la modernidad cinematográfica

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LA MODERNIDAD CINEMATOGRÁFICA (de José Enrique Monterde) Introducción Existe un uso cotidiano y casi intuitivo del concepto “cine moderno”: cotidiano porque todos fuimos sus contemporáneos o somos –sepámoslo o no– sus herederos; e intuitivo Porque no responde más que a una vaga sensación distintiva respecto al cine de siempre, a eso que algunos llaman “el Cine”. Abriendo en este volumen el periodo de la Historia del Cine que cubre los años que van desde la posguerra mundial hasta la irrupción triunfante de los Nuevos Cines, nada más oportuno que intentar abordar de una forma algo más sistemática esa noción de modernidad aplicada al cine, en la medida en que esa fue una de las grandes aportaciones de esos tiempos. Y sin embargo, aun reconociendo que la noción de “modernidad cinematográfica” se define y concreta en el hábeas fílmico más interesante de esa etapa iniciada hacia 1945 (y luego prolongada con renovados bríos por el Nuevo Cine oficialmente consagrado hacia 1959), ante todo debemos negar que la categoría de moderno corresponda a un criterio cronológico, ni siquiera histórico y sólo parcialmente estilístico. Así, podemos seguir a Félix de Azúa cuando plantea que lo “moderno” no equivale a lo “contemporáneo” (1995: 281), pues esto último responde a una mera coincidencia temporal, en línea por otra parte con lo postulado por numerosos autores, como Hans Belting o Arthur

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Page 1: La Modernidad Cinematográfica

LA MODERNIDAD CINEMATOGRÁFICA (de José Enrique Monterde)

Introducción

Existe un uso cotidiano y casi intuitivo del concepto “cine moderno”: cotidiano porque

todos fuimos sus contemporáneos o somos –sepámoslo o no– sus herederos; e intuitivo

Porque no responde más que a una vaga sensación distintiva respecto al cine de

siempre, a eso que algunos llaman “el Cine”. Abriendo en este volumen el periodo de la

Historia del Cine que cubre los años que van desde la posguerra mundial hasta la

irrupción triunfante de los Nuevos Cines, nada más oportuno que intentar abordar de

una forma algo más sistemática esa noción de modernidad aplicada al cine, en la medida

en que esa fue una de las grandes aportaciones de esos tiempos.

Y sin embargo, aun reconociendo que la noción de “modernidad cinematográfica” se

define y concreta en el hábeas fílmico más interesante de esa etapa iniciada hacia 1945

(y luego prolongada con renovados bríos por el Nuevo Cine oficialmente consagrado

hacia 1959), ante todo debemos negar que la categoría de moderno corresponda a un

criterio cronológico, ni siquiera histórico y sólo parcialmente estilístico. Así, podemos

seguir a Félix de Azúa cuando plantea que lo “moderno” no equivale a lo

“contemporáneo” (1995: 281), pues esto último responde a una mera coincidencia

temporal, en línea por otra parte con lo postulado por numerosos autores, como Hans

Belting o Arthur Dantoi: “La expresión arte moderno no es un indicador de

temporalidad, en la que cada ocurrencia se refería al momento actualmente presente”

(Danto, 1989: 255). Ni tampoco se corresponde con lo “actual”, pues “la actualidad no

es un valor artístico, sino estadístico y sociológico” (Azúa, 1995: 282). También se nos

ofrecen problemas cuando se trata de vincular lo moderno a un período o época de la

historia, como lo antiguo lo medieval, no sólo por los problemas típicos del límite y la

caracterización epocal, sino por la escasa sincronía entre los diferentes aspectos de la

realidad histórica, distinguiendo entonces Azúa, con gran pertinencia, entre “arte

moderno” y “arte de la modernidad”, siendo esta última una propuesta conceptual, mera

hipótesis o razonada constatación histórica vista desde la posterioridad y bajo un criterio

axiológico, de raíz relativamente artística, en una perspectiva derivada de la idea de

progreso y sancionada por las instituciones. A ese “arte de la modernidad” podríamos

entender que se refiere Jurgen Habermas cuando dice que “esa modernidad estética sólo

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es una parte de la modernidad cultural en general” (en Picó, 188: 95). De ahí se

deduciría que la garantía de modernidad depende más de la construcción teórica y de la

sanción institucional (crítica, historiográfica, universitaria, mercantil, etc.) que de la

mera constatación ontológica, puesto que como afirmara Georg Simmel en suFilosofía

del dinero (1900) no hay posibilidad de localizar leyes o explicaciones causales de la

significación de una época.

Podemos decir, por tanto, que, a lo largo de la historia de las artes, lo moderno se

entiende más como categoría reflexiva o axiológica –por no hablar de un “estado de

espíritu” como sugiere Jean Claire (1983: 66)– que como época delimitada y definida.

Con palabras de Thierry de Duve, “a lo largo de la época denominada

modernidad,moderno era un juicio de valor sinónimo de la palabra arte” (1983: 60); es

decir, se convierte en una especie de idea reguladora de la producción artística, aun en

la pluralidad de las facetas de ésta.

Ahora bien, toda idea de modernidad artística ha venido dada, desde las diversas

entregas de la famosa querelle entre antiguos y modernos, como alternativa respecto a la

idea de tradición o clasicismo. Sólo desde la existencia de un paradigma clasicista

podemos establecer la idea de lo moderno, aunque fuese en la concreta etapa de las

llamadas vanguardias artísticas cuando se radicalizó la negatividad del concepto de

moderno respecto a lo clásico. Así, para el fundador de la noción actual de modernidad

estética, Charles Baudelaire, la relación entre lo moderno y lo clásico era inextricable;

por ejemplo, cuando en El pintor de la vida moderna afirmaba que “lo bello está hecho

de un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar,

y un elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, alternativamente, o todo a

la vez, la época, la moda, la moral, la pasión”, sin que por ello podamos suponer la

carencia de audacia innovadora (“Au fond de l’Inconnue pour trouver du nouveau!”).

Poco después, Arthur Rimbaud iniciaba la radicalización al proclamar su famoso “il faut

éter absolument moderne” o más radicalmente aún se consideraba “...libre aux

nouveaux! d’execrer les ancêtres: on-est chez soi et on a le temps” (carta a Paul

Demeny, 15-V-1871) y con ello abría la exaltación de lo nuevo como elemento

constituyente de la vanguardia moderna, proponiendo lo que Paul Valery calificaría

como “superstición de lo nuevo”.

Page 3: La Modernidad Cinematográfica

Esa anticipación del futuro y culto de lo nuevo no debe engañarnos, puesto que como

señala Habermas: “la vanguardia se considera a sí misma como invadiendo un territorio

desconocido, como exponiéndose a los peligros de encuentros repentinos y

sorprendentes, como conquistando un futuro todavía no ocupado” pero en realidad “el

nuevo valor atribuido a lo transitorio, lo esquivo y lo efímero, la propia celebración del

dinamismo, revela los anhelos de un presente puro, inmaculado y estable” (en Picó,

1988: 89). Por eso, esa negatividad que lleva a Rosemberg a hablar de “la tradición de

derrocar la tradición”, a Trilling de “cultura adversaria”, a Poggioli de “cultura de la

negación” o a Steinberg de un “absurdo agresivo”, se complementa con las versiones

afirmativas de la modernidad, que apuestan por la ruptura de la distancia entre arte y

vida, sea por la vía del espectáculo comercial, la tecnología industrial, la moda, el

diseño o la política, todas ellas adscribibles al ámbito de la cultura de masas.

