-No, esa es mi madre adoptiva. Yo hablo de mi verdadera madre. Me figuro que pide limosna en cualquier parte, en Kiev. Y que bebe vodka... Y cuando est borracha, los polis le parten la cara.Pobre hombre!, pens la madre, y suspir.Natacha se puso a hablar de prisa, con calor pero en voz baja. Despus, reson de nuevo la voz sonora del Pequeo Ruso:-Es todava muy joven, camarada, y no ha aguantado demasiadas cosas. Echar un cro al mundo es difcil: educarlo bien, es todava ms duro.Vaya!, se dijo la madre; y hubiera querido decir algo amable al Pequeo Ruso. Pero la puerta se abri sin prisa y entr Nicols Vessovchikov: era hijo del viejo ladrn de Danilo, y todo el barrio lo consideraba como un oso. Se mantena siempre al margen de la gente, hurao, y se burlaban de l por su carcter insociable.Extraada, Pelagia, le pregunt:-Qu quieres, Nicols?El enjug con la ancha palma de la mano el rostro helado, de pmulos salientes, y, sin dar las buenas noches, pregunt sordamente:-Paul, no est?-No.Ech una ojeada a la habitacin y luego entr.-Buenas noches, camaradas.Este tambin?, pens la madre con hostilidad, y se extra mucho al ver a Natacha tenderle la mano con aire alegre y afectuoso.Despus, llegaron dos muchachos muy jvenes, casi nios. Pelagia conoca a uno de ellos: era Tho, el sobrino de un viejo obrero de la fbrica, llamado Sizov; tena los rasgos angulosos, la frente alta y los cabellos rizados. El otro, de cabello liso y aspecto modesto, le era desconocido, pero tampoco tena apariencia terrible. Por fin, lleg Paul, acompaado de dos amigos que ella conoca, obreros de la fbrica. Su hijo le dijo amablemente:-Has hecho t? Gracias.-Hay que comprar aguardiente? -pregunt ella, no sabiendo cmo expresarle el sentimiento de gratitud que inconscientemente experimentaba.-No, no hace falta -le replic Paul, sonrindole con bondad.De pronto, se le ocurri la idea de que su hijo haba exagerado adrede el peligro de aquella reunin, para burlarse de ella.-Estas son las gentes peligrosas? -pregunt en voz baja.-Absolutamente! -dijo Paul, entrando en el cuarto.-Bueno! -respondi ella animosa; pero para sus adentros, pens:Sigue siendo un nio!

VI

El agua del samovar herva, y lo trajo a la habitacin. Los invitados se estrechaban alrededor de la mesa, y Natacha, un libro en la mano, se haba colocado en una esquina, bajo la lmpara.-Para comprender por qu las gentes viven tan mal... -dijo Natacha.-Y por qu son, ellos mismos, tan malvados... -intervino el Pequeo Ruso.-Hay que mirar cmo han comenzado a vivir...-Mirad, hijos mos, mirad! -murmur la madre, preparando el t. Todos se callaron.-Qu dices, mam? -pregunt Paul, con las cejas fruncidas.-Yo? -viendo todos los ojos fijos en ella, se explic embarazosamente-: No deca nada..., as..., nada.Natacha se ech a rer, y Paul sonri, en tanto que el Pequeo Ruso deca:-Gracias por el t, madrecita.-An no lo habis bebido y ya me dais las gracias! -replic ella. Luego aadi, mirando a su hijo-: Quiz les estorbo?Fue Natacha quien respondi:-Cmo la duea de la casa podra molestar a sus huspedes? Y grit con tono infantil y quejumbroso:-Dme en seguida el t, mi buena Pelagia! Estoy temblando... Tengo los pies helados.-Ahora mismo, ahora mismo -dijo vivamente la madre.Natacha bebi su taza de t, suspir ruidosamente, rechaz su trenza por encima del hombro y comenz a leer un libro ilustrado, de cubierta amarilla. La madre se esforzaba en no hacer ruido con las tazas, serva el t y prestaba odo a la voz armoniosa y clara de la muchacha, acompaada por la dulce cancin del samovar. Como una cinta magnfica, se desarrollaba la historia de los hombres Primitivos y salvajes, que vivan en cavernas y dejaban fuera de combate, a golpes de piedra, las bestias feroces. Era como un cuento maravilloso, y Pelagia dirigi varias veces una ojeada a su hijo, deseosa de preguntarle qu haba de prohibido en aquella historia.Pero se cans pronto de seguir el relato y se puso a examinar a sus invitados.Paul estaba sentado al lado de Natacha: era el ms guapo de todos. La joven, inclinada sobre su libro, echaba hacia atrs, a cada momento, los cabellos que le caan sobre la frente. Sacuda la cabeza, y, bajando la voz, dejaba el libro para hacer algunas observaciones de su cosecha, mientras su mirada resbalaba amistosamente sobre el rostro de sus oyentes. El Pequeo Ruso apoyaba su amplio pecho en el ngulo de la mesa, bizqueando sobre su bigote, del que se esforzaba en ver las puntas rebeldes. Vessovchikov estaba sentado en su silla, rgido como un maniqu, las manos en las rodillas, y su rostro glacial, desprovisto de cejas, con los labios delgados, no se mova ms que una mscara. Sus ojos estrechos, miraban obstinadamente los destellos del cobre brillante del samovar: pareca que no respiraba. El pequeo Tho escuchaba la lectura, removiendo silenciosamente los labios, como si repitiese las palabras del libro, en tanto que su camarada, inclinado, los codos en las rodillas, las mejillas en el hueco de las manos, sonrea pensativo. Uno de los muchachos que vinieron con Paul era pelirrojo, de cabello rizado: sin duda tena ganas de decir algo, porque se agitaba con impaciencia. El otro, de cabello rubio muy corto, se pasaba la mano sobre la cabeza, que inclinaba hacia el suelo, y no se le vea la cara. Se estaba bien en la habitacin. La madre senta un bienestar especial, desconocido hasta entonces, y mientras que Natacha, volublemente, continuaba su lectura, ella recordaba las fiestas ruidosas de su juventud, las

