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1 5. La noche que vino George Harrison Luego de visitar durante diez días Cuzco y las ruinas de Machu Pichu, despidió a su esposa Olivia en el aeropuerto de Lima y partió en un avión privado a Chile. Dos días después, el avión 704 de Lan despegó del aeropuerto de Santiago a la hora indicada, las 8:30 pm, con destino a Johansburgo para compartir una íntima cena de Nelson Mandela con algunos artistas. Se ajustó el cinturón y le regaló su risa a la azafata que cerraba el compartimiento del equipaje. Presentaba una barba tupida, desprolija, pelo al hombro, anteojos negros para ocultar esos ojos tristes, tan alegres por la visita a las ruinas Incas, el gustoso asado en la casa del actor Franklin Caicedo y por haber logrado pasar desapercibido en dos países donde lo habían colmado de cariño. El boing se elevaba, George se ponía los auriculares, dispuesto a escuchar unas canciones que Franklin le había grabado especialmente para él. Las primeras que sonaron fueron Caminando, Gracias a la vida, Todos juntos y Correré correrás. Sonidos en un estilo que pensó “a lo Dylan”. Se acordó de Paul Simon que, a comienzos de los años ’70, había grabado con Art Garfunkel una versión de El cóndor pasa con el título If I Could, mientras Jaime Torres versionaba la clásica versión peruana. Mientras, el vuelo cruzaba la Cordillera de los Andes y el pasajero que ocupaba el asiento premium business 9 comenzaba a dormitarse, al compás de una cueca de los Inti Illimani. Promediando las dos horas de vuelo, el avión -que debía hacer escala en San Pablo- aterrizó en la provincia argentina de Buenos Aires. Lo que sería un vuelo con escala de una hora en Brasil, se transformaría en un escalón de esos bien altos, con una demora de casi nueve horas. Una tormenta inquietante obligó el aterrizaje. Se definió la suspensión de los vuelos y, por consiguiente, el traslado de los pasajeros a hoteles en la zona céntrica de la ciudad capital. –Mister Harrison, please over here… -le dijo el Comisario de abordo, un hombre alto, corpulento, calvo, de mirada penetrante y andar peculiar. Harrison, con gafas oscuras, se levantó, fue guiado a un sector para evitar que tuviera que enfrentarse a los papparazzis, que tenían por costumbre esperar a los

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Es súper divertido, es como algo que podés divagarte si realmente pasó o no, porque pudo haber pasado. El personaje del chofer es una maravilla. La bohemia de Buenos Aires reflejada. /Neyda Pitt -Editora-.

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5.

La noche que vino George Harrison

Luego de visitar durante diez días Cuzco y las ruinas de Machu Pichu, despidió

a su esposa Olivia en el aeropuerto de Lima y partió en un avión privado a Chile. Dos días después, el avión 704 de Lan despegó del aeropuerto de Santiago a la hora indicada, las 8:30 pm, con destino a Johansburgo para compartir una íntima cena de Nelson Mandela con algunos artistas. Se ajustó el cinturón y le regaló su risa a la azafata que cerraba el compartimiento del equipaje. Presentaba una barba tupida, desprolija, pelo al hombro, anteojos negros para ocultar esos ojos tristes, tan alegres por la visita a las ruinas Incas, el gustoso asado en la casa del actor Franklin Caicedo y por haber logrado pasar desapercibido en dos países donde lo habían colmado de cariño.

El boing se elevaba, George se ponía los auriculares, dispuesto a escuchar unas canciones que Franklin le había grabado especialmente para él. Las primeras que sonaron fueron Caminando, Gracias a la vida, Todos juntos y Correré correrás. Sonidos en un estilo que pensó “a lo Dylan”. Se acordó de Paul Simon que, a comienzos de los años ’70, había grabado con Art Garfunkel una versión de El cóndor pasa con el título If I Could, mientras Jaime Torres versionaba la clásica versión peruana. Mientras, el vuelo cruzaba la Cordillera de los Andes y el pasajero que ocupaba el asiento premium business 9 comenzaba a dormitarse, al compás de una cueca de los Inti Illimani.