Pero esas posturas simplifican la relación entre lo moderno y lo clásico, alimentando

posturas mucho menos proclives a esa “religión del futuro” de la que habla Compagnon

en Las cinco paradojas de la modernidad (1991: 11). Posturas como la de Nietzche

cuando reconocía que “los modernos no tenemos absolutamente nada propio; sólo

llevándonos, con exceso, de épocas, costumbres, artes, filosofías, religiones y

conocimientos ajenos llegamos a ser algo digno de atención, esto es, enciclopedias

andantes (en Jiménez, 1995: 14) y que permitirían romper –como hace Clair: “...la

vanguardia no es más que la caricatura de lo moderno. Al sentido del presente como

momento singular y concreto, ella sustituye el sentido de un futuro quimérico y

abstracto” (1983: 69)– la identificación inmediata entre modernidad y vanguardia. Una

distinción por cierto muy útil al hablar del cine moderno; por ejemplo de la distancia

que va de la modernidad implícita de algunos grandes maestros, que simultáneamente se

constituyen en referentes clásicos para el cine de hoy, hasta la impetuosa voluntad de

ruptura expresa de determinados jóvenes cineastas integrados en la corriente del Nuevo

Cine, explicitada incluso –al modo de los vanguardistas tradicionales– por la vía del

manifiesto y la provocación.

Más allá de estas trazas generales no podemos extendernos en rescribir o comentar la

abundante reflexión desarrollada sobre los principios de la modernidad artística –mejor

aún, de la modernidad a secas–, aún reafirmando que sin esas observaciones resulta

banal intentar clarificar el sentido de hablar de una modernidad cinematográfica. No

Page 4: La Modernidad Cinematográfica

obstante, cabe señalar apresuradamente que las trazas más significativas de esa

modernidad en el campo de la literatura, las artes plásticas, la arquitectura o la música

pasa por aspectos como la crisis de representatividad que desemboca en la ruptura de los

valores miméticos; la pérdida de confianza en la relación referencial que conducía al

predominio del carácter inmanente del signo sobre sus funciones trascendentes; la

disolución del vínculo jerárquico entre forma y contenido; el rechazo de la estructura

lógica del discurso; la preeminencia de un nuevo psicologismo que adquiere su

fundamento central en la nueva vivencia del tiempo; la tendencia a la fragmentación,

sea caótica o analítica, en la perspectiva utópica de una síntesis totalizadora; la

reafirmación de los planteamientos hermenéuticos sobre los meramente denotativos o

descriptivos; la instauración de la autorreflexión y los metalenguajes como dispositivo

central del funcionamiento artístico, etc. Todo ello nos conduce a una conciencia de las

poéticas sobre las estéticas, bajo un paradigma común a todas las artes que pasaría por

la explicitación de la conciencia del lenguaje, como correlato siempre a la crisis de

centralidad del sujeto. En definitiva, con otras palabras y de otros modos; no de otra

cosa vamos a hablar cuando penetremos a continuación en el proceloso territorio de la

“modernidad cinematográfica”.

MODERNIDAD Y CLASICISMO

No tenemos por qué suponer que la modernidad cinematográfica difiera de las bases

generales de la modernidad artística y literaria; por ello, su caracterización no puede

dejar de estar referida a una tradición clásica respecto a la cual despliega su negatividad,

tan consustancial como relativa, en la medida en que se desarrolla una dialéctica mucho

más fructífera entre modernidad y clasicismo de lo que un esquema tipo mecanicista

podría suponer. Claro que una deformación de esa circunstancia viene dada por el hecho

de que bajo el epígrafe clasicismo no sólo se refugian las obras más válidas de un cierto

modo de escritura sino que engloba tantas y tantas obras rutinarias y mediocres, que

muy bien podrían asimilarse al más obvio academicismo. Sin volver a repetir el tópico

de “la modernidad de los clásicos” y reafirmando que ello ocurre en cualquier ámbito

artístico, cierto es que “la modernidad en el cine, como en otras artes, no hace más que

volver explícito el momento del pensamiento que ha estado siempre implícitamente en

las obras” (Ishaghpour, 1986: 44).

Page 5: La Modernidad Cinematográfica

Ese mismo autor ofrece una interesante explicación de las muy especiales relaciones

que se establecen entre modernidad y clasicismo en el caso específico del cine cuando

señala que “el cine comienza como arte primitivo y moderno a la vez, antes de alcanzar

una forma clásica” (op. cit.: 38). En efecto, esa es una paradoja, que por otra parte

desactiva aquella repetida perplejidad en torno a la posibilidad de un “clasicismo” y de

una “modernidad” en el caso de un arte tan joven como el cine, que precisamente ahora

cumple su primer centenario. El cine es moderno desde sus propios orígenes, en la

medida en que sin duda se convierte en uno de los paradigmas de la modernidad, no

sólo artística sino tambien social e ideológica; pero simultáneamente fue primitivo, dado

que tuvo que articular con notable rapidez su propia narratividad o su “escritura”

audiovisual, no desde la nada sino desde ese “denso capital estético” del que habla

Gubem (AAVV, 1995: 114); esto es, tomando prestados múltiples elementos de las

formas narrativas, plásticas y espectaculares vigentes en el siglo XIX, aunque muchas

veces remontables a épocas anteriores (y que podrían ir desde la perspectiva dramática

de raíz aristotélica hasta la novela naturalista, pasando por el sistema de representación

perspectivo de humanismo renacentista o las mezcladas tradiciones de las diversas

formas espectaculares nacidas a lo largo del siglo XVIII). Del resultado de esa

articulación del dispositivo cinematográfico, en la senda de la narratividad y la

representación, surgirá lo que buenamente llamamos el cine clásico.

La contemporánea teoría cinematográfica –y dependientemente de ella la historiografía–

se ha preocupado con especial atención del proceso de constitución de ese cine clásico,

tanto desde la perspectiva de su itinerario histórico como de su fundamentación

sistemática, esto es, de la constitución de un modelo teórico capaz de explicar esa

concreta y exclusivista configuración del dispositivo cinematográfico. ¿Es adecuado

calificar como “clásico” a ese modelo? Siempre que comprendamos el clasicismo

fundado en aspectos como la constitución de un modelo ideal universal y natural

(remitidos a unos orígenes cargados de un mítico prestigio), la perduración en el tiempo

como mantenimiento de valores “eternos”, el principio de autoridad y la normatividad

canónica, la apariencia de racionalidad y objetividad, el criterio de perfección y un

cierto esencialismo estético-artístico o el apoyo institucional que conduce a la tentación

academicista, podremos establecer las bases desde la que juzgar la idoneidad de tal

calificación.

Page 6: La Modernidad Cinematográfica

Entre las diversas propuestas más o menos recientes cabe recordar que para David

Bordwell es inequívoca la existencia de una “narración clásica” –podemos definir la

narración clásica como una configuración específica de opciones normalizadas para

representar la historia y para manipular las posibilidades de argumento y estilo”

(Bordwell, 1985: 156)– y sobre ella fundamenta la idea prácticamente incontestada de

un cine clásico hollywoodiense. Pero aún más productiva ha resultado la noción de

Modo de Representación Institucional (MRI) introducida por Noel Burch (Burch,

1981), adaptando de forma obvia una propuesta anterior de Pierre Francastel, cuando

este planteó un cierto “modo de expresión convencional” en relación con la perspectiva

lineal en el humanismo renacentista; un MRI que, sin excesivo abuso, podemos asimilar

al cine clásico.

Si proponemos esa identificación entre el MRI y el clasicismo cinematográfico, será

bueno recordar como Burch sintetizaba su noción del MRI como “una reglamentación

codificada de las imágenes cinematográficas –con vista a que el espectador las perciba

como una continuidad espacio-temporal lineal, transparente y sin rupturas– y puede ser

definido como el conjunto de las directrices (escritas o no) que, históricamente, han sido

interiorizadas por los cineastas y los técnicos como la base irreductible del “lenguaje

cinematográfico” en el seno de la Institución y que han permanecido constantes a lo

largo de cincuenta años, independientemente de las más importantes transformaciones

estilísticas que hayan podido intervenir”.