palabras groseras de los jvenes, cuyo aliento apestaba a alcohol, sus cnicas bromas, Ante estos recuerdos, un sentimiento de piedad hacia s misma le morda sordamente el corazn.Su imaginacin revivi la solicitud de matrimonio de su difunto marido. En el curso de una reunin la haba abrazado en la oscuridad de la entrada, apretndola con todo su cuerpo contra el muro, y con voz sorda e irritada, le haba preguntado:-Quieres casarte conmigo?Ella se haba sentido ofendida: le haca dao oprimindole el pecho; el jadeo de l le lanzaba al rostro un aliento clido y hmedo. Trat de arrancarse a sus manos, de huir.-Dnde vas? -rugi l-. Contestas o no?Sofocante de vergenza y profundamente herida, ella callaba. Alguien abri la puerta del vestbulo, l la solt sin prisa, y dijo:-El domingo te mandar a preguntar... Lo haba cumplido.Pelagia cerr los ojos y lanz un profundo suspiro. De pronto, reson la voz irritada de Vessovchikov.-No necesito saber cmo vivan antes los hombres, sino cmo hay que vivir ahora!-Eso es! -dijo el pelirrojo levantndose.-No estoy de acuerdo! -grit Tho.Estall la discusin, las exclamaciones brotaron como lenguas de fuego en una hoguera. La madre no comprenda por qu gritaban. Todos los rostros estaban rojos de excitacin, pero nadie se ofenda ni deca las palabras groseras a las que ella estaba acostumbrada.Se sienten embarazados ante la seorita, pens.Le agradaba observar el serio rostro de Natacha, que los miraba con atencin, como una madre a sus hijos.-Atended, camaradas -dijo sbitamente la joven. Y todos callaron, volviendo la cara hacia ella.-Los que dicen que debemos saber todo, estn en lo cierto. La luz de la razn debe iluminarnos: si queremos esclarecer a quienes estn en tinieblas, debemos poder responder a todas las preguntas, honrada y fielmente. Debemos conocer toda la verdad y toda la mentira...El Pequeo Ruso escuchaba inclinando la cabeza al ritmo de las frases. Vessovchikov, el pelirrojo y el obrero llegado con Paul, formaban un grupo distinto, y disgustaban a la madre, sin que ella supiese por qu.Cuando Natacha hubo concluido, Paul se levant y pregunt tranquilamente:-Es que lo nico que queremos es comer y beber hasta hartarnos?No! -contestse l mismo a su pregunta, mirando con firmeza al tro-, debemos mostrar a los que nos tienen sujetos por el cuello y nos tapan los ojos, que vemos todo, que no somos idiotas ni brutos, y que lo que queremos no es solamente comer, sino vivir como seres dignos de viva. Debemos mostrar a nuestros enemigos que la vida de forzado que nos imponen no nos impide medirnos con ellos en inteligencia, e incluso, elevarnos mucho ms alto que ellos!La madre escuchaba y se estremeca de orgullo al orlo hablar tan bien.-Hay muchos bribones, pero poca gente honrada -dijo el Pequeo Ruso-. A travs del pantano de esta vida podrida, debemos construir un puente que nos conduzca hasta un nuevo mundo de bondad fraternal. Esta es nuestra tarea, camaradas.-Cuando llega el momento de batirse, no hay tiempo para limpiarse las uas -replic sordamente Vessovchikov.Era ms de medianoche cuando se separaron. Los primeros en marchar fueron Vessovchikov y el pelirrojo, lo que disgust a la madre.Mira qu prisa tienen!, pens hostil, contestando a sus buenas noches.-Me acompaa, Nakhodka? -pregunt Natacha.

-Desde luego -respondi el Pequeo Ruso.Mientras Natacha se pona el abrigo en la cocina, la madre le dijo:-Esas medias son muy finas para semejante tiempo. Si quiere le har unas de lana.-Gracias, Pelagia, las medias de lana pican! -respondi Natacha riendo.-Le har unas que no le picarn.Natacha la mir guiando un poco los ojos, y aquella mirada fija turb a la madre, que aadi en voz baja:-Perdone mi tontera..., era de corazn...-Qu buena es usted! -contest dulcemente Natacha, estrechndole la mano.-Buenas noches, madrecita! -dijo el Pequeo Ruso mirndola francamente; se inclin para salir detrs de Natacha.La madre mir a su hijo, que sonrea de pie en el umbral.-De qu te res? -pregunt desconcertada.-De nada..., estoy contento!-Claro que yo soy vieja y tonta, pero puedo comprender lo que es bueno -observ ella, un poco ofendida.-Y tienes razn -replic l-. Hay que acostarse, es tarde.-Voy ahora mismo.Se afan alrededor de la mesa para recogerla, satisfecha, incluso transpirando un poco por la grata emocin que senta. Era feliz: todo haba ido bien y apaciblemente.-Has tenido una buena idea, Paul. El Pequeo Ruso es muy amable. Y la seorita...Eso es una muchacha inteligente! Quin es?-Una maestra de escuela -respondi brevemente Paul, midiendo la habitacin a grandes pasos.-Es muy pobre! Y mal vestida, tan mal... Coger fro. Dnde estn sus padres?-En Mosc -Y detenindose ante ella, Paul aadi en tono grave:-Mira, su padre es rico, vende hierro, tiene muchas casas. La ha expulsado porque ella ha elegido este camino. Ha sido bien educada, mimada por todos los suyos, y ahora, ya ves, tiene que hacer ms de siete kilmetros a pie, en plena noche, completamente sola...Estos detalles conmovieron a Pelagia. De pie en medio del cuarto, miraba a su hijo sin decir palabra, las cejas enarcadas de asombro. Luego pregunt:-Va a la ciudad?-S.-Ah...! Y no tiene miedo?-No, no tiene miedo -dijo Paul sonriendo.-Pero, por qu? Habra podido pasar aqu la noche: se habra acostado en mi cama...-No es tan fcil. Habran podido verla salir maana por la maana, y no conviene. La madre mir a la ventana con aire pensativo, y dijo dulcemente:-No comprendo, Paul, lo que hay de peligroso, de prohibido... No hay nada malo en esto, no?No estaba segura, y esperaba una confirmacin de parte de su hijo. Este la mir tranquilamente a los ojos.-No, no hay nada malo. Y, sin embargo, a todos nosotros nos espera la crcel: es preciso que lo sepas.Las manos de la madre temblaron. Con voz rota, dijo:-Pero tal vez... Si Dios quiere no ocurrir eso.-No!-dijo tiernamente el muchacho-. No quiero engaarte. No escaparemos! Sonri:-Acustate, debes estar cansada. Buenas noches.

Al quedar sola, se acerc a la ventana y se puso a mirar a la calle. Fuera estaba fro y oscuro. El viento, jugando, barra la nieve en los tejados de las casitas dormidas, golpeaba las paredes susurrando, caa sobre la tierra y esparca a lo largo de las calles, las blancas nubes de copos en polvo...-Jess, ten piedad de nosotros -murmur con dulzura la madre.Senta invadirla el llanto, y esta espera de la desgracia de que su hijo haba hablado con tanta serenidad, tanta certeza, palpitaba en ella como una mariposa nocturna, ciega y desamparada. Ante sus ojos apareci una llanura desnuda, cubierta de nieve. Acompaado de leves silbidos, el viento fro sopla y torbellinea, blanco, adusto. Por el medio de la llanura marcha, solitaria y vacilante, una pequea silueta oscura. El viento se enrosca en sus piernas, hincha sus faldas, le arroja a la cara pequeos y punzantes cristales de nieve. Le cuesta trabajo andar, sus pies se hunden en la espesa capa. Tiene fro, tiene miedo. La muchacha, encorvada, es como una brizna de hierba en la medrosa llanura, en el loco juego del viento de otoo. A su derecha, se yergue sobre el pantano el muro sombro del bosque, donde gimen los abedules y los pinos helados y desnudos. En alguna parte, lejos, ante ella, el espejismo dbil de las luces de la ciudad.-Seor, ten piedad de nosotros! -murmur la madre, estremecida de pavor.

VII

Los das se deslizaban uno tras otro como las cuentas de un baco, e iban sumando semanas y meses. Cada sbado, los camaradas de Paul se reunan en casa de ste; cada reunin era como un peldao, en una larga escalera en pendiente suave, que conduca lejos, no se saba dnde, y que elevaba lentamente a quienes la ascendan.Aparecieron caras nuevas. La pequea habitacin de los Vlassov se haca demasiado estrecha, asfixiante. Natacha llegaba aterida, fatigada, pero trayendo siempre consigo una inagotable provisin de alegra y entusiasmo.La madre le haba hecho unas medias que ella misma le calz. Natacha ri primero, pero luego se call para decir, pensativa:-La nodriza que tuve era tambin maravillosamente buena. Qu asombroso es que el pueblo que lleva una vida tan dura, tan llena de humillaciones, tenga ms corazn, ms bondad que los otros...!E hizo con la mano un gesto como para indicar un lugar desconocido, lejos, muy

lejos...