Promediando las dos horas de vuelo, el avión -que debía hacer escala en San Pablo- aterrizó en la provincia argentina de Buenos Aires. Lo que sería un vuelo con escala de una hora en Brasil, se transformaría en un escalón de esos bien altos, con una demora de casi nueve horas. Una tormenta inquietante obligó el aterrizaje. Se definió la suspensión de los vuelos y, por consiguiente, el traslado de los pasajeros a hoteles en la zona céntrica de la ciudad capital.

–Mister Harrison, please over here… -le dijo el Comisario de abordo, un hombre alto, corpulento, calvo, de mirada penetrante y andar peculiar.

Harrison, con gafas oscuras, se levantó, fue guiado a un sector para evitar que tuviera que enfrentarse a los papparazzis, que tenían por costumbre esperar a los

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famosos. Y aunque George Harrison estaba altamente acostumbrado a ello, por las épocas en las que había sido un beatle, hacía mucho tiempo que sus nervios por la beatlemania no lo tenían a maltraer. El personal del aeropuerto lo condujo hasta un camión de la empresa Buenos Aires Catering, la que aporta los comestibles para los vuelos internacionales. George subió al costado del conductor, que se presentó como Moreira, con un rostro admirado y sin reacción aparente cuando le informaron a quien llevaba a su lado. Del lado derecho lo franqueaba otro trabajador de BAC. Díaz se atrevió tímidamente a pedirle un autógrafo para su amigo Chato, fanático de Los Beatles que había pedido el día para ir a un recital. Era frecuente que los empleados se toparan con artistas de la talla de Kurt Cobain y varios de los Guns & Roses. Chato estaba ausente porque concurriría a ver un recital de Joaquín Sabina, que cerraba esa noche uno de sus conciertos en el teatro Gran Rex. Le atesoró la firma en una servilleta de papel de Austral. Harrison prendió un Everest. Les convidó.

Al llegar al salón principal de armado de los troles, los carros de alimentos para los vuelos, George atravesó el recinto ante las miradas azoradas de empleados del galpón. Algunos de ellos lo saludaron, obtuvieron algunas instantáneas del músico. Erbojo, del sector depósito, suele llevar su cámara. Harrison cruzó la planta secundaria donde estaban el lavadero y la cocina. Zafón, siempre afecto a las burlas, alcanzó a comentar “¿y este hippón de dónde salió?”. Otro empleado, De Gagia, que andaba retirando bandejas especiales para la tripulación del Avión presidencial Tango 01, le explicó al cocinero sobre la efímera visita. No es que no estuvieran acostumbrados, pues ya habían pasado hacía poco tiempo por allí Eric Clapton, Peter Gabriel, David Bowie, Prince, Bryan Adams, el ex stone Mick Taylor y Elton John con un séquito de diez asistentes, una perra toy en sus manos, una camisa con motivos hawaiianos haciendo tono con una bermudas de multicolores, una gorra naranja con el símbolo de la cinta roja, lentes azules estilo Lennon, sandalias de cuero con el detalle de un escorpión revestido en plata y oro y una manta de Air France sobre sus espaldas. Sandra, la única administrativa que estaba cerrando sueldos, bajó las escaleras apenas supo quien estaba, con la celeridad de un antílope cuando escapa de las garras de una leona hambrienta en la sabana africana. Lo enfrentó al ilustre visitante como para decirle todo y, cual estatua de sal, solo pudo quedarse estática mirándolo. Mientras, lágrimas de alegría la colmaron toda. George le tomó la manó, la besó y siguió hasta un auto que lo esperaba en el estacionamiento.

Cargó un bolso de mano en el baúl. De allí al hotel a pasar la noche, pero George dijo que no.