En ese sentido había consenso –con todos los matices del caso– en una serie de

características (tópicos las llama Bordwell): el predominio de la narratividad; la apertura

y habitabilidad del espacio profílmico; la composición del encuadre en función del lugar

privilegiado del sujeto espectador, caracterizada por la profundidad, el centramiento, el

dinamismo interno; la planificación variable sobre un eje, que permite controlar la

cantidad de información visual del plano; la ocularización múltiple, determinante de un

montaje en continuidad espacio-temporal y basado en el raccord; la transparencia

diegética derivada de la invisibilidad del dispositivo por borrado de las marcas de

enunciación y de la conversión del discurso en historia, siempre a favor de un verosímil

fuerte; la consolidación de unas prácticas espectatoriales definidas por la operación de

“sutura” o por los procesos de identificación y proyección; un modelo industrial

Page 7: La Modernidad Cinematográfica

constituido por la interrelación entre el Sistema de Estudios, los géneros y elstar system;

etc.

Dejando de lado las matizaciones que el concepto de MRI haya significado –sin duda

menos arduas que en relación con el MRP (Modo de Representación Primitivo)– se nos

presenta la oportunidad de abordar la modernidad cinematográfica en función de la

noción de Modo de Representación Moderno (MRM), lo cual nos conducirá

paralelamente a su caracterización intrínseca y a las relaciones establecidas tanto con el

MRI como con unos supuestos Modos de Representación Alternativos (MRA) que

vendrían constituidos tanto por impugnaciones radicales del MRI (caso del llamado cine

de vanguardia o experimental) como por variantes definibles desde instancias

institucionalizadoras diferenciadas nacional, estetica o ideológicamente, tal como

ejemplifican el expresionismo o el kammerspiele alemanes, el impresionismo francés o

el cine revolucionario soviético. Una de las determinaciones del MRI será precisamente

su capacidad de integrar variantes tanto inherentes a su propia lógica –caso del sonido o

el color– como procedentes de alguno de esos MRA (como la fotografía o la temática

expresionista, tan importantes en ciertos géneros como el fantástico o el cine “negro”,

las técnicas de montaje soviéticas, los métodos documentalísticos, etc.), aunque nunca

irán más allá de l que Burch denominaba “transformaciones estilísticas”. De ese modo,

un hipotético MRM –denominación que por otra parte me parece mucho más ajustada

que la de cine “de arte y ensayo” que propone Bordwell, ante su convicción de que la

modernidad debe adscribirse al área de las que él llama narraciones histórico-

materialista y paramétrica– deberá situarse más allá de una mera cuestión estilística para

convertirse en una propuesta más radical, capaz en principio de impugnar al MRI,

aunque al final se halla cumplido la inevitable conversión de la propia modernidad en

tradición y desde ahí su parcial asimilación por el indeclinable MRI, aunque sólo sea

porque “una obra moderna se convierte en clásica porque ha sido una vez

auténticamente moderna” (Habermas, en Picó, 1988: 89).

Ésa última observación hay que situarla en el marco de una costatación importante: las

relaciones entre los modos institucional, alternativo y moderno (MRI, MRA y MRM)

no son diacrónicas, sino sincrónicas. A diferencia de lo que ocurre entre MRP y MRI,

en que se trata de una relación genética y por tanto causal, las negaciones que pudieran

representar el MRA y el MRM respecto del MRI sólo adquieren sentido “en presencia”

Page 8: La Modernidad Cinematográfica

del MRI. Frente a una visión diacrónica de los paradigmas de la historia del arte cada

vez más hay que insistir en las zonas de sincronicidad o superposición, sea en la

indefinición representada por el manierismo entre renacimiento y barroco o en la

pertinencia de romper con la idea de la sucesión de paradigmas como rococó,

neoclasicismo y romanticismo. Pues bien, las formas más radicales del MRA –el

llamado propiamente “cine de vanguardia”– en su voluntad de afirmar una especificidad

fílmica por la vía de la aiconicidad o anarratividad se sitúan en los márgenes más

remotos del MRI, pero su propia sustancialidad negativa no tendría el menor sentido sin

ningún enlace con él. Véase como ejemplo el análisis de Un chien andalou (Un perro

andaluz, 1929) por parte de Jenaro Talens en El ojo tachado, donde la opción surrealista

del film se apoya en una sistemática violación del raccord clásico.

Por su parte, el cine moderno ha coexistido necesariamente con el cine clásico, con

múltiples contaminaciones mutuas, de forma que no ha llegado a constituir un

paradigma sustitutorio –más allá de los programas o las proclamas– sino una opción

que, eso sí, desborda la mera variante estilística para permitir intuirse como enmienda a

la totalidad. Y respecto al cine vanguardista, el modernismo cinematográfico ha

mantenido una posición ambigua aunque sin duda ha extraido de él mucho menos que

del clasicismo, tal como ya indicaba en sus comienzos Alexandre Astruc cuando

manifestaba que “entre el cine puro de los años 20 y el teatro filmado , sigue habiendo

lugar para un cine libre (...) Pero esta vanguardia ya es una retaguardia. Intentaba crear

un terreno exclusivo del cine; nosotros, al contrario, intentamos extenderlo y convertirlo

en el lenguaje más vasto y más transparente posible” (en Romaguera y Alsina, 1980:

210). Aseveramos por tanto que, sin negar algunas derivaciones de la poética

expresionista o surrealista y la herencia de ciertas figuras de estilo o posturas político-

ideológicas (recordemos que el MRA de los años 20 no sólo experimentó sobre aspectos

formales y narrativos), el cine moderno no fue jamás una variedad o una continuación

de la vanguardia experimental cinematográfica, de forma que ésta tuvo sus propias vías

de continuidad más o menos asintónicas con el modernismo y que acabarían

desembocando en el campo del video-arte y en las tendencias minimalistas o

conceptualistas.

ORÍGENES DE LA MODERNIDAD CINEMATOGRÁFICA

Page 9: La Modernidad Cinematográfica

El despliegue de la modernidad cinematográfica se fue incubando a lo largo de la

década de los años 40 en diversos frentes y sin un programa común, sino como el

paulatino florecer de sensibilidades paralelas aún situadas en aparentes antípodas, esas

que van desde la supuesta megalomanía de Orson Welles hasta el aparente

franciscanismo de Rossellini. Dejando de lado la presencia de elementos prefiguradores

de la modernidad –en realidad perceptibles a posteriori– en muchos de los grandes

representantes del cine mundial de los años anteriores (de Von Stroheim, Eisenstein u

Ozu a Ford, Hawks o Renoir), podemos señalar algunos de los vectores decisivos para

la modernidad cinematográfica en esos años, tal como entre nosotros ha recordado

Bordwell: “el cine de arte y ensayo como alternativa narrativa totalmente asentada no

emerge hasta después de la Segunda Guerra Mundial (Bordwell, 1985: 229).

El primero en importancia fue sin duda la irrupción del neorrealismo italiano en las

postrimerías de la Guerra Mundial. Sin reafirmar la idea hoy poco defendible de que el

neorrealismo significó una ruptura absoluta con el cine anterior, sí que podremos

destilar en alguna de sus múltiples variantes –casi tantas como cineastas podamos

adscribir al movimiento– muchos de los elementos que van a configurar la modernidad

cinematográfica, cuando no la génesis de las trayectorias fílmicas de algunos de los que

serían sus más eximios exponentes (Rossellini, Antonioni, Visconti, Fellini) ya en los

años 50.