-As es usted -dijo la madre-, ha sacrificado a sus padres, y todo...No consigui terminar su pensamiento, suspir y call mirando a Natacha: le estaba

agradecida sin saber por qu, y permaneci acurrucada en el suelo, ante ella, mientras la muchacha sonrea soadora, la cabeza inclinada.-Mis padres? -dijo-, eso no es nada. Mi padre es tan grosero, mi hermano tambin... Y bebe. Mi hermana mayor es desgraciada. Se cas con un hombre mucho ms viejo que ella... Muy rico, aburrido, avaro. A mam s la echo de menos. Es sencilla, como usted, pequeita como un ratn: se afana siempre y tiene miedo de todo el mundo. A veces, tengo tantas ganas de verla!-Pobre nia!, -dijo la madre, moviendo tristemente la cabeza.La muchacha se irgui bruscamente y tendi la mano, como para rechazar algo.-Oh, no! Hay momentos en que siento tanta alegra, tanta felicidad!Su rostro palideci y sus ojos brillaron. Y poniendo la manota sobre el hombro de la madre, aadi muy bajo, con voz profunda e intensa:-Si supiese..., si comprendiese qu grande es lo que estamos haciendo!

Un sentimiento, prximo a la envidia, roz el corazn de Pelagia. Se levant y dijo tristemente:-Soy muy vieja para eso... y muy ignorante.Paul tomaba la palabra cada vez con mayor frecuencia, discuta con ardor creciente y enflaqueca. La madre crea notar que cuando hablaba con Natacha o la miraba, su mirada severa se dulcificaba, su voz se haca ms acariciadora y se volva ms sencillo.Dios lo quiera!, pensaba; y sonrea.Cuando, en las reuniones, las discusiones se hacan ms ardorosas y violentas, el Pequeo Ruso se levantaba, y balancendose como el badajo de una campana, hablaba con su voz sonora y cadenciosa; la sencillez, la bondad de sus palabras, calmaban a todos. Vessovchikov, siempre grun, provocaba una atmsfera de tensin general; eran l y el pelirrojo, llamado Samolov, quienes iniciaban todas las disputas. Tenan como partidario a Ivan Boukhine, el muchacho de cabeza redonda y cejas rubias, que pareca haber sido lavado con leja. Jacques Somov, de cabellos lisos, siempre limpio, hablaba poco, sin gritar, con voz grave: al igual que Tho Mazine, el joven de la frente ancha, era siempre de la misma opinin que Paul y el Pequeo Ruso.A veces, en lugar de Natacha, era Nicols Ivanovitch quien vena de la ciudad: llevaba lentes y ostentaba una barbita rubia. Originario de una provincia remota, cuyo acento campesino conservaba, tena siempre un aire lejano y distrado. Hablaba de cosas sencillas: de la vida familiar, de los nios, del comercio, de la polica, del precio del pan y la carne, de todo lo concerniente a la vida cotidiana. Y en todas ellas descubra la hipocresa, el desorden, una especie de estupidez frecuentemente ridcula, pero siempre malvada. Pelagia tena la impresin de que vena de muy lejos, de otro reino donde todo el mundo viva una vida honesta y fcil, mientras que aqu todo le era extrao; no poda habituarse a esta existencia, aceptarla como necesaria; no le gustaba y suscitaba en l un deseo tranquilo, pero obstinado, de reconstruir todo segn sus ideas. Tena la tez amarillenta, finas arrugas alrededor de los ojos, la voz dulce y las manos siempre clidas. Cuando saludaba a Pelagia le estrechaba toda la mano entre sus dedos vigorosos, y este gesto aliviaba, calmaba, el corazn de la madre.Entre las personas que tambin venan de la ciudad, una de las ms asiduas era una muchacha alta y bien hecha, con unos ojos inmensos en un rostro flaco y plido. Le llamaban Sandrina. En su andar y sus gestos haba algo de varonil; frunca las negras cejas con aire irritado, pero cuando hablaba, las delgadas aletas de su nariz recta, se estremecan.Fue la primera que dijo, con su voz dura y fuerte:-Nosotros somos socialistas...Cuando la madre oy esta palabra, mir a la joven con un silencioso terror. Ella haba odo decir que los socialistas haban matado al Zar. Era en el tiempo de su juventud: se deca entonces que los propietarios, deseando vengarse del Zar porque haba liberado a los siervos, haban hecho juramento de no cortarse los cabellos hasta que no lo hubiesen matado; a causa de esto les llamaban socialistas. Y ahora no lograba comprender por qu sus hijos y sus camaradas eran socialistas.Cuando todo el mundo se march, se franque a Paul:-Es verdad que eres socialista, Paul?-S -dijo l, firme y franco como siempre-. Y qu? Ella lanz un profundo suspiro, y continu, bajando los ojos:-Es posible eso, Paul? Pero ellos estn contra el Zar: han asesinado a uno!El muchacho dio unos pasos por la habitacin, pasndose la mano por la mejilla, y contest con una sonrisa:-Podemos pasarnos muy bien sin l!Habl largo rato a su madre, con voz apacible, tranquila. Ella lo miraba a los ojos y pensaba:

No har nada malo: no podra!Despus la palabra terrible se fue repitiendo cada vez con ms frecuencia; su virulencia se perdi poco a poco y se hizo tan familiar a su odo como otros muchos trminos incomprensibles... Pero Sandrina no le gustaba, y cuando apareca la madre se senta ansiosa, incmoda...Una noche dijo al Pequeo Ruso con una mueca de disgusto:-Es bien severa, Sandrina! Siempre est mandando: usted debe hacer esto, usted esto otro...El Pequeo Ruso ri ruidosamente.-Bien observado! Ha dado en el clavo la madrecita, eh, Paul? Y, guiando un ojo a la madre, dijo, con mirada burlona:-La nobleza...! Paul dijo secamente:-Es una buena muchacha.-Justo -confirm el Pequeo Ruso-. Solamente, no comprende que ella debe, pero que nosotros queremos y podemos.Se pusieron a discutir sobre algo que la madre no comprendi.La madre observ tambin, que Sandrina era particularmente severa con respecto a Paul; a veces, incluso violenta. Paul sonrea, callaba y contemplaba a la muchacha, con la misma dulce mirada que antes haba tenido para Natacha. Esto tampoco gustaba a Pelagia.A veces, la madre se quedaba sorprendida ante los accesos de jbilo ensordecedor y comunicativo que se apoderaba sbitamente de los jvenes. De ordinario, esto ocurra las noches que lean en los peridicos informaciones concernientes a los trabajadores extranjeros. Entonces, todos los ojos brillaban de alegra, todos se convertan, cosa extraa, en seres felices, como criaturas; rean con risa clara y satisfecha, se daban amistosos golpes en el hombro...-Qu chicos, los obreros alemanes! -gritaba alguno a quien la alegra pareca emborrachar.-Vivan los obreros de Italia! -gritaron otra vez.Y cuando enviaban estas aclamaciones a lo lejos, a amigos que no los conocan ni podan comprender su lengua, parecan seguros de que estos desconocidos oiran y entenderan su entusiasmo.El Pequeo Ruso, brillantes los ojos, lleno de un amor que abrazaba a todos los seres, declaraba:-Estara bien escribirles, no? Para que sepan que en Rusia tienen amigos que profesan la misma fe que ellos, que viven para los mismos objetivos y que se alegran de sus victorias!Y todos, la mirada soadora y la sonrisa en los labios, hablaban largamente de los franceses, los ingleses, los suecos, como de amigos personales, seres prximos, a quienes estimaban, cuyas alegras compartan y cuyas penas sentan.En la pequea habitacin, naca el sentimiento del parentesco espiritual que una a los trabajadores del mundo entero. Este sentimiento que haca vibrar a todos en un mismo corazn era compartido por la madre, y aunque no lo comprendiese claramente, beba alegra y juventud, una fuerza embriagadora y colmada de esperanza.-Cmo sois..., todos lo mismo -dijo un da al Pequeo Ruso-. Para vosotros, todos son camaradas..., los armenios, los judos, los austracos..., os alegris y os entristecis por todos.-Por todos, s, madrecita, por todos! -exclam l-. Para nosotros no hay naciones ni razas, no hay ms que camaradas o enemigos. Todos los proletarios son nuestros camaradas; todos los ricos, todos los que gobiernan, nuestros enemigos. Cuando se mira al mundo con el corazn, y se ve lo numerosos que somos los obreros y la fuerza que hay en nosotros, se