Quería ver un poco la ciudad. John Lennon, que había estado de visita de incógnito años antes, le había hablado de la noche porteña, de los lugares del buen tango, de los bares de copas, de su amigo el locutor Beto Badía. Se sintió

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más relajado y le pidió al chofer que lo llevara a algún lugar especial, con poco público o en donde pudiera pasar desapercibido. A pesar de -y gracias a- la lluvia…

–Oh excuse me, I’m Harrison, George Harrison. Mucho gusto. -intentó balbucear algo de las pocas palabras que había aprendido de Olivia.

–Jorge. Jorge Rockanroll… -completó el chofer de traje, melena, anchos bigotes y una desbordante simpatía.

El auto enfiló hacia el centro de la ciudad mientras George le pedía que sintonizara alguna radio con música nacional. Jorge puso la Rock & Pop, donde terminaba Two princes y comenzaba a sonar Hey bulldog.

–No, please, oh no… Chance. Puedes cambiar, por favor. -le dijo con rapidez y gestos de horror al escuchar el tema como si el demonio se hubiera apoderado del dial.

–Ni que fuera Simpatía por el diablo -dijo Jorge, le sonrió y cambió de frecuencia. Ahora sonaba una bella canción en español que George aprobó rápidamente. Jorge conducía hacia el obelisco y tarareaba “Hay ciertas cosas que ya no están, quiero mi talismán…”.

Tomaron por avenida 9 de julio en dirección a ninguna parte ya que Harrison quería mirar la noche. Una ciudad iluminada que le recordaba a su primer viaje a Nueva York. La intensidad de la lluvia lo alegraba. Pasaron Lavalle.

–Stop! Stop! ¡Para auto!

Se detuvo en la intersección con Carlos Pellegrini.

Bajó la ventanilla y le llamó la atención un grupo de adolescentes que jugaban en la peatonal, bajo la lluvia, mojándose. Sus carcajadas lo alentaron a bajar.

–I want to get off -dijo y se corrigió de inmediato. Perdón… quiero bajar, por favor.

El chofer quiso abrir la puerta, pero George ya estaba de pie. Jorge temió que estacionar sobre Pellegrini pudiera ocasionarle una multa, un cepo o que se llevaran su auto. Sin embargo, se sentía contenido al estar acompañado de George Harrison. Era chapa suficiente para mostrar en caso de aprietos con la ley.

–Doesn’t matter -le dijo el ex beatle. I fight the police, I always lose, Dylan said -no le entendió, pero se tentó ante la socarrona risa de Harrison.

George levantó su cara, la intensa lluvia le ofrendaba dulces caricias. Empezó a caminar por Lavalle hacia Florida. Jorge lo flanqueaba. Reían. En la segunda cuadra se topó con un hombre entrado en canas y pronunciada barba blanca.

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–Lee Sklar -dijo riendo para sí y se detuvo a escucharlo tocar la flauta dulce. Le obsequió un billete de cien dólares ante la mirada sorprendida del flautista, quien reverenció el gesto de un modo que George reconoció inmediatamente y le restituyó.

Hicieron dos cuadras más, la lluvia se intensificaba. Varios niños se acercaron. Vendían flores, y algunos adultos que los acompañaban aguardaban, en las puertas de los restaurantes, obtener las sobras de comida que suelen repartir despuntando el amanecer.

–Jorge. ¡Ey Jorge Rockanroll! -le gritó para sacarlo de su distraída mirada puesta en una casa de discos. ¿Tienes esposa, tú?

–Sí, claro.

–So, para…

–Cecilia.

–Para Cecilia…

George le daba un ramo de flores que acababa de comprarle a un niño de no más de cuatro años, con mocos y ojos muy saltones y tristes, que le recordaron a sí mismo.

–Vamos -le dijo Jorge y caminaron la última cuadra hasta la peatonal Florida.

Doblaron a la izquierda, hicieron unos metros. Debajo de un toldo florecían los sonidos de una guitarra inconfundible para George. La entonación de la canción lo transportó a su adolescencia. Un semicírculo de personas aplaudían los compases de un rock and roll de Chuck Berry. La Gibson de Duardo, cuyo cable se conectaba con un bafle que permitía un intenso volumen, colgaba del músico gordo, semi calvo, con melena hacia atrás y bigotes acentuados, que le hacía recordar a David Crosby. Cuando terminó la interpretación, George lo interrumpió.