Paralelamente al estallido neorrealista, cuyo impacto alcanzó a todo el cine mundial

pero cuyo desarrollo teórico fue débil al principio y sólo generó abundantes páginas

cuando el movimiento ya entraba en su fase agónica (caso de los escritos de Zavattini,

Aristarco o Chiarini), comenzaron a desarrollarse en Francia diversas posturas teóricas y

críticas –y en mucha menor medida en la propicia práctica fílmica– que iban a dotar al

modernismo cinematográfico de una parte importante de su marco conceptual. Por una

parte, André Bazin publicaba en 1945 su artículo “Ontología de la imagen fotográfica”,

comienzo de una larga serie de reflexiones que iban a alimentar de forma inmediata el

desarrollo de las más llamativas tendencias críticas de la siguiente década –simbolizada

por la revista Cahiers Du Cinéma– y, a más largo plazo, toda la teoría cinematográfica

contemporánea, en una línea ajena a la tradición formativa. Tres años despu+es,

Alexandre Astruc publicó en la revista L’Écran Français–que junto con la Revue Du

Cinéma, en su segunda etapa, iban a llenar el espacio de la crítica más seria de aquellos

Page 10: La Modernidad Cinematográfica

años– otro artículo “Naissance d’une nouvelle avant-garde: la caméra stylo”, que iba a

introducir nuevas cuestiones en el debate teórico y sobre el que habrá que volver más

tarde.

Dentro del área francófona aún cabría añadir la aportación de Gilbert Cohen-Séat que,

con su Essaisur les principes d’une philosophie du cinéma. I. Introduction

genérale(1946), sentaba las bases de la “filmología” que fuertemente apoyada desde

sectores católicos y centrada en la Revue International Du Cinéma –fundada en 1947–

iba a tener un notable protagonismo en los años siguientes, través de figuras

interdisciplinares como Etienne Soriau. Entre los mitos de la filmología, claramente

enraizada en posturas fenomenológicas (a partir, por ejemplo, de Maurice Mérleau-

Ponty) y en los avatares de la psicología de la percepción, cabe señalar la voluntad de

remontar las posturas teóricas de la entreguerra a favor de una sistematicidad y

cientificidad insólitas en el pensamiento cinematográfico anterior o incluso

contemporáneo, lo cual repercutirá indudablemente en conferir un aura de “seriedad” a

la reflexión cinematográfica que permitirá después las institucionalización de esos

estudios en el ámbito universitario, completando –junto a la crítica– el aparato

legitimador de las propias aventuras del cine moderno.

Desde luego no podemos situar esos orígenes de la modernidad cinematográfica a partir

solamente de unos trabajos teóricos que muchas veces vienen impulsados por

determinadas prácticas fílmicas o al menos por la revisión de obras ya históricas. De

una parte, la desagregación de muchas cinematografías nacionales europeas tras la

guerra y sobre todo como consecuencia del definitivo control de la cinematografía

europea por parte norteamericana significará la presencia o aparición de algunas figuras

individuales cuya personal trayectoria cimentará y ejemplificará la modernidad

cinematográfica. Tal será el caso de muy pocos viejos conocidos como Carl Theodor

Dreyer, S. M. Eisenstein, Jean Renoir o Luis Buñuel, y de algunos recién llegados como

Ingmar Bergman, Robert Bresson o Jacques Tati, además del bloque de figuras italianas

derivadas del neorrealismo.

Otro factor que iba a tener una importante influencia en el devenir de la modernidad

cinematográfica fue el descubrimiento de cinematografías ignotas hasta aquellos años

para el público europeo. Aparte de epifenómenos escasamente influyentes como Emilio

Fernández o Satyajit Ray, fue sin duda el conocimiento del cine japonés lo que iba a

Page 11: La Modernidad Cinematográfica

hacer comprender que el monolitismo del cine clásico occidental era relativo, de que

otras sensibilidades culturales podían generar propuestas fílmicas no sólo interesantes

por su exotismo, sino por su operatividad sobre las prácticas fílmicas y teóricas de los

cineastas emergentes de la modernidad. La frecuentación de los festivales europeos, las

filmotecas y las salas de arte y ensayo por parte de nombres como Kenji Mizoguchi,

Akira Kurosawa o Yasujiro Ozu no podían dejar indiferente a los jóvenes críticos y

futuros cineastas.

Tampoco la actividad cinematográfica norteamericana resultaría ajena a los orígenes

históricos del modernismo cinematográfico. Obviamente se centraría la atención sobre

la aparición de algunas tendencias externas a Hollywood, como lo que se llamó Escuela

de Nueva York, indudablemente importante para el devenir del cine documental, pero

también deberíamos tener en cuenta el papel jugado por el revisionismo del cine

hollywoodense clásico –comenzado ya por los críticos italianos de la revista Cinema a

comienzos de los cuarenta– para el desarrollo de la fructífera dialéctica entre clasicismo

y modernismo ya citada; o incluso un factor trascendental, a medio plazo, que tiene su

laboratorio de ensayo en los Estados Unidos, será la repercusión de la masificación de la

televisión en los diversos campos de la industria y la creación cinematográficas.

Pero aún más importante será la aportación directa a la modernidad cinematográfica por

parte de algunos cineastas situados en una relativa periferia del epicentro

hollywoodense. Antes ya citamos el caso de Orson Welles, cuyas primeras películas –y

muy especialmente su debut en Citizen Kane (Ciudadano Kane, 1941)– iban a significar

un “shock” para muchos cineastas y críticos europeos, que debemos recordar la

conocerán con algún retraso debido a la guerra. Tanto en lo relativo al poderoso

despliegue técnico como a la voluntad estilística o el peso de la personalidad wellesiana

se vislumbran ya poderosos estigmas del cine moderno, algo que de una forma menos

explícita se irá revelando también en la obra de otro curioso periférico como fue Alfred

Hitchcock, que si bien trabajó siempre integrado el Sistema de Estudios, lo hizo

manteniendo una autonomía y asumiendo una “marca de fábrica” absolutamente insólita

en otros grandes cineastas como Ford, Hawks, Lang o Wyler, entre los cuales será

preciso rebuscar los aspectos más modernos de su cine tras la apariencia de acatamiento

extremo de las normas del clasicismo.

Page 12: La Modernidad Cinematográfica

De todas formas, la aportación de esos cineastas al arranque de la modernidad será

mucho más profunda y duradera que las de la gran mayoría de nuevos cineastas

americanos surgidos durante los 40, momento en que se realiza un auténtico recambio

generacional con realizadores como Elia Kazan, Joseph Losey, Robert Rossen, Otto

Preminger, Billy Wilder, Jules Dassin, Vincente Minelli, etc. Sin duda, muchos de ellos

aportaron algunas transformaciones estilísticas dentro del clasicismo hollywoodense,

pero difícilmente podremos entender que contribuyeran a la noción de cine moderno

con una riqueza equivalente a la de sus compañeros europeos. Se trata, pues, de una

renovación de la gran tradición del cine de hollywood, capaz incluso de entroncar con

nuevas situaciones, preocupaciones y costumbres sociales, pero insuficiente para

conmover los cimientos del MRI.

No encontraremos así en estos últimos cineastas un grado de conciencia semejante al de

Astruc cuando en el artículo citado advertía que “es imposible dejar de ver que en el

cine está a punto de ocurrir algo (...) El cine está a punto de convertirse en un medio de

expresión, cosa que antes que él han sido todas las restantes artes, y muy especialmente

la pintura y la novela” (en Romaguera y Alsina, 1980:207).