siente tal alegra que el espritu est en fiesta. Y ocurre lo mismo, madrecita, con un francs o un alemn, cuando comprenden la vida, y un italiano se alegra lo mismo. Somos todos hijos de una sola madre, de un mismo pensamiento invencible: el de la fraternidad de los trabaja- dores de todos los pases. Esta fraternidad nos conforta, es un sol en el cielo de la justicia, y este cielo est en el corazn del obrero; Pues, sea quien quiera, se llame como quiera, el socialista es nuestro hermano en espritu, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.Esta fe infantil, pero inquebrantable, se manifestaba cada vez ms frecuentemente en el pequeo grupo, con una fuerza creciente. Y cuando la madre vea este desbordar de esperanza, senta instintivamente que, en verdad, algo grande y resplandeciente haba nacido en el mundo, como un sol, parecido al que ella vea en el firmamento.Muchas veces cantaban: cantaban alegremente y a plena voz canciones familiares; otras veces, las que entonaban eran nuevas, de una singular belleza, pero con aires tristes y extraos. Entonces, bajaban la voz, gravemente, como para un himno religioso. Los rostros palidecan o se inflamaban, y de aquellas sonoras palabras emanaba una gran fuerza.Una de las nuevas canciones, sobre todo, inquietaba y turbaba a Pelagia. No se oan en ella las tristes meditaciones de un alma herida, errando solitaria por los senderos oscuros de dolorosas incertidumbres, ni las quejas del nimo, abatido por la desnudez y el miedo, sin carcter, sin color. Tampoco resonaban en ella los suspiros angustiados de un corazn fuerte, oscuramente vido de espacio, ni los gritos de reto del audaz, pronto a aplastar indistin- tamente, tanto el mal como el bien. Tampoco era el resentimiento ciego del ofendido, capaz, para vengarse, de arrasar todo, impotente para crear nada. Ningn eco del viejo mundo, del mundo de los esclavos.Las palabras duras, el aire austero de la cancin no agradaban a la madre, pero haba en este cntico, una fuerza ms grande que el verbo y los sonidos, que repasaba a stos y despertaba en el corazn el presentimiento de alguna cosa, demasiado alta para el pensamiento. Esto era lo que ella vea en los rostros, en los ojos de los jvenes, lo que senta en sus pechos, y, cediendo a aquella potencia misteriosa, escuchaba siempre con atencin particular, con una inquietud mayor que las otras.La cantaban tan suavemente como las dems, pero resonaba ms fuerte y era como el aire de un da de marzo, del primer da de la primavera.-Es tiempo de cantarla en la calle -deca, grun, Vessovchikov.Cuando su padre, una vez ms, fue detenido por robo, declar tranquilamente:-Ahora podremos reunirnos en mi casa.Casi cada tarde, despus del trabajo, uno u otro venan a casa de Paul: lean juntos, copiaban pasajes de los libros, estaban preocupados y no tenan ni tiempo de lavarse. Cenaban y tomaban el t, sin dejar los folletos, y sus palabras eran cada vez ms incomprensibles para la madre.-Necesitamos un peridico! -deca frecuentemente Paula.La vida se haca agitada y febril: corran cada vez ms rpidamente de un libro a otro, como abejas de flor en flor.-Empieza a hablarse de nosotros -dijo un da Vessovchikov-. Seguramente que nos detendrn enseguida.-La codorniz est hecha para el lazo -dijo el Pequeo Ruso. Este ltimo agradaba cada da ms a Pelagia. Cuando le llamaba ""madrecita, le pareca que una dulce mano infantil le acariciaba la mejilla. El domingo, si Paul estaba ocupado, era l quien cortaba la lea; un da lleg con un tabln al hombro, cogi el hacha y sustituy hbilmente una plancha podrida, ante la entrada de la casa; otra vez repar la empalizada, que se caa. Mientras trabajaba, silbaba bellos aires melanclicos.La madre dijo un da a su hijo:

-Y si tomsemos al Pequeo Ruso en pensin? Para vosotros sera mejor que correr de la casa de uno a la del otro.-Para qu vas a darte ese trabajo? -pregunt Paul, encogindose de hombros.-Qu idea! Trabajo lo he tenido toda la vida, sin saber por qu, y bien puedo hacerlo por un buen muchacho.-Haz lo que quieras -replic Paul-. Si acepta, yo estar contento. Y el Pequeo Ruso vino a vivir con ellos.

VIII

La casita, al extremo del barrio, atraa la atencin de la gente: muchas miradas desconfiadas sondeaban ya sus muros. Las alas del rumor pblico, con sus diversos colores, planeaban sobre ella. Se intentaba descubrir el misterio que esconda. Por la noche miraban por la ventana; algunas veces, alguien golpeaba el cristal, despus cobardemente, hua veloz.Un da, el posadero Begountsov detuvo a Pelagia en la calle: era un viejecillo de buena presencia, con un pauelo de seda negra, constantemente anudado en torno a su cuello rojo, de piel flccida, con el pecho cubierto por un grueso chaleco malva. Gafas de concha cabalgaban sobre su nariz puntiaguda y brillante, lo que le haba valido el apodo de Ojo de hueso. Sin tomar aliento ni esperar respuestas, sorprendi a Pelagia con una avalancha de palabras crepitantes como la lea seca:-Cmo va, Pelagia? Y el retoo? No piensa casarlo pronto? El chico est ya en edad de tomar mujer. El matrimonio de los hijos es la tranquilidad de los padres. En familia, se conserva uno mejor, tanto de cuerpo como de espritu, como las setas en vinagre. Yo, en su lugar, lo casara. En estos tiempos hay que mirar cmo vive cada uno: las gentes lo hacen segn su idea, el desorden ha entrado en todos y se cometen acciones abominables. La juventud se desva de la casa de Dios, evita los lugares pblicos, se rene a escondidas, murmura por los rincones. Por qu murmuran, permtame preguntrselo? Por qu huyen de la sociedad? Qu quiere decir todo lo que un hombre no dice delante de los dems, en la taberna, por ejemplo? Misterios! Pero el sitio de los misterios en nuestra Santa Iglesia Apostlica. Todos los dems misterios que se cumplen en los rincones son extravos del espritu. Le deseo buena salud.Plegando el brazo con afectacin, levant su gorra, la agit en el aire y se fue, dejando a la madre profundamente perpleja. Otra vez, Mara Korsounov, vecina de los Vlassov y viuda de un herrero, que venda comestibles a la puerta de la fbrica, encontr a la madre en el mercado y le dijo:-Vigila un poco a tu hijo, Pelagia.-Por qu?-Corren rumores -le dijo Mara, con aire misterioso-. Malos rumores, querida. Se dice que est organizando una especie de asociacin en el estilo de los flagelantes. Eso se llama secta. Quieren azotarse unos a otros con vergajos, como los flagelantes1.-No digas tonteras, Mara!-Hay que censurar a quien las hace, no a quien las dice -respondi la vendedora.La madre repiti todas estas palabras a su hijo, que encogi los hombros sin contestar. En cuanto al Pequeo Ruso, estall en carcajadas.-Las muchachas estn tambin muy enfadadas con vosotros -dijo ella-. Sois buenos partidos, buenos obreros, no bebis, y no las miris! Se dice que de la ciudad vienen a veros mujeres de mala vida...-Seguro! -dijo Paul, con una mueca de disgusto.