–Congratulations Mister, Roll over Beethoven. Terrific…

–Beethoven

–Yes, Beethoven.

–No, Beethoven. Beethoven, en inglés británico.

–Excuse me, perdón, no hablo bien español.

–Beethoven, dicen los Beatles y la ELO. Beethoven, pronuncia Chuck Berry. Sorry, Beethoven says Beatles and ELO. Beethoven says Chuck. I’m sung Beatles’s cover.

George rio. El guitarrista lo observó atentamente.

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–Oh my God! Oh my God!… -dijo Duardo al darse cuenta que había iniciado una discusión de pronunciaciones con quien había grabado y popularizado la canción de Berry-. I don’t believe, I cannot believe it’s true -se inclinó reverenciando a Harrison, quien le devolvió el saludo.

No supo cómo sucedió, pero George se encontró con la Les Paul colgando de su hombro y, al no poder contener la tentación, se despachó con Too much monkey business. La gente se acercó más, Jorge se preocupó por el remolino que la aglomeración causaba y desapareció. Duardo, cual maestro de ceremonias, presentó al intérprete al finalizar la canción.

–Damas y caballeros, on lead guitar… -se detuvo ante una seña en negativo de Harrison, y prosiguió como si nada- Mister Harry Georgetown…

George le devolvió la guitarra y, con un gesto, lo invitó a cantar una canción que todos bailasen, mientras buscaba con la mirada, sin poder hallarlo, a su chofer.

–Let’s play!, Let’s dance!

You really got a hold on me, en una versión más aporteñada -aunque sin perder el toque Motown-, y bailable, fue el disparador para que George invitara a todos los curiosos a seguirlo, danzando bajo la lluvia que, como escena ideal, producía los efectos perfectos para colorear el marco que la música dibujaba.

Jorge estaba parado a lo lejos, en la intersección de Tucumán y Florida, con la puerta del auto derecha de adelante abierta. George la vio, levantó su pulgar asintiendo, abrió sus brazos como para llenarse de luz con el agua cayendo sobre sí. Los cerró, abrazó imaginariamente a todos y, con un guiño a Duardo, se metió en el auto, al compás de los aplausos y del solo de guitarra de Something.

En el auto, Jorge le pasó una franela para que se seque mientras sintonizaba la 2x4 en el dial.

–Hufff, much feeling in that people. ¡Jorge, it’s tango time! Tango. -le dijo.

Jorge balbuceó, intentando aseverar que entendía lo que pensaba que George le decía.

–Dance… Tango dance. -espetó Harrison y con un gesto imposible de confundir, Jorge le dio el ok.

Y hacia dónde ir, pensó, mientras giraba de manera abierta por la calle Tucumán hacia el oeste. Sacudió la cabeza y se dio cuenta que había tomado mal. El auto siguió hasta conectar con la avenida Córdoba. George se prendió un cigarrillo y le convidó a Jorge, que aceptó para fumarlo luego. Desde allí hicieron unas treinta cuadras hasta llegar a Scalabrini Ortiz. Dobló a la derecha y se detuvo frente al número catastral 1331. Como no había espacio para estacionar, se bajó, le abrió la puerta a George y le indicó que lo esperara ahí. El cielo se

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había despejado un poco. Se entendieron por señas y Harrison se sentó en una cantera de cemento a esperarlo. Pasaron casi diez minutos y el músico comenzó a inquietarse, un poco asustado por algunos rostros que pasaban y lo miraban. Sacó otro Everest y lo encendió. Vio que ingresaba un grupo de señoras, con el estilo de la milonga. George las siguió. Se detuvo a observar algunas fotografías en exposición y los tres cuadros del pintor que llaman “el imperfecto W.C.”. Vio el cartel de toilette. Entró. Se mojó un poco el rostro, se acomodó el pelo desaliñado, se lo ató por detrás, dejando una colita más prolija, quedó mirándose un rato frente al espejo y enfiló al salón. Lo detuvo Marita, la mujer de la boletería. Estaba con un elegante vestido de corte oriental, acompañada con un pañuelo de seda azul con flores blancas y anteojos colgando de una tira, que George ponderó.