BASES DEL MODERNISMO CINEMATOGRAFICO

Tal como ya planteamos anteriormente no debemos centrar la noción de cine

moderno en el seguimiento de un devenir histórico-cronológico, sino que debemos

dirigir nuestra atención a la caracterización profunda de sus muy diversas variantes,

pues denuevo con Astruc recordaremos que “no se trata de una escuela, ni siquiera de

un movimiento, tal vez simplemente de una tendencia” (op. cit.: 211).

Si tuviésemos que definir la modernidad a partir de un concepto básico recurriríamos a

la noción de “conciencia lingüística”. No resulta difícil probar que la cultura moderna se

ha mostrado obsesionada por la reflexión sobre la naturaleza y los límites del lenguaje

(desde Rousseau a Herder y Barthes y Eco, pasando por Nietzsche y Wittgenstein),

sobre las posibilidades de expresión y comunicación, hasta el punto de transformar la

filosofía en una “crítica del lenguaje”, donde éste alcanza el status de objeto de

conocimiento. Se ha operado un retorno del lenguaje como definidor de la episteme

moderna (algo que ya Foucault remontara a los orígenes de la modernidad en sentido

fuerte); de un lenguaje replegado sobre sí mismo, con historias y leyes propias, con

Page 13: La Modernidad Cinematográfica

profundas consecuencias sobre el devenir del arte moderno, insinuadas por Gadamer

–“desde que el arte no quiso ser ya nada más que arte comenzó la gran revolución

artística moderna”– entre muchos otros autores. Pero otra traza de esa preocupación

lingüística (y no olvidemos que el Curso de lingüística general de Saussure es

prácticamente simultáneo a los primeros films de Lumière) radica en la voluntad –o

necesidad– de tematizar argumentalmente el problema en la literatura y el cine

modernos (Kafka, Joyce, Antonioni y Godard son otros tantos ejemplos), en una línea

ya advertida por Adorno cuando planteara que “la tendencia del arte moderno es la de

tematizar sus propias categorías por medio de la reflexión sobre sí mismo”.

Para inscribir esa “conciencia lingüística” en el campo de lo cinematográfico,

recordemos que el antecitado artículo de André Bazin terminaba con una frase

determinante: “Por otra parte, el cine es un lenguaje” (1966: 20). Con ello Bazin, al

tiempo que postulaba la naturaleza ontológica del realismo cinematográfico, marcaba

también sus límites, al inscribir el cine en el ámbito lingüístico; por mucho que se pueda

discutir sobre lo ajustado de comprender el cine como un lenguaje –tema esencial del

debate de décadas posteriores– toda la teoría contemporánea será heredera de tal

constatación, aunque fuese para impugnarla como hace Gilles Deleuze: “El cine no es

lengua universal o primitiva, ni siquiera lenguaje. Saca a la luz una materia intangible

que es como un presupuesto, una condición, un correlato necesario a través del cual el

lenguaje construye sus propios “objetos” (unidades y operaciones significantes)” (1985:

347). De la naturaleza de ese lenguaje cinematográfico en Bazin, Dudley Andrew anota

agudamente que consiste en “todo lo que la representación en la pantalla agrega al

objeto representado” (1978: 155), con lo que se instaura en la propia inevitabilidad de la

representación el fundamento lingüístico de la expresión fílmica, tal como el propio

Bazin indica en su célebre ensayo sobre Welles: “Ha transformado a la naturaleza en

una serie de signos” (en Andrew, 1978: 166).

Paralelamente Astruc se refería a esa capacidad lingüística del cine cuando decía que

“se convierte poco a poco en una lengua. Un lenguaje, es decir, una forma en la cual y

mediante la cual un artista puede expresar su pensamiento, por muy abstracto que sea,

traducir sus obsesiones exactamente igual como ocurre actualmente con un ensayo o

con la novela (...) Por eso llamo a esta nueva era del cine la era de la “Caméra-stylo” (en

Romaguera y Alsina, 1980: 208). Evidentemente, la intención de Astruc era otra que la

Page 14: La Modernidad Cinematográfica

de Bazin, puesto que mientras éste englobaba el carácter ligüístico en la propia realidad

material representativa de la imagen fílmica , para Astruc abría el campo de

posibilidades del cine a la expresión artística o intelectual, más allá de una

semantucidad puramente denotativa de esa imagen.

De esa conciencia lingüística deriva, como decía Adorno, la tendencia hacia la

reflexividad. Para Ishaghpour esa reflexividad “constituye incluso la marca de la

modernidad: el “discurso” contra “la historia”, la escritura, los procedimientos

antinarrativos en la obra y la transparencia de los signos, la heteronomía, la apertura al

contexto, a la historicidad del material contra la clausura y la autonomía. Las obras no

se refieren ya a un real o a un sentido, sino a la posibilidad misma de la dimenión

estética, a la posibilidad de su propia existencia” (1986: 37). En el arte moderno en

general se establece el límite de la reflexividad, entendible como el predominio de la

inmanencia de la obra sobre su trascendencia (el ser sobre el representar), en la

autonegación irónica o silenciosa, aunque esa opción radical raramente se alcance en el

cine de la modernidad, a diferencia de lo que ocurre en ciertas prácticas experimentales

de la vanguardia.

En términos cinematográficos, esa conciencia de sí –que ya podemos encontrar en

cineastas tan distintos como Dziga Vertov o incluso Búster Keaton– será creciente con

el paso del tiempo, desde los planteamientos más espontáneos o intuitivos de los

primeros artífices del modernismo y la segunda oleada de jóvenes cineastas; lo implícito

en Rossellini, Fellini o Bresson puede resultar explícito en Godard o Pasolini.

Recordemos las observaciones de Pierre Sorlin sobre I vitelloni (Los inútiles, 1953), de

Fellini: “No hay personaje central, no hay problema que resolver, no hay historia de

amor. También hay una parte de la película que es puramente visual; muchas de sus

secuencias se filmaron porque eran interesantes o divertidas, aunque no estuvieran

directamente conectadas con el relato. Fellini insistía en el hecho de que estaba

mostrando una película; no sólo una ficción, sino también un texto, un artefacto

audiovisual que debe sus cualidades a sus componentes físicos (fotografía y sonido)”

(Sorlin, 1985: 136). Y de esa conciencia creciente nos darán cuenta los numerosos

escritos en los que los cineastas de la modernidad postulan las posiciones teóricas desde

las que apoyan su empresa (citamos los casos destacados de Antonioni, Zavattini,

Bresson, Rossellini, Godard, Rohmer, Rivette, Pasolini, Anderson, Kluge, Mekas, etc.),

Page 15: La Modernidad Cinematográfica

equivalente a la obsesión teorética y programática de los artistas modernos. Ahora bien,

¿cómo se verifica esa capacidad autorreflexiva en las opciones fílmicas? Podemos

responder en las varias direcciones que la pluralidad de intereses de los diferentes

cineastas modernistas plantea, hasta el punto de resultar abiertamente contradictorias

entre sí en muchas ocaciones. Esa misma contradictoriedad arraiga en el seno de la

modernidad cinematográfica como valor intrínseco y además diferencial respecto al

monolitismo del MRI. Tomemos como ejemplo la bipolaridad entre la retórica de la

implicación sentimental y el énfasis en los efectos distanciadores (y/o provocadores) de

la puesta en escena que en su momento propugnara Guido Aristarco como objetivo del

cine contemporáneo: “...un cine que para nosotros, siguiendo los postulados del teatro

“épico” brechtiano, no debe sumergir al público en algo sino colocarle frente a algo, no

ofrecerle sugestiones o sólo sugestiones sino argumentos, integrándolo en su auténtica

dimensión de hombre, modificable y modificador” (1966: 45).