1 Los .KLISTY. secta religiosa de la poca.

-En un pantano todo huele a podrido -respondi el Pequeo Ruso suspirando-. Y usted, madrecita, habra hecho bien explicando a esas jvenes gansas lo que es el matrimonio, para que no tengan tanta prisa en que les rompan las costillas.-Hijo mo, ellas lo saben muy bien y lo comprenden, pero no saben qu hacer de sus

vidas.

-No comprenden nada: si lo hicieran encontraran otro camino -observ Paul. La

madre ech una ojeada a su rostro severo.-Pues ensedselo. Podis invitar a las menos tontas...-No es posible -replic secamente Paul.-Y si probsemos? -pregunt el Pequeo Ruso. Paul permaneci un instante en silencio.-Empezara por paseatas de a dos; luego, algunos se casaran y eso sera todo.La madre se sumergi en sus reflexiones. La austeridad monacal de Paul la conturbaba. Vea que sus consejos eran seguidos, incluso por sus camaradas de ms edad, como el Pequeo Ruso, pero le pareca que todos le teman, y que no lo amaban bastante, a causa de esta severidad.Una noche que estaba acostada, mientras Paul y el Pequeo Ruso lean an, prest odo, a travs del delgado tabique, a su conversacin en voz baja.-Sabes que Natacha me gusta? -dijo sbitamente el Pequeo Ruso.-Ya lo s.Paul no haba respondido inmediatamente.La madre oy levantarse al Pequeo Ruso, y comenzar a pasear por el cuarto. Sus pies desnudos se arrastraban sobre el suelo. Silb un aire triste; luego habl de nuevo:-Lo ha notado ella? Paul guardaba silencio.-Qu piensas t? -pregunt el Pequeo Ruso, bajando la voz.-Lo ha notado. Por eso ha renunciado a trabajar con nosotros.Los pasos del Pequeo Ruso volvieron a arrastrarse sobre el suelo, y su silbido tembl otra vez. Despus pregunt:-Y si yo le dijese...-Qu?-Que... eso, que yo... -comenz en voz tenue.-Por qu decrselo? -interrog Paul.El Pequeo Ruso se detuvo, y la madre comprendi que sonrea.-Bueno, supongo que si se ama a una muchacha..., bien, hay que decrselo; si no, no servira de nada.Paul cerr de golpe su libro.-Y qu resultado esperas? Callaron ambos por un instante.-Y entonces? -pregunt el Pequeo Ruso.-Hay que saber claramente lo que se quiere, Andrs! -respondi lentamente Paul-. Supongamos que ella tambin te ama: no lo creo, pero supongmoslo. Os casis. Un matrimonio interesante: una intelectual y un obrero. Vendrn hijos; tendrs que trabajar t solo... y mucho. Vuestra vida se convertir en una lucha contra el hambre: los hijos, la casa... Y los dos estarais perdidos para la causa.Hubo un silencio. Luego, Paul continu en voz ms dulce: -Es mejor que olvides eso, Andrs. Y que no la inquietes... Silencio otra vez. El reloj desgranaba en tic-tac los segundos.El Pequeo Ruso dijo:-La mitad del corazn ama, la otra odia. Esto es un corazn?

Un rumor de pginas hojeadas: sin duda, Paul haba vuelto a su lectora. La madre permaneci acostada, los ojos cerrados, temiendo hacer un movimiento. Se senta conmovida hasta el llanto por el Pequeo Ruso; pero an ms por su hijo. Pensaba: Querido mo... De pronto, Andrs pregunt:-Entonces, debo callar?-Es ms honrado -dijo dulcemente Paul.-Bien, seguir ese camino el Pequeo Ruso. Y un instante despus, aadi tristemente:-Te ser duro, pequeo Paul, cuando t tambin...-Ya me es duro.Una rfaga de viento roz las paredes de la casa. Preciso, el reloj marcaba la huida del tiempo.-No hay que rerse de estas cosas -dijo lentamente el Pequeo Ruso.La madre hundi el rostro en la almohada y llor sin ruido. La maana siguiente, Andrs le pareci menos macizo y todava ms amable. Su hijo estaba como siempre: flaco, erguido y taciturno. Hasta entonces, ella haba llamado al Pequeo Ruso Andrs Onissimovitch, pero aquel da, sin darse cuenta, le dijo:-Hay que componer sus botas, Andrs, o tendr fro en los pies.-Me comprar unas nuevas cuando cobre! -respondi l echndose a rer, y de pronto, ponindole en el hombro su ancha mano, pregunt:-Tal vez es usted mi verdadera madre? Slo que no quiere confesarlo delante de la gente: no me encuentra lo bastante guapo.Ella le dio un golpecito en la mano. Hubiera querido decirle muchas palabras afectuosas, pero su corazn estaba ahogado por la piedad, y su lengua se negaba a obedecerla.

IX

Por el barrio se hablaba de los socialistas que repartan por todas partes unas hojas escritas con tinta azul. Estas hojas denunciaban enrgicamente lo que ocurra en la fbrica, relataban las huelgas obreras de San Petersburgo y, cada medioda, llamaban a los trabajadores para unirse y luchar en defensa de sus intereses.Las gentes de ms edad, que tenan un buen sueldo en la fbrica, exclamaban:-Agitadores! Hay que partirles la cara.Y entregaban las hojitas en la direccin. Los jvenes lean las proclamas con entusiasmo:-Es la verdad!La mayora, agotados de trabajar e indiferentes a todo, respondan perezosamente:-Esto no sirve para nada. Acaso se puede...?Pero las hojas interesaban, y si en una semana no las haba, se decan unos a otros:-Parece que han abandonado la tarea.Pero el lunes reaparecan las hojitas, y los comentarios recomenzaban en sordina.En la fbrica y en la posada, se vean gentes que nadie conoca. Hacan preguntas, examinaban, fisgaban y atraan la atencin de todos: unos por una prudencia sospechosa, otros por una amabilidad excesiva.La madre comprenda que toda esta agitacin era obra de su hijo. Vea a la gente rodearlo, y sus temores por el porvenir se mezclaban al orgullo de tener un hijo semejante.Cierta tarde, Mara Korsounov llam a la ventana, y cuando la madre la abri, le murmur precipitadamente:

-Ten cuidado, Pelagia: tus corderitos han terminado la diversin. Esta noche vendrn a registrar tu casa, la de Mazine, la de Vessovchikov...Los gruesos labios de Mara chasquearon, su nariz carnosa olfate ruidosamente, gui los ojos, y bizqueando hacia uno y otro lado, espi si haba alguien en la calle.-Y yo, no s nada, no te he dicho nada y ni siquiera te he visto hoy, entiendes? Desapareci.La madre cerr la ventana y se dej caer en una silla. Pero la conciencia del peligro que amenazaba a su hijo, la hizo levantarse rpidamente: se visti en seguida, se envolvi la cabeza en un chal que apret fuertemente, y corri a casa de Tho Mazine, que estaba enfermo y no iba a trabajar. Cuando entr, l estaba sentado junto a la ventana y lea: con la mano izquierda sostena la otra, separando el pulgar. Al saber la noticia 'se puso vivamente en pie y su rostro palideci.-Bueno, ahora s que... -murmur.-Qu hay que hacer? -pregunt Pelagia, secndose el sudor de la frente con mano temblorosa.-Esperar y no tener miedo! -respondi Tho, y pas su mano til sobre los rizados cabellos.-Pero yo creo que usted tambin tiene miedo! -exclam ella.-Yo?Sus mejillas enrojecieron bruscamente, y sonri con embarazo:-S, qu diablos... Hay que avisar a Paul. Voy a mandarle recado inmediatamente. Vyase a casa: no ser nada. A usted no van a pegarle, supongo.En cuanto lleg a su casa, la madre hizo un montn con los libros, y estrechndolos contra su pecho, recorri largamente la vivienda, mirando en el horno, bajo la estufa e, incluso, en un tonel de agua. Pensaba que Paul dejara el trabajo y vendra en seguida; pero no fue as. Por fin, fatigada, se sent en un banco de la cocina, orden los libros sobre su falda y en esta posicin, sin osar moverse, permaneci hasta el regreso de Paul y del Pequeo Ruso. -Sabis...? -exclam sin levantarse.-S -dijo Paul sonriendo-. Tienes miedo?-Oh, s tengo miedo! Tengo miedo!-No hay que tenerlo -dijo Andrs-, no sirve de nada.-Ni siquiera has preparado el samovar! -observ Paul.La madre se puso en pie, y mostrando los libros, dijo turbada:-Fue por esto...Su hijo y el Pequeo Ruso rompieron a rer, lo que le devolvi el valor. Paul cogi algunos volmenes y fue a ocultarlos fuera, mientras Andrs encenda el samovar.-No hay que asustarse, madrecita; solamente es vergonzoso que la gente se ocupe de tales bobadas. Vendrn unos buenos mozos, el sable al costado, espuelas en las botas, y lo registrarn todo. Mirarn bajo la cama y bajo la estufa: si hay un stano, bajarn; y si hay un granero, subirn. Las telas de araa les caen en el hocico, y gruen. No les divierte, les da vergenza; por eso adoptan un aire malvado y colrico. Un oficio sucio, ya lo saben. Una vez vinieron a mi casa, salieron trasquilados y se fueron como haban venido. Otra vez me llevaron consigo, me metieron en la crcel y estuve cuatro meses Un ratito! Os llevan con ellos, atravesis la calle con escolta y os hacen un montn de preguntas. No son malos: razonan como tambores. Luego os conducen a la crcel. As tratan a uno; pero tienen que ganarse el sueldo. Despus os liberan, y eso es todo.-Tienen siempre una manera de hablar, Andrs...! -gimi Pelagia.De rodillas ante el samovar, l soplaba con ardor para atizar las brasas; levant su cara, roja por el esfuerzo, y pregunt atusando su bigote:-Y cmo hablo yo?

-Como si nadie le hubiese humillado nunca...El se levant y dijo, moviendo sonriente la cabeza:-Hay alguien sobre la tierra que no haya sido nunca humillado? Me han humillado tanto que ya no me irrito. Qu hacer?, la gente no puede actuar de otro modo. Las vejaciones impiden trabajar, y pensar en ellas es perder el tiempo. Es la vida! Antes, sola enfadarme con la gente, pero, despus de reflexionar, he visto que no vala la pena. Cada uno tiene miedo de que el vecino le pegue, por eso se apresura a pegar primero. La vida es as, madrecita!Sus palabras fluan tranquilamente, suavemente, y apaciguaban la ansiedad provocada por la espera del registro: sus ojos saltones sonrean, claros, y todo su largo cuerpo balanceante, pareca extraamente flexible.La madre suspir y dijo calurosamente:-Que Dios le haga feliz, querido Andrs!El Pequeo Ruso dio una zancada hacia el samovar, volvi a acurrucarse ante l y mascull:-Si me dan la felicidad, no la rehusar, pero pedirla..., tampoco: no lo har jams! Paul volvi del patio.-No encontrarn nada -dijo, con acento seguro; y comenz a lavarse. Despus, secndose cuidadosamente las manos:-Si muestras algn temor, mam, se dirn: algo hay para que sta tiemble as. Vamos, comprende que no queremos nada malo; la verdad est de nuestra parte y por ella trabajaremos toda la vida, no es ningn crimen. Por qu temblar?-Tendr valor, Paul -prometi la madre; pero, llena de angustia, dej escapar:-Si por lo menos viniesen pronto!Pero no fueron aquella noche. Al da siguiente, previniendo que iban a rerse de sus terrores, Pelagia fue la primera en burlarse de s misma:-Tena miedo..., de tener miedo!

X

No vinieron hasta pasado un mes de esta noche de alarma. Nicols Vessovchikov estaba all, y los tres hablaban de su peridico. Era tarde, casi medianoche. La madre se haba acostado; comenzaba a dormirse y oa vagamente las voces, bajas y preocupadas. Andrs se levant sbitamente, atraves la cocina sobre la punta de los pies, cerr dulcemente el cerrojo de la puerta, tras l. A la entrada, se oy un ruido metlico. Y de pronto, la puerta se abri de par en par, y el Pequeo Ruso dio un paso hacia la cocina y dijo en voz baja, pero clara:-Se oye ruido de espuelas.La madre salt de la cama, y cogi su ropa con manos temblorosas, pero Paul apareci en el dintel y le dijo serenamente: -Qudate acostada..., ests enferma.Se escucharon unos roces furtivos en el vestbulo. Paul se acerc a la puerta, y empujndola con la mano, pregunt: -Quin est ah?Rpida como un relmpago, una alta silueta gris se encuadr en el umbral; otra le segua: Los dos gendarmes sujetaron al muchacho, a quien colocaron entre ellos. Una voz aguda y chocarrera, se hizo or:-No son los que esperabais, eh?El que hablaba era un oficial, delgado y alto, con un bigote negro, no muy abundante. Junto al lecho de la madre apareci Fediakine, agente de polica del suburbio, y, llevando la mano a la visera de la gorra, mientras con la otra designaba a Pelagia, dijo, con mirada terrible:

-Esta es su madre, Excelencia.Despus, agitando los brazos en direccin de Paul, aadi:-Y ste es l mismo!-Paul Vlassov? -pregunt el oficial, semicerrando los ojos.Paul hizo con la cabeza un signo afirmativo. El oficial continu, atusndose el bigote:-Tengo que hacer un registro en tu casa. Levntate, vieja! Quin hay ah? Lanz una mirada a la habitacin, y fue hacia ella a grandes pasos.-Vuestros nombres?Dos hombres, requeridos como testigos, entraron: eran el viejo fundidor Tvariakov y su inquilino, el fogonero Rybine, moreno de cabello y barba, un hombre serio, que dijo con voz llena y sonora:-Salud, Pelagia!Esta se vesta, mascullando para infundirse valor:-Vaya unas maneras! Venir de noche..., la gente est acostada y ellos vienen... Apenas caban en la habitacin, por la que se haba esparcido un fuerte olor a betn.Dos gendarmes y el comisario de polica del suburbio, Ryskine, hacan sonar sus botas sobre el pavimento, quitaban los libros del estante y los amontonaban sobre la mesa, ante el oficial. Otros dos golpeaban las paredes con el puo, miraban bajo las sillas; uno se iz trabajosamente sobre la estufa. El Pequeo Ruso y Vessovchikov estaban en un rincn, apretados uno contra otro; el frgil rostro de Nicols se haba cubierto de manchas rojas, y sus ojillos no podan separarse de la cara del oficial. Andrs retorca su bigote y, cuando la madre entr en el cuarto, le hizo, sonriendo, un amistoso signo de cabeza.Esforzndose por dominar su terror, Pelagia entr, no de costado, como siempre, sino avanzando el pecho, lo que daba a su persona un aire de importancia, cmico y afectado. Caminaba ruidosamente, con un temblor en las cejas.El oficial cogi rpidamente los libros, entre los dedos afilados de sus blancas manos: los hojeaba, los sacuda, y, con gesto hbil, los arrojaba a un lado. A veces, algn volumen caa pesadamente en tierra. Todos callaban: se oa el jadeo de los gendarmes, sudorosos, el chocar de las espuelas, y, de cuando en cuando, una pregunta:-Habis mirado aqu?Pelagia se situ al lado de Paul, junto al tabique: cruz los brazos sobre el pecho, como l, y mir tambin al oficial. Sus rodillas temblaban y una niebla le velaba los ojos.De pronto, la voz de Vessovchikov reson cortante:-Por qu hay que tirar los libros al suelo?La madre se estremeci. Tvariakov hizo un movimiento con la cabeza, como si le hubieran golpeado en la nuca. Rybine tosi y mir atentamente a Nicols.El oficial arrug los ojos y por un segundo hundi su mirada en el rostro delgado e inmvil. Sus dedos se pusieron a volver las pginas, an ms a prisa. Algunas veces, abra tanto sus ojos grises, que se habra credo que se senta horriblemente mal, y que iba a lanzar un grito de furia, impotente contra su dolor.-Soldado! -volvi a decir Vessovchikov-: recoge esos libros.Los gendarmes volvieron hacia l, despus miraron al oficial, que levant la cabeza y, envolviendo en una ojeada escrutadora la silueta maciza de Nicols, dijo con voz arrastrada y nasal: -Bien..., recogedlos.Uno de los gendarmes se inclin, y, mirando a Vessovchikov con el rabillo del ojo, se puso a recoger los libros de hojas arrugadas.-Nicols deba callarse! -susurr la madre a su hijo.Este se encogi de hombros. El Pequeo Ruso baj la cabeza.-Quin lee la Biblia?-Yo -dijo Paul.

-A quin pertenecen todos estos libros?-A m -respondi de nuevo.-Bien! -dijo el oficial, reclinndose sobre el respaldo de la silla. Hizo crujir los dedos de sus finas manos, extendi las piernas sobre la mesa, arregl su bigote, e interpel a Vessovchikov.-T eres Andrs Nakhodka?-S -respondi Nicols, avanzando. El Pequeo Ruso tendi la mano, lo cogi por el hombro y lo hizo retroceder.-Se equivoca. Andrs soy yo.El oficial alz la mano, y amenazando con el ndice a Vessovchikov, le dijo:-Ten cuidado t!Se puso a revolver sus papeles.Fuera, los ojos indiferentes de la clara noche de luna, miraban por la ventana. Alguien pasaba ante la casa. La nieve cruja.-T, Nakhodka, has sido ya objeto de una encuesta, por delitos polticos? -pregunt el oficial.-S, en Rostov y en Saratov... Slo que all, los gendarmes me trataban de usted.El oficial gui el ojo derecho, se lo restreg, y, descubriendo sus menudos dientes, continu:-Y no conoce usted, Nakhodka, s, precisamente usted, quines son los canallas que reparten en la fbrica llamamientos criminales?El Pequeo Ruso se balance sobre sus piernas, y, con una ancha sonrisa en los labios, iba a decir algo cuando de nuevo reson la voz irritada de Nicols.-Es la primera vez que vemos canallas.Hubo un silencio, y, durante un segundo, todos permanecieron inmviles.La cicatriz de la madre palideci, y su ceja derecha dio un tirn hacia arriba. La barba negra de Rybine se puso a temblar de un modo extrao: la pein lentamente con los dedos, la cabeza baja.-Echad fuera a este animal -dijo el oficial.Dos gendarmes cogieron a Nicols por debajo de los brazos y lo arrastraron sin miramientos hacia la cocina. All, clavando slidamente los pies en el suelo, se detuvo y grit:-Deteneos..., tengo que vestirme! El comisario de polica entr.-No hay nada: hemos mirado por todas partes.-Desde luego! -exclam el oficial sonriendo-. Tenemos aqu a un hombre de experiencia.La madre escuchaba aquella voz, fluida y cortante; miraba con terror su rostro amarillo y senta en este hombre un enemigo sin piedad, un corazn lleno del desprecio del aristcrata por el pueblo. Haba visto muy pocos individuos de este gnero, y casi haba olvidado que existan.Son a stos a quienes inquietamos, pens.-Seor Andrs Onissimov Nakhodka, hijo de padre desconocido: queda detenido.-Por qu motivo? -pregunt tranquilamente el Pequeo Ruso.-Eso se lo dir ms tarde -respondi el oficial, con venenosa cortesa. Se volvi hacia Pelagia.-Sabes leer?-No -contest Paul.-No es a ti a quien pregunto -dijo severamente, e insisti:-Responde, vieja!

La madre, invadida por un sentimiento de odio instintivo hacia este hombre, se irgui de pronto, presa de un temblor como si hubiese cado en agua helada; su cicatriz se volvi prpura y su ceja descendi.-No grite! -dijo extendiendo un brazo hacia el oficial-. Usted es joven an, no conoce la desgracia...-Clmate, mam! -la detuvo Paul.-Espera, Paul! -grit ella abalanzndose a la mesa-. Por qu detiene a esta gente?-Eso no le incumbe, cllese! -exclam el oficial levantndose-. Traed a Vessovchikov!Se puso a leer un papel, alzndolo a la altura de su cara. Introdujeron a Nicols.-Descbrase! -grit el oficial, interrumpiendo su lectura.Rybineseacerca Pelagia, y empujndola con el hombro, le dijo en voz baja:-No te acalores, madre!-Cmo voy a descubrirme si tengo sujetas las manos? -pregunt Nicols, turbando la lectura del proceso verbal.El oficial arroj el papel sobre la mesa:-Firmad!La madre mir a los asistentes firmar el proceso verbal; su excitacin haba desaparecido y su corazn desfalleca: lgrimas de humillacin e impotencia suban a sus ojos. Estas lgrimas las haba derramado durante los veinte aos de su vida conyugal, pero en estos ltimos tiempos, haba olvidado su quemadura corrosiva.El oficial la mir y dijo con una mueca de desdn:-Es todava muy pronto para llorar, mi buena seora. Tenga cuidado, o no le quedarn lgrimas para ms adelante.Ella le respondi, encolerizada de nuevo:-Las madres tienen lgrimas suficientes para todo..., para todo. Si usted tiene una, ella debe saberlo.El oficial recogi rpidamente sus papeles en una cartera nueva, de brillante cerradura, y orden:-Adelante, marchen!-Hasta la vista, Andrs; hasta la vista, Nicols -dijo Paul en voz baja, pero calurosamente, estrechando la mano de sus camaradas.-S, desde luego, hasta la vista! -repiti el oficial irnicamente.Vessovchikov resollaba penosamente: su ancho cuello estaba congestionado y sus ojos centelleaban de rabia. El Pequeo Ruso era todo sonrisas, e inclin la cabeza diciendo algunas palabras a la madre, que lo bendijo con la seal de la cruz, y dijo:-Dios ve a los justos...Por fin, el pelotn de hombres con capotes grises se repleg a la entrada, con un tintinear de espuelas, y desapareci. El ltimo en salir fue Rybine: envolvi a Paul en la escrutadora mirada de sus ojos negros, y dijo soador:-Bien..., adis.Y sali sin prisa, tosiendo tras la barba.Las manos cruzadas a la espalda, Paul recorri lentamente la habitacin, de largo a ancho, entre los libros y la ropa que yacan sobre el suelo, el aire sombro:-Has visto lo que es esto?Mirando con indecisin el cuarto en desorden, la madre murmur angustiada:-Por qu Nicols ha sido grosero?-Tena miedo, sin duda -dijo dulcemente Paul.-Han venido, los detuvieron, se los han llevado... -mascull Pelagia con gesto impaciente.