–Por un lado, este es el ticket -le dijo.

Jamás aclaró que habría por el otro lado, pues se quedó impávida, luego de intercambiar en un claro inglés, comentarios sobre la milonga que allí se daba y el parecido que Harrison tenía con el poster de uno de sus hijos pegado en la pared de su habitación.

Harrison se revisó los bolsillos, no suele llevar dinero en efectivo, pero tenía algunos dólares. Marita soltó un pálido “¡No! Gentileza de la casa”, antes de darle paso y sentarse. No dejó de mirarlo. El músico entró, empujando, con ambas manos, la puerta vaivén para caer en el encanto que ofrece la milonga porteña, al compás de la orquesta de Pugliese y las parejas coreografiando la ocasión, al paso del 2x4. Se le acercó Bibi, la moza, que con su acostumbrada calidez lo saludó y lo ubicó en una de las mesas laterales. Ella lo miró fijo, como sabiendo quien era, pero sin creérselo -“¿este tipo, solo, acá, así de una? ¡Imposible!”-. Le sonrió. Luego, George se levantó, se dirigió a la barra y le pidió a Pablo Martín, el barman, que lo sorprendiera con un trago especial. El aparitivo, que el joven llamó Vodwi, constaba de hielo granizado, dos onzas de vodka, un toque de anís, abundante kiwi y una manzana bien licuada. Lo vistió con una pisca de azúcar, una larga cuchara y una rodaja de manzana y de kiwi como elegante presentación. Con el vaso en mano se fue a la mesa que la camarera le había indicado. Bebió sin dejar de observar a las parejas danzar.

Las mujeres, que habían entrado delante de George, compartían una mesa próxima. Lo invitaron con una copa de champagne que, con su particular caballerosidad inglesa, aceptó con gusto.

–Thanks… Oh… Gracias…

–Where are you from? -le dijo una de ellas.

–Liverpool.

–Ah, como los Beatles. -dijo la otra.

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–Yes, I’m George.

–Ah, como los Beatles. -volvió a repetir.

–I’m Martha.

–Paul’s dog… Sorry, like Paul’s song. -completó Harrison.

–She’s Ada and she´s Cori.

–Cheers!

George se colgó mirando la pista con fascinación. Cada pliegue del baile hasta que se detuvo en el caballero de traje azul con corbata rosada. Cuando terminó la pieza, Martha los presentó.

–Encantado, Carlitos.

–George.

Ambos se miraron fijamente. Carlitos había escuchado a Los Beatles durante toda su adolescencia, pero jamás imaginó que frente a él estaría uno de los fabulosos cuatro. No lo reconoció. George halagó la belleza de la compañera de baile del milonguero y le obsequió una flor que tomó del centro de mesa. Nazdine agradeció la atención, permitió que le besara su mano y lo invitó a compartir una vuelta de tango. En ese momento entró Jorge, como desbordado, buscando a su pasajero. George le hizo un guiño. Luego se levantó para intentar salir airoso en el 2x4 dejándose llevar por la bailarina. Instantes después, compartieron más champagne, que invitaron George y Carlitos, y tras varios pasajes musicales, programados por el DJ Oscar, al compás de las orquestas de Tanturi, Troilo, Pugliese, De Angelis y D’arienzo, George se despidió.

Ya en el auto otra vez.

–Bar El Chino. Carlitos says… dijo… ir… Bar El Chino…

–¡Cómo no!, usted manda señor.

En el mítico lugar se aflojaron, un poco más. Una orquesta típica de mujeres, “Las revoltosas”, regalaba los compases iniciales de Malevaje. La excelsa y florida voz de Hernán Salinas fue adentrándolos en la mística tanguera...