Siendo el neorrealismo un momento germinal de la modernidad cinematográfica, vale la

pena recordar sus componentes melodramáticas, reveladores de esa voluntad de

implicación en una realidad tan pregnante como la italiana de posguerra, mediante una

especia de “borrado” de las marcas de representación y narración, apostando a favor de

un cierto efecto de contigüidad entre la imagen (signo) y aquella realidad referencial

que se quiere reconocible como la propia del espectador, con una contundencia del

efecto de transparencia excesivo incluso para la tradición del MRI. De esas nuevas

posturas aportadas por el neorrealismo derivarán algunas de las opciones de los años 50

ya decantadas hacia el modernismo.

Las posiciones distanciadoras, no necesariamente emanadas de la teoría brechtiana,

pueden adoptar formas irónicas o paródicas, cargarse de referencias metalingüísticas–

consecuencia también de la no menos notoria conciencia histórica del cine de la

modernidad– o resultar de una explícita fragmentación del relato, que sin

embargoDeleuze ya localiza –interpretando a Bazin– en el propio neorrealismo,

entendido como “una nueva forma de la realidad, supuestamente dispersiva, elíptica,

errante u oscilante, que opera por bloques y con nexos deliberadamente débiles y

acontecimientos flotantes. Ya no se representaba o reproducía los real sino que “se

apuntaba” a él. En vez de representar un real ya descifrado, el neorrealismo apuntaba a

un real a descifrar, siempre ambiguo...” (Deleuze, 1985: 11).

Page 16: La Modernidad Cinematográfica

No puede extrañarnos que un examen de la actitud respecto a la representación fílmica

moderna nos confronte al problema de la realidad e incluso nos lleve más allá, por la vía

de la ambigüedad. De una parte debemos recordar el ya mencionado realismo

ontológico o fenomenológico según Bazin, para quien el cine tiende hacia una especie

de “revelación de lo real”, fruto no tanto de la transparencia con que la cámara registra

la realidad fenoménica sino de la co-presencia entre un real profílmico y una conciencia,

simbolizado por aquella idea del cine como “asíntota de la realidad”. Ése será sin duda

uno de los valores del Rossellini de Viaggio in Italia (Te querré siempre, 1953), uno de

los films fundadores de la modernidad, que tanta repercusión tuvo sobre críticos como

Jacques Rivette o Eric Rohmer. Éste último precisamente su investigación teórica no

tanto en torno al problema del realismo como sobre el sentido de la construcción

espacial y sus consecuencias, tal como ha indicado Joël Magny: “el espacio del film es

un espacio virtual que puede distinguirse del espacio material sin traicionarlo, puesto

que está compuesto de deducciones de este último. Es en la organización de este espacio

donde se constituye el autor, en tanto que sujeto estructurante que dé cohesión tanto a

esas deducciones como a los diversos films portadores de la misma firma. Pero sólo el

respeto de la objetividad cinematográfica puede dar un peso de verdad a la visión

subjetiva de un autor” (Magny, 1991: 89). Con ello también vemos aparecer la identidad

del sujeto de esa conciencia bajo la forma del “autor”, sobre la que debemos volver más

adelante.

Junto al empeño de Bazin de hacer significativa la realidad, algo muy distinto de su

simple registro mecánico y que implica la presencia de una conciencia autoral, se nos

ofrece un más amplio abanico de opciones, que van desde el realismo psicológico –que

parte de la experiencia vivida (y no sólo perceptiva) del espectador–, hasta el realismo

“épico” heredero de Brecht, pasando por la reafirmación de la capacidad de

descubrimiento de la realidad, en esa “redención de la realidad física” de la que habla

Sigfried Kracauer, o por la confianza ilimitada en la capacidad de indagación

antropológica y sociológica de la cámara que respaldarán opciones como el “cinéma-

verité” de Rouch y Morin o el “cine-encuesta de Zavattini.

La idea del realismo psicológico abre la puerta a la subjetividad en las relaciones entre

representación fílmica y realidad. Ésta última no se ofrece ya como totalidad armónica,

sino que se desarticula y fragmenta en función de los flujos vivenciales del espacio y el

Page 17: La Modernidad Cinematográfica

tiempo. La representación de la realidad queda al albur de la experiencia que de ella

tenga el sujeto y la función del artista/cineasta será más la de dar cuenta de esa

experiencia que no restituir una realidad objetiva y autónoma respecto de su observador,

aunque ello signifique asumir una estructura caleidoscópica, tan bien simbolizada por la

técnica del collage. Ello es posible en la confianza modernista revelada por Simmel

cuando habla de “la posibilidad de encontrar en cada uno de los detalles de la vida la

totalidad de su significado” (en Picó, 1988: 19) o cuando postula que “la esencia de la

modernidad como tal es el psicologismo, la experiencia y la interpretación del mundo en

términos de reacciones de nuestra vida interior, y por tanto como un mundo interior, la

disolución de contenidos fijados en el elemento fluido del alma, de la cual todo lo que

es sustantivo está filtrado y cuyas formas son meramente formas de movimiento” (en

Frisby, 1992: 51). Y ello aunque el horizonte de esa fragmentación y disolución pueda

ser la incomunicabilidad ante la experiencia intersubjetiva, eso que tan a fondo explora

Antonioni en sus reflexiones sobre la pareja.

Si antes decíamos que Rohmer y otros cineastas iban a preocuparse por la

representación de los valores espaciales de la realidad, otros como Antonioni o Resnais

desarrollarán una obra obsesionada por la vivencia experimental del tiempo, por una

personalización subjetivista de lo temporal, el primero bajo la idea bergsoniana (y

proustiana) de la durée (ésa que hacía decir a Bazin que el fin del cine era “dar a ver la

duración misma”); el segundo sobre la entremezcla de los flujos temporales que

disuelven la noción del pasado, presente y futuro en un continuumpsicológico. Como

señaló muy ajustadamente Aristarco, en el cine moderno “el acento se pone ahora sobre

la simultaneidad de los contenidos de la conciencia, la inmanencia del pasado en el

presente tanto para el individuo como para la comunidad y la humanidad, el constante

fluir conjunto de los diferentes periodos de tiempo, la fluidez amorfa de la experiencia

interna, la infinitud de la corriente temporal en la cual es transportada el alma, la

relatividad del espacio y tiempo, es decir, la imposibilidad de diferenciar y definir los

medios en que el sujeto se mueve” (Aristarco, 1966: 52).

La consecuencia en apariencia más degradada de esa “conciencia transformada del

tiempo” (Habermas) o de esa obsesión por lo temporal será la moda (ese “sentimiento

moral y estético de su tiempo” según Baudelaire), estigma que sin duda ofrecen muchos

films del modernismo, sensiblemente datados y, por tanto, con gran tendencia al

Page 18: La Modernidad Cinematográfica

envejecimiento. Siguiendo con Baudelaire, sólo en los casos en que el artista –aquí el

cineasta–– sea capaz de “destilar lo eterno en lo transitorio”, es decir, de afirmar los

valores permanentes (clásicos) aún en el seno de lo moderno, esos films serán capaces

de superar el anclaje en el fugaz valor de la moda, que por otra parte historiza de forma

contundente films como Los inútiles, A bout de soufflé (Al final de la escapada, 1959) o

Blow-up (Blow-up, Deseo de una mañana de verano, 1967).