Le quedaba su hijo. Su corazn comenz a latir con ms calma, mientras su pensamiento se concentraba en vano, ante aquella realidad, que no poda concebir.-Ese hombre se burla de nosotros, nos amenaza...-Basta, madre! -dijo sbitamente Paul con decisin-. Vamos, arreglemos todo esto.Le haba dicho madre y t, como solamente haca cuando se senta muy prximo a ella. La madre hizo un movimiento hacia l, lo mir a los ojos y pregunt muy bajo::--Te han humillado?-S! Es duro... Hubiera preferido ir con ellos!Parecile a la madre que tena lgrimas en los ojos, y' para consolarlo, sintiendo confusamente su dolor, dijo en un suspiro:-Espera..., a ti tambin te prendern.-S.Despus de una pausa, observ ella tristemente:-Ves qu duro es, mi pequeo Paul... Si al menos me consolaras! Al contrario: yo digo cosas horribles y t dices cosas peores an.La mir l, se acerc, y dulcemente:-Es que no s, mam! Tengo que acostumbrarte...Ella suspir y guard silencio: luego, reteniendo un estremecimiento de terror:-Y, puede ser que torturen a la gente? Que desgarren la carne, que rompan los huesos? Cuando lo pienso... Oh, Paul, querido Paul, es horrible!-Torturan el alma... Es mucho peor, con sus manos sucias...

XI

Al da siguiente se supo que Bukine, Somov y otros cinco haban sido detenidos. Por la noche, Tho Mazine pas como un vendaval: haban registrado tambin su casa, y se senta un hroe.-Has tenido miedo, Tho? -pregunt la madre.El palideci, se arrug su rostro y le temblaron las ventanas de la nariz.-He tenido miedo de que el oficial me pegase. Era gordo, de barba negra, con patillas, y llevaba en la nariz unos lentes negros, como si no tuviera ojos. Gritaba, daba patadas en el suelo... Deca que me pudrira en la crcel. A m no me pegaron nunca, ni mi padre ni mi madre: soy hijo nico, y me queran...Cerr los ojos un segundo, apret los labios, se encresp el cabello con un rpido gesto de las manos, y dijo, mirando a Paul, entornando los enrojecidos prpados:-Si alguien me golpea alguna vez, me tiro a l como un cuchillo y lo destrozo con los dientes... Harn mejor matndome inmediatamente.-Tan flaco, tan poca cosa como eres! -exclam Pelagia-. Cmo ibas a hacer para

luchar?

-Lo har -respondi Tho entre dientes. Cuando sali, la madre dijo a Paul:-Este se derrumbara antes que los dems. Paul guard silencio.Unos instantes ms tarde, la puerta de la cocina se abri lentamente y entr Rybine.-Salud!-dijo sonriendo-. Bueno, aqu estoy otra vez. Anoche me trajeron, pero hoy

vengo por m mismo. -Estrech vigorosamente la mano de Paul y cogi a la madre por el hombro-. No me ofreces t?Paul examin en silencio el ancho y bronceado rostro, de espesa barba negra y ojos sombros. Haba algo de grave en su tranquila mirada.

Pelagia se fue a la cocina a preparar el samovar. Rybine se sent, alis su barba y, colocando los codos sobre la mesa, envolvi a Paul en su mirada negra.-Pues as es... -dijo, como si reanudase una conversacin interrumpida-. Tengo que hablarte con franqueza. Te vengo observando hace mucho tiempo. Somos casi vecinos. He notado que recibes mucha gente, pero nada de borracheras ni de escndalos. Esto es lo primero. Si la gente no hace ruido, se hace notar en seguida. De acuerdo? Bueno. La gente habla tambin de m, porque vivo apartado.Su tono era grave pero hablaba con soltura. Atusaba la barba con su mano morena, y su mirada no se separaba de los ojos de Paul.-Se han dedicado a hablar de ti. Mis patronos te llaman hereje, porque no vas a la iglesia. Yo no voy tampoco. Adems, hay lo de esas hojas que han aparecido. Son idea tuya?-S.-Pero t... -exclam alarmada la madre, saliendo de la cocina-. No eres t solo! Paul sonri, y Rybine tambin.-Bueno! -dijo ste.La madre, un poco molesta porque no hubiesen prestado atencin a sus palabras, resopl ruidosamente y volvi a la cocina.-Las hojas son una buena idea. Esto espabila a la gente. Haba diecinueve?-S.-Las he ledo todas. Bien... Hay cosas que no se comprenden, ni es necesario, porque cuando un hombre habla demasiado, hay palabras que no sirven para nada...Rybine sonri: tena una dentadura blanca y fuerte.-Despus..., el registro. Esto me ha predispuesto a vuestro favor. T, el Pequeo Ruso y Nicols, habis estado...No encontrando la palabra, se call, ech una ojeada a la ventana y; tamborileando con los dedos sobre la mesa: -Habis mostrado vuestra decisin. Como si hubieseis dicho: Excelencia, haced vuestro trabajo que nosotros haremos el nuestro. El Pequeo Ruso es un buen muchacho. Muchas veces he odo cmo habla en la fbrica, y he pensado: ""A ste no lo hundirn: no podr con l ms que la muerte. Tiene nervio. Me crees, Paul?-S -dijo el joven, inclinando la cabeza.-Bueno. Mira: tengo cuarenta aos, te doblo la edad y he visto veinte veces ms cosas que t. He sido soldado ms de tres aos, estuve casado dos veces y mi primera mujer est muerta, a la otra la he abandonado. He estado en el Cucaso, conozco a los dock douk - La vida, hijo mo: creen ser los dueos, y no lo son...La madre escuchaba vidamente aquellas palabras firmes. Le agradaba ver a un hombre maduro venir junto a su hijo y hablarle como para una confesin, pero le pareca que Paul trataba al husped con demasiada frialdad, y para borrar esta impresin, pregunt a Rybine:-Comers algo, Michel?-Gracias, madrecita! Ya he cenado... As pues, Paul, t piensas que la vida no es lo que debe ser?Paul se levant y se puso a pasear por la habitacin, las manos a la espalda.-No: es buena. Ya ve, es ella quien le ha trado a mi casa, con el corazn abierto. Nos une poco a poco: t