Decí por Dios qué me has dao

que estoy tan cambiao

no sé más quién soy

el malevaje extrañao

me mira sin comprender…

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Se les acercaron dos personas. Una de ellas, desalineada, estaba un tanto volada por el efecto del hachís. Su aspecto, tan desprolijo como el de George, lo puso en sintonía. La otra era su guía. Joven, tenía una gorrita verde y sus ojos rojos, como el sol que despunta la mañana por el este, lo delataban.

–Hola Jorge. Este gringo es un personaje de primera. Llegó re puesto y se tomó ya ocho White Russians.

–¡Ojo!, que estoy con un pasajero importante, no vaya a ser que me hagan quedar mal y me despidan de la compañía.

–¡Naaa! Ta fumado nada más. ¡Un loco! Tengo un fino, ¿querés?

–A dude, I like it. -se escuchó.

Distraídos en sus charlas habían perdido de foco a sus respectivos pasajeros. Observaron que Harrison y el otro hombre se mantenían entretenidos en una conversación amena, matizada por los tangos que se iban sucediendo. De repente, una silla se estrelló en el hombro de un corpulento señor que estaba apoyado en la barra. Otro hombre, también de gran aspecto, musculoso, con pelo corto y traje gris a rayas, miraba al que estaba caído, que se tocaba su hombro derecho frotándose por el dolor, pero sin atinar a levantarse.

George le hizo señas a Jorge para salir e invitó a sus acompañantes. Ya en el auto, mientras andaban por el barrio de Boedo, vinieron las presentaciones. George y Jorge por un lado. Jeffrey The Dude por el otro.

Lian los seguía en el auto de atrás.

–Joint?

Fumaron.

–Y ahora, ¿a dónde enfilamos? -gritó Jorge para sí.

–Let’s drink!

Recordó una boite de lindas bailarinas, dónde solían frecuentar algunos músicos y artistas plásticos. Allí tomaron una mesa alejada del escenario y Jeffrey pidió cuatro White Russians y dos vueltas más. Tres mesas hacia la izquierda se encontraban dos señores; uno con sombrero y patillas, el otro con un pañuelo en su cuello. Fumaban, bebían JB y miraban cada tanto hacia la mesa que ocupaban George y compañía. Se acercaron detrás del mozo que interrumpió el diálogo al poner sobre la mesa dos cubos con botellas de Chandón y seis copas.

–Excuse me, yo… no… -dijo Harrison.

–No pedimos nada de esto. -dijo Jorge mientras observaba que los dos hombres se acercaban y el mozo insistía en destapar las botellas.

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–Sirva nomás. Es un obsequio ante semejante presencia. –dijo el más flaco, con un cigarrillo entre sus dedos.

Con tonalidad española, se presentó e introdujo a su compañero.

–Encantado Mr Harrison. Es la hostia que estés en esta ciudad tan guapa, donde todo vuela, la alegría, la anarquía, la bondad, la desesperación, donde leo, fumo, toco el piano y me emborracho solo en una habitación. Nice to meet you, I am Joaquín and this is my best friend Panchito.

George los saludó, Sabina y Varona acababan de dar un recital en el Gran Rex. Jeff permanecía en su propio viaje, a años luz de lo que lo rodeaba. No supo jamás del prestigio de semejantes visitas. Solo bebía sus tragos de crema al compás de las copas champane del resto. Para él, las señoritas que regalaban sus danzas árabes, lo mantenían en su mundo.