El paso del modernismo a la modernidad cinematográfica podrá entenderse así como

derivado del paso de una estética de la permanencia a otra de la transitoriedad; del

tiempo socialmente mensurable de la civilización capitalista (objetivo) al tiempo

personal y privado de la duración (subjetivo). Por eso no cabe extrañarse de la

identificación por parte de Deleuze del cine moderno con el predominio de la “imagen-

tiempo” sobre la “imagen-acción” o la “imagen-movimiento”, que él compara con la

significación del impresionismo en el ámbito pictórico: “Es quizá tan importante como

la conquista de un espacio puramente óptico en la pintura, con el impresionismo” (1985:

13), en una transformación mucho más decisiva que, por ejemplo, el paso del mudo al

sonoro que los historiadores rutinarios han situado como punto de inflexión de la

Historia del Cine. En ese cine supone Deleuze que es posible “hacer sensibles el tiempo,

el pensamiento, hacerlos visibles y sonoros” (1985: 32), asumiendo la vía del

despojamiento esencialista característico de diversas formas de la modernidad artística,

que conduce de la imagen indirecta del tiempo (por el montaje) inherente a la “imagen-

movimiento” hacia la imagen óptica y sonora pura de la “imagen-tiempo”, que por otra

parte deviene en una imagen legible y a partir de ella en una imagen-pensante, con lo

que Deleuze no se aparta demasiado del anhelo de Astruc cuando entendía al cine como

la posibilidad para el artista de “expresar su pensamiento”.

Esa primacía psicologista se manifiesta de formas diversas: por ejemplo, en la

preeminencia de la crónica sobre la historia, incluso entendiendo ésta en clave dialéctica

y materialista; una prueba de ello podría ser la confrontación en el seno del cine

histórico entre Rossellini y Visconti. Mientras el segundo sitúa el desarrollo de lo

particular y subjetivo en el fluir histórico (véanse Senso [Senso, 1954] o Il gatopardo

[El gatopardo, 1963]), dándole a la vivencia particular una dimensión y espesor

histórico, el primero relata en clave de crónica el acontecimiento histórico (de Viva

l’Italia [Viva Italia, 1960] a La prise pouvoir par Louis XIV [1966]). Para este

Page 19: La Modernidad Cinematográfica

Rossellini –pero también para el artífice del neorrealismo– de cada detalle inscrito en la

crónica se extrae un conocimiento histórico; en el Visconti historicista sólo se

comprenderá lo particular desde la perspectiva de una visión general, como pueda ser el

devenir de la lucha de clases. Ni qué decir tiene que esa apuesta del cine moderno por la

crónica –extrapolable a la historicidad más inmediata de films como Prima della

rivoluzione (Antes de la revolución, 1964), de Bertolucci– lo aproxima a las tendencias

de la “nueva historia”.

Como muy bien señala Francis Vanoye, “en la crónica el relato se ciñe al punto de vista

del personaje, en la Historia domina el punto de vista del autor” (1991: 77). Pues bien,

en el cine moderno el autor habla muchas veces explícitamente a través de unos

personajes –“crónica de los sentimientos” retitula Antonioni a sus films– que no

pretenden tanto una entidad propia como una significatividad. De ahí que el

propioVanoye caracterice al personaje del cine moderno bajo los parámetros del

personaje problemático, opaco o incluso del no-personaje, sin olvidar la opción

brechtiana. Para el primero, a diferencia del protagonista del cine clásico no habrá

motivos y objetivos claros –como también advirtiera Bordwell–, se nos ofrecerá

inmerso en una crisis sentimental, social o profesional, no manifiesta una voluntad muy

precisa y se ofrece con na personalidad ambigua o ambivalente; recordemos al respecto

cómo lo ejemplifica en Te querré siempre: “una pareja (inglesa) en crisis, inmersa en un

ambiente extraño, desocupada, casi vagabunda y sin dominio real sobre lo que sucede,

que pasa de una situación a otra y de un encuentro a otro para ir a desembocar en una

especie de revelación final sin enlace lógico evidente con lo que antecede...” (Vanoye,

1991: 56). Posiblemente será este tipo de personaje problemático –el de La dolce vita

(La dolce vita, 1960), L’avventura (La aventura, 1960), Muriel ou le temps d’un retour

(Muriel, 1963), Le mépris (El desprecio, 1963), Antes de la revolución o Persona

(Persona, 1965)– el que de una forma más directa se convierte en representante de las

propias preocupaciones del cineasta, bajo la clave de la alineación y la desposesión de

uno mismo y de sus actos.

Aún más radical será la opción del personaje opaco según Vanoye: “Está vacío de

cualquier característica psicológica o sociológica demasiado afirmada o, en cualquier

caso, éstas se dan de entrada y como un todo en bruto, algo así como en ciertas películas

mudas. Es un cuerpo, una voz incolora, un rostro inexpresivo y unos gestos

Page 20: La Modernidad Cinematográfica

inescrutables. Actúa poco –incluso nada en absoluto– y pasa de un estado a otro sin que

se subrayen las relaciones de causa-efecto que motivan sus cambios o ausencia de

cambios” )Vanoye, 1991: 57). Atinadamente se remonta Vanoye a la tradición del cine

humorístico, recuperada en los años de la modernidad –aunque fuese para criticarla– por

Jacques Tati, en su vaciado de psicología; será el caso de los Lancelot du Lac (Lancelot

du Lac, 1974), L’argent (El dinero, 1982), India song (India song, 1974), etc.

Y en el límite del vaciado psicológico encontramos la idea del no-personaje, en una

dimensión muy distinta al que significara la identificación entre personaje y actor

característica del actor no profesional del neorrealismo (aspecto que olvida Vanoye).

Pensando en los protagonistas de L’année dernière à Marienbad (El año pasado en

Marienbad, 1961), L’homme qui ment (1968) o Alphaville (Lemmy Caution Contra

Alphaville, 1965), podemos decir que “sobre ellos no pueden formularse hipótesis, ni

siquiera experimentarse ningún tipo de sentimiento: se asiste simplemente al juego de

sus apariciones, desapariciones y metamorfosis” (Vanoye, 1991: 58). Finalmente, la

aplicación de la técnica distanciadora del brechtianismo lleva a un tipo de personaje

ajeno a cualquier identificación espectatorial y no creíble puesto que “las palabras y

comportamientos de los personajes no están en armonía realista con las situaciones, sino

que muestran un desfase reflexivo y crítico (...) Gusto, discurso y acciones no están al

servicio de la emoción, sino de la comprensión crítica de los comportamientos”

(Vanoye, 1991: 59).

Esos personajes están muchas veces al albur de formas manifiestas de lo subjetivo

(sueños, alucinaciones, ensoñaciones, fantasías, recuerdos, etc.) correspondientes a

figuras estilísticas y narrativas como el flashback y el flash-foward, distensiones

temporales, etc. Con ello ya introducimos la investigación sobre nuevas formas de

narración como otro punto esencial de la modernidad cinematográfica. En cierto modo

esa apuesta por una nueva narratividad es coherente con la intransitividad de la escritura

moderna –utilizando un concepto de Barthes–, con la tendencia analítica y

fragmentadora del discurso (y de la realidad), con el nuevo papel de la temporalidad o

con el rechazo de las estructuras aparentemente lógicas del discurso, es decir, con buena

parte de las manifestaciones de aquella conciencia lingüística que hemos situado en el

epicentro de lo moderno: “el mundo-objeto es inseparable de su percepción cambiante y

pluridimensional, la estructura uniforme y narrativa de las artes se rompe y ello

Page 21: La Modernidad Cinematográfica

contribuye a la desublimación de las jerarquías y la deslegitimación de los discursos

globalizantes...” (Picó, 1988: 28).

Sin embargo, aún me parece más adecuado asociar la nueva narratividad del cine

moderno con la ruptura del valor mimético de la representación del arte moderno, en la

medida en que las formas narrativas del MRI, volcadas hacia la transparencia e

inmediatez, corresponderían a la tradición de la representación mimética, si nos

atenemos a la concepción de Bordwell sobre la narración clásica: “(el film clásico)

presenta individuos psicológicamente definidos que luchan por resolver un problema

claramente indicado o para conseguir unos objetivos específicos. En el transcurso de

esta lucha, el personaje entra en conflicto con otros o con circunstancias externas. La

historia termina con una victoria decisiva o una derrota, la resolución del problema o la

consecución clara de los objetivos” (1996a: 157).

El punto de partida para entender la apuesta modernista en el terreno narrativo radica en

la conciencia del carácter discursivo del relato, más allá de la “naturalidad” mimética

del MRI. Esa ruptura del nexo sensoriomotor de la narración clásica-en palabras de

Deleuze– es la manifestación en el orden del relato de esa autoconciencia que

afirmamos constituye el eje de la modernidad. Las manifestaciones concretas de ese

principio general son variadas, pero podemos citar algunas: la primera será la

importancia otorgada –tanto desde la teoría como desde la práctica– al découpageahora

no en la perspectiva clásica que apuntaba Bazin –“darnos la ilusión de estar ante hechos

reales que se desarrollan ante nosotros como en la realidad diaria. Pero esta ilusión

esconde un toque esencial de engaño, porque la realidad existe en un espacio contínuo y

en la pantalla nos presenta de ello una sucesión de fragmentos llamados “tomas”, cuya

elección, orden y duración constituyen exactamente lo que llamamos découpage de un

film” (en Andrew, 1978: 166)– sino a favor de su destrucción. La vía para esas

operación será la discontinuidad narrativa, esto es, la ruptura del mecanicismo del relato

a partir del predominio de la causalidad, linealidad y diacronicidad logradas mediante el

montaje clásico.

Esa discontinuidad narrativa resulta reforzada por el papel jugado por la nueva

concepción de la temporalidad y simbolizada por la emergencia de un nuevo tipo de

personaje, pero además se apoya en determinadas propuestas argumentales, como

pueden ser la importancia del azar –casualidad frente a la causalidad– que se constituye

Page 22: La Modernidad Cinematográfica

incluso en una poética de lo imprevisto. A ello ayuda además la presencia de estructuras

itinerantes en el argumento, la construcción episódica del relato, ladesdramatización

revelada por la ausencia de clímax o por la selección de situaciones

mostradas, aceptando incluso lo trivial y cotidiano, en la línea instaurada por el

neorrealismo.

Finalmente, la autoconciencia narrativa desplegada en el cine moderno se manifestará

por la presencia explícita o implícita de las marcas de enunciación de lo que ahora ya se

asume como hecho discursivo. Por ejemplo, en esa tensión entre el corte y la duración

prolongada del plano, entre un montaje sincopado correspondiente a la multiplicación

de los focos de ocularización y el mantenimiento de un plano-secuencia enfatizado por

la inmovilidad de la cámara o por su hiperactividad. Por eso, la principal marca de la

enunciación se situará junto al montaje en el terreno de la puesta en escena, la otra

noción que en compañía del découpage cimenta la teoría cinematográfica derivada de

Bazin y sus seguidores.

La puesta en escena –esa “elaboración de la imagen de lo real”, según Bazin, o

esa“forma y composición de los elementos que aparecen en el encuadre” (Carmona,

1991 : 127)– será el campo de manifestación de la subjetivización estilística que tanto

alabaron los “macmahonianos” de Cahiers du Cinéma o que ya Astruc había colocado

en el centro de su teoría de la “caméra-stylo”: “La puesta en escena ya no es un medio

de ilustrar o presentar una escena, sino una auténtica escritura” (en Romaguera y Alsina,

1980: 210). Como señalara Michel Mourlet, “la colocación de los actores y objetos, sus

desplazamientos en el interior del encuadre debe expresarlo todo” (en Magny, 1991: 88)

y dentro de esa puesta en escena no dejarán de aparecer fetiches como la profundidad de

campo, el virtuosismo en el movimiento de cámara y la angulación (véanse ante todo

los films de Welles) o las funciones dramáticas y simbólicas del decorado.

Si la puesta en escena se constituye en una forma de escritura y no una emanación

directa de la realidad, se está reclamando la presencia de un sujeto de esa escritura; de

ahí que las constantes generales de la modernidad hasta ahora definidas requiere lo que

muy atinadamente fue calificado de “política de autor”. El énfasis estilístico no sólo se

ofrece como revelación de la conciencia discursiva y lingüística del relato sino de la

inequívoca presencia del sujeto enunciador encarnado en la figura del “autor”,sometido

siempre al peligro de un cierto “culto estético de la personalidad”, en la medida en que

Page 23: La Modernidad Cinematográfica

se entienda que “el film no sería más que la puesta en forma de un universo mental

preconcebido por el cineasta” o que “los diversos puntos de vista que se suceden en un

film postulan una unidad de visión que no se realiza más que en la conciencia

del espectador, unidad que constituye esa personalidad ficticia denominada autor”

(Magny, 1991: 90), sin olvidar posiciones tan rotundas en su idealismo como la de

Gerald Mast cuando dice que “ninguna gran película ha llegado a hacerse sin la visión e

inteligencia unificadora de una sola mente para crear y controlar toda la película” (en

Allen y Gomery, 1985: 102), ante lo cual detectaríamos reacciones radicales como la de

Gérard Lenne: “Si es necesario y urgente reconsiderar la política de autores, que marcó

en su tiempo un progreso decisivo, no es negando el “hecho de autor” como podremos

llegar a ello, sino destruyendo la “idea de autor” (Lenne, 1971: 14).

Esa visión personal del mundo, manifestada en la doble dimensión del guión y la puesta

en escena, fundamenta la constitución de “corpus” fílmicos personalizados que pueden

entrecruzarse con otros “corpus” de caracteres tan diversos como los géneros o los

movimientos y escuelas cinematográficas. Ahora bien, ¿quién instaura esa figura

autoral? Sin duda será antes la crítica que el propio público, asumiendo un doble

papeltambién tradicional en el seno de la modernidad artística, quien establecerá por

una parte la condición de autor y por otra intervendrá en la operación hermenéutica que

es inseparable del despliegue del arte moderno.

Asumido el carácter del cine como hecho cultural –que va de la mano en los orígenes de

la modernidad con la proliferación de cine-clubs y filmotecas y los esfuerzos por

cientifizar la teoría fílmica por parte de la filmología– el papel de la crítica se consolida

tanto en lo que tuviera de guía en las procelosas aguas de lo moderno, como en el

ejercicio de esa política autoral o incluso como campo de batalla contra lo viejo y

plataforma de lanzamiento hacia la práctica fílmica. No se trata pues tan sólo de

establecer desde la crítica criterios de orden axiológico , sino de desarrollar una labor

exegética a favor de una “lectura” productiva del film, motivada entre otras cosas por la

propia ambigüedad inherente a una narrativa moderna que se fundamenta en unanoción

relativista de la verdad.

Esa dinámica hermenéutica, crítica y teórica se inscribe, además, en unos momentos de

evidente aumento de la conciencia histórica del cine. Lejos quedaron ya los años de los

pioneros y fundadores, de tal forma que tal vez la generación neorrealista –y tras ella las

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subsiguientes– corresponda al primer momento en que los jóvenes cineastas han

comprendido su inserción en una etapa de la Historia del Cine. Ellos ya podrán disponer

de antecedentes e incluso maestros y a su vez sabrán que están abriendo caminos para

los que les seguirán, tal como muchos de los integrantes de los Nuevos Cines partirán de

los neorrealistas o de algunas de las otras de las grandes individualidades ya citadas. De

todas maneras, no podía ser de otra forma, ya que sólo desde la historicidad tiene

sentido hablar de modernidad y clasicismo. Así pues, la conciencia lingüística encuentra

su correlato en la conciencia histórica, que a través de parámetros como la autoría

significará la plena emergencia del sujeto en la creación cinematográfica. Y esa

conciencia del sujeto –o su crisis– fue el fundamento de toda noción de modernidad.