Harrison les contó del percance de su aterrizaje y Joaquín le dijo que una vez, en las calles de Londres, cuando estaba tocando su guitarra para ganar unos duros, Harrison se había detenido a escucharlo cantar y le había dejado unas cuantas libras como regalo por sus canciones. Rieron un buen rato y con la llegada de Antonio, otro de los músicos de Sabina, fueron todos invitados a Prix D’Ami. Unos amigos darían una zapada a altas horas de la madrugada y consideraron que George no podía perdérselo. Pidieron la cuenta, que George quiso pagar, pero que Joaquín no permitió. Dude se limitaba a repetirse en frases sin mucho sentido…

–Red numbers, I just see red numbers…

Toda la comitiva, los siete más algunas chicas que invitaron, llegaron al boliche, en la zona de Belgrano. Directamente al sector VIP. Allí, Sabina los presentó con Fabiana y Fito, dos de los músicos que estaban ya prestos para cantar temas de Los Beatles, pero esperaban al principal hacedor de la noche, Charly, que venía demorado con Hilda y Zavaleta. A un costado, el flaco Spinetta, trago en mano, se arrodillaba a los pies del ex beatle, para soltarle en inglés un poco de su poesía por tanta admiración sostenida a través del tiempo.

–Toda tu inmensa luz se hizo carne en mí y fue música. Todo tu inmenso sol me da el calor en la composición. Toda tu luna es mi viento que acaricia las melodías que salen de mi guitarra. Gracias flaco por tanta energía, por tanto color, por ese puente invisible que nos ha unido desde siempre.

En el camarín, los tragos y otras yerbas fluían. La música a pleno, con el marco de Give it away de los Chilli Peppers. Todos se animaron a la pista. Fabi se regodeó para George. Un rato más tarde, compartirían en escena Absoluty sweet Mary y I feel whole better. Para ese momento, George subió con el sombrero de Pancho, el pañuelo de Joaquín y fue presentado como Escarabajo Wah Wah. Mientras Harrison embellecía con un solo, Charly ingresó atravesando la pista,

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saludando a los presentes, con una boina a lo Guevara, con una camisa blanca y un saco azul marino de terciopelo. Secundado por Hilda, Fabiana y Zavaleta, que se habían puesto pelucas con marcados flequillos, que copiaron Varona y García de Diego, arremetieron en escena con I want to tell you.

Alrededor de las 5 de la mañana se produjo una razzia policial en el local. Entró un grupo de uniformados. Todos los del sector exclusivo fueron guiados por una puerta secreta a la calle. El resto del público fue registrado y muchos conducidos a carros celulares de la Policía Federal.

En el auto de George subieron tres acompañantes: Patricio, que durante toda la noche había servido a todos los músicos lo que necesitaran, y dos amigos más de este. El cuarto amigo dudó en subir al coche, indecisión que pudo haberles perjudicado. Se escuchó un portazo, el chofer arrancó y el joven que quedó fue empujado con prepotencia a uno de los celulares. Esa noche la pasó demorado en el departamento central de la policía, donde permanecería hasta altas horas de la tarde siguiente.

–¿A dónde vamos? ¿Dónde quieres… to go now? -le soltó Jorge, entre señas y balbuceos en un spanglish, que George entendió.

–To the puerto.

–Al puerto quiere ir, buenísimo. Vamos a La Boca. -dijo Patricio.

Mientras, el auto transitaba por la avenida San Juan hasta llegar a Brasil y desde allí hasta el Riachuelo. El tema central fue Maradona, a quien George admiraba y maldecía, con marcada sonrisa, sobre los “genial y sospechado” goles al equipo de su majestad. Patricio, que no dejaba de hablarle del Diego, les comentó que La Boca era un buen lugar para amanecer.

Estacionaron cerca de Caminito. Las estrellas dominaban el espacio. George hizo señas de aviones, repetía “puerto, puerto, planes…”. Aclararon el malentendido. Jorge le dijo que estaban bien de tiempo. George observó la hora en un reloj situado arriba de un farol y les dijo que, entonces, pasearan un rato por allí. Jorge sacó del baúl algunos abrigos. George insistió en tomarse algunas fotos con los colores que mostraba la fachada de los conventillos. No tenía cámara. Jorge sacó la suya, con solo diez disparos para hacer. Caminaron hasta la orilla del río. Un señor de barba, entrado en canas, con anteojos gastados, les ofreció un café, que Patricio pagó para todos, incluso le invitó uno al mismo cafetero. Observaron la alborada. George señaló el puente típico que conecta La Boca con la isla Maciel. Nahuel, uno de los amigos de Patricio, le contó del puente caído sobre el río y de la fama de la isla Maciel por la proliferación de las casitas de sexo en los años setenta y ochenta.

George se quedó un instante mirando los barcos anclados y los que estaban semihundidos, oxidados por el paso del tiempo y el abandono. Miró el cielo y

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dijo "las luces siempre apagan las estrellas". Nadie lo escuchó. Pensó en el flaco Luis que se había arrodillado ante él cuando se estrecharon las manos en Prix D’Ami.

–Luis Alberto Spinetta. Nice to meet you George.

–Hello. People told me that you…

–No… no please. You, it’s about you, your soul, youl heart. The love.

Spinetta, El Flaco para quienes lo han declarado y declamado como el poeta del rock, se negó a subir a tocar con Harrison. A pesar de su admiración, de su devoción, de su alegría por estrechar la mano y regalarse ese momento histórico de un abrazo de miradas y sonrisas, Luis esperó que Escarabajo Wah Wah regresara al VIP para compartir juntos un chinchín eterno que, pensó Luis, lo acompañaría por siempre. Lo mismo pensó George, mirando el Riachuelo, impregnado de olores nauseabundos, cuando se repitió "las luces siempre apagan las estrellas".

Harrison estrechó las manos de Patricio y sus amigos, que se fueron en un taxi. Miró la hora y le indicó a Jorge, sin parar de reírse, que lo llevara directamente al “puerto de aviones”.

A las 7 y 30 debían llegar al aeropuerto. Estaban citados para esa hora ante la posibilidad de hacer el check in y partir, finalmente, a Sudáfrica. Llegaron casi cerca de las 8 y 20. Juntos fueron hasta la ventanilla de Lan. Luego de confirmar que su vuelo saldría alrededor de las 10 y que podía preembarcar, se fue al baño para asearse. Después, Jorge lo acompañó escaleras arriba. Se abrazaron, George le regaló sus anteojos negros y un ukelele que llevaba consigo siempre en su bolso de mano. Jorge no pudo más que sonreír, reprimiendo su estado de conmoción y alegría. No supo qué darle. Así que se quitó su suéter azul y se lo regaló.

–Goodbye, my friend. Hasta siempre, amigo. Gracias… for all. Thank you very much for everything. Besos a Cecilia -dijo Harrison y se puso a cantar…

Cecilia you're breaking my heart,

you're shaking my confidence daily…

Cecilia you're breaking my heart,

you're shaking my confidence daily…

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–¡Gracias a vos! ¡Nunca me voy a olvidar de esto! -terminó de decir Jorge mientras se reía y veía reírse a George que no había entendido nada de lo que le había dicho.

Se abrazaron.

George cruzó la puerta de control. Giró y levantó el brazo derecho para saludarlo.

–Adiós, Jorge Rockanroll…

Jorge le hizo un gesto con su pulgar hacia arriba y ambos siguieron su camino.

Harrison tomó asiento en su sector ejecutivo. A su lado estaba un señor alto, que, con asombro y marcada emoción, se acercó al músico. Con su voz de locutor entrecortada, sus ojos bien abiertos y una cálida sonrisa, se presentó.

–Hola… I’m Mario... Mario Ferreiro… from Paraguay. Vos sos… You are…

–Harrison. George Harrison. Mucho gusto.

Tedeschi Loisa, Diego

Publicado en © Tres de un par imperfecto. Cuentos a la crema

1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 360 p.; 17 x 24 cm.

© 2014 Bubok Publishing S.L.

ISBN 978-987-33-4944-7

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título

CDD A863

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Impreso por Bubok

Fecha de catalogación: 06/05/2014

Hecho el depósito que impone la Ley 11.723

Prohibida la reproducción total o parcial de la obra sin citar al autor.

Todos los derechos reservados.